En la Carrera

Un buen chico estudiante en Madrid

Felipe Trigo


Novela



Primera parte

I

Las cinco luces ardían sobre la mesa en que se había servido, más suculento que de ordinario, el desayuno, y el carbón, hecho una grana, en la estufa. Pero advirtió Amelia (que lloraba menos) cómo entraba franca por el balcón la claridad del día, y torció la llave de la araña.

Con este lívido fulgor de amanecer aparecieron más ajados los semblantes. Gloria no se quitaba el pañuelo de los ojos. La madre sollozaba sobre el hombro del «niño», dándole consejos, y el niño, el joven Esteban, comía de un modo maquinal cuanto le habían puesto en el plato. No hablaba. No hablaban. Un ómnibus que acababa de pasar había conmovido a todos como el coche de los muertos, y otros ómnibus, que se acercaba ahora con gran estruendo de hierros y de ruedas, los aterró.

—¡Ahí está! ¡Hala, vamos..., que parecéis unas criaturas! ¡Ni que el viaje fuera al Polo! —animó Amelia levantándose, porque había parado el ómnibus. Y al ir por su marido, le vio llegar poniéndose la pelliza, y le apostrofó dulcemente—: ¡Vaya, hijo! ¡Pues ya no puedes tomar nada!

Sin embargo, le sirvió café con leche, que sorbió de pie el grave capitán de Ingenieros. Mientras, habían formado un solo grupo de llanto Gloria, Esteban y la madre. Ésta quiso que el viajero se calentase los pies antes de salir. Las criadas ayudaron a un mozo a bajar el equipaje. Y por último tuvo Amelia que arrancar al pobre hermano de los brazos de las otras, empujándole al pasillo...

—¡No, no!—repuso todavía—. ¡Que digo que no vais a la estación!... ¡Estáis asustando al muchacho!

Ella lo prohibió enérgica desde la noche antes, para cortar la escena de duelo junto al tren.

—¡Adiós!—lanzó la mamá desgarradamente, soltando el hombro de Esteban. Y deploró todavía—: ¡Ha debido acompañarle tu marido hasta Madrid! ¡Le va a pasar algo!

Y no sabían, no, que despedían para siempre en el viajero, la buena madre y la niña hermana que lo idolatraban, que le sabían tímido y tan bueno, y que habían dormido hasta esta misma noche junto a él en vecindad de bien contiguos cuartos.

A Esteban, en la calle, tuvo su cuñado que subirlo al coche, que partió con su estrépito de hierros y colleras. Un pañuelo flameó en la ventanilla...

Al restituir la atención al interior, advirtió el joven que iban señoras, dos curas viajantes... Cruzaron la Puerta de Palmas y galopaban por el puente. La mañana estaba fría, pero serena. El llevaba los guantes de algodón que le compró su madre.

Miró arriba, por el río. La densa niebla velábale en una esfumación de dibujo carbonoso los molinos, las baterías de las murallas..., el Vivero, el fuerte de San Cristóbal... Cada una de estas cosas, de estos sitios, tan vivos de recuerdos, le absorbía en nueva pasión de despedida que hacíale olvidar los demás.

El coche se detuvo entre coches y tranvías.

Pasaron al andén. Era extraña la impresión que le causaba, hoy, al que lo había visto mil veces: algo así como... «de cosmopolita», de paraje «del mundo», no de Badajoz, y por donde se podía ir a todas partes. El «rápido» esperaba en una línea. En otra, con la máquina a la inversa, el tren de Portugal. Los dos echaban humo. La máquina de este tren era más chata, y los coches más anchos, y azules. Faltaban once minutos para que el suyo partiese. Un mozo se había encargado de facturarle el baúl: y el grave y afectuoso cuñado, Ramón, a quien respetaba como a un padre, le resguardó del frío metiéndole en la fonda. Sentados cerca de una puerta, Esteban no quiso nada; y Ramón pidió coñac, por tomar algo.

Sí, sí; esta impresión que hoy le causaba a Esteban la estación, «de sitio por donde pudiera irse a todas partes»..., se le imponía; y por primera vez hacíase cargo de que Badajoz no era un aislado rincón donde él hubiera pasado preso de cariños su niñez, sino un pueblo que estaba abiertamente en los caminos de la tierra. Fuera, entre abrigos de hombres y guardapolvos de señoras que le parecían franceses, ingleses..., leía en un edificio de ladrillo, junto al cual había carabineros y guardinhas: «Aduana», «Alfandega», «Custtomhouse»... en español, en portugués, en inglés.

Entró un revisor del «rápido». Conocía a Ramón, y se sentó con ellos. Era grande y tenía una voz clara de corneta. Tomando aprisa su tazón de café con tostada, que le dejaba colgando en cada fuerte pelo del bigote la nata y la manteca, charló con el grave capitán, que siempre hablaba poco. Decía «ajos»... De pronto se encaró con Esteban.

—¿Va a Madrid el muchacho?

—Sí —le respondió el capitán.

—¿Qué estudia?

—Medicina.

—Vamos, ¡ha pasado aquí la Nochebuena!

—No. Va por primera vez. En octubre, que debió ir, estuvo malo.

—Pues, hijo, ahora, a estudiar, ¡y cuidado con el pito, no te lo vuelvan flauta!

—¿Qué pito? —preguntó el chiquillo ingenuamente.

Rióse el revisor, brutal, tragando un tercio de tostada...; y entonces, comprendiéndolo Esteban, se encendió en vergüenza, delante de Ramón. Éste se apresuró a cambiar de charla por librarle de sonrojos, y le encomendó al amigo para el viaje.

—Bueno —aceptó el revisor—, ¡pues te vas a ganar alguna bofetada si no andas como un huso! ¿Llevas merienda?

—Sí.

—Entonces..., descuida... ¡que te buscaré!

Cogió su cartera y salió.

Ramón salió también con Esteban y lo instaló en un departamento de segunda. Le hacía advertencias —por tratarse de un viajero que no había viajado sino de muy niño con su madre—: «No apearse en marcha.» «Al bajar los vidrios, cuidado con los dedos.» «Y, principalmente, debía siempre reparar si estaba o no el cristal alzado..., porque muchos lo rompían con la cabeza al asomarse violentamente para ver cualquier cosa del camino». Luego le entregó el talón, que trajo el mozo, y le regaló diez duros.

Partía el tren.

—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Dale otro abrazo a mamá... y a Gloria, y a Amelia! ¡Adiós!

Pero ya Ramón saludaba militarmente a alguien que iría en primera, más atrás..., y en el andén se te ocultó al viajero entre furgones de vías muertas.

Un fantástico desfile de siluetas, a través de la niebla que se iba esclareciendo. Una congoja en el corazón de Esteban. «¡Adiós! ¡Adiós!», repetía su corazón, con el casi espanto de esta soledad en que ya se hundía, saludando a la torre de San Juan, a la torre del Castillo, a su casa, a su madre, a... a...

¡Sí, sí, también! ¡Oh, claro, sí!... ¡La había olvidado! ¡La había olvidado esta mañana, en su escena dolorosa de familia!..., a la pobre novia, a su Antonia adoradísima de su vida y de su alma...

Por un rato, por todo el tiempo que el tren corrió los llanos de frente a Badajoz, Esteban lo fue mirando hechizadamente..., dolidamente, con una intensa voluntad de devoción en su pesar de olvidos para ella...

Un puente de hierro, otro después, inmediato (¡los de Gévora!)... y he aquí perdida la ciudad en la niebla y la distancia. El viajero cayó sobre el asiento.

¡Esto era hecho!

No sabía qué hilos acababan de romperse entre él mismo y su pasado. ¡Qué hilos... que volvíanse magnéticos, flotando por el aire..., hacia lo nuevo, hacia lo inmenso, hacia Madrid!

¡Madrid!

Todo llega, puesto que había llegado este viaje.

Pero Madrid, el Madrid enorme, el grandioso, el tan soñado a martirios de ilusión..., era una ilusión de fuego que aún más le abrasaba con la inminencia de verle... ¡Y apartó de él el pensamiento, como de algo enconadamente cruel que enloquece o emborracha!

Ateníase al viaje, por lo pronto..., a la también bella realidad del viaje, con una perspectiva de veinte horas de tren —en este primer día nuevo, intenso, de esta intensa y nueva vida, que empezaba. Iba solo..., y lamentó que antes Ramón, puesto en la puerta, hubiera estorbado que subiesen viajeros..., viajeros tal vez... con quienes iniciar alguna aventura: «—¿Sois español?... Y a su armonioso acento, tan armonioso y puro que aún ahora sólo el recordarlo me embelesa...»

El coche estaba limpio. Los divanes, tapizados de una fría y fuerte trama gris, como de crin. Todo lo miraba y de todo se enteraba. Las perchas de red, en donde iban su maleta y su atamantas; la comba lámpara del techo, por debajo de la cual podía correrse la pantalla de resorte; el llamador de alarma; el doble juego de persiana y de cristal en las ventanillas, reforzado aún por la azul cortina que ostentaba de la poderosa compañía las iniciales... M. Z. A... ¡Todas, todas estas cosas de la especie de ambulante saloncito que tenía el prestigio de estar corriendo siempre desde Badajoz hasta Madrid y Alicante y Zaragoza!... ¡Media España! Brindábasele a quien podía pagarlo. Y la idea, al estudiante que iba a buscarse el porvenir, le produjo una honrada excitación a ser hombre de provecho...; hombre capaz de ganar lo suficiente para viajar algún día en primeras, en berlinas..., como su hermana y Ramón. Se recogió hacia adentro, espió por las mirillas del tabique: daban al departamento central del mismo carruaje; iban unos cuantos señores y dos guardias civiles. En seguida leyó las instrucciones del timbre de alarma: ¡bien, bien, esto le parecía serio! La vida empezaba a instruirle formalmente. Y se sentó.

Pero sus ojos quedaron fijos en un detalle burlesco. Alguien se había entretenido raspándole letras al letrero que debía decir «10 asientos», debajo de la percha, y decía:


«10 as...n.os»
 

¡Qué estupidez! Le dolió que en la solemnidad de un tren hubiera quien se dedicase a burlas de mal gusto... como en los retretes.

Hallábase azogado. Se fue a una ventanilla y bajó el cristal «cuidando de los dedos». Campos de trigo. La niebla luchaba rota con el sol encima de las llanuras verdes; pero lo dejaba todo como lavado y nuevo, con la impregnación de su humedad, y todavía flotaba espesa sobre las cañadas, sobre los arroyos. Algunos chozos y montones de traviesas, al lado de la vía, goteaban; y las ramas de unos eucaliptos, agitadas al paso velocísimo del tren, salpicaron al viajero.

¡El «rápido»! Merecíase el nombre. Corría a más no poder. Volaba. Las casetas, los terraplenes en que se metía a menudo, los palos del telégrafo, cruzaban como cosas que iban llegando poco a poco y que alguien quitase después de un puntapié... ¡Allá atrás quedaban recobradas a su inmóvil realidad junto a la vía! El suelo, principalmente a ras de los estribos, borrábase en una loca fuga de rayas; dijérase que eran los estribos los que estaban quietos, trepidando, nada más, sobre aquella fantástica escapada de la tierra.

Pero la impresión de marcha obteníala mirando hacia la cabeza o la cola del convoy. Más aún cuando la marcha amenguó, porque se llegaba a un pueblo.

« ¡Talavera! ¡Dos minutos!»

No se veía el pueblo, sólo la estación, humilde, en una de cuyas ventanas asomaba la hija de un empleado, entre macetas. Poca gente. Uno subió. Otro bajó, por los terceras. El peatón aldeano del correo cogió las cartas.

El «rápido» volvió a correr, haciéndole honor a su nombre. Esteban volvió a querer «empaparse» bien de esta verdad suya de hombre que viajaba... que viajaba. Nada de ver pasar el tren, como otras veces: iba ¡dentro! Era pues, «un viajero». Comprendió que el portugués del cuento gastase estas tarjetas: Luis Acosta, Ex Pasajero de 1ª clase do Correio D'Oporto.

¡Ah!... Oporto, Lisboa, ¡Madrid!...; no, ¡no! Tornó a separar de Madrid su pensamiento, como de una ilusión que marea, y atúvose a este feliz prólogo del viaje...

El tren, cuando se forjaba Esteban la ficción de creerlo, botando nada más sobre la tierra fugitiva, parecíale la acera de casas de una calle. Cada cual tenía su sala, su vida singular de algunas horas.

En las rectas miraba la sucesión de dorados pasamanos, la lenta oscilación lateral de los coches, en bruscos desencajes de argollas de cadena o de escamas de reptil y los jirones de vapor que, entre los bandos de espantadas alondras, rodaban y caían pesadamente a los sembrados. En las curvas veía la majestad de la locomotora gigantesca, negra, brillante, triunfal..., unas veces luciendo limpias sus bielas plateadas que agitábanse con vaivén de furia como los brazos de un loco...

Así miraban al tren de recelosas las mulas de los campesinos, los burros de los arrieros que iban por las sendas con calma incomprensible... ¿Cuándo llegarían, a donde fueran, estos pobres hombres?... ¡Oh, ni cuándo llegarían a alcanzar el tren estos pobres perros de majada que se quedaban atrás como los postes!

Otro pueblo, Montijo, grande, y lo rozaba la vía. Tras él veíase la Puebla de la Calzada, y más lejos torres y camposantos de aldeas...

—«Allí —me dijo, señalando un cementerio», se acordó nuevamente de Campoamor, cuando el tren volvió a correr.

Pero le iba dejando yerto el viento de la marcha, que le llenaba además de carbonilla, y cerró el cristal, yendo a sentarse al lado opuesto. El sol entraba ahora por aquí. Esto era una casita singular que se movía, y unas veces caíale el sol por la derecha y otras por la izquierda. Le daba rabia que no subiese nadie con él, y confiaba en las estaciones de importancia. Llevaba su guía, naturalmente, y la hojeó. Luego, por un rato abstraído en vagas ansias de aventuras, el isócrono estruendo de las ruedas le fue rimando un vals..., un vals que le escuchó en la pasada tarde a la mujer de Zacarías Collado.

Una de las tantas «despedidas» a que le llevó su madre a la vista de este viaje en regla, y creyéndole en el caso de cumplir por primera vez «etiquetas de hombre». No estaba Zacarías, y ella, Renata, la bella Renata Mir, tocó el piano. Él volvía la hoja, y al indicarle que la volviese, ella le dejaba siempre en abandono su mirada azul... ¡Esta Renata pudiera ser una «mujer de aventura»..., rica, casada con un simple, viajera impenitente!... La fama, al menos, lo decía. El no la había visto apenas hasta ayer.

Sacó el retrato de su novia y quedóse contemplándolo. El sol entraba por los vidrios y llenaba el coche de un claro y tibio calor de estufa. Sacó también un pitillo y lo encendió. Emboquillados. Íntegra aún la cajetilla, para el viaje. En la gran invitación de soledad, bajó su atamantas, se puso las zapatillas y la gorra, extrajo también el paquete de cartas de Antonia (escondido en casa con apuros), y dedicóse con toda calma a releerlas... ¡La adoraba!

En realidad, estas cartas constituíanle de ella lo más íntimo, lo más encantador. Hablarla... no había podido hablarla nunca como novio. Amiguita de su hermana Gloria, la veía con ésta en casa, pero de refilón y a escape, porque les daba vergüenza a las dos, y apenas si se atrevió a acompañarlas en San Francisco algunas tardes.

Le ensimismaron de tal modo las cartas, que no se dio cuenta de que de tiempo en tiempo paraba el «rápido» en pequeñas estaciones... Jamás saboreó con tal reposo la grande idealidad de este amor, en su conjunto. Quería a Antonia..., como a su misma hermana Gloria... Y le llamó la atención otra estación donde había una fábrica de harinas. Se asomó. Eran hermosos edificios rodeados de jardines: Aljucén. Dos señoras, del tren de Cáceres, subieron al compartimiento contiguo. Las miró por la mirilla. Una rubia guapa. Otra, la mamá. ¡Esto se animaba!... Si pronto no viniese alguien con él, se mudaría con las señoras. Las cartas, desparramadas por el asiento, tacháronle de ingrato... «No, no; era... una ansia..., un afán sin forma, ¡de viajero!» Y al partir el tren miró la guía, leyó que distaba Mérida muy poco, y recogió las cartas y las guardó en el bolsillo, con el fin de ver los acueductos...

Bordeaban el Guadiana. Había molinos, encinas, toros, chopos y sauces en las riberas. El sol esplendía sobre su triunfo de la niebla en un paisaje idílico. Desde un prado de esmeraldas, tres grullas miraron al tren. Junto a un paso a nivel desmandóse en dispersión un hato de carneros. Y el tren, el «rápido», seguía... veloz, triunfaba, imponente... Pitaba y no cesaba de cruzar alcantarillas. La histórica ciudad surgió detrás de un enorme puente de hierro de otra línea. Cruzó el «rápido» otro puente de hierro, al lado del puente de piedra de un arroyo, y aún Esteban vio admirado otro gran puente lejano... como si fuese Mérida la ciudad de los arcos y los puentes. El viajero iba de un lado a otro del coche, para no perder cosas nuevas. Un acueducto romano, huertas, alamedas, la estación y otro acuerdo romano, más allá, y uno árabe. Bella y blanca, Emérita Augusta, coronábase de torres y palmeras; sus casas próximas, alineadas ante una extensa tapia que pregonaba anuncios industriales, eran depósitos de comercio y rientes hotelillos rodeados de verdor...

Bajó el viajero, se perdió por el andén entre la gente y las carretillas de equipaje, y compró periódicos y una moneda de Nerón en el quiosco. Ante la fonda recreóse contemplando a las damas. Al tornar al coche, con su súbito recelo de que le hubiesen robado la maleta, encontró que dos señores acababan de subir. ¡Menos mal!..., aunque hubiese preferido compañía del sexo débil. Saludó y se puso a esta ventana donde daba el sol nuevamente.

Un tren partió hacia Andalucía, otro hacia Cáceres; y luego el «rápido». Vio las ruinas del Hipódromo, al pasar. Sacó la cajetilla, con la delectación de otro cigarro, y... ¡oh!, ¿cómo fue?..., se le cayó, botó contra el estribo, rodó por la cuneta... ¡Sus emboquillados!... ¡Su única provisión de tabaco para el viaje! ¡Habría fumado al sol tan ricamente!... Tardó poco de entrarse. La vehemencia de sus antojo por fumar le atormentaba, y confióse en los viajeros, que habían visto el percance.

Pero, ¡nada!... Hombres de negocios, charlaban en un rincón, revisando planos y papeles. Esteban miró el Nuevo Mundo, y después El Imparcial, y después El Liberal comprados en Mérida. Admirábase de cuán poca curiosidad les inspiraban él y el paisaje a estos señores. Debían de ser ingenieros..., o más bien ayudantes, sobrestantes..., juzgando por su ropa. Sufría de no poder averiguarles esto y sus nombres. El les diría de buena gana que iba a estudiar... ¡a Madrid! ¿Habrían estado ellos en Madrid?... De su conversación dedujo que iban tan sólo a Castuera.

Lo peor es que se ofrecían sus petacas mutuamente, sin brindarle. Una hora, dos horas de martirio para el joven. Pasaban pueblos, y hasta grandes, como Don Benito y Villanueva, y comprobaba que no vendían tabaco.

Si no fuese el revisor amigo de Ramón, le habría pedido.

¡Qué lástima! ¡Él, que con un sol tan dulce y un cigarro iría haciendo observaciones tan curiosas! Por ejemplo, estos campos y sus gentes, muy distintos ya de los de Badajoz, y que le daban una honda emoción de distancia... de lejanía de sus cosas y su tierra... Ahora, con los borricos, si quisiesen ir a Badajoz los arrieros, tardarían... un mes. Se perderían, además, en estos encinares. Porque desde mucho rato, marchaba el «rápido» entre dehesas, entre montes, con su rauda firmeza de acero y de vapor. Las cosas y los árboles cercanos escapaban hacia atrás, siempre hacia atrás..., mientras que los que estaban lejos y unas azules sierras con que se cerraba el horizonte aparentaban perseguirse en una galopada quimérica y en igual sentido que el tren; esto le daba a la campiña un aspecto de inmensa ola volteadora.

«Las doce», vio en la estación de Magacela. Sacó su reloj y le corrigió tres minutos, por el gusto de llevarlo exacto. Toma de agua. Cruce con un mixto. El pueblo estaba increíblemente encaramado en la cúspide de un monte.

Pero en media hora más volvió a cambiar el paisaje. Tierras áridas, de canchos. Charcos y manadas de cerdos. Los pueblos, del mismo color terroso y sucio de los cerdos, distaban mucho unos de otros. De Campanario a Castuera transcurrió una eternidad entre silbidos y lamentos y como fatigas de la máquina. Y en Castuera se bajaron los dos señores... sin saludar. Junto al caserío de tonos de arcilla veía tinajas... En los vagones, tinajas... y al lado opuesto, minas de plomo (según la guía).

—¡Auh! —ladraba la gente para hablar, con un armónico sonete.

Esteban, contrariado, un poco defraudado por el viaje, que empezaba a fatigarle, y a pesar de la grande emoción de país lejano que le metían en el alma estas gentes, no pudo menos de recordar a Campoamor, irónico para con su mala estrella: «Al arrancar el tren subió a mi coche...»

Y arrancaba el tren en verdad y subió a su coche el revisor hercúleo, riéndose y diciéndole:

—¡Vamos, hijo! ¿Qué tal vas? ¡Ya te he visto formalito! ¡Eso es bueno!... Conque... ¡saca la merienda! ¿No hay hambre?... Recontra, ¿como tú trajeses mi faena! Arsa, ¡a comer! Yo me vuelvo en el correo desde Almorchón, ¿sabes?

Porteaba un gran frasco de vino. La comida fue excelente. Pollo, jamón, tortilla, carne mechada, chorizos, pasteles, queso, higos, camuesas... «Pero, tú, ¿vas a Madrid o a Pekín, hijo del alma?», admiraba el revisor, devorando como un buitre. Y le dio seguidos tres disgustos: uno, a decirle, a preguntas de él, que... «¡qué suero iba a tardarse un mes, en burro, desde aquí hasta Badajoz!... ¡Un día! ¡Si se creería éste que iba ya por las Quimbambas!»...; otro, decirle... «que este 'rápido', aunque así le llamaban por bambolla, no era 'rápido' ni música..., correo mixto, por clasificación oficial... ¡y que se asomase, si no a ver las jaulas de borregos!»...; y el tercero, en fin, ¡que no fumaba! ¡Adiós, pues, cara ilusión de un cigarro para postre! El buitre, agradecido, hubiéraselo brindado, aun sin pedírselo él.

El último trago fue en las agujas de Almorchón. Recogió el revisor su botella, se limpió en unos papeles, y dejó el coche perdido de huesos y de pringue... Las tres de la tarde. Esteban vio bajo la marquesina..., ¡oh, sí!..., ¡que vendían tabaco! Compró dos cajetillas, y se metió en la fonda, encendiendo con ansia un cigarro para tomarse un café. Las mesas se llenaban. Había señoras.

Cuando volvió al coche, comprando de paso el Heraldo y la Semana Ilustrada, se asombró; lleno: siete cazadores y tres perros. Entre mantas, escopetas y cananas, se acomodó como pudo.

—¿Le molestan a usted estos perros, señor?

—¡Oh, no! —le respondió finísimo Esteban al finísimo cazador que le dirigía la palabra.

Eran gentes de fuste de Sevilla —acababan de llegar por el tren de Bélmez—. Se conocía, no sólo en esta libertad, tomada del conductor sin duda, para llevar perros en segunda, sino en sus buenos trajes de campo. En nueva disculpa afirmáronle «que iban cerca, a Los Pedroches... y que por eso permitíanse molestarle con semejante invasión». Pero Esteban, aunque estrecho, se alegraba. Esto matizábale ya un tanto el viaje. Uno resultaba marqués; otro, duque... y les acompañaba un torero: el Bombita. Por atenderles a su conversación pintoresca, no atendía apenas al paisaje, bello otra vez, de sierras de encinas.

Pasado Cabeza de Buey —donde todos admiraron la estación, llena de lindas muchachas— y un túnel, les empezó el anochecer, entre montes. El duque, el marqués, el Bomba y demás amigos hablaban de mujeres. El coche se llenaba de humo, y a los canes tenían que darles patadas con frecuencia..., pues no dejaban de molestar entre los pies, buscando huesos, royendo huesos. «¡Corci, ni que hubiese aquí comido un escuadrón! ¡Y qué puercos!», se lamentó el Bombita, quitándose de la polaina un pellejo de chorizo. «¡Sí —apoyó Esteban, rojo como un pavo—, vino una familia de un pueblo antes... que comió!» Y todo lo siguió soportando con paciencia, horas y horas, entre los montones de mantas y encogidas las piernas sobre un perro. Al despedirse estos señores, le dejarían dormir, tras de haberle dicho, en mutuos ofrecimientos amistosos, de qué era marqués el marqués y duque el duque... Quizá le diesen tarjetas, el Bomba también, ¡el gran Bomba...!, que él mostraríales en Madrid a los paisanos...

A las diez, en fin, pudo estirarse. En Los Pedroches bajaron los aristócratas, saludándole con leves cortesías. Entre los aristócratas y los perros habían acabado de dejarle el coche hecho un asco, de meadas, de cerillas y colillas. Sacudió un asiento y se tumbó, protegido de una manta contra el frío. No podía dormir; pero aburríase de no ver fuera, por la oscura noche, más que la reflexión de la mortecina candileja en los cristales. El golpeante fragor de la carrera volvía a rimarle el vals de Renata Mir.

Una excitación erótica, que aun, así de espaldas, aumentábanle el tren, la trepidación, el insomnio..., el haber comido y fumado mucho. Se la iniciaron vivamente, en verdad, los sevillanos, con tanto hablar de bellezas y queridas. ¡Ah, si Sevilla era esto, de lujos y mujeres..., qué no sería Madrid!... Renata iba con él, en cálida imagen; y no su novia, su Antonia, su ángel adoradísimo de ilusión y de poesía, una vez disipado el campoamoriano ambiente de este viaje. ¡Le había mirado Renata Mir de un modo!

¡Madrid! ¡Madrid!... Oh, ¡Madrid!

Se le pintaba, ya no lejos, con un prestigio... «que le dolía en el corazón». Bien se merecía este largo viaje que iba volviéndosele molesto. Ya no sentía más deseos que... ¡llegar! ¡Y quedábanle tantas horas de la noche!...

Pero Madrid había sufrido una trasfiguración en la mente del viajero. Por culpa de las románticas novelas que él leyó, apareciásele como una ciudad fantástica llena de castillos y situada en una altura... Una ciudad de fastos principescos y de amor, con guante y con espada... «¡Calle de Fuencarral!»... Soñó algunas noches que iba por ella, y que encontraba al «vizconde de Rudaguas con el barón del Destierro, con sus capas y tizonas... buscando dónde batirse». Ahora, en cambio, por culpa del Bomba y del duque y del marqués, se le representaba como un emporio de vicio y de riquezas, donde estuviesen todas las mujeres de postal.

Y temblaba, con el mismo santo horror, lleno de hechizos, que habíale hecho temblar en las tres o cuatro veces que le llevaron a niñas los del instituto. Era un temblor honrado de remordimiento y de vergüenza, pero tan delicioso..., que en esta soledad y en este desamparo del tren y de la noche se dedicó a rememorar aquellos lances.

¡No, no, aquí no podrían llegar a turbarle tal meditación las sombras puras de su novia, de su hermana Gloria, de su madre!

Una, la primera..., se llamaba Olvido, y le había costado una peseta. Otra, que le costó dos, Martirio, y con Martirio volvió a los cuatro meses. La última, ¡oh, la última!, de ella recordaba más, porque fue en septiembre, y hubo su poco de juerga. Piedad. Se reunieron tres, y tres mujeres. Cada uno puso la mitad de lo que les habían dado en sus casas por el sobresaliente del grado. Porque fueron los tres sobresalientes, buenos chicos... Cita en el puente. Después..., cantina de la estación...: vino..., escabeche..., pájaros fritos..., una guitarra..., ay... aay... aeay... yayay... Tiro de piedras por la calle y ar que le dé que perdone...

El tren botaba, volando, silbando..., rimándole con su estruendo golpeante los «flamencos» cantares de la juerga con flamencas...

     Ay... aay... aeaeaeay...

Tres horas más tarde, cansado de oír nombres de estaciones, agotadísimo sobre las duras crines del asiento, también botaba el tren, también volaba silbando..., pero rimándole al viajero, en una especie de vago dormitar, una especie de gran reacción saludable de toda su buena alma abierta a las caricias de su madre, de sus dos hermanas, ¡de su novia!...

«Seré formal, muy formal —iba pensando—. Me juntaré más con Luis Cerrato, que es el mejor. ¡Él no hubiera ido nunca a aquellas cosas! ¡Ya se sacrifica mi madre bastante, al darme la carrera, para que yo no lo sepa agradecer!...»

Y encogía los pies de vez en cuando, porque los estiraba, en la otra mitad del asiento, uno de los tres viajeros entrados en Ciudad Real, y que dormían aquí como en la gloria. Roncaba otro de un modo tan descomunal, en el compartimiento inmediato, que oíase muchas veces, no obstante el tabique, y en plena marcha del tren...

—¡Qué bárbaro! ¡Qué manera de roncar!... ¡el tío!...

«¿Sois español?», y a su armonioso acento...

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Abrió los ojos, porque la luz y el frío del alba le entraron por la portezuela. Subían al coche dos damas muy guapas, muy blancas, muy bien portadas de abrigos y sombreros. Esteban se incorporó y recogió su manta, dejándolas asiento, porque los otros viajeros dormían como benditos. Se arregló las mechas del pelo y la gorra. Si a él le habían visto en el sueño con la cara idiota que a los otros, pálidos, con las bocas abiertas y llenos de carbón, no debió serles agradable. El coche parecía una ambulancia de muertos, todo sucio y en desorden. Alguno había vomitado o vertido vino por una ventanilla, y veíanse los chorretones secos en el polvo del cristal... Las señoras, en pie, cuchicheaban y reían..., apartando en el suelo del vagón, con sus delicadas botas, los restos de huesos y papeles pringados de la pantagruélica merienda...

Pero... ¿cómo que... Getafe?... ¿Getafe?... ¡Se lo estaba oyendo a las señoras!

—Perdón, ¿es Getafe donde estamos?

—Sí, señor —le respondió una de ellas.

¡Luego hallábanse a minutos de Madrid! ¡Luego él se había dormido profundamente! Púsose en pie de un salto. Creyó que iba a faltarle tiempo para envolver en el atacapas sus zapatillas, su gorra, su almohadilla, su guía..., ¡tanto chisme! Y, sin embargo, lo dejó arreglado en un momento. La charla de las damas despertó también a los demás, que se levantaron bostezando... ¡Qué caras!...

Llanos fuera del coche. Sembrados miserables. El «rápido»..., ¡bueno!, el correo mixto, volaba según iba acercándose a Madrid. Otro tren, en otra línea, apareció a lo lejos, también a escape. Era de coches enormes, con una locomotora rara y colosal... Algún exprés. Esteban deploró que teniendo otras provincias estos trenes, la suya, únicamente, por todo lujo, tuviese un correo mixto.

La galantería habíale hecho quedarse en medio del vagón, por cederle la ventana a las señoras; y como además iba de espaldas a la marcha, no veía aquel Madrid que ya tal vez se divisase.

—¡Villaverde! —otra parada. La última.

A partir de aquí, corrieron unos campos raquíticos, de huertas, y empezaron a dejar a uno y otro lado, algo después, talleres y coches parados... Coches, muchos coches por muchas vías. Máquinas, furgones, grúas... Más talleres y más coches... Algún que otro edificio suntuoso a distancia..., y el «rápido», el... (¡bueno!), se metía debajo de una ciclópea techumbre comba de hierro y de cristal, donde aún lucían muy blancos contra la luz rosa de la aurora los voltaicos focos, y donde ocho o diez trenes parados cabían en la inmensidad de andenes y de vías como juguetes... Unos cientos de personas que no constituían, sin embargo, más que un perdido y silencioso grupo en la hermosa, en la limpia estación de maravilla, acudieron al correo de Badajoz... Esteban iba ya en la portezuela. Parecíale que Madrid le recibía por una catedral de luz... Buscaba a Cerrato con los ojos... ¿No habría venido a esperarle?... Dos uniformados mozos le abordaron..., y entonces, ya en el andén, vio al amigo y compañero.

—¡Hola, Luis!

—¡Hola, muchacho! ¡Esteban! ¡Demonio!

Se abrazaron. Echaron entre la gente, tras la carretilla de los mozos. Cerrato le aconsejó a Esteban que se abotonarse el gabán, no fuesen a robarle... El aturdido viajero se abrochó, comprobando al tacto su cartera de billetes, y a un tiempo mismo preguntaba por los paisanos y lo miraba todo... Se parecía a una hormiga, bajo esta diáfana grandeza de estación. Salieron, y quería no perder de vista al mozo de equipajes... Pero Cerrato le metió en un coche de punto, a esperar, y confió en el mozo, mientras éste sacaba el baúl, con sólo tomarle el número.

Diez minutos después, corrían rampas arriba para desembocar en Atocha. Esteban sufrió el asombro de nuevas maravillas: la estación por fuera, el Ministerio de Fomento, el Botánico..., la espaciosidad del Prado llena de jardines... El asfalto, sobre todo, le chocaba; una fisura de espejo, pues, este piso de Madrid, mojado ahora de rocío... Las gentes, por otra parte, las mujeres, iban muy peinadas y compuestas al salir el sol; en Badajoz no se veía a estas horas más que despelujadas criadas a la compra... Luego, en el trecho del Museo al Banco de España y la Cibeles, que tornaron a asombrarle, reparó un momento en el cambio de Cerrato, que antes ya habíale sorprendido: blanco, muy blanco, igual que todas estas gentes de Madrid, incluso los cocheros...; llevaba guantes nuevos frambuesa, y las botas como acabadas de limpiar... ¡Parecía mentira! ¡Un muchacho casi sucio en Badajoz... y apenas con tres de Corte! Oh, sí, sí... pero el abrumo de suntuosidades se le impuso de nuevo la calle de Alcalá, a partir del Banco y del Ministerio de la Guerra. Derivaron pronto a la derecha por la del Caballero de Gracia, hacia la de Jacometrezo... Y ésta sólo pudo admirar a Esteban por la altura de las casas, que lo parecían más con sus seis pisos e innumerables balcones en la estrechez tortuosa.

Lo que ya no le gustó, francamente, fue el portal de la en que entraron..., tras haber visto tantísima magnificencia. Menos aún la escalera, y más que menos el pasillo del principal, abierto por la patrona, y que olía... a coles cocidas. Salváronlo a tientas. Doña Rosa (la patrona) tenía reservada para él la habitación del gabinete: en otra cama... (pero ¡qué peste a coles cocidas!) dormía Eduardo Mesonero Romanos, como un lirón. Mientras lograban despertarle, doña Rosa le explicaba a Esteban que «la peste era del gas... porque lo había en la escalera». Eduardo mal despertó, por fin, y saludó con jovial modorra al llegado...

—Mira. ¡Acuéstate!... ¡Ya hablaremos a las dos!... Anoche, ¿sabes?..., ¡anduvimos de jaleo!

Luis se llevó a Esteban a los cuartos de los otros. Camas a pares. Jaime Fagoaga con Morita («un chiquillo muy resuelto que estudiaba para ingeniero, valenciano»); Luis Cerrato con la Burra, junto al comedor, y únicamente, en el pequeño dormitorio de la sala, Antonio Mazo estaba solo. Despertaban todos con gran dificultad. La Burra, ¡la pobre Burra!, sí se conservó despierto, porque iban a dar las ocho, hora de clase.

—Bueno, hombre..., ¡hoy no! Tú irás desde mañana. ¡Vendrás cansado! —le aconsejaron a Esteban, mientras tomaban los tres el chocolate.

Y como era cierto; como había dormido poco en esta noche y nada en la anterior, en cuanto salieron Luis y la Burra, se volvió al cuarto que habíanle designado y se acostó, procurando no volver a despertar a Eduardo.

Venía rendido y penetrábale este frío fino de Madrid hasta los huesos. Exageraba su devoción, queriendo asistir desde ahora mismo a San Carlos. Pero..., ¡reconcho!, ¡qué peste esta del gas... a coles!... Y la cama era estrechita, la alcoba era pequeña, el gabinete, así, así... Echaba bien de menos las holguras de su casa... A los pies, y a modo de edredón, se puso el gabán y la chaqueta.

II

A las doce le despertó una estruendosa música veloz como de piedras. Fue al gabinete y miró por la entreabertura del balcón: era un piano de manubrio. Se vistió, respetando el sueño de Eduardo, en esta alcoba, y el de los demás en las demás, y almorzó solo y salió sin compañía. Iba a telegrafiarle a su madre la llegada. La precisa dirección del telégrafo se la había dado doña Rosa, quien le advirtió también que «por una peseta podría volverse en coche desde cualquier parte, en caso de extravío»...

Lo primero que le volvió a chocar fue la altura de las casas. Luego, la gente y las enormes lunas de las tiendas. Bien pelados los hombres, bien peinados y con impecable pulcritud en los cuellos y las botas. Las mujeres, muy blancas, lucían, jóvenes y viejas, cuerpos airosos. En Badajoz, fuera de un pequeño grupo que tenía fama de elegante, solían verse bigotes sin rizar y barbas descuidadas. Es decir, que aquí todos los hombres eran elegantes, y que llevaban corsé hasta las verduleras. Se fijó; incluso dos o tres jóvenes muy flacos y con raídos gabancetes de color indefinible lucían cuellos de brillo y las botas rotas charoladas; debían ser poetas, escritores...

En la Red de San Luis le pasmaron la grande animación y los tranvías eléctricos, unos tras otros. Los de Badajoz, chicos, de mulas, y con tres o cuatro viajes al día desde San Juan a la estación... Pero ¿por qué tanta gente?... Viernes hoy; nada de domingo ni de fiesta. Imposible dar seguidos cuatro pasos. Creyó reconocer a uno de Badajoz. En la Puerta del Sol, que recordó de las postales y que le pareció pequeña, creyó reconocer a otro de Badajoz. ¡Y no! ¡Falsos parecidos!

Un guardia le indicó la bocacalle de la Paz. Puso el telegrama y regresó hacia la Puerta del Sol, metiéndose en un café para escribirle a la novia.

—¿Quiere el señor...?

—Café. Y dos cartas.

Tratábale cortés el camarero, aun siendo casi como el revisor de gordo y grande. «El señor...» Y doña Rosa habíale llamado «don Esteban». Buena educación, los madrileños. En Badajoz le decían de tú los del billar del Suizo. En Badajoz, aun siendo buenos los cafés, no había ninguno como éste... Paredes, techo, todo lleno de espejos y pinturas modernistas.

Le fatigó la manía de ir refiriéndolo todo a Badajoz y comprobó, en seis diversos espejos, que su aspecto no era de chiquillo. Poco menos alto que Ramón y sombra de bigote. Diecisiete años cumplidos en octubre.

Ya tenía delante la carpeta.

«Mi Antonia idolatrada: Lo primero que hago en Madrid es escribirte. Tu alma...»

Se interrumpió. Arregló el café, de azúcar, y encendió un cigarro. Debía escribirle una de aquellas cartas que volvíanle loco el corazón, y sentíase poco firme la cabeza, en una especie de vértigo. Hallábase Antonia acostumbrada a las bellas frases ideales. Nunca se hablaron como tales novios, era verdad, por vergüenza de ella y por la madre; pero les dejaba ésta escribirse, y en tanta carta, él iba siendo un maestro en decir cosas bonitas.

—«Tu alma, vida de mi vida...» Volvían a distraerle las ventanas. Una barbaridad de gente. Optó por enviar hoy a Antonia, y a su casa, seis líneas de saludo. Y pagó después, y salió a la calle.

Echó las cartas en un estanco.

Los paisanos debían de haberse levantado. No obstante, prefirió vagar solo por Madrid, recibiendo en la plena libertad de su emoción las impresiones. Total, una peseta de coche, si se perdía.

Iba lo más de la gente hacia la calle de Alcalá (cuyo rótulo leyó frente al café) y se acopló, con el mismo lento paso, en esta dirección. De puro querer ver no veía nada. Coches, tranvías, automóviles..., letreros por todas partes, palacios... En cuanto reparaba en la gente, creía que algunos eran de Badajoz... La sensación de soledad lo desolaba. No conocía a nadie..., absolutamente a nadie, de tantos miles de personas. En cambio, placíale ir reconociendo algunos edificios: la Equitativa..., el Banco..., el Ministerio de la Guerra...

Embocó por Recoletos, siguiendo el mayor aflujo de viandantes y de coches. La tarde estaba fría, despejadísima. Las distancias envolvíanse, al sol pálido naranja, en una neblina singular, que lo velaba tenuemente. Una chimenea del Ministerio soltaba el humo en recta ascensión al cielo. Magnífico todo este paseo, con sus múltiples hiladas de grandes árboles, con sus anchas calzadas entre ellos, con sus monumentos de mármol en las glorietas... Y nunca se acababa. No tenía fin. Lo bordeaban palacios que se perdían en sus verjas y jardines. El de la Biblioteca creyó Esteban que fuese el Real. Una hora después, junto al Hipódromo, pensó que no, que el Palacio Real sería este otro de tantas escaleras. Un guardia le enteró: «Palacio de la Exposición, y el grupo Isabel la Católica.»

¡Qué correctos los guardias! Le dio las gracias.

El sol acababa de ponerse.

Y como la gente y los coches volvíanse desde allí, él también emprendió por las mismas interminables avenidas el retorno.

Impresionábale Madrid hermosamente, pero con una espléndida realidad moderna y ancha de hermosura, que aveníase mal con su ensueño novelesco. ¡Las novelas y los cuentos de su madre le habían hecho un romántico! Con el caer de la tarde, arreciaba el frío, este fino frío tan... «refinado». Por eso estarían tan encarnadas y lindas las mujeres. Tan frescas —como conservadas en carámbano—. La sensación era así, tal que, a no estar muertos, debieran entre el hielo sentirla los pescados que vio en las pescaderías. Cuando volvió a encontrarse en el monumento de Colón, encendían las luces. Un derroche, en fantasmagoría muy bella. Filas de focos por en medio, sobre el rápido hormigueo de coches y automóviles. Filas de manojos de farolas esplendentes, en el verde del ramaje, que cobraba translucencias de esmeralda. Colmándole el número de trenes raros que había visto defilar, tal que eléctricos landós que parecían cortados de sus troncos, cestos con jaquitas como cebras, tílburis guiados por mujeres y hondas victorias con damas y perros más feos que Carracuca..., vio otro en que iba dentro el señor, y guiando detrás y por encima el lacayo. Respiró frente a la Cibeles, con el orgullo de haber sabido no perderse. Sentía cansancio y hambre; mas no tomó tranvías, por completarse este triunfo de llegar a casa a pie y sin preguntar. ¿Habría andado esta tarde cuatro leguas?

Los paisanos, ya en la mesa, le recibieron en grande fiesta de cariño. Se le presentó a Morita el valenciano; estudiante de Caminos, una especie de bebé rizoso y rubio que pellizcaba a Margot, la criada, ganándose sopapos. La cena tuvo una animación de pajarera. Se hablaba de actrices, de «niñas»..., y se nombraba cada cosa por su nombre. Esteban hallaba a éstos muchísimo más descarados que en la taberna misma de Prudencia, en Badajoz. Planeó acostarse pronto, imitando a Cerrato, y la Burra, con el fin de madrugar, y el bando de «informales» le arrancó de casa. A la Burra también. Solamente se quedó Cerrato, que era incorruptible.

—¡Hombre, bueno fuera que no salieses la primera noche! —decíanle a Esteban.

—Sí. ¡Y yo salgo por ti! —añadía la Burra.

Le enseñaban cosas. Calle de Jardines, ¿eh?... Calle de la Aduana, ¿eh?..., nenitas y Academia de la Lengua... Poco a poco iría aprendiendo. En la Puerta del Sol cruzaron por el medio, entre la bable de carruajes, sin más que por observarle a Esteban su recelo de ser a cada instante atropellado. Ellos sorteábanlos con agilidad de madrileños—¡Eee-eh!—. Nada, rozándoles. La Burra, sobre todo, era en esto sorprendente. Un eléctrico le tocó los vuelos de la capa, como un toro tomado a la navarra. Sin embargo, al tercero de estos lances con otros coches, un landó, de puro querer «ceñírselo» la Burra, le cogió el talón con una rueda... Creyéronle lastimado..., ¡no, por milagro!... Le había descosido y medio arrancado el tacón, nada más... Y tuvo que seguirlos, por la acera de la calle de Alcalá, renqueando..., porque el tacón lengüeteaba. Los otros reíanse, como siempre, de la Burra, recio, peloso, torpón, y queriendo lucirse de titiritero con tal garbo. La Burra, como siempre, sonreía.

Todos querían saciar la curiosidad provinciana de Esteban. «¡Mira: el Universal!» «¡Mira: la Montaña!» «¡El Colonial!» «¡El Ministerio de Hacienda!»... Bajo la explosión luminosa de unos focos tiraron de él. Cervecería de Candela. «¡Vas a ver camareritas, hombre!»

Temprano aún, había poca gente por las mesas. Pidiéronle cinco cafés a la Juana, una muchacha como un hechizo, que les sonrió los piropos. Las otras enfilábanse sentadas junto al mostrador. Si una linda, otra más linda..., ¡rediez! Eduardo, Morita y Fagoaga sabían sus nombres: Amalia, Petrita, Carmen, Enriqueta... Nombres honestos y sencillos, como ellas, pensaba Esteban, y no como aquellos pestorejos de Olvido y Martirio y Piedad que le parecieron en Badajoz divinidades. Sus cuerpos creeríanse irreprochables modelos de corseteras para lucir primores de blusas y de encajes. Una batería de barbianas. Ahora sí, en lo de la honestidad (supuesta por la frescura de flor de sus rostros) fue en lo que tuvo que rectificarse Esteban: al volver la Juana con los cafés, Morita le dio un pellizco a cambio de un codazo. ¡Y la rectificación no pudo menos de alegrarle, por cuanto significase para él propio el posible trueque de aquellos pestorejos... con estas maravillas!...

—¿De modo que... Juanita y todas ésas...? —se informó.

—¡Claro! —le dijeron—. Tienen líos..., novios...

Sí, sí; comprendía Esteban que su miedo y sus reparos con las chais de Badajoz no le acosarían con cualquiera de ésta que quisiere ser... su novia. Por lo pronto, advirtiendo que Juanita, la más guapa, estaría tal vez copada por Morita o por alguno de éstos, púsose a elegir en las de enfrente. Se decidió, en intención, por una rubia... Pero, ¡demonio, quién podía elegir... si al levantarse otras dos le vio, a una, una pechuga, y a otra, unas caderas modernistas que despatarraban!

La sala iba llenándose. Eduardo, Fagoaga y Morita, en calidad de parroquianos, conocían de vista a muchos. La Burra, no —lo que le tenía chafado ante Esteban, y aun forzado a compartir la admiración de éste hacia los conocidos nombres que iban diciendo los demás—. «Mira, aquel de la cadena gorda y los brillantes es un jugador.» «Aquél, Niceto Pérez, campeón ciclista.» «Aquél, un novillero, El Mangas.» «Además, algunos famosos, en una peña de artistas que se fue formando a cosa de las diez.» «¿Ves?... Aquél es Valle-Inclán, y el que está a su lado, Romero de Torres, el pintor.»

—Sí, hombre sí, Valle-Inclán, ¡el de las gafas! En Fornos, luego te enseñaremos a Dicenta, a Tovar, el de los monos... que suelen ir.

—¿Y Jacinto Benavente?

—¡Ah, ése! ¡Le verás en Lara! ¡Le hacen salir cien veces cada noche!... ¡Qué bárbaro es!

Las camareras andaban ya dispersas entre la gente y el humo. Juanita no volvió a hacer caso más que de un señor gordo que había ocupado con otros una mesa. En cuanto servía a los demás, volvía, y charla que te charla con el gordo. Explicáronle a Esteban: un millonario de Cabra, que andaba detrás de Juanita; con sólo fijarse, notaría que iba convidando a cuantos llegaban, que pagaba con un duro cada vez, y que dejábala la vuelta. Decíase que llevaba así dos años, y que le estaba ya la dichosa Juana, sin haberla tocado «ni al pelo de la ropa», por seis mil duros. «¡Coba que se traía la niña!»

—¡Cómo! Pero... ¿ella?

—Ni esto. Igual que las demás. ¡Bobo! ¿No ves tú que su interés está ahí, en chupar de las propinas? ¡Mientras haya memos! ¡Ya que le cayera a cada una uno como ése!

Esteban sufrió gran decepción viendo cómo evaporábasele «su rubia» en tal competencia fabulosa de propinas. ¡Bien estas mujeres habíanle parecido guapas de más para estudiantes! Y lo que no comprendía era que sus paisanos viniesen a verlas con tantísimo entusiasmo... ¿Para qué?

—¡Zamacuá! —oyó que le decía la Burra vivamente, metiéndole por el ijar un codo.

—¿Qué?

—¡Zamacuá! ¡Que ése es Zamacuá! —apremió la Burra, para él y para todos, radiante de poder mostrar una persona conocida.

Cruzaba un señor alto, guapo, afeitado... El autor de El payaso inimitable, y Fagoaga y Morita y Eduardo tuvieron que romper en carcajadas.

—¡Ganso!... ¿Zamacois?... ¡Zamacois, hombre, Zamacois!

La Burra protestó; él lo pronunciaba bien. Sabía francés y decíalo como es de debido. Además, recordaba aquello de: Le vua-lá zamacuá! Ja..., ja..., ja... Pero las risas siguieron luego de probado que Zamacois tenía tanto de francés como la Burra de arcángel.

Últimamente empezaban a aburrirse y dibujaban cosas en el mármol. Daban las once. Fuéronse a Apolo. Sólo la Burra, abochornado por la plancha y porque tenía que madrugar, se les despidió en la puerta. El tacón le rastreaba.

—Bueno, ¿sabes? —decíale a Esteban, con su autoridad de excelente ex colegial de la Guardia, Eduardo Mesonero Romanos—. Fíjate en que es sábado mañana. Lo enlazas con el domingo, para ver Madrid, y desde el lunes..., ¡a clase! Yo también tengo que empezar.

Cedía Esteban, comprendiendo que su insatisfecha curiosidad de este gran pueblo no le dejaría calma para los libros, y volvía a admirarse de la espléndida iluminación de la ancha calle.

—¡Chacho! ¡Se gastarán aquí una millonada en luces!

—¿Eh? ¡Se puede leer en todas partes! Verás. ¡Compra el Heraldo!

Las había muy diferentes. Blancas, las de los focos del centro y de las tiendas; mecheros Aüer, de gas; amarillas, de una intensidad enorme, las de Fornos y las del Lion d'Or...; y además unas rutilantes barras azules que dábanles verdor de muertos a cuantos pasaban por su zona poderosa.

Apolo le gustó a Esteban, por lo amplio y por lo bello del escénico decorado. Representaban una obra de los Quintero, y de una verdad maravillosa. Los cómicos también la interpretaban con una verdad maravillosa... ¡Maravillosa, sí, era la palabra! Igual que se le llamaba a El Escorial la octava maravilla, sin duda porque lo mereciese su monumental magnificiencia, en cada cosa y en cada arte llegábase a un punto de insuperable perfección que volvíalo maravilloso. Así él había visto esta tarde portales de fotógrafo, cuyos retratos suspendían el ánimo con su elegancia, con su brillantez de luz. Así, él estaba viendo a estos actores, a este Carreras graciosísimo, como en una gris entonación real de... discreta gracia; ¡en Badajoz gritaban y hacían descompuestos viajes los actores, destruyéndose los chistes de puro dislocarlos! Sí, era lógico que en Madrid, capital de España, todo correspondiese a la suntuosidad de sus calles y paseos...; sus autores, sus fotógrafos, sus camareras, sus actores... Y esto, en imponente y práctica lección de vida volvía a suscitarle a Esteban una infinita voluntad de trabajar, de trabajar..., de trabajar mucho, para llegar a ser maravilla en su carrera. ¡Qué diferencia entre el médico del Almendral, por ejemplo, y el médico del rey!

—Oye, todas esas de los palcos..., ¿ves?

—Sí.

—¡Qué sombreros, qué boas, qué abrigos de pieles!... ¡Como princesas!... ¿Te gustan?

—¡Ya lo creo!

—Pues ¡zorras!, ¡todas!

¡Hombre, no; casi todas! —le corrigió Eduardo a Fagoaga, ante el estupefacto «provinciano»—. Y además, son cocottes..., ¿sabes? La que más y la que menos, ¡pide cien duros!

Esteban llenó sus ojos de aquel rielar de joyas y de sedas de los palcos, y volvió a sentir, en un temblor del corazón, la absoluta urgencia de trabajar, de ser notable, de ganar a montones el dinero. Hacía falta, y mucho, para todo, en Madrid, en la verdadera vida... así que se salía de la mortal modestia provinciana... Por segunda vez, en pocas horas, lo mismo que los regios chalets y palacios que había mirado por la tarde, negábansele a su pobreza, a su insignificancia absoluta, estas mujeres, que venían a ser maravillas de belleza en el Madrid de maravilla...

El romántico, que le había otorgado al «sentimiento» un excesivo valor de único tesoro en la vida, se desorientaba un poco ante esta suposición del triunfo indiscutible del dinero, brutal, en medio de la vida de una gran ciudad... maravillosa. Se acordó de Antonia, y en ella se refugió con humildad. Su maña para redactar cartas gentiles, parecíale aquí completamente ineficaz y despreciable.

Al salir de Apolo volvieron a subir despacio la calle de Alcalá entre la procesión de gente que procedía también de Price y la Zarzuela; y quisieron entrar en Fornos. Pero se opuso Esteban. ¿Es que no iba a ver más que cafés y la calle de Alcalá?... Les rogó que diesen un paseo por otras partes antes de volver a casa; y aunque de mal talante, cedieron los amigos. —Siguieron, pues. Le llevaron, Arenal abajo, a la plaza de Isabel II, para que viese el Real. Salía también el público y se fueron a la puerta de los coches. Lujos, más lujos de auténticas duquesas. Un desfile brillantísimo, y en él los reyes; pero Esteban sólo pudo ver a los caballerizos juntos a los coches cerrados.

Plaza de Oriente, al rato, ya desierta en su llana amplitud luminosa cortada de jardines. Ante el palacio, ante «el verdadero Palacio Real», Esteban comprendió necia su equivocación de por la tarde. La pesadumbre de esta blanca mole de piedra horadada por ventanas y balcones infinitos, y que tendíase en arcos por los lados, hablaba definitivamente de historia y majestad. A su pie, las filas de triples farolas encendidas y los báculos eléctricos, que lanzaban su fulgor a las fachadas, parecían columnillas de juguete.

Fagoaga los guió a mirar, desde el parapeto de Caballerizas, la esquina del Diamante, allá por las penumbras y sobre el Campo del Moro, donde casi todos los inviernos «se helaba un centinela». Y volvieron a cruzar ante el frente principal y ante las galerías de la plaza de Armas, con el fin de que Esteban contemplase un panorama fantástico en el Viaducto.

¡Ah, el famoso Viaducto! Ciclópea altura. Por debajo, la calle de Segovia. Eran impresiones muy diversas las que iba recibiendo Esteban en Madrid. ¡Cuántos se habrían quitado aquí la existencia! Fijábase en la profundidad y se figuraba una mujer cayendo, una obrerita de luto, cabeza abajo, por el aire, y con las ropas voladas y con los pies muy pequeños y juntos... Era la estampa de una novela que él leyó. La obrerita se llamaba Herminia, y se mataba enamorada, deshonrada... Para comprobar lo que tardaría en el descenso suicida una persona, arrojaron el Heraldo, hecho un burujón... Inmediatamente acercáronse dos guardias, dos guardias que aquí velaban siempre impidiendo los suicidios. Además, hiciéronle los amigos notar a Esteban que desde años atrás habían elevado con otra supletoria la barandilla de hierro. Se comentó el horrible efecto de un cráneo al chocar contra las piedras, y el de un transeúnte de allá abajo que se viese venir encima en un gachó del arpa, de las nubes. Y calmada la trágica emoción, Esteban tendió la vista al frente, al panorama: un cuadro de magia, en verdad, sobre un dilatadísimo caos de sombra que por todas partes constelábase de luces. Las de la calle perdíanse con las de la carretera y las barriadas exteriores. Dos grupos, a la izquierda, marcaban los cementerios de San Isidro y San Justo. Luego, las del puente de Segovia, las de los ventorros y huertas y caseríos del Manzanares, las de la Casa de Campo. Unas formaban líneas, otras triángulos, otros complejos arabescos, hasta extinguirse en una dispersión de chispas ligerísimas que cerraba negro el horizonte...

Un reloj de Palacio dio las tres. Fueron tres campanadas musicales y solemnes, en medio de la noche, que le parecieron a Esteban impregnadas de una regia autoridad cual no tendría ningún otro reloj de España.

Emprendieron por la calle Mayor la vuelta, y todavía, a las cuatro, en la sala de la casa, con una botella que buscóse Fagoaga en la cocina, comían, con gran animación de gritos y de charla, los restos de la abundantísima merienda del viajero. La Burra, despertado, desde su cama, y a gritos también, pedíales por Dios que se callasen...

Al día siguiente se levantaron sin sol en los balcones, que se subía a la una y siete (observación de Morita... «por tener el reloj en el Monte cazando»). Café en Candelas tras el almuerzo. Luego, en el Lion d'Or, partida de carambolas. Esteban, un maestro; pero su ansia de «Madrid», de las calles, logró arrancar a los amigos de compras: un bastón, cuellos, sombrero y pañolitos de color, cuya punta asomase en el bolsillo. Los que tenía él de estos efectos, aunque flameantes, no eran novedad, y sí, en cambio, los de Eduardo y de Morita y Fagoaga, cuidadosos de la moda en sus detalles. Quisieron inmediatamente los amigos volver a jugar carambolas, y Esteban protestó: ¿iban a pasarse la vida en los cafés?... Acordóse, pues, enseñarle en el Frontón Central el juego de pelota. Fue un asombro más, para Esteban, la espaciosidad del Frontón y la agilidad de aquellos pelotaris. Nuevamente veía tomada una cosa vulgar en maravilla. Las pelotas rebotaban blancas en el muro como proyectiles elásticos, que recogían por todas partes en la cancha gris y a distancias increíbles los diestros jugadores. Creyérase a sus cestas dotadas de una mágica propiedad de atracción y de aprehensión. Voleas, reveses, graciosos y elegantes movimientos rapidísimos, bien medidos, que unas veces hacíanles casi tenderse para tomar a ras del suelo la pelota, y otras correr tras ella y esperar el bote o cortarla de un salto por el aire...

Salieron de noche, y Esteban, como a Apolo, prometió volver. Otro café en Candelas, tan pronto como cenaron, y nuevamente billar, desde las diez... en partidas de dos con dos, que se fueron picando y enzarzando, y que alargáronse, en fin, sin saberse cómo, hasta la madrugada.

«Bien, me queda un día, el domingo»..., pensó Esteban al dormirse, con su propósito de trabajar desde el lunes, más firme sobre el remordimiento de este trasnochar insensato.

Les saludó a la vida el domingo, bien dadas las dos. Almuerzo y plan de paseo general, con la Burra también y con Cerrato. Pero propuso Eduardo ir a la corrida de novillos, y los pobres paisanos del cuarto del comedor desistieron, consultando sus caudales. Fuese, pues, únicamente la partida de los «ricos» a Candelas, a florear y contemplar a Juanita y a Petrita; y después hacia la plaza. Esta le impresionó a Esteban como un prodigio árabe, de dos pisos de palcos, toda de piedra y de hierro, tan bien pintada, colosal... «En Badajoz...» «¡Hombre, déjate de Badajoz!», se le burló Fagoaga. ¿Novillos? ¿En qué se diferencia esto de una corrida formal? ¡Caray con los novillos! Fue contando Esteban los caballos muertos, y sumaron siete. Callándoselo ya, pensaba que «en Badajoz no había sino dos corridas por agosto, mientras que aquí, sin bullas ni jarana, habíalas cada domingo, igual que había cuarenta teatros y cines a diario, y pelotaris y conciertos... en una especie de fiesta y de feria continua... ¡Oh Madrid, Madrid! ¡Este Madrid!»

En el comedor de doña Rosa, Margot, gracias a la viva discusión de toros, tuvo esta noche, mientras le servía la cena a los huéspedes, que defenderse menos de los pellizcos de Morita. Pero los toros dan una española propensión a juergas terrible..., y por los cuatro amigos se le concedió la preferencia, al salir, al género sicalíptico. Eslava. Escote y un palco para todas las secciones. Según iban saliendo las tiples, se las nombraban a Esteban los demás. La Carmen Andrés. La Jiménez, con una cara de rosa como un... sol. La... ¡ciento y la madre! Hubo tangos dislocantes, pantorrillas, apoteosis de flores y mujeres desnudas y luces de color... El público bramaba. Eduardo no cesaba de mirar al paraíso con gemelos.

—¿Eh? ¡Yo creo que están allí las de casa de la Filo!

Miraron Morita y Fagoaga.

—¡Sí, aquélla es la Merengue!

—¡Hombre, pues las vamos a esperar! ¡Nos vamos a ir con la Merengue!

Temblaba Esteban. Quería y... no quería. No decía nada. Los siguió, con la boca seca, al terminarse la función, y fueron a situarse, en la calle, a la salida de la «entrada general». ¡Era la Merengue, con la Lola y con la Filo! Saludáronse; presentaron a Esteban y partieron del brazo de ellas, por entre las gentes y la plena luz voltaica de la calle del Arenal. La Merengue habíase cogido a Esteban, llamándole simpático. Y Esteban iba con la Merengue avergonzado y sorprendido de poder llevarla de este modo sin causar escándalo a nadie... ¡Oh Madrid, Madrid!

—¿De a cuánto son? —le preguntó a Eduardo cautamente, en un momento propicio, mientras abría la Filo el portal de la calle de Tudescos.

—De a dos duros... ¡Pero a nosotros, uno!

No tenían la cara de las actrices sicalípticas, en verdad; más eran reinas comparadas con la Olvido y aquella guiñapería de Badajoz. La casa, además, decentísima. Sala moderna, alfombra, batas de raso, otras que allí estaban. El comedor, adonde pasáronles, al oír que pedían ellos boquerones y aceitunas y montilla, mejor que la sala aún. En quince minutos quedó organizado un festín, y sin lazo azul en la badana el sombrero comprado por Esteban ayer tarde: lo quería, para ponérselo en el pelo, la Merengue. Se asombraba el joven de lo fácil que era aquí una juerga..., como aquella que le costó dos días de pensarlo y de misterio en Badajoz, y tanta facilidad le alegraba y le aterraba. Cuando no hubo en los platos más que raspas y huesos de aceitunas, no había tampoco en el comedor más que él y la Merengue..., que era irresistible: debían de llamarla la Merengue por esto, por dulce y por gachona y juguetona... ¡Tardaban, tardaban los otros! ¡Si al menos volviesen pronto!... No pudo aguantar más, y también desapareció con la Merengue.

     —¡Agua! —se le oyó a ésta reclamar en el pasillo.

Y una criada con barba, que entró a retirar los trastos, reunió en un solo vaso los fondos del montilla y se lo bebió. En seguida vio un medio cigarro en el borde de la mesa y lo encendió, poniéndoselo en la boca.

—Oye —decíale Eduardo a Esteban, media hora después, camino de casa—. Tú, al principio, no querías. ¿Por qué?

Esteban disculpó su miedo:

—¡Chacho! ¡Porque se me puso enfrente el ama, y me estaba repugnando! ¡Es más fea que Carracuca!

Riéronse de la comparación. Morita preguntó quién era Carracuca. Los otros dos le reprendieron a Esteban estos términos extremeños. No se decía en Madrid «Chacho», ni «Carracuca», ni «Mangaluchanos», ni «pestorejo», ni «eschangaos»...; como tampoco «cinematógrafo», «delegación», «tranvía», etc. Decíasele a una mujer guapa, «negra» o «morucha»; a una fea, «furcia» o «furciales»..., y los nombres largos se abreviaban, como «cine», «delegada», «la comi», «tran»...

—Bueno, pues esa negra..., ¿y se dice aunque sea rubia (porque la Merengue es rubia)?..., pues esa negra me ha gustado, porque se parece a la Esperanza, aquella del maestro, la de Badajoz. Los amigos volvieron a reírse.

—¡Quita, hombre! —dijo Eduardo—. ¡Qué manía! ¡Si es que cuando estamos recién llegados de allá todos nos parecen de la tierra! ¡Tú te curarás!

Guardó silencio Esteban, un poco corrido y no gustándole ni chispa, principalmente, la última palabra. Y menos le gustó al ver en casa cómo Jaime Fagoaga, en cuyo cuarto formaron la tertulia del último cigarro, se «curaba» con yudoformo y algodones, no manías..., sino algo que ya venía curándose de tiempo.

A solas, últimamente, en lo oscuro de su alcoba, cuando Eduardo se durmió, Esteban se sentía aterrado. La flauta a que aludió el revisor no le pareció de tan disparatada advertencia. Rezó y prometió formalizarse desde el nuevo día y para siempre, si Dios quería esta vez librarle de... ¡como aquellas otras cuatro! ¡Ah, fuese tan tremendo haber venido a estudiar a Madrid y tener que gastar todo el dinero y el tiempo en curarse!

Rezaba, rezaba..., pensando en su madre, en sus hermanas, en su Antonia, tan ideal y tan bonita..., ¡tan pura!

III

Lunes, al fin.

Pero... ¡las once!

El perínclito Mesonero Romanos volvió a acurrucarse debajo de las sábanas, un momento despertado por Esteban, y éste se levantó con enorme voluntad.

Sintió en el comedor a la Burra y a Cerrato, que almorzaban de vuelta de unas clases para ir a otras, y almorzó también. Doña Rosa, enlutada y triste, viuda con un chico, y a quien todavía un ojo le lloraba, dábale al nuevo huésped consejos:

—Usted, don Esteban, no debe hacer la vida que esos otros. Júntese aquí con don Luis y don Manuel —claro es que ella decíale su propio nombre a la Burra—, que son formales. ¡Ah, si supieran sus pobres madres de ustedes!

Casi una madre le pareció al joven, en su honrada emoción de hoy, esta señora grave, alta, seca, medio cana. Margot, además, no estando los otros, servía los platos con muy dulce honestidad, y el comedor mismo recibía del hondo patio un difusa y como eucarística luz de sacristía.

Cogió la Burra una manzana (que se guardaba siempre para luego, porque tenía el defecto de ser algo glotón), y los tres se fueron a San Carlos.

A Esteban, en la Anatomía, le sorprendió la extensión del aula y el número de alumnos. Ni pasaban lista ni preguntaban. «En el Instituto, en Badajoz...» ¡No, bah! ¡Renunciaba a su manía comparativa! A las dos, sala de Disección. Y demasiado fuerte todo esto en San Carlos, ciertamente. Ya en la clase habían mostrado una pieza artificial, de músculos, que parecía un kilo de ternera.

Iba casi temblando, entre Cerrato y la Burra. El olor a muertos y a cloruro, que le perseguía desde que entró en el edificio, acentuósele al subir la escalinata, y su impresión en el vasto anfiteatro fue un pasmo de terror y de grandeza. Enorme aquello: cuarenta, cincuenta mesas de mármol... En cada una un cadáver, o un pedazo de cadáver, y tres o cuatro estudiantes con blusas negras y amarillas. Sábanas ensangrentadas y cubos que iban recogiendo las picaduras de carne, de labios, de dedos... Una cabeza sin piel lucía un ojo desprendido en la caverna musculosa de la órbita; en el otro conservaba el párpado y aparecía guiñado horriblemente... ¡Oh, aquel ojo, aquel ojo..., que le miraba siniestro desde la eternidad, que le miraba con un trágico furor, como diciéndole en nombre de todos los muertos: «¿Tú también vienes a ultrajar nuestro reposo?»

Esteban serenábase con un esfuerzo enorme, por no revelarles su emoción a la Burra y a Cerrato, que le observaban. La Burra, además, fanfarrón, aunque siempre grave, tocó una pelvis podrida, limpióse apenas la negra sangre con el paño y cogióse de la boca, con los mismos dedos, el cigarro... ¡Cochino!... Querían que todo lo viese. Un cadáver entero de mujer, flaco, como la mayor parte de los que bajaban de las clínicas, extenuados por el mal y la miseria; tenía rapada la cabeza, los senos como dos piltrafas, las caderas puntiagudas y los órganos pubianos, igualmente afeitados a cortaduras y a raspones, cárdenos y saniosos..., con una horrenda y repugnante tirantez amoratada de larga costra medio seca... Era la primera vez que veía Esteban tan ostensiblemente la intimidad de una mujer, y se acordó con asco de Martirio, de Olvido, de Piedad... de la Merengue también, que le había parecido casi linda... ¡Cómo deploró no haberla resistido!... Del corazón, del estómago, levantábasele una especie de formidable decisión de no volver a acostarse con ninguna.

—¿Será vieja? —le inquirió a Cerrato.

—No, joven. Veinte años a lo más. ¡Mira! —y Cerrato giró hacia él la cabeza de la muerta, sin arrugas en la faz, donde semidormían los ojos, como hondas y cuajadas ceras grises.

—¿Los tiene azules?

—Color pizarra —mostró Cerrato, alzándola un párpado.

El párpado quedó levantado, y el ojo, rugoso y fuliginoso, estrábico con respecto al otro. Esteban se volvió. Pidió en seguida, con tal de salir de este alcázar macabro, lleno de sol y cristales, que le enseñasen las clínicas. Subieron, y algo se le suavizó la emoción tremenda con las camas limpias, con el orden, con la blanca caricia de las hermanas, que le habló de Dios sobre tanto desastre inmundo de la carne. Rezó, y se le soltó una lágrima. Recordó a su madre..., y pensó que era muy dura para él esta carrera de médico que, porque lo fue su padre, habíanle elegido los demás... Bien, se resignó. La encontraba heroica, augustamente terrible, como una lucha de la Verdad frente a la Vida y la Muerte.

Podría decirse que salió de San Carlos... «consagrado». Las pobres gentes que cruzaban por la calle a la alegría del sol y de los árboles parecíanle muñecos sin sentido. Creerían que iban a vivir eternamente, sin darse cuenta de que llevaban debajo de las ropas estos ascos de cadáveres. Le extrañó cómo la Burra pudiese florear a una modista. Le dijeron que había una novela, La Altísima, donde Felipe Trigo recogía y ennoblecía y hacía triunfar, con respecto a la carne misma de la vida, todas estas mismas emociones, y creyó, sin antojo alguno de leerla, que la Altísima y su autor tendrían que ser unos poéticos farsantes como aquellos otros novelistas y novelas que le dieron tiempo atrás ideas tan falsas de Madrid... Por último, lleváronle a enterarse de los precios de una blusa, de los libros, de los huesos y de un estuche de disección, todo lo cual iba a comprar al día siguiente.

No comió carne... en la cena. La sopa de macarrones con queso de bola, rallado, le recordó la amarilla grasa y las peladas tibias de los muertos. La charla general le entretuvo. Por novedad, comía con ellos Antonio Mazo, que solía comer siempre en los cafés y no parecer por casa en semanas. Estudiaba también Medicina, último año, y... (ni estudió ni habíase matriculado siquiera en ninguno). Hijo único de ricos y mayor que estos paisanos, llevaba una vida de «juerga sorda», misteriosa, solitaria, aparte de los demás..., sin perjuicio de presentarle a su padre en cada junio cuatro sobresalientes.

—¡Qué hombre más celebre! —solía decir la Burra— ¡Lo gordo va a ser cuando este año acabe... y le llame algún enfermo en Badajoz!

Pero lo decía en secreto, que le guardaban todos, a cuenta de la admiración que infundíales su diplomática reserva y su elegancia, y aun la especie de paternal protección que, en sanos consejos y advertencias, este Antonio singular les dispensaba. Jamás aludíase, si no era en voz baja y entre paréntesis, a que... (¡no tenía aprobado un solo año!). Doña Rosa misma y Margot creíanle casi doctor. Él le disponía al pequeñín de doña Rosa todas las purgas de azúcar de cerezas.

—¡Qué hombre más célebre!

Al acabarse la cena, y enterado Antonio Mazo de que a Estebita lo llevaron «a niñas» los tres golfos y que iba a adquirir lo preciso para emprender formalmente el estudio, lo metió en su habitación, seguido por la Burra, y «abundó» en la misma opinión de doña Rosa: «No debía reunirse con ellos: ni estudiaban una jota ni... estudiarían.»

—¡Con Luis y con éste, hombre! Y toma, ten, que voy a regalarte..., ¡verás!

Le dio una blusa nueva, libros nuevos, un estuche de disección flamante y un cajón de huesos que yacía bajo la cama. Todo lo que, por única vez, había comprado él en el primer curso. A la Burra le tenía prestado un esqueleto. Ayudó la Burra, y llevaron los efectos al gabinete de Esteban.

—¡Oye, oye! —rebelóse Eduardo, en su pulcritud de estudiante de Leyes, viéndolos entrar con el fúnebre equipaje—. ¡Lo que es los huesos, no! ¡O los escondes! ¡Qué conchi, tener aquí esa porquería!

Rogó que los confinase Esteban en su mesita de noche, a fin de que no rodaran por el cuarto entre los guantes y las cosas, y la Burra desocupó el mueble de zapatos e instaló los huesos. Pero no cabía la calavera, y la dejó sobre el mármol.

Eduardo se marchó con Morita y Fagoaga.

—¡Mira! —habíase disculpado con el amigo y compañero de cuarto—. Ya que tú te has puesto, ¡estudia!... Yo voy a empezar en febrero, ¡como un bárbaro, eso sí! ¡Después de todo estamos casi a quince!

El casi tragábase unos días. Se estaba a 10, nada más. Esteban, Cerrato y la Burra, en el comedor, y con mantas liadas a las piernas, pusiéronse a estudiar. La mesa era una hermosa y amplia pieza chapeada. La lámpara tenía tres bombillas. La Burra mojaba en vino pastas que habíanle sobrado de los postres... Y Esteban, mirando los huesos que los compañeros habíanse situado ante libros, concedíale a última hora su atención a la puerta de la calle. «¡Sereno! ¡Sereno!», oía llamar. Se abría la puerta de tiempo en tiempo; sonaban en la escalera ruido de gentes que subían y... ¡no! ¡Nunca eran los otros!

Dando las doce, Luis se levantó con disciplina militar. Le secundó la Burra, mansamente, y, desoyendo las exhortaciones de Esteban, que habría querido hacerles continuar hasta la una, hasta las dos, hasta que volviesen los otros, metiéronse en la alcoba y cerraron los cristales.

Inspirábale un infinito terror a Esteban aquel opuesto lado de la casa adonde caía su alcoba. Desde la escalera acá dormían la patrona y éstos, y Margot, por la cocina; pero desierto y negro lo demás de allí adelante..., en donde él iba a figurarse, por lo oscuro, el muerto del ojo desprendido... Tenía miedo, en fin; un miedo inconfesable, lleno por el horror de San Carlos. ¡Él, que siempre había dormido cortina al medio con su madre y con su hermana!

Sin aguardar a que la Burra y Cerrato se durmiesen (porque luego no se atrevería a aventurarse por el pasillo), apagó la lámpara y llegó a sus habitaciones con un fósforo.

—¡Oh, Dios! —entró por el gabinete de un salto. La funda blanca del sofá, en la sala, parecía la sábana de un muerto.

Había cerrado tras sí, y no osaba entrar en la alcoba por la calavera. Quedó crispado en este abandono frío, con la luz de la bombilla por única compaña. Madrid antojábasele un gran pueblo cruel, sin corazón, sin cariño, sin piedad. Para sentir los ruidos de la calle, entreabrió el balcón, y le helaba el frío. Al poco volvió a cerrar.

Se sentó y fumó.

Dolorosamente meditaba en cuán mal se hace no dando a cada uno, para determinadas carreras, una especial educación. Esto debió preverlo su cuñado, ya que no su buena madre. Era, normalmente, él poco más que un niño de teta, a quien de pronto se suelta de los mimos y las faldas, lanzándolo, en un tren, a este hundimiento en un cuarto solitario, tras aquella carnicería macabra..., diabólica, espantosa, del... anfiteatro.

Levantándose, quitó de la percha una camisa, que simulaba, con una gorra encima y unos pantalones debajo, un hombre ahorcado.

¡Cuánta trascendencia, en mitad de su amargura vergonzosa, veíale a la irreflexión de su cuñado, de su familia, por culpa de la cual sufriría él aquí esta angustia indominable! Tanta, que podría determinarle el porvenir, con la fuerte fatalidad tristísima de lo que es irremediable, precisamente, por corresponder a la categoría de lo infinitamente baladí e infinitamente bochornoso. Así, él, ¡ah, contradicción!, heroico, hallábase afrontando su pánico, frío y mudo ante las evocaciones de los muertos antes que correr a despertar a los amigos y contarles su miseria, antes que ir a suplicarle un socorro de campaña maternal a Doña Rosa..., antes también que obedecer para con su propia madre al impulso de escribirla: «Dejo mi carrera por cobarde»... ¡Nunca, nunca..., jamás! Pero así, al propio tiempo, rendíase a la evidencia de que, contra toda honrada voluntad que le aferró al deber, esta noche, esta noche, si volviera Eduardo, iríase con Eduardo al infierno mismo, con tal de retornar juntos a la hora de acostarse.

La persuasión le desolaba, definitiva y absoluta, como imponen estas absurdas cosas las entrañas... Sería un estudiante más que no estudiase, sujeto a la compañía de Eduardo por la pusilanimidad..., yendo, con violencia o sin violencia, a donde no importaba...; acostándose a las tres... sin asistir a las clases...

Fue otra vez a cambiar de posición la camisa, que antes dejó en la silla: una manga caía hasta el suelo, como el brazo inerte de un cadáver. Además, bajo la mesa había un gato negro disecado..., y lo volvió de espaldas.

¡La una! Los otros no llegarían hasta las tres. Resolvió emplear la larga espera estudiando, y cogió la Anatomía... Pronto la cerró. Sus láminas reavivábanle la pavorosa evocación de aquel anfiteatro..., de aquel picadillo terrible de carnes y de piel..., de la mujer afeitada..., de hombre que tenía el ojo recolgando..., de la calavera también, aquí, en la alcoba. Creía que entre las dos cortinas, por el suelo, se le pudiese aparecer la calavera caminando a saltos de su articulado maxiliar.

Volvió a levantarse y empujó al gato detrás de una butaca, pues dijérase que le arañaba suavemente el pantalón. Procuró en seguida distraerse escribiéndole a la novia. Luego leyó todas las cartas de la novia. De poco en poco volvía la vista a la cortina, a la puerta de la sala, detrás y a la butaca..., para convencerse de que no asomaban dedos por debajo y de que no era verdad que el gato sacase el rabo en rítmico zigzás...

Oyó la una y media, las dos, las dos y cuarto... La noche, hueca, negra, imponente, silenciosa, seguía cruzando lenta por la estancia, como el manso caudal interminable de un río sin fondo y sin orillas por álveo de un molino del infierno. Sí, Esteban había visto, de noche, abandonados y siniestros molinos negros del Guadiana, sobre el agua negra, cuyo recuerdo veníasele aquí maldito a su emoción. Últimamente se entretuvo en cuentas. Restando y sumando, comprobó que había gastado, entre las compras y el jaleo de los pasados días, trece duros. Sin embargo, el obsequio de Mazo era importante: pagada y todo la patrona, sobrábanle..., ¡qué enormidad!..., cuatrocientas setenta y cinco pesetas. Lo que hubiese tenido que invertir en sus preparativos del curso. Y convenían los billetes con la nota del papel:


Blusa 15 pesetas Estuche de disección 60 pesetas Huesos 40 pesetas Libros 360 pesetas .................................. Total 475 pesetas
 

O séanse, ¡noventa y cinco duros!... ¿Se los devolvería a su madre?... Lo tendría que meditar. Por una parte, Antonio, en un momento de apuro, pudiese querer sus libros para venderlos o empeñarlos..., y por otra, parecíale bien reservarse la suma para ir gastando mensualmente un algo más durante el año en pañuelos, bastones, pitilleras extraplanas...

Repentinamente, se le erizó un poco el pelo. Un ruido. ¡El reloj dando las tres!... Y casi en seguida, ¡ah, por fin!... Y la respiración libertada de Esteban le llenó el alma de frescuras... Llegó Eduardo. Venía solo, con sus puños impecables, con sus flamantes gemelos de oro y venturina. Habíanse enzarzado los otros dos con unas «negras»...

—¡Chico! Pero... ¿te has llevado estudiando la noche?

—Sí. Sabes que... ¡como tengo atraso de estos meses!

Se acostaron, y no se durmieron, charlando, charlando, hasta las cinco.

Luis y la Burra fueron incapaces de levantar a Esteban a las sietes para la Física y la Química, en la Universidad. Le recogieron a las once, hora de la Anatomía. Madrid, transformado en el corazón de Esteban la noche antes, causábale una impresión de sala de disección colosal que olía a amoníaco. A borrársela no bastó ni su paseo por la tarde con los dos buenos compañeros. Vio el Retiro y el barrio de Salamanca. Con la proximidad de la noche íbale invadiendo la inquietud de este dilema: o pasársela como la anterior o irse con Eduardo y Fagoaga y Morita a la holganza y al asco aquel de la Merengue. Los dos últimos habíanla visto y le habían traído sus recuerdos. Entre una y otra cosa detestables, halló la salvación: acostarse a las nueve, desde la mesa misma, y tratar de dormirse mientras velasen en el comedor la Burra y Luis, y Margot y doña Rosa en la cocina...

Tal lo hizo. A Margot le dio el encargo de despertarle a las cinco para estudiar de madrugada, disculpándose con los otros dos a cuentas «de un hábito adquirido». Mas fue viendo desesperadamente que no lograba el sueño. A las doce, cuando sintió que los amigos se acostaron..., él se hallaban excitadísimo, y sufrió la sensación lamentable de pavor y de abandono. Volvió a encender la luz.

En vano quitó de aquí la calavera por la tarde, llevándola tras de la butaca, con el gato. Figurábase que el gato y la calavera reñirían: una endiablada lucha muda, irritadísima, de mordiscos y arañazos. En la disección había visto esta mañana un cráneo abierto, sin sesos, aserrado en redondel y con los colgajos de peloso cuero caídos sobre el rostro y un fuerte busto de marinero tatuado y sin cabeza y sin piernas. Además, vio arrancar un hígado de un vientre... ¡Todo esto danzaría por las tinieblas en cuanto apagase la luz!... Y, sin fuerzas para afrontar el dilatado espanto de la noche, saltó de la cama y dirigióse a la cocina, buscando una botella. Él, que no bebía jamás, bebióse media de tres tragos. Y así, vuelto a la cama, logró dormirse borracho..., pesadamente, entre mareos que hacíanle andar alrededor de la habitación...

Ni sintió llegar a Eduardo, a las cuatro, ni consiguió Margot, a las cinco, despertarle... Pero sí a las siete, zarandeándole, la Burra. Se levantó aturdido aún, con mal cuerpo...; sintió más el frío del agua en la jofaina y de la niebla y la escarcha por las calles, y asistió a la Universidad. ¿A qué, sin embargo, si no había estudiado las lecciones?

Tratando de corregir esto en la nueva noche, estudió con los amigos, y a las doce, tras un ensayo de permanecer en el comedor, recurrió al vino prontamente. El esqueleto que tenía la Burra aparecíasele en la oscuridad de los cristales. Se fue a su cuarto y se durmió..., borracho.

El éxito hízole repetir el mismo juego en los días siguientes. Sólo que, al quinto, advirtió con pena que se le estragaba el estómago y que no le quedaba la cabeza para estudiar ni pensar...

Odió a Madrid con toda el alma. Harto de ver calles y paseos con Luis y con la Burra, penetrado de frío hasta los tuétanos, deambulaba cada tarde bajo el peso de un aburrimiento colosal. A los coches y palacios y alegrías incomprensibles, sólo él profundizábales su fugacidad y su limitación de anfiteatro..., de muerte. Luis prefería, por cálculo de higiene, las grandes caminatas por el campo, por las cercanías del Hipódromo, por Vallecas, por los dos Carabancheles..., al sol. ¡Qué burla de campo y de sol al lado de los extremeños! Porque lo singular en la reacción de Esteban era que todo lo de la corte, gentes y cosas, que al llegar le obsesionaban como parecidas en una amplificación magnificente a las de Badajoz, impresionábanle, al fin, con una vil desemejanza rabiosa, irreductible..., en otra obsesión evocadora de plácidas sencilleces que hubiera él para siempre perdido. Por volver a Badajoz hubiera dado medía vida. Consideraba el número de días que faltaban hasta junio, y ahogábasele el corazón en la inmensidad del tiempo y de esa insípida ciudad que hubiese antes de matarle de tedio y desafecto. Nadie le conocía, ni nada le importaba a él. Hasta los buenos camaradas de allá, del Instituto, volvíanse aquí egoístas, recelosos. Le había propuesto a la Burra cambiar de alcoba, pretextando su intimidad con Luis, y ni uno ni otro accedieron: en primer lugar, alegaban que ellos dos pagaban menos junto al comedor, y cuando les allanó el obstáculo la aclaración de que él sería quien siguiese pagando igual, a pesar del trueque, disculpábase la Burra con reparos sobre si Eduardo resultábale o no engreído por demás con su apellido de estirpe y sus pujos de elegancia... En cuanto a Mazo, la Burra también había descubierto la arteria de su generosidad; al explícarle a Esteban: «¡Bah, te ha regalado los libros y esas cosas porque eres también de Badajoz, como él, y busca que le guardes el secreto de su estudio! ¡Mira si me las negaba a mí, que le he sacado el esqueleto a fuerza de rogar, y haciéndome más falta!»

IV

A pesar de todo, con la Burra hallaba su triste corazón la mayor comunidad de sentimientos. Luis, que en el grado fue su competidor de premios y de honores, continuaba siendo aquí un estoico, tan indiferente a su humildad y a la aspereza de esta vida emocional que rodeábalos como atento al ideal de su carrera. Pálido, pequeñito, serio y con un prematuro y largo bigote lacio color castaña, aun sólo llevándoles tres años a ellos dos, no hablaba más que de la Anatomía... En cambio, cuando, sentados por el Retiro o en cualquier piedra del campo, Esteban y la Burra poníanse cordialmente a recordar de sus familias, de sus casas respectivas, de Badajoz y de Alanje, ni los miraba siquiera...: cogía un bicho de la hierba y se dedicaba a examinarlo, arrancándole las patas.

En casa, igual: Luis Cerrato era el único impasible, a la hora de la cena, ante las airadas discusiones que les afrontaban Esteban y la Burra a Fagoaga y a Eduardo. Morita, mientras, dábale pellizcos a Margot. Dos bandos: el de los defensores de Madrid, y el de los de la provincia. Esteban acusaba a Madrid de no tener murallas, ni río como el Guadiana, ni torres como la de San Juan. Los otros recomendábanle que viese la de la calle de Atocha. La Burra osaba blasonar del balneario de su pueblo. Doña Rosa, que nació en Logroño, intervenía contra la corte algunas veces.

Pero esta noche, en la animación del vino, con que ya iba disponiéndose para su fúnebre borrachera de después, Esteban creyó notar que no siempre a Margot le enojaban los pellizcos de Morita. Le asaltó una idea... «Si esta muchacha, al menos, quisiera acompañarte por las noches...» Ni fea, ni guapa, con su carita de rubia granujienta. Daba igual. Aunque tendría él que enmascararlo de otra cosa, por no delatarle su insigne cobardía, tratábase, nada más, de un servicio, de que le acompañara, en rigor. De los noventa y tantos duros, sería capaz de ofrecerla la mitad, por todo el año. Y dejó que la Burra siguiese defendiendo la provincia. Se le acercó Margot con la ensalada, y él jugó diestramente el codo contra el muslo de Margot, que tuvo apenas una sonrisa de extrañeza. Miró a Margot desde entonces confiadísimo.

A las diez, el plan no le parecía tan realizable. Llamada Margot al comedor, al silencio del estudio «para que le trajese las zapatillas del cuarto», volvía a encontrarla honrada y seria, sin Morita. A las once, lleno ya de grandes dudas, se dirigió a la cocina con el fin de insinuarse. No se atrevió. Explicarla sus temores le pareció ridículo. Además, de tanto pensar en... «lo que pudiese suceder» cuando éstos se acostasen, el misterio de los muslos de Margot habíale ido librando de aquellas repugnancias de la muerte. ¡Muerta, sí, muerta aquella pobre! Carne podrida que nada tenía que ver con la viva carne de Margot! Ilustrándose con un ejemplo, pensó en la sandez que fuese comparar una rosa seca encontrada en la basura con una rosa viva, abierta en el rosal.

De todas suertes, no había hecho sino duplicar su dolor de imposible, a las doce; su dolor por el pánico frío de soledades, y por la renuncia de la rosa viva y rubia que era Margot. ¡Bah, Morita habíale dicho en días pasados que la ofreció dinero inútilmente! Resignóse contemplando la botella. Bebió, bebió más de la mitad, para apagar también esta vez su excitación amorosa. Aguardó el efecto, y se trasladó a su habitación y se acostó.

Todo le giraba en torno. Había bebido mucho. El mareo, en cuanto cerraba los ojos, le hacía creer que hundíase blandamente con la cama por los aires. Luego sufrió angustia del estomago, y lleno de un sudor frío, tuvo que levantarse a devolver el vino en el cubo del lavabo.

Fue una desdicha. Sereno al poco, sus miedos le tornaban, más ingrato ante la imposibilidad de tolerar el vino nuevamente, y la de distraerlos estudiando, tal como le había quedado la cabeza. Lloró. Comprendió que no podría continuar en adelante tal sistema de imbécil narcotismo, y le aterró definitiva la consideración de las innumerables noches que tendría que pasar en desvelo y en tormento. Recordaba a Badajoz, a su novia, a su madre y a su hermana. Vio, por último, que su entrega a tanta infantil debilidad... ¡se le aumentaba!

Indignado, se levantó, fue al gabinete y cogió con rabiosa y brava desesperación la calavera; la palpó, la miró...; en seguida le dio al gato disecado un puntapié que le hizo chocar contra la puerta. ¡Sí, nada de temores! Poníase las zapatillas, y estaba confirmándose en que iba, ahora, en busca de Margot, no por procurarse cobardemente compañía, sino... por ella, por ella, ¡como un hombre! Encendió un cigarro, a fin de guiarse con su lumbre en las tinieblas.

Pero al llegar a la cocina le volvió el desfallecimiento. Hacíale temblar el frío y el ansia por Margot. Ante su puerta entornada, porque el cuarto era tan chico que apenas si cabía un catre, el gran misterio del amor le subyugó. Olía a ajos, y no cedía la puerta, apuntalada por detrás con una silla.

—¡Margot! ¡Margot! —llamó suave.

Trataba de apartar la silla, entrando el brazo. Imposible. Atrincherábase a su vez contra la cama.

—¡Margot! ¡Margot!... ¿Duermes, Margot?

—¿Quién anda ahí? —lanzó la muchacha despertando.

—¡Soy yo, Margot! ¡Ábreme!

—¿Y quién es usted?

—Esteban. ¡Ábreme, Margot!

—¿Y qué quiere?

—Nada..., ¡verás! ¡Ábreme, Margot!

—¡Vamos, hombre! ¡Ya está usted largándose!

Y como esto lo dijo ella casi a voces, Esteban suplicó violentando más la puerta:

—¡Calla, mujer! ¡Abre un momento!

—¡Qué calla ni qué abre, concho! ¡Pues bueno fuese! ¡Que ya se está largando!

Esta vez, lo desabrido del rechazo no le permitió dudar que despertaría la gente. Le temió al escándalo. Comprobó unos segundos de silencio que nadie habíale oído aún, y deslizó en retirada:

—Me voy, no te incomodes... Pero si tú quisieras ir a buscarme, te daría...

—¡Cuerno!

—¡Bueno, adiós! Conste que he venido a que me hicieses un té. ¡Si no quieres, déjalo! ¡Es que me ha hecho daño la cena!

Encendió para el regreso una cerilla. Iba aterido. Iba, principalmente, avergonzado. Acababa, estúpidamente, de atentar al honor de una muchacha. Entre su emoción de bochorno y miedo, érale dormirse más imposible que nunca. En el gabinete imaginaba al gato echando sangre, como si lo hubiese herido del puntapié. Obstinábase en resolver la situación de una vez, para siempre. Le bastaría vivir en donde constantemente velase alguien por las noches. Por ejemplo..., imprentas, boticas que nunca se cerraban, funerarias o un cuartel de la guardia civil... Podría ofrecerse en las boticas para el servicio de día, y ahorrándose además el pupilaje. El inconveniente era que no sabía despachar... Otros sitios en que de noche andaba todo el mundo en vela..., ¡ah, sí! ¿Por qué no irse de huésped a una casa de prostitución? Pagaba allí catorce reales, y por dos más, por seis más, le admitirían... con derecho solamente, claro es, a la comida y al cuarto..., ¡lo que le importaba!

La idea, algo estrambótíca, brindábasele no del todo inaceptable. Por lo pronto resolvió dormir con la Merengue esta noche. Consultaríala el proyecto. Quizá en la misma casa hubiera un cuarto aislado... Terminó de vestirse, cogió del baúl la cartera de billetes y llamó al sereno por el balcón para que le abriese la puerta.

Era la una. El aire helado de la calle le aterió. Púsose a buscar la de Tudescos, y se perdió en el viejo laberinto de este barrio. Encontrábase borrachos y mujeres descocadas que se le ofrecían con palabrotas. Pintadas, inmundas, le dieron asco. Entonces se encaminó hacia Fornos, esperando encontrar a los amigos. Llegó... y no estaban.

El lujoso café, bien abrigado, tenía gran animación. Sentía hambre. Pidió un bistec. Había mujeres, más que audaces algunas, con los grupos masculinos de las mesas. Abundaban los fracs, entre los hombres, de vuelta acaso del Real.

Una infinitamente dulce sensación de compañía y de comodidad fastuosa, sobre todo, íbale invadiendo. Frente a él, con un señor, había una bella dama que le miraba insinuante. Era más guapa que la Juana de Candelas. Le miraba, le miraba... Él la miraba, la miraba, devorando su bistec. Comprendía, en este Fornos de dorados y de estatuas y de luces... que no todo Madrid era el anfiteatro de San Carlos. Pronto se fue el señor, dejando sola a la dama, y ésta le sonrió. ¡Ah! Tembló el corazón del joven. Debieron de temblarle también en su cartera los billetes. ¡Íntegros se los daría a una mujer así, de... maravilla, como las de Apolo, y que debía pedir cien duros!

¡Si supiera ella, engañada al verle con su bistec, que no tenía más que noventa duros para un año, y que no había venido por otra elegante razón... que el no poder dormirse de miedo!

Nuevamente la divina mujer le sonrió, con señas. ¿Le llamaba? ¡Le llamaba! Esteban, turbado deliciosamente, fue como a la atracción de un abismo.

—¡Hola!

—¡Hola! ¡Siéntate, hombre —le acogió con gran llaneza la espléndida morena-blanca, que tenía muy negro el pelo y en bandós.

Pasaban dos de frac, y se pararon a decirla cosas al oído. Esto acabó de confirmarle a Esteban la alcurnia de ella. Es decir, que, estudiante o no, su conquista... era del reino de los fracs y los palacios. Miraba a la puerta con ganas de que entraran y le viesen Morita y Fagoaga y Eduardo.

—¡Qué solo estabas! —díjole por fin la espléndida.

Y charlaron. Ella tenía que hablar con el caballero que salió. Cuestión de una hora..., de menos, porque esperábala en un coche. Mas, si quería Esteban, a las tres podrían citarse. Camila (su nombre) vivía en la calle de Barbieri, en un pisito. Le daría la llave... ¡Si él la daba cualquier cosa en prenda de que iría!... Y lo negro de sus ojos, lo rojo de sus labios, el blanco deslumbrador y puro de sus dientes, pusieron al muchacho en condiciones de darla..., no cualquier cosa, sino la vida y el alma que encontrase en un bolsillo. Sacó el reloj. ¡Cuán poco tenía que ver esta viva mujer maravillosa con aquella pobre muerta de San Carlos!

—¡Toma!

—¡No! —esquivó ella, dándole la llave, al tiempo que le tiraba del pico del pañuelo—. ¡Este pañuelo! ¡Que, además, me lo regalas!

Era uno de los comprados en la calle del Príncipe, verde lagarto, con argollitas de salmón. Camila se levantaba.

—Cuarto segundo, ¿sabes?... Llegas y entras. Si tardo algo, te acuestas... Pero no, no tardaré. A las tres en punto.

—Bien —vaciló el mísero estudiante, cayendo en la realidad del conflicto en que podía ponerle esta belleza—. Pero vamos a ver, Camila..., ¡yo no soy rico!..., cuánto querría usted... por ¿comprende?

—¡Ah, qué rico! ¡Que no es rico!... Hombre..., ¡cuatro duros!

Echó a andar, y el joven quedóse estupefacto. Era coja Camila, coja en toda regla..., con muleta que había tomado del diván al despedirse. Pero aún volvió a mirarle desde lejos, al salir, y Esteban comprendió que bien valdríalo todo aquella cara.

Sintió no haber mirado si llevaba dos zapatos. ¿Le faltaría una pierna?... En fin, de todas suertes, se explicaba que siendo tan bonita, no tuviese las tarifas de las de los palcos de Apolo. Además, de cuatro duros a cincuenta o a cien..., ¡un buen pico!..., ¡querría decirse que él, por cuatro duros, iba a disfrutar de una belleza mutilada —de desecho—, pero belleza y bien belleza!

¡Caramba con los desechos de Madrid! También el día de la corrida decían que eran desechos de Veragua los toros, y hubo que verlos.

«¡Hombre, pero que tenga siquiera las dos piernas», deseábase a la tres menos minutos, pagando el gasto.

Puesto que el lance le salió harto más barato que temió, tomó un coche. A la calle y media, ¡pum!..., la de Barbieri. No la imaginaba tan cerca.

Llamó al sereno y subió. Hubo de chocarle, en la escalera, sólo con su cerilla larga desde el primer piso, su audacia inverosímil... Venía a una casa extraña, donde pudieran asesinarle, y maldito si te importaba ni le inquietaban los muertos de San Carlos. En el principal izquierda, una chapa anunciaba un almacén; y enfrente decía un cartel manuscrito:

NO LLAMAR

ESTA PUERTA ESTÁ CONDENADA

El letrerito «se las traía».

En otras circunstancias habríale hecho correr despavorido, con el pelo en punta, como un loco...; y, ¡psch!, continuó su ascensión guapamente.

En el segundo derecha, abrió. Creyó que iba a encontrar gente despierta, compañeras o criadas de Camila, y le detuvo el silencio negro del pasillo. Vio una llave de luz, y encendió. Marchó desorientado, pero sin miedo, confiándose contra toda clase de fantasmas en la enorme llave del portón, defensa mejor que una escopeta, y se halló en un comedorcito. La casa no tenía aspecto de ser grande. Iba encendiendo bombillas sin saber dónde meterse. Dio en la cocina y vio un cuarto pequeño con cama, sin criada. En el pasillo otro cuchitril vacío; en fin, un lindo gabinete, un tocador y una alcoba de lujo, con gruesa alfombra y lecho de damasco. No había más habitaciones ni nadie en la vivienda.

Se sentó y seguía asombrándose de estar absolutamente solo en plena noche y en una casa extraña, sin miedo... Esto, aparte la vibración de sus entrañas por la linda coja que vendría (¡hombre, que tuviese las dos piernas!), estaba proporcionándole una gran tranquilidad con respecto al porvenir. «El miedo era, pues, una simpleza desterrable con otra emoción un poco fuerte o con una firme voluntad.»

Hízole un bien el advertir en el bajo de un ropero un par de botas... y otro par en un rincón: luego tenía Camila las dos piernas... puesto que tenía los dos pies.

Sonó el timbre, imperioso. Salió el joven y se encontró con Camila, que le retornó a la habitación tranqueando en la muleta. Soltada ésta y el abrigo, la bella incomparable quedóse en un ceñido lujo de heliotropo que le moldeó en la marquesita los dos muslos. Cortés y bondadoso... y además, así sentada, sus dos pies asomábanse al borde de la falda sin defectos.

—¡Eres un buen chico! ¡Puntual!

—¡Sí! ¡Y tú también! —repuso Esteban indicando el relojillo de la mesa—. ¡Las tres y cinco!

Y como ella advirtió el mágico embeleso y la gran curiosidad llena de recelo y compasión que alternativamente al joven estábalo infundiendo con su faz y su cojera, se apresuró a explicarle:

—Tú, quizá, nunca me habías visto en Fornos, de pie, otras noches, ¿verdad?... ¿Te habías fijado en que soy coja?... Pues, hijo, hace dos años; en una juerga, de un vuelco de automóvil, se me partió esta rodilla, y los médicos dijeron que, habiendo de quedárseme sin juego, cómo quería yo la pierna, recta o algo doblada. Preferí lo último, porque una pierna tiesa al sentarse... y sobre todo en la cama... ¡En la cama, tú veras, no se me nota!

Le cogió y fue a atraerle y a besarle, pero él pidió, libre ya de su gran preocupación:

—¿A ver? ¿Y cómo tienes la rodilla?

—¡Mira! —dijo ella alzándose la falda.

—¡No! ¡Digo la otra! ¡La mala!

—Pues ¡la mala! ¡Si es ésta, tonto! ¡Mira las dos!

Las medias bronce, caladas. Las figas de grandes lazos por encima. Dos piernas perfectas, como para un escaparate. No había ni la menor diferencia entre las dos.

Esteban cayó en los brazos de la hermosa. Si era de desecho, él, sintiéndolo por ella, bendecía este ligero defecto que ponía a su alcance a la que dos años antes les cobraría miles de pesetas a los de frac y automóvil...

—Oye —díjole al notar que le impulsaba ella a la cama, después de un tremendo beso de su blanda boca de perlas y coral—, lo que me estaba admirando es lo confiada que eres... Si llego a ser un ladrón, te robo...

—¡Ah! ¡qué simple! Pero ¿te crees que una no distingue?... ¡No tienes tú facha de ladrón!

Le alzó en su regazo, y pusiéronse los dos a desnudarse. Temblaba Esteban, a cada seda y a cada lazo, cada vez más íntimos, que a ella le iba descubriendo de reojo...

V

Al llegar a casa, al mediodía, se le recibió en el comedor ruidosamente: «¡Hombre, el santito..., el forastero!... ¡Cómo ya se bandeaba por Madrid!»... Novedades, también, que le pusieron del color de los tomates: «Margot habíase despedido, porque uno fue a su cuarto —y este uno... ¡era él!, ¡era él!... ¡y el que robaba las botellas!»

—¡Sí, tú, borracho, ladrón!

—¡Tú, borracho, perdido!

—¡Borracho!

—¡Violador!

—¡Sacamantecas!

Servía el almuerzo una asturiana larga, herpética, tal de cara que un demonio, y doña Rosa contemplaba resignada al promotor de la catástrofe.

—Sí, señor, borracho..., ¡so golfo! —distinguíase Fagoaga en los reproches—; y se estaba creyendo doña Rosa que era yo el de las botellas... ¡Pues a ti te ha visto Margot!... ¡muchas noches! ¡Margot! ¡Margot!

Morita lamentábase a su vez:

—Nuestra Margot, que ha tenido que largarse... ¡Sátiro! ¡Por ti!

Lo cual ya no pudo resistirlo la ingénita bondad de doña Rosa.

—¡Por todos! —acusó, y miraba al valenciano—, ¡que no le para una decente!... Diga, don Esteban, que anoche... no fue uno al cuarto de la chica, sino dos; y el segundo hasta la hizo rodar con la silla y con el catre!

La chillería se volvió contra Morita. En medio de un escándalo infernal, y ante la nada ingrata estupefacción de la gallega, fuese descubriendo que entre esta noche y otras noches, ninguno había dejado de ir al cuarto... ¡Burra inclusive! Y doña Rosa defendió a Cerrato, que protestaba... ¡Sólo Cerrato quedó incólume de culpas!

Poco después, en Candelas, Esteban les mostraba a los amigos un retrato que a Camila le sacó por otro duro más. Dedicatoria muy dulce. Habíales dejado creer que durmió con la la Merengue por deslumbrarles más con el retrato, y los deslumbró, si bien sufriendo derechazo una sorpresa.

—¡La Coja!

—¡La Coja de Fornos!

—¡Hombre, la Coja!

¡Los tres la conocieron! Sus exclamaciones, de admiración y de envidia, sin duda; pero a Esteban le contrarió que supiesen su defecto.

—¡Ah, sí, la Coja! —dijo también Juanita, al verla, mientras echaba el café.

En seguida entre ellos hubo una gran curiosidad por saber «qué tenía en la pierna y... cuánto llevaba». Esteban les refirió el accidente de automóvil, ponderó la noche que con ella había pasado, y les dijo, sobre el precio, la verdad..., aunque traía el propósito (que hubiese realizado a no saberse que era coja) de decirles que le cobró «solamente veinte duros», por razón de simpatías, y aun mejor, nada —en plena gloria de conquista, y según podían certificarlo el retrato y una llave. (La de ella, que él se trajo por olvido en el gabán.)

—¿Eh?... Para que vaya cuando quiera —dijo sacándola.

—Pero ¿Para ti?

—Pero ¿de la Coja?

—¡La llave de la puerta de la casa de la Coja!

Contemplaron la llave con unción. Coja y todo, no creyeron nunca que se diese esta mujer por cinco duros...; y aunque no fuesen las de tal precio sus... habituales..., merecía el capricho, ¡vaya!..., una vez...

—¿Eh? ¡La llave de la puerta de la casa de la Coja! —le participó a Juanita, que volvía con copas de agua. Y en general el ansia por dejar a Juanita advertía de que alternaban ellos «con hembras de postín». Fagoaga repitió:

—La llave de la puerta de la casa de la Coja.

—¡Hombre! —bromeó Juanita—. La llave... de la puerta... de la casa... de la Coja!... ¡Parecen cuatro disparos de revólver!

Celebraron la ocurrencia, y se vio, además, que era verdad; y que no había medio de expresar la frase de otro modo. Trataron de hacerlo, ayudados por Juanita. ¡Nada, nada! «La llave —de la puerta —de la casa —de la Coja» y cuanto se le quitase o mudase o añadiese habría de estropearlo...

Pero Esteban, ni aun con la infantil jovialidad y fresca gracia de esta bella Juana ante los ojos, lograba dominarse la decepción tremenda, casi de abominación, de asco material a todas las mujeres y a sí mismo, que en la tan «ponderada noche» le había dejado Camila. Acababa de mentir él por necia vanidad, en la «ponderación». Aparte el previo halago de su cara guapa y de su cuerpo hermoso y de sus lujos, le causó el mismo desengaño frío y veloz que la Merengue y la Piedad y la Olvido y la Martirio. Un abrazo de un momento, entre no podría saber qué divinos espantos de hermosura ni qué malditos miedos y bochornos de vicio y de indecencia..., y he allí una mujer fatigada y no por él ciertamente, que se dormía, que se dormía, que se durmió... Él también se durmió a las cinco, a las seis..., harto de sentirla roncar en lo oscuro, y llorando sin lágrimas, quizá por las muchas de dolorosa compasión que su madre y sus hermanas tuvieran que verter con sólo adivinarle refugiado de sus pobres cobardías en un lecho semejante. ¿Por qué no habíanle habituado a dormir en un desván y a visitar de noche el cementerio, desde chico, si pensaron darle tal carrera?... En esto insistía el bondadoso fondo del muchacho como en la clave de equívoco y secreto capaz de convertirle en un granuja.

Y era, tal vez, un equívoco y un eterno disimulo de secretas repugnancias la vida toda, en todos. Predominaba en su ser esta tarde el asco hacia la «feminidad de las mujeres», que había vuelto a colmarle la Coja con otro abrazo más idiota aún, de despedida, y miraba a Juana, a Amalia, a Carmen, a las camareras que tan limpias y gentiles rebullían por el café..., sin explicarse cómo Dios hubiese puesto, en criaturas tan preciosas así vestidas y honestas, un estigma de animalidad que viniera a constituir el centro de la atracción y repulsión bestia de los hombres.

Habría tenido que creerse hoy un definitivo mentecato si le hubiese dado sus ochenta duros a Camila. Aun los cuatro le pesaban. No valían uno, en concepto tal, todas las mujeres. Eran ya cinco las que habíanle demostrado esto, de un modo igual, y era tiempo de que él lo diese por sabido. Carmen, Petra, Juanita... con sus sonrisas de gracia y seducción a los señores espléndidos, le parecían el diabólico sarcasmo de unas huchas vivas que fuesen recibiendo las monedas por una hendidura lamentable... como los trastos automáticos que él había visto en los paseos.

Salieron, y este sentimiento de degradación humana, error de Dios, si no fuese castigo, al crearnos tan miserablemente parecidos a los perros, le persistió por las calles. Bajo cada traje de cada elegante dama no podía evitarse adivinar la tacha bestia del carnal misterio que había dejado de serio para él. Continuaba, no obstante, siendo, a juzgar por sus brutas miradas y piropos, la ambición del hábito arraigado en los hombres por su perversidad y para su afrenta. ¡Ah, si supieran ellas, las puras, qué instantáneo cambio al asco había de provocarles su carne a los que mirábanlas con ansias como inextinguibles!... De un vuelo, el alma del chiquillo trató de refugiarse en la idealidad celeste de su novia, de su Antonia... Y de otro vuelo..., de otro vuelo..., al pensar por vez primera que también aquella niña sería mujer... que... hubiese de esperarle algún día como la Coja..., el místico se amparó en no supo qué últimos recursos de ascetismos y conventos. Urgíale delimitar la extraña contradicción de su conducta.

Habían entrado los cuatro en el billar y no quiso ser de la partida, por quedarse en el balcón con el doble espectáculo interior y exterior de su conciencia y de las gentes. Anochecía. Rebosaba la calle de Alcalá. De codos contra los hierros, era un filósofo que en el hormigueo de multitud buscaba «el sentido de la vida...».

Camila habíaselo hecho perder. Camila, mujer hermosa, más que casi todas las que pasaban, más que hubiera nunca de serio Antonia misma, le había traído a esta convicta situación, a esta desesperada verdad «de que no daban menos desencanto las hermosas que las feas». Entonces..., ¿qué representaban en el mundo el amor y la mujer?

Para meditarlo, suspenso como hallábase entre su cariño al dulce ángel y el asco por todas las demás, se puso un punto de partida: «había diferenciado siempre el amor del alma y los impulsos de la carne». Su primero y espontáneo impulso de estos dos, fue aquél, el digno, el noble..., el natural y legítimo, por tanto. Una especie de amplificación «incorpórea de su culto religioso, de su gran fervor de niño bueno, hacia otra rubia vecinita (antes que Antonia) que no llegó a saberse idolatrada... Si alguien le dijese que a cualquiera de ambas las manchaba él con bajos pensamientos, sería capaz de darle un puñetazo. Los instintos bestias despertáronsele después, excitados por criaduchas.

Y..., siendo el hecho éste, ¿no era cierto que, sobre haberle llegado de fuera el estímulo carnal, rindióse a él, como sus propios amigos, con tremendas resistencias?... ¡Nunca olvidaría las vacilaciones, las preparaciones, los conciliábulos que le costó la primera vez el decidirse! ¡Nunca olvidaría el supremo disgusto de la vida que luego le quedó..., tan distinto de sus orgullos y alegría en aquella ideal adoración por el ángel de ojos claros!

Sus amigos, él, todos, tomaban, pues, «la mujer» lo mismo que tomaban la cerveza, sin gustarles y mintiendo lo contrario, por entrar en la costumbre fumar, habíales costado, asimismo, borracheras espantosas. Y Esteban, en verdad, según le había cobrado afición al tabaco, comprendió que acabaría por tenérselo a la cerveza y la mujer, a estas dos cosas tan amargamente insípidas. Se hallaba en el período de intermitentes repugnancias. A la vista no podía ser más atractivo un bock de la dorada y cualquiera de estas lindas que pasaban por la calle.

Volvió su alma a Badajoz, a su madre, a sus hermanas..., a su novia. «El ideal sería que cada mujer y cada hombre viviesen de sí propios, unidos solamente por el santo amor que hiciese de la tierra un perpetuo y vasto templo del espíritu.»

¡Oh! Pero se asombró: ¿quién perpetuaría entonces a estos santos? ¿Cómo él mismo podría estar pensando aquí tanta hermosa tontería si...? ¡Oh!, ¡oh! ¿tendría «la cama»..., tendría, pues, el tedio aquel que luego inspiraban las insípidas mujeres, una imposición fatal como origen mismo de todas las noblezas de la vida?... Sin esto que, sancionado o no por bendiciones, estimábalo él grosería animal y despreciable, no hubiesen nacido él y Santa Teresa de Jesús...

¡Oh!

Una febril idea en excitación arranca otras, y dos más saltáronle engarzadas: primera, que él habíase estudiado, en rigor, como «animal» en la historia natural del Instituto. Segunda, que no dejaba de ser extraño, si tan «antianimal y puro» fue su amor a la rubia, a su Antonia, ahora..., que el instinto de su alma hubiésele llevado a fijarse en ellas..., en ellas... y no en cualquier amigo, con todo desinterés e indiferencia de sexo. ¿Por qué?

Cerró los ojos, y abatió a la mano la frente, con el codo en el balcón. Esto le había abrumado. El alma..., el alma... tan inmaterial y noble..., parecía dotada... pues... también... de una orientación instintiva, firmísima, inconsciente... que nunca se equivoca... hacia la... ¡«feminidad de las mujeres»!

Los compañeros, entre tanto, jugaban al billar.

—¡Ahí va la reunión! —decía Morita, bien ajeno de tener a tres metros un filósofo.

Y la filosofía y el miedo hicieron que resueltamente perseverase en acompañar todas las noches a los tres, con un principio de conformidad escéptica, estoica, que es lo primero que siempre da la filosofía. Sólo que, honradísimo en el fondo, y dispuesto, por tanto, a no ceder en sus deberes, si bien no iba a las clases, porque levantábase a la una, estudiaba por las tardes.

Durante más de cuatro días le continuó su cruel desilusión, y se alegró de comprobar que no siempre acaban con «niñas» los trasnocheos de los amigos. Cinematógrafos, billares y café, generalmente; y, de cuando en cuando, banca. Sí, jugaban ellos, en el Círculo Industrial, horas y horas si traíanles suerte sus vacas de a dos duros...; y mientras, él, si afición al juego, miraba o se sentaba a filosofar por los divanes.

«Tabaco, vino y mujer, echan al hombre a perder», decía el refrán. ¿Eh? Pues... ¿y si le añadiesen las cartas y el ajenjo? Podría cualquiera aficionarse a todas las barbaridades y estupideces como a las mujeres, y trató de no jugar ni una vez, para evitarlo.

Allí conoció a otros paisanos, amigos de Fagoaga, ricos como Fagoaga, y también de Almendralejo. A uno, pequeño y gordo, llamábanle por rico El rey de Almendralejo; a otro, Wandervill, y era muy notable: alto, flaco, con un bigotito como un fino trazo de carbón y con un perfil caricaturesco de jilguero. Contaba treinta años, y había venido con mil reales para hacerse sobrestante. Expertísimo en las cartas, apenas llegado de su pueblo, hacía unos meses, jugó y ganó con los mil reales seis mil duros. Otro estudiante de Chinchilla, a quien llamaban Castelar, le pagó con un magnífico caballo una deuda del golfo; y Wandervill, que no sabía equitación y que seguía en su primitivo y humilde pupilaje de ocho reales, daba por el del caballo treinta al día... Lo montaban los amigos.

Verdad es que Wandervill comía siempre en los cafés, con el Rey de Almendralejo. Los conocían en todos, y todas las chais y todas las floristas y revendedores de teatro. Tiraban el dinero. Una noche, festejando otra ganancia de mil duros (pues se habían hecho los banqueros de ruleta en el Círculo Industrial y ganaban sumas fabulosas), mandaron cerrar el Café del Brillante, a las tres, con orden de convidar a los que quedasen dentro. Chulos, en mayoría, cada mesa quedó convertida en un festín. Hacían esto por las cantaoras, dos pintarrajeadas andaluzas, que al fin se fueron del brazo de sus respectivos tocaores... Entonces, el Rey de Almendralejo rompió un espejo y se meó por todo el establecimiento. La cuenta subió a mil seiscientas pesetas... ¿Cómo Esteban ni Fagoaga, ni ninguno, podrían corresponder a obsequios tales?... ¡Donde aquéllos estaban, no había otro remedio que dejarse agasajar!

Y lo triste era que derrochaban sin gracia, entre la gente de medio pelo, en el Círculo Industrial y por los cafés y mancebías de menos fuste. El mismo retrato de la Coja —que a pesar del mal recuerdo llevábalo Esteban consigo— les parecía una divinidad. En cambio, hacían atrocidades en casa de la Flora, en casa de la Ojitos y en la de la Churrete y la de las «académicas» francesas... Empelotaban a unas cuantas, que temblaban arrecidas comiendo boquerones, o mandábanlas sacar y apilar sus trajes para prenderlos fuego. Por lo demás, respetaban a los guardias y serenos, y aun a las mismas mujeres cuando alguna se plantaba ante cualquier enormidad.

Esteban, al poco de tratarlos, se explicó sus toscas aficiones por sus propios gustos de rumbo y majería: en otros cafés, en Fornos, por ejemplo, y con otras hembras, la Coja siquiera, no habrían podido obtener esta sumisión de las gentes miserables.

Los acompañaba porque los acompañaba Eduardo, de quien venía él a ser una especie de rabo por las noches, y una hosca conciencia de su no menos miserable sumisión y cobardía, forzábale a rehusar en lo posible los convites. Serio él y borrachos todos los demás en las tontas francachelas que solían poner remate a las veladas del Círculo, iban hasta acabando de extinguirle la lujuria en fuerza de soeces espectáculos.

Esteban, muchas tardes, luego de estudiar, purificábase yendo a las iglesias. Le gustaban las más grandes, San Francisco o San Isidro, solas a esta hora del anochecer, como para que él extendiese mejor su alma por tantas causas lacerada. Allí, sentándose en los bancos, rezaba o meditaba. Pedía que Dios le perdonase no ir a misa los domingos, en razón a estar durmiendo, y que iluminase a algún ministro de Instrucción Pública con el fin de que fuesen trasladadas las universidades al campo. En las grandes ciudades era imposible que estudiase ningún estudiante forastero, dejado a su libertad entre tentaciones y peligros.

Luego, salía, y dirigíase lentamente por las calles hacia cualquier café, en donde les escribía a su madre y a la novia. Iba muy triste. Parecíale que, como él, sobre el barro helado de las nieblas o las lluvias, todo el mundo debía tener fríos los pies y el corazón. Creía que, como a él, entre los eléctricos resplandores de tanto escaparate, a nadie le importaba nadie. Madrid era una especie de centro de negocios por donde pasara aprisa toda España y con ganas de escapar. Madrid era un pueblo anodino, sin madrileños: las chais eran de Sevilla, de Valencia...; los camareros, de Asturias, y de Galicia, los aguadores y los mozos de cordel. Además, él lo pudo observar en San Carlos: todos los estudiantes tenían y llamaban «paisanos» a los demás de sus provincias, menos los de Madrid..., que ni parecían tales estudiantes; los típicos eran los vizcaínos, los castellanos, los andaluces, los extremeños..., los que empeñaban los libros y el gabán y vivían en casas de huéspedes.

El Madrid magnificante y culto que le mintieron los primeros días la Castellana y Apolo y los portales de fotógrafo no existía ya para Esteban; ni tampoco apenas el Madrid siniestro del hospital y de los miedos por la noche: ahora sólo le impresionaba como una ciudad estúpidamente grande y llena de coches, de automóviles, de tranvías..., es decir, cruzada sin cesar y en todas direcciones, con riesgo de muerte para los de a pie, por mil expresos a la carrera.

«¡Eh!..., ¡eeép!»

«Grú-grú-grú.»

Y tenía uno que apartarse. ¡Hombre, qué concho!

En los cafés, después de todo, era únicamente donde no había automóviles, ni ciclistas, ni hacía el frío que en las casas de huéspedes, y los mozos trataban con respeto.

«Mi Antonia mía del corazón...»

Antes de seguir, releía la carta de ella: «Querido Esteban: Me gusta mucho lo que me dices siempre. Anteayer salí a tiendas con mamá, y por la tarde al Vivero...» Un laconismo gentil. Ni contándole cada domingo y cada jueves lo que hacía en la media semana lograba llenar dos caras del plieguecillo heliotropo. Y otras veces tenía que interrumpir los bellos párrafos que él en cambio le escribía, porque llegaba Encarnación, la camarera. Sí; a pesar de que los cafés con mozos solían ser más confortables, él le iba mostrando preferencia a esta especie de bar, de tupi, servido por muchachas. Encarnación era frescota, y la cabe de Toledo no le daba el empaque que a aquellas de Candelas la calle de Alcalá.

—¿Le escribe usted a la novia?

—Sí.

—¡Es guapa! ¿Tiene ahí el retrato?... A ver, hombre, ¡que lo vea otra vez!

Esteban sacó el retrato de la Coja y se lo dio. Habíale armado a Encarnación un lío feliz de mentiras, porque ella, así, concedíale celosa y envidiosa la importancia «de su espléndida querida».

—¿Y dónde dice que está?

—En Cádiz. Ella es gaditana. Un mes para ver a su madre.

—Y mientras, usted, flores que te flores a ésta y a la otra... ¡Hijo, parece mentira lo que son ustedes!

—¡Psch!..., ¡ya tú ves, mujer! ¡Sois aquí todas tan bonitas!... ¡Y tú, la más! Como que, si quieres, ya te digo que te espero cuando quieras. ¿Esta noche?

Encarna sonrió, devolviéndole el retrato. Placíala esta competencia con la ausente. El joven parroquiano se le iba interesando.

—¡Esta noche —dijo con esquivez provocadora de coqueta— voy al baile!

—¡Toma, pues mejor! ¿A qué baile?

—A La Virginia. En la calle de las Fuentes.

—¿Baile particular?

—No, público, hombre. De máscaras. Como el de la Zarzuela.

—¿En la Zarzuela dan baile?

—¡Claro! ¿No estamos en Carnaval?... ¡Voy!

Llamábanla del mostrador, con tres golpes de timbre. No las dejaban charlar mucho con nadie desde que en el mes último mató de un navajazo a un parroquiano el novio de una de ellas.

Esteban sólo pudo volver a decirla al pagar:

—Oye, Encarna..., y ¿si yo fuese al baile esta noche?

—¡Hombre, qué sabemos! ¡Vaya usted!

Cita.

Daban las ocho. Con una emoción de Madrid menos triste, aunque arreciaba la lluvia, tomó el caminito de su casa. Durante la cena, él, que tanto por desorientarlos sobre sus místicas visitas a los templos como por explicarles sus abstenciones en las juergas les tenía hecho creer que los amigos que se entendía gratis con Camila (por lo cual, o por no gastarse de un golpe cuatro duros, ninguno la buscó), díjoles que iría con ella a «un baile». «¡Anda!, ¿al Real? ¿A la Zarzuela? ¡Hoy es el de Escritores y Artistas!» Dejó que le envidiaran, sin determinarlo, y recibió de ellos los informes oportunos: «La entrada de señora, nada; la de hombre, dos pesetas, o quince o veinte pesetas; el guardarropa, otras cuantas; el disfraz para Camila, a nada elegante que fuese, diez duros; la cena, sus cinco... El coche..., el confetti..., las flores..., en fin, que podía irse preparando»...

Los dejó en el Círculo, a la una, y se absolvía de sus embustes pensando que en estas cosas de mujeres mentían todos mucho más. Morita, por ejemplo, contaba que en Alcira le quiso una marquesa. ¡Vamos, hombre!

Tuvo la impresión de no preguntar el número. Sin embargo, las luces y un grupo de gente le indicaron el baile. Dos reales su entrada. Descendió a un enorme sótano. Una murga tocaba en un tablado, y bañaba todo el mundo pisándose, estrujándose. Olía a sudor y a anís. Las máscaras y el suelo estaban inundados de confetti. Pero el sótano era grande, enorme, como el salón de un gimnasio o la cuadra de un cuartel, y en vano se enfiló a la entrada del ambigú donde vendían el aguardiente, buscando a Encarna. Aparte de que casi todas las mujeres se tapaban con careta, aun las que más lucían las pantorrillas. Un horno, en suma. De las bóvedas pendía la luz de acetileno en candilejas.

Y aunque el joven, pensando en la modestia de este baile, sonreíase cuando los otros le hablaban del Real, en verdad que lo hallaba harto modesto..., chabacano.

En un segundo schotis descubrió a la camarera bailando con un chulo. Le vio, le sonrió y no le saludó.

Estaba de pañuelo de Manila azul, despeinada de tanto apretujón, y la borracha, al parecer, como casi todas. Debían de ser, en general, mujeres de la vida. Los hombres, de gorra y chaquetilla, salvo pocos con bombín y traza de tenderos o estudiantes.

A la hora y media se convenció de que Encarna no dejaba a su pareja. Le había burlado. Y no sabiendo a dónde ir, por si los paisanos se habían marchado del Círculo, prefirió quedarse en un rincón, fumando y saboreando copas de aguardiente. ¡Ah, la soledad terrible de su cuarto!

Púsose a filosofar, observando a los que venían de la sala para volverse más borrachos cada vez. La murga hacía resonar sus pimporrazos. Hubo dos conatos de pelea, pero a esto le tenía Esteban mucho menos miedo que a la sombra de su alcoba. Las mujeres parecíanle cosas muy extrañas: veía que se besaban y tentaban, allí por otras mesas, y no sintió ni la más leve intención de llevarse a una por un duro. A pesar de lo cual él estaba aquí por Encarna; y gracias a ella, que despreciábale al fin, había vuelto a sentir aquel contento de la vida que le aliviaba sus murrias. De modo que «la mujer» podría ser... luego... todo lo ingrata que fuese; pero, antes... nada como ella llenaba el pecho de esperanza y alegría. ¡Qué cosa más chocante!

Hubo un momento, a las dos, en que escasearon las mesas, y un grupo invadió la del filósofo. Tres muchachas y dos hombres que convidaban a pasteles y a montilla. Una de las mujeres, vestida con dominó color de rosa, dejábase abrazar que era un portento; otra de bebé rechazaba los abrazos y lloraba por Vicente..., por Vicente..., «un novio que la dejó...»; y entre su histerismo y su tierna borrachera quería contarles la historia a los demás, que no hacían caso. Entonces decidió contársela a Esteban; y al empezar otra polca, en el salón, seguía ella hablando y llorando y riendo por Vicente... sin haberse dado cuenta de que los otros se marcharon.

—Pero, mujer, ¡que se han ido tus amigas!

—¿Qué amigas? ¡Si yo no las conozco!

—¿Ni a ellos?

—¡Ni a nadie! ¡Figúrate que lloro porque me han dejado sola!

—¿Quiénes?

—Unas compañeras. Se fueron a las dos.

Sino que lloraba porque sí, por mimo y por el vino, y continuó en seguida hablando de Vicente... Pidió Esteban más vino y más pasteles y algo de jamón. Esta muchacha, nerviosa y bonita, con una redonda cicatriz en una sien, como de haberle quemado un carbunclo cuando chica, decíase fiel a su Vicente, y honrada, además, menos con Vicente. «Por eso no podía ella consentir que nadie la tocase.» Y le gustaba Esteban «por decente», y accedió a irse del baile con él.

—Lo único que te pido es que antes de las seis me dejes en la calle de Serrano, donde sirvo.

—Pero... ¿estás sirviendo tú?

—De doncella. Mis amos y mi tía no saben que he venido. Nos escapamos yo, otra doncella y la cocinera. Me gustas porque te pareces a Vicente.

Ya esto lo explicaba la bebé al fresco de la noche, bajo el paraguas en que Esteban la acogió. Dejábase guiar, del brazo, y en la plaza de Isabel II resultó que no sabían uno ni otro a dónde ir. Ella conocía menos aún que el joven el Madrid de los secretos... O lo que es lo mismo, nada. «Luego no mentía al decir que no era chai...aunque hubiérase juntado con chais... en La Virginia. ¡Luego era en verdad una linda doncellita de casa de algún conde!...

—Pues ¡nada! Por aquí —resolvió Esteban, tirando de esta interesantísima Martina, por la calle de Hileras, hacia casa de la Filo.

Pesábale llevarla a un burdel tan indecente, pero... ¡qué remedio! El sereno los abrió. La Filo los recibió arriba y los metió en la alcoba de la sala.

—¡Al pelo vais a estar! ¡Todas de baile! ¡No ha parado aquí esta noche ni el gato!

Y a las siete, rendido y contento Esteban, sin borrachera Martina, y aturdida un poco solamente con su traje de bebé a pleno sol por las calles, tomaron un simón para ganar la de Serrano a toda prisa. ¡Iban sus amos a verla regresar, tal vez! Además, tenía que comprar al paso dos kilos de chuletas. Veinte casas antes de su casa, dejó el coche. Pero le dio más vergüenza ir sola, de máscara, y todavía se hizo acompañar por Esteban hasta la carnicería. ¡Fue de ver aquella bebé, con su capelina de percalina rosa toda estropeada, entrando con un papel de dos kilos de chuletas en el portal de la casa suntuosa!

Pero, ¡ah!, ¡cómo la cerveza del amor, con tal chiquilla, le había parecido a Esteban buena!

Sí, si, era honrada..., ¡ya lo creo! Sin duda, en esto no había más que atenerse a las honradas..., a las que lo toman también con afición..., ¡no por oficio!

Un día en medio y domingo al otro. La vio y pasaron la tarde juntos, según habían acordado la otra noche al separarse. Ella no hablaba ya de Vicente.

Por dos semanas más volvieron a reunirse los domingos. Sólo que a la tercera se llevó el joven un disgusto. Habíase enterado la tía de Martina de «los pasos» de ella, y la mandó al pueblo, provincia de Burgos, nada menos, con sus padres. Esto se lo dijo ella, por triste despedida, en una carta.

¡Martina le había dado el sabor de las mujeres! Y ya, con afición, con verdadera afición, trataba de consolarse el triste con no importaba qué Merengues o demonias en las juergas del Rey de Almendralejo y Wandervill.

Odiaba más a éstos cada día. Su ejemplo de fastuosidad idiota y de vagancia parecíale ser lo que mantenía la corrupción de los paisanos. Y, sin embargo, a ellos les debió la salvación, de una manera imprevista..., providencial, ciertamente. Ocurrió que una racha de moralidad en las autoridades madrileñas cerró las casas de juego, y como el Círculo Industrial no era otra cosa, no era más que una chirlata, fue suprimido. Entonces, Wandervill y el Rey de Almendralejo, a invitación de Fagoaga, se instalaron con las cartas en el comedor de doña Rosa. Por las tardes, golfo; por la noche, monte. Y hasta la Burra apuntaba. La casa llenábase de humo, en fuerza de formar todos ellos y los amigos que llevaba cada cual. Pero duraba hasta el alba la partida, y el orden, en medio del mismo desorden (por razón de aquella eterna paradoja en que todo resolvíasele), se impuso para Esteban. Perfecto. Absoluto. Dormía, dormía como un bendito con la no distante compañía del comedor, desde que daban las diez, y hasta se olvidaba de las niñas por las clases y los libros.

¡Dios se le apiadó! La casa de gente en vela que no pudo encontrar venía a buscarle.

¡Así iba serenamente febrero transcurriendo!

En un clavo, como un recuerdo doloroso, yacía... la llave de la puerta de la casa de la Coja.

VI

Una mañana, al salir con Cerrato para San Carlos, Esteban se encontró en el mismo portón una visita. Un señor. «Parecía de Badajoz.» ¡Sí, esta vez no fue visión de su casi olvidada mamá!...,de Badajoz: Collado, Zacarías Collado.

—¡Hola! ¿Cómo estamos?... ¿No es usted Esteban Sicilia?... Pues muchas memorias de su madre. Acabamos de llegar, yo y la Renata.

No se habían hablado nunca. Apenas si de vista conocíanse. Esteban le recordaba como una de las clásicas figuras de Badajoz, tal que a Daguirri el fosforero, a Bonifacio el de los sermones, y a Charepe. En otra categoría y con más respeto, es decir, sin que le siguieran los chiquillos nunca, este Zacarías, el lelo, solía verse con su alta y flaca figura desvaída, con sus barbas lacias y su boca abierta, siempre solo por las calles, una veces a pie, otras en un caballo que tranqueaba o trotaba a su placer, baja la cabeza y las riendas en el cuello.

Le invitó a entrar en la sala, y Cerrato se marchó, porque era tarde.

—Pues, sí, hemos venido yo y la Renata. Su madre de usted está buena, y tan gorda. Íbamos a almorzar y la Renata me dice: «Anda, ve y dile a Esteban que estamos.» Yo creo que ella quiere que usted nos lleve por Madrid, es una pintura; porque no sabemos nosotros. Yo vine cuando chico. Ahora es que venimos a cuestión de médicos. Paramos en el Inglés.

En el corazón de Esteban brincó la dulcísima memoria de aquel único momento en que había hablado con Renata Mir, con la rubia y elegante Renata Mir, aureolada en Badajoz con fama de viajera aventurera y que le dedicó su azul mirar tan tierno cuando él volvía la hoja en el piano. Consultó el reloj, y vio que llegaría tarde a la clase; además, no importaba faltar hoy, por honor a los paisanos..., por honor a...¡Oh!

Salió con Zacarías. A éste le había traído un mozo del hotel, que esperaba abajo. Pusiéronse en marcha y el joven estudiante no cesaba de admirar la facha de babieca que veíale a Zacarías con su asombro de Madrid... ¡No había estado en Madrid! La «célebre viajera», según el marido le informó, había preferido siempre sus dehesas, Sevilla, Montemayor, Portugal...

La encontraron, con vaporoso matiné y transminantes perfumes, en una confortable sala que tenía la alcoba entre columnas. La alfombra era color de oro viejo con cenefa verde oliva. Esteban fue acogido por Renata como un antiguo amigo. «¡Oh, sí, íbamos a salir, de que almorcemos! ¡Almuerce con nosotros! Venimos de temporada. Tienen que ver a éste los especialistas. Usted querrá guiarnos por Madrid, ¿verdad?» Y de paso, los ojos azules, azules como un azul romántico y siniestro de miosotis, mirábanle, mirábanle... acariciábanle... sin la menor inquietud por Zacarías, que se había sentado en un sillón a quitarse lo negro de las uñas.

Era casi alta, y su pelo de un rubio profundo de caoba, encantador. El matiné, flojo y diáfano, dejaba dentro vislumbrar suelta y frágil su cintura presa en el corsé limón y el raso cielo de la enagua..., y arriba encajes y carne de los hombros. Tuvo que mudarse, con el fin de bajar al comedor, para lo cual, y sin dejar de hablar, por cierto, esquivóse apenas detrás de la cortina. Esteban sentíala en la alcoba trastear charladora y adorable, y a veces veía sus brazos alargarse a coger de encima de la cama algunas ropas.

—¡Sí, mujer, abrígate! Creo que estás para Madrid muy fresca! —habíala aprobado el marido.

Salió al poco, ella monísima, exquisitamente vestida para calle, e incluso con gran sombrero y un largo abrigo café, de pieles caras. Los dedos teníalos cuajados de sortijas. A nada que se movía al espejo, en últimos detalles, todo lo inundaba alrededor de esencias. Se perfumó el pañuelo, y perfumó cortés el del joven. Nunca éste se alegró tanto de tenerle de alta novedad, de aquellos de la calle del Príncipe. Su cuello, su corbata, su sombrero, su bastón... también irreprochables, como el terno caqui acinturado. ¡Qué diferencia de su porte al del pobre Zacarías!

Bajaron. Por la escalera, él le ofreció el brazo a Renata.

—Eh, concho, ¿dónde vais?..., ¡que nos pongan esto! —les gritó el marido.

Quería bajar en el ascensor. Explicáronle que hacía falta para subir, solamente. Se resignó y bajó detrás, pisando al menos por la tira de alfombra, «ya que lo pagaban».

Esteban no almorzó, porque había almorzado en casa. Renata le obsequiaba dándole aceitunas. Pero tenía que vigilar al marido, en ciertos platos, a fin de que no hiciese el ridículo ante la distinguida concurrencia, y ella misma, además, no cesaba de mirar por las contiguas mesas a las damas. Estos silencios utilizábalos el joven para tratar de comprender cómo había podido casarse tal mujer con tal idiota, que debía llevarla ocho a diez años. Zacarías representaba treinta y cuatro o treinta y cinco. Renata, rabiando, veintitrés.Por otra parte, también Esteban sufría un poco la extrañeza del comedor suntuoso, lleno de arañas y dorados, como Fornos, acostumbrado él al de doña Rosa. Renata no descomponía en el ambiente de buen tono. ¡Renata, que le miraba, que le seguía mirando..., que...! ¡Oh!

¡Ella le había mandado llamar!

¡Tan bonita y tan llena de brillantes! Un diente montado sobre otro, en la divinamente blanca dentadura, le daba un agrio seductor a su sonrisa.

—Sí, tengo el encargo de verle, en nombre de su mamá y sus hermanas, y sobre todo..., de Antonia. Como vecina y buenas amigas las dos, ¡qué mona la chiquilla!, ¡qué linda!... ¡Ella sí que es linda!... Hemos hablado de usted con frecuencia. ¿Eh?... Por eso me he atrevido a molestarle, cierta de que lo agradecerá.

Manifestó que Antonia le leía las cartas..., las bellas y largas cartas de tres pliegos que le llegaban de Madrid. Y aun antes de hacerse «un madrileño» el novio, leía Renata sus cartas... todas; por donde ella también, sin que Esteban pudiera sospecharlo, saboreaba aquellas cosas. Tal fue la razón de que le hubiese conocido con más gusto la noche en que le llevó su madre.

—¡Oh! —hizo el joven, como a una grata explicación retrospectiva.

—Pero esas cartas..., ¡vamos!, ¡perdón!..., ¡son mentiras bonitas que dicen ustedes los hombres! ¡La pobre Antonia se las cree! ¡Le quiere a usted como una loca!

—¿Qué ponen hoy en el Real? —preguntaba Zacarías, oyendo hablar del Real en otra mesa.

No le atendieron ni su mujer ni el paisanito, más que intrigados por las cartas y la novia, al tiempo que servía biscuit glacé el camarero. Esteban, contento de ser tratado como hombre, como experto hombre por esta bella mujer de Badajoz, oíala y comprobaba, en un espejo tras ella, que la barba le azuleaba a él en fuerza de afeitarse..., que todo él habíase como ensanchado y crecido en los tres meses de ruda batalla de Madrid.

—¿Qué ponen hoy en el Real? —volvió a preguntar Zacarías.

No le contestaban. Sacó el camarero un Imparcial, miró los espectáculos, y dijo:

—Orpheo.

—¡Será Orfeón, concho! —rióse Zacarías, que lo juzgó equivocación del torpe mozo.

Renata, con un rápido mirar, le atajó las risotadas. Cuando el camarero se fue le amonestó. Debía preguntarle a ella todo lo que quisiese preguntar.

—¡Es tan simple este infeliz! —se lamentó con Esteban, no queriendo confesarle tonto declarado—. ¡Es un niño, por completo!

Sin embargo, breve, al salir, y en tanto caminaron por la calle Echegaray, Zacarías delante, ella y el joven detrás, contábale a éste que su boda fue una boda de familia. No supo lo que hizo. ¡Una criatura! ¡Quince años!... Su marido había ido quedándose después, así... como corto, poco a poco.

La Carrera y la calle de Sevilla causáronles admiración. Era un tranquilo día de marzo, y muchos los coches y la gente. Ellos habían visto, como lo mejor, Lisboa, y no podía compararse. Miraban todo. Preguntaban. A Renata, en casa de Thomas, se le antojó una bolsita de mano. En La Favorita, una sombrilla. Pesábale su abrigo de piel. Zacarías regateaba en las compras; tenía tendencia a ir delante, pero acercábase a menudo a preguntar y a indicarles que «eran de Badajoz» los que pasaban. Esteban, reconociendo su «manía», la manía de todo forastero, hallaba un gran placer sirviéndoles de guía. Los elogios a las tiendas y edificios salían de su boca sin violencia. Madrid le parecía lleno de una luz y de una hermosura insuperables.

Dirigiéronse al Retiro. La débil atención de Zacarías se fatigaba. Desde el Banco de España, echó delante, con las manos siempre en los bolsillos del gabán, y mirando por su cuenta. Renata, con su recuerdo de Lisboa, que al fin le disminuía la curiosidad por otra gran capital, conversaba con el joven. El sol, desde que entraron en el parque, hízola quitarse el abrigo y llevarlo al brazo. Su charla recaía en Antonía, sin cesar. «¡Oh, si en vez de a mí la tuviese usted a su lado!», insistíale al novio. Y como el novio oíaselo por cuarta vez, lo menos, y siempre sufriendo el martirio azul y extraño de aquellos ojos de miosotis, repuso ahora:

—¡Yo voy muy bien, Renata, con usted!

—¿Porque le hablo de ella?

—Eso es igual. ¡Hábleme de lo que guste!

Hablaron de «los sentimientos», entonces, en términos generales. Las cartas de él reveláronle a Renata una romántica pasión exaltadísima, como no creía que en la realidad existiese. Ella, al menos, poníalo en duda. Nunca lo pudo saber, porque la obediencia de chiquilla que la había conducido al matrimonio le impidió gozar ensueños e ilusiones. Y eran..., habían sido su avidez. Un cariño reducido a su parte material le repugnaba...

Zacarías quiso embarcarse en el estanque. Se opuso su mujer, viendo que no había señoras en las lanchas, y Esteban los llevó a la Casa de Fieras. La libertad del joven fue mayor.La de Renata la misma, pues no se reservaba del marido, que aquí, en tanto ellos charlaban por delante de las jaulas, quedábase a ver comer al tigre o a reírse con los monos.

Al cabo de una hora cruzaban nuevamente el Paseo de Coches y perdíanse entre los bosquecillos y los lagos. El sol iba declinando.

La disquisición sentimental parecía irisarse de alma a alma, en la pareja, con los mismos ópalos que el cielo. Era Renata la que escuchaba al fin, y Esteban el que, cautivándola, admirábase de estar diciendo cosas profundas, todavía más bellas y profundas que en las cartas, donde asimismo aparecíase como un maestro. Para ello no tenía más que expresar sus emociones. Renata era una exquisita niña desdichada a quien él debiera generosamente consolar. Tan generosamente, que por piedad, por delicadísima consideración hacia el martirio suyo en una boda que sólo pudo ofrecerla del amor su aspecto repulsivo, impersonalizaba, espiritualizaba más su natural romanticismo, no obstante su inmenso calor de humanidad. Es decir, que simulaban ambos seguir refiriéndose a Antonia hasta cuando él, mirándola las manos y la boca, encarnaba los más altos idealismos en unos labios rojos, y en unos dientes blancos, y en unas manos llenas de sortijas. De rato en rato llegaba completamente a pararlos la conversación. El romántico no se acordaba ya de Madrid ni de su papel de cicerone. Pasaron ante el Angel Caído sin mirarlo. Volvieron por el parterre sin preocuparse de los juegos de los niños. Y tornaban siempre a los boscajes y a las sendas solitarias, y cortaban flores, al descuido, que Renata deshojaba lentamente. Pero una vez, la flor cortada era una gardenia. Desde los dedos de Renata pasó a la mano del joven, que la besó y se la puso en el ojal. Ella sonrió.

—¡Veremos lo que dura!

—¡Veremos! —subrayó Renata la «promesa», en sutil y galante desafío.

El marido, unas veces caminaba precediéndolos, y otras detrás. Para acordar con ellos el paso y la distancia, deteníase y los miraba, aburridísimo, con las manos siempre en los bolsillos.

—Pero ¡por Dios! ¡Acérquese! ¡Hable con nosotros! —habíale invitado Esteban al principio.

Él contestaba:

—¿Yo?... ¡Allá ustedes! ¡No tengo que meterme en lo que no me importa!

Convencido el estudiante de que en realidad «no le importaba» esta locuacidad de su mujer, que por lo demás, no se recataba lo más mínimo aunque lo tuviere cerca, no volvió a invitarle.

Pero habíase puesto el sol, había tenido que volver a ponerse el abrigo Renata, por consejos del cuidadoso Zacarías, y salieron del Retiro.

La conversación se continuó hasta las ocho en el Lion d'Or, tomando soda. Tres «horizontales», y ninguna con el sólido lujo de Renata, los miraban. Sin embargo, habíanse instalado ellos en el fondo, con un perfecto desdén hacia las gentes, y nada les preocupaba fuera de ellos mismos. El marido compró y hojeaba el Blanco y Negro, el Nuevo Mundo, Los Sucesos... Esteban, después de detallar prolijamente su inolvidable recuerdo de Renata en el tren, por sólo haberla hablado la noche antes media hora, sintió colmada su alegría al oírla que la cuestión de los médicos retendríalos en Madrid por todo marzo. Ella le convidó a cenar y él no aceptó, por ir a mudarse de traje para el teatro. Convinieron, camino del hotel, en cuya puerta les dejó, que volvería a las nueve.

No tardó en llegar a casa diez minutos. En dos, se cambió el traje caqui por el negro. Deplorando no tener otros que le permitieran variaciones, se puso otra corbata.

Pero servía la cena más tarde doña Rosa y él la reclamó. Fueron llegando los demás cuando terminaba los garbanzos. Antonio Mazo, también, esta noche. Se habló de los paisanos a preguntas pícaras de Luis, y Antonio dio informes de la boda. Él no trataba a Renata; sabía todo Badajoz que la casó su familia con el tonto porque poseía éste buenas fincas. Y nada de tonto luego de casados, como a Esteban le habían dicho: lo era de «nacencia», sin remisión... ¡Valiente cosa adelantarían los médicos!

—¡Hala con ella, Estebita! —azuzó viendo al muchacho levantarse más que listo—. ¡Pero ojo al tonto! ¡Dicen que es un garañón!

La broma le pareció al joven de mal gusto, e impía para el infeliz. Sin embargo, salvado en prisas el camino del Inglés, halló que más ingenua y groseramente, aún Zacarías confirmábale lo mismo. Estaba en el salón de tertulia, y le salió al encuentro y allí lo recibió: «No tardaría la Renata; vestíase arriba»... Hablaron de los especialistas, por no saber Esteban qué otra conversación pudiese interesarle, y el tonto declaró a las pocas vueltas:

—Bueno, quien viene a curarse es la Renata. Dice que diga que yo; pero es ella. Como no tiene familia, creen que lo da de la matriz. En Badajoz han dicho los médicos que la tengo lastimada... porque, vamos, porque es una pintura, porque dicen que no guarda proporción..., que soy muy hombre.

«¡Burro!», pensó el estudiante viendo bajar por la escalera a Renata con su traje claro de teatro.

Y no pudo evitarse, ante su gentil delicadeza de muñeca fina, imaginársela chillando debajo del imbécil. Esto le aumentó el romántico interés hacia la que tantas razones tendría para abominar del matrimonio, de lo material, de lo infinitamente bestia y grotesco.

—¡La mía gardenia! —saludó con italiana construcción, a fin de acentuar la «galantuomía» de su ademán de minué.

La había cambiado de chaqueta. En la negra, la flor blanca resaltaba más.

Renata se inclinó también, y sonrió, abotonándose un guante. Costábale trabajo, con el otro puesto, y reclamó el auxilio del amigo. Tembló la mano de éste, electrizada por la tibia piel suave. Los azules ojos de miosotis pagaron el favor con una de aquellas miradas quietas y profundas.

—¿A Lara? —preguntó el dichoso en el vestíbulo.

Y la ayudaba todavía a ponerse la capa salmón, forrada de níveo raso. Le parecía que íbala envolviendo en sus cuidados y en su alma poco a poco; que iba tomándole los aromas mismos de su vida en esta impregnación de sus perfumes.

—Sí, a Lara.

Por un rato la emoción les hizo enmudecer. Él llevaba abierta la solapa del gabán para que no se estropease la gardenia. Pasaban por una tienda de flores y ocurríasele entrar y comprarla crisantemos.

Ella, uno, se lo prendió en el corazón; los otros los conservó en la mano izquierda.

—¡Gracias!

—¡Veremos lo que duran! —intimó el joven, refiriéndose al que Renata consagró, y aceptándole a plena vida el cielo azul de otra mirada.

—¡Sí, veremos!

«Corazón y mano izquierda.» Le pesaba no saber el lenguaje de las flores.

Detuvo a un cochero de punto. Hallábase como perdido en el océano de la galantería. Era el segundo coche que tomaba en Madrid. Su estrechez, él sentado enfrente, pudo permitirle tocar con las rodillas las de ella. No quiso; le bastó el leve roce de las sedas. Su trato con Renata llevaba por sí propio sesgos exquisitos que debía respetar. «Eh... eeép», decía el cochero en la bocacalle, de Preciados, y uno huyó. ¡Quizá la Burra, sin saber lo que iba dentro de este coche!

Recordando sus regateos de las tiendas, a pesar de los codazos de Renata, comprobó que era roñoso Zacarías: por pura fórmula se echó mano al bolsillo cuando Esteban pagó el simón y las butacas.

Últimas filas. Lleno el teatro. Renata situóse entre los dos. Al principio revisó con sus pequeños gemelos los palcos, y hablaron de «la preciosa bombonera» y de la gente. Esteban ya sabía que le llamaban a Lara «la preciosa bombonera». Su satisfacción de cicerone resurgía aunque limitada por su ignorancia del nombre de los cómicos. Menos aún podía satisfacer las curiosidades de Renata sobre quiénes fuesen los caballeros y señoras que alguna vez la dirigían los anteojos. Sus pies tocáronse una vez, pero ella lo esquivó. Sin embargo, a la mitad de la graciosísima comedia, cuyas frases de dos enamorados se dedicaban ellos con sonrisas, sus antebrazos habían establecido sobre el brazo del asiento un contacto suave.

Mientras se renovó el público para la segunda sección, los gemelos de Renata parecían buscar a alguien.

Últimamente inquirió:

—¿Conoce usted a Julián Enríquez?

—No. ¿Quién es?

—No, nadie. Un chico de aquí que estuvo en Badajoz de secretario del gobierno. Debe ir mucho por Fornos.

A la mitad de la segunda obra, el contacto de los brazos habíase complicado. El de Esteban, tras el de ella, recogíaselo como un nido. De tiempo en tiempo acentuaban dulcemente la presión.

A la salida tomaron chocolate en un café. Desquitábanse de lo que no habían podido hablar en Lara. El marido abría la boca con bostezos que hacíanle crujir ternillosamente las mandíbulas.

—Pero, ¡hombre!, ¿te aburres?

—Hija, Renata, ¿te parece que no hemos andado hoy más que un galgo?

Siguiendo el ejemplo de Renata, delante de él, Esteban refería «a Antonia» cuanto iba diciendo. Treta feliz para los dos, porque consentíale a su antojo florearla, y a ella aceptarle sin rebozo los floreos. Sólo que Antonia, aquí... era rubia.

—¿Rubia? ¿Tú no ves, mujer? —permitíase anotar entre dos bostezos el marido—. ¡Mira que... rubia Antoñilla! ¡Lo que éste la querrá, cuando no se le recuerda ni el pelo!

Sonreían los dos en el diván, subrayando con el tacto de sus codos el candor del pobre simple, y continuaban charlando, y el otro bostezando.

—Oye, Renata, tengo sueño. Ve cómo se me abre la boca, sin querer..., ¡aaaaúh!... No, no: me contengo la barba con la mano. ¡Ya sé yo de uno que se descuajaró!... ¡Aaaaúh!

Eran las dos y media.

Salieron. No quedaba nadie.

La mañana siguiente invirtiéronla en los médicos, Renata y el esposo. Esteban, en sus cátedras. A la una, según acuerdo, reuniéronse con el fin de pasar la tarde en la Moncloa. El crisantemo y la gardenia lucíanse en las solapas respectivas, algo lacios. Renata llevaba una levita color pasa, que armonizaba con el pelo y el sombrero y la sombrilla. Hacía calor. El marido, agricultor terrible, iba hoy siempre detrás, observando los viñedos, los sembrados, las jaulas de los faisanes y de las gallinas de Guinea. Idilio a veinte pasos de él, bajo la abierta sombrilla. El recuerdo de la novia se iba borrando en la pareja que vagaba, que guiaba, que bajaba cuestas o cruzaba los ribazos herbosos en que Esteban daba el brazo, cortés. A menudo se olvidaban de desenlazarlo, y así continuaban discutiendo si un cariño de hombre podía durar una existencia. Al anochecer, en una pradera de trébol, viéronse semicercados por una valla de alambres.

El joven la salvó y como en los pasados obstáculos, trató de ayudar a su dulce compañera. Imposible, por encima, sin cogerla en brazos. Los alambres tenían pinchos. Entonces, ella, a un intento de pasar por entre dos, se enredó la falda y enseñaba la tensa seda heliotropo sobre la bota imperial; gritaba apuradísima..., acudió el marido y la libró del percance. Esteban habíase vuelto de espaldas, prudente, mas no sin haber podido comprobar: «Parece delgada y no lo es. ¡Fina y maciza!» En efecto, jadeaba Zacarías, de haberla pasado por lo alto.

—¡Pareces tonto, hombre! ¡Vas siempre a cien leguas!

—Pero, hija, ¡que queréis..., si siempre estáis hablando de lo mismo!

Por la noche, sintiendo el cansancio del día anterior y de esta tarde, no salieron. Esteban pasó una vela deliciosa, oyéndola al piano. Tomaban té con pastas, a las doce. Zacarías se puso a teclear el No me mates, La Marsellesa y el principio de la Marcha Real, que estaba ahora aprendiendo. Últimamente se cansó, y vuelto en la banqueta, con las manos en las rodillas, mirándolos, abría una boca colosal, en sus bostezos ternillosos, proyectando la legua abarquillada por la punta, igual que los podencos.

—¡Aaaaúh! ¡Vamos, hijos, son las tres! ¡Me parece que os habéis dado una ración!

Y placíales tanto charlar, que con una gentil indiferencia de Renata hacia la corte, en toda la semana repitieron sus paseos por los parques soledosos y sus veladas del hotel. Apenas les concedían algunas horas, en las mañanas que «no hubo médico», a la parada del Palacio, a San Francisco el Grande y al Museo del Prado, y eso para desfilar igualmente embebecidos con su charla ante las músicas de reyes y los altares de santos y los Murillos y Velázquez... Por las noches, la Zarzuela, el Cómico, algún cine... Algo breve que les permitiese recalar en un café cualquiera hasta las once, y refugiarse en su piano de la fonda hasta la una, hasta las dos, hasta las tres...

Madrid le parecía al afortunadísimo muchacho una ciudad de magia. No sentía el frío, en estas retiradas tan tarde, desabrochado el gabán y suelta la blanca bufanda de flecos... Una ciudad del amor, a estas horas. No se veían más que parejas. Pero la reina, la diosa, allá quedaba en el hotel. La idolatraba.

Era tan suya, tan suya... como si ya lo hubiese sido.

¿Qué importaba el tiempo en las inmensidades de la vida y del amor?

VII

Y esta noche, al volver, Esteban por sí propio comprobaba que hay un grado de la dicha que llega hasta el tormento. Sus labios traían la quemadura de un ascua fresca de la gloria. Fueron besos en la mano llena de sortijas, cuando ella se entreasomó al pasillo a despedirle. La mano resistió, pero... ¡entregada!

Daban las tres.

Cogió el dichoso la gardenia —la pobre gardenia de diez días, que ya sólo era un despojo— y desde la solapa la guardó eucarísticamente en el baúl. Se apoyó en las barras de la cama, y quedóse absorto, abrumadísimo. No había cenado en casa. Vio dos cartas sobre un fémur. Eran de su madre y de la novia. Las cogió, rompió los sobres, las miró..., no pudo decir que las leyó. ¡Cuán lejos todo eso!

Empezó lentamente a desnudarse. Se olvidaba, y sorprendíase tirando de una bota sin haberla desabrochado. A los tres botones volvía a pararse. «¡Sí, los besos, en la completa sazón para la que ya tenía rendida el alma! Mañana..., otro en los rizos de la sien; pasado, en la boca; al otro...»

Aquí el programa se perdía, y se sacó Esteban la otra bota. «¿Consentiría desde traspasado mañana en ir devolviéndole los besos..., o haríale falta seguir como robándoselos tres días más?»

Ya en el lecho, arropado, advirtió que tenía puestos el cuello y la corbata. Al quitárselos, permaneció sobre el codo. «Bah, rápido lo demás; una mujer decente es como el agua: lento y difícil ponerla en punto de ebullición; pero... una burbuja..., y toda hierve!»

Pensaba esto con un aplomo de experiencia que le sorprendió. ¡Como si no fuese la vez primera que le pasaba a él con una mujer así... con una mujer decente! Martina, aun resultando en verdad su iniciadora, quedaba en el ínfimo nivel de fregatriz simpática, que se iba con no importase quién desde un baile. Y sentíase tan grande su amor, luz radiosa en su cerebro y en su alma, que alumbrábale la vida como el sol alumbra el mar. «Sabía», él, por revelación. Su sol, Renata, desde el primer momento. No se concebía de otra manera que se hubiese conducido junto a ella con tal seguridad.

La torpeza que hacíale ser aventajado incluso por la Burra floreando a las modistas, habíasele tornado con Renata en ligereza, en ágil y segura sencillez. Corría su amor, herido en el fondo de su vida, como corre una fuente herida en su caudal. Espontáneo. Sin violencias de mentiras, ni artificios. Sin prisas de propósito, propósito el mismo de sí mismo, que los iba determinando y especializándolos de un modo natural en cada instante. Un maestro, pues, de falso galanteo, creía el joven que pudiese haberlo, o que pudiese serlo la experiencia; un maestro de amor, no, tan inútil como un maestro de hacer saltar a los gatos o de hacer cantar a los mirlos.

Renata, con su sola presencia y la sola comunión franca con su espíritu, le devolvió el divino sentido de la vida. Culto y Ansia. Cielo y tierra. Humanidad. Veíala a un tiempo material y etérea, como una armonía del universo. Fusión perfecta, integración definitiva y absoluta de aquellas sus inmensas adoraciones puras del altar, guiadas hacia Antonia por un instinto poderoso, y de aquellas delicias innegables, tan sólo por limitadas tristes, de la carne de Martina. Al lado de Renata, bajo el resplandor celeste de su alma, y por ella ennoblecido, adivinaba en las elegantes sedas su cuerpo, su deidad, su dignidad de mujer diosa, brasa y luz.

Una razón de física, en la conciencia del estudiante reflexivo que tendía a unificar la idea de Dios y la del péndulo, comprobábale su acierto: si aquí alcanzábale el fulgor del alma de Renata en una emanación que atenuaba la distancia, y que aumentaba, lo mismo que el de un arco voltaico velado por su globo, según que la distancia era menor, hasta ser en su proximidad gloriosamente intolerable, justo era creer que desnuda, sin sus sedas, como el foco sin su opaca bomba, brillase deslumbrante e inmortal su alma en su carne misma..., carbón de la belleza y de la vida... y del alma, que no sería entonces sino eso..., ¡un resplandor!

¡Oh, el alma un resplandor de la materia ardiendo en vida y en belleza! Hermosamente herética, la idea. Le llevaba a otra avenencia entre Dios y la historia natural, donde él se estudió como mamífero del mismo grupo que los cerdos y con el desaliento subsiguiente a haberlo hecho la psicología considerarse no sabía qué soplo azul... Ahora, el Amor, maestro de maestros, ciencia de las ciencias, decíale que la psicología y la historia natural eran tal vez dos cosas tan estúpidamente partidas, a pretexto de materialidades e inmaterialidades, como dos libros que antitéticamente pretendiesen estudiar, el uno la luz, el otro la lámpara. ¡Si, el amor! Comprendía Esteban que su alma hallábase clavada, por rayos de celeste inmaterial materia, a aquel cuerpo, a aquella preciosa vida de mujer que harto físicamente pudiera suprimirle, por ejemplo, un atropello de tranvía.

Y la paradoja, la perenne paradoja, le dejó suspenso otra vez, parecíale extraño que precisamente al delimitársele la vida como algo fugaz y transitorio, menos que nunca le pareciese la mujer un vaso de cerveza.

«¡Perdóname!», le pidió su pensamiento, en Renata, a todas las bellas mujeres nobles a quienes calumnió su corazón por culpa de las viles y viciosas. Percibió la monstruosidad de las masculinas torpeza y despreocupación que a él también le iban arrastrando: juzgar de las mujeres por las prostitutas, infelices procedentes de la capa social más degradada, era lo mismo que si las honorables damas, entregándose a mendigos y rateros, juzgasen por ellos a los hombres. ¡Absurdo!

Sus ojos, con la paralización de la piedad y la injusticia, miraban en la alfombrilla del suelo un papel. La carta de Antonia. Se había rodado de la cama. La cogió y la puso en la mesita, lleno de respeto, lleno de amargura. «Sabía, sabía», por la ciencia divina de Renata. No sólo podía decir que no quería a la pobre novia, sino que no la quiso nunca. Un culto transportado desde una imagen de un altar a otra lejana imagen de una reja. Certero el instinto, en la humanización de ideales del niño que volvíase hombre; pero las circunstancias adversas. No hablándola, contemplándola de lejos, recibiendo siempre sus cartas infantiles y no el efluvio total y directo de su ser, lógico era que aquel «amor» se hubiese flotante sostenido como vacío ensueño que hubiera de abatirse y contemplarse sobre una mujer como Renata. De Antonia, si alguien le hubiese dicho veinte días atrás que él la deseaba, le habría dado un puñetazo. De Renata, si alguien le dijese que él no la tendría suya, suya en sus brazos y en su alma y en sus dientes..., sería capaz de darle un tiro.

¡Renata era suya, y sería suya, porque él era de Renata! Y pensándolo y diciéndolo así, su corazón «la enaltecía».

Restituido a sí propio por esta enorme verdad, notó el silencio de la casa..., del comedor. Lo más raro fue que, al entrar, había ido a la cocina, en busca de agua, sin darse cuenta de que no estaban los jugadores esta noche..., sin acordarse de que doña Rosa habíaseles plantado en la anterior, porque no quería hallarse expuesta a visitas policiacas, y porque le estropeaban los muebles.

Luego... ¡esto sin nadie y el esqueleto en el cuarto de la Burra, y aquí la calavera, y los huesos, y el gato!...

¡Bien! Esteban torció la llave de la luz, y dispúsose a dormir...

No sólo era su voluntad no tener miedo, sino que, además, no lo tenía.

No lo tenía.

Ni pensando en los pobres muertos de San Carlos, tan abandonados por él.

¿A qué ir, si no estudiaba? Después de marzo, daríale otro empujón a los libros, cuando Renata partiese y él descansase en el triunfo de esta felicidad suprema que le importaban por encima de todas las cosas de la vida.

Olía a ella, a su perfume..., que diariamente poníale en el pañuelo, y él, aquí, para dormir, bajo la almohada.

Soñó con ella, con sus manos de sortijas. Soñó que pasaba otra barrera de alambres, y que tenía ajorcas de brillantes y esmeraldas en los pies y en las rodillas...; y su carne, por encima, era de un nácar del cielo.

Despertó a las doce, cuando Eduardo, y le habló de ella.

—¿Por qué no vais a Fornos por las noches, que la conozcamos?

—¡Que la conozcáis!

—Vamos, de vista.

—¡Ah!

Esteban se vestía, y salió, a pelarse, porque era domingo y cerraban pronto los barberos. Se encontró luego en la calle de Sevilla, tan cerca del hotel, que no pudo resistirse a la tentación de saludar a su Renata, antes del almuerzo.

El ascensor le dejó casi enfrente de las habitaciones de ella; pero habíanle advertido abajo que don Zacarías no estaba, y una emoción tremenda le hizo retardarse en el pasillo. ¡Sola! ¡Peinándose quizás!, ¡con aquellas batas leves!... ¿Cuál debería ser su entrada y su conducta? Tocó la puerta, con misterio. Le abrió Renata, y tuvo un semigesto de sorpresa. Él pasó sin decir una palabra, observando con pesar que ella no echaba la llave nuevamente.

Renata tenía en la mano un libro. Hallábase peinada y vestida como para salir. Se acercó a Esteban, que ya se había sentado en el sofá, y se sentó en una butaca.

Ante la turbación vigilante de ella, quebrábase el aplomo del joven.

—¿Leía usted? —dijo por fin.

—Sí, este libro.

—¿Novela?

—Versos. De un amigo.

—¿De un amigo?

—De Julián Enríquez. De ése que le dije en Lara la otra noche que estuvo en Badajoz. ¡El poeta!

—¡Ah! Y los versos son... ¿a usted?

—No, nada... ¿cómo? Enotro libro sí me tiene algunos dedicados. Éste... es que al volver de la consulta, ahora, lo vi en un escaparate y lo compré.

Determinó inmediatamente, viendo el disgusto de Esteban, que la tal amistad databa de cuando ella se casó, seis años antes. Sabíase de memoria los versos dedicados, y los dijo. Hablaban de amor..., ¡como todos! Julián estuvo de secretario del gobierno un año. Luego fue a Gerona. Después, a las Canarias. Cruzáronse cartas algún tiempo, y al fin..., ¡lo que pasa!..., se habían ido enfriando la amistad y la correspondencia... Él, no sabía el librero si hallábase en Madrid; pero si estuviese y se enterase de que ella estaba, claro es que vendría inmediatamente a visitarlos.

—Sí, créalo usted, ¡le vería con gusto!

El dolor tenía trémulo a Esteban. Lo advertía Renata, y se apiadó.

—¡Sé un amigo! ¡Un amigo! Y bien menos propasado que... otros. Yo no debiera hoy recibirle a usted, sencillamente. Y menos, sola. Zacarías está a echar cartas al correo.

En la confusión de Esteban quedó predominante el tono del reproche, afable, perdonador, puesto que «no debía recibirle»... y habíale recibido. El libro y el poeta borráronse con sus celos momentáneos.

—Sí. Ya sé que no está Zacarías. Abajo me lo han dicho.

—Pues no ha debido subir, después de lo de anoche. ¡Bah! ¡Y lo que Antonia tendría que pensar de usted si supiese!... Yo, francamente, Esteban —terminó seria y mimosa—, no me podía imaginar que nuestras charlas de Antonia le condujesen a esto!

—¡Renata! —saltó él apasionado, con una firme precisión que la sorprendió y que le sorprendía a él mismo, de tanto hallar siempre las mejores elocuencias en el simplicísimo sistema de no velar sus emociones. Usted sabe que Antonia no ha sido entre los dos más que un pretexto! ¡Usted sabe... que yo no quiero a Antonia, que yo he dejado de quererla por usted...!

—¡Ah, por Dios! ¡Qué atrocidad!

Calláronse. Y como el tímido de los primeros días, a quien ella tuvo que animar delante del marido; como el suelto y hábil de los días siguientes, a quien ella delante del marido tuvo que atajarle sus más que audaces charlas muchas veces..., aquí, ahora, sin el marido, era un infantil expedito extraño que pretendió goloso cortar el silencio cogiéndole las manos otra vez, como anoche. Ella se levantó y se refugió junto al piano.

—¡Oh, Esteban —dijo—, olvida usted que soy casada!

Quedaba él en el sofá, sin intentar perseguirla, pero con una profunda calma anhelosa en los ojos, y se limitó a encogerse de hombros, replicando:

—¿Y qué?

A la angélica insolencia, Renata no supo contestar. Se sentó al piano y tecleó, torpe, encendida su faz, bajo el pelo rubio, como un jirón de aurora.

Hubo otra pausa llena por las notas sueltas, por arpegios.

Esteban pidió desde su sitio:

—¡Toque usted!

Fue obedecido, y la escuchó primero encendiendo un cigarro, observando de paso cómo temblaba en sus dedos la cerilla... (pero no de cortedad ni cobardía); luego, acercándose a volverle la hoja, como siempre.

Sólo que no había hoja —o al menos no era, él no sabía qué vals tocaba ella, de estos papeles que estaban abiertos delante— y no tenía nada que volver.

La música salía con marras de los dedos. Mas a cada instante, porque más a cada instante, y de insensible modo, íbase aumentando la lánguida inclinación del oyente hacia Renata.

De pronto, ella ahogó un gemido: Esteban habíala abrazado del cuello, y la besaba la sien... Se debatía, la sorprendida..., la sorprendida al menos por esta dulce violencia sofocadora de los brazos, que la dejaban indefensa recibiendo aquellos besos, y al fin las protestas de su boca fueron cortadas con otro..., al tiempo que subía al rojo fuego el rojo aurora de su faz... ¡con otro beso en los labios, en los dientes, loco y blanco y húmedo..., que la venció..., que nunca quería acabarse, y que la desmayó en derrota sobre el hombro del ansioso...; se hizo el fuego palidez, y la faz de seda dormía su muerte en aquellos brazos bajo aquel beso feroz de los labios a que no sabía si sus labios iban contestando, al fin, estremecidos, o era que quisieran aún continuar, dulcemente aprisionados, sus protestas...

—¡Por Dios! —logró ella luego suspirar, huyéndole la boca y quedándose prendida por el pelo en un botón.

Esteban la libertó, deshizo el enredo de su manga, y fue a caer borracho de gloria en el sofá. Se había hartado de sus labios. Ahora no sabía si querría que le matase.

Y Renata, que había abrumado de bruces hacia el teclado su vergüenza, se levantó lentamente. Nada decía. Estaba otra vez encarnadísima.

Colgábale una peina en un rizo suelto sobre el rostro, y fue a ordenárselo al espejo.

«Quizás, mejor —pensaba Esteban—, hacía esto por ocultarle a él su turbación, de espaldas.»

—Renata, siéntate aquí —dijo, dando en la tapicería una palmada que le dejó tendido el brazo.

No le contestaba, y él volvió con calmosa resolución a levantarse. Entonces, ella giróse en susto:

—¡Esteban, por favor! No creo haberle dado pie para que usted... ¡No..., no!..., ¡siéntese! Mi marido puede...

Se detuvo, a medio camino de su ruego, y Esteban a mitad de camino de su audacia. Unos pasos habíanles hecho dirigir las miradas a la puerta.

¡El marido!

—Hola, Renata.

Entraba con el sombrero hasta el cogote y atestados de paquetes los bolsillos del gabán, y su boca abierta acentuó su asombro de ver aquí el paisano.

—¡Hola! —le saludó también.

Puso los paquetes, que sacaba con trabajo, en la consola, y preguntó:

—¿Qué hacíais?

Su mujer le preguntó también en vez de responderle:

—¿Diste con la tienda? ¿Traes las botas?

—Sí, mira. Acabadas de acabar. He esperado a que le pongan los botones.

De un papel rosa desenvolvió las finas y altas botas de tafilete color bronce. De otro, un enorme pastel comprado en La Pajarita, al paso del correo. Además, traía un ratón mecánico, dos «Toribios» y sobres comerciales, de la Puerta del Sol, «por la cuarta parte de su precio». Verdad que no se le hacían falta para nada; pero aprovechó la ocasión: «El vendedor decía que era del saldo de un comerciante que habíase vuelto loco»...

Aun comprendiendo Esteban que la contrariedad del infeliz pudiera más que a otra cosa referirse al regocijo que, por tales compras, con su mujer, turbábale un extraño, tembló a la idea de cómo pudo sorprenderlos si llega poco antes. ¿Qué efecto le habría hecho ver a Renata abrazada?... ¡La simpleza tendríala en el entendimiento Zacarías, pero en los ojos, no!... Así, en la lucha de sus ojos con el entendimiento simple, ya, en un café, él sentado enfrente y ellos como siempre en el diván, habíale oído decir la otra noche: «Hija, Renata, desapartaros un poco, ¡que le estáis llamando a la gente la atención!»

Por cuanto a Renata, ahora examinaba las adquisiciones del marido, le preguntaba los precios, y no le hablaba a Esteban. No le miraba tampoco, esquivando en una especie de triste hostilidad las frases que amable y honestamente él deslizaba en la honrada conversación del matrimonio. Pensó el joven que debía marcharse, lo manifestó..., y sufrió en seguida la pena de la silenciosa alegría que pareció causarle a ella la noticia. ¡Oh, no le decía ni «adiós», ni le despedían sus ojos de miosotis!... Pero desde la puerta la oyó decir mansamente:

—Zacarías, ya que has traído el pastel, que lo coma Esteban con nosotros. ¿No quiere almorzar con nosotros, Esteban?

El sol que resurgía. Aceptó y no tuvo más que esperarlos. La bajó del brazo. El marido precedíalos con el pastel.

Durante el almuerzo acordaron ir a los Carabancheles, en tranvía, para recordar los pueblos extremeños. Cumplido el programa, pasaron la tarde bien, salvo la dificultad de hablarse directamente de... los besos, y de las cien cosas más que Esteban hubiese querido dejar establecidas. Calles de aldea. Callejones con bardales y gallinas. Iglesias de ingenua construcción y muchos perros. Zacarías marchó casi todo el tiempo al lado de los dos.

Esta noche fueron al Real, y a paraíso. Llano gusto de Renata, le hizo traer las entradas al marido, mientras Esteban los dejó para cenar. En los teatros grandes placíanles los anfiteatros, las modestas delanteras numeradas..., por economía (según Zacarías declaró, «¡es una pintura!»), y porque a ella y al amigo no les iba mal en la estrechez de los asientos. La intimidad, bajo la música de Wagner, y con el antepecho por valla protectora, pasó del disimulo a las delicadas intenciones. Los contactos de los codos al descuido ganáronles los pies..., subieron a las rodillas..., y a plenas conciencia y tolerancia de la esquiva, tras un enojo del terco acosador. Una sonrisa y una mirada de resignación sellaron el pacto y una elástica morbidez de calor muy dulce sintió Esteban contra todo el plano externo de su pierna desde entonces. Los wagnerianos crescendos del metal despertaron al final a Zacarías.

Todo esto tenía una sencillez que encantaba al estudiante. En plena corte había sabido formarse una vida de aislamiento. Aceptábala sin prisa, confiado a su ritmo natural; pues aunque sus ansias fueran la aceleratriz, el regulador era el marido, que no se separaba de Renata. Volvió en las dos mañanas siguientes a la fonda, por si anduviese aquél a sus compras o al correo..., y ¡nada, firme, tecleando la Marcha Real mientras ella se adornaba al tocador prolijamente! Hubo de conformarse con los besos en las manos, al despedirle en el pasillo, y con otro que pudo darle en la nuca al cruce de una puerta. Pasaban juntos doce o trece horas cada día. Los paseos campestres, deliciosos. En tanto Zacarías iba delante, o detrás, ellos hablaban ya libremente de sí mismos, de su amor, aunque recogido y sostenido por Renata, en la fase de las declaraciones tenacísimas, que no acababa de aceptarle en toda su extensión..., con todas sus consecuencias. Él se lo explicaba: Renata, casada a los dieciséis años con un tonto, no había sido la novia, nunca, y quería gustar y prolongar todo lo posible, en un verdadero amor, este preámbulo de traviesos idealismos. Por eso le hacía lucir en el ojal el despojo seco de lo que fue gardenia, y ella en la escarcela conservaba el crisantemo. Por eso complacíala que él fuese convirtiendo en reliquia cada trébol, cada brizna de hierba, cada papel de caramelo y cada platilla de bombón que sus dedos consagraban. Por eso él generoso manteníase con ella en la más exquisita corrección, conteniéndole a sus manos impacientes toda irreverencia en aquellas confianzas del teatro. Lo que sí le molestaba algunas veces, en los poéticos paseos que duraban desde la una hasta las ocho, eran las ganas de orinar: antes reventar que ceder a tamaña grosería, y se admiraba lo que resiste una mujer. El marido, sí, solía ausentarse cuando entraban en los cafés de vuelta, o sencillamente resguardándose un poco contra el boj de los jardines.

En la Vaquería del Retiro, esta tarde, por ejemplo, el desasosiego del joven iba siendo mucho. No le dejaba gusto para hablar, ni casi para atender con su tic amable de sonrisa. Renata distraíase mirando los paseantes. De pronto la oyó, toda alborozo:

—¡Julián! ¡Julián Enríquez! ¡Mira, allá, por el estanque, Zacarías!... ¡Corre y llámale! ¿Le ves?

—¡Le veo! —dijo Zacarías; y partió como una flecha.

Un momento después, Julián Enríquez era recibido a todo honor de confianzas y alegrías. Hablábales de tú, nada menos, al marido y a la mujer; y para saludar a ésta y decirse mutuamente si encotrábanse más flacos o más gordos, le retuvo entre las suyas ambas manos. Bajo una lluvia de preguntas, se sentó, y vino la presentación, por Renata:

—Esteban Sicilia, paisano nuestro.

Pero el tumulto de preguntas sin respuestas se fue fijando poco a poco. Renata y el poeta, y el mismo Zacarías trabaron una voluble y veloz conversación de cuanto desconocían de sus vidas en tres años. No se escribían desde no recordaban cuándo, porque él había rodado mucho. Estuvo para casarse dos veces..., la última en Logroño. Gotas de ajenjo, el libro que acababa de publicar, pensaba habérselo enviado...

¡Cómo le sonreía ella! ¡Cómo le miraba!... Esteban, contrariadísimo, relegado al mismo desdén que los sorbetes que tenían delante, observaba la extrema distinción de Enríquez y la música como extranjera de su voz. Delgado y alto, de unos veintisiete años y de una estirada cara particular, aristocrática; vivos y hundidos los pequeños ojos y muy juntos en la confluencia de las cejas con el estrecho arranque de la nariz; finos y húmedos los labios, entre los largos dientes de impecable blancura y la sedosa sombra de un bigotillo, cuyos rizosos pelos, igual que los de la barba, podrían contarse. Vestía un terno inglés, de cuadros, de «última», y tenía lentes de oro de puente recto, y calcetines con flores. Cansado Esteban de escucharlos y de apretar las piernas, se levantó:

—Bueno, Renata —dijo—, hasta después. Voy a ver a un compañero, aquí en la calle de Lagasca.

—Pero... ¿se marcha? —dijo Renata sorprendida.

Los ojos de miosotis, bruscamente compasivos ante esta brusquedad, pedíanle que se quedase, y con tal fijeza y tal fervor, que al notarlo Enríquez, por vez primera miró también con atención al estudiante. Este pensó:

«Sí, nada más que amigos». Pero, ya hecho el intento, que haríale quedarse descansado, partió, prometiendo volver aquí, si le esperaban. «Sólo tenía que recoger unos apuntes.»

Iba a la carrera... Buscaba un urinario. Salió del parque. No lo encontró hasta la calle de Alcalá, junto a la Cibeles. Esperó a que uno se quitase, y otro que tuvo detrás, en seguida, le esperó a él... ¡un mes! Aquello no llevaba trazas de acabarse... Y descansado, no menos a escape, volvió a la Vaquería.

¡Amigos, sí! Renata le atendió compartiéndole su afecto, y dándole a Esteban ocasiones para comprobar él mismo que no desmerecía del otro en ingeniosidad y seguridad: si ágil el poeta, él profundo, con una intuición del amor y de las cosas impropia de su juventud. Porque claro es que no podían sino girar en torno del amor un poeta, una mujer y un apasionado: aquél comparaba los ojos de Renata a los lirios; Esteban, a dos luces de un ensueño de turquesa. Pronto echó de menos, sin embargo, la libertad que a ella le restaba la compañía de quien no era tonto. Julián Enríquez, lejos de marcharse, les acompañó de regreso hasta el hotel, y prometió volver para el teatro.

¡Oh, los días siguientes! Con ellos, con ellos Enríquez, a todas partes, a todas horas. Pero ¿es que no tenía nada que hacer este hombre?... Y una de ropa, ¡ah!... chaqués, americanas, frac, esmoquin, levita... Todo de una flamante novedad que ni los príncipes. Esteban al principio volvíase loco combinando las tres prendas de su traje caqui con las otras tres de su traje negro... ¡Imposible competir! A Enríquez conocíale todo el mundo, lo mismo los hombres por la calle que las damas de los palcos, títulos, según él, y púas de aquellas de Apolo (aunque estuviesen también en la Zarzuela y en Eslava) según la conciencia de Esteban. Ahora, sí, de lo que el elegantísimo poeta andaba no tan bien era de cuartos. Notábasele en que con su elegancia y todo se sometió al modesto plan de diversiones, convidado las más veces y tratando de corresponder con butacas de periódicos y billetes para las Caballerizas, para la Casa de Campo, para las tribunas del Senado y del Congreso, donde por cierto, una tarde, Zacarías, con un sonoro bostezo colosal, se atrajo la expectación de la Cámara.

Era de una memez completamente incorregible el pobre Zacarías. Les llamaba «las merluzas» a los tritones de piedra de las fuentes. Grande admirador y amigo de Julián, preguntábale del todo; y cuando éste, en una revista política del Cómico, satisfacia su curiosidad diciendo: «Ése es Romanones. Ése es Maura. Ése es Canalejas», llegó a creer que se trataba de los auténticos prohombres.

—¡Vamos, parece mentira que venga aquí a estas jeringonzas!... ¿Y por dinero?, ¿verdad?... ¿Cuánto les pagan?

Se le disuadió del error, y desde entonces le pareció menos interesante la revista.

Enríquez, con conocer a los cómicos y a tanta gente, acaparaba la atención, incluso de Renata. Y Esteban rectificaba de nuevo su juicio: «¡Más que amigos, más que amigos, los dos!»... Habíales sorprendido alusiones a recuerdos, como sorprendíales miraditas y sonrisas con sindéresis. No por esto ella, ecuánime y contenta por lo visto ante la doble adoración, se las negaba a él. Reducíase el cambio a que en los divanes del café y los asientos del teatro dejábanla ambos en medio, situándose el marido cerca del poeta. Y desde el poeta al estudiante, así, poco a poco, se entabló una sorda lucha en que iba desplegando sus recursos cada cual. Uno, su frac y su esmoquin, con lo que aparecía algunas noches en retardo por la fonda, diciendo que iba del té de una marquesa; su frivolidad, su vanidad de conocimientos artísticos mundanos —puesto que sabía música, óperas, francés, italiano, inglés, hacer versos y prestidigitaciones, los nombres de todos los perfumes y dirigir un cotillón—; otro, su aplomo y la profundísima intuición de sus pasionales idealismos, extrañamente voluptuosos, tal como Renata habíaselos ido forjando en la carne y en el alma.

Observador Esteban, y sutil y sereno, además, así que pudo recobrarse del deslumbramiento que al principio le produjo el poeta mariposa, no tardó en notar la práctica ventaja que en lucha tal le iba sacando: Renata, mientras parecía extasiarse oyéndole poéticos relatos de viajes y salones, oyéndole bohemios versos al champaña y a Lulú, era a él, a Esteban a quien le oprimía la pierna con la pierna debajo de la mesa. Primero, temió (y principalmente en la camilla con brasero que había hecho poner en el hotel el friolento Zacarías) que pudiese hacer lo mismo al otro lado la otra pierna de Renata; de que no, persuadiéronle algunas rápidas inquisiciones por debajo del tapete, como a mover la lumbre. Esto, de paso, le decía que si hubo un conato de amorosa inteligencia entre ambos, no llegó a la intimidad, Dios que supiera por qué; mas también resultábale indudable que lo hubo, y que le gustaba, que le había gustado en otro tiempo Enríquez a Renata. ¿Podía, si no, explicarse su conducta? ¿No eran esos los «derechos adquiridos» a que ateníase él cuando en los entreactos del teatro salía como a fumar y a hacerse mirar por ella entreasomándose a las puertas?

¡Oh!, una de estas noches, ya de vuelta a la camilla de la fonda, Esteban no podía con su rencor. Venían del Lírico, y el juego de aquel estratégico fumar y de aquellas miradas a distancia habían pasado de lo justo..., de lo justo por parte de ella, para calmar a un antiguo enamorado y aun para quitarle la idea, siendo casada al fin, de que fuese Esteban su amante. Al revés, diríase que buscaba dos, aspirando a que uno y otro lo supiesen. ¡Coqueta! ¡No le bastaba haberle entorpecido a él sus charlas deliciosas de abandono, la marcha rápida hacia el triunfo que los besos iniciaron, con retener junto a ellos a Julián en fuerza de afable acogimiento! Empezó a no hallarla respetable; empezó a menospreciarla. La veía junto al piano escuchándole al poeta tocar y cantar Elixir d'amore, y maldito si se preocupaba Esteban más que de calentarse los pies en el brasero. Ella le llamó. Luego volvió a llamarle. A la tercera vez, notándole el enojo, y puesto que no iba, vino a sentarse al lado. El cantor vino también y Zacarías se puso a teclear el No me mates. Pero nada reducía el desdén del joven; y siendo imposible conversar con él, Renata se resignó a escuchar la lectura que en su libro Gotas de ajenjo emprendió Julián Enríquez.

Pronto bajo la mesa un menudo pie buscó cauto al del celoso. Pero éste retiró el suyo, y todavía lo alejó otro poco, nada después, al advertir que el menudo y terco pie le perseguía. ¡Bien! Así oyeron tres sonetos: El Gnomo, Nereidas y Niña de marfil. Renata avanzó ahora una rodilla, y la de Esteban se esquivó; pero hallábanse tan cerca, que a un segundo intento más resuelto las piernas del esquivo fueron alcanzadas contra un palo de la mesa; restaba... aguantarse o levantarse; y entonces, el arisco, lleno de indignación, prefirió imponerle a la coqueta su voluntad si quería ser perdonada: cruzó ambos pies, dejando el de ella prisionero, y le puso una mano sobre el muslo. Renata bajó inmediatamente su mano izquierda al interior de la camilla, y trató de separársela: no lo consiguió; no podía tampoco libertarse el pie; y era esta vez a ella a quien no le quedaba otro remedio que aguantarse o levantarse. Las manos, habiendo logrado nada más la vigilante que la asaz irreverente bajase un poco a la rodilla, siguieron enlazadas.

Leía el poeta... A Sísifo, El mar de Egeo, El fauno y las bacantes... Renata le escuchaba, roja..., porque el juego oculto complicábase..., ¡ah, sí! No sólo en su pierna aprisionada tenía ella que atender a la mano prisionera, sino que la otra del joven, oculta también bajo la mesa, impunemente, suavemente, poco a poco, ¡oh!..., le iba deslizando la falda media arriba, a pellizcos...; torcióse, no siéndole posible otra defensa, y acercando las rodillas logró sujetarse la ropa entre las dos...

Leía el poeta. A Nínive, Barca de amor... Esteban le escuchaba, pálido, admirando lo que puede una mujer con cada fuerza de su cuerpo cuando no quiere una cosa. Aquellas sedas del vestido y aquellas batistas y encajes de la enagua quedaban como atados: por único triunfo dejábanle a la punta de los dedos un corto trecho de media sobre la bota imperial... Cansado de no recorrer sino aquel segmento de tersuras estallantes, le confió a su otra mano una diplomática misión: la sacó a la luz, sacó un lápiz del bolsillo, y escribió en el margen de un Heraldo: «No seas tonta. He de quitarte una liga.» Leído esto al desgaire por Renata, él rasgó la tira de papel, se la guardó y tornó al empeño. La mística, enunciaba el lector; y fuese por hacerle frente en algunos previos comentarios, o porque las alarmas de la oyente hubiéranse calmado en parte al conocer la limitación de los propósitos del loco, es lo cierto que éste se encontró con menos resistencia en su críptica tarea. Deslizando, deslizando, siempre deslizando, y tomando lenta posición de lo ganado, acariciaba más ampliamente cada vez la hermosa curva tibia y tersa de la media...; luego llegó por la altura a otros encajes que debían ser del pantalón, pero tan ceñidos con los mismos de la enagua, que sus dedos se perdieron..., y no sabían últimamente si se habían insinuado por encima o por debajo... ¡Oh, sí, por encima! ¡No era piel lo que tocaba, sino holanda!... Tarde, sin embargo, para retroceder en lo que tanto iba costándole, ya pasada la rodilla, se aplicó a inquirir el borde de la media. Encontraba lazos y escudetes de metal y cintas, sin saber de lo que fuesen; en cambio, no encontraba por su sitio el relieve de broche alguno de la liga. Todo redondo. Todo suave. Todo en fuego, como un horno, según transponían sus dedos, siempre en busca de la liga, hacia la parte interior... Pero de pronto juntárose otra vez poderosamente las rodillas: una indagadora ascensión ligerísima debió de hacerle temer a Renata designios de profundidades..., y los dedos, la mano torpe, quedó inmóvil otra vez como por una blanda tenaza de horno de la gloria entre el principio de los muslos... Leía el poeta, leía. Ella escuchaba, escuchaba, encarnadísima como si fuera a arder en luz. ¡Y él, Esteban, se iba muriendo!... ¡La noción de las finísimas telas abrasadas por la carne de horno le era irresistible! Una vez más maldijo su comparación de la mujer con la cerveza, y no podía ni retirar la inmovilizada mano, para librarse y librar a esta celeste mujer de una emoción que se les iba haciendo ostensible y peligrosa. En efecto, el poeta, extrañado por no se supiera qué nueva torsión de Renata o por qué estremecimiento, la miró... ¡y no volvió a leer! Todo también casi repentinamente volvió a su orden bajo la camilla...; pero había comprendido Enríquez: cerró el libro y se le tendió un velo de tristeza por el rostro.

Sólo el marido continuaba tecleando la Marcha Real.

—¡Vamos, hijos! —dijo al notar el silencio y girando en la banqueta—. ¡Me parece que os habéis dado una ración! ¡Son las tres, muy cerca!... ¡Aaaaúh!

Su bostezo tuvo cinco saltos de ternilla.

Se levantaron Esteban y Julián, y se fueron.

VIII

La vida, ¡si!..., cada vida una contradicción; pero resuelta en armonía de disparates cuando su clave de absurdo se encuentra. Esteban, luego de estudiar a Enríquez al retirarse por la noche del hotel y tomarse juntos en un tupi el coñac de última hora, comprendía que el poeta ingenuo, aun habiéndole a él preferido, aun suponiéndole acaso «completamente vencedor», no se hubiese retirado en absoluto. Los buscaba hacia el final en los teatros, y los llevaba a los más céntricos cafés: Fornos, entre ellos, donde habían visto a Renata los paisanos, y donde había sido visto él por la Coja, sin que le reconociera... afortunada o desdichadamente.

—¡Qué guapa esa mujer! —había dicho al paso Renata.

Y Esteban, a no ser por el miedo de que luego la hallase ridícula al verla salir cojeando, hubiese dicho quizás: «¡Pues es mi... amiga!»

Bien, la clave de absurdo de Enríquez eran la superficialidad y la frivolidad. Una superficialidad de ambulante espejo que refleja cuanto halla alrededor. Una frivolidad infinita de cocota que se paga sólo de apariencias. De cada medio, recibía aquello que el medio fuese también externamente; y hombre-espejo, incapaz de alterar en su cristal las imágenes, entre señoras tintábase de espiritualidad y les declamaba sus versos idealistas; entre horizontales, de mundanidad, y les recitaba sus versos perversos; y entre las astrosas golfas, en fin, que buscaba en sus callejeos de amanecer, de vicio, y les decía sus versos... cochinos.

Confesaba que su única gran preocupación constituíanla las mujeres, con su variedad de prestigios escrupulosamente respetados: cada día, a menos de sentirse como si algo le faltase, tenía que saborear, por todo lo alto, un espíritu, y por todo lo bajo, una boca. Y como el vestuario de marqués (que a más de servirle para desfogar romanticismos en tertulias honestas y honorables, le servía para ser fraternal amigo de elegantes pecadoras) consumíale mensualmente medio sueldo; y como con los míseros quince duros que de la otra mitad le restaban, tras haber pagado su modesto hospedaje de diez reales, no podía subvenir entre las pecadoras elegantes a «su diaria necesidad de una mujer», de ahí que recurriese a las golfas tarifadas por dos o tres pesetas. Treinta golfas al mes, cuando no era mes de treinta y uno. Para no ser visto llevándolas del brazo, muchas veces él de frac y gabán de pieles, y ellas arrastrando las chancletas, había elegido esa hora de Madrid en que se apagaban los faroles y se recogen los serenos. Su oficina era una oficina de Fomento a que no se iba más que de once a dos.

Con el coñac delante, y esperando la llegada de las golfas, solía leerle a Esteban cartas de novias antiguas, de damas casadas, también, que habíanle sostenido amores (como Renata en Badajoz, probablemente) del más alto y puro idealismo. Rectilíneo en sus sentimientos, en sus procedimientos, habríale parecido tan extraño e imposible torcer hacia lo físico un amor sentimental, como convertir a la mitad una suma, por ejemplo, en una división o una resta. No sabía, y tal vez sufría con ello, al darse cuenta de que otros lo lograban; pero hombre espejo, hombre mariposa, además, a quien (salvo aquella palidez aristocrática y una leve tosecilla) no le iba mal con su harén barato y de incesante variación, su pena, al advertir la índole de preferencias que mostrábanse Esteban y Renata, debió de ser fugacísima... aliviada por las miraditas que más bien ella desde entonces le aumentó, y aun borrada tal vez completamente con la «exterioridad», con la «superficialidad» —¡oh, el superficial!— que en Fornos le permitía lucirse ante las otras, ante las lindas cocotas por él y a pesar suyo adoradas de un modo fraternal, como hombre fortuna junto a ésta!

Lo más probable, desde el punto de vista en que logró fijar al pintoresco Enríquez el muchacho reflexivo, estaba en que venía de paso a resumirle y a explicarle a él, a servir de inicial explicación de mucha gente. Porque él, también él, Esteban, antes que la vida le fuese aleccionando, se halló delante de las catalogaciones sociales partido en dos —o en diez, de manera irreductible: para las Merengues, bruto; para las Antonias, ángel..., sin perjuicio de ser al mismo tiempo generoso y embustero, caballeresco y rufián— tal que con la camarerota de la calle de Toledo al confundirle la noción del retrato de la Coja y la de las cartas que a Antonia le escribía... La divergencia de su ser habíasela fundido Renata para siempre, para siempre. ¡Qué bien sabía ya, el hombre hecho del chiquillo fragmentario, que el humano amor es beso y sueño y carne y alma! ¡Qué bien sabía, sin que nada ni nadie jamás pudiera destruirle semejante persuasión, que eran tan nobles y divinas sus manos en los muslos de Renata, como su alma envolviéndola desde cerca o desde lejos!

Tan magnífica fusión, tal reducción de lo... irreductible, necesitaba esta calma, esta tendencia suya a la melancolía y al aislamiento, esta especie de manía por pararse a contemplarlo y meditarlo todo, infrecuente en los demás. Por eso, unos, como Fagoaga, Wandervill y el Rey de Almendralejo, resolvían de plano el conflicto volviendo la vida juerga, y materia de lascivia a todas las mujeres; otros, como Cerrato, convirtiéndola en un seco austerismo de estudio y de deber donde las ternuras se asfixiaban. Por tipo y muestrario pintoresco de lo que un hombre puede ser en la continuación intacta de un niño —o mejor, de la desorientación inconexa de un niño al mirar los aspectos sociales de la vida— que daba este simpático y feliz Enríquez desdichado.

Pero la fusión... no le pareció a Esteban tan magnífica al levantar la Anatomía buscando unos gemelos. Vestíase en el gabinete, mientras Eduardo en la alcoba lavábase los pies, y tuvo el dolor de un estudio abandonado. No por miedo, ahora, puesto que dábale lo mismo dormir junto a treinta calaveras, aunque fuese; sino por otra solicitación emocional. Detúvose también a meditarlo. Lo emocional tenía, pues, en la vida una preponderancia enorme. Todos, familia y maestros, habíanse preocupado de prepararle mentalmente para enviarle a Madrid haciéndole seguir una carrera que debía resolver su porvenir. De lo emocional, en cambio, no se preocupaba nadie. Y..., ¡sí!, ¡sí!, lo emocional, abandonado a sí mismo, surgíale a cada paso con una importancia abrumadora, terrible, por encima de los libros, y reclamando para el porvenir, que ajenas voluntades le marcaban, su imperio contrario y decisivo.

Esteban se sorprendió al espejo una gravedad solemne de... «considerador del porvenir». Estudiante, ¿no debía estudiar la vida, en la edad precisa de estudiar? ¿No debiera prepararse el porvenir con un conocimiento adquirido paralelamente en la vida y en los libros?... Este mismo dolor honrado del olvido de sus libros, de sus clases, decíale que los amaba y que volvería a ellos en la ausencia de Renata..., ¡el libro divino que íbale enseñando, por luminosos despertares de él, de corazón para arriba, a no avergonzarse de ser un poco animal de corazón para abajo! No había medio de conocer nada de lo demás ni los demás, si no empezaba uno por conocerse a sí propio, y éste debía ser el fundamento del célebre Nosce te ipsum.

     —Chacho —pidió Eduardo—, ¿me das unas tijeras que habrá ahí?

Las vio sobre la cómoda y se las llevó.

Era un filósofo que le llevaba a otro unas tijeras. Sólo que este otro filósofo que estaba hoy, domingo, aseándose los pies, aprendió sus filosofías en la Guardia, ya hechas por los jesuitas, y por Kant y Hegel; y como filosofías de libros, perfectamente anaqueladas yacían por su cerebro, prontas a toda discusión, de ser preciso, y sin que de nada le sirviesen en esta cosa aparte de la vida madrileña y de los muslos de mujeres. Encima de la cama tenía el reloj, las llaves y una buena porrada de plata y de billetes.

—¿Eh? ¡Ganancias! —le oyó decir al ver que Esteban reparaba en el dinero.

Es decir, que febrero ya pasó, que marzo transcurría, y que maldito si Eduardo, antiguo «primeros premios» de la Guardia, y sin tener grandes razones, se ocupaba del estudio. Esteban vio más clara la necesidad de ir afrontando lo emotivo con serenidades conscientes; vio más claro el peligro de ir dejándose arrastrar por lo animal sin dominarlo, sin armonizarlo, sin infundirle alma y fusionarlo, como a los libros mismos, y le oyó hablar nuevamente del Gran hotel Wandervill.

—Bueno, pero eso..., ¿qué es?

—¡Hombre, no te enteras! Ya te lo conté anteanoche..., y tú, chiflado con Renata... ¡como quien oye llover! Pues un piso que hemos tomado en la calle de la Luna, encima de La Chaleca, con niñas también, para disculpa del juego. Al frente hemos puesto a la Merengue; y otra ha sido llevada por Mazo, que ahora anda con nosotros, o mejor dicho, con el Rey de Almendralejo y Wandervill, porque se asocia a la timba. ¡Vente una noche!

Esteban no dijo que sí ni que no. Sin interés por cuanto no fuese Renata, habló de Renata. A Eduardo iba contándole sus cosas día por día. No sólo porque como compañero de cuarto tenía más ocasión de confidencia, fumando y charlando de cama a cama al despertar, sino también porque confiaba en su discreción y cortesía. Era el único que no le ponía envidiosos defectos a Renata, después de verla en Fornos. Los otros, tal que si tuviesen ellos derecho a aquilatar bellezas con sus pulpos de la Chirlo y la Merengue, permitíanse hallarla un poco chicos los ojos y respingada la nariz. ¡Vamos, hombre!

—Lo que encuentro —atrevióse Eduardo a formular, luego de oírle que ella seguía mirando a Enríquez— es que debe ser... algo coqueta.

—¡No! —rechazó el enamorado—. Yo también llegué a creerlo. Pero fíjate en que, sabiendo que sabe él que me prefiere, y habiendo tenido su conato en Badajoz, le debe despistar... ¡Qué me importa que de largo le sonría, si yo a su lado...!, ¿comprendes?

Llamábanle para el almuerzo, y salió.

Comió solo, y con la preocupación de este juicio de Eduardo. Coqueta. Coincidía, en verdad, con lo que él había pensado algunas veces.

Tomó el postre a la carrera, y se fue al Inglés, tan aprisa como siempre, pero con más ansiedad... Anoche la había intimado a que «le esperase sola esta tarde, mandando al marido a las tiendas y a casa del doctor». ¿Le esperaría?

Tuvo una sorpresa. Lejos de estar sola, estaba con tres: Zacarías, Enríquez y un desconocido. «Don Mateo Galván, diputado a Cortes», presentáronle. ¡Oh, valiente diputado! Entraban ganas de darle una limosna. Pequeñito y feo, viejo, lleno de manchas. El nombre, sí le sonó inmediatamente a Esteban como el de un archimillonario de La Torre. «¡Más rico que Galván!», solía decirse en Badajoz como un adagio. Volvió a mirarle, al notar no se supiese qué melosidades que dispensábale Renata, y completó su retrato: lo menos cincuenta años, entrecano, barba recortada, y negro y arrugado y con el pelo laso sin peinar, tal de sucio que esos notarios de aldea que no se lavan nunca. Cada pelo del bigote le apuntaba para un lado, y tenía la boca seca y los dientes amarillos. Roña pura; a menos que fuera que le diese a su cara este aspecto de guarro la tostadura del sol y unos anchos lunarotes pardos y en relieve. Sí, Esteban se fijó: sus orejas parecían lavadas, y su camisa limpia, a pesar de la caspilla que poblábale el cuello del chaqué. Y en fin, de que era «el rico», en persona, hacíale fe, en un dedo peloso y garrotoso, un brillante lo mismo que un boliche.

De la conversación dedujo el joven que se conocían Renata y él de muchos años, por tener dos dehesas colindantes. Julián Enríquez también le conocía desde que estuvo en Badajoz de secretario del gobierno, y tratábale con respetuosa confianza. Por lo visto, habían pasado los dos juntos campestres temporadas con Zacarías y su mujer. Lo que no pudo Esteban precisar fue si Enríquez durante esas temporadas se alojó en la finca de Galván, o en la de Zacarías, lindes por medio. En suma, por parte de Renata, resultaba todo esto una mezcla extraña de atracciones, de sonrisas, de miraditas también, que comprendía lo mismo, si no más, al viejo que a los jóvenes...; y para nombrarle decía «Mateo», sencillamente..., y no «Galván», o «don Mateo», como sería lo natural... ¿Qué había aquí de extraordinario?

Salieron, y no llevaba Galván aires de dejarlos. Formaban en torno de Renata un grupo extravagante. Desgalichado y largo, Zacarías; Galván, facha de pueblo; Enríquez, atildado de flamante levita novedad; y él... pasable, con el terno caqui. La gente miraba a esta señora guapa y bien vestida que llevaba dos delante y que iba en medio de otros dos, sin que haya que decir que si uno de éstos que se le constituyó a un lado era Galván, el del otro lado era Esteban. ¿Qué había aquí, qué había aquí, gran Dios, para que Renata le rindiese tanta sumisión a este hombre?

Mala, desapacible la tarde, Galván los volvió desde la Castellana hacia el Congreso, hoy vacío por ser domingo. Zacarías mostrábase alborozado con el viejo amigo que podía entrar en el Congreso sin billetes. Renata, viendo con qué respeto le saludaban y abrían puertas los ujieres, le aumentaba también sus deferencias, sus sonrisas...; y Esteban, solo (porque Enríquez habíase despedido en la calle del Florín), iba detrás, cruzando salones y salones, y con un odio en el alma para esta mujer que sin duda era, o había sido, la amante del ricacho. Salón de conferencias: alfombra soberana, mesa de jaspe, divanes dorados, chimeneas... Despacho de ministros: poltronas, terciopelos... Ambigú: como un café de lujo... Escritorio: cada diputado su timbre y su papel..., y luego corredores y mamparas y más mamparas... y nuevas salas y un reloj con horarios de todos los países... y, últimamente, el salón de sesiones, desde abajo, suntuoso, formidable...

—¿Dónde se sienta usted? —inquirió Renata, que no podía evitarse el hablar como en la iglesia, tomada por tanta grandeza y maravilla.

—¡Ahí! ¡Justamente, detrás del jefe del Gobierno! —contestó el sucio diputado—. ¡Este es el banco azul!

—¡Sí, ya lo hemos visto! ¡Hemos venido arriba algunas tardes! —repúsole Renata.

Y el marido, sentándose en el banco azul —«con el fin de decir que se había sentado donde Maura»—, deploraba que Galván no hubiese llegado a Madrid hasta hoy para haberle oído ya discursos. Sin embargo, fatigado, tras de hora y media de Congreso, no se levantó; y cuando los otros subían a unos escaños, lanzó un bostezo graduado, de los de la lengua fuera, que hizo volverse a los ujieres.

—¡Anda! ¡Toma! ¡Les choca a éstos!... ¡Se conoce que no me oyeron la otra tarde! ¡Y en mitad de una sesión, amigos!

Era, ante los galoneados servidores, y reforzada ahora por la amistad con este diputado, una jactancia del hombre independiente que no tenía por qué evitarse bostezar... en donde le diese la gana. Estaba desparratado en el banco azul; y, al revés que su mujer, hablaba a voces, lo mismo que en el campo, deseando ya largarse del templo de las leyes.

Anochecía cuando salieron.

Galván estuvo con ellos en la Maison Dorée y por la noche en la Zarzuela. Esteban pudo juzgarlo como un maestro ironista, más antipático aún con su agrio sonreír de cara dura, negra (tal que sonríen los carboneros), manifestado para él, sobre todo, desde que a su vez le advirtió no indiferente a Renata. Porque Renata, en verdad, poco a poco, iba estableciendo con los dos iguales confianzas; la única diferencia con respecto a la semejante situación del día en que encontraron a Enríquez estaba en que Galván era un pegajoso sin pizca de romanticismos. Renata le tenía entregado a Esteban el pie izquierdo, sólo el pie, entre las butacas... En cambio hablaba más con «¡Mateo!», inclinando el busto hacia su lado. ¡Coqueta!

Al día siguiente Esteban se encontró a Galván en el hotel a la una y media. Había almorzado allí, sin que se supiese en qué secreto instante de la pasada tarde le hizo ella el convite. El vino de la mesa..., o Dios supiese qué, les daba una harto ostensible comunidad de ternuras y alegrías. Fueron a la Moncloa, siguiendo la tradición de modestas diversiones, a las que de buen talante se plegó el tacaño millonario, y el estudiante sintióse «extraño» junto a los dos todo el tiempo. En vano ofreció su brazo para bajar las cuestas... Renata, o las bajaba sola, o se lo aceptaba a Galván. Para la noche, ya tenía a las nueve Zacarías cuatro butacas del Cómico. Sino que llegó Enríquez, de frac, y en la dificultad de encontrarle otra contigua, trocáronlas por un palco. Dolido Esteban, se quedó hacia el fondo, viendo a Renata reír, durante toda la primera función, con Galván y con Enríquez. Ella procuraba serle grata a éste, cuya elegancia, cuya compañía en público le parecía decorativa... ¡Coqueta! ¡Oh, la coqueta! Pensó marcharse. Se le partía el corazón. Pero notando al fin Renata su seriedad, su martirio, sentóse, en el entreacto, junto a él. Tal resolución, sin reserva de «Mateo», que había quedado con Zacarías en la baranda, mientras salió a fumar Enríquez, volvíale la vida al joven.

No pudiendo de otra cosa, ella le habló de la obrita; ponía en su voz un gran mimo; estaba guapa como nunca; encendida por la animación y el calor; los ojos de miosotis resaltaban más azules. Sin embargo, notó al muy poco Esteban que los ojos de miosotis, incluso auxiliados por gemelos, miraban en una dirección y, siguiéndola, descubrió a Enríquez, que, desde una lejana puerta, la miraba. Esto le indignó. Se levantó y se fue.

Fumó en los corredores, y el odio y la curiosidad lleváronle a otra puerta. Enríquez habíase vuelto al palco, y pronto descubierto por Renata, él, Esteban, los gemelos de nácar trajéronle, lo mismo que al otro antes, miradas largas que además fueron advertidas por Enríquez y Galván. La rabia de tan mísero consuelo le llevó de nuevo junto a ella con la ciega decisión de monopolizarla, de no apartarse de su lado. Y un minuto después, ¡oh!, el juego se repetía con el viejo mamarracho... ¡Era éste el que había salido, el que estaba en la misma puerta que los otros dos acababan de dejar... y a quien ahora dirigíanse los gemelos y sonrisas de Renata! El estudiante, sintiéndose en el alma hundimientos desastrosos, apreció la situación de un modo claro, repentino. «Esta mujer únicamente valía algo por su pelo, por su boca, por sus muslos..., y él los tendría, como remate de la lucha imbécil en que inducíalos a los tres!» Cuando volvió Galván, porque la segunda función iba a empezarse, a su sonrisa agria de irónico carbonero respondió él con otra sonrisa. Entendido y aceptado el desafío de mañas, de paciencia.

Mas, ¡oh, qué terrible desafío! Antes de media semana pudo el joven convencerse. Entre él, pelagatos estudiante, y un archimillonario, por mezquino y todo que éste fuera, había distancias de abismo. Galván había abierto la lucha por el lado del dinero, rompiéndoles la antigua y humilde mutualidad en sus diversiones, y a las primeras de cambio dejó a Enríquez fuera de combate. Un palco para la Comedia, y al salir, cenilla en Fornos: o lo que es lo mismo, doce o trece duros. En la noche próxima, y por indicación de Galván (aunque por empeño de Renata lo pagó en turno Zacarías), palco del Español. Desaparecido el poeta, Esteban se esforzó en su turno y pagó palco en la Princesa, con cenilla en Fornos asimismo...; pero como le oyó hablar del Real al millonario, para el día siguiente, al retirarse a casa en este amanecer consultó apurado su cartera: quince duros, tres pesetas y cuatro perras grandes... de sus casi dos mil reales famosos, reforzados cada mes con los diez durejos de sus gastos, quedaba esto... ¿A dónde iría con otro palco, siquiera, de teatro principal?

Afortunadamente, fundándose Renata en que no estaba su marido presentable, ni ella, por no haber traído los trajes escotados de baile que tenía, contentáronse en la ópera con sillón de anfiteatro. Y eso sí, Galván, aunque cuando más vestido más fachoso, iba de frac o levita en estas noches. Esteban volvíase el juicio nuevamente variando las combinaciones de su traje caqui con su traje negro, y no pudiendo más, se desquitaba en las corbatas..., ¡una colección! Al llegarle otra vez el turno (y con no poco asombro del rico, que en esta segunda rueda esperaría verle desertar), agotó heroico su dinero en otro palco..., ¡ah, y del Español! ¡y en día de moda! A la mañana siguiente le pidió a Eduardo treinta duros luego de contarle sus cuitas.

¡Sí, hombre, sí! ¡Hala con él! —le excitó el animoso Eduardo dándole el dinero—. ¡Que se amuele! ¡Mira, es tan miserable el tío ladrón, que dicen por mi pueblo que les pone en primavera paja a los caballos y anteojos verdes para que se crean que es forraje!

Pero, ¡ah, las miserias de un ricacho! Con su traje mugriento y sus corbatas y todo, de tirilla, Galván, viendo que era seguido en la batalla, la arreció, y un día dispuso una gira a El Escorial; tren en primera, suculenta merienda con champaña, de Lhardy. Al otro día, correspondiendo, Renata obligó al marido a costear otra gira en Aranjuez...; y ¡adiós los treinta duros, si Esteban convidase a otra en Toledo, o en Ávila, o en el infierno! Achantóse, y a disculpa de cansancio por las giras, limitó en dos tardes su atención, siguiendo lo que ya desde otra Galván y Renata iban poniendo por costumbre, a coche para la Castellana, con cocheros de librea. Y odiaba a Renata, que a todo esto seguía con los dos coqueteando, como Zacarías bostezando, igual a pie que en coche, con los tres. ¡Imposible, sí, imposible lucha semejante!... Renata, rica también, con riqueza del pobre Zacarías, parecía seguirla complacida en sus orgullos de coquetas... ¡Feliz, dijérase, de ver sufrir y sacrificarse por ella al estudiante, y hasta con Galván, tal vez, y al mismo tiempo en complicidad para así imponerle inicuamente la derrota!... ¿Qué clase de mujer, entonces, era esta mujer...? A ratos creíala una aturdida; una enamorada que, puesta en apuros por un antiguo amante, y detestándole ya, pero teniendo que entretenerle sin remedio, trataba de conservarle a él con un tira y afloja bien difícil. Otros ratos llegaba a creer que se le burlaban los dos, secundando ella las ironías suaves de «Mateo» con estúpido descaro —«Bueno, bueno... ¿de modo que iremos a Toledo uno de estos días?»— lanzaba mirándole Galván; y recogía Renata, sonriendo entre los dos con piedad intolerable: «¡Pero a condición de que no gaste Esteban más! ¡No puede! ¡Es hijo de familia!...» Al hijo de familia sentábale la cosa peor que si le dijesen hijo del hospicio.

Iba odiando a la adorada. Iba poco a poco contestando a los odiosos con crudezas. Las situaciones llegaron a ser trágicas, y Galván le tuvo miedo. Pero volvía Renata a amansarle con miradas, con sonrisas, con bombones y con flores, y seguían tan lindamente.

—Mira, yo que tú —le aconsejaba Eduardo—, lo que hacía es buscarla a solas y hablarla francamente.

—Pero ¿cómo? ¿Acaso, Dios, no he ido tres mañanas al hotel? Dos, habían salido, y una, estaban durmiendo; esperé y a la hora del almuerzo, ¡pum!, ¡el tío! Por lo visto, ninguno de los que la conocen tienen que hacer... Ya ves, yo que al principio creí que él, por el Congreso, me dejaría las tardes libres..., me he llevado el primer chasco. ¡Ni por Dios! ¡Así discutan la Biblia!

—¿Y estás seguro, al menos, de que no se acuestan juntos?

—Seguro. ¡Ah, si no! Aparte de que yo le estorbo como él a mí, el marido no la deja. Creo que está escamado a su manera, con tanto sobarle por izquierda y por derecha a la señora. Sí, sí, tenías razón, Eduardo; es una coqueta, y más ¡Lo que voy a darle a Galván alguna vez va a ser una bofetada que le vuelva loco!

—¡Hombre, no! Debes dominarte. Un escándalo te la quitaría para siempre, para en Badajoz..., allá en las vacaciones, y donde te hará buena falta una querida... ¡Coqueta y todo, es una mujer de buten, qué diablo! ¿Qué te importa a ti esperar?

Prudente el consejo. Esteban se hizo las entrañas a seguirlo. Partió y quiso su fortuna que esta misma tarde encontrase a Renata libre de su rival. Se posesionó del confidente junto a ella, y con el matrimonio tomó el café de sobrealmuerzo. Pronto, aburrido Zacarías, fuese a teclear el No me mates. Ella, sin embargo, esquivando seguirle en las explicaciones que asaz francas le intentaba Esteban, por miedo a que el marido los oyese, y negándose a ir a la camilla, por temor a la próxima llegada de «Mateo», consentíale solamente un leve contacto de la pierna, y una vaga adoración como en días mejores, sobre el pretexto de Antonia. Salió de pronto Zacarías a algo urgente, y rápido, certero, Esteban, enlazó a Renata y la besó en la boca, quieras o no quieras. Los besos la vencían y veíasele la dulce languidez en los fuegos de su rostro..., pero debatíase enérgica, inquieta por la llegada de Galván, y fueron breves... Le reñía: le obligó dulce a quedarse en el sofá, pasando ella a la butaca. Hablábala él de Badajoz..., de convenios..., de esperanzas..., y ella sonreía y se las alentaba nada más dándole bombones y violetas... Le rodó el pañuelo de la falda; lo cogió Esteban y se obstinaba en guardárselo... «¡Para mí!» «Bien; pero conste que... robado, como todo lo que hace!» «¡No! ¡Es que robado no lo quiero! Ni yo robo los besos... A un ladrón no se le vuelve a dejar por segunda vez al alcance de la gloria! ¿Para mi?» Se lo alargaba, diciendo esto, y ella, sin tomarlo sonreía... Al fin dijo: «¡Bueno guárdelo!» Y un segundo después entraba Zacarías, y a los pocos minutos, Galván.

¿Qué le chocó a Galván de la alegría insólita de Esteban, y de algún ricillo suelto y de la cara aún roja de Renata?... No se sabe. Lo que sí pudo apreciar el estudiante fue que, en todo el paseo de hoy, Galván acaparó las gentilezas de ella con la fuerza de sus «derechos adquiridos»; y al regreso, sin que nadie le invitara, se quedo a cenar. Esteban no tuvo el desparpajo de imitarle, siempre delicado en cuestiones de convite.

¡Oh, cuando esta noche volvió el joven al hotel, la situación era inversa! Mateo, el alegre; Renata, roja y otra vez ligeramente despeinada; además procaz para con él, incomprensiblemente procaz, secundando al otro en sus pullitas. Y esta fue la disposición de alma con que partieron hacia el teatro Español.

Esteban iba que hubiese dado chispas, si le tocan, como un cable del tranvía. Al llegar al palco se apoderó rotundo de un asiento de adelante, con Renata. Así vio, sin verlo, el primer acto. Realmente atendía a la aproximación excesiva que en la oscuridad iba tomando la silla del odioso con respecto de la odiada. Fue torpe, dejándole el puesto tras ella. La luz del entreacto se los mostró en una vecindad desde la cual los dos le sonreían de un modo singular, y Galván mirábale con insistencia, oliendo el ramo de violetas que él le había comprado a Renata a la puerta del teatro. No pudo resistirlo, y Esteban se sacó del bolsillo, y las olió también, las violetas que ella habíale dado por la tarde.

—¡Sí, todos tenemos violetas! —dijo.

Mas no bastaba; y sacando también bombones, púsose a desliarles el talco con la punta de una horquilla que se encontró en el chaleco. Clavando uno con la horquilla, se lo brindó a Renata, y ésta lo rehusó, sin dejar de sonreír, pero crispada por la insolencia. Tampoco, aunque la sonrisa volvíase nerviosa e insegura, dejaba de sonreír a Galván, quien sacó a su vez bombones y se los ofreció a Renata... ¡Ella los cogió!

¿Sí?... ¡Perfectamente! Había que continuar la cínica exposición de lo que hubiese dado a cada uno. Esteban se llevó la mano al bolsillo del pecho, tiró del pañuelo de ella y púsose con toda lentitud a buscar las iniciales, a ostentarlas luego, como quien se limpia la boca: ¡las iniciales... R. M. bordadas con lausí!

Y lo que entonces ocurrió no tuvo nombre: Mateo tiró de otro pañuelo, se lo puso, jugando en la boca, y hacia fuera hacía caer el ángulo ¡que tenía también las iniciales R. M.!

Esteban se levantó, lanzó el pañuelo suyo a la falda de la pérfida, que sonreía, que sonreía levemente perdido el color... y se retiró al antepalco. Cogió su abrigo, su sombrero y fue a partir; pero ante su ira quiso hacerla saber que se iba para siempre. En el pedazo de un sobre escribió con lápiz: «Es usted una coqueta enteramente despreciable. Firmado. Esteban Sicilia.» Dobló el papel, lo enseñó doblado, a fin de convencerse más de que habían estado viéndole escribirlo, y buscó el abrigo de ella y lo entró en la faltriquera.

—¡Buenas noches, Zacarías! —dijo; y partió.

Habría sido la ocasión de bofetadas, a no haberle contenido la piedad hacia el pobre Zacarías... ¡Pobre niño, pobre tonto, que asistió a toda la escena con un bobo disgusto indescifrable!

Vagó por las calles frías. El odio, determinadamente para Renata, le escaldaba el pecho. ¡El otro no era sino una contrafigura de la idiota, de la inicua, en estos escarnios que le preparaba a su marido en las narices! Y el odio, quitándole toda niebla de poesía al abismo de indignidad y de perdición que le tenía abocado, le devolvía la serenidad capaz de hacerle comprender que se apartaba a tiempo: de los treinta duros de Eduardo, le quedaban tres: tendría en abril que devolvérselos, dejando por pagar a la patrona..., mintiéndole a su madre, para nivelarse en dinero, las mismas patrañas de espejos rotos que Fagoaga y Morita...; pero habría tenido, en verdad, sin resolución salvadora de esta noche, que estar «rompiendo espejos» todo el curso. En resumen, le quedaba este sarcasmo: ¡diez besos y tentarle las piernas a Renata le habían costado ciento y pico de duros! Lección. Él había aprendido. Él era, después de todo, un sensible autosujeto de estudio; pero el estudiante, con su nuevo caudal de conocimiento de sí mismo y de la vida, debía volver ahora a los libros y a las clases. Su comprensión de todo iba a ser más honda. Y le admiraba, le admiraba su serenidad sobre los inmensos rescozores de su rabia.

Se recogió a la una. Pero la serenidad le abandonó en el soledoso gabinete. Reflexionando, llegó a la precisión, a la decisión de razonarle a la imbécil su desprecio en una carta. Se puso, y la escribió, hasta las tres, rompiendo borradores, para hallarle una acerada forma. Colmado luego, se acostó. Daría esta carta al día siguiente.

No eran las doce, al día siguiente, cuando él, antes de almorzar, dirigióse a Fornos y mandó con un botones la enérgica misiva. En diez minutos volvió el chiquillo diciendo: «Que tenga usted. Que ha dado orden de no recibir nada de usted la señora.» ¡Hombre! No había contado con esto. Se levantó, se fue a almorzar..., y volvía por la calle de Jacometrezo a cosa de la una, dispuesto a dar la carta por sí mismo.

Insistía en la negativa de subirla, nuevamente, el portero del hotel.

—¡Bien, la entregaré en persona! —dijo Esteban.

Y se metió en el ascensor, tan resuelto y tan adusto, que el portero no tuvo otro remedio que ponerle el número y despacharle para arriba.

Entró. Saludó. Tomó asiento en una silla. Hallábanse Zacarías, Renata y Galván. La presencia de Esteban había causado un asombro de silencio. Lo sostuvo él un poco, un reto seco, y dijo al fin:

—Esta mañana, Renata, le he enviado una carta con un chico.

Renata fulguró, contestándole:

—Esta mañana..., ni nunca, yo no tengo por qué recibir cartas de nadie.

—Pues mire, ¡la traigo aquí! —dijo Esteban mostrando el sobre entre los dedos.

—¡Pues mire, se la lleva! —dijo ella casi en furia.

—La carta, sin embargo, es para usted. Tendrá usted, por tanto, que leerla.

—¿Yo?... Le digo que a mí no tiene nadie que escribirme.

Le volvió la espalda, con el puño en la mejilla y el codo en el brazo del sofá, y «Mateo» intervino:

—Renata, como todo lo de usted puede verlo su marido, que le dé la carta a él.

Necia treta, si creyó que iría a turbar al joven, que contestó inmediatamente.

—Por mí, no hay dificultad, se la daré..., y aun la leeré yo mismo, si les place. Lo único que quiero es dejar sabido que se entera de mi carta aquella para quien la escribí; y lo único que siento es que a algunos pudiera molestarles lo que digo en ella. Ahora, ustedes vean si se la entrego a Zacarías y la lee Renata en mi presencia, o si yo la leo. ¡Por mí no hay dificultad!

Esto dicho a Galván con una feroz y helada calma de atraco, le hizo ponerse verde, de negro que era.

—¡Léala! —contestó, procurando fijar en insignificancia la cosa con una sonrisa de cadáver.

Esteban rompió el sobre y leyó pausadamente:

—«Renata: Me alejo de usted sin dolor. Usted me llamó, y yo me despido. ¿Quién de los dos es el despreciado?... ¡Hay mujeres que no valen ni la pena de esperarlas... en un juego de idioteces! Adiós, Renata; haría usted mal si me creyera celoso: me voy de su lado con asco, y nada más. Celos, es imposible que me los dé ninguno de los tres hombres que, hasta ahora, junto a usted, hubiesen podido inspirármelos: uno es un desgraciado que bastante tiene con soportarla «oficialmente»; otro es un figurín infeliz a quien usted le da lo mismo que el maniquí de una modista; y el tercero, en fin, un fachilla mentecato que, por todo hacer, tiene en el mundo la misión de tontear con una tonta. Esto quería decirle, y esto lo deja dicho. —Esteban.»

Bajó el pliego, y los miró.

Renata, torcida de ira, tenía la faz oculta entre los dedos. Galván, muy serió, jugaba con mano convulsa y distraída a morderse los pelos del bigote. Solamente Zacarías, apoyando en las rodillas sus largos brazos en paréntesis, miraba consternadamente a su mujer y movía en lúgubre silencio la cabeza (la pobre cabeza que no se daba clara cuenta de las cosas), como queriendo expresar: «¡Concho, y que esta mujer se meta en estos líos...» ¡Pobre!... Alzando la suela del zapato, daba golpecitos en el suelo.

Esteban se levantó, dejó la carta en la camilla y saludó:

—¡Buenas tardes!

Por la escalera iba pasmado de la insigne cobardía de Galván.

Y llevábase un consuelo:

«¡Ella le deja; le deja ahora, por cobarde!»

IX

Madrid, tras dos semanas de lluvia, que había mojado ya los renuevos tiernos de los árboles, resurgía en una definitiva y dulce primavera oliente a acacias, a lilas, a nardos. De vuelta de las clases, Esteban se paraba en los paseos a contemplar las platabandas de alhelíes y a las yemas verdegay que formaban en las oscuras ramas de los cedros sumidades muy vistosas. Esto, y las grecas y festones hechos con los tonos claros de picadas hierbas sobre el trébol, recordábanle las zapatillas de cañamazo y lana dulce que a su hermana él había visto bordar alguna vez. Los jardineros madrileños eran buenos bordadores, y en medio de cada florón del jardín, una estatua blanqueaba.

Le daban ahora tanta envidia estas estatuas, al sol, bajo las ramas y los pájaros, oyendo no lejos el eco de una fuente, como frío y compasión habíale dado tiempo atrás el pobre Goya, sentado y sin poderse mover de su sillón de bronce de la escalinata del museo, ni en los más terribles días de huracán y de granizo.

El Prado le embelesaba. Desde la sombra de un banco veía a los niños jugar. Los había preciosos. Las había preciosas, niñas también como ángeles. Las cofias pálidas, llenas de cintas, caían a maravilla sobre los tirabuzones rubios, negros, y sobre las caras de rosa. A veces conversaba con algunos más pequeños, despedidos en enfado por los otros. Hacíale gracia ver cómo pasaban del llanto a la sonrisa, y del recelo a la confianza, con unos pocos barquillos. Las niñeras y las institutrices, en cambio, coqueteaban alrededor, creyendo que toda la maniobra de él sería por cortejarlas.

No era así. Precisamente un afán de paz y de pureza, de compasión cándida y bella contra aquel crudo desastre del anfiteatro y contra aquella horrible asturiana de su casa traíanle a respirar un poco la inocencia de los niños y las flores. Llegaba aquí desde San Carlos; llegaba aquí, después de haber revolcado en su cama algunas noches, al pedirle el vaso de agua de dormir, al estafermo aquel de la asturiana, que al desabrocharse enseñaba tres chalecos. Además, estas institutrices y niñeras, tan lindas muchas, le llevarían, en todo caso, una constancia y un tiempo que hacíanle falta para los libros.

Su vida se había fijado en una armonía de orden sin dinero; pero armonía forjada en desengaños y tormentos sobre una conformidad estoica. Si la dicha está en la paz, era dichoso. Un gran maestro, Madrid. En cuatro meses le había enseñado más que Badajoz en tantos años. Agotadas las sensiblerías que púsole en vaporización violenta este gran pueblo, consideraba cada cosa bajo una significación que se avenía bastante bien con las demás: lo mismo la carnicería de San Carlos y las estatuas y el sol, que sus lujurias fugaces con la asturianucha Andrea y sus ansias puras por los niños. ¡Todo de la vida... de la amplia! Vida tan vasta y una en el fondo. Se le había ocurrido un tarde volver a San Francisco, y le costó trabajo creer que un cura, si le confesase, llegara a tomar como pecado que se acostase él con la asturiana. Esto era a lo sumo... «buen estómago» por parte de quienes apechugaban con semejante bicharraco, la Burra también, y Morita. La religión debía de estar equivocada en sus rigores. ¿Cómo iba a ser pecado una cosa que sin perjudicar a nadie venía para él a convertirse en base de su orden y en salud? Estaba más gordo. La Burra, lo mismo, más lúcido, y desde antes. Ágiles los dos, hasta para el estudio, como unas máquinas a las que de un modo natural se les quitan las escorias. La misma fealdad de Andrea los contenía.

«¡Salve, Andrea!»..., contaban ambos, con Morita, que se había arruinado por el juego, cuando ella entraba a algo, interrumpiendo el estudio de los tres. ¿Reparar en herpetismo? ¡Viva el herpetismo! Los chalecos procedían de «un hombre» aguador que tuvo ella. De cuando en cuando largábanla dos reales. Y preferíanla con chalecos: sin ropa, su pecho parecía una jaula de costillas. Más larga, en cambio, que el día San Juan. Pero entre este vestigio de mujer y una mujer, Esteban sabía encadenar las gradaciones, como entre el amarillo rabia y los tonos de ópalo de una escala de matices. Extremos, diferencias de distancias, capaces de producirle también todas las diferencias de emoción «sin acusarle partido». ¡Oh, no, no!, cómo en esto él tenía gran seguridad: el bestia se le había refundido con el idealista, en la integridad de un ser humano, que podía, a lo más, popularizarse.

Un método, en fin, el suyo, perfectamente tolerado, y hasta embellecido dentro de su limitación, por un fuerte y amable dominio de sí propio, que sabía, como estos jardineros, adornar los eriales con flores; que sabía, que había aprendido a sentir, desde cada pequeño rincón de la vida, el efluvio de la existencia universal. Todo le hablaba de su fugacidad en la eternidad. La asturiana rodeábale de una filosófica compasión inmensa como criatura desdichada y fea sin culpa de no valer más que dos reales; pero no acertaba a ver en dónde hubiera más vileza o más grandeza, si en ella dándose fría, o en él y la Burra y en Morita aceptándola. Treinta, cuarenta, cien años más, y todo lo mismo para siempre —«todos calvos»—, ellos y el rey y la bella condesita de Dios-Padre y la asturiana. Se reirían mucho las gentes de una estrella situada a treinta billones de leguas del sol si contemplasen nuestras cuitas de reparos, de distingos y de cuellos bien planchados... Por eso habían perdido los muertos de San Carlos, para Esteban, su prestigio de fantasmagoristas tremebundos. ¡Pobres muertos! Uno, tieso, que habían acabado de transportar baúles. Otra, como la asturiana, que ya no serviría más en ninguna casa de estudiantes. Los partía con la piadosa amargura que si hundiese en sí mismo indoloramente el bisturí, y ellos le iban enseñando que, cuando él cruzaba una pierna sobre otra, era que entraba en juego «el músculo de los sastres», y cuando alzaba un brazo, el «gran serrato», el «pectoral» y el «deltoides». Y por todo lo demás, «¡al pelo!», según le había dicho aquella vez el ama de la Merengue. Una carta a su casa, manifestando que, por no darles doña Rosa de comer bien, él tuvo que ir comprando meriendas por las tardes, a consecuencia de lo cual debíale veinte duros, y la mamá que se los mandó de extraordinario; cinco duros más, arrimados de los diez de sus gastillos; otros cinco al pupilaje pellizcados, que subsanaría el mes siguiente, y hele aquí con Eduardo en paz. Metido ya en tal tarea de estudios hasta junio, ¿necesitaba él para tabaco y para sellos y el tranvía más de quince pesetas mensuales?... El café lo hacían en casa con una cafetera comprada a escote.

No eran lo mismo ni la Burra ni Morita. Aquél se renegaba de su perpetua falta de dinero, sin decirlo; y éste, con su ruina, resignábase peor: debía cuatro mil y pico de reales, luego de agotadas sus no pequeñas peticiones familiares, y de empeñado todo, los trajes, las botas, la capa y el gabán, hasta el punto de no poder salir más que de noche y por lo oscuro. Preso, y sin libros ni caja de compases —empeñados igualmente—, hacía como que trazaba planos en un papel de barba con lápiz. En realidad leía novelas y pensaba diablerías. Allá a las once le entraba un hambre feroz; y no siéndole posible distraérsela durmiendo, porque tras de almorzar acostado había seguido en la cama hasta las siete de la tarde, se iba al comedor, traía el convoy, mendrugos y un plato, y convidaba a pan con aceite. Otras veces calábase la gorra, cogía de la cocina cuatro botellas sin nada (porque las llenas las guardaba ya hacía tiempo doña Rosa), y las vendía en la próxima taberna: a quince céntimos, componíanle lo necesario para traer boquerones, queso y un bollo. La Burra, atraído por estos refrigerios y por las amenidades y chistes con que el saladete valenciano cortaba a ratos el estudio suyo y el de Esteban, tenía dejada la compañía de Cerrato el inflexible, quien, al revés, huyó, refugiándose a estudiar dentro mismo de su alcoba. A las doce, siempre puntual. Cerrato había apagado la luz; a las doce y media, cuando mucho, fumando en la sala el cigarro de sobremesa del aceite. Esteban y la Burra se acostaban; y entonces, Morita, a fin de esperar a Fagoaga y a Eduardo, con quienes solía empalmar la charla al ser de día y aun comer algo de pasteles, o se iba a la cama de Andrea o se quedaba imaginando travesuras.

Parecía el sereno de la casa. Todo el que subía la escalera era examinado por él, en la mirilla, sin luz —con un buen humor inagotable. ¡Uuuuh!, le hizo una vez cavernosamente a un señor que iba al segundo; y el señor subía que echaba lumbre. Otra vez fueron dos señoras del tercero: les conoció el canguis en el modo de marchar cerilla en alto, y las puso hacia arriba en dispersión con un ti-pi-ti-pi-ti, sonora y perfectamente modulado. Daban las dos, las tres, no llegaban los otros, y se volvía otro rato con Andrea, que siempre despertaba fácilmente. Al cuarto de hora estaba en la sala de nuevo afeitándose.

Porque, esto sí, nunca estuvo mejor rasurada su barba de seis pelos. Empleaba la navaja y el jabón de Mazo, siempre liberal y con su cuarto abierto en soledad a todo el mundo. Afeitábase Morita, pues, por la tarde y por la noche, empleando cuidados exquisitos, empolvándose después, y arriscándose el pañolillo al cuello y la chaqueta rota por los codos. A lo mejor, veía que se había dejado un poco de pelusa rubia en la mejilla, y se volvía a darse jabón por todas partes y a pasarse la navaja.

Pero su diversión principal, su víctima propiciatoria, era la Burra. Le ponía en la cama sal, o cepillos recortados. Le cogía los calzoncillos, de que al dormir se despojaba por costumbre, y le echaba nudos imposibles de quitar por la mañana. Cuando no, le humedecía los calcetines, y por lo menos era indefectible, cada noche, que el gato disecado pasase desde el gabinete de Esteban a diferentes sitios del cuarto de la Burra, donde lo viese éste (supersticioso y con más rabia para el gato que Esteban mismo) al despertar: junto a la almohada, hacia los pies, bajo la cama, a fin de que lo cogiese al tomar las botas, en la mesilla de noche, en lo alto de las perchas, al lado del esqueleto, mirando a la Burra de pie con sus ojos amarillos de cuentas de rosario. El gato, pacientemente trasladado por la Burra al gabinete, volvía de noche a la alcoba.

Con respecto a Esteban, sus bromas tenían otro cariz y se realizaban por la tarde. Como se quedaba solo, mientras el vecino de alcoba andaba al sol por los jardines, y la Burra y Cerrato en sus metódicos paseos, él, Morita, en cuanto oía al cartero, y a doña Rosa entrando la correspondencia, se echaba en la cama, pasábase al gabinete, y armando sobre la cómoda una Babel de sillas, por medio de un alfiler clavaba las cartas en el techo.

—¡Hoy, nada de la novia! —decíale a Esteban al llegar, que ya él habíase levantado (y si no, se levantaba).

Paseaba al mismo tiempo descompuestamente y miraba al techo como un loco; Esteban descubría la carta, cada vez en sitio diferente, claro es, viéndose negro al alcanzarla, con paraguas, con bastones... sin acabar de entender cómo las subía allí este diablo de Morita.

Las risas de ambos, una tarde, se cortaron por la repentina seriedad de Esteban a las primeras líneas que leyó. La novia noticiábale que Renata Mir acababa de llegar, después de una temporada en la dehesa, y que al ir a verla, encontrándose allí por cierto con don Mateo Galván, una y otro le dijeron que él andaba en Madrid haciéndole el amor a cuantas tropezaba; con tal motivo, Antonia, que decía explicar al fin por qué las cartas de él fueron breves y tardías, quería que le devolviera las suyas y acabar las relaciones.

¡Oh! ¡Indignábase el lector! A la vez que la baja venganza de Renata, llegábale la confirmación de que no dejó ella al ridículo, al cobarde que se dejó insultar y dejó insultarla en su presencia. Ya Eduardo, en los días que subsiguieron al de la última visita al Inglés, habíale dicho que continuaba Galván yendo a Fornos con Renata y Zacarías, tan fresco. Desahogándose, y como a Eduardo, le contó

todo el lance a Morita. Antonia no le inquietaba: aparte de no saber si la quería o no la quería (no la conocía, sencillamente) creyó indudable que dejaríala satisfecha poniendo de embusteros a los otros. Si eran capaces, que le probaran la acusación con hechos, ¡con nombres!

Y efectivamente, no debieron ser capaces..., porque una semana después, no mentados más ni Renata ni Galván por Antonia, seguía tan dulce la gentil correspondencia..., o lo que es igual, seguía

Morita, los jueves y domingos, clavando las perfumadas cartas en el techo.

—¡Hombre, lo que sí debemos de cuadrarnos —proponía una noche el valenciano, comiendo aceite— es con doña Rosa! ¿Por qué nos ha de hacer tragar ese espantajo de criada?

—¡Vamos! —defendió Esteban—. ¡Encima de que lo sabe y se aguanta!

—Pues por lo mismo. ¿Qué más le da tenernos otra menos horrorosa?... ¡Con ir los tres y decirle que o toma una guapa o nos mudamos, en paz!

—¡Como Margot siquiera! —exclamó la Burra ávidamente.

La cosa merecía reflexionarse.

A Esteban, sin embargo, se le ocurrió en seguida un reparo harto atendible:

—Bueno, como Margot..., sólo que, ¿y si luego la que traiga es también como Margot... y no quiere?

—¡Tienes razón! —fallaron en redondo los dos cómplices.

Siguieron ateniéndose, en los días siguientes, a la Andrea.

Y estudiaban, estudiaban mucho Esteban y la Burra, siempre con la ociosa y pintoresca compañía del valenciano.

Así se pasaba abril.

Pero desde el 20 les cayó, y en clase de elemento perturbador, mas bien, al principio, un nuevo compañero: Eduardo.

Otro inutilizado por la batalla de Madrid. Las últimas pesetas le habían volado con la Coja.

—¡Eh! ¡La llave de la puerta de la casa de la Coja! —al sacarla, y sacar también su retrato, le habían salido del bolsillo papeletas de empeño a montón. Del reloj, de las sortijas, del alfiler de corbata y joyas de familia..., porque teniendo él un gusto innato de limpieza y elegancia, no pignoraba nunca las prendas de vestir.

Esteban creyó al pronto que la llave y el retrato eran los suyos. Fue, por convencerse, a la cómoda y al clavo de su cuarto... y ¡nada! ¡Dos retratos y dos llaves! La Burra miraba los retratos con envidia. Morita, también, por no habérsele ocurrido una mujer así, en tanto tirar dinero con guiñapos. Hablaron de la estupidez de Wandervill, y no se estudió esta noche. Por causa del Gran hotel Wandervill, estaban sujetos unos pocos a cargantes diligencias judiciales. Aquello había sido un desorden y un desastre. La policía los llevó a todos una noche al gobierno. Gracias a que el Rey de Almendralejo pudo avisar a un amigo de su padre, diputado, y éste les logró la libertad. Pero habíanle descubierto a Mazo cosas muy notables, por la lumia que él llevó a la chirlata-chamizo. Sus juergas sordas eran de lo más original. Muy grave y estirado por las calles, siempre solo. Almorzaba en el Buffet Italiano, siempre solo. Jugaba ordinariamente al tresillo en el Café Francés, siempre solo, es decir, con desconocidos, con franceses. Luego les hacía con mucha seriedad y circunspección, en la Cervecería Inglesa, media hora de tertulia política, a unos amigos de su padre, y a partir de esto, en que acababa el hombre respetable, empezaba el no menos solitario y original juerguista de que les había dado cuenta la lumia: desde luego que cenaba siempre en casa de la chais; si no tenía gana de jarana, charlaba con ellas un rato y volvíase a jugar a la timba, por ahí, pero si la tenía, y sobre todo si la casa le era nueva, se informaba del número de niñas, le plantaba al ama tantos duros como pupilas tuviese, y se acostaba, haciendo que, una tras otra, todas se las fuese el ama conduciendo. En cambio, si ya le eran conocidas, pasaba la noche con una nada más..., y ellas en estos casos habían ido mutuamente averiguando que se comportaba siempre igual..., cinco abrazos..., ni uno más ni uno menos..., y llamábanle Revólver.

     —¡Nada, pues ahora nosotros a estudiar..., a estudiar como unos bárbaros! —proclamaba Mesonero.

Mas como el hábito de vagar y trasnochar le hicieron imposible dormir y levantarse a las horas que los metódicos paisanos, se dedicó por lo pronto a secundar a Morita en sus lecturas de novelas y en sus juegos de las noches. Eran serenas y las pasaban al balcón, desde las tres, esperando a Fagoaga y dialogando con las golfas de la calle. A ratos echaban y hacían sonar sobre la acera un duro falso, atado con una guita, y que obligaba a los transeúntes a volverse locos buscando y gastando fósforos. Otras veces se divertían lanzando al aire cerillas encendidas en paracaídas de papel, y por las tardes, mediante algunas perras, resto de los pasados esplendores de Eduardo, obligaban a pararse y a tocar a un mismo tiempo a cuatro organilleros, con lo que armaban un guirigay de mil demonios por toda la vecindad. Salían a los balcones las muchachas, y ellos se reían con ellas y les tiraban besos y flechas de prospectos de teatro.

Sin embargo, llegó una noche en que Eduardo se aburrió y se fue a acostar, y a las muy pocas quedó reglamentado. Estudió desde entonces con los otros, recordando sus tiempos de la Guardia.

A Morita, impertérrito gandul, le dejaron de sereno; pero prometiendo mantearle si no dejaba dormir tranquilo a todo el mundo.

Y estudiaban, estudiaban «como bárbaros»..., mañana, tarde y noche, sin ir a las clases siquiera, por estudiar más, cierto ya Esteban de no perder el año, según se iban acercando los exámenes.

Segunda parte

I

Ganó el alto del cerro y dio vista a Badajoz. Se había desorientado un poco. Conocía casi un tercio de provincia palmo a palmo, y no, sin embargo, aun teniéndolos en las narices, estos campos de por la Puerta Trinidad, que acababa de recorrer y que no tenían facha de mineros. Sus bolsillos venían llenos de pedruscos —por si acaso—. Se sentó. Iba borrándose el crepúsculo y lucía la luna plateando allí abajo el Rivilla, a la derecha el Guadiana, y el Jévora más lejos. Tenía enfrente los murallones del Castillo y el Huerto del Manco. Luego volvía por el mismo sitio a la ciudad.

De un bolsillo de la americana sacó dos piedras, y de otro del pantalón un martillo. Las golpeó y se sintió sujeto por los hombros:

—¡Date preso, granuja!

Pero antes que el susto le dejase haber vuelto la cabeza, el guarda rural le soltó y se disculpaba:

—¡Oh, don Disiderio! ¡Perdón! ¡Perdone usted! Estaba yo en los pinos. Le vi y he subío detrás. A la sombra allegué a tomalo por el Raspas, del que m'han dao queja qu'apanda piñas toas las tarde pa vendelas con su rucho.

Don Desiderio no conocía al guarda, pero a él conocíale todo el mundo. Deshecho el equívoco, se levantó y se despidió. Era un señor de pocas palabras.

—Dio guar-té, don Disiderio. Pa bajá, tome usté mejó por la verea.

Sí, le conocía todo el mundo, como al gobernador, como a Zacarías, como a Charepe, y a cada cual por su estilo. Igual que Zacarías de largo y flaco, pero más huesoso y fúnebre, don Desiderio Gamboa tenía perilla, usaba gafas y era subdirector de seguros contra incendios. Su paso por las calles, solemne, silencioso, siempre con la misma preocupada lentitud, causaba una perpetua expectación de trágico ridículo. «¡Ahí va Gamboa!», decían las gentes. Su cara, su pelo muy rizado, su bigote y su perilla trovadorescos, su sombrero y su traje y sus botas, que sin estar viejos no estaban nuevos y se dirían los mismos desde hacía cuarenta años, ostentaban un idéntico color polvoroso y gris de mineral. Algunos quisieron llamarle Galena, en vez de Gamboa; y el mote no prosperó, estrellándose contra la tétrica y la bufa dignidad del minero incorregible. En rechazo, al verle, se recordaba a su mujer, a la Gamboa, retesalada y vistosísima jamona que le tenía la cabeza hecha un bosque. Por esto, o por sus tremendos desengaños de las minas —pues aun contando con treinta y tantas denunciadas, y la mayor parte de plomo y de carbón, no halla una explotable— paseaba su dolor sombrío, mudo, espectral..., como un hombre abrumado de desdicha, como un ser de expiación que él sólo soportase la pena negra de toda la historia humana... con la tristeza infinita de todo el carbón y el plomo que él no podía encontrar bajo sus pies... ¡Diríase que tenía también su alma sepultada en las entrañas de la tierra, y que la buscaba, que la buscaba!...

Hoy traíale lleno de recóndita esperanza el no haber podido romper con el martillo una de las piedras. ¿Cobre? ¿Hierro magnético, quizá?... Rabiaba por verse en el laboratorio. Cruzó las Puertas, subió la calle Trinidad, y desde San Andrés, en vez de dirigirse como todas las tardes a la tertulia de su único amigo, y también minero sin suerte, el viejo farmacéutico Candás, tiró por las de Tardío y Cansado... últimamente cruzó la plaza de Moreno Nieto y San Francisco, y entró en su casa, justamente de espaldas al paseo; la calle de Menacho. Se ahorró llamar, porque estaba su hija la mayor en una reja. Pero... ¿qué?, ¿qué le pasaba a Antonia?, ¿por qué le había abierto y le hablaba con tantos lúgubres sigilos? Nerviosa, pálida, muy pálida, contenida en un gran miedo, que no sabía disimular, temblaba la chiquilla. Inquirió Desiderio, y supo que... ¡nada!, ¡que estaba sola!..., ¡que los otros siete hermanitos no habían vuelto aún de paseo con las criadas... y que no..., que sí... que no estaba tampoco su madre!

—Y tú, ¿por qué no has salido?

—Porque Petra iba a llevarme con Gloria; pero me dormí de siesta, y se conoce que se fueron... y que mamá creía que me habían llevado... y...

—¡Vamos! ¡Y se fue y al despertar te ha dado miedo! ¡Sola! Pues aquí estoy. ¡Qué nerviosa eres, hija! Ea, cálmate, tengo mucho que hacer, y voy al laboratorio. Si quieres, súbete conmigo; pero has de estar callada y quieta.

Partió hacia el patio, hacia los corrales, hacia el laboratorio, que hallábase instalado encima de una cuadra; y no sólo no pretendió su hija seguirle, sino que así que le sintió lejos se abalanzó a la puerta del pasillo y la cerró con el cerrojo. Tras ella, respiró, libre de una angustia mortal en cien angustias. ¡Le había incomunicado, le había salvado de...!, ¡oh!..., ¡qué horrible!

Su actitud era, en la yerta inmovilidad que hacíala como querer cerrar hasta con su cuerpo aquella puerta, de enorme desolación. Por un rato permaneció de espaldas contra las maderas y con las uñas crispadas al cerrojo. Luego, unas convulsiones breves la obligaron a llevarse la otra mano al corazón —que le rompía—. Tenía la mirada fija adelante en el fondo opuesto del pasillo..., y no podía apartarla de allí. Los labios volvieron a temblarle. Se le contrajo la frente, y alrededor del estático martirio de los ojos empezó a espasmodizársele la faz en un clónico salto de músculos y nervios. Esto le ganó al poco la garganta. Gemía, queriendo suspirar. Su boca marcaba al fin una sonrisa de fiereza de tortura.

Pero en medio de esta misma fibrilar tormenta de todo el ser en su rostro, sus ojos seguían de una manera insensata clavados por la alucinación de infierno..., por la visión de horror... bajo la trágica luz que ella había encendido al recibir a su padre. Ansió apagarla, para que no pudiesen verla tal vez los que al salir de allá dentro debiesen ignorar que nadie los hubiera visto, y comprendió que no podría marchar de nuevo sino en un calambre duro que la obligase a caer o a quedarse en el camino engarrotada. Y, sin embargo, fatal, a menos de no haberles esquivado ni siquiera su presencia...

Hizo un esfuerzo y avanzó sostenida en la pared. Cada paso era una atáxica indecisión del paralítico, una trepidación disparada y lamentable. Apagó la luz. Corrió en seguida, como en eléctricos sacudimientos sin tino, y se metió por el falsete. Ya en salvo, cerró por dentro y cruzó más dominada la alcoba en que estaba también junto a la suya la cama de su hermanita y en donde ella se había dormido tan profundamente esta tarde. Fue al gabinete, a la reja, y se sentó. De la calle la ocultaba la persiana semiabierta.

«Sí, era su deber: puesto que decían todos que era lista, debía ingeniarse para salvar la tremenda situación.» Lloró profundamente, pero encontrando en su pena la reflexiva calma que tanta falta hacía. Con relación a su padre, estaba casi segura de haber zanjado el conflicto: seguiría él con su trabajo hasta las diez, hasta las doce, sin acudir ni a cenar, como siempre que se dedicaba a cualquiera de estas cosas de las minas. En cambio, su mamá, si saliese de... allá dentro antes que hubieran vuelto las niñas y las criadas, valdría más que la creyese a ella durmiendo todavía...: bien cerrado, pues, el falsete, con el fin de no ser sorprendida, si a la mamá se la ocurriera entrar aquí, y dándose tiempo para no franquearle el paso hasta después de fingirse durmiendo. Quedaba únicamente espiarles la llegada a los hermanos: a los mayorcillos, a Justo, sobre todo, que ya estaba en edad de darse cuenta de las cosas, enviarlos a buscar a las pequeñas; y a éstas, con las dos criadas, las haría volver por bombones al Campo de San Juan. Lo esencial estaba en que no llamasen, en que nadie entrase, mientras su mamá no hubiera salido de... allá dentro, mientras su mamá no pudiera abrir impunemente por sí misma.

Dobló al pañuelo la cabeza, y lloró más. Hacía calor, y la pobre Antonia sentía el frío de su abandono y de su heroísmo extraño.

¡Velaba, velaba aquí pura e inocente... por el secreto de las locuras de su madre!

Tan loca, que hasta se olvidaba al fin de la inminentísima imprudencia de la hora.

No era, por desdicha, la primera vez que le caían en el alma y en los ojos cándidos de niña detalles más que suficientes para tener con estas vergüenzas formado un fondo de dolor; pero sí era la primera vez (o la primera al menos que Antonia lo sabía) que su madre traía a su propia casa sus vergüenzas.

Y lloraba, lloraba la infeliz.

Lloraba por la pena suya que no podía decirle a nadie y que era demasiado grande para caberle en el pecho. Lloraba, no por la afrenta de su madre, que ya tenía bien llorada desde que años atrás pudo empezar a comprenderla, sino por el ultraje que afrenta tal habíala impuesto a ella esta tarde... ¡Sí, oh, sí! ¡A algo de ella, de su alrededor, del aire santo que aquí, cerca de su lecho blanco y de las cunas de los niños, respirábase, y que... no debió profanar!

¡Oh! ¡No lo comprendía!

¡No pudo comprenderlo, ni viéndolo, cuando la despertó a las cinco un ruido de palabras y de besos y los miró desde lo oscuro cruzar por delante del falsete mal cerrado!... ¡Cuando los sintió después, toda muerte, hundirse, con plena confianza, creyéndose sin duda solos, en el cuarto del otro lado de la sala!

De nuevo acreció su llanto, y esta vez lloraba por tita Jacoba, la mártir y la buena, de cuyas dulzuras vivía ella toda la dulzura y a cuyo recuerdo le rezaba por las noches. ¡Cuánto, hasta morirse, debió de hacerla sufrir lo que veía..., lo que comprendía que empezaba también a ver y a comprender la niña que iba pasando a mujercilla!... Cuando faltó, Antonia habría querido seguir siendo para sus hermanos esta verdadera madre que perdieron todos; pero sin autoridad ni carácter por sus pocos años, sin el cariño también de la mamá, que diríase que la odiaba más según crecía, los mayorcitos, los varones se le insubordinaban, y podía apenas barajar y asear y vestir a su gusto a las pequeñas.

El vislumbrar la causa de tal odio, de tal despego autoritario y rudo, al menos, de su madre, la aumentaba la pena hasta la angustia, hasta el bochorno mismo y la maldición de esta belleza que decían en Badajoz que ella tenía. Porque la causa no era otra... ¡nu podía ser para la hija más dolorosa y vergonzosa! Obligada la madre a sacarla siquiera algunas veces de paseo desde que la tita murió. Antonia, con sus faldas cortas y su negra melena, por los hombros, se vio de pronto lujosamente vestida, como nunca, según continuaba estándolo, en diferencia harto sensible a nada que se le comparasen los hermanos, y más que por su gusto, por el gusto de mamá..., junto a la cual tendría que ser un armónico ornamento. Entonces fue cuando poco a poco tuvo que ir adivinando muchas cosas. Pero en dos años, tan sólo, la chiquilla había ido también alcanzando casi la estatura de su madre, habían ido sus melenas recogiéndose y alargándose sus faldas..., y por la calle de San Juan y por San Francisco y por el puente las miradas y piropos eran ya de un modo predilecto para ella... ¡Para la linda muñeca de compañía, que ya parecía más bien la acompañada! El día del Corpus, con un traje ya casi de largo, su éxito entre las amigas, y aun entre los conocimientos de mamá, le había colmado a ésta los enojos; la llevó menos consigo, desde entonces, y diríase que en la pobre Clara se iba preparando otra muñeca de diez años!

Ahora, la que lloraba por todos, lloró por Clara también. Se la arrebataban, se la quitaban del alma..., del cariño y la ternura que a ella le quedó de tía Jacoba y en que habría querido tenerla siempre, igual que la tenía en su cuarto, aquí, y pudiendo velarla el sueño y arroparla por la noche en una cama tan cerca de su cama. Pero... ¡empezaban a quitársela como el ama y la niñera le quitaban a las otras...!, como le habían quitado a sus hermanos sus juegos de pilletes por las calles... ¡Qué hacer! Su madre no quería concederla autoridad ni respeto algunos. No le quedaba sino obedecerla, con una triste y muda sumisión... ¡A esta madre incapaz de poder adivinar en este instante que una hija le guardaba llorando las locuras!

Se alzó de pronto.

     ¡Sonaban en la sala!

Le entornó inmediatamente a la ventana las puertas, y fue a tirarse en el lecho. Los sintió cruzar el pasillo y despedirse..., ¡besos!...; luego el portón...: éste fue el ruido áspero de goznes y cerrojos que le devolvió a la desdichada una áspera alegría, porque la ignominia, al fin, quedaba ya sin pruebas dentro de la casa... ¡Oh, si ella pudiese quemar aquella alcoba!

Un momento después —¡bien lo había previsto, siendo la luz más cómoda, para de noche, la de este tocador! —su madre empujaba el falsete. La dejó obstinarse. Creería que estaba encajado con fuerza, o que el picaporte no jugaba. Cuando calculó que el estruendo era bastante para hacer despertar, dijo:

—¿Quién está ahí?

Hubo un silencio absoluto, repentino. Su madre debió de haberse quedado espantada tras la puerta. Repuesta luego, Antonia la oyó que preguntaba en incoherencias:

—Pero... ¡Antonia! ¿Eres tú? ¿Estás tú dentro?... ¿Cómo es que...? ¿Y por qué encerrada? ¿Cuándo has venido?... ¡Abre! ¡Abre!

Antonia se quitó de dos tirones los zapatos, encendió la luz y abrió. La madre parecía admirarse de verla en peinador, despelujada, descalza. No entró hasta que la oyó explicaciones: se había dormido después de comer, y la despertaban de noche, por lo visto, el cerrar obedecía a que, si no, entraban y salían los hermanos sin dejarla descansar.

—¿Pues no pensabas irte con Gloria?

—¡Claro, sí! ¿Y por qué no me ha llamado Petra?

Ante la generosa habilísima comedia, no sólo la mamá se calmó súbitamente, sino que se recobró a su genio autoritario. Pasó, pues, diciendo desabrida:

—¡Te llamaría, y tú estarías como un tronco! ¡Eso sacas de encerrarte!

Luego, ya delante del espejo, donde había encendido las tulipas y empezó a ordenarse el pelo y a empolvarse, creyó oportuno disculpar su bata y sus chinelas:

—Yo me fui a las cuatro y acabo de volver. ¡Es decir, hace un momento! Lo preciso para haberme desnudado. ¡Hija, sueño hace falta para...!

Se interrumpió, porque se aplicaba a los labios la pastilla de rojo porcelana que traía en la faltriquera. Mas como al sacarla entre el pañuelo se le cayó una carta, autorizó:

—¡Coge eso! La trajo el cartero a las cuatro, cuando yo salía.

Antonia se acercó y cogió del suelo la carta. Podía ser, entonces, verdad que la había llamado Petra, que ella se había dormido «como un tronco», puesto que no logró despertarla tampoco la voz del cartero, que la despertaba siempre, o que la oía así estuviese ella en los corrales. De Esteban. El sobre, roto; y no le produjo extrañeza, porque era la costumbre. Todo lo que le escribía el novio pasaba antes por la inspección de la mamá. Ya iba a retirarse al comedor, para leer (y para descorrer el cerrojo del patio, fingiendo al paso un abrir de portón que más tarde explicase la entrada de su padre, si es que alguien se preocupaba de ello al verle), y le oyó aún a la mama:

—Ahí te dice ése que viene, que ya se ha examinado de la última, sacando sobresaliente, y que quiere hablarte este verano por la reja... ¡Bueno, dile que sí! ¡Que un ratito cada tarde!... Después de todo, a ver si acaba la carrera y te espabilas y os casáis... ¡Que falta me irá haciendo si he de colocar tanta muchacha!

Creyó en esto Antonia entender un ansia de liberación, un enojo hacia ella, de estorbo, exacerbo por el «peligro de sorpresa» en que su mamá debió juzgarse esta tarde..., y partió, no sabiendo si alegrarse del permiso para hablar con Esteban que al fin se le concedía...

En la alcoba enjugóse aún una lágrima que esta vez no sabía por lo que fuese.

II

Se quitó del chaleco una pelusa, y salió.

Salía, después de tres horas de siesta, como de un nido, como de una mansión de paz aforrada de blanduras y de orden.

Había llegado a las once. En la estación, esperándole, su madre y sus hermanas y Ramón. Gozó en sus brazos las calmas del cariño. La casa le pareció muy grande y limpia. Le chocó no ver por parte alguna muebles cojos, ni manchas, ni alfombras sucias y raídas, y sí, en cambio, monadas y adornitos de esos con que las mujeres cuidadosas llenan las paredes. Se bañó en la tina de cinc de cuarto alegre, purificándose de vicios y miserias, y almorzaron luego en clarísima vajilla sobre mantel adamascado y con cubiertos de plata cuyo peso le chocó, cual si estas sensaciones de comodidad las recibiese por vez primera el estudiante que habría nacido y vivido siempre en y para el inmundo comedor de doña Rosa... Últimamente se había acostumbrado en su cama ancha, blanda..., limpia, limpia, limpia..., ¡oh, sí!, ¡qué limpia!..., ¡limpia como si la hubiesen sahumado con los efluvios mismos de sus almas sus hermanas y su madre!

Tanta blandura, tanta ternura, tanto nobilísimo afecto, le dolían. El sobresaliente y los dos notables y el bueno con que logró ganar el año hallábalos al fin de una mezquindad lamentable para pagarle a la familia semejante devoción.

Iba, Granados arriba, hacia la calle de Antonia.

Eran las cuatro. El calor teníalo aún todo desierto. Sólo un barbero, que sudaba a la puerta de su tienda, le pudo admirar el corte elegantísimo del traje. Lo estrenaba hoy, y las botas, y la corbata y el cuello del The Sport de la calle de Sevilla, y el sombrero de paja de Huerta. Pero ¡el traje!..., veinticinco duros, y de Ruiz: el de la calle de Peligros, que vestía también a Romanones..., ¡al conde de Romanones!

Miraba a izquierda y a derecha en las esquinas, con un ansia de reposesión de su ciudad. No se había traído por orgullo, del vasto Madrid, del duro Madrid, más que estas preseas de indumentaria. Lo demás de sus recuerdos querría olvidarlo como un sueño vergonzoso. Badajoz parecíale un blanco pueblo soleado y honradísimo en que materialmente se mascaba la sencillez y la harina de la plástica verdad, lo mismo que en el interior de una tahona, lo mismo que entre las parvas y los montones de trigo de las eras.

¡Mucho cielo! ¡Mucho sol! ¡Mucha cal blanca en las casas, y en los balcones macetas de rosas y claveles!... ¿Qué? ¿No acababa de hastiar el uniforme abrumo madrileño de palacios?... Cuando aquí se tropezaba algo bonito, por ejemplo, esta Capitanía General, lucía y aparentaba más entre edificios modestos...

De pronto se inmutó. Pasada la plazuela, cruzaba él frente a los balcones de Renata. A estar en uno, ¿qué impresión se habrían causado?... Hermético todo contra el sol, incluso la puerta. Desechó la evocación, y trató de distinguir, dos tramos más abajo, las rejas verdes de Antonia. Salvada la distancia, en la recta calle que al final cerrábase con las murallas y el Obelisco de Menacho, vio que tampoco la casa de su novia daba de vida más señales. Echadas las persianas... ¡Oh, este sol! Si no se quitase a las seis, iba a tostarle... Porque la cita era a las seis, según la respuesta de Antonia con la misma criada que él la envió su saludo. Ella pensaría que no hubiese de venir hasta las seis.

Se volvió y se encaminó por San Francisco hacia el Campo de San Juan. Grupos de cocheros tomaban agualimón en los puestos. Tres curas, en otro velador, zarzaparrilla. La catedral y la frondosa arboleda de álamos y palmas llenaban esto de sombra. Sintió ganas de aguardar a los amigos aquí; pero, principalmente por saber si había vuelto de Sevilla Sergio López, fue a su casa, calle de Comedias.

Y había vuelto. Entró. Se abrazaron, se abrazaron, se contaron locamente cosas de Sevilla y de Madrid. Sergio, que había estudiado primero leyes, sacó un notable, un aprobado y... (¡bueno! dos suspensos..., «dicho en secreto, ¿eh?..., ¡lo ignoraba la familia!»...)

—¡Chacho! ¡Pero qué elegante vienes!

—¿Eh?... ¡Nada! ¡De Madrid!

Tenían mil cosas que decirse. Sin dejar de charlar, Sergio se lavaba y se vestía. También traía de Sevilla un traje, y además un sombrero de ala ancha, para los toros de agosto, y un par de castañuelas. Estaban ya asimismo en Badajoz, desde Toledo y Segovia, Álvaro Ruiz y Paco Ahumada, tan bravos con sus uniformes.

—¡A Ruiz le sienta mejor!

—Hombre, también Ahumada es simpático.

—¿Qué caray tiene que ver?... Vámonos. Verás cómo ya están en Montalbán.

El bastón de Sergio era de muleta, y él lucía chuletas perfectamente recortadas. En un escaparate pudo Esteban compararse las imágenes y ver «que se volvía más fino de Madrid que de Sevilla».

Andaba ya la gente por las calles. El señor obispo salía de su palacio en coche.

Nuevos abrazos. Nuevas sorpresas. Álvaro y Paco hallábanse en Montalbán. «¡Olé por los cadetes!» Pidieron gaseosa los llegados, y se encendieron puros, entre la charla animadísima. Los uniformes les sentaban bien a éstos.

Lo que había es que, como los usaban hacía un mes, no sabían dónde ponerse los sables. Paco contó una conquista suya de Segovia, Ruiz otra suya de Toledo, y Sergio otra de Sevilla...

—Bueno, chicos, hombre, chachos..., ¿conocéis vosotros a...?

—¿A quién?... Y no nos jorobes con el «chico» madrileño.

—No, si es..., ¡no creáis que he adquirido esa costumbre...! ¿A... que sí conocéis a Renata Mir?

Se había resuelto. Tratándose de una coqueta... ¿por qué callar su aventura?

La contó. Logró intrigarlos... No, no era esta vez un «cuento chino», como probablemente lo de Ahumada, a quien ya su «artillerismo» le daba humos de grandeza, ni una cosa corriente o vulgar de criadita de fonda o de chula cigarrera; sino una historia acreditada por sus múltiples y veraces incidentes y por la protagonista gentil, de carne y hueso, a quien todos conocían.

Al concluir, Álvaro indicó, como vecino de Renata:

—Pues no está en Badajoz. Creo que anda por Alanje, de baños.

Esteban no supo sentirlo.

Miró el reloj. Casi las seis, Se fue... Antonia le esperaría.

Llegó a la calle de Menacho y vio cerradas las rejas. Seguía dándoles el sol. Pensó que le habría citado ella tan temprano sin fijarse. Y aguardaba, paseando en la otra acera. Tal vez Antonia... Pero ¡la vio!..., al girar en un paseo... ¡la vio!..., ¡y creyó no reconocerla!... Volvía con la criada, elegantísima, con sombrero de... Le sonrió y la sonrió. ¡Ah, qué otra! ¡De tener ella hermanas mayores, la habría tomado por la hermana!... ¡Qué alta!, ¡qué hermosa!, ¡qué barbaridad... y lo que se cambia en seis meses!

Había entrado. Había creído Esteban notarle a Antonia también cierta sorpresa, de él... y temblaba, con la inminente atención a cuál de las ventanas saldría. Se abrió una, en donde daban las semisombras de dos chimeneas de enfrente, y acudió.

En ambos fue la emoción enorme. Estrecháronse las manos brevemente, y sonreían.

—¡Oh, Antonia!

—¡Oh, Esteban!

No habíanse dicho más en saludo. Recta, y un poco adentro por el sol y la vergüenza, Antonia estaba encarnadísima, divina, con su cara como henchida de beldad bajo el pelo negro, mate.

—Pero... Antonia, ¡qué crecida!, ¡qué atroz! —pudo susurrar el novio, cortando las contemplaciones silenciosas—. ¡Casi no te conocí!

—¿Me encuentras... mal?

—¡Muchacha!, ¡qué atroz!... ¡Si estás elegantísima!

—Gracias.

—¡Mi hermana Gloria no ha cambiado lo que tú!

—Tu hermana es más pequeña: le llevo medio año... Pero tú también me has sorprendido, mucho, mucho... ¡Te hubiese reconocido con trabajo no sabiendo habías vuelto!

—¿Qué me notas?

—No sé ¡Todo!... Más alto, más ancho..., bigote..., ¡bueno!, ya le tenía el retrato que me mandaste en abril... Pero, crecer, y ¡vamos!, formarte... ¡una enormidad!

No tuvo él que preguntarla si en la mutua desmerecía: la dulce sonrisa decíale lo contrario. Se acordó y reverenció inmediatamente al sastre de Madrid: con sólo haberse probado al espejo esta chaqueta de hombros amplios, holgada, de vuelo... vio transformarse su cuerpo en el de un «hombre». ¡Oh, un buen sastre! ¡Y cómo no podría esta bella Antonia imaginar que a un buen sastre le debía lo menos la mitad de su embeleso!

—¿A qué hora te dijo tu criada que vinieses?

—A las seis.

—He sido puntual. ¡Me alegro!... —dijo Antonia—. Como fue el recado de palabra, dudé después si le dije que a las cinco. Por si acaso, a las cinco te esperé.

—¡Ah! ¡Yo he pasado a la cuatro!

—¡Ah!

—Y tú, ¿a dónde has ido?, ¿de dónde vienes?

—De una tienda. ¡Nada! Me vestí.

—¡Porque yo te viese, vaya!

—¡Vaya... pues! ¿A qué negarlo?

Franca, franca y noble. Su voz habíase hecho asimismo llena y profunda, como con una apasionada tremolación de violonchelo. Muy grande sencillez hallaba Esteban al hablarla; ella, también, aun bajo esta impresión de novedad de su «primer coloquio de novios» y hasta de físicamente desconocidos que al verse los aturdió. Bien es cierto que ella, al menos, conocíale el alma por las cartas..., por las cartas larguísimas, siempre contestadas con una timidez que él ahora, notando la facilidad sincerísima de la conversación de la «chicuela», no podía explicarse.

¡Bah!, ¡la «chicuela»! ¡En qué magnífico capullo de mujer la hallaba convertida!

Expúsole su duda, y ella, tras de participarle cómo estas entrevistas se las autorizó la mamá, le asombró al manifestarle que la rígida señora «les había visado día por día la correspondencia». El joven pudo entonces comprender las cartas breves, tímidas, perennemente dominadas como por el miedo de no saber contestarte a tantas cosas sutiles, cuando lo eran sólo por respetos a una madre, y comprendió igualmente que hubiera leído las suyas Renata... ¡Qué más tenía..., una vez roto el secreto encantador que se quiere todo para uno!... Recordaron a Renata, al fin, en confiado abandono, y una delicadeza más tuvo que agradecerle Esteban a la noble: «Porque le hablaba más de él... con vaguedades, pero mal..., ella dejó de ser su amiga.»

—Es decir, más bien era y es amiga de mamá. Yo iba, porque me llamaba para tocar a cuatro manos. Le gusta la música. Un día...

Se interrumpió. En una vidriera de dentro sonaban golpecitos.

—¡Adiós! Mamá que avisa... ¡Adiós!

—¡Mujer!, ¡si no hace diez minutos!...

—Mañana vuelves. Es mejor obedecerla. ¡Adiós! Esta noche iremos a la calle de San Juan; pero no te acerques, ¡oh?..., ni nos saludes.

Cerró... y sólo entonces notó el dichoso que se había estado tostando por la espalda: las chimeneas proyectaban ya su sombra al lado de la reja. A los balcones habíanse asomado las vecinas. Unos amoríos de chiquillos que se tornan en formales interesan siempre, ¡claro es!

Se alejaba. Iba nuevamente a Montalbán. Su última impresión había sido la de un hechizo de candores y obediencia. Una humildad, una infantilidad completamente de criatura, en aquellas sumisiones a su madre, aun en la muchacha-mujer que, al pronto, con la firmeza de su busto y la frescura roja y blanca de su boca, le infundió no supo qué sorpresas sensuales... Luego, el velo de la pureza prendido a su inocente y confiado sonreír, la fue cubriendo en un altísimo fulgor de la luz de alma que le impuso a Esteban congojas de respeto.

Iba, iba a reunirse otra vez con los amigos. Relegada definitivamente Renata en su corazón y en su memoria a la negra rastra de aquellas turbulencias madrileñas, llenábale un orgullo de serenidad y de honradez, bajo el cual, y sobre más que tristes olvidos de sí propio, sabría tratar a Antonia con la condescendencia y respetuosa consideración que a una niña de tres años... ¡Sí, puesto que en ella, a diferencia de Renata, la vida poderosa de mujer se ostentaba tan divina, tan diversamente igual, tan íntegra de carne y alma (pero como si fuese la carne esta vez la que hubiese subido a fundirse con el alma en el cielo mismo..., él jugaría con su inocencia delicadamente, él sabría siempre contemplar, de un modo distinto que en Renata, a la amada desde el ángel, a la mujer desde la niña..., como contempló entera y bella e infinita a la vida poderosa desde aquellas otras niñas que corrían entre las flores por el Prado)!

¡Madrid! ¡Qué gran pueblo de barullo y de crueldad! Badajoz volvía a ofrecérsele con su sol honrado, con sus calles blancas y abiertas entre bajos edificios que no tuvieran nada que ocultar, con su ambiente libre, diáfano...

Sin embargo, un poco se le turbó la diáfana visión al súbito y nuevo recuerdo de Renata... y de la madre de Antonia, cuyas famosas locuras él sabía desde pequeño. «¡La Gamboa!» Este nombre era en Badajoz la mágica representación de una deslumbrante dama aureolada por tan gentiles homenajes como pícaras sonrisas. Todo el mundo la trataba. Ni él había tenido inconveniente en ponerse con su hija en relaciones, ni nadie, de entre sus amigos, se lo tomó más que a honor. Y... entonces..., ¿qué rara mezcla de maldades y bondades, de desorden y de orden, respirábase aquí como en Madrid?

Estaban en Montalbán los amigos todavía, y se alegró para no filosofar, hecho un lío completamente.

Se fueron de paseo por las murallas.

De vuelta, ya las luces encendidas, a la calle de San Juan. No tardó en aparecer Antonia, con su madre. Cambiáronse una sonrisa. Ninguna muchacha había más guapa y elegante en los comercios. El cuerpo, espléndido, ceñido por la levita color turquesa que se dejaba moldear en la cadera y en el pecho; la falda, sesgada, le bajaba hasta el zapato; y su hermoso pelo, más negro que el sombrero y que los mismos trenzones de adorno del traje, formábale una violenta armonía a su cara suave, llena, a sus labios rojos, a sus dientes blancos y a sus ojos de vida y resplandor... Veíala Ruiz así «de medio, largo» también por vez primera, y felicitaba al novio. A «la Gamboa» rodeáronla inmediatamente otras señoras, y Antonia sus amigas. La llevaban siempre en medio, en triunfo, al pasear por la calle embaldosada, e igual se advertía su preeminencia al quedarse en las puertas de las tiendas, mientras dentro iban eligiendo sedas y abanicos las mamás. Otros conocidos saludaron a Esteban, afirmáronle que Antonia, desde el Corpus, se había ganado la palma de belleza en Badajoz... «¡Nada, nada, y con mucho!... ¡Ah, si llegase a tener la estatura de su madre!»

Al día siguiente, domingo, por la mañana, Esteban pasó a las nueve por la calle de Menacho, y la vio. A las nueve y media volvió a pasar, y volvió a verla. «Voy a los Gabrieles, a misa», le advirtió. A las once, a los Gabrieles. El novio admiró la unción que oía ella toda la misa de rodillas, sin perjuicio de lanzarle alguna vez una ojeada desde el libro de oraciones. De salida, percibió en la puerta sus perfumes, los rumores de sus sedas: nada más dulce que aquella mano blanca bajo el calado mitón y entre anillos y pulseras y nácares y oros del libro y rosario. Las saludó, y la madre le contestó dignamente. Luego las vio hasta la hora de comer en la calle de San Juan. Acompañado por Ahumada, de uniforme, diéronlas escolta hasta su casa, y Antonia se volvía a mirarle: en las esquinas.

Por la tarde hablaron, a las seis, y a la seis y media sonaron los discretos golpecitos. Tornó al anochecer a encontrarla en el paseo por las murallas, y luego de cenar, en San Francisco, hasta las doce, oyendo la banda militar.

Pero en San Francisco paseó con su hermana y con... ella; y como Ahumada situóse junto a Gloria, él charló con Antonia a su placer. Esta noche, al acostarse, Esteban tenía la sensación de que fuese su existencia un glorioso mar de horas en que jamás pudiera haber ni hubiese habido más que... ELLA, el perfume de ELLA, la belleza de ELLA, la pureza de ELLA. El pasado triste quedaba en su conciencia como la masa informe de recuerdos de un ser que ha vivido alguna vez en otro mundo.

Se despertó muy tarde, al nuevo día, dormido muy tarde también de sus desvelos venturosos. Muy tarde: a las doce. Oyó la voz de ELLA, y creía soñar. No. Gloria vino a anunciárselo —Gloria, la buena y querida hermana rubia como... un ángel de la anunciación—. «¡Aquí está! Pasé por su casa y comeremos juntas. ¡Ha venido! «¡Oh! No salió Esteban del cuarto sin los últimos perfiles. Comieron en familia, y «los novios» tuvieron que aguantarle pullitas a Ramón. Piano, en la siesta, solos ya en la sala con Gloria. Ésta les dejaba en apartes agradables por ir a los balcones, y acabó por extrañarle al novio la oficiosa complacencia. Antonia le confidenció que Gloria..., ¡vamos!, tenía sus cosas con... «el artillero». Asombro. Por lo pronto aceptó el joven la especie de mutualidad benévola que Gloria buscábase, sin duda...; pero luego la juzgó demasiado niña, demasiado ángel... para Ahumada, a quien, por su íntima amistad, conocía como demonio.

¡Oh, qué pena que las purísimas chiquillas no pudieran tener nunca sus primeras ilusiones con purísimos chiquillos! ¡Qué cadena de horror contra el amor, contra todas las espontáneas noblezas de la vida, la que tendíase desde las lumias y criadotas a los niños, y de éstos, después, a las novias virginales!

No obstante, reflexionó que Gloria, como Antonia, tenía el candor que impregnaría de idealidad al loco amigo, y transigió. Sin hablarle el uno al otro de lo que quedaba entre los dos como «convenio de secreto», pasearon juntos, desde entonces, ya que ellas se reunían en San Juan y en San Francisco. Por lo demás, las tales relaciones, salvo las charlas ante él de los paseos, hallábanse en el romántico período de los miedos a mamá y de las cartitas...

Las relaciones suyas, en cambio, gracias a la reja, iban llegando a una noble confianza seductora. Cansada esta otra rígida mamá de vigilarlos, o comprendiendo que era una crueldad tenerle al sol, le permitió a su hija hablar anochecido. Mas como a esta hora ella salía, sola o con la linda Clarita de diez años, pronto los treinta minutos de consigna se fueron alargando hasta las ocho, hasta las nueve... hasta que veíanla volver por lo lejos de la calle. Una noche ella fue la que los vio, sin enfadarse; dejó, pues, de preocuparles su regreso, y sencillamente una criada ponía fin a las pláticas tan dulces con aviso de la cena.

—Señorita, su mamá, que vaya usted.

¡Oh, sí, cuán dulces sus pláticas! ¡Cuán dignas y francas también! Autorizábaselas el grande, el inmenso amor que ya los amparaba como un refugio de amarguras. Guardábaselas, además, en todos los decoros, sin la menor hipocresía, la propia dolorosa experiencia del niño-hombre que no pedíale a la hermosa ni un beso, por no ignorar cuánto ansiaríase en tormento después. Y sentía tan clara esta paradójica sensación de sus deberes, ante los años que la niña-mujer hubiese de tardar en ser la mujer-carne de su alma, que casi envanecíale su «experiencia de maldad» y le rectificaba aquella idea gentil de los «novios igualmente candorosos». ¡Bah, sí!... O era una monstruosidad esta social costumbre de las largas y decentes relaciones antes de casarse, o era una monstruosidad de naturaleza. Un novio niño, cándido, inocente en absoluto, atraído a una reja como ésta y ante una niña como ésta, pero que más aún que ésta desconociese todo mal..., ni por ella ni por él tendrían el menor reparo, según fuese invitándolo el instinto, en morder la fruta de su boca..., de sus senos..., ¡llegando en plenos inocencia y candor, en pleno disparate!...

¿Sería la vida una necesaria mezcla de perversiones y bondades cuya resultante fuese la honradez?... Un poco fuerte resultaba esto, pero evidentísimo, en su caso y en el de todos los novios que tenían que aguardar para la boda. La perfecta inocencia, en verdad, es la perfecta ignorancia. Su conocimiento del mal, pues, y precisamente, era el que velaba por Antonia...; y por eso no se reparaba en sostener con ella las charlas del abandono, las verdaderas confesiones que los iban llevando poco a poco a la completa espiritual intimidad.

Lo que él no hubiera sido capaz de contarle a su madre, se lo fue diciendo a Antonia: sus crueles soledades de Madrid; sus terrores del principio a las noches y a los muertos; sus fríos, y las dificultades para estudiar bien de una incómoda vivienda y de unos locos compañeros...

Las notas que sacó, no malas completamente, después de todo, representaban un honradísimo heroísmo... ¡No, no podía con aquella vida bruta, seca, falta de ternuras!... Y Antonia, conmovida, oyéndole casi llorando algunos ratos, decíale a su vez las penas de las no muchas más ternuras de su casa y de la rarezas de sus padres, acostumbrada como estuvo ella al cariño santo de la tita que murió!... ¡Penas peores quizá, pues que la infeliz las soportaba en un hogar y una familia que no era, como los de él, el consuelo, y que delicadamente el novio respetábala con su misteriosa vaguedad en lo que adivinaba de vergüenza por la madre!

Petra cortaba siempre estos coloquios:

—¡Señorita, su mamá, que vaya usted!

Retirábase también Esteban a su casa, a cenar, y se quedaba en el despacho a estudiar Fisiología, como no fuese jueves o domingo, que había música y paseo.

Madrugaba. Apenas se reunía con los amigos. Se encontraba bien hallado en un ambiente de decencia y dignidad. Placíale irse, antes que saliese el sol, por el puente y el camino del Vivero. Otras veces por las calles, con el gusto de cruzar ante las rejas de Antonia cuando ella dormía. La Plaza Alta atraíale asimismo en estas horas matinales de honradez y de trabajo; los puestos del mercado, las buñolerías en donde tomaban los obreros su café, y las cestas que llevaban las criadas dejando asomar las escarolas y los apios y la carne, dábanle con la poesía de la mañana una impresión armónica con sus conceptos de todo. Así, él, entrando igualmente en las iglesias, en la catedral, a menudo, pensaba al fresco de los claustros y podía «no avergonzarse por su absoluta certidumbre de la carne de mujer que Antonia le guardaba bajo sus místicos recatos de chiquilla». Y oraba y hasta en sus oraciones a Dios se confundían, igual de excelsos, el recuerdo de los ojos puros, francos, y los blanquísimos lambos de piel que le clarearon una tarde los colados de una blusa.

Últimamente, otras mañanas se instalaba en un banco de San Francisco al pie de una morera, y se complacía mirando, por encima de las viviendas pobres que caían detrás de la casa de Antonia, las ramas de unos eucaliptos que ella le había dicho que eran de su huerto. Pero en cuanto levantaba el sol, se iba a casa y almorzaba honradamente café con leche, igual que los obreros.

Las horas de calor empleábalas pintando paisajitos y marinas que copiaba de cualquier ilustración, o intentando retratar a Gloria, o calcándoles a ella y a la hermana mayor y a su madre dibujos para los bordados. Con este fin, por charlar amorosamente con ellas, ponía su caballete en la acristalada galería llena de magnolias. Por la siesta, estudiaba en los libros de su padre, y a las cinco se bañaba y se vestía. Era el único rato que pasaba luego en Montalbán con los amigos, tomando gaseosa.

Pero la confianza, la perpetua confidencia de intimidades de Antonia llegó una de estas tardes a muy gallardas alturas. En réplica y en saña a las mentiras que Renata trató de insinuarla, sin duda guiada por el designio de indisponerlos para que jamás pudiera él decirla lo perversa que había sido, la descubrió completamente. Eso le parecía leal a Esteban. Fue una historia, así contada, sin ambages, antes bien, con todas las crudezas dignas del arrepentimiento y del ingenio y de las maldades de la pérfida, que le produjo a Antonia muy opuestas impresiones; por un lado estimaba la nobleza franca con que el novio confesábale: «¡Ya ves!..., yo no te quería..., no podía quererte, mujer; no te había tratado..., ¡éramos, en rigor, el uno para el otro (y ahora comparado puedes comprenderlo), ensueños en el aire!»... Por otro lado, la ira y los celos la mordían contra la inicua y contra este Esteban suyo hundido en la pasión de otra..., de otra, cuando más a ella le escribía cartas ideales...

—¡Señorita, su mamá, que vaya usted! ¡Que ya están cenando! —tuvo por segunda vez que avisarla esta noche la sirvienta.

Y ¡ah!..., se persuadió el filósofo de que era lo mismo que los besos esto de los celos y de las curiosidades irritadas: así que se empezaba, tenía que llegarse hasta el fin. No hizo a la siguiente noche más que acercarse a la reja, y ya la novia le puso por cuestión la misma. Había pensado mucho en todo el día, sin que la dejasen satisfecha ciertos saltos y lagunas del relato. Por ejemplo, si, como contaba él, permaneció respetuoso ante las provocaciones de Renata, no se explicaría la escena violenta del teatro, con cambio y todo de pañuelos, y menos el desafío de despedida, tal que si una gran intimidad diésele derecho a la rabia y al insulto... No tuvo Esteban más remedio, aunque sólo fuese por reducir a lo exacto aquello de la gran intimidad, que detallar en qué sus confianzas consistieron.

Esta noche llevaba la criada tres avisos y no se iba Antonia de la reja... Mas cuando se enteró, ¡ah!..., quedó pasmada. Su madre, en lo oscuro, a un paso, habíales estado escuchando el final de la conversación.

—¿Qué?, ¿cenamos? —dijo por decir algo la aturdida.

—¡Gracias! —le contestó dura su madre—. Yo he cenado ya. Siéntate. Tenemos que hablar un poco.

Y torció la llave de la araña, dejando alumbrado el gabinete, y la invitaba a sentarse.

—Tu novio y tú —empezó diciendo— sois dos indecentes. ¡Vaya, hija mía, y qué candorosidades os habláis a vuestros años! ¿De qué mujer contaba eso? ¿De qué camilla y de cuántas porquerías estabas tú escuchándole?

Terrible la acusación y difícil la defensa. Lloró Antonia, renunciando a explicar por cuáles vueltas de decoro podían estar hablando de indecencias de Renata, de indecencias de una «amiga de mamá»; y ésta confiándose a la acción bien radical que ya tenía resuelta, reportó los inútiles agravios. Se encastilló en su autoridad, y vino un sermón de «austeridades». Sentiría mucho, ella, que su hija, cuando así se permitía con Esteban tales confianzas de las otras, estuviera yendo, por sí misma, demasiado lejos en estas confianzas. No sólo por virtud, sino también por el riesgo de descrédito. Una muchacha tenía que mirarse bien lo que se hacía, porque los novios, los hombres todos, todos..., publicaban a la hora el beso o la más pequeña libertad que hubiesen conseguido con la mayor protesta de prudencia... ¡Bah, si conocería a los hombres! Y como, al fin, aquel novio era un mocoso a quien habría que esperar seis eternos años de carrera, con tiempo de más, en cambio, de peligros, cuando así de principiar se daban trazas..., ella fallaba en redondo: ¡basta de relaciones!...

—Conque, ¡ea!..., hija del alma: trae un papel, porque voy a dictarte una cartita.

Lloró Antonia, quiso sincerarse, implorar... y la cortó su madre con un gesto:

—¡Sí, anda, sí! ¡No te pienses que está una para guardarte desde allá dentro tus... ligerezas, hija mía!

La carta, para enviarla al día siguiente, quedó redactada en esta forma:

«Apreciable Esteban: Debo decirte que todo queda concluido entre los dos. No puedo quererte. Me había propuesto saberlo tratándote, hablándote en la reja, y el tiempo se ha encargado de probarme lo contrario. Nada lograrás con obstinarte. Se trata de una firme decisión de la que sólo puede ser tu amiga,

Antonia.»

III

Esteban acordábase de haber visto por el cielo alguna vez, en sus excursiones campestres, grandes bandadas de aves que eran blancas; pero de pronto se volvían, les daría de otro modo el sol, y ya eran negras. Sólo a esto podía comparar el repentino y uniforme cambio de las ilusiones de su vida por la carta inconcebible.

Le llegó a las diez de la mañana y hasta las doce estuvo releyéndola, aturdido. Luego escribió otra breve carta pidiendo explicaciones; y la criada se la trajo sin abrir: «No la quiso recibir la señorita.»

—¿La señorita? ¿Tú la hablaste?

—Yo, no; se la entregaron y me la devolvieron.

—¡Oh, Antonia!

Por la tarde trató de verla. No lo consiguió. Las ventanas permanecían cerradas.

Se fue al campo, y a fuerza de meditar se empezó a explicar lo inexplicable.

El había sido un bárbaro. Lo de Renata, reflexionado durante la noche por Antonia, debió de impresionarle muy mal. A pretexto de franqueza, hízola oír un sinfín de groserías impertinentes. La hirió en su cariño, en sus delicadezas, en sus pudores... Aunque el hervor directo de la vida le permitiese a él sentir bella su lealtad, para comprenderlo faltábale experiencia al ángel todo alma. Tal persuasión le sumía en un inmenso desconsuelo, en una desolación de torpeza, a la vez que veía perdida a Antonia para siempre.

Ya casi de noche, regresando por la carretera de Sevilla, pensaba que él era un salvaje hecho con demasiada brusquedad por las rudas emociones de Madrid y de Renata. Unido el fracaso de ésta al fracaso de otra índole de ahora, se le ofrecía su existencia con una cruel claridad de continuo vencimiento. Y, sin embargo, sobre el desastre, una voz de humana altivez le perduraba: «¡No importa! ¡Sigue! ¡sigue!..., ¡tienes razón!»

Paseó una hora inútilmente ante las rejas. No vio tampoco a Antonia en la calle de San Juan. Entró en la cervecería del Gallo, y con un chico le mandó otra carta en cuyo sobre estampó el ruego de que la leyese. De nada le valió; el chico se la devolvió intacta al poco rato. Él la rompió irritadísimo.

El nuevo día, despertándole con una congoja casi de llanto por Antonia, le dio la esperanza de verla. El tiempo, las horas de insomnio y de dolor que habríanla presentado horrible aquello de Renata, la habrían presentado al fin más horrible el abandono. Vendría como a ver a Gloria, para que él pudiese iniciar sinceraciones. Su carta era de una frialdad serena solamente en la apariencia. ¡Oh, sí!..., translucíase debajo a la celosa, a la ofendida..., ¡luego, a la enamorada también! Pero... pasó la mañana, pasaba la tarde... y... ¿sería que prefiriese ella la explicación en su ventana?... Salió Esteban. Únicamente pudo abordar a una criada, y por su mal.

—¡La señorita no quiere novios; pierde usted el tiempo!

Detestó a la «señorita», a la adorada, a la invisible..., a la pobre vanidosa que se habría encerrado por no verle y tener que perdonarle, desde sus rabias de «mujer», el agravio de Renata.

En los días siguientes tomó su tristeza un manso estado de orgullo, y vagó por la ciudad, por los campos, solo, sin horas, sin deseo, con un vacío horrible alrededor y con un rencor sordo hacia todo.

Su orden y su tiempo y su trabajo estaban descompuestos. No había vuelto a estudiar. ¿Para qué?... Carecía de objeto, de rumbo.

¡No!, ¡no podía! Ira le causaba que la regulación de su existencia residiese siempre en un ser extraño a él; pero era así.

Esta nueva y más profunda persuasión de que «la pareja humana» forma realmente la integridad de cada vida le resultaba formidablemente triste, pues que, entonces, nadie podría ser el árbitro de su paz y su destino sin haber completado con... la digna mujer... imposible de hallar entre las que sólo se educan para necias señoritas o para odiosas prostitutas. Y Esteban, no pudiendo amar a la necia que, siendo la mitad de él, fue incapaz de resistirle sus «purificaciones», aborrecíase y la aborrecía.

—¡Llora, estúpida!, ¡llora tus rabias! —deseábala al pasar por la casa donde habíase constituido ella misma en prisionera.

¡Áspero consuelo este de saber que tendría que quererle mucho para así, sin su presencia, empeñarse en la batalla de un noble cariño contra el simple escozor retrospectivo de una rivalidad desventajosa!

Últimamente, tomado él también en las ahogadas grandezas de su amor por estas mismas mezquindades, sintió el bochorno de seguir brindándole a las vecinas el lamentable espectáculo de una mendicidad sentimental tan obstinada como estéril: dejó de pasear ante las rejas, y pasábase las horas en el banco aquel de San Francisco que permitíale al menos descubrir por encima de los tejados las ramas de los eucaliptos.

Al sol tenían las pobres hojas de los eucaliptos una palidez polvorosa. A la luna parecían altos y fúnebres penachos.

Y una siesta, apenas él llegado al banco, a la sombra de la morera que solía lloverle encima orugas y moras blancas y lunares encendidos del sol de julio, sintió que le decían a través de la veda del paseo:

—Señorito Esteban, tengo que darle una cosa.

Miró y sintió disgusto. Era una vieja flaca, pintada con bermellón, retepeinada con bandolina y peinetas, y gitanescamente vestida de colorines. La conocía de verla de vecindeo por estas casas más que humildes, donde vivirían quizá mujeres para soldados. Se acordó de Olvido, de Martirio..., que habríanse mudado por aquí, que habríanle tal vez reconocido, y repuso esquivamente:

—¿Qué?

—Una carta.

—¿De quién?

—Téngala... Pero, ¡por Dios, que no la vean! ¡De la señorita!

Le excitó a cogerla, entre los hierros, hecha un barquillo y se dirigió la vieja con listo y celestinesco disimulo al portal de enfrente; allí cerró la puerta, tomó un canasto de verduras, se lo puso a la cabeza y se alejó pregonando.

Esteban había ocultado la carta entre las manos como un tesoro incomprensible. «¡De la señorita!» ¿De Antonia?... Por lo pronto le alegraba que esta mujer fuese una revendedora, y no una alcahueta, como le pareció por la estampa. Se levantó fascinado bajo aquella misteriosa intimación y se fue a leer a otro banco de lo más opuesto y escondido del paseo.

¡De Antonia!..., sí, su letra, y un nardo que descubrió en cuanto rompió el sobre, que no tenía nada escrito... «Mi idolatrado Esteban...» Su vida se conmovía, se removía... ¿a qué más?... «¡Mi idolatrado Estaban...», decía el principio... Se llevó la carta al corazón y tuvo que serenarse y secar las lágrimas que le impedían seguir leyendo... Fue una hora de angustias y sorpresas. Fue... un doloroso renacer a la alegría. Fue..., era como uno que se cree que ya no existe nada en un salón porque alguien apagó sus eléctricas luces desde fuera, y que al volver la luz, también de pronto, se asombra de verlo todo en el mismo orden, con la misma brillantez...

ELLA le contaba su dolor, su cautiverio. Las letras estaban borradas por las lágrimas, a trechos. Su madre, que la obligó a escribir la horrible carta, la confinó desde el día siguiente en una alcoba del patio, con orden de no pisar las delanteras de la casa. A su cuarto, con Clarita, habían ido a parar el ama y la pequeña; y por si no bastase la orden, mientras la madre salía de su rigor encargábanse cuantas llaves pudieran impedirla el paso hacia las rejas. La gran pena de Antonia era lo que él pudiera estar pensando de la carta. Se resignaba a perderle, a morirse sin verle más, puesto que, conociendo a su madre, sabía que sus decisiones eran inapelables, e inútil, por consecuencia, cuanto hiciesen ellos por ocultar sus relaciones en tantos años; pero no podía ni debía, al menos, resignarse a que él la odiara, a que desconociese por siempre el martirio que a ella le costaba en todo esto obedecer: y su afán había consistido en hacer llegar a sus manos esta otra carta en que poder jurarle, como le juraba, que ella le pertenecía siempre con vida y corazón, que no se casaría con nadie, y que se quedaría siquiera más tranquila, en su horrenda soledad, si él quisiese decirla por última vez con cuatro letras que la adoraba, que comprendía su mártir obligación de esclavitudes y respetos, y que la perdonaba..., ¡que la perdonaba!

«Desde la mesa, por esconder de todos mi tortura, me encierro en mi prisión para llorar y estarme leyendo y contemplando tus cartas, tu retrato, tus recuerdos. Cuando sale mi madre, ni ella quizá quiere llevarme, ni yo querría salir. ¡No!... Si te viese por ahí obligada a no mirarte..., ¡oh, no sé!, me entraría el frío que me da sólo el pensarlo, y tendría que gritar como una loca. He regado en estos días los nardos de mi huerto con lágrimas de mis ojos... Pero me han salvado; te mando uno... Por cuidarlos, a mí, que me iba entre ellos a llorar sin que me viese nadie, pudo verme esta pobre y buena vecina, que te lleva al fin mi adiós..., mi adiós del alma... A la misma Mauricia (de ningún modo a mis criadas, que son de sobra afectas a mamá) puedes entregarle el único consuelo de tu perdón, que espera de ti, sin no la aborreces, tu tuya y tuya, siempre tuya,

Antonia.»

Así acababa la carta.

Lo primero que pensó Esteban, con una angustia de piedad que se abría plena a su esperanza y a las firmezas de sí mismo (pues que restituíansele a bien recibidas por la franca y la lealísima sus franquezas y lealtades), fue en el absurdo autoritario que a una madre podía hacerle tajar de tal modo las venturas de su hija. ¡Bah, siempre, siempre lo más bello de la vida pendiente de los demás!

¿Cuándo, por lo menos, llegaría el tiempo en que los demás y estas obligaciones de mandatos y obediencias pudieran, dignos de cada uno, no ser un perpetuo peligro de error, de iniquidad y de injusticia?... Se hacía cargo de la situación de Antonia, y perdonaba y la exaltaba. Por respeto, no podía decirle, ella, purísima, a la extraña guardadora de su virtud de ángel, que la ultrajaba con semejante tiranía.

Se levantó del banco, y con un paso de fiera noble que temiese despertar en tomo no supiese qué alimañas, se fue a encerrarse en su despacho. La recóndita alegría con que esta tarde llegaba a casa no fue advertida por su hermana mayor, por su madre, más que la recóndita tristeza de los días pasados. Esto concluyó de hacerle entender los respetos mártires de Antonia. Él y su familia también se encontraban apartados, y precisamente en las cuestiones fundamentales de la vida, por una infranqueable muralla de respetos. ¡Absurdos de la familiar educación, en nombre del rubor y la inocencia!...

A un «niño» que se está educando, se le encamina y pregunta sobre cosas de sus libros...; de cosas de corazón, de esas cosas que habrán de determinar su vida toda, no se le habla jamás..., se le abandona en ellas con un poco de la posible vigilancia, o a lo sumo, con un poco de autoridad apercibida, por si es preciso, como a más o menos graciosas tonterías intrascendentes.

Pero, en fin, él iba conociendo, por encima de las mamás, y de las pobres niñas sumisas, el poderío tremendo de estas cosas. La carta que escribió quedó impregnada, pues, de esos imperios que para imperar sólo necesitan saberse imperadores. «¿Por qué tu adiós? Disimulemos, ya que no hay otro remedio; pero, sin vernos, o sin que parezca que nos hemos nunca conocido al encontrarnos por ahí, esta Mauricia nos servirá para que nos escribamos diariamente»...

Volvió al paseo. Hacia las seis, vio que Mauricia llegaba, y le hizo seña. Con mañas garduñescas, otra vez la revendedora, o lo que fuese, entró en su casa, salió al muy poco, simuló alejarse, retornó pegada a la veda, y sin decir ni una letra, le tomó la carta y un duro que él tenía dispuesto contra el sobre.

Antonia obedeció, escribiéndole también al otro día. Y la correspondencia quedó entablada desde entonces.

Su amor se les iba sublimando en sacrificio. Por suerte, y por decoro de este amor, Esteban pudo averiguar que Mauricia, aunque en su juventud, y ahora en su más que madurez repintada, ni hubiera sido ni fuese un dechado de honradeces, no era una celestina tampoco. Tenía en la plaza puesto de verduras y vivía hilvanada con un contrabandista que estaba casi siempre en Portugal. En las inmediaciones del paseo, además, no había mujeres públicas, echadas desde el año último gubernativamente.

Las horas de la siesta, que con su flamazo de sol teníanlo todo en soledad, era las que para entregar sus cartas aprovechaba el novio. A la tercera vio tenazmente cerrada la puerta de Mauricia. Ésta llegó al oscurecer; y más tenaz Esteban la había esperado. Gracias a la sombra, se detuvo a hablarle, la terrible secretera que parecía siempre avispada por el temor de los vecinos. Le contó, ¡pobre señorita!... Cómo la sorprendió llorando, por las tapias del corral. Unos gemidos hiciéronla trepar a una silla y asomarse: la asustó..., le preguntó, se ofreció, adivinándola desde luego «en mal de amores»..., y al otro día dejaron acordado aquello de la carta. ¡Era Mauricia una gran sentimental que no quería que penase nadie... de estas cosas!

Esteban le dio otro duro, y ella comentó gentil:

—Bueno, una y na más, según me dijo..., porque le teme a su madre. ¡Yo bien me sabía que iban a ser muchas! Como si usted quisiera hablarle, don Esteban..., ¡que más da! Es un decir que digo yo que podrían ustedes ahorrarse la escritura... Justamente desde antier... el miedo la hace venir a verme anochecío, que no tardará de aquí a poco, en cuanto su madre se marche... ¡Por mí no hay ningún incomeniente!

La oferta, con su extrema sencillez, había aturdido al joven.

—¡Ah! Pero... a la tapia... ¿De modo que...? Y ella...

—No es que yo le haiga dicho nada..., pero, ¡vamos!, a naide le amarga un dulce... Y, aparte de que a mí me convendría; porque, dicha la verdad, por verle a usted en la siesta llevo tres días llegando tarde a las huertas, que están der lao allá de San Gabriel. ¿Comprende?... Es un decir que digo yo y que ahora había pensao por el camino: si toos nos podemos arreglar, ¿a qué esos cartapacios? ¿No le va a sabé mejó a la señorita que la carta sea usted mismo?

Sí, comprendía Esteban el justo egoísmo de esta mujer a quien él desordenábale el trabajo. Su fácil ingenuidad había encontrado, indudablemente, la más bella simplificación a través de las complicaciones inútiles y expuestas, porque igual Antonia, robándose horas de sueño, escribía las largas cartas con peligro de ser descubierta por su madre.

—¡Oiga, Mauricia —resolvió—, pues...! ¡desde esta noche! ¿No dice que ella a esta hora...?

—Pues... ¡hala! —cortó Mauricia, ejecutiva—. ¡Espérese un poco, y pase! ¡Dejo entornada la puerta!

Cruzó recta a su casa, entró..., y unos momentos después Esteban la imitaba; pero habiendo hecho un rodeo para enfilarse en la acera y poder filtrarse al disimulo.

Conducido hacia el corral, le instruyó Mauricia brevemente:

—Allí, mire, está el cajón. Subiéndose se ve el huerto. Ella no tardará. Yo me voy a ir friyendo unas sardinas.

Quedó solo y procuró habituarse a las tinieblas. La empresa, tan inesperada, tan rápida, seguía pareciéndole sencillamente hermosa; pero le inquietaba un poco no haber contado con Antonia previamente. Latía su corazón. Este corral era pequeño, cenagoso, por culpa del cerdo que roncaba en las tinieblas, y lleno de unas cosas blancas que marchaban, que daban zapatazos... y que al fin Esteban comprendió que eran conejos. A Mauricia veíasela a través de un ventanuco con su sartén a la lumbre.

¡Los eucaliptos! Al subirse al cajón los vio..., con su prestigio de cosas mucho tiempo adoradas desde lejos. Se alzaban ambos en mitad del huertecillo triangular, y las ramas bajas de unos caían sobre la blanca arcada de un pozo. El olor a cerdos se disipaba aquí en olor a nardos. Pero de pronto chirrió la puerta que daba a otros corrales... y Esteban se encogió sobre el cajón ¿ELLA?

Sintió unos pasos leves. Luego, nada. La que fuese, venía con sigilo y habíase parado a esperar.

Fue irguiéndose el joven con cautela, y descubrió a la adorada inconfundible junto al pozo: se había sentado en la poyata que serviría para los cántaros, y tenía la carta en la mano y baja la cabeza...

Algún ruido sobre la tapia debió advertirla, porque se puso inmediatamente en pie y se acercó.

Traía extendido el brazo, como para alargar la carta a la altura. Mas... ¡oh su sorpresa al ver a... a Esteban!... ¡Sí, le reconocía!... Y su estupor de haber mirado que no era la de Mauricia la silueta que confundían las sombras... se cambió en otro estupor.

—¡Tú! —pudo decir, solamente.

Clavada, mirándole, con ambos brazos caídos a la falda, dudaba si escapar.

—¡Antonia! —suspiró Esteban con delicia de caricia.

Hubo otra pausa, y ella la cortó en azoramientos, en casi indignadas protestas:

—¡Oh, Esteban! ¡Por Dios! ¡Qué atrocidad!

Se había alzado la carta al corazón, al querer calmárselo con la presión de ambas manos, y sin dársela siquiera decidió al tiempo que ella misma partía:

—¡Vete!

Entonces fue cuando Esteban pudo hablar. Pedía perdón y la llamaba... ¡Un segundo!, ¡un segundo!, ¡para darle la carta, cuando menos!...; y logrando primero detenerla, y luego que se acercase, el triste, continuaba sus explicaciones y disculpas. No, bien; no volvería. Mas, ya que estaba aquí, ¿por qué no quedarse un momento? ¿Qué más daba la tapia que la reja?...

En la tapia misma había tenido Antonia que reclinar un hombro, por no desfallecer; miraba al novio, y el miedo teníala alejada dos pasos del sitio adonde le veía asomarse como a un balcón del infierno de la gloria...

La entrevista duró apenas diez minutos. Antonia estaba intranquilísima, y no quería en modo alguno que volviese, sino que él pedía las razones que la terca tuviese para ello...; y como no tenía ninguna, en realidad, le concedió, por fin, que viniese al día siguiente.

—¡Bueno, adiós!... ¡Ven mañana! Yo ¡tendré pensado si esto debe ser!

La había turbado. De la turbación de ella quedábale no poca al novio. ¿Por qué su angustia? ¿Por qué temerle aquí, entre la soledad y las tinieblas, y no en la reja?... ¿Por qué?, ¡ah, sí! ¿Por qué, gran Dios, aquella madre tan estúpida y torpemente se empeñaba en obligarlos a matizar como de aspectos perversos su cariño?

A la segunda cita, Esteban traía también un presentimiento de solemnidades bien extraño...; y —¡oh, su eterna paradoja!— Antonia se lo borró completamente. La vio llegar confiadísima; «él tenía razón; antes los descubrirían con la pública entrega de sus cartas que así, hacía mal, puesto que desobedecía a su madre; pero ya que la desobedecía de todos modos, preferible era el secreto».

—¡Oh, con tal de que Mauricia lo guarde... y tú!

—¡Cómo, yo!

Él se ofendía. Ella, franca, le devolvía su fe, sus seguridades, contra lo que a su madre le oyó sobre «si los hombres contábanlo siempre todo».

—¡Ya ves, si supiesen que entras por ahí...!

—Descuida: Mauricia es buena. Además, le doy dinero. ¡Lo mismo entonces podría decir lo de las cartas!

—¡Sí, claro! ¡Lo mismo!... ¡Y que has entrado ya dos veces! Debiste consultarme, Esteban.

—¿Para qué?

—Para que..., para que yo no lo hubiese consentido. Lo importante era no haber dado una sola ocasión de... verdad.

Comprendíalo Esteban. Hoy hallábanse los dos a la merced de las malicias de una cómplice. Pesábale, sin decirlo, esta posibilidad de peligro que había él echado irreflexivamente sobre el público concepto de su Antonia, y la gratitud y la piedad por la heroica resignada le hicieron acentuar para con ella sus delicadezas, sus espiritualismos. La charla, dulcísima, purísima, de una ligera feliz que devolvíale a Esteban por completo, en absoluto, la noción de la niña candorosa..., duró casi una hora esta noche.

Pero a la siguiente, Antonía le aportó la angustia de un azar harto temible en esta felicidad que procuraban ambos afirmarse sobre tanta inconsistencia. Llegaba tarde e intranquila, para un último «adiós», y nada más. En la pasada noche, mientras ella aquí, el ama y la criada Petra, fieles, por no decir exageradas guardadoras del celo de su madre, la buscaron por la casa, y luego por la vecindad... Disculpóse con haber estado ordenado el laboratorio de su padre, que ella arreglaba siempre (aunque, como era natural, por las mañanas), y gracias a que la creyeron. ¡Imposible, pues, seguir! ¡De

todo punto imposible, si no querían ser descubiertos y perder hasta el mísero consuelo de las cartas! Grave el caso. Esteban quiso discutirlo; pero Antonia, eléctrica, le alzaba la mano en despedida: «¡Adiós!»... La tomó él y la besaba..., con los primeros besos de amor y de dolor, y sin que ella tuviese otra ansia que escapar; mas no podía; reteníale el novio, y al fin la asombró al oírle como la única salvación que se le había ocurrido: «hablar cuando todos se acostasen».

¿Qué más daba? ¡El mismo sitio' ¡La misma soledad y la misma oscuridad!... ¿Iba nada a cambiarse porque fuese a las nueve o a la una?...

Ella pretendía apoyar sus negativas en grandes argumentos... y parábase, incapaz de terminarlos... ¡Oh, sí, todos se tendrían que resunur en agravio a su virtud..., a la nobleza de ambos, como si fuese a ser menos fuerte a la una que a las nueve!... Últimamente su apuro, su apremio, se asía en derrota a nimiedades...: «a su miedo de cruzar a tales horas los patios..., a su duda de que Mauricia tampoco se prestase...»

—¡Bah! ¡Tu miedo! ¡Ni que ahora te esperasen el sol y un batallón!..., y en cuanto a Mauricia, ¡verás!... ¡Mauricia! ¡Mauricia! Acudió inmediatamente Mauricia, a la voz leve, porque estaba siempre en la cocina; y de la consulta, y con su esfuerzo animador, Antonia tuvo que rendirse. Y nada de mañana. Esta noche. ¿Por qué no?

—¡Hasta la una en punto, ya lo sabes!

Esteban y Mauricia, los dos en lo alto del cajón, la vieron partir del huerto.

Ella, fantasma blanco, se olvidó de volverse en la vieja puerta a saludarle con la mano.

¿Y qué?, ¿si él veíale el corazón tan lleno de él!

—¡Es una gloria! —comentó Mauricia únicamente al bajarse del cajón.

En seguida, guiando al joven por los charcos, le entró en la cocina y le dio las instrucciones convenientes: «para entrar, le esperaría; para salir, él no tendría más que tirar, cerrando el picaporte, si ella se acostaba...»

IV

La butaca debió de haber sido granate, y ahora era, a vetas, salmón, y estaba rota.

Dejó de mirarla y se miró la mano, que le pareció primero pequeñita, y luego colosal... A lo largo, así tendida, diríase que había hasta la punta de sus pies dos leguas. ¿Por qué? ¿Qué tenía ella en los ojos?

«Piiiiiiii... iiiii... ií...»

¡Ah, cómo resulta igual un rugido de león a tres kilómetros que un mosquito a una cuarta! Habría volado al techo, desde el testero.

Recordó, por el florón del techo, que cuando más chica creía que un millón fuese una moneda de oro del vuelo de una rueda de carreta. Quien tuviese seis millones, los tendría en una habitación; y si se quedaba sin dinero suelto alguna vez..., ¡cualquiera le cambiaba uno!

«Piiiii... ií.»

¡Zas! Un manotazo. Se fue el mosquito. Desde el respaldo se le había aposado en un pecho. La mano había temblado en la carne dura, y quedó allí.

«¡No, esto no debía ser!»

Echóse de la cama, y se puso una faldilla y los zapatos. Fue a su tocador; buscó papel; apartó las cintas y peinetas y frascos de perfume, y empezó a escribir nerviosamente:

«Mi adoradísimo Esteban: Ya una vez, obedeciendo a mi madre, corté nuestras relaciones; hoy debo hacerlo obedeciéndome a mí misma. Te quiero, te idolatro..., pero la excesiva confianza a que hemos llegado en sólo cinco noches, háceme temer que...»

¿Qué?

Se interrumpió.

El espejo, entre los violeteros y los pomos de cristal, le copiaba el busto; oprimíasele el borde de la mesa por debajo de los senos; y como su camisa lila era de enorme escote, uno moldeábase estallante por encima y el otro casi se salía del canesú. Se ocultó el rebelde, con instintiva honestidad; se torció en la silla y quedó con ambas manos en la mesa.

«¿Qué? —volvió a preguntarse—. ¿Qué temía?»

Temía que...

¡Hasta escribirlo, hasta pensarlo era imposible!

Alzóse. Fue a la butaca vieja y se sentó. Llevaba el papel. Tumbada atrás lo contemplaba..., y le sirvió para hacerse aire, últimamente. Muy calurosa, la siesta.

Tres o cuatro moscas volaban trazando círculos en medio de la alcoba. En ésta a que obligábala su madre, no había modo de evitar que hubiese siempre algunas moscas y mosquitos, tan cerca del patio y de las partes de la reja.

—Pero... ¡imposible! Escribirle ella su miedo..., su miedo..., sería como confesarle que..., si él hubiese querido..., ella no habría sabido, no habría podido resistirle..., con aquella loca embriaguez de todos los olvidos que allí la iba ganando poco a poco y que, después, al despertar cada mañana, llenábala de alarmas y terrores. Luego era él, en realidad, quien la rendía respeto, y sería ella la débil y la vil si a ellos y a pesar de ellos respondiese con desconfianzas de sí propia.

Completó este juicio, ya que hallaba la racha de lucidez su pensamiento:

«O la carta que pensó escribir sería capaz de romper las relaciones, o no. En el primer caso, moriría de pena. En el segundo, habría sido para Esteban... una provocación». ¿Cómo decirle, sin mentir, y puesto que él no habíala propuesto determinantemente nada, te huyo por lo que te propones tú? ¿Cómo tampoco decirle te huyo por miedo, por desconfianza de mí misma y no obstante tu nobleza, sin que esto equivaliese a brindarse rendida de antemano?

¡Bah, incluso concluir al fin las relaciones con tal carta fuera más impudoroso que seguirlas..., puesto que valdría por la confesión de una virtud previa y completamente en moral derrota, sólo por la cobardía y el cálculo salvada en míseras, en ya bien despreciables purezas materiales!

Rompió el papel. Cada pedazo de los que tenían letras lo fue lenta partiendo en multitud de pedacitos que depositaba en la falda. Luego lo cogió todo y lo dejó caer en el cubo del lavabo —sin más que tender el brazo a su derecha—. «¡Lo digno sería terminar las relaciones sin carta, sin nada..., no volviendo al huerto y no volviendo a verle a él ni a Mauricia!»

Tenía las piernas estiradas, juntos y cruzados los pies, los brazos en los de la butaca y la cabeza en medio del respaldo. Aquel raro trastorno sensorial de ver las cosas, al mirarla fija, más grandes o más pequeñas, te seguía. Debilidad. Sucedíale cuando dormía poco. Por lo demás, divertido: un traje suyo, en la percha, le estaba pareciendo que podría llegar desde un cuarto piso hasta la calle.

Giró un poco la cabeza hacia la ventana y se propuso revisar sus recuerdos de estas noches con orden, por tratar de explicárselos, para saber quien pudiera tener la culpa de los dos.

Mejor dicho, en dos.

Recordaba, recordaba... tratando de entender la «lógica de la velocidad» de los hechos de lo que previsto por la imaginación hubiera necesitado años.

La primera noche hablaron por la tapia. Al principio ella estuvo al pie, mirando arriba. Fue su intención haber permanecido un rato..., y charla que te charla tan a gusto, y ya que nadie daba prisa, a la una y media seguía allí. Esteban obstinábase en suponerla fatigado el cuello de mirar hacia lo alto; arrastró ella, por último, un viejo cajón que había tenido flores, y siguieron conversando de codos en el caballete. Un cuarto de hora después, les despidió la luna, que había ido levantándose por detrás de los tejados. Y esta noche..., ¡nada!, ¡bien!

Pero en la segunda ocurrieron incidentes. Primero, una de las podridas tablas de cajón se hundió, y Esteban tuvo que sujetarla por los hombros, por el cuello, por los brazos, como pudo, y ella tuvo que cogerse a él hasta recobrar trabajosamente el equilibrio. De esto, que fue un enorme abrazo sin querer, resultó un beso entre risas y entre susto..., el primero que la daba, y en verdad bien disculpable. Al poco casi cedió otra tabla; se inició arriba el socorro, nuevamente; y en prevision, el novio la retuvo con su brazo por la espalda... No habían pasado diez minutos y la luna los cogió en la insolencia de su luz..., una luz clarísima, sobrada para tenerlos allí en culminadora y peligrosa exposición ante las más o menos distantes ventanas de algún vecino que tomase el fresco. A la insistencia de ella por marcharse, propuso él saltar la tapia: «¿Qué más daba, y se ahorrarían aquellos títeres?»... ¡En realidad, como siempre faltábanle a ella para sus reparos argumentos!; en realidad daba igual... Saltó Esteban, y se sentaron junto al pozo. El sitio de más sombra. Los eucaliptus les vertían encima sus ramas bajas. La humedad mantenía fresca una hierba fina alrededor. La poyatuela de los cántaros tenía una especie de respaldar en ángulo entre el brocal y la pila; pero, poco alta, estrecha, muy estrecha, sobre todo, por más que la delicadeza del novio procuró al principio no tocarla con su cuerpo, tardaron nada en perder esta etiqueta... Además, la losa de la poyata, irregular, no les consentía recostarse fácilmente... Y, en suma, que sin quererlo y sin pensarlo..., sólo con abandonarse al giro de la conversación y a las perfidias de la comodidad, ambos a las dos horas hablaban enlazados, hombro contra hombro, cara contra cara, besándola él más que diciéndola las cosas a menudos besos en la oreja, y teniendo ella un brazó de él detrás como respaldo... Pero un beso, otro gran beso, el primero que ella daba ansiosamente porque sin saberse cómo los labios de él encontráronla la boca..., la restituyó en sí misma al aviso de un reloj que sonaba las tres por la calma de los aires. Se levantó, y no pudo indignarse: ¿contra quién?... ¿Acaso Esteban habíale pedido este beso ni ninguno...? No eran ellos. Era la estrechísima poyata. De haber estado en dos asientos frente a frente, no hubieran habido besos ni abrazo, ¡el abrazo aquel que duró toda la noche!

A la tercera, Antonia habría querido mayor circunspección. Mas... ¿cómo?... La luna bañaba alta todo aquello, no había sino la poyata, a menos de sentarse en la tierra, y no había tampoco ya motivo para esquivarse de confianzas aceptadas. Se besaron, pues, tantas veces como le caía bien a la frases cariñosas, y ella esperaba en balde una osadía, un atrevimiento más, una sola incorreción, en fin, que la permitiese protestar en nombre de la verdadera honestidad... ¡No! ¡Delicadísimo! Hasta cuando enmudecían los dos porque el beso hacíase largo... porque languidecían las frentes en los hombros y los brazos oprimían convulsos..., las manos de él sabían permanecerle reverentes, religiosas, en igual descuido que respeto. Un descuido que la ganaba a ella, que la inundaba de fe y como de divinidad. Un descuido semejante al de hermanos que pudieran ser novios ángeles, puros en toda su carne de inocencia, y en que ella le iba entregando sus dolores, su alegría, y hasta los secretos más hondos de su alma. ¡Creía haberle hablado una eternidad y haberle oído y haberle dicho todo, todo lo que ya jamás podrían decirse!

A ratos, desde esa noche, y más en la antepenúltima y la última, cuando Antonia le contaba penas de su casa, de su padre y de su madre, él, oyéndola en congoja muda, reclinado ya no importaba si contra el hombro de ella o contra el pecho, como un niño que se va a dormir, solía advertirla incómoda en una actitud mucho tiempo prolongada; entonces cambiábase, y unas veces se le sentaba a los pies, rodeándola con infantil abandono los brazos a las rodillas, y otras se tendía francamente entre la poyata y la hierba procurándose por almohada su regazo...

Y ella recostada atrás, y el novio en tal reclinatorio sintiéndose la caricia de las manos bellas por la frente... charlaban, charlaban ambos, siendo éstos los más puros momentos de aquellas horas de infinito, porque diríase que se olvidaban uno de otro para sentirse nada más de alma a alma sus dolores.

¡Oh, sí!... Estaba cierta de la nobleza de todo esto que iba recordando. Mas, aunque no sentía pesar, aunque no podía sentirlo por lo pasado, por lo actual, por lo que esta misma noche y mañana y tantas noches habría de volver a inundarla de purísimo embeleso..., sentía un espanto horrible ante el largo porvenir, por las tremendas mutaciones que en el tiempo, por cualquier azar y asimismo con plena rapidez, podría alcanzar una confianza que había llegado a tanto en... ¡cinco noches!

Nunca ella, que respetaba profundamente su pudor, sufriría en la voluntad el impulso de perderlo; más ¿tendría la voluntad de resistir, allá en sus narcotismos de abandono, si fuese de él la iniciativa?

Se estremeció.

El estremecimiento la hizo recogerse y doblegarse toda, hecha un ovillo, a un rincón de la butaca. Púsose a reflexionar si habría ya algo de voluntaria invitación, de «iniciativa», en las desesperadas frases que él solía oponer a este rigor de la madre de ella contra ellos.

«Una noche, Antonia, te cojo, y nos marchamos... ¡para siempre!, ¡por ahí!», ¡habíala dicho hacía tres noches! Y luego insistió de modo tal en esto, que tuvo que tomarlo en serio, Antonia, aunque sólo fuera por mostrarle la insensatez de romper con sus familias dos criaturas, sin nada ella, sin nada él...

«¡Una noche, Antonia, te cojo, y nos marcharnos!», insistíala aún el testarudo a la otra noche. Creía quizá haber hallado la solución a través de lo imposible... «Los buscarían, los harían volver desde Madrid, y no habría otro medio que casarlos»... Pero ella, más serena, presentó dificultades harto poco imaginarias, harto poco caprichosas: ¿disponían de medios ni aun para la breve fuga con semejante intención? ¿Qué tenían siquiera para el viaje, en coche o en diablos, puesto que no partían trenes de Badajoz más que de día?... Irse a las ocho de la manaña a la estación, como dos bobos, fuese hacerse coger al lado allá del puente, lo mismo que si hubieran ido a pasearse en el Campo de San Juan. Y Esteban..., los dos tal vez, se renegaban de que de tantas cosas, unas ridículas y otras crueles e implacables, dependiese su destino.

«Una noche, Antonia, alguna vez..., y ya que no te parece fácil el escándalo del viaje..., sin viaje y sin escándalo y sin nada habremos de llegar a... no importa qué... que obligue a tu madre a casarnos»... Esto habíase oído anteanoche, y, casi con iguales palabras, anoche... ¡Y esto era lo grave! La oprimía Esteban toda contra él, mientras decíalo, y ella, en ambas ocasiones, llena de terror, habíase limitado a quitarle la boca de la boca y a cerrar los ojos en protesta... Nada le contestó, por no querer adivinarle...; y Esteban, hasta el mismo amanecer, la estuvo envenenando con una extraña fantasía de... ambos en Madrid, casados, libre el estudiante de su infierno, de estudiante, estudiando más, incomparablemente más hasta acabar la carrera, y perdonados y queridos y sostenidos en una fonda los dos por sus familias...

«¡Sí! —pensó la novia irguiéndose de nuevo en la butaca—, ¡ése es el peligro!»... Esteban no la había propuesto determinantemente nada a que ella debiese determinadamente contestar; ¡pero su intención, bien clara!... ¿Qué habría pasado en aquellas horas locas si él insiste? ¿Qué... de atroz, de enorme, de irremediable..., de lo que seguiría ya siendo irremediable y enorme y atroz, con la fuerza de los hechos, en esta misma hora y en este mismo cuarto en que ella estaba pensándolo con el horror todavía de sus intactas purezas?

Y el horror la levantó.

Lloró.

No comprendía la injusticia con que su madre la guardaba la virtud poniéndola en el trance de salvar su amor con la deshonra. No comprendía la absurda necesidad de estas relaciones de trampas y de riesgos. No comprendió tampoco, ahora, en el momento de lucidez que entre lágrimas recibían como del aire sus ojos finos y espantados, la cobardía de ella misma, para otras cosas tan valiente, que impidiéranla ir en busca de su madre y explicarle «la digna realidad de aquellas palabras de la reja...». Le confiaría que el novio era su vida... y le imploraría y decidiríala a que pudiera seguir este cariño, al amparo de ella, su marcha noble y regular.

Un ímpetu la hizo abrir la llave de la puerta —que cerraba a pretexto de los niños—, y la lanzó en busca de su madre.

Cruzó el pasillo, cruzó la sala..., y en el gabinete..., ¡oh!..., ¡ante la vidriera del tocador, detúvola la muralla infranqueable del respeto!

¡Con su madre, siendo su madre, tenía ella menos confianza que con una amiga de dos días!... Al revés: una reserva hostil, por culpa de aquel respeto a través del cual y de corazón a corazón se amaban hondamente. La salvaría si pudiese adivinarle a la hija la tremenda situación, y la hija que lo ansiaba se sentía desfallecer al simple pensamiento de explicarle la aventura de Renata. ¡Un miedo... el hablarle cosas de cierta intimidad! ¡El miedo del secreto..., que justamente por serio en nombre del respecto y la pureza, antes que tenerlo que romper la había hecho a ella pasar para con su madre por indigna, como ahora la arrastraba a la traición y la locura!

¡No, no comprendía por qué a una madre no se la pudiera ser más franca que a un novio!

Incapaz de abordarla, y siéndole indispensable, no obstante, su amparo, sentóse humilde cerca de su amparo. Una esperanza la animaba: la de atreverse tal vez..., si ella al salirla interrogase, notándole la pena.

Venía a pedirla socorro en su abandono, a pedir que la protegiese en su inminente riesgo de impudor, que la guardase su virtud.

Mas..., ¡ah!..., esta idea de «la inutilidad de la virtud por sí sola» que resurgía tan terminante en sus entrañas la llenó de confusión. Miró enfrente el dormitorio, de su madre, la lujosa cama azul que le pareció maldita desde... aquel día... y el corazón le dijo: «Discúlpala...; tu madre no tiene otra madre que la guarde!»

¿Y qué quería con esto decirla, entonces, esta cama?

¡Oh, temblaba!...

Pero las lágrimas secábanse en sus ojos.

En su cuita miserable veía no menos miserable la salvación que buscaban sus angustias. Una virtud que necesitaba que alguien otra vez la vigilase encarcelada tras los hierros de una reja. Una virtud que, con la convicción de su debilidad, venía ella misma a procurarse un carcelero. ¿Qué especie de brava bestia necia era la virtud?

Pensó en los días de «su virtud inocente»... a la ventana y tuvo que apiadarse un poco de sí propia y de todas las inocentes novias que por tantísimas ventanas «creerían en su virtud»... ¡Para saberlo tendrían que saber de un huerto y de una tapia siquiera cinco noches! Dábale vergüenza esta especie de moral destrozo que habría de refugiarse en la...

Sintió ruido. Su madre.

Sorprendida en tal vergüenza, la ocultó con esfuerzo de su gesto... y tomó del velador contiguo un Nuevo Mundo.

—¡Hola! ¿Qué haces aquí?... Te aburres, ¿eh?... Bueno, prepárate... Saldrás conmigo, mujer..., a casa de las de Prida..., ya que parece que vas curándote del novio... ¡Qué novio del alma mía! ¡Aire, a vestirte!

—¡No, mamá! ¡No tengo ganas de salir!

—¿Que no?... ¿Cómo que no? Mira, mujer, yo que creía... ¡Pues ahora digo yo que sí!... ¡Y a la calle de San Juan! ¡Te quiero ver delante del mono ese... y saber si todavía te ganas alguna bofetada!

Se había parado a decirla esto, y la hija la vio partir, con la toalla en los hombros y todo el pelo lleno de peinetas. Comprendió que nunca tendría el valor de replicarle una palabra. Y fue también a obedecer..., a vestirse.

Salieron.

Había sido el de Antonia un encierro de diecisiete días.

Las calles y las gentes quitáronla no poco la exageración de miedos de su histérico aislamiento.

Sin ver a Esteban, por suerte, en la calle de San Juan, pensaba en él con calma. La encontraban más guapa las amigas. Le preguntaba por el novio... ¿Estaba fuera?... Creían ellas que la fiel le guardaba el luto de la ausencia. Y esta comprobación de que Esteban consagrábale su recuerdo, todo el día, en la soledad de sus estudios y del campo, según él mismo habíala dicho, le daba la medida de su amor y su lealtad, de su gran discreción, de su nobleza..., de cuánto en él debiera confiarse...

A las diez cenaban. Hasta las once y media tocó el piano. Y a las doce se acostó.

A la una, muda y negra la casa, salía del lecho la que habíase entrado en él con medias, se calzó a oscuras los zapatos, se puso únicamente una blusa y la faldilla, y salió a abrir... puertas.

Eran tres: la del patio, la del corral y la del huerto.

En el pozo, ya esperaba él, que la asustaba siempre.

Vino, y la besó, como siempre, para convencerla cuanto antes de que no era un fantasma ni un ladrón. La llevó por el talle a la poyata y se sentaron... como siempre.

—He salido, ¿sabes?

—¿A dónde?

—A la calle de San Juan.

—¡Ah!

—Sí, con mi madre... ¡Ya se cree que no te quiero!

Un súbito abrazo y fuerte beso a plena boca fueron el pago de la pena irisada de malicia con que Antonia dijo esto. Pero tenían que hablarse mucho, y el beso se cortó en suspiros. Hablaron, pues, de las amigas, de la calle de San Juan. Ella ponderaba su sorpresa de haber sabido que se estaba en vísperas de feria —14 de agosto—. Luego, mañana, la Virgen.

—¿Cómo? ¿Lo ignorabas?

—Sí, hijo. No sabía ni en qué día iba viviendo. Al salir me chocó ver tan animadas las calles.

—¡Claro!... ¡Portugueses!... Toda la Memoria, y San Francisco y la plaza de Moreno Nieto están llenas de puestos y de pabellones de baile. Mañana es también la corrida.

—Los toros, sí; creo que vamos. Y además el baile..., ¡eso te quería decir!

—¿Al baile?... ¿Al baile vas?

—¡Al baile! Y se me figura que a todos. Paquita Rey y su mamá lo han tratado con la mía.

—¡Oh!, pero entonces..., ¿es que no vamos a hablarnos estas noches?

—Por eso te lo quería decir.

—Pues... ¡no vayas!

—¡Bah! ¡No puedo! ¿Quién se opone a mi mamá? Como que yo creo que me ha sacado, al fin, para que la acompañe: le gustan los bailes. Clarita es demasiado chica para que se pueda mi madre disculpar con que la lleva... Quien no ha de ir eres tú...,¡desde luego!

Los había apartado la tristeza. Esteban rebelábase ante la idea de interrumpir estos coloquios por unos días, por cinco días, por más tal vez, pues que la feria solía prolongar sus diversiones... ¡Maldita feria! Y claro, si del pabellón del Casino salían de madrugada, ¿cómo venir al huerto?... A primera noche tampoco..., músicas, teatros, paseos...; y estarse, además, el novio todo el tiempo sin poder ni verla por ahí... Charlaban, charlaban, tercos, cada uno desde su punto de vista. Pasó una hora, y no habían podido entenderse...; él quería que ella se fingiese enferma; ella argumentaba —¡oh, sí, y qué bien argumentaba en esto que tenía argumentación!— que si la enfermedad «fuese grave», hasta meterse en la cama, su madre no saldría, llamaría al médico, y aun suponiendo que pudiera engañar a todos, se quedaría alguien levantado por cuidarla; si fuese leve, iríase su madre al baile, se quedarían las criadas esperando... Al fin, convencido Esteban, que era razonable, volvió a estrecharla y a besarla, como a un tesoro que podía perder —que iba a perder por tantas noches— mientras seguían al menos, afanosamente, proyectando el modo de verse y entenderse... Por lo pronto escribiríanse a diario por Mauricia. El pabellón del Casino estaba en la Memoria, y como era abierto, él podría mirarla sin entrar y ella llevaría en el pelo y en el pecho rosas blancas; sabiendo que se situase él del lado de la muralla, por ejemplo, Antonia, como al descuido, se iría quitando rosa por rosa y tirándolas afuera... para ir quedándose «desadornada» en su honor. Además, en San Francisco, en los toros, por las calles... siempre al encontrarle llevaría el pañuelo en «la mano del corazón», en la izquierda... Y se besaban, y hablaban, estrechándose cada uno al otro como un tesoro que podría perderse...

Les daba tono el ambiente de ruidos esta noche, tono como de ansia, como de angustias en mitad de la emoción del mundo que los iba a apartar por varios días. Los perros no cesaban de ladrar, y sonaban de poco en poco borrachos y guitarras. Habían sentido coches de forasteros que vendrían a las corridas, y los perros, principalmente, parecían locos: uno, atiplado, de mal genio, allí en la vecindad, contestaba a un mastinazo que contestaba a otro; y a los tres, mil, cuantos había en la ciudad, sentidos en diversos ritmos y distancias, como si en esta calurosa noche fuese Badajoz la sede de todos los perros de la tierra.

Acabaron Esteban y Antonia por no hablarse, oyendo aquello, con las bocas juntas en una succión de venenos infinitos. Sin darse cuenta, habían ido deslizándose desde el estrecho asiento hacia el ribazo de césped que le formaba a la pila una alfombra de frescura.

La poyata servíales de reclinatorio y respaldar, y un brazo de ella sobre la piedra, de almohada para los dos.

—¡Ah!, ¿sabes?... —exclamó de pronto, porque se acordase... o porque quisiese interrumpir esta embriaguez que la mataba—. ¡Tienes un rival! ¡En la calle de San Juan me ha mirado mucho un forastero!

—¡Bah!, ¡uno!, ¡qué cosa! ¡Te miran tantos! —dijo él, cuando pudo reponerse del trastorno de delicia que le arrancaba aquella boca.

Quiso Antonia tal vez retreparse hacia el asiento y no pudo. El brazo del novio seguía enlazándola la espalda...; sólo consiguió, a pretexto de encoger los pies, doblarse y separar un poco el cuerpo. La luna les daba ya hasta la cintura; y como ella había quedado con la cabeza más alta, sobre el codo, no pudo advertir que en el desorden de abandono se le habían despreso unos cuantos botoncillos de la blusa y que Esteban la miraba dentro rosadas semisombras...

—Pero ese forastero —insistió ella, buscando cualquier trivial conversación que los olvidase de «tanto olvido» en ellos mismos— no es de los de las fiestas. Está en Badajoz hace un mes. Viene de ingeniero jefe de minas.

Él miraba, miraba las penumbras de misterios rosa y de encajes blancos, y no se atrevía a moverse porque esto no fuera advertido y corregido. Ella, con el brazo libre, procuraba prenderse el pelo que se le había deshecho en negro bucle por el hombro.

—Sí, viene de ingeniero jefe de la provincia y se llama don Carlos Navarro.

—¡Ah!, ¡qué informada estás! —no pudo esta vez por menos de oponer Esteban.

El juego del brazo de ella, llevado a la cabeza más alto, habíale acabado de entrecerrar la blusa.

—Lo sé por Paca Prida. Es un hombre guapo, alto, elegante; pero que digo yo que tendrá cincuenta años. ¡Mira lo que son las cosas!... Desde que está aquí, creo que trae en revuelo a las muchachas..., ¡qué atrocidad! ¡Y puede ser el abuelo de nosotras!... Pues, nada, hijo..., juraría que Paca y su mamá nos acompañaron hasta casa por ver si se nos veía detrás... Ella dijo el nombre. Yo pensé que sería el gobernador, y ya me daba rabia que tanto pasase y me mirase..., solo, tan tieso, tan negro, con sus lentes y con su barba partida y recortada, que todavía la hacen más negra algunas canas. ¡Tampoco a mi madre le disgustaba que me mirase, por lo visto!

—¿Por lo visto?... Y «por lo visto»... ni a ti.

—¿A mí?... ¡Hombre!

—Le habrás mirado tú, para saber que te miraba.

—No. Es que es imposible no reparar en su descaro. Creo que mira igual a todas las mujeres. ¡Tiene fama ya!

—Oh, nenita..., reparar no es precisamente fijarse de ese modo..., ¡hasta el número de canas!...

—¡Qué tonto eres! Pero si es un hombre que se ve todo de una vez..., que se mete por los ojos... ¿Te da celos?

La comprendía el novio. Inclinada encima de sus ojos la cara de ella, veíala el alma en la sonrisa que queriendo ser traviesa era sólo de candor. Sí; la comprendía, la adivinaba ampliamente...: huíale enamorada, espantada de ella misma, pretendiendo refugiarse y distraerle con la leve y gentil coquetería en que al menos son maestras todas las muchachas... Pero él deseó volverla fácilmente a su dominio, respondiendo:

—¡Celos, yo! ¡Por ti!..., ¡fuese ofenderte!

Y rodeándola el otro brazo por detrás de la cabeza, y aplastándola la boca con un beso, añadió:

—Mira el... señor... ¡si nos viera!

—¡Por Dios! —comentó Antonia únicamente, volviendo a ser atraída por el yugo de los brazos.

La exclamación, no supo ella misma si pudo referirse dulce y pícara a la broma del «señor», o más bien, dulce y alarmada, a la involuntaria e imprevista torsión que le había hecho caer el busto sobre el novio. El beso..., el tremendo abrazo..., seguían ávidos, crispados, eternos... Voló hasta los confines de lo ignoto el recuerdo del «señor». Los corazones palpitaban...; se sentían; y sentía la virgen aterrada y muerta, inmóvil, atada allí por las lianas de la gloria de un delirio, cómo el Esteban cruel le estaría sintiendo elásticos los senos a cada respiración fatigada por el beso que ya dormían los dos en el húmedo néctar de los dientes...

Le huyó la boca por fin y le rodó suspirosa la cabeza a un hombro. Él, sufría ahora la Dama de su aliento en el oído, y persistía oprimiendo el celeste cuerpo contra sí en una quieta opresión que era inmortal...

La oyó gemir, estremecida de pronto:

—¡Qué pena!... ¡Qué pena!...

—¿De qué? —recogió él también como en un soplo.

—¡De mi madre! ¡De querernos!... ¡Ella lo sabrá... y lo impedirá!

Lloró contra la cara de él, en silenciosa explosión de lágrimas. Nobles lágrimas que eran ya de histérica gratitud sobre el enorme abrazo de quien sabía acogerla con pureza en todos los abrazos. Se abandonaba, pues, alma y vida, con fe suprema..., como hermana, como novia arcángel..., como si, divinizada su carne, quisiera también compenetrársele en el ser confiándole la guarda de su virtud ¡más que a sí propia!

—¡Mi madre, lo sabrá!... ¡Lo sabrá y no volveremos a vemos, más o menos pronto!

—¿Por qué?

—¡Porque sí! ¡Estoy convencidísima!... ¡Figurate tú..., si no una noche, otra!..., ¡en tanto tiempo!

Convencimiento y obsesión, esto, de él, asimismo no tuvo el dolor de Antonia que decirle más para dejarle medir todo aquel infortunio fatal y abominable. Constituía precisamente, cada noche, al venir en busca de ella, su miedo... ante el peligro, ante la seguridad, podría decir, de que... «ya la hubieran sorprendido en tal arriesgadísimo trance de abrir puertas»... Una simple criada que se levantase a beber vería descorridos los cerrojos...

—Oye, Antonia, ¿por qué no le hablas a tu madre?

—Porque sería inútil: ¡la conozco! Y esta tarde he podido acabar de convencerme.

—¿Inútil?

—¡Por completo! ¡En absoluto!... ¡Nombrarte, decirle de ti lo más mínimo, equivaldría a haber acabado nosotros para siempre!

La persuasión era rotunda. Hería a Esteban... como el martillo que hace añicos una última esperanza de cristal; y hubo unos segundos de horrible desaliento..., y sus brazos, que habíanse abandonado por la espalda de la triste, volvieron a ceñirla con el ansia del tesoro... que iba a perder por unos días..., que podía perderse para siempre..., ¡para siempre!..., que tendría indudablemente que perder... ¡y que no quería perder!

—¡Antonia! —dijo de un modo enérgico y extraño, mirándola los ojos—. ¿Me quieres tú?

—¡Oh! —repuso ella con un aturdimiento.

—¿Cómo a tu vida?

—¡Como a mi vida!

—¿Más que a tu madre?

—¡Más... que a mi madre!

Leve el titubeo, concesión tan sólo al prestigio de un nombre y un respeto. El divino amor, en la faz maravillosa, lo borraba. Vibró la expresión fulmínea de una desesperada voluntad, en los labios de él... y lo que habría sido previo anuncio innecesario, se redujo a estos fuegos de centella.

—Entonces..., cuando ella quiera... y desde esta misma noche... ¡será tarde! ¡Porque tú...!

Le unió la boca y dejó a la amada bebiendo elixir de delicia que acallaba su protesta y razón... Largamente. Largamente. Ella había cerrado los ojos..., ¡la virgen!, ¡la niña!..., ¡la mujer que florecíase de vida bajo el cielo!... Él, quieto, implacable, sabía lo que quería..., lo que quería pleno y totalmente y hasta el fin, de cálculo y de escándalo..., de seguridad y de evidencia de que fuera suya y para siempre la que nadie más le pudiese disputar... Pero el beso, que intentaba más que rendir a una inocente vencer en porvenir a una tirana madre testaruda, también iba ganándole, ganándole..., al sabio..., nublándole sabidurías de la conciencia con velos de un todo azul y actual inmensidad en que sólo iba quedando el bellísimo misterio de mujer que palpitaba entero entre sus brazos...

¿Sabía ella? ¿Se daba cuenta?... Pálida a la penumbra de la luna, parecía muerta en un ensueño.

Olía a nardos, y habían dejado de ladrar los perros. Era inmenso el silencio ahora. Sólo allá como fondo del silencio mismo, exhalaban su estruendo eterno los molinos del Guadiana.

—¡Esteban! —quiso Antonia de improviso rechazar.

Y él la oprimía, él la volvió a aplastar la boca... y ella no supo explicarse por qué tenía desnudo un pecho y ardiendo en el suave fuego de una mano.

De haber podido oír, hubiesen oído el taf-tear de un automóvil que cruzó por San Francisco. Pero sólo oían sus respiraciones de congoja.

—¡Sí!, ¡eso!, ¡toda mía! —dijo Esteban a otro estremecimiento de la novia pudorosa.

Fue en seguida una lucha breve y dulce de un pudor y de un amor contra un amor. Fue en seguida un abandono en agonía de suave estatua blanda..., y fue un grito... que turbó apenas el silencio, ahogado por mil besos...

Cruzó el cielo un ave de la noche.

En la hierba, en el borde de la luna, junto al pozo, había sobre la boca de la inerte un rumor de besos ávidos, pequeños, únicamente sonoros como hojas de rosa al estallar. Besos que también llamaron luego en la boca de agonía a otros menudos besos de pétalo de rosa o de mariposas del pudor, fugitivas a bandadas en el triunfo inmortal de dos amores que... ¡ya no eran más que uno en una vida!...

Tostaba el sol. Hervía de gente todo esto. Aquí estaban las ruletas, las rifas de navajas, los puestos, de buñuelos. No importaba; entre la multitud se pasa inadvertido como en la plena soledad. Entró, pues, en casa de Mauricia. Entregó la carta y recibió la carta. De sus diez duros de feria, le dio dos. Pero había entrado hasta el fondo, porque la buena mujer tenía en la salilla gitanos y melones y venta de peces fritos y vino y aguardiente, y cruzáronse deprisa las palabras.

—Estas noches, no vendré..., va la señorita de bailes.

—Me alegro. Yo también tendré aquí gente. ¿A qué hora se fue anoche?

—No sé.

—A las cuatro, los sentí. Y al poco fue de día. ¡Qué atrocidad!, ¿no choca en casa de usted... a esas horas?

—No, Mauricia. Como hace este calor, que se asa uno en las habitaciones, he dicho que me estoy con los amigos, al fresco, en el campo de San Juan.

—De todos modos, alguna vez ¡los cogen!

—¿Quién?

—¡Su madre! ¡A esa criatura!

La llamaban los gitanos, y Esteban le dio otro duro. Mauricia le sonrió y le despidió rendidamente.

La carta, con lápiz, decía:

«Te escribo a escape. Sin tiempo. Llamándome mi madre. Vamos a los toros.—Tu Antonia.»

La besó. Comprendía que no le escribiese sino esto... A él le habían despertado también para la mesa, y desde la mesa aquí, sin mas que llenarle de un pliego tres caras. Pero la encantadora verdad de la esquela de ella, era ese tu tan convencido. «Tu Antonia.» ¡Sí, sí; bien suya!

Fue a casa, por unos excelentes gemelos de campaña de su cuñado Ramón; buscó inmediatamente a los amigos, por las cervecerías de la calle de San Juan, y juntos marcháronse a la plaza. Los amigos se admiraban de verle, y más de oírle que no salía por estudiar... «¡Hombre, estudiar en vacaciones y hasta dejando a la novia!»... Siempre le habían tenido por un extravagante. «¡Éste... es que le suspendieron!», hubo de comentar aparte Sergio López (que llevaba, naturalmente, corbata grana y el sombrero de Sevilla), con la aprobación de los demás. Y aquí, en el tendido, notando la disimulada insistencia con que durante toda la tarde volvíanse los gemelos de Esteban al palco de Antonia, y notando que ella ni por casualidad enfilaba los suyos a esta parte, le dieron broma sobre si su misantropismo obedeciese o no a la pena de haber sido calabaceado por la novia... «¡Sí, sí, Esteban: esa niña se está con su guapura poniendo un tanto estúpida!»... Y Esteban, viéndola en verdad divina con su mantilla blanca y sus rosas rojas, allá en el no inmediato palco donde la mamá, por suerte, te caía de espaldas, orgullosamente deploraba la torpeza de estos infelices que no podían adivinar..., ¡que le creían «despreciado» por la que no soltaba ni un instante de la mano izquierda su pañuelo! Hubo un percance: un banderillero, el Chato de Jaén, sufrió una cornada terrible en la barriga. Le sacaron entre cuatro, y se desmayaron algunas señoritas y unos cuantos portugueses.

Por la noche, San Francisco, con dos músicas, entre las guirnaldas venecianas. Mucho polvo, y una de gente que era imposible pasear; únicamente dos veces, y mal, pudo Esteban ver a Antonia sentada con su madre. Después de la cena, el baile en la Memoria. Y a esto vino solo... condenado a permanecer con los mirones en lo oscuro. Le daban envidia sus amigos. Bailaban con ella. Le dirían, «por si ella no lo vio», cuánto la miró por la tarde. Le dirían también «que se apiadase de él», y a la burlona compasión picada de egoísta interés con que siempre a una bonita le dicen los amigos estas cosas, ella tendría que contestar con inocencias de niña..., de niña... ¡Oh, la niña de níveo traje corto como de primera comunión... y que tal vez llevaba otra niña en las entrañas! ¡Qué suya, qué suya era esta... MUJER y cuánto entre las otras chiquillas estaría sufriendo por simular sus plenos candores de chiquilla! A las dos y media, cansado Esteban, ser retiró un poco más y se sentó en la muralla. Veía lo mismo el pabellón entre los mástiles y las percalinas; su Antonia, de rato en rato, deshojaba una rosa con los dedos; pero no podía arrojarlas fuera, porque había por las barandas una triple fila de muchachas y mamás. A las tres recordó que... «hacía veinticuatro horas que adquirió sobre esta mujercita sus derechos absolutos». ¿Lo estaría recordando ella?... ¡Oh, sí, debía de sufrir mucho, forzada a estas fiestas cuando más quisiese estar a solas con su dulce drama enorme! Un ambiente de drama también alzábasele a él por el alma bajo el peso deliciosamente abrumador de la gloria que se había conquistado con su Antonia para siempre. «Ella sabe —pensaba— que la estoy mirando; que la está mirando su destino.» «¡Tuyo, te lo juro!», añadía como mostrándole en cruz su propio corazón al Dios del cielo. El heroísmo de una mujer enamorada que en el mismo umbral de su niñez da su honra..., que al ofrendarla no ignora que da la esperanza entera de su ser y de su vida sin que ya nadie jamás, sino el elegido, pueda hacer de ella una diosa o una mártir..., llenábale de admiración de calofríos. Y todo esto, con un poco de crueldad divina, habíaselo él escrito hoy en la carta.

Al día siguiente, igual; cartas en la siesta, toros y baile. Y al tercero, lo mismo, aunque sin toros, porque no había más corridas. Tal fue la razón de que pudiera ser algo más explícita ella en su carta del día penúltimo de feria. «¡Qué ganas tengo de hablarte!», decía, remitiendo indudablemente a la primera entrevista lo que de su corazón tuviera que contar la infortunada feliz. Avisábale que si cesaban los malditos bailes el 20, «saldría a esperarle»; y concluía: «Te advierto que, yo no sé por qué, creo que mi madre se fijó en que anoche en el paseo hacíamos por encontrarnos lejos de ella, al dar las vueltas, y en que no suelto de la mano el pañuelo todos estos días. Por si acaso, no lo llevaré. En cambio, me pondré en el corazón una rosa roja.»

¡Cuánta belleza vio él en este símbolo! Por lo demás, era cierto: despoblado Badajoz de forasteros, el paseo quedaba reducido en San Francisco a lo normal, ¡y estaba más que práctica la madre en cosas de señitas y artimañas!... Por la noche, en vez de permanecer siempre ante el baile, Esteban prefirió escribirla en El Suizo largamente. Y cuando se levantó en el nuevo día, a las doce, y salió bajo el tórrido sol de las tres para llevar la carta, iba contento.

Una noche aún, y a la siguiente la gloria de su Antonia. ¡Cómo la había esperado en estas fiestas de alegría para los demás..., de tormento para él! En el Casino tuvo buen cuidado de informarse sobre que «desarmaban mañana el pabellón». Meditaba, cuando llegó a la puerta de Mauricia (que ya no tenía tampoco venta ni gitanos), si debía declarársele francamente y pedirla... una habitación. Antonia podría saltar sin gran dificultad la tapia...

Pero Mauricia le aterró. Le había recibido tras la puerta con cautelas y aspavientos. Atrancó y le llevó a lo más oculto de la casa:

—¡Señorito, por Dios! ¿Usted qué sabe?... ¿Y si ahora vienen y me prenden? ¡Ha habido una aquí hace una hora!... ¡Por Dios! ¡Por Dios! ¡Por la Virgen y los santos!

No podía hablar. Se atragantaba. Esteban pensó que se tratase de alguna pelea de los gitanos, y de algún gitano muerto. Quizá lo habrían dejado aquí..

—¿Qué? —preguntó.

Y como ella no respondiese, con sus manos en cruz y sus viajes, insistió lleno de angustia:

—¿Qué?... ¡Los gitanos!...

—¡Qué gitanos, don Esteban! —rompió al fin la atribulada—. ¡Ahí en la tapia misma!, ¡la madre..., que no hay gitana más grande! ¡Me ha puesto!... ¡Oh, Dios mío!... ¡Me tuve que esconder!... Figúrese que estaría al acecho, o donde sepan los demónganos... y que llega la pobre señorita con su carta y... ¡plum!... ¡Dios mío!, ¡qué boca!, ¡qué madre!..., ¡qué modo de arrimarle a la criatura bofetadas!..., ¡qué...!

—Pero... ¡La madre! ¿Qué madre?

—¡Toma, la de ella! ¡En persona la «Gamboa», como una tigra..., que luego dicen de señoras!... Vale que me entré, como le digo..., porque es una prudente y no busca cuestiones!... Pero salí, al rato... y... ¡Venga!, ¡va usted a ver!

Se levantó. Le llevó llena de sigilos a la tapia, subió al cajón, hizo que él subiera y se asomase, y terminó de explicarle:

—¡Ve esos clavos? ¡Nuevos!... Pues son los que un herrero acaba de ponerle a un candado y un cerrojo... ¡Conque... para que haiga más cartas!

Se apeó. Tiró de él.

—¡Por Dios, que no le vean!

Y un momento después, Esteban iba por la calle, al sol, como un borracho, sin saber a dónde iba.

V

Pasaba el tiempo.

En los primeros días, en el primero, sobre todo, desde la casa de Mauricia habíase ido Esteban a su casa cierto de que recibirían, él y su madre, por parte de la Antonia la visita que iba a decidirle el porvenir. La esperó con la inquietud de lo solemne. Sabía encontrar en las complejidades su significación de resumen, y había visto que no debía sino alegrarse del suceso; «principio del fin»: descubierta Antonia..., los casarían. Pensó más de la mitad de aquella tarde, en lo que se llama el sino de las criaturas. Algo que va recto a su objeto bajo no importa qué apariencias. Obstáculos y contrariedades les habían servido, mejor que dispuestos por él mismo, para la rápida realidad de su esperanza. Un más que mucho imprevista y estupenda habría que resultarle a su familia la cuestión, y a él, y principalmente si la Gamboa no supiera reportarse un más que poco ruborosa; pero... trámite que tenía detrás la eterna dicha conquistada, bien para el hombre merecía el primero y el último rubor de las mejillas del muchacho.

Cuando transcurrió la tarde; cuando transcurrió el siguiente día; cuando fue transcurriendo luego, como ya iba transcurriendo, una semana sin que nadie apareciese..., reformó sus cálculos: la Gamboa no debió enterarse de nada trascendental; puesta en la huella por lo de San Francisco y por lo del pañuelo, espió sin duda a su hija, la vio escribir, y la siguió y la quitó la carta; no diría la carta de Antonia cosas importantes y ella creería que todo se redujo a que Mauricia le estuviese sirviendo de correo... ¿Cuándo Antonia, más encerrada que nunca, resolveríase a plantearle su conflicto?... Porque esta vez, a él y a mayor o menor distancia, ¡cómo dudarlo!, la seguridad le acompañaba: «una señorita que le ha entregado al novio la honra, es del novio..., por encima de cualesquiera extrañas voluntades y hasta por encima de su misma voluntad». Inevitable. Fatal. Absoluto. Desconfiar porque pasasen días de gris y siniestra calma, fuera como temer en días nublados que jamás volvería a salir el sol.

Descansaba, pues, en una evidencia que tenía aquellos tres adjetivos: «¡Inevitable!», «¡Fatal!»,«¡Absoluto!». Eran tres clavos que fijaban a su suerte la de ella.

¡Oh, ELLA!... En la premura un tanto impía con que el sino de los dos quiso precipitar los acontecimientos, sólo le quedaba a Esteban, ante este paréntesis de ausencia, que no había más remedio que afrontar, el egoísta dolor de su carne y de su alma por la gloria viva de la amada. Él hubiera dispuesto el providencial dilema de otro modo: o la sorpresa e inmediatamente detrás del semiescándalo y la boda, o un plazo previo mayor, siquiera de medio mes, en que haberse saturado de divina confianza y de delicia bajo el cielo. Pesábale no haber hecho noches antes lo que hizo en la que nunca olvidaría..., en la que, sin embargo, fue breve el triunfo y como deslumbrado por su propia inmensidad.

Mas, ¡ah!, ¡cuán díficil sostener ni el secreto más secreto! Imposible que hubiese rodeado el suyo de tantas prudencias y misterios ningún enamorado de la tierra. No obstante, lo desveló una seña, un simple buscarse en el paseo... ¡Verdad que... a una madre, a la Gamboa, experta por demás! Ahora, el ansia del que a pesar de todo seguía siendo el guardador del «gran secreto», cifrábase en que también aquella madre lo supiera, pronto, pronto..., a la vez que él se lo seguía ocultando a las gentes como un «depósito sagrado».

Arbitrio de una honra que se le sometió con tanta fe..., primero que dañarla dejaría que le matasen. Y augusto, solemne de orgullo como quien sabe que guarda el formidable poder de los césares romanos, capaz de disponer con un solo gesto de una vida. Esteban compadecía la frivolidad y la charlatana ligereza de sus amigos..., de los pobres amigos con quienes volvía a reunirse por distraer los tedios de este nuevo y triste lapso de su existencia atormentada. Al recordar algunas veces que les contó lo de Renata punto por punto, conocido desde entonces por todo Badajoz, tranquilizábase pensado: «¡Hay mujeres... y mujeres! ¿Qué mal pudo causarle a una... pública e idiota aventurera la propalación de mi aventura?»...

Uno de estos días (sin objeto, en realidad, y sabiendo sólo que no sabía qué hacer por salir de lo insufrible) se fue en busca de Mauricia. Era su ánimo informarse, preguntarla, oírla otra vez lo que aquella noche le escuchó a escape con el susto...; saber acaso, al mismo tiempo, si ella sentía por los corrales escándalo o algo que pudiera indicar mal trato para Antonia... Entró y un ¿quién está ahí? estentóreo le detuvo. Voz de hombre. Del mismo cuarto que salía, salió descalza Mauricia y poniéndose la falda. «¡Nada —le dijo al de dentro, viendo a Esteban—, uno que viene por melones!», y cauta, veloz, llevó a la sala al visitante, le manifestó que no había vuelto ni volvería a saber nada de nadie, porque unos albañiles habían alzado la tapia tres metros; le anunció que desde el jueves estaba aquí «su hombre —muy celoso y muy reaquel para andarse con tapujos», y le condujo a la calle.

Esteban sufrió la contrariedad retrospectiva de este hombre. Sacando la cuenta halló que había venido, si vino el jueves, un día después del 20, tan esperado como término de la odiosa feria. Es decir, que aunque no hubiese sorprendido a Antonia la mamá, el contrabandista les hubiera hecho interrumpir su encuentro tras otro único embeleso de otra noche.

Le admiraba la serie de obstáculos que están siempre suspendidos encima de una dicha. Le irritaba la humana y colosal dificultad, para entenderse, de dos seres cuyas voluntades se correspondían de un modo tan profundo, y pertenecientes, según los psicólogos estudios, a la única raza dotada de perfecta libertad, en la creación...

¡Oh, si fuesen pájaros..., si fuesen tigres, ellos! ¡Los tigres, al menos, eran fieras nada más con las demás... y se amaban y querían a sus cachorros y no tenían estas estupideces de «honra» y de «virtud» que a los humanos les servían para que les pegasen las madres a las hijas!...

¡Pobre Antonia!... Figurábasela abofeteada cada día por aquella madre indigna..., y no podía sufrirlo sin un salto al corazón. Abofeteada. La niña, ¡la mujer tan suya! ¡La faz en que él depositó y depositaría tantos besos religiosos!... Un sarcasmo, un sacrilegio, un absurdo..., y a ratos, porque lo toleraba él, parecíase un cobarde y un canalla!

Mas, ¿qué hacer para impedirlo?... Volvíase loco, loco de rabia y de impotencia, loco de dolor y de amargura... y se iba a distraer con los amigos de este infierno.

—¡Qué estúpido eres, tú! ¡Qué verano te has perdido! —solía reprocharle Sergio, al verle al fin con ellos y «aprovechando» el rabo de agosto que quedaba.

Y Esteban, abandonando el estudio, los acompañaba a todas horas. A sus preguntas respondía que... lo de Antonia estaba muerto. La misma terquedad en que encerrábase diciéndoles que lo dejaron porque no simpatizaban, o acaso por estudiar para ir adelantando el año, los intrigaba más. Por lo pronto, en sus comentarios entre sí, tuvieron ellos que rectificar el juicio «de los suspensos»: no tendría que examinarse Esteban, puesto que dejábase de libros cuando se acercaban los exámenes. Además, Antonia no debió de «darle calabazas», sino él a ella..., puesto que, por no verle, como si sufriese con la presencia de un ingrato, ahora que él venía a la calle de San Juan, ella volvía a encerrarse. A la Gamboa se la encontraban por las noches, con Clarita.

Por lo único que podía Esteban alegrarse de su «desarmonía» con Antonia, y de las diversiones en que andaban tan metidos estos tres era porque ambas cosas habíanse concertado para ahogar el conato de amorío entre su hermana Gloria y el cadete. ¡Mejor! ¡Demasiado niña, Gloria, y Ahumada demasiado... juerguista e informal! De su hermana, con una madre que tenía sentido común, al menos, no es que temiese él que pudiera ser lanzada al camino de violenta insensatez que Antonia por su madre...; pero ¡veía tan delicado, tan difícil de llevar, tan propenso a empañar la fama de una novia esto de las relaciones!... ¿Y dónde encontrar el novio religiosamente respetador de las mujeres, capaz, según él lo estaba siendo, de convertirse en guardián de la dicha de una, incluso contra las torpezas y sandeces de su madre?

¡A los hombres así, podrían abandonárseles la muchachas por las rejas!... Él no había avanzado un paso en el calvario de su amor sin ver anticipadamente qué grado de venturas para Antonia afianzaría. En cambio, Sergio, Ahumada, Ruiz..., los demás de Badajoz y aquellos paisanos de la corte, rabiaban por tener cualquier secreto y pregonarlo..., y cuando no, lo inventaban. Sergio contaba horrores y mentiras de Charito López, su novia del pasado invierno, y prima hermana. ¿No era casi reciente en Badajoz la historia de aquella Juana, artesanita, que se mató al verse despreciada, porque dos novios jactáronse de haberse acostado con ella... y se vio en la autopsia que era virgen!

Se indignaba Esteban. ¡Pobres muchachas! ¡Carrera de ellas, y única carrera, cuesta arriba de su honor, esta de la boda, el calumniarlas era algo tan criminal y tan cobarde como calumniar a un estudiante con calumnia de tal laya que le echasen de la universidad!

¡Oh, sí, en la carrera..., en igual carrera de fijación de porvenir estaban unos y otros!

Triste y mudo entre la alegría de los amigos, pensaba estas cosas crueles; pero al fin, procuraba aturdirse dando tiros, nadando, bebiendo copas..., haciendo las mismas insípidas majaderías que los demás. Los tiros, por las mañanas, en los fosos. Habían comprado dos cajas de pistolas de combate. Al blanco, y apuntando, a la señal o la voz. Habían comprado también un Lances entre caballeros, y lo leían por las siestas. Idea de los cadetes, que no se quitaban nunca el uniforme y que ya iban sabiendo andar sin que se les metiese el sable entre las piernas...; pero pistolas y cadetes y paisanos tenían que salir alguna vez más que a la uña delante de los toros del encierro... Y entonces, o mejor dicho, después, el artillero y el infante, no enterados aún de la Ordenanza, trababan discusiones sobre si estuviese o no permitido que un militar huyese de los toros... ¡Diablo, a no estarlo tampoco parecíale a Esteban menos dura esta carrera que la suya con los muertos!

Por las tardes, a las cinco, luego de leer hora y media en Montalbán los Lances entre caballeros, se iban al gimnasio; y cuando caía el sol, al Guadiana, para bañarse y nadar persiguiendo una sandía..., una colosal sandía de Villanueva, que echaban en el agua para que se fuese refrescando.

Pero las noches, principalmente, inundaban a Esteban con su gran melancolía. «¡Éste está mochales!», pensaban los otros, resignados a verle como aparte y distraído, mientras bebían ellos cazalla en un puesto de San Juan. Los «militares», sin uniforme, desde la vuelta de la cena, por si se ofrecía ir a ciertos sitios a enamorar a una criadita, no hablaban con el «sevillano» más que... de esto, de niñas y de conquistas de aguja o de estropajo...; y los tres contemplaban con lástima al cobarde «madrileño» que nunca tenía nada que contar, y que, en cambio, los dejaba cuando ellos se iban de juerga seria, como si fuese todavía un pipiolín del instituto.

¡Oh, qué brava humildad en las sonrisas de Esteban al tenerlas que sufrir hasta sus burlas! ¡Qué piedad la suya al verlos tan contentos de sus lances idiotas y vulgares!... Oíalos, mudo, con la silla contra un tronco, y los podría maravillar, si quisiese, con decirles que a él le daban asco aquellos pingos..., ¡porque habíale consagrado de bellezas y purezas, con su ser, la muchacha que pasaba en Badajoz por más linda y elegante!

Marchábanse los tres; y él, solo y orgulloso con la pesadumbre de su mundo, se encaminaba al paseo para contemplar los eucaliptos.

«Antonia, así que se convenza de que las lágrimas no conmueven a su madre, le dirá todo.»

Jamás nadie, en la total seguridad de una esperanza, se desesperó como Esteban. El límite de sus inquietudes marcábaselo, un mes al medio, puesto que agosto terminaba, aquel principio de octubre en que tendría que volverse a Madrid. Ir... con su Antonia, sin que ella sufriera más ni le apenasen a él las perspectivas de la vida fría y horrible de estudiante. Harto comprendía lo que son los respetos a una madre; pero, ya sin otro recursos que saltarlos, ¿no reflexionaba ella que exigirían todo septiembre los arreglos de la boda?... Partir él, con el tormento indeciso «del plazo», valdría por hacerle perder para el estudio el tiempo que tardaran en llamarlo..., el tiempo que tardaran en hacerle regresar de un modo inútil.

No estudiaría, sabíalo bien; como no estudiaba ahora, ni cuando en julio creyó su existencia rota sin Antonia. En cambio, mientras la habló por la reja, y cuando tomó más poderosamente a recobrarla en el misterio de las noches, los libros fueron sus amigos.

Sobrábanle las horas en que meditar, y de recuerdo en recuerdo y de idea en idea llegó una vez a tener que sorprenderse ante la estrecha, ante la constante, ante la perfecta armonía de las mujeres con el orden mismo, de su vida. Una mujer, siempre, una complaciente mujer, detrás de más o menos engaños de fealdad, o frivolidad, coincidía con cada esencial y favorable transformación de su conducta. La Coja le desvaneció los miedos infantiles atraído por su belleza con plena valentía a aquella casa abandonada. La pobre asturiana horrible le dio la calma necesaria para sacar siquiera algunas notas en San Carlos. Antonia, en fin, salvándole de bestias y de feas, le había dado alternativamente, cuando contaba con su paz, el gusto de todas la serenidades y deberes nobles y cuando sentíasela robada, como ahora, el tedio y el desbarajuste indomables... Una que quedaba, Renata, funesta en aquellos meses de Madrid, no hacía sino confirmar la observación, por contraprueba: Renata habíale sido perturbadora, justamente, como... «negación de amor y de mujer...», ¡coqueta!... ¡Oh, porque eso sí, pero y más vil coqueta que cocota! ¡Peor la que tiene por oficio negarse con la boca y ofrecerse con los ojos!... Y la alteza de este bien que podían causarle las mujeres, con las ansias satisfechas de la carne o con el desinterés purísimo del alma, teníala harto evidente en que igual se lo hubo causado Antonia con su amor honesto de la reja.

Así la paradoja perpetua de su vida veíase resuelta en una gama donde todo era armonía. Nada tan natural como que un estudiante, que él, en la edad en que la naturaleza despierta con más bríos que a la inteligencia al corazón, necesitase para las calmas y firmezas de su mente una base de ternuras. Los estudiantes deberían ser, todos, casados: salir del instituto, y a la iglesia, con sus niñas novias, y a Madrid, y el gasto de la pareja encantadora no subiría muy por encima del que, yendo solo, iría el muchacho a derrochar para hacerse un miserable. ¡Y ésta, además, seria la única y gentil manera de conseguir que fuese una verdad de pureza del matrimonio, porque los novios también, como las novias, fuesen ángeles y siguiesen siendo ángeles!...

Llegó el primero de septiembre, el 1, el 5, y Esteban ya no dudó: «Antonia, incapaz de decirle nada a su madre, confiría en... que su misma situación tendría que descubrirla.» ¡Oh, sí..., ella esperaba que otros cuantos días acabasen de hacerla saber, al menos, «si Dios no había querido ahorrarla, con otra vergüenza mayor, pero inocultable, la vergüenza de tener que desvelarse por sí propia».

Pero esto..., ¡ah, qué largo había de ser!... Meses, hasta no poder ocultar humanamente el embarazo, duraría la lucha del rubor con el amor. Meses. Tantos, quizá, que Esteban prefería que Dios quisiese que ella pudiera persuadirse en este mismo de la necesidad de su espontánea confesión. La haría, entonces..., ¡claro!, y para saber el impaciente si su dicha hubiese de tomar el camino largo o el breve y el mejor, se remitía a diez o doce fechas más..., ¡hacia el 20!

Sí, sí, hacia el 20. Se halló, pues, delante de una insulsa cadena de días que nada habían de resolverle, y se dedicó por entero a los amigos. Ya no se bañaban. Cedía el calor. Esteban bebía más vino que ninguno cuando se metían en los colmados a comer ajo de peces. Se medio emborrachaba, se aturdía..., y lograba así horas de miserable descanso que le hacían recordar las de las botellas que le robaba a doña Rosa.

Sino que, lo mismo que en Madrid, despertaba por las mañanas con la boca seca y con el alma triste. Siempre la infranqueza, los respetos. Allá habían sido los suyos por declararle su tormento de pavuras aunque fuese a la patrona. Aquí eran los de Antonia con su madre.

Comparando los de ella con los de él, se los explicaba, y disculpábala de más. ¡Mucho para una niña!

Tal vez debiera socorrerla. ¡Tal vez la valerosa-cobarde esperase de él la iniciativa!

Este pensamiento, que no se le había ocurrido antes, le alucinó, y le abochornó, porque siendo así, sería Antonía la que estaría aguardando en martirio sin comprender la pasividad de aquel cuya salvación ansiaba hora por hora.

Se consagró a desentrañarlo. Podía pedirle una audiencia a la Gamboa y contarle todo. «Señora, tengo que hablar con usted y quiero que me indique...» Pero a la carta, a la petición de cita, creyendo la buena señora que se tratase de la queja o del ruego impertinente de un contrariado, ni le daría contestación. ¿Era mejor abordarla por la calle?... ¡Ah, mayor le parecía la impertinencia!... Incapacitado para decirla su objeto delante de Clarita, tomaría la cosa a ridículo descaro de chiquillo. Restaba, pues, y nada más, una larga carta que explicase por sí propia la situación de Antonia y su propósito. Dos mañanas empleó escribiendo borradores. No hallaba la fórmula: sobraba mucho, mucho, de lo que decía apasionadísimo buscando la justificación de Antonia... y siempre, por otra arte, faltábale algo que pudiera llamarse... autoridad. Su buen deseo, aun suponiendo que a la burlada mamá no hubiera de servirle para romperle a la hija la cabeza, carecía de validez completamente; un niño, un irresponsable, sí, desde el punto de vista práctico, que informaba con voluntariosa y cándida insolencia a una madre...,para que ésta tuviese que humillarse y llorarle ruegos a otra madre. ¡Bah! ¡Lo mismo serviría un anónimo, si no fuese aún más expuesto y despreciable!... Rompió los borradores. Lo correcto era que su madre le hablase a la Gamboa. Y fatigado, entontecido de tanto escribir y pensar, se fue con los amigos; pero no bebió vino por la noche.

Invirtió la «claridad» de otra mañana en cavilar la entrevista con su madre. ¡Oh, sí, qué diferencia, yendo quien debía, quien podía, a pedirle a una amiga su hija para el hijo en matrimonio!... El ánimo que le faltaba a Antonia y dignamente, tendríalo él. Por ella y por los dos, dominándose él de sí propio, al mismo tiempo, todas sus pasadas y presentes cobardías. La entrevista debía empezar por confidencias que enterneciesen a la buena madre: diríala sus miedos de huésped solitario que tuvo que vencer a fuerza de torturas; diríala el horror de aquel Madrid en un abandono de afectos tan enorme y tan cruel, tan áspero e incómodo, que más dijérase que se mandaban allí los estudiantes a encanallarse que a estudiar...; y luego, cuando hubiera hecho una completa y sincera evocación del espantoso cuadro..., cuando la buena madre, herida en el mismo corazón, quisiera, antes de consentir ya su complicidad en tanto mal, incluso trasladarse con Gloria a Madrid mientras él terminaba sus estudios..., él la haría saber que no hacia falta el sacrificio, porque su compañía, su redención, era Antonia. ¡Contar la historia, en seguida, con lágrimas de lealtad y de amor... y mucho tendría que reaccionar su madre para verle en su conducata y sus anhelos egoísmos despreciables!

Fue en su busca, y le paralizó... ¡el respeto!... Cosía en la galería con Gloria y con Amelia.

¡El respeto y el pudor! Sólo de recibirla el beso de saludo matinal que le dio en la frente púsose encarnado. Sus entrañas le dijeron que bien podía morirse Antonia antes que decirle ni una letra a la Gamboa. Mas... era su deber salvarla, por lo mismo, y él sería capaz de decírselo a su madre..., haría por ser capaz, mañana..., pasado mañana, a lo sumo, ¡cuando se hubiese habituado un poco a esto tan fuerte...!

Pasó terribles horas, tremendos días. Aislado de los amigos otra vez, llevó a los campos su angustiosa reflexión. A ratos le parecía de una lógica intachable, imposible de rechazar por nadie con sentido, lo que para sí mismo, al menos, quería él de reforma en la vida estudiantil: esposa, en vez de perdidas o queridas; amor y calma y conciencia plena del deber, en una pequeña y propia vivienda (que costaría cada curso no más, quizá, que el pupilaje y los vicios), en vez de patronas y locos compañeros de bulla y de ruleta y de jarana... ¡Bah, tan cuerdo parecíale, que no dudaba que éste fuese el universitario porvenir! Pequeños pisitos destinados a parejas de estudiantes, en torno de las escuelas, como hoy los hay de obreros en torno de las fábricas...; y basta de inmundas hospederías y de casas de prostitución. Éstas, protegidas por el Estado, dejarían de serlo y dejarían de dar a la nación enfermos y gandules..., trocados por una juventud moral, fuerte, sabia, rica..., puesto que asimismo pudieran las muchachas seguir una carrera que no siguen, generalmente, más que por el hábito, por la dificultad de tener quien las acompañe al salir de sus familias... ¡Oh, los gobiernos, en nombre también de la moral, no querían establecer «casas de prostitutos» para uso de estudiantas!... Y, en fin, toda esa iniquidad de hasta «legales» diferencias con que se trata a los jóvenes y a las jóvenes, desaparecería borrada por una única decencia en que la pobre mártir honrada hubiera sido el modelo.

Otras veces, todo este castillaje se le hundía a golpes de la cruda realidad. Primeramente, la resistencia que a lo desacostumbrado y nuevo se le opone, por rutina, porque sí. Luego, con visos de razón, lo que pudieran los sensatos encontrar de irremediable error posible en esta elección conyugal de dos muchachos. Y, últimamente, los hijos, los cuatro o cinco hijos que en siete años de carrera amenazasen al joven matrimonio con haberle creado una familia costosísima sin los medios de sustento. Volvía entonces a comprender a las patronas, a las prostitutas y a las modistillas madrileñas, y su pensamiento debatíase abrumado entre dos absurdos: porque si atendible era «la moral matrimoniesca» que rechaza el evitarse con fraude los chiquillos, y más el que naciesen no pudiendo mantenerlos, igualmente atendible, y en nombre de la misma «moral matrimoniesca», era evitar que el hombre Degase al matrimonio podrido de vicios en la sangre y en el alma, y harto de emplear los mismos fraudes o de crear dispersas familias sin familia, sin hogar, hasta sin nombre, con incautas modistillas madrileñas. ¿Qué? ¿No eran, éstos, hijos también, y mujeres las incautas modistillas y las prostitutas?

Pero..., entre los dos absurdos, el último habíanlo preferido las costumbres y las leyes, y había entre cada señorito y su novia señorita dos severísimas mamás, la de él y la de ella, y en cambio había a la puerta de cada burdel un amable guardia de orden público, invitándole: «¡Hombre, aquí!... Esto es lo reglamentario, lo social... ¡Yo lo protejo!»... Una de las mamás, que tal vez viviese enfrente, sonreiría al ver así garantizada la honra de su hija...; la hija..., ¡supiese Dios lo que pensara!...; mas ya, sobre lo que pensara ella, y sobre lo que pudiesen pensar las pobres burdeleras que antes de serlo habían sido hijas y «familia» también, había pensado un pensador: La prostitución es la salvaguardia de las familias, con lo que, y con la sanción del guardia, el señorito, de vuelta, podría decirle en pleno rigor ético a su madre: «Vengo de salvaguardar a una familia, ¿sabes?... asistido y protegido por la competente autoridad, que ya ves cómo, por ser malos, no reglamenta a los ladrones asesinos!»

¡Ah, qué montaña de dislates!... Sin embargo, tal encima de sí propio y los demás la encontraba Esteban, y tenían a su peso que ceder sus impulsos, sus lógicas, sus nobles ideologías de innovador... Quedaba la REALIDAD, o lo que es lo mismo, un algo formidable y espantoso cuyo frío mataba al corazón, a cálculos y a números y respetos y a mil hipocresías.

En el mismo honorable hogar, junto a la hermana cándida que oliera a incienso, tenía que estar, y con el mismo aire de inocencias, el granuja hermano que quizá oliese a yodoformo; y la madre, adivinando en esta mezcla de templo y de botica travesuras del chiquillo, debiera sublevarse y creerle sinvergüenza y loco si él dijérala que tenía una novia y que quería casarse.

—¡Sí! ¡Una cosa que era sólo de hombres hechos y derechos..., de casi gobernadores, por lo visto, con sus barbas y su sueldo y su grave seriedad!

Veía ahora imposible con su buena madre aquella gran franqueza, aquella enorme confesión de la nueva y peligrosa vida de estudiante...; imposible sin romper todos los recatos y decoros, y reduciásele, pues, la petición a una boda por simple antojo suyo... o por deber... Si «por antojo», reiríanse, lo primero, del extraño e infantil antojadizo, su madre, su cuñado, su hermana Amelia..., que representaba el «sentido práctico» en la casa...; y luego de que le viesen obstinado, vendrían los catecismos y aritméticas: «¡Dos monos! ¿A dónde iban a ir? ¿Y estudiar? ¿Quién los mantendría? ¿Era que fuese rica la novia, para que le pudiese su gente pagar, siquiera, otro pupilaje? ¿Era que les fuesen a ir facturando desde Madrid a las familias los chiquillos?»... ¡Horrible! ¡Horrible! Y si «por deber», es decir, porque declarase lo acaecido, contestaríanle (aparte de lo equivocado y triste que pudieran aducir contra Antonia sobre más que presuntas herencias morales de su madre) que, en todo caso, a ella, y no a él, le tocaría iniciar cualquier reparación... —con lo que dejarían, a lo sumo, aguardando, aguardando las decisiones de la novia— exactamente igual que antes de haberles dicho una palabra.

Lo vio definitivo.

Su papel era esperar.

Pero, ¡eso sí!..., esperar con la voluntad resuelta hacia su Antonia —hacia la vida— por encima de su madre y sus hermanas y de todos los sólidos absurdos, y así tuviesen que correr la tierra pidiendo una limosna.

Como quien consulta en un reloj, consultó en el Heraldo, de almanaque, la fecha a que se estaba: 9 de septiembre. Hasta el 20 le faltaban once días.

Volvió con los amigos. Volvió a aturdirse con vino por las noches.

Una, sin embargo, bien antes de la fecha indicada, tuvo el asombro de ver a Antonia en la calle de San Juan. Trepidó todo, de gozo. Era como si viese a un ensueño, a una maga. Le anunciaba esto una variación..., una habilidad de ella con su madre (para poder a él decirle algo con el alma y con los ojos), y claro es que se propuso recogerlo ávidamente. Por suerte, la Gamboa, muy preocupada con amigas y con compras en el interior de un comercio, no se cuidaba de la calle: érale dable a Esteban, pues, pasear cerca de la puerta: Antonia saldría...: le diría algo, o querría darle una carta, quizá... Mas, por desgracia, Antonia no salió, ni se movió de junto a su madre un momento... Obedecía, sin duda, a tan severas prevenciones, que ni osó dedicarle una mirada en la hora y media que estuvieron entre un bazar y dos pasamanerías...

No obstante, sí, indicaba esto una mudanza, y toda mudanza es buena en toda quietud de lo horroroso. La otra vez, la prisión fue levantada por disculpar la madre su gusto de los bailes; ahora, en el indulto de la reincidente, no figuraban ostensibles disculpas de la madre por bailes ni por fiestas..., luego había que ponerlo a cuenta de una calculada docilidad de la hija que envolvería algún plan..., en su apremio por el viaje aquel de octubre que a él le iba llegando. Supuso Esteban racionalmente que la forzada indiferencia de Antonia fuese un ardid más con que buscase confiar a la tirana para ampliar su libertad hasta poder ir sola con amigas..., y se encomendó, como debía, a la plena acción de la tímida tenaz que ya en otros difíciles momentos había sabido encontrar una Mauricia.

Muy pocas noches después volvió a verla. Continuaba ella siempre al lado de la déspota, fiel a la consigna, y él también disimuló sus ansiedades. Se conformó, igual que la otra noche, con tomar nota del adorable rubor que, al mismo tiempo que la veía bajar los ojos, encendíala su presencia.

Llegó un domingo y la encontró de nuevo en San Francisco. La Gamboa reteníala implacablemente junto a sí, codo a codo, en el corro de personas mayores formado al pie del quiosco de la música. Empezaba el triste a impacientarse. Antonia «llevaba con excesiva pausa su plan fuera el que fuese». Además notó Esteban que un señor alto, moreno, con gafas y barba muy espesa, y algo cana, pasaba de una manera sistemática ante el corro: ya se había advertido de él en las pasadas noches, en la calle de San Juan; debía de ser el ingeniero de que ella le había hablado. Preguntó, y... efectivamente, «el señor Navarro», le dijeron los amigos. Ahumada, por ser su padre ingeniero también, sabía que este señor Navarro pertenecía a una influyentísima familia en donde había senadores y ex ministros, y que venía de jefe por poco tiempo, pues iban a nombrarlo para Cádiz. Alto, corpulento y viejo, podía ser el abuelo de Antonia. No se comprendía que un señor así se dedicase a enamorar a una chiquilla de corto: indudablemente, con ella disimulaba su afición por la Gamboa.

Observó Esteban, y notó, ¡claro!..., que Antonia no hacía caso del extraño paseante. Siempre solo, fúnebre, elegante. Parecía un rey en el desierto. Pero un rey aficionado a las mujeres...: más abajo miraba a otra, y más arriba a otra, con el mismo augusto descaro silencioso y con la misma insolencia de sus lentes de oro y roca.

Llegó el día 20. Pasó el día 20. Volvió Esteban a encontrarse varias veces con Antonia por el puente y las murallas y la calle de San Juan, siempre con iguales reservas, siempre con la misma forzada indiferencia al lado de su madre. Volvió a verla otro domingo en el paseo, clavada en la tertulia... y empezó a desorientarse. No lo concebía. Una de dos..., o ella sabía que le había quedado consecuencias de... la noche célebre, o sabía que no, y que tendría por tanto que descubrirse voluntariamente. En uno y otro caso era incomprensible su calma, su resignación, su miedo a lanzarle siquiera una mirada..., como si importase que cualquier rebeldía o cualquier pequeño incidente perturbador con su madre la precipitara a la indispensable confidencia.

¡No lo concebía!... El respeto aquel, por muy grande que fuese, resultaba absurdo y casi indigno en la lucha con su amor y con su honra.

Cada nuevo día pasado sin cambio alguno era un precioso plazo perdido en la breve semana que faltaba para el viaje, cuya sensación de inminencia le dieron en su casa los preparativos de ropa, de camisas, de pañuelos...

Le ahogaba la imposibilidad de transmitirle a ella este grito de su corazón en una carta, y le irritaba y casi llenábale de odio, a momentos que ella, que podría mejor, o con riesgos de todas suertes favorables, no hiciese una escapada a misa, por ejemplo, para dejarle a él una en el correo.

Además, hallaba exagerado su poder de disimulos. Ni su adorno demostraba el menor detalle acusador del desastre de su alma, ni su rostro la más leve injuria del dolor. Al revés..., una frescura de nardo, y más gruesa y más guapa con la no se supiese qué expresión dolorosa y sabia de mujer, que había adquirido en la sonrisa. ¿Se pintaba? ¿Se tapaba las palideces de la pena en fuerza de crema y de carmín?

Problemas insolubles.

Y el calendario se había constituido en su martirio, y le arrancó por fin la hoja del 30 de septiembre. La partida estaba dispuesta para el 6. Antonia, si no por Gloria, puesto que habían dejado de visitarse desde julio, debía saberlo por las amigas de Gloria.

Esperó en cada correo la carta que no acababa de llegar.

Trató, con los amigos, de mitigar las rabias de su espera bebiendo vino y aguardiente. Y el misántropo y el tímido de un mes atrás era el que excitaba ahora a los otros a esta especie de perpetua «juerga de bebida». No emborracharse; mas sí aturdirse un poco el pensamiento.

Lo extraño estaba en que ni la influencia del alcohol se lo apartaba de Antonia, logrando únicamente imprimirle nuevos giros, y saturarle de una como rabia por decirle su pena a todo el mundo. Así llegó a pensar verdaderos disparates. Así llegó a creer incluso que Antonia le aborrecía, no por obediencias a nadie, sino por propio impulso. Si la impresión que guardase Antonia de «aquella noche» correspondiera..., ¡ah, qué horrible!, correspondiera al tedio, al inmediato asco que él sintió también cuando abrazó por primera vez a una mujer, se explicaría que hubiese cambiado su amor instantáneamente a todas las más yertas aversiones...

Pero en otros ratos parecíale locura todo esto con sólo recordar sus dos o tres cartas posteriores de infinita gratitud y las últimas miradas de inmensa fe que pudieron cruzarse en el paseo. El amor, ni aun en la posesión más fugaz e inquieta podía dar la tremenda desilusión que una prostituta. Entonces falló de un modo definitivo: «Está encinta; lo sabe ya, espera que su estado la descubra, y confía en mí y no le importa que me marche.» ¡Cuán bella, pues, su resignación bajo el despotismo de la madre!

Las vio otra noche en los comercios, y él mismo procuró adaptarse a la heroica pasividad con que ella decíale sin duda su amor y su martirio. En premio y confirmación, quiso la suerte que en un descuido de la Gamboa pudiese Antonia dedicarle una mirada larga, infinita, celestial..., en que le daba toda la fe y la esperanza, y precisamente cuando pasaba cerca el lúgubre ingeniero... ¡Qué raro este señor! A semanas enteras se anublaba; y de improviso aparecía y volvía a hacerle la corte a unas cuantas.

Otro señor, otro encuentro notable de esta noche..., fue... ¡Antonio Mazo! Solo también, elegantísimo y respetabilísimo con su seriedad irreprochable y con sus barbas, le vio Esteban venir, y le paró. Se saludaron. Estaba recién llegado de la corte, en donde «había pasado el verano para doctorarse». Como ejercer, no pensaba ejercer. ¡El colmo! Concluida la carrera..., tan fresco, y sin tener aprobado ni un curso. ¿Se habría agenciado un título de otro y lo colgaría en el despacho... con las convenientes raspaduras?... Menos mal que érale posible no ejercer, como rico. Esteban se guardó muy bien de aludir a nada de esto, y menos delante de Sergio López. Mazo, en cambio, como comprobación, le enseñó un periódico local, que llevaba en el bolsillo y que decía: «Después de verificar brillantemente los ejercicios de doctor en Medicina, nuestro querido amigo don Antonio Mazo ha regresado»...

—Oye, Estebita, ¿sabes? —cortó él mismo la lectura—; a quien vi ayer bajar del cruce en Puertollano, sin duda para tomar las aguas, es a Renata, ¡con el garañón del marido! ¡Ea, adiós! ¿Cuándo te marchas tú?

—¿Yo?... El miércoles..., dentro de tres días.

—¡No, hombre, de dos; traspasado mañana! —corrigíó Sergio.

—¡Ah! ¡Es verdad, de dos!..., que hoy es lunes... —rectificó disgustado Esteban.

Partió Antonio, y se quedaron Sergio y Esteban hablando de Renata. Esta mujer pasábase la vida por los balnearios y las dehesas..., buscándose amoríos. Nunca volvía a Badajoz hasta el invierno. Del lío de la carrera de Mazo nada le dijo a Sergio, el que al fin tenía que agradecerle al singularísimo doctor los libros y los huesos y la blusa y el estuche.

Por cuanto a los cadetes, hacía ya media semana que fuéronse a sus academias. Esto estrechó más la intimidad entre Sergio y Esteban; y aquél en los dos últimos días que le restaban en Badajoz (Sergio no se iba a Sevilla hasta el 12) hizo que le acompañara el buen amigo muchas veces por la calle de Menacho. La noche última, sobre todo, no acertaba a salir de allí. Pasaban, se alejaban, e inventaba Esteban, para volver a pasar, cualquier pretexto. A la tercera vez, le fue imposible ocultar la realidad.

—¡Vaya, tu estás chalado por Antonia!

—¡Bueno, Sergio, pues sí! ¿A qué negártelo? ¡Muerto por ella!

Prefirió decírselo, ya que no podía desprenderse de él, por haber acordado rato antes cenar en un mesón, en despedida. La mala estrella quiso que no viera a Antonia hoy ni ayer, y ansiaba saber si querría ella salir en esta última noche a la reja. Si temprano, para verse, al menos..., y si resuelta a hablarle, tarde, a medianoche, Dios supiese a qué horas y buscando qué descuidos de su madre.

En fin, ya sabido, Sergio le acompañó. Y, naturalmente, hablaron de «ella», al doble impulso de la sorpresa y la curiosidad de Sergio, y de la enorme pena del triste.

A las once abandonaron la calle de Menacho para cenar en una taberna-restaurante de la de Palmas.

¡Bebe, hombre! —animaba Sergio, viéndole a Esteban la creciente ternura dolorosa.

Seguía de Antonia la conversación. No podía ser de otro modo. Esteban bebía y sentía ganas de llorar. Entre lo dicho antes en las calles y lo dicho aquí, hasta la mitad de la cena, había contado ya que se adoraban los dos..., que el único obstáculo era la madre.

—Pero... ¿por qué? —preguntaba por cuarta vez, lo menos, el asimismo enternecido Sergio.

Y como hubo un momento en que la congojade Esteban llegó resueltamente a las lágrimas..., a unas lágrimas de muda desesperación que hacíanle temblar de frío, con el codo en el mantel y con el pañuelo en los ojos..., Sergio se levantó y tuvo que consolarle tocándole y casi abrazándole los hombros:

—¡Vamos! ¡Hombre! ¡Tonto!... ¿Qué te pasa?... Pues ¡no sé!... Ya querrá la madre... Y si no quiere... ¡Bah, ni que no hubiese más muchachas en el mundo!

—¡No, Sergio, no!... Antonia y yo... ¡Ah, tú no sabes lo que la quiero... y qué drama hay entre nosotros!

Unos segundos después, comiendo peces, y malenjuto el llanto de Esteban, sorprendióse Sergio (el Sergio que había sabido en su semiborrachera también quedar respetuoso hacia el drama del amigo), al oír que éste, en un brusco estremecimiento, le increpaba:

—Mira, Sergio. ¿Me das palabra de guardarme un secreto para siempre?

—¡Para siempre!

—¡Júralo!

—¡Lo juro!

—Pues... sí, te lo diré... Voy a contártelo todo... ¡todo!... ¡Oh, tú no sabes lo que ahoga el tener que comerse una pena, día tras día... tanto tiempo! Y además, necesito que me aconsejes. ¡Mi situación es espantosa!

Entró el mozo con pájaros, y en cuanto salió empezó Esteban a contar la historia sin fin de su desdicha...

Al día siguiente, miércoles, a las siete de la mañana, el tren se lo llevaba a Madrid.

Al día siguiente, jueves, a las cinco de la tarde, Sergio, que aburrido había ido a pasar la tarde con su coqueta y loca prima, y medio novia, Charito López, la escandalizaba contándole lo de Antonia con todos los detalles, Mauricia y tapia alzada inclusive.

—¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!

Dos horas después en casa de Carmen Prida, Charo, siempre bajo promesa de secreto, contábaselo a otras tres amigas, que exclamaban igualmente:

—¡Qué barbaridad!

—¡Qué barbaridad!

—¡Qué barbaridad!

—¡Así se explican esas encerronas por la madre!

—¡Qué barbaridad!

VI

Notábase Antonia un ambiente de extrañeza alrededor. De sus más íntimas amigas, unas, como Gloria, no la visitaban, y otras, como Paca Prida, Charo, y Jacinta y Sagrario Fajarnés, la visitaban poco. Solía sorprenderlas contemplándola de un modo raro, entre curioso y piadoso, y oíales a ellas y a sus madres preguntarle con ciertas reticencias por Esteban. Sin embargo, todas la seguían acogiendo afablemente en los comercios de la calle de San Juan ¿Sabían algo?... ¡Oh, sí sabían algo! Acabó por darle miedo la gente y apenas salía de casa.

Esperaba, con las dudas de su angustia puestas en Esteban. Había una viejecita a quien ella, desde chica, le vendía las pieles de liebre y de conejo, socorriéndola también con sobras de comida, y confiaba en que le pudiera servir para entablar correspondencia. Las cartas de Madrid vendrían a su nombre. No había vuelto la viejecita desde casi principios de verano; mas, por una conocida suya, vendedora de vinagre, Antonia supo que estaba en el hospital, que la habían curado primeramente asma y ahora cataratas, que saldría y volvería pronto a su comercio de pellizas.

Una noche, al pasar Antonia con su madre por la calle de Aduanas, les oyó de tienda a tienda a un dulcero y a un barbero:

«¡Ejem! ¡Millán, ya sabes... adonde salta la cabra salta la chiva!»

«¡Ejem! ¡Gonzalo! ¡Digo!... ¡y si puede ser, un poquito más arriba!»

Las frases..., las terribles frases del refrán, se clavaron a Antonia como cuchillos que le hubiesen lanzado por la espalda. No pareció advertirlas su madre. Ella llegó a casa, y lloró. ¡Se sabía! «¡Y su deshonra debería ser tan pública que no la ignoraban ni los dulceros y barberos!... Sólo con torpeza incomprensible la desconocía su madre. Mauricia, herida por los insultos de la noche aquella, habría contado, indudablemente, todo a quien lo quisiese oír, vengandose!» Y estaba Antonia agotada de llorar, y era su desdicha la de una gran insensatez que no tenía remedio. Se recogió en el frío de su abandono, procuró salir menos aún, y fijó mas desolada y triste su esperanza en la vieja vendedora.

La consolaba el piano, y una tarde le interrumpió su madre una bella serenata: «Mira, tú, arréglate, que vamos a ver a la modista. Te vas a poner de largo. ¡Qué más niña de mi alma, si estás hecha una torre, y estoy yo de niñas hasta aquí!» Fueron. Tardó una semana la modista en hacer el traje nuevo y los arreglos de otros tres. Antonia, al espejo, volvió a llorar cuando le hicieron estrenar aquellas galas. Era, hasta por los ásperos mandatos de su madre, no la fiesta de ilusión que le forma a una chiquilla su primer vestido largo, sino el bochorno de una especie de tardío castigo de impureza. En vez de ponérselo para un baile, para un teatro, para solemnizar cualquier cosa o fecha memorable, se lo ponían para ir a San Francisco en una de estas noches de octubre que prolongaban sosamente el paseo de verano, sin música y sin gente. Su padre, que cuando salían cruzó el pasillo martillando un mineral, se limitó a decirla «que llevaba un peinado bien chocante». Sus amigas la encontraron «muy guapota y muy mujer», y las señoritas de largo, «preciosísima»; pero como aquéllas no componían, ya, a su lado, y éstas no eran aún sus amigas, unas y otras dejáronla en el corro de mamás, luego de haber celebrado su elegancia y su belleza. En cambio, el grave ingeniero jefe de minas la acosó con sus miradas en su vueltas silenciosas, y las mamás hablaron del solemnísimo señor como de «una gran colocación para las hijas... para cualquier muchacha de Badajoz que tuviese la suerte de gustarle».

—Se conoce que está resuelto a casarse.

—Se fija en las jovencitas.

—Dicen que es viudo.

—¡De luto está!

—Pero no se sabe. Es un hombre misterioso.

—Y guapo.

Advertida Antonia del desvío de las amigas, devoró en nuevos llantos su amargura y procuró no apartarse de su madre, ya que ésta se obstinaba en sacarla diariamente a pasear, por la tarde a las murallas y por la noche a las tiendas. El ingeniero las seguía y las pasaba, y las volvía a encontrar con su augusta y solitaria gravedad de rey incógnito. Siempre de negro, de luto por alguien; siempre con el gran brillante de la sortija en la mano aristocrática que sostenía la boquilla de ámbar y el aromático «águila imperial». Antonia, aun sin mirarle, sin alentar en nada tal asedio, se alegraba de él por la alta y pública sanción de respetos que venía como a discernirle, en momentos bien difíciles, este solemnísimo señor, esta especie de «lotería de las muchachas». O mejor dicho, le «alentaba» en el mínimo grado indispensable para monopolizar sus atenciones, según ya teníalo conseguido, en medio de la expectación de Badajoz, y con la idea de rechazarle después, dándole a las gentes la más decisiva y ruidosa contraprueba (¡oh, lo falaz!) de su independencia, de su orgullo, del íntegro y honrado aprecio de sí misma. ¡Un juego de sencillez muy difícil en que no quería tampoco aparecer coqueta; y menos que, por él, a su Esteban le dijese nadie que te había sido traidora ni con el pensamiento.

Un día, en la mesa, su padre habló del ingeniero jefe. El siniestro ensimismamiento de Gamboa clareaba gozos inefables. A un lado de la sopa tenía ejemplares de galena y de grafito, y al otro el martillete que siempre le acompañaba. Habíale hablado al señor Navarro, con ocasión de los registros de sus minas. Eran amigos. Tenía de él la casi promesa de formarle un sindicato explotador para estas riquísimas galenas. «¡Oh! ¡oh!..., ¡saldremos de pobres, Laura!», le dijo el recóndito don Desiderio a su mujer, sin asombrarla, porque era la misma y única frase con que solía el maniático, cada mes, romper su mágico silencio. Pero la Gamboa, dos tardes después, se asombraba un poco de oírse anunciar en casa al ingeniero, y Antonia, asimismo sorprendida, se inquietó al escucharle a la criada que le era igual al visitante, puesto que no estaba el señor, hablar con la señora, y de ver luego a su mamá recibirle en la sala y hablar con él largamente. Acordándose de aquella otra misteriosa visita en la siesta inolvidable, no sabía esta vez si celebrar o deplorar que su madre acaso «hubiérala tomado por pública disculpa en otro devaneo». Huyó, al sentirla en el pasillo, a la salida. La madre, que habíale despedido en el gabinete, volvió a la sala y dejóse caer en el sofá; lo que ocurría era trascendente, y quitábala toda duda acerca de que este hombre se hubiese enamorado de Antonia... «y no de ella». La decepción no hacía sino confirmarse; pero aun así resultaba de sobra dolorosa para que no la dejase un rato en desaliento... ¡Bien! Llamó a su hija. Le participó lo sustancial: «Navarro quería tratarla y saber si podrían quererse. Hombre serio, y pendiente de un rápido traslado a Cádiz, aspiraba a realizar la boda antes del viaje. Impropios de su edad los noviazgos de ventana y las declaraciones de chiquillo, daba este paso con el fin de poder visitarlas y hablar con Antonia en casa, desde luego.»

—¡Y ahora, tú resuelves!

Antonia, a quien esto, tan imprevisto por lo ejecutivo y anómalo, la había hecho palidecer intensamente, porque estaba aterrándola la rabiosa y resuelta voluntad en el gesto de su madre, se echó a llorar, por única respuesta. No sabían otra sus cansados ojos y su corazón, contra las violencias de su suerte.

—¡Ah! ¡Qué!... ¿Esteban? ¿El mono de Madrid?... ¿Salimos, niña, con eso todavía?

La invocación hizo arreciar el llanto de la infeliz, contra el pañuelo, y la madre, entonces, le dio una tremenda bofetada, levantándose y diciendo:

—¡Mira! ¿Qué te has creído, estúpida? ¿Que con tanta mocosa que casar, y con tus casi diecisiete años, vamos a estar esperando diez o doce a que ese niño acabe y se instale en su carrera?... ¡Ah, qué poca idea tienes de los deberes de una madre!... ¡Eso lo pueden hacer las ricas, que ya ves, por lo demás, cómo andan que se las pelan por Navarro! ¿Qué más quieres?... ¡Bah, chiquillas! ¡Si una no estuviese velando por vosotras!... Esta noche vuelve. He quedado en presentarte. Y... ¡ojo!

Antonia siguió llorando mucho tiempo. Comprendía su traje largo. Para esto. Su madre tenía prisa por desentenderse de ella. Y allí, en el mismo sitio en que su madre la dejó para salir sola esta tarde, a solas también con su deshonra y frente a la cama maldita, la infeliz sentía la confusión de la fatalidad horrible, que no la respetaba siquiera... la dignidad de su deshonra. Buscábala una salvación de astucias a la bárbara, a la loca tiranía, y creyó encontrarla resumida así: «Desea tratarme para saber si nos podemos querer, y me será fácil demostrarle pronto lo contrario».

A las ocho volvió su madre y la vistió por sí propia, y la hizo ocultar con velutina las huellas del llanto... y del bofetón. En la mesa se le comunicó la novedad al marido. «¡Ah, bien, bien! —repuso éste—. ¡No os quepa duda de que ve un porvenir en nuestras minas! ¡Busca asociársenos por... un procedimiento que, al fin, nos convendrá, puesto que será el director de los trabajos!» Y al oír la campanilla, terminó don Desiderio: «¡Bien, muy bien!... Si vais a hablar de eso, allá vosotras. Decid que yo no estoy. Tengo que hacer unos análisis.»

Una semana después eran oficiales para todo Badajoz las relaciones. Oficiales y envidiadas. Navarro, siempre con su gran figura negligente y diplomática de regio desterrado, acompañaba a Antonia y a su madre en el paseo de las murallas. Le habían puesto un mote: El Negus, porque alguien, en la corpulencia y el aspecto, le había encontrado un aire con el emperador de Abisinia. Junto a Antonia, muy blanca, parecía más negro. Pero Antonia no resultaba baja junto a él, con sus trajes largos y sus sombreros de plumas. Compondrían una pareja arrogantísima.

Y en medio de esto, sólo Antonia sabía que ni eran novios ni compondrían jamás la arrogantísima pareja. Admirada de la tenacidad de él, de la ceguedad invencible que hacíale no advertir la tan yerta como cortés indiferencia con que ella tocaba a sulado el piano por las noches, únicamente la aturdía el que este hombre, sin haberla dicho de nada que se asemejase a declaración de amor una letra, y exclusivamente confiado, por lo visto, en la fácil acogida que desde luego encontró, la tratase a ratos como novia..., como a una novia de mucha confianza que ya ni necesitase los cumplidos.

De vuelta del paseo se entraba en casa con ellas y se estaba hasta las nueve, hasta las diez... nada atento a la hora de cenar ni al cansancio de la madre en la espera desairada. Cancilleresco al principio, cuando al llegar departía un momento con ellas, como si hablase con reinas, tardaba poco en invitar a Antonia al piano y en sentarse en la opuesta silla del rincón. Antonia no podía determinar en qué momento ni en qué ocasión se tomó esta libertad; mas era lo cierto que allí aparte llamábale de tú, despreocupado de no hallar ni de pedir siquiera igual correspondencia, y que, además, su llaneza inconcebible llegaba hasta tocarla alguna vez con las rodillas, lo que la alarmó, hasta que pudo cerciorarse de que hacíalo inconscientemente, en el descuido como paternal de su llaneza misma y forzado por la estrechez en que dejaba a su silla el musiquero y la banqueta; ella se esquivaba, y él no se daba cuenta en absoluto de la extrañeza y la molestia que estábala causando...; volvía a tocarla al rato y volvíale a huir... Mientras, la madre tosía y se revolvía, irritada, en el sofá, creyendo acaso que fuera ella la que por ponerse demasiado cerca le obligase a estos contactos.

Y esta noche, sobre todo, a menos de no pisar más los pedales, no le quedaba a Antonia otro remedio que sufrir el roce de aquel pie tendido entre los suyos. Esto la tenía nerviosa, la hacía equivocar la sonata de Mendelssohn y hacía toser a su madre como nunca.

La Gamboa, a no ser por la presencia de Clarita (a quien retenía en la sala para disimular su sociedad en las guardias antipáticas), y porque esperaba la mesa hacía una hora, le hubiese «leído a Antonia la cartilla» en cuanto Navarro se fue; pero aguardó después de la cena a que todos se acostasen, y se encaminó al cuarto de ella, que se estaba desnudando.

—Mira, niñita: desde mañana, si tú quieres que te guarde; si tú quieres, de paso, no probarle más a ese señor que debe casarse con cualquiera antes que contigo, te has de comportar de otra manera. ¿Estamos?

Antonia, que iba a quitarse la lazada de la enagua, permaneció suspensa, atrás los desnudos brazos:

—¿Por qué, mamá?

—¿Por qué?... Mira, no me obligues, hija mía a hablar..., que eso tú debes saberlo, y hacerte cargo de que no está tu madre para que te sirva de... ¡Vaya, hija de mi alma, que sí nos vas resultando de veras indecente!

Como siempre, Antonia, al insulto, a la feroz injusticia, sintió que se tronchaba, y lloró..., lloró con el dolor que, súbito, levanta un latigazo. Había caído sentada en el lecho y torcíase a esconder su pena entre sus brazos, encima del testero.

La madre contuvo el ansia de darle quizá una bofetada. La contempló, y dijo:

—¡Bueno, Antonia, basta de músicas! Mucho llanto aquí, y mucho con los novios hacer ya lo que te place hasta delante de mí misma., ¡Ah, quién lo creyese... y qué pronto te ha pasado por éste lo del otro! ¡Da asco, créelo, tu proceder!... Pero, tenlo en cuenta y no seas bruta; como madre, te aconsejo: Navarro, dispuesto a casarse, es un señor cuya misma seriedad pregona que no busca tonterías... Te estudia, indudablemente; déjate, pues, con él de tanto arrimo y de tanta interrupción en el piano por... tú que sepas qué cosas! ¡Tiempo tendrás, mujer, cuando os caséis!

Concreto el cargo esta vez, pudo rechazar respetuosa la indignada, irguiendo y volviendo a medias la cabeza:

—No, mamá... ¡Es él, tú no te fijas!... ¡Y soy yo la que no quiere casarse! ¡Yo! ¡Te lo aseguro!

—¿Él?... ¿Y tú la...?

Bien espontánea, bien ingenuamente franca la expresión. De ella, Laura estimó, despreciando lo demás, lo que parecía mostrar de ya inesperadas rebeldías contra su prisa de la boda.

—¡Cómo! ¿Qué tú..., que eres tú la que no quieres casarte? ¿Qué tú te has hecho su novia... y no te casarás? ¡Vaya, nena, hazme el favor de explicarte!

—¡No, yo no soy su novia!

—Pues... ¡de tú, bien os habláis!

—¡No!

—¡No mientas! ¡Lo oigo yo!

El a mí.

—¿Y se le habla de tú más que a una novia? ¿Un hombre que te trata hace diez días?

—Podrá él, mamá, creer que es mi novio, por eso..., ¡pero yo no soy su novia! Ha venido por tratarme, habéis querido tú y él que yo le trate para que sepamos si nos podemos querer..., ¡y sé que no le quiero!

Tragó saliva la Gamboa. Miró a su hija, altamente extrañada de su imprevista y al fin expresa terquedad, que hacíase en su misma dulzura más honda; y, desorientada, se sentó en el viejo butacón de terciopelo:

—Entonces —preguntó tras una pausa—, ¿por qué te habla de tú?

—No lo sé. Ni yo le he autorizado ni él me ha dicho una sola palabra de cariño.

—¿A qué llamas tú palabra de cariño?

—¡Oh!... A..., a...

Hubo un brevísimo silencio, de rubores para Antonia, de indecisión para las dos, y la Gamboa acabó de entender la suya plenamente.

—¡Tontería! —dijo—. Un hombre de su peso no ha de andar con flores ni con declaracioncitas. ¿A qué? Vino, me anunció su propósito, y basta; cuando intima contigo y te tutea, es porque le gustas y porque él mismo decídese a la boda. De nosotras, con que se le siga recibiendo y tú no le digas lo contrario, tiene lo bastante. Y ahora, ¡tú verás si porque te suprima las simplezas te juzgas en el caso de no quererle!

—¡No, mamá! Es... ¡que no le quiero!

Un frío de horror saltó con la rápida respuesta. La lógica explicación que Antonia acababa de escuchar acerca de la gran confianza y la conducta de aquel señor presentábaselo, a pesar de todas sus esperanzas de habilidad y de astucia para hacerle desistir, como un hombre ciegamente resuelto al matrimonio. Lloró, y en su llanto ahora hubo dos evocaciones: la de Esteban en peligro de la traición más absurda por una simple humildad de respetos, y la de su propia perdición en una boda monstruosa que no la conduciría sino al escándalo de descubrirla deshonrada. El momento era, pues, definitivo, único, absoluto, en la desesperada conversación de intimidad que al fin había iniciado con su madre.

Y la madre misma, que con su estupefacción pudo vislumbrar el fantasma de Esteban entre tanta suave resistencia, la exasperó la horrible precisión de concesiones al levantarse furiosa y fallar rotundamente:

—Pues... sin quererle, ¡te casas!

Se acercó a ella, con la mano alta, en rabia, pronta a descargarla, y recalcó:

—Quererle... podrás o no podrás; pero casarte..., ¡verás tú cómo puedes!

Mirábala Antonia, fascinada, esperando el golpe en su mejilla, y le lanzó, como la súplica a un verdugo que no importara ya que con una mano lastimase teniendo en la otra el corbatín:

—¡No puedo, no! ¡Tampoco puedo!

Y la angustia, la convicción profunda y espantosa de este como espantoso gemido de agonía, paralizaron a la que sólo tenía ante si una esclava miserable con los ojos fijos y con las manos en trémula cruz bajo la barba. Leyó un instante la Gamboa en las extáticas pupilas de su hija, y tembló..., tembló también toda entera, al preguntar:

—¿No puedes?... ¿Por qué?

—¡Sí! —contestó Antonia a la ahogadísima pregunta, más con el ansia dolorosa de la faz que con el sonido de los labios.

—¿Por... aquél? ¿Os visteis? ¿En el huerto? ¿Los dos?... ¿Y...?

—¡Sí! ¡Sí! —asintieron esta vez el alma y la faz de Antonia, doblada de vergüenza.

Su frente, el abrumo formidable de la enorme cosa confesada, cayó a los brazos alzados en corona de ludibrio.

La madre retrocedió sin fuerza, a desplomarse en la butaca.

Durante unos momentos se oyeron las respiraciones sofocadas de las dos. Luego sintió Antonia que levantábase su madre, que salía..., que le perdían sus lentos pasos de agobiada de infortunio a lo largo del pasillo..., y se tendió en la cama como alguien que ha hecho una muerte sin querer..., ¡pero que la ha hecho!

Nada pensaba y así permanecía tendida, medio vestida...: una hora, un siglo..., con los párpados cerrados bajo la luz que alumbrábala el rostro llenamente...

Volvió su madre. Traía un adusto gesto de energía:

—¡Óyeme, Antonia! —intimó quedándose parada en los barrotes.

Sentóse Antonia, de un impulso, y su madre habló:

—Si yo te cogiera ahora y te pusiera negra a golpes, de nada serviría. Hay cosas, mujer, que no tienen enmiendas. ¡Has sido una... bestia!... ¡Bien! Me queda la conciencia de haber hecho por evitarlo cuanto humanamente pude..., y por ti, aún, y por todos, debo salvarte. Séme franca, pues, y contesta; porque yo he meditado la cuestión, pero necesito que me ayudes. ¿Desde cuándo dejasteis de veros tú y Esteban?

La hija, entre una llamarada de rubor, repuso:

—Desde la feria.

—Es decir, desde que te sorprendí la carta..., y estamos a 26 de octubre, y hace dos meses cumplidos... ¡Bien! Tú puedes tener, por tanto, la certeza de si aquello te ha dejado o no en una situación... que te hubiese de poner en evidencia, en ridículo... con Navarro y con todo Badajoz.

Antonia negó con la cabeza.

—¿Estás segura?

—¡Sí! —gimió la requerida.

—Bueno..., entonces, he aquí la solución: ¡casarte con Navarro!

Estremecióse Antonia, y volvió la cara, asombrada. No esperaba esto, en verdad. Advirtió su madre la protesta, y con una fría sonrisa la forzó a escuchar de nuevo humildemente:

—¡Ah, estúpida! ¿Con quién te has de casar sino con quien puedas cuanto antes? ¿Con quién sino con quien tú misma, por burra, te has impuesto?... Si a tiempo me hubieses dicho lo que me has dicho al fin, animal, malo hubiera sido, pero ocasión al menos de intentarlo con Esteban. Hoy, imposible. Figúrate. Sabrá que tienes novio (aunque tú sepas que no, pero la gente lo cree); lo sabe su madre, la primera, y veles tú al niño y a la madre con reclamaciones de honra después de haberle dado un sucesor... ¡Ah, qué bruta eres, qué bruta!... Esteban te odiará, si te quería, al haberse enterado de esto de Navarro... ¡Te habrá puesto como un trapo, contándolo todo en Madrid..., y calcula tú, mujer, lo que tardarán en ir llegando de la corte esas noticias! Lo importante es que estés casada con Navarro, y en Cádiz o el demonio... antes que aquí el escándalo haga alzarse hasta a las piedras. ¡Ahora, que Dios te dé tino, hija mía: yo he cumplido mi deber!... Nada de más paseos ni de lucirse con él en parte alguna; no tratar a nadie y, ¡mejor!..., procura retenértelo al lado todo lo posible, aislándote y aislándole del roce con la gente.

¡Y quítate los zapatos, que estás ensuciando la colcha, hazme el obsequio!

Partió. Antonia volvió a caer en las almohadas como bajo una maldición. No comprendía y comprendía de más y con harto espanto el consejo de su madre. En el corazón vibrábale clavada una sola persuasión de horror y de sorpresa: la de que era irremediablemente verdad una cosa con que no contaron sus torpezas inauditas: ¡la de que había perdido a Esteban para siempre sin derecho ni a su estimación!... ¡Para siempre!, ¡para siempre!... ¡Odiándola y menospreciándola, y teniéndola por vil, al haber sabido lo del novio, no prevenido por ella de la realidad de lo contrario!... ¿La creería más bien, y para detestarla más, que tomaba a él tras la inicua y ambiciosa y fracasada caza de marido rico y de alcurnia?... ¡Oh, sí, perdido para siempre..., por bruta, bruta!... ¡Su madre tenía razón!... Y vuelta boca abajo, abandonada de su única ilusión y hasta de su último decoro en el fatal error del amado ausente, lloraba (la que había llorado tanto) las lágrimas que ella propia sabía que habían de ser también las últimas de sus noblezas!... Ya, guiñapo del destino, daríala igual casarse con cualquiera, que podría matarla al descubrirla deshonrada, o no casarse o ir con no menos inmunda hipocresía a sofocar sus ansias de la vida en un convento...

«¡Deshonrada!», hasta esta noche no habíase sentido deshonrada ella. Hasta esta noche no había medido el implacable rigor de la palabra: «¡Deshonrada!»... «¡Deshonrada!»... ¿En nombre de que honor la asistiría el deber de rebelarse contra el consejo de su madre?...

A otra tarde, cuando fue el «novio» a recogerlas para el paseo por las murallas, no salieron. Al anochecer, la madre tuvo que partir sola, a tiendas, y se quedó «guardándolos» el ama.

Esto se repitió, por tarde y noche, en algunos días siguientes; y como al ama llamábanla los chicos gritando, pidiendo pan, y como el ama solía hacer falta en la cocina, el ama se ausentaba de la sala largos ratos.

Pronto Antonia hízole notar a su madre este abandono. Navarro se tomaba libertades...

Y su madre, que la odiaba con un áspero odio cuya esperanza cifrábase en «verla» lejos..., le opuso:

—¡Oh, bah! ¿Y te... asustas?... Pues, hija, ¡casi es un bien! ¡Ya que no tienes nada que perder..., que te sirva siquiera de indecencia para no exponerte a que, marido, él te dé un puntapié oportunamente y te vuelva a casa!... ¡Vamos, mira que guardarte!... Cualquiera; el ama; nadie..., ¡qué más da!..., ¡y con eso salgo y no me tiene de plantón un hombre que puede ser mi padre!... ¡Déjale! ¡Él sabe lo que se hace!... ¡Y hay cosas que se advierten menos así, a escape..., no lo olvides!

El nuevo consejo podría ser brutal e inicuo; pero Antonia, avergonzada, no podía ni sustentar la dignidad de su vergüenza dignamente.

Más que a su madre, veía en su madre a la rabiosa rival extraña para quien ella constituía un estorbo y una decepción y Navarro un público pregón de suegra vieja, de mujer irremisiblemente arrinconada.

Y ahora, Antonia, en vez de llorar, se iba siempre a su cuarto y se tumbaba como una imbécil en el butacón de terciopelo.

VII

     «Cádiz, 4 de enero.

»Querida Antonia: Te extrañará mi silencio de estos días. Dispénsame. Llevo medio mes atareadísimo. Harás mal creyendo que te olvido. Al revés, tú has llegado a ser para mí una obsesión de sufrimiento; y más, cuando contra mi voluntad veo retardarse tanto, veo alejarse tanto el día de que se puedan cumplir tus deseos y mis deseos. Te debo en tal concepto una franca explicación. Creo haber dicho alguna vez, en nuestros ratos deliciosos, inolvidables, que soy viudo, y que cuando yo te conocí no hacía tres meses que lo era. Pues bien: mi suegro, en cuya casa he vuelto a estar en noviembre a mi paso por Madrid, y que adoraba a su hija, es un influyente personaje a quien le debo cuanto valgo. El cargo que actualmente desempeño, él me lo ha dado, y de mis conversaciones con él, de mis insinuaciones, ahora al verle, he deducido cómo me significaría su resuelta enemistad una boda sin el respeto siquiera de un año a la memoria de la muerta. ¿Comprendes, Antonia?... ¡Razones de delicadeza, y de egoísmo, por si no bastase, que tendré que respetar..., porque imagínate tú lo que fuese la protección de un prohombre vuelta animosidad contra un funcionario del Estado!

»¡Perdóname! Esto que acabo de decirte sin duda te aclarará lo que habrás juzgado vacilaciones y subterfugios míos desde que nos separamos. Nada menos verdad. Sueño contigo. El recuerdo de tus brazos, de tu belleza incomparable, forma mi gloria y mi tormento. Mi gloria, porque lo fuiste. Mi tormento, porque... no te tuve jamás con esa calma de descuidos y reposos infinitos que requiere una pasión. ¡Oh, qué sola veo esta vida mía y esta casa donde pudieras estar!...; y para decírtelo, justamente, te escribo hoy de un modo tan sincero y doloroso. Por una parte, te declaro la imposibilidad de realizar nuestra esperanza con la prontitud que tú querrías. Por otra, te invito a nuestra unión inmediata. Vente a Cádiz. Vente a esta casa, que es tuya, y que se encuentra sin ti muy triste. Es la manera de conciliarlo todo que tan llegado a concretar mis desvelos, mis ansias, después de pensarlo bien. Pasado el plazo prudencial, nos casaríamos.

»Si te resuelves, avísame. Combinaríamos el viaje. Y mientras, y esperando lleno de impaciencia, queda tu

CARLOS.»

Laura dejó caer las manos y la carta a las rodillas, con una sonrisa de amargura, de desprecio, de humillación, de vencimiento. Tras unos segundos de inmovilidad en que respiró las ásperas llamas de estos odios, se levantó de la butaca y fue al cuarto de su hija.

—¡Toma! —exclamó arrojándola la carta—. ¡Esto acaba de darme el cartero!... ¡Te has lucido, mujer!... ¡Te quiere de... querida!

Cerró y se volvió a la sala.

No tenía, por cosa nueva, más que admirarse del cinismo de aquel hombre-harto descontado como «ingenuo salvador» desde que se vio su proceder de presente a última hora y sus primeras y, desde luego, frías cartas de ausente hacía dos meses —y lo admiró con la fugaz admiración de la que ya había admirado en la vida mil cosas estupendas.

Se peinó, se adornó, y, como era domingo, se fue a misa. Clarita la acompañaba. Lo que ostensiblemente perdían de consideración entre las gentes, procuraba recobrarlo a fuerza de lujo de ella y de Clarita.

Así por la tarde se fue también al puente y al Vivero con Clarita. Las de Prida paráronse a saludarlas y... a verlas los abrigos recién traídos de Madrid. Antonio Mazo, este otro grave y solitario, rico doctor que no quería clientela, procuró cruzarla, por mirarla, cuatro veces. ¡A ella!..., no a Clarita, ni a las demás elegantes solteritas que animaban el paseo... ¡aun siendo un joven él!

Pero luego..., ¡bah!, ¡el invierno!, el agua volvió a confinar a todo el mundo en sus casas, y Badajoz parecía un pueblo gris y abandonado, sin otro ruido que el del viento y las canales..., las canales que vertían desde los tejados la lluvia con tedios infinitos. En estos tedios, mientras Laura bordaba detrás de las ventanas aguardando inútilmente el paso de su nuevo adorador, el conflicto de la hija resurgía. La soberbia con que ella al pronto pensó que quedaría «el de Cádiz» castigado, haciendo que Antonia no volviese a contestarle, servía de nada contra el hecho estúpido y brutal del embarazo de Antonia. Un mes, otro mes..., dos faltas. ¿Qué, con que no se le notase todavía, en no siendo por sus vómitos si con una marcha de cruel seguridad iba a llegar el largo tiempo del escándalo?... Esto la aterraba. Sabía de más que todas las maledicencias o sospechas y aun certezas eran olvidables, menos cuando públicamente también se da con ellas una demostración inolvidable por sí mismas.

Pensó, en muchas de estas tardes, muchas cosas. Los dos ejes de sus meditaciones eran dejar o no dejar... que aquello continuase. Lloraba, a ratos, con la ira de ver que no podría quizá ni sostenerle

«al de Cádiz» su soberbia de silencio. ¿Era un granuja? Era un granuja, un canalla disfrazado de respetable caballero...; pero hasta la granujería tiene en algunos un término al tratarse de los hijos. Antonia, por su sosería primeramente, y luego por la irregularidad de aquellas cartas que unas veces fueron a Madrid y otras a Cádiz, no te había dicho aún su situación. Si se la dijese, ahora... ¡Aunque no! —veíalo—; ¿qué le importaba un hijo a un sinvergüenza?... Aparte comparaciones, el decirlo sería para contar con el santo temor del «caballero». En vez de ruegos, amenazas. Una seducida. Una menor. Un juez y una prueba de culpa que le obligaría a casarse.

Lo malo fuera que se burlase de ellas, no contestando siquiera a la severísima carta de una madre dolorida. Y lo ridículo, lo ferozmente inútil y ridículo, si entonces se llevase al juzgado la cuestión, habría de estar en que aquel mono de Madrid resultase declarando... ¡ah!

«El sinvergüenza de Cadiz» quedaba, pues, defendido y sustituido, ante Laura, por «el mono de Madrid», como suspendido de una hilacha del bastidor en que bordaba ella detrás de los cristales, y sin consultar para nada a la imbécil de la hija. Quería depurar bien los detalles y enlaces de su plan, con su gran ciencia del mundo. Navarro, con sus conchas y sus cincuenta años a la cola, no habría dejado de saber lo de Esteban, antes o después; y contando con la vanidad y la venganza del muchacho, tardaría poco en aliarlo a su defensa. En cambio, exponiéndole previamente a Navarro el proyecto, no sería difícil que, en su doble condición de caballero y de canalla, ellas le pusieran de su parte para hacerle decir en una carta que desistió dignamente de la boda por haber oído a tiempo lo de Esteban.

Otra tarde aún, y cayó en la cuenta de que lo adverso habían de ser los médicos: el embarazo de dos meses no se podía referir a cuatro..., y el «mono» estaba en Madrid desde octubre. Además, si Antonia era menor, también Esteban...; y desconocía ella el grado en que las leyes eximen de estas responsabilidades a un menor.

¡Inútil, pues; inaprovechable, y sólo colosal estorbo el embarazo!

Hízola llorar la aflicción. Hízola rezar, con los fervores que siempre recurría a Dios en los grandes infortunios. Pedíale, y predilectamente a la Purísima (que mejor como madre y mártir había de comprenderla), que se apiadase de su dolor y que «tuviese en cuenta lo que ella húbose esforzado por guiar en buen camino a la hija loca». Pedíale que la hiciese abortar, aprovechando este no comer y esta debilidad de la muchacha. Y desde entonces, con el beatífico consuelo de la divina aprobación, quedó esperando el aborto.

Era tanta su fe, que cada noche esperaba la providencial novedad para la próxima mañana. Pero... pasaron días, pasó una tarde Mazo, en una clara de sol (aunque sin mirar a la reja, porque ignorase quizás dónde ella vivía)..., y Laura comprendió que Dios ayuda... valiéndose siempre de medios indirectos.

¡Fue un relámpago! Se lanzó al despacho del marido y escribió:

     «Sr. D. Antonio Mazo.

»Muy señor mío y de toda mi consideración: Para un asunto urgente deseo hablarle. Me permito contar de antemano con su caballerosidad y su discreción. Le esperaré esta noche, a las once, en esta su casa. Si no pudiese venir, con la misma que le entregue ésta puede decirme qué otra hora de mañana encuentra preferible. Tiene mucho gusto en ofrecerse de usted efectísima servidora, q. b. s. m.,

LAURA R. DE GAMBOA.»

—¡Ama! —gritó para entregarle la misiva.

Y cuando la despachó con las convenientes instrucciones encaminándola al Casino, donde el señor Mazo solía estar, ella se quedó triunfal y sonriente en el sillón de su marido, como bajo un haz de gloriosos resplandores que hubiérala enviado la Purísima. Primero rezó en acción de gracias. Luego, cumplida con el cielo, bajó a la tierra y pensó que ella venía a ser una especie de gran reina diplomática capaz de dominar al mundo; efectivamente, de un golpe, y puesto que aquel más o menos tímido amor de Mazo había de parar en... lo de siempre, anticiparía este amor y lo santificaría (al otorgarla como premio de aborto) con la salvación heroica de una hija... No de otra manera ni menos heroicamente se había entregado a otros amores..., salvando a sus hijos y a su casa años y años de la estrechez económica a que la hubiesen condenado las míseras tres mil pesetas del marido. Y esto con dignidad..., sin dejar de ser ni un punto la dama entre señores. ¡De no sabía qué historias, recordaba no sabía tampoco qué altivas e intrigantes princesas de su porte!

Se vio al espejo. Un poco vieja se encontraba, pero..., ¡en fin!, pasó al tocador y dispuso su batería de lápices y cremas. El ama tornó diciendo que «vendría el doctor». Laura entregose más a su profija y larga tarea de embellecerse... ¿Cómo encontrar otro doctor a quien poder indicarle siquiera un propósito de aborto?... Este tenía la boca chica, los labios finos, los dientes blancos; y buen bozo; aunque no pasaría de los veinticinco años, su negra barba rizosa y su carácter dábale todo el aplomo apetecible.

A las once de la noche, puntual, llegó misteriosamente el esperado. El ama le abrió, sin que él llamase, y le introdujo. Laura le esperaba en la profunda intimidad del gabinete. La expresión de Mazo, un poco más bien sonrientemente poseída y dura que cortés, era la de quien sabe darse importancia ante una que te llama. La Gamboa, así de cerca, a pesar de sus afeites, o por ellos mismos, parecíale una de aquellas ciertas caprichosas dueñas de las casas de a tres duros. Por asociación de ideas acordábase de que también aquí había una muchacha fresca y bonitísima...; pero... procuraba atemperarse a la fácil oferta de la madre —hombre él, directo, incapaz de poner tiempo ni paciencia en estas cosas—. Esto pensaba Antonio mientras se deshizo la Gamboa en vagas e inútiles disculpas...

—Sí, me he atrevido a llamarle a usted como doctor, aunque sé que no visita. No tenía el gusto de tratarle; pero soy amiga de sus tías, las de Varela, y además me ha parecido usted, al verle en los paseos, un perfecto caballero a quien puede confiársele un secreto... de honor.

Mazo sonreía y asentía con la cabeza, sacudiéndole al puro la ceniza con la uña del meñique. Cuando oyó en seguida hablar de Antonia..., de una grave... enfermedad de Antonia, que necesitaría sus socorrros, pensó que esta señora divagaba tontamente. Pero, según fue determinándose la enfermedad de Antonia, se intrigó, y hasta ayudó con curiosidad apremiada, advirtiendo que la madre andaba con rodeos.

—Bien, señora, sí..., ¡comprendido!... Y sé de quién. De Esteban. Se dice por ahí, aunque no precisamente que se encuentra en ese estado. Se comenta que la ha dejado Navarro... por eso. Hábleme, pues, con entera libertad.

Laura, en la sorpresa de este público error, vio comprobado su buen tino al pensar en achacarle a Esteban el negocio. Por si acaso, por lo que pudiera ocurrir, se libró de rectificarle a Mazo tal creencia. Y se procuró un aire intermedio de madre atribulada y de amiga afectuosa al continuar informándole acerca del favor inmenso que esperaba de él..., y que ella pagaría con su eterna gratitud, con su eterna... Llegó casi a las lágrimas y se cortó y quedó esperando con el pañolillo en los ojos, para lucir la mano y las sortijas...; ella sabía perfectamente «lo que puede la mujer que llora», como la del madrigal, y que tiene además los dedos blancos y llenos de ópalos y de esmeraldas y brillantes.

—¡Señora... —lanzó por último el «doctor», cortando un silencio reflexivo—, lo que me propone usted es tremendo y no lo puedo hacer!

—¡Oh! —gimió dolida la Gamboa, sin desanimarse..., porque la negativa dejaba en su acento vislumbrar el lógico deseo de avalorarle al servicio sus precios sentimentales.

—¡Ni yo ni ningún médico del mundo! —acentuó Mazo dignamente, mas no tan grave como hubiésele al protomedicato convenido.

Y era que había cambiado la orientación de su esperanza: «Antonia, la muchacha fresca y linda, y no la madre, ofrecíasele, de súbito, accesible en este embrollo.»

Señor Mazo —dijo Laura—: crea que no desconozco la entidad de lo que pido, y la imposibilidad de que médico alguno lo conceda; pero yo, en usted, al tiempo que al doctor, me dirijo al caballero.

—Es que ni el caballero ni el doctor lo pueden conceder. ¡Compréndalo!

—¿Por qué?

—¡Porque es un crimen simplemente!

Laura le miró. Él sonreía. Sonriente y lógica también, le arguyó con rapidez y firmeza:

—Se trata, amigo Mazo, del honor de una mujer..., de una señorita. Ante esto, para un «hombre de honor», ¡no hay crímenes que valgan!

—¡Cuando para ello, señora, no se le exige el sacrificio del suyo!

—¡Ah!

—Fíjese... en que pide eso, justamente; salvar el honor de su hija a costa de mi honor.

—¡No! ¿Por qué?

—Porque me pide una cosa penada por la ley.

—¡Sin duda! Pero la ley no castiga cuando ignora.

—Y penada por la opinión pública.

—Que tampoco castiga... sin saberlo. ¿Es que se lo va usted a contar a los jueces y a las gentes?

—Señora... ¡no! Pero ¿es que usted supone que no tengo yo conciencia de mi profesión como médico, y de mi deber como hombre?... Mire, su deseo es... una enormidad: se me requiere, aun suponiendo lo no fácil de librar penas efectivas, y sin más que «porque nadie hubiese de enterarse», a la doble abdicación de mi honor profesional y de mi honor de caballero...; y es tan terrible, que usted sólo pudiera comprenderlo, quizá, si yo dijese, poniéndola en la misma alternativa: «Señora, puesto que lo que de mí solicita es algo que no puede pagarse con dinero, yo impongo el precio, y hasta por prenda y garantía de mi deshonra, en moneda igual; ¡entrégueme a Antonia, a su hija, previamente!»

Vibró la Gamboa. No esperaba esto. La sonrisa de victoria con que aguardaba el fin se le trocó en una ira de desastre al fustazo de aquellas últimas palabras que presentábanle a su hija como rival vencedora, intolerable, hasta cuando con influjos hechiceros quería salvarla..., y gimió:

—¡Ah! ¡De modo que usted, pone por precio...!

—¡Sí! ¡Suponga!... ¡A su hija!... ¡Pasar antes con ella esta noche..., por ejemplo!

Se levantó la dueña de la casa. Y era tan airada su actitud, tan hondamente altivo su gesto, que Mazo comprendió que había hecho un disparate irremisible. «Sin la hija y sin la madre.» ¡Le daba igual! Después de todo, para él no valía más una mujer que otra mujer, ni éstas que otras mujeres; y si sobre tener Antonia ahora supiese Dios qué panza, iba él a quedar como un cochino, luego al no poder darla sino papeles de azúcar... ¡bah! Se levantó también y dijo:

—¡Señora... no he pretendido ofenderla..., sino al contrario, hacerla ver, con la recíproca, el grado de la ofensa que usted ha pretendido hacerme..., que usted me ha hecho!

—¡Bien, sí, perdóneme!... Ya veo que es una locura lo que pido. ¡Imposible!... Acaba usted de convencerme... Pero, al menos, doctor, le ruego que sepa guardar nuestro secreto en conciencia, como un verdadero secreto profesional que es, sin duda alguna.

—¡Oh, señora!... ¡Los médicos somos verdaderos confesores!

Tomó la mano, que ella ofrecía sonando con la otra un timbre, y salió acompañado por el ama.

Laura se durmió esta noche con un odio a su hija, a sí propia, al mundo..., que la ahogaba. El grado a que alcanzaba ya su pública desconceptuación, por culpa de la «niña», dábaselo esta insolencia con que Mazo acababa de tratarlas..., ¡como a zorras!

Al día siguiente continuaba ahogándola el mismo odio. Por no ver a Antonia se encerró en la sala y comió en la sala. Pensaba a ratos incluso en llamar al doctor, ponerles un jergón en la cuadra vieja, meterlos allí a los dos..., y allá que se revolcaran, hasta que él se hubiese cobrado lo bastante para hacerla malparir... ¡Oh, porque eso sí, la idea de soportarle a Antonia, encima, todo aquel largo calvario de escándalo que había de ser la irrisión de la familia, parecíale insoportable!

Y además, absurda, y no debía suceder..., ¡y no sucedería!

Llamó al ama. Conferenciaron. Por la noche hicieron venir a Mauricia..., y Mauricia, tras otra conferencia de reconvenciones y reconciliaciones, durante cuatro días recorrió en vano las once boticas de Badajoz, pidiendo cornezuelo. Entre tanto había recomendado, y se estaba practicando, que le diesen pulgas a la pobre señorita.

Visto el fracaso y la negativa de los honrados boticarios, Mauricia le habló a la señora de una amiga: la Rosca, dueña de una casa pública, y en otros tiempos partera.

     La Rosca acudió una noche, a las doce. Se llamó a Antonia, que espantó a Mauricia al verla tan delgada; se la tendió en la cama de su madre, y ésta se salió a la sala mientras en su hija manipulaba la Rosca, ayudada por Mauricia.

El lance se repitió por siete noches, y a la octava hubo un mar de sangre, entre gemidos que la Rosca mandaba ahogar con el pañuelo... Siempre en la sala, la madre; que no tenía valor para estas cosas, veía sacar las jofainas de agua roja, los trapos...

—¡Ya está, señora! ¡Bien que hemos trabajado! —dijo la Rosca, a las tres, recibiendo veinte duros.

Respiró a todo pecho la Gamboa, y rezó.

No sabía cómo agradecerle tanto bien a la Purísima.

Al fin de no enterar al marido (que dormía al pie del comedor, en su cuarto lleno de pedruscos), propúsose permanecer en una butaca el resto de la noche, por no andar transportando a Antonia. La Rosca había encargado, también, que para nada en cuatro horas la moviesen.

Sino que al amanecer el ama la despertó gritando:

—¡Ay, señora!... ¡Creo que se muere la niña! ¡Creo que se ha muerto!

Fueron. Antonia estaba blanca, inmóvil, fría, con la boca abierta..., y por el suelo corría la sangre. Laura rompió en terribles alaridos. La casa se inundó de alarmas y terrores. Un momento después, el padre, los siete niños, la otra criada y hasta un sereno de la calle, estaban en la habitación.

—¡Un flujo! ¡Un flujo! —explicaba el ama.

El primero de éstos que llegó mandó inmediatamente por los óleos. Pero el segundo, el viejo doctor de la familia, detuvo al mandadero al comprobar un síncope, más que por la hemorragia aún, por el estado de inanición de la paciente. La reanimó con éter, cafeína, y con una taza de leche caliente con coñac. Vino el reconocimiento, quitando trapos y sustituyéndolos con gasas y algodones, e inmediatamente la consulta.

Don Desiderio, en el tocador, con su esposa y los doctores, tuvo que enterarse de la índole del mal. Quedaban restos de placenta. Los síncopes se repetían. Los médicos tenían que salir a poner nuevas inyecciones. Grave el caso, muy grave... y «comprometido legalmente». Esto último, que en una ausencia de los otros se lo deslizó el doctor de la familia confidencial, a laGamboa, le arrancó a ésta medias confesiones y ruegos fervorosos. El padre, con su relativa admiración, de buena fe, confirmaba que«todo fue espontáneo», que «no había habido esta noche nadie de fuera en la casa»..., y sus palabras, como de hombre que habla siempre muy poco, tenían una fuerza enorme.

Quedó acordada otra consulta, para las cinco de la tarde de este día en que ya iba amaneciendo, a fin de extraer los restos placentarios.

La casa quedó en tren de enfermo grave, semicerradas las puertas, oliendo a éter y alhucema, y con la solemnidad sobria, también, que le dio el párroco de San Agustín por única visita. Por la tarde se efectuó la pequeña operación, y por la noche Antonia, en aquella lujosa cama de mamá, tuvo fiebre y calofríos. «¡Reacción!», dijeron los médicos.

Pero la fiebre subió a 40º desde el día siguiente, alcanzando 40 y 5 décimas al otro, y no hubo otro remedio que establecer el diagnóstico: septicemia. Se recurrió a la sonda de Doleris. Se bañó a la enferma, y al otro día se la confesó, en vista de su situación alarmantísima. Es decir, una confesión inconsciente, de fórmula, en rigor, y de buenas intenciones, porque Antonia no hacía más que delirar... El nombre de Esteban ponía en sus labios secos y en su rostro terroso de agónica dulzuras inefables... La madre lloraba, oyéndola, abandonada de Dios y pidiéndole a la Santísima Virgen que la consolase de los remordimientos por esta hija si moría.

Otra operación, otra intervención más activa de los médicos, a la desesperada, llenó una tarde la sala de pinzas y de cucharillas cortantes y de estufas de desinfección. El cura aguardaba con los óleos. Afortunadamente, triunfó sin contratiempos la ciencia; y al otro día, por vez primera, cedieron las altas fiebres y el delirio.

Quince más, y Antonia quedó fuera de peligro. Desde el 3 de marzo se levantó, y empezaba a reponerse. Entonces volviéronla a su habitación del patio. No salía de allí. Notaba los semblantes de extrañeza con que solían mirarla los hermanos mayorcitos (enterados indudablemente de todas sus vergüenzas), y empezaba también a volver a notar los desvíos y asperezas de su madre. O no pensaba nada, o pensaba que la habría valido más haberse muerto. Su vida era un estorbo, una cosa odiosa y odiada en la casa y en el mundo. Solamente el padre seguía apareciendo anochecido, con su regularidad automática de siempre, recóndito, fantástico, indiferentemente sepulcral..., como un hombre que no fuese sino una siniestra sombra de sí propio..., como un ser, en fin, a quien nada le interesase fuera de la tierra, ya que no podía andar por dentro como un gnomo, a preguntarla cómo estaba «Bien», respondíale Antonia; y veíale rígido desaparecer de la entreabertura de la puerta y sonando en su bolsillo los peñascos.

Petra, en cambio, la criada, al llevarla las comidas, y si no estaba Clarita (a quien la mamá prohibió estar mucho rato, desde una vez que la encontró llorando con Antonia), íbala informando del gran escándalo dado en Badajoz. Hasta en la playa oyó ella comentarlo a las criadas...; y, «naturalmente», por eso, no habían vuelto señoras de visita... ¡ni a preguntar, cuando confesaron a la enferma y en todo el tiempo que estuvo si se muere o no se muere!...

Una noche, Antonia, sintiendo a su madre en el pasillo, se puso a computar que llevaba cuatro días sin verla. No podía saber si se alegraba o lo sentía: íbala inspirando miedo, como el Destino, como un Destino severísimo y fatal que siempre se le acercaba para algún mandato de catástrofe. Su miedo llegó al horror que paraliza, ahora, viendo que, en vez de pasar, aparecía en el cuarto con su cara grave, indescifrable, y su rígido rigor de esfinge.

Era el aspecto que ya le había visto tantas veces en horas decisivas, y Antonia, que estaba acostada, se medio incorporó.

—¡Podías dormir sin luz, si te parece!... —la riñó por primera providencia.

La hija se dio cuenta de que noches enteras, en verdad, se olvidaba de apagarla.

Mas no era esto lo que traía al cuarto a su madre. La observó avanzar hasta la cama, hasta el barrote de los pies, y detenerse.

Y la oyó:

—He pensado mucho en estos días. Aquí no has de morirte. En interés tuyo, y como última posible salvación, he resuelto que te vayas a Cádiz, con Navarro. Puesto que él lo quería, puedes escribirle diciéndole que el escandalazo que has dado por su culpa, te impide seguir en Badajoz sirviéndole de eterno recuerdo de vergüenza a tus hermanos. ¡Esto creo que lo comprenderás tú también! Te irás y se dirá que te has casado. Además, es el único medio de que te cases con él: le llenas de muchachos, y mucho será que pronto o tarde no acabe por querer darles su nombre. ¡Esto es frecuente en la vida!

Nada contestaba Antonia y la madre terminó:

—Anda, levántate y le escribes. La carta ha de ser larga y bien explicada, para que él pueda entender que yo cedo, sin ser una... cualquier cosa también, porque no tengo otro recurso... Acabo de hablarle a Mauricia, que te llevará. Se lo dices, y le dices que mande por ti a medio viaje siquiera.

Salió.

Antonia se quedó fija en la luz. Hacía ya mucho tiempo que no lloraba ni sentía.

Y, ahora, únicamente sintió un afán de abrazar a su hermana Clara, que no estaba allí, sino con el ama..., en otro cuarto...

La echaban de la casa.

¡Su madre!

Una semana después, a todo escape, unas costureras, en este cuarto de Antonia, terminaban un pequeño ajuar, del que la Gamboa decía que era «para que su hija se casase por poder».

Y Antonia, que no hablaba, que cosía también para más prisa, por orden de su madre, se quedaba muchos ratos con la aguja clavada en la almohadilla y tirada atrás de espaldas contra el viejo butacón de terciopelo.

Tercera parte

I

Dejó el tranvía y cruzó la explanada de Atocha.

Había reconocido la estación por su aspecto de alcázar diáfano hundido en laberintos de verjas y fosos y jardines.

—¿Hace el favor de decirme por dónde se entra a la estación?

—Por aquí, señorita.

Dio las gracias y bajó la rampa que la indicaba el guardia. Llegaban coches. Otro señor la echó flores. Torció bajo la marquesina por la primera puerta, donde descargaba un ómnibus. Ya determinadamente guiada por la gente y las carretillas de equipaje, cruzó el anchuroso vestíbulo, y la detuvo un empleado de otra puerta: necesitaba billete de andén.

—¿Hace el favor de decirme dónde se venden?

—Allí, señorita; en los despachos.

Encontró no fácilmente la taquilla que buscaba. Formó cola. Un señor, detrás, la floreó. Ella, grave, con esa señoril indiferencia que contiene a los más irreverentes, impacientábase y miraba el reloj de su pulsera. Se admiraba de lo que engañan el tiempo y las distancias en Madrid. Cierta de haber salido del hotel hacía una hora, llegaba casi tarde.

Volvió veloz con el billete. Al entrar en los andenes bajo la techumbre colosal de vidrios y de hierros, el corazón le saltó. Los viajeros abandonaban el tren que acababa de llegar. Detúvose para revisarlos al paso. ¡Oh!... ¿Y él? ¿No habría venido?... Dominándose el impulso de correr y volver a mirarlos uno a uno, contemplaba desoladamente más trenes en las vías. Una confusión esto, y ella misma tuvo que reafirmarse. «Pasado mañana, martes», le habían dicho. Tenía la memoria débil de no dormir, de haber esperado tanto este momento. Si ella vino el sábado y se informó el domingo, el «pasado mañana y martes» era hoy.

El tren vacío se retiraba. En donde estuvo, decía un cartel: Líneas de Andalucía. En otras decían otros: Línea de Toledo. Líneas de Ciudad Real y Extremadura... Aunque le era ingrato preguntarlo todo, le preguntó a un factor que cruzaba con papeles:

—¿Hace el favor de decirme si el tren que ha llegado es el de Badajoz?

—No, señora; ¡ése! —contestó el factor sin pararse.

Y como pareció señalar al que llegaba en este instante y que allá lejos aún enfilaba la vía de Extremadura, la pobre aturdida pasó rápida a otro andén donde había gente aguardando.

Acercábase, acercábase la temblorosa hilera de vagones, ya con algunas portezuelas abiertas y empleados al estribo. Paró, y fue en seguida una apremiada confusión de viajeros y mozos y equipajes. En un segundo... ¡oh, tuvo que esquivarse tras un grupo...! ¡Esteban, sí..., pero con dos amigos..., quizá de Badajoz!

¡Qué cambiado, aún, en otro año! Más alto, más pálido, más bigote y con dura expresión de hombre y de experiencia. Permanecía en la portezuela, tomándoles a los compañeros entre bromas y entre risas las cajas y maletas que tres mozos iban depositando en el suelo.

Ella temblaba. Le volvían las dudas del efecto que a él pudiera hacerle su presencia. «¿Iría a escupirla?»...

Contemplándole, absorta en él, que era su único y último terror y su única y última esperanza, en una fascinación sentíase atada igual a su compasión que a su desprecio. Le vio bajar del coche y doblar y guardar la gorra en su bolsillo, a la vez que vigilaba cómo uno de los mozos le ordenaba su equipaje. Le vio mirarla..., y ella comprendió que no la conocía..., con su sombrero, con su velo, con su boa de pluma y con su aspecto pleno de mujer...; pero... o un enlace vago de recuerdos, o mejor quizá la misma extática fijeza loca de ella, hiciéronle fijarse...; hiciéronle, por último, conocerla..., y le hicieron acercarse al ímpetu de una lívida explosión de asombros...

—¿Tú?... ¡Oh, tú!... ¿Tú aquí? ¡Antonia!... ¡Tú!

La había cogido la mano, y se la oprimía temblando, con un frío, con un recondito furor de pasión o de sorpresa que igual pudiera resolverse en un beso o un insulto.

Negaba la garganta de ella a pronunciar ni una palabra, querían decirlo todo los ojos.

—¡En Madrid!... ¡Ah, tú!... ¿Qué haces aquí?... ¿Adónde vas?... y ¡con quién!...

Miraba en torno, Esteban, buscando... torvamente.

—¿Con quién?, ¿con quién? —apremió, como ante el miedo de sabérsela robada en un minuto.

—¡Con nadie! —le calmó ella al mismo tiempo que con el alma en la mirada decíale su triste donación de calmas infinitas.

Le tomó el viajero con su otra mano también la mano, y se la guardó entre ambas codicioso. Su voz, lanzando las exclamaciones breves, había sido apagada de terrores, de cautela, que querría robarle al mundo el despojo del tesoro que él perdió... Pero, desde el coche, le vieron los amigos, y uno gritó apresurándose a bajar y a aproximarse seguido por el otro.

—¡Eh! ¡Compadre!, ¡que nos llamamos a la parte en la conquista!

—¡Claro, sí!... ¡Rediós, y qué morucha!...

—¿Tu amiga?... ¡Preséntanos!... ¡Te esperaba, so ladrón!... Fagoaga..., señorita..., para lo que...

Y se interrumpió Fagoaga, y se contuvo este otro paisano suyo en su casi ademán de enlazar a Antonia por el talle. Más que el gesto y la severidad de Esteban, habíanles infundido súbito respeto la distinción y belleza de la joven. No dudaron que no fuese, que no podía ser una de aquellas pupilas de la Leonor, de la Asunción, de la Churrete...

—Una señorita, amiga mía —se limitó Esteban, simple y grave, a presentar.

Y puesto que los mozos tenían listas las maletas, se inclinó hacia Antonia y preguntó:

—¿Sale usted, no?

—Sí —repuso Antonia, tomando el brazo que se le ofreció inmediatamente.

Partieron detrás de la carretilla de los mozos. No hablaban por no profanar el enigma de su encuentro en la atención despierta y silenciosa de aquellos dos que iban al lado. Únicamente, al apartarse un poco en las estrecheces de una puerta, pudo este diálogo entablarse:

—¿Estás sola?

—Sola.

—¿Y qué hacías aquí?

—Esperarte.

—¡Ah!

—Sí, he venido a Madrid y a la estación por ti.

—¡Ah! —volvió a exclamar el sorprendido, el deslumbrado, estrechando el cielo horrible de aquel brazo.

Y adivinó, y le obligaron a callar su adivinación y los amigos: «Trasladado aquel Navarro, desde Cádiz, Antonia le buscaba a él y le quería por amante, también furtivamente.» Era demasiado horrible y demasiado hermoso esto para que Esteban pudiera ahora estimar si era más hermoso que horrible. Por lo pronto agradecíale el interés con que venía a buscarle, puesto que pudo averiguar que llegaba hoy.

El respeto, la mudez como dramática y solemne de ellos se le imponía igualmente a Fagoaga y al otro. En el asalto de cocheros, quedáronse con un pequeño ómnibus. Pronto, sin embargo, hizo Esteban volver a bajar su maleta. ¿Cómo ni adónde ir allí con Antonia?

—¡Señores, hasta luego! Tengo que dejar a esta señorita en otro coche.

—¿De plaza, señor? —intervino el mozo.

—Sí —dijo Esteban alejándose con él; y consultó a Antonia—: ¿Verdad?

Pero al subir, ya nuevamente cargada la maleta, a él le volvió la misma duda: ¿adónde ir? ¿Cómo llevar a Antonia a la casa de estudiantes, ni menos limitar esta entrevista al cuarto de hora del trayecto?... La detuvo.

—¿Tienes prisa?

—¡Oh, no!

—¿Dónde quieres que vayamos? ¿Dónde vives?

—¡Oh, no sé!... Vivo en el hotel Madrid.

Esteban reflexionó. «Viviendo ella con Navarro, no había que pensar en el hotel»..., y eran las ocho de la mañana, y ni sabía de ningún sitio a propósito ni estarían abiertos tan temprano. ¡Con qué rabia de dolor querría él y le iba a morder la boca a... esta querida de otro..., que parecía ansiar con tal premura abandonársele...! La presión tenaz del brazo de ella, efectivamente, tenía una avidez como de espantos de algo..., de lujuria. Además, ignoraba si encontrábanse en Madrid de tránsito, para partir quizá esta misma noche... lo cual explicaría las premuras por buscarle. No sabía..., no sabía... ¡Debían hablar previamente!... Aquí no le dejaban los mozos..., uno pedíale propina, y otro el talón del baúl...; dio ambas cosas, y le propuso a Antonia desayunarse en el mismo restaurante de la estación, ya que ella, por madrugar, no habría tomado nada.

—¡Por horas! —díjole al cochero—. Espérenos en esa puerta cuando carguen el baúl.

Se fijó en el número del coche, y entraron en la fonda. No había nadie. Una estancia cuadrangular de techo alto, llena de mesas como un café, y de recogimiento como una sacristía. Pidieron chocolate.

—Bueno, Antonia —dijo él, de lado a lado del mármol de la mesa—: ¿quieres decirme qué haces en Madrid..., por qué me buscas..., si os vais pronto..., si...?

Era un rencor profundo el de esta pregunta repentinamente formulada sin mirar, tras el silencio hostil y extraño, y tuvo que cortarla al advertir por leves sollozos contenidos que estaba llorando Antonia... Sus lágrimas corrían en silenciosa abundancia por su faz, bajo el velillo lirio del sombrero.

—¿Qué es eso, Antonia?

Ya advertida, ella se alzó el velillo hacia la frente y se llevó a los ojos el pañuelo. La contempló Esteban un rato; su rencor se deshacía; su ser se conmovió de no supo qué grandezas que dormían por sus entrañas; tendió el brazo y le acarició el codo con trémula presión de todas las piedades... Llegó el camarero con las bandejas, y Antonia dominó su llanto y lo ocultó, volviendo a bajarse el tul.

—¿Estás en Madrid hace mucho? —desvió él su curiosidad en casi una hostilidad compasiva, cuando estuvieron solos otra vez.

—No. Hace cuatro días. Llegué el sábado.

—¿Por mucho tiempo?

—¡Oh! ¡Qué sé!... ¡Acaso para siempre!

Hubo una pausa. Los bizcochos permanecían ante los dos, intactos.

—¿Cómo has sabido que yo llegaba?

—Lo pregunté... Suponiendo que vivieras todavía en la calle de Jacometrezo, fui; me dijeron que vivías en la plaza de Isabel II, y allí supe por el dueño de la casa que habías escrito avisando tu viaje para hoy... Yo creía que vendrías, como otras veces, hacía el 5 ó el 6 de octubre.

—Me he anticipado porque tengo que matricularme. El plazo de matrículas termina el 30 de septiembre, y estamos a 29. ¡Oh, quién me dijese que iba a verte, Antonia!... ¿Venís entonces trasladados? ¿Ese... Navarro, con destino aquí?

—No. Vengo sola. He venido sola... y sólo a verte. Ese hombre... no sé ya ni dónde está.

—Ah, ¿cómo? ¡Sola!

Hubo otro silencio. Ella tenía los ojos bajos.

—¡Sola! —replicó al fin—. ¡Sola en el mundo..., si tú también me rechazas..., si tú también me negaras un poco del afecto y de perdón, en caridad!

Volvió a recogerse lágrimas, y dijo:

—Aquel a quien me arrojaron como un trapo..., aquel que me recogió con un egoísmo frío y bestial, como por limosna...; aquel, Esteban, en cuya casa refugié mi infamia y mi tormento, se cansó primero de mi carne, y después también de mi humildad, ¡y me ha echado!... Parece que va a una comisión científica en Bélgica, y me lo dijo cortés, muy cortés...: «que era de años, y que, no pensando poner casa, no podía llevarme...» Mi madre, cuando me echó, me dio enaguas y camisas. Él..., tres mil pesetas..., ¡mi pago, después de mantenida casi un año!... Ya ves, Esteban, quién te busca, y por qué. ¡Una mendiga! ¡Llega a ti queriendo saber, al menos, que tú también la odias..., para no dudar que se halla en el mundo tan sola... por la pena de no haber querido hacerle a nadie daño!

Era ella la que tenía esta vez todo el espanto de la seca crueldad del mundo en los ojos, y fue Esteban el que sentía en los suyos unas lágrimas de llama. Tan piadosas, por Antonia y por todas las inocentes trituradas de la barbarie social, que Antonia tuvo que acariciarle el brazo por encima de la mesa.

—¿No me odias? —exclamó.

Por respuesta obtuvo una convulsión que se ahogó en sollozos de congoja.

—¿No me rechazas? ¿Me soportas junto a ti?

Vio que la miraba él ahora fíjamente, queriendo penetrarla hasta el mismo corazón, en la misma verdad de sus dolores, y se la ofreció entera ella con su alma en las pupilas. En seguida vio y oyó que la preguntaba otro dolor rabioso, directamente al corazón:

—¿Por qué, Antonia, hiciste aquello?

No pudo resistirlo y cerró los párpados, la acusada por la formidable evocación de una gloria ya imposible.

—¡Ah! ¡Deja! —repuso—. ¡Es extraño y largo por demás para explicártelo aquí!

—¡Pues vámonos!

—¿A dónde?

—A..., a... ¿En qué hotel me has dicho que vives?

—Hotel Madrid, Puerta del Sol.

—A tu hotel entonces, ¿quieres?

—Sí.

—¡Vamos!

—¡Vamos!

Llamó Esteban, y al pagar les hizo notar el camarero que no habían tocado el chocolate... ¡Oh, ya estaba frío! Les era lo mismo no tomarlo.

Salieron. Subieron al coche, dando las señas del hotel. El gran abrazo de triste amor, que no se habían cambiado antes, duró desde que se cerró la portezuela hasta que los detuvieron los dependientes del consumo en lo alto de la rampa. Luego permanecieron enlazados por el talle y emplearon el trayecto del Prado en hablar menudas cosas: «cuando partió el otro para Bélgica», «dónde se quedó ella en Cádiz unos días», «por qué no le había escrito desde Cádiz su intención»...; y con medias respuestas también, en la angustia de las mil curiosidades, hízole entender Antonia completamente que debió confiarle su proyecto, más que a cartas, a esta comunicación, en que ponían también sus persuasiones las almas y los ojos. Desde que el coche torció por la Carrera dedicáronse a concertar el porvenir que este mismo día para los dos inauguraba incierto y nuevo...; sin decírselo, claro es que tenían descontado no se más; y, por lo pronto, acordaban que ella le presentaría en el hotel como si fuesen matrimonio... No chocaría, puesto que, a prevención, Antonia había dicho que era casada y que su marido iba a llegar...

Todo bien. Puerta del Sol. Subieron. Quizá al fondista le extrañó un poco la juventud también del esposo...;pero con crédula indulgencia, que no tenía por qué extremar sus dudas de la conyugal veracidad en tanta juventud, los guió al cuarto del segundo ocupado por Antonia. Muy pequeño. Cama estrecha. Habitación de 7,50..., «porque la mesa es de primer orden, como sabe la señora». Sin embargo, por el doble, siendo dos, los pasaría a mejor alcoba... Los condujo, haciendo llevar el baúl, y mandó inmediatamente cambiar la cama por una grande.

—Para la tarde, ¿saben?... Mientras lo arreglan, puede el señor lavarse y descansar en el otro. ¿Se han desayunado?

—No.

—Bien; les servirán el desayuno.

Se fueron a la habitación de Antonia los dos. Un nuevo abrazo los dejó ante el espejo del armario. Esteban se vio negro, igual que un fogonero. El calor, en el tren de charla toda la noche, les había hecho traer abiertas las ventanas...; polvo, humo y carbonilla de la máquina... ¡Iba a lavarse!... Pero, ¡qué extraña sensación!...Al quitarse la chaqueta, contúvole el respeto hacia Antonia...; y le salvó una oportunidad.

—Mira —dijo cuando una sirviente entraba a preguntarle si también quería el señor café—, me lavaré en el otro, puesto que han llevado allí la maleta... ¡Sí, también quiero café!

Salió. A los diez minutos volvía con otra camisa, con otro traje, peinado y limpio. El café esperaba... Antonia púsose a echarlo en las tazas..., y ambos notábanse la misma cortedad en esta enorme confianza. ¡El cuarto de ella! ¡El lecho de ella... blanco! Mirándola, tan pura y tan bonita, Esteban sufría una singular obnubilación de la memoria, en que se borraba el tiempo con la viva idea de Badajoz, como si fuese que su novia, sólo por él transfigurada en una noche, a la mañana siguiente la hubiese deslizado a su cuarto a tomar café... mientras la madre en misa... Las etiquetas de dos baúles que veía enfrente —Cádiz— le volvían a la inverosímil realidad.

Antonia debía sentir las mismas emociones, porque al sentarse, una vez llenas las tazas, exclamó, dejando caer a una mano la frente:

—¡Quién le hubiese dicho, Esteban, a «aquella señorita»..., que nos habríamos de encontrar así!

Respetó él, mudo, este dolor, y tragó el primer bocado de pan empapado en café y en amargura.

Daba el tono de resignación serena con lo que no tenía remedio, y Antonia, pasándose al fin con fuerza y lentitud las palmas de las manos por los ojos y las sienes, mojó asimismo en su taza un pedazo de tostada. Comieron un rato sin hablar y sin mirarse. Sino que el ansia de lúgubres curiosidades seguía flotando sobre ellos, y la joven preguntó:

—¿Qué se dijo..., qué supiste tú, de mí, en aquellos días?

Esteban contestó con agresiva sequedad:

—Que el don Carlos ese había causado impresión en las muchachas; que tú te... ilusionaste de vencedora vanidad en la competencia, y que, sin notar que es un granuja, os confiasteis en la oferta de rápida boda, por demás, tu madre y tú.

—¿Y qué más?

—Oh, qué más..., ¡ya ves!... Lo que supo todo el mundo: que se fue, que te quedaste embarazada, que por poco si te matan haciéndote abortar..., y que últimamente te marchaste a vivir con él en Cádiz; que unos dijeron que él no se quiso casar porque supo cosas mías, y otros que no, que por sistema..., por ser un hombre aficionado a jovencitas «con ese procedimiento». Esto último parece que lo ha explicado en Badajoz un capitán que estuvo en La Coruña, donde había estado Navarro y donde tuvo lances parecidos.

—¡Oh, pues es verdad! —exclamó Antonia, como en la tardía comprobación bien triste de haber sido ella la víctima de un «sistema de crueldad y de ignominia». ¡Ahora, en Cádiz, también ha hecho lo mismo con otra señorita!

Seguía tomando el desayuno, familiarizada ya sobradamente con lo inicuo para que pudiese conturbarla, y añadió:

—¡Qué hombre más raro! No te puedes figurar. Cortés, cortés siempre, inalterablemente cortés en todos sus detalles, como un gran señor educadísimo... y fría y dura su voluntad como una piedra.

Todavía tornó a pesar entre los dos un tenacísimo y hostil silencio de reducción difícil, de reducción como imposible, agravado en Esteban por la especie de asentimiento que habíale prestado Antonia a «su creencia de que se ilusionó con don Carlos»..., y así terminaron a sorbos el café.

—Mira —dijo luego ella abandonándose atrás en la butaca y mientras él encendía nerviosamente un cigarro—, no he dormido nada, ni un minuto, esta noche, esperando la hora de la estación, y tengo la cabeza poco fuerte para decirte como yo quisiese todos mis recuerdos y torturas. Haríame falta poder considerarlos con acierto, porque en su sutileza incomprensible estriba mi defensa entera, mi defensa plena para ti. Sin embargo, espero que me adivines, que me desprecies y maldigas, si acaso, por torpe, por bruta... y no debo retardarte mi disculpa. ¡Oh, sí! —exclamó aún cerrando este proemio con el anticipado asombro de lo que tendría que explicar, no sencillo—, absurdas e incompresibles sutilezas! ¡Lo veo ahora, cuando ya tan rudas me ha dado la vida sus lecciones!... ¿Por qué no naceremos al revés..., primero viejos, muriendo niños?

Un resplandor hubo en su pausa. Era su nobleza, que prendió a Esteban en angustias de atención.

Con la monotonía doliente de una campana que tañese en el fondo más hondo de su alma, empezó en seguida a contar sus emociones. Tomó la historia feroz de sus tristezas desde la hora en que la sorprendió su madre, y sin perdonar ni brizna de recuerdo la fue pasando por los días terribles de aquel tiempo que fue su infierno de la tierra. Habló de los tormentos que material y moralmente la infligieron..., golpes, injurias..., burlas y vigilancias de cárcel, hasta por las criadas y los hermanos mayorcitos. Habló de la pelliquera a quien esperó en vano para escribirle a Esteban, y de su imposibilidad absoluta, sin ella, para poner una sola carta en el correo; del invencible respeto estúpido que su madre la inspiraba, confiándose primero en que la revelación de sus entrañas lo rompiese, y teniendo que romperlo, al fin, cuando ya tarde le sirvió sólo la osadía para forzarla a... otra revelación de sus entrañas en pleno escándalo...

—Todo se conjuró para que yo aceptase a aquel hombre. Se me vistió de largo para él. Mauricia debió de publicar en Badajoz lo nuestro, y supe, con horror, que se sabía, por el desvío de las amigas y hasta por frases que me hirieron en las calles. Mi madre me lo impuso, a Navarro; y él mismo me impuso su trato desde luego yendo a casa... «para poder saber si nos queríamos»...: así solamente le acepté, cierta de hacerle saber que no podría quererle, y ansiosa, por lo pronto, de arrojarle, con la simple predilección de su respetabilidad, un público mentís a los destrozadores de mi honra... Mas ¡qué torpe fui!...; espantada me persuadí de ello, cuando la revelación de mi angustia a mi madre, en la suprema defensa de tu amor, a mi madre misma le pudo consentir mostrarme mi torpeza. ¿Me hubieras tú creído, Esteban (odiándome ya como estarías al saber lo que allí pasaba por verdad de «mis nuevas relaciones»... ), si yo te hubiese escrito que no había sido la novia de Navarro?... ¡Oh!, ¡dime, dime!... ¿No hubieras pensado mejor que me dejaba y que volvía a ti... que yo había sido una vil y una traidora; y acaso una nuevamente ultrajada, en retorno a tu nueva fe con mis mentiras, por recurso?... ¡Bah!, fijate: tú sin carrera, un niño en realidad pendiente de tu madre; yo, tachada por culpas de mi madre y por culpas de mí misma; de ti para mí, además, el fantasma de la duda... Figúrate; ¡aunque hubieses al fin querido y podido creerme, cuánto y con cuánta apariencia de motivos tu familia se hubiese opuesto a aquella reparación de honor, a aquella felicidad que los dos soñábamos tan cerca!... ¡Sí, sí, lo comprendo, y acaso lo comprendes tú! ¡Todo por aquel ridículo y absurdo respeto mío a mi madre! ¡Todo por no haber sido siquiera capaz de prevenirte con una carta mi plan de falsas sumisiones!

La comprendía Esteban. De más. Oyéndola se le saltaban las lágrimas; y un pudor de su amargura, un remordimiento también, le obligaban a esconder el llanto (para que ella no lo viese), como si allí, con los codos en el velador y ambas manos en los ojos, ocultaran arisco únicamente su dolor de tanta inocencia perdida. En los respetos, en las indecisiones, en la cobardía esclava de Antonia, estaba viendo el fiel retrato de sí mismo. En su corazón saltaba ardiendo, al mismo tiempo, la memoria de aquella confidencia miserable que le hizo a Sergio en la taberna. Mil veces había pensado que «él lanzó contra la fama de la infeliz el primer guijarro». Ahora lo ratificaba.

Sentíalo de tal modo que le faltaba el ánimo para lanzarse en confesión a los pies de la pobre destrozada..., para pedirla perdón..., desvelándose como canalla hipócrita a quien ella debiese con asco lanzar de su presencia. Pero ella, humilde, candorosa, siempre incapaz de descifrar las monstruosidades de la vida, seguía, seguía contritamente su relato, encendida en amor de mártir ante el ídolo..., ante el dios que tuviese el derecho de «saber y castigarla todas sus bajezas». Contaba las repugnantes preparaciones de su entrega «al hombre aquel», allá en la sala, abandonada y forzada con violentas pasividades del ama y de su madre misma; hablaba «de su falsedad de niña contra el hombre falso en quien buscábase un marido», y refería luego los tétricos e inquisitoriales detalles de su larga lucha con la muerte y la locura desde una noche en que dos brujas rasgaron sus entrañas. En aquellos días, en aquellas fiebres, en aquellas contemplaciones de delirio hacia la muerte y el vacío y la soledad..., al rechazo de unas gentes que la rodeaban convertidas en verdugos.

La irrupción de lágrimas se desbordó en Esteban, por fin. Se levantó y le dio la vuelta al velador para abrazar a la mártir. Lloraban juntos. Santamente. El llanto se les mezclaba a la infantil amargura infinita en los besos inertes y convulsos de los labios. Besaban lágrimas y rizos, en una caricia perdida del tibio calor de las mejillas y las sienes. Y de tal modo tal desolación era sin término, que Esteban se levantó del brazo de la butaca y quería consolar a Antonia, torciéndose en desesperaciones, con una calma de energía que en vano le procuraba a sus palabras triviales afabilidades...

Sentía la como cruel obligación de saturarse de las no compartidas penas de la ángel, y arrastró cerca otro silla. Antonia continuó evocando ahora su viaje, con Mauricia, de fardo de indecoros... Un ordenanza la recogió en Córdoba. En Cádiz, el... «hombre aquel», y empezó desde el primer instante su vida de nueva prisionera de vergüenzas, en una casa, al menos, «de paz y de prestigios». Dos criadas, y ella en el indeciso papel de otra especie de mimada doncellita que tenía su cuarto junto al amo. Jamás salieron los dos. Nunca vio Antonia la población, más que de noche, y raras veces, sacada a pasear por las murallas con una vieja sirviente, como un perro. La sirviente le contaba que llevábale cartas a otra «novia de don Carlos que ya estaba de él encinta y con la cual iba a casarse». Antonia entonces temblaba un poco de visión de soledades y abandonos, por ella y por la ignota compañera, y alegrábase de ir a ser algún día abandonada sola, sola..., sin un hijo de lo que al menos no habían podido concebir sus entrañas destrozadas, y a quien tendría que tirar con ella al mar buscando el eterno refugio compasivo. ¡Sola! ¡Sola!..., ¡así había terminado sola la historia suya con aquel hombre educadísimo y cortés, grave como un príncipe, y así, sola y triste, y sin prisas de matarse o que el mundo la matara, había venido a buscar el perdón de Esteban, siquiera, antes!

—¡Y encuentras en mí tu mundo, tu mar inmenso de muerte viva, de cariño y de esperanza! —cerró Esteban la historia horrenda como un broche de flor en flores de alegría que anudaban y daban vueltas a un porvenir.

Se abrazaron al impulso de la mutua gratitud, y sus besos fueron más de corazones en las bocas; pero llenos de una igual pureza que les permitió en seguida mudar su conversación hacia este porvenir cuyas brumas de alba tenían que penetrar. Hermanos, en la cruel fraternidad de la experiencia, cuidáronse desde luego de manejar su libertad discretamente.

—¡Mira! —dijo Antonia, levantándose para ir con la llave hacia un baúl. Sacó un tarjetero, volvió a sentarse y mostró billetes—. ¿Ves?... Es el dinero, son las tres mil pesetas que te dije. Para trastornarte, sabiendo yo que tú no puedes, no te habría buscado de otro modo. Con esto (¡ah, sí..., yo lo he pensado mucho, y te oí decir un día que le bastan veinticinco o treinta duros al mes a un estudiante!)..., con esto yo tendría, pues, como un estudiante también, para dos años...; trabajaría además, y... ¡ya ves tú! Pero; fíjate, aún... ¡oh, sí, sí, lo he pensado mucho...!: caro este hotel y caro de cualquier manera un pupilaje, nosotros, si tú quieres, podemos vivir en casa nuestra..., ¿sabes?..., en un piso pequeño que alquilaríamos, que amueblaríamos bien y sin derroche, en donde, en fin, hasta ahorrarías dinero tuyo, porque no habrá de subir el gasto de los dos de... ¡qué sé yo!, ¡no sé lo que cuestan las casas en Madrid!..., un gasto, pongamos, de cuarenta duros..., ¡lo bastante para tener yo con esto hasta que tú acabases la carrera!

La aurora rosa abríase en porvenir de dilatados horizontes. Besó Esteban otra vez las manos de la reflexiva. Libre del peso que vagamente le había agobiado, se lanzó su ser a la inmensa confianza. En verdad, un poco, hasta este instante mismo, y ante esta excelsada adoradísima que él no hubiese podido abandonar sino perdiendo la vida, habían estado turbándole negras visiones de sacrificio y de pobreza... Bella, prudente y generosa... ¡salvados! Cuando el estudiante tuviera que partir en los estíos, la que le esperase le esperaría en «su hogar», y cuando él en tres años más terminase su carrera..., ¡ah, anegábalos la dicha!..., ¡un campo!, ¡un pueblo!, ¡o este mismo Madrid y para siempre el uno junto al otro!...

Perdíanse, al decírselo, en una etérea llama de ilusiones. Charlaban y charlaban, sin fin. Más práctica Antonia, sacó un lápiz y pusiéronse los dos a hacer un cálculo de muebles. Les resultaban mil seiscientas pesetas, y empezaron sin desmayos a tachar y reducir. A la hora y media quedaba ajustado el presupuesto a dos mil reales. Implacablemente.

—¡Vámonos! —lanzó Esteban, con el papel en triunfo.

—¿A dónde?

—A ver los almacenes.

—Bueno, sí..., ¡a ir viendo! ¡Vamos!

El buscaba su sombrero y ella una mantilla; los sorprendió la criada:

—¡Cuando gusten los señores!

—¿Qué?

—El almuerzo. Es la hora de almorzar. Están tocando la campana.

—Pero... ¿la una?

—Sí, señorita, ¡la una! Bajen cuando gusten.

Mirándose con asombro, dejaron la mantilla y el sombrero. Les parecía imposible haberse llevado tan pronto charlando cuatro horas. Habrían jurado que fuesen las nueve o las diez.

—Mira, Antonia —decía ya completamente jovial Esteban dejándose por ella guiar al comedor—, es una cosa que he pensado algunas veces; si uno se aburre o es infeliz, la vida pesa y pasa lenta como un plomo: si es dichoso, no la siente, y... ¿qué es mejor?, ¿no es esto de la dicha una especie de suicidio..., un engaño y una burla de la vida..., un vivir la vida sin la vida, también?

Almorzaron, en la mesa redonda en que había, además, otras familias, y almorzaron con verdadera hambre de alegría y de juventud. Luego se hicieron servir arriba el café. El dueño los llevó a la estancia nueva. Era espaciosa, y frente a frente a una mesita juguetero tenían dos butacas. Sentáronse en ellas, tal como estaban puestas, y cada uno cerca de la taza que había subido detrás un mozo. Proyectaban salir sin pérdida de tiempo: verían los muebles, y emplearían el resto de la tarde buscando pisos por el bulevar, por Chamberí... Sin embargo, fumando Esteban y siguiéndole Antonia la charla con una casta calma fraternal, el ambiente de siesta y la blancura de las amplísimas butacas los iba inundando de perezas deliciosas...

—¿Vamos?

—¡Vamos!

Habíanse indiferentemente preguntado y respondido esto ya tres veces, sin moverse. Y a la cuarta, cuando Antonia, sin moverse, le volvió a invitar, él dijo:

—¡Oye, Antonia, no! Son las dos. Has dicho antes que no dormiste nada anoche. La tarde es larga. Puedes descansar un par de horas. ¿Quieres?

Antonia le miró, al oír la delicada atención, con un pesar de no haber sentido para él igual correspondencia:

—Sí, la tarde es larga... Y eres tú el que anoche no dormiste, cansadísimo del viaje. ¡Debes descansar!

—¡Sí, descansaremos! —sancionó Esteban, poniéndose en pie.

Pero una turbación de nuevo le contuvo, y se quedó mirando a Antonia.

—¿Qué? —inquirió.

—Que... bien. ¡Que sí! —dijo ella levantándose.

Se contemplaron. Sin saber por qué, Esteban halló un poco irreverente ir a darla un beso. El silencio de los dos era penoso. Esteban quiso cortarlo en discreción yendo junto al lecho y empezando a desnudarse vuelta la espalda. Pero... carecían de confianza: no tenían en su inmenso amor descontados los rubores de esta enorme intimidad que es el desnudarse juntos la primera vez..., ni habíalos puesto tampoco la situación fraternal en trance de disculpas pasionales..., y Esteban se volvió a subir a los hombros la chaqueta.

Al girarse, vio que Antonia, al lado allá de las butacas, había hecho lo mismo: desajustando el pelo de su blusa, lo juntaban ambas manos al pie de la garganta... y yacía quieta...

Difícil, bien difícil el momento, para la delicadeza de los dos. Acercarse ahora a darla el beso... (que hubiese ya de iniciar bien determinadas intenciones), le pareció más burdo todavía..., casi grosero. Y sonreíanse piadosos con la misma turbación.

Pronto la sonrisa de ella hízose más franca, más leal:

—No, mira, Esteban... ¡Duerme ahí! ¡Yo en mi cuarto! Otra cosa... tendría, ahora, yo no sé qué de violencia... ¿Quieres?

Era tan dulce, tan gentil, tan certera además, la indicación de este ánimo de almas en que habíanlo puesto en toda la mañana tanta idealidad y tanto sufrimiento, que Estaban comprendió que a ambos les sería menos hermoso ahora el amarse plenos de otro modo..., como amantes con la única impaciencia del deleite, y bajó los ojos, accediendo.

—¡Adiós! ¡Hasta luego! —dijo ella.

Salió, dejándolo con un frío de veneraciones en que se dilataba como a un universo nuevo su existencia.

Se despertaron a las ocho, en un tiempo igual agotados sus profundos sueños, perdidos por los senos infinitos de la paz. Fue Esteban el que llegó a despertar a Antonia cuando ya Antonia terminaba de vestirse, y los últimos detalles de tocador precisáronse al acuerdo —puesto que era ya tan tarde— de cenar antes de salir. Muy grata le pareció a él la tarea de ayudarla, de enredar entre las ropas y pañuelos y las cosas de la intimidad de ella que íbala buscando en los baúles y el armario. Cenaron y tuvieron otra sorpresa del reloj: las nueve y media, cuando salían de la fonda... y todas las tiendas cerradas. Para el día siguiente, pues, su visita a los mueblistas.

Fuéronse al circo. A ratos se miraban. A ratos advertían que los miraban desde otras sillas los gemelos. A ratos dejábanse absorber ingenuamente en los peligrosos ejercicios de chiquillos y de niñas; de una pareja también de jovenzuelos, quizá de enamorados, que jugaban con la muerte en las barras... Funámbulos asimismo ellos, los que estaban aquí como espectadores sonrientes, quizá pensaban en los puentes de negro horror que habían tenido que salvar para encontrarse en su melancólica ventura.

Y casi no se hablaban, recibiendo en idéntica emoción las duras lecciones de la vida a través de sus más gentiles aspectos de gracia y de belleza.

Al salir, Esteban halló agradable vagar un poco por las calles. La noche era cálida y serena. Corrieron Recoletos y la Castellana, entre el aroma de las frondas y bajo la clara luna tropical. Muy juntos, parados a veces en la sombra para cambiarse alma en leves besos, decíanse sin fin cosas celestes, ideales..., y jamás el ser de ambos ardió en fluida llama tan suave de purezas toda blanca y toda azul, como la luna.

Regresando con el ágil cansancio del paseo, y por no reposarse y confortarse en la canalla elegancia de un café, compraron en La Mallorquina dulces y málaga. Subieron a su fonda. Vieron en el cuarto grande las ropas y baúles de Antonia, trasladados por orden del amo, que habríale dado el otro a algún viajero..., y la disculpa de forzosa intimidad les hizo sonreír... por inútil. ¡Ya en ellos mismos habíala bien establecido con noblezas francas aquella espiritual purificación que respiraron, a todo cielo, de las flores!

Amigos de la luna, se sentaron al balcón..., en aquel altísimo balcón que dejábales mirarla, desde discreta penumbra, por las aceras de enfrente. Dos sillas de tapicería contra la baranda, y un abandono más comiendo dulces. Eran las tres. El dulzor, no sabían ellos ciertamente, al fin, si era de los dulces, del málaga o de sus bocas. La estancia, delante de los dos llenábase también del misterio de la noche, y en su fondo, otro fantástico misterio dibujaba el lecho blanco. Esteban decía cosas de Dios, del infinito o no sabía qué flores de carne que su mano magna iba descubriendo entre las sedas... Y allí posaba los labios en breve adoración, y allí sentía un corazón su frente reclinada.

Habían desnudado a Antonia los ángeles, quizá, y fue desnuda, blancamente desnuda, por la sombra de misterios (en batistas que olían a su vida de amor y de azucena), hasta el lecho blanco.

Fue esta noche la gloria triunfal de una pasión que ya en dos niños sabía de todos los horrores..., que ya en dos almas sabía de toda la dolorosa bondad de olvidar..., y que olvidó y que llegó y votaba suntuosa por alturas inmortales donde no alcanzaban las miserias...

Hay en la embriaguez de divinidad un límite sin límite que piérdese en los nimbos de los sueños, y en un celeste abandono de los brazos durmiéronse los dos... Horas sin horas. Esta noción del tiempo la recobraron solamente en la tarde siguiente, al despertar..., al ser difícilmente despertados por la camarera, que decía que «era la una».

La laxitud, a ambos (y a Esteban la gracia de Antonia, nueva con la semiluz del día que filtraba la colgadura del balcón), hízoles permanecer en el trono de su gloria y su pureza. Servidos por la amable camarera, y reclinados en los almohadones, almorzaron sobre bandejas y servilletas tendidas en la colcha entre los dos. Luego, una atracción de eternidad volvió a lanzarlos al ansia de mirarse los dos en los ojos... sintiéndose las vidas..., y cuando se levantaron, había pasado el sol su cerco de los cielos, como pasó la luna...

—Sí, mira, ¡oh!, ¡qué dirían... si nos sirviesen también la cena aquí!

—¡Oh, sí, verdad, Antonia..., tienes razón!

A los que tanto rubor les había costado desnudarse en presencia mutua la siesta antes, no les dio ahora vergüenza alguna vestirse. Era una confianza, para estas nimias cosas de la tierra, divina, ¡sí, divina!, ganada en las alturas: sabían ya que en sus cuerpos vestían y desnudaban amor. De rato en rato, calzándose ella una media, él se doblaba y besábala rápido en el muslo; viéndola ajustarse el corsé, inclinábase y dejábala otro beso en la espalda...

Les pareció Antonia más guapa a unas señoras del comedor, y les pareció a ellos más alegre la mesa. Volvieron a recogerse en su cuarto. No salieron. Las butacas, una al pide de otro mientras tomaban café, hacíales equivocar las tazas. O no. A cada cual le placía beber por donde habían dejado amores los labios... Y hablaban a besos o a palabras..., daba igual; hablaban de la vida de este instante de ellos mismos..., sin inquietarse más de Badajoz ni de Navarra..., cual si ambos acabaran de nacer sin niñez y sin historia, sin haberse ni siquiera nunca acariciado tiempo atrás...

—¡Oh, qué tontería..., pensar, Antonia, que yo te tuve... aquella noche! ¡No, qué tontería!... Hasta ahora no he sabido qué es amor!

Ella, en una sonrisa, porque lo pensaba, porque lo sentía, porque había adquirido en cada uno y todos los átomos de su carne y de su ser idéntica persuasión, fue a decirle lo mismo: «yo tampoco hasta ahora he sabido...»; pero le contuvo el miedo de evocarle «el hombre aquel» para quien había servido de mecánico artefacto de lujurias, frías, calculadas, corteses como él en su propio brutalismo.

Y dijo, por resolver en algo su impulso de decir:

—¡Oye, las doce!

Daban en el próximo reloj del Ministerio.

Tornando a su ternura, añadió:

—Mañana, en dos ajustadores, vamos a consagrar la de nuestra felicidad en la fecha de hoy.

—No, en la de ayer —repuso Esteban. Sacó la cartera y un lápiz queriendo, desde luego, consignarla como si se le fuese a olvidar, e inquirió—: ¿A cómo estamos?

—A 30. Ayer, a 29; 29 de septiembre.

Escribiéndolo, tuvo él una inquietud... ¡30 de septiembre, hoy, y no se había matriculado! La angustia fue más grande en Antonia, porque temía haber inducido ya en el estudiante un desorden irreparable... Se miraban, y él triunfó:

—¡Oh, mira, sí, Antonia, tú!... ¡Mejor! Estudiaré por libre... ¡Oye! ¡Antonia! ¡Claro! ¡Sí! ¡Mejor!... ¡Pero infinitamente mejor!... Con matrículas no podría ganar otro año hasta el que viene... Libre, en el verano aprobaré el cuarto, y en el próximo otros dos. ¿Ves?... ¡Dios en tus brazos lo ha querido, para que acabe la carrera cuanto antes!...

Se abrazaron en un ímpetu de butaca a butaca, con la alegría recobrada del orden y del bien.

—¿Me dejas... —pidió después Esteban— que te bese el corazón? ¡A él le debo esta fortuna!

—¡Oh! ¿No es tuyo?

Recostada atrás, como estaba ella, él quitó corchetes y encajes y puso los dos senos a la luz blanca de la lámpara.

II

En el gabinete había un retrato de la tita en negro marco oval. Único recuerdo salvado por Antonia y lo único que ligábala con un pasado entre el cual y el presente se tendía la imposible voluntad de olvido.

Cuando a Esteban le llegaban cartas de su casa, el sobre, el sello de Badajoz, la crispaban. Evocación de la ciudad de orden y de luz que fue infierno para ella. Habíansele muerto allí su madre, su familia, su pureza, su nombre. Tuvo una gran compasión muy triste hacia todas estas cosas muertas, mientras creyó, durante un año, por irónico consuelo, que la histérica inconsciencia de su madre la arrastró, como a ella misma, al desprecio y al oprobio. El clavo de la pena barrenábala con su áspera punta a la idea de las pobres hermanas deshonradas. Clarita, de once años; Herminia, Laura, Marina..., de siete, de cuatro, de dos. Inocentes que habrían de ir sabiendo su pública degradación aun antes de saber siquiera lo que fuese su inocencia. ¡A ella, en cambio, la tempestad la había arrojado a estas playas lejanas e ignoradas de una gloria!

Tal pensó y tal sufrió mientras Esteban, cortés, con una cortesía del alma bien distinta de aquella otra de «aquel hombre», y queriendo respetarla su voluntad absoluta de olvidar las vivas cosas muertas, ni le habló de Badajoz ni le leyó estas cartas de su madre. Pero las cartas, que él dejaba abiertas por los muebles, le infundían a la adoradísima infamada un recelo constante de amenaza y de peligro. Un día, en que tras una noche de dichas inefables su recelo fue mayor, osó, al salir Esteban, mirarlas. En algunas, Gloria le escribía a su hermano. En una, la madre le mostraba al hijo su conformidad con haberse mudado «a una casa tranquila, sin locos compañeros» y con «la resolución de estudiar por libre, si esto reportábale ventajas». En otra, Gloria le contaba una función de caridad que habían dado en el teatro, trabajando las muchachas, y enviábale con las revistas fragmentos de periódicos. Se admiró Antonia. Las letras impresas contenían el nombre de su hermana Clara, como actriz, y el de su madre como una de las concurrentes distinguidas. A ambas los periódicos dedicábanles mención muy principal...; y ella, la desterrada, la proscripta en ignominias, pero la enormemente dichosa al fin, lloró de raras alegrías. Al volver Esteban, le interrogó por única vez, y oyó que la confirmaba amargo en su dulzura:

—¡Oh, sí! Este verano ya no se hablaba de ti. Tu casa la visita todo el mundo, como antes. Solamente ha prescindido tu familia de la mía. Clara, muy conocida, estuvo festejadísima y preciosa en los bailes de la feria. Por no hablarte de esto, no te había dicho, Antonia, que en dos yo estuve sentado en la muralla viendo desde la sombra a tu hermana..., recordándote..., ¡porque no te puedes figurar de qué modo va siendo su aspecto el tuyo mismo!

Se enterneció de más la tristísima dichosa, al choque de no supo qué ingratos cariños recordados, de no supo qué injusticias, de no supo qué increíbles indulgencias y qué redimidas inocencias...; y víctima ella sola, al lado acá del abismo de vileza en cuyo opuesto borde la olvidaban como muerta todos, se refugió en los besos y en el alma de su resurrección gloriosa..., del ancho amor que le había recogido en alma y carne de alma desde el vuelo de una tumba.

En la tarde aquella, más que nunca, comprendió la razón sidérea e inmortal por la cual Esteban odiaba los vestidos. Se los quitó, y estatua o diosa, desnuda, sin una cinta, adorando se dejó adorar mientras le oía hablar de amor y de Dios y de la muerte.

—Mira, tú, así —volvía a decirla él—, eres la MUJER de todas las mujeres. Griega y santa. Paganamente honestísima. Tu vida de belleza, como la hizo Dios, es tu Razón, es tu Pureza, y es tu Majestad.

Badajoz, Cádiz, Madrid..., todos los pueblos del mundo, ante los que ella tuvo y tenía y tendría que aparecer vestida, cuando aquí no le hacía falta ante Esteban y ante Dios, acabaron de parecerle unos perpetuos «bailes del Casino», cuyos trajes vaporosos servían únicamente para que los graves ingenieros les viesen a las honradísimas mujeres los senos y las figas de lujuria tras el tul de los escotes y el revuelo de las faldas.

¡Ah, el bueno y luminoso Badajoz era como este Madrid del qué me importa en que ella veía rodar los landós de las cocotas entre más admiración que el de las reinas! ¡El qué me importa de las gentes «bien vestidas»!... Y como esto no lo ignoraba Esteban, también para entre las gentes placíale verla vestirse lo mejor posible.

Se concentró más en su Esteban, en su hogar, y en la maravilla de horizontes del cielo y de la tierra que veían por los balcones.

Sí, era maravilloso y estaban maravillados.

Suyo el Retiro. Suyo Madrid. Vivir entre jardines y grandezas. Vecinos del sol y de la luna y las estrellas, comprendían la altura de los tonos, comprendiendo que la altura es el dominio. Y diríase que en su asombro de alegría callaban el secreto... ¡porque no fuesen los caseros a enterarse y a trocar la importancia de los precios partiendo de los «altos»!

Casado del Alisal, 37, duplicado, interior, 4º izquierda. Y, no: 6º, en rigor de la escalera, ya que podían contar, subiendo, cinco pisos. Pero... ¿interior?... ¡Qué otra equivocación tan bella en las paradojas de su vida!... Desde los dos balcones, por el lado en que los días le enviaban el saludo rosa de sus albas, veían tendida la mágica alfombra del parque; y allá lejos, los campos, los horizontes infinitos. Desde las dos ventanas, por el lado en que las tardes enviábanles sus despedidas de nácares y púrpuras, veían el Prado; y detrás el panorama de la ciudad diáfana e inmensa. Dos balcones, dos ventanas..., aire y luz; jaula, cada habitación, del cielo, puesto que no tenían más que cuatro, amplias y con los estucos blancos y nuevos de casa nueva: dormitorio y gabinete tocador sobre el Retiro, cocina y comedor sobre Madrid.

Habían ido contemplando en tres meses del otoño tibio palidecer las arboledas, y continuaban confirmando que seguía discretamente firme, con el leve aumento concedido al bienestar, el presupuesto que trazáronse en la fonda. Por la casa pagaban once duros, en vez de ocho, y en muebles habían gastado, encima de los dos mil reales

proyectados, otros mil; mas no tenían por qué hallarse pesarosos: Antonia, buena hacendista, atenta al orden y al tiempo en la computación del conjunto que forma el alma de toda economía, dejó previsto, y lo iba demostrando, que con los de Badajoz y de Cádiz, y ligerísimas reformas, le sobrarían, por lo menos, tres años trajes y sombreros. Los muebles, sólidos, lindos en su imitación modesta de nogal, necesitaron, en cambio, menos complementos ornativos, porque ya las paredes mismas eran una gala, o una pulida limpieza, al menos, que agradecían a sonrisas de espejos blancos los adornos que de cintas y papeles japoneses súpoles poner a las macetas de dracenas y begonias y a las tulipas de la luz la gentil enamorada.

Enamorada de todo..., gentilísima de su amor, y de su paz, y de sí misma, y de su dicha y su belleza, y de estos balcones y paredes de su casa. Era un beso cada contacto de su mano con las cosas. Era una caricia de amor, en este ambiente de amor, cada mirada suya el amor de no importase qué, bajo el cielo de las noches y los días. Esteban la iba habituando a profundizar las emociones, y sentía lo mismo que él, en verdad, que no era que se poseyesen ambos las almas y las vidas, sino que poseían y se encontraban a la vez perpetua y amorosamente poseídos por el aire, por las rosas... por todos los grandes y pequeños espectáculos que desde su pasión serena miraban dentro o fuera de ellos mismos. Perdida en un idéntico infinito de ternura la noción de magnitud, casi ponían la misma complacencia adorando a Dios con oraciones de silencio en las noches estrelladas, que revisando ella al fuego el baño de maría y apercibiéndole la flanera al flan que iba él batiendo para el postre. ¡Perdida la noción de magnitud! ¡Perdidos los conceptos de lo enorme y lo trivial por un inmenso amor que, los tuviese comoquiera y dondequiera, los tenía en la serenidad del Universo!

Madrugaban. Solían despertarlos los carros que iban a la estación por la calle de Alfonso XII. Tenían allí en la alcoba, por tuberías de aire calentado siempre, como el resto de la casa, un gran lavado de jofaina giratoria. Antonia le daba un beso a Esteban, saltaba de la cama sobre el linóleo, se quitaba la camisa y empezaba toda a friccionarse con la esponja y agua fría. Esteban, fumándose perezosamente un cigarro, la miraba: estatua pura.

Era un minuto, y en otro se vestía la diligente, partiendo a preparar el café con infiernillo; entonces él, otro minuto de ablución, veinte para peinarse y vestirse, y ya tenían en el comedor, en el gabinete, el desayuno. Café, pan, manteca.

Veían a cada instante las ventajas de la casa. Pequeña, pero nueva, y por todas partes con caudal de agua y modernos mecanismos capaces de evitar los bajos menesteres: los tres duros más que pagaban sobre el cálculo los ahorraban en criada. Al principio tomaron una mujer para oficio y recados. Antonia la despidió. ¿Qué?... Suelos de madera, que con el cepillo de pie enceraba ella dos veces por semana; suelos que no ensuciaba nadie sin más que recoger los recortes de costura en la cestilla y en los escupidores las cerillas y las puntas de cigarro; suelos de los que quitaba diariamente el polvo en un momento con otro gran cepillo de mango largo, para mano, como el plumero lo quitaba de los muebles. La loza, los tres platos y medio que utilizaban los dos, los fregaba casi sólo el grifo de las pilas. Y la leche, el pan, la carne, las verduras, los pescados..., todo, llevábanselo a domicilio de las tiendas inmediatas.

¿Para qué, si no fuese para complicación y estorbo, una sirviente?... Habían tenido una pena los dos, en su pasión enormemente placentera, que hubiese querido un lazo más de vida de sus vidas, al confirmar que la crueldad del mundo heriría bien honda en las entrañas de la amada, cuando ni el mismo amor hacíalas florecer un ángel; pero una vez, como en otros otras tantas, resignados al crimen que no era de ellos, al crimen de lesa humanidad que «una madre» cometió en nombre del «respeto», sobre tal tristeza alzaron la alegría de comprobar la parca y bella sencillez de su existencia. Se bastaban a sí mismos, con una libre dignificación de pájaros. Aquellos ruiseñores que oían en las noches dulces por las frondas no necesitaban criados, no tenían que imponer la recíproca humillación de esclavitud que cuesta toda humillación de tiranías a un semejante. Mientras Esteban, menos influido que Antonia de majestad de soledad, porque había sufrido menos, se obstinó en rendirla el honor de una criada, estuvieron sintiendo ambos, de ella, el pasivo despotismo de obediencia servil: dos comidas, que ahora casi improvisaba Antonia en media hora, les costaba el fuego ardiendo todo el día, y nada era tan cierto como que se hallaron de servidumbre redimidos al prescindir de servidumbre.

Al entrar en casa y al cerrar la casa, la casa era su hogar..., era el mundo de las divinas libertades, que nada tenía que ver con el de fuera.

Partía a las siete y media el estudiante hacia San Carlos, y la amante amada se quedaba amando el nido a que él iba a volver. Abría los balcones, las ventanas, y entraban el sol y los perfumes de las flores. Como se arregla un altar, arreglaba el lecho. En poco tiempo, las cuatro estancias religiosamente limpias como celdas de un raro convento de alegría; y la religiosa, la diosa, sentábase a bordar, sentábase a coser... ¡Cuánto se acordaba entonces de los patios y corrales, del feo grandor inútil de su casa y de tantas casas de Badajoz, con su trajín molesto de criadas, con aquel romperse las manos fregando a fuerza de lejías los ásperos ladrillos, con su eterno quitar basuras de todos los rincones!... Madrid, esta flamante y anchurosa barriada en Madrid, al menos simplificaba los domésticos trabajos de un modo prodigioso. Las máquinas, los artefactos, las cañerías, los cables... reducían los inútiles espacios y suprimían las estúpidas faenas: un tubo les subía el calor, otro el agua, y un alambre la luz.

En la memoria de ella, por contraste, surgían sus infantiles recuerdos de aquel candil y de aquellos velones de su casa, que exigían para atizarlos agua, que llevaba con su burro el aguador; de aquella serie de quinqués, que se pasaban las noches dando tufo en sus tinieblas, y que invertían para su arreglo a una mujer toda la mañana; de aquella agua que llevaba con su burro el aguador; de aquellos tizonosos braseros, que había que estar soplando cuatro horas; de aquellos blanqueos de las paredes que cada sábado ponían los muebles en trastorno...; de todas aquellas cosas, en fin, que necesitaban tener llenas la cocina y el corral de cántaros, de tinajas, de latas de petróleo, de montones de leña y de cisco, de cal, de barro blanco, de escobas y cañas, de pinceles, de aljofifas..., de todo el arsenal de un sucio tráfago perpetuo para gustar apenas dos horas de paz y de limpieza cada día!

¡Oh, sí, esto era una obsesión en Antonia, con el asombro de verse ahora, sin extraño auxilio, dueña de su tiempo y de su alma!... Y de esto, que les parecía a muchos baladí, habían ella y Esteban inferido consecuencias bien profundas acerca de la simplificación de todo lo social en la futura dicha de las gentes.

Entraba el sol, y cosía y bordaba Antonia. En la calma y en la noble pulcritud exquisita de sus estancias claras, que tenían las frondas del Retiro por pavés más que la humilde inquilina del piso cuarto podía creerse la princesa del alcázar que formaba el edificio en su conjunto. Era que habíase unido a su camarín de las almenas. Unos servidores, que pagaban la nación, cuidábanla su parque extenso; otros, que pagaban los condes y marqueses que vivían debajo, procuraban asimismo que nunca de otros pequeños jardines le faltasen las fragancias de los nardos y violetas. Y cosía, cosía o bordaba la princesa de pelo negro, con tiempo de más también para atender a sus adornos y a sus trajes, hasta que volvía el príncipe estudiante.

Algunas veces, antes que volviese él, salía también ella, con un paquete en que llevaba al almacén las randas que bordó por la semana... Cobraba ocho pesetas, diez pesetas... y tornaba a subir al poco la escalera hasta su piso, en cuya puerta del centro solía encontrarse a una alemana institutriz, mujer o amante, pero desde luego amada, de un alto y blando representante de carretes de hilo, en cuya puerta de la izquierda solía vislumbrar el estudio de un pintor, con quien vivía otro amigo militar y periodista, que llevaba siempre un fox-terrier por la cadena. Eran, estas alturas, en la casa de condes y marqueses por abajo, una simpática instalación de juventud, de independencia, de orden absoluto, de aislamiento cada vecino con respecto a los demás, en una especie de bohemia dichosa y elegante.

Antonia, al retomar, traía labores nuevas y algo disminuido el importe de su cuenta a cuenta de pasteles, de setas, de exóticas frutas y marrons glacés, para festejar el almuerzo. Sabía que trabajaba, contra la obstinación de Esteban, no sólo por acompañarle silenciosa en sus tareas del estudio y por ir mermándole estos miserables cuatro reales del jornal de obrera al pequeño capital de burguesita que habría de ser su garantía de algunos años, sino por el miedo a tener que separarse de él y vivir, abandonada y sola para siempre, de su esfuerzo. Aquellas cartas, sobre esta pobre ventura enorme que habíanse logrado los dos bajo el velo tenue del misterio, continuaban suspendidas como un peligro. Una madre insensata, más que inicua, la empujó a todas las vilezas: era lógico que pensase que otra irreflexiva madre, de la misma autoridad, pudiera arrancarle al hijo la ventura, y a ella con el hijo su última esperanza. Adivinándola, Esteban afirmaba que, por encima también, ¡al fin de todos los respetos trabajaría entonces con ella y para ella o moriría con ella de hambre, de pena, de injusticia, de maldición y soledad!... Pero... ¡qué cierto, en todo caso, que estos respetos (aun para los dos amenaza de violencia y de desorden) fueron la negra muralla que sólo pudo saltar la inocencia de ambos a costa de lo horrible!

Tocaban a la puerta. Era la una. Era... ¡él!, y los tristes pensamientos de ella dispersábanse. El príncipe-estudiante, un poco pálido de su lucha con los muertos, bebía de vida en la boca y excitábase el hambre de honrado trabajador ante aquellas bandejitas de cartón que tenían por la cocina limpia las frutas, las setas, los pasteles...; ayudábala a preparar el perejil y el limón de unas almejas, de unos mariscos..., y la mesa una delicia, siempre con flores. Luego, si era ingrato el día, se iban al Polístilo a patinar porque habían aprendido juntos y les gustaba este deporte en que los dos se perseguían como ilusiones o trazaban los dehors cogidos por el talle; si era jueves, al teatro, buscando exclusivamente los conciertos o las obras del grande, del inmenso Jacinto Benavente. Pero, a diario, en tiempo hermoso, su refugio, su «gran parque Real», era el Retiro; y unas veces se perdían por las florestas y los lagos, otras se embarcaban, cansándose de remar al sol por el estanque, y las más se detenían en el parterre a gozar con los juegos de los niños.

¡Los niños! ¡El embeleso de los amantes niños que no habían visto en los que no fuesen niños como ellos más que la cruel ferocidad!... Preguntábanse si realmente los jardineros habrían hecho este rincón de jardines con arbustos y bojes recortados, con amplias avenidas y glorietas extensas de escalinatas suaves, como un paraíso infantil, porque era para niños, o al revés, si los niños hubiéranlo elegido y consagrado para ellos porque era así.

«¡Tonta! ¡En todo caso, las niñeras!» —quiso puntualizar Esteban la elección.

«¡No, tonto! ¡Fíjate!... —le tuvo que oponer Antonia—. ¡Ellos! ¡Mira aquella nenita cómo rabia porque se empeñan en tenerla lejos la niñera y el soldado!»

Tuvieron que admitir en los pequeños un instinto encantador de sitio y de sociedad. Su edén, el parterre. Su gloria. Una angélica confusión por todas partes. Grupos, carreras, chillidos de alborozo. Balones y aros que rodaban, diávolos y globos y pelotas por el aire. Llegaba una gentililla morenita de tres años, y sin que conociese a las otras ni la presentase nadie, pedía y obtenía inmediatamente, con gracia igual, la venia para cantar en un corro enlazada por las manos. Otras preferían el «esconder»; y no pudiendo abordar en grupo a las dispersas corredoras, espiaban, situábanse a la vuelta de un macizo, y corrían y dejábanse coger para «quedarse»: de este modo, incluso como indispensables, se hallaban admitidas prontamente.

Antonia, Esteban, desde el cualquier banco en que pasábanse las horas, vieron una tarde una diplomática conquista de amistad, entre criaturas de dos años (rubia una y llena de lazos como una rosa, rubio el otro y lleno de tirabuzones y de encajes)... por medio de confites. Era que jugaban sus respectivos hermanos mayores a correr, y habíanse alejado un poco, con las institutrices y las bonnes; ellos dos, medio abandonados de tronco a tronco donde todos habían dejado los abrigos y juguetes, se miraban..., se fueron acercando, y como no sabían hablar, se ofrecieron dulces... Luego jugaron con el carro y con la pala de uno de ellos en la arena.

¡Tan amigos!

¿Cuáles eran las niñas, cuáles los niños?... El mismo lujo, los mismos terciopelos y gorritas. Hasta cierta edad, no se diferenciaban. Los pendientes, al flamear de los bucles, solían aclarar la confusión. Y se asombraban Antonia y Esteban de ver las mismas caras, los mismos gestos..., la total identidad de los que, creciendo, habrían de ser mujeres y hombres tan social y horriblemente diferenciados en las trazas y en las almas.

«Sí, mira —decíale a la amada embelesada, a la amada contristada, entonces, el filósofo—: el mundo no dejará de ser una barbarie hasta que los hombres y mujeres dejen de diferenciarse menos de los niños.»

Amigos excelentes de cuatro o cinco, ganados con barquillos, según los ganaba Esteban en el Prado tiempo atrás, se divertían escuchándolos. La gracia de lo ingénico estrambótico. Los clows debían aprender de ellos la ingenuidad, y de los gatos la elegancia. Piti (nombre que cualquiera que supiera lo que fuese, en ese idioma de año y medio) tenía la cara redondita y arrebatadamente roja como una bola de coral, y una talma roja y un sombrero de fieltro rojo que le recogía la estopa de los bucles tal que un casquete de cíngaro; rojas las botas también, mostraba una:

—Pero Piti, ¡qué bonita es esa bota!

—¡Y ésta! ¡Mira!

—¡Anda, tienes dos!

—¡Una para cada pata! —contestaba Piti, satisfecha.

Consuelina, muy mona y muy redicha, formábase sus verbos:

—¡Hemos poniro el coche aquí y se ha caíro, porque le dije a Flencia que lo ponga y ella dijo que nosotros lo pongáramos!

El busto de Benavente, el sabio doctor que amó tanto a los niños, el padre de este otro dramaturgo Benavente que hería y se apoderaba de las almas con comedias, presidía los juegos en el centro del jardín; y dábale su memoria de piedra y de muerte y de ciencia y de amor una extraña solemnidad a la alegría como inmortal de estas risas de la perenne, de la siempre renovada infancia de la Tierra. Cuando a las cuatro los dos amantes se volvían a casa, suspirábale el filósofo a la amada embelesada y contristada:

—¡Son la esperanza, ellos!

Otra esperanza acaso de ser alguna vez recuerdo de amor y de piedra en jardines de niños entre hombres y mujeres más felices, tan felices, siquiera, como Antonia y como él, impulsaba al niño amante-estudiante príncipe de la princesa linda a estudiar con una inmensa fe sus libros de hermosa y directa ciencia de la Vida. Los abría a las cuatro y a las nueve los dejaba. Antonia bordaba cerca los respetos eucarísticos, sin más interrupciones que las iniciadas breves, alegremente, por el filósofo al fumarse sus cigarros.

—¿Eh?, ¡rabia!, ¡que me he aprendido esto! ¡Rabia!, ¡rabia!

—¿Sí, eh?... ¡Pues rabia tú! ¡Lo que yo he bordado... Mira! —y le mostraba ella, moviendo el puño en la palma de la otra mano, las batistas llenas de calados y de rosas.

Un mutuo placer intenso que tornaba en gentilezas las formas de rabiar. Rabiando, se besaban; y besándose se encaminaban a aquel otro placer de freír huevos o asar carne en la cocina. Suyo el tiempo, desde esta hora de la cena hasta las doce. Si en sobremesa el café y el graduado calor de las estufas les hacía siquiera cogerse en edénica pereza fraternal desde butaca a butaca la punta de los dedos, rara vez Antonia no acababa por ser, a impulso de si propia, la Eva deliciosa y púdica que se quitaba los zapatos y las medias, antes de quitarse la camisa, para que Esteban no pudiese verla con lúbricos adornos. Y si, al contrario, charlatanes y animosos, el giro de la conversación llevábalos a una filosofía de amor y porvenir toda trascendente, los últimos besos de la boca de gardenia le daban a Esteban el dolor de las mil bocas de vicio y de mentira con que otras mujeres, que podrían ser como su Antonia, y que no lo eran, por culpas de hombres que no eran al menos como él, estarían besando a otras bocas de lascivia en esta misma hora de Madrid...; y entonces, Antonia se te iba durmiendo entre los brazos, y casi en brazos llevábala al lecho él, y volvíase a estudiar sus libros de la ciencia de la vida, como si tuviesen no sabía qué deberes de redención, qué deberes de expiación... él y sus libros de la vida. Por los cristales del comedor, titilaban las luces de Madrid en el bastidor de la ventana; y el estudiante, dos horas después, mirando Madrid antes de ir a dormirse junto a su dormida amada, recordaba y repetía el celebre conjunto del poeta:

—«¡ESTO MATARÁ A AQUELLO!»

Pero sufría, entonces, al contemplar a la dormida adoradísima, por lo que había él matado en ella y por lo que iba matando en sí mismo de sí mismo. El..., ¡miserable!, fue quizás el único pregonador de la deshonra de Antonia... de su ANTONIA... ¡DE SU ANTONIA!..., de la todavía ángel, después de infamada por el mundo, que aquí tan noble dormía a su lado. ¡Sólo él, quizá!..., porque Mauricia, en su oficio vil y peligroso de alcahueta, tendría el secreto... «por virtud». ¡Sólo él, con aquella confidencia a Sergio en la taberna!

Contó lo de Antonia igual que había contado lo de Renata Mir, lo de la Coja, lo de...

¡Cómo tenía razón la madre de ella, la Gamboa, creyendo en la indiscreción vanidosa de los hombres, y cómo hasta la Gamboa idiota no era sino una creación ingenua de la ingenuidad perversa y más idiota de los hombres!... Una novia podía estar cierta de que el beso de amor que concedía, no importase en qué misterio ni a qué hombre de honor, dábalo para su deshonor irremisible en medio de la plaza.

El remordimiento mantenía a Esteban sobre el codo muchas noches, contemplando en la misma almohada a la durmiente infeliz que no sabía «cuánto sólo él fue la culpa de su daño». Por la cadena de secretos consabida, esto es, por lo que él le dijo a Sergio en secreto, y en secreto Sergio a otro amigo, y cada amigo en secreto, después, a todo el mundo..., la honra de la pobre Antonia quedó destrozada como un trapo en juego de alanos que no ladran. Navarro, el «especialista en jovencillas», no se hubiese fijado en Antonia a no contar con la memez tétrica del padre, con la impudicia de la madre, y con el «precedente» de la hija en sí propia, sobre todo. No, no se habría fijado en ella sin tal cúmulo de circunstancias, porque estos fríos profesionales de la infamia, y más cuanto más caballerescos, cuanto más graves y metidos en el orden, búscanle a sus empresas la impunidad y la seguridad, dentro de la sencillez y de la cobarde alevosía. Buitres de la deshonra, acuden a lo que muere, a lo que se descompone. Hipócritas y viles, a las necesitadas de reparación le ponen como cebo el matrimonio...; ¡y es lo que explotan, la perenne oferta de matrimonio, con la salida previamente vista para su severidad, para su respetabilidad! Navarro, ya en Cádiz, siempre velando por la inmaculada fama de su honor de caballero, había tenido buen cuidado de puntualizar a Antonia que no se casó con ella, al fin, porque supo, tarde para ello, a tiempo por fortuna para él, «su lance con su novio»... ¡Granuja!

Pero granuja Navarro, el serio señor de cincuenta años y estafador de bodas, y granuja el novio que pudo poner al ídolo de su corazón en trance de la estafa. Esto no lo comprendía el que a su lado tenía a la divina niña tan perdida para el mundo..., ¡tan de más ganada para él a través del tormento y la indecencia! Iguales, ambos, él y Navarro: iguales e idénticamente los dos ante el mundo del honor cobrando aureolas tenoriescas por haberle faltado a una mujer al honor de sus palabras. El uno la dio en prenda de guardarla el secreto que no supo guardar; el otro, en garantía de una boda que no iba a efectuarse. Hubiéranse empeñado de igual modo con un hombre de un trivial negocio cualquiera de la vida, incluso en un asunto delictivo y fuera de la ley, como una deuda de ruleta..., y se hubiesen degradado para siempre; en cambio, con una débil mujer, que ni aun podría cobrarse a bofetadas, con una niña, con un ángel..., la cobarde felonía se les volvía honor y sólo para la mísera engañada

vergüenza y vilipendio.

Era tan repulsiva esa verdad, que no comprendía Esteban cómo pudieron llegar a ella, por tan diversos caminos, Navarro y él; y saltaba inmediatamente tan monstruosamente absurda toda comparación de motivo entre las traidoras conductas del cazador de muchachas y del adorado de una diosa, que hubo de pararse a meditarlo su motivo, por no tener que admitirlo para sí más miserable aún que en el hombre aquel tan miserable. Navarro, en efecto, podía disculpar siquiera su perfidia porque de ella él hizo la trampa inevitable de un deseo, de un cuerpo de mujer; y aun siendo esto muy canalla, lo era más el tener ya aquel cuerpo con su alma y pregonar su muerte y su deshonra de manera estúpida y sin otro fin que recabarse la indigna «gloria social de los tenorios»...

¡No! ¡Algo más debió de haber en su ansia, en su angustia cruel de confidencia! ¡Algo más humano y menos necio que la simple vanidad! Debía de haberlo, en él, y en todos los hombres (puesto que infaliblemente todos contaban estas cosas), desde el punto en que «un impulso irresistible» les llevaba a no callarlas, aun no desconociendo que iba en ello la vida civil de una mujer..., de una idolatrada, con frecuencia, que incluso del indiscreto, era el ideal y la vida misma de su vida. El habíase suicidado algo del propio corazón, aquella noche, al asesinar a Antonia para el mundo; si él no hubiese dicho aquello, llorando de amor y de ternura, Antonia, ya que la deshonra no quiso dejarle él lo inocultable, habría podido esperarle años y años bajo las tiranías de la madre con su secreto doloroso..., sin la angustia de saberse públicamente difamada, y sin la prisa de restaurar su buen nombre en las propias y ajenas torpezas que la arrojaron al desastre. Aun suponiendo que Navarro se hubiese dirigido a ella al creerla pura, Navarro, «impuesto» por la Gamboa, hubiera sido un aspirante a novio, nada más; y deshecho pronto o tarde, con el equívoco, el enojo del ausente, ¡tarde o pronto la mártir hubiera sido la esposa que presentase él como orgullo de su amor a la faz entera de la tierra!

¿Qué cosa, entonces, más humana, infinitamente más humana y fuerte que la necia vanidad, más fuerte que el mismo inmenso amor que le impulsaba al misterio, le forzó a decir llorando, temblando, aquella noche, lo que él propio sabía capaz de producir tanto destrozo? ¿Qué cosa horrible de la vida había en conflicto con la vida, que así, a él y a todos los amantes nobles o innobles del mundo, arrastrábalos a la invencible confesión de los triunfos de mujeres?... ¡Ah! ¡Debía de ser tan poderoso, lo que fuese, que él mismo, con este inútil dolor de la contemplación de la catástrofe, estaba sintiendo en el fondo de su alma cómo, si posible fuera volver atrás el tiempo y los sucesos, volvería «a hacer igual»...; cómo, si con otra virgen desdichada volviera a encontrarse en parecida situación «haría igual»..., ¡así tuviese después toda la vida, tal que aquí se despreciaba y maldecía, que despreciarse y maldecirse!...

La contradicción con su evidencia poníasele más de manifiesto al hacerle comprender que sólo por un colmo de lamentable hipocresía pudiera afirmarse ahora mismo lo contrario. No hacía falta la propia experiencia de tristeza, en hechos más que clara y constante y abundantemente revelados por la triste experiencia general: antes de cometer su crimen, sabía Esteban la historia de aquella artesanita muerta en Badajoz, y abominaba y condenaba la irrespetuosidad de sus amigos al tratarse de muchachas..., de muchachas que eran a veces parientes de los indiscretos habladores, primas hermanas como Charito López de Sergio... ¡Lo que no impidió que, para que contara harto más que contaba Sergio de su prima..., él aquella noche se llevase a Sergio a una taberna!... ¿Con qué lógica, a quien no reservaba ni secretos de una mujer de su familia, iba a pedirle torturas de secreto tan suyo y, siéndole tan caro, no lo pudo reservar?

Se abrumaba Esteban. En fuerza de pensar qué pudiera ser esto tan tremendo, tan humano, tan formidable, que así implacablemente a los hombres los llevaba a asesinar honras de mujeres, y aun de las más queridas..., llegó a saberlo. Y al saberlo le sorprendió su sencillez y lavó a los hombres de una mancha de vileza..., arrojando esta vileza, una vez más y por esta cosa más, a los artificios sociales.

Llegó a saberlo, y pudo saberse desde entonces menos miserable: no era, no, «la vanidad». Era «la vida misma, que encendida en lumbre saltaba en resplandor». Era «que no había en la vida triunfo más grande que este de la posesión divina de un ser por otro ser; y en cualquier momento que se efectuase ella tendría que ser cantada en gritos de victoria..., como en los mismos trinos o alaridos de victoria la cantaban, sin ninguna vanidad, los ruiseñores en el árbol y los ciervos por el bosque». Era «el amor, que siendo sol, cuando surgía en las vidas las llenaba de diafanidades suntuosas e irradiaba al universo»!... ¡Y, claro, más fuerte que el amor..., puesto que era la fuerza y la explosión en luz y en llama del mismo amor, y fuese el querer taparlo como el querer taparle al sol su «luz de escándalo» porque así la pudibunda humanidad en nombre «del honor» un día lo decretase!

Cuando una mañana Esteban supo esto, de la vida, en fuerza de mirar a los muertos de San Carlos, vino a casa y se lo dijo a Antonia; todo: su traición y su grandeza.

—Mira —comentábala después—; Napoleón, con sus banderas por Europa, no tuvo más embriaguez de orgullo y de dominio que yo al sentirte mía, que cualquier amante al sentirse Dios, más que emperador, en la gloria de su amada. Hubiérasele pedido a Napoleón en vano que no proclamase su embriaguez soberbia por la tierra a todo el sonar de sus clarines, y tan en balde se le pedirá a un amante amado que no pregone su inmensa majestad. La indiscreción no es ¡más que la campana de alegría de las bodas sin campanas! Y díselo tú, si a ti te oyen, a todas las pobres chiquillas que creen poder darse en boda en el misterio.

—Mira —añadía después, viéndose perdonado a besos—: tenía yo en el corazón, antes de decirle a nadie que eras mía, un dolor que me quitó cuando lo dije; cuando lo supo Sergio, parecíame que el mundo vivía de mi ventura, que yo vivía extendido con tu amor por todo el mundo, por el sol y por los cielos. Y es tan grande esta grandeza, que si se tiene, estalla, aunque mate a uno, o muera uno; y si no se tiene... se miente. Fíjate, Antonia: es la misma con que la novia le enseña a los amigos, con magnífico impudor, la cama de la boda...; porque también vosotras sentís el mismo ímpetu discreto, aunque os salte sólo por los ojos... No lo dudes que de su propia esposa, el marido, si la ama, al poseerla... se lo diría al orbe en trueque de deshonra..., si ya las bodas no fuesen por sí mismas al tiempo que consagración de honores su público pregón. ¡No lo dudes!


Publicado el 9 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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