Jarrapellejos

Vida arcaica, feliz e independiente de un español representativo

Felipe Trigo


Novela



A Melquíades Álvarez

Desde la majestad de mi independencia de intenso historiador de las costumbres (no siempre grato a todos, por ahora) permítame usted que le dedique este libro a la majestad de sus talentos (no siempre gratos a todos, por ahora) de futuro gobernante.

Él, en medio del ambiente un poco horrible de la Europa, le evocará la verdadera verdad del ambiente de un país europeo, el nuestro, cuya cristalización en un medievalismo bárbaro, ya sin el romántico espíritu de lo viejo, y aun sin los generosos positivismos altruistas de lo moderno, le hace todavía más horrible que los otros. No le diré que estas páginas contienen la historia de una íntegra realidad, pero sí la de una realidad dispersa, la de la vida de las provincias españolas, de los distritos rurales (célula nacional, puesto que Madrid, como todas las ciudades populosas, no es más que un conglomerado cosmopolita y sin típico carácter), que yo conozco más hondamente que usted, acaso, por haberla sufrido largo tiempo.

Si usted lee este libro con un poco de más reposada atención que hayan de leerlo millares de lectores de ambos mundos, quizá más pronto y mejor pueda verse en buen camino la intención con que lo he escrito. Me llaman algunos inmoral, por un estilo; a usted, también, algunos le llaman inmoral, por otro estilo; pero usted, que por España habrá llorado muchas veces lágrimas de sangre de dolor, y yo, que por España di mi sangre un día y por España suelo llorar cuando escribo, sabemos lo que valen esas cosas.

Y yo, monárquico como usted, porque creo que la autoridad y el orden de una monarquía democrática, con sus prestigios tradicionales, pueden ser el mejor puente de lo actual al porvenir (Letamendi afirmó: «El progreso no es un tren que corre, sino un árbol que crece»); yo, que sin embargo, voto a Pablo Iglesias; yo, individualista, socialista, monárquico..., un poco de todo..., tan dolorosamente aficionado a los toros como a Wagner...; yo, desde la majestad de mi independencia de «hombre que escribe»(no de artista ni de novelista; dejemos esto para los del castillo de marfil), en nombre de la Vida, que no es de marfil, sino de angélica bestialidad de carne y hueso, le digo a usted: vea si, en dejar pasado a la historia bárbara de España el asunto de este libro, no está todo el más urgente empeño de gobierno digno de la majestad de un gobernante.

Felipe Trigo

I

La odiosa gasa volante era cada vez menos tenue. Cruzaba las alturas desde hacía media semana, con su rumor de sedas, orientada siempre al Sur, desde las sierras del Brezo, y ya aquí, según avanzaba el cochecillo, iba oscureciendo el sol como en un eclipse. Fatídica luz de tristeza turbia, ésta que filtraba el velo de maldición tendido entre el cielo azul y la hermosura primaveral de la campiña.

A Orencia divertíala crispadamente y parecíala el moteado velo que ella solía ponerse en los sombreros. Recogida en la estrechez del tílburi contra la hercúlea corpulencia de Pedro Luis, atento a las arrancadas del avispado potro al sentirse los langostos en el lomo y las orejas, reía y sacudíase, también nerviosa, los que empezaban a caer, e encima de la falda.

Menudeaban. Más densa y más baja por momentos la plaga aérea, tal que en una amenaza de total invasión del mundo y los espacios, lo regaba todo de los repugnantísimos insectos. El trote del caballo levantábalos del polvo del camino, y se veían en los ribazos de flores, menudos, cubriendo los macizos de jaras y madroñas. Los grandes trepaban vigilantes y lentos por los canchos, por los troncos de los árboles, igual que los espías de un ejército invasor.

—¡Ah, por Dios, qué porquería! —exclamó Orencia, descargándole un convulso sombrillazo a uno enorme, que quedó prendido del pescante.

Y como al descompuesto ademán el potro se encabritó, Pedro Luis, después de refrenarlo, hubo de insistir:

—¡Bah, mujer! ¡Debías volverte! ¡Debíamos volvernos a la casa!

—¡No! ¡Que no! ¡Sigue!

Voluntariosa. Habíase despertado hoy con el antojo de ver la plaga en las no lejanas fincas, donde era cuadro horrible, y empujando el perezoso, para más prisa, por un lado del lecho, mientras ella saltaba por el otro, empleó en seguida, no obstante, sus tres horas de tocador en arreglarse, en peinarse, en ponerse los zapatitos como de baile, la clara y ceñida falda de nacáreos botoncillos, que hacíala parecer como estatualmente desnuda, y la blusa lila de limón, que transparentábala el corsé y las moreneces marfileñas del escote.

Amaba lo trágico, sin perjuicio de desvanecerse a la menor impresión, lo mismo que al perfume fuerte de una rosa. Una noche, despierta por el gritar de los pastores, se obstinó en ir a ver la pelea de lobos y mastines; salieron, pisando barro; los cruzó entre las encinas una sombra, y tuvo Pedro Luis que retornarla en brazos desmayada. Una tarde quiso presenciar la extracción de un ahogado en la laguna; lo sacaron los guardias y el porquero; tendiéronlo sobre el murallón; horriblemente hinchado el cadáver, hizo «gruuú», vaciándose de agua y pestilentes gases por la boca; Orencia cayó a tierra con un síncope, y durante medio mes sólo supo perfumarse, rezar y no dormir, con la visión aquélla ante los ojos.

¡Oh, sí! ¡Chiquilla encantadora! ¡Adorabilísima y elástica muñeca!... Pedro Luis estaba cada día más contento de que le hubiese cabido en suerte tal tesoro. Doblábala la edad, puesto que él, aunque lo disimulara su fuerte complexión, frisaba en los cincuenta y nueve años, y la dulce y delicada pasión que ella le rendía no pudiera atribuirse en modo alguno a futilezas despreciables —hombre no bonito, casi feo, él, quizá, de enmarañadas barbas grises, llena de manchas la ropa, pero de tanto talento, poderío y experiencia de la vida, tan altamente situado por encima de leyes y trabas sociales, que despreciando la nimia vanidad de un cuello limpio, propia de cualquier mamarrachete de La Joya, sentábase a su placer y con las piernas a lo largo en las visitas, eructaba cuando de una manera natural se lo pedía la digestión, y no le daban miedo ni asco aquí, por ejemplo, ahora, estos langostos que iban posándosele en las piernas y que harían estremecerse a aquellos pobres señoritos de los ternos cepillados, como al potro, como a Orencia, y como a él mismo, si tuviese la misma condición asustadiza de caballo o la misma histérica educación de la señorita... ¡Bah, los prestigios de su nombre, don Pedro Luis Jarrapellejos!...

Sino que se estremeció, de pronto, al sentir la convulsión de horrible susto con que Orencia se dobló sobre sí propia.

—¡Oh, por Dios! ¡Aquí! ¡Qué asco! ¡Aquí, aquí! ¡Quítalo en seguida!

—¿El qué, mujer?

—¡Aquí, un langosto! ¡Anda, anda!

—¿Pero dónde?

—¡Pero aquí! ¡Pareces tonto! ¡Aquí! ¡Pero anda, hombre!

Detuvo el coche. Ella, sin cesar en los chillidos, cogíase en las rodillas, con ambas manos, un puñado de la ropa. Trató Pedro Luis de buscar, inútilmente, entre los finos y apretados dedos llenos de sortijas, y Orencia, muerta de terror, porque estaría destripando el langosto a través de la tela del vestido, tuvo que indicarle:

—¡Debajo, hombre, torpe, debajo! ¡Tonto! ¡Pareces tonto!

Comprendió él. Alzó la falda, la enagua después, y la camisa, buscando al fin entre los cendales de batistas perfumadas. Cogió y retiró de una pata al colosal langosto, por suerte sin reventar, y en tanto que la liberada del tormento reclinábase medio desmayada al rincón de la capota, pudo unos instantes contemplar aquel hechizo de piernas bien ceñidas en la seda de las medias..., aquella celeste semiluna de morena carne blanca, que había quedado también al descubierto en uno de los muslos, sobre el juego teatral de los lazos y dorados de una liga... Se dobló, rápido, y depositó un beso en la divina carne profanada por el animal inmundo con su frío y áspero contacto.

Pero esto restituyó en sí a la pudorosa en otra convulsión, que la hizo erguirse, eléctrica, y arreglarse el desorden del vestido.

—¡Loco! —habíale reprochado únicamente.

Y cuando, reclinada en su hombro, al partir el cochecillo, volvió a sentir los menudos besos que dábala en el pelo, mimosa, se quejó:

—¡Cualquiera que te crea, niñito, embusterito, falso! Te gustan todas. Te han gustado siempre. ¡Ah, si yo pudiese en La Joya seguirte por las noches!

—¿Volvemos a las de ayer?

—Dime pesada, si quieres. Tengo razón. Convencidísima estoy de que a no ser por nuestros hijos, por los niños... ¡Bah! Así que llega al pueblo una mujer que vale cuatro cuartos, como esa Ernesta, como esa dichosa Ernesta, tan estúpida y tan tonta con sus rumbos de ciudad, pierdes el juicio. ¿A qué tienes tú que florearla? ¿A qué tienes tampoco que pararte con los necios de la cruz?

—¿De la cruz?

—Sí, para ver a Isabel la panadera, la Fornarina..., como la llamáis, tal que si fuese algún prodigio. ¿Es esto bonito? ¿Es esto, o no, hacerme vivir en sobresalto?...

Se interrumpió, echándose una mano al peto y la otra dentro del escote... ¡Otro langosto!... Un grito... Lo sacó, crispada... Y ¡no!... ¡Ah, tuvo que reírse!... Se le había parecido el escapulario; lo besó y lo restituyó a su dulce asilo entre los senos. Pero, sobrecogida nuevamente de terror, miró fuera del coche. Dejado el camino, buscaban la trocha de los Valles, cruzando una pradera. Eran tantos los langostos que la alfombra verde de la hierba, fina y frondosa, desaparecía bajo una capa gris. Se amontonaban en el cauce de un arroyo, casi cegándolo, y desde que entraron en el robledal abundaban de tal suerte por el suelo, por las piedras, por los troncos, colgados de las hojas, como minúsculos y diabólicos gimnastas, que la capota del tílburi los dejaba caer en granizadas al rozar con el ramaje. El trotar del potro los aplastaba o hacíalos saltar en raudal por ambos lados, como el agua al paso de una rueda de paletas. Y seguía, seguía también volando por la altura, siempre hacia el Sur, con su rumor sedoso, la inmensa nube de la plaga, que entenebrecía los horizontes.

—Sí, mira, Pedro Luis, hijo —tornó a su tema Orencia, dolida, y ciñéndose a los pies la falda, para que no le entrasen más langostos de aquellos sacudidos de las ramas—. Sufro lo indecible. No habíamos hecho más que pasar lo de la herrera, y sé que ahora no dejas a sol ni a sombra a la Isabel. ¿Es esto vivir? ¿Tienes tú derecho a martirizarme de este modo? ¡Oh!

Una explosión de llanto la abatió contra el pañuelo, y Pedro Luis, contento, a un tiempo apiadado y orgulloso de la delicadísima sensibilidad de la sensible, sonreía. Lo de la herrera fue un pequeño lío, en que el joven cura tuerto, don Calixto, primo de ella, le sirvió discretamente; sólo que, descubierto al fin por el marido, que no osó, ¡claro!, decirle al «rey del pueblo» una palabra, el pobre diablo se apartó de su mujer, y se desquitaba contra el cura a gritos («¡Ladrón de mi honra' ¡Alcahuete! ¡Sinvergüenza!») cada vez que le encontraba... Un poco de escándalo, en verdad.

—Dime, Pedro Luis —lamentó la buena Orencia—: ¿por qué no te corriges? ¿Qué buscas en las otras que yo no tenga para ti, que yo no pueda darte?... No eres un chiquillo. Has de cambiar. Te quieren las demás porque te explotan. Convéncete, hombre, por Dios, de que sólo en la formalidad y la decencia...

Hubo de callarse. El potro se espantó. Alguien acababa de aparecer detrás de un chozo.

—Tu marido —dijo Pedro Luis, reconociéndole.

—¡Ah!... ¡Eusebio! ¡Eusebio!

Era un hombre con polainas, con mersellés de buen corte, y que iba cargado de palos y de cuerdas. Esperó al borde del sendero.

—Hola. ¿Adónde vais?

—A ver la plaga.

—¡Tú! ¿A los Valles?... Te vas a morir de miedo, Orencia, hija. Vuélvete, que después te pones mala.

Intervino Pedro Luis, que había puesto al paso el potro:

—Es lo que yo la aconsejo, Eusebio; pero... ¡nada!

—Quita, qué miedo. Y tú, ¿adónde vas?

—Llevo estos trastes ahí, a los pastores, porque van entrando en la avena los langostos.

Pedro Luis, amable, le brindó:

—¿Quieres montar? Es tu camino.

—Gracias, padrino—, está cerca.

—Pon esas cosas, al menos.

—Gracias, gracias. Pueden mancharles a ustedes. ¡Vayan con Dios!

El mismo apresuró al caballo con una palmada en el anca, y atajó por una linde.

—¡Qué bueno es el pobre! ¡Cómo me quiere! ¡Cómo nos quiere! —contestó Orencia, enternecida.

Le contempló un rato entre el verdor de los forrajes.

Buen mozo, aunque rudo; rubio como un italiano rubio que solía ir a La Joya tocando el arpa, y trabajador y aficionado al campo cien veces más que a la botica.

De nuevo Pedro Luis se sonreía en la fruición de sus orgullos. Necesitaba ser quien era él, con sus cincuenta y nueve a la cola, para verse idolatrado de tal modo por la linda mujer de un hombre joven, guapo, de carrera. Cierto que el infeliz, a través del baño científico y de las limpiezas señoriles a que esta pulcra Orencia le obligaba, descubría su cáñama cerril.

Se puso a recordar, en tanto la miedosa protegíase contra los langostos detrás de la sombrilla. La historia, que acreditaba cual ninguna las piedades e hidalguías de su excelente corazón y su donjuanesca habilidad, traía de fecha nueve años. Muerto el farmacéutico, su íntimo amigo don Juan Gorón, padre de Orencia, dejó a ésta y a la viuda en una miseria cruel que no tenía más salvación que la farmacia. Eusebio, justamente, terminaba tal carrera. Pedro Luis, su Padrino, a quien la pobre aperadora, madre del muchacho, le atribuía la paternidad, igual que de otros chicos tantas madres (la del cura tuerto, verbigracia), por si acaso, como al cura, le sacaba de pobrezas costeándole el estudio. Resolvió casarlo con Orencia: ella tendría el boticario que le faltaba a la botica, y Eusebio la botica que le hacía falta al boticario. Y... bueno, la verdad, Orencia, entre respetuosa y agradecida al fiel amigo de su padre, entre enamorada y sorprendida, en la rebotica, una tarde, meses antes de la boda, le concedió al protector galante su inocencia sobre aquel cajón de malvavisco...

Todo inducía a creer que el hijo de la aperadora, dichosísimo con su redonda posición, mientras de zamarra los hermanos seguían matándose en el campo, sin el menor intento de protesta al padrino poderoso y a la linda señorita con quien nunca habría soñado, estaba en autos de aquello desde antes de casarse. Le nació un sietemesino; impúsosele al padrino del papá oficial un nuevo padrinazgo, y, poco a poco, Eusebio, por no estorbarles el idilio, del que pronto pudo sorprender escenas sueltas, llegó, primero, a retardarse, jugando en el casino hasta bien pasada medianoche, y luego, a resignarse en lecho y cuarto aparte de la esposa. Vino otra hija; juzgó el hombre, de íntegra conciencia y amparador de todos, que no debía regatearle una pequeña parte, siquiera, de su enorme capital a su nueva prole, lo mismo que habíale costeado a Orencia la boda y el ajuar y había remozado la farmacia, y bastó una indicación de ella en tal sentido para que le entregase Eusebio quince mil duros contantes y sonantes, con los cuales compraron este quinto del Mimbral.

¡Oh las bellas noches a descanso pleno que gozaban desde entonces los amantes! «No, no; a mí no me toca Eusebio. No podría, sin creerme rebajada, y sin que Dios me castigue, seguir siendo de los dos», repetíase la honesta, delicada y devotísirna creyente. Dispusiéronse para ellos un cuarto a todo lujo, lleno de espejos, de sedas, con un crucifijo de plata y de marfil encima de la cama, y para Eusebio otro muy limpio, adonde él, irreverente, se permitió cierta noche zampar a una pastora de aquellas con quienes, libre de enojosos miramientos señoriles, consolábase mejor el infeliz. Descubierto el lance por Orencia, luego que el olor cabruno la hizo encontrar unas horquillas morroñosas en las sábanas, le riñó, y le riñó asimismo Pedro Luis a la hora del almuerzo. «Hombre, Eusebio, esas aventuras se tienen fuera, por los chozos. Ya ves qué educación le vas a dar, si no, a los niños.» Eusebio casi lloró de vergüenza y de dolor, no obstante lo comedido de la reprimenda de su mujer y del padrino. Una perfecta armonía. Se debían guardar las apariencias. El propio Eusebio se encargaba de entretener a los muchachos, a fin de que por las mañanas no entrasen en la alcoba suntuosa hasta haberse levantado, o vestido siquiera, Pedro Luis, y éste, siempre por las formas, disimulando también para con su propia mujer y sus dos hijas casaderas, hubo de cuidar que el quinto estuviese situado, con respecto de una dehesa suya, linde al medio. De tal modo pasaba con Orencia largas temporadas sin que nadie tuviese que decir.

No obstante, ¡claro!, toda La Joya, desde casi al mismo tiempo que el marido, sabía las relaciones. Hasta hubo habido, en la primera época, un conato de desprecios y rechazos de las reparosas amigas, para Orencia, antes de casarse. Y la boda, que empezó a rehabilitarla; la pública seriedad de ella, después; su místico fervor en las iglesias, y sobre todo los respetos al formidable poderío de don Pedro Luis Jarrapellejos, que dio para la joven ejemplo de consideración haciendo que sus mismas hijas la siguiesen visitando..., restituyéronla plenos los decoros que aún la hubo de acrecer el verla propietaria de un quinto, con borregos y con coche. Querida o no de su querido, y por él enriquecida o no, que esto allá ellos lo verían, Orencia, pues, por fueros de belleza y de decencia y juventud quedaba en La Joya como una institución de amistad y de simpatía entre las muchachas. Se reunía con ellas y las damas honorables; las guiaba; oíanla sus consejos; era ella constantemente la que llevaba iniciativas con las monjas y los curas en las fiestas religiosas.

Por cuanto a la mujer de Jarrapellejos, la pacífica doña Teresa, burguesamente gorda a reventar y tullida de reúmas, limitábase a no estar muy amable con la rival, cuando la recibía en su casa entre las jóvenes, y a implorarle a Dios, en sus continuos rezos, indulgencia para las incorregibles faltas del marido.

Y así, de una desvalida huérfana, que otro en la situación de Pedro Luis, sin reparos al difunto, hubiese convertido en una pública y deshonrada amante sostenida a poca costa, él, hombre de nobleza y corazón, había ido haciendo una señora por todos los conceptos.

—¡Ah!, ¿qué es eso? —dijo Orencia—. ¡Cuánta gente!

Doblado el camino sobre una loma, aparecía la carretera. Llenábala una extraña muchedumbre. Carros, mulas, borricos, hombres y mujeres, con toda clase de artefactos. Eran los perjudicados por la plaga. Desde el día antes no cesaba la peregrinación desesperada, inútil, tratando de defender sus fincas cada cual como podía.

Un horror, el gesto de tanto extenuado por la angustia y la fatiga. Cuando Orencia se vio entre ellos sintió una pena que le ahogaba. Saludaban, dejando paso al cochecillo, sombrero en mano, y componiendo una sonrisa. «¡Vaigan con Dios!» «¡Dios los guarde!» Algunos atrevíanse a preguntar, con un afable servilismo que ocultaba los rencores:

—Don Pedro, qué, ¿se trae, o no, la gasolina?

—Ya está encargada a Madrid —respondía el interrogado.

Y para desentenderse de la verdadera manifestación de quejas que no habría tardado en rodearle, excitaba al potro con la fusta.

—Qué, don Pedro Luis, ¿y la gasolina? —le gritó como con irritada insolencia un viejo.

—¡Para llegar, Quico, para llegar!

—Sí, para llegar..., y si allega, cuando allegue, no quea raspa en los sembrao.

Se amostazó Jarrapellejos:

—Pues eso, al alcalde. ¿Por qué a mí?

Atrás el viejo, un hombretón que precedíale, menos exasperado, rindió también en aduladoras suavidades su reproche:

—¡Qué alcalde, don Pedro Luis, vaigan con Dios y con salú; qué alcalde de mi arma! ¡Bien sabemos que sin la voluntá de usté no se menea por toa esta tierra ni un mosquito!

El piso de la carretera desaparecía bajo un tapiz de langostos pequeños, oscuros. El tílburi rodaba sin ruido al aplastarlos. Toda en repugnancia Orencia, viendo voltear junto a sí las ruedas aceitosas, tuvo el valor de sobreponerse a su impresión por otra impresión de caridad:

—¡Mira, mira: van llorando aquellas dos!... Si les ha de servir la gasolina, ¿por que no la traéis?

El amante sonrió. Siempre debería haberla en La Joya y los pueblos inmediatos, puesto que cada dos o tres años sufrían el mismo azote; pero los alcaldes (sin que, por ser amigos, pudiera evitarlo Pedro Luis) no atendían más que a robar. Afortunadamente, los langostos, levantados de las dehesas próximas, las suyas entre ellas, que era donde aovaban, se iban lejos esta vez, no habiendo caído sino aquí con verdadera profusión.

Sonaron gritos. En dirección contraria venía una mujer descompuesta, con las ropas chamuscadas, negra de humo y de sudor, y seguida por tres niños, que también lanzaban agudísimos clamores.

—¿Qué pasa? ¿Qué os sucede? —les preguntó Jarrapellejos al cruzar, parando el coche.

—¡Qué ha de sucedé! —lamentó la mujer, sin detenerse y sin quitarse las manos de los ojos—. ¡Maldita sía mi suerte, y premita Dios que estallen cuatro señorones...

Advirtió con quién hablaba, y, sin detenerse tampoco, corrigió en súbito temor a su imprudencia:

—¡Qué ha de sucedé, sino que nos quean sin pan los bicho, que to l'han repelao!

Perdióse carretera arriba, con su fúnebre coro de criaturas y su himno de miseria. Dominando Jarrapellejos el impulso de favorecer a la rebelde, hizo que también continuase el cochecillo. Junto a él, la bella amiga pedíale a Dios clemencia para tantísimo infortunio. Los tules, que cruzaban el cielo eternamente, habían dejado de parecerla los que ella poníase en los sombreros. No caían los langostos, no, para que jugasen sus niños clavándoles alfileres en los ojos. Eran el hambre, la ruina, la muerte.

Se convenció más en cuanto, dejados atrás los olivares, dio vista el tílburi al pleno cuadro de tragedia. Llamas, acá y allá; columnas de humo que levantábanse pesadas por las cuestas en la luz de eclipse del espacio; hombres y mujeres en fila, rodeando los cuadros de las siembras, y chillando y agitando su desesperación como energúmenos. Decoración dantesca, de infierno, cerrada al fondo y a los lados en la angostura negra de unos montes. Los humanos alaridos resurgían a ratos en tristísimo concierto tal que si los contorsionados trabajadores que se retorcían por todas partes se estuviesen abrasando en las hogueras.

Ya no rezaba Orencia.

—¡Ooooh! —había sido su única estupefacción de comentario.

Y como al llegar al río, rígida de espanto, tendía una mano sobre las de Pedro Luis, impidiéndole guiar, él detuvo el coche.

—¡Para! ¡Sí, para! ¡Qué horror!

Estaban al final del viejo puente de tres arcos que salvaba al Guadalmina. Dominaban el vasto y lúgubre escenario. Orencia lo miraba todo. Asombrábala que hubiesen podido cambiar de tal manera a la desolación y la fealdad aquellas paradisíacas vegas, donde poco hacía estuvo ella pescando con los niños. No se veían en el remanso los nenúfares. Las margaritas y los musgos de los canchos ocultábanse también por las riberas, bajo lo gris, bajo lo sucio. Roña viva e infinita, que nada respetaba, que invadía las aguas lo mismo que las tierras y los aires.

Campos de pobres expuestos a las inundaciones torrenciales en invierno, y a los cuales la fatalidad quería ahora infligirles su máximo rigor; el verde de los centenos, de las cebadas, de los trigos ennegrecíase asimismo por la turbia irrupción devastadora. Las espigas doblegábanse al peso que tenían que soportar, o caían segadas por las sierras de los voracísimos insectos. Cortaban lo que no podían comer; manchábanlo con la baba sepia de su boca. Sin medios ni para mal defenderse contra ellos, abrumados cada vez más por los que les iban entrando incesantemente desde fuera, a saltos, en sábana, en montón, los dueños de las siembras cejaban de rato en rato en la tarea para alzar los brazos al cielo y proferir en maldiciones...; pero pronto, luego, tenaces, proseguían con más ahínco.

Dijéranse los locos de un inmenso manicomio suelto por el valle. Orencia y Pedro Luis, cerca, lejos, en todas las ondulaciones del terreno y a todas las distancias, los veían correr medio sepultados en las mieses, agitando palos, cuerdas, látigos y mantas..., al mismo tiempo que daban grandes voces. Tan ciegos se empeñaban en la lucha que algunos, ya desesperados, con sus furiosos trallazos a diestro y siniestro, causábanse más daño que el que intentaran evitar. Felices los que para el ardor de su trabajo contaban con familia numerosa. Las hijas y las mujeres, despojadas de sus faldas, a falta de otra cosa, sacudíanlas por el aire. Los niños, hasta los de tres años, con tal que supieran tenerse en pie, corrían y chillaban también en ala, levantando polvaredas de langostos.

Habían abierto zanjas en las lindes. El ansia de los desdichados cifrábase en contener en ellas la invasión. Los que no tenían quienes les ayudasen a manejar azadas y esportillas, tendían barreras de lienzo firmes en estacas. Pero llenábanse las zanjas, rebosaban pronto igualmente los rimeros de langostos por lo alto de los lienzos, y antes que los denodados luchadores lograran aplicarse a sepultarlos con tierra o a abrasarlos con fogata de retama ya nuevas oleadas de la marea terrible, inagotable, estaban saltando por encima. Algunos, en sustitución de aquella suspirada gasolina, empleaban el petróleo. Trabajo y gasto estériles, perdidos, sin tregua ni esperanza. Un minuto sobraba para volver a llenar del infesto lo que se había creído limpiar en una hora. Extenuados, tenían que volver a empezar, sin haber tomado aliento más que en aquellos segundos angustiosos de las baldías imprecaciones. Miraban entonces, observaban el estrago, consideraban lo poco, lo cada vez menos que les quedaba por salvar, y muchos, viendo totalmente segadas o comidas sus cosechas, tronchados los verdes tallos sin espigas, abandonaban al fin las tierras sombríamente. Las mujeres y los niños los seguían, llorando, en una congoja de alaridos, que perdíase hacía la altura con el humo y las cenizas...

Eran las familias enteras, eran los tristes derrotados, en éxodo hacia el pueblo, en éxodo hacia el hambre... Cruzábanse entre los que seguían enloquecidos la batalla, sin que unos a otros concediéranse atención en la urgencia o el dolor de su egoísmo, y cruzaban igual el puente, al pie del coche, sin notarlo, muertos de pena, y sin que tampoco el contristado y poderosísimo señor Jarrapellejos osara turbarles con vanas frases de consuelo la majestad de aquella angustia.

Orencia rezaba nuevamente con gran fe. Persuadida de la ineficacia del humano auxilio ante la magnitud de la catástrofe, y pensando que debería irse a La Joya para organizar a escape rogativas, se lo dijo a Pedro Luis: —«Bien; sí; bueno; como quieras. Aunque creo que eso es mejor para la lluvia...» —repuso él, muy preocupado en contemplar algo que Orencia no podía ver por la situación del cochecillo; alguna suelta escena del cuadro de desastre.

Ella, en cambio, contemplaba otras escenas. A cien metros del tílburi, un hombre, atacado de súbita demencia, arrancábase las canas a puñados y quería matarse a golpes de azadón en la cabeza; dos hijos suyos lograron dominarle y llevársele sujeto: «¡Padre, padre, por Dios!...» El anciano sangraba por la nariz y expulsaba por la boca cien duras blasfemias contra aquel Dios que los hijos le invocaban. Orencia acreció sus oraciones en fervor. Tal vez la plaga justificábase como un castigo divino a la maldad de estas gentes descreídas, de estas gentes soberbias e inmorales. Era notable el olvido de pudores femeninos que por todas partes se advertía; quitadas las faldas y las chambras, a lo mejor, para carear a los langostos, muchas mujeres, negras por el calor, enteramente desgreñadas, maldito si en la angustia del trabajo percatábanse siquiera de estar luciendo los hombros y las piernas. Pero reparó, reparó la delicada, salvando la indignación que siempre la deshonestidad la producía, el ansia estéril de tantos infelices. Un grupo, cerca, en una hoja de centeno, se obstinaba en defender las últimas espigas. A enjambres volaban delante de ellos los langostos, dirigidos a la zanja echa al borde del sembrado. La zanja se llenaba; otros langostos, saltando en contraria dirección, caían a ella por millones de millones. Entre los que venían de dentro, rechazados, y los que llegaban de fuera sin cesar, formaban remolinos, que ocultaban a los que en vano intentaban detenerlos... ¡Ah, sí! Comprendía Orencia la imponente magnitud de lo espantoso. El suelo todo, por todas partes, no era más que un densísimo y movible manto de la plaga ambulatoria. Algo así como si la propia tierra, cansada de su quietud en su esplendor primaveral, viva ella también, se hubiese ido pudriendo en una vida de miríadas de átomos de horror de lo sucio y lo siniestro para ahogar las hierbas y las flores. Y emigraba, emigraba aquello a saltos de los minúsculos seres que formaban la eterna sábana infinita del monstruo inagotable. Una vibración, el suelo. Una ebullición de chispas grises, como de moscas, en que cada cuerda de langostos brincase huyendo de la legión que en un solo instante de reposo pudiera atropellarlos y envolverlos. Así, microscópicos payasos infernales de una tropa colosal, Orencia, desde el coche, veíalos por su izquierda subir, subir al terraplén, cruzar la carretera, bajar al lado opuesto. continuar, en fin, aquel trémulo avance de marea, de inundación eternamente inacabable y destructora. Seguían su paso, seguían sus saltos, seguía el conjunto de la horrenda marea su reptación orientada exactamente igual que aquella otra que nublaba al sol pasando con su lúgubre rumor de sedas por la altura, y nada ni nadie era capaz de contenerlos. Colmaban los huecos de las piedras, llenaban los baches y barrancos, acumulábanse y se removían en las desigualdades del terreno, enredados unos sobre otros, lo mismo que viscosos manojos de imperdibles, y los que por hallarlos a su paso precipitábanse en las zanjas o en el río, formaban el montón o la flotante costra, por donde seguían cruzando los demás... ¿Adónde iban? ¿Qué fatalidad o qué maldito designio misterioso los guiaba?...

Tal fue la curiosidad de Orencia, de improviso. Quiso que se lo explicara Pedro Luis, y se lo preguntó, turbándole su abstracción. Él no lo sabía tampoco. Hipótesis, y nada más. Era de suponer que la plaga, al alzar el vuelo los primeros bandos, tomase entera la misma orientación. Esto sucedíales a las ovejas, que por donde corría una corría todo el hatajo. Por lo demás, y calmando a la afligida, que no acertaba a vislumbrar cómo las pobres gentes pudieran verse libres del azote, él expuso su esperanza, su casi seguridad de que las falanges sueltas, desprendidas de la inmensa nube, o que tal vez desde las dehesas inmediatas venían saltando, sin haberse lanzado a los aires todavía, de un momento a otro levantaríanse también, y seguirían el rumbo general hacia Dios supiese qué parajes. El mal, ¡claro!, para los infelices que no tenían otras cosechas estaba en que veríanlas destruidas, por pronto que ya se marchasen los langostos; pero él, y Eusebio y los grandes propietarios, podían estar relativamente tranquilos con respecto a la extensión...

—¡Oh!

—¿Qué?

Orencia, repentina, había saltado en el asiento. Advertida de las plácidas miradas que él seguía lanzando allí cerca, allí cerca, sin cesar, habíase doblado curiosa a investigar por delante de la capota, que a ella la estaba ocultando lo que fuese.

—¡Ah, hombre, vaya por Dios! —volvió en seguida a recogerse, lívida, temblando—. ¡Vamos, hombre, por Dios! ¡Qué poca vergüenza!

Un segundo hubo de sobrarla para divisar a quince metros a la Isabel, a la Fornarina, a aquella aborrecible muchachota de ojos negros, que era en La Joya la preocupación constante de los hombres. La reconoció, la había reconocido su corazón, todo en celosa ira, a pesar de su apariencia de furia desgreñada y de su congestionado rostro, cubierto de chafarinones de sudor y de tiznotes. Medio desnuda, casi haraposa, con una faldilla corta, ayudaba en un trigo a su padre y a su madre. No habíala visto Orencia, en verdad, durante aquel breve segundo, sino empeñada como una leona furiosa en el trabajo, nada atenta a Pedro Luis, al parecer...; pero éste, ¡oh, sí, sí!, con la atención o sin la atención de ella, era lo innegable que se había estado complaciendo en contemplarla las piernas y los brazos...

El impudor de estas mujeres tornó a herir a la Orencia delicada tanto como el descaro y la desconsideración de Pedro Luis.

Se irguió, más pálida, ganada por el desaliento rabioso y dulce que habíala sido inútil con el infiel ya muchas veces:

—Di, hombre; dime, Pedro Luis...: ¿para esto me has traído?

—¿Para qué, mujer? —trató él de disimular en vano todavía.

—Para ver a esa indecente, a la Isabel.

—¿Yo?... ¿Está ahí?... Pero hija, niña, por favor..., ¡qué culpa tengo yo de encontrarla! ¿Soy yo, tampoco, o tú, quien hubo de empeñarse en que viniéramos?

Le miró ella, dura, blanca, muerta, a punto de llorar o caer en un ataque:

—¡Bien! ¡A casa! ¡A escape! ¡Vuelve el coche! —decidió.

A menos del ataque, no había más que callar y obedecerla.

Pedro Luis hizo al caballo revolverse, y lo puso al galope de un fustazo. Sonreía. Sentíase halagado en el orgullo. Sabía cuánto más enamora a las mujeres la aureola tenoriesca.

a al lado suyo, aparte lo posible, en el

Silenciosa al lado suyo, aparte lo posible, en el rincón, sollozaba Orencia contra el perfumado pañolillo, sujeto con ambas manos a los ojos.

II

Domingo, y en este mayo de las Flores a María, que ya iniciaba las animaciones de La Joya. Las muchachas habían invertido la mitad de la mañana al espejo, peinándose, pintándose, vistiéndose; habíanse lanzado con sus primaverales galas a la misa de once en San Andrés; habían ido después a dejarse ver de los muchachos y continuar admirándose las unas a las otras en «Los Fenómenos» y demás tiendas de la calle de las Tiendas, y ahora, por la tarde, esperando la novena, anochecido, juntaríanse en casa de las Rivas, donde hoy era la reunión. Orencia entre ellas, porque al mismo tiempo que a charlar y a divertirse iban a reorganizar la Asociación de San Vicente de Paúl, por si había que socorrer con leche a los enfermos de las muchas familias arruinadas por la plaga.

Altas las faldas (excepto Purita Salvador), ocupada la otra mano en las sombrillas, y silenciosas y en fila y sobre la punta de los pies, para destripar los menos langostos posible, Orencia, Pura y Ernesta tenían que cruzar heroicamente el pueblo. Vecinas puerta al frente aquellas dos, y casi vecinas de la tita Antonia de la hermosa forastera, de intento habían pasado temprano a recogerla, con el fin de sorprenderla de trapillo y comprobar si fuese cierto, según tanto repetíase, que no se pintaba, que se bañaba y que de su tocador, bien a diferencia también que todas en La Joya, no le hacía ningún misterio a las amigas. Y..., ¡oh, sí!, destruida la duda en toda su extensión. Admiradísimas la linda boticaria y la especie de rubio payasito lleno de albayalde que era Pura Salvador, marchaban procurando fijar en la memoria los detalles de las limpiezas exquisitas que habíanla visto en los dientes, en las manos, en los pies, en las uñas de las manos y los pies, con unas cosas a que la brava así capaz de recibirlas a plena confianza decíales polisiar o polisuar, y con unas raras pastas y esmeriles, de cuyo uso y marcas tomaron notas por si ellas decidieran cuidarse igual... las uñas de las manos, cuando menos....

¡Qué uñas, Dios, las de Ernesta! ¡Qué pies!...¡Descalza pudiera ir a las visitas!... Ahora sí, comprendíase que una mujer no se lavotease y perfilara tanto, a no ser para...desnudarse con los novios..., lo que venía a corroborar, si no el embarazo de Ernesta y que hubiésenla traído a sacarla del apuro (puesto que la vieron el vientre en el baño), que fuese verdad la historia aquella del tejado. La misma tita Antonia, tonta de remate, contábale a quien quisiera oírlo que su sobrina estaba como desterrada de Valladolid para hacerla olvidar a un capitán muy guapo, pero pobre; y puesta a decir sandeces, añadía que, aunque no fuese rica Ernesta por su padre, célebre abogado, viudo, que ganaba un dineral con la misma sencillez que lo tiraba en lujos y mujeres, ella iría a dejarle un pasar con su dehesa y sus dos viñas. Además, conocíase el lance por Gil Antón, el primo y medio novio de Pura, cadete de Caballería; el capitán, a cuyas relaciones oponíase tenaz el presunto suegro, se mudó a una casa de huéspedes contigua a la de Ernesta; desde la azotea pasaba a un tejado inclinadísirno y charlaban en una reja de guardilla; y una noche se descuidó, rodó, y fue a parar al patio de la novia, rompiéndose una pierna; tuvieron que auxiliarle y recogerle la propia novia, el papá de ésta y las criadas... Trasladado al hospital, el hombre se ofreció a acallar el escándalo de la ciudad entera con la boda... Pero ya el orgullosísimo abogado, que querría algún rey para su hija, teníala prisionera a doble llave; y cuando el de la pierna rota se curó y fue a verle y reiterarle sus ofertas, ni le quiso recibir, y le dio a manera de firmísima respuesta este viaje de la loca. Orencia le había oído contar todo esto, con el añadido de la sospecha de embarazo, a Pura directamente, a la rubita recién salida del colegio de las monjas, y más tímida y callada cada vez.

Juntamente, toda la impresión de dudas y reservas que la forastera la inspiraba trocábase en una especie de galante compasión a la rubita, siempre alerta en mudas curiosidades infantiles así que veíanla junto a don Pedro, y siempre melancólica bajo las tiranías de la educación monjil y de su madre. Si las monjas del colegio, por sistema y garantía futura de virtud enseñándola a prescindir de las limpiezas, teníanla ahora condenada a no reír, a esconder las manos con vergüenza, a no mover mucho el pescuezo en la gorguera de rizados, para no lucir con los blanquetes de la cara lo sucio del cogote y de las uñas y de los dientes amarillos..., la madre, la alcaldesa, la más que experimentada doña María del Carmen, querida del párroco don Roque, por mayor y aun más eficaz garantía de castidad, sin duda, obligándola a llevar viejas las medias y enaguas y camisas remendadas, impedíala bailar en los bailes, a la pobre, y correr con las amigas en el campo, y hasta sentarse a plena despreocupación de las cortas faldas de moda en las visitas, para no lucir las piernas y los bajos... ¡Oh, sí, sí, bah!..., pensaba Orencia, pensaba que entre la gorrinería de Pura Salvador y de la mayor parte de las señoritas de La Joya, y los aseos, ya equívocos de tan exagerados, de esta Ernesta fanfarrona y «ciudadana», estaba el justo medio de colonias y dentífricos y lavoteo general todos los sábados que ella venía poniendo en práctica de antiguo.

Desembocaban a la Ronda del General Rivas, sin nadie aún por el sol de siesta, que abrasaba, y amparándose más en las sombrillas y redoblando cautelas entre la abundancia de langostos, cuesta abajo, pudieron la muy bella forastera y la farmacéutica gentil (claro es que no la pobre Pura) llegar a casa de las Rivas, alzándose las faldas un buen poco.

Fueron acogidas regocijadamente en la reunión, donde todavía se quitaban los sombreros, recién acabadas de entrar, Luz, Remedios y Gertrudis Jarrapellejos, de negro, sobrinas de don Pedro Luis, bizca la mayor y fúnebres y largas como mangas de parroquia. «¡Hola!» «¡Hola, nenitas!» «¡Qué elegantona, Ernesta!» «¡Qué mona, Encarnación.» «¡Qué peripuesta, Orencia, tú, y qué bonita! ¡Anda, anda, más que una soltera!...» Igual que siempre, las mudas envidias acabaron concentrándose en las distinciones de Ernesta, de la exótica, que vestía esta tarde un traje seda topo. Tenían de par en par las dos ventanas. El salón lucía un retrato al óleo del general, gran cazador, padre de las niñas, que daba nombre a la Ronda, y que poco antes de morir ascendió de coronel, pasando a la reserva, y unos medallones antiguos con sendos relieves de pasta de marfil, en fondo jaspe, de Nerón y otros césares romanos.

Con motivo del crema traje de étamine que estrenaba Orencia, y del asombro causado en Ernesta porque todas a aquélla la extrañasen su gusto juvenil para vestirse, lanzáronse a discernir si hacían bien o mal la mayor parte de las casadas de La Joya abandonándose en su adorno. Contra ello protestaban muchas, adictas de la valisoletana hermosa y de la farmacéutica; mas no faltó quien apoyase la nota de orden, dada con mesura por Luz Jarrapellejos, y estalló la discusión.

Reían. Cruzábanse en aguda música de gritos los varios argumentos. No lograban entenderse. A más de Joaquina y Petra, las dos alegres y nada feas dueñas de la casa y de las seis que acababan de llegar, estaban Nieves y Piedad Jarrapellejos, hijas de don Pedro Luis, de luto siempre por cualquiera de su parentela dilatada, altas como él y con la misma cara leonina del padre, aunque con ojos azules; Encarnita Alba, preciosa miniatura de humor jovial, y que cojeaba algo a consecuencia del tumor blanco sufrido en la niñez; Dulce Marín, fresca morenucha bien metida en carne y desparpajo, y su hermana Jacoba, guapa también y buena moza, pero insignificante de puro simple, lo cual la hacía cargar perpetuamente con los valses del piano para que las otras bailasen.

Estaban, además, la comedida y simpática Eduvigis Porra y su novio, desde que tenían los dos once años; Cleofé Buenaventura, un joven pálido, abrumado de premios en la recién concluida carrera de Derecho, y sólo atento a los estudios para hacer oposiciones a Registros y casarse cuanto antes. Cleofé constituía el modelo de virtud señalado por las madres del pueblo a sus hijos, generalmente borrachos y gandules...

Sino que estos dos, como si no estuviesen. Apenas cambiados los saludos, se habían vuelto a su rincón, detrás de una latania (fieles a la costumbre de todas las parejas de novios de La Joya), y maldito si les llegaba a interesar ni estorbarles el fragor de la polémica. «Pues ¡sí, señor!» «Pues ¡no, señor!» «Las casadas se deben a sus hijos y su hogar.» «Pues ¡no, señor!» «Pues ¡sí, señor!» «Aparte de que se pueda atender a la casa y los pastores compuesta igual que de trapillo, las casadas les deben conservar la ilusión a sus esposos... ¿Por qué se ha de hacer de novias la farsa de engañarlos? ¿Por qué ellos después buscan fuera devaneos?» «¡Porque sí, porque son hombres, y es lo natural!» «¡No, hija, no; no veo lo natural! ¡Porque ven a las otras más bonitas!...»

Trajo un recado el sacristán de San Andrés. Al señor párroco, don Roque, le impedían venir dos bautizos y un entierro. Veríalas en la iglesia, después de la novena. Partió, dejándolas el frío como sepulcral de su presencia, y la boticaria anticipó algo de sus planes: reorganizar la Hermandad de San Vicente y dedicarle un trisagio en las Flores, ya que las rogativas parecían mejor para la falta de agua, a la plaga de langostos. Eran un horror. Referíalas el cuadro por ella en los Valles presenciado.

Cortada así la discusión, que de sí propia, por otra parte, había ido agotándose, no supieron de qué hablar. Arrastraron a Jacoba a la banqueta del piano. Ernesta, con su bella voz de contralto, cantó La Matinata, de Folchi, y la Plegaria de La Tosca. Cantaron después a coro el Ven y ven y el vals de La viuda alegre. Los de Chopin, últimamente, aunque bien ejecutados por Ernesta, fraccionaron las conversaciones por las sillas, engendrando algún bostezo. Un espíritu muerto empezó a volar, con las moscas, sobre aquellos rostros aburridos de rígidas caretas de albayalde y bermellón. Las Jarrapellejos referíanle a la boticaria los progresos del manto que le bordaban a la Virgen. Purita Salvador, al otro lado, contábale a la despreocupadísima Dulce que había estado viendo a Ernesta bañarse y arreglarse. «¿Bañarse?... ¿Pero bañarse?» «Sí, en una bañera.» Asombro. En La Joya, quitando la gentuza que por Julio se tiraba al río, y salvo el orgulloso de Octavio y el conde de la Cruz, que tenían baños de mármol en sus casas, no se bañaban más que los enfermos de mucha gravedad. Ernesta, además, no se pintaba. Sus manías, las uñas, los dientes y los pies...»¡Oh, bah! —exclamó Dulce, mirándola de reojos; y al oído de Purita—: ¿Me quieres decir para qué le sirve tanto limpiarse a una mujer, y especialmente si es soltera?...»

Voces en la Ronda. Excepto Eduvigis y el novio, fueron todas a las rejas. Un borrico respingaba, escapado a unos gitanos. Entretúvolas buen rato su captura. Luego, disimulando en los abanicos los bostezos, vieron cruzar un galgo al trote; vieron regar el suelo al dueño de un quiosco, y vieron acercarse a una desmelenada gitanilla, que las pidió limosna, llena de churretes. Lo único que no veían, por mucho que miraban, era a los muchachos.

Ernesta comprobaba una vez más el cruel aburrimiento que acometía a las infelices en cuanto llevaban juntas y se habían admirado los trapos diez minutos. No las trataban los señoritos de La Joya, salvajes y como cazados a lazo casi todos. En las tiendas y en la puerta de la iglesia cruzaban de largo o las observaban en grupos desde lejos. Incapaces uno a uno de acercárseles, por un recelo de barbarie que no supiese qué decirlas, únicamente osaban hacerlo dos o tres reunidos. Y para esto esperaban ellas los tan ansiados domingos, luego de pasarse la semana reformando trajes y sombreros.

Bostezaban, bostezaban, mirando hacia la Ronda.

Era la Ronda del General Rivas el orgullo de La Joya, pueblo casi ciudadano y orgullo a su vez de los demás de la región por muchas cosas importantes, como los comercios de escaparates con pistolas y molinillos de café, el eléctrico alumbrado, los gramófonos del juez y del jefe del telégrafo, las bicicletas y los caballos de Octavio, Julio Pérez, Luis González (El Brocho), el tílburi de Orencia, los otros siete coches de siete ricos, y la berlina, el landó y el automóvil del conde de la Cruz de San Fernando.

Todos los joyenses, aunque al llegar sus parientes y amigos forasteros hubiesen tenido en la diligencia que cruzarla, ya que abríase desde la misma glorieta del gran puente árabe sobre el Guadiana, les volvían a mostrar y les hacían fijarse en las bellezas y amplitudes de la Ronda: al centro, la carretera, bordeada de acacias, a cuya sombra acampaban las tribus de gitanos; a los lados, jardines con arboleda, con girasoles, con malvas reales, con tres quioscos amarillos de agua y aguardiente; un enorme pilar, con fuente de tres platos restaurada en una juvenil y alcadesca dominación de don Pedro Luis Jarrapellejos (según decía una lápida, por más que, naturalmente, la construcción fuese árabe), y aún sobraba sitio para instalar durante el estío un cinematógrafo, que, a partir de media tarde, le añadía el estruendo de su órgano al ruido y a la animación de los carros que cruzaban, de los bravos herradores que sudaban trabajando a las puertas de sus tiendas y de las gentes que iban o tornaban de paseo o de San Andrés, templo en moda para todo y que regía y tenía con grandes lujos el riquísimo párroco, primo de don Pedro Luis, don Roque Jarrapellejos.

Los forasteros, una vez admiradas tantas cosas de la Ronda, solían oírle al feliz indígena a quien hubiésele cabido la suerte de mostrárselas, este apóstrofe, en sorites, que se le achacaba a don Pedro Luis, de cuando estudió Lógica y Ética: «La Ronda del General Rivas es lo mejor de La Joya; La Joya es lo mejor de Extremadura; Extremadura es lo mejor de España; España es lo mejor del mundo; luego La Joya es lo mejor del mundo.» Es decir, que La Joya, aunque pequeño, era la verdadera joyita de España. «Cuando menos —añadían, dejándose de exageraciones—, aquí, en La Joya, pueblo que guarda cuidadosamente todas las puras españolas tradiciones de virtud, en religión, en costumbres, en política y en todo, es donde los extranjeros debían venir a conocer la raza. ¡Oh, si aprovechando las ruinas árabes y los bellos panoramas, se decidiese a favorecer el turismo nuestro gran Jarrapellejos!...»

—¡Contra; vaya un nombre! —solían los forasteros exclamar, abrumados de tanto oír Jarrapellejos—. ¿Es un mote?

Claro es que no lo preguntaban si no fuesen de muy largo, porque, en otro caso, conocíanlo demás, y les sonaba a maravilla. No; ¿qué iba a ser mote?... Apellido, y orgullo y timbre de la familia poderosa, aunque chocara hasta habituarse a su grandeza, como Recaredo, Fredegunda, Doña Urraca y varios de la Historia. Según unos provenía del gobernador de la alcazaba de Alajar, Arap-el-Yej, o Ara-pe-Iej; según otros, de un caudillo, ascendiente de don Pedro, que a sablazo limpio (1808) les desgarró la piel a muchísimos franceses; y no faltaban, en fin, quienes rebajaban su origen (los enemigos del cacique, y entre ellos Gómez, el director de La Voz de La Joya), achacándoselo a un célebre bandido de caminos que, no haría un siglo, se enriqueció a fuerza de robar y matar por la comarca.

—¡Oh! ¡Ya vienen! ¡Ya vienen! —anunció Jacoba de improviso, cortando los bostezos—. ¡Ahí están!

Referíase a los muchachos..., y ¡nada! Decepción. El Curdin-Club. El grupo de borrachos, que al verlas torció hacia los paseos de enfrente. Cruzaban el pueblo a todas horas, mudos y solemnes, tal que una permanente comisión de pésames y entierros, y no iban más que recorriendo las tabernas. Delante, Evaristo, ¡muuú!, grande, el jefe, el más grave, rubio hipopótamo, que mugía e iba perdiendo la facultad de hablar, de tanto vino y aguardiente; detrás, y entre otros, Saturnino, con su aire chulapón y su sombrero cordobés, sobrino nada menos que del conde de la Cruz, con el cual vivía; ¡una lástima de chico!; y el que aún era mayor lástima, Mariano Marzo, guapo, listo, concejal de la familia de don Pedro Luis, y que en llegando la ocasión sabía enjaretar un discurso corno un ángel, y ponerse corno nadie la levita.

Volvió la Ronda al abandono. Pero declinaba el sol y tardó menos en aparecer alguna gente. Don Atiliano de la Maza, caballero setentón, de nariz enorme, siempre llena de rapé, y poeta, con varios amigos se detuvo a anunciarle a Ernesta que la estaba componiendo tres sonetos para su cuarta colección de cien sonetos. Continuaron, y las saludó y piropeó el grupo del juez. En defecto de los

jóvenes, los viejos floreaban a las chicas. Otro asustado, de pronto: Manolo Alba, a pesar de que estaba su hermana en la reja; detúvose, y hubieron de salvarle dos que venían detrás. Juntos, acercáronse y entraron.

Tornó la reunión al alborozo. Uno de los llegados, Gómez, rechoncho solteroncete ya maduro de fuerte bigote negro, de barba tan recia que al afeitarse quedábale la cara azul hasta cerca de los ojos, y director y redactor único del quincenario católico y conservador La Voz de La Joya (de brava oposición perpetua a la política local, a la de los Jarrapellejos, por cuestión de unos pleitos larguísimos sobre una cuantiosa herencia que no le pudo Gómez ganar al párroco don Roque, a causa de lo cual dijo en el periódico que a éste «le habían hecho cura sin vocación, en la época de los apuros pecuniaros de su casa...»), traía un número de La Voz con un artículo dedicado a Ernesta en saludo ditirámbico; el otro, caballista, cazador, bastante torpe, pero buenazo, solo, rico, y, por lo tanto, «buen partido» para las más de cuatro que le pescarían de buena gana, no cesaba de sentarse y levantarse, y cada vez que se levantaba arreglábase con un golpe de mano y con unas genuflexiones leves, que le ponían las piernas en paréntesis, la cruz del pantalón. Usábalos de punto, siempre, y era aquélla una costumbre que hacia sonreír a las muchachas. En una viña tenía una querida con tres hijos; en un cortijo, otra querida con cuatro; en una dehesa, otra con dos, todas de lo más florido que salía entre las pastoras. Le daba ello fama de conquistador, aunque por timidez no lo hubiese probado aún con señoritas; y ellas, en la intimidad, igual que sus amigos, llamábanle el Garañón aunque llamábase Gregorio. «¡Gregorio, hijo, hombre!, ¿por qué no te estás quieto?», decíale alguna vez alguna en confianza, y en particular Dulce Marín, no desesperada de llevarle pronto o tarde al matrimonio. No podía ser; sudaba, sentía comezones y hormiguillos por la sangre, y andaba que saltaba de los nervios.

Manolo Alba, en cambio, parecía un mosquita muerta, con sus húmedos y largos ojos de ciruela y su sonreír de colegial en la cara palidísima de orejas transparentes, y era un cazurro de cuidado. Acostado hasta la una, traía con las sirvientes de su casa un trajín de mil demonios. No había quien le hiciera aplicarse en sus cursos libres de Derecho. El colmo de la dejadez, de la pereza. Se tumbaba en un sillón, por pereza tocaba la guitarra, y ni a tiros lograban levantarle. De niño lindo, poco menos que anteayer, había dado un estirón y había echado un bigotillo que no importaba para que las amigas de su hermana le siguiesen tratando maternales. Reñíanle con frecuencia, y le reñían ahora, pasados la lectura y el comentario del artículo. «Pero, niño, Manolito, ¿por qué estás siempre tendido? ¿Por qué te estás tanto en la casa?» «¡Aer!, ¿y dónde se está mejor?» «Pero, niño, Manolito, ¿por qué no estudias? ¿No ves Cleofé?» «¡Aer! ¡Es uno un perro, lo comprendo! No puedo estudiar porque estoy débil, tal vez de haber crecido mucho.» Tenía gracia la resistencia pasiva de Manuel, que, a lo tonto a lo tonto, sin hablar, por menos de dos cuartos, largábale en blando un disimulado sobón de codos a la primera de estas reprensoras que llegara a descuidarse. Luego relamiéndose, les decía con plena franqueza a los amigos: «¡Aer! ¡Si vieses qué duras las tiene la Fulana!» Y, naturalmente, cuantas presumían de hallarse en caso tal, excepción hecha de la Orencia severísima y la encopetada colección Jarrapellejos, prestábanse a los descuidos con el fin de que Manuel lo pregonase...

Dejaron a Manuel.

—¡Octavio! —había saltado como un grito triunfal de Petra en una reja.

Resonaban los cascos de un caballo. Corrieron todas, y Gregorio y Gómez —éste contrariadísimo por la fulguración de alegría de la hermosa forastera a la magia de aquel hombre, después que pareció agradecerle tanto los elogios del artículo.

Fanfarroneando destrezas de jinete en un magnífico alazán de levantado rabito de plumero, a la moda madrileña, Octavio se acercaba. Diríase un príncipe. Traía su consabido traje gris de montar, gorra pequeñita, casaca abierta atrás y con traba, calzón de bolsa, ajustado a la rodilla por una serie de botones, polainas avellana y espolines. Alto, esbelto, pagado de su tipo inglés, con bigote color paja, y de la blancura de sus dientes, tan blancos que hasta que vino Ernesta no habíanse conocido otros en el pueblo, ya sonreíala desde largo, por lucirlos. Llegó, saludando con la fusta y la enguantada mano, metió el caballo en la acera, y luego de repartir un ramo de rosas de su quinta, reservándole a Ernesta la mejor, bastó una indicación de Gregorio, como inteligente en caballos también, para que se pusiese a ejecutar con el suyo escarceos y evoluciones.

No se diría de La Joya, ni aun de Valladolid —pensaba la valisoletana—, este hombre de veintiséis años, finísimo, guapísimo..., divina pareja para ella. La hacía el amor, y desde que le hubo conocido era la nueva intensísima ilusión que la borró los vivos recuerdos del capitán y del tejado, poetizándola la cómica tosquedad de todo lo demás de este pueblucho.

Con la rosa en la boca, insinuó:

—¿No entra?

¡Ah! Orden de miel. Se desmontó Octavio, y le encomendó la conducción del caballo a un guardia municipal que estaba entre los chicos que se habían juntado a verle maniobrar. Ya en la sala, leyéronle el artículo de Gómez. Lo ponderó. En seguida, su amena conversación de crónicas mundanas, de viajes y teatros monopolizó en una de las rejas a Ernesta, a Orencia y a todas las Jarrapellejos. Selección aristocrática. Las otras, salvo las Rivas, habían viajado poco, y no se entretenían con estas cosas. Chafado el periodista, empezó a hablarlas mal de Ernesta; y Dulce se llevó aparte a Gregorio. Pero hasta Dulce contemplaba celosa la pareja de preferencias mutuas que formaban Octavio y la muy bella forastera.

¡Oh, sí, Octavio, aquel Octavio de las principescas cortesías y desesperación de sus paisanas! Buscábalas ahora diariamente porque estaba Ernesta. Hijo único, su padre, muerto tiempo hacía, fue gobernador de Tarragona y de Murcia. Emparentado de lejos con el conde, mas no tan rico que varias de ellas no le duplicasen y triplicasen en caudal, hubo de educarse, mientras siguió la carrera de Derecho (aquí todos eran o intentaban ser abogados), en casa de otros parientes marqueses y ganaderos de Sevilla, que le aficionaron a la esgrima, al tenis, al polo, al tiro de pichón, a correr y derribar reses bravas..., a las genealogías y ejecutorias de nobleza y a la Historia y la política... Por esto, y a pesar de envidiarle con cordial odio el automóvil, cultivaba lleno de digno y filial comedimiento las simpatías del conde de la Cruz de San Fernando, senador, a la mira de sucederle alguna vez.

Atormentado prisionero de las altiveces de su estirpe, Octavio, tan feliz en apariencia, sabíase lleno de contradicciones y zozobras. Aborrecía al pueblo, y les impedía a su madre y a él trasladarse a Sevilla la falta de medios para vivir con el mismo tren que sus parientes. Podía quizá, estar siendo diputado, en lugar del botarate forastero don Florián, y ni lo intentaba por no mendigarle a nadie los sufragios y exponerse a una derrota. Abominaba lo plebeyo, y un poco por las ideas moderadas de sus libros de filosofía y sociología, y un mucho por la burla del destino, que no le quiso hacer hidalgo millonario, ya que no también, de paso, conde o marqués, detestaba de potentados y condes y marqueses, soñando con tremendas reivindicaciones populares. Sin embargo no toda la culpa le correspondía a la suerte, sino a los recónditos orgullos que manteníanle en su altivez innata, llenándole de perplejidad: pudo ser título y magnate casándose con Berta, la audaz y bella prima sevillana, que llegó hasta a provocarle en su alcoba algunas noches, y... no la tocó, de horror a que sus padres pensasen que con el escándalo forzaba un matrimonio no consentido quizá de otra manera; se pudo casar con Margarita, única hija y heredera de este viudo conde de la Cruz, rica, aunque no como la otra, si bien, al revés que Berta, mística y formal, y la escasa belleza de la joven contúvole su designio oculto en una vacilación de dignidades con sobrado espacio para que ella decidiese su vocación claustral y profesara en un convento. Hoy, pues, Berta, casada con un duque, y Margarita, con Cristo. ¡Ah, sí, por digno, por orgullosamente digno e indeciso él!... Lleno de nostalgias dolorosas, todavía muchos ratos desde su casa contemplaba, en la vecina del conde, por encima del jardín, aquellos dilatadísimos corrales de graneros y laneras, aquellas manadas de mulas y bueyes de labor, aquel automóvil y aquellos coches que podían ser suyos.

Hasta comprendida la propia situación, y necesitando el reflexivo Octavio, en todo caso, de una boda que a la vez que le dejase éticamente tranquilos el orgullo y la conciencia le acrecentase de considerable modo el capital, al objeto de lanzarse a sus grandes esperanzas en política..., claro es que al flirteo con Ernesta sólo le otorgaba el valor de un pasatiempo. Había venido, evocábanle sus lujos a la noble y loca prima sevillana, más sensualmente hermosa Ernesta que la prima, a la verdad, y...

«¡Gru! ¡Gru!»

¡Ah!

«¡Gru! ¡Gru! ¡Gru!»

¡Concho! ¡El conde!... El auto, la bocina.»¡Gru! ¡Gru! ¡Gru!» ¿De vuelta?

Cortada la conversación y lo que Octavio pensaba mientras hablábale a Ernesta sumiéndose en la luna azul de sus ojos negros y terribles, vieron acercarse el automóvil. El conde, al verlas, hizo que el chauffeur lo detuviese. Descendió, por saludarlas y por conocer y ofrecerse a Ernesta, de cuya tita Antonia era muy amigo. El coche y él venían llenos de polvo, de Madrid, y, sin embargo, don Jesús, según le nombraban cariñosamente las muchachas, no traía balandrán de dril, ni gorro de automovilista, ni anteojos, y sí los mismos sombrerete hongo y trajecito y corbatita negros con que aquí andaba por las calles. Pequeño y recortadito, con sus vivos y redondos ojos y su bigote cano, movía las manos pálidas en eucarística lentitud de bendición, y más que un conde, parecióle a Ernesta, admirada de la lluvia de piropos que a ella y las demás las iba derramando, una especie de tieso empleadillo setentón de notaría.

Engañábase en diez años; el conde contaba sesenta nada más. Viudo tres veces, y la tercera de una bonita Socorro de veinte abriles, bien que se volvería a casar, indicaba su afición a las muchachas, las cuales, por su parte, correspondiendo amables a la suave cortesía de don Jesús, habíanse amontonado una tras otra a la reja. Manolo, en la última fila, aprovechaba el barullo para estar metiéndole el codo por un lado del pecho a la simple de Jacoba. Gómez, indignado contra este conde del canasto, que de nuevo arrebatábale la atención de las amigas, le ponía de viejo verde y avaro, en tanto él las seguía encantando, extasiando, embelesando con sus flores. «¡Bah, el mezquino..., que había comprado automóvil para no gastar en los viajes a Madrid en diligencia y en tren!» «¡Pero, hombre —replicaba Petra Rivas—, si, siendo senador, en el tren, viajaba de balde!» «¡Bueno, por ahorrar la diligencia!...»

Marchóse don Jesús, al fin, con un adiós predilecto para Octavio, con una última mirada para Ernesta, dejando atrás una estela de admiraciones entre el polvo de su auto; e inmediatamente, a una frase despectiva de Gómez, surgieron halagüeñas otras frases:

—¡Qué fino!

—¡Qué galante el conde!

—¡Qué cortés!

—Pero... ¡por Dios, niñitas!

—¡Bah! ¡Más simpático y amable cien veces que vosotros!

—¡Ya lo creo!

—¡Claro!

—¡Claro, claro, sí!

—¡Vamos! ¿que os casaríais con él?

—¿Por qué no?... Como Socorro.

El colmo. Oyéndolo, a Gómez se lo llevaba Lucifer. Había huido asqueado hacia el piano, y le acosaban a protestas. ¿Qué más daba la edad?... Educadísimo, agradable, guapo, todavía, el conde. Orencia, con su grande autoridad, y las Jarrapellejos, con la suya, llevaban la voz cantante en el coro femenino de alabanzas. Por suerte, Gómez vio aliársele a Octavio y Ernesta, quienes opinaban también, e intentaron razonarlo, que por muy bella persona que fuese el conde para amigo, era ya imposible que pudiera hacer la ilusión y la amorosa felicidad de una muchacha. Nuevas protestas, nuevo ardor de todas sosteniendo lo contrario, y como arremetían contra Gómez, cuya voz penetrante de corneta las exacerbaba, Ernesta y Octavio fuéronse a un sofá, lejos de donde Dulce charlaba con Gregorio, y del rincón de la latania, en que seguían comedidos departiendo Eduvigis y Cleofé.

—Comprenderá usted, Ernesta —dijo Octavio, jugando con los guantes y la fusta, y después de atender los dos otro momento al griterío—, que antes prefiera uno morir de santa soltería que cargar con mis paisanas. Idiotas, llanamente. Vea su moral. Las almas amarillas, igual que los dientes y el pescuezo. Una tal carencia de ideales, una tal confusión de la poesía de la vida con los más toscos intereses, que de buena fe, ¡de buena fe, créalo, las conozco!, piensan que pueda ser lo mismo un trovador el bruto de Gregorio, porque es rico, a un viejo, porque es conde.

—¡Qué horror! ¡Repugna eso! Y es cierto, y lo que me ha chocado más: ya que se pintan así, ¿por qué no se limpian los dientes?

—Porque no tienen sentido común, Ernesta; porque son en todo la incongruencia y la inconsciencia. Tropa de payasos. Se educan en las monjas, unas monjas cristianamente puercas y cerriles que gastamos por aquí, y éstas las enseñan que la excesiva limpieza es pecado de impudicia. No obstante, se pintan, se embadurnan, lo mismo que demonios, sin que a ello tengan las monjas nada que oponerle. Cumplen la regla de la Orden, que a las hermanas prohíbelas los cuidados del cuerpo y de la boca, y basta.... aunque el pintarse, en realidad, constituya la infracción más torpe de aquellas honestidades que hacen radicar en la falta de limpieza. Va con el aseo, en razón inversa, la virtud de La Joya, desde el punto de vista, al menos, religioso...; ¡y usted, Ernesta, porque se baña, se encuentra en muy propincuo riesgo de ser conceptuada terrible pecadora!...

—¡Qué gentes! ¡Qué barbaridad! —rió ella, torciéndose hacia él como a un refugio de ideal, y así ciñéndose más la opulencia de los muslos en las dóciles sedillas de la falda.

Octavio se estremeció, tan cerca envuelto en la ola sensual de vida bella y de perfumes. Queriendo disimularlo, porque siempre habían sido la fuerza suya el dominio y la frialdad, era lo cierto que se le iba metiendo demasiado adentro el esplendor de pagana gracia que efluviaba esta mujer. Fue ella, pues, mostrándole el blanco azul luna de sus ojos en lánguidas miradas, y el blanco nieve de los dientes en sonrisas de la roja flor amplia y fresca de su boca, la que guió ágil al pobre deslumbrado por los escabrosos derroteros a que la conversación los conducía...

III

Las Hijas de María estaban muy contentas del trisagio. Al sexto día de la novena un ciclón barrió la plaga de langostos. «¡Milagro, milagro!», decían en gracias a la Virgen, repitiendo lo que los señores sacerdotes demostraban desde el Púlpito. Algunos escépticos explicábanlo de un modo natural: lo mismo que cualquiera medianamente observador, en este pueblo de las moscas, podía notar que las moscas, y las mariposas también, disminuían notablemente después de los fuertes vendavales, el ciclón, que tras una tremenda granizada estuvo soplando treinta horas entre remolinos de polvo, de tejas y de ramas desgajadas de los árboles, habría arrastrado a los voracísimos insectos. El hecho, milagro o no de la piedad divina, era que desaparecieron. No quedaba uno.

Cierto que el ciclón arrancó chozos, descuajó encinas y asoló huertas y olivares. A los arruinados por la langosta, uniéronse casi en doble número los nuevos damnificados, para pedir limosna o manifestar por las calles su sorda irritación. Veíanse negras las damas de San Vicente de Paúl, presididas por Orencia, repartiéndoles raciones, y Gómez, maligno, pronto a hacer arma política de todo, enumeraba los destrozos en La Voz de La Joya y fomentaba la protesta.

Dos emisarios del Gobierno, llegados tres semanas antes, recorrían los campos, en no se supiese qué estudios o qué posibles problemas de socorro. Ignorábase si su viaje obedecía al clamor de La Joya o al de la provincia entera, y al de las próximas, castigadas más cruelmente, según la Prensa de Madrid, por la plaga que aquí tenía perennes focos de reproducción. Vivían en la posada, y hoy, acompañados por el alguacil, que era al mismo tiempo sacristán de una parroquia, se dirigían plaza abajo a la reunión de autoridades que iba al fin a celebrarse. Junto al Ayuntamiento estacionaban grupos de braceros, al sol, sudando, con sus chaquetones pardos y sus fajas encarnadas. Al ver a los delegados, última esperanza del pobre en este rincón del mundo, desamparado de justicias, hubo un conato de rodearlos e informarlos de sus quejas; pero desistieron, porque El Mocho, el alguacil, el ex presidiario, además, hombre de malas pulgas, era uña y carne de caciques.

—Si quién ostés —dijo El Mocho— puen tomá café despacio en el Casino, y asín lo ven.

Aunque la cita era a las cuatro, nadie empezaría a acudir hasta las cinco. Cómodo, nuevo, una joyita el Casino, con sus adornos de yeso y sus amplios ventanales. El Mocho les enseñó la sala de juego, espléndida. Mesa de ruleta; mesa de monte. «¡Aer, de noche, si les tira a ostés la timbirimba!...»¿Quién lo ha hecho?» «¡Aer, quién quién ostés que l'haiga hecho: don Pedro Luis!» Veían después por la ventana los edificios, también nuevos, del Ayuntamiento y del teatro, discordantes con los demás de la vieja plaza, e informándose acerca de quién hubiese realizado aquellas obras, obtenían igual contestación: «¡Aer, don Pedro Luis!» La luz eléctrica, los rótulos de las calles, el uniforme de los guardias... «¡Aer, —insistía El Mocho, admirado de que pudieran tales cosas preguntarse—, quién quién ostés que haiga hecho na, más que don Pedro Luis Jarrapellejos, el que lo hace to, el que pue to, el amo!» Tenía razón. A pesar de que el conde de la Cruz fuese el alto inspirador de la política, y de que sus consejos, y aun en cierta manera los de Octavio, como joven serio y orientado a la moderna, se oyesen en determinadas ocasiones, don Pedro Luis, campechanote, era el que mandaba, en íntimo contacto con el pueblo. Sin haber querido serlo nunca —«Pa qué?», contaba El Mocho—, él hacía y deshacía los diputados y. traíalos de coronilla... Un tanto molestos por la omnímoda autoridad del cacique, ambos delegados, en su condición de representantes del Gobierno, burláronse ligeramente del uniforme de los guardias.

Y, sin embargo, dos personas que cruzaban la plaza entonces, Octavio y Juan Cidoncha, iban precisamente lamentando la insignificancia de aquella comisión a que el Gobierno, y como siempre, encomendaba la tardía salvación de la catástrofe. Ni ingenieros, siquiera. Pobres diablos de peritos agrícolas, con los que no sabrían qué hacerse en la capital de la provincia, y se ganaban unas dietas. Los grupos de trabajadores le abrían respetuosa calle de saludos a Cidoncha:

—¡Don Juan, que lo diga osté!

—¡Don Juan, que no nos abandone!

Medias palabras. Ansias contenidas por temor a Octavio.

—¡Descuidad, hombre, descuidad! —calmábalos Cidoncha, con un gesto de firmeza, en que refulgía la serenidad de la razón.

Entraron en el Ayuntamiento. El portero les pasó a la desierta sala de sesiones. Sentáronse a esperar. Cidoncha habíales hablado a aquellos infelices en el Liceo de Artesanos varias noches. Próxima la siega, venía recomendándoles que se uniesen, al objeto de impedir la desastrosa competencia de sus propias hijas y mujeres. Ellas, según costumbre inveterada, iban a segar, a reventarse al sol, los días enteros por una peseta, y ellos veíanse precisados a emigrar durante esta época del año, en busca de un jornal de cuatro o cinco. Le habían pedido a Cidoncha que les representase en la reunión para esto y para todo.

—Sí, hombre —le animaba Octavio—, aprieta bien. Y además los debías organizar en sociedad de resistencia. ¡Pobre gente!

No podría ayudarle él, por su especial posición entre amigos y parientes; pero vería complacidísimo que se empezase a quebrantar el régimen de feudo. Íntimos los dos, con el alma abierta a las noblezas de la vida, siguieron abominando de las arcaicas miserias de La Joya y de España. Mientras moríase de hambre y suciedad la mitad de la nación, el Gobierno, heroicamente enfrascado en discutir en las Cortes si era constitucional o no la última crisis de las cuatro habidas en un mes, creía cumplir con comisiones o bromas de Gaceta. Pan y duchas, he aquí la fórmula de la general redención para Octavio.

—Sí, sí, Juan —insistía, reforzando su argumento, a la vez que le informaba de cosas de esta Joya, donde Juan llevaba pocos meses—; un país de idiotas, de famélicos, de sucios. No se come. Lo mismo que ves ahí fuera a esos extenuados de fatiga, acartonados por el aire y por el sol, fíjate y advertirás que hasta la mayor parte de los ricos llevan crónico en la cara el rastro de la debilidad, del salón de oveja muerta que consumen. Crían ganados excelentes, y los venden en Madrid. Guardar, atesorar ochavo a ochavo, o jugar a la ruleta. Nos diezman las epidemias y nos abruman las plagas, con gran contento de don Pedro Luis y de sus bravos corifeos, que así afirman el dominio. La miseria sirve para prostituir a las mujeres y para volver a los maridos borrachos y gandules. Régimen de servilismo, en fin, que envejece los cuerpos y las almas de pura hambre y porquería, mal disimuladas por las cloróticas muchachas con caretas de albayalde; y ya ves tú, porque soy un poco independiente y tengo cuarto de baño en mi casa, y porque tú te bañas y han averiguado que se baña Ernesta, nos juzgan raros a los tres, y a ella, punto menos que una...

Se irritó; sabía que circulaban soeces comentarios acerca de los aseos de Ernesta, acerca de ciertos detalles de sus íntimos cuidados, sobre todo, pues nadie, al parecer, entendía que una joven necesitase ser tan absolutamente limpia desde el pelo hasta los pies, y vestirse al interior con tan rabiosa pulcritud, como no fuera... «para dejarse desnudar», y olvidó sus dolores sociológicos, lanzándose a charlar de la hermosa calumniada.

Sólo con Cidoncha permitíase tales confianzas el prudente, el altivo Octavio. Se conocían desde pequeños, de haber estudiado juntos en Sevilla; y si bien la distinta posición los apartaba, porque Cidoncha no era más que el hijo de un humilde labrador de Grazalema, habíalos unido con viva simpatía el talento y la afición a los estudios. Cidoncha siguió la de Ciencias, a más de la carrera de Leyes. Se fue a Madrid, ganoso de horizontes, lleno de esperanzas, y su pobreza y su rígida honradez, que repugnaban los medios de indecoro, le hicieron fracasar en el intento de meterse, por recomendación de un caciquillo de su tierra, a periodista. No había perdido la relación epistolar con Octavio, y éste le proporcionó la cátedra que ahora desempeñaba en el colegio de La Joya, adjunto al Instituto.

Modesto, con modestia de perdones y condescendencia para todo, encastillada en su filosófico concepto de las cosas, a plena fe creía en el poder virtual de las ideas y en un porvenir mejor del mundo hecho por la ciencia y por la higiene. Habíase instalado aquí en un blanco cuartito limpio, de los abuelos, por cierto, de la famosa Isabel, de la famosa Fornarina, y lejos de envanecerse con la amistad de Octavio, redujo su vida, desde luego, a las obligaciones del colegio, donde explicaba agricultura y procuraba aficionar a los alumnos con un pequeño campo de experimentación; a organizar en el Liceo clases de dibujo y artes aplicadas, siendo él el profesor de casi todas, con gran sacrificio de su tiempo; a la gimnasia sueca y a pasear solo, fortaleciéndose con el metódico ejercicio al aire libre cuando no le buscaba Octavio, distraído en los deportes y tertulias, y a conversar y bromear con Isabel admirando su belleza, en las frecuentes ocasiones que iba a visitar a los padres de su madre la alegrísima muchacha. Una gloria verla tan lozana entrar, llena de harina; cerraba el libro Cidoncha, y de extremo a extremo de la mesa reían y charlaban largamente, en tanto trajinaba fuera la abuelita. Al principio estas visitas de la joven habían sido raras y sin orden; ahora, cada noche, novios ya; y por nada de la tierra dejaba de esperar a Isabel el profesor.

Las señoritas, que habían acogido indiferentes la llegada del humilde forastero, acabaron por fijarse en sus corbatas, en sus cuellos limpios, en sus empaques de hombre no vulgar y en el absoluto desdén que las mostraba: ni una vez intentó acercarse a ellas. Los señoritos, los hombres, por su parte, rectificaban, enteramente desorientados, con motivo de Isabel, el concepto de fatuo apóstol con gravedad de burro que les hubo de merecer el catedratiquillo al contemplarle solo por los campos. No concurría al Casino de señores, y de vuelta del paseo solía tomar cerveza en el Liceo con la gentuza. ¿Era posible que un tipo así hubiera venido a que se le entregase sin más ni más la Fornarina, incluso buscándole en su casa, ¡necia!, cuando había sido y seguía siendo la de ella el paso de procesión de tantos como la acosaban ofreciéndola dinero, collares y sortijas, hasta fincas y matanzas?

Acerca de estos asuntos del corazón, tanto o más que de sociologías, placíanles a Octavio y Juan las confidencias. En el profundo abandono de algunas noches de luna por el puente, oyendo cantar los mirlos en los sauces, aquél había llegado incluso a contarle al discreto amigo su aventura con la prima sevillana. Ahora se empeñaba en la no fácil tarea de describir física y moralmente a Ernesta; evocaba de ella encantadores gestos y audacias a que la conversación parecía arrastrarla sin querer. Creía Octavio en la complejidad de las almas femeninas. Ardua cuestión la de fijar por apariencias los quilates del fondo de virtud de una mujer, y de una mujer a la moderna, especialmente.

—Bueno, ¿pero estáis en relaciones?

—No, Juan; aunque como si lo estuviéramos de hecho. No debo proceder con ligereza. Es demasiado guapa para que pueda uno estar cierto de no llegar hasta la burrada de casarse, con tal de verla suya, si no cediera de otro modo. Exponerme a un riesgo así sería insensato. En primer lugar, porque Ernesta, a pesar de que yo no creo que se comprometiese irreparablemente en su valisoletano lance del tejado, pues que no hubiese olvidado por mí tan pronto al capitán, ni fuese su padre tan tonto que con él opusiérase a la boda, es, al fin y al cabo, una mujer frívola, acaso un poco bruta, y, sin duda, de mucho menos valor espiritual que plástico. En segundo lugar, tampoco su posición me convendría: le falta capital, y aparte mezquinas ambiciones, y no tratándose de quien con sus cualidades ofreciese la garantía de una sólida ventura, lógico es que busque una esposa que aporte al matrimonio siquiera lo que yo. La vida impóneseme con grandes exigencias, so pena de renunciar a ser diputado algún día..., gobernador, como mi padre...

«Ministro, quizá.... y con harto más motivo que los tantos que lo son en este desgraciadísimo país de los ministros botarates», iba a haber dicho.

Pero se detuvo ante el ecuánime Cidoncha, que de puro servil ni adulador limitábase a escucharle sonriendo; y con otra pregunta, recíproca de la que le había hecho él, volvió a las cordialidades su ímpetu altanero.

—¿Y tú, Juan, y tu Isabel?... ¿Marcha la cosa?

—Sí; desde anteayer..., ¡no! ¿Cuándo fue la última vez que estuve a verte?

—El lunes.

—Justo. El lunes. Desde el día siguiente, hace tres, va también por las siestas a mi casa. ¡Oh!

Reflejó tal inefable dicha la frase, cortada por el dichoso para engomar y encender un cigarrillo, que Octavio palideció, mirando con envidiosa ira al buen amigo, que no obstante su faz de inteligencia, lucía en la angulosa cabeza, pelada a rape, la estirpe del patán. Por él había ido sabiendo cuándo Isabel le consintió cogerla una mano, besarla una mano, besarla en la cara una vez..., una sola vez, y con juramento de no volver a consentírselo... ¿Era ahora el triunfo, la entrega total, de aquella incomprensible Fornarina?... Sin que se pudiese decir que Octavio había formado nunca en la grotesca turba de sus asediadores, no dejaba de ser cierto que la había mirado al pasar a caballo por la ermita, que por hacerla su amante hubiera dado un mundo, que a ella no habíala parecido mal la rubia gentileza del jinete.... y que él, por el vanidoso temor a un desaire, nunca la dijo nada, así dejándosela a este bueno de Cidoncha. ¡Ridícula, bien ridícula a la verdad, la indecisión, la perplejidad orgullosa, que hacíale andar rematadísimamente mal de todo, hasta de lumias, en un pueblo donde a puntapiés teníalas cada títere y las criadas y pastoras parían más que las ovejas!

Prolongábase la pausa del cigarrillo, cual si Juan, tendido en la butaca, saborease el humo y los recuerdos, y Octavio le excitó:

—¡Bien! ¡Qué! ¿Todo? ¿Ya?

—¡Oh, no! —repuso Juan—. Va por las tardes... ¡Verás! Tú sabes que soy aficionado a la pintura; no habrá otro, ni mejor ni peor, por lo visto, en La Joya, y enteradas las Hijas de María, me escribieron, aunque no debo de serlas agradable, enviándome un cromo y rogándome una copia al óleo para un estandarte de la Virgen. Accedí, y de acuerdo con Isabel, estoy haciendo, en vez del cromo, su retrato. A Isabel, que no debe de serlas tampoco muy simpática, le divierte eso de que, como los señoritos la veneran a prueba de desdenes por su puerta, ellas y todo el mundo tenga que adorarla en imagen por las calles. Llega a las dos. Trabajo hasta las tres. ¡Una morena virgen, graciosa, ciertamente, con la bella faz de todas las purezas en su misma travesura juvenil!

—Pues... que dure, Juan, que dure... O, mejor dicho, ¡perdona!, que no dure.

—¿Cómo... que no dure? ¿Qué?

—La virgen, en persona, para el pintor que va consagrándola en efigie.

Tardó Juan en comprender. Se incorporó, con un gesto de respeto:

—¡Bah, no! Te digo que... al contrario. Cada vez más cerca de mí, en la confianza de mi cuarto, y cada vez más lejos. Sigo rectificando mi juicio de Isabel. Se la juzga una loca complacida en agradar, a la espera de la venta de su honra en la elección más acertada, y ni yo mismo, engañado también por su fama y por su corpachón de mujerota, acababa de entender que no es más que una candidísima niña de dieciocho años, rebosando la alegría de la juventud, de la salud y del triunfo en que la tiene el perpetuo asedio de los hombres. «El señorío de La Joya me ha espantado los novios de mi clase», decíame la otra tarde, tratando de justificar «por qué era novia mía, la novia del señorito menos señorito y menos antipático». Quise abrazarla, y lloró. Estaba divina de honradez y de belleza. Sincero, la dije entonces que yo no era un «señorito», sino el hijo de unos pobres, como ella; y por su madre y por mi madre, la juré el respeto que a una hermana. Tan sincero, Octavio, brotó este sentimiento de mi alma, que aquella noche no dormí, ni duermo a gusto desde entonces, a fuerza de pensar si no estará pasando la felicidad a mi alrededor, en esa sola vez que se nos brinda en la vida, con Isabel, con la delicadísima criatura digna de todo sacrificio, a trueque, como tú decías, de la sólida ventura que acaso sea capaz de forjarle al hombre que la cautivó en un poco de delicadeza (aunque, torpe yo para otras empresas, creyese lo contrario), entre tantos como ofrécenla billetes y sortijas.

Octavio se le quedó mirando fijamente. Era él quien tardaba esta vez en comprender, a pesar de la claridad de lo que oía.

—¡Chiquillo!... Pero... ¿Casarte? ¿Hablas en serio?

—¿Por qué no?... De pobre a pobre, vale más Isabel, y es mas inteligente y discreta que cualquier pobre señorita a la cual yo hubiese de aspirar como una carga de estultez y de cintajos. Señorita también, sólo con vestirla, hay en ella la sana bondad de corazón y los hábitos de laboriosidad, de que tú y yo hemos hablado tantas veces, y tan importantes para las madres que hayan de empezar a darle a nuestra patria los futuros ciudadanos.

—¡Bravo, Juan! —no pudo menos Octavio, caluroso, de aplaudirle.

Y corno Juan guardó silencio, solemne de serenidad, él, Octavio, sobre Juan vertiendo en admiraciones y respetos su sorpresa, enmudeció asimismo con una emoción compleja de íntima alegría por aquellas inesperadas honradeces de Isabel, que le libraban del dolor de verse arrebatada por otro una posible y guapísima querida. No fue torpe, pues, sino avisado, no intentándolo siquiera..., y los torpes y los tontos serían estos que seguían acosándola para quedarse con un palmo de narices...

—¡Bravo, Juan! —repitió—. Siempre también creí notar en esa Fornarina...

Hubo de callarse. Abierta la pesada puerta con estruendo, entraron al salón los dos comisionados y cuatro o cinco concejales. De éstos, borracho, alegrito cuando menos, uno, Mariano Marzo, del Curdin-Club. Se acerco a saludar a Octavio y a Cidoncha, con su flamenca simpatía, que llenábalo todo de sonrisas y de ademanes desenvueltos.

Minutos después llegaban el juez, el registrador y unos cuantos propietarios. Luego, más concejales, el síndico, el alcalde, cinco curas. Pasada la hora del plazo que a la pereza de los joyenses se le solía conceder en toda cita, iban acudiendo puntuales. Dos médicos. Detrás, el capitán de la Guardia Civil. En seguida otro grupo de respetables contribuyentes; y solo, desafiador con su áspero bigote y su rechoncha traza de limpio zapatero, Gómez, que, luciendo un número de su periódico y lápiz y cuartillas, fue a aislarse en un rincón, como al banco de la prensa. Llenábase el salón. Oblicuo el sol, entraba por los tres balcones. Un horno aquello. Empezaba a oler muy mal. Últimamente, con su gigantesco y barbado adlátere Zig-Zag, apareció el no menos barbado y gigantesco señor Jarrapellejos, haciendo al concurso levantarse entre un murmullo de saludos. Subió al estrado. Le desparramó a uno encima, sin querer, la lumbre de su puro. A Octavio le dio un apretón de manos. El alcalde le brindó la presidencia. Él, modesto, sonriente («¡Nada de molestarse, señores! ¡Y vamos a empezar!»), prefirió un lado de la mesa, junto a Gregorio, el Garañón, que, al volver a sentarse, se arreglaba la cruz del pantalón, con las piernas en paréntesis.

—¡Aer! ¡Contra con don Pedro Luis! —decíase a sí mismo en la puerta el Mocho, admirando su llaneza. Hasta para él había tenido una afectuosa palmadita. ¡Quién se lo hubiese dicho al furtivo cazador, cuando estuvo en el presidio justamente por matarle un guarda!

Y era lo que irritaba a Octavio, que no podía sufrir en Jarrapellejos esta especie de impúdico servilismo a la inversa con tal de asegurarse el de las gentes.

El alcalde tocó la campanilla.

—Señores: en vista de las circunstancias que atravesamos, se ha convocado a esta reunión con el objeto.... se ha convocado a esta reunión para.... para...

Titubeó. No lo sabía.

Le acorrió don Pedro, a media voz:

—Hombre, Fabián...: para dar cuenta de los trabajos hechos en la extinción de la langosta, para ver de remediar la situación y para oír a los peritos.

—Eso es...: para dar cuenta de los trabajos de extinción de la langosta, para...

Repitió la frase, y en giros llanos, pero nada torpes, púsose a pormenorizar aquellos municipales trabajos de extinción. No, no. Fabián Salvador, el padre de Purita, no era torpe, sino, al revés, un despreocupado de los formulismos y responsabilidades de su cargo, que con hábiles improvisaciones salía de atolladeros. Antiguo camarada de don Pedro Luis, el juego le arruinó, y don Pedro le hizo alcalde. No había más alcalde que él, desde que empuñó la vara, seis años atrás. Se le vio rápidamente reponerse... Alzar la hipoteca de su casa, comprar tierras, lucir de nuevo a la familia por la carretera del puente en coche... Los fieles amigos achacaban tal prosperidad al simple hecho de haber perdido el vicio a la banca; Gómez, en cambio, portavoz del siempre postergado y pequeño grupo conservador, en su dichoso periódico, no dejaba de largar insidias sobre los trigos del pósito, la venta y los arriendos de la dehesa boyal y los consumos, las contratas de obras del teatro y del mismo Ayuntamiento. Se le dejaba despotricar a Gómez, hombre de puños. Después de todo, maldito si nadie hacía caso de La Voz de La Joya.

Puntualizaba, puntualizaba el alcalde la labor municipal. Gasolina, treinta y dos latas. Vigilancia de guardias rurales a caballo avisando a tiempo los sitios en que amenazaba la langosta. Ciento treinta y tres peones conteniendo la plaga con zanjas y barreras... «Bien, sí; poco y malo —saltó del fondo del salón la voz metálica de Gómez—. Y aun ello, no para los Valles; para fincas, donde no hacía falta, en realidad, de cuatro paniaguados.» «¡Fuera!», se gritó; y siguió el orador, impávido. Dada la insignificancia del fondo de calamidades y lo difícil de aumentarlo, proponía una permanente asociación particular contra las futuras eventualidades de la plaga, por medio de suscripciones, o quizá, mejor, un recargo de las cédulas. Así tendríase siempre gasolina. «El Municipio ha cumplido bien dentro de sus medios, y... He dicho.»Una salva de aplausos sancionó la gestión del Municipio. Surgieron algunas protestas de la gente que en el pasillo se agolpaba, detrás del Mocho, y se amenazó con mandar desalojar. Les fue concedida la palabra a los peritos..., sino que ya un cura, don Roque, habíase anticipado, levantándose.

Largo sermón de voces destempladas y tonos conminatorios. El público, al cuarto de hora, bostezaba. Entendía don Roque, adornándolo con citas en latín, Trahit sua quemque voluptas, que todos los males del pueblo no eran mas que un castigo de la cólera divina a la inmoralidad y la incredulidad. («Oye, éste —le inquirió a Octavio Cidoncha—, ¿no es el querido de la madre de Purita Salvador?» «Sí, de la alcaldesa. Ata esa mosca por el rabo.») Habló de «Gomarra y de Sodoma». («¿Gomarra o Gomorra?», dudó el registrador. «Hombre, no sé; me suena aún más Garnorra», vaciló también el juez.) Quería que, en vez de profanas suscripciones, y puesto que ya funcionaba la Hermandad de San Vicente, constituyéranse para darle al culto mayores faustos, que habrían de aumentar la religión... Se le aplaudió mucho.

—¡Pido la palabra! —gritó Cidoncha, indignado.

Le fue concedida, dejando a uno de los delegados sentarse nuevamente. En contraste con la hueca oratoria de don Roque, produjo expectación la del profesor de Agricultura, reposada, pero enérgica. Unas invocaciones suaves a la humana fraternidad, y pasó en seguida a proclamar que no debía concederse de limosna lo que debía otorgarse por derecho. La miseria presente se podía conjurar, en parte, evitando el mezquino y cruel ahorro que representaba el que las mujeres trabajaran y los hombres emigrasen en la siega. Solicitaba para éstos, además, el reparto del trigo comunal del pósito, y la condonación de arriendos de unas fincas de la dehesa boyal o de las particulares, cuyas cosechas habían perdido por culpa de la ajena incuria. La langosta, según la frase consagrada, no era más que la piojera de los pueblos. La sufrían los que no querían limpiarse. («¡Bravo!», aventuró Octavio tímidamente, si bien provocando murmullos de aprobación hacia la puerta. El alcalde, sonriendo a Octavio, amenazó con la calle a los de fuera del salón.) Y, ahora bien, el modo de limpiarse, el único modo de limpiarse, dejando por siempre a un lado gasolinas e inútiles socorros, estaba en roturar las dehesas, donde desde tiempo inmemorial venían aovando los langostos. Esto era tan sencillo, tan breve, en la región, en España entera, vergüenza de naciones, como limpiar con un peine y un poco de jabón la cabeza de un muchacho. « ¡Ay de los que, no haciéndolo —terminó—, fueran culpados de la tremenda responsabilidad cuando los humildes acabaran de enterarse!»

Hubo que acallar otra vez a los humildes. Fuerte rumor de contraprotesta en el salón. «¡Ay, ay, anarquista! —glosó al oído del vecino un viejo propietario—. ¡Me parece que en La Joya te vas a caer con el equipo!»Y levantado, pudo al fin tirar de papeles el más gordo de los emisarios del Gobierno. Memoria. Ciñéndose a lo de su incumbencia, leía los técnicos datos obtenidos por las calas y sondeos. Más de diez minutos con la enumeración de las dehesas en donde aovaban los langostos, y que deberían ser roturadas: Iboleón, Las Margas y El Terrajo, de don Pedro Luis Jarrapellejos; Camuñas y Zorita, de don Roque Jarrapellejos; Las Pelas, de don Romualdo Jarrapellejos Galván; San Femando y Piedras Blancas, del señor conde de la Cruz de San Fernando; Gorgorillas, de don Andrés Rivas Falcón; Zarzalejos, de don Gregorio Falcón Jarrapellejos (saltaron Rivas y el Garañón en sus asientos, poco menos de brutales); Monterrubio, del señor duque de Monterrubio, de Madrid; San Beltrán...

Siguió la lista. Acabó la lista. Octavio se tranquilizó. «¡Estúpidos!», pensaba, a pesar de su íntima alegría. Habíanse limitado a la zona norte. No habían ido por su dehesa. Pero, irritadísimo el señor Rivas, con su respetabilidad de grueso y vicio propietario, y con voz torpe de cañón, acalló los «¡bravo, bravo!» y los «muy bien!» del mal bicho de Gómez, para afirmar que, siendo La Joya un pueblo esencialmente ganadero, sería una atrocidad meter los arados en las dehesas. La langosta, al salir, en abril o mayo, dañaba poco las hierbas, y salvadas éstas, nada importaba que algún año se comiese los sembrados, «¿Quiénes son labradores aquí?... ¡Cuatro gatos, cuatro gatos!... También yo y todos nosotros tenemos trigos y cebadas, y algunas veces se los comen. ¡Qué más da! i No seré yo quien se ponga a roturar, ni aunque me aten! Y de mi parte, al menos, pueden ustedes decirle al Gobierno, señores comisionados, que si quiere arar las Gorgorillas, habrá de ser por su cuenta y mandando más ejército que al moro!» Se sentó, dando en el brazo de la butaca un puñetazo, que le pilló un dedo a Gregorio.

Grandes aplausos. Gómez vociferaba inútilmente. Hízose la calma, y nadie más quiso intervenir. ¿A qué? Quedaba perfectamente manifiesta la voluntad de la asamblea. A Mariano Marzo, orador fluido, y a impulsos de su borrachera, rebelde en ocasiones, le habían reventado el discurso que traía dispuesto, acerca de la necesidad de roturar. Se levantó don Pedro Luis, y resumió, no sin sorpresa de todos; la roturación parecíale lo único urgente e importante; se debía proceder de acuerdo con la Dirección de Agricultura, en vista de aquellos datos que presentarían los señores delegados, y que, por lo demás, ya existían de años atrás en los centros oficiales. Para lo restante, relativo a los socorros, una comisión de estudio quedaría nombrada incontinenti. Era don Pedro Luis, y nadie rechistó. La comisión fue nombrada: presidente, el señor cura, don Roque Jarrapellejos; vocales, otros dos señores curas, Mariano Marzo y Gregorio..., que ya bajaba los estrados, arreglándose la cruz del pantalón. Con el alcalde, los últimos, permanecían don Pedro Luis y el grupo de parientes y altos propietarios. Rivas bufaba. «¡Lo que es yo no doy un real más a suscripciones; y creo lo de roturar un disparate!» Calmábale el diplomático cacique. «Pero, hombre, Andrés, pareces tonto; ¿qué suscripciones de Dios ni qué roturamientos? ¿Te piensas que de esa comisión resulte nada, ni que el Gobierno se acuerde de aquí a un mes de la langosta?» «¿Pero... y si se acuerda, tú?» «Si se acuerda, con hacernos los suecos, como siempre, en paz. ¡A fe que el duque de Monterrubio no anda al medio, allá en Madrid, por si no sobrase con nosotros!» Se admiraron.

He aquí el hombre que sabía quedar bien con todo Cristo.

Efectivamente, en la puerta, cuando salía con Zig-Zag, los mismos braceros rindiéronle una ovación más grande que a Cidoncha.

Zig-Zag y don Pedro Luis se fueron paseando hacia la ermita, situada a medio kilómetro del pueblo, al lado opuesto del puente y de la Ronda. Reanudaban la conversación que habían traído antes de Isabel. «Y bien; ¿tú crees?...» Sí, creía Zig-Zag todo lo del profesor música celeste. Un pelagatos más feo que Carracuca. La chica fingía aquello para darles guayaba, y nada más, a los que andábanla rondando. Visto el juego de ella y de la madre, como en todas: en hacer rabiar un poco, aguardando un buen postor.

—No, caramba, tú..., que ya llevan tres o cuatro años del juego; desde que Isabel tendría catorce.

—Y qué. ¿Quién la ha dicho nada formalmente? Mucho la gente en la cruz, frente a la ermita; mucho florearla y seguirla, pensando cada memo que por su cara linda la pueda conquistar, y poco ofrecerla más que algún billetejo de diez duros o zarcillos de la feria.

—Gregorio, sin embargo...

—¿El Garañón?... ¡Bah! Echarle a la Cegata, con la pretensión de llevársela por tres pesetas diarias a una finca. ¡No es la Isabel mujer para alcahuetas ni esos precios!

Escuchaba atento Pedro Luis. Zig-Zag era una autoridad en la materia. Moreno bronceado, de rizosa barba negra terminada en dos puntas, que le llegaban al pecho; guapo y arrogante como un guerrero moro, justamente le debía el mote a su exacta semejanza con el moro de los libritos de papel de fumar Zig-Zag. En cierta ocasión, habiendo ido con los prohombres de La Joya a cumplimentar al rey Alfonso XIII, al paso de éste hacia Lisboa, por la estación de Las Gargalias, le dijo: «¡Caray, caray; su majestad estará cansada!...»Y con motivo de tal frase, que dio mucho que reír, algunos llamábanle Caray; pero prosperó más, y le quedó, en definitiva, aquel otro sobrenombre de Zig Zag. Ex albañil medianamente enriquecido, jugaba al monte, organizaba las cacerías de los señores, acompañándoles no pocas veces para servirles de broma y diversión; buscaba minas, mentía bastante, y, a pretexto de que acostándose primero su mujer hartábanse en ella los chinches y mosquitos, que luego, gordos y reventando de sangre en las paredes, a él no le picaban, pasábase solo las noches enteras recorriendo en alpargatas las calles de La Joya, y husmeando líos por tapias y por rejas. Lo notable estaba en que, tiernamente enamorado de su esposa (salvo en aquella egoísta desconsideración de los chinches y mosquitos), nunca trataba de aprovecharse de los secretos que iba descubriendo, dichoso, nada más, de podérselos participar a los amigos. Él era el primero en saber las pastorcitas y artesanas que se echaban al raso, si no se le anticipaban los mismos que lograban deshonrarlas, y él garantizaba las purezas materiales de Isabel, hasta la fecha, por las calmas nocturnas de la ermita.

—De modo que... tú opinas... —insistía don Pedro Luis, tornando al otro extremo de la conversación tenida antes.

—¡Qué sí!... Que la langosta y el ciclón los ha dejado a perdone usted por Dios, que me consta que el padre ha ido a pedirle mil pesetas a réditos al Zurdo para atender a la tahona, que sé que el Zurdo no se las ha querido dar, sabiéndole arruinado.... y que están pasando las morás, y que ésta es la ocasión de que usted le ofrezca a la madre lo que quiera.

Se habían sentado en la escalinata de la cruz. Miraban la puerta de Isabel. La pintoresca vivienda de ella, al borde de la carretera, aislada de las demás del pueblo por huertos y cercones, era una abandonada ermita que habían comprado y arreglado sus padres. El atrio, cerrado con tapias y convertido en jardín, por encima de las frondosas copas de una higuera y un nogal dejaba ver el cimborrio de tejas renegridas entre una ruidosa volatería de gorriones, de vencejos, y la azoteílla del antiguo campanario, sin campanas. Otro campanario que había tenido un esquilón, a media curva del cimborrio, tenía ahora un nido, en que estaban criando las cigüeñas; y justamente, a pretexto de cuidar de los cigüeños, de darles de comer, todas las tardes subíase allí la Fornarina, sin más objeto, en realidad, que coquetear, dejando que de lejos la admirasen los tenorios de la cruz.

—¡Mírala! —le dijo don Pedro Luis a Zig-Zag, largándole un codazo.

Acababa de aparecer en la azotea, armada del cestito y de la caña.

—¿Eh?... ¡La... niña! Nos ha visto, sin duda. Se anticipa. ¡Me parece, o yo estoy tonto, que la cosa significa algo para usted!

Se estremeció Jarrapellejos, se sonrió. Hombre listo, dudaba, sin embargo. En esta trabajadora familia, que con la tahona vivía desahogadamente; que, arrendada o no, disponía además de una labor de dos yuntas de borricas y de un carro, ¿serían verdad sus grandes apariencias de honradez, o entraría en sus cálculos vender a la muchacha?...

¡Ah, Fornarina!... Ni él ni Zig-Zag hablaron más, extasiados de belleza. Por encima de las tapias, por encima de los árboles, en la aérea azoteílla, la gentil silueta de arrogancia se recortaba contra el cielo. Tenía a la cabeza un pañolito de seda azul, atado atrás, a la turca, y llenos de harina la cara y los arremangados brazos. Iba sacando del cesto pan, o lo que fuera, prendiéndolo en algún alfiler de la cuerda sujeta a la punta de la caña, y dándoselo a los cigüeños..., que abrían el pico, empinándose, torpes, en el viejo nido de pastos y malezas.

Aparentando no haber visto a los que allí abajo la admiraban, de espalda a ellos, así mejor podía lucir las esbelteces del talle y la poderosa redondez de la cadera al inclinarse a la baranda.

—¡Qué mujer, Virgen Santísima! —ponderó Zig-Zag—. ¡Parte un napoleón de un cuesco!

«¡Guarro!», pensó don Pedro Luis, a quien la hermosura delicada de Isabel inspirábale poéticas ideas.

Volvió a dudar. ¿Justa la fama de honrada irreductible de su madre o estrategia para explotar mejor a la chiquilla?... Un pensamiento, de pronto, púsole de pie: «En todo caso, bueno fuera no desperdiciar la ocasión de sus apuros para obligarla con un préstamo que tal vez no le pudiese pagar, al fin, más que con la niña.»

—¡Espérame! —díjole a Zig-Zag, sin más explicaciones.

Y con la urgencia de dejarlas, siquiera, obligadas cuanto antes; de que otros, Gregorio tal vez, no le ganasen por la mano.... pasó junto al pilar, cruzó la carretera, y llamó a la puerta de la ermita.

Dejando su distracción en la azotea, le abrió la propia Fornarina, a quien la tapia y las ramas del nogal habíanla impedido mirar quién fuese.

Al verle, púsola encarnada la sorpresa. No ignoraba qué le debía su apodo, grato al fin, a este viejo galanteador, que siempre decíala cosas por las calles.

—¡Hola, don Pedro! —sonrió.

—¡Hola, Isabel!¿Cómo estás?

—Bien. ¿Y usted?

Entraba él, venciéndola la pasiva y leve resistencia.

—Muy bien, gracias —respondió; y hubo de añadir, dándole paternales palmaditas en el hombro, según costumbre suya con las jóvenes—: Tú, tan guapa, tan ingratona, digna de ser la reina de España. ¿Y tu madre? Querría hablarla.

—Ha salido.

—¡Oh! ¿Estás sola?

Ella, alejándose, sacudiéndole de un manotón el brazo, porque tocábala la cara, repuso:

—Está mi padre. ¿Le llamo?

—No, mujer; no es igual; querría hablar con tu madre y contigo. ¡Qué arisca eres! Y qué simple, además; ¡mira que haber ido a enamorarte, según dicen, de ese tonto de Cidoncha!

—¿ Tonto?... ¿Cree usted, don Pedro?

Sonreíale, pícara, habiendo dejado al medio, por defensa, unas cubas de azucenas. El hábil camastrón confirmaba el gusto de señoríos de la hermosísima muchacha en sus botas finas, de punta de charol, y en el corte de aquella ceñida y vieja falda que se ponía para el trabajo. Nada de refajos ni aparejos redondos.

—Y si no es tonto.... peor para ti, Isabel. ¿Qué vas a sacar de un hombre así? Tú, con ese cuerpo, con esa cara, con sólo que lo quisieras, podías tener... hasta coche en La Joya..., como otras que lo tienen.

Fue recogida por la singular burlona ruborosa la alusión a Orencia. Sonreía, sonreía..., y acercábase don Pedro. Pero ella dio otra media vuelta a las macetas prestamente.

—Qué, ¿aviso a mi padre?

Con una mano le estaba indicando la puerta; con la otra, el sitio de atrás, de los corrales, en donde su padre estaría. Era una alternativa, tan suave como firme, que desarmó al tenaz.

—Bien; avísale, mujer.

Pero al verla ir, en un revoleo de faldas, que la descubrió un poco de la prodigiosa pierna por encima de la bota, la llamó:

—Oye, oye, niña, Isabel, ven; primero... te iba a decir...

—¡Qué!

—Ven... ¿Qué prisa tienes?... ¡Acércate!

—¿Para qué?

—Para que sí; ¡escucha!... ¿Voy a comerte, quizá?

—No —dijo ella, volviendo—, a mí no me come nadie, y bien lo sabe usted, don Pedro. ¿Qué quiere? Cauta, no obstante, dejaba ahora entre los dos una especie de estanquillo que estaba al pie del pozo. Y como su sonreír de burla y seguridad acabó de desconcertar al cacique gigantesco, éste se limitó a divagar, hundiéndose las negras uñas en la gris maraña de las barbas.

—¿Qué prisa tienes, chiquilla?... ¿Qué estabas haciendo?... ¿Qué les das a las cigüeñas? ¿Pan?

—No, esto: renacuajos.

Señalaba al pequeño estanque, en cuya agua verde pululaban los panzudos y viscosos renacuajos a millares.

—¡Ah! ¿Los crías aquí?

—Aquí los crío.

—Y los comen bien... las cigüeñas...

—Regular.

—Claro.... ¡dados por ti! ¡Capaz sería yo de pagarte cada uno a cinco duros!

Un nuevo intento de aproximación de él la hizo partir ligera, riendo, en busca de su padre.

Risa de coquetería extraña... ¿Le trasteaba Isabel?... Orencia tendría razón. A su edad, acaso, las demás mujeres le iban queriendo ya para explotarle. ¡Qué más daba! No por eso gozaba él menos a la que caía de su cuenta, y que se despidieran los otros, jóvenes o no, cuando él se proponía. La riqueza era un don que Dios concede, como la misma juventud. Puesto, ¡bah!, ¡sería suya esta muchacha! Miraba la casa, la ermita. A la izquierda, el horno y las paneras. Todo limpio. Sillas buenas. Jaulas de grillos y jilgueros. ¡Iba a costarle!... Nada respiraba la miseria en el jardín.

—Don Pedro... Pero, don Pedro, tanto güeno por aquí... ¿Cómo no ha entrao?... ¡Qué tonta la chiquilla! ¡Pase.. pase usté!

Afeitado el padre, en mangas de camisa, con la cara inexpresiva de otro cualquier labradorcete, y ajeno, sin duda, a aquellos trapicheos de novios profesores y a aquellas ínfulas de grandeza de la hija y la mujer, vendría del pajar y sacudíase los zapatones.

Le condujo al interior. La nave de la ermita hallábase dividida con techos y blancos muros, que habíanla convertido en una pequeña vivienda confortable, doblada de graneros. Únicamente el fuste de una columna empotrado en un rincón, delataba la antigua arquitectura en la estancia a que pasaron. Más dentro, un dormitorio con cama de hierro limpísima, con lavabo de Vitoria, con cortinas claras..., que debía ser el de Isabel.

El rey que hubiera llegado a la casa, no le inspiraría a Roque, al dueño de ella, más turbaciones de veneración. Hízole sentarse, sin sentarse él; le pareció más cómodo después un sillón de madroño para ofrecérselo, y lo aligeraba de un gato, de un bastidor de bordar y de almohadillas de costura... Sobre la mesa había una jarra con claveles.

—Siéntate, hombre, Roque, siéntate. Mira, vengo a verte porque tú sabes que yo, sabiendo la excelentísima persona que eres tú, y tu fidelidad en las elecciones, te aprecio como amigo...

—¿Va a haberlas? —inquirió Roque veloz, no pudiendo entender de otro modo la visita, y alzando una mano tal que si fuese ya a depositar en la urna su sufragio.

—No, no se trata de eso. Ahora, al revés, se trata de que yo te pruebe lo que soy, amigo tuyo, y de verdad, de cuerpo entero...; se trata de demostrarte que hasta la pared de enfrente pueden mis amigos disponer de mí y de mis intereses. Te ha tocado perder mucho, casi todo, con esto del ciclón y la langosta; no has querido ir a buscarme, como otros, sin duda temiendo molestar, y yo, que sé que el Zurdo se te ha negado ayer a cierta petición...., vengo a ti a decirte: ¿cuánto necesitas?

Al bravo apóstrofe, que había hecho palidecer a Roque de infinita y honrada gratitud, acompañó la acción de sacar y brindar abierta la cartera, que siempre el millonario llevaba atascada de billetes. Roque lloró. La emoción le embargó por un instante en el solo afán de besar aquellas manos. No acertaba a hablar. No acertaba a comprender que pudiese merecer tantas bondades; y llorando, llorando, queriendo siempre besar las manos generosas, rechazaba la cartera. Torpe el diálogo, a partir de aquí fue el señor Jarrapellejos quien de clemencia en clemencia tuvo que conducirlo, hasta dejar encima de la mesa no las mil pesetas que el timorato Roque creía necesitar, sino dos mil.... en dos solos billetes.

—¡Pero don Pedro de mi alma, que no le podré pagar este verano, por mucho que arrecoja uno de lo poco que le quea!

—¡Ya me pagarás! ¿Tú crees que yo me arruine?

—¡Pero don Pedro de mi alma, que sobra con las mil!

—¡Quita, Roque, bobo!; ¿a qué vas a andar con estrecheces?... ¡Y cuando quieras más, más; vas y me lo pides!

—¡Pero don Pedro de mi vida y de mi alma, espérese usté, por Dios; siquiá un cacho de recibo!

—Qué recibo; ¡hombre, hombre!

Mas, ¡oh, no!; ¡bah, no!... En esto se obstinó Roque tan terco que tuvo don Pedro que esperarse...

IV

Sentado en el taburete, al centro del sombrajo, espiaba Melchor la lejanía. Los demás, tumbados contra los aparejos de las bestias, tenían cerca el cántaro del agua. Ya uno, con el escalofrío de la terciana, no cesaba de beber. Otro, muy flaco e hidrópico del vientre, incapaz de soportarse nada en la cintura, mostrábalo venoso y tenso a través de un jirón de la camisa. No hablaban. Inyectados los ojos, absortos bajo la sensación de su tormento en el seco ambiente, que negábales hasta el consuelo de sudar, se rascaban el ardor de los brazos y el cogote. Eran los limpiadores —nuevamente por una calma del aire forzados al descanso—.

Un perro ladró. Moviéronse detrás del sembrajo las espigas, y apareció un hombre con bandolera de chapa y escopeta.

—A la pá e Dió.

El Gato, guarda de las eras.

Huyéndole al sol, desde bien temprano estuvo durmiendo y cazando en las próximas alamedas del Guadiana. Tiró al suelo el sombrero y dos patos que traía, y se sentó.

—Vaya un diíta, ¿eh?, pa los que no tenemos más remedio que chincharno. Ni las cigarra ni las jormiga han salío de sus bujero. ¡Tra ca un cigarro, Melchó!

La falta de tabaco hacíale anticipar el regreso de aquellas frondas agradables.

Día de prueba el de hoy, a la verdad. Se respiraba llama. Olía a retostado pasto en todas partes. Dijérase que, especialmente en el bochorno de fuego de la siesta, no habían ardido solas las eras por milagro. Amaneció con una aurora de calma sofocante, sin una nube, y sin nubes iba declinando el sol en los trágicos resplandores de su lumbre. La planicie tendía la dorada abundancia de las mieses hasta la colina de las huertas, tras la cual alzaba el pueblo las siluetas de las torres. Incierto y agitado intermitentemente el aire de horno, levantó a menudo a los espacios el tamo de las parvas en abrasados remolinos. Continuaban las faenas de acarreo. Continuaba la trilla con reatas de mulas y caballos, con rodillos de paletas que solían llevar en el pescante una mujer. Cien veces habíase agotado en los botijos el agua como caldo. Bebían, bebían las gentes sofocadas, escociéndoles la piel con una sensación de quemadura, y bebían aquí también el del frío de la terciana y el del vientre hinchado, a mudas y fugaces compasiones contemplados por los otros.

El Gato se fijó en el de la fiebre. Se compadeció. «¡Vete a casa, hombre!» ¡Sí, sí, a casa! ¿Quién le ganaba el jornal? Había atrapado aquello desde mayo, llevaba gastados en quinina treinta reales, porque ya no se la daba por la iguala el boticario, y eran siete de familia. «¡Rediez!», reparó luego el Gato en el hidrópico. «Y tú, hombre, Colás, ¿cómo andas?» «Rematao. Pa estallá uno de estos día.» Enfermo hacía dos años, el médico decíale que «lo daba de aquí, de la asaúra», que bebiese leche, que no hiciese nada y que, si no, no curaría. Su mujer, embarazada, hubo de sustituirle, hasta que veinte días atrás viose acometida de parto en pleno campo, en plena siega; parió sobre unos haces, y murió de insolación y de hemorragia cuando la transportaban al pueblo en parihuelas. La cría murió también. El padre, dejando la cama, tuvo que volver a trabajar para atender a otros tres niños, de quienes cuidaban mientras las vecinas.

—¿No t'han socorrío en la Asociación? Allí dan leche.

—Una semana me la dieron. Después dicen las señoras que tien a otros que atendel.

Fatigábase Colás sólo con responder a las preguntas. Tuvo que aflojarse más el pantalón. Su rostro era ya el retrato de la muerte.

Y el Gato se irritó:

—¡Me caso en Ronda! ¡Qu'esto lo puá naide consentí! ¿Estás malo?... Pos amuélate y trabaja, y echa los reaños por la boca; que si se enferma mi jaca, bastante hago con pagale el albeita y la cebá. Y si no estás malo, lo mesmo: cuatro rales en ivierno, escuérnate criando una familia, y yo me acostaré con tus chicas cuando sean grandes y libraré a mis hijos mandándote los tuyos a la guerra. ¡Cuatro rales, señó! ¿Cómo quedrán que se valga así dengún cristiano?... Pague osté casa, leña, luz, zapatos y ropa y pan pa cuatro u cinco; pague usté médico y botica..., y allá le van contribucione y consumos que lo balden, y la cárcel si llueve y no hay jornal y se sale uno al campo a buscarse unas tarama. Mucho con que se iban a rotural las dejesas, y sin rotural siguen; mucho con que se iba a queá la gente a la siega, y ¡la e siempre!...: los padre, los marío, fuera, y las hija y las mujere, aquí, de día a matase por la cochina pesetilla, y de noche a perdel la poca lacha que las quea, a na que se descuidian, aguantando en la parva al señorito. Miraílas allí, aquéllas; ¿se les pué así desigí a las probe ni vergüenza?...; medio en pelota, pa no morise sofocás, y er carrero abajo aupándolas a gateá por los varale. ¡Rediez con las cosa de este mundo, y rediez con los beato señorito v señore d'este pueblo, a toas hora sin pensá más que en caele a arguna entre las pata..., que es ya un asco!

Miraron los oyentes. Más que el forzoso impudor de las mujeres, chocábales la indignación del Gato, que no sólo no tenía hijas ni mujer, sino que siempre había defendido a los señores. Sobre algunas pequeñas parvas, al lado de aquellas otras en que trillaban los trillos y los mulos o caballos, únicamente volteaban desmedradas recuas de borricas. Era la recolección de los pocos desdichados que habían tenido la suerte de salvar parte de su hacienda en estas fértiles vegas de la inmediación de La Joya, acaparadas por los ricos y nunca muy atacadas de langostos. Aunque este año los Valles fuesen un desierto, los carros llegaban aquí, colmados, del confín del horizonte. Se los veía lentos avanzar, alzando polvaredas de la tierra seca y de la paja, y pararse acá y allá entre las rubias montañas de gavillas. Ruedas arriba, asaltados por las semidesnudas mujeres, empezaba la descarga. No habían vuelto aún los braceros emigrantes. Apenas quedaban otros hombres que los mozos de soldada fija y los gandules y enfermos que no habían querido o podido partir.

El Gato proseguía:

—¡Qué tierra nuestra tierra, Dios! ¡Mardita sea! Salí de aquí a la siega me paice una tontuna. Allá, lejos d'una ve, familia y to, a América pa siempre. Trasantié estuve en Jaramilla, de ahí junto a Cervera la Reá, y aquello es entendelo. Se largan a bandás. Primores m'han contao. Er que allega, en cuanti escribe, arrastra otro montón. No van queando ni las ratas. Vende ca uno lo que tiene: burra, cercas, y ¡hala!..., a Buenos Aires.

Les dejó un segundo bajo la magia del nombre sonoro. Después continuó el relato de lo que había aprendido en Jaramilla. Era el mismo cuadro de contrastes que les acababa de ofrecer a los molineros del molino, y que en tres días llevaba repetido muchas veces por las eras. ¡Oh Buenos Aires! Gran ciudad, donde desconocíase el hambre y rodaba la plata a puntapiés. Sobraba el trabajo, faltaban los hombres, y hasta andaban silvestres en los campos las piaras de caballos y carneros por no haber quien las guardase. El que se iba, al mes, empezaba a mandarles a la novia y a los parientes regalos y billetes. Una escribía diciendo que estaba de moza en una fonda, que ganaba treinta pesos y el doble de propinas; su hermana, de costurera, treinta y cinco, y su hermano, ciento, en un café.

—Echay la cuenta, y a ve si no resurtan cinco u seis mil rales mensuales, que n'hay Cristo que los gane aquí ni en medio siglo. Ademá, y esto sus dirá mejor lo que pasa en Buenos Aires —terminó sacando una carta y mostrando los auténticos sellos y timbres del correo—: un ciego que pide se emborsa diarios, diariamente, de limosna, siete duros...; ¡veilo en esta carta que m'han dao; y lela tú, Melchó, que no se diga que lo invento!

Le alargó el papel a Melchor, indicándole en donde el pasaje comenzaba:

«Pues sabrás, padre, que debo decirte tamién que aquí no hay pobres, porque tos tienen pa come y pa ajorrá con su trabajo, y no permitirían tampoco echase a las calles a pedí; pero sabrás, padre, que el otro día estaba yo a comprá una purga en la botica, y entró un ciego y sin decil na comenzó a sacarse del bolsillo puñaítos de moneas de a dos reales. Y allá va un puñaíto, y otro puñaíto, y otro puñaíto; y aluego el boticario fue y se las contó y se las cambió por siete pesos; y yo le apregunté al boticario, que me dijo que era lo que venía a cambiale toas las noches de lo que sacaba de dejale pedí en la avenía de Mayo por sel ciego. Pues sabrás, padre, que me acordé de tío Tanasio, que lo es, y que si hubiá quien lo trujese en el vapor, debía venirse cuanti ante.»

El asombro tenía a todos excitados. De pie, porque volvía a soplar el viento y lo debían aprovechar para la limpia, escuchábanle al Gato sus arengas. La cosa no nenecesitaba comentarse. De a dos realillos hasta la moneda más pequeña, la moneda de limosna, y ¡siete duros un ciego! Aunque gastase dos en comer, como un conde, ahorraría «diarios, diariamente», cuatro o cinco. Preguntábanle, se informaban, y el Gato respondía cumplidamente. Se había hecho amigo en Cervera del representante de la compañía de emigración, y él facilitaríale todo al que quisiese sin más que un anticipo para arreglar los documentos. Pagaban los pasajes.

—Pa dir. ¿Y pa gorvel? —desconfió uno.

—Hombre, Moro, pa gorvel ca cual cuando quia y que le paezca.

—¿Y si después de allegá, que no hay más remedio que achantase, resurta to mentira?

—¿Por qué va a resultá?

—Porque lo tengo oído de leé a mi amo, don Julián, lo que traen de Buenos Aires los periódico.

Revolvíase el Gato. El recelo de Moro les aguaba el entusiasmo a los demás. «¡Pa chasco, los periódicos!» Defendían a los amos, y no iban a declarar que fuese aquello Jauja. Entre creer a don Julián, «qu'era un ganso y no s'había movío de La Joya, y creer a los que mandaban guita y llamaban a sus hermano y sus padre, no cogía duda denguna». Además, se estaba aquí «tan rematadamente daos al mesmísimo demóngano que na se perdiese por cambiá, manque hubiá de sel en el infierno».

Desfilaban los limpiadores con un murmullo de aprobación, con el alma en los ojos, llena del miedo y el ansia de aquel lejano paraíso. Solamente el hidrópico, apoyándose en el bieldo y con la otra mano en el vientre enorme, que mal podían las piernas sostener, marchaba, y lo había escuchado todo con la impávida tristeza del que ya hubiese estado oyendo la redentora promisión desde la tumba.

Melchor, el último, empezó a desperezarse.

—Me voy, tío Ramas —dijo.

—¿Aónde?

—Toma, a limpiá.

—Bah, hombre, que limpie el señó arzobispo de la diócesi. Fuma. Tra cá otro cigarro.

Le entregó el muchacho la petaca, y el Gato filosofó:

—Pa el cochino sueldo que nos dan, bastante hacemo. Despué de to, lo que se deja de hacé es lo que se saca de la vida. Unos, a matarno, rompiéndono los brazo y derritiéndono los seso, iguar que burros condenaos; otros, a guardá, a beberse la cerveza ar fresco del Casino, y a jugase los billete. Por supuesto, que er día menos pensao se me atufan las narice, armo otra vez er jollín, y que venga aquí de guarda el arzobispo de la diócesi. ¡Tra cá un papel!

Le dio el papel.

—Ríete tú, Melchó —prosiguió el Gato—, de Ceuta junt'a esto. En Ceuta estuve, y ni se pasa la mitá de estas fatiga, ni hace la mitá de este caló. Presillo por presillo, ar menos a la sombra, y segura la gandalla. Y no es que yo me puá quejá, que bien ves tú si me quieren o no y si me miman los señore...; pero, ¡vamo!, a que no tengamos na pa que ellos tengan to, es mu duro resinnase.

—¿Por qué fue, tío Ramas, por lo que estuvo usté en presillo?

—Por na: por dale unos trompis al aperaó de don Andrés Rivas, hasta queale sin sentío, que dicen que murió de las resurta, y por llevame unas cochinas mula, en total, que no valían siscientos rales.

Melchor estaba distraído, siempre mirando hacia el pueblo. Aguardaba a la Petrilla, hija de la querida del Gato, y que al anochecer veníase a las eras con su madre, para cenar y dormir bajo el cielo, echadas de La Joya por el calor y los mosquitos. Tuvo la sorpresa de verlas surgir de entre unos montones, ya bastante cerca. Petra y él eran novios. Aunque ella había cumplido apenas quince años, y él veinte, por hijo de viuda libre de servicio, trataban a todo escape de casarse. El Gato le hablaba, pues, como de familia. Nunca estaba de sobra un compañero convencido —por más que, hasta la fecha, habíase bastado él en las noches de invierno a la sencillísima tarea de esperar a los señores que salían del juego y pedirles (sonrisa en boca, garrote en mano y puñal en el bolsillo) cinco duros. «Don Fulano, si usté quisiá haceme el favó de argo, porque anda uno tan mal con un sueldo tan chico y tantas bocas en la casa...»

El sueldo consistía en dos pesetas diarias que le había asignado el Ayuntamiento como conserje de la prisión municipal (y claro es que, habiéndola judicial, no tenía que guardar nada) tan pronto como hubo vuelto del presidio. Diplomático sistema del cacique, del gran Jarrapellejos, del hombre que sabía quedar bien con todo el mundo: a los amigos que se arruinaban al monte los nombraba alcaldes, secretarios, administradores de consumos, a fin de que pudieran reponerse; a los ladrones y asesinos los domaba en simpatías, haciéndoles guardar las vidas y haciendas de los otros. Gente de cuidado, no obstante, don Pedro Luis era el primero en darles unos duros al verlos aparecer por las tinieblas. En esto consistía el sueldo del Gato, aumentado ahora con un suplemento de diez reales, asimismo del Municipio, como guarda de las eras; y por cuanto a las bocas de su casa, habían sido más, cuatro: la de esta Sabina que llegaba, la dulcera, que haciendo dulces y vendiendo vinos y licores manteníale a cuerpo de rey, en calidad de fiel amante, y las de las tres hijas de Sabina: Estrella, Aurora y Petra; sino que Estrella y Aurora, según habían ido cumpliendo los quince años, con dos de intervalo, se habían metido a prostitutas, y estaban la una en Madrid y la otra en Badajoz; y sólo quedaba Petra, a quien el Gato, con las consiguientes trifulcas y enérgicas y celosas oposiciones de la madre, quería a todo trance deshonrar, ya que no pudo hacerlo con las otras, antes que se casase con Melchor o se fuese también con las hermanas.

Pasaban Sabina y la muchacha; Sabina descubrió a «su hombre» y se acercó a entregarle de la cesta el tabaco que traía. Iban a cenar conejo frito. «Llévate esos patos, pa mañana.» El Gato anticipábase un trago de la bota. Melchor, en tanto, fue furtivo junto a Petra: «Ya sabes...: esta noche, en cuanto la luna sarga y sientas que hago la corneja...» «¡Chist! ¡Sí, bueno!.... que van a oírte», le impuso ella, turbada de inquietud su cara granuja de angelillo. Era menudita y rubia, casi roja. Tenía la boca encarnada y muy pequeña, muy pequeña. Fingíale al novio indiferencia, apartada algunos pasos, y Melchor, disimulando a su vez, se echó al hombro el bieldo y se alejó hacia los montones de la limpia, no sin antes reafirmarla: «¡En er soto e Tablajonda!»

—Aire pá alante ¡tú! —le dijo a la chica el Gato, puesto en marcha con la madre.

Petra se adelantó, temblando. La voz de este hombre la aterraba. Había prometido retorcerla el pescuezo, y más de una vez había tenido la madre que acudir a quitársele de encima, toda arañada ella, medio muerta. Y no era que, al fin y al cabo, por sí misma, la importase mucho complacerle, sino que la celosa madre, que ya una tarde la puso negro un ojo, con juramento de cruces teníala dicho que la iba a ahogar si se dejaba. Caminaban los tres a su sombrajo. El Gato se informaba de Sabina. «¿Qué, viste a señá Cruz?» No, no pudo verla Sabina esta tarde. Cuando fue a su casa ya se había venido señá Cruz. Ahora buscaríala y la hablaría. Tratábase de la madre de Isabel, la Fornarina, y de un encargo de don Pedro Luis, importante para todos. Sólo de gratificación, habíale anticipado a Sabina don Pedro quince duros, y la entregaría veinticinco más si con maña lograba que la Cruz cediese a que la Isabel se le entregase...

—¡Mira, mira, qué de golosos, la Isabel.... ¡na má de asuponerse que vendría dende esta tarde! ¡Qué suerte la de argunas!

Indicaba ella la era de Zig-Zag, cerca de la cual iban cruzando. Sentados en la especie de glorieta que formaban las gavillas, charlaban el Garañón, Mariano Marzo y el médico Barriga; pero, más aún que charlar, contemplaban cómo allá, no lejos, la Fornarina guiaba un trillo.

—¡Conchi! —admiró el Gato—, ¡ni las mosca a la miel! ¡La güelen! ¡Mira quiénes más vien'a caballo p'allí!

Don Pedro Luis, acompañado de Zig-Zag. Al lado del caballote tordo, de don Pedro, aún parecía más diminuta la negra jaca jamonera en que al no menos gigantesco ex albañil arrastrábanle las piernas. Nadie ayer aquí de todos éstos. Maravillosa su sagacidad por haber aprendido tan a tiempo que hoy, en la era de Isabel, la trilla empezaría.

Sabina y el Gato apresuráronse a ganar su cobertizo, en la del Garañón. Soltaron los patos, las cestas. Ella partió inmediatamente a buscar a señá Cruz. Él, a ver de dar alguna otra conferencia americana en otra parte. Por cuanto a Petrilla, alejábase hacia el río con un cántaro al cuadril.

Fue una dispersión que no pudieron ver don Pedro y su fiel acompañante. Según éstos avanzaban, Zig-Zag, más claro de la vista, reconocía a los que formaban junto a su chozo la tertulia. Digo, ¿eh?, ¡ahí es nada!, ¡el Garañón! Temible rival, aunque bruto, por su tenacidad y desprendimiento. Los otros, ¡psiá!..., sin un cuarto, incluso Mariano Marzo, que a escape se arruinaba de tanto jugar y emborracharse, y queriendo, sin más que por bonito, calzarse a la Isabel. Tropezó la minúscula jaquita, poniendo a Zig-Zag en riesgo de salir con toda su musulmana humanidad por las orejas, y, una vez que la hubo refrenado, el jinete insistió en ponderarle al buen amigo las últimas noticias que sabía del Garañón: en primer lugar, la Sastra, de gancho con la madre de Isabel, era diestra en el oficio; en segundo lugar, el Garañón había mandado que la ofreciese la casa y el olivar de Los Tejares...

—¡Bueno, hombre, tonto, tú.... pues yo te voy a confesar! —resolvióse don Pedro Luis a anonadarle, mirando y sonriéndole desde lo alto del tordo caballote—: la Sastra será la Sastra y lo que quieras tú, y un mundo ese olivar de Los Tejares...; pero yo le he echado a la madre de Isabel, a Sabina la Dulcera, más lista y decente cien veces que esa vieja, que ese trapo de la Sastra... Y ¡bueno!, ¿cuánto crees que puede valer el olivar?

Dispuesto a los asombros, por saber con quién trataba, Zig-Zag repuso:

—Doce o trece mil reales.

Don Pedro le miró. Llegaban. Apresuróse a concretar:

—¡Bien! Tres mil duros, contantes y sonantes, en pasta mineral catalana, y en la mano, para que compren el cortijo de Alvarez el Pito, que está en venta, tiene el encargo de ofrecerlas la Sabina. Habrán hablado esta tarde. Vengo por la contestación.

—¡Re... contra!

—¡Eso..., y coche antes de un año! ¡Lo has de ver!

Dejaron los caballos; los ataron. Estaban cerca de los otros. Acogidos con sonrisas maliciosas, le fue cedido a don Pedro un trípode de encina, y el ameno Mariano Marzo continuó charlando acerca de la actualidad: la boda del conde de la Cruz. Sin embargo, confluían todas las miradas hacia el lugar en que, a unos cincuenta metros, guiaba la Fornarina el trillo. La hermosa. La bella desdeñada y codiciada. La gentilísima, que lo mismo con novio que sin novio seguía riendo a los piropos cuando, blanca de harina, cruzaba por las calles con el cesto de pan a la cabeza. Maldito si estaba ahora el profesor, y con tal de volver más tarumba a los que ella bien sabía que la estaban contemplando, se había prendido, coqueta, en el sombrero un manojo de espigas y amapolas. Puesto el sol, ni el sombrero haríala falta, en realidad, a no ser porque el espejo, en casa, la hubiese dicho cómo bajo las anchas y pajizas alas agraciábanla los rizos negros. Para mayor encanto, los arrebatados fuegos de su cara se aumentaban a las rojas luces del crepúsculo. En la mano izquierda llevaba los ramales de las tres peludas y ágiles borricas, y en la otra el látigo. Nueva la parva, las largas pajas de las gravillas, mal deshechas aún, ocultaban como e una fofa nube de oro el carro en que daba vueltas la hechicera y rústica deidad. «La Fornarina (frase del poético don Pedro, cortando breve aquella sabrosa charla sobre el conde) estaba aquí transfigurada en la Cibeles.» Su padre y su mozuelo, trabajando en otras cosas, la acompañaban; la madre, no; y esto parecíale de buen augurio al que suponíala con la dulcera en conferencia interesante.

Pero volvían al gran suceso que traía al pueblo en sorpresa y en asombro. El conde de la Cruz se casaba con Ernesta. Con Ernesta, con la misma. Gregorio se acordaba que al conocerle una tarde en casa de las Ribas se hubo de indignar hasta casi la repugnancia y el horror porque juzgábanle las otras agradable. ¡El colmo! Octavio, ya casi su novio, al vérsela de pronto arrebatada, cogía el cielo con las manos. Es decir, suponíase que lo cogiera, porque, dadas las reservas de su orgullo, habíase limitado a retirarse de reuniones y a morder a caballo por los campos su derrota. ¡Ah, una mujer como aquélla, de veinticuatro o veinticinco años, de viva llama, y un hombre de cerca de setenta, tres veces viudo!... Indulgente con toda humana flaqueza, Jarrapellejos trataba de explicarlo. De una parte, Octavio, aunque había probado estar apasionadísimo de Ernesta, no llegaba a acabar de comprometerla seriamente en el noviazgo; y ella debió comprenderle, al fin, demás pagado de su juventud y de su estirpe para llevarla al matrimonio. De otra parte, pobre la infeliz, pero digna por su educación y su hermosura de los faustos de una reina, los coches y el automóvil y la corona condal debieron voltear en sus desvelos por encima del desconfiado amor que Octavio la inspirase, desde que el conde le planteó su proyecto a tita Antonia. A diferencia de Octavio, el conde era bastante rico para no tener que reparar en que lo fuese su mujer.

—¡Ah, sí! —añadió sarcástico Mariano Marzo, que si bien contento por el desastre del Octavio vanidoso, no podía sufrir que ni legítimamente se llevase a la bella forastera un conde carcamal—, ¡y lo bastante viejo para no intentar conquistas sino a cuentas de una boda!

—Hombre, Mariano —defendió don Pedro—, conquistas.... ya ves tú que... con dinero...

—De otro fuste, tito, ¡bah!..., porque al conde, con la respetabilidad de su beaterío y su alta dignidad, le da por madamitas... Tres lleva, y no seré yo quien a la última defienda porque fuese prima mía, que, en resumen, lo mismo éstas que las otras.... ¡salvo el modo de venderse!

El caso era que, una vez obtenido el asentimiento de Ernesta, ella había tenido una cruel escena de ruptura con Octavio; que el conde había ido a Valladolid a pedirla, y que habíase acordado encargar a París y a Madrid el ajuar a todo escape, completándolo bajo la dirección de tita Antonia y bajo la envidia que a las amigas de la futura condesa espléndida las causaba el ver bordar tantos escudos y coronas por almohadas y camisas y manteles. Tanta envidia, mal disimulada en corteses atenciones, que hasta decíase que dos habían llegado a enfermar: una, Joaquina Rivas, un tanto esperanzada por los habituales floreos del conde a sus ojos garzos; otra, Pura Salvador, cada día más escuchimizada y triste, con su carita rubia de payaso... Mas, no, bah, ¡oh!, acerca de esto, ahora, aquí, justamente Barriga, el joven médico, podía poner las cosas en su punto. Clientes suyas, ambas, sus enfermedades no tenían nada que ver con tales tonterías de la malicia. Y en Pura, menos; una niñita que tenía su novio cadete, el primo Antón, y que claro es que no se habría ilusionado nunca con el conde. Joaquina padecía de paludismo; ¿qué relación iba a establecerse entre esto, que era una infección, y la envidia? Una ictericia, un histerismo..., ¡bien!; ¿pero cuartanas?... Y a Purita Salvador, la pobre, a consecuencia de un paludismo larvado, también, habíala sobrevenido una ascitis...

—¿Una qué?

—Una ascitis.

—¿Y qué es eso?

El médico la tuvo que explicar. Agua, hidropesía. La había vuelto a reconocer esta mañana. A consecuencia de los infartos del hígado y del bazo, la sangre circulaba mal, y el vientre íbala creciendo. —Oye, tú, Barriga —deslizó maligno el Garañón, de pie, arreglándose el pantalón en la entrepierna—, ¿y no será más bien una barriga?

Fue esta vez Barriga quien tuvo que inquirir:

—¿Cómo.... una barriga?

—¡Toma! ¡Embarazo!

La duda, que, en verdad, tratándose de una señorita, de una pudorosísima chicuela, no se le habría podido ocurrir más que a este Gregorio barbarote, hizo protestar a todos. Afortunadamente, el médico, harto oportuno, opuso su rotunda suficiencia a aquella duda que aquí surgía por primera vez y que no hubiera tardado en extenderse con la misma falta de fundamento que lo no menos estúpido de achacarle una hidropesía abdominal a envidias por el conde.

—¡Oh, bah! ¡Hombre, bah, Gregorio! —reconvínole don Pedro Luis, reafirmando con su digna autoridad, podría decirse, incluso al médico—. ¡Qué barbaridad! ¡Purita! ¡Pobrecilla!

Y como al mismo tiempo vio que allá atrás llegaba a su sombrajo la dulcera, se levantó y partió rápido, diciendo: «¡Vuelvo!»

Iría a su era. Se alejaba de Isabel y no tenían por qué entrar en alertas los rivales. Siguieron éstos oyéndole a Barriga el plan de diuréticos y tónicos que habíala establecido a Pura Salvador, y únicamente Zig-Zag, con el rabillo del ojo, pudo advertir de qué sagaz manera su amigo y la Sabina escondiéronse a charlar detrás de unos montones. El cauto observador notó asimismo que al poco rato llegaba al sombrajo del Gato una muchacha con un cántaro de agua a la cabeza; y que, no mucho después, Sabina se acercaba a hablarla, sostenía con ella una breve discusión, y volvíanse las dos a esconderse con don Pedro en conferencia. ¿Quién sería? ¿La hija menor de la dulcera..., Lo creyó a primera vista, y ¡no!...; ésta, más alta, a menos que igual que sus hermanas, y en un año que no la veía él, hubiese dado un estirón. En junio pasado, descalza, sin pecho, parecía una garrapatilla, una criaturita de once años...

Diez minutos después, las dos mujeres se alejaban por un lado, y don Pedro se acercaba por el otro. Volvió a fijarse Zig-Zag en la muchacha, alta, rubia, encarnadita, con la boca muy pequeña, muy pequeña, sin apenas pecho en su cuerpo fino y recto de criatura, y volvió a parecerle la hija de Sabina. Don Pedro, montado en su caballo, saludaba, y le llamó:

—¡Buenas tardes, señores! ¡Hala, tú, Miguel, que nos marchamos!

Zig-Zag ardía de curiosidad.

—¿Qué? —inquirió, cuando los jacos hubieron avanzado veinte metros.

Don Pedro Luis tenía la abstraída gravedad de las grandes trascendencias.

Tardó un poco en contestarle:

—Esta noche, en cuanto cenes, si quieres acompañarme, vete a casa. Tenemos que estar aquí a las... ¿A qué hora sale la luna?

—A las once.

—Pues antes de las once.

Era una orden. Era el gran señor que unas veces le dispensaba afable su protección y su amistad, y que ahora le hablaba respetuoso; y como no le dijo más, picando adelante su caballo, tampoco Zig-Zag juzgó oportuno, por lo pronto, osar a pedirle pormenores de su triunfo. ¡Oh, al fin, para él..., la Fornarina! ¡Y en esta misma noche!... Casto y todo, enamorado de su esposa como estaba Zig-Zag, que había acompañado muchas veces en aventuras semejantes a don Pedro, guardándole la espalda, sentía esta vez casi el dolor de la buenaventura de su egregio amigo con una tal mujer, con una tal divinamente humana virgen, capaz de hacerle perder el juicio a San Antonio.

Melchor se alzó un poco, comprobó que dormían los compañeros, incluso el hidrópico, que se estuvo quejando rato antes, y salió de la parva a cuatro pies. Dejó la era. Dio la vuelta por otras de detrás y, ya fuera de todas, saltó la larga valla de piedras de la cerca, que llegaba a la del Gato. Agachándose, avanzó. Le habían ladrado dos perros. La luna, en menguante, surgía inmensa por entre las torres de La Joya y la arboleda de las huertas. Volvía a reinar el silencio sobre el lejano y monótono rumor de las presas del molino. Llegó el furtivo, y antes de resolverse a asomar la cabeza por lo alto de la pared, púsose a escuchar. El Gato le inspiraba miedo. Redoblando las cautelas, comprobó la inmovilidad de las cuatro o seis personas que dormían sobre esta parva. Es decir, una, Petra, no dormiría, aguardando la señal. Al Gato le reconoció por la escopeta, tendida al lado de la manta. Púsose los dedos en la boca, y siseó dos veces: ¡Psiiiiii! ¡Psiiiii! La corneja. Se alejó inmediatamente de las eras, cruzando los rastrojos.

En el soto se sentó. Doblada la suave ondulación de dos colinas, no percibía ya más que la mitad de la distancia recorrida y por donde también «ella» hubiese de llegar. Bajo los sauces, al borde de la sombra, aguardábala, espiaba el momento en que allá arriba apareciese. Era la tercera noche que iría a tenerla; era Petra la primera, la única que habíale hecho conocer las plenas delicias locas del cariño, como era él el único y el primero que a ella hízoselas sentir, y la gratitud de toda su carne estremecida le aumentaba la pasión al infinito. Creyérase otro hombre desde que le reveló dulzuras ni soñadas de la vida esta mujer, esta novia de fino cuerpo, ardiente; esta chiquilla que se ataba a él como una cuerda y le mordía y le sofocaba. Petra le invitó a esto hacía seis noches, citándole aquí mismo, contándole que el Gato quería ser el que la deshonrara a todo trance, y viniendo a «ser pa él», aunque el Gato, si llegara a percatarse, la hubiese de matar; y ya Melchor, en aquella cita, inquieto por el miedo al Gato y el dolor y el sangrerío de la muchacha, acudió tres noches después a la segunda cita, igual que voluntarioso e impaciente había provocado esta tercera, importándole bien poco que el Gato los pudiera sorprender y atravesarles juntos de un balazo.

Pero... subía la luna, subía la luna, pasaba el tiempo, y Petra no venía. El pensaba proponerla la boda cuanto antes, llevársela incluso a su casa, desde mañana mismo, y tenerla para él solo y para siempre. Sabina, celosa del Gato, y de la hija, habría de favorecerlos.

Tales reflexiones entretenían la desesperación del infeliz, mientras seguía ascendiendo la luna por el claro cielo, y Petra no llegaba. Sonaba aquí más cerca el ruido del molino. Los mirlos cantaban en las frondas. Olía a mastranzos. Húmeda la hierba, veíase aún la huella de los cuerpos de los dos, de las otras noches, al pie de un tronco, donde él puso la faja por almohada. Había tenido las otras veces que conformarse con mirar a Petra al resplandor de las estrellas y a la lumbre del cigarro; esta noche

sus ojos la pudieran contemplar a la luz clara de la luna. Mas ¿por qué tardaba? Media hora, una hora, tal vez. ¿Habría tomado mal la dirección? ¿Se habría perdido? ¿Habríanla visto su madre o el Gato levantarse?... Dijérase que pasaba algo extraordinario. Desde hacía buen rato, los perros, como si sintiesen gente, no cesaban de ladrar en las eras, y allá abajo, en el molino.

Otra media hora aún, otro medio siglo, quizá...(¿qué sabía ya él de tiempos ni medidas?). Y Melchor se levantó. La insistencia de los perros del molino en el ladrar, en un ladrar furioso, que recrudecíase a momentos, tal que si alguien se acercara y se alejase vagando alrededor, hízole creer que Petra, extraviada, le buscase. Echó a andar, ansioso de encontrarla. ¡Sí, sí, se habría perdido! Menos cautos, y con menos claridad en las pasadas citas, él pudo esperarla cerca del vallado.

Marchaba, guiándose por el ladrido de los perros. Subía, primeramente, sin embargo, al sesgo de los árboles, la media ladera del rastrojo, por si ella, desesperanzada de hallarle, retornase ya a la era. Pero en cuanto ganó la colina y oteó un poco al otro lado la pendiente, se detuvo. Más; tuvo que aplastarse al suelo entre las pajas. «¿Quién va?», le habían dicho, con voz ronca, de improviso.

A pocas varas de él, encima de una peña, estaba, sentado y fumando, un hombre. Fumaba un puro. Melchor habíale visto la lumbre al quitárselo de la boca para darle aquella voz. Era una especie de gigante con barbas, que tenía un garrote en una mano. ¿Qué haría allí y quién pudiera ser?... Imposible continuar sin ser visto. Se achantó breves instantes el muchacho, y luego se deslizó por detrás de la loma, cuesta arriba. Al asomarse otra vez, ya próximo a las eras, vio otra especie de fantasma. Uno con escopeta. No tardó en reconocerle, por su paso siniestro y peculiar: el Gato. Venía hacia él, justamente como en la dirección del soto, bien porque hubiese echado de menos a Petra y la buscase, bien porque estuviese dando una vuelta en el desempeño de su oficio; y Melchor no tuvo ahora más remedio que correr la cuesta hasta el río mismo y esconderse en la alameda. Ya allí, se tranquilizó al ver de lejos que el Gato, después de trazar en el rastrojo un semicírculo, encaminábase a la pozuela de la fuente. Iría al aguardo de las liebres: habiendo luna, Melchor debió preverlo y no exponer a Petra a una sorpresa. Esto sería lo que la hubiese tenido en vela y sin poder moverse de la parva.

De todos modos, él debiera ganar la suya y acostarse. Cerró y guardó la navaja, que había prevenido en la fuga, por si acaso. No pudiendo ir a procurarse la protección del vallado ni cruzar recto a la izquierda los rastrojos sin que le descubrieran aquellos trágicos fantasmas del Gato y del hombre que parecía vigilar desde la peña, quedábale él recurso de dar la vuelta entre los álamos. Avanzó, pues, por la tupida selva, llena de carrizos y de enredaderas silvestres de tronco a tronco. Hundíase en charcos de la ribera, y más de una vez viose precisado a abrirse paso cortando con la navaja los tallos y las brozas. Los mirlos cantaban en lo alto del ramaje. Seguían ladrando lúgubremente los perros, según se acercaba el ruido del molino. Noche horrible en la serenidad de su belleza. Desde un claro divisó Melchor algo así como otras sombras, algo así como si los molineros, al fin alarmados por los perros, allá en su roca del centro del Guadiana, que desbordaba sus aguas en torrente, vigilasen también con escopetas.

Temeroso de un tiro, destinado a no se supiese cuál ladrón que los perros husmeaban, volvió a internarse en las frondas. Recorríale la espalda un calofrío. Enfrente, cortados a pico, los negros acantilados del río parecían los del infierno. Melchor llevaba la navaja abierta. Lo que en aquel escándalo de perros buscasen los molineros y el Gato debía de ser el hombre del garrote y de las barbas que a él le dio el alto poco antes. Y se estremeció Melchor, sintió que la sangre se le helaba; llegado a un velo de ramaje, tras el cual aparecía alumbrada por la luna una glorieta, la sombra de otros árboles, enfrente, ofrecíale de improviso la confusión de un cuadro horrendo: era, sobre la hierba, como dos personas caídas una sobre otra en lucha sorda de gemidos y mordiscos; la de encima, rugiendo de rabia como un tigre, y cuyas piernas negras veíanse agitadas al borde de la luz, con las uñas quizá en la garganta, estaría acabando de estrangular a un infeliz, que sólo lanzaba ya estertores sofocados... Clavados los pies, erizado el pelo y con la inútil navaja en la mano, el pobre Melchor sufría temblando el terror de la macabra y espectral escena de asesinos. Recordaba al hombre de las barbas, sin quitar de aquello que tenía delante los ojos muy abiertos. Su oído recibía, además, el asombro de advertir que eran de mujer, entre los bramidos de la fiera, los llantos y los ayes dolorosos... ¡Ah, sí de mujer!..., y dijérase que la estaban rasgando las entrañas...

El pavor teníale paralizado. Querría esperar, huir..., y a pesar suyo miraba aquello, escuchaba aquello. Entre las convulsiones espantosas de los dos cuerpos y los gemidos de la martirizada, de la moribunda, una cosa inexplicable, que parecía un tumulto de bofetadas o de besos, estalló. Hubo en seguida otra especie de agitación terrible de agonía, en una última y más larga explosión furiosa, como de rebuznos o bramidos, y todo quedó un instante en el silencio y la quietud de muerte del crimen consumado... Callaban los mirlos, asustados por las frondas. Únicamente seguían ladrando los perros... El hombre aquél, el asesino, para lanzarla quizá al río, iría a cargar ahora con la muerta...

Pero el asesino, el hombre aquél, se levantó, salió a la luna, ordenándose la ropa..., y la muerta, con sorpresa de Melchor, seguía quejándose en el suelo. Hablaron, y sus palabras, más que por su significación, por su metal, claváronse en el propio corazón del aterradísimo testigo. «No es nada eso, mujer. Ya pasará. Esta vez no ha podido ser como la otra. » «¡No, no, don Pedro; me ha hecho también mucho daño!...» ¡Ah!, ¡oh!, ¡Dios!..., ¡las voces!, ¡las figuras de los dos, asimismo alzada ella de la sombra, y saliendo con los senos al aire, a encorchetarse el justillo a plena luz!... ¡Oh, Dios! ¡Gran Dios!... ¡¡Petra!! ¡¡Petra!!

Eran... ¡Petra y don Pedro Luis Jarrapellejos!... ¡¡Petra!! ¡Su Petra!... ¿Cómo dudaría Melchor de la repentina transfiguración que la clara luna estaba haciéndole del crimen?... A la estupefacción, al horror de la traición, cayó de sus manos la navaja, lo que antes no había podido lograr ni el horror de lo horroroso. Ni oyó perros, ni vio luna, ni vio más; habían ellos desaparecido, removiendo ramas frente a él, y él quedó como imbécil..., en una suspensión del mundo y de la noche, contra un tronco.

Al rato se sorprendió medio tendido junto al tronco y llorando con todo el desconsuelo de su ser. Luego, a un salto del corazón, se clavó las uñas en las sienes y dejó instantáneo de llorar. Ya no ladraban los perros. Cogió la navaja, ciego de rabia. Debió matarlos; quizá pudiese matarlos todavía... — Desde el borde de los álamos los divisó lejos, muy lejos. Noche, Cruel de sombras y fantasmas, de brujas y de perros. ¡Sí, de brujas que todo lo cambiaban a los ojos de Melchor!... El blanco fantasma de ella, de la que él aguardó en el soto, sola, y casi llegando ya a la era, iba delante, y a gran distancia, no de un hombre, sino de dos, que juntos, y apresuradamente, por la derecha, se apartaban, en demanda del camino.

Sin darse cuenta, emprendió Melchor el de su era. Iba lento, obseso con la idea de aquella Petra que tendría que ser ahogada por sus manos. Se detuvo a la mitad, en el peñón donde estuvo antes el hombre de las barbas. Fumó un cigarro; después, otro cigarro. La impaciencia de retorcerle el gañote a la traidora le presentaba como un siglo la espera al día siguiente. Por dos veces sus manos, agarrotadas contra el suelo, cual si fuese en la garganta de «su Petra», ¡la zorra!..., habían arrancado dos pequeños haces del rastrojo...; y esto estaba sugiriéndole ideas a su impaciencia... Dormida ya, ella; dormido el Gato, sí había vuelto de las liebres; dormidos todos..., él llegaría a la parva, sigiloso, prenderíala fuego por cuatro o cinco sitios..., y ardería como pólvora, seca y más que seca del sol..., y arderían...

De pronto un fulgor rojo le alumbró, y le hizo creer de nuevo en brujas y fantasmas. Se incorporó. Miró. ¡Oh, Dios; gran Dios, Virgen!... Como si hubiese bastado su intención, la era, la parva de Petra, estaba ardiendo...,

Fue, en un solo segundo, una sábana de chispas y de llamas, que llegaban hasta el cielo...; fue una hoguera de resecos crujidos formidables, en el centro de la cual, lanzando gritos, retorcíanse siluetas negras de demonios...

V

Octavio le había dicho una vez a su amigo el profesor: «Aunque te parezca mentira, hay en este pueblo, tan groseramente sensual, una especie de academia de poetas.» Y así era cierto. Desde antiguo, en el viejo salón artesonado con maderas negras, de don Pedro Luis, reuníanse los poetas los jueves por la tarde.

Jueves, hoy, don Pedro Luis, acompañado por el médico Barriga y por el juez, había llegado de una boda, cuando ya los otros vates aguardaban. Boda popular, de rumbo, gracias a la simpática protección que le dispensaba al Gato el señorío, Barriga venía con unas migajas de pestiños en la barba y un poco alegrito de aguardiente. Versos de Gabriel y Galán leía Sidoro idílicamente conmovido; y puesto que el nombre y los libros de Gabriel y Galán formaban el evangelio del cenáculo, dejáronle leer, entrando los tres (Barriga tropezó) religiosamente de puntillas.


«Labriego, ¿vas a la arada?
Pues dudo que haya otoñada
más grata y más placentera
para cantar la tonada
de la dulce sementera.

¿Qué has dicho? ¿Que el desdichado
que pasa el eterno día bregando tras un arado,
jamás cantó de alegría,
si alguna vez ha cantado?
Es una queja embustera
a que me acabas de dar...»
 

—¡Bravo! —cortó Barriga.

Sabíanse las divinas estrofas de memoria, como los salmos de un rito, y siempre producíanles los mismos entusiasmos. Cordón lloraba de ternura. Don Pedro Luis Jarrapellejos exclamó una vez más lo que había exclamado tantas veces:

—¡Ah, señores! ¡Qué gratas para el alma estas reuniones, que la purifican y la templan contra todas las durezas del vivir!

Seguía Sidoro, pálido de tan intensa e inefablemente impresionado:


«Es una queja embustera
la que me acabas de dar.
¿Ignoras que yo sé arar?
Pues deja tú la mancera
y oye, que voy a cantar.»
 

«¡Bruuú!»

—¿Qué?

(Nada; don Pedro Luis que eructó.)


«Labriego, poco paciente,
si crees que sólo tu frente
baña copioso sudor
que absorbe innúmera gente,
sal de tu error, labrador.

Lo dice quien es tu hermano,
quien canta tu lucha brava;
lo dice quien por su mano
siega la mies en verano
y el huerto en invierno cava.»
 

—¡Bravo!

—¡Bravo! —subrayaron ahora don Pedro y don Atiliano de la Maza, limpiándose el sudor, del calor tremendo de la sala, cual si fuese el de la hoz con que segaran o el del azadón con que cavasen. Hubo un silencio de santa comunión con los labriegos, bajo aquellas invocaciones al trabajo. Sonaba una carcoma en la pata de un sillón. Sidoro prosiguió sonoramente:


«¿Qué sabes tú del tributo
que el mundo al trabajo rinde?
¿Qué sabes tú...»
 

En todas las casas decentes del pueblo, gracias a la propaganda de los vates, y de Orencia (que odiaba las novelas), había tomos de Gabriel y Galán para leerlos en familia durante las veladas invernales. Códigos de moral sencilla, expresados con belleza soberana, y cuya difusión gratuita entre los pobres habríase llevado a efecto, a propuestas del ingenuo señor don Atiliano de la Maza, de no haber sido porque el sagaz Jarrapellejos opuso una objeción: los braceros no sabían leer, casi ninguno..., y los que sabían era mejor que no leyesen, ante el temor de aficionarlos y que pasasen luego a lecturas peligrosas.

—¡Oooh! —admiraron los demás, cayendo en el por qué no se les concedía atención a las escuelas ni a los decretos del Gobierno sobre enseñanza obligatoria. Ya, verdaderamente, la cierta labor instructiva en que aquel trasto forastero de Cidoncha (¡cómo tendrían que llamarle al orden, a seguir!) se obstinaba con su gente del Liceo, estaba dándole a don Pedro la razón: a La Joya iban llegando suscripciones de El Socialista, y la Conquista del Pan, y otros folletos subversivos...

Mas no todos los de la reunión hallábanse tan gentilmente consagrados a la alta vigilancia espiritual del pueblo, libres del trabajo corporal, como el gran Jarrapellejos, don Atiliano y aun el médico y el juez. A despecho de castas y de clases, juntábalos en fraternidad admirable, aquí, si no por los paseos y en el Casino (donde reservábase don Pedro a las otras amistades de sus múltiples aspectos de político, galanteador y propietario), el sentimentalismo, la etérea advocación de la poesía. Sidoro, por ejemplo, el lector de la meliflua voz, era un carrocero de obra basta, suscriptor antiguo de El Motín, concurrente en el Liceo a la tertulia de Cidoncha, y que no obstante su desmelenada traza de anarquista, componía fábulas morales; y Cordón, un viejo amanuense de notario, poseedor de tres cercas que él mismo cultivaba, aunque desatendíalas por hacer sonetos y acudir a este canáculo, y que había vendido otra y una yegua para imprimir su Historia de La Joya desde el tiempo de los godos, escrita en quince años. Sin falta acudía también un joven jorobadito, constructor de jaulas de perdiz, hijo de un barbero, aficionado a los clásicos y aventajadísimo discípulo de don Pedro Luis en las composiciones amorosas, tanto que ya su competencia le inspiraba inquietudes al maestro. «Hombre, Raimundete —solía, ladino, éste aconsejarle, cuídate, toma el sol; no debieras entregarte de ese modo a la poesía. ¡Vas quedándote en los huesos!

Pero quienes sostenían verdadera competencia, una competencia enconada, que, fuera de la cordialidad de la Academia, les hacía hablar mal unos de otros, eran Cordón, Barriga y el hidalgo y narigudo setentón don Atiliano de la Maza. A los tres dábales la especialidad por los sonetos. Los nuevos de la semana leíanselos y los discutían los jueves. Cordón resultaba invencible por el número: mil seiscientos dieciocho contaba ya el libro infolio, de sellado papel de notaría, que aportaba bajo el brazo. Barriga, que escribíalos más científicos, tenía sólo ciento nueve, y don Atiliano, cuatrocientos, de absoluta perfección gramatical. Armaban discusiones sobre si debía decirse revólveres o revólvers, al menos o a lo menos, friéndose o f ríyéndose..., y por carta consultaban con frecuencia al sabio lingüista y sacerdote madrileño don Julio Cejador. Veinte días llevaban a la sazón con motivo de haberle llamado don Pedro cuadrúpedo a una oveja; en la de dilucidar si debiera nominar cuadrúpedos (cuatro pies) a las mulas y los gatos y los perros solamente, o a toda clase de «bichos y animales» que tuviesen cuatro patas, las ranas inclusive... Cejador mismo, menos versado en Zoología que en Gramática, pasó sus ciertas dudas antes de sacarlos del apuro.

Por cuanto al juez de primera instancia, granadino, gordo, hombre bilioso y arrugado, de párpados cargados, de tardos movimientos de galápago, cultivaba la prosa nada más, y en su rígida fe prefería las historias de los santos. Ya se le veía requerir el fajo de cuartillas (igual que todos, porque Sidoro terminaba la hermosa composición del poeta inimitable), cuando una criada apareció llamando al dueño de la casa. Le buscaban.

—Haber dicho que no estoy, hija, Basilia. ¿Quién es?)

—La señá Cruz, la del tío Roque Salazar. Mu apurá la pobretica.

—¡Ah! —hizo eléctrico el cacique, partiendo disparado.

Halló a la contristada en el portal, y la condujo al despacho, a la profundidad de aquel despacho, lleno de chismes, y sillones, y escopetas, y polvorientos legajos de papeles, donde mil veces habíanse tratado igual los más arduos secretos de la política del pueblo y los finales ajustes de galantes aventuras. ¿Vendría la rebelde a ceder y puntualizar lo de Isabel?... Lloraba en la sombra de un pañuelo negro, muy echado hacia los ojos. Iba a cumplirse un mes de la prisión de su marido como autor del fuego de las eras... Sentados frente a frente, ella a plena luz, Jarrapellejos la observaba. Su rostro tenía una inteligente expresión de dignidad, una suerte de serenidad activa, a través del llanto mismo y del dolor, que no lograba quebrantar el servilismo ni la humillación de esta visita.

—Don Pedro —dijo al fin la desdichada, conteniéndose las lágrimas como a la sola voluntad de contenerlas—; mucho me ha costado decidirme a molestarle. Le debemos a usted dinero, nos es ahora más difícil que nunca pagar, y...

—¡Bah, Cruz! —la interrumpió el rumboso, pronta la mano a la cartera—, comprendo tu situación y la de la pobre Isabel, y cuanto necesitéis más para salvarla...

Pero ella le interrumpió a su vez secamente:

—No; no se trata de eso, gracias, aunque haya recordado el favor que usted nos hizo cuando vengo a pedirle otro favor. Dicen que mi Roque será llevado en estos días a la ciudad, a la cárcel de la Audiencia. ¿Sabe usted algo?

—No. Pero es lo natural, en cuanto el sumario concluya. Lo único que he oído es que está para acabarse.

—¿Y se lo llevarán? ¿Y serán capaces de condenármelo a presidio?...

—Desgraciadamente, hay que temerlo. Dependerá de la prueba del sumario. Me he informado un poco, tratandose de amigos, claro está, y no resulta favorable.

Dejó correr la triste nuevas lágrimas, y luego exclamó, vibrando de amargura:

—¡Don Pedro, por Dios!... ¿Y puede nadie consentir infamia semejante? ¿Puede usted, ni el pueblo entero, con sólo conocerle, pensar que no sea inocente Roque?

—Mujer, te confieso —dijo el cacique tras una piadosa pausa— que me sorprendió el ver que le prendían; sin embargo, una ofuscación la sufre el más honrado, sin prever las consecuencias, y sus motivos tendrá el juez cuando no le ha puesto en libertad.

Sollozó la Cruz, estremecida. Dobló la frente en martirio y en vergüenza; cruzó en un gesto implorador los dedos de las manos, y expresó:

—A eso vengo, don Pedro: a pedirle, por lo que más quiera en el mundo, que usted le saque de la cárcel.

—¿Yo?

¡Usted! ¡A eso vengo, a eso he tenido que venir, por ser usted quien es, y no obstante lo... ocurrido entre nosotros!

Clara la alusión a la entrevista de aquella tarde con Sabina, que tanto hubo de enojarla. Don Pedro sonrió labios adentro. La fiera o la alta comedianta del pudor empezaba a sometérsele.

—¡Pero... yo, mujer!, ¿cómo disponer una cosa que está fuera de mi alcance? Únicamente la autoridad del señor juez sería la indicada para hacerlo.

—¡Cuando vengo, don Pedro de mi alma, a pesar de los pesares..., será porque sé de más que aquí, contra esta injusticia, que clama al cielo, de llevar a presidio a un inocente, y contra todo y para todo, no hay por encima de usted más juez ni más autoridad!

—¡Te engañas! —protestó afable el así reconocido por la esquiva como todopoderoso, y de ello inmensamente satisfecho.

Quiso dejarla en la sensación de su miseria. Sacó despacio un puro, lo encendió y dijo, soltando con el humo la suave insinuación de las palabras:

—Pero, bueno; supongamos un instante que no te engañases, Cruz, y que mi influjo con el señor juez fuese de tal fuerza que alcanzara a conseguir la libertad de un procesado. Y... qué, ¿qué me pedirías? —¡Pues... eso...: la libertad de mi marido! —insistió, ansiosa y vaga, la infeliz, sin comprender adónde quería llevarla la preparación de la pregunta.

—La libertad... y que siguiese la causa... hasta que, pasada a la Audiencia, le tuviesen de nuevo que prender.

Es decir, la libertad por unos días.

—¡Oh no! ¡La libertad y que el juez rompiese sus malditos papeles para siempre!

—Bien, bien... Me pedirías entonces, ¡fíjate!..., que le exigiese a un público funcionario de alta responsabilidad una prevaricación, una tradición a sus deberes.

—¡Una justicia! ¡Roque es inocente! ¡Lo juro por los ángeles del cielo! ¡Aquella noche yo misma tuve que despertarlo en la parva de mi lado, cuando el fuego, en la otra era, a mí me despertó! ¡Es mentira que empezase por la nuestra!

Reaparecía la altiva dolorosa. Lento y dulce don Pedro, tornó a abrumarla:

—La inocencia de Roque, puesto que la afirmas, será verdad para él, para ti, para la pobre Isabel, que asimismo sufre y llora. Ten en cuenta, sin embargo, que contra vuestros testimonios, que no pueden menos de parecer interesados, están el de Sabina la dulcera, el de Petra, el de Melchor y, lo que es más grave, el del guarda, que por sí solo hace fe.

—¡Qué guarda! ¡Un asesino! ¡Y qué testigos, Dios mío!

—No es conmigo ahora cuestión de recusarlos, mujer, que para mí ya ves que basta tu palabra a hacerme creer en lo que dices. Error judicial posible y todo, y mientras no pueda llevársele al juez otra convicción, el hecho de lo que tú deseas, juzgándolo sencillo, es esta enormidad: un juez que ateniéndose a los trámites de una causa no tiene otro remedio que creer culpable al encausado; un juez que la sobreseyese por influjos o sobornos míos, y... ¡fijate, fíjate bien, Cruz!..., en consecuencia, un juez y un señor que por haber pedido el uno lo ilegal, y por haberlo el otro concedido, habrían faltado a las leyes, a su honor y a sus decoros...

—¡Oh!

—¿Lo dudas?... A su honor, a sus decoros, y hasta a su sentido de conservación.... porque quienes tal hiciesen expondríanse incluso a ir codo con codo al presidio, de que tú ansías librar a Roque... ¡Y a tanto comprenderás que no deba uno prestarse como se quiera!

Nuevo silencio. Cruz, abrumada en la butaca, de rigor de realidad o de incrédula tortura, clavaba los ojos en la estera.

Los alzó al oír que el amo de la casa, y del pueblo, y como del mundo y de lo horrible y espantoso, la decía, con más cruel melosidad:

—Me pides, en resumen, que falte y haga faltar a otro a cuanto para un hombre respetable constituye su respeto, su honor y su decencia..., eso me pides, y me lo pides tú, ¡tú, Cruz!, tan alarmada en la defensa de tu honra porque alguna vez mi afecto hacía tu hija... Veamos, oye, escucha —prosiguió, cambiando el tono ante la leve inmutación de la que no tenía derecho a la sorpresa—; supongamos todavía que yo, sacrificándome, lograra llegar a complacerte... ¿Cuáles gratitudes me hubiesen con vosotras de obligar?... Al venir a buscarme con ánimos de una tal solicitud..., ¿no has pensado, di, que el sacrificio que me exiges es tan grave que merezca otro (y tú sabes cuál es), siquiera un poco parecido, de tu parte?

No contestó la requerida. Un trismo más amargo de su boca marcó el frío de desamparos de su alma.

Siquiera un poco —concretó Jarrapellejos, en paso pleno a la franqueza—, porque no es igual lo que llamáis «vuestra honra» las mujeres, y lo que llamamos los hombres «nuestra honra». Rompiendo la mía, expondríame al escarnio de la pública opinión y al castigo de las leyes. Disponiendo Isabel libremente de la suya, ¿que arriésgase?.... ¡Nada! Al revés... Hubiera de ganar en todos los sentidos. Por lo pronto, salvaría la de su padre. Dirás que a costa de la de ella; pero esto, que aun así no fuese peor para una joven que el verse señalada con el dedo como hija de un malhechor, de un presidiario, no es verdad tampoco; reflexiona, Cruz, que no eres torpe; mira un poco alrededor tuyo en la misma Joya, y dime si más de una mocita que acertó a elegir (es todo el quid de la cuestión) entre tanto necio como hay, no está ahora rica, casada, y alguna hasta con coche y consideradísima como señora respetable. Tu caso, vuestro caso, justamente. Aparte de que mi seriedad y mi condición son incapaces de causarle daño a una chiquilla, mi cariño a tu Isabel es tan noble que antes me cortaría una mano que inducirla a lo más mínimo que pudiese acarrearla desventura. Tu hija, Cruz, andando el tiempo, sería también una señora, se casaría con su novio, con Cidoncha (que hoy no querrá sino divertirse lo que pueda, y a quien no le faltaría mi protección para ser un hombre de provecho, en vez de un pelagatos), o con el que le diese la gana. ¡Yo te lo prometo!

Pálida Cruz, muy recogida en sí misma y muy abiertos los ojos hacia el suelo, suspiró.

Él recalcó, dando una palmada en la mesa, e indicando inmediatamente a su derecha la caja de caudales:

—¡Yo te lo prometo! ¡Y no debes dudar que le sea difícil cumplirlo a don Pedro Luis Jarrapellejos, a mí, a quien juzgas tan capaz de mandar en la justicia.... a quien te invita en garantía a que ahora mismo tomes de esa caja mil duros más, si gustas. Acepta. Déjame pasar esta noche... en tu casa; y mañana, para encontrarla trocada por siempre de la pena al alborozo, de la estrechez a la abundancia, volverá a ella tu Roque.

Rígida la figura negra de Cruz, se levantó; quedó momentáneamente apoyada en la butaca, y como una sombra dolorosa partió en demanda de la puerta.

—¡Cruz! ¡Cruz! ¡Oye!

Estupefacto don Pedro, la miraba. ¿Qué quería significar la muda y repentina decisión? ¿Iría a consultar con Isabel, con el marido?... Abría. Salía.

—¡Cruz! ¡Cruz! ¡Pero... mujer!... Bien... ¡Piénsalo! ¡El plazo es corto!... ¡Siempre espero! ¡No lo olvides!

Solo ya, el un poco defraudado omnipotente apoyó la sien en la mano, el codo contra la mesa, y cerró los ojos. «¡Vendrá!», fue la reflexión que le hubo acudido en un segundo.

Volvió al salón, y díjole al juez, de asiento a asiento, inclinándosele al oído:

—Lleve usted aún más despacio la causa esa del incendio, don Arturo.

El jorobadito leía una composición de nocturnos de Chopin y marquesas empolvadas. Mirando a su discípulo, don Pedro pensaba en Isabel. No habíale mentido a Cruz en lo de «la noble lealtad de su cariño». Ya él propio, pesaroso de mantenerle a Zig-Zag el equívoco de la deshonra de la esquiva, tardó apenas veinticuatro horas en confesarle la verdad: «No, no fue Isabel, sino Petra, la que tú viste conmigo anoche por la luna.» Le refirió la entrevista con Sabina. Cuando él estaba oyéndola contar el casi escandalo que la armó Cruz al oírla, segunda edición del que le hubo formado a la Sastra poco antes (¡enojaríala que la tuviesen en lenguas de alcahuetas!), llegó con el cántaro Petrilla, tan crecidita y tan mona con su boca de piñón, que inmediatamente se antojó de ella don Pedro y declaróselo a la madre; consultada la chicuela, resistió al principio, avergonzada, ¡natural!..., pero quedó pronto conforme. Cien duros el ajuste, y previo pago. Admiró ZigZag el precio respetable: «Bueno, claro, ¿era mocita?» «Ah, toma, pues si no, ¿qué gracia iba a tener?» La madre lo garantizaba, y el más que experto pudo en el trance confirmarlo.

¡Sí, sí; no era hombre de quien pudiese perdurar la vengativa vanidad de dejar creer deshonrada a la honradísima! Harto sufría Isabel desde que a la mañana siguiente del incendio prendieron a su padre. Procesado el infeliz por más o menos probabilidades de culpa, y por habilidades del Gato, ni el mismo don Pedro Luis, con todo y ser el magno dignatario que de las públicas cuestiones de La Joya y su comarca conocía los más recónditos misterios, sabía lo que en ésta pudiese haber de fondo de verdad.

La clave teníala el Gato, en la malvada intimidad de su conciencia. Él le prendió fuego a las eras. Despierto aquella noche por los perros, y echando de menos en la parva a la Petrilla, supúsola de aventura con el novio. Cogió la escopeta y comprobó que también Melchor faltaba de su parva. Rondó, descubrió de lejos a Zig-Zag, recordó inmediatamente el fracaso de su querida con la Cruz, y empezó a dudar si Petra estaría con Melchor o con don Pedro. Puesto de espía, ¡oh!, la vio últimamente llegar escoltada por éste. Primero siguió a don Pedro, que ya se había reunido con Zig-Zag, resuelto a esquivarse de la luna y, en un sitio a propósito, descerrajarle un tiro por la espalda. Mas no halló el sitio oportuno, siguiéndoles buen trecho; y el no poder matar también al otro impunemente, con una vieja escopeta de un cañón y de carga por la boca, le hizo desistir. Vuelto a la era, la rabia por la chica, cuya virginidad le habían birlado, igual que la de las hermanas, le impulsó al deseo de abrasarla viva al mismo tiempo que a la madre. Sobrevino el incendio, acudieron las gentes, y antes que nadie los vecinos, entre ellos Roque. Por cuanto a Petra, escapó libre, y Sabina con unas chamuscaduras en el pelo.

Pues bien: al nuevo día, cuando el Juzgado empezó las actuaciones, el Gato tuvo otra idea diabólica, que, garantizando «su inocencia», y aun su vigilancia como guarda, pondríanle en situación de ser gratificado por aquel a quien no le pudo largar el escopetazo. Fue a verle, y le plantó: «Misté, don Pedro; sé que la Isabel y su madre se le niegan, entestás..., y a pesá del dineral que las ofrece..., y vea osté aquí que como esto del necesitá y de la miseria es cuestión de apreta más o menos que te ajogo, por el fuego de anoche se pué metel al padre en chirona, y quear a dambas en el brete de que no tengan más remedio que ablandase. Afigúrese, don Pedro Luis de mi arma, lo que despué de la langosta, en mayo, y de la deuda con osé, y de quemá la era, será de la chica y de la Cruz si se las obligase a vendé la ermita y la tahona pa atendé a los papelorio der Jusgao.» Don Pedro iba abriendo tanto así de ojo. Recto, sin embargo, rechazó: «No, Ramas; no dudo que fuese decisivo; pero, sin razón, por nada haría una judiada.» «Es que la hay —repuso el Gato, que llevaba madura su intención—; primeramente, yo, que vigilaba cumpliendo mi debé, vide a Roque sentao, como d'estudio, e'una peña der rastrojo; luego le vide juí, apenas er fuego encomenzó..., pa fingí que gorvía a apagalo con su gente; y si se tié en cuenta, d'una parte, que debía está desesperao, porque las cuatro espiga que tenía no le hubián de da pa saldale a usté la deuda, por lo que, mar pagao, quemándolas, se quedría disculpá con la desgracia, y si s'atiende, ademá, que debía encontrase irritao por la zapatiesta que su mujer tuvo con Sabina por la tarde, na e particular tié que, temiéndome a mí, y no siendo quién pa buscanos cara a cara, quisía tamién metele mecha a la parva por achicharral en venganza a la Sabina.»

¡Hombre! ¡Hombre!... Cambiaba el asunto. De añadidura, unos espartos secos recogidos por el juez junto a la hoguera, y con los cuales sin duda el fuego se inició, parecían pedazos de otras sogas iguales que «supo» encontrar el Gato en el sombrajo de tío Roque. En fin, que meditó don Pedro: el azar favorecíale, sin que él pusiera nada de su parte.

—¡Hala! —le dijo al Gato, de paso que le gratificaba, por lo pronto y por su buen servicio como guarda, con un billete de diez duros—. Ve y presenta la denuncia.

A las dos horas Roque ingresaba en la cárcel.

Y el Gato, radiante con sus cincuenta pesetas, se fue a una taberna y púsose a beber y a comentar la prisión de Roque Salazar con los señoritos del Curdin. Borracho Saturnino, en el período bravo de león, juró que «ni el profesor ni nadie se había de acostar antes que él con la Fornarina, aunque fuese robándola una noche». Asimismo, con su borrachera, el Gato volvió a su domicilio a punto de las once; empezó por atizarle una felpa a la Sabina, hasta que le entregó el dinero recibido de don Pedro por la venta de la Petrilla; llamó a Petrilla, púsola como un reverendísimo guiñapo; tiró de puñal, por último, y, quieras que no, trincó a la madre del pescuezo, la enchiqueró en un cuarto..., y en la cama de la de enfrente tumbó a la chica y la gozó, mientras que a través de la cerrada puerta gritábale la otra: «¡Sí, sí, anda, ladrón..., cabrito...; pero te chinchas, que s'acostao cuarenta veces con Melchó, y le hamos vendío el virgo lo menos a catorce!»

El Gato, al quitársele de encima a la muchacha, la escupió en la boca y le partió un labio y le hinchó un ojo de dos terribles puñetazos. Cogió su escopeta y su bandolera de chapa. Salió. Se fue a las eras. No había hecho más que desaparecer calle arriba, cuando calle abajo, lleno de sudor y de tamo, llegó Melchor y entró en la casa. Empuñaba la navaja en el bolsillo; iba con la santa intención de darle a Petra un navajazo en la barriga. Se asombró y se apiadó al encontrarla llorando en un rincón y sangrando de la boca. No la veía desde anoche, temeroso él de acudir al fuego que creeríase prendido por su bruja voluntad. Sacaron a la madre del encierro, y ésta la emprendió inmediatamente con la hija a bofetadas. «¡Cochina!... ¡Si tú también lo estabas deseando! ¡So guarra!... ¡Hija de... tu tío!...» Contaba a gritos lo que acababa de pasar, y aquello otro de los catorce que precedieron a don Pedro; y las bofetadas y las coces para la muchacha arreciaban de tal suerte que a fin de librarla de ellas tuvo que emplear Melchor todo su esfuerzo.

Como loca escapó Sabina hacia las eras, en busca del Gato, para seguir llenándole de insultos... Curó entonces Melchor a su novia, con trapos y vinagre; y en la gratitud de ella y en el estupor de él, por la inesperada extensión de los catorce del agravio (del agravio que creía él de uno, de don Pedro), Petra, enternecida, tuvo que ponerse a confesarle que su madre exageraba.... que únicamente, desde hacía seis meses, y por acuerdo de ambas y precios varios (nunca menos de veinte duros), se había acostado con cinco señoritos... ¡Ah! Pero le querría a él, tan sólo a él, a Melchor; y le abrazaba y le besaba, mirándole con pasión llorosa por el ojo que habíale dejado la venda descubierto, y se disculpaba de haberle faltado anoche, en razón a que los cien duros de don Pedro, que ahora habíalas quitado el Gato sinvergüenza, pensó ella dedicarlos a comprar una tierrita y el ajuar para la boda... ¡No, no quería imitar a las hermanas en su oficio! Naturalmente, acabaron cerrando la puerta y acostándose.

Treinta días después, y no sin que, de buen acuerdo el novio, Petra —siempre como mocita garantizada por la madre— les sacase lo bastante para una viña y el ajuar a otros cuantos señoritos, el último el Garañón, y el penúltimo, tras de Mariano Marzo, que en una soberana y generosa turca largó setenta duros, Gómez.... con lujo de despachos cerrados inclusive, se casaba con Melchor.

Y ésta era la boda de rumbo popular, en que, a más del Gato, Gómez, el Garañón, Mariano Marzo, Exoristo, Saturnino y otros cinco o seis del Curdin, habían estado Barriga, el juez y don Pedro Luis Jarrapellejos, antes de venir a reconfortarse el alma con Gabriel y Galán, con el idílico y supremo cantor de las costumbres patriarcales. Todos le habían cambiado largas sonrisas a la novia, hecha, por cierto, una monada; y observándose mutuamente, había ido pensando de los otros cada uno: «¡Bah, la quiere conquistar! ¡Si el pobre Melchor y éstos supiesen que ya la tengo yo pasada de registro!»

VI

Otra boda de rumbo aristocrático, cuyos grandes preparativos traían preocupadas y absortas a las gentes, era la del conde. La casa de doña Antonia veíase convertida en centro de reunión de las muchachas. Ernesta no salía, atareada dirigiendo las costureras, bordadoras y encajeras, que llenábanla de ropa blanca los armarios. Aparte la recibida del Louvre, de París, y de los trajes encargados a Paquin, tres de regio fausto, y once al madrileño Córdoba, modelos de La femme chic servíanla para ir confeccionando verdaderos prodigios de sábanas, cuadrantes, stores, misteriosas, manteles, servilletas, servilletitas para dulce, para té, para champaña... «¡Qué barbaridad! ¡Y que no olvida la corona! —comentaban las amigas—. ¿A santo de qué necesita tanto la criatura?» Surtida el conde de estas cosas de servicio general por los ajuares de sus tres esposas difuntas, sólo explicaríase la esplendidez de Ernesta (que, acompañada de tita Antonia, y recibida por la madre de Saturnino, había inspeccionado una mañana su futura residencia) porque no le gustase nada de las otras o porque quisiera echar el resto en trapos, ya que no aportaba capital al matrimonio. Volvíala loca el condesado. No veía nada en aquellos excelentes figurines que no se la antojase. Un día, las cajas de París, entre sombreros, corsés y medias por docenas, trajéronla unos extraños gorros y bastones. Otro día, las cajas de Londres trajéronla un raro vestido de falda corta. Las amigas, que ignoraban el uso de esto, así como el de muchas de las confecciones que, bajo la personalísima inspiración de Ernesta, iban floreciendo con sus sedas y matices delicados, alegrábanse, al objeto de informarse, de que la ingenua Jacoba Marín la interrogara. «Un saut de lit, mujer.» «Un pase de table.» «Un traje de lawn-tennis.» «Un alpenstok». «Un plaid y un pasamontañas.» «Bueno, ¿pero para qué?» «Para al levantarse.» «Para la mesa, corrido encima del mantel.» «Para apoyarse y abrigarse en las montañas, por la nieve.» «Para...» «¡El colmo! Nieve aquí, con un sol de justicia, y pensar en jugar a la pelota como un chico...» «¡No, niña: nieve, en los Alpes, cuando viaje!», aclaraba Ernesta. Y Orencia, en nombre de las demás, dándoselas de avisada, aclarábala también: «¡Sí, tonta, hija, la pelota, el lawn-tennis...; pareces simple!...» Proyectaban una sociedad de tennis, que las distrajese en el invierno.

Y a la verdad, si tales lujos fuesen un derroche innecesario, según el propio conde, sonriendo, en sus discretas y breves visitas de las doce, le indicaba a la novia alguna vez, había que conceder, al menos, que Ernesta superaba en elegancia y distinción a las tres condesas anteriores, y a cuanto nadie pudiese haber soñado nunca en La Joya. Oíanla las joyenses señoritas; miraban y remiraban cada nuevo encanto de encajes y de cintas cada tarde, y sentadas en la honda sala convertida en taller, con luces al jardín, charlaban al mismo tiempo que aprendían. Incluso las más envidiosas y rebeldes se habían rendido a la íntima evidencia de que era Ernesta una excelsa profesora del buen tono, del buen gusto; y, en tal sentido, siquiera, digna como nadie de la condal corona que tanto prodigaba. La iban imitando, poco a poco. Aunque a la reunión de curiosas los muchachos no asistían, dos, Cleofé y Gilito Antón, eran admitidos con sus novias; y así, junto a aquél, la simpática Eduvigis Porras, que antes cuidaba siempre de reír detrás del abanico por no mostrar el sarro de los dientes de abajo, a pleno descuido reíase ahora, luciéndolos tan limpios; así también en otro rincón, amartelada con el primo, guapísimo en la elegancia azul de un uniforme de cadete, Purita Salvador, que tiempos atrás solía avergonzarse de las manos, podía, despreocupada, cruzárselas de dorso sobre el vientre, para lucir lo repulido de las uñas, de paso que disimulaba la enorme hidropesía todo lo posible. La enfermedad no la amenguaba el buen humor y la alegría de ir con el novio al cine, a los paseos a las reuniones.

—¡Pobre Purita! ¿Cuándo te operan?

—¡No sé! —respondía, mimosa ella, a estas preguntas de cariño— Mamá y Barriga querían inmediatamente; pero ya esperaré a que se case Ernesta, a que la feria pase y a que Gil se marche a la Academia.

—¡Haces bien! —aprobábanla todas, y en especial Orencia, tanto porque la rubita aprovechase las diversiones del verano cuanto porque, como vecina, servíala de disculpa para acompañarla y estar entre las jóvenes.

Y era Orencia, cabalmente, la que más sabía sacar de la «profesora de buen tono». Sus dientes, sus uñas, su pelo, que nunca, a la verdad, estuvieron en el abandono de las otras, rechinaban de brillo y nitidez. Los pies se los cuidada de manera que ya podía acostarse sin medias con Pedro Luis, y la daba pena no ir descalza a las visitas.

Además, atenuada de pinturas, andaba en autoobservaciones al espejo para acabar de desecharlas; y en idénticos designios parecían metidas la preciosa, la cojita Encarnación Alba, Dulce Marín y las Jarrapellejos.

Un recuerdo le turbaba frecuentemente a la femenina tertulia el regocijo: el de Octavio. Ausente por heridas de orgullo, por herida también del corazón, quizá inconfesable, su sombra parecía flotar sobre los aprestos fastuosos de esta boda. Partido hacia Madrid apenas confirmó los propósitos del conde, se trasladó luego a San Sebastián, más tarde a Biarritz, y ya exaltado en la emoción nueva de las lejanías y lo extranjero, a París..., desde donde hacía un mes iba enviándole a Dulce Marín breves saludos en postales de vistas lindísimas y con el timbre especial de procedencia: Tour Eiffel: première étage; seconde étage; troisième étage.—Bois de Boulogne: restaurant du lac.—Bal Tabarin.—Taverne Olimpia. Estas últimas reproducían mujeres lujosas como reinas, frenéticamente desaprensivas como diablos en orgías de mágicos salones. «¿Eh?... Mirad, ¡de Octavio!... ¡Mira, Ernesta!» Miraban, miraba Ernesta..., y las otras notaban cómo la futura condesa palidecía, perdiendo largo rato su atención febril a las cintas y a las sedas: «¿Eh? ¡Mira, mira qué mujeres!... ¡Se comprende que en París se olvide La Joya! ¡Que no quiera Octavio volverse de París!» ¡Bien elegida la maligna y desahogada Dulce para mortificar a Ernesta con los desdenes del ausente!... No la nombraba éste jamás; no indicaba siquiera dirección para que Dulce pudiera contestarle. Una de las postales reproducía la avenida de los Campos Elíseos con dos divinas amazonas, en bombacho, montando a horcajadas, como hombres. Otra, del Cabaret de L'Enfer, de Montmartre, acompañábase de una cajita, dentro de la cual venía un minúsculo y monísimo esqueleto... Dudas. ¡Ah! Contempláronlo sombrías. ¿Querría el altivo expresar que su pasión por la falsa, que el despecho y el dolor que hiciéronle alejarse de ella, en fuga de casi trágica melancolía, hubiesen muerto, o simplemente mandaba el esqueletito de pasta de marfil, articulado con alambres, como muestra del esprit de los franceses? ¡Ah!, ¡ah!, ¡París! ¡El prestigio que le daba a Octavio aquel París, donde nunca había estado nadie de esta Joya, ni el conde, con ser conde!... Y Ernesta, meditando esto, abrumada por la dolida y simpática admiración creciente que todas le rendían al que pudo ser su novio; dudando, además, si encargarse de calzón o de falda un traje de amazona (¡claro, bah, aprendería la equitación!), dijérase que continuaba dirigiendo los tantos primores de su ajuar, más con el pensamiento puesto en la hechicería del París de maravilla, donde Octavio se encontraba, que no en la misma Joya, donde ella hubiese de vivir sin rumbos de condesa.

Sentía los latigazos de desdén de estas postales. Su parquedad aún la acentuaba el hecho de saberse que el altivo, al mismo tiempo, le escribía largas cartas a Cidoncha.

Tampoco en ellas la nombraba.

«Querido Juan: ¡Cuánto al dejar esas tierras, y con la pena de tener que compararlas, se siente uno como nuevo, como un hombre que renaciera a las grandezas del mundo sobre el olvido y la vergüenza de las pequeñas mezquindades que ahí nos encarroñan. El Bidasoa opera tal milagro. Basta cruzarlo para recibir la oleada noble de la vida. Es inconcebible, pero cierto; un río, un puente..., y atrás quedan unas verdes montañas, por cuyo embellecimiento no hizo nada nadie, sino Dios; una raza famélica y enclenque, y unas mujeres que le prestan ridículas seriedades e importancias de ídolo chino a su beldad..., mientras que a la opuesta orilla, el paisaje, salpicado de cultivos, de chalets, es bello y artístico, los hombres fuertes y con cara de salud, y las mujeres, bonitas todas, porque comen; llanas y afables, como quien sabe que no es ningún don sobrehumano la belleza...

Aparte tal única y vaga alusión a lo que pudo haberle convertido en ciego juguete de la hermosa casquivana, lo demás de la correspondencia consagrábalo el viajero a comentar sus impresiones. Amenas e instructivas las cartas, Cidoncha se las leía a los del Liceo por lo que contenían de trascendentes, y a Isabel, por lo que entrañaban de filosófico consuelo para la infelicidad de la infeliz que él no podía dulcificar de otra manera. El cariño a ella y a la madre, acrisolábaselo en veneraciones santas al martirio de las dos. Consternada Isabel cuando sobrevino aquello tan absurdo de ver a su padre preso, encima de que el incendio acababa de arruinarlas, llorando, y relacionándolas con la infamia de la prisión, le había referido a Juan, ya que antes, por delicadeza, no lo hizo las proposiciones de don Pedro. Y por delicadeza, por respeto a los decoros de la digna Juan hubo de dominar sus indignaciones sin pedirle cuentas al déspota, que fácilmente se sinceraría de su no intervención en el proceso, y no quiso siquiera desenmascarárselo a la gente del Liceo, concitando contra él los odios populares. Una cualquier imprudencia, degenerada en escándalo, pudiera excitarle los enconos de un modo todavía más peligroso para ambas desdichadas.

Sólo a Octavio le escribió lo del encarcelamiento de Roque, limitando la amargura de su queja a esta apostilla: «¡Miserias de La Joya! Motivos hay para creer que obedece todo al vil maquiavelismo de un desesperanzado de Isabel.» Y como el deslumbrado de París no pareció concederle a esto mucho aprecio, lo mismo que no parecía interesado por absolutamente nada que a La Joya se refiriese, Cidoncha, que no le hablaba del pueblo, ni de Ernesta y su boda, respetándole la voluntad de olvidos, no volvió tampoco a hablarle del asunto. Los ímpetus de Cruz, capaces de engendrar el peligroso clamoreo, supo aplacarlos a fuerza de consejos sensatísimos. Pagándole en gratitud y estimación, ella le autorizó a visitarla, como novio de Isabel por hallarlo preferible a que se siguieran viendo en casa de los abuelos. Poco o mucho, algún respeto infundiría para quienes carecían de mejor amparo contra las villanías de La Joya y del bárbaro cacique; y, por lo pronto, tuvo la eficacia de limpiar de grotescos tenorios la escalinata de la Cruz.

Desamparadas, sí, a no contar el moral apoyo de la prudencia, del talento de Cidoncha, y de su firme fe en el triunfo final de la justicia. El aislamiento en que ya vivían de siempre, por la falta de vecindad en el descampado de la ermita y por la especie de secuestro que el asedio de los señoritos habíala impuesto a Isabel entre las gentes de su clase, acrecíase ahora casi hasta el horror al apestado —no obstante la recóndita piedad que inspiraba el desafuero que con el buen Roque cometíase—, por el mero hecho de sospechar todo el mundo que danzaba en la cuestión don Pedro Luis. Lloraban ellas, lloraban...; iban a ver al preso en compañía de Cidoncha, y, dignamente rechazándole a éste los pobres auxilios pecuniarios compatibles con su sueldo, trabajaban con ahínco en la tahona, ayudadas por el viejo abuelo, en los acarreos de la jara y de la leña. Juan sentía más de una vez una lágrima en los ojos al ver aquel pan, que bien podía decirse que Isabel amasaba con su llanto. ¡Isabel! ¡Su Isabel! ¡La buena de cara y alma dolorosa, que tenía como jamás la expresión inefablemente bella de la Pura que él pintó, y que ya lucía en las procesiones el estandarte de las Hijas de María! Volvió a contemplarlo una tarde, el lujoso estandarte aquel de seda azul, de barra y cruz de plata, y la congoja del corazón hízole pensar que él, para que entre la crueldad bestial del pueblo la paseasen con fervor de seres otras vírgenes esclavas, había exaltado en efigie de mártir a la divinamente humana Isabel, que al lado suyo y de la madre iba lenta recorriendo hacia la cárcel su calvario.

Fue tanta la emoción de Juan en esta tarde, ya vueltos a la ermita, al ver llorar a las dos mujeres abrazadas, que, llorando también, de un impulso, abrazó con el mismo abrazo a ambas, y las estrechó a su corazón, a la vez que proponía: «Cruz, Isabel... ¿Quieren? ¡A escape! ¡Desde hoy mismo, Isabel..., lo arreglamos todo y nos casamos...» ¿Sorpresa? De la precipitación, de la inoportunidad, no de la intención. Preso el padre, debía esperarse, a fin de que no fueran luto y dolor los contentos de la boda. Todavía el ansia del noble por compartir el martirio, por adquirir con mayor responsabilidad el derecho a defenderlas, le hizo en los días siguientes insistir; pero Isabel le glosaba, dulce, las razones de la madre; y entonces, solos muchas veces —porque aquélla abandonábalos para atender a sus quehaceres, para salir incluso a la venta del pan, confiadísima en la virtud de su hija y en la corrección del futuro yerno, no necesitadas en manera alguna de la ofensa de guardianes—, sentados uno junto a otro, o ella amasando y la silla de él cerca de la artesa, charlaban de sus esperanzas, fijadas al fin a los estudios del profesor por unas oposiciones, o leían las cartas de Octavio y las iban comentando gentilmente.

«Sí, es desastrosa la comparación de España con Francia. Aquí se adquiere el triste convencimiento de que ése es un país pobre, atrasadísimo, punto menos que perdido. Ni los que más creen tener, tienen nada que merezca la pena en cuanto salen del marco patrio de miseria. Los grandes hoteles de Biarritz, por ejemplo, reservados a los potentados del mundo, por rara casualidad, ofrecen en sus listas un nombre español. En cambio, el Hotel Salins, modesto, de diez o quince francos, aunque cómodo, aloja a lo más conspicuo de la aristocracia madrileña. «¡Estamos así mejor, como en familia!», discúlpanse, al modo de aquel que viajaba en tercera por comodidad. Menos mal que se conforman; y menos mal, también, que, gracias al automóvil, que no olvidan nunca traerse, les dan a sus plebeyos compatriotas una impresión de fausto por la playa, por las calles. No comprendo, querido Juan, cómo los hombres políticos que viajan puedan recruzar la frontera sin un firme designio de reconstitución interior, en todo, que nos libre de vergüenzas ante Europa.»

—Es listo, es buenísimo ese Octavio, ¿verdad? —decía Isabel.

El profesor, enteramente obligado con ella a las sinceridades, respondía, procurando no ofender las ausencias del amigo:

—Sí; cuando menos, es de lo mejor que suele encontrarse por ahí. Su defecto capital es el orgullo. Leía otra carta:

«He atravesado la Francia, desde Hendaya hasta París, y ante el jardín que es esta tierra, con sus ríos canalizados, con sus hermosos cultivos, con sus limpias aldeas como vergeles, en donde a menudo humean las máquinas agrícolas, me ha hecho llorar el recuerdo de aquel expreso que me trajo por los ingratos llanos de Castilla, con sus pueblos sucios de moscas y de estiércol tan maravillosa como estúpidamente cantados por la musa de Gabriel y Galán, por la prosa de Unamuno y por el pincel de Zuloaga. La historia, la tradición, la rutina, nos ahogan, nos aplastan. Es necesario romperlas para surgir hacia el presente, hacia el progreso.»

Otra carta decía:

«Madrid, ¡oh! ¿Ves la calle de Alcalá en un día de toros con Bombita? (Creo que no puedo concretarte motivo de mayor animación...) Pues así están todos los días y a todas horas, de gente y de coches, los bulevares y cualquier calle del centro de París. Pero, además, ¡qué diferencia de todo con todo! En Madrid parece que, al edificarlo, faltó el terreno, según se iba trazando cada calle y cada plaza; aquí, cada plaza y cada calle, tomó el espacio necesario para ofrecer inmensas perspectivas. No podrás imaginar nada más grandiosamente bello que esta enorme urbe, capital del mundo y como del alma de la civilización, cruzada de aeroplanos por los aires, de lindas naves de transporte por el río, de un verdadero tumulto de coches y de autos y tranvías por el suelo, y de trenes a setenta kilómetros de marcha por debajo de la tierra. Las estatuas, generalmente, en vez de ser de mármol, son doradas, de metal; una alada maravilla, con ellas, en triunfos de trofeos y de caballos, el puente de Alejandro III. Las del Hótel de Ville brillan perdidas en lo alto como áureas gracias del moderno arte sobre las vetustas y seculares moles de granito. La de Juana de Arco tiene la guerrera solemnidad del histórico heroísmo contemplando lo moderno. La de Alfredo de Musset, blanca, ésta sí, está familiarmente en medio de las gentes, en el rincón grato de una acera, y las lindas midinettes se paran a leer en el pedestal de piedra el verso de suspiro... ¡Oh, Juan!, lo infecto, lo mezquino de nuestras ciudades, Madrid, Sevilla, muchas veces mantenido con su prístina porquería en nombre de lo histórico, aquí, y sin que nada por ello pierda lo históricamente digno de conservación, no existe más. El arte y la vida tumban cuanto les estorba con sus propios hálitos de creador progreso, haciendo sobre lo viejo florecer sus maravillas.»

Más metidas en la intimidad de las costumbres, otras cartas eran de este estilo:

«Con mis prismáticos, con mi Baedeker, pláceme, igual que a Víctor Hugo, mirar a París desde la imperial de los tranvías. Me toman por inglés. Huyo de españoles. De rato a rato, a pie, por barrios diferentes, busco al azar lo pintoresco. La Foire de Paris, celebrada anualmente en un antiguo cuartel de la place de la République, sirve para exponer las novedades industriales de la creación francesa: he comprado tinteros, timbres, microscopios, juguetes ingeniosísimos, cien monadas diminutas; un franco, dos; serán novedades en España dentro de muchos meses, y costarán quince o veinte pesetas. Pueblo que come, que come (insisto en ello, porque es fundamental), los restaurantes excelentes y baratos abundan: en uno de la Porte Maillot sirviéronme ayer el almuerzo de un franco cincuenta, que importaría cuatro o cinco pesetas en Madrid: así comprenderás que los obreros, las muchachas de taller, con sueldos de seis a doce francos, los frecuentan; la música de su conversación los anima. Pienso que las mujeres de Francia son más delicadas por razón de su lenguaje, lleno de inflexiones musicales. No hablan; parece que cantan. Habitúalas el oído a la armonía, y acaban por ser armónicas. No tomes esto, Juan, como una observación optimista de viajero dispuesto a embelesarse. Tiene su importancia, y hasta su fisiológica explicación dentro de la orgánica y refleja receptividad emocional educativa; si no, fíjate en qué bien, sin verlas, por el timbre de la voz, sabe uno distinguir a una marquesa, por ejemplo, de una bruta lavandera: ésta nos lastima con monótonas rudezas; aquélla cautiva con su ritmo. Lo saben los cómicos, que para representar papeles de príncipe hablan con damas aflautadas. En cambio, al jurrajamalajá de los salvajes le sobran las rudas jotas y las erres. También a nuestro idioma español le sobran todavía muchas erres y jotas de salvaje, mucha rudeza de la que transmite de constante e insensible modo al alma popular. Aquí diríase que todas las mujeres son marquesas. Y marqueses los hombres. Aprenden unas y otros desde niños. Delicadísimos espíritus, tal vez formados por el pentagramático dulzor que les empieza a arrullar desde la cuna. Crecen, y van a tomar el sol en los jardines, echándoles pan a los pájaros; los veo yo así, por las mañanas, en las Tullerías, en Luxemburgo, rodeados, acosados de esos mismos gorriones que en España huyen de las trampas y peñascazos de los chicos. Crecen más, y van al Barrio Latino a aprender nuevas suavidades de libros y de amores; el bul Mich (boulevard Saint-Michel) es un encanto a medianoche; las terrazas de los cafés están llenas de parejas juveniles: son el estudiante de Medicina, de Leyes, de Letras, y la obrerita romántica y gentil, acaso futura grande artista, quizá presunta gran cocota, que, llena de idílicas visiones de Alfredo de Musset, se entrega a su amor y a su lindo amante sin pensar en el precio y en la tasa, que es lo primero en que se fijan las modistillas madrileñas. No de otra suerte estos alegres muchachos, en el gran libro de la realidad, del amor, de los amores, de lo más hermoso de la vida, aprenden sutiles gentilezas que ya siempre perduran en su trato y su veneración a la mujer. Los estudiantes españoles, sin estas criaturas deliciosas, al revés, se ven forzados a trocar su ilusión de flor en desengaño con sucias prostitutas, que les envenenarán la sangre de enfermedad, y el alma, para siempre ya y para con todas las mujeres, de idea de venta y de cosa deseadamente despreciable, de bestialidad, de tiranía, de grosería... Comprende, pues, querido Juan, que una masculina juventud cual la de aquí, educada en el culto a las mujeres, a las flores y a los pájaros, pueda engendrar una gran nación de hombres, respetuosa para todo, y para los derechos del débil especialmente. ¡Mi afán, cuando vuelva a ésa (y habrás tú de ayudarme), te lo juro, se cifrará en ser diputado, por deberes de conciencia, por derechos de razón, para ver de ir haciendo en nuestra pobre Patria, cuanto antes, algo muy distinto de lo que por culpa dé ministros débiles o tontos y de tiránicos caciques nos tiene desde hace tiempo convertidos en el justo oprobio de la Europa! Francia, París, admírate, me van sirviendo para aprender españolas vergüenza y dignidad.»

Algunas de las cartas, las que eran como ésta, especialmente, arrancaban a Isabel mudas lágrimas por La Joya, por la España de atraso y maldición en que se ahoga y en que cometíanse infamias y brutales desconsideraciones, como la que se estaba realizando con su padre, y con ella misma involuntariamente, puesta a puja de estúpidos pastores... Y el novio, entonces, para atenuar aquel penoso exceso de consuelo que habríala dado la reflexión de no ser ella la sola desdichada en un país de generales desdicha y tiranía —consuelo extraño, producido a costa de amargárselo después con el ansia inasequible de otros lejanos parajes, en los que las gentes, según lo que Octavio relataba, disfrutasen las venturas plenas de la justicia y de la humana dignidad—, dedicábase, siempre exacto, siempre ecuánime en sus juicios, a desvirtuar en no pequeña proporción las visiones alucinadas del viajero.

Juan hallábase persuadido de que la civilización representada en su máximo esplendor por Europa, y aunque rodando a torrentes hacia un próximo porvenir magnífico, cruzaba moralmente todavía, a pesar de sus automóviles y aeroplanos y telégrafos, un período semibárbaro. Entre unas naciones y otras apenas hallaba más diferencias que un poco de riqueza y de sabiduría industrial y comercial; pero, en el fondo todas lo mismo, bastando sacar ligeramente las brillanteces de Londres, de París, para que apareciese, y tal vez más espantoso en el contraste, lo inicuo, lo podrido, lo brutal...

Bastábale leerle a Isabel los telegramas extranjeros de la Prensa, en comprobación de sus palabras. Un periódico cualquiera, del día —El Socialista—, de los que él solía llevar por los bolsillos:

«Londres, 12. —Según una estadística sobre la mendicidad en esta capital, resulta que en 1 de enero del año actual había en Londres 7.654 pobres menos que en igual fecha del año anterior.

En proporción con la población en general hay actualmente en la capital de Inglaterra un 21,7 por 1.000 de mendigos. En 1872 esta proporción era del 43 por 1.000.

Dícese en el documento de donde entresacamos estos datos que la disminución del pauperismo que viene observándose desde 1910 se debe a la ley que asegura pensiones para la vejez. —Bernard Murdock

El Imparcial:

«París, 14 (6,25 tarde). —Tres muchachas, de veintitrés, diecinueve y ocho años, y un joven de quince, hermanos los cuatro, y apellidados Brucker, se han arrojado esta madrugada al Sena, de donde fueron extraídos por la mañana sus cadáveres.

La causa del espantoso suicidio colectivo ha sido la absoluta carencia de los más indispensables elementos de subsistencia.

La infeliz familia tenía forzosamente que mudarse hoy de domicilio, arrojada a la calle por el casero, y ni aun ropa poseían los cuatro hermanos para salir a la luz del día.

El padre de los jóvenes suicidas está a punto de volverse loco de dolor. —Romero

También de El Imparcial:

«CRÍMENES SOCIALES UN SABIO MUERTO DE HAMBRE

(De nuestro redactor en París)

París, 20 (10 noche). —A los ochenta y ocho años, y en espantosa miseria, abandonado de todo el mundo, ha muerto hoy en París el famoso ingeniero Carlos Tellier, creador de la industria del frío. Los recursos que anteayer le concedieron algunas sociedades, al saber por los periódicos la triste situación en que se hallaba, sólo le han servido para la mortaja.

Y, sin embargo, Carlos Tellier es uno de los hombres que han producido más riqueza en el mundo. Hay mil grandes compañías que funcionan gracias a los inventos de él, de los cuales se han derivado numerosas y florecientes industrias.

En 1868 demostró la utilidad del frío seco para la conservación de las carnes, y en 1876, el Frigorífico, buque construido por inspiración suya, llevaba carne fresca de Francia al Plata. Gracias a este procedimiento se pudo traer a Europa desde la América del Norte diez mil huevos de salmón, y se logró aclimatar y extender por nuestros países este preciadísimo pescado.

Enumerar sus inventos sería excesivamente prolijo. Citemos sólo la utilización del gas pobre, que él demostró el primero prácticamente, abaratando así de un modo enorme la fuerza motriz.

Sería curioso averiguar el número de centenares de millones que ha puesto en circulación en el mundo el ingenio singularísimo de este «apóstol del frío», como Pasteur le llamó, muerto de hambre en la ciudad europea donde más resplandece el lujo superfluo, Romero

—Así también Londres y París, a pesar de su delicadísimo culto por los pájaros —concluía Juan—, conservan hacia el niño y la mujer toda la indelicadeza imaginable. Junto a los ejércitos de destripadores, de apaches, de bandidos como los Bonnot y Callemin, de la banda trágica, tienen ejércitos de prostitutas, precisamente reclutadas, para escarnio de la humana dignidad, para escarnio del respeto hacia los débiles, entre esas obreritas de los versos de Musset, que extasían a Octavio, y tiene ejércitos de asesinos infantiles, como ese de quince años que acaba de degollar a toda una familia. Y, ya ves, Isabel, ciudades, naciones que por insensibilidad moral y falta de organización del trabajo y de escuelas, dejan morir de hambre a sus mujeres honradas y sus sabios, convierten a los niños en ladrones Y a los trabajadores en pordioseros o bandidos y fuerzan a las muchachas a la prostitución en grado tal (130.000 prostitutas, Londres; 72.000, París —últimas estadísticas), no deben, no pueden pasar por más dignas ni cultas que España...

VII

Despertó (dix-her, m'siú!); vio por el entreabierto balcón la columnata de la Madeleine; oyó el rugir de los autobuses y el cri de los vendedores de journaux del boulevard..., y oyó en seguida, más claro..., un..., un... rebuzno formidable...

¡Oh, sí! El auténtico rebuzno de un borrico. Esto acabó de despabilarle. Anie, la Madeleine, los autobuses..., ¡cuán lejos! El hombre de París, el hombre que había estado en París, el hombre que había gozado en París la intensa y etérea felicidad de lo supremo, cuyos ecos de sonido o de luz perduraban en sus orejas y sus ojos..., rendido del largo viaje, ¡despertaba en La Joya!

Se incorporó para protestar, para convencerse. La realidad le impuso su evidencia. Pas plus de aquella coquetona chambre d'hotel. Pas plus de aquella gentil femme de chambre (dix-her, m'siú!) que entrebaillant la fenétre le llamaba con su voz de música y suspiro. Casi lloró el ungido de París, el penetrado por la pasión selecta de París hasta los huesos. El símil era un tanto estrambótico, pero exacto: París le pareció una inmensa y diáfana y tibia perfumería en donde habíanle trasminado las espirituales esenciales sensuales y suaves y exquisitas de todos los progresos. Se levantó, todavía con aquella ágil elegancia de París, y dispúsose a arreglarse. No dix her, sino «las once», en neto castellano. Un sol bárbaro, insolente, abrasador, como por civilizar, el sol de España, tendíase por la paja blanca de la estera. La calle, llena de carros, mostrábale enfrente las tapias viejas del lagar. Malditas las ganas que sentía de volver a ver a Mariano Marzo, al Garañón, a Jarrapellejos... (¡Oh, las jotas y las erres españolas!...)

Pasó al baño. Se entró en él. No lo halló mal instalado, la verdad, con la ducha y los grifos frío y caliente; sin embargo, el agua no se supiera qué tenía, que no acariciaba como el agua de París. Ya bañado, duchado y envuelto en el ropón de mangas que se acordonaba a la cintura, abrió completamente la ventana. Entre el ramaje de su jardín divisó el jardín y los corrales del conde. Recordó leve a Ernesta apenas un latido el corazón—. «¡Pse!», hizo, encogiéndose de hombros.

—Hijo, niño, Octavio... ¿Se puede?... ¡Date prisa!

Su madre. Se abrazaron efusivos. Volvió a salir la noble dama, a fin de que acabase cuanto antes. Ella, a vestirse también. Tarde. La ceremonia de los desposorios del conde celebraríase a las doce. No podían dejar de asistir, como parientes.

Tanto como la madre se alegraba de que el hijo hubiese llegado la noche antes, sin avisar, cuando no le aguardaba nadie, pudiendo así concurrir al primer solemne acto de la boda, Octavio deplorábalo. Echado de París, después de dos meses y de un gasto de once mil y pico de francos, que hubo de alarmarle al revisar cuentas un día, aún resolvió estirar su estancia una semana, sin escribir siquiera, con pretexto de ir a Londres (no se movió del adorable boulevard des Italiens), y con el solo objeto de dar tiempo a que Ernesta hubiera consumado la porquería de este matrimonio, anunciado para entonces. La fecha fue diferida por un retraso de zapatos o corsés, a última hora. Bien. Asistiría. Al cabo, el asistir o no asistir no le formaba más que una simple cuestión de repugnancia.

—¿Se puede?

Limpiábase los dientes. Otra vez le interrumpían.

—¿Qué, Modesta?

—El señorito Cidoncha, que está aquí.

—¿Se puede, Octavio? ¿Se puede, hombre? ¿Se puede?

—¡Hola, sí, Juan! ¡Pasa! ¡Demonio! Le fue al encuentro. Estrecháronse a dos manos. Juan acababa de saber la llegada del viajero. «¡Ni un mal telegrama, tú!» No le pudo escribir a Londres, porque únicamente, en la última carta, le había dicho que partía.»¡De modo que Londres también! ¿Y qué tal Londres?»« ¡Ah, pues... brutal!», condensó, mintiendo y esquivándose, el que, aparte de haberlo ya mentido por disculpa, juzgaba casi una obligación de su visita europea el no haberla reducido a un solo gran país. En sendas butacas un instante, Octavio le dio al amigo un cigarrillo egipcio; y, desde lejos, yendo de un lado a otro del amplio tocador, proseguía la charla a la vez que se arreglaba.

—¡Londres! ¡Oh, Londres!... ¡Cuéntame de Londres!

Porque fuese de sus predilecciones, o porque ya Octavio en la correspondencia hubiésele hablado demás de lo francés, el profesor recaía en sus curiosidades de Inglaterra. Y Octavio se desentendía. Enorme Londres, soberbio, sí...; pero ¡nada como la Ville Lumière de los ensueños! Había allí, en todo, cosas estupendas. A título de confirmación, enseñábale las que había hecho facturar, llegadas antes que él, y que estaban en un rincón del tocador, todavía con un embalaje. Una motocicleta magnífica, de doscientos treinta francos (seiscientos, lo menos, en España); una escopeta de reses, por trescientos once francos (en España, más de mil) y una mandolina ensamblada de nácar, marca Ocelli, por doce, cuando sólo el estuche valdría en Madrid cincuenta.

—¿Tocas tú la mandolina?

—¡Ca, no! Hiciéronmela comprar su excelencia y su increíble baratura. ¡Una monada! Lo malo, y lo vergonzoso para este pobre país nuestro, son las aduanas. ¿Se concibe que nada pague más de su valor?... Pues, hijo, en Irún, derechos: la mandolina, trece pesetas; la escopeta, ciento y pico, y la motocicleta, ¡agárrate!, doscientas noventa y tres. Total, con lo que traigo además en los baúles, al pie de mil pesetas. ¡Asqueroso! ¡Inverosímil!

Le enseñaba, le iba enseñando también lo que traían los baúles, puesto que removíalos para ir sacando ropas... Preciosidades, aun sin salir de lo que podría llamarse chucherías: anillos de joyería artística para su madre y para él, con ágatas y aguamarinas, que lucían como tenues esmeraldas; máquinas fotográficas y encendedores de último sistema; dos bastones-paraguas (uno, obsequio a Juan), de seda absolutamente impermeable, como goma, y tinteros y estereóscopos y doce estatuitas de bronce, lindísimas, que representaban los principales personajes wagnerianos: Wotan, Sigfredo, las Walkyrias, Lohengrin...

—¡Habrás gastado un caudal!

—¡Un disparate! Pero... ¡Qué mujeres, Juan! ¡Qué mujeres, sobre todo!

Y como al decirlo, queriendo o sin querer, en la doblez de una camisa saltó un retrato en marco primoroso, el feliz no tuvo sino entregarlo, en prueba.

—¡Mira!

Desnuda enteramente. De pie, como una Venus, y semivuelta de cadera. Prodigiosa. Mientras Cidoncha, deslumbrado de belleza, se extasiaba contemplándola, Octavio, tras el biombo, se despojó del batón ruso de baño, y se puso calcetines, camiseta y calzoncillos... Salió tal que un jockey, mostrando entre las sedas la apolínea desnudez de las rodillas, la rubia blancura torneada de los brazos (¡bah, sí, podían haberlo tomado en París por un inglés, príncipe de sangre!), y todavía el otro miraba a la perfecta estatua aquella de marfil.

—¿Quién es?

—Lo ignoro. ¡Verás! Lo ignoro, y, sin embargo, el retrato está hecho expresamente para mí. Fíjate: esta sortija —la trajo de la piedra del lavabo— es la misma que, en fe de dedicación, tiene ella puesta. —¡Sí, verdad! —accedió el que había pensado que fuese aquélla la fotografía de cualquier célebre beldad comprada en una tienda.

—La conocí en la Gran Opera. Representaban El oro del Rhin. Yo estaba en un palco principal con los Arago, una familia amiga de mi familia de Sevilla, y en el próximo apareció la deidad que ves ahí, pero vestida, naturalmente, y... ¡con qué vestido, Juan!... (Luego te lo enseñaré en otro retrato que la hice hacer para conservarla también con el recuerdo del encuentro...) Un vestido, un traje... de emperatriz, y no hay mejor comparación: todo de tisú de oro, desde el escote hasta los pies, y sin más adornos, en la áurea figura escultural que la diadema de perlas del pelo y el collar de perlas del escote. Acompañábanla otra dama y un señor. Al principio, intrigada por los gemelos que desde muchos sitios la enfocaron, recorrió la sala con los suyos. Serían las cinco de la tarde. No me advirtió. Pasaron juntos dos o tres actos de la ópera, y allá, a las nueve, cuando hubo el descanso para cenar, en el restaurante del mismo teatro, por supuesto, advirtió la primera vez mi admiración al salir contiguamente de los palcos. Perdidos en la suntuosidad de las escaleras de mármol, sus ojos, como mis ojos, durante la cena, no obstante la lejanía de las mesas, supieron encontrarse a través de la elegante confusión. Vueltos a los palcos, ya no hubo más Wagner para nosotros. En la semiluz me miraba, la miraba. Ella, junto al antepecho, de frente al escenario, espalda a espalda con la señora de mi amigo; yo, detrás de ésta, al fondo. Una vez, a la insistencia de su atención, verdaderamente descarada, la figuré un beso.... y, ¡oh, Juan!, se sonrió.

—¡Chiquillo! —admiróse Juan, mirando el retrato nuevamente.

—Sufrí en dos horas lo indecible. No tenía a quién preguntar quién fuese, y parecíame descortés dejar a los Arago, a la salida, por seguirla, sin contar lo fácil de perderla en el tumulto o en la marcha de su auto. Iba a terminarse la ópera, y me resolví a la segunda apremiante audacia de sacar una tarjeta, con mis señas, claro, de París. Se la mostré al disimulo. Gesto afirmativo de la excelsa; imposible, sin embargo, alargar el brazo a ras del costado mismo de aquel señor, que debía de ser su marido; dejé, pues, caer la tarjeta dentro del paco de ella, lo más cerca que pude de sus pies; la vio, y creí haberla enojado de lo que pudo juzgar, en cuanto al procedimiento, torpeza temeraria, porque no volvió a mirarme.

—Debiste esperar, dársela en las apreturas del pasillo. ¡Eso te quería significar!

—Sí, tal vez. Cuando partimos, antes que ellos, mi pobre tarjeta seguía en el suelo desairada. ¡Pero Juan!, ¡oh, Juan!..., al otro día, despertábame la urgencia de un pneumático en mi cuarto del hotel: «Ce soir, huit heures, atendrez-moi à Luna Park, porte gauche. Voulez bien me dire, poste restante boulevard Saint-Germain, tout de suite, si vous y seriez.—L'OR DU RHIN.»

—¡Demonio!

—Excuso relatarte el final de la aventura. La soberbia, la magnífica, se me dio en regalo dos noches. Dos noches, y adiós, luego, para siempre; fue la condición. Fumaba opio, aspiraba éter en gardenias y bebía y me hacía beber pasión por todos los rincones de mi alma y de su alma.

—Carne, traducido a lo mortal.

—¡Lo que quieras! ¿Cocota? ¿Duquesa? ¿Actriz?... No logré saberlo. Hacíame llamarla Irma, o L'Or du Rhin, porque era rubia y en recuerdo del oro de su traje, y afirmábame riendo que no era sino el «maniquí de un gran modisto, dedicada a lanzar modas».Quince mil francos el vestido que llevó al teatro aquella noche. Respeté el capricho de la soberana caprichosa. Nada intenté por descubrir su condición. Sin embargo, vivía en las inmediaciones o en el propio aristocrático boulevard Saint-Germain, puesto que desde aquella posta me escribía; sabía el inglés y el italiano, conocía fundamentalmente las literaturas extranjeras, y todo esto lo hallaba yo más encajado en las cualidades de la altísima gran dama. A mis súplicas, y siempre paradójica, la que me negó su nombre, accedió a darme esos retratos. Matinal y última entrevista, para hacerlos. Dos. Vestida, uno; el otro..., ése, y ambos con igual serenidad delante de mí y delante del fotógrafo. El hombre, al segundo, volvíase loco viendo caer los tisús de oro y los encajes y batistas a la alfombra.

—¡Qué barbaridad! ¿Pero... así? ¡Qué barbaridad! —continuaba admirándose Juan, siempre con los ojos en aquella prueba viva del retrato.

Octavio concluyó:

—Y nada más de mi Or du Rhin. Mintiendo gentil, seguramente, me había advertido que se iba lejos, fuera de Francia, al cabo de unas horas. Cerrada la Opera con la tetralogía de Wagner, no volví a verla, ni a saber dónde poder buscarla del inmenso y encantador París. ¡Más que encantadoramente parisiense, Juan, el lance..., me parece!

—¡Demonio! —concedió el estupefacto profesor con una postrer mirada a la hierática insolencia de la ignota—. Pero yo que tú ¡la sigo! ¡Vaya si la sigo!

Octavio tomó el retrato, lo restituyó eucarísticamente al baúl y dijo, poniéndose al espejo la corbata:

—No, Juan; aparte de ser una tontería dejarse monopolizar por una, habiendo tantas bellas mujeres en París, hubiese constituido, una vez más, el eterno y bochornoso contraste de la espiritual cortesanía francesa con la sanchezca tosquedad española. ¡Ah, esto se ve de un modo tan triste, apenas pasada la frontera, y principalmente al regreso, que hiere hasta sin bajar del coche que te trae: en las estaciones de Francia, siempre que el convoy vuelve a arrancar, oyes: Messieurs les voyageurs, à la voiture, s'il vous plait! Cortesía: s'il vous plait!, ¿sabes?...; para nada lo olvidan jamás aquellas gentes. Entras en España, y dicen: «¡Señores viajeros, al tren!», con el si os place a paseo. Te internas, y ya sólo gritan secamente: «¡Viajeros al tren!» Sigues, recto como al África, y ladran: «¡Al tren!», aun dispuestos a morder y como a meterte en el vagón a linternazos.

Rió Cidoncha. Continuó Octavio poniendo ejemplos del «tristísimo contraste». Particularmente entre las mujeres francesas y españolas hallaba de diferencia un mundo. Creía que el amor adoptaba aún entre nosotros la salvaje arcaica forma de pasión (locura, enfermedad) por la escasez de bonitas, dignas de tal nombre; así, cada uno que veíase en propincuo trance de lograr una, defendíase del perruno acoso de los otros (celos), incluso a tiros y patadas. Los celos y la pasión, por la profusión de hermosas y por su graciosísima franqueza, habría pasado en Francia a los abismos de la histórica barbarie. Allí el Amor era lo que debía ser, lo que sería en la tierra entera cuando dejasen de seguir siendo gacelas las mujeres, y perdiese sus trágicos arreos traidores de caza y de conquista: una magnífica amistad, sublimada por todos los agrados, por todos los respetos...

Callaba, callaba Juan; sonreíase con la fría indulgencia del impávido cuyo firme juicio no se deja nunca enteramente dominar por el ajeno, aun trayendo el sello de autenticidad y la garantía de sensatez de este «viajero de Europa»; y el «viajero de Europa», un tanto desencantado por el fuego de entusiasmos que no lograba transmitir, enmudeció también unos segundos, mirándose a la luna del armario su elegancia, y una leve arruga, del baúl, en la levita...

—Bien. Y tú, querido Juan —le interrogó luego, afable, ganoso de poner asimismo interés y la posible admiración en los gustos del amigo—, ¿qué tal por aquí? ¿Qué tal la hermosa Fornarina?

Cidoncha, que examinaba ahora el bastón-paraguas del obsequio, lo dejó para decirle:

—Mal. Muerta de pena. Sigue preso su padre.

Octavio se volvió:

—¿Preso?... ¿Cómo, preso? ¿Por qué?

—Preso, sí; en la cárcel, por lo que te escribí del incendio.

—¿De qué incendio?

—Del incendio de las eras.

—Ah..., de las eras... ¿Y tú me lo escribiste?

Según Cidoncha temió, lo había olvidado, o no había reparado siquiera en ello, con su deslumbramiento de París. Volvió a referírselo, y esta vez enterándole del fondo del suceso relativo a las bajas propuestas e intenciones de don Pedro...

—¡Ah! ¡Quita! ¡Por Dios!

—¡Lo que oyes! —insistió Cidoncha, tranquilo al fin de ver al noble Octavio indignadísimo—. Tuvo la avilantez de repetírselo a la pobre Cruz cuando fue a rogarle que libertase a Roque: «La entrega de la hija, e inmediatamente, el marido, fuera de la cárcel.» Así se lo plantó.

¡Oh! ¡Oh! ¡Ah! Octavio trinaba. Su rostro fulguraba de aversión. Prometía reparar a toda costa aquella infamia. Iba a hablarle al miserable, a quien hasta ahora había guardado miramientos excesivos, y no respondía de poderse contener sin escupirle... Pero Cidoncha, el sensato, tan conocedor de los personales arrestos del amigo cuando llegaba la ocasión, como de la pública y omnímoda influencia del cacique, encarecíale la prudencia y le rogaba que ni remotamente se diese por enterado de su vil designio en el asunto.

—¿Sabes?... Desentendidamente. Como un favor, y nada más. Te lo suplico. De otro modo nos expondríamos a agravar la situación de esas desdichadas. No olvides que el tal Jarrapellejos, a más de ser acreedor de ellas por dos mil pesetas, tiene a su mando a todo títere, y al juez y a la justicia.

—¡Y yo, una estaca con que romperle la cabeza!... Exageras tu temor; pero, en fin, te atenderé..., seré discreto. Hoy mismo, lo primero, voy a...

Titubeó. Iba a haber dicho: «Voy a darte las dos mil pesetas para Cruz, a fin de que salga de su deuda.» Sino que le acudió instantáneo el enorme gasto hecho en sus dos meses de París, y limitó las piedades del impulso:

—Hoy mismo, ahora mismo, le hablaré. ¡Ah, qué España, qué España, Juan! Caciques, pueblos como éste, y un conjunto de vergüenza ya insufrible. La dignidad nacional, no lo dudes, sólo se puede aprender... en el extranjero. Hasta que uno compara no advierte en qué grado de mortal asfixia nos tiene sumidos la barbarie. ¡Te juro que vuelvo otro, muy otro, dispuesto a levantar bandera de salvación, y tú has de ayudarme en esta maldita Joya, que por sus latentes riquezas merecería ser un paraíso!

Le llamaban, de parte de su madre, ya dispuesta. Cogió los guantes, la chistera y el bastón, y, saliendo hacia el piso bajo con Cidoncha, repetía:

—¡Diputado, diputado, pronto, por los dignos procedimientos del sufragio popular!... Luego ministro, Juan, ministro... ¿Por qué no?... En un país donde lo son tantos botarates. Yo estaba en una obcecación estúpida, queriendo esperarlo todo, a fuerza de sonrisas falsas (que de hoy más serían serviles, criminales), del conde, de don Pedro Luis, de caciques, de los amos!...

Sin tiempo de más, pues reuníanse con la señora, un apretón de manos selló este pacto, en que el uno comprometíase a altas y generosas rebeldías con alma y corazón, y el otro, a ayudarle, a secundarle, con todo el corazón, con toda su alma, también, de frío y tenaz propagandista.

Diez minutos después Octavio y su madre llegaban algo retrasados a casa de doña Antonia. Entraron punto menos que como en un templo, de puntillas, y dando la mano, en saludo, a los más próximos. La ceremonia se estaba celebrando. Lleno el saloncito, aunque sólo se había invitado a los íntimos, la concurrencia, de pie, agolpábase en torno a la mesa del lunch y a otra pequeña, en donde estaban los novios y el cura. Éste leía el acta de esponsales por encima de los lentes. Había en un ángulo un altar improvisado, con un Cristo. Olla a esencias, y creyérase que olía a incienso. Entre hombros de muchachas y plumas de sombreros, Octavio veía a Ernesta de espaldas. Imposibilitado de mirar su cara, de momento, miraba a las otras. No sabía qué de ellas le chocaba. Orencia y Dulce Marín le hacían visajes afables desde enfrente. No estaban tan ridículas ni cursis como él creyó encontrarlas. Dijérase que no eran las mismas... Manos y uñas bien cuidadas, dientes blancos, rostros pintados menos payasescamente... Lindas, lindas, qué diablo; y lo mismo, más allá, las Rivas y la cojita miniatura Encarnación... Ahora, sí; ¡ah!..., ¡los trajes!...

Terminó el cura de leer, y firmaron Ernesta, el conde y los testigos. Removióse todo el mundo. Unos rodearon a los desposados, reiterándoles sus plácemes; otros agolpáronse a saludar al «parisién». Disputábanse su mano. Ya se hablaba en alta voz. Dulce le mostraba su gratitud por las postales, por el «mono» esqueletito. Siendo todavía difícil romper del uno al otro grupo, Octavio seguía viendo por detrás a Ernesta..., gentil, más gentil de lo que él creyó volver a hallarla, en las elegancias de las sedas negras del vestido... Pero se volvió de pronto ella, sin verle a él, un poco emocionada por la solemnidad del acto; y él, abroquelado en desdeñosa hostilidad, recibió la estupefacción de su belleza de sultana... Un rato hubo en que quedaron sus ojos prisioneros del hechizo.... tanto que Dulce lo advirtió, y díjole, maligna:

—Está guapa, ¿eh?, ¡bien guapa..., la condesa!

Para rehacerse, para sonreírle a Dulce, en simple concesión del monosílabo el desdén, tuvo instantáneo que evocarse las beldades feéricas del Olympia, de Marígny..., su Or du Rhin, sobre todas, y los quince mil francos del tisú de oro de aquella noche de la Opera, Bastó. Sobró. Pudo inmediatamente acercarse con su madre a Ernesta y al conde, sin emoción, sin curiosidad siquiera, por la índole compleja de la que el contacto de las manos y el cruce de miradas hubiésenla causado a ella, para obligarla a abatir la suya en vergüenza al suelo... Una mínima y estúpida vergüenza de coqueta, tal que la habría sentido por partida doble, por partida múltiple, si estuviesen también aquí el capitancito del tejado... y los cien más que allá en Valladolid habríanla tal vez enamorado a lo gato

por las tejas... No sabía si entristecerse o alegrarse, el altanero. ¡Pobre conde! ¡Pobre pariente tonto..., y en cuán poco reparaba la dignidad del dignísimo viejo así que se trataba de... acostarse con una joven legalmente!

Con idéntico cortés desprecio olvidado de ambos, mientras se tomaban a la mesa los refrescos de grosella y los sorbetes gozo las satisfacciones de un triunfo de interés y curiosidad mayor que el de la propia desposada. Su aureola de París subyugaba a las muchachas, a los hombres, al conde mismo. Le acosaban a preguntas «Qué, ¿se lleva el glasé en los trajes?» «¿No se llevan grandes los sombreros?...» Le admiraban la petaca, la corbata, la levita..., de corte irreprochable. Olímpico, le costó trabajo desentenderse de los demás para apartarse con don Pedro Luis a un rincón y hablarle de Roque. Petición de gracia; fórmulas de absoluta corrección, según lo prometido.

—¡Ah, sí, Roque! Volveré a informarme del juez, y veremos de ponerle en libertad, Octavio, si es posible humanamente. No puedes imaginarte la piedad que me inspira el desdichado, y la pena que me dio la pobre Cruz cuando estuvo a verme. Ya la prometí hacer por ellos cuanto pueda, y no pierdo de vista la cuestión. Díselo a tu amigo.

Giró en redondo Octavio; le dejó, asqueado de su hipocresía, por no escupirle. Y, sin embargo, era la verdad que aquel hombre que llamábale de tú, que le trataba mimosamente desde niño, y a quien quiso como íntimo su padre, infundíale respeto.

Pasaban días.

En su biblioteca, en sus habitaciones, rodeado de los objetos que constituíanle los recuerdos del viaje, Octavio complacíase en permanecer solo horas y horas, entregado melancólicamente a su pasión profunda por París.

Por París, en su conjunto de diáfana gran ciudad maravillosa; no por determinada mujer alguna de las que allí, con sus varias bellezas y elegancias, hubieron de revelarle el verdadero sentido paradisíaco y dulce del amor.

Amaba a París intensamente, locamente, triste, muy tristemente, al encontrarse lejos de él, como a una extraña multiforme diosa que resumiera todos los encantos de la vida.

«París..., capital de la Vida», hubiese definido él de buen grado; y en los estereóscopos y en las lupas traídos de París extasiábanle con delicia igual los retratos de divinas que le ungieron con sus besos: de la Olga Stelly, del Olympia; de la Gaby Vilvert, de Marigny; de la Mado Yot, de Tabarin; y las áureas estatuas del Hôtel de Ville y del puente de Alejandro. Miraba, miraba al fin de un modo sagrado, predilecto, a morirse de mieles del dolor, las dos fotografías de su Or du Rhin...

Los libros, fieles antiguos compañeros, habían perdido la facultad de distraerle.

Largos ratos proyectaba hablar seriamente con su madre, convencerla, y trasladarse a París ambos para siempre. Hacíale desistir la idea de los cuatro o cinco mil francos mensuales que habrían de serle necesarios, y a que no alcanzaban sus rentas, ni con mucho, si hubiera de proseguir normalmente la vida de relativo fausto que llevó en París y que París necesitaba. Ir a resignarse a la estrechez bajo una imposición de economía, resultaba absurdo a todas luces, y fuese preferible gozar del paraíso aquél cuando pudiese, a temporadas... Porque esto sí, ¡bah, si volvería!...

Huyendo de tal pasión, que le obsesionaba hasta permitirle contemplar indiferente por lo alto del jardín aquella casa del conde, en que había de estar pronto Ernesta; que insensibilizábale hasta inducirle al como traidor conato de olvidos y abandonos para España, cogía la motocicleta, o un caballo, y dábase largos paseos de estudio, en comienzo y preparación de sus políticos deberes. ¡Pobre Patria, tanto más digna de cariño cuanto más decaída a la presente condición por torpezas de sus hombres!... Leguas y leguas de rañas, de estériles jarales, que se pudieran roturar; tierras que debieran cambiarse de cultivo; latifundios a repartir entre los pobres; saltos de agua en futura industria utilizables, y puntos de la ribera de más sencilla acometida para el riego de los campos...

Cidoncha, el inteligentísimo sociólogo y profesor de Agricultura, le acompañaba en las investigaciones de alrededor del pueblo o del pueblo mismo. Así, una tarde, estudiaron juntos, Guadiana arriba, interrogando a los molineros de seis molinos las ventajas de sustituirlos por fábricas modernas. Así, fijándose en lo grande y lo pequeño, hablaban de la construcción de un ferrocarril de enlace, informábanse de las necesidades de los trabajadores, examinaban prados para alfalfa y vegas de fácil regadío, en donde la remolacha permitiese la industria del azúcar.

Y así también, otra tarde, guiados por Barriga, quisieron ver hasta qué extremo el paludismo constituíales a los pobres un azote. Barrio de pescadores. Casuchas sucias, chicas, sin cristales, llenas de moscas con el burro en la cocina, con una sola alcoba, donde tenían que dormir amontonadas las hijas con los padres, en daño de la moral, y convertidas por el sol en hornos del infierno, donde recocíase el sudor de los enfermos y el acre vaho de la miseria y de las redes y los peces.

En una, sobre un camastro, una extenuadísima mujer se abrasaba al calor de la terciana, procurando acallar con sus fláccidos pechos, agotados, el llanto de dos mellizos; la abuela, cojeando por los reúmas y por sus setenta y cinco años, hacíala a la lumbre de taramas caldo de peces y morcilla. El médico se renegó. Aquello, que a un sano le haría echar el estómago por la boca, mal podía servir para la enferma. ¡No disponían de otro alimento! Acongojado Octavio, las dejó dos duros y prometió buscarles ama a las criaturas.

En la de al lado estaban con la fiebre cinco, de siete que eran la familia. El cuarto, cerrado el ventanillo por el sol, olía a diablos vivos, propiamente. Lleno de verdes vómitos, el suelo de tierra apisonada; las mantas, de mugre; las sábanas, de pringue oscura y humedad, como si las hubiesen arrastrado por un charco. Encima de una silla veíase una cazuela con unos puches repugnantes: «¡Oh! ¿Qué es eso? ¿Comen eso?», inquirió Octavio, horrorizado. «No. Es que, a más del paludismo, tienen sarna. Es pomada mercurial.» En cambio, Barriga comprobó que comían melón, por las cáscaras de debajo de las camas. Rascándose, Octavio se apresuró a salir. Les dejó otro duro. Ya en la calle, respiró.

Cruzaron a la casa de enfrente. No había más que una enfermita de once años, pero sola. El padre pescaba. La madre y la hermana mayor, lavanderas, lavaban en el río. Tenía un pez frito y aceitoso, a medio devorar, encima de la almohada. Rogó que avisasen a cualquier vecina: quería agua, y se le había acabado en los botijos. Rascábase también, mientras iba respondiendo a las médicas preguntas. Otro duro la dejó Octavio, que en la puerta preguntó:

—¿Tiene sarna?

—Sí. A consecuencia de jugar juntos en la calle los chiquillos y de no poder bañarse, es decir, curarse bien, la sarna abunda por el barrio.

—Pero, hombre..., ¿y lavanderas?

En otra casa, la habitación de los enfermos, hortelanos, hallábase atestada de serones de pimientos, tomates y lechugas. Más arriba, un zapatero confeccionaba sus botas al lado de un pequeñín con sarampión, y la vivienda inmediata alojaba a una familia entera con fiebre: padre, madre, suegra de la madre y cuatro hijos. No tenían para comer ni quien los cuidase. Pescador el dueño, no podía pescar. Sin embargo, desde el mismo lecho tendió el brazo y le vendió peces a una vieja que entró por ellos. Olían los peces, de tres días. Le rogó a la vieja que se los llevase a pregonarlos a mitad de precio por las calles. Se opuso Octavio, entregando en compensación unas pesetas. «¿No estaban podridos? ¿Por qué además teníanlos en la alcoba, y no fuera, en la cocina?» «¡Porque se los comería la burra, hambrienta como todos, señorito!» Al salir vieron la burra, flaca como un sable, royendo las aneas viejas de un sillón. «¡Cierren, tengan la bondad —gritó el enfermo desde el cuarto—, que s'escapa!...» Octavio sentíase sin valor para seguir. El cuerpo le picaba. Creía tener sarna, sarampión y todo lo tenible. Un entierro los cruzó; el sacristán, el cura y la caja de caridad del Municipio. Ni un alma detrás. Era el cadáver de aquel hidrópico infeliz, cuya mujer murió de parto, por la siega. Cuando partían de otra casa, les alcanzó la vieja, que iba ya pregonando los peces—« ¡A las bogas, las bogas, las bogas... frescas y vivas!...»

—¡Caracoles!

Juan, tristemente callado hasta entonces, comentó:

—¿Eh?... ¡Lo que comemos! Lo que comen los ricos, incapaces de entender cuánto convendríales que no fuesen pobres los pobres, que, al fin, trabajan para ellos y los surten. La limpieza se aviene mal con estas miserias absolutas, lo mismo que el pudor. ¡Cuántas veces, en un par de zapatos o en un kilo de tomates, no irán a la casa que más presuma de higiene y de cuidados los gérmenes de todos los infestos! Bah, la idiotez burguesa es inconcebible: se comprendería que les importase poco el malestar de los humildes si no fuese porque de ellos reciben la lavada ropa, que les puede llevar la sarna; el pan, que les puede acarrear el tifus, la tisis, el sarampión; y hasta la famélica mujer prostituida que les contagia la sífilis, transmisible a la dignísima señora y a la casta...

—¡Sí, sí, Juan! ¡Horrendo, horrendo! —aplaudíale Octavio—. ¡Por egoísmo burgués, aunque fuese, debía triunfar la democracia!

Barriga ilustró la afirmación del profesor con científicos ejemplos. Sabía de una respetabilísima familia de La Joya con sífilis de herencia: aquellas honestas señoritas no acertarían nunca ni a soñar que, pescada por el padre, allá en su juventud, afligíalas la misma ignominiosa enfermedad de que ellas pudieran haberse contagiado concurriendo desvergonzadamente a los prostíbulos. Sabía asimismo de unos niños a pique de quedarse ciegos por oftalmías purulentas contraídas al nacer, de la honrada

madre, gonorreica sin saberlo.

Y un cuadro, reconfirmación de realidad, en cierto modo, de lo dicho por Cidoncha y por Barriga, les llamó un momento la atención. En la calle solitaria, a la sombra de un hastial, charlaban con aires de misterio una joven enlutada y la Sastra, la inmunda celestina. Una virgen más en venta, seguramente, acosada por el hambre. Sería la huérfana de cualquier otro infeliz como el hidrópico, y sería la Sastra la emisaria de cualquier husmeador de las desgracias, como el Garañón, como Jarrapellejos, si no de alguno más miserable todavía que al primer contacto hubiésela de dar el contagio de la sífilis.

Pero de esto no hablaron Octavio y el profesor, en reparos hacia el Barriga, tenorio que no desaprovechaba, con solteras y viudas de buen ver, las iguales ocasiones que deparábale su oficio; ambos hallábanse enterados de que a la sazón era su querida la mujer de un albañil fallecido hacía seis meses.

Siguieron las visitas. La misma cosa siempre; la mayor parte de aquellos infelices, sin comer, sin asistencia y sin quinina; no habiendo podido pagar la iguala, se la negaba el farmacéutico. A pocos socorría la Asociación de San Vicente, por ser requisito indispensable las cédulas de confesión. En el pueblo no existía sino un hospitalillo, reservado para los grandes accidentes. Y Octavio, pronto vacío el portamonedas, se encontró con que la miseria persistía delante de él interminable. ¿A qué ver más?... Volvería otro día, mejor provisto de dinero. Hacía falta poner fin a tanta angustia...

Pero Cidoncha, ahora regresando los tres al centro de La Joya, manifestaba su criterio de frío y piadoso pensador acerca de la limosna. Enteramente ineficaz para remediar nada de un modo duradero, parecíale a Juan que la única verdadera limosna, una limosna noble y trascendente, cifrábase en la siembra de ideas capaces de apresurarle a la humanidad su porvenir de redención. Dentro de sus medios limitados, él ejercitaba de tal ideal manera la limosna: aparte sus agrícolas enseñanzas del colegio, teóricas y prácticas, y de las cátedras de dibujo, geometría, mecánica y otras ciencias y artes industriales en el Liceo concurridísimas, aparte también los periódicos y folletos difundidos por el pueblo.... acababa de fundar una singular biblioteca ambulante, cuyos socios, por dos reales al mes (y eran ciento y pico), proveíanse mensualmente de buenas remesas de los libros útiles o recreativos, como manuales científicos o técnicos, buenas novelas, etc., etc., que mediante recibo iban leyendo en sus casas. En cambio, un duro, dos, diez.... en dos o diez o en veinte casas de las mil del pueblo que los necesitarían, de los millones y millones de casas de la tierra que tendrían miseria igual..., y ¿qué?... Un día sin hambre, de unos pocos, que tornarían a sufrirla idéntica al siguiente..., y el mundo rodando igual con su ruido fanfarrón de cristianas caridades, de asilos, de hospitales, de refugios, y los pobres muriéndose de piojos y crónica miseria por las puertas y las calles. La limosna, en suma, y sin que Juan negase y dejase de bendecir el efímero Y microscópico bien que producía, sólo era útil para calmar neciamente la conciencia de quien creía remediar el dolor general de la injusticia, porque un minuto siquiera consolaba el que tenía delante de los ojos... Le sobraba la razón. Este juicio, por lo demás, era el de todos los modernos altruistas; Octavio recordaba la célebre novela en que había Zola evidenciado la esterilidad de las cristianas caridades, solas o asociadas, contra la miseria de París...

—¡Concho! —tuvo de improviso que exclamar—; ¿pero... qué es esto? ¿Se han casado estos chiquillos?

Purita Salvador, con su enorme vientre hasta la boca, con su madre, con su primo Gil Antón, que lucía el azul uniforme de cadete, en paseo de higiene por la Ronda.

Le explicaron. Nada de casada Hidrópica, enferma la infeliz. Barriga iba a operarla en el otoño.

—¡Ah!

Saludados los dos grupos, volvieron los de éste su interés al paludisino. Barriga conservaba recortadas, y las leyó (detenidos los tres bajo un gran árbol), las últimas instrucciones de la Dirección de Sanidad: proponían la desecación de charcas y pantanos, la no exposición de los trabajadores al sol durante las horas de calor fuerte; plantaciones de eucaliptos; alambreras que no dejasen a los mosquitos pasar puertas y ventanas, y el uso diario y preventivo de una especie de licor compuesto de quinina, ron y café. Florido estilo el de las instrucciones; y más, leído por el altisonante lector de Gabriel y Galán en los poéticos jueves de don Pedro. Como que era el mérito esencial de Barriga, el de saber prestarle a lo científico bellos aspectos literarios.

—Efectivamente, señores; los mosquitos, el esanofele de un modo predilecto, según ha demostrado Laveran, descubridor del germen productor de la malaria...

Le interrumpió Cidoncha:

—¡Hombre!..., ¿desecar charcos... y pantanos?...¿Pues acaso anteayer mismo no ha traído todo lo contrario la Gaceta? Un plan de Gasset sobre creación de panta nos y zonas de riegos. ¿A qué carta, entonces vamos a quedarnos: a la del Ministerio de Fomento o la de la Dirección de Sanidad?

Cierto. Octavio sublevábase. ¡Qué imbecilidad! ¡Qué tejer y destejer! ¡Cosas de España! Arbitrismos. Proyectos y proyectos, a bofetada limpia los unos con los otros. Y lo peor era que no pasaban nunca del papel, que quedaban incumplidos por igual.

—No. Octavio. Lo peor —insistió Cidoncha— es la falta de sentido común que los inspira. Nada tan cómico como el consejo de llenar la Península de plantaciones de eucaliptos, cuando no hay los suficientes pinos y robles, por ejemplo, como no sea la recomendación de quinina y alambreras, y de que no tomen el sol, a unos braceros españoles que no se pueden mantener ni con gazpacho. Los gobernantes no saben de estas cosas, ni los médicos metidos a gobernantes, tampoco, por lo visto. No está el ideal de la Higiene en poner al hombre en un fanal hasta limpiar el mundo de microbios, dejándoselo convertido en limpia bola de marfil, bajo una pulverización de ácido fénico..., sino en dotarle de orgánica resistencia, entre todos los peligros, contra toda clase de peligros. «Pan y duchas», Octavio. Tú me lo dijiste, y no es otra la fórmula de la redención universal.

La impresión de estas investigaciones, de estas sensatas opiniones que sobre el terreno práctico iba escuchándole a Cidoncha, también causábanle a Octavio un poco de rubor y no poco desconcierto. Recogido después en su biblioteca hallaba los libros de sobra especialistas y anticuados. Fueron de su padre, abogado como él, la mayor parte. Derecho, Derecho.... y ¡oh, cuánto, cuantísimo más necesitaba saber un estadista! La humana enciclopedia. De todo: agricultura, medicina, ingeniería, mecánicas industrias, y principalmente mucha ciencia biológica y social. Por eso España, en donde la elocuencia oratoria, y nada más, elevaba a los políticos, ofrecía a menudo casos como el de Maura, abogado de talento indiscutible y jefe de un partido respetable, sin saber una palabra de la moderna gobernación de los Estados... Y leía, leía Octavio algunos de los libros que tenía; encargaba otros. La decisión de lanzarse con Cidoncha a las propagandas populares, que él mismo temió retardada sin cesar por una especie de instintivo respeto al conde, a don Pedro Luis, a los Rivas..., por un miedo a romper con todo el mundo, antes obedecía, sin duda alguna, a su lógico deseo de saber a fondo, tal que Cidoncha, lo que habría de predicar.... a su justa y noble ansia de encontrarse preparado.

Ardua la labor.

De ella descansaba largos ratos contemplando en el reóscopo y la lupa las mujeres como estatuas y las estatuas doradas de París...

Su Or du Rhin..., la última, con mortales embelesos. Tisú de oro... Perlas. Rubia divina desvergüenza de escultura. ¿No debió él seguirla..., no dejársela perder.... en realidad?... Ella, en París, le habría olvidado pronto por otros. Él, aquí, la idolatraba.

VIII

De frac, de zapato de charol, de calcetín de seda bronce oscuro, de escotadísimo chaleco-faja de seda malva azul, con los tres botones de topacio, y luciendo por el entreabierto pardesús el blanco y flojo piqué de la pechera. Octavio, figurín viviente de belleza varonil, trasunto de la rubia distinción de un príncipe británico, envuelto melancólicamente el corazón por la nostalgia de París, que le daba este atavío, ahora, lento, a pie, cruzaba el pueblo, llamando la atención del gentío en fiesta de las calles.

Había llegado el gran día para Ernesta, para La Joya. O, mejor dicho, la gran noche —y de una cálida y espléndida pureza. La luna acababa de salir; las luces acababan de encenderse. Entreteníanse las procesiones de curiosos, al aguardo del cortejo de la boda media hora más tarde, mirando a los invitados que llegaban y yendo a contemplar los voltaicos focos adicionados por orden del alcalde en el atrio de la iglesia y delante de las casas de los novios.» ¡Quién fuese ella!» —oíase repetir a las mujeres, a las criaditas, a la vez que añadían e invertían los malignos artesanos, los carpinteros, los zapateros: «¡Si nos la darán! ¡Quién fuera él!...» Suceso de faustos memorables, con dos músicas apercibidas y fuegos de cohetes, con multicroma y espléndida iluminación de farolillos venecianos en el jardín del conde, por cuyas verjas vislumbrábanse las mesas, servidas al fondo del ramaje; desde el amanecer, en carros y borricos, habían ido viniendo gentes de las aldeas circunvecinas.

En su calidad de pariente próxima, doña Margarita Rendón, madre de Octavio, acompañaba a Ernesta desde las tres de la tarde, para ayudar a la madrina, que lo era una Jarrapellejos. Por esto Octavio iba solo, como ajeno al ambiente de barullo y a la expectación que despertaba, y entregado a sus recuerdos de París. ¡Oh, entre qué tosca profanación de feria lugareña su frac de la rue Tronchet, oliente aún a los perfumes exquisitos de la Opera y al champaña y las gardenias de Maxim's!... Le miraban. Se volvían, dejándole pasar, los pobres aldeanos. Una, en un grupo, informó a otras que no serían de La Joya: «¡Ése fue su novio! ¡Qué guapo! ¡Le dejó ella por el conde!» Todas, todos memoraban esto, y lo decían deteniéndose a mirarle, aunque no lo oyese siempre él; y al altivo desterrado de París, al augusto mimado por las bellezas de París, fastidiábale profundamente verse envuelto, y por cierto en un papel de derrotado, de vencido, en la insigne porquería del matrimonio de una idiota casquivana con un viejo.

Detúvole el cartero. Le dio tres cartas. La cordial evocación de aquel París de sus ensueños quiso redimirle: una, el sello rojo, francés..., la letra veloz y larga de Henriette. La sexta que se cruzaban, y enviábale un retrato. Púsose a mirarlo y a leerla debajo de una luz, pero molestábanle los que alrededor se le paraban, y desvióse por una desierta calle lateral. Breve, impulsiva la carta, como todo en la nerviosa morena y linda apache—ángel, llena de lunares y de boca sensual. Habíala escrito últimamente: «¡Si vinieses a España, aquí, conmigo!...» Y ella respondía: «Gírame telégrafo quinientos francos para el viaje.»

¡Qué bruta! ¡Qué bruta y qué bonita! ¡Qué ella, qué llena de tipo, con su gran chambergo flexible de pelús!...

Vamos, bruta... Octavio referíalo a sus repentinas y bravas decisiones. Así la conoció y la conquistó, en el azar instantáneo de... un instante. Él iba en taxi, bulevar arriba; y, de pronto, un grito, un tamboleo del taxi, violentamente contenido: una arrogantísima criatura medio derribada, alcanzada con el ala de un farol. Ilesa, pálida, con el susto nada más, en tanto el chaufleur reemprendía la marcha, supo ser gentil para sonreír y tirar besos a los besos y ademanes, con que Octavio, vuelto en la capota, trataba de significarla sus disculpas. Tan pálida, tan gentil, que él hizo volver el automóvil, bajó, la habló, manifestándola el contento de que no hubiese tenido el accidente más tristes resultados, y, en mínima restitución de cortesía, ofreciendo conducirla adonde fuese. Era la señorita de comptoir de una joyería de la place Vendôme...; aceptó, gentil, siempre gentil, y ya en el auto, antes de dejarla en la elegante puerta acristalada, quedaban concertados para cenar juntos a la noche. Lionesa, sola en París, libre como un gato, desinteresada, con un sueldo de trescientos francos mensuales, de fuego en la pasión y romántica de alma, vivía en una pensión de la Cité Bergère, y pasó la noche aquélla, y otras luego, discretamente salteadas, a fin de no rendirle al sueño su labor todos los días, en el hotel de Octavio...

Tenía que ver la camarerita Anie cuando entraba a despertarle los domingos: ¡Dix her, m'siu!; abierto el balcón, veía sobre las almohadas la lunarosa faz y la negra cabellera de Henriette, y rectificaba, llena de recogimiento y pícara sorpresa: ¡Dix her, m'siu, m dam! ¡Ah, mujeres de Francia! El lance, posterior al de la Ópera, corroboraba su acierto de no haber querido concretarse a una hermosa solamente. Contado a Juan cuando le leyó la primera carta de Henriette, hízole un poco envidiosa y neciamente exclamar: «¡Ah, sí, mujeres de Francia...; qué encantadoras, Octavio, y que... grandísimas zorras!»

Había ido el feliz internándose por las calles solitarias, mientras recordaba estas delicias, y la urgencia de meditar acerca del tal viaje de Henriette, que él hubo de insinuarla en su carta como en broma, lo mismo que hubieron de hablarlo algunas veces en París, y que ella, más loca, ahora decidía con apremios de telégrafo, le hizo continuar vagando y alejándose del centro. Después de todo, maldito si le corría prisa incorporarse a la cursilería de aquella boda en que fueran a ahogarse de calor y a hartarse de champaña malo y de pavo en pepitoria... ¡Henriette!

¡Oh! Por lo pronto, la presencia de aquella Henriette, insuperablemente parisina, en La Joya, querida de él, formaríales un asombro de envidias y embelesos a los doscientos treinta zamacucos que tanto alardeaban de criaduchas y pastoras.

Pero... formaría un escándalo también, a no dudar.

¿Cómo traerla? ¿Cómo instalarla?... ¿Con casa aparte, en el pueblo mismo, a gran lujo y gran descaro..., o confinándola en el desierto de la dehesa?¿Iría a aburrirse ella, aquí?

Arduos problemas.

Por un rato, le dio vueltas a otra solución. A otra. solución que habría de ser harto simple y expedita si él tuviese siquiera una hermana a quien ponerla institutriz. No teniéndola, el traerla a casa, de doncella, de ama de gobierno, resultaría chocante y peligroso...., por mucho que él intentara persuadir a su madre de que conveníales una francesa para soltarse en el francés. Y, sin embargo, tratándose de un poblachón sin fondas ni posibilidades de ocultar a una amante, en casa era donde pudiera recibirla con más comodidades para ella y garantías más grandes de secreto.

Ahora, puntos a resolver previamente, constituíanlos, por una parte, la estratagema que hubiese de engañar a su madre en lo respectivo a las desinteresadas busca u oferta de Henriette, y, por otra, el si ésta se avendría a los caseros trabajos y al sueldo aparente de quince o veinte duros, aunque él la completase hasta ciento, a ser preciso, bajo cuerda.

¿Y la habitación?... ¿La situaría con facilidad en el piso alto, como de él, adonde subía muy pocas veces, y nunca por las noches, la mamá.... o ésta preferiría tenerla en el bajo, cerca de ella?... De una a otra cosa iba la diferencia de haber de andar inquietos y furtivos o...

Sonó un reloj.

Las siete.

¡Diablo!

La boda estaría en la iglesia o camino de la iglesia. Habíase abstraído demás Octavio, perdida la noción del tiempo. Cortó recto hacia la plaza, cierto de que el cortejo encontraríase al menos en la calle. Ya pensaría despacio en su Henriette...

Y en la plaza, sí, halló la boda, sólo que de vuelta. No poco le costó romper la multitud. La contenían los guardias, de gala, y repartiendo rodillazos y trompadas. Para la fiesta y la cena, por ser pequeña la casa de doña Antonia, dirigíanse, desde luego, a la del conde, a la que ya era también de Ernesta. Octavio, desde atrás, ganando puestos, llegó a verla rodeada de curas, en su fanal de gasas nupciales, y sintió la tenue y última inquietud de lo irremisiblemente consumado... ¡Condesa de la Cruz de San Fernando! ¡Bien! A él, después de todo, ¿qué?... Al lado, por presumir, sin duda, de elegancia en la pareja, habíasele puesto Mariano Marzo, con un frac bastante chapucero, y desde delante, acompañada por Barriga, que lucía otro frac nuevo y detestable, hasta hacerle parecer el mozo de una fonda, Dulce Marín volvíase a hablarle y sonreírle. Estallaban cohetes. «¡Vivan los señores condes!», · «¡Vivan los novios!», gritábase a menudo.

Llegaban. Tal la muchedumbre que los guardias tuvieron que desenvainar para hacer paso ante las verjas. Estallaron más cohetes y alumbraban rojas y verdes las bengalas. Una rueda de fuego roció su cáliz de colores. Una música sonó: la Marcha Real. ¡Caramba! Octavio, aparte de encontrarlo ridículo, dudó si no fuese irreverencia en los respetos de un monárquico. Además, la tocaba ingratamente la charanga municipal, reorganizada a toda prisa con sus viejos instrumentos. «Bu, bu, bu», los trombones. Feria. Pueblo, pueblo. Henriette hallaría todo esto divertido. No faltaba sino los puestos de pestiños y buñuelos... Para cerrar la cancela tuvieron que meterse dentro cinco guardias, que en la prisa y el tumulto entretallaron por el vuelo del manteo a un joven sacerdote y por la cola del frac al Garañón...»¡Coile —protestaba éste, con buen humor ingenuo—, que me han cogido por el rabo!...» En un templete del jardín, lanzáronse a la Marcha Real también seis endomingados artesanos con guitarras y bandurrias; y como los de fuera tocaban ya una polca, armábase un estrepitoso guirigay. Pueblo, pueblo, ¡ah!, bien pueblo.

Sin embargo, cuando después de pasar por el guardarropa, y las muchachas al tocador dentro de la casa, iban ellas saliendo en grupos al jardín, Octavio tuvo que concederse que no estaba mal la florida amplitud olorosa de rosales y azucenas bajo los focos, y las guirnaldas venecianas que pendían entre los árboles. Grande aquello, consentía al fin el espaciado que le daba distinción, que hacía cesar las apreturas de la calle. Él fumaba en un semicírculo de sillones japoneses con unos desconocidos y no mal indumentados forasteros ciudadanos, y por la escalinata de enfrente iban bajando lindas y elegantes forasteras. Hasta un vals de las bandurrias escondidas resultaba casi alígero y poético. Una dama algo pasada, pero grande y bella, tocábase de gasas y brillantes. Unas macizas rubias, de boca roja, hermanas tal vez, lucían escotes ideales. ¡Oh, no, no!¡No todas las mujeres de España eran cloróticas y cursis! Y ¡oh, también de La Joya!... Orencia, Joaquina Rivas, de pronto, allá en el pórtico. Después, Dulce Marín, a quien Octavio no había podido ver como ahora en el trayecto. Guapas, bien vestidas. Pero guapas de verdad. Jacoba, la miniatura de Encarna... ¿Qué radical transfiguración habían sufrido, y Orencia, singularmente, para estar tan frescas, tan lindas, y ni en sombra parecerse a aquellos grotescos embadurnados payasos de otro tiempo?... El experto lo advirtió así que llegaron Orencia y Joaquina a saludarle: era que no se pintaban; que, a no dudar, de Ernesta habían ido aprendiendo a cuidarse de un modo exquisito el pelo, los dientes, las uñas... ¡Menos mal, si la coqueta estúpida hubo de servir de modelo siquiera de limpieza en un pueblo de marranos! En fe de ello, no lejos gruñía don Pedro Luis, sin pelar, con un levitón de lustre y llenas las solapas de caspa y de pavesa. No se merecía a la esbelta y pelinegra boticaria. Orencia, ahora, con sólo ya saber no estropearse, aparecía en su realidad tan interesantemente guapa, más, acaso, que la misma Ernesta.

La mintió, cortés, envaneciéndola y acertando igual acento de inflamada admiración que de verdad le habría inspirado cualquier belleza de París:

—¡Está usted divina, Orencia!

Y lo singular del galante y casi sincero tributo que al fin rendíale a sus paisanas, por haber dejado ellas de pintarse, era que justamente en París había advertido de qué mágica manera, pintándose, las mujeres centuplicaban su beldad. Pintándose, a furia de artísticos brochazos de nebro, y de blanco, y de azul, y de carmín. Luego..., en lo de pintarse o no, para una mujer, estaba la cuestión como en las castañuelas: «tocarlas bien o no tocarlas».

Iba poblándose el jardín. Curiosos de los detalles de la iluminación y de las mesas, y de esta gran glorieta preparada para el baile con sillas verdes de bejuco y rosas deshojadas por el suelo, las señoritas y señoritos joyenses, en grupo, cumplimentaban a las forasteras, vagando de unos a otros sitios.

En su cenador de madreselva, las bandurrias no cesaban de tocar. Alguien había tenido el buen acuerdo de disponer que se alejase la música de fuera, para castigo o recreo de la ruidosa muchedumbre, entretenida por los fuegos de artificio.

Había, además, muchos curas. Octavio, extrañado de tanto cura, que andaban en grupos también, los contó: once.

Solo las consagradas parejas de novios aislábanse en las sombras: Eduvigis y Cleofé Buenaventura; Purita Salvador, con su cruel hidropesía, y Gil Antón, con sus platas y celestes de cadete. Manolo Marín, el pálido mosquita muerta de húmedos ojos de ciruela, en uno de los grupos ambulantes, aprovechaba los pasos angostos para codearle el pecho a las chicas...»¡Caray! ¡Qué duras!», le había oído Octavio decirle al Garañón, cuando pasaban, y refiriéndose a una de aquellas rubias forasteras de escote escultuario.

Prodújose un revuelo. Parando en firme el María Marí, tornaba a la Marcha Real la orquesta de bandurrias. Las damas, las muchachas, todos, corrieron a la escalinata del hotel, y tres o cuatro, con bengalas encendidas.

Hubo un aplauso.... que si bien iniciado por la cortesía de algunos forasteros, rápido se tendió a la extasiada concurrencia: bajo el rojo y azul fulgor de las bengalas, bajo el fulgor blanco de los focos, en la meseta de mármol, entre el marco de jazmines, como una visión teatral, nívea, soberana de belleza y de elegancia, acababa de aparecer Ernesta, la condesa, del brazo de su padre, un hombre joven aún y arrogantísimo...; el conde, detrás, le daba el suyo a doña Margarita Rendón.

Fue aquello un encanto; fue, especialmente para los desdeñosos ojos de Octavio, que no se había movido, un resplandor de hechicerías, en máxima centella de beldad, imponiéndose instantáneo con la fulguradora verdad de las centellas; pero centella que duraba, que entre las bengalas persistíale como otra ardiente y serenísima bengala de suprema luz delante del asombro, y que le inundaba más que nunca de la emoción insuperable que causa la humana realidad de una mujer cuando llega a maravilla.

—¡Ah!... ¡Bien guapa, bien guapa..., la condesa, Ernesta! —le oyó (tal que a Dulce el otro día, y con igual celosa envidia) a Orencia, que continuaba al lado suyo y le habría notado la impresión arrobadora. Sino que a diferencia de aquel día, ante la bella, ante la muy bella, ya sin el velo nupcial, exaltada al colmo de su morena y mágica deidad de idealísima mujer de harén, por el soberbio traje de boda parisino, Octavio no supo encontrar los disimulos. Luego de mirar a Orencia y comprender su error de haber osado a la incomparable compararla, fascinadamente volvieron sus ojos a la incomparable..., a la insuperable..., a la que bajo los aplausos, y agradeciendo el triunfo a reverencias y sonrisas, guiada por el conde, avanzaba recta a él, en una especie de imprevista traición de todos sus hechizos contra el sorprendido, sin el broquel de su altivez y sus recuerdos... ¡Ah! ¿Por qué el del retrato de Henriette, que llevaba en el bolsillo, cayó en la insignificancia de sus portes de obrerita?...

Llegaban, llegaban; venía el conde afablemente a saludarle..., y..., ¡ah..., sí!, ¡veíase la alucinación del terco forzada a conceder que hubiese mujeres guapas en España! Un miedo sintió cuando ella, al fin, con turbación menos intensa que el día del desposorio (porque ahora el primer gran éxito de condesa la embargaba), hubo de repararle y alargarle la suave mano llena de sortijas... Pero en esto mismo halló la altivez del altanero su apoyo, y se repuso.

—¿Eh? ¡Ernesta, mujer, nuestro sobrino, tu sobrino! —habíala dicho el conde.

—¡Mi enhorabuena, tita; para usted y para mí!

—Tutéala, niño; tutearos. ¡Sois parientes!

Sonriéronse los tres. Amable don Jesús, reconvino a Octavio de verle un poco ajeno a su alegría. Erale de la familia el más querido. Aun sin necesidad de manifestarlo, por ocioso e imprudente, a no dudar pensaba que los mutuos recelos que hubiese podido inspirarles la tenue rivalidad, durante el noviazgo conllevada con las dignidades de una exquisita educación, borrábanse en la mayor dignidad del parentesco.

Ernesta habló en seguida con Orencia, con otras, y Octavio, con el padre de ella y con damas y señores a quienes le iba el conde presentando: Adelia di Tosto, italiana (la famosa fresca y fastuosa), y su marido, de Valladolid; don César Rey, ex director general; Clotilde, Charo (las rubias) y Alfonso López Redondo, primos de Ernesta; Ascensión Anabitarte y su papá, el marqués de Illana, deudos del conde de la Cruz, que habían residido hasta hacía poco en París, y actualmente en La Coruña. Además (aunque éstos, antes que presentados, le fueron recordados, por conocerse de antiguo vagamente): el barón de Pobladet, la baronesa, madrileños; Gundernaro Turza, de Toledo; Lulú Camporreal, viuda de Granada, y su sobrino Luis, gran caballista; el conde de Casa-Guadiana, su mujer y su espiritual (muy alta y delgada) hija Lucrecia, poetisa, de Badajoz...

Se apartaron, en grupos. Ernesta y su valisoletana escolta alejábanse repartiendo cumplimientos. Octavio se unió al marqués de Illana y a su hija, que ya le constituían una atracción por su prestigio de haber vivido en París, y recordando a París consolidaba el propósito de cenar al lado de ellos. Los hombres, la mayor parte de los joyenses, un tanto pasmados del monopolio que los elegantes forasteros habían hecho de las chicas, fumaban con los curas en pequeños corros de tertulia. Servíanse aperitivos, que a grande honor eran aceptados en el grupo del Curdin, aquí, desde luego, aisladamente congregado con su presidente, Exoristo, ¡muuú!, debajo de una acacia; con ellos, don Macario Lanzagorta lucía su fofa corpulencia de bilioso en la distinción de un frac no sospechada por los que únicamente le hubiesen visto en el Casino con su habitual indumentaria de pantuflas y bufanda: hombre de gravedades diplomáticas y de certerísimo criterio, ex Jefe del grupillo conservador opuesto al conde, vivía, podía decirse, en el Casino, y no se vestía nunca, salvo en raras ocasiones, como ésta, o cuando se iba a las aguas de Sobrón, donde contraía veraniegas amistades con personas eminentes: Dato, el Bombita, la Pardo Bazán... Negrillo e inquieto como una corredera, de smoking, bebía chartrés copa tras copa Saturnino de la Cruz, el sobrino carnal y huésped del conde, burlándose, en unión del gentil Mariano Marzo, de los tipos que desfilaban, verdaderamente cómicos algunos. Al Garañón, por ejemplo, en coloquio con las Rivas y con la viuda alegre (parecíalo) Lulú Camporreal, caíanle verticales los faldellines del frac, entre las piernas en paréntesis, cada vez que se arreglaba con su diestro golpe de mano la cruz del pantalón; en cambio, a Eusebio el boticario, el guapote marido de Orencia, causábanle rústica extrañeza y separábaselos a uno y otro lado de las sillas al sentarse.

Otro que de etiqueta estaba para «pegarle un tiro» era el carabinerete Gómez, allá con sus cuartillas y su dirección de La Voz de La Joya dándose el postín de tomar notas de las damas. «¡Concho!, pues... ¿y el sapo del juez? ¿Y Barriga y el otro médico, Sotero? ¿Y don Atiliano, con el jefe de Telégrafos y la sección de los poetas?... ¡Qué fracses!..., digo ¡qué fracs, caro Mariano!...» Se había convidado a todo Cristo. Los sastres locales, constructores ordinarios de albardillas, y excepto para Eusebio, que sabíase para su mujer que el suyo vino de Córdoba, habían confeccionado levitas y fracs a la carrera.

Muestras de ellos lucían los otros tres boticarios, y el notario, y Juanito Pimentel, y el Brocho, y el viejo registrador. Menos mal que Cordón, armado indudablemente de sonetos, se descolgó de americana. El capitán de la Guardia Civil, un comandante retirado, y los curas vestían el «uniforme». ¿Qué concho tenía que hacer aquí tanto cura? ¡Gorrones! ¡Sinvergüenzas!... Se indignaba Saturnino. Juzgaba que la misión de ellos, aunque los hubiesen invitado, y según había hecho don Antonio, estaba en llegar, hacerse presentes un poco y... no quedarse a beber y fumar en la juerga mundana de un banquete. ¡Qué diferencia de éstos al santo don Antonio! Asqueroso, a la verdad, el tuerto don Calixto, alcahuete de don Pedro con la herrera; más asqueroso aún aquel viejo y gordo don Roque Jarrapellejos, primo hermano de don Pedro, adjunto de la alcaldesa, y que aquí, con ella, andaba amartelado, en tanto el desahogado alcalde hacíale sus pelotillas al cacique.

Mejor presentadas que los hombres las muchachas, que para esta fiesta esperadísima habíanse hecho hacer lindos trajes por sus modistas de Badajoz, de Córdoba y hasta de Madrid, Mariano y Saturnino, sin perder copa de chartrés y de pernó, pusiéronse a revisarlas: a Dulce Marín, morena, caíala bien el heliotropo; a Encarnita Alba...

Pero llamaban... a la mesa. A los torpes, a los que antes no lo hubiesen advertido (¡muuú!, mugió Exoristo), una especie de maitre d'hotel les hacía notar que el nombre de cada uno, en cada plato, marcaba los puestos previamente. ¡Bravo, la previsión! Así se evitaría el tumulto y las manchas que producían los jóvenes, cuando ya poníanse curdas, sirviendo bandejas abajo y arriba a las muchachas. Además, el convite, gracias a otra novedad digna de condes, no iba a ser exclusivo de dulces y licores, que empachan a la gente y la dejan sin cenar, ni cena, precisamente, sino algo mixto con fiambres y pastas exquisitas...

Lo lamentable para los del Curdin (y para muchos, Octavio también, que tuvo que renunciar a la parisiense charla de Ascensión Anabitarte), fue que quedaron separados: Exoristo, entre dos meticulosas viejecitas; Marzo, en puesto distinguido, lejos de Saturnino de la Cruz, y el Garañón, junto al marido de Orencia, teniendo por la izquierda otra venerable vieja, doña Luz, la madre de Saturnino.... y sin una muchacha cualquiera a quien meterle por debajo de la mesa la rodilla si la cosa se animaba... Nada más habíase respetado en sus derechos de proximidad a los novios consagrados, Eduvigis y Cleofé hacia una punta, Purita y el cadete a la contraria, y a los matrimonios. Junto a la alcaldesa, que persistía en pintarse a toda furia para disimular su vejez, aunque desde meses antes hubiera dejado de ser moda en La Joya, hallábanse el marido y el amante don Roque. Orencia, en cambio, y por excepción, lejos del buen Eusebio, reservóse su lugar entre Octavio y la madrina, enfrente de los condes; ella precisamente había formado la lista de los sitios, ayudando a Ernesta, y ya que no podía tener cerca, como jamás ante cierto público, la altísima respetabilidad de Pedro Luis, no quiso tampoco tener un mamarracho. Conocía el realce que le presta a una bella mujer (¡Octavio, oh, sí!) el hallarse bien acompañada...

Hubiera resultado singular el contraste que formaran las sendas conversaciones de Purita con su primo y de la madre de Purita con don Roque, en este instante de espera del servicio, para cualquiera que a un tiempo las hubiese podido escuchar de extremo a extremo de la mesa. El párroco de San Andrés, paternal, miraba desde largo cómo hablaba con el novio la pobre hija de su alma (y de su carne), la delicadísima criatura.

—Carmen, encuentro a la niña más pálida, más débil.

—Sí —responde la alcaldesa—; hoy ha vuelto a tener vómitos; está cada día peor.

—¿La ha visto Barriga?

—Por la tarde. Se empeña en operarla cuanto antes.

—Y creo que lo debiera hacer. ¿A qué aguardar a octubre?

—¡Hombre! ¡Ya dejemos que pase el verano y se divierta! ¡Pobrecilla!

—¡Pobrecilla!

La miraban, la miraban tiernamente, con aquel primito novio tan gentil, que al fin habíanse resuelto a consentirla. Y el gentil primito, en tanto, y la ruborosísima muchacha, de oído a oído, sostenían este otro diálogo, excitados por el ambiente de la boda:

—Mamá y Barriga quieren que me opere.

—¿Cuándo?

—En seguida.

—¡De ningún modo! ¡Bah, mujer, estaría bueno que ahora que hemos empezado a... querernos tanto tuviese que guardar cama! ¡Te operas de que me vaya yo!

—Sí, eso la he dicho.

—Y además, espérame esta noche.

—¡No, eso sí que no!

—¡Sí, eso sí que sí!

—¡Oh! ¿Y si se queda don Roque?

—No importa. Él sale por la puerta.

—¡Bueno..., si te enfadas!... Silba en la tapia cuando llegues, para que yo te arrime la escalera.

En gratitud, Gil le oprimió el codo con el codo a la delicadísima criatura. Hacía cosa de un mes que ella, enamorada, le había concedido plenos sus favores; y en la avidez de ella, en la avidez de él, que habíale hecho saltar la tapia casi todas las noches sin descanso, únicamente asaltábale al cadete el temor, ¡pobre enferma!, de empeorarla, de lastimarla acaso la barriga...

No tan complacido Octavio de la vecindad de Orencia, con ella trató de charlar y de olvidar su impresión de Ernesta, mientras se comió el faisán con gelatina. Sin embargo, aun poniendo en esta cortesía mucha voluntad, acabó por distraerse de aquellas con que correspondíale feliz la boticaria..., la émula (¡creería ella!) de la ya magnífica condesa; tanto distraíase que Orencia, contrariada, formó conversación con la Jarrapellejos y Pedro Luis y con la misma Ernesta y el conde, por lo alto de las flores y las copas. Pero Ernesta atendía a la vez a los cumplidos que dirigíanla de todas partes..., y Octavio, mudo, enfrente, inadvertido de ella, queriendo no mirarla, la miraba; mirábala a menudo en vuelos rápidos de ojos.

Una irritada obstinación le constituía el afán de deshacerse aquel asombro que, así vestida, tan prodigiosamente vestida, hubo de causarle.

Por lo pronto, achacándole su cautiva sorpresa al atavío, cual si fuese otra mujer cien veces más hermosa que la que él dejó al partir para París, explicábase la transfiguración teniendo en cuenta que nunca, antes, porque no hubo bailes ni teatro en aquella temporada, habíala visto tan a todo lujo engalanada, sino en simples trajes de visita. ¡Ah, las sedas, los encajes de Bruselas, las joyas!. Regalos del padre, del marido..., en el pelo tenía una diadema de zafiros y brillantes; en el escote, el suave oriente de las perlas; en las orejas, en las muñecas, en los dedos, más perlas, más brillantes, más zafiros... Una riqueza. Un muestrario. Quizás, quizás, expuesto con exagerada profusión de advenediza.

Luego, y al notar su tontería de empeñarse en hacerla desmerecer a cargo del adorno, como si el adorno (cuya única virtud consiste en subrayar) pudiese convertir a la que no lo fuese en un prodigio; como si el adorno, la sabiduría del adorno, justamente, no constituyese el principal hechizo de las mismas hechiceras de París... mirando, mirando siempre fugazmente a esta prodigiosa Ernesta, de la cual bien podría decir que «hasta ahora no la había visto»..., ya con toda calma, ya aceptando toda la responsabilidad de su torpeza ante la verdadera verdad de ella, se dedicó, rebelde todavía, a parangonarla con sus vivísimos recuerdos de aquellas otras prodigiosas de París..., de aquellas que le habían ungido como de la suprema divinidad de la belleza entre sus brazos.... con la Gaby Vilvert, de Marigny (mil francos); con la Olga Stelly, del Olympia (mil francos); con la Mado Yot, de Tabarin... Y, ¡ah!, ¡las resistía..., resistía la comparación enorme, Ernesta.... la morena maga Ernesta.... la deidad de harén de ensueño.... la... condesa de la Cruz de San Fernando!... ¡Las resistía, y resistió asimismo, sin anublarse, cual otro sol resplandoroso, incluso la evocación de la dorada náyade del palco de la Opera..., de su Or du Rhin.... de la generosa y enigmática bohemia del desnudo paganamente magnífico y del regio traje de quince mil francos!...

¡Ah, sí, sí!... Tal persuasión, tristemente apoderada del altivo, doblóse al plato, a comer pastelillos de fuagrás, pensando que, en lo referente a mujeres, cuando menos, recibían un mentís de la realidad española los inimitables prestigios parisienses; pero... divina o no divina, como fuese Ernesta, «a él no le inquietaba», y era lo importante. Ella continuaba agradeciendo cortesías en todas direcciones, y Octavio, como hubiera podido llevarle el compás al minué de las bandurrias con el cuchillo en las copas, púsose de nuevo a agasajar a Orencia.

—¿Quiere? ¡Vino italiano: chianti!

La sirvió. Inmediatamente se la dejó monopolizada. Sin recatar mucho la voz, en el general barullo de las conversaciones y la música, hablaron del banquete, que estaba bien (contra el temor «a la pepitoria», de Octavio); del conjunto de los comensales, que no estaba más que regular, la mayor parte devorando ansiosos estas cosas finas, que comían por vez primera, y del conde y la «condesa», que estaban mal, como tal pareja amorosa, resueltamente. Entre el padre y el marido, a Ernesta.... más que del marido, se la tomara por la novia de su padre. En efecto, éste era un fuerte y guapo señor, de cuarenta y ocho o cincuenta años, de apariencias de treinta o treinta y cinco a nada que se prescindiese de la leve pata de gallo de su sien y de los hilillos de plata de su negra y rizosa cabellera, del cual no cabía duda que, como la gente, habríase maravillado en alto grado de ir a ser «el suegro» de un cano y apilongado viejecito que pudiera serlo de él, a toda propiedad, con plena holgura. Hombre de juvenil despreocupación, atribuíasele con un pariente suyo, de estos venidos a la boda, cuando hubo de presentarle al yerno (¡rediez!), una frase que rodó de intimidad en intimidad: «¡Mejor! ¡Así, si me hacen suegro, que aún puede pasar, no me ascenderán a abuelo, por mucho que se empeñen!...»

—¡Idiota! ¡Idiota! —despreciaba Octavio «a la condesa», oyéndole la frase a la farmacéutica gentil, y al mismo tiempo que a ésta la aceptaba un marrón glacé en pago del champaña que íbala sirviendo. Animábanse los dos, de vinos y de risas. Desde enfrente, Pedro Luis, a su vez con Adelia di Tosto, animadísimo, les miró un momento, un momento nada más.... y sin celos, sin sombra ni del más remoto sobresalto. Era, con respecto a Octavio y a su Orencia, el mismo sentimiento de gran seguridad mostrado rato antes para Ernesta y Octavio por el conde. Aparte la fe que a Pedro Luis merecíale la virtud de su querida, había en La Joya un tácito convenio de dignísimos respetos, jamás llevado a la infracción entre todos y cada uno de los miembros de las seis u ocho familias principales. Los Jarrapellejos, los Rivas, los Marzo, los Rendón, los Cruz de San Fernando, primero consintieran morirse de vergüenza que cometer la felonía de conquistarse unos a otros las hermanas, las mujeres, las amantes; y Orencia, aparte ser la amante consagrada de Pedro Luis, era, por su pública conducta, una señora irreprochable, aunque no perteneciera a las privilegiadísimas estirpes. Gozaba, pues, de la inmunidad de los asedios; ya podía ir sola con cualquiera a medianoche, con el procaz Mariano Marzo, con Gómez, con Barriga, con el propio Garañón...; harto a diferencia que a Encarnita Alba, que a Dulce y a Jacoba Marín, que a todas las demás, en fin, que no fuesen Cruz, ni Rendón, ni Rivas, ni Jarrapellejos, el fuerte social prestigio, de éstos emanado, la amparaba y protegía. De tiempo inmemorial, sólo conservábase el recuerdo de una Jarrapellejos medio loca que echó los pies por alto con un cura; a ella la encerraron en su casa; al cura, una noche, colgado del pescuezo de un gato muerto, negro por más señas, pusiéronle en la puerta de la suya este letrero, famoso en toda España desde entonces: «TE VERÁS COMO ESTE GATO SI NO DEJAS EL CURATO.» Y no hay que decir si el buen páter salió de La Joya «a tres menos cuartillo».

Había mirado, sí, los regocijos de la farmacéutica y Octavio el confiadísimo cacique, inocentemente, tal que en verdad se mereciera, por simple atención a su alborozo, como otros de su alrededor, como don Macario Lanzagorta, como Casa-Guadiana y su hija y su mujer, como la novia, Ernesta..., que, desprendiéndoselo del pecho, disponíase a cumplir la costumbre de repartirles su azahar a los invitados. Al verla para ello apercibirse, de pie, calladas ahora las bandurrias, iba imponiéndose un silencio en que apenas persistían aquellas risas y charla de los dos.

—¡Oh, nenita, Orencia, Octavio, bravo! ¡Qué contentos! —hubo la amable novia de decir.

Y entonces Octavio, sorprendido, entre sarcástico y cortés, se levantó, alargándola una copa de champaña.

—¡Condesa! —dijo—. ¡Beba por el contento nuestro y por el suyo!

La oferta versallesca arrancó un cerrado aplauso, que se prolongó mientras Ernesta tomó la copa y bebíala sonriendo y mirando a Octavio por el borde, con inmensa gratitud... ¡Condesa la había dicho!... ¡CONDESA! ¡CONDESA!..., acertando a ser, entre tantos como por adularla se esforzaban, ¡y con qué propicio acierto en la general expectación!, el primero que públicamente la envolvía en la lisonja de su título... Ebria, embriagada, al fin, de la lisonja, no del champaña, dejó la copa, tomó dos o tres florecillas de azahar del ramillete y, entre otra salva de aplausos, se las dio a Octavio, diciendo: —¡Gracias!

En seguida les ofreció otras a la madrina, a su padre, a sus rubias primas de escote estatual.... disponiéndose a recorrer la mesa de silla en silla y levantando murmullos de victoria...

Tan claro había sido su mareo de fatuidad que Octavio no pudo menos de despreciarla, pensando y casi pronunciando con los labios:

«¡Estúpida!»

Sin embargo, se prendió en el ojal las flores —primicia de la más caracterizada virginidad que pudiera brindarle, a no importara quién, la flamantísima condesa: la de la vanidad. Era tan bella, tan plásticamente bella, que, a pesar de todo, quedóse preocupado.

El hecho, allá por donde Macario Lanzagorta se encontraba, hubo de inspirarle a éste otro comentario poco favorable:

—¡Debió ofrecerla a la madrina la primera!

—¡Claro! ¡Y a su tita Antonia! ¡Qué inadvertencia de niña! —sancionó doña Amelia Cruz Jarapellejos.

La orquesta tocaba al paso poético y triunfal del reparto aquel de la condesa. Todos se giraban en las sillas para aceptar la flor y devolverla un cumplimiento. «¡Ofelia!», la llamó delicadísimamente don Pedro Luis, que en esto de poner nombres llevaba la exclusiva. Se alejó ella, sonriendo a otros, besando a otras y don Pedro tuvo la desdicha de que la flor se le cayese; dobló trabajosamente a recobrarla, ahíto como hallábase de vinos y fiambres, y con el anca medio derribó a Eusebio, su vecino por la izquierda; en la violenta posición produjo un ruido sordo y breve.... que causó cómicas alarmas... El Garañón se reía.

—¡Un cuesco! —le dijo a Eusebio, inclinándosele al oído.

—¡Tonto!

—Sí; que sí; te digo yo que ha sido un cuesco.

—Hombre, no. Ha sido un eructo.

El mismo don Pedro, incorporándose ya con el azahar, confirmó con otro más largo eructo resoplado y satisfecho la aseveración del boticario. Adelia le volvió a considerar con extrañeza; los demás, no —habituados a oírle en el Casino y en la iglesia; y por cuanto a él, claro es que no se descompuso lo más mínimo su gesto siempre amable de importancia y protección.

—¡Ofelia! ¡Ofelia! ¿Sabe usted? —le explicaba a la italiana, mirándola la raya del escote—; la he llamado Ofelia, recordando la que Bécquer describe del gran Kasquepeare.

—¿De quién?

—Del dramaturgo inglés...; un dramaturgo inglés, autor de Otelo.

—¡Ah, sí!... Pero se pronuncia Séspiar, y además, Ofelia era muy rubia.

—Bien. Ésta, pelinegra. ¿Quién repara en pelos?

«Bizarro el buen señor», pensó la blonda fastuosa, siguiéndole la charla. Nunca había visto en hombre alguno una tan chocante mezcla de ingenio y brutalidad, de finura y grosería. Habíala recitado un verso suyo, bonito, que, poco más o menos, terminaba: «Y la luna, lámpara nupcial de nuestro lecho de mastranzos, veíala yo pequeñita y duplicada en los lagos negros de tus ojos.» Lo que no aclaró don Pedro fue que en tales versos hubiese consagrado su memoria de la noche terrible del incendio y de los perros con Petrilla.

Hora de los poetas. Don Atiliano de la Maza tenía prontas las cuartillas cuando tornó a su punto Ernesta. Barriga, el juez y Cordón se removían. El conde les dijo en voz baja a los parientes Pobladet: «¡Vais a oír algunas idioteces, sin medio de evitarlo!...» Y sí, por largo trecho la madrileña baronesa tuvo que disimular detrás de su abanico las ganas de reír. Extenso en una suerte de romance, el narigudo señor Maza; bufo Cordón, sobre todo, y no menos kilométrico hablaba del «pensil» y llamábales «trovador» al conde y «sirena del monte» a la condesa...

Algunos se reían a todo trapo, produciendo la «escama» del lector. Concluyó al cabo, ganándose una ovación burlesca, que, como siempre, él recibía de buena fe; y advertida del ambiente de zumba la espiritual marquesita de Badajoz, renunció a decir sus versos. Hombre don Pedro, en cambio, a quien no había ambientes adversos que pudiesen afectar, se levantó y leyó con entera voz el suyo, sobre un silencio religioso. Mundano, galante..., acertó a ser breve y ameno, y hasta picarescamente delicado: «Capullo de flor divina de pureza.» «Abeja libadora que clavase su aguijón...» ¡Bravo! ¡Bravo! Supo a poco. Vítores. Palmadas. Norabuenas. La burla trocada en rendida admiración..., en tanto el desdeñoso, sentado y vuelto a Adelia, chupaba de su puro. El alcalde, el juez de primera instancia y el juez municipal, «pelotilleros», reclamando el original, hacían copias con lápiz, que autográficamente el altísimo poeta firmaría.

—¡Bueno! Pues... ¡yo no hubiese puesto capullo! —quiso comentarle Barriga a Marzo.

—¿Por qué?

—No sé; me suena mal ese capullo. Y además, en punto a originalidad, recuerda lo de... «la picó, sacó miel, fuese volando»...

Marzo, chispo, reanudó con Dulce su coloquio. Habíales interrumpido. Un momento después, iniciada la dispersión por el grupo de aquellos a quienes don Pedro Luis les fue a firmar el madrigal, todos se repartían por otras mesitas volantes, en donde servían los mozos café, té, licores... debajo de los árboles. Ardió un veneciano farol, y le cayó a la mujer de Barriga en los hombros.

Fuera, con la música de viento, proseguían los fuegos, cuyos cálices de chispas se veían sobre el ramaje. No hay que decir si tardarían en reunirse los del Curdin, incluso Marzo, abandonando a la Dulce o dulcísima o sabrosísima Marín, ya perdido el amparo del mantel para las manos. «¡Qué golfa, Dios! —contábale el procaz, de la procaz, a Saturnino Cruz, novio de ella en otro tiempo—. ¡Estaba por pedirla relaciones, y...!» «¡Música! —cortó, experimentado, Saturnino—. ¡Tecleo, lo que se quiera, y de ahí no pasa, así la ahorquen!» El rubio hipopótamo Exoristo habíales arrebatado a dos sirvientes tres botellas de champaña, otra de chartrés, otra de coñac y las sendas copas y la cubeta para el hielo; o, lo que es lo mismo, que les dejó «en cuadro» las bandejas. ¡Muuú! Los lanzó por más de un rugido. Lanzagorta formaba en la reunión, con la silla contra el tronco; a pesar de sus sesenta y ocho años de no salir nunca del Casino, uníase juvenilmente a beber con los del Curdin, cuando ellos, a la una de la tarde y a las doce de la noche, hacían en el Casino su última estación.

Cortadas las «conversaciones aparte» con otro ¡muuú! del presidente, Saturnino la hizo general a propósito del conde. Sifilítico y lujurioso como un mono (eran de mono los círculos azul turquí que orlábanle los ojos), le daban una cínica agresividad la borrachera y el «descacharrante palmito» de la novia. Renegaba del tío por esta boda, que a él quitábale toda esperanza de heredarle...»¡Concho! ¡Miren que casarse y exponerse a tener críos, de él o del archipámpano de Italia, a nada que la saque por ahí, con esa gitanota que está pidiendo guerra, un ciudadano con una pata en el sepulcro y la hija tonta en un convento!...» Guerra. ¡No! ¡No!...Los otros defendían a Ernesta... Su aventura del tejado no pasaría de ligereza de muchacha cuando el padre no quiso al capitán... «De todos modos, hombre, tú, Exoristo, hombre, don Macario —revolvíase irritadamente Saturnino, pasando del de negra corredera al venenoso aspecto de escorpión—, una guarrada la boda con una coqueta forastera, parcheada por cien novios...» El espeso bigotillo de quinto se le erizaba, hacíansele más azules las ojeras y lívidos los rosetones de la sífilis. Ponía a propósito de él mismo, ejemplos de decoro: sin un céntimo, y riquita Dulce Marín, a quien no tendría más que indicárselo, antes que apechugar con ella echaríanse cabeza abajo por el puente...» ¿O qué? ¿No hay sino casarse un hombre decente, sin más ni más, con una resobada por salvar la posición, si es que es rica, o por acostarse con ella, si es guapa?...» Tema escabroso. Nadie dudaba de la delicadeza del muchacho en este punto; pero todos hallaban repulsivo oírle hablar de tal manera a él, hijo de un desgraciado hermano del conde, que se arruinó estúpidamente y murió de una de sus terribles borracheras; a él, por el conde y en la propia casa del conde, más que cariñosamente recogido desde entonces como un hijo, con la madre, viuda y desvalida; por el conde educado en aristocráticos colegios y por el conde sostenido luego en sus vicios a toda perdonadora bondad y a toda esplendidez. A fin de que callase, le dio Exoristo, seguidas, tres copas. Con igual objeto, Marzo sacó otro asunto de interés y de eterna actualidad: la Fornarina. «En su lucha de tesón a poderío sostenida con don Pedro, ¿caerá al fin o se quedará mi buen tito con las ganas?...» Barriga pensaba que pararía la cosa en lo de siempre tratándose del saladísimo don Pedro: dehesa, transformación en dama respetable, quizá..., y para eso andaba en danza, como presunto marido responsable, aquel tonto o más que vivo de Cidoncha; fundábase en haber visto dos noches a ZigZag rondando por la ermita. Mas ¡no! Marzo opinaba lo contrario, al menos para con don Pedro y los demás, en tanto ella no se pescase matrimonialmente al profesor. ¿Habríanse acostado juntos? ¡A buena hora, la lagarta, hasta llevarse del cabezón, al pobre, de la iglesia!...

—¡Octavio! ¡Octavio!

Pasaba Octavio. Marzo le ofrecía una copa; la bebió, mas no quería sentarse. El baile había empezado. No muchas parejas, pues, no atreviéndose los «del país», sacaban nada más a las muchachas los señoritos forasteros. Él quería reanudar su charla con Asunción Anabitarte bailando, y la buscaba. La novia, no mal llevada por el conde, preocupábase de sostenerse la cola del magnífico vestido, a fin de no arrastrarla por la arena; efectivamente, acabado de regar el piso, en previsión de polvo, aún era peor, porque resultaba casi un barro, en que se aplastaban los pétalos de rosa. Gracias a que llevaban las faldas cortas la mayor parte de las otras.

—¡Concho! ¡Me caso en Ronda! ¡Qué piernas! —admiró sin recato Saturnino, llegándose a ver bailar al primer término del corro.

Traía una copa en cada mano. Referíase a las de una de las hermanas Redondo, lucidas bien en los revuelos. Mas pronto cruzó Ernesta, poderosamente bella y cadenciosa en su estela de bravos y palmadas, y el ebrio exaltó sus exabruptos:

—¡Concho! ¡Me caso en Reus! ¡Qué zapatitos.... qué medias, la tita de Dios y de mi alma!

Inaguantable.

—¡Hombre, tú! —intervino Octavio—. ¡Haz el favorl ¡Hala ahí dentro!

Le lanzó de un empujón, con su enojada autoridad de hombre digno y de pariente a pesar de no serlo entre sí, ya que Octavio éralo del conde por la primera condesa, por la madre de la monja. Y como Lanzagorta y Barriga seguían hablando de Isabel, Saturnino juró de nuevo, «sobre una sacrosanta botella de coñac», que, «como se le pusiera en la testa, y robándola aunque fuese, se acostaría con Isabel antes que el profesor y que nadie». ¡Ah, sí, sí! ¡Las borracheras ponían loco a este muchacho, educado en los jesuitas, y tan taciturnamente pacífico de suyo! «¡De todas formas —opinó el recto don Macario—, creo que Pedro Luis hace mal guardando preso al padre de la chica tanto tiempo!...»

A esta frase, y aunque acababa de divisar a Asunción Anabitarte, partió Octavio disparado en contraria dirección. Lanzagorta le había hecho recordar lo prometido a Cidoncha sobre insistir en la libertad de Roque con don Pedro. Veíalo solo, en una retirada mesita, mientras bailaban los que habíanle acompañado, y el champaña prestaríale a él alientos para hablar con entereza, por encima de respetos.

Llegó y le abordó, sentándose. Expúsole, expedito, la cuestión.

—Si, sí, Octavio; le hablé al juez, sino que el juez espera..., por reparos... La causa...

—Don Pedro, prescinda de reparos y suelte a Roque sin pérdida de tiempo; yo se lo acons.... yo me permito aconsejárselo. En el pueblo, en todas partes, ahora mismo, aquí, he oído comentar la cuestión de un modo que... no le favorece.

Se irguió, torvo, el cacique, a la sorpresa.

—¿A quién? ¿A mí?

—Y mi... cariño está en el caso de advertírselo; se afirma que mantiene usted la prisión de un inocente con la mira de Isabel.... por rendirla, o por venganza.

Saltaron la botella y las copas a la palmada que descargó en la mesa don Pedro. No sospechaba que nadie penetrara sus crípticos designios, y menos, si los adivinale, que públicamente osara censurarlos. Además, este que en sus barbas atrevíase... Le calmó el joven. Amigos los que hablaban, sin intento de ofenderle; más amigo él, que se lo decía anhelando cortar murmuraciones. Jarrapellejos le consideraba intensamente. Rebelábasele Octavio en un aspecto de firmeza, que si bien conocíaselo para los demás, para con él era insólito. Diplomático, rápido en sus decisiones, resolviéndose a tratarle por primera vez no como a niño, sino como a camarada y confidente, exclamó:

—Hombre, Octavio, ¿me crees capaz de eso que dicen?

No menos rápido Octavio, respondió, acabando de verter a la cordial condescendencia los recelos:

¡El amor o la pata de cabra, bah! Todo el amor vuélvelo posible y, hasta cierto punto, disculpable; lo que hay, don Pedro, es que ha exagerado usted la nota. Con Isabel se pierde el tiempo: es una muchacha tan hermosa como honrada, que quiere a Juan para casarse.

—Para cas... ¡Demonio! Pero él...

Prosiguió Octavio la alabanza de su amigo y de Isabel. Se adoraban. Infundíanse veneraciones de respeto. Cidoncha esperaba a crearse una posición fija para hacerla su mujer y salir inmediatamente de La Joya.

—¡Demonio! ¡Demonio! —tornó el cacique a asombrarse—. ¿Y cómo se casa él? ¿No es anarquista?

—Socialista.

—Da igual. Entrará el amor libre en sus teorías.

—El socialismo difiere del anarquismo en no ser más que un credo económico, del que no están excluidos los respetos a mucho de lo tradicional.

—¡Ya!

Don Pedro sacó pitillos; le dio uno a Octavio, y prometió:

—Anúnciale a Cidoncha que saldrá Roque de la cárcel; le demostraré al pueblo mi desinterés en el asunto. Y por cierto que yo también tengo algo que advertirte. Tu amigo está granjeándose la aversión de todos con sus propagandas del Liceo. Cree que no le hemos echado ya del colegio por ti. Y aun tú mismo, tú mismo, Octavio (y es un consejo que corresponde a tus lealtades), debes mirarte en lo que se empieza a susurrar de tus simpatías por sus ideas. Dada tu posición y lo que legítimamente puedes esperar de la política, no son hábiles, en sentir mío, esas orientaciones que inicias en pro de los desharrapados... Nunca darán más que hambre y piojos, lo que tienen.

—¡Ah, los desharrapados! —fue a protestar, comedido, pero piadoso y firme, el altruista—. Los desharrapados, o, lo que es lo mismo, el pueblo, la ignorante multitud de ciudadanos que en nuestra nación, harto a diferencia que en las otras, nos tienen en bochorno...

Se calló. Comenzaba el segundo vals, bailado con el barón de Pobladet por la condesa; y el conde, en unión del de Casa-Guadiana, del marqués de Illana, de César Rey y de Turza, acercábase a este rincón de hojas, que convertía eventualmente en principal la presencia de don Pedro. De bailar venía el conde agitado. El marqués, que había oído a Octavio, bromeó:

—¿Arreglamos el país?

—Un poco —repuso el joven.

Y hallando de perlas el testimonio del discretísimo señor que había vivido en París trece años, y complacido de ensayarse en oratoria, de paso que empezaba a establecerle sus políticos puntos de vista a don Pedro ante un concurso de hombres ilustrados como rara vez en La Joya solía verse, prosiguió:

—Hablábamos del pueblo, del demos. Decía, marqués, que son un baldón de nuestra Patria la ignorancia y la miseria.

Marcó una pausa, porque aún llegaban, y se sentaban también lo más cerca posible de don Pedro, como cohorte suya, el párroco don Roque, el alcalde, el juez y el registrador.

—La prosperidad de Europa, de Francia, usted lo sabe, marqués, débese, en primer término, a la general ilustración, que ha hecho posible, políticamente, un cuerpo electoral pleno de conciencia y sabio en la elección de sus gobiernos; socialmente, una muchedumbre redimida del hambre, de la enfermedad, de la incomodidad y la suciedad, y económicamente, un ejército de inteligentísimos obreros, bajo cuya acción florecen la agricultura y todas las industrias. Se sale de España, y no vuelve a verse más que fábricas y vergeles de cultivo por los campos; se llega a París o... a Londres, y han desaparecido para siempre nuestros tipos clásicos del vago, del mendigo, del famélico, ¿Verdad?

Despertó expectación en los forasteros y en todos la diatriba, concisa, dolorosa.

—Sí —confirmó el marqués, repitiendo casi los mismos giros que habíale oído a Octavio rato antes—; lo que a un español sorprende de París, cuando llega, es el ambiente de abundancia y bienestar que se respira. La vida se dilata en gozo y dignidades. Todos comen, todos tienen su vino y su bistec, y dijérase que reina perpetua una alegría de sobremesa, de banquete.

—¡Bravo, marqués! ¡Exactísimo! —recogió Octavio, mirando a Jarrapellejos y al conde de la Cruz, al seguir, cual si arrojáseles a su ignorancia vegetal, de hombres—árboles, de hombres no viajeros, las verdades afrentosas—. Una alegría de sobremesa, para todo; para el placer... y para el trabajo, que nos convierte en tributarios de ellos lo mismo que a salvajes. Mi padre estuvo en Filipinas, y contábame que todo había que importarlo desde aquí: los embutidos, los garbanzos, las patatas, porque no se criaba más que arroz. Recibo igual la impresión de la colonia en cualquier tienda, en cualquier sitio de España, en mi casa, por ejemplo: marcas, etiquetas...; miro y leo: los libros de Derecho, los perfumes y jabones, la ducha y las lámparas eléctricas..., de París; los guantes, los paños, los botones, y hasta las agujas, y no sé si los alfileres, ingleses; la máquina de coser y el fonógrafo, de Nueva York; el piano, los bronces, las lozas, alemanes. ¡Ah, señores, señores! ¿No es una vergüenza?

Sonreía a Turza, a Rey y a Casa-Guadiana, como para recabarse también su apoyo; y en el silencio un poco triste que surgió les hubo de notar un desorientado asombro, que en vano otras sonrisas quisieran disfrazar de convencido asentimiento.

Quedóse él, en cambio, persuadido de que tampoco éstos, el marqués badajocense, ni Rey, ¡un ex director general!, habían sentido nunca el antojo de darse un baño por Europa. Englobándolos con su tío el conde y con don Pedro, hubiéseles gritado: «¡Imbéciles! ¡Id a París! ¡Os contiene el miedo a la distancia y al gasto, y ni os tomáis la molestia de leer en una guía que se tarda mucho más a aquí, desde el mismo Badajoz, y que cuesta mucho menos que lo que diariamente perdéis a la ruleta en casinos apestosos!...»

Sobrado fino para hacer más que pensarlo, se limitó a saborear el efecto de su verdadero ensayo de oratoria..., disponiéndose a seguir; pero Jarrapellejos, cual si le hubiese adivinado, irónico, enérgico y como por todos (¡había que concederle algún talento!), le sorprendió con la respuesta:

—Indudablemente, Octavio, una de las ventajas de no haber estado en París es la de poder continuar viviendo en España sin... excesivo «europeísmo». En tu casa, porque lo prefieras, las cosas son francesas, inglesas, alemanas...; en la mía, todo español: el piano, de Montano, de Madrid; los paños, de Tarrasa; los tapices, de la Fábrica Real, célebre en el mundo; los cuchillos, de la de Armas, de Toledo; los platos, de la no menos famosa Cartuja de Sevilla; las sedas, de Valencia; de Barcelona, la segadora y las máquinas de mi fábrica de electricidad, y de Zaragoza, el sleeping del tren en que viajamos. ¡Te juro que no echo de menos para nada lo extranjero¡

Cálida la réplica, asimismo, fue acogida con un rumor aprobatorio, y principalmente por el registrador y el juez, el alcalde y el señor cura. Octavio, como el que ha descargado un paraguazo y recibe otro, no sabía qué responder. Don Pedro le miraba fanfarronamente, cariñoso, mas no seguro tampoco de sí mismo...

Quedaban ambos en el desequilibrio inconfrontable de dos proposiciones igualmente exageradas, y la voz melodiosa del marqués de Illana, en contraste con el trueno de don Pedro, restituyó la cuestión a sus términos exactos. Ni España dejaba de tener industria propia y medios de existir...; ni España dejaba de ser Europa, ni el resto de Europa y del mundo, a España, igual que a Francia y Alemania e Inglaterra, cesaba por ello de serla indispensable. Sin Edison no habrá gramófonos en La Joya, pero tampoco en Londres..., tal que, sin los que en Europa los supieron inventar, no habría en Nueva York telegrafía sin hilos, aeroplanos, ni siquiera hubiese Nueva York..., que pudo ser fundada porque unos españoles descubrieron las Américas. ¡Era el imperialismo de progreso!

—Lo que no quiere decir —terminó el marqués— que al agobio de nuestros gloriosos siglos de conquista no marchemos actualmente sin un poco de retraso.

El cura quiso intervenir, tomando en retórico sermón la católica tangente; pero Jarrapellejos, que con su autoridad estaba por encima de catolicismos y de curas, le atajó, para insistirle a Octavio en sus razones. Nada corto, éste replicaba, y apoyábanle Illana y Rey. El conde de la Cruz, fiel aquí, igual que en el Senado, a su criterio acerca del valor inapreciable del silencio, callaba, atento y reflexivo. «¡Ah!, ¡ah!...» «¡Oh!, ¡oh!», decía, asintiendo o negando con leves gestos. Además, tosía y sentía frío, al reposarse de la sofocación de haber bailado; y, no obstante la serenidad calmosa de la noche, hízole a un sirviente traerle un gabán, y se lo puso.

Amplio filón de elocuencia volvía a encontrar Octavio en sus comparativos recuerdos de viajero; en Francia los maestros de escuela habían dejado de servir para escarnio en el teatro; la prensa no se ocupaba exclusivamente de política, con miras de egoísmos personales, tal que aquí, sino de lo social, a diario recogiendo las palpitaciones de la vida; las mujeres marchaban solas por la calle, sin temor a groserísimos piropos. No sólo era todo cómodo y bello; baratísimo, también; ejemplos: su mandolina Ozelli de doce francos, sus máquinas fotográficas, su motocicleta, su escopeta.... excelentes y de menos precio que lo que hubieron de cobrarle de aduanas... ¿Qué?... Aparte todavía el moral bochorno de presupuestos de enseñanza, como el del ministro de Educación señor Sampedro, que, lejos de recabar aumentos, defendió las reducciones...; por atención siquiera al resultado material de la mayor comodidad de la vida entre gentes cultas y a aquel abaratamiento de las cosas, ¿no debía pensarse en otros de moderna y positiva esplendidez?

—¡No, querido Octavio! —saltó don Pedro, acaparándole la triunfal mirada, que empezó a pasear por el concurso—. Los altruismos de tu edad, y los libros, conducen, a no dudar, a lindas cosas; pero la experiencia lleva a las contrarias. En primer término, lo que se afirma desde antiguo acerca de «la santidad de la ignorancia» es de una exactitud que no desconocería ese ministro de Instrucción, como no la desconocemos los que hemos ido recibiendo duras y algo largas las lecciones de la vida. El pueblo no comerá más aunque aprenda gramática en la escuela, y, en cambio, sabrá mejor de su hambre y del hartazgo de los otros. Fíjate: París deja morir de frío en las calles a los que no tienen para ropa, igual que hace cien años, y en cambio, con su cacareada ilustración del pueblo, ha creado la especie del bandido filosófico: la banda trágica de los Bonnot los Diendonné y los Callemin, defendiéndose a un tiempo con la browning y el periódico; sus adeptos son legión; se sigue predicando el robo Y el asesinato en los centros libertarios, y asusta cómo el telégrafo nos habla diariamente de los niños de quince años que juegan a matar, en vez de jugar a los bolindres.

Eructó, y continuó:

—Tal la obra de la prosperidad moderna, Octavio, con muchos focos eléctricos, con mucha luz, a la verdad, con alumbrando despiadadamente, en contraste con los lujos, las rebeldías de una miseria que antes hallábase resignadamente oculta, cuando menos. Unos con mucho, otros con nada; así ha sido siempre el mundo y lo será. Mal repartida la felicidad por la tierra, lo mismo se puede ser feliz en Londres que en La Joya, si la suerte ha tenido a bien concedernos un poco de dinero. Y si el ideal a que todos aspiramos no es la sabiduría, sino la dicha, que nada tiene que ver con la gramática; si no ha de ser dichoso sino el que nace para serlo; si para los cuatro perros días que hemos de vivir está el toque en pasarlo del mejor modo que se pueda.... ¿a qué empeñarnos en abrirles los ojos a los pobres.... y seguramente las navajas, ni a qué apurarnos porque allá en Francia e Inglaterra, dejando a nuestra España en su modestia y en su paz, fabriquen maravillas al tiempo que anarquistas? ¿Es que en la clasificación de ahora y de siempre ha dejado de valer menos, por acaso, el ser rico que inglés o que francés... Mal mirados andaremos por ahí los españoles, según dicen; pero cree que inglés y todo, francés y todo, en Inglaterra, en Francia, a un pobre me lo trincan a la puerta de un teatro, a la puerta de una fonda, a la puerta de un tren, si no lleva billete, y va a morirse a un hospital, o te limpia a ti las botas; y tú, Octavio, yo, nosotros, ricos, antes que españoles, si queremos ir, tomamos el sleeping, llegamos, nos hartamos de champán, oímos la ópera en butaca, y de añadidura nos llevamos a nuestra gran fonda, cada noche que el cuerpo nos lo pide, espléndidas inglesas o francesas... Y después de esto, Octavio, que nos aten la civilización y la carta de nacionalidad a... ¡Iba a decir un disparate!

Rió. ¡Ju, ju, ju! Una estruendosa carcajada. Comprendíase que a este hombre, en su españolísimo rincón de La Joya, desde la altura de sus treinta mil duros de renta, le tuvieran pantagruélicamente sin cuidado ingleses y franceses, jueces y curas, condes y barones nacionales.

—¡Bien!

—¡Bien!

—¡Sí!

—¡Bravo! ¡Bravo!

Le aplaudían, desde el párroco hasta el ex director general y el marqués.

—¡Ah, ya! ¡Pensando así! —lanzó Octavio.

Quedaba «descacharrada» la polémica. Imposible responder a quien, resumiendo, por lo visto, el filosófico sentir de la reunión, eructaba de tal suerte el talento natural, el cocido y los sofismas. Además, el conde de la Cruz, que tosía envuelto en su gabán, se levantó e invitó a los otros a seguirle a una especie de hall acristalado, que libraríalos del relente. Octavio los abandonó, dirigiéndose hacia el baile, donde ya bailaban todos, hasta el Garañón y Manolito, con la animación de última hora.

Iba descontento, exasperado.

Aun provisto de sus luminosas impresiones de París, se había sentido fracasar, y con el toscote de Jarrapellejos, en aquel primer intento de pública oratoria. ¿Querría ello vaticinar que cualquier burguesete que le saliera al paso en sus proyectadas propagandas con Cidoncha, cuyas notas deberían ser la prontitud y la intrepidez, fuésele a dejar desconcertado?... Ganábanle otra vez, ¡como si no hubiese estado en París!, la duda, la desconfianza, la irresolución recóndita y orgullosa de sí mismo, que a estas fechas teníale sin haber sido diputado, que habíale hecho quedarse sin su aristocrática prima de Sevilla, sin su rica prima la hija del conde de la Cruz..., y hasta —ya en el orden de las ambiciones sensuales— sin esta divina mora Ernesta, arrebatada por el tito...

¡Condesa! ¡Condesa!... La descubrió, y fue a ella con no supiera qué propósitos de irritarla y humillarla... Recordó los deseos de familiar confianza del marido, y hubo de sorprenderla, llegando por detrás:

—¡Oh, tita! ¿Qué es esto?... ¡Glorias humanas! ¡Qué sola estás!

—¡Oh! —hizo indefiniblemente Ernesta al divisarle, al escucharle.

Al borde del tumulto que formaban todos bailando y alzando polvo de la arena, por primera vez volvía a verse a solas con su antiguo apasionado.

—¡Ah, Octavio! ¡Usted!

—¡Cómo de usted..., querida tita!

—Sí, sobrino... ¡Verdad!

—Bailemos. ¿Te place?

—Perdóneme. ¡Me han roto la cola! ¡Mire! Es un horror de polvo y pisotones. Por eso no bailo, y hubiese preferido suprimir para todos este baile idiota, en que Orencia se empeñó. ¡A quién se le ocurre en medio de un jardín!

Lastimosa inclinándose, con la mano enjoyada de esmeraldas y brillantes, alzábase un pellizco de los ricos encajes de la falda para mostrar en un largo desgarrón los alfileres. Diríase que todos sus triunfos de coqueta amargábansele en tal percance insuperable.

Octavio se sentó.

Por un rato no supieron qué decirse. Hallábala como amargada y contrariada, ciertamente. No habría podido ser, desde luego, más certera la ironía del irónico malévolo. ¡Glorias humanas, fugaces! Hartos los demás de rendirle vasallaje a la mimada novia, a las tres horas de fiesta, sus primos, sus primas, sus amigas, Orencia, las Jarrapellejos, habían ido desfilando de la corte de honor que la formaron junto al trono de un sillón, para divertirse por su cuenta; la madrina y las señoras mayores, cumplimentadas por doña Luz (la mamá de Saturnino, otra especie de dueña de la casa), al resguardo del fresco, seguían en la tertulia que hubieron de formar dentro del hotel al verla acaparada por el baile y por los jóvenes; y en tal situación, ahora, Ernesta, debería de estar sintiendo también por vez primera, y a más del dolor de su vestido roto, la decepción de los triunfos de su título y la más yerta realidad de aquel viejo marido que tosía en el hall,

incapaz de soportar la dulce frescura veraniega de la luna al lado suyo.

Fuesen éstas o no las impresiones de «la pobre necia deslumbrada», Octavio creyó leérselas en la bella faz de enojo y de fatiga, y dábalas por ciertas. Al día siguiente saldría el matrimonio en automóvil hacia el mundo.... y ¡quién adivinase los aún más íntimos y grandes desengaños que, ya en el auto, llevaríanse de la hora nupcial con un anciano la carne y el corazón de la bellísima condesa!...

—¿Os vais mañana? —habló, por fin, Octavio, cortándole a la mísera desorientada la inquietud.

—Sí, mañana.

—¿Adónde?

—A Madrid.

—¿Y luego?

—A San Sebastián... y a Biarritz, me parece.

No era verdad esto último, aunque Ernesta mentíaselo, por vergüenza, al «europeo». Del instintivo horror del conde a la distancia, a las fronteras, la esposa no había logrado recabar sino la capital donostiarra como término al itinerario de su viaje.

—¿Y no iréis luego a París, a Suiza?... Es la costumbre, ya sabes, en octubre, al final del veraneo. Si vais, allí habremos de vernos.

—¡Ah! ¿Piensa usted volver?

—¡Tú, tú..., como yo a ti, por Dios, querida tita! Sí, pienso volver.

—Bueno, sí, tú... ¡Verdad!

Sonriéronse. Habló «el sobrino»inmediatamente de viajes, de alta vida, de... París. Los restaurants elegantes (Maxim's: diez francos un melocotón), los célebres modistos y almacenes, los boulevards, los teatros... Ernesta, a toda rapidez, oyéndole, perdía la emoción de su alarma con el que fue casi su novio en otras muy dulces y amplias emociones ante este gentilísimo pariente, que a plenas tranquilidad y confianza familiares íbala evocando las mundanas elegancias principescas, los grandes hoteles, los grandes expresos, lanzados como tormentas del lujo por Europa. ¡Sí, sí, de tú!... Se obstinaba él en no pasarla los usted a que impelíala la falta de costumbre, y ella obedeció y dominó pronto la violencia. Una cosa que la iba llamando la atención (inversamente parecida a la física mudanza notada por Octavio, y a influjos de ella, en Orencia y Dulce y las otras muchachas de La Joya) era la especie de espiritual aplomo y de sutil audacia a que parecían resueltamente trocadas en el «viajero de París» sus respetos excesivos de otro tiempo. ¡Ah, sí, aplomo, audacia bien sutil!..., tanto que Ernesta, invitada a su vez por la suave y como principesca cortesía, de tiempo en tiempo advertíase ella propia más que demás deslizada en los temas escabrosos, y... tenía que refrenarse. ¡París, bah!... ¡El efluvio, un poco fuerte, de París!... ¡El desnudo y la bella libertad en los museos, en los cabarets montmartreuses, en las divinas mujeres que en Luna Park montaban a horcajadas los camellos o se echaban a rodar por las rampas giratorias!... Y ella aprobaba todo esto en nombre del arte y de la franqueza noble de la vida, razonándolo, dando su opinión; y fue peor todavía, al fin, cuando púdica, pero hábil también, para que no la creyese una zafiota e hipócrita española el «parisiense», el hombre nuevo, que jamás sostúvola una conversación así cuando andaba cortejándola, ella pasó de los desnudos a la ropa... Sin querer, pronto asimismo, a propósito de si las necias de La Joya llevaban todos sus faustos por fuera, por fuera únicamente, la condesa de la Cruz, hablando de encajes, de batistas, de sus encargos de ropa interior al Louvre, por dos, por tres veces, se encontró, ¡diablo!.... describiéndole al «sobrino» sus ligas, sus corsés, sus camisas más o menos escotadas...

—Hasta aquí, ¿sabes? ¡Cortísimas! La moda.

¡Qué barbaridad! Ernesta, ahora, se asustó al advertir que estaba señalándose con la mano a medio muslo... Afortunadamente, se acercó Orencia, que acababa de bailar con Pobladet, y que ya, bailando, habíales dirigido sus bromitas y sonrisas:

—¡Niños! ¡Hola, qué calor! ¡Aquí me siento!

Sofocadísima, inquirió en dónde hubiéranse escondido. Prometió no bailar más; pidió un sorbete...; y a los diez minutos, Octavio, siguiéndolas la conversación de corsés y de camisas, volvía a escucharles a las dos ingenuas descripciones de las suyas...

—Sí, sí, tiene razón —le concedía Orencia—; no se cuidan aquí mucho que digamos, por dentro, de perfiles...; pero ya sabe usted que en todo yo soy una excepción...

IX

Barriga, que por sugestión del apellido hacía creer que tenía barriga sin tenerla, pues era esbelto, aunque tendencioso a gordo y no muy alto, esperando al compañero y disponiendo el complejo instrumental, pensaba así: «He dado excesivo bombo a esta operación sencillísima. Necesito revestirla de aparato, aunque no son de temer complicaciones. Total: punzar, sacar el agua..., y el vendaje. El bruto de Carrasco, vieja escuela, hallará redundante la antisepsia; le hundiré con mi oratoria. ¡Qué rabia me profesa porque escribo prosa. versos!... ¿Habrá algo en el hígado?... No. Ascitis simple, a frigore, sobre un palúdico fondo... La enferma se comporta a maravilla...»

Débil, no obstante, la enferma, se la debía prevenir contra el síncope. La habían bañado; la habían frotado el vientre con sublimado caliente y jabón; la habían purgado el día antes y administrábanla caldos y jerez.

¡Bravo, su arsenal!, lo consideraba el rubio médico, satisfecho de vivir, luego de corroborar al trasluz la perfecta diafanidad de la solución de cafeína. Si el burrote de Carrasco le odiaba por los versos y por su florido verbo en las consultas, los otros compañeros no le disimulaban la envidia, porque ninguno sabía prestarle a la ingrata profesión estas importancias, estos bellos aspectos teatrales: el alcohol ardiendo en las jofainas, las mesas llenas de gasas y algodones, los juegos de tijeras y escalpelos, los abatidores de lengua, la eléctrica maquinilla y el martillo de Mayor, las pequeñas ampollas de anestésico local y las grandes ampollas de suero suspendidas con sus tubos de caucho y sus agujas...; y en medio, majestuoso, soltando a chorros el vapor, el autoclave... Carrasco se iría a quedar «peripatético»ante tantas cosas de níquel limpias, brillantes, modernas...

Comprendíase la crispada alarma de la gente. Él lo sabía. Hay quien realiza un portento, y no se presta atención. Hay quien prepara una nadería con mana, y sorprende. El suceso, gracias a la habilidad de él en pregonarlo, esperábase de tiempo atrás punto menos que se había esperado la boda del conde. Llena la casa. Amigos y parientes y habinientes del alcalde y la alcaldesa; amigas de Purita: Dulce, Jacoba, Eduvigis, Encarnita Alba, Joaquina y Petra Rivas, Gertrudis Nieves y Luz Jarrapellejos, las otras dos Jarrapellejos, hijas de don Pedro...; todas las muchachas.... y hasta algunos muchachos, como Cleofé, inapartable de la novia; Saturnino y Manolito... De rato en rato se entreabría la puerta, asomaba una a esta salita su cara de horror y curiosidad, y escapaba igual que del infierno. Orencia, brava, entraba y salía con monjil silencio, encargada de la ropa y de los caldos...; y en cambio, el párroco don Roque, a cuya paternal solicitud debíase a última hora la imprevista llamada de Carrasco, andaba el pobre como tonto, a ahogarse con un hilo.

—Bueno. ¡Y cree usted, Barriga, que... no se nos morirá la niña, angelito de mi alma!

—¡Pero don Roque!

Notable el apocamiento de este hombre, de cara y trazas de león, que recordaba a don Pedro, su primo, y que en condiciones normales se dijese un trabucaire. El sólo espabiló a puntapiés una tarde a unos gitanos que entraron navaja en ristre, persiguiendo a otros dos, hasta la iglesia.

Y lo más notable aún, a la verdad, era que el miedo de los profanos refluía sobre Barriga, quitándole la calma... ¡El colmo, asustado del atrezzo que él mismo montó para asustar a los demás! Temblaba. Se vio, pálido, a un espejo.

«¡Carrasco!» «¡Carrasco!» «¡Don Cándido Carrasco!», anunciábalo la masa de serenos, guardias, alguaciles y mujeres atestada en el pasillo. Entraba con don Roque y el alcalde. Barriga compuso dignamente su actitud. Un «¡Hola!» y una seca entrega de la mano. Le notó los desdeñosos disimulos de su admiración al quirúrgico arsenal. Se limitó Carrasco a mirar atrás y a ladearse, porque le daba en las nalgas el vapor del autoclave.... y se limitó además a decir casi con sorna, como si estimase que la cacareada operación pudiera realizarse con un simple cortaplumas:

—Una paracentesis. ¿No es esto, compañero?

Sentados, a invitación de don Fabián, Barriga, que en repantingada posición que hubo de adoptar en el sillón, con una mano en la sisa del chaleco, parecía, efectivamente, tener barriga, empezó a expresarse:

—Querido colega: el caso cuya historia voy a tener el honor de exponer, interesantísimo por todos los conceptos, pues sólo recuerdo procesos de una tal vaguedad prodrómica y de una tal precisión semiológica, no obstante, entre los citados por Rivernoit en su Contribution a 1'étude du...

—Dispense, compañero; procedamos con orden —dijo el brusco de Carrasco, levantándose—. Veré antes a la enferma.

Iba sin aguardar nuevas razones, y hubo que seguirle. Difícil el acceso al cuarto y a la cama. En ésta, y tocada de nívea cofia, que espiritualizaba más su eucarística, belleza de angelito, hallábase Pura, asistida por el simpático dolor de todas las amigas.

Muda y resignada, el susto vigilante de sus ojos se acentuó al ver llegar a los doctores. Tuvo un impulso de gritar, de escapar, y la paralizó el espanto.

Don Roque la acarició, llorando y haciendo llorar a las muchachas:

—Tonta. Tonta. Nenina... ¡No te apures!

Mas como aquella especie de perro fosco que era Carrasco, apenas tomado el pulso y examinadas las pupilas, de un tirón echó abajo la colcha, don Roque, y aun Fabián, creyéronse en el trance de ausentarse, ahorrándole rubores a la ruborosísima criatura. Antes el enternecido párroco la dio dos besos en la frente.

Quedó al aire el vientre de Purita. Carrasco lo palpaba. ¡Caramba!... Sin querer, y según lo iba examinando..., ¡caramba, sí, caramba!, acudíale a la mente lo que tiempo atrás quiso maliciarse por el pueblo de embarazo... Prominente, globular, a pesar de estar la chica de espaldas, el médico buscaba en vano la sensación liquida de ola...

—Es extraño, colega —comenzó por manifestarle a Barriga, que con aire superior y donjuanesco esperaba, timándose con Dulce—. Vea: duro, duro en masa, aquí, y aquí...; falta total de la circulación venosa supletoria y de la proyección del ombligo... Además, ¡caramba, sí, caramba!..., paño, negro todo esto.

«¡Qué idiota!», pensó el pulcro compañero.

Delicado él, jamás trataba de este modo a sus enfermas, y especialmente si eran señoritas. Nada de descubrirlas: las ropas, por encima, y en paz, y aun diciéndolas poesías de Bécquer, que hiciéselas olvidar el reconocimiento. Así ellas y las madres le llamaban.

Grosero, en cambio, burro de «nativitate», Carrasco acababa de levantarle a Pura la camisa hasta el pescuezo, ahuyentando pudorosas a las otras. ¡Creeríala en estado de preñez, el animal! Querría confirmarla el paño en los... ¡Diablo, pues sí, tuvo que concederle Barriga.... en los pezones, en los pezones, aureolados de moreno, como si se los hubiese untado de betún. Y todavía, a una presión de Carrasco, ¡oh!..., aquellos negros pezones de los blancos senos pequeñitos... dieron leche...

¡Leche! ¡Era indudable!... Barriga se iba quedando de una pieza. Las amigas de Purita, vueltas, se acogían a los rincones. Y Purita, muda, siempre muda, con los ojos muy abiertos, seguía las impávidas maniobras de Carrasco.

El cual, encarado con doña María del Carmen, inquirió:

—¿Qué tiempo lleva de... enferma?

—Siete meses. Desde mayo.

—¡Ocho, mejor! —amplió Carrasco, como para sí mismo. Y añadió:

—Señora, deberían salir las jóvenes: necesito llevar mis exploraciones más a fondo.

Desfilaron las jóvenes a esta sola indicación, una a una, silenciosas. Orencia se quedó. El expedito médico tiró de estetoscopio, auscultó el vientre centímetro a centímetro... Sonrió, en fin, e invitó al atónito colega a escuchar en un determinado punto.

—¿Qué oye?

—¿Soplos? ¿La porta, quizá?

—Latidos. El corazón.

—¿En la barriga?

—El del feto, naturalmente.

«El del feto», ¡ah... Frase ya inteligible para Orencia y doña María del Carmen, empezaron a inquietarse.

—¿Cómo del... feto?

Carrasco no atendió. En la fiebre de su pista, y manejando a la azoradísima rubita tal que a una muñeca, practicaba el tacto vaginal. Un dedo, dos, tres... No encontró dificultades; y el hocico de tenca, alto en el fondo, largo y permeable, hasta dejar tocar a su través las fontanelas, la cabeza de un muchacho.

Bien. Se fue al lavabo y se lavó. Luego se encaminó a la puerta, avisándole a Barriga:

—¡Venga, que hablemos!

Sino que, loco de asombro y de angustia, Barriga se había lanzado también a reconocer a la inmóvil de terror, a la dejada casi en manifiesto, sin acción para cubrirse y sin que nadie la cubriera; y doña María del Carmen, guiándole, varió el camino de Carrasco por un falsete hacia la sala.

—¡Oh, niña, niña! —hubo de reprochar Barriga amargamente, apenas comprobaron sus dedos, por aquellas vastas amplitudes, lo innegable—. ¡Qué manera de engañarme! ¡Qué manera de mentir!

La niña lanzó un agudísimo alarido, y convulsa esquivó a un lado su horror de descubierta, recogiéndose toda lateralmente entre los brazos.

Barriga, sin mirar siquiera a Orencia, que en su mudo estupor le interrogaba, por huir del bochorno de ella, ya que la impiadosa tierra no se abriera y le tragara, pasó al salón. Iba como imbécil. Flaqueábanle las piernas. Don Roque, que estaba allí, porque allí se habría quedado antes buscándole un refugio a sus congojas, duro, resurgido en trabucaire, formaba con Carrasco y la dueña de la casa un grupo de tragedia. Pendiente ésta y aquél de algo que Carrasco habría empezado a insinuarles, y para cuya total manifestación aguardaría a Barriga, Carrasco, al verle, prosiguió:

—No, no hay nada que operar. ¿No es cierto, compañero?... Por suerte o por desgracia. La cosa se resolverá sola en quince o veinte días. Señora, don Roque...: me es sensible decirlo, pero es mi obligación: trátase... de un embarazo.

—¡De un..., un...!

—Embarazo, sí, señora. De ocho meses.

—¡Qué barbaridad!

Habría gritado sus protestas la madre contra el bruto irreverente. Habríale echado don Roque a puntapiés, porque a la noticia, a la calumnia aquélla, y tratándose del ángel de su alma, el hombre de puños y mal genio acabó de aparecer súbito y completo... Sólo que la lívida estupefacción de ambos fijábase en Barriga, pidiéndole, exigiéndole la inmediata y científica corroboración de sus enojos... Y, ¡oh!, Barriga, todavía más lívido, con la mirada en la alfombra, callaba como un muerto.

—¡¡Embarazada!! —le acosó el párroco, con idéntica fulmínea cólera que si él fuese el responsable.

Y el acosado, que al último tesón de sus orgullos en desastre midió instantáneo la oportunidad de sostenerle desesperadamente a Carrasco lo contrario, viendo cuán inútil fuera, pues no se trataba de defender con floridas oratorias el gato, por ejemplo, de una escarlatina ante la liebre de un sarampión, sino de algo que bien pronto, saliendo al mundo, pondría en evidencia de carne y hueso una criatura..., resignóse a suspirar:

—¡Sí!... ¡Purita me ha estado engañando!... ¡Nos ha engañado a todos!

El mortal silencio de la angustia que se produjo lo aprovechó Carrasco para partir, con su triste triunfo, de la sala y de la casa.

—María.... María del Carmen —increpó ahora don Roque con amarga y digna cólera a la pobre consternada—, ¿me puedes explicar..., me puede usted explicar, lo que sucede?

Un gemido de la infeliz, desplomada como muerta en el sofá, y auxiliada inmediatamente por don Roque, ocasionó una nueva confusión, que el mismo Barriga halló propicia para escapar con su bochorno, con su espantosísima derrota... Pudo, pues, al poco el pundonoroso sacerdote hablarle con franca y espartana escuetez a su querida:

—¡Adiós!... ¡Adiós, María del Carmen!... ¡No has sabido velar por la inocencia de mi hija!

Otro sollozo más hondo. La respuesta:

—¡Ya te decía yo, María del Carmen, que tu sobrino Gil era un granuja y demasiado cándida la niña! —¡Ya te advertía que nuestra pobre niña no estaba en edad para noviazgos!...¡Ahora, adiós, adiós..., mujer!

Vuelta en sí a un palmetazo de revés en la frente, que fue un disimulado bofetón, preguntó la atribulada:

—¿Te vas? ¿Adónde vas?

—¡A donde no volváis a verme! ¡Me arrojan de esta casa la deshonra y la vergüenza!

Y ejecutivo, terciados los manteos, avanzó y desapareció por una puerta de escape como un dios augustamente doloroso, como un negro Júpiter con teja.

Doña María del Carmen, una mano crispada al corazón y la otra conteniendo la sofocación de la garganta, quedóse unos minutos contemplando la espantosa magnitud de la catástrofe. «Preñada del mono de Gil... la mona aquella de la niña... Roque, justamente desengañado y sorprendido..., resuelto, acaso, a modificar el testamento, a negarle a la idiota sinvergüenza su caudal..., y Gil, el sobrino, negándose quizá a casarse en cuanto la supiese sin dinero... ¡Ah! ¡Y para esto había sacrificado ella su vida entera con Roque!...» Alzada por la cólera, fue como un tigre al falsete, abrió, entró, y sin fijarse en que Fabián, atraído por los gritos, por la salida de Orencia y por las fugas de los médicos, había llegado a la alcoba y contemplaba, sin poder hacerla hablar, a la chiquilla..., de buenas a primeras la agarró por el pelo, volviéndola y arrancándola la cofia, y le asestó en plena cara, asustada y lamentable, descompuesta, que parecía la de una agonizante o la de una grave accidentada, una bofetada a todo vuelo, que hízola sangrar en seguida de la nariz y de los labios.

—¡Toma! ¡Indecente! ¡Indecente!...

Iba a insistir, y el marido retúvola del brazo.

—¡No, no! ¡Déjame, que la mato a esta indecente!... ¡Que la cuelgo!... ¡Que va a soltar aquí mismo el crío y los bofes por la boca!... ¡Déjame, déjame, Fabián!

Al tumulto, algunos rezagados asomaron por la puerta, no atreviéndose a pasar. Claro es que la bizarra nueva había corrido por la casa; disparada Orencia hacia la suya, las señoras, los señores, las amigas, sobre todo, de la hipócrita, la iban imitando. Únicamente en el pasillo quedaban las mujeres pobres de la vecindad, los guardias, los serenos...

Media hora después no había ningún extraño en casa del alcalde. Éste, en su despacho, con la frente abrumada en una mano, filosóficamente absorto en la consideración de la deshonra de su nombre, y pensando escribirle conminativamente a Gil; las dos criadas, en la cocina, fregando platos y comentando perversamente divertidas el tragicórnico suceso; Purita, en la cama, curada de la hemorragia de la nariz por el barbero, y doña María del Carmen, por último, a solas con el rigor de su fracaso educativo, en el lecho de otra alcoba. Puertas cerradas. Un silencio y una oscuridad como del abandono de una muerte.

Mujer de altas diplomacias, que creía el mundo sometido a sus arbitrios, que todo había tenido que resolverlo siempre en su hogar, por encima de aquel listo tonto marido juerguista y jugador, lleno de desaprensiones, se tiró de pronto del lecho, vestida como estaba, a fin de enviarle a Gil Antón un telegrama, concebido en esta forma: «Ven primer tren. Urgentísima tu presencia para asunto grave que puedes suponerte.» Directamente, sí, con el sobrino. Llegar mañana él; casarlos pasado.... y no haber dejado durar sino cuarenta y ocho horas el escarnio de esta bomba de indecencia por el pueblo. Prescindía de jefes ni músicas que pudiesen retener al muchacho en una academia; militar; prescindía asimismo de consultarle nada previamente al padre de Gil, a su viudo y paralítico primo hermano de don Antonio. Sin embargo, antes de redactar el telegrama, quiso celebrar con la dichosa niñita una conferencia en que sustituyera los golpes por la mesura del hablar y el enterarse...

Llegó a la puerta del cuarto, la abrió con calma, cerrándola por dentro en seguida, a pasador.... y así que hubo de verla la aterrada maltratada, se recogió a un rincón, liada entre las ropas, en otra vuelta y otro convulso brinco de su cuerpo...

—No, hija, no —trató la madre duramente digna de calmarla, sentándose en la butaquilla de los pies—; no es ya cuestión de retorcerte el gañote como a un pájaro, por más que lo merezcas; es cuestión de que me cuentes, de que me informes, de que me digas, ¡cochinos!, ¡sinvergüenzas!..., si al menos para este trance, que deberíais tener los dos bien descontado, Gil se encuentra dispuesto a restituirte un poco, sin pérdida de tiempo, los decoros, con la boda.

No respondía la rubita; los hombros al aire, deshecho el pelo, de espaldas a la mamá, recorríanla de arriba abajo eléctricos estremecimientos.

—¿Lo teníais dispuesto así?

Silencio. Doña Inés tuvo que insistir, armada, durante un largo cuarto de hora, de paciencia; explicándola que era indispensable, ¡so bruta!, conocer la actitud de ellos, la actitud de él, al objeto de calcular la rápida eficacia del telegrama que iba a ponerle..., metiéndola, por último, y como anuncio de otros mayores, a ser preciso, un puñetazo en el ijar..., y sólo entonces el tímido angelito se giró más a la pared y quedóse boca abajo al contestar en una suerte de gemido:

—No; no tenía nada dispuesto. Él no sabe nada.

—¿Cómo? ¿Que... él no sabe nada? ¿Quién? ¿Gil?... ¿De qué no sabe nada?

Volvía la trémula chiquilla a su hermetismo. Volvía la diplomática experta a irritarse de estas burdas diplomacias en que, a disculpa del respeto ruboroso hacia la madre, pretenden escudarse todas las que maldito si se ruborizaron con el novio, y otros dos puñetazos de aviso, esta vez en las costillas, hiciéronla exclamar, al tiempo que lloraba y sollozaba:

—¡Mamá, mamá, por Dios!... ¡Si es que me da mucha vergüenza!

—¡So puerca! ¿Y dónde te la dejaste con Gil? ¿Dónde él se la dejó?

Súbito y nuevo puñetazo, previniendo necias dilaciones de silencio.

—¡No, no! ¡Él, no, mamá!

¡Ah! ¡Él, no!, ¿verdad?... Un santo, y tú, otra santa. Si ya te decía yo que no me fío de santos que mean en la pared; que son ciertos los refranes, y «entre santa y santo, pared de cal y canto»... Y, claro, la santa, ahora, al cielo la barriga, por don de santidad, y el santo ni lo sabe... Pero vaya, venga. ¿Qué es lo que no sabe? ¿Quieres explicármelo, hija mía?

—Pues... no sabe.... ¡oh!

Cubrióse Pura el rostro con las manos, mas no lloraba ya.

—¡Habla! ¡Habla!

—Pues... no sabe...

—¿Qué? ¿Que estás para parir? ¿Que fueses a parir..., ¡marrana!..., porque él te aconsejara y ambos esperaseis un aborto, haciendo con la historia del agua que el memo de Barriga te pinchase?

—¡No, no! ¡No me aconsejó eso! Gil... no sabe que yo...

Sobrecogióla el bochorno, agotándola la voz, Y se la devolvió la madre a la simple indicación de otro «metido».

—... que yo estaba... como estoy!

—¿Cómo, «como estás»? ¿Embarazada? ¿Que no sabe que estás embarazada?

—No, no. Él... no tiene la culpa.

¡Demonio! ¡Doña María del Carmen se levantó, afirmándose en sí misma, como quien esta viendo un precipicio por delante y la enseñan otro por detrás. La dichosita niña, que ya iba parlando con menos miedo, había dicho esta nueva enormidad ingenuamente. Nada de que se disculpara, nada de negar su situación, sino, de un modo simple y llano.... afirmar, al parecer, que... el embarazo era de otro. ¡¡Demonio!!

La contempló la madre, sin atreverse más a golpearla, considerándola ya como una suerte de monstruo superior que estuviese por encima de sus iras, y... en casi admiradora, en casi compañera, demandó:

—Pero... ¡desdichada! Si no es eso... de tu novio..., ¿de quién en es?

—¡Ah, mamá, mamá! —tornó a lamentarse Pura, ganada y conmovida por aquel tono confidente—. ¡Si es que me da mucha vergüenza de decírtelo!

Breve y menos difícil el final de la penosa conferencia, bien que alternada por nuevos llantos de la joven y ayudada por algún último «metido»de nudillos de mamá, Pura, poniéndose las manos sobre el rostro en los pasajes escabrosos y esquivando las costillas, estrechada, cada vez más acosada a descarnadísimas preguntas, fue fragmentariamente confesando que... aquello ocurrió en el campo..., por abril, cuando pasaron la temporada con don Roque, y ella, en unión del zagal de las ovejas, iba una tarde a ver la invasión de los langostos... «Pero ¡embustera! Si entonces estaba Gil en la Academia.» (Manos a la cara.) «¡ No, no!; si... ya te he dicho que no fue Gil.» «Pues ¿quién, entonces?» (Manos a la cara y huida de costillas.) «El... zagal.»(Paralización del puño de la madre a medio viaje, de puro asombro.) «¡¡El zagal!!... ¡El pastor! ¿Quilino?... ¡Un pastor,... «Psicología singular, misterio femenino para la más que femenina perfumada y repintada, que nunca habría sabido descender a roñas y garrapatas de patanes; que sólo, como sumo, había podido soportar el mal aliento del tabaco y las muelas cariadas de don Roque. María del Carmen, aun por encima del disgusto y la sorpresa, sintió la curiosidad de cómo su hija se dio a un astroso pastorcillo, habiendo podido darse, siquiera, al primo, al novio —que ya lo era, más o menos descubiertamente, por entonces—, a Gil, guapo, y fino, y pulcro como el oro... Bueno, pues... también tuvo que confesarlo Purita: todo consistió en el maternal empeño de «guardarla... por el sistema de las medias rotas, de las camisas viejas, sin adorno, de los corsés feos y desteñidos..., que, naturalmente, le daba a ella vergüenza que el primo se los viese ni pudiese sospechar que los llevaba»...

—Anda, hija..., ¡qué animal!

Explicado el misterio, aunque con lógica de absurdo, que no menos por eso poníale en evidencia a la «hábil»y tenaz guardadora de pudores la absoluta imposibilidad de guardar a una chiquilla, resuelta a no guardarse, desde el punto en que la hora y la ocasión le son llegadas, aunque sea sólo por los pelos (ah, sí, los santos que mean en la pared..., y allí estaba el santísimo don Roque), sobrevino, con otra postración vergonzosa de Purita, un profundo silencio reflexivo.

—¡Desdichada, desdichada! ¡Bestia, además! —lamentó al fin doña María—. ¿Cómo esperar ahora que te cases? ¿Con quién, borrica?... ¿A quién se le ocurre, di, por corsés ni camisas, ni por nada, ya que hiciste lo que hiciste, no darle después siquiera al novio ocasión para que pudiera creerse el responsable?... ¡Bestia, bestia, hija, y tonta! ¡Qué bestia! ¿Por qué no pensaste en esto, so animal? Callaba Pura, cubiertos siempre los ojos, pero sin negar, sino al revés, con leves ademanes de aquiescencia, y doña María del Carmen sintió un rayo de esperanza:

—¿Te acostaste con él, con Gil?

—Sí —confirmó la rubia, más que con los labios, con la reiterada y salvadora afirmación de la cabeza.

—¡Ah! —lanzó la diplomática, radiante, teniendo que contener su regocijo para no estrecharle a la chiquilla la mano, la norabuena.

Sino que la diplomática tornó a ver fríos sus entusiasmos cuando supo que su hija, y más, seguramente, por gachonería, «¡so pu... ñalera!», que por cauta previsión, no había empezado a acostarse hasta agosto con el novio... Tres meses. ¡Qué retezopenca! Bien. O, a mejor decir, mal; pero... veríase de explotar la circunstancia, y pescarlo..., si no querían verse desheredadas por don Roque... Todo, cuestión de cuatro días; y luego, ya sin remedio, cuando el parto, que la matase Gil o hiciera la reducción de nueve a tres meses por las matemáticas que estaba aprendiendo en la Academia...

Se levantó. Iba a ponerle el telegrama.

Días de maligna animación los que siguieron por el pueblo.

Cerrada la vivienda del alcalde con el desolado abandono de una muerte.

Muerte civil de Purita, de la propia doña María del Carmen, cuya vieja y consentida historia de don Roque subía al fin a la superficie de manchones de escándalo como el fango de un charco removido.

Las personas decentes no podían transigir con aquel hogar públicamente destrozado en vilipendio, y Orencia, entre ellas, vecina, daba ejemplo de implacable austeridad cada vez que salía o entraba en su casa, pasando frente a la apestada de casi una carrerita.

—¡Anda, anda! —no cesaba de comentarles a Dulce, a las Jarrapellejos, a las amigas—. ¡La buena pieza! ¡La que intentó levantarle a Ernesta que estaba embarazada!

La fama, cosas del mundo. Una calumnia atribuida a una muchacha y a punto de arraigar, sin más que porque la veían algo coqueta, y al cabo Ernesta, condesa de la Cruz, en —viaje de plácida altivez con el marido y el angelillo de biscuit, que nunca rompió un plato, con... bóveda. Dulce, un poco aturdida siempre, e imprudente, llevaba su honesta sinceridad hasta querer hacer notar que una cosa era permitirse confianzas a la reja con los novios y otra... La cortaba a toses y miraditas de recelo el conciliábulo de rígidas honradas.

—¡Anda, anda! —comentábase por los casinos también—. ¡Recontra con... el angelito! ¡Rediós... con la hidropesía.... y cómo la mosquita muerta había sabido engañar a todos y al pobre tonto de Barriga!...

Claro es que Barriga no había vuelto a aparecer por las reuniones, él, alma de ellas con sus versos. Llovía, en pertinaz otoño anticipado, y veíasele hacer la visita cruzando las calles en la jaca, lo mismo que en verano. Así escapaba, al trote o al galope, de la zumba general, de la chacota. Harto castigado el infeliz. Perdido lo mejor de su clientela. Se hacían frases. En el casino de los señores, por ejemplo, una tarde, había dicho Saturnino: «La barriga de Pura Salvador le ha puesto a parir... a Barriga; era natural; obliga el apellido; ¡un predestinado!» Otra tarde, en el Curdin, había dicho igualmente Saturnino, con más éxito de risas: «Le he visto. No me he atrevido a saludarle por el nombre, porque no lo crea alusión. ¡Cualquiera le dice más Barriga a ése!» Malo, malo, Saturnino, de verdad; Purita y el médico servíanle para divertir a los amigos, sin respeto a la desgracia.

Y las discusiones, los crueles comentarios en todas partes, a todas horas, rodando, rodando de cosa en cosa, solían ceñirse a este punto de la cuestión, especialmente incomprensible: «Con el infundio del agua, inventado por ella o aceptado del memo de Barriga, ¿que se había propuesto aquella estúpida de Pura?... ¿El aborto, en los días subsiguientes, en silencio, a consecuencia del público pinchazo? ¿Morir, antes que confesar, de la operación, en su vergüenza? ¿O, antes bien, necia y simplemente, e ignorando adónde pudiera conducirla el tal embrollo, ni cómo salir de él, dejarse ir hasta el último extremo en la mentira?...» La primera y la tercera opinión la sostenían dos médicos: el joven don Julián y el viejo don Manuel, éste más experimentado acerca del inconsciente valor de las mujeres al hallarse en trances parecidos. ¡Lástima que con su grande autoridad no concurriese a las tertulias el hosco de Carrasco!

Por lo demás, iban volando a cada instante noticias contradictorias, que mejoraban o entenebrecían la situación de la infeliz. Fiándole a la discreta confianza de sus amigos y paisanos el secreto profesional, el jefe de Telégrafos, hijo de La Joya, desde la primera noche del suceso, había hecho conocer el intimador despacho que le envió doña María del Carmen al sobrino. Al mediodía siguiente se supo que don Roque —¡el pobre, cómo quería a la niña!— andaba en apremiados visiteos a doña María del Carmen, al juez municipal, a las parroquias.... a la vez que, de parte de la diplomática alcaldesa, la tienda de Los fenómenos despachaba las telas blancas de un ajuar... Menos mal; olía a boda todo esto... Pero al día segundo tornaron a estar de pláceme los innúmeros malvados, que se sintieron defraudar al ver que tan pronto y tan bien el divertido escándalo acabase; varios habíanse entrevistado con el paralítico papá de Gil Antón; y no sólo éste afirmaba que no había ido a consultarle su cuñada, como fuera procedente, tratándose de concertar un matrimonio, sino que él se opondría.... nada dispuesto a encajarle al chico obligaciones y ataderos a los diecisiete años, aparte de que tampoco la ley militar permitiría casarse a un alumno de Academia. ¡Oh! ¡Ah! ¡Alumno de Academia! ¡Cadete! ¡Sometido a los castrenses reglamentos!... La nueva corrió, se comentó, y el papel de los que, siquiera, por buen parecer, blasonaban de optimismo, se vio en baja.

« Cartas, cartas!», pregonó al tercer día el respetabilísimo jefe de correos y Telégrafos. En vista de no haber habido contestación del chico al telegrama, Pura, en un sobre, y aparte la mamá, le escribieron, sin duda, contándole pormenores del asunto. Además, doña María del Carmen, luego de visitar a su cuñado, había terminado la furtiva excursión entre dos luces, pasando por Los fenómenos y llevándose más encajes y puntillas. Era de creer que se arreglaba el matrimonio. El capitán de la Guardia Civil y el comandante retirado no juzgaban imposible que ante las urgencias de un caso de honor, y con un poco de empeño, se obtuviese la real licencia para Gil...

Media semana más bajo este ambiente favorable, a pesar de que se supo que, asustado el joven Gil, ni por telégrafo ni en carta habíales respondido a la novia ni a la tita. Con su amigo Manolito, en cambio, sostenía correspondencia. Aquél enseñó una noche una breve epístola en que le rogaba Gil la exacta corroboración de lo ocurrido. ¡Vaya, hombre!, tenía gracia. Se lo contó: los médicos, la consulta, el descubrimiento de que la famosa hidropesía (... «y mira que decírtelo yo a ti, ladrón») no era sino embarazo de ocho meses... Otra noche llevó Manuel a la tertulia del Casino una segunda y más extraña carta del cadete. Discreta también, con la discreción del pundonor militar que le infiltraba en la Academia, decía así:

«Querido Manolo: Lo que me escribes es grave; se trata de una cuestión delicadísima, y te suplico que, dejando aparte bromas, me digas en qué te fundas para afirmarle al embarazo de mi novia (que ella y su madre también me notifican, sin fijarle tiempo) la data de ocho meses. Te confesaré bajo reserva que... por más que mi propia prima nada me había dicho al separarnos, no ha podido causarme grande asombro el saberla ahora en ese estado. Perdóname, lo sospecharías o no lo sospecharías, este verano, cuando te dejaba a medianoche; a pesar de nuestro cariño fraternal, tuve que mentirle a tus curiosas insistencias en lo respectivo al secreto de honor de una señorita que además es mi pariente; puesto que al fin se sabe, y desgraciadamente con escándalo, no te negaré que a quien iba a ver era a mi prima; pero... como esto data de agosto nada más, y ella tenía ya la hidropesía..., ¿quieres explicarme el absurdo de que los médicos hayan podido negar la enfermedad, achacándola desde su principio al embarazo?... Comprendería que a última hora, encontrando las dos cosas, hubiesen tenido que suspender la operación. Lo que no comprendo, lo que es absolutamente imposible —de no ser broma tuya, en este momento inoportuna, por lo cual, en caso afirmativo, te encarezco de todo corazón que rectifiques— es que Pura se halle encinta de ocho meses. De tres, bien; desde agosto, insisto..., víspera de la Virgen, noche del 14, ¡y mira tú, Manolo, si habrá fechas que no se olvidan y cosas que uno pueda sostener por encima de los médicos! Espero, exijo tu carta, tu franqueza, pues, a vuelta de correo, con la impaciencia que debes figurarte. Un abrazo.—Gil

Honda impresión causaron tales declaraciones en el corro numeroso. Los pesimistas, defendiendo a Gil, se pronunciaron, desde luego, contra la farsa de que intentaran hacerle víctima Pura y la lagarta de la madre. Los optimistas, sin atacar a nadie, antes al revés, tomando incluso la defensa de Barriga (aunque sólo fuese por encender, con la oposición a aquéllos, la polémica), opinaron que coexistirían la hidropesía, de ocho meses, y el embarazo de tres únicamente; así tendrían razón Carrasco, Barriga, Gil y todo el mundo, extraviados por una simple confusión, ¿De quién, si no, habría de ser el embarazo de Purita?... Manolo, por lo tanto, antes de contestarle a Gil de nuevo, debería de andar con pies de plomo, ya que sus informes irían a decidir sobre el honor y el porvenir de una chiquilla... Sin embargo, los pesimistas, y Saturnino entre ellos, replicaban apoyándose en el hecho innegable de no haber podido rechazar Barriga las científicas aseveraciones de Carrasco: «¿Qué, a no quedar Barriga plenamente persuadido de su error del agua, hubiese aceptado un temerario juicio del colega, que implicaba su descrédito?...» Fuerte, aplastador, el argumento; pero entonces, ¿de quién el avanzadísimo embarazo en Pura, en una chica cuyo único y primer novio confesaba no haberse acostado con ella hasta agosto, y cuando ya tenía ella tremenda barriga?... Saturnino, no sólo como pesimista, al fin, sino como íntimo de las familias de Pura y de Orencia, creyó dar en la clave del misterio: «el crío debía de ser de... (miró en torno, bajó un poco la voz), de don Pedro Luis, ¿Por qué? ¿Cómo?... Muy sencillo: Pura, que frecuentaba a toda confianza la casa de Orencia; Pura, que llegase alguna vez cuando la boticaria no estuviese y sí don Pedro, más o menos excitado con la espera de la amante..., y... la cosa hecha en un minuto, en una siesta, acaso de propicia soledad —¡ah, la siesta, tan de suyo tentadora!—, cayendo en un sofá el más que experto camastrón y la cándida rubita»...

Psche... Ni que sí ni que no. Saturnino tampoco lo afirmaba; pero la hipótesis tenía, a lo menos, los elementos de probabilidad psicológica que pudiera pedir un exigente; la tentación de una siesta calurosa, por ejemplo; el ambiente de galantería de la casa de dos amantes; la posible soledad de una virgen jovencilla, que ya tendría las predisposiciones de herencia y educación al estar viéndole a la madre el lío del cura, con un viejo tenorio; la innata envidia y el latente afán, en fin, de toda mujer por quitarle a una amiga su querido.

—Y di, hijo, Saturnino, pijotero —hubo de saltar, menos psicológico, el sanchezco Garañón—, como buen amigo de la casa de Purita, ¿no serías tú el que te la calzaste... y quieras sacudirte las pulgas colocándonos esa historia de don Pedro?

Riéronse de la escamosa ingenuidad. Un franco «¡oh!» y un alzamiento de hombros de Saturnino Cruz, cuyo cinismo aveníase mal con todo subterfugio, hicieron que no se tomase en cuenta la sospecha.

Y Saturnino, «a mayor abundamiento», por si hiciese falta, al otro día, noble él, llevado únicamente de la simpatía a las noblezas de Gil Antón (no hiciese tal si se tratara de echarle el muerto a otro, facilitándole soluciones a la chica), buscó a Carrasco, le recabó sus seguridades acerca del embarazo de ocho meses, se las comunicó a Manolo.... y éste, transcribiendo con fidelidad el trámite pudo contestar, sin miedos de conciencia, al azoradísimo cadete. La epístola terminaba: «¡Está a mi lado, y va leyendo lo que escribo, Saturnino Cruz, el bueno y digno amigo nuestro, incapaz de permitir que a tu dignidad se le juegue una indecencia!» «¡Cómo! —dijo el digno amigo noble—. Y firmo además. ¡No de duelen prendas!» Tomó la pluma y firmó: «SATURNINO CRUZ DE RIVAS L. DE MARZO Y DEL REAL. Puedes hacer de esta carta el uso que estimes conveniente. Un abrazo.»

De la aristocrática responsabilidad de su estirpe de apellidos esquivó tan sólo, como siempre, bajo la L., un plebeyo López, que le provenía del bisabuelo.

Siete días, como a Rusia; lo indispensable, desde La Joya, para la ida y vuelta del correo a Valladolid. No menos agradecidamente leal, aunque nada aristocrático, Gil Antón les correspondió con estas diáfanas y concisas dignidades:

«Queridísimos amigos: Mí honor se encuentra expuesto a las expectaciones de la calle, del escándalo, y debe ser proyectada mi conducta a plena luz. Os copio a continuación lo que hoy mismo le digo a mi tía María del Carmen: «Apreciable tita: En respuesta a la de usted, debo contestar: si se me prueba terminantemente que el estado de mi prima data de tres meses, pronto me hallarían a asumir responsabilidades; si es de ocho, como dicen, las rechazo. En espera, etc.»También vosotros, amigos míos, podéis hacer de esta carta el uso que estiméis más oportuno.» ¡Ooooh! Quería indicarse así que la divulgaran..., y la divulgaron, correctamente autorizados.

Tanto, en cuatro días, en ocho días, en quince días, que hasta don Roque, don Fabián y doña María del Carmen supieron que la tal carta se había escrito y que andaba de mano en mano por el pueblo. Se la pedían los muchachos en el Casino, para leérsela a las muchachas. Y como iba transcurriendo el tiempo y doña María del Carmen, naturalmente, se libró de intentar demostraciones y de importunar ni con una palabra más a Gil Antón..., la situación de Purita, abandonada, a la espera de aquel parto afrentoso, diose por perdida.

Mas no bastaba el castigo de los individuales desprecios, y una tarde, a fin de determinar la conducta de las personas decentes de La Joya con respecto a aquella desdichada Pura y su familia, en casa de Orencia, y convocadas y presididas por Orencia, se reunieron las muchachas. Unánime el acuerdo: «NO DEBÍAN SALUDARLAS NUNCA, AL CRUZARLAS POR LA CALLE; MENOS AÚN DEBERÍAN VOLVER A PISAR MÁS UNA CASA DE INDECORO.» Algunas derramaron llanto por la torpe ex amiga infortunada. Por una criada suya, hermana de otra del alcalde, Joaquina Rivas sabía que doña María del Carmen, haciéndola comerse la carta del primo, habíale propinado a su hija una felpa soberana...

—¡Bien hecho! —aplaudió Dulce, la primera.

No la perdonaban el haberlas hecho acompañarla con su vientre, y hasta mimándola como a pobrecita enferma, a la falsa, a la indecente, a la embustera..., que ni siquiera tenía aquello del novio... ¿Y de quién, si no? ¿De quién? Acaso por haberlo lanzado y repetido el Garañón, rodaba entre las muchachas un nombre: «¡Saturnino!¡Saturnino!»

Llegaba el cartero, que les repartió postales a tres, al verlas en la ventana. ¡Ernesta! ¡Oh! El sucio asunto de Pura quedó en eclipse tras la visión del viaje condal. ¡Ya fuera de España! Venían de Francia las postales. Una para Orencia; otra para Nieves Jarrapellejos; otra para Dulce Marín. —Biarritz pittoresque: la grand plage.—Biarritz pittoresque: les Tamaris.—Biarritz pittoresque: la Rocherd de la Vierge.— Breves, de viajera sin tiempo más que para divertirse. Sino que la dirigida a Dulce era de Octavio, ausente, no hacía mucho, de La Joya. «¿Eh, eh? ¡Mirad!: «Mis recuerdos desde este paraíso. Saldré mañana o pasado hacia París.» Orencia sonrió. Como en otro tiempo para Ernesta, el hábil, no pudiendo hacerlo directamente, escribíale a Dulce... ¡para ella! Desde la boda, desde que los novios partieron, él no había dejado de cruzar por la botica, a caballo, a la ida y vuelta del paseo. Por cuanto a Ernesta, durante todo septiembre estuvo en San Sebastián. Evocación de grandeza y de ensueño, de colmo de distinción..., en estas tristes prisioneras de La Joya, porque, a la verdad, ninguna había visto el San Sebastián de lujo y maravilla, que conocían por las revistas ilustradas. Y Francia, ahora, ¡oh!..., también, Ernesta...; aquella asombrosa Francia, cuya única impresión de realidad hubo de llegarlas en el año anterior por Octavio. Él y Ernesta, juntos, en Biarritz.... al fin reunidos en sus peregrinaciones veraniegas, deliciosas, y prontos a terminarlas en París. Orencia quedóse pensativa. Nunca, tal que esta tarde, la imagen de Pedro Luis se le representó como la de un puerco oso gigantesco..., nacido en La Joya, criado en La Joya, clavado en La Joya, en donde ella, siquiera, estuvo siendo una especie de reina de la elegancia, hasta que Ernesta llegó; hasta que Octavio, por culpa de Ernesta, con aquel primer viaje a París, vino a demostrarles a los estáticos joyenses que había algo más que La Joya en el mundo...

Diríase que a tandas se producen los sucesos de la vida. Hay un asesinato, un suicidio, en un pueblo, e inmediatamente otros asesinan o se matan. Así, en La Joya, por estos días, al escándalo de novios de Pura y Gil, se sumó, si bien fugaz y en proporciones modestísimas, el de otra pareja de novios, forasteros, escapados, y aquí descubiertos y detenidos en la fonda por orden del gobernador. Una tarde, cuando más animados se encontraban el Casino y la plaza, se los vio cruzar entre civiles. Detrás, concejal sustituto del alcalde (el cual, y principalmente tratándose de un caso parecido al de su hija, evitaba exhibiciones), iba Mariano Marzo. El raptor era un barberillo de una aldea inmediata; la joven raptada, una linda y encarnadita morena de largas pestañas negras, que sonreía, y no diríase muy sobrecogida, por la atención maligna de las gentes. Hubo que separarlos. A la prisión municipal, el barberillo, y la chica, con el Mocho, al cuidado de la Mocha, en tanto el gobernador no dispusiera el traslado o el modo de arreglar aquel desaguisado en que intervenía la autoridad.

Y la autoridad, o séase Mariano Marzo, que ya por el camino, y a la vista de la pizpireta novia apetitosa, había ido echándose sus cuentas, así que en la mejor alcoba de los Mochos instaló a la que se hallaba bajo el fuero de la galantísima justicia, llevó al corral al alguacil (cuya mujer corría con las prostitutas que solían traer de Badajoz por semanas, para sus juergas, los señoritos del Curdin), y le habló de esta manera:

—Mira, Colás, la nena se las trae. Ya has visto qué frescura y qué modo de reír. La he dado un sobón, y no ha chistado. Por otra parte, simple, me preguntaba en la fonda si irá su novio a presidio. Voy a ver de acostarme con ella esta noche, a poco que se deje. Si fuese una muchacha detenida por otra cosa, bastaría que estuviese a mi cargo, como alcalde, para que yo la respetara, ¡claro!...; pero así, deshonrada como está, por uno o por dos, y sin que nadie se entere, ¿qué va a importarla?... Di a la Romana que la vaya indicando algo, con maña, naturalmente...; y si resiste, tú, contándola que conoces el presidio, la asustas, la pintas el horror que allí el novio pasará, la dices que ella misma irá a la cárcel.... y que de todo esto sólo yo puedo perdonarlos, mandándolos a su pueblo, a que los casen, mañana mismo, si quiere serme complaciente.

—¡Al pelo! —aprobó gozoso el Mocho, frotándose las manos en admiración al talento del audaz.

—La añades también, ¿sabes?... (porque esto convence siempre a las muchachas), que todas las que se prenden así, en todos lados, si son bonitas, se suelen acostar con los alcaldes.

—¡Al pelo! ¡Al pelo! ¡Vaya un mozo que está usté, don Mariano! ¿A qué hora vendrá?

—A las nueve. Cuando ya no esté enfrente el carpintero.

—Pues tenga la llave, y abra cuando vea sola la calle, y no haigan de golerlo ni las moscas.

—Bueno. Y maña, maña, Colás, sobre todo.

—¡Descuidie!

Salió, revistiéndose de solemnidades alcaldescas para la ruidosa muchedumbre que seguía a las puertas de la casa. «Vaya, vamos, disolveros; cada cual a su casa, y un poco de respeto para esta desgraciada, que ya tiene bastante que pensar con lo que tiene.»

A punto de las nueve, exacto, envuelto en la capa hasta los ojos, y con menos solemnidades alcaldescas, volvió, fumando un puro...

A cosa de las diez partía, con el pañuelo en el índice de la diestra mano, atajándose la sangre de un mordisco. Dichoso e intranquilo al mismo tiempo. Dichoso, porque, dentro de lo malo, el asunto terminó en lo que era natural que terminase; intranquilo, por las posibles consecuencias, o «salpicaduras», que dijese Maura. Ya, al entrar, hubo de avisarle el Mocho: «¡Conchi, don Mariano! ¡La niña se resiste como el mesmísímo demóngano!...» Y, en efecto, propiamente un puercoespín, más que una niña, al verle...; una especie de tigre al advertirle echar la llave...; gritos, insultos, llanto, improperios...; media hora de arisca y muda terquedad, allá por el otro lado de la cama, cuando él, sentándose, y gentil y razonable (¡no, no entraban en su cuerda los abusos!), trató de persuadirla con variadísimas razones..., y luego, un poco de refuerzo de acción a la oratoria. Sino que la terca huyó, y fue aquello una caza entre los muebles... «¡Madre! ¡Madre!...» Mesas a tierra, sillas rodando... Le arañaba, le mordió, se le escapaba, babeaba, pateaba, prometía contarle todo al novio y a su padre, y, al fin, en un rincón bien sujeta, cuando él, en vista de que ya sería igual de grave que contase ella estos intentos, resolvíase pleno a la violencia....,acabó por desmayarse. «¿Sí? ¡Hombre, al pelo, bah!... «La levantó; la llevó en brazos a la cama...; la... dejaba ahora panza arriba desmayada, desmayada...; y vaya, niña, resumiendo, ¿treta?... Por si no, el discreto eliminábase...; pero a ver quién le dijese si ciertos estremecimientos de la niña, en los álgidos momentos ¡que oportunidad!, fueron del desmayo. La alegría del triunfador, pues eclipsaba la mínima alegría del temeroso. Ella, verdad o farsa, se había quedado sin sentido; aun dado el primer caso, una suerte para él: porque suponiéndola tan necia que enterase al novio al día siguiente, el «violador», hasta suponiéndole tan memo que no negase todo al novio, y a cien mil jueces de la tierra, pudiera afirmarles que se abstuvo, al verla desmayarse..., y mal la desmayada podría sostenerle lo contrario. Esto sin contar que a nada que meditase ella, y mientras más conciencia la quedase de haber sido poseída, por la misma cuenta que tuviésela no embrollar sus asuntos con el novio, no diría ni una palabra.

Así iba pensando Marzo, camino de la taberna de Charepe, donde a estas horas el Curdin se reunía. ¿Les pondría los dientes largos a los otros contándoles el lance?... No. Mañana...; luego que estuviese cierto de que la nena callaba y que la Guardia Civil se la llevaba a su pueblo con el borreguito del novio...

Vio a la Fornarina de pronto, saliendo de casa de la abuela con su padre. «¡Descacharrante!» Detúvose a mirarla.

—¡Anda con Dios, Macarena!

—Quede con Dios, don Mariano.

—Quede con Dios.

¡Vaya una mujer! A ésta sí que no se la calzaba nadie, ya la dura prueba del padre pasada y con aquel melón de Cidoncha en marcha hacia la iglesia... Perdían el tiempo los que volvían a rondarla en la cruz.

—Hola, don Mariano.

—¿Qué hay, Charepe? ¿Han venido ésos?

—Sí; pero se marcharon cuando estuvieron a avisarle a usted lo de don Roque. ¿Está mejor?

—¿Qué lo de don Roque? ¿De qué don Roque?

—Su tío. ¡Ah! ¿No lo sabe usted?... ¡Pues vaya! Un ataque al celebro. Dos recados le han traído a usted de parte de su madre. Creo que está muy mal. ¿No ha oído tocar a Oleo?

¡Diablo! Corrió Mariano. La noticia, que le contrarió por cuanto le «eschangaba»su noche de juerga y alegría, interesábale por las probabilidades de la herencia. Era su esperanza, su esperanza de arruinado, el buen cura, que tenía dos dehesas, tres cortijos, casas, vacas, cerdos, veinte bueyes de labor... y sólo otras dos sobrinas carnales. Para tocar a veinticinco o treinta mil duretes cada uno, no había que... ¡Diablo! ¡Diablo!... «Ha muerto», le dijeron en la puerta de la casa. Pasó todo en media hora. Fulminante. Hemorragia cerebral. El pobre hallábase propenso con aquel cuello tan corto... y los disgustos de estos días. Estaban vistiendo el cadáver. Mariano se consagró a ayudar en los fúnebres cuidados, con el póstumo pesar de no haber cultivado mucho últimamente el cariño de don Roque. Pensaba hacerlo, a la verdad; pero, en primer término, el tío era despegadote y bueno; y luego, ¿quién fuese a imaginar que ahora se muriese este hombre como un roble?...

El entierro y las coronas y las misas de Réquiem tuvieron en conmoción al pueblo una semana. Por razón de parentesco próximo o lejano, vistieron luto casi todas las familias principales. Y, naturalmente, con más rigor, las Rivas Jarrapellejos, Mariano y la madre de Mariano, presuntos herederos. Mariano hasta desertó del Curdin; no bebía sino un par de copas de aguardiente al despertar... y en la intimidad de los días enteros con las primas en la casa mortuoria, y meditando que tal vez fuera un lindo modo de duplicarse la parte de la herencia el casarse con una de las dos, le hacía cocos a Joaquina... No muy acentuadamente; por respetos al muerto y los rosarios, como por respetos a la propia dignidad, ninguno hablaba letra del ansiado testamento... Pero, ¡ah!, ¡oh!, ¡ah!, cuando cumplida la semana el notario les leyó una tarde... ¡qué barbaridad!, ¡vamos, hombre... qué porquería y qué barbaridad!.... el notario les leyó una tarde que el difunto dejaba «por única y universal heredera de sus bienes a la señorita Pura María Gracia Salvador y Moya...», las Rivas desfilaron, Joaquinita se vio sin galanteador de repente y Mariano Marzo, en aquella propia tarde, tomó una mona colosal en el Curdin.

—¡Vamos, hombre —comentábale a Saturnino (igualmente, aunque en futuro, por una boda «imposible», despojado de la herencia de otro tito), mira que dejarle mi tío Roque el capital a ese pingo de Purita!

—¡Y todo! ¡Así! Porque, una finca... algo... menos mal. Al fin es su hija, Mariano.

—¿Su hija? ¿Qué sabía él? ¿Se le parece siquiera? ¡O del marido o de los cien que se habrán acostado con la madre!

—Tienes razón. Lo mismo que mi tito. ¡Qué cochinería de gentes y de pueblo! Te digo que se cansa uno de ser decente, que dan ganas de emigrar, en vista de que la decencia aquí no sirve para nada. ¡Siempre postergada la familia por cosas de bragueta!

—¡Es lo que priva, qué concho!

Contó Marzo en seguida, causando la envidiosa admiración de Saturnino, su aventura de alcalde aprovechado. En el dedo del mordisco conservaba un tafetán.

—¿Y tú, niño, qué?... ¿Eres, como dicen, o no eres el autor del crío ese de la Pura?

—¿Yo?... Pero ¡cómo! ¿Quién lo dice?

—Todo el pueblo.

—¡Qué atrocidad!

Cuatro días después, Saturnino, que había causado la extrañeza de Mariano y los amigos no volviendo por el Curdin, salía furtivamente de su casa, un poco pálido; y tres calles más allá se metía en la del alcalde. Hízose anunciar a la alcaldesa, que tardó en resolverse a recibirle, ocupada cual estaba con arreglos de la herencia.

—Doña María, vengo a hablar a usted de algo importantísimo.

Reparó su palidez doña María.

—Hijo, tú dirás.

Torpe, Saturnino, nada diplomático ante el inquisitivo y claro mirar de la diplomática, prefirió exponer de un golpe la resolución que había venido madurando en aquellos cuatro días:

—Doña María: usted sabe la estimación que he tenido siempre para usted y para su hija; pero ignora que, de un año lo menos a esta parte, su hija me inspiraba... más que estimación, aunque lo ocultase por andar al medio el novio de ella, Gil... Doña María: usted sabe, usted debe saber, que el pueblo entero está lleno de... si yo soy o no soy... quien tiene la culpa del estado de Purita...; y, en fin, vengo a decirla a usted que no tengo inconveniente en que inmediatamente nos casemos.

Lívido ahora, con las ojeras azules, de aquel azul turquí que acentuábanle las grandes emociones (pues fuésele tremendo, a la verdad, que a sacrificio tal de sus decoros opusiéranle el fracaso), aguardaba mirándose los pies.

Y, atónita, doña María le contemplaba.

—¡Cómo que... nos casemos! ¿Tú? ¿Con mi hija? —exclamó últimamente la sorprendidísima señora—. Pero... ¡Tú! ¡Oh, Saturnino!... ¿Fuiste tú... el que la deshonró?

Se había puesto de pie. Se había acercado y le intimaba en una crispación compleja de asombros y alegrías. La historia del pastor sería una estupidez más de la estúpida muchacha.

Pero el otro, humilde, confesó:

—No, señora. Pero lo dicen..., se empeña el pueblo en decirlo, y es lo mismo para el caso... dado lo que yo quiero a Purita y la pena que me da verla abandonada en su triste situación. Si ella me quiere también, nos casaremos en Cáceres o en Badajoz... antes que descuide.

—¡Aaaaah! —hizo doña María del Carmen con sonrisa de sarcasmo y larga comprensión.

Consideró unos instantes más a Saturnino, que seguía con los ojos en la alfombra, y fue a sentarse reflexiva en el sofá. Desde allí mirábale también, Y Miraba, cerrados los ojos, dentro de sí misma, alternativamente. La plena salvación, tras de la herencia, ofrecíasele de modo inesperado. Milagros del dinero. Total: este Saturnino, un sinvergüenza; pero su hija, otra sinvergüenza. Nada se tendrían que echar en cara; y para el mundo, para el pueblo, se trataba nada menos que de un Cruz.

Tornó a levantarse del sofá, ya con la dignidad de una futura emparentada con los Cruz de San Fernando, e inquirió:

—Saturnino..., ¿has pensado bien lo que me dices?

—Sí, doña María; con toda calma; perfectamente bien.

—La cuestión, con respecto al porvenir, es delicada; más, quizá, de lo que piensas.

—La he considerado en todos sus aspectos.

—Bueno. Entonces, vete. Debo consultar con mi hija y mi marido. Vuelve dentro de una hora.

El 13 de diciembre, de regreso de Cáceres, donde Pura había dado a luz una niña morenita, la diligencia tornaba a La Joya a los esposos, acompañados por doña María del Carmen y por un ama vestida de pasiega.

Se instalaron en la hermosa, aunque algo antigua, casa de don Roque. Traían lindas tarjetas de participación de la boda, y las repartieron.

Las visitas empezaron a menudear, tras otra breve conferencia de conducta que Orencia presidió, y en que las muchachas decentes (excepto las Rivas, que no podían perdonar el despojo de su herencia), acordaron restituirle a Pura sus honores. No sólo estaba ya casada con el que la creó la situación anómala, sino casada con un Cruz de San Fernando; con un muchacho tan pundonoroso, tan bien educado en los jesuitas, que ni el hecho de saber que había abusado luego de ella el primo, le impidió cumplir con su conciencia...

«¡Bueno, sí, qué asco: la niña es de don Pedro!», repetíanse al mismo tiempo y en voz baja unas a otras, reservándose de las hijas y sobrinas de don Pedro, y de Orencia también, naturalmente, y con odio al indecente Saturnino.

X

Entre Octavio (desde París) y Cidoncha, cruzáronse esta vez cartas; pero interesantes. El inflexible profesor, no por la libertad de Roque obligado con don Pedro a servilismos, había ido hablándole al viajero de la Sociedad Cooperativa, que ya antes de separarse dejaron planeada legalmente constituida, al fin, aumentaba poco a poco sus adeptos. Octavio, menos deslumbrado «por la gran vida», contábale al amigo que vivía con Henriette, que juntos visitaban los centros obreros, de los cuales enviaba reglamentos y estatutos, Y que la deliciosa poupée parisina quería seguirle a España, a todo trance, y convertirse también en una especie de gentil propagandista. «¡No, no! ¡Ya comprenderás!... sería bonito, pero imposible en La Joya. Si la llevo, te avisaré para que vayas a la estación y me ayudes a esconderla, a acompañarla a cualquier campo, en tanto yo le busque discreto y cómodo hospedaje»... Cidoncha sonreíase de estas frivolidades, mezcladas a lo transcendental de tan ingenuo modo, y sin hacerlas caso, contento de ellas, nada más, porque así Octavio veríase libre de su antigua obsesión (absorbente, aunque nunca confesada) de Ernesta, insistía en lo que a los dos debía importarles: la Sociedad Cooperativa...; el principio de la redención de miserias de este pueblo infinitamente desdichado. Venciendo la tenacidad del reparoso, recabó y logró su firma, siquiera para la gubernativa aprobación del reglamento; y gracias a ello fue posible, por una parte, guardarse contra caciquiles tropelías, que habrían tenido que envolver a Octavio, y el ingreso desde luego, por otra, de los muchos indecisos que únicamente cedieron en su pánico a aquella rebeldía «contra los señores», al saberse por uno acompañados.

La última carta del parisién contenía únicamente este aviso: «Salgo mañana. Llevo a Henriette. Llegaremos, pues, en el expreso, el jueves, 23, al día siguiente en que tú recibas la presente. Ve a la estación.» Y por eso, Juan hoy 23, jueves, no muy feliz del encargo que irían a encomendarle (para cuya ejecución se había hecho acompañar por el conserje del Liceo), aunque contento de poder conferenciar con Octavio sin pérdida de instante acerca de cosas urgentísimas, se encontraba en la estación de Las Gargalias, a nueve leguas de La Joya. Grata su sorpresa, al bajar Octavio sólo del sleeping. «No, no; no viene. Era un disparate. Desistimos.» Mejor. Juan le alejó del brazo, mientras el conserje descargaba las maletas. Le informó de la inminencia de la elección de concejales, de la reunión convocada para esta misma tarde en el Liceo, y de la necesidad..., de la absoluta e imprescindible necesidad de que él concurriese a ella y aceptase la presidencia honoraria de la Cooperativa. «Pero, hombre, ¡déjame a mí entre bastidores!, ¡qué más da!»

Ya en la diligencia, con larga carretera y tiempo por delante, el profesor empleaba su rígida dialéctica en persuadirle. Las cosas, si obedecían a una verdadera convicción, debían acometerse a todo evento. Haría mal Octavio si pretendiese navegar entre dos aguas. Haría peor si prejuzgase que no tenía importancia la naciente asociación: seiscientos once afiliados, con todos los socios del Liceo, y una enormidad de gente, artesanos, braceros y pastores, que para imitarlos y lanzarse a votar sólo aguardaban la personal garantía de Octavio por los nuevos derroteros. «¡El censo, el censo en nuestra mano, Octavio, si quieres tú!»Y si esto, con un poco de predicación, cayendo en la mortal angustia de La Joya, se había logrado en un mes, lógico sería pensar que, ampliada la propaganda a los pueblos del distrito, en las primeras elecciones generales fuese Octavio diputado...

—¡Ah! ¿Crees tú?

—¡Redondamente! —afirmó con voz y cabeza y brazos y todo el cuerpo el profesor.

Dos leguas más, de argumentos de Cidoncha y traqueteos en el desvencijado coche, y Octavio quedaba convencido. Llegarían hacia las siete. Puesto que a tal hora empezaba la reunión, irían a ella desde la misma diligencia. ¡Ah, sí, cómo uno de los primeros actos del diputado socialista, del diputado popular, habría de ser la sustitución de esta afrentosa diligencia por un tren, o por una línea de automóviles!... Siguió Cidoncha, ya radiante, hablándole de los candidatos para concejales que irían a presentar, y la serenidad de sus apostólicos fuegos sufrieron la sorpresa de una interrupción poco apostólica: «Oye, tú, y... Ernesta, ¿está en el campo o en La Joya?». ¡Bah!, había dejado de atenderle el futuro diputado... hombre que demás llevaba, dentro de sí propio, el lastre de su elegancia y sus pasiones. «No sé», le contestó; y repuso Octavio: «¡Qué estúpida, Juan! ¡Cuánto la desprecio!...» Hubo Juan de perdonarle, en una sonrisa de condescendencia, al ver, sobre todo, cómo él mismo volvía espontáneamente al tema de los concejales y de la propaganda de su credo en el distrito... Y, al fin, a las siete de la tarde, o mejor dicho, de la noche, parada en el Liceo la diligencia, tuvo el profesor el gusto de observar al fatigadísimo viajero rebosante de asombro y de recónditas victorias de caudillo en cuanto fue recibido por los vivas y los bravos entusiastas, delirantes, de una verdadera muchedumbre... ¡Él que creyó ir a encontrarse cuatro títeres! Ejecutiva la asamblea media hora después quedaban proclarnados la honoraria presidencia y los tres nombres de la candidatura concejil...

Por excepción, en La Joya, había nevado copiosamente. Seguía helando y lloviendo, pedían limosna los braceros sin trabajo y no se veía un alma a través de los tules de la lluvia. No se veía, principalmente, desde las ventanas de la biblioteca de Octavio, las que allá sobre las frondas, en la parte de atrás del palacio del conde, daban al jardín. Sin embargo, no había una vez que él las vislumbrase entre la fría niebla, o entre el agua que no cesaba de caer, que no pensara: «¡Estúpida!». Claro es que referíase a Ernesta, a quien por mera cortesía visitó a la tarde siguiente de llegar hallándola, delante de una suerte de altar con el Corazón de Jesús, en prácticas de rosario, porque tronaba, y beatamente acompañada por el conde, por doña Luz... y por Saturnino y su mujer. Interrumpíalos; no quiso rezar, él, que no tenía miedo a la tormenta ni por qué doblegarse a hipocresías, y se largó a los tres minutos. ¡Qué asco... esta condesa tan rabiosa de ultramundanas elegancias en Biarritz, y aquí tan resignada al triste ambiente familiar! ¡Qué asco, este matrimonio de Purita Salvador y Saturnino, del cual, para que ahora al menos no hubiese él vomitado de sorpresa, le había contado su madre los repugnantísimos detalles!... Salió, salió, sí, escapo... y un poco indignado de familias y respetos y falsas tradiciones seculares, con una resuelta voluntad de olvidos y desprecios a cuanto no fuese la salvación de toda aquella porquería, simbolizada en sus democráticas huestes del Liceo hubo de consagrarse con Cidoncha, durante toda la semana, sin que el agua y los truenos les rindiesen, a preparar las elecciones...

Llegó el día —nuevo para La Joya enteramente. Grande animación por los colegios, a pesar del diluvio que caía. Las un tanto morenas papeletas de la Sociedad Cooperativa, abundaron en las urnas. Octavio, que como capitán general, desde su casa les había dejado el personal cuidado de guerrillas a Cidoncha y a los otros, iba recibiendo noticias. Triunfo, triunfo— a pesar de los intentos de coacciones y de los sendos estacazos a última hora repartidos por «partidas de la porra» que capitaneaban el Gato, el Mocho, Zig-Zag... ¡Cómo!, ¿estacazos?... Se indignó Octavio, se echó a la calle, reanimó a su gente, le plantó dos bofetadas a Zig-Zag, tiró patas arriba al Gato, en un bonito juego de boxeo... y a las seis en punto, el Gato mismo, humilde, fue al Liceo a llamarle de parte de don Pedro Luis, que estaba en el Ayuntamiento.

El ladino cacique tenía formada «su composición de lugar». Sorprendido por la rapidez inverosímil de los hechos, y creyendo que aquello de la Sociedad fuese una romántica pamplina, ni había apercibido mesas e interventores especiales, él, maestro en tales trances, ni había tenido tiempo más que de intentar oponerle sus rondas a la avalancha que habría podido comprar con dinero o con sonrisas. Torpeza el reconocerle beligerancia a Octavio, tratándole como rival; prefería tratarle como protector y como amigo.

—Hola, Octavio, hombre —le dijo, tendiéndole la mano, y dándole un caruncho, así que le vio llegar a la salita del alcalde—. ¡Caramba, no creí que te interesaba la política a tal punto! Linda elección. Ahora que ¡claro!... si yo quisiese, inútil, porque te falta la experiencia.

—¿Inútil?

Rió, una cordial y larga carcajada, hízole sentarse, le dio unas palmaditas en el hombro, y añadió:

—Hay que saber las triquiñuelas, en esto como en todo, y las irás aprendiendo. Así, por ejemplo, no se te ha ocurrido levantar del escrutinio actas notariales. ¿De qué puede servir, entonces, que los interventores tuyos, sin yo saberlo, hayan suscrito las actas?... ¡Bah!, hombre, simple, tonto..., míralas, soy yo quien las tiene, al fin de la pelea; soy yo quien se las enviará al gobernador, y excuso decirte si me da por romperlas todas y mandar otras... idénticas, con sus sellos y sus firmas.

—¡Oh, don Pedro! ¡Ah!... ¿falsificadas?

Habíase levantado Octavio amenazador, y don Pedro Luis, sin inmutarse, antes al revés, acertando con una de sus más bellas sonrisas, supo desarmarle:

—Son... las triquiñuelas, ya te dije.... ¡ya irás aprendiéndolas!, ¡ya iré enseñándote yo mismo!... Pero, descuida, Octavio, hombre.... tratándose de ti, no se cambiarán todas las actas: quiero dejarte un concejal. Para eso te he mandado llamar, para decírtelo.

La cosa no podía ser más dura, más cínica.... ni más afable, al mismo tiempo. Cinco los elegidos, tres los en toda la línea victoriosos por la flamante asociación Cooperativa..., y este reyezuelo aquí, dejando ¡uno! de limosna. Había para atizarle un puñetazo en las narices, con más razón que al Gato o a Zig-Zag... para arrebatar aquellas actas y entregárselas al pueblo...; y Octavio, pálido, contenido por respeto, por no cometer una definitiva e irreparable atrocidad con el viejo amigo suyo y de su padre, optó por caer mudamente en la butaca. En la mano izquierda temblábale el caruncho, sin encender, y con los dedos extendidos de la otra tapábase los ojos. Las resoluciones contra la absurda lógica de este hombre, debían surgir sin maldita la necesidad de razones ni polémicas.

Reflexionaba, reflexionaba, pues, y en tanto, con tono paternal, seguía el otro otorgándole el favor de su experiencia. La política, o era una farsa, en que mientras los de abajo se mataban a trompazos, los de arriba se reían, o para los de arriba también una guerra bruta y sin cuartel... de procesos, de traiciones, de dinero a esportilladas con que ganar a los de abajo. Naturalmente, para los de arriba nada más estúpido y peor que llegar a semejante situación, cuando la otra, sin molestias, los llevaba a iguales resultados. A él, a don Pedro, en cierta época lejana, que mucho sentiría que retornase, hubo elección que le costó seis mil duros, diez mil duros, quince y veinte mil duros, y más...

—¡Bien! —se levantó de pronto Octavio, ya resuelto—, me esperan. Un concejal. ¿Cuál de los tres?

—El que tú quieras, hombre, ¡da lo mismo!... Sidoro, por ejemplo.

—Sidoro.

—Pues, Sidoro; es el más inteligente. Y tú, de esto, ni letra. Al revés, le finges a la gente que hemos tenido una agarrada, que te he llamado, molesto por el triunfo, para renegar de tu actitud...; y luego, así que unos días las cosas se descubran, sé el primero en sulfurarte contra mí: «¡Bandido! ¡Bandido! ¡Canalla!»... ¿Eh? ¿Sabes?.... lo usual, el repertorio.

Partió Octavio. Tiró el caruncho contra el barandal de la escalera, estrellándole la lumbre. Su furia... no saciada de otro modo por respeto. Había subido aquí en orgulloso vencedor, y bajaba en avergonzado y en cautivo. Fue al Liceo... y contó que a poco más sale con Jarrapellejos a bofetadas. Sus prestigios de sabio y generoso crecieron con sus prestigios de hombre de una pieza. En La Joya no se había dado el caso jamás de que nadie se las tuviera así con el cacique, mano a mano.

Y Octavio, que no siendo un farsante tuvo que aceptar la farsa de esta gloria, se retiró a su casa dispuesto a no salir en quince días.

Al siguiente llovió menos. Al otro vino Cidoncha, indignadísimo, con un número de La Voz de La Joya (en donde se hacía constar), a «noticiarle»el robo de las actas; hablaron de protestas, de alzadas..., de la necesidad, en fin, de resignarse y de valerse de notarios otra vez. «Pero, ve, Octavio, fíjate: por lo hecho, podrás juzgar lo que se hará en lo sucesivo. El pueblo es nuestro, o, a mejor decir, tuyo..., puesto que yo, aparte de que a nada aspiro, en cuanto gane las oposiciones y me case, me iré.» Solo después en la biblioteca, Octavio, con sus buenos confidentes los libros, aunque sin leerlos, mermábale gran parte a los optimismos de Cidoncha. Desfallecía. Volvían a disipársele aquellos ensueños, ambición eterna y magna en su vida, de la diputación a Cortes, del «procerismo» político llevado a bien más amplios horizontes que estos de La Joya, del dominio del Congreso, por las ideas nuevas y por la fuerza de los puños, a hacer falta, en marcha hacia la poltrona ministerial que le mostrase, finalmente, a sus paisanos por encima de caciques y de viejos condes senadores. ¡Oh, era un tímido moral! ¡Era un mísero indeciso, y más, justamente, para los momentos, para las urgencias de las grandes decisiones! La simple tradición de un respeto, habíale impuesto, de instintivo modo, entregándole atado de pies y manos a don Pedro.

Veíalo ahora. Sin necesidad de violencias, pudo contestarle mejor y mantenerse frente a él en plena dignidad.¡Ah. si siempre las respuestas a las frases o a los hechos pudieran aplazarse a la semana, por ejemplo, tras una larga reflexión!... «Don Pedro —hubiese debido responderle, correcto diplomático, seguro de sí mismo—, al irregular procedimiento que usted propone...» Mas, ya, ¿a qué quebrarse la cabeza?... Su vencido... Un concejal, aquel tonto de Sidoro, que para mayor escarnio, con sus greñas de anarquista y sus lecturas de El Motín, era amigo de don Pedro y poeta de sus jueves; un triunfo electoral por sorpresa (la verdad), a esto reducido, y un plan de competencias de dinero que Octavio no tendría, expuesto ya previamente por el cacique millonario para las nuevas luchas de elecciones... Desfallecía, sí; ¡bah!, desfallecía; se quitaba de delante las hojas de papel en que pensaba reaccionarse, y aun acaso ante el pueblo sincerarse (¡ingenuo!) con discursos o proclamas..., y blando, triste, amargadísimo, sacaba sus retratos de mujeres, L'Or du Rhin, la Olga Stelly, la Mado Yot, la Gaby Vilvert... Henriette.... otro de Ernesta, también... (fineza de parientes, a su madre, por él traído de la sala), y en ellos procurábase consuelo.

Volvía a llover a toda rabia, y el triste prisionero de don Pedro y de la lluvia pasábase las horas, pasábase los días escribiéndole a Henriette y contemplando los retratos. Pero las cartas interrumpíanse frecuentemente a fuerza de abstracciones de los ojos en la imagen de la «tita».

¡Estúpida!

Otra amarga evocación, que le recordaba indecisiones y derrotas de otro estilo. No acababa de entender la absurda lógica del mundo, por la cual el conde insigne majadero fuese senador sin que él hubiera de poder ser nunca diputado y viejo y cursi, igual que un sacristán, le hubiese quitado esta mujer, esta coqueta, esta manoseada por cien novios..., sin que al menos condujérala al altar también pasada por sus manos Y sus besos. Que él, Octavio, la hubiese querido para casarse o no; que ella, a la sazón, hubiera sido o no su novia expresa, era lo que menos debió importarle a nadie para habérsela respetado como «suya»...; y la traición de ella, la ratería del conde, le irritaban y le llenaban el alma y todo el ser del odio y del tardío dolor de aquellos besos que pudo darle a la hermosa casquivana y que no la dio por... indeciso.

¡Por tonto!... lo mismo que lo fue con la prima sevillana, dejada ir loca de su cama y de sus brazos en gracia a un quijotesco y anacrónico concepto de españolas hidalguías... ¡Si fuese ahora..., si hubiese sido ahora, después de las lecciones recibidas por el rancio aristócrata en París!

Indudablemente, la perplejidad de sus orgullos, de sus pundonorosos miedos a ver juzgada su conducta sin una entera garantía de dignidad, de sus necios y exageradísimos temores al fracaso, habíanle estorbado mucho en el amor, como en todo. Y tarde ya, con iras y desprecios para Ernesta, para el conde, para Jarrapellejos, para él mismo el primero.... esfumadas en la lluvia miraba aquellas rejas del hotel del tito, con el mínimo consuelo de la Ernesta lujosa y animosa de la boda y de Biarritz, que estaría pagando aquí bien cara su idiotez en rezos de beatos.

Biarritz.—Viva exposición de vanidades, y estúpida la estúpida hasta el punto de que en la mesa o en el tennis del hotel, en la terraza, mientras el marido dormitaba la siesta de los viejos, en Miremont, en las sillas de la playa cuando el buen conde se enfrascaba con La Epoca..., ella, la condesa, y, naturalmente, luciendo la corona en broches y sortijas, poníase a sonreír y a conversar inclinada hacia el sobrino... para pasar, ¡oh, sí, sin duda!, para pasar por su mujer... Hablábale en francés (que el conde no entendía), quizás, ¡la estúpida!, ¡la muy estúpida!, también aspirando a ser tomada en Francia por francesa, con sus trajes de París; y si el buen conde, incapaz a sus casi setenta años de seguirla en su juvenil coquetería, se encontraba a algún colega de Senado, la «tita» con el «sobrino» echaba a andar delante y complacíase perdidamente en la admiración que juntos despertaban; los hombres volvíanse a mirarla, a ella; las señoras, cocotas o bellas damas, lujosamente ataviadas, a los dos. «Te toman por inglés. Nos toman por príncipes ingleses. ¡No, no, y es que lo pareces, hijo, tú!, tan... rubio y con tanto traje tan bonito y tan bien hecho.» Le adulaba, le pagaba así, con la comparación de príncipe, que había oído alguna vez y que sabía que le era grata, el inmenso triunfo momentáneo arrancado de las gentes por sus dos iguales gentilezas; y él, que había tomado a empeño no florearla; él, Octavio, que, antes al revés, mirando artero cada mañana a las más lindas del paseo, hacíale ver a la tita cuánto las más lindas le miraban, limitóse ante aquella frase a contestar: «Sí, tita; tú también vienes vestida como nadie..., como pocas».

Diabólico, se entretenía en exaltar su fatuidad, para humillársela, para herírsela más al descubierto y a mansalva, inmediatamente, a ser posible. Dejábala empaparse en la recóndita creencia del orgullo que a él le pudiera causar el lucirse junto a su belleza de sultana y sus lujos parisinos, reina ella de Biarritz, como reina asimismo de París, con los trajes de París, aun sin conocer París más que de lejos, y... de pronto le hablaba de París y de los trajes de tisú de oro de quince mil francos. «Mira, tita —díjola una noche en el casino de Bellevue, oyéndole a la orquesta una cosa de Beethoven, y en tanto el conde, a veinte pasos, departía con un amigo—; ésta, esta mujer lleva uno de esos trajes.» Había sacado de la cartera una reducción, pasablemente hecha por él mismo, de uno de los dos retratos de su Or du Rhin (talismán contra todas las condesas de la tierra) y se lo entregó. La vio palidecer, de celos de hermosura; la oyó en seguida preguntar, y la confesó que era... su novia, que «por verla volvía a París» que... «¡bah, tita, ¿parientes?.... ¡confianza de sobrino!... estaba aún muchísimo mejor, ve, sin traje que con traje». Le entregó el otro retrato, el de desnuda... y el escándalo que hubiese podido ocasionarle a la «tita»aquella desnudez, artística y no insolente, después de todo, quedó eclipsado por la enorme impresión de hechicería. «¡Oh, toma, guarda eso! ¡Qué atrocidad!», dijo, con tardío pudor y sin querer saber ya más de la hechicera. Desde entonces insistió menos en vencer las testarudas resistencias del marido a continuar el viaje por París. Pero, en fin, dábala igual; los retratos no amenguáronla el deseo de seguir luciéndose con su afortunado poseedor en la playa, en los casinos; todo el toque de su amistad con el sobrino, para la fría coqueta sin alma, sin sombra de corazón, ¡estúpida!, cifrábase en hacerle creer a aquel mundo del lujo y de la dicha que ella no estaba casada con un empaquetado viejecito que parecería su secretario.

«Mira —habíala dicho Octavio otra mañana, a las doce, hora elegante del baño—, muchas, las más chic, con maillot..., no sólo las cocotas. Ya ves que esto no es la cursi mojigatería de San Sebastián, donde se bañan todas con un saco. Y nada de sábanas ni músicas, al ir al mar, desde la Digue. ¿Eh? ¡Aquella rubia!» La dejó los prismáticos; reconoció ella a una encopetada rusa que en Bellevue jugaba los billetes a puñados, casada con un gran duque, nada menos, y cuando mostró sus necias conformidades distinguidas acerca de aquel modo de jugar y aquel modo de bañarse, él, maligno, por mortificarla, concluyó: «Ahora, sí, tita, para el maillot, a más de chic, muy chic, hay que ser irreprochables... de piel, de muslos, de pechos, de todo». Le clavó Ernesta con los ojos, herida por la como duda aquella de sus íntimos encantos; fue, tal vez, a contestarle directa una franqueza, y, a tiempo recogida, respondió: «Mañana mismo, si no le disgustase a mi marido que me bañe fuera del hotel, me bañaría en maillot. Y tú, hombre, Octavio, déjate de tanto «tita»y tanto «titearme». ¿Por qué no me llamas por mi nombre? ¿Me crees alguna vieja, ya?...»

Tales y otros parecidos eran los recuerdos en que Octavio, aquí, prisionero de la lluvia y de su antigua e inenmendable indecisión, perdíase con respecto a la Ernesta cuya vanidad le necesitó durante aquellos breves cinco días del mundo alegre de Biarritz..., a la Ernesta cuya insensibilidad de alma y de corazón no volvería a necesitarle para nada en el mundo muerto de La Joya. Había venido con el conde a pagarle la visita, justamente en la tarde que a él le tuvo fuera de casa la elección, y, al fin..., en paz: ella rezando en su palacio, y cuidándose tal vez de los quesos y pastores (una casada más, una enterrada más, al estilo de este pueblo, condesa o no, sin la libertad siquiera que por excepción gozaba Orencia), y él con su desdén y sus orgullos..., con la impresión también de su político fracaso, aunque llevando a pura fuerza la alta dirección de las huestes del Liceo. No podía reducirse a menos la tal «alta dirección». Cidoncha, llegándose a conferenciar con él de cuando en cuando, y terco en llevarle a mítines y cosas, únicamente logró que le firmase la protesta contra el robo de las actas, por Gómez acogida en el periódico local, y diez o doce cartas, con fines de organización Y propaganda, a los amigos de pueblos inmediatos...

Y Cidoncha, asombrándole, volvía y le daba cuentas: «Constituido en la Robla el comité.» «Constituido en Jarilla.» «Constituido en el Casar de los Pomares...»

—¿Ves tú, Juan?... ¡Si es mejor! Puesto que dices que me creen un ídolo, que no me vean, que no me pierdan el respeto con el trato. ¡Los ídolos han de conservar su prestigio desde arriba, desde lejos!... Sólo debo aparecer en los momentos decisivos... como cuando hizo falta para meter en caja al Gato, a Zig-Zag, a Pedro Luis...

Dios sabía cuánto amargábale, obligada por disculpa, esta fanfarronería del ídolo y de don Pedro Luis, que sin más que regalarle un puro y tres sonrisas como a cualquier electorcillo badulaque, le... ¡Ah, si la auténtica verdad del ídolo se pudiera rehacer a puñetazos!

Pero... (Dix her m'siu!) levantóse una mañana tarde, según costumbre, tras de haber pasado por su sueño L'Or du Rhin Henriette... Ernesta... en un extraño revoltijo de París y de La Joya; abrió el balcón; recibió la deslumbrada sorpresa de un día completamente azul, de un sol que espléndido alumbraba las lavadas frondas como nuevas..., y... ¡sí, ¡sí!... ¡ella Ernesta.... con un blanco delantal, en su jardín, limpiando de hojas mustias los rosales!... Fue por los prismáticos, asegurándose al cruzar ante el espejo de que no estaba mal con el pijama, y, acodado en los hierros, la enfocó... a la «tita». Tardó poco ella en divisarle. Con la mano, saludáronse de lejos. Mas no tan lejos que hiciesen falta los gemelos; los dejó. Hora y media, ella, en su cuidado aquel de jardinera. Hora y media, él, en el balcón. Al marcharse, Ernesta volvió a saludarle con la mano.

—¡Estúpida! —pensó Octavio, entrándose a bañarse.

Luego tornó a mirar por los visillos. Estaban plenamente abiertas al sol las ventanas de la parte nueva de la casa del conde donde él, cuando la boda, había visto instalada la alcoba nupcial..., y al poco de prolongar el espionaje divisó nuevamente a la condesa, dentro, yendo y viniendo, con una joven doncella de aspecto exótico, en el arreglo de ropas y de muebles.

Orientadas al Mediodía aquellas ventanas, la lluvia y el frío habíanlas tenido herméticamente cerradas a doble juego de misteriosas y cortinas en los días pasados. Después de comer, vio otra vez en una de ellas, ¡demonio!..., a Orencia, mirando a estos balcones de él, y muy puesta de largo velo azul y de sombrero... Saldrían en automóvil. Octavio, a escape, le echó a su motocicleta gasolina..., partió, largando estampidos el motor, al libre campo, a la carretera, en dirección a las Gargalias, paseo habitual de la gente montada de La Joya; fue adelantando como un rayo los coches de las Rivas, del Garañón, de Saturnino y su mujer, de las niñas de don Pedro.... y allá a los veinte kilómetros, cerca de Jarilla, adonde no osaban llegar los pobres pencos y mulas de los coches, con motocicleta y todo metióse en el Vivero. Sabía que era ésta la obligada estación del automóvil, que, efectivamente, paró a la entrada al poco rato. No iba el conde. Bajaron Ernesta y la famosa boticaria. Encontráronse los tres; él las dio agua en la caldereta de cobre del pozo, y, juntos, cortaron crisantemos... Ernesta estaba un poco reservada y fría; Orencia, muy habladora, contenta y siempre al lado de Octavio.

El padre sol siguió luciendo en los siguientes días..., y Octavio, por las mañanas, en el balcón de su biblioteca, viendo a Ernesta sistemáticamente actuar de jardinera, y por las tardes al Vivero en la moto, o a caballo, según que Orencia, con el velo o sin el velo (íntima en visita diaria a la condesa, por lo visto), con su aparición en la ventana le indicase que fueran a salir en el auto o el landó —ya que el conde, entreverado de senador y campesino, solía llevarse el auto a sus fincas o a Madrid.

Pero como si iban a ir en el coche el paseo era menos largo, tardaban más en salir; y, entonces, antes las dos paseaban buen rato entre las flores, jugando con un perro. Caía el jardín de Ernesta sobre un escondido y frondoso rincón del de Octavio, a una altura de tres metros por el desnivel de las calles en que estaban situadas las casas respectivas, y Orencia, así obligando quizás a la Ernesta reparosa, se acercaba al parapeto de esta parte; iba Octavio, saludábalas y charlaba con ellas desde abajo, mirándolas como en un balcón. Cuando la boticaria gentil y el siempre procaz y mal intencionado metíanse demás en harina, Ernesta se disgustaba.

—Vámonos; anda, mujer.... que espera el coche.

Sin embargo, al mismo sitio volvía con ella a la siguiente tarde, y maldito si llevaba trazas de enfriar o de romper tal amistad.

«¡Estúpida!» pensaba siempre Octavio, notando esto y al ver que jamás por las mañanas, no obstante la extraña puntualidad de ella en cuidar las flores y sentirle a ratos toser tapia al medio en su jardín, osaba acercarse al parapeto. ¿Por qué sería tan íntima de Orencia, y no de su ya pariente Purita Salvador, como fuese natural?... Se lo explicó Octavio; por vanidosas y tontas las tres. Pura, menudita, aunque no fea, no querría resultar más miniatura junto a mujeres altas, y Ernesta y Orencia gustaban de acompañarse en calidad de buenas mozas...

Poco a poco, al principio, y mucho a mucho después, la confidente intimidad de Ernesta con Octavio, como único pariente capaz de comprenderla, y con la boticaria, como amiga fraternal, les fue comunicando sus decepciones y tristezas, allá en las profundas soledades del Vivero. El palacio del conde, cárcel al fin para la incauta, o «el palacio» breve, según llamábanlo en La Joya, era un ruinoso caserón de techos bajos, de tejados verdinegros, llenos de jaramagos y embutidos, con escudo de tres calderas y siete cruces encima de la puerta, y al cual, por la parte Sur, se le había adosado el hotel de yesos y ladrillo, a la moderna, coronada la azotea de cruces y de sendos corazones de Jesús adornados los balcones. Comenzada la obra de adición en tiempos de la segunda condesa, e interrumpida por su muerte, del interior, encalado en bruto nada más, en tiempos de la tercera condesa habíanse concluido dos estancias con el fin de alojar bien a Sagasta, convidado a cazar ciervos. Ahora, la ocasión de la cuarta boda del conde hubo de dársela para ampliar el decorado a otras tres habitaciones.

Ernesta, pues, disponía de cinco: su alcoba, estilo imperio; el ropero tocador, el baño, el cuartito de la doncella y el salón donde tenía el piano y la biblioteca giratoria de novelas francesas y revistas. De siempre aficionada a Francia, la visita a Francia (corno a Octavio, aunque para ella y fugazmente a Biarritz reducida) habíala vuelto francófila enragée. Por eso, por hablar a todo pasto el «elegante» idioma, se trajo del Hotel Victoria, de Biarritz, a la doncella Ivonne, que vestíala a maravilla, hecha al trato con princesas. «Por eso también —añadía de su cuenta Octavio—, por probarle al «parisino» sus progresos en francés, cruzándose en francés muchas frases que Orencia no entendía, gustaríala hablarle por la tapia y encontrarle en el Vivero.» «Bueno, tú, en cristiano —les solía interrumpir la boticaria—, ¿qué es lo que decís?...

Lo mismo contaba Ernesta que las demás amigas preguntábanla, allí, en su casa, tomando té algunas tardes (pasmadas de la cofia y de los modos de Ivonne), y el marido... siempre que ella charlaba con Ivonne o le daba órdenes a Ivonne —fea, pero gentil. Fue un acierto traerse a la biarrotte distinguida con quien poderse consolar la pobre prisionera.

Prisionera..., dejada con su pena augusta y con Ivonne en aquel menos mal de menos tosco apartamiento de la casa. Había soñado con muebles regios, ducales, condales..., con frescos y tapices excelentes para alhajar todo el hotel..., y el conde se lo negó, llamándola tontuela, igual que a una chiquilla; se le negó como a hacer en el jardín un tennis («¡ah, tontuela, estropearíamos el jardín!»); se le negó, sonriendo y de idéntica manera que antes a llevarla a París, a Londres, a Italia, a la Suiza («¡bah, tontuela, bah!»)... Redújose el viaje de novios, salvo la chispa de San Sebastián y el poco de Biarritz, al dichoso Madrid, sin un alma en el verano; y, por colmo de venturas, aquí estaba la tontuela, rodeada en sus estancias de naves sin ensolar, llenas muchas de ellas de trigo, de patatas, de cebollas, y constreñida a mirar la condal corona sobre la cama de caoba y cobre (herencia de otra condesa) antigua ya, decididamente mazacote con respecto a la alta moda.

«Mis quehaceres, mis quehaceres» —tal la disculpa del marido para tornar al pueblo cuanto antes... La situación suya parecíase a la de una a quien hiciesen reina, prometiéndola grandes faustos (algo así debió entender en la aquiescencia del marido, cuando novio, a los trajes de alpinista) y en seguida condenándola a un desierto. ¿De qué servirla ser condesa y millonaria para no lucir su rango en propio ambiente?...

—¡Tienes razón! —asentía la boticaria al escucharla.

Octavio, escuchándola también, pensaba: «¡Estúpida! ¡Qué estúpida!» —aunque con un poco de piedad hacia a bella ingenua digna de París y de los Alpes.

Y la más que bella ingenua, de ingenuidad en ingenuidad, casi llorando a ratos, ampliábales cada tarde sus franquezas. Ni nunca pudo suponerse vida así, ni nunca pudo imaginar un conde con bufanda a la lumbre lugareña del horrible cocinón, entre perros y gatos. «¡Mis quehaceres!»— ¡Qué quehaceres!... Pagar a los criados, contar las pellicas de los chivos, confirmar la mezquina exactitud con que la cuñada repartíales el hato a los pastores.... cenar con doña Luz conferenciando acerca de los embutidos y tasajos que se pudiera hacer con las reses muertas de epizootia; rezar de sobremesa; y a las diez, así que desfilaba hacia su cuarto doña Luz, acostarse solo y encerrado con la caja de caudales en el suyo, de estera de esparto, de negras vigas... para levantarse al alba y lanzarse a ver en las fincas las cebadas, los carneros, las bellotas... De medio en medio mes íbase a Madrid en automóvil; unas veces a sus cosas del Senado, las más a venderle ganado al matadero y a las salchicherías los embutidos de carne de carbunco.

«Oye, Ernesta, nenita —habíala dicho al volver del viaje soso—; puesto que te gusta trasnochar, y yo, acostándome y levantándome temprano, habría de molestarte..., instálate enteramente a tu antojo en el hotel, con Ivonne, lejos del ruido..., lejos del tráfago, que tampoco entenderías y que ya ves que mi cuñada Luz lleva bien y desde siempre.» Libre quedó de la batalla con los quesos y el aceite; pero como una niña, a la verdad; como una especie de extraña huésped o de... animal de lujo para... para entretener de raro en raro.

Se interrumpió. Lloró..., francamente esta vez, acongojada de indignación y repugnancia; y Octavio, conmovido («¡que tanto puede la mujer que llora»—recordaba el madrigal), por no mostrarla acaso otra lágrima en sus ojos, a la pobre «estúpida», más que castigada, fingió la indiferencia de quedarse atrás cortando un crisantemo. Orencia aprovechó la oportunidad para sus curiosidades de mujer; y Ernesta, rápida, entre puntos suspensivos de acentuado asco, satisfízola: —... Algunos sábados... porque, buen católico, no trabajaba los domingos... esperaba él a que la cuñada se acostase... iba a la nupcial estancia furtivo y en respeto a las higienes de la edad..., diez minutos después retirábase a dormir cansadamente... y... así un hombre de sus años había tenido el alma de casarse.

«¡Estúpida!»—fue ahora Orencia quien pensó; y la previno: —¡Chis! ¡Octavio, que nos oye!

Aunque no hubo de oírla Octavio, que acercábase y le ofreció a Ernesta el crisantemo, harto por la húmeda gratitud de la mirada de ella al aceptárselo, y por la sonrisa de la otra, pudo adivinar poco más o menos lo que en voz baja se habían dicho.

—Gracias, Octavio. ¡Qué lindo!

Mirándole, púsoselo sobre el corazón.

«¡Estúpida!»—Volvió a pensar Orencia, justamente cuando el «sobrino» dejaba de pensarlo—. Y lo que no dijo la triste al uno ni a la otra, lo que no les habría podido decir sin parecerles tonta de remate, era que se pasaba las soledades de las veladas en casi feliz compensación, al fin y al cabo escribiéndoles a las amigas de fuera largas carta en el primorosísimo papel que timbráronla en Biarritz con escudo y con corona de relieve en oro, en plata y en heráldicos colores...; que gozaba lo indecible al recibirle al cartero diariamente las respuestas, con los sobres de esta forma: «Excelentísima señora doña Ernesta Hernández Ibarra, condesa de la Cruz de San Fernando...» y que, en fin, más de cuatro noches devanábase los sesos para escribirle también a Octavio con un motivo cualquiera no hallado, y sin más objeto que viese aquel papel... ¡Ah, su aristocrático papel, que permitíala renovar hasta amistades olvidadas, abrillantándole el prestigio a frases de este fuste: «En la playa de Biarritz...» «En Francia, este verano...» «Ayer, el automóvil...» «Mi prima la marquesa...»

Sí, eso sí; una tarde, en susto, y pidiéndoles consejo, la abandonada a ellos se determinó a contarles lo que con el dichoso Saturnino sucedía. Él y Pura iban los domingos a almorzar; pero él solo, a pretexto de su madre y del cariño al tito, iba diariamente y recorría la casa como propia. Borracho, con su traza siniestra de negro gusarapo, era horrible para Ernesta tropezárselo de noche en lo oscuro de un pasillo. Andaba a caza de criadas; andaba tras Ivonne, también, y no pudiendo entenderse con ella de otro modo, esperábala y la asaltaba por sorpresa. Corría Ivonne, llena de miedo y repulsión; acudía Ernesta a los gritos, y él, entonces, disipábase en las sombras; pero lejos de cejar, multiplicaba las formas del acoso innoble y había llegado a mostrarle a la aterrada y delicadísima francesa un puñal, en amenaza. Ambas creían a todas horas percibir sordos ruidos por los techos, por aquellas desiertas naves con que circundábalas el hotel sin concluir... y al fin, ayer, Ivonne y Ernesta, subiendo de exploración al principal, no sólo descubrieron agujeritos hechos con barrena en el cielo raso que daba a la habitación de la doncella, sino también... ¡oh!, ¡múltiples en los del cuarto de baño y la alcoba de Ernesta misma!... Así, vendidas a la desconsideración del miserable, Ivonne se quería marchar; y ella, sin darse por advertida, claro, de toda la extensión de su indecencia, tuvo esta mañana que anunciarle serena y breve el propósito de decírselo al marido.

—¡Oh!, ¡el miserable! —clamó Octavio, descompuesto—. Déjalo, Ernesta, de mi cuenta, que...

—¡No! —atajóle la prudente—. Con la repasata bastará; además, he hecho poner candados en las puertas interiores del hotel, e Ivonne y yo tendremos las nuestras cerradas noche y día... ¡Gracias, Octavio! Gracias de todos modos.

Octavio cortó al paso un crisantemo blanco y se lo dio.

—¡Gracias! ¡Gracias! —tornó ella a repetir; y con rendimiento tal, que al tiempo que pensaba Orencia: «¡Estúpida, oh, estúpida!»; él, cortés, sin pensar nada, sentíase arder el corazón en glorias de la gloria de aquel otro corazón sobre el cual prendíase con un áureo imperdible el crisantemo.

A la otra mañana siguiente la condesa salió con el crisantemo blanco en el pecho a cuidar las rosas del jardín. Para que resaltase más, teníalo contra una blusa oscura; y para que de lejos lo viese Octavio, habíase puesto, al saludarle, bien de frente. Aun por señas aludió él al crisantemo. Ella sonrió, alzándose a la flor y al corazón la mano.

Cuando se entró, cuando él, aturdido por aquello, dejó el balcón, fue pesadamente a una poltrona. Revelaciones; gracias de la gracia que plenas caíanle al alma de improviso, y a cuyo fulgor se le cambiaba todo el proceso de sus odios para Ernesta. Sus odios, sus desprecios, no habían sido más que máscara de amor. Había estado adorando sin cesar a esta mujer, que sería, que habría de ser, que era suya. Tomó el retrato de ella, lo besó, y quedóse contemplándolo. «¡Qué bruta!»—decíala ahora su corazón mismo en un colmo de rendidas admiraciones a belleza tanta y al valor del gesto de divina hechicería con que, franca al fin, acababa de entregársele.

Sin embargo... la alegría que le afirmaba dominios deliciosos, tuvo en la realidad limitaciones.

Lánguidamente feliz seguía Ernesta consagrándole sonrisas en los dulces abandonos del Vivero, y continuaba no menos rebelde que antes a acercarse a la tapia, sin Orencia, aunque él insinuábase desde el otro lado con toses y con mañas... Esto le irritó y le hizo acaso cometer despechadas tonterías; por ejemplo... fingirse hacia la boticaria, pronta a pagarle siempre con creces, más galante...; leerlas una carta de Henriette, en que la poética muchacha, por ambas confundida con L'Or du Rhin —gracias a los diabolismos del diabólico—, se quejaba de su olvido y de la falta de «aquellas otras bellísimas cartas de él que... etaient son charme (su hechizo —tradujo también para la ignorante Orencia—)»...; y, últimamente, ayer, en la tarde anterior a esta mañana en que Octavio, todavía dentro del lecho, meditaba y pensaba corregirse..., algo peor, algo más cruel para la terca, a guisa de castigo: las leyó una nueva carta con quejas y anuncios de Henriette sobre tomar el tren y venir a ver qué sucedía..., volvió a enseñarlas los retratos de L'Or du Rhin, vestida, desnuda... y cuando la espontánea Ernesta, mirándole, rogándoselo aún más que con la voz, con el ansia de los ojos, hubo de indicarle: «¡Debías romper estos retratos!» (los retratos que éranla un martirio)..., él se los guardó; y, en cambio, en seguida, al decirle Orencia: «Esa mujer puede crearle a usted un conflicto; debía usted devolverla los retratos... o romperlos»...; lento, resuelto, los sacó e hízolos pedazos. Lívida, Ernesta, no volvió a decir una palabra.

Bien... las inocentes ignoraban que, dos malas copias destruidas, el taimado conservaba, espléndidos, magníficos, los dos originales. Se levantó, se bañó, se vistió y los contempló, sin que apenas ya le emocionasen, antes de ponerse al balcón en aguardo de... la divina y maltratada jardinera. Era otra cosa, ésta, ésta..., juego de mucho tiempo, profundo..., amor, y no sensualidad a la pagana, fugaz y bestia.

Pero la jardinera, hoy, no apareció... ni fue al Vivero por la tarde. Tampoco al otro día..., ni al otro, ni al otro.... a pesar de que pudo el perplejo comprobar, divisándola cruzar una ventana, que no se hallaba enferma... Orencia, además, la acompañaba; puesto que Octavio, loco, de espía por todas partes, desde los balcones que daban a la calle, paso de Orencia entre su casa y la del conde, velala cruzar puntualmente a las tres y partir a anochecido. «¡Adiós!», saludábanse lo más expresivos que podían delante de las gentes. Y al quinto anochecer, sabiendo el altanero que su madre había salido, bajó a la puerta y esperó a la boticaria, dispuesto a una explicativa conferencia. Llegaba, la detuvo, y al notarla inquieta y recelosa, la invitó a entrar: «¡Ande! ¡Van a vernos! ¡Estoy solo!». Entró la audaz, la sorprendida; sentáronse en el sofá del gabinete, sin más luz que la que los vidrios filtraban de la calle, y hablaron de «la amiga». Era una tonta. Creíase que tenía que reverenciarla todo el mundo, y que Octavio la adoraba. Lo de los retratos habíala disgustado inmensamente.

—Ya ve usted, Octavio, qué necia..., porque los rompió usted a mi indicación, y no a la suya. Eso, no obstante, ¡la verdad!..., no debió usted hacerlo.

—¿Por qué no? —dijo él, recordando sus arrestos de París para con la tímida osada a la española que no cesaba de mirar la puerta y disponíase a marcharse—. ¿Por qué no, si no es ella a quien yo quiero, sino a usted?

—¿A mí? ¡Oh, por Dios!

Se había retirado un poco, coquetamente ruborosa, al escucharle, y Octavio, repitiendo: «¡A usted, Orencia, a usted!», la enlazó con un brazo por el cuello, venció firme la violencia muda de gemidos y ademanes en que ella quiso debatirse, y plena le tomó la boca con la boca... Beso enorme, dormido en quietos fuegos de dulzura, y del cual los dos sintieron pronto pasar las llamas a la sangre... Sino que Orencia, de improviso, reaccionó, se desasió, púsose de pie, y rápida, en otro ímpetu, antes que el ahora sorprendido pudiese detenerla, desapareció en la puerta, hacia la calle.

Bah, le daba igual. Apenas le quedaba el ansia de aquella febril carne de gitana flaca que él tendría cuando quisiese.

Y he aquí, a las dos mañanas siguientes, un asombro. El que esperaba; el que desesperado esperaba siempre en el balcón enfrente de las rosas; el que nada hizo por retener a la coqueta que, llamada para hablar de Ernesta, fácil supo brindársele ella propia con ágiles insidias.... al cuarto de hora de su inútil y diario tormento horriblemente dulce, vio en la tapia aparecer a Ivonne, mostrándole un papel, al disimulo. ¡Ah!, corrió, bajo las escaleras, cruzó el jardín, llegó al rincón sombrío, bajo los álamos...

—Bon jour, Ivonne!

Le echó la carta la francesa.

De madame?

Oui, monsieur.

Al alzarse, de cogerla, Ivonne ya no estaba. Habíase retirado cautamente, sin más explicaciones ni saludos. Un segundo consideró él el problema de misterio de aquel sobre, de aquello que era lo que menos habrían podido esperar de la herida esquiva sus congojas e inquietudes, y allí mismo lo rasgó. «Octavio: Orencia, indignada contra ti, me ha contado cuánto y cómo anteanoche la ofendiste. Perdona que te lo diga; pero nunca habría creído que por la única razón de estar a solas, tuvieses tal modo de tratar a las visitas de tu madre; y si esa no fuera la única razón, si hubiese otra..., peor; porque, entonces, resultaría que para hacerle el amor a una mujer casada, y amiga mía, me hubierais asignado un papel... poco airoso, que en lo sucesivo espero que me evites.—ERNESTA.»

¡Oooooh!... Volvió a leer, una, dos veces. En la extraña carta palpitaban psicologías hondas y complejas. Se volvió a la biblioteca, y, tendido en la poltrona, la estudió... «indignada contra ti», «... a las visitas de tu madre», «... la única razón, si hubiese otra», «... me hubierais...» en plural... ¡Diablo!, ¡diablo!, de modo que... Orencia misma, indignada, había contado el lance... ¿Indignada?, ¿por qué?, ¿por el lance.... o porque al otro día él no la esperó siquiera en el balcón, a las tres, cuando cruzaba?... Comprendía..., ¡bah, si comprendía! Juego de coqueta. Convencidísima la imbécil de que el beso con tanta lumbre devuelto por ella no fue sino el que se le pudiera dar a una criada en idéntica ocasión..., persuadida de que su audacia sólo iría a quedar como un estéril sacrificio más en la tonta rivalidad entablada con Ernesta..., prefirió fingirse la agraviada, mintiéndola que ella hubiese entrado de visita a la madre de él, que él hubiese abusado de la imprevista soledad, y así, ante la rival, al menos, pensando convertirse en triunfo su fracaso. Y que la incauta Ernesta cayó en la red, bien claro proclamábanlo esta inútil carta dolorosa, de vencida enamorada (¡sí, sí, enamorada, y ello era lo esencial!), y este hubierais que extendíale inculpaciones a «la amiga» por encima de defensas...

Dichoso, seguro de la situación de triunfo en que poníale para con la malherida Ernesta la burda habilidad de la pobre derrotada, cierto que él podría manejar de las mañas de la una y las rabias de la otra todos los hilos, fue a la mesa y escribió:

«Ernesta: Por mi honor, por mi madre y por ti, si he de poner la verdad al amparo de lo que me es más sagradamente respetable, te juro que te engañas.

No podría disuadirte del error sin que hablemos, y esta noche, a las doce, te esperaré en la tapia del jardín...»

¿Bastaría la simple cita?... Vaciló, y se resolvió a afirmarla:

«... Si a las doce y media, por no creerme, o por temor, no hubieses acudido, yo mismo iré a tu reja.—OCTAVIO.»

Sólo cuando dejó definitiva y como en marcha tal resolución dentro de un sobre, hubo de fijarse, al volver a contemplar la carta de Ernesta, en que si él escribíala en un bello papel con rojo escudo de hijodalgo, ella le había escrito en un lindísimo, verdaderamente en un lindísimo y aristocrático papel con escudo y corona de condesa.

Al medio día logró ver y hacerse entender de Ivonne para que se acercase a la tapia por la carta. A media noche, en la tapia, esperaba, esperaba a la divina. Contaba el impaciente los minutos, a la luna, en su reloj; oía los cuartos en los relojes de las torres; la media, luego... bien pasada, al fin, en el reloj suyo y en los otros... Moríase de zozobra... De pronto, arriba, silenciosa, apareció ella..., ELLA... —Octavio, ¡ah!, vengo..., ¿qué me quieres?... Vengo, ¡bien lo sabe Dios!, por miedo a tu tremenda insensatez de llegar a mi ventana...

—¡Oh, Ernesta!...

XI

Retornaban a un período de gran actividad los curas, las Hijas de María y la Asociación de San Vicente. Inicuamente asesinado Canalejas, y habiendo querido el conde de Romanones, su sucesor, acentuar por un decreto la nota laica en la enseñanza, los clericales y conservadores, interesando a las señoras, sobre todo, apercibíanse a la protesta. Con el banderín del Catecismo, se recogían adhesiones, en las ciudades igual que en las últimas aldeas; se hablaba de una magna manifestación del sentimiento religioso, base de toda virtud, tan clásicamente español, tan malherido por el conde «demagogo»; preparábase magnífico el centenario Constantino, y la prensa nacional, en pro o en contra, y con tal ruido que estuvo a punto de olvidarse hasta Belmonte y Joselito, los dos taurinos «fenómenos», no se preocupaba de otro asunto.

Mientras, aquí y en miles de pueblos, ocurría la habitual y pequeña cosa de que los braceros, como por la langosta en la primavera anterior, como por la excesiva lluvia en el pasado otoño, volvían a pedir limosna. Ahora, por sequía. Ni gota de agua, desde enero; y las hermanas de San Vicente, abrumadas de trabajo, luego de reunirse a menudo en San Andrés con las Hijas de María para tomar acuerdos sobre aquella vital cuestión del Catecismo, procurándoles firmas y más firmas a las listas que el conde de la Cruz —católico antes aún que afecto a su jefe político el presidente del Consejo— le remitía al señor Obispo de Madrid, y que La Voz de La Joya, conservadora de siempre, insertaba, tenían que dedicarle siquiera unos minutos a la tarea de los socorros. Muchos, y otorgados sin criterio. Una tarde, Orencia, presidenta, y Purita Salvador, nueva secretaria, con el auxilio de Dulce Marín y del joven cura tuerto don Calixto (el pobre llegaba sofocado por haber acabado de encontrarse al terco herrero que siempre le gritaba: «¡Ladrón de mi honra! ¡Alcahuete! ¡Sinvergüenza!»), retiráronle los bonos de leche a siete enfermos: cinco hombres, socialistas del Liceo, que no quisieron firmar como católicos, y dos mujeres inmorales.

Sin embargo, tomaba la miseria esta vez un sesgo que empezaba a inquietar, aun en medio de aquella santa exaltación, y a hacer pensar, para así que siquiera hubiese algunas nubes, en el último recurso de sacar a San Andrés en rogativas. ¡Oh, los obreros, qué manera de pedir! Sombríos, en grupos al sol durante el día, en cuanto cerraba la noche echábanse a vagar de puerta en puerta. Uno se zampaba dentro de las casas y rugía: «¡Tengo más hambre que un lobo!». Hubo señora que malparió del susto, la de Honorato López. Y lobos parecían...; lobos que seguían rondando las proximidades del casino, para atracar a los que salían de la ruleta..., como hicieron con Mariano Marzo, con Exoristo, con Saturnino, con el Garañón, con el Brocho, con Juanito Pimentel...

Este tétrico espionaje, además, exponía a dejar al descubierto cosas que debieran permanecer ocultas en el amparo de la noche y que a lo mejor afectaban a mujeres tenidas por honestas. Ejemplo, la de Zig-Zag, la vistosa morenota, con su fama y con su aspecto de intachable. Tres de aquellos famélicos habían visto salir al alba, de la casa de ella, a don Pedro Luis, sacándole sus buenos duros a cuenta del secreto; y extendida, no obstante, la noticia, servíale de pasto a la maledicencia en todas partes. Vecina de Zig-Zag, Eduvigis Porra iba haciendo observaciones que les transmitía a las íntimas amigas cuando no estaban Orencia o las Jarrapellejos: «¡Compra merluza, la Carmen, lo he visto» ¡Merluza! «¡Merluza!», asombrábanse la cojita miniatura Encarna y Dulce y Jacoba Marín, en cuyas mesas, como en las demás del pueblo, quitando si acaso la de Octavio y la del conde, no se comía sino en las fiestas. «¿Qué capital tiene la Carmen para comer merluza?... ¡Debe de ser verdad entonces eso de don Pedro!»...

Así rodaba el nombre de la Carmen. Con razón o sin razón, puesto que lo de la merluza, al menos, podía achacársele a otra explicativa circunstancia en que no paraba mientes la malicia: los trabajos honorables de Zig-Zag. Nombrado agente de «La Mundial» de Madrid, gracias a don Pedro, desde hacía seis meses, había sabido empezar con dos bonitos negocios: en el ramo de incendios, el de la fábrica de jabón de Frasco el Fresco, recta a la quiebra, de no haber ardido providencialmente en cuanto quedaron firmes los contratos; y en el de vida, el seguro de cien mil pesetas del hermano mayor de don Pedro Luis, don Cándido, afecto de un cáncer al estómago, que le haría durar un año, cuando más, y dado como sano por Barriga.

Otro que iba en rápido camino de consolidarse una posición, por otro estilo, y con el que, a causa de ello, tampoco se podía contar para meter en caja a los nocturnos rondadores, era el Gato. Dueño actual de la dulcería y semitaberna que fue de su querida, y agente de emigración, habíala convertido en oficina de la agencia. Melchor le ayudaba. Petrilla, la mujer de éste, reunida con sus dos hermanas, la que estaba en una mancebía de Badajoz y la que estaba en otra de Madrid (bonitas las tres, a la verdad), en Madrid habían montado el tráfico de la prostitución, regentadas por la madre. Girábanles mensualmente treinta duros al Gato y quince a Melchor, sobre las mil y pico de pesetas que les dejaron al partir, de lo que ya aquí había ganado con los señoritos la Petrilla, a condición y bajo promesa de que no fuesen ninguno de los dos, y el Gato principalmente, a entorpecerlas o a cortarlas el gañote. Terrible siempre, el ex guarda de las eras. Por terror hacia él, Melchor hablase resignado, no sólo a quedarse sin la ganga de mujer-mina que permitíale gandulear fumando puros, sino también a no irse a Madrid para darse con ella la gran vida; por verdadero terror, y hasta por un sutil sentimiento de venganza, ya que así, habiéndose marchado Petrilla, amolábase el Gato y no había vuelto a gozarla tampoco. ¡Oh, las rabietas y las ansias criminales de Melchor, y de Sabina, en las tantas ocasiones que al Gato se le había puesto en las narices echarle de la cama!... «Vaya, tú, déjame con ésta, largo de aquí»... y Melchor tenía que coger su chaqueta, su pantalón, sus zapatos, y salirse de la alcoba, mientra su mujer y el Gato...

Sin embargo, aparte resquemores, ambos se llevaban bien, contentos de la agencia. El Gato cobraba y embolsábase los cuartos, para lo cual iba a Badajoz, a entenderse con sus jefes, y traíales «niñas», de paso, a los del Curdin. Melchor, a sueldo, recorría las aldeas circunvecinas... Un gran filón hallado, inagotable, creciente en proporciones estupendas. De mes en mes, hacia el 7, fecha de salida de vapores de los puertos, la afluencia de emigrantes aumentaba. En enero apenas si hablan sido cuatro o seis infelices sueltos de Jarilla, de la Robla, del Casar de los Pomares; aquí vinieron con el macuto al hombro o con el baúl a cuestas; de aquí partieron, carretera arriba, a las Gargalias, para tomar el tren, con los papeles en regla entregados por el Gato, sin que nadie hubiese reparado sus tristezas..., y, allá, en Cádiz, tornarían el buque que habríalos alejado a tumbos por el mar. En febrero ya habían sido familias enteras aldeanas y diez o doce resueltos de La Joya; por lo cual, el día de la marcha colectiva, con llantos y lamentos de las esposas e hijas que quedábanse, hubieron de formar clamorosa multitud. En marzo, finalmente, hubo de ser tan grande la penosa caravana, que formó su despedida casi un acontecimiento. Pero ahora, sobre todo para abril, el éxodo de los desdichados preparábase entre la alarma y la excitada atención de los joyenses; más de veinte familias, dispuestas a partir, estaban vendiendo sus casas, sus cercas, sus burras..., y sabíase que las aldeas de alrededor irían a despoblarse. A las Gargalias, de ciento cincuenta vecinos, apenas si le quedaban diez braceros disponibles; campos desiertos, viñas sin guardar, ovejas sin motril ni mayoral... De nada servía que el párroco leyese los domingos desde el púlpito la carta un poco franca en que un bracero relataba los tormentos de su viaje en el Satrústegui, hacinados mil y pico de emigrantes por bodegas y entrepuentes, como fardos, como cerdos en el tren, en montón hombres, mujeres y niños, en la sucia greguería de unos que procuraban comer sus escudillas de rancho, mientras otros, mareados, vomitaban...; de nada, de nada servía la intención del excelente sacerdote, primero porque no iba nadie a misa, y luego porque otras optimistas cartas, verdaderas o apócrifas, profusamente difundidas por el Gato, se leían en las tabernas. Además, en último término, y decisiva, quedaba esta razón: «Se estaba tan mal aquí, con frío, con suciedad, matándose a trabajo, y sin el rancho siquiera del Satrústegui, que nada más malo se arriesgase con el cambio, que nada se perdiera con marcharse al mismo infierno.»

Por cuanto a los señores de La Joya, después de discutirlo en el casino, habían llegado a convenir que la emigración les era favorable. Por lo pronto les estaba resolviendo el conflicto de los pobres. Sobraba gente. Lo probaba, incluso para el tiempo normal, el irse los hombres a trabajar fuera, en el estío. Quería decirse, pues, que si le daba a la seca por seguir, y reducíanse a la mitad los hambrientos, cada propietario también ahorraríase la mitad de lo que por el reparto municipal estaban dando de jornales de limosna. Y... y... vamos, sí, aún la gente joven añadía, considerando la suerte del Garañón, que habíase acostado con una (antes rebelde) por dos cuartos: «Se van ellos... y nos dejan a las mujeres en mayores libertad y facilidad...».

La presencia de unas marañas de nubes en el cielo resolvió al coadjutor, don Calixto, a escitar a su viejo y santo párroco don Antonio para empezar las rogativas. Inmediatamente, ¡claro!..., don Antonio lo estaba deseando; no comprendía por qué hicíéranle falta las nubes al milagro que se le iba a pedir a San Andrés.

Gran pompa la de las rogativas, en que iban los santos de todas las iglesias y los diecisiete curas de La Joya. Orencia las organizó, secundada por el conde, y salían anochecido entre estruendos de campanas. Velas, cirios, faroles y linternas; cada cual lo que podía. No faltaba una muchacha, y, por lo tanto, ni un muchacho. Don Pedro Luis, el primero, daba ejemplo con su Corazón de Jesús prendido a la chaqueta. «¡Agua, San Andrés!... ¡Agua, Virgen Santísima, agua!», clamábase de tiempo en tiempo; mas como la cuestión del hambre y del agua andaba complicada con la otra política cuestión del Catecismo, gritábase también: «¡Viva el Corazón de Jesús! ¡Viva el emperador Constantino! ¡Viva el Papa Pío X! ¡Viva el Papa Justiniano!...» «¿Hay ahora dos papas?» preguntó una noche el Garañón. «¡Bárbaro!», pensó el Juez, sin contestarle. El juez, el registrador, el jefe de Telégrafos, las Hijas de María, las hermanas de San Vicente, la condesa, la Guardia Civil..., no faltaba nadie. Medio pueblo en la procesión, y otro medio en las esquinas, viéndola pasar. Entre éstos los obreros sin trabajo, muchos de los cuales se hincaban de rodillas a plena fe, a pesar de su ateísmo, y los del Liceo, tentados con frecuencia, de no contenerlos el mutismo de Octavio, y de Cidoncha, a contestar por su parte: «¡Viva la libertad!,¡Viva la República!...» Porque Cidoncha y Octavio, juntos, discretos unas veces en las ventanas del Casino, otras en plena calle, no faltaban una noche a ver el desfile pintoresco: Cidoncha, para mirar el lujosísimo estandarte azul y plata en que habían puesto las monjas la Purísima que él pintó, con el exacto retrato de Isabel; Octavio (que a no ser por sus compromisos democráticos hubiera ido en la formación de buena gana), para mirar y dejarse mirar por la condesa. «¿Qué?», le preguntaba el profesor al notarles las sonrisas. «¡Oh, no, nada! ¡Nada!», contestábale el prudente, prudente en absoluto, de verdad, aun con el amigo a quien tanto habíale dicho de ella, ahora que se veía correspondido. A Orencia saludábala con una gentil inclinación, generosamente perdonada, sin haberla hablado más.

Sólo que no todas las noches acompañábale Cidoncha, que solía acudir algunas con Isabel y la familia de Isabel. Hermosa como nunca, la famosa Fornarina charlaba contenta con su novio, al paso de los fieles, y atraía la admiración de éstos casi en grado igual que la condesa. Placíala verse adorada en la bendita efigie. La gente alegre, Marzo, Saturnino, el Garañón, Gómez, Manolito Alba..., desde la segunda noche, al advertirla en el trayecto, habían tomado el galante acuerdo de situarse con sus cirios alrededor del estandarte.... y al cruzarla tanto por adular a la siempre coqueta sonriente, como por fastidiar (creían ellos) al profesor, a los gritos de ¡viva el Papa! y mirándola, agregaban estos otros: «¡Viva la Santísima Concepción! ¡Viva la Purísima Virgen!...»

Sonreía triunfal la Fornarina, casi dándoles las gracias, burlona, con el mimo de sus gestos—, y enteramente dichosa, delante de los padres, iba a apostarse en otra bocacalle, o retirábase a casa del brazo de Cidoncha. Muy juntos por la oscuridad del camino de la ermita, comentaban la impresión que aún le producía ella a la banda de tenorios. Habían dejado de rondarla, persuadidos de la inutilidad de su idiotez después del fracaso de don Pedro, y, sin embargo, todavía éste la devoraba con los ojos, y los demás, en guardia de honor a su retrato, rendíanla aquellos vítores. Con su indiferencia al culto religioso, de la cual iba contagiándola, pero creyendo los dos en un Dios de más justicia que el dios capaz de decretar el hambre de los pobres, en tanto el trigo hundíales a los ricos el granero, él se alegraba de haberle dado a este pueblo farisaico y miserable, con el retrato de Isabel, que duraría años y años en el magnífico estandarte, la especie de símbolo de la Belleza y el Bien en que habría de fundar el porvenir la religión de Amores de la Vida... «Tú, tú, Isabel, mi Isabel, con tu sonrisa de perdón y de desprecio, que ellos llaman de coqueta, la mártir y la santa de esa noble religión.» «¡Oh, Juan!», gemía ella, llorando de ternura y oprimiéndole las manos que aprisionábanle una suya. Reclinaban las frentes uno contra el otro, y mientras los padres, detrás, hablaban del trabajo, por su amor y su trabajo liberados de la deuda afrentosa con don Pedro, ellos hablaban de la boda que pronto habría de serles consentida por el triunfo del infatigable estudioso en las oposiciones ya anunciadas para junio.

Tallaba don Macario Lanzagorta; Zig-Zag ayudábale a pagar; perdía que era un gusto los billetes Saturnino, y Exoristo, ¡muuú!, en primera fila, doblado al tapete verde, en un margen de A B C iba anotando los albures. El juez de primera instancia, con su aspecto de galápago, hinchadas a reventar de emoción y de codicia las venas de la calva, no cesaba de apilar y remover entre los dedos temblorosos algunos duros y pesetas; detrás, de pie, el Garañón iba apuntando prudentemente (no era espléndido más que con las pastoras) y arreglándose a menudo la cruz del pantalón. De rato en rato subía más vivo de la plaza el rumor de irritada multitud que formaban los obreros. No hacían caso los que jugaban; pero algunos que en la triple fila de la mesa, atrás, estaban de mirones, iban a un balcón. Desde las cinco de la tarde, y con ocasión de la despedida de los emigrantes, en que hubo gritos de mal género, la masa de los alborotadores no había llegado a disolverse. Delante del Ayuntamiento llenaban media plaza. ¡Bah! Tontería. Los vigilaban los guardias y el alcalde estaba aquí. De poco les serviría chillar. Lo que podía hacerse con los jornales de limosna se estaba haciendo. Nadie tenía la culpa si después de haberlo pedido a San Andrés el agua en nueve noches el cielo continuaba tan sereno.

—¡Gandules! ¡Vagos! ¿Qué querrán?

—Ya estás viendo, Chirivita: menos trabajar, lo que les caiga.

—¡Eso! Mandé mis tres un día a la pradera; les dije que llevasen otros tres, y tos, al siguiente, renunciaron los dos reales.

—Como que no hay como hacerlos hacer algo. Los míos tampoco han vuelto.

Los dos comentaristas, en cambio, volviéronse a la mesa.

Era de un alto interés seguir la mala suerte habitual del bravo Saturnino. Perdía siempre, y perdía por más de mil pesetas esta noche.

Sólo que se paró la timba, de improviso.

—Alto, señores, un momento... ¡A firmar!

Don Pedro Luis. Traía un papel y le seguía el conserje con un tintero de cuerno. Le hicieron sitio. El conserje empezó a pasar el pliego de unos en otros. Firmó el primero Lanzagorta; luego Mariano Marzo, Gómez, el juez...Sin distinción, conservadores y liberales, en dulcísima armonía así que se tocaba a las católicas conciencias. Los que se hallaban en autos, por haber oído abajo poco antes a don Pedro, dejándole redactar la nueva protesta y adhesión al centenario constantino, firmaban a toda prisa para tornar al juego cuanto antes; los que no, firmaban porque veían firmar y por ser cosa de don Pedro. Únicamente el Chamorro, hombre feo y de cabeza gorda, después de haber firmado, y viendo la cara de lelos de muchos más que estaban en su caso, permitióse preguntar: «Y eso, ¿qué es?». Y como insistiera, dejando suspensa en las manos de otro la pluma, Marzo saltó: «¡Vamos, concho, acabad!... ¿Qué os importa? O haber estado abajo a enterarse...» Todo seguía como la seda. Ya iba escalera abajo el conserje con el pliego, a llevárselo al conde de la Cruz, y Jarrapellejos disponíase a apuntar, tirando de cartera, cuando en la plaza se oyó más recio el griterío y un tiro y un estruendo de cristales.

—¡Coile, un tiro!

—¡Un tiro! ¡Un tiro!

Palideció el concurso.

Quince o veinte, puesto que el escándalo aumentaba, acercáronse a mirar por los balcones; y enseguida todos, tras de guardarse a escape cada uno su dinero. ¡Un tiro! ¡Un tiro! ¡Oh! ¿Habrían matado a alguno? Carreras, palos, voces..., los guardias con los sables. Terrible tremolina, en fin, enfrente. Vieron que los guardias detenían a dos, sin duda los del tiro y las pedradas, metiéndolos en el Ayuntamiento, y que tuvieron que atrancar las puertas contra la furiosa muchedumbre. Pero entonces, así contenida ésta y los guardias dentro, liáronse los más osados a estacazos con la puerta y a peñascazo limpio con balcones y ventanas; los vidrios caían al suelo y las bombillas de la luz, al mismo tiempo que cien voces estentóreas daban vivas y mueras y reclamaban la libertad de los presos y no se oía bien qué cosas más...

—¿Qué quieren? ¿Qué piden?

—¡No sé! —dijo el alcalde.

—No se les entiende.

—A ver que abramos el balcón —decidió Jarrapellejos.

Asomáronse. En la confusión horrenda pudieron escuchar lo que pedían: «¡Pan! ¡Pan! ¡Abajo los ricos miserables! ¿Abajo las limosnas!... ¡Que nos entreguen el pósito...!»Y, efectivamente, uniendo la acción a la palabra, contra el pósito, anejo de la misma edificación municipal, concentraban las pedradas y el asalto. Un cuarto de hora transcurrió, sin que aquello llevara trazas de calmarse. Antes al revés, sin freno, sin nadie que les impusiera orden, un grupo se destacó como con ánimos de invadir las dos tiendas de ultramarinos que había en la plaza, y la de Los fenómenos, en la calle de las Tiendas. A toda prisa, los tenderos tuvieron que cerrar. A un guardia que, roto el uniforme, se entreasomó a un balcón con el revólver, a poco más le parten la frente de un cantazo...,

—Me parece —díjole al alcalde el sesudo don Macario— que les vas a tener que dar el trigo.

—¿Qué trigo?

—El del pósito.

—Si no hay.

—¡Cómo! —repuso el sorprendido, que por ser de la Junta de asociados sabíalo bien—. ¿No había mil ochocientas fanegas?

—Pues... ¡no las hay!

—¡Ah!

Más ejecutivos, Mariano Marzo, Saturnino y el gordo señor Rivas, pedían la Guardia Civil, ásperamente extrañados de que ya no hubiese acudido al tumulto.

—¡Que se la avise!

—¡Que se la avise!

—Que vaya alguno al cuartel.

Zig-Zag se ofreció, pero se opuso el diplomático don Pedro.

—No, señores. Sabéis cómo las gastan los civiles y es mala la violencia. No es tampoco necesaria. Esa gente se disolverá en cuanto se le diga de buen modo.

Brillaba en la faz de león de Jarrapellejos la amable calma de alguna de sus grandes e inesperadas soluciones, como siempre, para todos los apuros, y todo el mundo quedó pendiente de su inmensa autoridad.

—Yo iré. Yo voy a disolverlos. ¡Vamos!

Lento, dirigiéndose a la escalera, bajaba; y, naturalmente, le siguieron muchos. «¡Bah! —decíanse hasta los más tímidos, resguardándose detrás, plaza arriba, de los posibles peñascazos de rebote—. ¡Con un hombre así puede irse a cualquier parte!». Alejandro el Grande, Napoleón I, habrían gozado de un prestigio más extensamente repartido por el mundo, pero no más hondo que el que don Pedro Luis disfrutaba entre amigos y enemigos. Marchaba delante, tranquilo, confiado, y ya sabían que esta magna decisión suya de llegarse en persona a los humildes, a los humildes que también por inversa excepción se habían amotinado, tendría la mágica virtud de someterlos...

Sólo que.... ¡ah!, por lo mismo que abrigaban esta persuasión, empezó causando asombro y sorpresa la manera con que fueron recibidos. Zig-Zag, a guisa de heraldo, había lanzado una poderosa voz anunciando quién llegaba. Volviéronse los grupos; los próximos quedaron en una actitud de sumisión; pero los del fondo silbaron: «¡Fuera! ¡Fuera!» ... Más asombrado y sorprendido que ninguno don Pedro Luis, echó mano de sus persuasivas energías:

—¡Señores!..., ¿a qué escandalizar? Dispuesto como siempre me tenéis a atender a vuestras quejas; pero, ¡decidlas!... ¿Qué queréis? ¿Qué es lo que pedís?

Su voz, más poderosa aún que la de Zig-Zag, logró un instante de silencio; pero la silba se reprodujo, y tuvo que insistir:

—¿Qué pedís? ¿Qué es lo que queréis?

—¡El pósito!

—¡El trigo! ¡Que se nos dé inmediatamente!

—¡El pósito! ¡Que nos abran ahora mesmo el pósito!

Hizo general el clamoreo la multitud, apoyando estas respuestas que aquí y allá habrían lanzado cuatro audaces.

—Muy bien, señores..., ¡disolveos! ¡Marchaos a casa, y mañana mismo se reunirá el Ayuntamiento y la Junta de asociados con el fin de ver...!

No le dejaron concluir. No le permitían tampoco variar a otros registros. La silba, estrepitosa —mezclada con insolentísimos apóstrofes de «¡No, no, ahora! ¡Estamos jartos de engañifas! ¡Al pósito! ¡Al pósito!»—; y mientras los inmediatos a la puerta del pósito volvían a lanzarse a palos contra ella, seguían silbando y gritando los demás. Jarrapellejos se desgañitaba; lívido y descompuesto, con todos sus orgullos rotos, amenazaba al fin con los civiles, con la cárcel..., y tales palabras sueltas caídas en la masa de rebeldes, aumentábanles su enojo y hacíanles proferir nuevos gritos en que mezclábanse sus increpaciones de odio y sus como invocaciones de defensa: «¡Fuera! ¡Fuera! ¡Abajo los explotadores de los pobres! ¡Vivan Cidoncha y don Octavio! ¡Viva don Octavio!»... Imposible ya entenderse; la furia de aquello era la del río que se desborda, la de la bruta muchedumbre enardecida que pierde todo freno de obediencias... Habíase adelantado un poco Zig-Zag, provocativo, y se alzaban al aire los garrotes...

—Mira, Perico —díjole a don Pedro el gordo señor Rivas, tirándole por detrás de la chaqueta—. ¡Vámonos!

Bueno el consejo. Y más, cuando ya habían vuelto grupas casi todos los señores. Tras ellos, pues, y al son de los vivas a Octavio y de la espantosa silba, retiráronse don Pedro y los pocos que quedaban con don Pedro. Guareciéronse en la sala baja del Casino. Jarrapellejos abrumóse en un sillón, como sobre el destrozado pavés de sus prestigios. No hablaba; meditaba, meditaba en la urgencia de lo urgente y con la afrenta de aquel nombre de Octavio arrojado contra sus orgullos al modo de terrible catapulta. Meditaba, y oía y tenía que contenerles a los otros sus iras hacia «los cobardes guardias» que metiéndose en el Ayuntamiento habían zafado bonitamente la cuestión, su afán de avisar a los civiles y sus propósitos de encerrar el primero en la cárcel al tal anarquista y mamarracho de Cidoncha, que así, sin dar la cara, excitaba a los motines...

Sin embargo, hombre de trastienda, diplomático Jarrapellejos, ni el dolor de este principio de derrota, que de llegar a confirmarse dejaríale maltrecho para siempre, le quitaba nitidez a la visión. Y a confirmar la derrota, a ponerse francamente contra el pueblo, otorgándole a Cidoncha aureolas de martirio y a Octavio las del héroe salvador, equivaldría la prisión de aquél y la quizá sangrienta represión del motín por los civiles...; aparte de que prender al uno y dejar al otro, significase para Octavio, ante los obreros y ante todo el mundo, el reconocimiento de un respeto y una beligerancia que en modo alguno él debiera concederle...

Se levantó, sonreía, y tornó a inspirar instantánea confianza.

—¿Qué?

—¿Qué?

—¿Qué?

—¡Nada, señores, nada! ¡Que parecéis tontos! Que os apuráis como si la cosa tuviera importancia, y maldito si la tiene. Se arregla en un santiamén. Tú, Zig-Zag, vete a buscar a don Octavio de mi parte. Y tú, Mariano, ¿echamos nuestras carambolitas?... Te doy quince.

Zig-Zag partió en busca de Octavio.

—¡Le prende!

—¡Le prende, le prende! ¡Qué hombre! —admiraban los demás, mientras don Pedro y Mariano armábanse de tacos y traía las bolas el conserje.

Después, viendo a Octavio llegar, y a don Pedro dejar las carambolas para encerrarse con él en la sala de tresillo, la asombrada concurrencia repetía:

—¡Le prende! ¡Vaya si le prende!

Pero el asombro, o, mejor dicho, los asombros, trocados llegaron a colmos sucesivos al ver salir primeramente a Octavio en libertad y cariñosamente despedido. por don Pedro..., al ver luego a Octavio solo dirigirse plaza arriba..., al ver, en fin, y todo en poco más de unos minutos, que Octavio, recibido con aplausos, les hablaba y se mezclaba a los obreros..., entraba en el Ayuntamiento, soltaba a los dos presos... y hacía que los mil y pico de manifestantes, el uno por aquí, el otro por allá, cada cual hacia su casa, se fuesen retirando.

Octavio no volvió por el Casino.

Don Pedro Luis, radiante, paseaba su triunfo por la sala:

—¿Eh?... ¡Si sabré yo lo que me pesco!

Y siguió jugando carambolas. Sobre Cidoncha, sobre Octavio, sobre toda clase de autoridades, quedaba incólume la suya.

Veinte días más tarde, ya espontáneamente mitigada por la lluvia la cuestión de los obreros, don Pedro Luis, un domingo, a la salida de la misa, se fue a visitar a Octavio. Éste le recibió en su biblioteca. Muy extrañado de verle entrar, y siempre, a pesar suyo, ante él sobrecogido de respetos, hubo de recordar, no obstante, como reafirmación de sí mismo y casi revancha de lo de las elecciones, la dignidad con que supo concederle su rogada y única eficaz intervención en el motín. Sí; de jefe a jefe, esta vez sin desmayos, habíale hecho el gran favor de conjurar un inútil alboroto y de evitarle al pueblo páginas de sangre. Harto sabría desde entonces el tosco diplomático de la sonrisita falsa, el habituado a mandar, que frente a su autorizado despotismo otro poderío iba empezando a levantarse.

Pero el tosco diplomático de la sonrisa, tumbado en el butacón, con las piernas abiertas y estiradas a lo largo de la alfombra, estaba junto al joven rival como si tal cosa, hablándole del tiempo. «¿Eh? ¿Has visto?... Los sembrados no completamente bien; pero las dehesas, de hierbas, al pelo. Ayer pasé por la tuya. ¡Verdad que como la tienes arrendada!...» De pronto se echó adelante, doblándose a las rodillas; se sacudió un poco la ceniza del puro, que inundábale el chaleco, y expresó, fiel a su sistema de sorprender y deslumbrar:

—Vamos a ver, Octavio. He conferenciado con tu tío el conde, y está de acuerdo conmigo. Vengo a verte para esto: va a vacar el Gobierno Civil de Badajoz. Sé que nuestro diputado don Florián anda escaso de recursos, y le gustará, seguramente, ser gobernador para echarse medias suelas. Y si no le gustase, allá él, que al fin y al cabo es forastero; le nombro, hago que le nombren, y en paz. ¿Quieres tú ser, Octavio, diputado?

Un disparo de cañón.

Atónito, incrédulo, el pulcro y joven jefe democrático se quedó considerando a este hombre, tosco y sucio, lleno de caspa y de pavesas, que así había dicho «le nombro»; que así hablaba de imponer su voluntad a diputados y a condes senadores, y de disponer de Gobiernos de provincia con la misma sencillez que si fueran humildes plazas del Concejo. Sin embargo, rápida también y terminante, le acudió la idea de cómo si su padre fue gobernador lo fue por él; de cómo si el cunero don Florián era diputado, por él lo era...; y en la estupefacción, en el asombro, ante el puerco y rudo tiranote que desde su rincón ignorado de La Joya manejaba incluso a los ministros, sólo le quedó neta la imposibilidad de comprender que viniera a brindarle la representación en Cortes a un político adversario, al único que, con mayor o menor tenacidad, había osado ponérsele de frente.

No hablaba, no acertaba a decir una palabra Octavio, de duda y de sorpresa, y don Pedro prosiguió:

—Mira, si quieres, el acta. Eres listo, pero eras demasiado joven, y yo quería dejar que adquirieses experiencia de la vida. Este es el momento. ¿Qué necesidad tenemos, por muy bien que don Florián nos haya servido tantos años, de darle lustre a un hombre que es de las Quimbambas?... Tonto y pobre, además. Sostenerle con el tono de su rango, y aun con su afición a las mujeres, pues ya sabes que en Madrid le da por cupletistas, le está costando un caudal a los Ayuntamientos del partido. Lo mismo que, en todo caso, de hacerle falta, pudiese aprovechar uno de La Joya. ¡Veinte mil pesetas, veinte mil pesetas anuales, Octavio, se le dan!

—¡¡Veinte mil pesetas!! —exclamó instintiva la indignación del digno.

—Contantes y sonantes..., y, ¡claro!, así, entre músicas y flautas, andamos tan mal en arreglos de las calles y caminos, y socorros, y otras cosas. ¡Qué falta hace que para acometerlas me ayudases!

—¿Yo?

—Si te resuelves, tu tío y yo (está acordado), y tú con nosotros, mañana mismo nos vamos a Badajoz, donde ahora se encuentra don Florián, a conferenciar con él y con la gente. Piénsalo; te lo repito: si te resuelves..., ¡antes de un mes, en el Congreso!

—Pero bueno, don Pedro, por Dios..., ¡en el Congreso!... Usted y mi tío... Yo, por otra parte... ¿Es que no hay más que así como así?...

Tosió el cacique, aclarándose la voz:

—No hay más piojos que la manta llena, que se dice. Don Florián, a su Gobierno, y tú, sin contrincantes, proclamado aquí por el artículo 29.

—Pero... ¡por Dios, don Pedro, por Dios!... ¿Sin... contrincante?... ¿No me lo opondrían?... ¿No...? —Iba a decir una simpleza, y, advertida a tiempo, tragó saliva y corrigió—: Don Pedro, es singular lo que viene a proponerme... No puedo ser el candidato de ustedes... Lo impiden... mi situación..., mis compromisos...

¡Aaaah! Era justamente donde le esperaba el diplomático. Tiró la apagada colilla del puro, que rodó, deshecha, por la alfombra; eructó ligeramente; aproximó la poltrona..., y la confidencia siguió mas íntima, en voz baja. Don Pedro se explicó. Octavio (las triquiñuelas de la política, de que hablaron el día aquél) no tenía por qué referirles esta conversación a sus amigos. Al contrario, así que presentara su renuncia don Florián, y fingiéndose más irreconciliable con los liberales cada día, habría de decir en el Liceo que iban a presentarles la batalla. Los mismos del Liceo hubieran de proponerle candidato, como demócrata independiente.... y ¡aquí el golpe!... Los liberales, fingiéndose a su vez abrumados por el recuerdo de la elección de concejales y por la previa convicción de la derrota.... desistirían de oponerle otro, dejando que el consabido artículo le cayese a Octavio de perilla. En fin de cuentas (bah, bah, los reparos del ingenuo), ¿a qué motes de republicano o socialista, que en el Congreso habíanle de esforzar a compromisos, ni qué necesidad había de que Octavio se pusiese a mal con su familia y los principales de La Joya para hacer cuanto quisiese en favor de los pobres, y de todos con el prestigio de un acta que, por otra parte, no hubiera de lograr puesto a disputarla a fuerza de votos y a fuerza de dinero?...

Iban calmándose con esta lógica tan natural, tan racional, tan sensata, las aprensiones de Octavio. Era la verdad. El mismo había pensado que no sería diputado nunca, de otro modo; y siéndolo, podría favorecer a los humildes. El agradecido, deslumbrado, se rendía; pero en la misma inesperada gloria de su ensueño, el suspicaz, el perplejo, el orgulloso, resurgió:

—Bien, querido don Pedro —dijo—. Como enemigos, una última palabra, y perdón si en la explicable desconfianza me equivoco. ¿No será todo esto un ardid... del maestro de política, de usted, vamos, para hacer que me presente y ponerme luego un rival y derrotarme, dejándome en ridículo?

Jarrapellejos se irguió afablemente grave:

—¿Crees en mi palabra?

—¡Ah!

—Pues mi palabra de honor que serás diputado el mes que viene.

El ímpetu de besar aquella mano alzada al corazón pudo Octavio condensarlo y contenerlo en una larga sonrisa de donaciones al leal, al generoso. Se levantó, fue por la caja del tabaco, y el humo de dos águilas imperiales puso término a la trascendente conferencia. Don Pedro tenía que preparar con cartas el viaje a Badajoz.

Solo, luego Octavio, de espaldas tendido en el diván, borracho de «realidades de ilusión», igual que de espumas de champaña..., su etérea dicha inmensa tenía dos clavos de dolor sujetándosela en el pecho. El había pagado los cariños de su tío el conde y de don Pedro... traicionándoles, respectivamente, con la mujer y la querida. Nada, o menos, al fin, respecto a Orencia: el beso aquél... por ambos olvidado. Ahora, con la condesa de la Cruz...

Cerró los ojos y se puso a recordar..., en una especie de contrito examen de conciencia. Desde luego, a los dos, la pasión, mitigábales la culpa. La pasión y el vario juego concurrente de vanidades y rencores. Por rabia a la necia amiga, aparentemente despreciadora y triunfal, Ernesta, acaso antes que por su amor mismo, acabó cediendo... a ser la «novia» de él, sin más primera condición que exigirle que «nunca volviera a hablar a Orencia». Novios, sí; ebrios de luna y de aroma de nardos en la infinita noche, habían evocado el tiempo en que lo fueron y la insensatez de Ernesta al casarse; y la esclava dolorida, dispuesta a no faltar jamás a «sus deberes», «¡jamas!, ¡jamás! «(hízole jurar a Octavio, por su honor, por su madre y por ella, que la aceptaba como novia con esta principal limitación), pero «dueña al menos de su alma», libre y entera le daría su alma en cartas que hubieran de cruzarse. Desde entonces, tres o cuatro meses ya, los dos se estaban escribiendo como locos. Ivonne les cambiaba las larguísimas cartas que escribíanse cada noche. Él dejaba abierto su balcón, faro de luz; ella, a oscuras, también abierta al primaveral ambiente la ventana, tocaba el piano y cantaba con su llena voz de contralto bellas cosas... ¡Cuántas veces el imprudentemente atado a la solemnidad de un juramento tuvo que vencer su impulso de ir a sorprender a la hechicera que cantábale el alma del amor! Tema de sus cartas éste, en cambio, con una terquedad de loco en la insistencia de que ella nunca le relevase por piedad del juramento..., porque el amor era todo, alma y vida, llama y sangre..., la terca, más terca todavía, se le negaba, seguía negándose..., aunque con ciertos indicios de vacilación últimamente. Así que hubo de trocar la ideal rotunda negativa en humanas respuestas razonadas: «No soy una sensual, Octavio; y si lo fuese, casada como estoy, ya comprenderás que hubiese de tener en tan bruto sentido mi agrado satisfecho.» «Tú qué sabes! ¡Qué puedes tú saber de la sensualidad —respuesta de él—, de la sensualidad, que sólo deja de ser bruta para ser divina... en el amor! ¡Pobre hermosísima mujer-flor de carne de la vida, que no habiendo de vivir MÁS QUE UNA VEZ, sin saber de lo más hermoso de la vida, sería recogida por la muerte!... Glosábala de mil modos tal concepto; aludía con discreción a la respetable ancianidad de su marido, y, sincero consigo propio, en un rapto de lirismo, una noche había roto los dos grandes auténticos retratos de L'Or du Rhin para enviarla los pedazos y decirla: «Perdón, Diosa, te engañé; conservaba ese recuerdo de mis necios triunfos parisienses, y lo rindo a ti; tú, con la entrega de tu alma, con la sola perspectiva de tu amor íntegro y enorme, me has enseñado a conocer lo supremo del amor y a avergonzarme de pasadas aventuras; por ti, por la mujer cuya hermosura material ansío con mortales agonías, pero de quien un solo perdido suspiro también me haría matarme, sé hoy que el paganismo, acaso bello, pero bestia, de París, es algo miserable y sin espíritu, bajo la advocación del cual, esa hembra vestida de tisú de oro o desnuda en impudicias, prostituyó mi dignidad y mi carne de Hombre, tomándolas para el recreo de su capricho a cuentas del valor de su beldad, como yo tomé la carne de otras prostitutas a cuenta del valor de mi dinero. Perdón, Diosa, por todo, por mi error, por mi doloroso descaro, indispensable a la total entrega de mi ser. Es tuyo. Recógelo con sus altezas, con sus bajezas, hoy lloradas en tu altar, y sabe que sé, por ti, del verdadero noble amor que excelsa igual mis deseos de la estatua pura de tu carne y mi afán de tus suspiros...»

Y tanto así había dicho la verdad, a la que siempre se le esquivaba como amante, que resignadamente dichoso la seguía aceptando como «novia», como «novia»; viéndola de lejos cuidar por las mañanas el jardín, oyéndola por las noches cantar y escribiéndola cartas, que le daba a Ivonne, con rosas y gardenias, para la adoradísima divina, en trueque de los pensamientos y violetas que ella, con las suyas, le enviaba... Prendíase Ernesta sobre el corazón las gardenias y las rosas; poníase Octavio las violetas y los pensamientos simbólicos en el ojal, y a caballo, cada tarde, cruzaba al automóvil en que ella iba con Orencia..., dejando ambos que se hablasen sus almas por las flores... En suma, que hoy, por suerte, y gracias a la tenacidad de Ernesta, la traición al conde no se hallaba consumada. ¿Sería cuestión de ir dejando olvidar aquellas espirituales relaciones con la «novia»poco a poco?

Cuando menos en Badajoz, en los días siguientes, visitando con don Pedro y con el conde a don Florián, a Casa-Guadiana, a otros muchos personajes..., el recuerdo de Ernesta vivió dormido en su pecho.

XII

—Treinta y cuatro, treinta y cinco —seguían contando Mariano y Saturnino—; y tres, treinta y ocho; y aquellos dos que ahora aparecen, cuarenta. ¡Verdad que uno no es coche!

—¿Qué es?

—Tartana.

—¡Ponla!

—Claro, como coche, ¡qué más da!

—Y que vengan de El Imparcial a comprobarlo.

Corresponsales espontáneos, telegrafiaron ayer la llegada del ministro, la grandiosa recepción por La Joya en masa y gente y comisiones de los pueblos, la visita a los sitios y centros importantes (Casa Consistorial y otras obras de don Pedro Luis; Casino, costeado por don Pedro Luis; pilar y fuente de la Ronda, reformados por don Pedro Luis; fábrica de electricidad, prensa de aceite, molino del Guadiana, propiedades de don Pedro Luis...), la cena, la iluminación, la serenata; y hoy disponíanse a telegrafiar esta jira campestre, cuyo interés principal estaba en mostrarle al ilustre personaje el lago de Alajar, para ver algún día de transformarlo en gran pantano de riego.

—¡Chacho! ¡Mira que telegrafiamos ayer!

—Cerca de tres mil palabras.

—Pues anda que hoy..., ¿las pondrán?

—¿Dónde?

—En el periódico.

—¡Toma que no! ¡Con letras como carros!

Ansiaban ver El Imparcial, con su extensa información, a fin de que rabiase el imbécil de Gómez, ausente de liberales regocijos. Tenían un tílburi de buena jaca, y habíanse quedado atrás, contando carruajes; luego, al galope, volvieron a adelantarse a muchos. Guiaba Saturnino. Marzo anotaba las cuartillas. ¡Bravo!, ¡bravo! Hacíanles salvas los demás, dejándoles el paso. Mañana espléndida. Bella animación, la carretera. Mentira parecía que Jarrapellejos, el hombre a quien sin moverse de La Joya estimaban los ministros más que al conde, pudiese realizar tales milagros: diez coches, entre nuevos y viejos, que habría en el pueblo, cuando más, él los había transformado en cuarenta; y en dos, el único automóvil...; magias de su influencia para todos extendida a la mitad de la provincia: el otro auto se lo había traído, desde Badajoz, Casa-Guadiana. ¡Qué hombre! ¡Qué llaneza! Ni pelarse, ni siquiera cambiarse esta mañana la chaqueta de diario y el pañuelo del pescuezo. Hacía las cosas, y ocultábase y les dejaba a los otros creer que las hacían. No había quien le ganase a intrepidez, a vista y a rápida decisión en lo difícil. Cuando parecía perdida cualquiera situación, él la salvaba..., y que se diese tono, hoy, con su acta de limosna y con su traje inglés de cazador el pobre Octavio diputado. Marzo le recordó a Saturnino uno de los más característicos lances de don Pedro: iba a la feria de Zafra con sus hijas, con Orencia; improvisada la noche antes la excursión, y teniendo las bestias en el campo, tuvo que engancharle al familiar una mula, un caballo y una yegua; guiador experto, primero, hizo cisco el látigo; no pudo proporcionarse otro, ni una mala vara, en la rasa llanura que cruzaban, y cargó almendrilla en el pescante y fue arreando el caballo delantero a peñascazos; pero negábase a marchar, últimamente, el caballo, percatado de que detrás llevaba una hermosa yegua en condiciones...; don Pedro trató de dominarle por las malas; no lo consiguió; y..., buen diplomático siempre, recurrió a las buenas: paró, desenganchó..., le puso al caballo la yegua, los dejó refocilarse... y volvió a enganchar, y siguió el buen bicho, satisfecho, tirando lindamente. Algo parecido a lo que había hecho con el encabritado Octavio, poniéndole el acta y obligándole a seguir tan contento y tan sumiso hacia delante...; y también, como las damas habrían tenido que taparse los ojos con las manos, habría tenido que imitarlas la gente del Liceo...

¡Oh, sí! ¡Esto, sí! ¡Les daba rabia, y a Saturnino especialmente, haber visto desfilar al flamante diputado en raudas preferencias de automóvil. Siquiera Marzo guardaba la satisfacción de haberle chocado al ministro, como orador, y por encima del diputado mudo, en el discurso del Ayuntamiento y en el brindis de la cena... «¡Ah, hombre, si no fueses tan juerguista!...», dolíasele frecuentemente su tío don Pedro Luis... Incapaz de remediarlo. A carrera política y a todo, aun no dejando de tener sus ambiciones, prefería los buenos ratos del Curdin, las niñas, el vino, el aguardiente...

—¡Toma! —le brindó al colega la botella de Chinchón, al acordarse.

La llevaba entre los pies. Y bebieron.... bebían a cada dos kilómetros, y seguían tomando notas. Los autos, a pesar de haber salido los últimos y de marchar no muy ligeros, iban ya perdidos de la rodante comitiva. El de Casa-Guadiana, doble faetón torpedo, color plomo, de ocho plazas, lo ocupaban, con su dueño, Orencia, una joven hija del ministro, el ministro, el conde de la Cruz, don Florián, ya gobernador, y, junto al chauffeur, don Pedro Luis, en el pescante; el otro, detrás, la espléndida ministra, marquesa de Rialta, célebre por sus galantes aventuras, bien pintada de rubios y blancos y carmines la cara redonda de bebé, no mal disimulados sus cuarenta años tras el velo; Ernesta, divina con uno de aquellos inútiles trajes de turismo encargados a Londres, y, respectivamente, frente a ellas, el director general de Obras Públicas, guapo, afeitado a lo yanqui, con lentes, íntimo del marqués-ministro, y más, quizás, de la marquesa, y Octavio.

Éste, dichoso con los festejos, que estaban permitiéndole no apartarse de Ernesta desde ayer, llevaba, sin embargo, en el orden de la política vanidad, sus sinsabores. Por ejemplo, ahora mismo, al cruzar entre los coches, como el día anterior entre la multitud de las calles, los vivas, con una falta de educación inverosímil hacia el ministro y el conde de la Cruz, habían sido casi exclusivamente para el tal don Pedro de las modestias falsas que se situaba en los pescantes. «¡Viva don Pedro Luis!», «¡Viva don Pedro Luis Jarrapellejos!», «¡Viva nuestro gran don Pedro Luis Jarrapellejos!...» «¡Vivaaaa!...», a enronquecer; y él era quien, como abrumado de tanta popular adoración, lanzaba de vez en vez los nombres del viajero ilustre y del conde, y, ¡ah!, alguna rara, de limosna, el del nuevo diputado. No otro su doble hipócrita designio al hacer que el conde, por su personal amistad, trajese a este representante del Gobierno, que probarle o recordarle al Gobierno, por una parte, su supremacía en todos los órdenes: riqueza, autoridad, servil respeto de las gentes dentro de la provincia..., a cuyo objeto hizo venir también al gobernador y al infeliz Casa-Guadiana, de comparsas, y, por otra, humillar a Octavio, demostrándole a La Joya, y especialmente a los antiguos rebeldes del Liceo, hoy desorientados, que en el facedor y desfacedor de diputados, de senadores, de gobernadores, concentrábanse las altas estimaciones de Madrid. Además, a Octavio rescocíanle aquel discurso y aquel brindis de Mariano Marzo, llenos de «yo entiendo», de «¡ah, señores!», que pareciéronle de perlas al ministro, por ser de la misma retórica usual en el Congreso, por ser de la misma retórica completamente imbécil con que él los contestó, y que quizás, quizás, no menos que aquí, en las Cortes, habríanle de constituir barrera de estulticia insuperable al científico valer de los estudios... En los últimos quince días que él pilló de Parlamento, antes de cerrarse para las vacaciones veraniegas, desde su escaño, mejor que otras veces desde la pública tribuna, pudo observar que todo no era sino un vulgarísimo juego de palabras, de mañosos abogados (¡ah, señores!).... o de frescos, de arribistas, cuyos más brillantes discursos, despojados de hojarasca, bien pudieran quedar en una escueta argumentación, muy semejante a la que empleó Jarrapellejos en la noche de la boda: «El progreso, los fonógrafos y el tren, las agujas, los botones de la ropa.... poco deben preocuparme mientras yo, con mi dinero, los pueda disfrutar y los sabios y los famélicos obreros se descuernen inventándolos o haciéndolos...» Un eructo, un eructo de satisfecha digestión, el bárbaro Jarrapellejos, el Congreso, toda la triste y burguesa España del Cid y del garbanzo de Castilla, que íbase muriendo sobre el hambre de los pobres y la grama de los campos. Contento, sí; contento, pues, como hombre distinguido y elegante, por el lado sentimental de sus amores, hoy más en triunfo subrayados con las resueltas aficiones que le estaba mostrando la ministra; pero no como orador a quien la eterna orgullosa timidez hubo de impedirle soltar el brindis que llevaba para la cena muy pensado. Y lo mismo en el Congreso. Dentro del exquisito inteligente, había un crítico implacable, que no le dejaba hablar de miedo a no alcanzar en la oratoria la perfección de los libros, y que hacíale ver huecos y necios los discursos de los otros. A fin de desquitarse, el inteligente, el sociólogo, el enciclopédico, y siempre que la frívola conversación de las dos damas permitíalo, procuraba ahora demostrarle su conocimiento de los modernos problemas agrícolas al director general, con motivo de los campos que cruzaban. Feraces, hermosísimos en su verdor perenne; selváticos jardines de leguas y más leguas; completamente abandonados, sin embargo, a la Naturaleza impávida, que hacía nacer más flores y más hojas para las abejas, para los conejos, que aceite o trigo para el hombre. Salvo aquellos pegujales y huertos de las proximidades de La Joya y aquellas vegas del Guadiana, todo lo demás, en esta parte sur, por montes y por valles, no era sino lo que pudiera nominarse el paraíso del sarcasmo, el edén de los hambrientos. Primero habíase la carretera deslizado a lo largo de una raña interminable; jaras y lentiscos; flores y perdices; aquello se explotaba con unos cientos de cabras, a lo sumo, y jamás allí habíase entrado a descuajar no ya las máquinas modernas, capaces de tornarlo en paraíso de abundancia, que ni siquiera el azadón; rozaban algunos tenaces desdichados, y tal cual cuadro de viñedo, de olivar, prósperos a pesar de las raíces y matujos, venía a constituir la muestra humana del mísero trabajo. Luego la cinta blanca del camino había ido serpenteando la angostura de unos valles cerrados por altísimas montañas; flores y más flores, jaras y más jaras, siempre; pero águilas y lobos, en vez de las perdices, y jabalíes y ciervos a manadas, por única producción brindaba haraganamente a hidalgos cazadores; los dos automóviles, el del ministro delante y el del director general a pocos metros, corrían doblándose entre canchos, por debajo de las águilas, por encima de las águilas, con castillos de cobrizas rocas contra el cielo, con súbitos abismos de verdor al lado de las ruedas; y seguramente, como el director general y la ministra, el ministro no iría sintiendo más que el crispado placer silvestre del peligro y la hermosura. La blonda marquesa le recordaba al director el Pirineo francés, los Alpes, los más célebres y abruptos paisajes de Alemania...; no tenían nada que envidiarles éstos, y era pena que no fuesen conocidos del turismo universal. Asistíales la razón al rasurado director, a la marquesa, con gran envidia recóndita, por cierto, ante tal visión de viajes, de la condesa de la Cruz; pero sólo Octavio podía estimar la futilidad de ambos al limitarse a deplorar tanta perdida belleza, sin siquiera pensar como remedio en la necesidad de líneas férreas, y de hoteles, y de casas que hiciesen cómodo el turismo; y acerca de ello, en dilema progresivo con el más práctico problema de la agraria explotación, púsose a explicarles cómo resultaba imposible viajar por ésta y otras regiones españolas; cómo aquellas piedras chispeadas de hierro y cobre delataban minas que nadie tomábase la molestia de buscar; cómo aquellas frondas del fondo escondían torrentes que no se aprovechaban para industrias, y cómo, en fin, aquellas dispersas selvas de robles, acá y allá nacidas espontáneamente, indicaban la riqueza de maderas que pudiérase sacar si alguno se cuidase de extenderlos. Todo lo cual llegaba al colmo cruel de la ironía con sólo tomar en cuenta que España, virgen aún en muchas zonas, se iba despoblando porque el hambre lanzaba a los obreros a hacer en la Argentina lo mismo que estaba y seguía entre nosotros por hacer.

—Ya ha podido verlo, señor Mir: distamos apenas de Madrid doscientos quince kilómetros, y se tarda veintisiete horas, una o dos más que en los mil seiscientos kilómetros a París en el expreso. Nuestros corchos, nuestros trigos, nuestras lanas tienen dificilísima salida, por falta de medios de transporte. Compréndese que no haya interés en extender los cultivos mientras falten las vías de comunicación. Y todavía, La Joya, con una vieja diligencia y esta carretera, puede darse por feliz. Pueblos hay del interior de la comarca, que distan dieciocho leguas de la línea férrea más próxima, sin siquiera un mal camino vecinal, sin otra posibilidad de conducción de productos y personas fuera de la que se verifica a lomo de las bestias, por lo arisco del terreno, y adonde una carta, entre dos de ellos mismos separados diez kilómetros, necesita cinco días..., y eso suponiendo que las lluvias no dejen los ríos invadeables, porque entonces igual puede ser cuestión de semanas que de meses...

Iba logrando interesar al director, a quien ya le había anunciado el propósito de estudiar una red ferroviaria...; sino que la ministra cortó la información con una pregunta femenina:

—Diga, condesa: ¿dónde le hicieron ese traje?

—En Londres.

¡Ah! Mir ponderó también el corte y el indeterminado color azul-verde-grosella-bronce del elegantísimo vestido, y no hubo medio de tornar a lo importante. Corrían ahora los autos cuesta abajo hacia un valle de frondosidad paradisíaca, abierto en una separación angular de la cadena de montañas, y, desde luego, cautivó a los viajeros el lago y el pintoresco caserío del Alajar. «¡Miren! —proclamó en la asombrada evocación de su recuerdo la marquesa—. ¡Suiza, propiamente!» Era la finca de don Pedro, término de la excursión. Durante seis minutos que invirtió el descenso no hablaron más, admirando el nuevo panorama. Extensos prados. Sauces, encinas. Un frescor primaveral de aguas, de bosques y de flores. Sonaban sus esquilas las ovejas y las vacas. Los pájaros cantaban. Las madreselvas y los espinos blancos hacían predominar sus perfumes de almendras y de miel...

Dejaron los autos. Reunidos los excursionistas con la alegría del grato viaje, cruzaron el vergel bravío que las tapias circundaban. La ministra corrió, pilló una mariposa; aquí querría quedarse para siempre; lo hallaba todo encantador en el viejo y verdinegro caserío de tejados de embutidos: las cocinas de los guardas, los establos de sano olor a estiércol, los terrados y corrales del ganado, las grandes naves de la lana... En una de éstas estaba puesta la mesa de cien cubiertos, con rosas, con limpísimo mantel. Tomado un tentempié de jamón, fuéronse al lago.

Enorme. Ocupaba un área de casi media legua árabe; naturalmente, en tiempo de los árabes, sirvió para regar. ¡Ah, qué hombres los árabes! ¡Qué obras!... El muro de contención tenía cinco metros de ancho, ciento cuarenta de largo y más de treinta de altura en el centro. Iban todos por encima, asomándose a los parapetos a menudo, y los más valientes, con las damas, bajaban a los pozos registradores por unas escaleras que a trechos presentaban las barandas derruidas. En el principal, tan profundo y pavorosamente lleno abajo de espumas y de ruidos de torrente, que sólo se atrevieron a llegar al fondo Octavio y la ministra (claro es que cogidos de las manos); ésta, viendo a los otros detenidos por el miedo a la mitad, les lanzaba bromas, y afirmábale al bravo compañero que hubiera de formar pareja excelentísima. «Espero que nos veamos en Madrid. La condesa me ha dicho que es usted un sportsman atrevido; yo soy también una sportswoman; pero Fernando, el pobre, no puede acompañarme.» Mientras, a treinta metros sobre ellos, allá arriba, fuera, don Pedro Luis iba indicándole al ministro, por lo amplio de los valles, las huellas de las árabes acequias; y el ministro, «Fernando», el pobre, según le había llamado su mujer, limitábase, filósofo, a explicar, por el hecho de la expulsión de los moriscos, el atraso agrícola de España. «No hemos hecho nada. No servimos para nada. Valían muchísimo más aquellas gentes.»

A tal lamento se redujo la sustancia de la futura utilidad que la ministerial visita habría de reportarle al ago, en su fácil restauración como pantano. Los riegos importábanle tres pitos a don Pedro Luis, en tanto no les faltasen las jaras y tomillos a sus cabras, las hierbas a sus vacas y sus ovejas, las buenas bellotas a sus cerdos... Diez minutos después estaban todos junto al caserío, y los coches empezaban a llegar.

Animación de feria. Bajaban los invitados, retirábanse los vehículos a lo largo de las tapias, y apercibíase el verdadero principio del festejo. Unos mozos sacaban jaurías de podencos y de alanos, que ladraban como fieras; otros, caballos ensillados, y otros, el jaulón del monstruoso jabalí, con el cual iba la caza a simularse. Al verle, y al saberse que iban a soltarlo, prodújose un movimiento de terror. Las señoras y los más tímidos encaramáronse a los coches. Más que aprisa, el ministro iba a imitarlos, y el conde y don Pedro Luis le detuvieron, ofreciéndole un cuchillo tremebundo: con él tendría que rematar a la fiera... Lo aceptó, trémulo, pero obligado a ello por ese cívico valor que debe poseer todo hombre público. Montó en su alazán. A su lado y asimismo a caballo, pusiéronle su garantía de experto los condes de Casa-Guadiana y de la Cruz. En el mejor de los suyos, enviado también la noche antes, Octavio se entrenaba, haciéndolo caracolear delante de las damas. Le aplaudían. Para él, gran sportsman, efectivamente, antiguo rejoneador y derribador de reses bravas, comenzaba la ocasión de lucimiento, que nadie habría de disputarle. Aumentaron el grupo de jinetes el Garañón, Marzo y Saturnino. Don Pedro Luis, siempre pronto a prácticos y modestos menesteres, ayudaba a los criados a disponer la jaula, con salida a la amplísima pradera, y detrás, convenientemente escalonados, los perros.

Sonaron trompas; la señal. Alzada a un formidable «¡ahora!» de don Pedro la compuerta, el jabalí escapó campo arriba como un rayo. Veloces le siguieron los perros, los jinetes, con loco griterío. El potro de Octavio, que casualmente o a intención hecha del dueño hallábase tras unos derribados paredones, los salvó de dos enormes saltos, que asustaron a Ernesta, haciéndola gritar, y que aplaudió luego todo el mundo. El jabalí alejábase, ganándole cada vez más tierra a la jauría. Iba a perderse, iba a tramontar una colina, cerca de la cual hubiesen de ampararle los jarales..., y se vio a Octavio azuzar a su jaca por breñas y por riscos, ganarle la delantera, y volverle, hábil, hacia el llano. Cortado por los podencos, el jabalí tuvo que atender a los mordiscos que le alcanzaban los jarretes, y en seguida a los alanos, en presa a las orejas. Detuviéronlo. Se aculó todo erizado y horrible en la lucha a colmillazos. Unos minutos duró la confusión espantosa de rugidos y alaridos, muy de cerca presenciada por Octavio, cuchillo en mano y pie a tierra, y sobre la que volaban los buscas heridos malamente; pero rabiosos, ciegos en sus presas, aunque heridos también, los cinco alanos lograron pronto tender al cerdoso bruto. Fue entonces cuando dejaron sus caballos los demás. El señor ministro, guiado y aun adelantado el gran cuchillo de monte por Octavio, lo hundió en la paletilla... ¡Bravo! Victorioso retorno al caserío. Como trofeo llevaban a la víctima en un mulo. Curados los perros (algunos de los cuales pisábanse las tripas), con una pezuña y la sangre del jabalí, y en una mesita solemnemente preparada, Jarrapellejos, siguiendo la costumbre, selló para el ministro el venatorio título de duque de Alajar. Al firmarlo el agraciado temblábale la pluma.

—¡Bueno, qué concho! —bromeó el afabilísimo cacique—. ¡No era un diputado de la mayoría precisamente!

Y como guiaba hacia los corrales, anunciando la lidia de una vaca, el bueno y panzudo ministro hízose puntualizar la cuestión, temeroso de que también el cívico valor y las costumbres de La Joya le forzasen a torero. «¡No, hombre!... —le aplacó, llano, don Pedro—; los jóvenes, y Octavio, que va a rejonear.»

El público asaltó los corredores. Una azoteílla, adornada con flores y cortinas, recibió a los predilectos. Ernesta estaba palidísima. «¡Por Dios, Octavio, no lo hagas!», había podido deslizarle, antes de subir. Pero él había sonreído, agradeciéndola el interés inmensamente, y ya a caballo, haciéndole evolucionar, y volviéndose a mirarla y a calmarla, esperaba enfrente del chiquero. Cuatro o cinco hombres, y entre ellos Zig-Zag, preparaban colchas, a manera de capote. Marzo y Saturnino, ebrios, manteníanse al pie de un carro.

La música, llegada con los coches, tocó un vals; un conato de pasodoble, después..., y salió la vaca. Era negra, nerviosa, con cuernos como agujas. De la primera corrida tumbó a dos y metió en fuga y de cabeza entre unos palos a Zig-Zag. Armado de rejón Octavio, limitábase a observar y a llevar la jaca galopando al lado opuesto. No perdía sus elegancias, su apostura de jinete. Una vez que la vaca le vio y se le arrancó, recta a él como una flecha.... sonó un grito: era de Ernesta, pálida, muy pálida...; el perseguido supo esquivarse con suelto galope de curvas, que le trajo junto al palco. «¡No!», clamó, mal contenida en su angustia, la bellísima condesa de la Cruz, fija en el héroe a quien todos aplaudían. La vaca, distraída por Marzo y Saturnino, desde el carro, descargábale furiosas cornadas a las ruedas. Atentos siempre el rejoneador gentil y su caballo, que era el mismo que años atrás le había servido en más serios trances con toros bravos en Sevilla, trazando nuevos círculos, en galope alto, se acercaban a la res; vistos al fin, y acometidos, jugaron con ella, entre los cuernos, y zafáronse últimamente en carrera graciosa de espiral. «¡Bravo! ¡Bravo!», vitoreaba el público al amaestradísimo potro y al valiente. Habíase visto que el intrépido jinete no quiso poner el rejón, para mayor derroche de su aplomo. Saludaba, acercándose a las damas otra vez. La pequeña hija del ministro, la ministra y Orencia rendíanle su admiración cubriéndole de flores. Él le arrojó una rosa a Ernesta, que muda aún, pero ya más confiada, se la puso entre los labios. «¡Ah! ¡El gran caballero a la antigua, de los torneos!», le adulaba la marquesa; y el adulado, obligando al noble potro a arrodillarse, proclamó como en broma de buen gusto: «Y a la antigua el brindis: ¡por mi rey y por mi dama!...» Picó espuelas, citó a la vaca, cortó en arco su embestida, volvió a jugar con ella, audaz, en un cuarto de la plaza, y luego, dejándola llegar, clavó el rejón, lo partió y salvóse a una velocísima arrancada del caballo, en tanto el dolorido animal mugía y brincaba horriblemente. La suerte se repitió tres veces, sin descanso, sin nadie siquiera que le pudiese acudir al quite en trance de desgracia.... y el público, de pie, aclamaba al triunfador como caballista, como rejoneador heroico, e incluso como diputado (¡ah!, sí, sí, al fin: «¡Viva nuestro diputado!»), con un frenético fervor, que superaba al que pudieron despertar el discurso de Marzo en el Concejo y los respetos a don Pedro Luis en todas partes. Dejado el caballo, y el feliz, junto a su Ernesta, fingiendo aceptarle a la marquesa rubia los plácemes y las galantes disimuladas citas en Madrid, la ovación siguió buen trecho, y también, aún, por más de media hora, la lidia de la vaca. Quiso emular en lo posible al bravo, Saturnino, y a poco no va a contarlo al otro mundo: un gran revolcón, un pie medio dislocado y sangrando por la frente; el sin par Barriga le puso tafetanes; los alanos, luego, le vengaron, sujetando a la res, a cambio de cornadas y volteos, y permitiendo que el Gato la matase con puntilla.

La una, a todo esto. Hora de comer. El banquete recogió a los numerosos invitados en la nave de las lanas. Accidental dueña de casa, Orencia no se sentó hasta que hubo revisado la cocina e instruido a las sirvientes. «¡Aquí, señora!», habíala ofrecido silla, junto a él, el buen ministro, que otra vez se equivocaba creyéndola esposa de don Pedro. Y era que ni la mujer de don Pedro, ni sus hijas, ni ninguna de las demás principales señoritas de La Joya, a pretexto del luto por don Roque (y realmente por estar desprevenidas de trajes que lucir), quisieron venir a la gira, ni asistieron la noche antes a la cena. Contentáronse con ver desde los balcones a la célebre marquesa de Rialta, al paso de los autos. Circulaba la paella, primer plato. Había hambre. Marzo devoraba, pensándose otro brindis, que no le dejaba coordinar bien la borrachera. Despabilado de la suya, en cambio, Saturnino, gracias al susto de la vaca, iba observando con ira y con sorpresa, en la competencia de atenciones de Ernesta y la ministra para Octavio, algunas sonrisitas cruzadas entre aquélla y éste, harto demás reveladoras de... (¡oh!, sí, sí). ¡Puesto en la pista, todos y cada uno de los gestos de los dos seguíanselo confirmando de que de tiempo atrás vinieran entendiéndose! Incapaz de sufrirlo. El atroz descubrimiento le volvía veneno el arroz de la paella... ¡A él, que anduvo sombría y calladamente loco por la tita, disculpado con Ivonne, y ni pudo desquitarse con Ivonne!... Lomo, el segundo plato, picante a la extremeña, hizo beber y hablar a la gente; pero más que cuatro juntos trincaba Saturnino, ávido del alcohólico se dante para domar su ímpetu de hacer supiese Dios qué atrocidad, aquí, en pleno regocijo del almuerzo, tirando del mismísimo puñal que hubo de aterrar una noche a la francesa...

—¿Qué piensas? —le interrogó Marzo, a quien el brindis resistíasele.

Y cual si esto hubiese sido una eléctrica corriente aplicada a su mudez, Saturnino, más feo y torvo que nunca con el negro tafetán que cruzábale la frente, y ya con los párpados azules, contestó y se disparó:

—En Ernesta, en mi queridísima tita la condesa; fíjate, Mariano, es una puta. Le pone los cuernos al marido, sin duda, con Octavio. Fíjate, fíjate en los dos.

Se fijó Mariano unos instantes, durante los cuales, a la verdad, no pudo advertirles nada decisivo, y atónito le restituyó la atención al que supiese por que decía lo que decía.

—¡Chacho!

Desatado Saturnino, prosiguió:

—Natural que no se conformase con un viejo. Presumiéndolo, por ella estuve como un burro. Llegué tarde. Ahora me lo explico. Octavio se la vendría fumando desde novios. ¡Qué mujer!... ¿Recuerdas lo que te decía de ver bañarse a Ivonne?... Pues... también a ella, a ésta, por otros agujeros..., hasta que llenaron el hotel de llaves y candados. En la vida he visto una hembra más juncal ni más ardiente... Desnuda, recreándose al espejo, se iba besando los hombros, los pechos, y pasándose una flor por el pezón... ¡Figúrate, yo, detrás de la pared!... Mira, una tarde...

—¡Chist! ¡Calla! ¡Luego me lo cuentas! —impúsole Mariano al notar de qué modo se exaltaba y alzaba el tono de la voz, con peligro de enterar a los vecinos.

Sobrado interesante, la confidencia para oírla aprisa y entre riesgos. A Marzo, además, por lo pronto, y a fin de confirmar o no tales sospechas, le intrigaba preferentemente la directa observación de Ernesta y Octavio.

Púsose, pues, a comer, y a espiarlos de reojo.

Y así espiados comían y reían a su vez, junto a la ministra, el joven diputado y la bella condesa de la Cruz —un pie en contacto dulce al amparo del larguísimo mantel—. Sin embargo, el propio juego de sobreentendidos de los dos, llevado por Octavio al colmo diáfano de un equívoco imprudente que hizo lanzar a la marquesa un ¡aah! de despechada y bien notificada acerca de los previos derechos amorosos de la rival incomparable, forzó a Ernesta a pedirle al «novio» discreción, con la rodilla...; a pedirle discreción, a mostrarle al mismo tiempo gratitud...; hablaron menos, y las rodillas dejaron a su cargo el decirse lo que más no pudo la intención de las palabras en otra charla trivial sacada por la vencida y célebre marquesa.

Las tres, cuando, acabado el banquete, volvieron a salir los comensales. Todavía se le ofreció otra ocasión de lucimiento al maestro de todos los sports: el tiro de palomas; contra las tapias traseras lo había dispuesto don Pedro, no mal tirador tampoco y sabiendo que el ministro ganaba premios con el rey. Hora y media de angustia y sobresalto, el pobre palomar. Don Pedro mató cinco, una la marquesa, siete su marido y Octavio sólo tres..., pero de tres disparos y con bala. Mir, Casa-Guadiana, el conde de la Cruz, y hasta el torpe don Florián, hicieron también su razzia disparando perdigonadas asesinamente sobre el bando. Por cuanto a Marzo y Saturnino, no intentaban ahora competencias; alejados a unas peñas, con una botella de ron, conversaban, conversaban largamente...

Acercábase el momento de partir. El tren pasaba por Las Gargalias a las ocho. Los autos tenían que retroceder sus buenas cinco leguas para encaminarse a la estación. Los dispusieron. Montaron en cada uno las mismas personas que antes. Se les despidió con música (Marcha Real), con cohetes que Zig-Zag iba soltando, y con vítores a don Pedro Luis y al señor ministro de Fomento. A pesar de sus recientísimas victorias, Octavio tornaba a caer en el olvido.

Fue la triste consideración que le preocupó, ya en marcha, sobre el silencio un poco fatigado de los otros. La multitud era tornadiza. Ejemplo de tal verdad constituíaselo la gente del Liceo. No hubiese creído él a quien hubiésele pronosticado que pocos meses después de la brillante elección de concejales, que pocas semanas después de las sumisiones en la plaza, hubiera de cruzar La joya en medio del desvío..., cuando más falta le hubiesen hecho los vivas, los aplausos. Prisionero o punto menos de Jarrapellejos, quizá con sus mejores amigos y con sus verdadero intereses, por un exceso de emotivismo, por un exceso de corazón, se venía portando con torpeza. Así la pasión a esta «novia» suya, a esta divina Ernesta de su vida y de su alma, acababa de hacerle despreciar a la Rialta, a la facilísima ministra que le hubiese puesto en trance de medrar con el ministro, como a Mir; y así sus anhelos del acta, si no los filiales cariños a don Pedro, habíanle con Cidoncha hecho romper toda armonía. Escamado Cidoncha sobre que la representación en Cortes se le hubiese dado a Octavio de rositas, por la linda cara del Liceo; más escamado del ir y venir del victorioso con don Pedro y con el conde, y rígido demás para comprender ductilidades, le visitó..., en cuanto supo que el primer acto público del flamante diputado fue encabezar con su nombre otra lista de la eterna cuestión del Catecismo. Palabras muy corteses; conceptos, no obstante, duros, inflexibles..., y Cidoncha, sí, sí, el rígido Cidoncha, el un poco tonto Cidoncha de una pieza, apartóse amargado del amigo y protector que nunca como ahora habría podido protegerle.

Bien. Hechos consumados. Octavio corrió los crespones del olvido sobre esto, con otro poco de amargura. Sin Cidoncha, sin ministra, quedábale como positiva realidad, aquí en el automóvil, la «novia», la «novia», la adoradísima adorada, que a través del azul misterio de la gasa no cesaba de mirarle. ¿No valía ella sola por todos los socialismos del Liceo, por todos los amigos y aun por todas las diputaciones de la tierra?

¡Su Ernesta... tan suya... y que no era suya todavía... que tal vez no iría a serlo jamás... en aquel instinto de purezas materiales que hacíala tan inversamente diferente de L'Or du Rhin, de la Rialta, de las otras!... Un beso, una noche, y nada más... pero largo, larguísimo, en la boca, y que la hizo escapar al fin horrorizada. Fue que, durante su estancia en Madrid, la farolería del Congreso le impidió a él irla a diario consagrando largas cartas, que hubiérala entregado juntas por Ivonne; volvió a La Joya, un anochecido; y al darle Ivonne las que Ella le hubo dedicado, le rogó a la bien gratificada y amabilísima francesa que le suplicase a su ama unos momentos en la tapia. Acudió... la «novia» enamorada, la mortificada por los veinte días de ausencia y de silencio; encaramóse el «novio» a la rama del nogal... y presenció la luna la endecha aquella de alma y llanto y el beso aquel de eternidad que los durmió... el beso aquel de todo el ser que quizás quemó en la pura las purezas. No otra cosa que el miedo a la plena gloria de sus vidas hízola romper con la fuga repentina el beso de la gloria.

A partir de entonces, las cartas que en las bellas noches se siguieron escribiendo, no eran sino el grito de un afán: «¡Te quiero toda entera!». Y la terca aunque cada vez más débil negación de un ansia complicada: «¡No, no, Octavio, por favor! ¡Déjame el divino orgullo de este amor divino que me mata!» «¡Te quiero, te quiero toda entera!» «¡No, no, Octavio, por favor, respeta la que debe ser mi voluntad y respeta los respetos a tu tío!» «¡Te quiero toda entera, toda entera!» «¡Oh, no, por Dios, Octavio, por favor! ¡Me muero! ¡Me muero! ¡No me fuerces más; sé tú mismo, generoso, quien me corte esta tortura horrible de negárteme!...» Y en verdad que se moría, que se iba consumiendo; al verla de cerca, ayer, horas después de escrita aquella última lamentación desesperada, Octavio se asustó deliciosamente de advertirla en una como espiritual belleza de demacración, de sufrimiento... árida la tez, trémulas las manos, negras las ojeras. Tanto habían cambiado alma por alma, que ahora era él el que mandaba, y ella quien, vencida, suplicaba. Ya no le invocaba el Juramento; ya no estaba segura de sí misma... «Debe ser mi voluntad...» «Tortura horrible...» «Por favor, por Dios y por favor!...» ¡Ah, cómo hasta le había aprendido el uso arbitrario y paradojal de las palabras!...

Y por cuanto a los respetos al conde..., ¡bah!, el sobrino de su tío había vuelto a meditar lo necesario sobre las gratitudes de que fuésele deudor, como a Jarrapellejos, y muy particularmente a aquel que le robó a esta tita (a esta excelsísima deidad, capaz de explicar todas las locuras) sin malditos los respetos. El acta, bueno; diputado... lo que formó otra inmensa ilusión de su existir... ¿Y qué?... ¿Se la debía al cariño de ellos por ventura, o al revés, al odio y al temor que su actitud de triunfante rebeldía hubo de inspirarles?... Don Pedro no había querido más que quitarse de delante un enemigo que le habría llegado a ser fatal. Visto el manejo, dábale lo mismo uno u otro diputado, en tanto el que lo fuera reportásele ventajas; pero, vista también a nueva luz la aceptación del acta por el dignísimo orgulloso: no se había vendido, no la había implorado de poder a poder, había pactado, simplemente. Tras esto... ¡poco le hubiera de doler en la conciencia el robarle también a don Pedro la querida..., si la pasión a su Ernesta le dejase en trance de otros robos!...

Poníase el sol. Los autos corrían entre montañas más suaves. La trágica serenidad del crepúsculo en la enorme soledad volvía a impresionar y a hacer charlar a los viajeros. Todavía Octavio insistió con Mir y la marquesa acerca de lo que estaba por hacer en punto a explotaciones o al turismo. Rato después hablaban de lobos y ladrones. Pero fulgió detrás de unas colinas la luz de la estación.

Trece minutos de espera. Por último, el expreso, con el break de Obras Públicas. El jefe y los empleados del convoy, siempre gorra en mano, a las puertas del vagón; y el ministro y la ministra y la niña y Mir en las ventanas. Partieron. A Madrid. Con ellos iba, por delicada cortesía, el conde de la Cruz. Dos minutos más, y siguieron hacia Badajoz la carretera Casa-Guadiana y don Florián, en su automóvil.

En el otro, retornaban, pues, a La Joya, Ernesta, Orencia, Octavio y don Pedro. Al principio comentaron los varios incidentes de la fiesta. Pronto los tomó la languidez y se callaron, cada uno en su rincón.

La interior oscuridad del cerrado carruaje, y del fondo, sobre todo, les consintió a los pies de Ernesta y de Octavio diálogos muy dulces. Acaso don Pedro Luis iría entendiéndose lo mismo con Orencia. La luna había salido. El faro lanzaba a la carretera su fulgor y proyectábalo otras veces al abismo...

Daba las diez una iglesia cuando llegaban al pueblo. Próximo a su casa, Jarapellejos se bajó al principio de la Ronda, y Orencia en la puerta de la suya. Evitando callejones tuvo el chauffeur que dar otro rodeo por las afueras, y tan pronto como el auto revolvióse de la luz de la botica, Octavio... Octavio... Octavio pasó al asiento del testero y ciñó a Ernesta fuertemente.

¡Oh! —había exclamado en levísima protesta la hasta cierto punto sorprendida.

Y no pudo decir más, porque entre aquellos brazos implacables, derribada la cabeza contra la muelle tapicería del respaldar, la boca ávida de Octavio aplastábala la boca. Un siglo, o un segundo, no supieron... bebiendo amor y miel hasta dormirse, hasta morirse.... hasta que otra luz pasó las ventanillas y Ernesta abrió los ojos «Eran las calles, otra vez; y otra vez Ernesta, separándose, habíase limitado a exclamar:

—¡Oh!

Juntas las manos sobre la falda de ella, Octavio profirió:

—Esta noche, Ernesta mía, habrás de serlo de verdad. ¡Mía! ¡Mía! Esta noche iré a tu cuarto. Deja abierta la ventana.

—¡Ooooh! —gimió ella ahora largamente.

Un ímpetu la había hecho querer soltarse las manos. No pudo. Y Octavio acentuó:

—Dos horas. A las doce. Mientras cenas y se acuestan los demás. Deja abierta la ventana.

—¡No, no, Octavio! ¡Qué locura!

—¡Sí, sí, Ernesta! ¡Sí! ¡Me esperarás!

—¡No, por Dios! ¡Que no te espero!

—¡Sí! ¿Te digo yo que sí?

—¡Que no!

—¡Que sí!

—¡Pero... que no!

—Pero... ¿Por qué? ¿Es que no me quieres?

La había soltado, como en desilusión, y ella guardó angustiadísimo silencio unos segundos. Luchaba con ella misma, a no dudar. Volaba el auto. Estaban ya en la esquina.

—¡No, Octavio! ¡Lo que no debe suceder, no debe suceder!

—Pero ¿por qué no debe suceder?

—¡Porque no!... ¡Por todo... por ti..., por mí..., porque pueden verte!

—¿Quién? ¿La luna?

—¡Ivonne!

—¿Ivonne?... ¡Bah, mujer!

—¡O tus criadas!

—¡Que en plena tarde y en la tapia no me ven contigo o con Ivonne, menos ascendidos! No comprendes que, al revés, nuestra gran temeridad...

Paró el auto. El chauffeur saltaba del pescante. Octavio, interrumpido en sus razones, sin ellas tuvo que intimar:

—¡Iré, me esperes o no me esperes tú!¡Si no estás, llamaré hasta que despiertes!

—¡Oh! —gimió aún Ernesta con blando acento, escapando del coche y del terror, porque el chauffeur acababa de abrir la portezuela

Octavio, bañado, fuertemente frotado con colonia para sacudirse la fatiga, cenó un poco con su madre y contestaba como un lelo a sus preguntas.

—Te duermes, hombre. Ni siquiera aciertas a contestarme qué habéis hecho, y lo del lago.

¡Dormirse! Vibraba de impaciencia, sufría de incertidumbre horriblemente, y sin acordarse del café volvióse al piso alto. Su inmensa pasión le había puesto en trance de comprender la urgencia inaplazable de poseer esta misma noche a la adorada o de pegarse un tiro y morir aborreciéndola. ¡Qué diferencia de la emoción que le llenaba el ser a la espera mortal de los brazos inmortales de la amada, a la que aguardó la bruta carne bella de L'Or du Rhin entre simples ansias brutas de la carne, y halagos vanidosos!

A las once y cuarto brilló luz en las ventanas del hotel.

La esperanza... para el infelicísimo feliz.

Pasó desde la biblioteca a la alcoba a invertir el tiempo en la simplificación de su tocado. Se limpió los dientes otra vez. Se cambió las complejas botas de botones por otras suizas, prendiéndolas una traba nada más. Se despojó del chaleco, mudándose la camisa de calle por una de seda, que hubiera de abreviarle debajo del pijama la siempre un poco brutal tarea del desnudado, y se perfumó el rubio bigote y el pelo con violeta. Sí, su afán, dentro de la vibración sensual, era de tal delicadeza, que aun antes deseaba la plena entrega de la voluntad de Ernesta que la material entrega del tesoro de su cuerpo... Sabíase capaz de llegar al lecho de ella, de abrazarla entera contra él, y de pasarse la noche llorando sobre la bella estatua y sobre el corazón idolatrado la elegía de sus amores.... la dulce y triste elegía de aquella fatalidad que ya por siempre le impidió ser la esposa y única compañera de su Octavio a la obcecada de un momento. Así pensando, tenían lágrimas sus ojos, en prueba de la sinceridad de su sentir. Se las enjugó rápido, con el pañuelo esenciado de gardenias. Volvió al balcón. A las once y media, la luz se extinguió súbita en dos de las ventanas; pero quedó a rendijas en la correspondiente al dormitorio. ¿Estaría Ernesta adornándose para recibirle primero en el salón con honestas dignidades? ¡Oh, quizás el traje de novia, el de boda, el blanco traje suntuoso que sólo la sirvió de escarnio en otra noche!...

Poco duró esta dulcísima esperanza. Como si un espíritu cruel le cortase a Octavio el hilo de la vida, la mano de la cruel idolatrada cortó la luz, primero..., y en seguida fue cerrando cristales y puertas con gran ruido de fallebas, aldabas y cerrojos...

Aquel estruendo, si no fuese estratagema para Ivonne, querría indicarle a él que no le esperaría... Y nada después; sombra, silencio en el jardín.

Cayó Octavio en una próxima butaca y se quedó mirando la faz burlesca de la luna.

Pero... oyó las doce. Por encima de la luna misma llegábanle las lentas campanadas de la torre, imperiosas y solemnes.

Se levantó. Bajó.

Iba... a ella, a pesar de puertas y de odiosas voluntades y de obstáculos. El sarcasmo de que creyese que podría ir a dormir la que teníale en este infierno, lo halló absolutamente insoportable.

El árbol, la tapia. Un instante de reposo, ya en la sombra de las ramas que a Ella habíanla cobijado tantas veces.

Luego, cruzados el plantel de rosas y los macizos de lilos, tres puñaladas de puñal de hielo en las entrañas al recorrer las tres ventanas y ver el reflejo de la luna en los herméticos cristales.

Habría debido ver, habría querido ver alguna de las puertas entornadas.

Volvió a la ventana de la alcoba. Tosió leve anunciándose a la que acaso detrás aguardaría. ¡Nada!... Abrasábale la frente, y la apoyó contra los hierros.

Dos..., diez minutos. Los mirlos tornaron a cantar. Unos gatos maullaron. Él detestaba a la incomprensible incongruente que así aferrábase a la material fidelidad después de haber cedido a las traiciones conyugales con la entrega de su alma y de sus besos. Incomprensible, sí; enteramente a la española; y el odio le hacía acordarse de L'Or du Rhin, de Henriette, de la franqueza más humana de las mujeres de París...

Tosía, discretamente; había tocado cauto también con la dureza de un anillo en la dureza de los hierros..., y empezando a abandonar discreciones y cautelas alargó la mano para tocar más fuerte en el cristal... La extraña tímida de las audacias del Vivero, de las audacias del banquete, ante Orencia, ante la ministra, debía empezar a sentirla su voluntad de no dejarla reposar, de incluso llegar hasta el escándalo... Sino que..., ¡oh! apenas oprimió y quiso tamborilear un poco con los dedos... cedió la puerta... ¡Se abría, se abría!, ¡la abría sin ruido la mano de una maga!... El primer enorme efecto de esta cosa tan pequeña, de una puerta que se abriese, fue borrar de todo el ser de Octavio los recuerdos de París... Había dejado suspensa la mano suya al pie del vidrio, y esperaba la que de la oscuridad se asomaría a la luna a recibirle, a recogerle, a absolverle eucarística y blanca del pecado de duda y de miseria que le hacía latir el corazón... Tardaba la bella mano aquella que él sabía llena de sortijas... empujó él un poco, aún, diciendo en soplo de alma un nombre: «¡Ernesta!»... y la puerta bruja de acceso hacia la gloria dejó un buen trecho de abertura... Nadie detrás. Profunda y negra la gloria perfumada. Ernesta (¡bah, humanas españolas, asimismo!) habríase limitado a darle a los goznes con aceite. Subió; entró, torpe, causando ruidos en la estrechez de los divinos títeres..., y la faja de luna que entró con él, clara en la alfombra, misteriosamente azul en el fulgor reflejado al fondo de la estancia, le hizo vislumbrar o adivinar en el lecho a la hechicera acurrucada entre pálidos damascos...

¡Oh, Dios, gran Dios... más delicada mil veces que él la creyó apercibiéndole coqueterías y artificios falsos, había preferido esperarle en la cama como una enferma de los cielos!

Llegó a ella. Asustada de delicia y de pasión, huida y vuelta al opuesto lado, tenía también casi cubierta la cabeza.

—¡Ernesta! ¡Ernesta!¡Vida de mi alma!

Se dobló y la mantuvo en un abrazo de nobleza, dándola callados besos en el pelo. Besos, muchos besos.... una oración de besos como lágrimas del alma y del amor... Pero uno de ellos, en la oreja, hizo a la infinitamente sensible sollozar y estremecerse, refugiándose todavía más bajo las ropas... Bien. Entonces, Octavio, atento a ahorrar para después toscas escenas, leve y rápido supo despojarse de las botas, del pantalón, del pijama..., ir al otro lado del lecho, alzar más leve las holandas y las sedas... y deslizarse y recibir aquel tesoro del amor y de la muerta vida viva entre su vida entera, entre sus brazos... «¡Oh!», había lanzado, amparando sus pudores toda contra él, la desnuda sorprendida por aquel otro veloz desnudamiento inverosímil...; y veloz sobre la garganta y un hombro sentía Octavio la cara de su diosa abrasada ruborosa, y junto al corazón un seno duro de elástica dureza de goma de marfil...

La hablaba, habría querido hablarla.... y ella, sin contestar, se estremecía, se estremecía...

—¡Ernesta! ¡Oh, mi Ernesta... tú no sabes...

Se estremecía, se estremecía... no le atendía, le sofocaba.

—¡Qué hermosa eres, mi Ernesta! ¡Qué hermosa eres, mi bien, alma bella de mi alma! ¡Yo querría poder decirte...!

Se estremecía, se estremecía..., sollozaba ella de dolor, de amor en fuego al fuego de la mano que iba triunfadora sorteando encajes y batistas para acariciarla los senos el talle, la espalda... y... ¡oh, al fin, sin que pudiese saber cómo la aturdida, sin que menos aún Octavio pudiese discernir de qué manera aquellas suavidades de seda de la carne o de seda de la seda y de mieles de la miel pudieron deslizarlos a la gloria del abismo..., fundidos y rodando locos por la gloria, se encontraron boca contra boca, alma contra alma, vida contra vida... en un deliquio de ansias desbordadas, de ansias antes mal sabidas por Ernesta, sobre todo, que pobló de besos y suspiros el silencio de la luna y de la noche...

XIV

El Curdin, constituido esta noche en la taberna-oficina del Gato, estuvo hasta la una animadísimo. Mucho vino y aguardiente («¡No abuses, burro!», hubo de advertirle con frecuencia Exoristo a Saturnino), chorizo picante de macho y juerga y rasgueado de guitarreo, aunque faltaron las dos niñas nuevas de casa de la Pelos, cordobesas, que el Gato prometió. Con sus zapatillas, y a última hora procedente paternal y silencioso del casino, don Macario Lanzagorta había saboreado su séptimo café del día y su copita de cazalla. Recién vuelto de Sobrón, habló de haber leído las cuatro líneas en que El Imparcial resumió toda la telegráfica información del viaje del ministro; y, luego, a propósito del viaje y de la evocación del balneario, charló de Dato, de la Pardo Bazán y del Bombita, sus ilustres amistades veraniegas. Esto había interrumpido el cante y la guitarra, echando un poco de gravedad sobre los juerguistas fatigados; y como por excepción, en clase de neófito, hallábase en la zambra Manolito, el joven Manolito Alba, de ojos de ciruela, don Macario, íntimo del padre, hubo de aprovechar la oportunidad para darle unos consejos: «Sí, hombre, ¿no ves tú?... Dato, la Pardo, el Bomba..., célebres y cada uno rico por su estilo..., ¿por qué no estudias, tratando de imitarlos? Lo esencial es trabajar, que tiempo tendrás de divertirte». «¡Aer! —habíale replicado con su dulce resistencia el joven—. ¡Si yo lo comprendo, don Macario, que debo estudiar, que soy un tuno, porque no me ha educado bien mi padre; pero, ¡aer!.... estudiaré, ¡bah, si estudiaré!, cuando me ponga». Razonador, a más de dulce, el hombre aportaba en defensa de su particular gandulería singulares argumentos. Él ¡aer! era un degenerado, quizás. En una revista había leído que los signos de la degeneración constituíanlos la palidez, las ojeras, el cráneo un poco asimétrico y las orejas grandes, despegadas, transparentes. «Todo eso lo tengo..., ¡mire!, ¡mire, don Macario!... y digo yo que uno no estudia por eso»... Admirable. Lo decía convencidísimo, y celebraron su frescura.

—¡Arsa, tómate otra caña! —le había brindado el Garañón.

Y como la embriaguez les tenía a todos en estado de veleidad y de íntimo lirismo, que, igual que su degeneración a Manuel, hacíales a los demás confidenciarse sus miserias tal que hermanos, el Garañón, un poco abrumado ya, habíase puesto a enumerar los hijos que le iban naciendo por el campo: en la viña grande, tres de la Rosala; en el cortijo, cinco de la Nora; de la Mari Pepa, dos, en la dehesa del Corvillo...; otro de la herrera (aquella del tiberio entre don Pedro, el marido y el cura), en La Joyosa...; y, en fin, ahora, para alivio, preñadas la herrera, la Nora y la Rosala...

—¡Muuú! ¡Me caso en diez! —había mugido Exoristo reventando en su mudez—. ¡Pues vaya un socio! ¡Anda, rico, que te lleven a encastar en Buenos Aires, que dicen que no hay gente!

Compadeciéronle los otros de todo corazón, aplaudiendo su honradísimo deber de hombre que no tiraba los muchachos. Sólo el lujurioso Saturnino, que quisiera para sí todas las mujeres de La Joya, se permitió dudar que fuese de Gregorio únicamente tanto crío. Ellas, solas allá con los pastores..., y, ¿quién podría afirmar, al menos, que no fuese de don Pedro Luis el de la herrera?

—¡Yo!—saltó puesto de pie y enfadado el Garañón, hombre de puños y mal genio, a pesar de sus bondades.

—¿Por qué?

—Porque nos nació once meses después de haber reñido ella con don Pedro... y... porque eso de don Pedro y los pastores... se queda para ti!

Saturnino había hecho un ademán de lanzarse, buscándose el puñal en el bolsillo; Gregorio le había dado una bofetada de revés... Rota la fraternidad, la bellísima armonía, Manolo, don Macario y Exoristo lleváronse a duras penas a Gregorio, y el Gato y Marzo se quedaron sujetando a Saturnino. Y así estaban en este preciso instante.... babeando y tirándose del pelo el agraviado en una silla, e impidiéndole los dos salir, en otras sillas, cerca de la puerta, y respetando su silencio.

En tanto alejábase el grupo de Gregorio por la calle, el sobrino del conde añascaba las injurias hecho un basilisco interiormente. Las injurias alusivas a su boda, que alguien había osado arrojarle a la faz por vez primera. Se habría sabido. En Semana Santa, con motivo de venir de vacaciones el cadete, y de haber creído él que Purita en las procesiones le miraba, una noche llegó a casa con ella y la hinchó el hocico a puñetazos. Algo borracho, quizá, gritó y llegó a insultarla malamente: «¡zorra!, iretegrandísima zorra!, ¿a quién vas a salir sino a tu madre?»...; exigiéndola, de paso, aquello a que antes, por dignidad, no había querido aludirla nunca: de quién fuese la niña. Acosada, aporreada, medio ahogada, se lo dijo: ¡de un pastor!...; y si al tumulto no acuden las criadas, habríala él acabado de ahogar, a la muy zorra, que se quedó con el pescuezo sangrando de las uñas. Las criadas propalarían lo del pastor, y ésta era la terrible afrenta que le acababa de lanzar delante de los amigos el Garañón. Bien; le mataría. Así como así, desde tiempo atrás estaba deseando hacerse saltar la cochina vida con algo que sonase.

—¡Vaya, venga vino! —reclamó—. ¡Yo arreglaré cuentas con ése!

Apercibida otra jarra, bebieron, torvos, todavía..., pidiéndole Saturnino olvidos al alcohol para charlar de otro asunto.... de las niñas cordobesas.

—¿Por qué no han venido, Ramas?

—Porque se fueron esta tarde.

—¿A dónde?

—A la feria de Trujillo.

—Y... ¿guapas?

—Hasta allí. Una, mecachis, gitanota, con un rejo... pintá toa por toas partes de lunare.

—¿Cómo lo sabes tú?

—¡Toma!

Sonrióse el Gato. Se había acostado con ella. Sus prosperidades en la emigración le daban para esto y mucho más.

Marzo intervino:

—¿Volverá a traerlas la Pelos?

—Asupóngome que no. Es una pintura. Las trujo con miras de la feria.

Los vasos, en segunda ronda, circularon, dejando vacía la jarra. El Gato llenó otra, y Saturnino insinuó:

—Sería cosa de largarnos a Trujillo... ¿Qué os parece?

Prontos a cualquier empresa, y predispuestos los tres por los fuegos del alcohol y aquella falta de las niñas, aprobó el Gato:

—Pa luego es tarde, salvo lo que aquí don Mariano le paezca. Melchor está en su cuarto durmiendo y pué dir por los caballos; yo tengo mi mula. La noche es güena, aunque escurilla. Saliendo deseguía y picando en el camino, en Trujillo al calental el sol.

Acordado. Marzo no podía disentir jamás de lo que propusieran sus amigos. Despertó el Gato a Melchor, que en diez minutos estuvo listo y partió por los caballos. Los traería aquí, de casa de don Mariano y de casa de don Saturnino, respectivamente. Estos, mientras, seguían bebiendo y ultimando pormenores. Puesto que no era cosa de ir a una feria por una mujer nada más, sino que habrían de jugar y asistir a los toros y teatros, disponíanse a salir también, para reponer de guita las carteras. No tenían consigo entre los dos por encima de once duros. Sólo que el Gato, llegado del corral por la jáquima y la albarda de la mula, al oírlos, les surtió generosamente de sus fondos:

—Quiten p'allá, hombre, ahora molestase en andal diendo y gorviendo. ¿Cuánto cualiscual quieren ostés?

Había ido al cajón del mostrador, había tirado de cartera, y abierta, llena de billetes, la ofrecía.

—¡Mil pesetas, vengan, vaya! —dijo Saturnino.

—Mil pe... ¡no, quinientas, concho!... —se redujo Marzo por su parte, un poco chafado del desenfado de rico que Cruz se permitía; pero, prudente..., prudente, al recordar que ya de partidas diversas debíale al Gato tres o cuatro mil.

—Don Mariano, que no se quee osté corto por reparos...

—No, no, gracias, Ramas...; me bastan las quinientas.

Pusiéronse a contar, esparcidos los billetes sobre el vino y la pringue de la mesa. Eran de a veinticinco y de cincuenta pesetas. Al Gato, poco ducho, le ayudaba Saturnino, que equivocábase también en cuanto pasaban de ciento, por culpa de la borrachera... Ciento diez, ciento sesenta... y cincuenta... ciento... ¿qué?... No menos borracho Marzo, si bien más dueño de sí mismo, les acorrió..., resultando que no había en la cartera más que tres mil doscientos reales... ¡Bueno, qué concho!...tanto menos perderían... A partir, y pata: mil seiscientos reales cada uno, y el Gato claro es que no necesitaba un céntimo yendo con los dos.

—Hombre, Ramas, la verdad esque sin recibo...

—Don Mariano..., ¡que m'ofende!

—Eres un hombre, Gato.

—¡Como si quié osté disponé de toa mi casa y mi presona!

Un efusivo apretón de manos, en que juntáronse las seis manos de los tres —tirando, por cierto, la jarra, que se deramó en el pantalón de Saturnino—, reselló este pacto de cordialidades entrañables confirmado tantas veces.

Ya se iba con el albardón el Gato, cuando sonaron cascos de caballerías en las piedras de la puerta.

—¡Melchor!

—¡Melchor! ¡Me caso en diez, ni que s'hubiá topao los jacos en la esquina!

Caso de admiración, a la verdad, de haberse confirmado. Sólo que no era Melchor el que entraba, teniendo en la mano los ramales de las bestias. Era... Roque, el padre de la Fornarina, de la famosísima Isabel.

—A la paz de Dios, señores. Hola, don Mariano... Hola, don...

Se interrumpió. Se le comprendió la sorpresa y el disgusto al reconocer al Gato. Viendo una taberna con luz había entrado sin saber a dónde entraba.

—Hola, tío Ramas —prosiguió, dominando sus recuerdos—. ¡Perdón, si es qu'importuno! Venía, había salío de casa olvidándome los chisques de encender, y por no golver p'atrás, y al ver abierto aquí, pos me dije que me dije: quizás que vendan cerillas. ¿Las vende osté, tío Ramas, por una casual?

—Como venderlas no las vendo, Roque, hombre; pero para ti siempre tengo una caja y lo que quieras. ¡Toma allá!

Soltando el albardón, brindábale su caja. Para acercarse, Roque soltó el cabestro de las mulas. No quería la caja entera. No le quería, Ramas, el dinero. La hubo de guardar, agradecido, y además probó del vino que le alargó Marzo en un vaso.

—Gracias, don Mariano. A su salú.

—Gracias, Roque. ¿Vas al campo?

—No, señor; voy a Trujillo.

—¿A la feria?... También nosotros, mira. Si te aguardas, no tardarán los caballos.

No seducía a Roque la compañía del tío Ramas.

—Gracias, don Mariano; tengo prisa. Al ser de día quisiá encontrarme en el rodeo. He tardao en salí de casa, ayudando a la hija y a la Cruz en la tahona, y llevo a vender un mulo que no es mu voluntario. Quéense ostés con Dios y con salú, y muchas gracias.

—Bueno, Roque, anda con Dios. Hasta luego, que no tardaremos en cogerte en el camino.

—Sí, los caballos marchan más.

Partió. Volvieron a sonar los cascos de sus mulas calle abajo.

Marzo y Saturnino bebían calladamente. Sin decírselo, a ambos les había quedado igual la evocación de aquella hermosa y siempre deseada Fornarina. Se la figuraban en la boca del horno, todavía, arrebatada por el calor, arremangados los brazos, según habíanla visto mil veces con el cesto de pan a la cabeza.... o acostándose, dando al aire sus íntimos tesoros de belleza en la soledad de aquella ermita abandonada. La excitación de lujuria que producíales la perspectiva de las ignotas niñas cordobesas en Trujillo, polarizábaseles hacia la estúpida criatura incomparable que, despreciando sus floreos y sus sortijas, les había causado tantas ansias.

Saturnino, singularmente, camaleón de todas las lascivias, ya lívido, o mejor dicho, verde en su lividez de negro, y con los párpados azules, había dejado en el borde de la mesa un cigarro que preparaba para encenderlo en la colilla de otro; y mirando a Marzo dábale vueltas a una idea en el alcohólico vaivén de su cerebro. Babeábade la boca. Los ojos le oscilaban. Los dedos trémulos tiraban, como para arrancárselos, de los míseros pelos del bigote.

Al fin la expresó, la idea:

—Oye tú, Mariano...; ¡mira que si nos fuésemos a casa de Isabel!

—¿A dónde?

—A la ermita... a acostarnos los dos con la Isabel.

Su solemnidad invadió repentina al camarada, que acertó a replicar únicamente:

—¡Chacho!

Saturnino acentuó:

—Sí, ¿sabes?... Como tú con la novia aquella del barbero de Toral; como yo con la criada nueva de mi tío, y con la francesa, así que de verdad me llegue la ocasión. Isabel nos chillará, se nos sublevará, lo mismo que las otras; y... se desmayará también... y también al modo que las otras no dirá esta boca es mía... después..., por la cuenta que la traiga.

—¡Chacho! —volvió a exclamar—. Pero..., pero... la cosa estaría en ponérnosla al alcance, y en que la Cruz no... no lo estorbara o lo contase mañana por el pueblo.

Se removió Saturnino, doblado hacia la mesa:

—Mira, a la madre la importará callar tanto como a ella, con vistas al memo de Cidoncha, que habría de rechiflarse. Y por cuanto a que quiera o no, si no quiere, que será lo natural, se la coge y se la encierra.

—Bueno, bueno, Saturnino; hasta ahí, conforme, desde luego. Sino que... ¿y para llegar allí?, ¿y para entrar? ¿Cómo? ¿Por dónde?

—Por la puerta. Se llama. O se la tumba. No haya miedo de que, por mucho que alboroten, las oigan ni las puedan socorrer en mitad de un descampado. Tú y yo llevamos a su cama a la Isabel; el Gato se queda con la Cruz, consolándola también, si le parece; y tú primero, o yo primero, como gustes, pasamos al cuarto con la nena.... a menos que de tonta y rebelde que se ponga tengamos que entrar los dos a sujetarla.

Hubo un silencio.

—Hombre, Saturnino..., la empresa no es tan fácil... y expuesta, además, al escándalo, sin que nada consigamos... Porque, claro, si ellas se asustan y se dejan hacer al fin, más o menos desmayadas, por esa cuenta que las traiga y que tú dices, callarán mañana como muertas; pero, ¿y si no?... Acuérdate de lo ariscas que estuvieron con mi tío Pedro, con ofertas de dehesas y de todo, y a pesar del riesgo de presidio para Roque... ¡No, no; tratándose de ésas, Saturnino, la empresa no es tan fácil!

—¿Que no?... Pues haces lo que gustes. De mí sé decirte que voy ahora mismo a la ermita con el Gato... Espéranos aquí. Cuestión de media hora...

Otro silencio. Marzo se pasaba la mano por los ojos, y la frente. Al cabo resolvió:

—Vamos los tres. No quiero que pienses que me echo nunca atrás. Pero, oye. Nada de derribar puertas ni tumulto al exterior. Con un poco de habilidad de nuestra parte, nos abrirán. Puesto que a Roque se le han olvidado los chisques, y aun podemos fingir que se le ha olvidado asimismo, supongamos, una manta..., debemos ir, llamar, decir cualquiera que es un vecino de este barrio a quien Roque ha visto preparándose también para la feria y que de parte de Roque vamos por la manta y por los chisques.

Una viva llama fulguró en la faz de Saturnino.

—¡Eso, concho! —profirió, descargando en la mesa un puñetazo, que tiró dos vasos y la jarra.

Al ruido de lo roto, o porque ya hubiese acabado el arreglo de su mula, vino el Gato del corral. Hiciéronle sentarse y le enteraron del proyecto. Hacia la mitad, Saturnino tuvo que interrumpirse para vomitar a un lado media azumbre de bebida...; reclamó entonces aguardiente, que ocupaba menos hueco; y entre babas y palabras y el cigarro y la copa por los labios, terminó la información.

El Gato, encantado. Él acostaríase, por lo pronto, con la Cruz, fresca todavía..., y después veríase si le dejaban algo del dulce fino de la chica los golosos... Furtivo cazador, a quien presentábasele un ojeo digno de sus mañas, supo rematar el plan en los perfiles. Pedirían los chisques, y no manta, sino sogas de maneo; llevarían un farolillo para hacerlas creer que el sereno de este barrio acompañaba al mandadero, y los dos, don Saturnino y don Mariano, cambiarían los sombreros por gorras...

¡Aire! Ya de pie, proveyéronse de gorras viejas, de garrotes, del farol... y salieron, dejando la puerta encajada. En cuanto a Melchor, cuando viese que no estaban y suponiendo que hubiesen ido al casino a comprar jamón o latas de sardinas, esperaría con los caballos...

Iban, iban..., avanzaban por las sombras. Desde las doce apagábase en La Joya el alumbrado. Trazaban eses. Saturnino, más torpe, tropezó y cayo..., salvando, sobre todo, la botella de aguardiente que cogió para el camino.

Bebieron en la calleja de San Blas, al término del pueblo.

Cerca de la cruz volvieron a beber.

Y Marzo Y Saturnino discutían, con las grandes generosidades del cazalla:

—Primero, tú.

—No, hombre, tú.

—Que no, que tú, Mariano.

—No, tú, hombre, Saturnino. Después de todo, no nos hagamos la ilusión de no ir a encontrarla estrenada por Cidoncha.

—Bueno, pues tú, por eso mismo. ¡Qué más da!

—Bueno, yo, pues que te empenas.

A cambio de la galantería, Marzo le dejó primero la botella en otra ronda. Era que aguardaban. La carretera no estaba tan sola como hubieran de creer.

Gentes de las aldeas iban a Trujillo, y cien metros atrás les cruzó una caravana y ahora se acercaban dos con dos borricos.

Habíanse habituado al resplandor de las estrellas. Negros siluetábanse los tejados y ramajes de la ermita contra el cielo. Un silencio, una diáfana y augusta serenidad de maravilla. Lejos, ladraban los perros, cantaban las ranas.

—¡Arza! —dijo el ejecutivo Saturnino, en cuanto los feriantes se perdieron.

A paso de lobo, en fila, llegaron a la tapia. El primero, Saturnino. Al ir a llamar, se contuvo.

—Yo —quiso antes puntualizar en la distribución de los papeles— seré el vecino del encargo; diré que soy Pablo, el herrador de la calle Mira el Río; tú, Ramas, el sereno... ¡enciende ese farol!...; y tú te escondes hasta que abran.

Tenía un aldabón, la cancela de madera. Al tender hacia él el brazo, todavía contuvo Mariano a Saturnino:

—Mira, no. No hay que llamar aquí. Debe llamarse dentro. Cuando abran y comprendan el engaño no es lo mismo que formen la c hillería en el jardín o ya trincadas en la casa. La tapia la saltamos.

Feliz idea del hombre de las ideas felices y suaves. Aprobada incontinente, el Gato aplazó el encendimiento del farol. Efectivamente, aparte de que el encerrarlas a empellones complicase no poco la tarea, sus gritos al aire libre pudieran ser oídos por cualquiera otro que pasase por la Cruz.

Lo malo estaba en la altura de las tapias. Cerca de tres metros, en el frente. Sin embargo, revisaron los costados, la trasera, sepultados en la fronda de carrizos del arroyo, y no tardaron en hallar el tronco seco de un arbusto como estribo. Silbó el Gato, que hubo de encontrarlo; acudieron los dispersos, y el inseguro Saturnino, resbalándose esta vez, fue a parar al agua de bruces. Le ayudaron a salir. Se había puesto de alpechín hecho una lástima. Además, sangrábale una ceja..., y con el tafetán del otro día, que aún cruzábale la frente, ofrecía su faz macabro aspecto. Desdeñoso de contenerse siquiera el hilo de la sangre, se limitó a darse con la manga un refilón, y dispúsose a subir.

—¡Arza! ¡Qué limpiarse ni músicas ahora!

Encaramado con auxilio de los otros, les goteó la sangre y el cieno desde lo alto de la tapia. Le imitaron Mariano y Ramas, y uno tras otro, del otro lado, arrojáronse a la ventana en las tinieblas, fueron cayendo en el cenagal de un estercolero, que les llenó de basura las manos y los pies.

—¡Contra!

Más escrupuloso que Saturnino, Marzo les siguió en el rodeo de la ermita, tratando de asearse la peste de las manos con un papel sacado del bolsillo, y después con el pañuelo..., que tuvo que tirar de guarro que lo puso. No contento, vio el estanque de los renacuajos, ya en la parte de la fachada delantera, y se acercó a lavarse...

—¡Vamos, tú! —le preguntó apremiante Saturnino.

Se les reunió. Se habían metido en la especie de cubierto atrio que daba acceso a la ermita, lleno alrededor de las paredes de aperos de labor, y en cuyo fondo hallábase la puerta. El Gato encendía el farol. Saturnino, cruzadas las solapas de la americana, a fin de disimular el cuello y la corbata, descargó con el viejo llamador de hierro algunos golpes, que resonaron por el silencio de la noche secamente.

No respondían.

—Güerva a llamal.

Sonaron más largos, más fuertes, los golpes.

Persistía dentro el silencio. Marzo supuso que desde que Roque se marchó, su hija y su mujer habrían tenido tiempo de acostarse y de dormirse.

—Güerva otra vez

Obediente al Gato, repiqueteó el sobrino del conde, sin cansarse.

—¡Chist! ¡Calla! —contuviéronle— ¡Que vienen!

Momentos de ansiedad:«¡Quién! ¡Quién!», decía una voz en lo profundo. El éxito dependía ahora de la serenidad que desplegasen.

—¡Quién quién! —repetía más próxima la voz.

—Gente de paz, señá. Cruz. Soy un sereno. Haga osté el favó de abrí, que venimos a un encargo de tío Roque.

—¿De quién?

—De su marío.

—¿Pues qué le pasa a mi marido?

—Na, no le pasa na ; no salame, señá Cruz que no es na. Es que se iba pa la feria y se encontró a Pablillo el herraor, que viene aquí conmigo, y que tamién pa dirse a la feria estaba preparando la burra a la puerta de su casa; entonces s'acordó qu'había orvidao los chisques y unas sogas de manco, y afué y le encargó que tuviá l'amabeliá de venir a recogelas y a llevalas pa tenelas en Trujillo.

Bien relatado el discurso, Marzo felicitó al cómico con unos metidillos al costado. Sobrevino un silencio, que aunque breve parecía la eternidad, y el Gato lo abrevió:

—¿No m'a oído usté, señá Cruz?

—Sí, sí que le he oído. Pero... ¿quién dice usted que viene con usted?

—Pablo, Pablillo el herraor.

—No le conozco.

Era el momento, y a otro metido de Marzo intervino Saturnino:

—Pablo el herrador, sí, señá Cruz; el de la calle Mira al Río, enfrente del estanco.

—¿Y por qué están ustedes ahí dentro? ¿Cómo han abierto la cancela?

Apuro. Unas mímicas de Marzo, rapidísimas, innecesarias al fin, porque lo mismo al Gato se le había ocurrido la respuesta:

—Estaba abierta, señá Cruz; se comprende que ostedes o tío Roque la quearon cerrá en farso.

Esta vez, y más lejos, tras la recia puerta de clavos, cuyo llavero se alumbró súbitamente, se oyó el murmullo del cambio de impresiones que la madre estaría cruzando con la hija. El listo Mariano miró por aquel agujero luminoso, y en seguida les transmitió a los otros la alegría de su visión con sendos manotazos hacia atrás, La Cruz habíase acercado al fondo del pasillo para encender un reverbero; e Isabel, que despertada y en la cama habría estado escuchando, entreasomábase a la puerta de su cuarto para hablarla. Las dos estaban en camisa. Se quitó, al advertir que Isabel desaparecía y que la Cruz retornaba hacia la puerta.

—¡Esperen! —oyeron en seguida.

Iría a vestirse.

El lance marchaba bien: frotábanse las manos.

—¡En camisa! ¡En camisa! —instruía Marzo a los colegas—. ¡Ella está en la alcoba de la izquierda del pasillo!

Y Saturnino, de nuevo limpiándose la sangre de la frente, y limpiándose el sucio barro de las manos en el sucio pantalón, renegábase el fin de aquella primacía que le había otorgado a Marzo neciamente. Uno, dos minutos. Y surgió de pronto un contratiempo, una sorpresa. Fuera, a un lado y tras de ellos, cuando la incauta madre era esperada por delante escucharon su voz después de un breve ruido de cerrojo y de otra puerta que se abría:

—¡Oigan! ¡Hagan el favor!

Era una ventana. Cruz iría a entregarles el dichoso encargo por los hierros de una reja.

Asomóse el Gato, bien tapado con la gorra y la bufanda, y el farol en la punta del garrote. Marzo tuvo que empujar al torpe Saturnino. El miedo a ser reconocidos les hizo no acercarse ni despegarse del muro. Sin embargo, se mostraban lo bastante para que la madre de Isabel los divisase, avanzando la cabeza entre las flores de la reja salediza.

—¿Qué es lo que han dicho que quieren?

—Los chisques... la bolsa de los chisques

—Sí, los chisque ¿ya los tengo... ¿Qué más... de unas sogas, para qué?

—Las sogas pa maneos..., por si tié que quear a prao las mulas.

—Bien. Aguarden.

Cerrada la ventana, corrido el cerrojo nuevamente.

Fue una consternación, en medio de lo bien que se había tragado el anzuelo el ama de la ermita con aquello de los chisques. En efecto, encontrados donde fuese, no podía dudar que vinieran de parte del marido. Fue una consternación... y una torpeza. Marzo, que era el que, siempre contenido en el atrio, lo pensaba así, reconocía que no pudo ser más estúpido el acuerdo de venir por unos trastos que podían serles entregados sin necesidad de abrir la puerta... ¡Todo al diablo, pues! Como unos insignes tontos, volveríais a la taberna con unos chisques y unas sogas por trofeo... Sin embargo, sin embargo..., hombre de recursos, ya estaba imaginando otro aditamento salvador. Allí había albardas, junto a él...; si Pablillo el herrador pidiese una, diciendo que también, para su burra, se la había prestado Roque...

Salió, se medio asomó a tiempo que chirriaban otra vez el cerrojo y la ventana. Urgía prevenir a Saturnino... Sólo que, repentinamente, se quedó paralizado: acababa de ocurrir algo inesperado, inexplicable...; un grito, un farol que rodaba por la hierba, y alguien que con la ligereza de un tigre y la violencia de una catapulta se había arrojado al interior, rompiendo como con el cuerpo los hierros de la reja. Esto lo había visto Marzo clarísimo e instantáneo en el cuadro de luz que ahora cortaba las tinieblas...., como vio a continuación la nueva chinesca sombra de Saturnino saltando adentro igual que un gato... ¡Ah, no había instante que perder!; fue también...; la reja no era reja, los hierros no eran hierros, sino cañas y ramaje de macetas de geranios...; brincó, arrastrando con él y rompiendo la última maceta en el suelo de la estancia..., y emocionadísimo en verdad ante aquella Cruz, que, creyéndoles ladrones, y mal cubierta en un mantón, encogíase junto a la cama, muda de terror y de sorpresa, y ante aquella especie de faro de crimen y de escándalo que la luz proyectaba hacia el jardín, se volvió y cerró a toda prisa la ventana, con cerrojo.

Durante algunos segundos, al fulgor de lla bujía situada en una silla, permanecieron rígidamente inmóviles las figuras de la escena: el Gato, al centro, abiertas las piernas en compás, pronto a cualquiera nueva intervención y a la espera de órdenes, mirando a los otros con ferocidad tranquila, subrayada por el dolor de un dedo que se empuñaba y que acababa de torcerse en aquel salto de su escuela del presidio; Saturnino, recogido en sí propio como un bicho negro de letrina, siniestro y repugnante con el tafetán y la herida de las sienes, con los chorreones de sangre y barro que cruzábanle la cara, verde de embriaguez y de lujuria; Marzo, de espaldas, pegado a la ventana, jadeando la lívida ansiedad de un gesto fluctuante entre lo afable y lo espantoso..., y Cruz, la pobre mujer, medio desnuda e indefensa, allá, delante de ellos, lo más lejos que pudo el horror lanzarla, acurrucada al pie del lecho, erizados los cabellos, la boca muy abierta, los ojos fuera de las órbitas, y la garganta sin voz y la vida toda ahogándosele en la pálida congoja de su corazón paralizado.

El silencio lo turbaban solamente, como para marcar mejor su intensidad de maldición, las secas respiraciones de Marzo y Saturnino...; pero de pronto lo rasgó desde fuera un agudísimo clamor, que se acercaba llegando hasta los cielos:

—¡¡Madre!! ¡¡Madre!!

Isabel. También paralizada en la cama por el sordo tumulto de los que asaltaron la ventana, del rodar de las macetas y del trágico grito de su madre, en su misma nieve de pavor, había surgido al fin el ímpetu de venir a socorrerla...; pero su voz, sus pasos, el rumor blando de su carne y su camisa, antes que ella pudiese aparecer, lanzaron a Saturnino por la puerta..., y detrás a Marzo. Entonces quiso Cruz, a su vez, encontrar otro impulso de socorro en su vida aniquilada, otro grito en su garganta enmudecida...; se irguió, cayó...; logró volver a levantarse con las manos...; fue cortada al paso por el Gato, en otro salto de pantera..., y su garganta no pudo gemir más que un largo y lúgubre estertor, y perdieron la luz sus ojos, la fuerza de aquel último esfuerzo sus piernas y sus brazos, la conciencia su conciencia, y desplomóse a tierra pesadamente, como muerta, accidentada... El Gato se acercó despacio a la que ya ni con sus gestos de terror pudiera protestarle...

Mientras, Isabel, con el nuevo espanto de haber reconocido a los que salieron a su encuentro, había escapado atrás, habíase refugiado en la alcoba, cerrando tras de sí, y sin tiempo para echarle a las débiles hojas de la puerta la falleba, trató inútilmente de oponerse al empuje de los dos con el peso de su cuerpo, de sus iras... Cedió, todo tuvo que ceder, y en confuso montón rodó por la estera con los borrachos y una de las puertas hecha astillas... De una sacudida vigorosa consiguió la brava librarse de las garras que la asían...; se levantó...; levantáronse los otros...; corrió ella, acorralada entre los muebles.... esperando a veces a los torpes miserables, con las uñas prontas a arañar y los dientes prontos a morder...; trocados al fin en furiosa indignación y en asco sus terrores, y como otras veces, aunque en ésta más difícil, y ambos juntos, Marzo y Saturnino, empezaron la caza de la hembra...

Se les escapaba, rugiéndoles injurias y echándoles a la cara escupitajos... En torno de una mesa o de una silla, a un costado de la cama de hierro, que danzó de la pared, uno iba por un lado, otro por otro, y ella, con llamas en los ojos y un «¡Cochinos! ¡Granujas!» siempre entre los labios, acababa por romper, igual que una leona, hacia el endeble Saturnino, incapaz de sujetarla... Desde un rincón les tiró un florero, que les rozó zumbando la cabeza... Desde otro, un espejo de peinarse, que se le estrelló a Mariano en la espalda...; y a veces, temerosos, fatigados ellos, se paraban.... mesa o cama al medio con la terca...

—Mira, mujer, Isabel, ¡no seas tonta!... No hemos de decirle a nadie una palabra.

—¡Uaah! ¡Indecentes!

—Anda, mujer. Si es que te damos reparo los dos, éste se queda primero.

—¡Cochinos! ¡Canallas!

—¿No? ¡Pues a la fuerza!

Y como a otra arrancada le dio un formidable codazo en el pecho, Saturnino, medio derribado, sin poder un momento respirar, sacó el puñal y fue a arrojarse a ella... Su traza no era ya de lujurioso; era de asesino...; pero evitó la acción Mariano:

—¡No, bárbaro, eso no!

Arrebatándole de un tirón el puñal, se lo guardó.

Isabel se quedó amedrentada en un rincón, con una barrera de la mesa y las sillas, caídas por delante. Pero acercábanse los dos, calculando cómo mejor acometerla; buscaba ella con los ojos la salida, y tornaban a indignarla.

—¡Madre! ¡Madre! —lanzó, en una suprema angustia de temblores de la boca.

—¡Bah, déjate también hacer! —quiso Marzo persuadirla—, ¡Tu madre estará tan a gusto con el Gato! No hubo tiempo de que fuese comprendida la ironía. Un salto. Otra escapada de la muy bella, que estaba casi horrenda de furor...; una presa o un desgarrón más en la camisa, de la que ya no se cuidaba, y por encima de la cual botábanla los pechos..., y un mordisco o una tarascada de arañazo que hacía soltar más que de prisa a Saturnino...

Su afán era ganar la puerta o el nicho de la pared donde lucía la capuchina, al objeto de apagarla; pero: vista la intención, ambas cosas defendíalas Marzo atentamente, y ella le temía.

—¡¡Madre!! ¡¡Madre!! ¡¡Madre mía!! —clamó otra vez que Marzo la atrapó, antes que el sobrino del conde la soltara.

Sino que a tirones y codazos libró primero un brazo, —libró en seguida la camisa, a costa de dejarle al bestia un largo jirón en las manos, y, reintegrada a la defensa de sí propia, volvió a perder hasta la noción de la ausencia de su madre, para rugir con asco y cólera crecientes:

—¡¡Canallas!! ¡¡Cobardes!!... ¡¡Canallas!! ¡¡Canallas!!

No podía durar, no podía durar esto mucho; y así fue. En un descuido, por atender a Marzo, un salto felino del otro la agarró por detrás, por la cintura; sangróla un pie, hondamente clavado un vidrio del espejo, y Marzo aprovechó la vacilación de aquel dolor para arrojarse y afirmarla por el cuello, por los brazos... Entre los dos arrastráronla a la cama, la tendieron...; acabaron de desgarrarla hasta el talle la camisa, ya que no les era fácil arrollársela..., y empezaban al fin a profanar con brutos tactos la pureza de su vientre y de sus senos...

—¡¡Madreee!! ¡¡Madreee!! —volvía la semivencida desgarradamente a proferir.

Despedíalos a patadas. La cama ambulaba a empellones por el cuarto, con los tres. Mas no conseguía la ultrajada desprenderse, bien sujeta por Marzo de los hombros y herida por las uñas del otro en los muslos y el regazo, y apenas si lograba mantener apretadas las rodillas.

—¡¡Madree!! ¡¡Madreee!!

—¡Calla, bruta!

Separándola los pies, Saturnino, poco a poco, situábase entre ellos... La inminencia de derrota, la vergüenza, de indecencia, dábale ahora a la infeliz la sensación del abandono de aquella madre suya que no venía en su auxilio, que no gritaba siquiera porque hubiésenla matado.

—¡Madre! ¡Madre mía del alma! ¡Madreee! ¡Madreee! —clamaba, con un terror más de alma asesinada, sobre aquel otro terror de los pudores que iban a robarle.

Y como de pronto sintió que se agotaba, que se tendían encima de la desnudez otras desnudeces esqueléticas de un cuerpo duro y frío, recogida en las últimas invencibles rabias del asco y del rechazo, retorcióse toda y extendió a la vez las piernas, en un enérgico impulso de ballesta, que hizo ir al desmedrado Saturnino rodando fuera de la cama.

Justamente fue a parar a los pies del Gato, que en tal instante llegaba, sonriente de victoria y con la curiosidad vivísima de lo que aquí fuese a encontrar. Apreció la situación, pasmado ante aquella blanca y cruda ostentación de la rebelde.

—¡Contra! ¿Entavía asín?... ¡Yo ya he despachao!

Mariano reclamó:

—¡Gato! ¡Aquí!... ¡Ése no sirve para nadal ¡Agárrame tú bien a esta borrica!

Comprendido.

—¡Hala, don Mariano!

Fue, y sentándose en un tendido brazo de Isabel, con llaves de presidio y con sus fuerzas de bestia, la afianzó el otro hombro con un codo, y con las dos manos la garganta. Acudió asimismo el rabioso Saturnino, y la tapó la boca, tirándola con la mano izquierda de la deshecha cabellera, que con la cabeza colgaba del lecho, para evitarse los mordiscos. La ahogaban. La sofocaban. Mariano, desabrochándose de paso, pudo darle la vuelta a la cama y caer entre los muslos de la así por otra angustia de asfixia desprevenida momentáneamente en sus pudores.

Tarde..., ¡oh, tarde, s!, cuando ya procuró la inmovilizada desdichada arrojarse de encima al miserable. Se retorcía, se debatía, pidiéndole en gemidos cavernosos aire a aquellas manos de impiedad, y gracias que lograba al menos estorbar que la realidad de aquella violación se consumase... La mataban, la iban ahogando y estrangulando sus verdugos, corríala la sangre de los dientes, del cuello, de los ojos...; partíanla el brazo en que pesábala uno de ellos contra un acerado fleje de la cama, y asistía ella propia a su trágica agonía oyéndoles gritar:

—¡Ahora! ¡Ahora!

—¡Quítala ese pie!

—¡Cógela de ahí!

—¡Anda, anda.... que ya va desmayándose!

Marzo, tendido ahora también, para colmo de todos los abrumos, sobre la cabeza, que los otros dos de tal manera agarrotaban, iba perfectamente advirtiendo cómo la tenaz se le rendía..., cómo cedía en la ficción, al fin, de aquel desmayo a que todas vinieran a parar en cuanto su punto y sazón érales llegada... Cedía, sí, cedía...; se le entregaba inerte.... de espaldas, al antojo de él, enteramente inmóvil después de unos últimos estremecimientos leves y de una especie de últimos y más roncos estertores de protesta; había dejado de esquivarse..., y faltábale a él apenas nada más corregirse de torpeza un poco..., un poco... Sólo que, ¡oh!..., besándola, besándola en un pecho.... queriendo después buscarla la boca entre las manos de los otros para acabar de persuadirla de que ella, a la vez, debiera poner de su parte alguna voluntad..., la alzó la cabeza y la vio blancos y extraviados los globos de los ojos, como saltados de las órbitas, amoratados los labios, la lengua fuera y negras, de tan azules, la nariz, la frente y las mejillas... Le dio miedo: si aquello era un desmayo, era horroroso...; de la Isabel, de la bella Fornarina, no quedaba más que una espantosa y repulsiva carátula de infierno, que le miraba con las quietas y eternas fijeza de la muerte... Soltó la cabeza, que cayó abajo, rebotando, entre las manos del Gato, que todavía por el cuello la apretaba; y todavía él, entre los muslos que fueron tanto su codicia, pero en una convulsión, que le alzó el tronco todo lo largo de un brazo, hubo de exclamar:

—¡Muerta!

Su acento asustó a los otros, que soltaron de improviso. Su acento tenía esa profunda persuasión que se bebe en lo evidente.

De un horrorizado salto se arrancó del lecho, repitiendo:

—¡Muerta! ¡Muerta!

Y en tanto que un tardío instinto de respeto hacia la muerte le hacía ordenarse trémulo las ropas, para no profanarla con su indecente desnudez, el Gato, y detrás, recelosamente, Saturnino, se acercaron a mirar si aquel cuerpo tenía vida... El pecho, sin respiración. El corazón y el pulso, sin latido...

—¡Muerta! —repitió, retrocediendo, Saturnino, y presa de un horror que castañeteábanle los dientes. —¡Muerta! ¡Muerta! —dijo el Gato—. ¡Muerta ahogá! ¡L'ahogao usté, don Saturnino!

La inculpación del casi tranquilo y feroz ex presidiario era lo de menos ante la imprevista e impávida verdad de aquella muerta, que azogaba de temblor a dos cobardes...; de aquella heroína de virtud, que yacía ante sus torvos asesinos envuelta en jirones de la camisa y de las sábanas como en rotas banderas gloriosas de combate...

Salieron de la estancia Marzo y Saturnino. Atónitos sin saber qué hacerse, desde la pared frontera del pasillo, adonde acogieron el frío de su pavor, contem un buen trecho las extrañas maniobras que el Gato seguía haciendo en torno de la cama. Habíaseles disipado la embriaguez. El Gato dudaba aún de que no se tratase de un desmayo igual que el de la madre; hacía cosas para cerciorarse enteramente, y ellos, con la tenebrosa emoción del mundo del crimen en que habríanse hundido de improviso, se aferraban todavía a la esperanza de que el Gato confirmáseles la duda. Le miraban. Le veían alzar un brazo, que volvía a caer con pesadez; pellizcar el cuerpo agitar el tronco, lo mismo que se hacía con los ahogados del Guadiana...; le vieron luego encender una cerilla, tomar del suelo un pedazo del espejo, y acercárselo a la boca, buscando huella del aliento... Por último, vino diciendo: «¡Muerta!»Y echó despacio a lo largo del pasillo, hasta el pie del reverbero.

Lentos también, teniendo que apoyarse en las paredes para andar, Juntáronsele los dos. Marzo dijo: —Vámonos.

No se movió el Gato, al pronto, reflexivo.

Mas como después avanzaba hacia la puerta, le siguieron; y Marzo, en una sincera aberración de su piedad, hubo de detenerle, a fin de proponer:

—Debías volver y bajarle un poco a la pobre la camisa.

Se rió, con siniestra risa breve, el Gato:

—No; lo qu'hay qu'hacel es quitar d'enmedio a la otra cuanto ante.

Había sacado y llevaba abierta en la mano la navaja. El brillo de la hoja, más que las palabras mismas, hizo que los otros le entendieran el designio...; y los volvió a lanzar a la pared, desfacellidos, un frío de agujas de hielo por la sangre.

—¿¡Matarla!?... ¿¡Vas a matar a la Cruz!?..

—Hay que matala, don Mariano; tenemos que cortala el gañote, sin remedio, pa que no puá cantá quién ha matao a la chica, y antes d'un mes nus lo corten a nosotro...

La razón era tremenda. Sin embargo, Marzo suplicó: —¡No! ¡No!..., Por Dios, Gato!

—¿Que no?... ¡Pos güeno, don Mariano, osté dirá!...; nos najamos, y pas christi...; d'aquí a menos de dos horas, en la cárcel. Lo siento por ostés.... y tamién, vaya, sus miajas, porque los hombres, metíos en un negocio, han de sel hombres hasta er fin. De mo y manera que... ¿qu'hacemos, don Mariano, y osté tamíén, don Saturnino.... ¿Ar pueblo.... o ar presillo y ar mataero ahora pa nosotros... como chivos atontaos?

—Hay que matarla —sopló con voz sombría de espectro el sobrino del conde de la Cruz.

Y puesto que no había tampoco que perder el tiempo, si no querían que volviese en sí la madre desmayada, para tener que asesinarla entre nuevos gritos y carreras, y trastazos, el Gato, que ya se hallaba a un metro de aquel dormitorio donde poco antes satisfizo en una inerme su lujuria..., entró, se deslizó...

Una descarga eléctrica lanzó a Mariano Marzo en igual sentido, pero a la puerta de la calle...; abrió, salió..., y bajo la más densa sombra de un árbol, las manos en el pecho, los ojos en lo alto, se quedó esperando con angustia. Instantes como siglos, para saltarle el corazón. Esperaba, esperaba gritos, en vano...; esperaba siquiera el alarido del instante en que una vida se arrancase de la vida..., y en la tensión de su atención sólo pudo percibir rumores blandos, sordos, golpes breves..., algo así, también, como el ronquido de uno que es movido cuando duerme...

Y el Gato, con la navaja sangrienta en la mano, y Saturnino detrás, aparecieron.

Y dijo el Gato:

—Cinco gorpes, por si acaso. A esta probe sí que la he dejao tapá con la camisa hasta los pies.

En la hierba limpiaba la navaja.

Nada después.

Tiraron de la puerta un poco; abrieron, cautos, el cerojo de la otra y dispersáronse como fantasmas negros por la sombra de la noche.

—¡A mi casa! ¡Ca uno por un lao! —había dado el Gato por consigna.

XV

Nada en La Joya había removido nunca tanto la emoción. Inútilmente se evocaban los más trágicos sucesos de seis o siete años a la fecha. Ni la violación y muerte de la mudita de once años, vendedora de merengues; ni el guardia civil desollado en el lagar de Jarrapellejos aquella Nochebuena; ni el recaudador matado a garrotazo limpio en plena plaza y en plena tarde del Señor; ni el descuartizamiento de Rosa la Manteca por su amante, el maestro albardonero; ni el asesinato de la familia entera del molino por un chico, al estilo de París... Y si la mayor parte de éstas y otras cosas había quedado impune, así, alentando los instintos de asesinos y borrachos, ahora la indignación del pueblo pedía escarmiento duro y ejemplar para los ignotos desalmados...

Tres días transcurridos y aún, como el primero, seguía la multitud yendo detrás del juez, del escribano, del capitán y los civiles a contemplar la ermita, en tanto aquéllos, dentro horas y horas, escribían e investigaban. Según del misterio de tales actuaciones se iban trasluciendo pormenores, inspiraba el ferocísimo crimen más horror. Las huellas de sangre y barro en la tapia del arroyo; el pañuelo sucio encontrado en el jardín; las macetas destrozadas; la puerta del dormitorio de Isabel arrancada de los goznes; los muebles y espejos hechos añicos, y sobre todo los cadáveres de la madre y de la hija, de las mártires, cuya virtud se recordaba con lágrimas del corazón y de los ojos, ambas en camisa, sorprendidas en el sueño, una sobre un lago de sangre entre el lecho y la mesita, con cinco puñaladas en el pecho, en el vientre, casi segada la cabeza...; otra, en su cama, de través, colgando el pelo y la cabeza, al aire el hermoso cuerpo, lleno de arañazos, heridos los pies por vidrios, hundidos hasta el hueso; la cara negra, la lengua fuera, ensangrentada, y como santo escapulario en la garganta un medalloncillo, en que tenía a la Virgen del Carmen y al novio, que no la pudieron amparar. ¡Pobre Cidoncha, cuando a la siguiente mañana acudió de los primeros, y tuvieron que sacarlo accidentado! ¡Pobre Roque, a su precipitado regreso de Trujillo! ¡Pobres mujeres!...

La curiosidad y la compasión hacían que, llorando la gente, contemplase cada uno de aquellos rastros y huellas que se podían ver al exterior, y muchos auxiliaban o despistaban así, sin querer, a la justicia. Una botella con restos de aguardiente, encontrada cerca de la cruz. Gotas de sangre con dirección al pueblo, por la puerta principal; pero otras también en el caballete del tapial trasero, como si el asesino hubiese podido huir al mismo tiempo hacía Lo Joya y lejos de La Joya. Marcas de zapatos bastotes de tachuelas en la húmeda margen del arroyo, y otras aún mejor determinadas de botas finas de tacones. Dábase parte de los hallazgos a los guardias y alguaciles transmitíanselos éstos a sus jefes y el juez, el capitán, el escribano salían inmediatamente a confirmarlos y a llevarse en bien sacados témpanos de tierra las pruebas preciosísimas..., las pruebas que, sin embargo, los desorientaban con su multiplicidad y diversidad... «¡Viva el juez!», alentábale la crispada muchedumbre cuando, oyéndole jurar que no descansaría hasta descubrir al asesino, volvía a verle entrar en el tétrico edificio, tenaz infatigable; allí solían llevarle el almuerzo y la comida...; allí solía permanecer hasta más que puesto el sol, y al retirarse para continuar ordenando y meditando en su despacho los datos recogidos, la gente se retiraba a comentarlos en los casinos, en las tabernas o en sus casas. La ermita, con la sombra de las muertas ya enterradas, quedaba en el fúnebre abandono de la noche como un lugar maldito de leyenda, por donde nadie se atrevía a cruzar...

Don Pedro Luis en persona había ido a la ermita dos o tres veces con el Juzgado desde que sacaron los cadáveres. Sabíase bien su pena y su indignación por el bárbaro y horroroso fin de aquella hermosa Fornarina, a quien tanto quiso...; sabíase su resuelta voluntad de encontrar al criminal, aunque fuese debajo de la tierra, para echarle todo el peso de la ley y hacerle ahorcar delante mismo del teatro de la hazaña, y esto infundía confianza inmensa a todo el mundo. Quererlo él era como tener cogido al miserable. Había telegrafiado al gobernador, había puesto en movimiento la Policía de la provincia, y no contento aún con los recursos de su grande inteligencia, ayudaba incluso al médico Barriga. El paño de la mesa a cuyo pie cayó la madre infortunada, y en el cual se habría apoyado el malhechor, mostraba el dibujo de su mano, bastante bien impreso con sangre. En barro, el cristal de la ventana tenía dactilogramas verdaderos y perfectos. Y ambas cosas fue don Pedro quien las hubo de reparar y señalárselas a la atención del juez y del forense.

No iba al Casino de puro enfrascado en seguir las pistas del suceso. Su opinión, transmitida al juez con todas las fuertes convicciones de su fuerza racional, consistía en descartar los móviles del robo, desde luego, puesto que se hallaron en los baúles de Cruz tres mil y pico de pesetas, e intactos los efectos de algún valor, las ropas y hasta la sortija y el medallón de oro que tenía puesto la pobre de Isabel. Quedaba indiscutible el crimen pasional, y, dado que la fama de belleza de la joven se tendía por las próximas aldeas, donde no faltaban malas almas, era de creer que algún granuja, de paso hacia Trujillo, viera salir a Roque de la ermita, viera quedarse a los dos mujeres solas, entrase, saltando por la tapia, aprovechase la ocasión de que Cruz, para acostarse tal vez, cerrara la ventana.... y se metiese de un empujón y la matase para impedirla gritar.... estrangulando luego, en fin, a la hija, a la virgen brava y pudorosa, en la inútil lucha feroz por poseerla...

Efectivamente. Juntos Barriga y Carrasco en la autopsia, habían establecido que Cruz debió morir primero, e instantáneamente, por una de las puñaladas que la atravesaban el corazón, pues en otro caso hubiese corrido al cuarto de la hija, y que ésta, con muchos arañazos en los muslos, y muerta por el doble efecto de la estrangulación y la sofocación (roto el tiroides y heridas de presión de labios y carrillos contra los dientes), no había sido desflorada (íntegros los signos de la virginidad, aunque con próximos equimosis)...; el sátiro macabro, ya muertas las dos, comprobando el imposible de violar el cadáver de la hija, habría violado el cadáver de la madre, en cuyo aparato genital se encontró abundante semen, y también señales de violencia...

Tales los fallos de la ciencia y de don Pedro. No obstante, en el Casino poníanles variantes y reparos. El canalla, o los canallas (dos, sin duda, como demostrábanlo las pisadas diferentes y el haber huido el uno por un lado y el otro por el otro), debieron pasar del huerto al interior, no porque la Cruz entonces estuviese cerrando la ventana, sino porque, ya acostada, se hubiese levantado y abierto a mirar quién hacía ruido; entonces, cada cual, se habría encargado de una, impidiéndolas reunirse, y forzando a la Cruz el que se quedó con ella, naturalmente, antes de matarla. Por lo demás, no admitía duda que fueron forasteros, hombres que habrían seguido después hacia Trujillo; lo corroboraba el forro de un librito de fumar del que usan los labriegos, manchado de sangre, hallado en la carretera, cerca de Gibraleón, por los civiles.

Pero todavía alguien permitíase, con lógica no escasa, extremar las variantes; era Saturnino, vuelto ayer de la feria con Mariano y con el Gato, y sentado esta noche en la reunión enfrente de Mariano, que callaba, cansadísimo de las juergas y los toros. Para él, sólo uno habría sido el criminal. Fundábase, primero, en que la pobre Cruz no debió de ser violada viva, ya que entonces, a los gritos, la hija hubiese volado en su socorro; segundo, a ser dos y forasteros, es decir, desconocidos para ellas, habrían podido amarrarlas, separarlas, ayudándose mutuamente en el atropello de Isabel, y marcharse luego sin matarlas tan tranquilos... El mismo hecho de la muerte, ¿no implicaba el temor a la denuncia?... Luego implicaba también la plena conciencia del matador de ser conocido por las víctimas... Además, y por último (esto era grave, pero... pero lo había oído decir... ), ¡el autor de todo debió de ser... Cidoncha!... Una persona respetable, cuyo nombre reservaba («¡El conde!, ¡el conde!», pensaron los demás), hízole reparar esta mañana en todo lo siguiente: Cidoncha, anarquista, sin conceptos del deber y del honor, era un mal bicho; Cidoncha, catedrático, de clase social distinta que Isabel y novio suyo, que hablábala constantemente de casarse y nunca se casaba, no seríalo sino con miras al engaño; y no pudiendo pretender los favores de la joven con fincas o dinero, como otros, recurrió a la hipocresía; Cidoncha, desesperado de no encontrar propicia a la muchacha, y siendo el único que conocía la casa bien y el proyecto del padre de marcharse a la feria aquella noche, debió pensar aquella noche abusar de la infeliz... Iría, saltaría el hastial, citado quizá con Isabel. misma a la ventana, como para hablarla de algo definitivo y trascendente de la boda...; saltaría violentamente, queriendo atropellarla, no pudiendo.... y asesinaríalas, en fin, viéndose vencido... Luego, su insaciada lujuria o su afán de despistar acerca de lo que constituyó la única obsesión y el único designio, le lanzarían a cebarse en el cadáver de la Cruz...

—No tiene vuelta de hoja ni más posible explicación —concluyó el ex alumno de los padres jesuitas— tal hecho comprobado; porque, si no, el que viva o muerta hubo de poseer a la madre, pudo lo mismo haberlo conseguido con la hija.

Hubo un silencio. Fijas a él todas las miradas, se le había escuchado en una congoja de atención. —¡Chacho!

—¡Chacho! —prorrumpieron después algunos.

—¡Oh cierto, cierto!... ¡Puede ser verdad!

—¡Oh!, el conde, el conde...; es tu tito quien lo dice.

—¡No!

—Sí, sí; y el caso es que tal vez lleve razón...; que por eso son de señorito el pañuelo y las pisadas. El corro había ido engrosándose con toda la gente del Casino, y contemplaban, contemplaban suspensos a aquel que, más certeras esta vez que las del juez y de don Pedro, aportábales las sagacidades del siempre mudo e invisible conde de la Cruz...

Pero de pronto se volvieron las miradas, convergiendo en otro sitio. Mariano Marzo desvanecíase en una convulsión como de síncope.

—¿Qué tienes, Mariano?

—¿Qué te pasa?

Muy pálido. Sin embargo, reaccionóse y sonrió:

—¡Que me caigo a pedazos de sueño y de cansancio! ¡Que me voy ahora mismo a dormir..., y vosotros arreglaréis eso del crimen!

Se levantó y le hizo una seña a Saturnino. En la calle ambos, éste reprochó:

—¡Has de tener ánimos, Mariano!

—Y tú, prudencia..., o todo irá perdido. ¿A qué meterte a desviar la expectación «de unos forasteros» que nunca hayan de encontrarse? ¿A qué acusar determinadamente a Cidoncha ni a nadie de ese modo?

—A eso. A que se encuentren. Lo que nos importa no es que no encuentre a nadie la justicia, sino al revés, que tenga a alguno responsable para que cese de buscar.

—¡Bah!, no sigas por Dios, bebiendo ahora, Saturnino. Estás borracho. No sabes lo que hablas.

—Quien no sabe...

De un codazo enmudeció. Se acercaba don Macario Lanzagorta, y siguió con ellos plaza arriba. Una urgencia de momentáneo interés, mayor que la del crimen, traíale a prevenir a Saturnino de algo que personalmente le afectaba. Sabía que al mediodía, en la taberna del Jumos, y aludiendo al incidente de la noche aquélla, Saturnino, ausente el Garañón, le había injuriado gravemente...; sabía también que, enterado Gregorio, habíase puesto hecho un energúmeno..., y los dos deberían evitarse un disgusto, como gente de buena educación.

—¡Hombre! ¡Hombre, don Macario, pues ahí estaba tan prudente!

—Porque lo es, Saturnino; pero he tenido que reñirle para que no salga tras de ti..., y no dudes que cuando te vea solo...

—¿Sí?... ¡Que se descuide!

Dos, tres días más.... en medio de la efervescencia que el crimen de la ermita iba aumentando, Gómez había llenado con el relato de él La Voz de la Joya, copiada por la prensa de Badajoz, lamentándose de la incapacidad del juez, y los diarios de Madrid, sin corresponsales en el pueblo, y ahora sin los espontáneos, había resumido la noticia del suceso en sueltos de diez líneas. Jarrapellejos mismo, que odiaba, que de siempre prohibía los corresponsales, porque le disgustaba la inmixtión ajena en los asuntos del cerrado coto de su mando, a la sazón casi deploraba no tenerlos. No cejaba su interés por descubrir al criminal. La opinión pronunciábase cada vez más contra Cidoncha; y, aunque hubo de conferenciar don Pedro con el conde, persuadiéndose de que no fue quien hubo de lanzar ni remotamente tal sospecha, los dos llegaron a prohijarla, después de discutida.

Fijos en aquel anarquista peligroso y taciturno, los hombres sensatos, las honradas familias, el clamor general, aunque con la nota discordante del Liceo, iban formándole un alegato formidable. A las razones que adujo Saturnino se agregaban muchas más. Impresionado por ellas el propio juez, volvía sobre su acuerdo. Efectivamente, resultaba absurdo suponer que la pobre Cruz, para cerrar una ventana al acostarse, aguardara a estar desnuda; y más, que levantada de la cama creyendo sentir en el jardín ladrones, la abriese para oírlos; y como constituía otro hecho confirmado que alguien desde dentro descorrería el cerrojo, ya que no tenía la puerta señales de fractura, sólo la hipótesis de Isabel, en cita con el novio, o abriéndole al sentirle llamar y conocerle, resultaba verosímil. Absolutamente a nadie más que a Cidoncha habrían podido darle semejante ocasión confiadísima de entrar dos mujeres que estaban solas en mitad del campo y de la noche. Esta argumentación, para colmo unida a lo del pañuelo sin marca y las pisadas de señorito, tenía una fuerza enorme. Y respecto al proceder de Cidoncha, bien mirado, antes venía a robustecérsela que a menguársela. El público, que había seguido en masa las incidencias del asunto y paso a paso, señalaba al fin como equivocas y extrañas las exageraciones de dolor que días antes hubieron de conmoverle en el impávido Cidoncha: cayó éste en una especie de epilepsia al ver la primera vez los cadáveres, tal como fueron hallados en la ermita; volvió a caer desvanecido al querer presenciar la autopsia; presidió el duelo del entierro tambaleándose, blanco como un papel, y teniendo que ser auxiliado varias veces...; ahora, finalmente, no iba a clase, no iba al Liceo ni recibía a sus amigotes del Liceo; no salía de su hospedaje, que era la casa de los abuelos de las víctimas, en donde Roque habíase recogido, y a pretexto de gran pena, aun dentro de la casa, confinábase siempre mudo y sombrío y solo en su despacho... ¿Pena, verdaderamente, todo esto, o cobardías y remordimientos de asesino que disfrazándose de pena esquivaban la revelación de su maldad?... Para pena, excesiva, ciertamente; mayor que la del marido y padre, que no se accidentó...; y en él, en él, en el frío, en el inmutable, en el impávido Cidoncha, en el hombre de sordas pasiones, de tan enormes pasiones y altiveces, que había reñido con Octavio..., que aspiraba frente a don Pedro Luis, a constituirse en jefe de partido..., y que así, sin más ni más, fuérase a casar con una pobre panadera...

Al sexto día, otra vez el profesor llamado por el juez para prestar declaraciones sobre cosas generales (corrió, eléctrica, la nueva), le detuvieron. Roque sufrió un nuevo interrogatorio, por la tarde: —¿Se portaba bien Cidoncha con ustedes?

—Sí, señor.

—¿Era digna su conducta como novio?

—Sí, señor.

—¿Nunca oyó usted a su hija quejarse de que la hubiera requerido malamente?

—Nunca. No, señor.

—¿Y... no cree usted que haya sido el asesino?

—¡Oh, bah, cómo! ¡él!... ¡Quite usted, por Dios!... ¡Es el único que nos ha querido en este pueblo! Al juez le fastidiaba, casi le enojaba, la torpe buena fe del infeliz..., que últimamente, acosado acerca de sobre quién o quiénes pudiesen recaer sus dudas, en vista de los antecedentes que nadie como él tendría de las personas que frecuentaran la ermita o desearan a Isabel..., resolvióse a romper su timidez de escarmentado con la confesión de la íntima creencia que guardaba desde que supo la catástrofe: contó de qué manera impensada la noche de autos se detuvo en la taberna, y terminó con una explosión de llanto:

—¡Señor juez, me lo dijo d'un salto el corazón, asín que recibí el parte de mi suegro, y pa mí que no pué sé más que el Gato el asesino!

No le abonaba al Gato su historia; prestábale cuerpo también a la sospecha el forro del librito, del papel Duc, hallado cerca de Trujillo. Una hora después compareció el Gato, y a indicaciones suyas comparecieron también Mariano Marzo y el sobrino del conde de la Cruz. La plena garantía de éstos le exculpaba. Quedó terminantemente establecido que no se separó de ellos un momento; que serían las dos cuando entró Roque en la taberna; que diez minutos más tarde llegaron los caballos; que a las dos y media estaban en la carretera..., y mal podía haber gozado del don de ubicuidad para realizar, por otra parte, un crimen que, según los médicos y el cálculo de todos, debió de consumarse a las tres de la mañana. Fue puesto en libertad, y Cidoncha en prisión definitiva.

No se dudó más. Había que haber visto la diferencia entre el aplomo del Gato ante la horrible acusación y las tremendas demudaciones de Cidoncha, que no acertó ni a contestar. Hubo aquella noche un conato de pública protesta de la gente del Liceo, y se apaciguó con el ingreso de otros cuantos en la cárcel.

Ahora sí; como todo lo relativo al crimen apasionaba a las gentes, el Gato quedó más sincerado de inocencia por las aseveraciones de Mariano y Saturnino sobre la capital circunstancia de no haberse separado de ellos que no por la exactitud de lo que al tiempo referíase. Muchos labradores habían visto los caballos en la puerta de la taberna hasta bien después de amanecer; y otros, al despuntar el sol, a los jinetes saliendo hacia la feria. «¡Bah! ¡Estarían borrachos, don Saturnino, don Mariano!... ¿Qué saben ellos nunca, tan célebres, de las horas del reloj?», se comentó con simpatía.

Y La Joya respiraba satisfecha.

A cada uno lo suyo. Ya estaba en vías de cumplirse la justicia: el Gato, restituido a las casi consideraciones que la amistad de los señoritos le prestaba, los cabecillas del extemporáneo conato de protesta, en la cárcel municipal, a pasarse a la sombra una semana para que fuesen aprendiendo; y el profesor, en aquella de donde se salía para la horca...

Reanudáronse las diarias peregrinaciones a la ermita, con el repugnante criminal fuertemente amarrado entre civiles, y la muchedumbre, viéndole los ojos en el suelo, mudo, pálido, cobarde y dolorido por el hierro torturador de las esposas, que oprimíanle las muñecas, al paso de la triste procesión quería lincharlo y escupirle, y le lanzaba insultos a montones. En previsión de esto, a las órdenes de un comandante, se había reconcentrado mucha Guardia Civil de la provincia.

—¡Matailo!

—¡Matailo, a ese cochino!

—¡Que le apreten la caena!

No conformes con que le hubiesen de ahorcar delante de la ermita, algunos proponían encerrarle en ella, tapiarla, y allí dejar que entre los espectros de su crimen, la sed y el hambre le acabasen. Porque cada día, a cada nueva actuación del Juzgado, más y más se comentaba la ignominia del que todo lo negaba..., del que no sabía otra defensa que negar... La marca sangrienta, en buena hora recogida por don Pedro, era de su mano; las huellas de pisadas, de sus botas; las manchas del cristal de la ventana, de sus dedos. Una vecina de la Cuesta Melitón, Rita la Loreta, habíale visto al ser de día. Otro vecino, Melchor López, al volver con los caballos, también había visto un bulto que se le esquivó, y que juraría que era Cidoncha. Y, en fin, en casa del profesor, registrando sus cajones, encontráronse bocetos de pintura con la cara de Isabel, diseños de desnudos (lo cual revelaba la obsesión y la indecencia del hipócrita, que quería parecerle tan casto a todo el mundo), un revólver bulldog, una pistola browning y un cuchillo, que, aunque estaba en la cocina y bien lavado, tenía ciertas impregnaciones de sangre y justo el ancho de las cuatro heridas punzantes de la Cruz.

Abrumadora iba resultándole la prueba. Los más contumaces en juzgarle un hombre honrado empezaron a ceder: Octavio, que hubo de indignarse por la prisión del ex amigo, prometiéndole su inmediata libertad a la comisión de socios del Liceo que estuvo a visitarle; Gómez, que en los primeros momentos amenazó con artículos que encendiesen lumbre en su periódico; los mismos correligionarios de Cidoncha, aplastados, tanto o más que por aquella pasajera detención los más caracterizados, por las declaraciones de Melchor y La Loreta, y hasta Roque, el buen Roque, vacilante ante las datos de la mano, de las botas, del cuchillo..., del cerrojo, que por nada del mundo le habrían abierto su hija y su mujer a unos extraños...

Duro le resultaba a Roque creer en tanta infamia de Cidoncha, en tanto maleficio de la fatal belleza de su desgraciadísima Isabel...; pero no menos resistióse a creer la infamia de don Pedro, y por un empeño igual estuvo si manda o no manda a presidio a un inocente. ¡Gran Dios, a quién pudiera uno confiarse en esta vida!... Sin embargo, una oleada de fe del corazón persistió en decirle que no, que no podía ser el malvado el novio de su hija, y cuando, en vista de las circunstancias, trató con los abuelos de si debía seguir llevándole a la cárcel la comida, que siquiera le libraba del rancho inmundo, el acuerdo fue piadosamente favorable. Don Juan no tendría dinero. El director del colegio hablase apresurado a «imponerle un castigo», negándole las ciento veinte pesetas de su sueldo devengadas en el mes; así a la abuela se lo dijo. Por lo demás, esta piedad no les imponía ninguna otra de orden moral a los piadosos que no podían hablarle ni verle: estaba incomunicado con rigor inquebrantable.

Tratábase esta noche de efectuar importantes diligencias. Completos y metodizados por el juez los términos de la acusación, el reo iba a sufrir el primer interrogatorio de conjunto acerca de su hazaña. Desde la ermita acababan de traerlo al despacho del Juzgado, que estaba en las escuelas. Venían de una reconstitución del crimen. La Guardia Civil, incluso de a caballo, que hablase visto negra para contener a la nutrida muchedumbre en el trayecto, procuraba ahora aplacar los mueras y silbidos en la vieja plazoleta. Aguardaban el regreso hacia la cárcel, de donde había visto traer tres presos para ponerlos en rueda con Cidoncha.

Dentro, la mesa del salón, decorada de rojo, alrededor de un crucifijo de plata, ostentaba los objetos de la prueba. Augustamente satisfecho el Juez de su pericia, habíale dado al acto resonancia, y llenaban los estrados personas importantes, mas o menos compatibles con el santo secreto del sumario: el escribano, el alcalde, los médicos, el comandante y el capitán de la Guardia Civil, el registrador, el jefe de Telégrafos, don Atiliano de la Maza y don Macario Lanzagorta...

Sonó una campanilla. Se hizo entrar al reo. El juez tosió, apoyó la frente entre ambas manos, dejó que se agrandase la trágica solemnidad con el silencio, y empezó luego sus preguntas a propósito de las sociales y políticas ideas del profesor. Presentábale libros encontrados en su casa y que él iba reconociendo como suyos: La conquista del pan, de Kropotkin; La sociedad futura, de Grave; Socialismo y anarquía, de Naquet..., y otros, en francés.

—Otros, señores, en francés, que establecen, como éste, la indecencia descarada del autor y de todo aquel que los posea, y cuyo indecoroso título resístese a mis labios...

Lo mostraba. Sobre la blanca cubierta, el título campeaba en letras rojas..., rojas como el rubor que le daba al digno magistrado pronunciarlo. Mas como muchos no acertaban a leerlo desde lejos, se decidió, apagando la voz para que no lo oyesen siquiera los civiles:

—La joie de vivre, señores.

Escándalo. Estupefacción.

Asombro, también, por parte de Cidoncha, sobre la ignorancia del juez y de todos. Abandonando su sistema de respuestas secas, tuvo que aclarar:

—El gozo de vivir es lo que el título de esa novela significa, y no otra cosa.

Sorprendido el juez, y no seguro de que no fuese esto una treta del taimado, disimuló su confusión aprovechando la oportunidad de ordenarle a un alguacil que cerrase una ventana. Los mueras y los gritos no dejaban entenderse.

—Bien; resulta, y esto es lo esencial, que es usted ateo, materialista y anarquista.

—No, señor; socialista.

—Bueno, socialista; da lo mismo; pasemos a otra cosa... ¿Quiere decirme el procesado si siempre trató con los debidos respetos a su novia?

—Siempre.

—¿Porque ella impusiéraselos a usted, o porque usted se los guardaba?

—Por los dos.

—Entonces hágame el favor de mirar estas pinturas. ¿Son de usted?

—Sí.

—En ésta, por ejemplo, aparece bosquejada la cara de su novia, y detrás un pedazo del cuerpo de una mujer enteramente en cueros. ¿Qué propósitos llevaba usted de traicionar los pudores de su novia, componiendo acaso para su íntimo recreo una estampa pornográfica?

—Ninguno, señor juez; ese torso es de una Venus..., y no tiene nada que ver un dibujo con el otro. —Pero de una Venus... sin ropa; conste así.

Hecha la indicación al escribano, prosiguió:

—¿Se obstina el procesado en sostener que siempre trató a su novia con absoluta, con completa, con perfecta dignidad?

—Sí, señor.

—¿Así..., en redondo?

—Sí, señor.

—Pues alguien ha visto lo contrario, y está su espontánea declaración en el proceso. Una noche, volviendo ustedes a la ermita, de una procesión, por la carretera, delante usted y la novia, los padres detrás, usted la llevaba la cabeza cerca de la suya y enlazada por el talle. ¿Osa usted negarlo?

—No, señor; pero eso no creo que fuese tratarla con indignidad, con indecencia.

—¡Ah! ¿Lo cree usted propio de dos personas decentes?

Cidoncha se exaltó:

—¡Lo creo propio de ella y de mí, señor juez! ¡No tiene derecho nadie a insultar la memoria de la muerta!

—Cálmese el procesado. Para defender a la muerta estoy aquí... contra quien pudo agraviarla en la vida y el honor de manera harto más grave. Consten, señor escribano, dos cosas: que el procesado confiesa haber llevado abrazada en público a su novia y que se enoja porque a esto se le llama una indecencia... ¡Tal es su concepto del decoro!

Pronunciada la filípica, que tuvo la rápida eficacia de abatir al reo, dejóse de ironías, para decirle mansamente:

—Usted, como es lo lógico, había recorrido muchas veces el huerto de la ermita.

—Sí, señor.

—¿Conoce usted el arroyo que va por la trasera de las tapias?

—Sí, señor.

—¿Y un tronco seco que cae por fuera junto a éstas?

—No, señor.

—Lo cual es raro..

—¿Por qué?

—En primer lugar, porque se le ha hecho a usted esta misma noche gatearlo, y luego, porque... no sería la primera vez que lo subiese para entrar en la ermita.

—¡Para entrar en la ermita, entraba por la puerta!

—¿Y nunca por allí?... Contésteme, contésteme. La pregunta no envuelve más que la natural suposición de que bien puede entrar por una tapia un novio cuya novia no se enfada porque en público la abracen.

Tornó a inmutarse Cidoncha; pero esta vez forzó su indignación al dolor de una humildad:

—Suplico al señor juez más consideración para la memoria de una mártir.

—Y yo le recuerdo por segunda vez al procesado —apresuróse el juez, duro, a replicar— su falta de derecho para hacerme observaciones. Justamente mi creencia en que la acendrada virtud de la mártir no le permitiría a usted entrar a verla por la tapia, es la que me hace pensar que sin la voluntad de ella entrara usted una sola vez por todas juntas. ¿No fue por allí por donde saltó la noche de autos?

Cidoncha cerró los ojos e inclinó la frente. El juez quiso aprovechar el momento de debilidad del acusado.

—Si no por allí, diga usted cómo entró.

—Por ninguna parte.

—Bah, se aferra usted a una negativa para todo, que más le compromete. ¿Cómo demuestra que no pasó en la ermita las horas transcurridas en la noche del 20 al 21 del próximo pasado desde la una hasta las tres? ¿Dónde estuvo, si no?

—En mi casa. Durmiendo.

—Eso, fíjese bien el procesado, no es probar lo que importa que nos pruebe. Lo sería si nos dijera: estuve aquí o allí, con tal o cual amigo.

—Pero no puedo decirlo, porque no estuve con nadie a tales horas. Estuve durmiendo, señor juez.

—Bien; ¡quiere decirse —limitóse el sagaz a lamentar— que ese sueño le sería todo lo honradamente habitual que quiera usted, pero que esta vez le perjudica!

Cidoncha, más pálido en su palidez, tornó a cerrar los ojos.

—¡Hábil, muy hábil, el juez! —le comentó Barriga a don Macario Lanzagorta.

A lo que éste rechazó:

—Hombre, no lo creo. Más bien de esto resulta la inocencia de Cidoncha. ¿Es que le avisaron que iba a haber un crimen, y que él se tendría que sincerar, para citarse excepcionalmente aquella noche con amigos?

La campanilla judicial impuso orden al rumor, aunque con una gratitud de aquel que la tocaba y que había oído el elogio de Barriga.

Y venía una novedad.

El señor juez había tomado una cajita, e hizo que un civil se la pasase a Cidoncha.

—Examínelas bien. Son del papel mismo que usted fuma, comprobado en la prisión. ¿Reconoce esas tres puntas de cigarro?

Miradas, Cidoncha concedió:

—Pueden ser mías.

—Perfectamente. Han sido recogidas en el cuarto-dormitorio de la madre de su novia. ¿Cómo explica usted que estuviesen en el cuarto dormitorio?

Había causado impresión este detalle, y más la turbación momentánea del mísero acusado. No se esperaba, y sorprendió al fin la reposadísima respuesta:

—El cuarto de la señora Cruz es la habitación mas grande y clara de la ermita, en donde, por lo mismo, ella y su hija se sentaban a coser. Yo las acompañaba.

—¿Cómo a coser? ¿Eran costureras o eran panaderas?

—Panaderas, pobres panaderas, que en los ratos de vagar tenían que atender a sus costuras.

—Y..., hombre..., ¡mire que...! Y... ¿cosieron la tarde del día del crimen?

—Sí, señor juez.

Desarmado éste, no pudo insistir. Don Macario movía la cabeza, como creyendo más cada vez en la sagacidad, o acaso en la inocencia, de Cidoncha. Sentía tener que marcharse a Sobrón al día siguiente... Despertábasele el fondo de honradez hidalga y quijotesca que había podido conservar en su apartamiento de la política del pueblo. El proceso ofrecía psicológico interés, y no cabía dudar que acababa de salir Cidoncha de un mal paso.

Otro se abocaba: el del cuchillo. Cuando Lanzagorta resurgió de su abstracción, ya lo tenía Cidoncha delante de los ojos. El duelo entre el acusador y el acusado fue terrible, personal, como un exasperado cuerpo a cuerpo. No reconocía el uno la siniestra arma. Subrayaba el juez lo chocante de tal falta de memoria, puesto que el cuchillo, de aguda punta y ancha y afilada hoja, «destinado a usos domésticos en la casa donde moraba el profesor, debía de serle familiar». «No es un cuchillo de mesa; es un cuchillo de matanza, de cocina.» «¡Eso, eso, justo!..., de cocina, de donde lo tomó usted la noche de autos y donde lo volvió a dejar después de... la matanza.» «¡Oh, señor juez!» «Y el hecho marca en toda su amplitud lo que llamamos premeditación en términos jurídicos.» Igual que siempre, a estos extremos, Cidoncha enmudecía y bajaba la cabeza.

El interrogatorio prosiguió con visible desventaja para el reo. Una hora, dos.... dos horas y cuarto. Infernal evocación de cómo el criminal hubo llegado a la ventana, asesinado a la madre al ver que era ésta quien le abrió, y no la hija, acercándose a la puerta de ésta, que tuvo apenas tiempo de despertar y empujar por dentro, horrorizada..., la lucha, el nuevo asesinato del que no pudo lograr su lúbrico designio..., y para despistar de él, «precisamente», la odiosa violación de una de las interfectas...»¿Por qué, por qué no violó usted, si no, muerta también, a aquella más bella y valerosa joven, con quien lo intentó viva inútilmente?» Esta había sido la pregunta maza del indignado valedor de la justicia, y Cidoncha, temblándole la boca, bajaba, bajaba la cabeza. Sólo habíase permitido al principio un argumento: «Señor juez, en cita o sin cita con mi novia, para entrar, hubiese llamado en la ventana de su cuarto, y no en la de su madre.» Pero echáronse de menos, ¡oh!, aquellas epilepsias que hubieron de atacar al farsante en tanto quiso enternecer a la opinión como hombre sentimental y dolorido...

Lanzagorta vacilaba, reservándose para los reconocimientos en rueda que se acababan de anunciar.

Entrados los tres presos, y puestos en fila (no había más en la cárcel: dos gitanos y un buhonero, arrugadito) compareció el sereno de la calle Pacos, a decir que a las once de la noche de autos, según costumbre, vio retirarse a don Juan Cidoncha del Liceo; le saludó:» ¡Vaya usté con Dios, don Juan!» Este estaba conforme con la exacta referencia.

Y apareció Melchor.

—¿Conoce usted al profesor del colegio de esta villa don Juan Cidoncha?

—No, señó.

—¿Ni de nombre? ¿Ni de vista?

—No, señó.

—Perfectamente. A las dos de la noche del 20 al 21 del pasado, yendo usted con unos caballos a la taberna de su amo, Pedro Ramas, vio usted un bulto como de persona bien vestida, que al sentirle se escapó. ¿Sabe usted quién era?

—No, señó.

—Si se lo presentaran a usted, ¿sería capaz de reconocerle?

—Dispense usía...; le vide tan de prisa que no sé...

—Bien. Tenga la bondad de examinar a esos cuatro hombres, y decirme si es alguno de ellos.

Momentos de congoja. Imposible más sincera la nobleza del testigo. Se fijó, se nubló su cara, y dijo, señalando a Cidoncha con el dedo:

—¡Ése es!

A las consideraciones del juez sobre la fugacidad con que habríalo visto aquella noche y lo grave de la acusación no sabía más que insistir, convencidísimo: «¡Ése es! ¡Ése es!»

Y Cidoncha, con su faz sardónica, bajaba la cabeza. Patente la contradicción. Había dicho que se recogió a las once, y a las dos andaba por las sombras de La Joya.

La angustia subió de punto al presentarse la Loreta, una mujer de treinta años, que tenía toda la traza de una honrada campesina.

Preguntas previas, y en seguida lo importante:

—Vive usted en el arrabal que da frente a la Cruz. A las cuatro de la madrugada del 21 del próximo pasado habíase usted levantado y abría la puerta para que saliese con la yunta de borricas su marido. De pronto, estando éste en la cuadra, usted vio pasar un hombre, y se asustó, por su modo extraño de ir casi corriendo. Repuesta, se asomó usted un poco y le divisó debajo de un farol, en la esquina todavía. ¿Le conoció usted?

—No, señó. Únicamente me paeció qu'era un señorito.

—Hágame el favor de mirar si pudo ser alguno de estos hombres.

Se hallaba afectadísima la pobre labradora. Desde luego que giró y divisó a los presos a su espalda el espanto descompúsola los ojos. Retrocedía, fija en Cidoncha. Hubo que darla agua. Al fin, habló con honrado y sordo acento, más aterrado por las previas advertencias del juez acerca de que sus palabras pudieran llevar a un inocente al patíbulo.

—... Debo confesal que aquella noche, señó jué (y a mi hombre se lo dije), me paeció mesmamente el que corría el señorito Saturnino, el sobrino del señol conde, poco ma-j—o meno del cuerpo y naturá d'este señol; no salió de dambos de nosotro, por sel tan grave, al sabel al meyodía que habían matao a lasde l'armita; pero rnos dijimo yo y mi hombre: «¡Fue el d'anoche!»Y ahora, señol jué, al vel a este señol y sabel que este señol mató a las probes de mi arma, que clavás las tengo aquí, ¡Dios premita castigalme si m'engaño!, pero tengo que decirlo: fue el qu'aquella noche pasó juyendo por mi puerta. El concurso se fijó en que Cidoncha era menos enclenque que el sobrino del conde de la Cruz, a la verdad, pero no más alto; en lo oscuro, bien pudo ser tomado el uno por el otro.

Y era tal en la mujer aquélla la honrada equivocación de su mentira, de su confusión, pues no cabía duda que habría visto pasar a alguno; de su autosugestión por el ambiente de monstruoso error formado en torno al crimen, que el mismo Cidoncha lo advirtió.

—Señora —dijo austera y dulcemente—, Por ese Dios que invoca la ruego que repare...

Un espasmo de la asustada y un fuerte rumor hostil del auditorio, impidiéronle seguir. Entonces sintió el frío de todos los humanos desamparos, y doblando más abrumadamente que nunca la cabeza, tuvo que apoyarse en el banco.

Todo concluido. Era la una y media de la noche cuando, con su ruido de cadenas, y escoltado por los guardias emprendió entre la apretada muchedumbre el retorno hacia la cárcel.

—¡Matailo!

—¡Cochino! ¡Cochino! ¡Criminal!

—¡Matailo!

—¡Matailo de un jinchazo!

A la misma hora, en casa de la Pelos, llegando el uno cuando el otro iba a salir, los dos por la Guerrita (una de aquellas «toreras»cordobesas que habían vuelto de Trujillo), Saturnino y el Garañón daban lugar a un suceso lamentable. Pocas palabras de Saturnino, que iba como una cuba; tirada de puñal..., e inmediata ristra de puntapiés y trompazos del Garañón, que le dejaron fuera de combate y sangrando de las muelas. Las mujeres, sin cuya intervención habría pasado más, recogieron del suelo el puñal y a Saturnino. Quería lanzarse por la puerta tras el otro, y revolvíase contra las que, sujetándole, se burlaban también un poco de su segunda tardía acometividad y de su cobardía. «Pero, niño, que te v'haser porvo,...; ¿ónde quies tú í?...» La Guerrita, enchulada, sin duda, con Gregorio. Ciego Saturnino, quiso coger el puñal y matarla, al tiempo que vociferaba en una especie de demencia sus títulos de bravo: «¡Ven, so guarra! ¡Sal de ahí! ¡Verás si tengo agallas para matar a una mujer!...¡No sería la primera... que me he visto de sangre hasta las corvas, so guarra, so cochina!...»

Acudió un sereno al griterío. Le calmó. Le dio respetuosa escolta por la calle...

Entonces la Guerrita abrió la alcoba Y salió desemblantada.

—¡Est'es er qu'ha matao a esas mujeres de la ermita! —le proclamó a la Pelos y a la otra—. ¡En Trujillo me enseñó un arañazo así en sarva sea la parte, y me dijo que la que se l'había echo a patás con las uñas de los pies fue a contarlo al otro mundo! ¡To porque yo me enfurrusqué y quería dormir y él no quería!

—¡Quítate, criatura!

—¿Que no, tía Pelos?... ¡Por éstas! ¡Había que ve cómo llevaba de sangre la camisa y de gorpes toíto er cuerpo!

El terror retrospectivo de la joven se impuso a su paisana y a la Pelos.

Ésta aconsejó:

—Pues chito y a callá. Sea o no sea, na de dile con el cuento a la justicia.

Y a la misma hora, Octavio, aristocrático y gentil, dichoso con su doble conseguido ensueño de la representación en Cortes y de tener por amante a una condesa..., a la bellísima condesa hablábala del crimen en el noble lecho perfumado, durante un reposo de sus ansias. Nadie lograba sustraerse a la obsesión de las muertas de la ermita; ni Ernesta, un poco supersticiosamente sobrecogida de terror por los dramas que la belleza de una mujer podía engendrar, por la tragedia que la belleza de la pobre Fornarina había causado..., ni Octavio, ex íntimo amigo del matador, sin saber que fuese un monstruo. Gozaban la luna de miel, interminable, yendo él a pasar las noches enteras con ella, excepción hecha de algún sábado...; y ella, tan dichosa como él, ya calmada su conciencia de traición, había ido advirtiendo con sorpresa de cuán extraño modo este cielo secreto de su carne y de su alma reconciliábala completamente con La Joya, con la vida, y volvíala mejor y más amable, incluso con el conde. Ahora, sin embargo, de espaldas sobre el brazo del feliz, en abandono de infinito, jugando con una rosa, según costumbre suya, a s'efleurer unas veces los ojos, otras los labios y otras las puntas de los senos, siempre altivos y gloriosos en la gloria de su busto estatual, estremecíase al vago horror de una pregunta.

—¿No crees tú que me mataría el conde si alguna vez nos sorprendiese?

«El conde». Nunca decía «mi marido». Placíala así ponerse en una situación teatral como de leyenda, como de ruido de historias y blasones, para más avalorar el dulce y augusto sacrificio a que el amor hubo de arrastrarla.

Con toda naturalidad sabía corresponder el hidalgo amante a la alcurnia de este sentimiento, y contestó:

—Para matarte, !oh condesa mía!..., para matarte, Ernesta, antes tendría que matarme a mí.

Solemne. Perfectamente caballeresco y romancesco.

Tanto, que en otro estremezón repuso Ernesta —tal vez después de imaginarse, sobre las sedas mismas de esta cama, negra y con la lengua fuera, estrangulada por el conde:

—¡Oh, no! Pero es que yo no quiero morir... ¡Qué fea dicen que quedó la Fornarina!...

Y esta caída a lo humano, a lo mortal, a la realidad de lo vulgar..., hizo a Octavio sonreír y ver también «al conde»en su vulgarísima realidad de vejete cursi y preocupado de los quesos y el aceite. —¡No le sería tan fácil matarme ni matarte, al pobre de tu marido! —exclamó dándola un beso de succión de caramelo en una oreja, que no era, en verdad, muy legendario, al quedarse atenido a la otra única e inconmovible realidad de la hermosura de la hermosa.

Filósofo a la moderna, a la vez que aristócrata a la antigua, se puso a razonar acerca de estas cosas de muertes y crímenes y amor. Cidoncha había matado salvajemente a su novia por verdaderos atavismos salvajes del modo como España seguía entendiendo las cuestiones sexuales: las mujeres, un perenne juego platónico de provocaciones y esquiveces; los hombres, una perpetua irritación de insaciadas rabias pasionales, y la consecuencia natural, harto frecuente, la puñalada, el escándalo, el melodrama bufo y triste del honor y de la vida. A impulsos de un mal comprendido paganismo, al que le faltaba el gesto de arte consustancial de Grecia, París, en cambio, había saltado de pronto a una reacción exagerada: la del libre bestialismo, más o menos bien vestido..., la de la desvergüenza de la mujer, que sin el sentido de la delicadeza que les da a los hombres la instrucción, y perdidos los pudores, llegaban a la indiferente y torpe ostentación, igual que de la cara, de los más escondidos rincones de su cuerpo. Esto era asqueroso, por mucho que una refinada perversión quisiese sublimarlo ... Y él, Octavio (y constábale deliciosamente además a Ernesta, sabía arrancarle al amor carnal todas, todas sus delicias, sin que ninguno de los dos perdiese aquel perfume de alma ni ella el del recato que hacíala semicubrirse rápidamente entre las sedas; así que había pasado el deliquio de pasión. A bas les pattes!, entraba ganas de decirles a las francesas con el apache estribillo parisién.

Deducía:

—Tal el amor civilizado, mitad animal, mitad angélico..., y entre París y La Joya, justamente, con nuestro amor, Ernesta mía flota la verdadera definición del digno humano amor del porvenir. Verás, recorramos un poco la historia...

Oh la, la —le interrumpió en francés, trop humaine la condesa, más humanizada por aquella fulgurante alusión a sus delicias—. Tu n'est pas un ange, toujours, bien vrail!... à m'etouffer, à m'epanouir, à me tuer, méchante..., à me faire mourir de toi et de la rageuse envie d'apeller à tout le monde à mon secours!...

En castigo, dejando de filosofar, quiso infligirla Octavio nuevamente el tormento de los cielos..., y ella lo impidió, rota, muerta todavía...

—¡No!, ¡déjame, por Dios!... Formales ahora, muy formales. Sabes que quiero decirte una cosa de importancia, y puedo decírtela al fin: mis dudas, nuestras dudas del pasado mes, ya no lo son... ¡Alégrate, Octavio de mi alma!... ¡Estoy embarazada!

Ansiada novedad. Contingencia esperadísima. Salvo el temor de Ernesta a que él la quisiera menos cuando el vientre la creciese, los dos se volvieron locos de alborozo. Y el resto de la noche lo pasaron calculando el modo de que Octavio se ofreciese de padrino en cuanto ella proclamara públicamente la noticia...

Una siesta, Melchor, tumbado en un poyo del portal, miraba andar las moscas por el techo y pensaba en cómo diablos podrían las moscas andar cabeza abajo... Luego púsose por milésima vez a pensar que el Gato se llevaba el producto casi entero de lo que en esto de la emigración trabajaba él, y no el Gato, por los pueblos; que el Gato se divertía de juerga con los señoritos, mientras que a él teníalo como un criado en la taberna; que Gato se calzaba mensualmente treinta duros, y él quince nada más, de lo que en Madrid ganaba Petra; que el Gato le impedía, de miedo a que le cortase el pescuezo, irse a Madrid para llevarse la primer vida con su mujer y sus cuñadas...

Y repentinamente, pensando también que si ahorcasen al Gato él pudiera realizar aquel empeño, se levantó, atrancó la puerta de la casa, buscó pluma, tintero, una hoja de libreta y púsose a escribir, empleando en cada letra media hora:

«SeÑo juEr. debOd ecirle Asuseñaría qel Gato es quien amatao las de la Hermita poR ayudaunos señorito der pueblo.»

Cuando el señor juez recibió este anónimo, lo leyó y lo releyó, lo consideró, lo meditó unos diez minutos y lo tiró al cesto de papeles. Sólo que se le ocurrió enseguida que podría servir quizás de contraprueba, en el caso de ser necesario o conveniente descubrir que lo hubiese escrito algún oficioso amigo de Cidoncha, y lo recogió y lo unió a los autos.

—¡Bah! —pensó—, alguno del Liceo.

XVI

Atascado en lo horrible el monstruo de ignominia que fuese el profesor, el empujón de la justicia no lograba últimamente hacerle avanzar mucho hacia la horca. El juez desesperábase. Ni aun habiendo recurrido al secreto y siempre eficaz recurso de dejar que le apaleasen, que le torturasen de mil modos, acababa de arrancarle nada decisivo. Un día pusiéronle el cuerpo negro a vergajazos, curados después con vinagre y sal; otro le acuñaron los tobillos y rompiéronle un dedo de la mano por torsión..., y allá seguía, en su incomunicación completa de la cárcel, flaco y blanco como un espectro, lleno de barbas como un ogro, tirado entre las ratas y los guiñapos de su cueva como un guiñapo más, mudo, pidiendo, antes que confesar, que acabaran de matarle...

Sí, sí..., el pueblo se resignaba mal a aquella paralización en medio de la angustia; Gómez volvía a pedir en La Voz de La Joya el nombramiento de un juez especial, y don Arturo, que había ido consiguiendo borrar la antipatía de su aspecto de tardo y arrugado sapo con su enorme actividad en este proceso (el primero en que para lucir sus dotes dejaba libertad don Pedro Luis), se desesperaba y tornaba a recaer en el público descrédito.

Las puntas de cigarro, las huellas de la mano y los dedos, la ventana sin fractura, el cuchillo, los lúbricos dibujos, los testimonios del sereno, de Melchor, de la honradísima Loreta..., el cúmulo de abrumadores datos, en fin, amontonado en los primeros días con tanta rapidez, no acababa de confirmarse ni con una confesión o siquiera cotradicción del pertinaz, ni con el hallazgo de ensangrentadas ropas o de cualquier cosa de terminante acusación, tan repetida y minuciosa e inútilmente buscadas en su casa. Al revés, en cuanto de un modo personal refirióse a la prueba por Cidoncha, más bien se perdía el terreno. Habíasele permitido escribir a su familia sin otro objeto que confíarle en que no se le revisarían las cartas, y abiertas las suyas y las respuestas y vueltas a cerrar con cuidados exquisitos..., ¡nada!, ternuras, austeridades, la misma hipocresía... «Se me acusa, ¡oh, ya veis!, de haber sido el asesino de Isabel.» «Ayer me quitaron el retrato de ella que guardaba en la cartera. Era mi único consuelo de fe y de llanto en este encierro. Mandadme aquel pequeño que os mandé.» «No, no vengáis. Lo paso bien. El padre y los abuelos de Isabel me siguen enviando la comida. El error, madre, se desvanecerá, tarde o temprano, y yo seré quien vaya junto a ti. Giradle únicamente, si podéis, algún dinero a Roque»... Habían venido su padre y un hermano, habían vuelto a marcharse con el desconsuelo de no poder ver al criminal, con la pena de no poder hacer en su descargo absolutamente nada más que dejarle al juez otras antiguas cartas del malvado, y su presencia de pobres campesinos no había servido, en todo caso, sino para rectificar el que Cidoncha fuese de distinta condición social que Isabel, por su origen de familia, y aquellas nuevas cartas no habían hecho más que corroborar la hipocresía de sus cariños. «Madre, esta mujer es una santa, me casaré con ella, y estarás orgullosísima de la madre de mis hijos.» «Creo que en octubre se efectuarán al fin las oposiciones. Las ganaré, y la boda se efectuará inmediatamente»... ¡Nada! ¡Nada!¡Nada!...

Así habían ido transcurriendo los días y las semanas; así quedaban como única, fría y triste verdad en el camposanto aquellas muertas, gala de La Joya poco hacía con su virtud y su belleza, y que ahora con su horrible gesto eterno esperarían el rigor de la justicia de los hombres. Y así amenazaba transcurrir Dios supiese cuánto tiempo.

Pero terco, más terco que Cidoncha, el juez no se rendía. Otra paliza. Otro intento de tortura, encargando a los guardianes que voceasen los nombres de Cruz y de Isabel y que diesen gritos como de ultratumba por las noches. Otra y otra investigación desbaratando muebles, alzando uno por uno los ladrillos y excavando en los corrales de la casa del bandido... Cuando menos, esto, que permitía no cesar en las siempre aparatosas salidas del Juzgado, entretenía las ansias de don Pedro Luis y del pueblo entero, sobre todo, extraviado en fantasías locas que servíanle de pasto a la sorda murmuración con motivo de las frases por Saturnino pronunciadas en casa de la Pelos... Él habría sido el matador..., durante alguna de aquellas furiosas inconsciencias de demente a que las borracheras le arrastraban; y Saturnino, el dignísimo sobrino de condes y marqueses, con su mera presencia hacía cesar las conversaciones del crimen en cuanto entraba en el casino; no las sacaba nunca, por su parte, y extrañando aquella muda hostilidad, se iba pronto y se emborrachaba solo, para olvidar la exaltación infame y pasajera de las gentes. Mariano Marzo, harto de ser acosado con la absurda especie relativa al camarada, en las tertulias, también había ido a refugiarse en los desiertos de un cortijo.

Y he aquí que una tarde, Roque, que, venciendo su horror hacia la ermita por el no menos horrible afán de descubrir a los malvados, solía acudir a ella desde que los demás la fueron dejando en abandono, tuvo un hallazgo singular: un farol, rodado frente a la fatídica ventana, bajo las terreras hojas anchas de unas matas de sandía... Era nuevo. No era suyo. Si perteneciese al criminal y estuviese allí desde la noche lúgubre, bien claro proclamaba la torpeza con que la gente de justicia, después de tanta búsqueda, hubo de buscar. Desconfiado de estas gentes de justicia que de tal manera torpe y cruel mantenían la acusación contra Cidoncha, tomó el farol, no dijo una palabra, y entregóse a indagaciones por sí mismo. Al día siguiente, Benito López, uno de los tres hojalateros de La Joya, reconocíalo como construido en su tienda para el Gato: fecha, dos meses atrás: reconfirmaciones absolutas, la del oficial que lo manufacturó, con el detalle de las correderas de recambio para aceite y para vela, y la del aprendiz que lo llevó... ¡Ah!, nuevamente brincó en las entrañas de Roque el instinto que gritábale que no podía ser más que el Gato el asesino. Llorando recabó y obtuvo de los hojalateros la promesa de no negarle al juez la que a él le confesaban, y llorando de triste certidumbre le llevó el farol al juez..., que enfurecido al pronto con Roque por suponerle obseso contra el Gato y capaz incluso de querer perjudicarle con cualquier falsedad, acabó reconociendo que no sería fácil que el farol estuviese en poder del pobre Roque, medio tonto, si no lo hubiese hallado tal como lo decía. Hizo, pues, comparecer a los tres hojalateros, y recordó, en fin, a la vista de las rotundas afirmaciones, el forro del librito manchado de sangre, y el anónimo (ya probado de letra extraña a Roque y a sus suegros) en que señalaban la complicidad del Gato para «ayudar a un señorito». Bah, esto sí, principalmente..., porque no destruía la realidad fundamental de que el señorito era Cidoncha.

Noche de reconstitución mental de hechos y de nuevas reflexiones para el juez. Recluido en el Juzgado, hasta las doce permaneció con el anónimo y el librito delante de los ojos. Éste había cobrado una importancia colosal desde que, enviado a la Real Academia de Madrid, fue devuelto con un autorizadísimo dictamen: sólo eran de sangre humana sus manchas, y no las del cuchillo. Por cuanto al anónimo, decía: «...Por ayudaunos señorito der pueblo...»; y dejando por cuenta de la malísima escritura aquellas de unos en plural, quedaba un señorito... ¡Cidoncha! Todo le iba bien a don Arturo mientras no le quitasen al profesor de entre las uñas, y hasta convenía la novedad con las dobles huellas de pisadas de la ermita. «Cidoncha habría pagado al Gato para que sujetase o matase a la madre en tanto él se entendía con Isabel».

Sin embargo, prudente, e imitando el proceder de Roque, al otro día recorrió en persona los estancos. Pudo sentir el sagaz los calofríos de su victoria: la marca de libritos Duc únicamente se expendía en dos; y en el más próximo a la oficina-taberna del Gato, comprobáronle que éste «la gastaba». Orden de detención. Otra comparecencía del Gato, tan sereno, en el Juzgado; pero esta vez, tras de sus contradicciones y negativas en sus careos con Roque y los tres hojalateros acerca de que el farol fuese suyo, con su cínica serenidad y todo, fue a la cárcel.

Tres días después, grandes noticias recorrieron eléctricas La Joya: la culpa de ambos presos estaba manifiesta: el señor juez, que siempre ahora personalmente dirigía las investigaciones, y que, calculando que el doble rastro de sangre por la puerta y la tapia deberíase a que los criminales se apartasen al salir, escapándose Cidoncha por el lado del arroyo..., entre el alpechín y los limos del fondo del arroyo había encontrado un encendedor mecánico de níquel, caro, con mecha y borlas de seda, de los que para fumar usan nada más los señoritos, y en el pozo del corral del Gato una chambra de campesino y un cuello planchado y unos puños sin gemelos, horriblemente manchado todo ello de sangre.

Los hechos comenzaban a arrojar sobre el proceso sus terribles elocuencias: «el Gato y Cidoncha se habrían reunido en la casa de aquél, y después del crimen, para lavarse, para mudarse de ropas, para hacer desaparecer todos los rastros...; y se recordaba que no fue a las dos, sino ya al amanecer, cuando muchas gentes habían visto al Gato con Marzo y Saturnino partir hacia la feria; que bien podía el Gato haberse separado de éstos una hora a pretexto del arreglo de su mula en el corral, que hasta tal cosa de tener con él toda la noche en la taberna a personas respetables pudo ser para el taimado la preparación de la coartada..., y que, fiando en que Marzo y Saturnino estuviesen como uvas, Cidoncha osara volver a la casa del cómplice, quizás saltando también por tejados y bardales. Y últimamente, si en el pormenor pudiese haber puntos confusos, en lo principal, en lo tan esperado por todos, en la prueba de hechos y de cosas, allí estaban el farol y la chambra del Gato..., el mechero, los puños, el cuello y el pañuelo de Cidoncha. ¡Claro es que ninguno de los dos reconocíanlos como suyos! Pero ¡ya era esto lo de menos!»

Volvía el proceso a la agudeza de interés, con sus declaraciones solemnes y sus procesionales salidas de los reos y del Juzgado. Entre los hierros de las esposas veíasele al profesor (que ya no era sombra de sí mismo, sino algo inmundo y repugnante) una mano entablillada, y entre las barbas, equimosis y heridas de los golpes. El Gato, en su primera conducción a la ermita, no llevaba por la cara señal de golpe alguno; en las siguientes, sí, y esto confortaba a las gentes. Le habían odiado tanto como habían temido, en particular el grupo de señores por él atracados tiempos atrás, al salir de la ruleta; y bien sujeto esta vez por las argollas de un delito más terrible que la muerte aquella del pobre aperador, casi se alegraban de que lo hubiese cometido para verle, al fin, en rápido camino, hacia la horca. de donde no se vuelve, como de Ceuta...

—¡A la jorca!, ¡a la jorca con los dos!

—¡Matailos!

—¡Cochinos! ¡Granujas! ¡Criminales!

A Cidoncha temblábale la boca de dolor, y no alzaba los ojos. El Gato lanzaba miradas tremebundas.

Una noche se desmayó en la plaza una joven forastera. Era la Guerrita, llegada con la Pelos a presenciar la triste procesión, igual que el pueblo entero de La Joya.

—¡Pobresillo! —había exclamado con gran estrépito de llanto al paso de Cidoncha—. ¡Debían sortarlo y prendé a... otro, que asín son las cosa d'este mundo!

Y como, oída y comprendida por unos socios del Liceo, éstos iniciaron en favor de su ex jefe una protesta, la Guardia Civil, por lo pronto, de orden del juez, realizó tres o cuatro detenciones; de orden del alcalde, a las veinticuatro horas se hizo salir de La Joya a la Guerrita, y, antes de terminar la semana, quedó clausurado el Liceo y disuelta la Sociedad Obrera, de orden del señor gobernador de la provincia.

¿Oyó, entendió Cidoncha aquellos gritos, que en su rigurosa incomunicación de cuarenta y tantos días llegábanle como primero y mínimo consuelo?

Acaso no. Atravesaba ya la multitud envuelto, con la fija imagen de Isabel, en la majestad de su calvario. Las injurias, los escupitajos de abominación caíanle sobre una coraza impenetrable. Dijérase que no esperaba ni deseaba sino la purificación de la ignominia de la muerte para unirse, en no se supiese qué regiones de pureza, mártir también, con la bella mártir por la afrenta y la barbarie arrancada de la vida.

Por eso no advertía siquiera que desde que prendieron al Gato, el odio, mayor a éste, o lo que fuese, amenguaban las públicas sañas contra él. Por eso no advertía tampoco que en la especie de teatro fúnebre en que las vanidosas tolerancias del juez seguía convirtiendo para unos cuantos los interrogatorios del proceso (don Atiliano de la Maza, el registrador y el jefe de Correos, Lanzagorta... Gil Antón, ahora llegado con sus estrellas de teniente), la antigua cerrada hostilidad de los extraños iba dulcificándose en piedad.

—¿Conoce usted este cuello y estos puños?

—No, señor.

—Vuelva a fijarse bien. No están limpios; pero puede reparar en la forma y los pespuntes y decirnos sí son suyos.

—No, señor.

La suegra de Roque tampoco los había reconocido como pertenecientes al profesor, cuya ropa lavaba y planchaba. Además, el cuello de pajarita, y Lanzagorta y muchos recordaban que Cidoncha usábalos a la marinera.

—Vea el procesado con más calma que otras veces si es de su propiedad este mechero.

Lavado del cieno del arroyo, aparecían nítidos su níquel y el sedoso borlón verde y escarlata de la mecha.

—No, señor —dijo monótono Cidoncha, sin más que una leve obediencia de examen por mera cortesía.

—Pero ¡señor! ¡Si no se fija usted!... ¡Hágame la merced de tomarlo entre las manos!

Obedeció Cidoncha, venciendo las fatigas infinitas que le causaban la pesadísima cadena y las más pesadas y estúpidas preguntas; y, sin mirarlo apenas, insistió con desaliento, después de unos segundos: —Para afirmar que no es mío, no creo tener que fijarme, señor juez. No he gastado nunca encendedor.

Roque, los suegros de Roque, el director del colegio y varios socios del Liceo, efectivamente, habían hecho constar que nunca le vieron a Cidoncha este lujoso y llamativo mechero, ni ninguno. Para colmo, Lanzagorta y el señor de la Maza, que veíanlo limpio por primera vez, se estaban cambiando visajes de horror y de sorpresa al recordar aquel colorinesco borlón de sedas pendiente del bolsillo de Saturnino de la Cruz.

—«¡De él, de Saturnino!»

—«¡Sí, de Saturnino!» —cambiaron en voz baja.

Y lo mismo que ellos, seguramente, corroboraríanlo cuantos estaban hartos de admirarle o de envidiarle al sobrino del conde el bonito encendedor comprado en Córdoba. Habíalo sacado siempre en el casino con igual fanfarronería que lo llevaba por las calles con la borla fuera del bolsillo, a modo de punta de pañuelo, y él propio les explicaba que tal era la moda de llevarlo, y de seda la mecha, por eso, a cuantos extrañaban que así lo guardase.

¡Ooooh! ¡Gravísima la consecuencia de este indicio!... Pero, volvía el juez a las preguntas, y don Atiliano y don Macario le restituyeron su atención.

—En la noche del 20 al 21 de mayo, luego que a las once hubo salido del Liceo, ¿estuvo usted haciendo tiempo por las calles, o en su casa, para ir después a una taberna?

—No, señor.

—¿Conoce usted a Pedro Ramas Izaguirre, llamado el Gato, vulgarmente?

—Sí, señor; de vista y de nombre.

—¿Desde cuándo? ¿Tiene con él intimidad?

—No le he hablado nunca.

—¿Hasta la noche del crimen?

Silencio e inclinación consabida de la frente en el reo. Indignación e impaciencia en el juez.

Se hizo pasar al Gato. Tanto más su situación se había empeorado, cuanto que la sangrienta marca del paño de la mesa y las huellas de rústicas pisadas examinadas mejor por los médicos Carrasco y Pardo del Corral, en vista del fracaso de Barriga (que afirmó de sangre humana las del cuchillo en que hubo de negarla la Real Academia de Madrid) coincidían exactísima, palpable, indubitablemente con su mano y con los zapatos de clavos encontrados en su casa.

—¿Dónde arrojó usted el cuchillo con que mató a Cruz López Benito?

—En denguna parte. Yo no he matao a naide, señor jué.

—¿Nunca? ¡Hombre, qué inocencia! ¿Ni al aperador del señor Rivas?

—Por aquello cumplí lo mío, y na tié naide que decí.

Tosió significativo Lanzagorta. Letrado también, desaprobaba los comentarios y la manera de interrogar del compañero.

—Bien. Si la blusa hallada en el pozo de su casa no es de usted, según afirma, ¿cómo explica que en el pozo se encontrara con los puños y el cuello del procesado Cidoncha?

—¿De quién? ¿D'este señó?... No lo puó explicá de mó denguno. Si er tiró er cuello y los puños ar pozo de mi casa, ér tiraría tamién la blusa y sabrá de quién demónganos pua sé.

—¿Conoce usted a don Juan Cidoncha y Moyo?

—No, señó.

—¡Hombre, qué afán de negar y de contradecirse! ¿No acaba usted de decir que es este señor? ¿No comprende que así se perjudica?

—¡Contra! Qué prejudica ni... Conocele claro está que le conozco, sobre to dende que con ér m'han traío ostés aquí...; pero, vamos, quió decí que no le trato.

—¿Que no le trataba usted... hasta la noche del crimen, o, con mas exactitud, hasta que algunos días antes de buscase a usted para ajustar la muerte de la Cruz López por un tanto?

—¡Coile! —revolvióse el Gato hacia Cidoncha—, ¿ér ha dicho eso?

—No —apresuró a aclarar el juez—. Lo digo yo, infiriéndolo de hechos comprobados.

—Pos miente osté, señor jué... y perdóneme su señoría.

Fue llamado al orden. Lanzagorta volvió a darle al colega de la Maza con el brazo y aun le susurró: «¡Se le emplea! ¡Es torpe y tonto don Arturo como él solo!»

Y siguió el contrariado juez su táctica de supuestos:

—¿Cuánto percibió usted de Cidoncha por el compromiso de ayudarle? ¿Cien pesetas?... ¡Hay motivos que permiten creer que cien pesetas!

—Pero, ¡hombre! Por las ánimas bendita, señor jué! ¡Cien peseta!... ¡Bueno!, ¡cien peseta!... ¿Es que asín, sin más ni má, pa matá un cristiano, por cien cochinas peseta cré osté que se pué comprá un hombre como yo, que gana er triple en una hora que quiá en su oficio regolverse?... ¿Es, además, que cré osté que en toa su vía ha podio tenel este señó pa mandal rezal a un ciego?... ¡Hombre, señor jué, por Dios y por los santos, que va osté iciendo casandés que canta el credo.... y usía que disimule si le farto!

Irrespetuosa la réplica, pero formidable el argumento. El profesor, que apenas había tenido para comer en casa de unos pobres, mal tendría para comprarle el compromiso de su vida a un hombre que nadaba en la abundancia. Y se desconcertaban el juez y el auditorio, porque si resultaba absurda la complicidad de ambos procesados por dinero, más absurda resultaba por una alianza de amistad que nunca habían tenido; a estas cosas se iba con los íntimos, y nada más; y justamente los íntimos del Gato, por colmo de confusión y de ironía, y por mucho que en su contra hablaran los hallazgos del pozo, eran dos personas respetables que persistían en declarar no haberse separado de él aquella noche.

Un lío. Un lío del que el juez no sabía desenredarse. Como siempre, cortó su irritación haciendo salir a los presos. Un alguacil se le acercó, a una señal imperceptible. «¡Que le den leña en firme, hasta hacerle confesar!» «¿A los dos?» «¡No al Ramas!», limitó el juez, compadecido siquiera del contraste de humildades de Cidoncha con las insolencias del Gato insolentísimo.

Y dio por terminada la sesión.

—Bueno, compañero —manifestábale en la puerta Lanzagorta—; ¡para mí que Cidoncha es inocente! Bufó el juez y le dejó con el sarcasmo de aquella fe en las inocencias de un canalla entre los labios. A pesar de lo cual, no fue otro que el tema de la posible inocencia de Cidoncha, defendido por el bilioso y corpulento don Macario, y aun apoyado por don Atiliano de la Maza, el comentario de la tarde en el casino. Ambos aludieron insidiosa y repetidamente al bonito encendedor..., aunque sin permitirse nombrar a Saturnino, como no lo habían hecho ni entre ellos propios a la vuelta del Juzgado, por no agravar el terrible runrún que corría respecto a aquél, con algo de directa y fundada inculpación ya más terrible.

«¡Ese hombre, ese desgraciado de Cidoncha, no debía seguir un minuto más en la cárcel!»

Tal la conclusión de Lanzagorta, aprobada por muchos, y especialmente por Gil Antón, con la indignada entereza del justiciero y recto espíritu militar aprendido en la Academia.

Y..., ¿qué? ¿Por qué no se veía a Saturnino en las tertulias? ¿Era que, siendo un criminal, temíale a su conciencia, o que, siendo sencillamente un cobarde, huía del Garañón, desde aquella tanda de trompazos en casa de la Pelos?... Preso el Gato, enemistado el Garañón, Marzo en su cortijo, el Curdin-club se había disuelto; o cuando menos, quedaba reducido a la pareja que formaban su eternamente mudo e insociable presidente y el sobrino del conde de la Cruz. Uno y otro, sin hablar, ¡muuú!, borrachos como cubas, cruzaban sombríos el pueblo, recorriendo las tabernas.

Pero la opinión obstinábase cada día más en creer culpable a Saturnino. Siempre usó los cuellos de pajarita, y era, principalmente, abrumador el dato del mechero. La misma pertinaz ausencia del noblote Marzo le acusaba porque quería significar, sin duda, que sabría el crimen, realizado por su amigo y por el Gato, mientras él aquella noche, apercibiéndose a la feria, hubiese ido a su casa por dinero y por el potro; y que por no tener que defenderle o delatarle se apartaba de las gentes.

Volvía el proceso a atascarse, entre la irritación creciente de La Joya. El juez volvía a recibir anónimos tachándole de inepto. Algunos, tres, cuatro, en pocos días, de letras varias y correctas, indicaban:

«El encendedor es de Saturnino de la Cruz.»

¡Caramba!

Otro, otros dos, en poco tiempo:

«El encendedor es de Saturnino de la Cruz.»

Acabó por preocuparse. Alejado de tertulias, y sordo a insidias de la vulgar maledicencia, los públicos rumores no llegaban hasta él. Los rechazaba, los atajaba, cuando se los querían comunicar sus subalternos, como había hecho al intentar don Macario razonarle la inocencia de Cidoncha. Un sensato magistrado, y principalmente si ya tenía la buena pista, no debía en manera alguna dejarse influir por neurosismos. Sin embargo, percibió la importancia de dilucidar si el mechero fuese o no del profesor: «Si lo fuese, su condenación quedara explícita; y si no, si perteneciese en realidad a Saturnino, la cuestión, sin quitarle ni ponerle nada a la culpa de Cidoncha, quedaríase reducida al extravío de un más o menos valioso objeto, que se le devolvería a su amo.» Delicadamente, pues, una mañana, presto a ahorrarle a una persona digna las siempre odiosas expectaciones del Juzgado, con el escribano y un amanuense, que hubieran de consignar la resultancia, se fue a ver al sobrino del conde.

Eran los doce. Pura, al recibirlas, sufrió una crisis nerviosa. El galante juez poeta tranquilizó a la bella dama. La informó. La entregó el mechero, puesto que su señor marido hallábase durmiendo aún, y no había que levantarle.

—Se trata, señora, únicamente, de que nos diga si es suyo..., y en caso tal, puede, desde luego, retenerlo.

Pura Salvador, muy pálida, con la niña en brazos, a los diez minutos, tornó a aparecer en el antiguo salón, alhajado austeramente por el párroco don Roque, y que realzábala sus plenas dignidades de madre en un santo ambiente familiar. Habíala costado trabajo despertar al marido de una profunda borrachera.

—No, señor Juez; dice que no es suyo.

«¡Luego es... del otro!», pensó el juez. Y hecha constar la manifestación en los autos, acabó la diligencia.

Otra larguísima semana. Los presos, en su fondo de la cárcel; el público, impaciente; el Juzgado, en la tarea de depurar lo respectivo a los puños y el mechero. Ya que la visita a los estancos resultó para el librito, visitábanse las tiendas. Mecheros como aquél no se vendían en La Joya. Los fenómenos, en cambio, mostraron cuellos y puños idénticos a los que habían sido devueltos por la Academia de Madrid con el dictamen de ser de sangre humana sus manchas; sin embargo, expendían muchos a mucha gente, y no podían determinar a quién ni cuándo hubiésenles vendido aquéllos.

«¡A Saturnino Cruz, sin duda!», les manifestó a sus dos hermanos el hermano mayor de Los fenómenos, que era el más feo, así que el juez hubo traspuesto, 35, el número del cuello. Nadie tiene el pescuezo tan delgado como él.

Y lo que por miedo a la justicia, tratándose de quien se trataba, especialmente, dejó de figurar en el sumario, desde la boca de Los fenómenos mismos fue misteriosamente pasando a engrosar, como prueba irrecusable, el público rumor.

Don Macario de la Maza, Gómez y Gil Antón arreciaban sus defensas de Cidoncha.

Gómez volvió en su quincenario a publicar sendos artículos, que a toda plana encabezó con letras grandes:

«NO HAY DERECHO A SOSTENER LA PRISIÓN DEL PROFESOR, Y MENOS SU INCOMUNICACIÓN ABSURDA, INÚTIL Y ANTIHUMANA.—EL COMERCIANTE QUE VENDIÓ LOS CUELLOS Y LOS PUÑOS SABE A QUIEN SE LOS VENDIÓ.»

No osaba a mayores determinaciones. Hallábase descorazonado, porque los colegas de Badajoz, en vista de que la prensa de Madrid no decía nada del crimen, tampoco hablan vuelto a copiarle ni a mencionar siquiera sus trabajos.

Gil Antón, en cambio, una noche, incapaz su caballeresco espíritu, cultivado por la religión de honor de la Academia, de resistir más la iniquidad que se estaba cometiendo, se encerró en casa y escribió un valiente artículo para El Liberal. Después de relatar el crimen sumariamente, clamaba por la libertad inmediata de Cidoncha, del mártir cuya inocencia demostraba examinando y echando abajo una por una las acusaciones del sumario.

No habían logrado hallar en su vivienda un solo dato no ya comprometedor, que ni siquiera sospechoso. Al revés, muchos que le abonaban: las cartas de su familia, como prueba de la pasión noble por la novia con quien pensaban casarse; la especie de divinización de ésta hecha en el retrato para el estandarte de la Virgen; los solícitos cuidados de los parientes de Isabel, novia del preso; las francas declaraciones de los mismos acerca de haberle sentido entrar la noche del crimen a las once, según costumbre, sin haber vuelto a percibir ruidos de puertas... Y. por otro orden, sus antecedentes de honradez acrisolada; su falta de recursos para comprar complicidades; la plena claridad con que el marido y padre de las víctimas establecía su persuasión de no creerle delincuente y de la posibilidad de encontrar colillas de cigarros suyos en el cuarto de la Cruz, porque allí ellas se sentaban a coser y Cidoncha a acompañarlas. Destruidas, pues, en el alegato acusador aquellas sospechas del cuchillo, de las huellas de las manos y los dedos, que correspondían a los del Gato; del encendedor inconfundible, del cuello, de los puños, pertenecientes al otro verdadero criminal, y el testimonio de Melchor sobre haberle visto a las dos de la mañana por las calles, tanto más dudoso cuanto que Melchor, criado del Gato, habríalo así depuesto falsamente por intimaciones y consejos de su dueño (con lo cual resultara encubridor, y, lógicamente, procesable, a pesar de hallarse absurdamente libre todavía...) sólo quedaba en pie y con alguna fuerza aquel otro testimonio, sincero, sin duda, pero equivocado, de la Loreta, referente a HABER CREÍDO VER al profesor volviendo de la ermita al rayar el alba—«Ahora bien: la buena mujer, cuyo contagio de la pública obsesión contra Cidoncha, en los primeros días de desorientación, fue el que debió inducirla a una tal afirmación alucinada, en sus propias declaraciones había hecho constar de un modo espontáneo que al principio pensó que fuese el fugitivo... otro señorito del pueblo..., justamente aquel sobre quien recalan ahora todas las sospechas, llena la cara aún de señales de arañazos, amigo íntimo del Gato, dueño del cuello, de los puños, del encendedor..., y que sin embargo, por hallarse emparentado con altos personajes, continuaba, lo mismo que el Melchor, en la misma libertad incomprensible. Lejos del ánimo del articulista la delación, absteníase de citar nombres que aún no habían figurado en el proceso; pero recogía hechos que eran ya verbo de fe en la conciencia popular, generosa aunque tardíamente reaccionada en favor del profesor, y pedía, fundado en ellos, que, se encarcelase o no a quien juzgaran oportuno, cesara inmediatamente, cuando menos, aquella infamia de hacer pagar las culpas de otro a un inocente..., a un hombre de meritisima historia de trabajo y de humildad, de altruismos, de virtud, de abnegaciones y bondades bien probadas en La Joya.

Escrito esto con vibrantes tonos en el aislamiento de quien no necesita juicios ni auxilios de los demás para dejar cumplido un mandato de su honor, el joven lo envió a Madrid sin decirle a nadie una palabra; y fue una bomba de fuego o de luz El Liberal, llegado a los tres días con el artículo en sitio predilecto.

La Joya se conmovió. Se vio al juez y al alcalde y a Jarrapellejos andar azoradísimos en secretas conferencias. Gil Antón cobró aureola espléndida de héroe.

—¡Oh, sí! —atrevíase Lanzagorta a proclamar en el hervidero del Casino—. ¡Sin duda que en la educación militar van quedando refugiados los últimos deberes de una sociedad que se pudre a todo escape!

Decíase que iban a procesar a Gil Antón; que iban, si no, a solicitar su arresto, de sus jefes, por infracción de la ordenanza referente a la pública emisión de juicios y protestas sobre asuntos de justicia. Mas no lo procesaron. Lanzagorta, De la Maza, Gómez y el mismo Octavio..., ¡al fin!, el mismo Octavio, apareciendo en el Casino, sostenían, después de haber sostenido éste, con su autoridad de diputado, igual criterio contra el juez, que si el joven teniente pudo incurrir en alguna culpa, harto redimido quedaba de ella por su intento generoso...

Fueron a verle por la tarde. La explosión de compasiones por Cidoncha ahogaba a todo el mundo. Urgía volver al alma del martirizado infeliz algún rayo de esperanza, algún resquicio de claridad por donde pudiese empezar a vislumbrar que el mundo no era tan torpe, tan miserable y tan cruel que le hubiese dejado enteramente en abandono. Entre Lanzagorta, Gómez y Gil acordaron quebrantar la incomunicación del preso con una estratagema: visitaron sin pérdida de instante a Roque y a los abuelos de Isabel, que estaban llorando de alegría y de gratitud; conviniéronse con ellos; metieron el recortado artículo de El Liberal en el interior de un panecillo... y aquella noche, en su cena, el desdichado pudo, acaso, si no llegó a estorbarlo la inspección del carcelero, recibir por primera vez la inmensísima alegría de saber que alguien, fuera de la cárcel, preocupábase de retomarle a la vida y al decoro.

Gil Antón recibió telegramas de El Liberal y de más de veinte periódicos rogandole diarias informaciones del crimen. Pero, cumplida su única obligación de alta humanidad para con Cidoncha, y esperando el resultado, comprendió que no debía insistir. Gómez y un joven auxiliar de las escuelas, socio del Liceo, (que continuaba clausurado), tomaron el encargo por su cuenta. Aquella misma noche llevaron a Telégrafos despachos nada cortos para El Liberal, para El Imparcial, el Heraldo, La Tribuna, el A B C..., sino que antes de que pudieran gozar la satisfacción de verlos impresos, y Gómez particularmente, ya que en ellos autobombeaba de lo lindo su periódico, Jarrapellejos, tan pronto como al día siguiente se hubieron levantado, mandólos llamar a la Alcaldía y les desilusionó completamente: los despachos no habían salida de La Joya. Valiéndose de súplicas, primero, y de razones (siempre diplomático), les quiso hacer entender la improcedencia de complicar el ya de suyo más que complicado crimen de la ermita con ruidos y alborotos de la prensa de Madrid. Esto no conduciría absolutamente a nada, como no fuese a dejar a merced de extraños los asuntos de La Joya. Y, en fin, por si no le bastasen al arisco Gómez las dulzuras, se cuadró en sequedad lo suficiente a dejarles clarear que seguiría interceptando los telegramas y aun la correspondencia postal, a ser preciso..., aparte suspenderle al uno La Voz de La Joya y al otro la auxiliaría de las escuelas en cuanto volviese a llegar sobre el asunto ni una letra impresa de Madrid.

Partidos éstos, cabizbajos..., el gran Jarrapellejos, hombre de verdadera majestad en las grandes ocasiones, hizo venir a Gil Antón a su presencia. Sonriendo ahora, porque le temía bastante más que a las rebeldías y a los puños de Gómez a la entereza militar mostrada por el chico, empezó por darle un puro y explicarle que el crimen de la ermita, dada su complejidad y su misterio, y hasta dado lo que de tiempo atrás se susurraba acerca de la culpabilidad... de cierto joven pariente de respetabilísima persona, y sobre cuya honra se arrojaría una imborrable y sensible mancha si al cabo no pudiera confirmarse tal culpabilidad..., merecía ser tratado con toda discreción, sin. apremios ni algaradas de la prensa. Eructó, porque acababa de almorzar, y recalcó:

—¿Comprendes, Gil?... Tú, que eres un hombre de honor, imaginarás la especie de moral y aleve asesinato que significara tal baldón para otro hombre, a ser injusto, lanzado sobre el suyo.

Lo comprendía Gil, sin necesidad de que don Pedro Luis se lo advirtiera, por lo que había reservado cuidadosamente el nombre del presunto cómplice del Gato, a pesar de todos los indicios...; y conforme, desde luego, con dejar libre en este punto la acción de la justicia, no lo estuvo tan del todo en el requerimiento de don Pedro acerca de que volviese a telegrafiarle a El Liberal y demás periódicos que le habían solicitado, asegurándoles que, salvo en el posible error respecto a Cidoncha, el crimen, vulgar por sí, no tenía importancia...

—No, don Pedro, yo no digo eso.... que en cierto modo valdría tanto como meterme a falseador de la verdad. Diré, por complacerle, que he transferido a usted la misión de telegrafiar, y... usted se lo telegrafía, si quiere, por su cuenta.

—¡Bravo, muy bien, Gilito; da lo mismo! —agradeció Jarrapellejos—. Lo haré para que nos dejen en paz y no nos empiecen a marear con corresponsales. Capaces serían de inundarnos esto antes de tres días. Y por cuanto a Cidoncha, descuida; saldrá libre. Acabo de indicarle al juez que lo traslade a un calabozo mejor, y que le levante la incomunicación cuanto antes.

Gil Antón quedaba satisfecho. Partió.

Jarrapellejos recapacitó un instante, volvió a eructar y púsose a escribir:

«Muy señor mío y de mi consideración más distinguida: En este tranquilo pueblo, modelo de vida honrada y de virtudes, por excepción, se ha cometido un crimen vulgar...»

Así empezaba la carta circular y de índole privada (sí, sí, preferible a despachos telegráficos) que iba a remitirle a la prensa de Madrid.

XVII

La Joya acogió con alborozo la mejoría en el trato de Cidoncha, si bien lo del levantamiento de la incomunicación, dispuesto pocos días después de la promesa de don Pedro, no resultaba verdad completamente. Recluido Lanzagorta en la pasiva satisfacción del triunfo, y ausentes Gil Antón y Octavio (únicos con interés y autoridad para llegar al preso), aquél, por haber tenido que incorporarse en la Remonta de Jerez a su destino, y el elegante diputado, por tener que recibir en Madrid inspiraciones de la Junta central de las fiestas constantinianas, que iban a comenzar en toda España con gran pompa, no se permitía a nadie ver al profesor; y menos a los amigotes del Liceo; y menos aún a Gómez, temiendo a la interviú, en su periódico. Haberle dejado celebrar una sola y sentidísima entrevista con Roque y los suegros de Roque y cruzar con Antón dos cartas, de inmensa gratitud del corazón las suyas, de oferta de no desampararle hasta obtener su libertad, las del teniente; consentirle la correspondencia otra vez con la familia y leer a diario El Imparcial. A esto reducíase todo.

Sin embargo, bueno era haber iniciado el paso atrás, hacia la vida, hacia la restitución de dignidades, en el feroz camino de crueldad inaudita que se quiso llevar con tanta rapidez hacia adelante..., hacia el escarnio, hacia el patíbulo.

Y otra de las inmediatas consecuencias del artículo famoso, contra el cual trinaba Gómez, porque había logrado un éxito que él no pudo conseguir con ciento en su bonito quincenario, fue la prisión de Melchor, como encubridor o cómplice, seguro. Negaba, igual que el Gato; negaba que él hubiese visto ropas con sangre ni hubiese ayudado a nadie a lavarse ni a ocultarlas; negaba que el Gato hubiérase movido de la taberna aquella noche; negaba la nueva perspicaz suposición del juez referente a que don Saturnino y don Mariano hubiesen estado tan borrachos que hubiéranse dormido un par de horas sin noción del tiempo ni de lo que les pasara alrededor..., y, naturalmente, tras varios de estos inútiles interrogatorios, el juez mandó que le zurrasen...

Iba a recibir hoy la segunda paliza. A presencia de un alguacil, el enterrador y carcelero Tinoco le había amarrado de bruces a un tablón, le había puesto, como novedad, un torniquete en un tobillo, y requería el vergajo, arremangándose hasta el codo.

Melchor le observaba con espanto, y sentía el aviso de dolor del torniquete. En la urgencia de evitarse la tortura del hierro aquel que le iría a partir los huesos meditaba. No tenía por qué callar. Hubiera de resultar más que estúpido sufriendo por el Gato, cuando justamente estaba deseando que le ahorcasen. Cantar, pues, decirlo todo, y que a él inmediatamente le soltasen para tomar el tren mañana mismo e irse a vivir con la Petrilla como un duque. ¿A qué, si no, escribió el anónimo?... Y puesto que ya el apaleador se escupía las manos, exclamó:

—¡Eh! ¡Arto, tío Tinoco! ¡No me pegue!... ¡Voy a hablá! ¡Ahora mesmo les quió contal a ostés lo sucedío..., y er que l'haiga hecho que la pague! ¡Er Gato er mataó, y don Mariano Marzo y er señorito Saturnino!

Quedó el vergajo por el aire. No muy sorprendido el alguacil al nombre del señorito Saturnino, mas sí de oír mezclar el de don Mariano Marzo directamente en el crimen, se acercó y escuchó el segurísimo relato que le hizo el maniatado.

—Bueno..., y todo eso, ¿se lo repetirías lo mismo al señor juez?

—¡Y a la Custodia!

—Perfectamente.

Le aflojó las ligaduras; dejó a Tinoco en vigilancia, vergajo en mano, por si acaso; partió..., y a los veinte minutos llegó el juez al calabozo. El alguacil, esta vez, actuaba de escribiente.

—Pos sí señó, señó jué, verá usía lo que pasó. Unas cosa las vide yo mesmo, por mis ojo; algotras de endenantes, y de las que hición los tres en la ermita con aquellas probe infelice, se las he dio oyendo recordal al Gato y al señorito Saturnino mientras se jateaban de aguardiente creyéndome dormío. Dormío aquella noche, me despertó er Gato a cosa la una y cuarto y me mandó di por los caballos de don Mariano y del señorito Cruz. Fui. Cuando gorví, en custión de media hora, n'había naide en la taberna. Paice sé que tío Roque había cruzao con sus mula pa Trujillo, qu'había entrao por misto viendo lu, por haberse orvidao l'hombre los chisque, y qu'esto les dio a los señorito la mardecía tentación de acostase con su hija que esté en gloria. Güeno, pos yo, seno jué, qu'había atao las bestias a la puerta, y que sentao drento a esperal m'había güerto a dormí, sentí de pronto qu'e1 Gato, lleno to e sangre, me daba una patá y que me decía: «¡Ven ascape! ¡Si n'haces to lo que te mande sin chistá, te rebano a ti también el tragaero! ¡Aire pal corral!...» Deseguía llegó er señorito Mariano; ar poco er señorito Saturnino, con sangre en los puños y en la cara, y en er cuello e la camisa, más blancos los dos que una paré. Iba amaneciendo. Yo estaba espantao, y ya osté ve, señó jué, que no tuve más remedio que ayudalos. Se lavaron los tres la sangre y el barro, y la navaja en un barreño; se remuó de chambra er Gato, y er señorito Saturnino de camisa, con una mía, pa no mentil, que por cierto no me l'ha degüerto, porque compraría otra fina en Trujillo y no la trujo, y despué de tirá el lío e lo sucio ar pozo, to como azogaos, porque tenían prisa en tomá el tole pa la feria, a fin de podel decí qu'estaban a muchas leguas der pueblo a aquella hora, va er señorito Cruz y me da un billete, ar mismo tiempo que er Gato m'alvertía: «Tú, Melchó, mañana, aluego, cuando sepas lo que tengas que sabel, a callate com'un muerto y a decil, si cualisquiá te lo apregunta, qu'aquí n'ha pasao na..., qu'antes de las dos salimos nosotros pa Trujillo...; y si no, con er cuello que lo pagas, asín te metas bajo tierra más jondo qu'una hormiga...» Ya v'usté usía, señó jué, yo que m'acreí que habrían herío a arguien en quimera, me queé muertito e pena y de doló al sabé al meyodía quiéne jeran las dos probesitas muertas infelice... Interrumpióse el declarante. Había juzgado oportuno subrayar con algunos suspiros y sollozos su ternura, y suspiraba y sollozaba.

—Ahora sólo quió rogale a usía que vea qu'amenazao de muerte como estaba no podía de mó denguno...

Pero el juez, que con una estupefacción de asombro y de mundos que se le viniesen encima había estado escuchándole sin acción ni para guiarle, según su hábito, a preguntas, halló al fin la oportunidad de dirigirle una de importancia:

—Bien. O usted miente ahora, o ha mentido antes. En el sumario, y como principal acusación contra don Juan Cidoncha, consta que usted le vio a las dos de aquella noche. ¿Cuál de las dos declaraciones es verdad?

—Ésta, señó jué, ésta. Yo no conocía siquiá a don Juan Cidoncha. Si dije que le vide fue porque, aluego que le tuvieron aprendío, el Gato fue y m'agarró asín por la chaqueta y me dijo una mañana: «Jala, Merchó, vaite ar Juzgao y adeclara que quiés asín como arrecordá que viste a don Juan aquella noche.» «Pero... ¡señó Ramas! —contesté—, ¿es que va uno a echar a un inocente ar mataero?» «¡Aire! —m'obligó—, si no quiés que... «Y la mejó prueba de no sé aquello, señó jué, más que calunia, y de que yo le tengo ar Gato mieo, qu'es pa tenelo, la verdá, y por eso, cara a cara, no tuve l'aquel de dilatalo, ni lo dilataría de no sabel que cuando a mí me suerten hoy ostés érhabrá de seguí bien trincao..., está en que yo mesmo jui quien lo dilató con cuatro letras sin firmá, antes que naide ni siquiá lo sospechase. Era un dato. El juez buscó entre los legajos el anónimo. Melchor lo reconoció inmediatamente como suyo, y lo comprobó con unas líneas al dictado.

¡Terrible la revelación!

En tanto el alguacil se la hacía firmar al preso en un papel provisional, aterrado el juez, en un rincón, reflexionaba: «¡Terrible, terrible la revelación! ¡Gravísima cualquier medida que él tomase sin previa consulta con don Pedro Luis Jarrapellejos!»

Se imponía verle. Haciendo desatar a Melchor, se fue con la escrita declaración a ver a don Pedro Luis. ¡Pobre don Pedro..., pobre conde de la Cruz, tan dignos, y cada cual la perspectiva de un sobrino carnal ajusticiado!...

Don Pedro acababa de almorzar con su honorabilísima familia. Alarmado por la lividez temblona del juez, y pasados al despacho, él también quedóse lívido al leer el documento. No hablaron palabra. Tragaban saliva ambos. Jarrapellejos, últimamente, se levantó:

—Don Arturo, dé usted las necesarias órdenes para que nadie, absolutamente nadie, pueda volver a hablar con los presos hasta que yo lo diga.

Se despedía, acompañándole a la puerta; y desde la puerta se dirigió a las cuadras y ensilló un caballo por sí mismo.

A la hora y media estaba conferenciando con su sobrino en el cortijo del Pedroso.

—¡¡Mi sobre!! ¡¡Mi pañuelo!! ¡¡Han encontrado mi sobre y mi pañuelo!!— profirió Marzo medio muerto al oírle al tito que el Juzgado le acusaba.

Referíase al pañuelo y al papel en que se hubo de limpiar el barro de las manos, que arrojó tan imprudentemente en el huerto de la ermita, sin pensar que la simple aventura de lujuria fuera ser de asesinatos..., y cuyo recuerdo, desde el día siguiente, habíale constituido la más grande inquietud en la terrible pesadilla. Mil veces había estado para ir a buscarlos y recogerlos por sí mismo antes que los hallasen los guardias, y le faltó el valor para llegar a la ermita a medianoche.

Y, sin embargo, el sobre, cuando menos, no había sido encontrado por el juez. En vano, cuando supo esto por el tito, quiso Marzo reaccionar y negar su participación en el crimen. La revelación estaba hecha...; y don Pedro, que ya venía sospechando más que demás de Saturnino y creyendo en Mariano una simple complicidad de silencio, tuvo que agregarle a su sorpresa el dolor de propio deshonor de la familia. Situación poco propicia a negaciones ni embustes, Mariano confesó..., confesó..., aduciendo, al menos, en defensa propia, con sólo encomendarse a la verdad su inocencia en lo respectivo a las muertes... A Isabel (¡la evocación le espeluznaba!) la mataron entre el Gato y Saturnino, por estrangulación, por sofocación, al sujetarla, sin darse cuenta, borrachos como estaban, y seguramente sin querer...; y luego, a Cruz, el Gato.

—¡¡Oh, Mariano, qué horror!!

—¡Oh, sí, tío, verdad! ¡¡Qué horrible!! ¡Qué horrible!

Lloraba el uno. Miraba el otro como a sus mismos pies la sima de la vergüenza.

Al partir don Pedro, el joven le pidió la salvación, besándole las manos.

—¡Mira, tito Pedro, para darme un tiro, veinte veces he tenido el revólver en la mano! ¡Por ti, por nuestra familia, más que por nada, por la infamia que os arrojo!

—Bien. Déjate de tiros, y no te muevas de aquí.

El camino de retorno lo hacía don Pedro más despacio. Muy grave cualquier resolución. Meditaba..., resurgía ante la adversidad su enérgico dominio, y... en el fondo, por lo que al hecho mismo referíase, empezaba a hallar disculpas de aturdimiento, de juventud, de calaverada, de borrachera..., de la ciega pasión por las mujeres, que no sabemos jamás adónde pueda conducirnos. Por aquella desgraciada y hermosa Isabel se concebía todo..., y él propio estuvo a punto de arruinarlas y de echar a presidio a un infeliz... Ahora sí, por las consecuencias del hecho, del insensato crimen que de tal manera había exaltado la pública opinión por todos estos pueblos..., el problema no podía ser más peliagudo... Conferenciaría con el conde de la Cruz.... paralizaríanlo todo el tiempo indispensable, y ya iríase viendo poco a poco... Lo tremendo de las circunstancias le hacía recapacitar en filósofo también. Sacó un puro. Lo encendió. La digestión se le reanudaba normalmente, hasta permitirle lanzar algún eructo... En clase de educador todopoderoso, pensaba que se iban relajando mucho las costumbres; tiempos atrás eran sólo de la gente humilde los asesinos, las prostitutas..., las mujeres que se daban en recreo a los señores...; ya, no; lo iban siendo hasta los Cruz y los Jarrapellejos..., y lo mismo podían mandarse hoy dos de éstos a la horca que a la prisión, por adúltera, a la mujer del conde..., con Octavio..., según había confirmado él, después de saberlo confidencialmente por Orencia... y según sabíalo ya toda La Joya, menos el pobre marido mentecato, tan contento y orgulloso de saber a Ernesta embarazada y de ir a reforzarse espiritualmente el parentesco de Octavio con un lazo más por el padrinazgo del chiquillo... ¡Sí, sí; había que suprimir alguna escuela, aquella laica especialmente, influenciada aún por el Liceo difunto, y robustecer la religión, aumentando con cuatro o cinco curas más los diecisiete de La Joya! ¡Habría que ir educando algo mejor y reformando las costumbres!... Pero... ¡bruuú! (otro eructo fisiológico). ¡Qué mujer, después de todo...,qué mujeres la Isabel y la condesa!...

Melchor sufrió la decepción de ver que el tiempo transcurría sin que el juez le pusiese en libertad. Y un jueves, tras de haber leído Sidoro en la Academia de poetas los versos tan tierna y eficazmente educadores de Gabriel y Galán, y don Atiliano de la Maza, y Barriga, y Cordón, y don Arturo, y el jorobadito Raimundo, constructor de jaulas de perdiz, sus nuevos madrigales y sonetos, todo con cierta prisa, porque desde principio de la semana estaba saliendo al ponerse el sol, y con lujo nunca visto de arcos e iluminaciones y campanas, la procesión del jubileo, Jarrapellejos retuvo al juez unos momentos, y hubo de ordenarle:

—Suelte usted esta tarde a Cidoncha, anochecido, cuando la gente esté concentrada en la plaza por la fiesta, y pueda salir de la cárcel sin provocar expectaciones.

Transmitida la reservada orden desde el juez al alguacil, y desde el alguacil al alcaide, éste, que era un buen sujeto, quiso notificarle personalmente la grata nueva al profesor. No hacía media hora que le habían entrado El Imparcial y la cesta de la cena. Cidoncha, sentado al pie de una mesita, le escribía a su madre. No esperaba, a la verdad, que él mismo pudiese ir a darla contra el corazón estos abrazos que la estaba consignando en la escrita despedida. El alcaide le entregó los siete duros, tres pesetas y quince céntimos (puntual) hallados en su poder el día que le prendieron, y además, el retrato grande de Isabel. Cidoncha guardó la reliquia recobrada, estrechó la mano del alcaide, y al verse en la plazuela soledosa creyó salir de un sueño. De un sueño horrible, tremendo, en el que habría sido mentira que nadie hubiese matado a su Isabel, que su Isabel y la madre no estuviesen ahora esperándole dichosas en la calma honrada de la ermita, y que él hubiérase pasado sesenta y cinco días en aquella mazmorra de arañas y ratones, acusado de asesino... Débil su cuerpo, débil su razón, iba avanzando incierto y pensando con espanto de alegría si no estuviera loco..., si los locos no creerían con firmeza igual los delirios de su mente... Mas, ¡oh!, sonaban, sonaban las campanas, subían los cohetes por el aire detrás de los tejados..., y esto imponíale con espanto inverso las realidades de La Joya.

En El Imparcial había ido leyendo el fausto con que se efectuaba en toda España el jubileo. En el calabozo, el rumor lejano de músicas y campanas le había ido advirtiendo diariamente cómo se celebraba aquí. Cerradas las puertas, no había un alma por las calles. Se apresuró. Tenia que cruzar el pueblo para llegar a la de Roque. Iba al fin en una especie de estúpida paralización del pensamiento. Arrimado a las paredes, como un autómata fantasma que volviese al mundo sin tener nada que ver con el mundo, llevaba en la mano el paquetillo de sus papeles; y una inmensa sensación de impregnaciones de infamia le inundaba de vagas vergüenzas de sí mismo, que ya le impedían pensar si Cruz e Isabel estuviesen muertas o vivas, y si a él hubiesen estado a punto o no de ahorcarle... ¡Nada! ¡No pensaba nada! ¡Guiñapo de la humanidad, una fuerza fatal le seguía impulsando hacia lo ignoto, como antes le pudo empujar hacia el patíbulo!...

Pero, ya a su paso, al querer salvar el barrio céntrico, tuvo que pararse. Desde una esquina acababa de vislumbrar en otra el cruce de la procesión. Curas, cirios, mucha gente, música y vivas al emperador Constantino. Estrecha y larga la calle, hallábase él de la muchedumbre a más de doscientos metros. Pasó un Cristo en una apoteosis de resplandor; y, en seguida, unas bengalas rojas y verdes alumbraron las rojas sedas de un estandarte de plata. Esto volvió súbito a despertarle el pensamiento, suspenso bajo la adivinación de aquel otro estandarte azul en que él había pintado la imagen de Isabel. Le tomó un ansia de angustia, y tal que un alucinado se fue acercando, en vez de rodear por otra parte, como pensó al principio.

Detúvose otra vez, no lejos, donde no pudiera nadie conocerle, en el límite de penumbras marcado por el esplendor de cirios y bengalas. Pocas personas estaban de espectadores en la esquina, lo cual le permitía reconocer a los que pasaban en la procesión, que había absorbido como actuante a todo el pueblo. Primero, Orencia, con la alcaldesa y Pura Salvador, en guardia de purezas a la Virgen. Luego, la condesa de la Cruz, bella, un tanto deformado por el embarazo el talle, y..., ¡ah!, Octavio. Cidoncha había leído su regreso de Madrid, anteayer, en un número de La Voz que le llevaron envolviendo una tortilla. Dejada la presidencia de la procesión para ir junto a la amante, el triunfante diputado le evocó al triste sus traiciones de amistad, sus olvidos y abandonos (porque tal vez pudo ser tan miserable que le creyera el asesino), y la presencia de los dos en otras noches para ver a Isabel y a la condesa, tan ajenos a hipócritas beateríos... Ahora (La Voz le había informado)el demócrata y filósofo materialista de otro tiempo, y sin duda por afianzar el acta, figuraba como aristocrático y devoto organizador de estas fiestas junto al conde.

Y un temblor del corazón y de los ojos clavó de pronto el pensamiento y la mirada en Cidoncha. En otra explosión de luz, detrás de las Hijas de María vírgenes que rodeaban a su Virgen, el estandarte azul mostrábale la efigie de Isabel... la efigie de la Santa... la efigie de la Mártir... Lejos los cohetes y la música, un silencio de verdadero respeto religioso rodeábala. La pararon. Rezaban las Hijas de María. Él, entonces, cayó de rodillas, y a través de las lágrimas siguió contemplando a AQUÉLLA en éxtasis de un dolor tan grande que fue casi glorioso...

Cuando pasó, cuando quedó oculta por la esquina, todavía la diáfana congoja de las lágrimas del que por ELLA y hasta la memoria de ella muerta volvía a explicarse la pena de vivir, creyó seguir mirándola un rato excelsa y luminosa por los aires... ¡Mártir, mártir, sí.... que aquí quedara los años de los años marcándole a las vírgenes incautas la única y gran futura religión del Amor y de la Vida!

Jarrapellejos, detrás, sucio, sonriente. Había podido venerar por última vez el profesor lo único que ligaríale siempre al pueblo de maldición y de barbarie, y se levantó y retrocedió buscando otro camino. Avanzando nuevamente por un barrio abandonado, temía que halláranse también en la procesión Roque y sus suegros. Mas no; el luto de las almas reteníalos lejos de la gente. Llegó a su antigua casa, llamó, y el asombro de la pobre abuela al verle como un espectro se resolvió en un abrazo de congojas. Pronto, en el mismo abrazo, uniéronse Roque y el abuelo.

—¡Se ha escapado usted, don Juan!

—No, no, señor Pedro; me han soltado.

—¡Sin decir na! ¡Sin avisanos!

Entre llantos y sollozos, rodeado por los brazos, lleváronle a la luz de la cocina. Sufrieron una admiración. Ellos, que no habían querido ver a don Juan en sus calvarios por el pueblo hacia el Juzgado y la ermita; ellos, que sólo le habían podido hablar unos momentos en la oscura cárcel, advertíanle de pronto ahora con el pelo todo cano, todo blanco.

—¡Oh, don Juan!

Los llantos recrudecíanse en torceduras y alaridos de piedad y de dolor. Inútiles las palabras de consuelo, profanadora de la angustia que estaban sintiendo todos cualquier alusión a LAS DOS que faltaban para siempre, la sombra blanca de las muertas los unió más cuando la agudísima tortura del recuerdo de ELLAS los apartó para seguir llorando cada uno su íntimo lloro silencioso...

Y fue la abuela la que, al fin, heroica como mujer, dominó su sentimiento y quiso confortar al libertado. Con solicitudes que no podría tener más grandes la madre de él si en este instante hubiese podido recibirle, se empeñaba en darle vino, pan, un trozo de jamón; pero Cidoncha había cenado, y sólo accedió a aceptarla una taza de café.

Mientras se hacía pasaron al despacho y alcoba en donde había sido tan feliz el profesor tiempos atrás. Nuevas lágrimas, que todos querrían ahorrarles a los otros, cada memoria brotada de las cosas. En el respaldar de hierro del tintero la abuela había tenido para el triste ausente la delicadeza de poner, prendidos, la cadenilla y el medallón que quitaron de la muerta, con los retratos de Cruz y de Cidoncha. Este tomó la santísima reliquia, la ungió con callado llanto y con un beso que sublimó antes en la frente de la abuela, y la guardó.

—¡Sí, sí, era de usté; era pa usté!

Un desastre, por lo demás, el paso del Juzgado. A pesar de los arreglos, veíanse destrozos en el interior del baúl y los cajones de la mesa, en los libros, en la caja de pintura, en los forros de las ropas... en los ladrillos del suelo y la cal de las paredes..., cual si hubiesen querido buscar la prueba criminal por trampas y escondrijos... Y como en tanto Juan revisaba esto a la ligera, y Roque y el abuelo seguían sin saber más que llorar, la abuela se puso a hacer la cama..., Juan, advirtiéndolo, se volvió a la noble anciana y la avisó:

—No se moleste, Luisa. Mi madre me esperará. La diligencia sale a las diez para el tren de Andalucía, y habré de partir sin pérdida de instante.

—¡Cómo, don Juan!

A ella, a los hombres también, así, de pronto, les sonó la decisión a ingratitud. Eran ya casi las diez. Reuniéronse a protestar con su cariño, y no tardaron en entender los justísimos derechos de aquel otro cariño hacia una madre.

—Pero, don Juan... ¡d'aquí a unos días!

—Pero, don Juan... ¡cuando descanse!

—¡Claro está! ¡Siquiá mañana! ¡Paicería, si no, que l'echamos de la casa, que no l'hamos querío ni recogé!

Él se obstinaba:

—¡Oh, Roque! ¡Nada nos inquiete lo que pueda parecer a los extraños..., a las gentes cuya obra ha sido lo que ha sido! Eternamente vivirán ustedes en mi corazón. Déjenme consolar cuanto antes a mis padres.

Resignados, no quedaba sino ayudar en sus urgencias al viajero. Minutos, cuestión de minutos nada más. Señá Luisa trájole el café y una servilletita con el jamón, para merienda. Tío Roque y el abuelo encordelábanle el baúl. Iban a darle dinero, y Juan lo rechazaba. Tenía lo preciso para el tren, aunque no para pagarles los gastos que en estos meses...

—¿.Qué? —le interrumpieron—. ¡Por Dios, don Juan, por Dios!... ¡Si n'ha dejao de girarnos su familia, que n'había pa qué pa na!

Quieras que no, íntegros hiciéronle tomar los sesenta y nueve duros recibidos de Grazalema en cuatro giros. Y vino en seguida otra alarma. Juan, de pie, pendiente del reloj, abrasándose al beber a grandes sorbos el café, exponíales su deseo, bien natural, de no querer ser visto por nadie más del pueblo; y suplicaba, por lo tanto, que Roque le llevase el baúl a la diligencia, dejándole a él ir solo a esperarla en el puente...

—¡Oh, por Dios, hijo mío, don Juan..., ni acompañale!

Abrazos, lágrimas aún. Sensaciones de feroz arrancamiento. En el horror del infortunio se habían formado el fuerte amparo de las almas, y no seríales fácil entender qué cruel necesidad les forzaba a separarse.

En la misma noche calurosa, Cidoncha, un momento después, volvió a sentir el frío del mundo y de las gentes allá lejos congregadas por una pública y divina religión...; y más que nunca el confortado llevaba en la conciencia la plena persuasión de que la religión eterna y verdadera estaba en estos secretos cultos humanos de la vida...

Llegó al puente y se sentó. La Joya recortaba su sombría silueta a la luz de las estrellas. No podía quitar del pueblo el espasmo de los ojos. Con su abundancia de torres, cúpulas y cimborrios de tanta iglesia, parecíale una monstruosa vegetación de hongos sobre un enorme estercolero. Sí, sí; pueblo monstruoso, de monstruosa humanidad en putrefacción, en fermentación de todos los instintos naturales con todas las degradaciones de una decrépita sociedad en la agonía. Allí, para llegar a la posesión del pan y de la hembra —esto que consiguen los pájaros con su bella y sencilla libertad— se pasaba a través de la mentira, de los hipócritas engaños, del robo, hasta del crimen. Damas que lograban los más altos prestigios por la prostitución y el adulterio, como Orencia y la condesa; cándidas muchachas rendidas al dinero o al despotismo de hombres como don Pedro Luis y el Garañón; curas con hijos y públicas queridas y curas alcahuetes, como don Roque y el tuerto don Calixto; novias atropelladas por la autoridad, como aquella del barbero; cristianos condes vendedores de reses muertas de carbunco...; alcaldes ladrones de los pósitos; estafadores a lo Zig-Zag; bandidos en toda la extensa gama que iba desde el Gato a Marzo y Saturnino; jueces libertadores de asesinos y encausadores a sabiendas de inocentes...; y encima, flotando con la siniestra sombra de un murciélago brutal, Jarrapellejos, amparador de todos los crímenes y robos y engaños y estafas del inmenso pudridero...

¡Ah!, sí, sí... putrefacción, fermentación que iba corrompiendo lo sano y asimilándose lo que ya quedase bien podrido. A los presidiarios se les hacía guardas de la cárcel y serenos. A los arruinados por el vino y por el juego, alcaldes. Al que resistíase un tanto en su innata probidad y estorbaba un poco, diputado... Siempre el agasajo y el favor como germen de fermento. En cambio, los buenos, los trabajadores, los incorruptibles, los inatacables por la intensa pestilencia del hervor, por el hervor mismo, eran lanzados fuera del horrible estercolero, hacia otros pueblos, hacia otras tierras, hacia otra vida... como él mismo y Gil Antón y Roque y señor Pedro y señá Luisa..., o hacia la muerte, como Cruz, como Isabel... Y en tanto que esto podía pasar en un pueblo de España, en quién supiese cuántos pueblos de España, el Gobierno y los partidos no se preocupaban más que de remover la nación entera con aquella ardua cuestión del catecismo.

Dobló la frente. Por un rato sólo supo percibir el olor a cieno del río y el croar estridente de las ranas. Luego la alzó y miró al opuesto lado con un ansia de espacio, de mundo, de vida de redención. Pero no acertó a ver más que lo obscuro.¿Adónde ir?... Clamábale la ternura de su madre en Grazalema... y, en Grazalema, fuera de la ternura de su madre, volvería a encontrar las mismas gentes de barbarie y de estulticia... Más lejos, más lejos, pues, a otros pueblos..., a Madrid a Sevilla a Barcelona... ¡Sería igual, aunque disfrazada la barbarie de finural...; más lejos aún, a Francia, entonces, a Inglaterra...

¡Oh, oh, a Francia, a Inglaterra...a Nueva York!... ¡Sería igual! ¡Sería igual... por más iluminada que estuviese de arco voltaico la bárbara finura!... De Nueva York recordaba los linchamientos, los archimillonarios que no venían a ser sino los Jarrapellejos de los reyes, los que arruinaban al Brasil de un solo golpe de trust contra el caucho, y los procesos policíacos y los presidentes de República que comprando votos con millones se sabían ganar la presidencia; de Londres, a Jak el destripador, a su ejército de noventa mil prostitutas y a su no menos numeroso ejército de hambrientos y de tísicos...; y de París, de toda Francia, en fin, el pueblo-luz, el pueblo también de los apaches, de la banda trágica de los Bonnot y de los Caillemin, de los niños asesinos y las mujeres bestialmente lujuriosas, él acababa de leer, en la prisión, aquel affaire Caillaux en que la mujer de un ministro, sacadas por Le Figaro a la pública vergüenza sus lascivias, mató a Calmette y estaba dando ocasión, con el ruidosísimo proceso, de hablarle a la hipócrita miseria del mundo entero de la hipócrita miseria de la Francia: supremos magistrados de justicia vendidos a la influencia, tal que el miserable don Arturo, de La Joya; estafadores en grande escala salvados de la condenación por los altos personajes a quienes aprovecharíanles las estafas, como a don Pedro Luis las de Zig-Zag; ministros prevaricadores, falsos... Cidoncha apoyó el codo en el parapeto y alzó esta vez al cielo la mirada. En el desastre de liquidación mental que iba haciendo del mundo, únicamente le restaba algo que no era ya del mundo..., algo que era ya de la eterna bondad del universo, de la perenne verdad de las estrellas: ISABEL.

Y aquella que no era ya del mundo, tuvo la excelsa virtud de reconciliarle un poco con el mundo. ¡ELLA! ¡Por ELLA!

Vio. Era LUZ, y llegó la luz al cerebro, al corazón, casi a los ojos del inmenso desolado.

No sería cuerdo desesperanzar del porvenir, por el presente. No sería justo —si se contemplaba el problema con la Justicia que está por encima de justicias e injusticias— abominar de la humanidad porque aún la mayoría de los humanos yaciese en un degenerado salvajismo, en un mundial atasco de barbarie... envilecida por la domesticidad. Los libres pájaros, con menos alma que los hombres, seguían diciéndoles a éstos por las frondas de la redondez plena de la tierra cómo era posible un dulce y bello salvajismo, progresivo, civilizado enteramente, desprovisto de barbarie, y sin débiles cordeles o pesadísimas cadenas de honor y de virtud. Las flores estaban diciéndolo también con su misma candorosa desnudez... Y que viviesen para la triste humanidad Cidoncha y los que fuesen como él, en el propio infierno de la actual humanidad, clamábanlo los que eran como aquella Isabel gloriosa, como Cruz, como Roque y Luisa y Pedro, como Gil Antón... Iguales los habría también en los otros pueblos iguales a La Joya..., y en Madrid, en Londres, en París, en Nueva York..., futuros pájaros y flores del futuro paraíso de la tierra... ¿Qué importaban los Jarrapellejos, que en todas partes cerrasen los Liceos y las escuelas?... Segada o no al nacer la siembra, la semilla de salvación, de libertad, quedaba por él depositada en la conciencia de este pueblo de serviles...

Brilló verde un farol. Al verlo, el profesor vio de paso los eléctricos puntitos de luz de las calles de La Joya. Estrellas caídas del cielo... semillas, en el estiércol, de aquel pensamiento suyo y del genio redentor de Edison, de Cajal... de sembradores que desde no importara dónde ni cómo iban sembrando el mundo de resplandor de ideas y de cosas de resplandor... ¡Nada mejor que lo podrido para toda clase de semillas!

Paró la diligencia, y subió Juan.

Volvió a correr la diligencia.

La Joya, la cárcel, las muertas..., quedábanse atrás, se perdían...

—¡Adiós! —dijo en la ventanilla, con los labios Y la mano y la vida entera, el profesor...

Iba desde la dura lucha de la vida a la lucha de la vida, por amores a la Vida, con la imagen santa de una muerta.

Sería su fe inmortal.

¡LA MUERTA!...

XVIII

El hombre de las grandes decisiones llamó al juez una tarde, a su despacho.

Era el hondo despacho lleno de escopetas y polvorientos legajos de papeles, donde tantas veces se habían resuelto difíciles lances de amor y los graves asuntos de La Joya.

El juez, al entrar, vio lo primero la banda y la insignia de la gran cruz de Carlos III, concedida ahora a don Pedro Luis por los méritos contraídos cuando la ya casi olvidada visita del ministro. Se la habían traído esta mañana; del juez había sido la iniciativa para regalársela por suscripción, habiéndola encabezado con treinta duros..., y le contrarió hallar la rica condecoración displicentemente abandonada en una silla... Las condecoraciones, ¿qué le importaban a este hombre que las repartía más prácticas en nombramientos de jueces, de diputados, y que ostentaba la de su «ponerse el mundo por montera» en manchas de la ropa?

—Mi enhorabuena, don Pedro, muy de corazón.

—Gracias, don Arturo. Estimando. Ya sé que usted es el promotor del regalito. Gracias. Siéntese. Eructó, porque acababa de almorzar, y, luego de considerar al juez con la duda de una mirada inquisitiva a su torpeza insigne, consultó:

—Vamos a ver, don Arturo. Usted, como abogado y hombre experto, ¿sabría de algún eficaz recurso para que aquí, en la misma Joya, y sin pasar la causa a juicio oral, pudiera continuar el proceso y condenar y ahorcarse a esos dos malvados del Gato y de Melchor?

¡Caracoles!

La pregunta era de órdago. Asombrado el juez, miró a Jarrapellejos, pareciéndole imposible que un hombre así pudiera hacerla.

—No, señor, don Pedro. No se me ocurre... o, a mejor decir, no existe procedimiento legal que evite el juicio oral para conocer en estas causas.

Disponíase a razonar la afirmación, y don Pedro Luis, que sabía más que el mismo don Arturo de leyes, y que, por consecuencia, esperaba aquella negativa —aunque hubiese hecho desesperanzadamente tal consulta, por si acaso—, le alargó un puro, y le atajó:

—Bien, don Arturo; entonces, inmediatamente ordene usted que pongan a Melchor y al Gato en libertad. Muy malvados son, y harto merecían la muerte por la de las pobres Isabel y Cruz; pero, por lo mismo, habiendo tenido la indudable habilidad de aprovecharse de la estancia de aquella noche en la taberna de dos inocentes, de mi sobrino y del señor conde de la Cruz, para dificultar el proceso embrollándolos en el crimen, ni por asomo se puede consentir que el proceso siga y que públicamente siga manchando la calumnia a dos hombres honrados.

—Señor don Pedro, la verdad resplandecería al fin a favor de la inocencia inmaculada de Saturnino Cruz y don Mariano.

—Sí; pero... ¿y la afrenta siquiera de la duda, mientras durase el juicio?... Han sido hábiles, ¡qué diablo! ¡Nos han ganado por la mano!... Póngalos, póngalos en libertad..., y adviértales bien, personalmente, a uno y a otro, que si vuelven a hablar de mi sobrino y del conde, será cuando se los ahorque sin remedio.

Partió don Arturo, porque el gran Jarrapellejos volvía a la ocupación, de sus papeles.

No habría transcurrido una semana más, cuando Mariano Marzo, nombrado gobernador civil, desde el campo mismo partió hacia Badajoz para suceder a don Florián en el Gobierno.

En Las Gargalias despidióle Saturnino Cruz, nombrado alcalde de La Joya, en sustitución y de acuerdo con su suegro.

«¡Sí, sí —pensaba don Pedro Luis, también en la estación—, es preciso hacer olvidar el mal asunto de éstos a fuerza de prestigios y de honores! ¡Nadie podrá creer que fuesen los asesinos al verlos de políticos jefes respectivos del pueblo y la provincia!»

La cosa, después de todo, al volteriano espíritu de don Pedro hacíale gracia. «¡Viva nuestro alcalde! ¡Viva el gobernador! ¡Viva nuestro gran Jarrapellejos!», gritaban veinte o treinta hombres, capitaneados por Sidoro y por Zig-Zag.

Y lo que todavía tenía más gracia era que, días antes, apenas soltados Melchor y el Gato de la cárcel, no fue Melchor, sino el Gato, quien se largó a Madrid a pasarse una vida de príncipe con la mujer de Melchor y sus hermanas...

Al pobre Melchor, tapándole de paso la boca sobre el crimen de la ermita, tuvo el gran Jarrapellejos que contentarle con el cargo de guarda de la cárcel.

Por cuanto al estúpido del juez, sería ascendido. Mejor cuanta menos gente quedase aquí enterada de las. cosas. Ya estaba en el Ministerio su propuesta.

Y gritaba, a voz en cuello, el grupo de joyenses:

—¡Viva nuestro gran Jarrapellejoooos!!!...


«Villa Luisiana». Ciudad Lineal, Madrid, mayo de 1914.


Publicado el 13 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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