La Altísima

Felipe Trigo


Novela



Primera parte. Adria

Capítulo I

Una gaviota cruzó —y su vuelo bajo, mar adentro, á largas curvas indecisas, en que parecían tocar á las azules puntas de las olas las puntas negras de las alas, acabó de extraviarle en vaguedades... Víctor soltó la pluma; dejóse recostar en el sillón. No podía evocar, con la fuerza de convicción necesaria, la cálida y pasional, casi animal primavera andaluza, en este verano suave, en este casi espiritual verano del Norte.

Sobrio todo, aquí, para su vista, compuesto en la paralela sumisión de tres trazos; el del alféizar del ventanal, corrido con sus anchos vidrios por la galería; el de la costa, besada por las rosas del jardín y no menos recta con sus helechos y sus tréboles que la hierbosa y alta ladera de un canal, y el del mar, con su recta inmensa contra el cielo... Todo sobrio: pálido el cielo; el mar, azul, azul, muy azul, la costa verde ceniza; las rosas rojas, blancas... Y ni una gaviota más después de aquella gaviota; ni un ruido en el silencio, ni un buque lejano, ni una vela en la faja azul, azul, tan azul... tan desierta.

¿Qué azul extraño era el del mar?... Rizado en uniformes conchas, sin rumores, sin espumas, bajo la calma del aire, simulábase más pleno en la marea, más nuevo y vivo... como una fértil tierra diáfana de alma azul recién labrada. Era un azul profundo, limpiamente opaco, que ostentábase, lujo del mar, cortando en intensa banda la pálida fluidez celeste.

Volvió la vista á las cuartillas, y vio el título, repetido sobre la romana cifra del no escrito capítulo segundo: EL DOMADOR DE DEMONIOS.

Sonrió.

El domador, él.

Creía que fuesen los demonios éstas de los retratos esparcidos por la mesa y los estantes..., y ya durante un mes lo estaban siendo, en la propia mente del domador, sus ideas. Salvajes potros bien sueltos y gallardos en su independencia esquiva; bien rebeldes á juntarse y á marchar juntos. Bello así el capítulo primero, pertenecía por derechos de belleza y realidad á alguna obra... mas ¿á ésta?... Había que meditarlo.

Apoyó la sien en el puño y miró al mar.

Iba á meditarlo definitivamente, en desprecio de su tiempo y su fatiga, sereno juzgador cuya calma hacia la obra estaba forjada al fin de iguales advertencias de absurdo y de hermosura —ancha y honda su alma como el mar azul, azul... tan azul... como el mar extenso tan azul, al que no importaba que dispersos se lanzasen galopando los rebeldes potros... las ideas...

Los miraba galopar á largas curvas indecisas por las puntas azules de las olas, transformados después en gaviotas..., en mariposas blancas..., y los dejó hasta el confín, seguro de la sutil firmeza de los hilos invisibles con que volveríalos á su dominio. Y luego, ciertamente, mariposas, gaviotas ó caballos, sobre un fijo punto del tembloroso azul quedaron quietos, confundidos, amontonados en niebla, donde surgió Sevilla.

Sobre el mar, visto en faja como un río, la Sevilla del Guadalquivir levantaba su Giralda... Escenario de la acción. Dábale lo mismo al domador tenerlo fuera que dentro, puesto que ya lo tenía, para poner sus demonios. Cerró los ojos, y Sevilla en las pupilas se extendió en campos de sol.

Pero ante la mesa una sombra llegaba con rumor blando, trepidando porcelanas, y Víctor abrió los

ojos.

—¡Ah, tu! —gimió con furia —¡Déjame!

Marciana.

La buena mujer se quedó descubierta en sacrilegio, recogida contra el pecho la bandeja del café.

Suplicó, no obstante:

—Anda, hijo, Víctor... A escape. Estás desde las seis trabajando. Son las once.

—¡Las once! —sorprendióse el estéril tenaz que no quería relojes en su estancia, y que no había escrito más que aquel número ordinal en cinco horas.

Y tomándole Marciana el callar de asombro por aquiescencia, empezó á instalar la servilleta y el mantequero y la taza sobre las cuartillas esparcidas mientras abstraíanle á él irritantes reflexiones de su torpe labor en estos días. Advertido de la maniobra, rechazó furioso:

—¡Quita! ¡Quita esto! ¡Pronto!... Vete. ¡Qué estúpida, mujer!

Obedeció Marciana bajo la tormenta de denuestos, que crecía á relámpagos en la faz de Víctor. Recogido todo con prisa, salió, replicando únicamente:

—¡Calla, calla, hijo, Víctor!... ¡Por Dios!... ¡Calla!... ¡Pareces loco!

Quedó apenas oscilante la portiére, y todo en la misma soledad; pero sin sierras, sin huertas, sin Sevilla..., aventadas con su inconsistencia de fantasmas.

¿Loco?

Lo era. Rabias de su torpeza, que hacíale pagar al más fiel corazón hallado entre las gentes. Las gentilezas delicadamente amargas, para estas lindas de los retratos, aun ni de traición en su memoria muertas, á cuenta inolvidable de unas horas ó de unos meses deliciosos. Para la lealtad de la vieja sirviente que le había seguido la vida entera en sus fugitivas emigraciones de filántropo-misántropo hasta este extraño país..., el despotismo.

Déspota insufrible, paradójico amante sutil del odio á todo y á él propio..., contradicción, problema de sí mismo, era él... ¡qué hacerle!

Ahora odiaba ya francamente su obra —sin más meditación. Temblábanle las manos, y reconoció con frío sarcasmo en el temblor el impulso que habíale hecho tantas veces romper tantas cosas de papel, de corazón, para dejarle muchos días en un vasto sentimiento de impotencia.

Mirando de nuevo los dos retratos preferidos, el certero instinto, que le brotaba burlón sobre los desastres del pensar, le advirtió de un golpe la dualidad irreductible inducida por ellos al plan de su novela. Entre ambas vidas de mujer, que no habían tenido en el corazón amante mutua conexión alguna, no podría tampoco el corazón artista establecerlas con ningún arte.

Frío su sarcasmo y lleno de orgullo y odio aun contra el odio que le habría llevado á desgarrarse la carne con las uñas, rompió lentamente las cuartillas, su labor de un mes... Y llevó después un retrato á un estante..., otro retrato á otro estante...

Dobló, lento también, ante más retratos, la galería, que corría en ángulo ante el enorme huerto dos fachadas de la casa.

¡El domador de demonios!

Hoy sus fieras podían verle rendido.

Tendióse en la poltrona, junto á la mesita de billar.

Quedóse contemplando por las vidrieras la sucesión de colgantes y abullonadas cortinillas de tafetán rosa, recogidas unas, tendidas la mayor parte y revoladas por la brisa, que, viniendo del otro fondo de la galería, jugaba en ellas con el sol á traslucencias bizarras.

Sabía que rompería también su obra total de «artista», sus libros, con igual desdén...y los de los demás, en una negación de todo arte á la palabra.

Su atención cayó instintiva en un cuadrito colgado en la pared sobre dos alfanges. La ría de Tur. Daba la justa sensación de su húmeda profundidad espaciosa. Lo había hecho en una tarde un amigo suyo, el año antes. El fresco y fácil arte del pintor de la pintura, que le pareció trivial entonces, confirmaba ahora el pesimismo del pintor de la palabra. Contenía el boceto la artística fijeza intensa del color y de la forma, como contienen indudable el agrio emocional las cuatro artísticas notas de un piano. Recogía la nota exacta del paisaje mejor que toda la penosa atención de años con que creía el escritor haberle aspirado al país entero hasta los más íntimos misterios de su ambiente para trasladarlos á la última novela, Salvata..., que en este instante rompería si no estuviese en la imprenta de Madrid. ¡Pobre palabra abrumada con la enorme presunción de resumir la varia y móvil y plástica riqueza multicroma y sonora de las almas y las cosas!

«¡Sí! ¡Sí!» —guturó en firme donación, que acentuó el doble ademán de la cabeza, mirando el cuadro. Mas como á la vez allá dentro la conciencia tachaba de injusta la generosidad, Víctor, al impulso de amargor de su farsa íntima, tornóse del otro lado en la poltrona, á los cristales.

Con un gesto de rabioso tedio, alargó el brazo y hundió un timbre.

Conocía de otras veces este mísero estado de su alma, y no tuvo que analizarlo. Se le volvían intolerables la mística paz luminosa de su estancia de trabajo y cuantos objetos la llenaban como un museo sentimental. Apagada la luz de los delirios, reducíanse á su propia y limitada realidad de lienzos y cartones y papeles aquellos cuadros, aquellos retratos de artistas y de amantes, aquellos diplomas y preseas de vanidoso.

—Señor.

La doncellita de cofia blanca y cintas rosa que alzó con una mano tímidamente el tapiz, traía en la otra cartas y periódicos.

—El correo, sí, Carmen, dame. Y á la señora Marciana, que traiga el café.

Ella le dejó el correo al alcance en el ángulo del billar, saliendo en seguida calladamente.

De entre las cartas, Víctor abrió una cuya alta y angulosa letra de moda le era habitual; dos pliegos cruzados, de tinta verde vivísima, y un retrato.

En el ángulo superior izquierdo de la cartulina decía: «A Júpiter —Bibly Diora.»

Y Víctor murmuró:

—¡Qué estúpida!

Sin embargo, quedóse contemplándola.

Era una dama de suave madurez de melocotón terso y jugoso en el semblante, de ojos muy claros, de piel blanquísima, de obscuro pelo laso, brillante, pesado. Por su gesto, un poco altivo, un poco frío y reservado en sí, puesto encima de toda femenil coquetería, creyérase una de esas glaciales princesas que suelen reproducir las ilustraciones como enigmas de realesco orgullo ó de inocencia augusta. Estaba no lejos en un viejo mareo de ébano y nácar otro gran retrato de esta Bibly, «cancillerescamente» firmado en Cádiz diez años antes por la joven cónsula: «La baronesa Georgesco». La fecha fijaba, no obstante, bajo la grave dedicatoria, la de una hora íntima y bruta de hotel, en que se le desveló la coqueta más testaruda que ardiente. Una tísica, entonces, esbelta y fina, la andaluza esposa del rumano.

Tuvo Víctor el frío recuerdo del breve tiempo vivido en aquellos brazos aquella noche, y volvió los ojos á la carta que le llegaba ahora de Madrid; á la carta de cruzados renglones en las ocho caras, de letra firme en gruesos rasgos de pluma estilográfica, y que dejaban concretar á espacios la tinta verde en metálicos reflejos de anilina. Decía al final, y no diría más con paráfrasis toda ella: «Quiero decírtelo: TÚ ERES DIGNO DE MÍ.»

—¡Qué estúpida!—volvió á pronunciar Víctor labialmente.

Y sin curiosidad alguna para los periódicos ni las demás cartas, en la evidencia de que nada tenía el hoy de común con el Universo, reclinóse atrás, cerró los ojos, y añadió, contemplándose á sí mismo:

—¡Qué estúpido!

Capítulo II

Stern, entre las varas, alargaba el cuello mordiendo rosas.

Fué sacado al camino por la rienda.

Sentado el cochero atrás, Víctor hizo arrancar á Stern de un fustazo.

Esta soledad de la bella villa silenciosa, religiosa, en el silencio religioso de los campos... de los campos místicos casi espirituales, frente al mar desierto, de grandeza azul, le era hoy aún más intolerable. Giró á la derecha, subiendo la cuesta, bajando otra cuesta luego y perdiendo de vista el mar.

Quería robarle al caballo algo de su salvaje bravura, que le hiciese desterrar meditaciones. Ya en la carretera, le dejó trotar á su albedrío.

Los árboles quedabánse atrás como un vértigo de cosas. Los carros, que monumentalmente cargados de heno volvían en el atardecer á la ciudad, pronto alcanzados, pronto pasados, se apresuraban á detenerse y apartarse dejando pasar el tílburi. Debían creerle un automóvil al gemir de la bocina; y tal lo parecía en el trote velocísimo del bárbaro tarbés, que, con la nerviosa cabeza tendida y la nariz abierta, lo arrastraba levemente. Sorprendíanse los aldeanos mirándole alejarse como una rodante visión disparada tras un ágil baile de patas.

En una extensión libre de la carretera, hostigó al caballo con irritados latigazos. Stern, galopando se estremecía á cada chasquido, hacía vacilar el coche á cada arrancada más poderosa, sintiendo la fusta en el lomo, en la cabeza...y corría desesperadamente...

Le contuvo al fin, deplorando que no hubiera sabido desbocársele para rodar cuesta abajo coche y él todo junto... Su trote, otra vez. ¡No sabía más tampoco este bruto vigoroso... repetidor de actos, educado por el hombre!

Dudando en seguida si á no conocerle dócil de antemano él le hubiese fustigado con tal rabia, le invadió una desolación de necedad. Los árboles volvían á ir quedándose atrás más lentos.

Había marchado seis kilómetros.

Desde un alto descubrióse nuevamente el mar en la bahía de Versala.

La pequeña ciudad hundíase entre follajes, recostada en sus colinas verdes, rodeada de hotelillos.

Un paisaje de plácida belleza que entristeció á Víctor con nueva convicción cruel: la de que ninguno de la tierra podría alegrarle.

Obligó á Stern á ir al paso, acordándolo en melancolía con sus pensamientos.

Como al caballo habíase educado la voluntad; pero al requerir ahora el esfuerzo voluntario para dominar sus odios, vio que no odiaba... ¡por desdicha! Tenía en sí el hueco pavoroso donde no quedaban ni rastros de odios ni pasiones —fundido todo en etéreo anhelo de un solo amor que abarcara un universo.

La sensación de inconexión ya total de su vida con la realidad, se le definió clara como nunca. No deseaba nada, ni morirse; y nada halló Víctor más espantosamente hermoso que esta vasta sensación.

Creerían los aldeanos, midiéndole la dicha por la gallardía de Stern, que él iba feliz á alguna parte, en coche.

¿Y á dónde iba?

Las blancas tapias del Camposanto, alineadas á la carretera y adornadas de recuadros y cornisas como las de un bello hotel de aquellos que empezaban pronto hacia Versala, le dieron un súbito antojo de consuelo: entrar.

Rebosaban frondas de jardín entre las que se erguían las cúpulas y agujas de los panteones.

Sí, un súbito afán amoroso, voluptuoso, le ganó de considerar despacio si no seria una tierra de profundo amor la de las tumbas.

Paró á Stern y saltó del tílburi. Dio las riendas al criado.

Salvando la cancela, advirtió complacido que se limitaba el conserje á saludarle, sin impertinentes deseos de cicerone.

Todo grato en su paz de parque augusto.

Una esbelta cisterna de brocal redondo parecía velar vigilante en la glorieta la frescura del jardín. Una golondrina estaba posada en la cruz de la polea; y voló, hendiendo agudamente el aire con sus negras alas.

Siguió Víctor la avenida central, cuya ancha perspectiva, costeada por marmóreos panteones, entre cedros y cipreses, tenía la pagana gracia que le daban, en gentil confusión con las góticas cristianas torrecillas, los templetes griegos y las egipcias columnatas.

Mármol, cielo y ramas; más que muertos creeríase ir á ver salir de las criptas á los atrios dulces y lejanas almas de vida sonriente...; almas bellas con forma de mujer, que quizá no fueron bellas; nobles almas de hombre, que fueron quizá monstruosas..., aquí puras, restituidas por la muerte al ansia del grande amor no hallado en el mundo.

Caminaba despacio.

Los ángeles dormidos, las alas extendidas, las piedras que habían sabido fijar un poco la idealidad y el reposo, le hacían pararse.

Un gozo inefable le iba saliendo del corazón é imbibiéndole con la sangre átomo por átomo los de su ser. Y con este gozo le inundaba una sorpresa: la de que no se le hubiese ocurrido hasta hoy buscar el alto y sereno placer de un cementerio.

Torció por la izquierda de la avenida, hacia otra no tan ancha, más florida, que cruzaba recta; le atrajeron los sencillos sepulcros, losas, barandas, cruces de mármol, sobre las que se vertían soñosos los musgos y los sauces. Quedaba partido el Camposanto, todo abierto al cielo, en cuatro extensos cuarteles, donde las cruces de hierro marcaban por tierra otras tumbas.

Junto á una fosa abierta se detuvo.

Mirando al fondo de tierra removida confirmaba su visión apacible de la muerte, compuesta en su niñez con ojos huecos y guadañas. No le causaba inquietud. Vivo, viviría aquí á poder poner en mitad de esta mansión de soledad su casa alegre, para vivir entre almas. Muerto, su carne sentiría caerle la tierra encima con la delicia que hubiera de sentirla si él ahora se tendiera en la fosa libertado de la necesidad de respirar... Pero la tumba, que no le daba horror, no le atraía con suicidas seducciones: mirábala únicamente con la delectación del trabajador fatigado que comprueba su seguridad de un descanso para el fin... Firmeza grata: una tumba igual la habría en cualquier sitio de la tierra. Este bien, al menos, nadie podría arrebatárselo.

Volvió los ojos, entre el ramaje de una hortensia —para ver fuera las más humildes sepulturas de las cruces, por el suelo —, y fueron en verdad sorprendidos por un alma.

El hechizo de una nívea y bellísima mujer.

Estaba ella de rodillas, con las manos juntas. Oraba sobre un sepulcro.

Su inmovilidad y la albura de su traje la hubieran hecho tomar sobre la piedra por un ángel de piedra, á no ser por el limpio moreno de su faz llena de vida y por el negro de sus bucles.

Hija... Hermana...

No tenía edad para viuda... ¡Una chiquilla!

Nuevo el sepulcro, aún alrededor mostraba los yesos de la obra. ¿Por qué ella estaba sola y por qué no de luto?

¿Quién era?

Lo supo bien, después de contemplarla; era... lo que le hizo siempre temblar en las pocas veces que lo halló en su paso: ¡una belleza! —Pero una belleza que tenía el agrio emocional de las cuatro artísticas notas de un piano.

Atraído por el silencio de la bella vida inclinada ante la muerte, se deleitó en seguir contemplándola á través de la hortensia.

Había un encanto en sorprenderla abandonada á sí misma: acaso toda su seducción de sinceridad cifrábase en su ignorancia de estar siendo contemplada.

En su ignorancia de estar siendo adorada. —Porque la contemplación del artista que sabía, era adoración. Y era la fatalidad en la mujer: su imposibilidad de ignorar de otro modo que sentimentalmente sus adoraciones, como las ciervas —hasta que fuesen capaces de no ignorarlas divinamente en su integridad como las diosas.

¿Quién era?

Una señorita. Cualquiera de Versala...

¡Una señorita!... el diminutivo le repercutió en el corazón hastiadamente.

Además le fué la explicación: no estaba de luto, porque ésta en que rezaba sin dolor, simplemente con la unción sobrecogida hacia el misterio, señalaba la tumba de algún novio á quien ni quiso más ni quiso menos que todas las señoritas á sus novios. No estaría lejos la discreta confidente que habría querido acompañarla á esta última visita.

Sonrió una vez más con su sonrisa triste.

Andar entre señoritas hacíale la impresión de andar entre no sabía qué corzas asustadas de su mismo agrado por los riesgos de la caza.

Era pálida ésta, y (estupenda excepción) no tenía polvos su cara llena de lunares, llena de gracia, llena de una morena y exquisita é indefinible juventud —pues no podría decirse si era una muchacha de quince años espléndida y prematuramente expandida en mujer, ó al contrario, una mujer de veintidós ó veinticuatro con expresión candidísima.

Víctor volvió á sonreírse con un doble desprecio á sí propio y á aquella belleza tan bella que podía ser insolente sin polvo de arroz... A él, porque no tenía belleza ni casi juventud más que en el alma, en mitad de una existencia destrozada por ansias de ideales; á ella, porque no tendría, como ninguna, un sol en el cerebro, un ideal de juventud en el corazón... ¡toda por fuera!... Y qué pena de belleza... la de ella, la de él... ¡tan raras! ¡inversamente fragmentadas por una maldición del aire!

Gustábale extraer delicias de estos casi inadvertibles trances de la emoción efímera, y miraba, miraba —en su muda adoración —cómo había sacado del bolsillo un breve devocionario y leía ahora en él la señorita... ¿la señorita qué?... la señorita Pepa... la señorita Lola... la señorita...

¡Siempre el mote y la muñeca! Y le pareció lamentable. Más en ésta, que no tenía las cintas y los lazos que las otras, que Bibly Diora, por ejemplo.

Hecha excepción de un anillo de brillantes en la mano izquierda, puesto en el índice, por cierto, no podía ser de una simplicidad más original y brava su tocado: el pelo obscuro, sedoso, limpísimo, onduloso sin rizar, hueco en las orejas sin pendientes, y anudado en la nuca; la blusa de sutil batista blanca con florecillas de seda, adornada sobria con encajes en el cuello (levemente escotado todo en torno) y en las sueltas mangas á mitad del antebrazo; la falda ceñida, y tan corta, que más acaso por ello que por descuido de soledad, tapaba mal el comienzo de la bien calzada media en la baja lona de la bota. Un simple clavo de oro cruzaba la paja del sombrero entre su adorno de rosas y de tules.

Acostumbrado á dialogar con las almas de sus libros, pensaba que asustaría á esta señorita con doble susto de profanación al respeto del sitio y de sí propia, si de improviso, saliendo de la hortensia, acercárase á decirla, con culto fácil y amante de aves que se encuentran, que ella tenía brazos de estatua, manos perfectas... traza de exótica diosa morena ardiente con cálidos perfumes africanos encendedores de besos en los labios y en los ojos... Y sonreía, con su eterna sonrisa áspera, pensando cuán imposible fuera que entonces pensase ella que él pensaba que, sólo en el hecho de saber escucharle esto, habría encontrado un hombre ansioso de pureza en el amor, el inmenso amor y la pureza inmensa necesarios para querer llevarla divina y perpetua amante á la paz de aquel campestre hotel que esperaba un alma... ¡qué siempre la esperaría!...

Y la sonrisa ante la bella mujer que no tenía esta alma, se le tornó mordaz en la instantánea proyección de todo el cuadro que pudiera quizá substituir, con la necia final entrega de tal belleza entre pudores, al rápido triunfo de soñada gloria: vio una casa, un balcón, en la plaza misma de Versala tal vez; por bajo, el tílburi pasando, cruzando; la púdica conquistada á medias por Stern y por el sastre; papeles, pregones, convites... y después unas noches de lujuria..., y la vida incomprendida —y al lado de él, para siempre, una extraña como las que él hallaba fuera pudiendo al menos dejar de verlas á su arbitrio.

El horror habíale cerrado los ojos; y al abrirlos vio que la joven, levantada, se alejaba del sepulcro santiguándose. —Poco más allá, contra la espaldera de cruces y de flores, y en dirección contraria á la avenida, se perdió.

Marchó Víctor, en la misma dirección, sin apresurarse ni por descubrir siquiera quién acompañase á la que con tan suelta arrogancia andaba entre los muertos. Continuaba su camino tratando de recobrar la serena impresión en las piedras y en los ángeles. Pero al pie de uno sedente que lloraba caído á las rodillas, no lejos del sepulcro, ante el cual se detuvo ahora, vio removerse dos rosales, aparecer una dama de negro, que llevaba de la mano dos niñas, y detrás... la gentilísima.

Se acercaban. ¡Oh, cómo volvía á estremecerle la belleza, y cómo sentía que, valiendo ella lo que valiese, daríala él años de su inútil existencia por una hora de sus besos!

Le vio, y el instinto de galantería la hizo llevarse rápidamente la mano al cuello y al peinado. Luego, acercándose, y á pesar de mirarla él, le miraba ella con curiosidad descarada, con una encantadora insolencia infantil... Acobardó al cruzar, no obstante: bajó los ojos.

Pero Víctor la había visto bajarlos sobre una tenuísima sonrisa de halago, de admiración... de coqueta insaciable, pues que su agria belleza punzante debía tenerla habituada á admiraciones.

Así la vio alejarse: delante la madre —de porte distinguido, con su negra sencillez, y las niñas, morenas, llenas de rizos y de miedo en la morada de la muerte; detrás ella, la muy gentil..., coqueta con la chocante desenvoltura que la hacía bracear como un muchacho con el brazo en que no llevaba la sombrilla...; coqueta, volviéndose á mirarle, en un resuelto girar casi del cuerpo entero, al desaparecer en la avenida... Coqueta, coqueta toda por la gracia, naturalísimamente coqueta, como es sonora una arpa naturalísimamente porque vibra á todo impulso. ¿Qué niña, qué mujer dejan de ser en su inocencia un poco seductoramente coquetas?

Dominó Víctor esta vez el impulso de seguirla. Tal coquetería en las inocencias, no era más que el instinto de libertad, que debía morir esclavizado.

A su curiosidad le quedó, sin embargo, una invitación de obediencia fácil: fué al sepulcro donde había estado rezando la hechicera.


AQUÍ
DESCANSAN LOS MORTALES RESTOS
DE
DON LORENZO ALVERÁ Y ALONSO,
ABOGADO.
FALLECIÓ EL 15 DE MARZO DE 1885.
R. I. P.
RECUERDO DE SU HIJA,
1904
 

Estas letras, afrentándole de ligereza y torpeza por la suposición del novio, le explicaron por qué á los diez y nueve años de morir el padre no estaba la hija enlutada; mas no bastaron á hacerle comprender... á hacerle comprender...

¡Las cien cosas más que nada le importaban!

Y dándose cuenta de que estaba rota por intrusiones de la vida su poesía del Cementerio, salió de él, por el camino más corto.

Subió al tílburi y trotó Stern hacia Versala.

Anochecía. Había en la carretera más campesinos y más carros.

En un minuto alcanzó á la familia de... ¡olvidados ya los nombres! —Se apartaron ellas á uno y otro lado, dejando pasar el coche. Víctor miró del lado que quedó la joven con una niña, y no volvió ni una vez la cabeza, cuando quedaron atrás... Iba á su primera vaga intención al salir. Se había hecho amigo de un violinista, llegado con su mujer, pianista, para la temporada de conciertos; iba á la casa de ellos á oírlos ensayar, como otras tardes.

Trotaba Stern carretera abajo, entre los chalets y las casitas de indiano de la playa, y meditaba mientras Víctor, compasivo, la infelicidad de aquel violinista tísico, que acaso por el amor de una mujer rodaba sin nombre y sin dinero de pueblo en pueblo. Para dirigirse á la asaz modesta casa de huéspedes en que vivían, una vez cruzado el puerto lleno de revendedoras de sardina, tuvo que orientarse por la torre de San Blas. Trochó, cruzando callejones, y ya en la Ronda, frente á la Eléctrica, la reconoció, no lejos de la iglesia.

Al bajar ahora, le ordenó al criado que fuese á esperarle en el Hotel Bilbao.

—¡Hola, don Víctor... tanto bueno! —le recibió tras el portón la dueña, que había sentido, indudablemente, el coche —. Hace días que no le tenemos por aquí...

Y don Luis y doña Antonia no están; pero pase, pase... ¡deseaba verle!

Era una matrona gigantesca, limpia, bien peinada siempre, como peinadora de oficio, según rezaba en la puerta una placa bajo el nombre de Marina. En las no muchas veces que había hablado con Víctor, notábala éste cierta tendencia á tratarle con picaresca familiaridad, tras de habérsele manifestado adoradora ferviente.

—¿No están? —repuso él contrariado.

—No. Marcharon el martes, contratados á Pamplona. ¡Vamos!... ¿lo ignoraba usted?... Pase, pase, tengo que hablarle. Yo no sé si algún disgusto entre los dos, porque aún no habían terminado aquí... ¡Ella leía tanto Las honestas! ¡Entre, don Víctor!

Entró, extrañado de la relación que pudiera haber entre el disgusto y sus Honestas y la sonrisa de Marina.

La cual le guió á un gabinete explicando:

—Pase, ahora no hay nadie. Tengo la casa vacía. ¡Era don Luis tan celoso! ¡Un artista, mentira parece!

Indudablemente, la peinadora creía como en el sol que Víctor conquistó á la rubia señora con pretextos filarmónicos. Gracias á sus novelas, tenía una reputación de apasionado bruto, para muchas gentes del nivel mental de esta Marina.

Mas no le siguió ella hablando del asunto.

—Pues sí, don Víctor —dijo cuando se hubieron sentado —, celebro que venga, aunque no estén. Precisamente por... ella, no he querido hablarle hace ya días de... de otra cosa... si bien á cuenta de su discreción, porque es... otra cosa... muy otra que una pianista. ¡Oh!

El, atendía, simplemente.

—Oh!!... Oh!!! —reforzó su admiración Marina para transmitírsela. Y se apresuró á añadir —: ¡Yo, por mi doble oficio, y aun por el de mi esposo, guardia municipal, conozco á tanta gente! ¡Ya sabe usted que peino á lo mejor de Versala!... Y, ¡ah!, ante todo, don Víctor, se hará cargo de que ni yo ni mi casa... Verá usted; no se trata de indecencias, sino lo contrario, de evitarle á una señora que la crean así. ¡A una pobre señora! ¡A una pobre y preciosa mujer, en pueblo extraño y en lenguas, sin la sombra del marido!

Dudó Víctor, desorientado, pues no le conocía en verdad á Marina el tercer oficio con que empezaba á revelársele.

—Yo la peino, ¡claro!, desde que llegó y se alojó en mi casa —continúo Marina —. ¡Luego ha puesto la suya con su madre, con sus hermanitos, que toda esa familia tiene á su costa la infeliz! Viene á establecer una gran tienda de modas á la madrileña, de todo lujo, por lo cual empieza ella vistiendo como ninguna, y hace bien. Sólo que aquí entra lo grave: con el traslado desde Mallorca, su tierra, ha gastado un horror; y ni tiene ya casi para comer de aquí á dos meses (que volverá el marido de América, donde viaja por cuenta de una fábrica), ni encuentra quien la dé un cuarto... decentemente..., puesto que de otro modo, no ya los sesenta ó setenta duros que ella necesita, sino ciento, doscientos... ¡lo que pida! á mí se me han acercado sabiendo que la peino, y el último anteayer, el conde de Ferrisa... En fin, que ella no acepta, ni á tiros, con ninguno de Versala, y se explica su miedo y su vergüenza; que con motivo de haberla dejado un libro de usted, hemos hablado de usted; y que sabiendo por mí que es usted de otro modo y de muy lejos... creo que únicamente de usted aceptaría ese dinero, don Víctor. —¡Oh! —se limitó Víctor á exclamar admirando á la dúctil y rotunda Celestina.

—Vendría aquí. No podría ser en su casa. Yo la hablaría mañana al peinarla —terminó ella modestamente y con la mirada en el suelo.

—¡Oh! —repitió Víctor, burlón, á un ademán por levantarse —; pero, ¿usted sabe cómo tendría que ser una belleza... de sesenta duros?

La que se levantó antes fué Marina, diciendo enérgica:

—Tenga que ser como quiera... y más, así es ¡lo digo yo!

Añadió tendiendo el brazo:

—Espere... ¡va á decírselo un retrato!

Inmediatamente cruzó el pasillo, entró en otra sala de enfrente y volvió con la fotografía.

—¡Esta! —presentó.

—¿Esta? —guturó Víctor, cuya faz fulguró inesperadamente al mirar la imagen.

Pero lo había preguntado con tal emoción, con tal asombro, que Marina quedó un instante perpleja, temiendo haber cometido cualquier imprudencia enorme.

—¿Esta! —repitió él, dominándose.

—¿La conoce usted?

No dejaba de contemplar la bellísima figura, á la luz ya incierta de la estancia, y tardó en contestar.

—Sí. La hija de don... de un abogado que murió aquí hace años... muchos años... Acabo de verla en el Cementerio... rezándole á su padre...

—¿Cómo, abogado?... ¿De aquí?... Usted la confunde, don Víctor.

—No, no; la he visto, y en la carretera después...

—Bien, por allí vive...

— Con dos niños... la madre de luto...

—Justamente, ella es... alta, morena...

—Morena..., con lunares...

¡La misma!, ¡la misma!... —tuvo que convenir Marina, apremiada, aún más que por la viveza del diálogo, por la del timbre del portón, que sonaba rato hacía nerviosamente —; pero usted se confunde, don Víctor, ó le han informado mal; no son de aquí..., ni habían estado antes... Perdone, que llaman... será la criada... ¡Un momento!

Salió, entornando cauta la puerta, y Víctor acercóse á ver mejor el retrato á la luz crepuscular de la ventana.

La sorpresa y la angustia pusieron esta vez el sarcasmo en su sonrisa. Era una burla cruel la en que la bestia realidad había venido tan pronto á presentarle á esta mujer «libre como un pájaro» —cual la ansiaron sus anhelos infinitos. Libre, bien libre podría escucharle y brindarle caricias... pero ¡con qué escarnio de libertad!

Todo el desprecio que le inspiró antes la señorita no más, le inspiraba ahora la prostituta. Pero en la prostituta, en la perdida que Marina le acaba de revelar con sus crudezas, en la señorita que él antes miró con pesar en sus lirismos, permanecía lo mismo lo innegable, lo míseramente más venerable, al menos, de todas las míseras grandezas destrozadas en la vida: una belleza de mujer.

Recordó su afán del Cementerio ante el original del retrato: «Valiendo ella lo que valiese, por una hora de sus besos daría él años de su inútil existencia».

¿Y no iba á dar un puñado de dinero, que pedían?

—«Gracias» —le murmuró con los labios al solícito y generoso mago que se la ofrecía llanamente.

Cuando entró Marina, ni quiso hablarla ni oírla más. Dijo, devolviéndola el retrato:

—Avísela. ¿Esta noche?

—No puede ser. La veré mañana. Eso sí, antes del lunes; las fiestas me llenarán todo esto. ¿Esperará usted en Versala?

—No. Me escribe.

—¿Que señas?

—Villa-Paz. En Tur.

Ella fué á la pared para apuntarlas junto al espejo con lápiz, y él salió.

—Hasta mañana... hasta pasado mañana, mejor, don Víctor.

Capítulo III

¿Cómo sería su hablar?

¿Por qué sentía él la angustia de las esperas solemnes?

Víctor sabía rendirle... No: tenía «la fatalidad de rendirle» la intensidad de su vida á cualquier azar insignificante.

¡Sentía la angustia concentrada y prendida á la aguda precisión de estos últimos minutos en que pocos más podían decidir el desengaño!

El reloj había acabado de mostrarle el límite del plazo exacto: las nueve. «De ocho y media á nueves», decía la cita.

Las nueve repetían con campanear pausado y sonoroso una torre del puerto y la torre de San Blas. Y el sol y la brisa matinales formábanle en la espaciosidad desierta de la Ronda un preludio de frescor y luz á la esperanza.

Desde el balcón, tras la persiana verde y las macetas de geranios, veía enfrente las fábricas con su silencio de domingo, y la larga acera, sin nadie á ratos, después de haber pasado la gente á misa. De tiempo en tiempo aparecían por la esquina un vendedor de carbón, una criada con leche, gordas señoras con hijas flacas á paso de procesión, por no descomponer su importancia y sus cogidos de la cola, aunque llegaban á la iglesia tarde... ¡Oh, vírgenes anémicas! ¡Si supieran que un hombre las miraba con menos ambición que á la perdida que vendría detrás!

—¡Don Víctor!

Pedía permiso para pasar con dulces y jerez el amo de la casa: un hércules limpio, como su mujer —guardia municipal, aquí sin uniforme. Víctor sintió el rubor de verle mezclado en tercerías. En la degradación corriente estaba el oficio más aceptado para hembras.

El hércules, guardián fuera de la moral y el orden, no sufría por su parte rubor alguno.

—Tarda, pero vendrá —dijo —. Mi esposa les envía este obsequio; está abajo para evitar que haya nadie en el zaguán. Cuando entre la señora, será mejor que cierren, aunque no hay nadie en el piso.

Marchóse amable, y Víctor inspeccionó aún la sala, que él hubiese preferido de alcoba con visillos, por no tener tan ostentosa la cama detrás de los cristales.

Volvió al balcón.

Volvió á mirar el reloj y á mirar por la persiana. Eran las nueve y once minutos. La sospecha de que esta mujer no acudiese hízole á su corazón perder un latido.

¿Por qué tenían sus nervios la crispación de lo enorme?

Encontró su emoción ridícula y desmedida, y trató de aplacarla, de explicársela: bella sin ser maravillosa la esperada, era todavía un milagro de persistencia de belleza en la degeneración de todas las fealdades; un ya no muy frecuente milagro de belleza plástica, en medio de la vida horrible, la de esta mujer, la de estas galantes mujeres venales por duros ó por flores, cuidadosas de su estatua como de un tesoro —que apenas si en el rostro y en la forma del corsé aspiran á cuidarlas castas señoritas, juradas enemigas del baño por cristiana tradición de castidad... ¡Ah, cuánto, pues, el experto amante tenía un derecho y no infantil á su emoción!

Se abandonó á ella confiadamente. ¡Vestales de la gracia!... Pero sonrió con una sonrisa diablesca que poseía asimismo en su gama de sonrisas: ellas, milagros de belleza material... él, otros como él ¡tan pocos! milagros de otra moral belleza; y entonces sería que la estética y la ética del porvenir estaban providencialmente en el presente guardadas en prostitutas y en poetas.

¿Qué más daba si comprador de mujeres, él también, estaba aquí aguardando á una en venta? En suma vendría á ofrecerle más ligera, y por bien menos sacrificio que el de la libertad, lo mismo que una novia, lo mismo que una reina, que pudieran al menos ofrecerle belleza igual. Las hondas sacudidas de ansias y desesperaciones que necesita el necio corazón para interesarse, habíaselas ofrecido, con respecto á ella, el azar en poco tiempo. Al verla aquella tarde, sufrió el dolor de lo imposible de no tenerla nunca. Luego pudo pronto pensar que un ángel del infierno habíale convertido á la imposible en fácil.

Pensó Víctor que lo lógico no existe en el mundo actual, y sobró esta idea para volver á darle ahora mismo, en la fácil, el ansia y la desesperación de lo imposible. Y había sido tal el afán por tal belleza, que habría dado años de su vida por esta hora, como los diese aún si, menos romántica, no hubiese ella de preferir su tasa en plata. Había sufrido, había sufrido: primero, porque siendo lógico que no pudiera ser de él cuando la creyó la señorita Lola, la señorita Pepa, cualquiera señorita, le fué doloroso el gozo de saber que no lo era y que podría tenerla. Después, porque desde el instante de ser ya lógica su alegría, podría no realizarse, por ser lógica.

«¡No querrá! No querrá!» Tuvo que insistirse mucho en los dos días, soñando locas dificultades para que no surgiesen —pues tan absurdo es el mundo moral, que él sabía por prueba que pocas veces sucede lo previsto.

—«¡No vendrá! ¡No vendrá!» —repetía mirando hacia la lejana esquina y dispuesto á seguir repitiéndolo con amarga persuasión, para que viniera, durante los diez minutos más que calculaba no extraños en la tardanza el impaciente.

Mas por lo mismo que se resignaba desesperado á esperar los diez minutos... apareció, ¡ella!

No pudo dudarlo. Su gracia inconfundible. No lo dudó, á pesar del traje obscuro, de la blonda de la mantillina volada al rostro, del rosario de nácar liado al libro y al guante en la mano misma que recogía el vestido: Con la otra braceaba garbosa como un muchacho.

Se acercaba. Parecía más arrogante en la cuesta abajo, marchando con su sencilla despreocupación por la mitad de la acera, seria y noble en su palidez, alta la frente... Nunca había visto llevado el impudor con tal decoro. Temió Víctor que unos artesanos, que saliendo de un portal cruzáronse con ella echándola piropos, la hicieran por disimulo seguir hasta la iglesia... Pero se engañó; llegaba bajo el balcón, y entró resuelta, sin haber vuelto siquiera los ojos á soslayar si era espiada.

Él se entró también, entornando los cristales, las maderas —y poco después oyó frases cruzadas con Marina, oyó en la escalera pasos, y vio la puerta girar, y la silueta gentil recortándose un momento á la claridad del pasillo... Había pasado resuelta, como entró abajo, y había cerrado la puerta tras sí; pero quedó sin moverse, indudablemente sin ver, deslumbrada en la penumbra por el sol de que venían llenos sus ojos.

Acercándose Víctor, le cogió la mano del rosario y besó el dorso de la muñeca, bajando el guante y percibiendo su perfume de heliotropo. En seguida cerró la llave y trajo á la bella ciega al centro de la estancia.

—¡Oh! —había exclamado ella imperceptiblemente, nada más, sin saber acaso cómo era el que la besó y la conducía.

Y puesto que él no la hablaba, no habló, tímida ó fatigada de su marcha. Y puesto que él la había soltado, yendo á una butaca á sentarse, ella se quitó la mantilla, dejó el rosario y el libro en cualquier mueble, y volvió incierta hacia el fondo con las manos extendidas.

—¡Se ve apenas! ¡Se ve mal!

Su voz era de niña. Víctor, sin levantarse, la guió por delante de él, con la punta de los dedos, al sofá. Sentada, empezó á quitarse los guantes.

—¡Le hice esperar! —dijo la voz dulcísima y mimosa —. Perdóneme. Salí á tiempo, y no está lejos; pero me siguió uno y he tenido que dar vueltas por ahí. ¡Son tan tontos en Versala!

—¡Bah, bien!... ¡Unos minutos, mujer!... —disculpó Víctor —. ¿Cómo te llamas? ¡Te hubiese esperado la eternidad!

—Adria.

—¿Adria?... ¿Adriana? —repuso contrariado Víctor.

—No, Adria. ¿Le disgusta el nombre? —preguntó ella humildemente.

—¡Oh, no! Aunque sería lo de menos; sólo es raro; pero lindo. Me gustas tú. Te habría preferido, no obstante, Elena, Enriqueta, Leonor... como todas.

Le comprendió, devorando la injuria en leve inmutación: su nombre debería ser cualquiera de estos vulgares nombres del vicio. Y Víctor, rápido, con el afán de haber siquiera besado en esta cara este vestigio de pudor antes que pocas frases más lo desgarrasen, rodeó su brazo á la pequeña cabeza y dejó un beso sin ruido entre el pelo y la mejilla.

Un ligero gemido y un más ligero esfuerzo de dominio violentaron á la joven. No fué rubor, no fué calor en su rostro la protesta; fué palidez, fué frío, fué terror íntimo, tal vez, de honrada, ¡si no fué asco de saciedad y hastío en ramera que aún no sabía totalmente despreciarse!

Pero estaba aprendiendo, y domó sus rebeldías.

—Marina me había hablado mucho de usted.

—¿Qué hablaba?

—Nada. Que usted escribía... Me había prestado una novela... Aún no he tenido tiempo de empezarla, ¿Ha escrito usted más?

—Tienes muchos lunares!—apuntó Víctor sorpréndiendola por la naturalidad con que lo dijo como en respuesta.

—Sí, tengo... y ¡me da una rabia!

—¿Por qué?

—Porque no me gustan.

Callaron-percibiendo él en las ropas de ella la emanación de perfumes. Olía á todos los antiguos perfumes tenuísimos de una mujer habituada á perfumarse.

—Tienes las manos suaves —añadió Víctor, cogiéndole una sobre el brazo del sofá —. Y mira, esto hubiera querido poder decirte en el Camposanto como te lo digo aquí: que eres muy bella (bella... ¿sabes?..., á mí no me gusta decir guapa), que tienes en los labios y en los ojos y en toda tu belleza ardiente la pasión. ¿Eres apasionada tú, Adria?

—¡Oh! ¡no sé! —le contestó riendo.

Chocábale, sin duda, el impasible aplomo con que decíala todo «el novelista». Y e «»novelista», en la risa ingenua, comprendió que se alegraba ella de estar sospechando que con él no tendría la ofrecida sin agrado más que dejarse guiar: en lo que se equivocaba, porque ante aquel escamoteo de su visión virginal por la ramera, quería al menos con rabia, el engañado, á la ramera en toda su amplitud.

—¿No lo sabes?

—¡No lo sé!

—¿No es que niegues?

—Ni que afirme... ¡No lo sé!

—¿Nunca has tenido ocasión de apreciarlo?

—¡Nunca!

—¡Oh! —hizo él, soltándola.

Y Adria, que entendió en la desilusión cuánto él pudiera imputarla un necio afán de presentársele inocente, repitió más firme, como dispuesta á dar explicaciones:

—¡Nunca!... Puedo haber sido...

Sólo que enmudeció, volviendo á recostarse en el sofá y abandonando su efímero afán de confidencias. No advirtió que este asomo de reserva de un desdén brutal, le fué á Víctor agradable.

Nada más tenían que decirse, en esta incomunidad completa de sus almas —y callaron los dos violentamente.

—¡Oh, bien, Adria! ¡Háblame! —dijo Víctor por fin: —Tu voz es dulce. Yo fumaré. ¿Fumas? ¿No fumas, verdad? —añadió brindando y retirando un cigarrillo —. ¡A mí no me importara que fumases! Cambia de sitio, ¿quieres? Yo, tendido en el sofá, te miraré y oiré tu voz... tú, en la butaca.

Cambiaron. Tendido Víctor, encendió. Luego, contemplándola, soltaba el humo. Esperaba. Conocía la enorme fascinación producida indefectiblemente de un espíritu á otro espíritu entre dos muy distintos, á su primer gran contacto, como este que les imponía la soledad; y era precisamente la fuerza formidable que no quería emplear sobre la muchacha de quien no le interesaba más que la belleza.

Mantenida honesta y tímida en la butaca, turbábala más el silencio. Al cabo de unos eternos segundos, sólo pudo lamentar:

—¡Oh... le debo de parecer bien sosa!

No quiso responderla Víctor que esto mismo lo había dicho con una extraña gracia infinita.

Y ella añadió:

—Yo hablo poco... ¡Nunca se me ocurre nada!

Tampoco nada dijo Víctor, que la miraba atento y grave, en rara correspondencia á la sonrisa con que implorábale ella perdón.

Y, desanimada, preguntó luego fríamente:

—¿No me había visto nunca hasta anteayer?

—Nunca. Hasta anteayer, en el Cementerio.

Un soplo de mayor frialdad pareció envolverla con el tono y con la frase.

—¡Qué sitio!... ¿verdad?... para empezar... una conquista! ¿Tiene usted á alguien allí?

—No. ¿Y tú?

—Yo...—vaciló Adria; y cortó, rodeando la mirada en fugaz terror á la estancia y al lecho de la alcoba—. ¡No, no, tampoco!... Soy de muy largo. Fuímos á verlo.

—¡Y á rezar! —afirmó Víctor casi hosco.

La vio estremecerse. Tenía ella en la mano el pañolito de guipur, y se lo pasó por la frente y los ojos.

—¡Hay que rezar por los muertos! —dijo.

Y volvió á pasarse lento por la cara el pañolillo de guipur. No se limpiaba lágrimas; se apartaba recuerdos, por no profanarlos aquí.

Su voz habíase hecho evocadora y lejana.

Víctor la contemplaba, queriendo adivinarla. Le oyó á Marina dos días antes negar que el padre de esta chiquilla hubiese estado en Versala, y debía sobrentender lo mismo en las vaguedades que acababa de escuchar. Y entonces, si no era la hija que nombraba sin nombre el sepulcro, ¿qué lazo, qué viejo drama de honra había ó podía haber entre el muerto hacía veinte años y esta Adria que apenas los tendría y cuya madre no osaba acercarse con ella á la tumba á rezar?

Crueldad excesiva sería preguntarlo, con la que harto hacía entregándole por unas monedas su cuerpo, para que él se juzgase además con derecho á los secretos de su alma.

Volvió á callar.

Plenamente convencida Adria de que debería distraer al singular calmoso, empezó, por último, á hablarle del conde de Ferrisa..., acerca del cual le sabía informado por Marina... Y contenta de haber hallado una fútil charla amena que tenía siquiera cierta relación con ambos, habló, habló del conde... Sus asedios en la playa, en los paseos, en el teatro... Hablaba (violentábase por seguir) cuando, agotado el tema con rapidez, volvíale la desanimación ante la atención escasa de Víctor; que la miraba, sin embargo, hostil y fijamente. Habló, hasta que se levantó él de improviso, con ira:

—Mira... mujer, ¡cállate! Triste yo, más que tú, en tu forzada alegría, mi tristeza es tristeza de la mía y de la tuya, y de todas las tristezas juntas. ¿Quieres que nos emborrachemos? ¡Un poco! ¡Verás! La vida es mala, igual hablando de cementerios que de condes de Ferrisa!

En seguida trajo cerca la mesita con el vino y con las flores (rosas puestas también por fineza de Marina en jarro azul); llenó las copas, volvió á sentarse, y bebieron silenciosos, despacio, obligándola él cuando ella no quería, llenando las copas otra vez... y otra vez..., impidiéndola protestar ni decir nada, y calculando no más lo preciso para aturdirse y aturdirla sin mareo.

Fué un cuarto de hora de callar violento, penosísimo, en que sintieron salir la gente de misa y en el puerto las sirenas de los buques. Fué para la joven una eternidad de sumisión, observándole con el temor á tanta extravagancia que no la dejó siquiera tomar un dulce para hacer menos ingrato el jerez.., que no la toleró oírla ni una frase después de esta que pudo deslizarle admirada:

—¡Oh, por Dios! ¡Que hombre más raro es usted!

Y la impasibilidad de Víctor, que sólo alzó los hombros desdeñoso, acabó por afligirla —quizás pensando que «no le gustaría» y que pudiera ella partir causándole el único contento; acabó tal vez por darla espanto, tras la cerrada puerta, con la duda de ver surgir, en el bebedor lúgubre, al sátiro que quisiese hollar con inmundas perversiones su belleza ó al loco que querría matarla...

¡Pobres mujeres! Ya Víctor, sin beber más del vino que habían bebido ambos como un veneno, contemplábala de nuevo extático, con la frente en la mano, con el codo en la rodilla, en dolida pesadumbre. La excitación del miedo, la languidez del vino que insensata y recóndita empezaba á espejear en los ojos de Adria, la tremenda vacilación por no saber cómo agradarle, dábanle una espiritualidad intensa, casi un pudor virgíneo á la belleza del rostro y al ademán de su cuerpo. Habíala pasado al lado de él en el sofá; y él, que embriagado mucho más de ella que del jerez, tan sólo deseó con éste quítarle la conciencia para lanzarla entre olvidos al sensual abandono, sentía rápidamente al fin torcérsele sus propósitos. Con jerez y sin jerez, no era la bacante que se brinda, ni la bestia prostituta que se deja tomar á carcajadas; era la sierva ofrecida con repugnancia invencible. De modo que le engañó la intención, puesto que buscaba una beldad capaz de arrebatarle en torbellinos de besos.

O mejor, ¡no sabía lo que buscaba!

Advertía únicamente, una vez más, que buscaba lo que sólo podía poner él mismo en las hojas de sus libros ó en bellezas como ésta. La situación era absurda; y, en medio del silencio, los ojos de Víctor, de vibrante fijeza indefinible, sujetaban á un verdadero martirio á la muchacha. Pero veíase dueño al menos de su terror, y esto era ya ser dueño de mucho en una vida. La idea le halagó de improviso. Y le trajo otra, viendo la obediencia emocional en la hechizada faz bellísima que cambió á la calina sólo de verle sereno: ¿por qué no poner en esta beldad por una hora su ideal? ¿Por qué no... si él podía?

Sonrió esta vez con dominación divina, que fué instantánea recibida por la atenta en agudeza de visión. Debió encontrarle tan seguro de sus designios en la serenidad augusta de sus ojos y tan seguro de su fuerza en la actitud poderosa y reposada de sus músculos, que debió sentir quizás un momento, contemplándole, la alucinación de verle levantarse y sujetar y estrangular y arrojar muerto por el suelo á un león que habría saltado de la alcoba.

¡Ah, sí, era indudable!... Sentía, por fin, la oleada de grandeza de él; y sentía orgullo, además, porque se sentía un poco su igual, y respetada. Tan grande —por esto —se hizo en ella la donación de gratitud, que tuvo que exclamar casi feliz y con una extraña compasión hacia el tormento venturoso de Víctor:

—¿Qué tiene... qué tiene usted?

—¡Eh! ¡respétame! —clamó eléctrico él —. ¡Eso es tratamiento de monos! ¡Se me habla de tú, como á Dios!

Y como quedó Adria inmóvil, extasiada, cual si hubiese visto romperse en azul un cielo tempestuoso, Víctor se inclinó y le rodeó la cintura para afirmarle con una tierna indignación que la colmó de sorpresas:

—Ignoro si al venir... habrías acabado de dejar cualquier otro lecho alquilado de placeres... ¡qué importa! En la vida es todo de alquiler... y ¡me habrías pedido la vida á saber que te esperaba aquí como á una reina! ¡Yo... mira, mujer, soy un hombre; tú... más que una reina, una mujer! Desde que entraste, te he hecho el honor de tratarte así, á pesar mío; y si no lo fueses... no importa, quiero en esta hora que lo seas: te prestaré un alma de mi alma, ¿la acoges? Pues, calla, callate —añadió tapándola la boca porque quiso hablar —; ni necesito de tu voz ni de tus besos; eres bella, y me basta. ¡Dejame contemplarte!

Era imponente su acento, por el chorro de trémula verdad que lo ahogaba.

Siguió.

—¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?... No lo sé, no me lo digas; tu nombre no me importa y lo he olvidado; tu historia nada me importa tampoco. Te llamarán «perdida», y con más cruda frase... ¡no importa! ¡no importa! Sola conmigo, aquí, prescindiendo de tu historia y de tu nombre, quedan tu gracia y tu tristeza en Majestad... pues, eso sí, me lo ha dicho en ti todo, que eres desdichada. Y ¡oh bella perdida! ¡Oh «hija de la humanidad»!... eres, vas á ser desde este instante, para mí, la Mujer; para un Hombre —la digna, la poderosa... porque tienes la gracia en la frente, y en los ojos: porque tienes amor en la boca... que me podrá besar cuando yo sea capaz de hacer que desee besarme —causándome entre tanto tal felicidad y tal afán de besarla, que, mira, toca mi mano... ¡estoy temblando!

No la mentía. Pero al tocarla la mano con la mano, recibió aún más vibración del mismo temblor que él quería transmitir; y Víctor sufrió plena, á su vez, la fascinadora magia que ya le devolvía en aureola de espiritualidad y de angustia la mujer-niña. Su presencia noble, la pureza de su frente, la docilidad de su infantil mirar de hechizo en belleza tanta, le aturdieron, le exaltaron, le dieron una serenidad de embriaguez de verdad en la mentira y una exasperada ansia por cubrirla en pródigos derroches de su alma.

Desde entonces no supo más lo que decían sus labios ó su corazón. «Eran viajeros de la vida, que se encontraban un día para no volver á encontrarse. Eran libres, eran pájaros puestos un momento en una rama, y quería adorarla él como jamás á ninguna». ¿Qué podía estorbarle á Víctor destrozar en sólo una hora para ella el idealismo entero de su existir, siempre burlado —como quien se arranca y arroja inútiles riquezas?

¡Oh!, para tal adoración, no debía inquietarle la mudez de la dócil asombrada; érale suficiente mirarla muda y bella; érale suficiente contemplarla para sentirse el pecho lleno de cosas que rebosaban y se vertían en su loor. Creía estar viéndola un alma, la que le prestó, asomada incierta á sus ojos para ver la de él extendida fastuosamente; y una singular lucidez dejábale repetirla de cien modos aquellas cosas inefables, etéreas, afirmándola bien que se las decía como jamás pudo á las honradas, como no las había dicho jamás con tan enorme pureza —más hermosas al teñirse de dolor en el sarcasmo y la ironía de otro triste corazón que no podría creerle.

Mas ¿qué importaba?... ¿Qué importaba tampoco que no las pudiera creer, si la hechizaban al menos con tristes hechicerías? El las decía. Ella, á muchas de tan célico lirismo que habrían exaltado á una virgen, y que brotaban inesperadamente entre humanas adoraciones, volvía la faz, como á estallar de sacrilegios. Una vez la vio Víctor llevarse á los ojos rápidamente el pañuelo para limpiarse una lágrima que no llegó á salir á sus párpados, y esto le estremeció.

—Da gracias, mujer —se apresuró á confirmar empapando con más crueldades piadosas la lágrima caída al alma —, da gracia á la mísera condición de tu existir que te deja ser sincera. Si has venido por dinero aquí, tómalo y vete. Pero si te retienen ya cerca de un extraño la voluntad y el agrado, advierte que sólo por ser lo que eres puedo yo, que te admiro y que te ansío, haber llegado á decírtelo con esta fácil franqueza de un dios. Y así, puedes tú amar, ligera, divina, si te place; y así, si gusta, puede tu voluntad liberada brindarme tu desnudez como una Eva; y así, tu alma, saliendo al encuentro de otra alma desnuda y amplia también, podrá dárseme total como tu cuerpo, como tu vida... porque á tu vida y á tu cuerpo y á tu alma los despojó el deshonor de hipocresías. Luego tú, porque eres «perdida», puedes ser mujer mejor que las honradas: sólo tú, que ya ves que estás siendo tratada como igual por mí... por el HOMBRE. ¡Lastima que hayas tenido que pasar por todas las degradaciones para llegar á la libertad soberbia de esta hora!

—¡Oh! ¿Por qué me dice á mí eso? —gimió Adria, volviéndose á otro espanto.

Y fué tan honrada en su deshonra su intención, que Víctor la recogió generosa: era que, debiendo aceptar los agravios, sentíase ella de sobra vil para no juzgar profanación la lluvia de idealidades sobre una vileza que nunca como ahora se le habría mostrado enorme. Era... que él había sabido velozmente encontrar, en el fondo mismo de la mujer vendida, el secreto misticismo que la hacía arrodillarse y orar ante las tumbas.

Quiso ella, al fin, besarle, diciéndole que ya lo ansiaba su corazón; y la boca dulce se estampó en la frente. —En la elegida pureza del beso creyó Víctor percibir la grandeza que le daba asimismo á esta ignota derechos á ser escuchada; pero el miedo infinito de ver desbaratarse su fantasma, ó de verla reducirse á estatua lúbrica, le impulsó nuevamente á suplicarla, á imponerla silencio... silencio... silencio... Debía oírle á él nada más su melodía dulcísima, interminable, de un exaltado lirismo carnal en que á las sutilezas espirituales unía el humano instinto —que ya podía besar —besos de llama, besos idolátricos de la belleza salpicados en la garganta, en los labios, en el pelo, en los ojos de Adria.

Besos que supieron leves desnudarla el pecho para sentirla bajo los senos de escultura el corazón, y á cuyo fuego, la mujer, en la escultura muda y dócil, moríasele sobre el hombro apasionada, implorante, pidiendo con las húmedas pupilas más caricias, más caricias... el abrazo inmortal de caricia cuya angustia lo mismo le abrasaba á él... No, ya no le oía...

La alzó y la llevó desmayada de dulzores hacia el lecho anchísimo, cuyos hierros crujieron un poco con su peso. Cayó Adria vestida, abrumada en él, de tanto daño ó tanto bien como había removido cruel la voz suprema por las entrañas de su alma; lánguida en la almohada la cabeza, inertes las manos, seguía mirando á aquel á quien no podía dejar de mirar; seguía esperando al que debía también tomar su cuerpo en su quietud, según quisiese...

Pero las manos torpes de él vacilaban, temían, desabrochando la cintura; pero los serenos ojos quemados de belleza en más belleza, parecieron turbarse... —y de pronto, Víctor, doblando hacia la morena maga la cabeza para contemplarla más, exclamó tras un silencio helado por inmensos fríos:

—¡Oh, no, mujer! ¡Salgamos! Hemos realizado una comedia enorme y rara... ¿á qué más?... Quede sin otro final en tu memoria como el sueño de mayor ventura que ha dado tu belleza, como un idilio fugaz en tu vida miserable. Quede también así en mi vida triste. Es la verdad, que llega. Yo, el escéptico sin corazón; tú, la perdida, beldad de todos por algún dinero. ¡Tómalo! De otro modo, creería que pagaba también la comedia de tu abrazo, más vulgar, porque ese sabe recibírtelo cualquiera!

Había sacado un puñado de billetes y se los metió con desprecio entre el corazón y el corsé.

Ella, despertada, atónita, sobre un codo —al oírle cayó torcida de bruces sobre la almohada, llorando.

Pero... la generosa crueldad estaba hecha.

Víctor cogió el sombrero, y salió.

Capítulo IV

Días de mayor zozobra le llegaron.

La mujer de su hora no se le pudo olvidar... ¡la que no existía!

El deseo de la belleza que le ilusionó, y cuya posesión había renunciado torpe, estaba en su pensamiento y en su sangre como una fuerza creada y no gastada. Y esta renuncia, que sentía negativa como una ansiedad imposible, adquiría visos de un alto bien perdido eternamente —pues no podría reproducirse el ensueño.

Era además una sensación íntima de necedad inaudita, de remordimiento: desorientado é inverso siempre, su alma acababa de estrellarse por sacrilegio pura y entera contra una prostituta, tratada como una virgen, tras de una vida larga empleada acaso en tratar á las vírgenes como prostitutas... En su memoria levantábanse recuerdos de mujeres acusándole implacables..., en tanto que reiría, que reiría, que seguiría en risa sin fin el llanto aquel de la vengadora de todas, mostrándole á él su locura estúpida en un total contrasentido de la realidad. Todo lo que escarneció en aquella hora, todo aquello tan grande que no habíale dicho á las honradas jamás, ¿no hubiera podido valerle el gran amor de una honrada, de habérselo hecho escuchar alguna vez á alguna con tanta fe?

Aquí, volviendo á ver en estas mañanas de pereza y de impotencia las gaviotas del mar azul, le irritaba —al literato incapaz de «hacer literatura» —la originalidad de literato que quiso hacer literatura original..., hasta de su carne. No había saciado su ambición de la belleza en Adria por... originalidad á sus propios ojos, por servirse también una página original en la artística y necia farsa de su vida. Vuelta la página, quedaba la antítesis irreductible el vacío poblado al fin de burla hueca.

Quedaba nada más con su verdad bochornosa, ella —que podía encontrarle y se reiría de él; que seguiría riendo, riéndose como de un imbécil, como de un niño á quien supo embelecar, ahorrándose la pena de complacerle, ó todavía peor —si fué cierto que la encendió el deseo —, como de un vicioso gastado, incapaz de aplacar los antojos que de un modo, ridículo se dedicase á excitar por vanos erotismos.

No obstante, la preocupación de destruirle el error á la bella ruina de sus delirios, le parecía absolutamente despreciable.

¿A qué verla más?

—Sí, Carmen, sí; dame el correo. Y á la señora Marciana, que traiga el café.

Dejó la doncellita de cofia blanca y lazos rosa el paquete en el ángulo del billar, y partió calladamente.

Víctor leyó la carta de Bibly Diora.

La vida era una sucesión idéntica de hechos, en él y fuera de él; pensó en Madrid: tal amigo, con tales más, á tal hora, en tal círculo tomando su cerveza...; tal otro en el Ateneo, en tal rincón.

Entró Marciana. Le sirvió el café y salió sin ruido, sin osar hablar. Creería la pobre que hubiera de espantarle grandiosas inspiraciones.

Un sobre lacrado, con un membrete del Hotel Bilbao, estaba entre los periódicos. Lo rasgó y apareció otro cerrado, y esta esquela del dueño del hotel:

Amigo don Víctor: Desde el domingo, á poco de usted marcharse, tengo para usted esta carta, que trajeron á la mano. No me he atrevido á mandársela, porque, según parece, tiene cuartos; pero viendo que no viene, se la remito certificada.

Suyo afectísimo, —Pedro Redondo.

El sobre, verdoso y endeble, donde sólo campeaba el nombre de Víctor y el del hotel con letra inexpresiva, traslucía en verdad billetes de Banco á poco que se reparase. Dentro halló cinco... ocho... nueve... Noventa duros. Y ni una línea de explicación.

¡Oh!

La duda de Víctor fué breve. La sorpresa indecible. Olían los billetes al vago perfume de todos los perfumes de una mujer habituada á perfumarse. ¡Eran, pues, los que él le entró en el pecho á Adria!

¿Qué significaba esto?

Crispado de asombro, de pesar, de humillación..., por no dejarse romper el cerebro con la atrición repentina de cosas enormes, las rechazó á un esfuerzo, quedando en tranquilo estupor bajo ellas mientras tomaba el café.

¿Qué querían decir estos billetes devueltos en este enigma de silencio?... Se prestaban á tan varias conjeturas, que renunció á perderse en ellas. Claro, vio únicamente que su sonrisa no podría resolverse sino en dos extremos, girando enfrente de dos audacias admirables: la de la arrogante altiva que habría forjado él por un minuto, ó la de la experta sagaz que de sobra confiaba en explotar con su belleza al generoso. No podría negársele algo no vulgar, un poco de sensibilidad ó de talento de intriga á la mujer, en todo caso.

Pero sí, de sobra...; confiaba de sobra en el poder, que creería intacto para él, de sus hechizos...

¡Ignoraba la hechicera cuánto los estaba desdeñando en el mismo momento antes de conocer su estratagema!

El impulso fué devolvérselos lo mismo..., y se levantó. Dio vuelta á la galería, y se detuvo en el escritorio: desconocía la dirección..., podría á lo sumo, enviarle los billetes á Marina, diciendo que había olvidado entregarlos á la amiga dulce. Por último, los contempló, miró la letra incierta y nerviosa del sobre, y los guardó en el bolsillo.

Renunciaba á pensar. Aquella idea de desconfianza de toda lógica que de tiempo atrás hacíale encomendarle al azar sus más altas esperanzas, como un salvaje, había recibido con esta mujer precisamente una estupenda sanción: de imposible á fácil, la fácil no fué de él sin embargo..., ni podría serlo ya nunca, transfigurada su aún ansiadísima beldad, por el sueño de un iluso, en hada irreal, más imposible para el amor del ensueño que para la pasión de un día, y bajo la formidable pesadumbre de la imposición social, la irreal señorita del Camposanto.

Entonces cogió un libro y lo abrió por cualquier parte, sentándose á leer.

FLORES Y ABROJOS, poesías, por Antonio de Dios Fernández, premiado con mención honorífica en los juegos florales de... Con licencia eclesiástica.

Por la tarde, á las tres, le dejaba el tílburi en el puerto. Estaba en fiesta la ciudad. Saludó á la condesa de Ferrisa y á la hermana de la condesa de Ferrisa, que subían á un automóvil. Recordaba, viendo sus sonrisas de mujeres lindas, el asedio del conde á la mujer que él venía buscando por saber con qué derecho pretendía presentársele como igual en altiveces. Y sí, valía harto más como belleza y arrogancia que estas damas que le dejaron seguir detrás marchando en un tufo de heliotropo y gasolina.

—¿Como qué valían más entonces estas damas?

La peinadora le recibió amablemente, pero con la contrariedad de no poder complacerle. Tenía la casa rebosando forasteros. Ofrecíase, por lo demás: aparte estos días, pudieran ir cuando quisiesen, aun sin avisar, pues siempre tenía habitaciones, ó las reservaría en todo caso. Y terminó aconsejando:

—Diga, hoy hay toros; todo el mundo está por el lado de la plaza. Ella no va, no le gustan, ni saldrá, pues ni la he peinado esta mañana. ¿Por qué no va usted á verla?... No habrá un alma por allí, vecinos principalmente, que es de quienes pudiese tener algún cuidado, porque la madre claro es que no ignora... ¿sabe? Vive en la carretera de Benzo, la misma del Camposanto..., en un hotelito: el 15.

Víctor acababa de pasar por la carretera, desierta, efectivamente. Aceptó la indicación.

Estaba cerca. Cruzó el puerto. Llegó pronto á la doble fila de hotelillos.

Apenas algunos niños jugaban aburridamente con sus niñeras tras las verjas. Los gorriones piaban en la arboleda á su albedrío. —El 15.

Era un minúsculo y alegre hotel á la siciliana, de un solo piso, en un ángulo de la carretera, con verdaderas celosías de hiedra en las altas ventanas, con los aleros ocultos en el ramaje del único é inclinado tilo corpulento que crecía á un lado del estrecho espacio de flores cortado por la escalinata, y quesubía á derramar su fronda á los tejados cubriéndolos en lluvia de verdor.

Estaba abierta la cancela y Víctor entró, con la resuelta indiferencia que había podido aprender de Adria el otro día. Pero en seguida un contenido grito le detuvo, y vio en la ventana de la izquierda, entre las hiedras, la pálida belleza que se había alzado con medroso asombro á mirarle —con un libro en la mano.

—¡Ah! —volvió á gemir toda miedo y sorpresa la blanca aparición.

Y tembló el audaz, porque volvía á sentirse subyugado delante de la beldad que tenía el agrio emocional de las cuatro artísticas notas de un piano.

Iba en dominador, y habló en dominado desde su primera frase, ahogadamente:

—Qué! ¿No debo entrar?

Adria vaciló, giró los ojos, y dijo luego en la premura más bien de que no le viesen ya salir:

—¡Entre!!

Y desapareció á recibirle.

Subió Víctor rápido las gradas, bajo la marquesina. Adria alzaba un tapiz en una puerta lateral del vestíbulo; y Víctor, cobarde como un niño que furtivo llega á la casa de su novia, entró en el saloncito.

Era ella la serena esta vez, y él el que sentía la emoción de la llegada; la emoción de esta diminuta estancia de sencillez elegante y señoril, donde parecía flotar un orden de cosas castas y discretas. Habría querido encontrarla en otro destartalado cuarto de alquiler, como el domingo, para poder hablarla con todos sus desprecios de comprador de mujeres; y aquí, al revés, dijérase que la simple y aérea gentileza misma de los muebles, del celeste estuco y de los dorados relieves de la escocia del techo, en mitad del cual volaban tres cigüeñas pintadas, poníanle á Adria su belleza en un ambiente de alma.

Lujo no caro, sí esbelto, ligero, gracioso... Ese lujo de la industria intelectual moderna, ampliamente democrática, desdeñosa de palacios, que sabe poner la confusión en donde terminan las flores y empiezan las sillas.

Se había sentado en una dorada y verde del hueco de la ventana, y enfrente ella, en otra volante, de respaldar en ángulo diedro, dorada y fina, recibiendo la verde trasluz de las hiedras que colgaban por la reja en guirnaldas. Sobre ambos caía, pabellonado hacia un lado por su cadena de níquel, un transparente de tul con una gran orla.

—¡No me esperaba usted! —dijo Víctor, muy bajo, para no ser oído por quien lo temiese Adria.

Esta vibró á la contenida alegría de oírse llamar cortésmente «de usted».

—Puede hablar alto —autorizó —. Estoy sola. Mi tía ha salido á pasear con mis hijas.

—¡Con... sus hijas! ¡¡De usted!!

No contestó Adria á la exclamación incrédula más que bajando la mirada á la falda, donde los dedos de su mano diestra jugaban con el grueso anillo que tenía en el índice de la otra mano. En la galante, sonreía con una expresión inmensa y santa la madre juvenil.

No la violentaba hoy el silencio. El descuido de su adorno la hacía más niña. Estaba casi despeinada, con su peinado bajo de raya al medio ahuecado en las sienes. Tenía una blusa clara de céfiro que dejaba traslucir por sus calados entredoses la carne morena limpia, sobre el escote del cubrecorsé rosa, transparentado más bajo por la blanca tela con diafanidades de azúcar, y apenas los encajes de las sueltas mangas le cubrían los antebrazos. La falda, nesgada y lisa, de obscuro satén azul, ceñíase naturalísimamente á la escultura de los muslos...; naturalísimamente, por la misma timidez de Adria, que la había hecho doblar las rodillas para esconder bajo el corto vuelo los zapatitos de lona —en una forzada actitud.

—¿De modo que es usted en realidad casada? —preguntó Víctor.

—¿Quién se lo dijo? —preguntó á su vez ella con viveza.

—Marina.

—¡Ah, sí!... Esa mujer... no sabe más de mí que cualquiera... A lo mejor... ¿qué le interesa á nadie la verdad?... Unos, aquí, me creen soltera; otros, no... Y sí, mis hijas; sólo que yo he llamado siempre á mi tía madre, pues no he conocido otra; las niñas le llaman mamá Sagrario también, y á mí mi Adria, como á una hermana mayor...; y se nos ha ocurrido decir eso para ahorrar explicaciones: que mi tía es mi madre, y mis hijas, mis hermanas. ¡Ya ve usted cuánta simpleza!

Había una música de infantil dulzor en la voz voluble. Víctor casi no la escuchaba: la sentía. Erale difícil recibir esta transmutación de la arrogante chiquilla en plena mujer dos veces madre.

—Sí, sí, mis hijas —añadió ella, leyendo en el asombro del que la miraba con duda —¡y yo las he criado á las dos! ¿Qué edad piensa usted que tengo?

—Veinte años.

—Veinticuatro —corrigió Adria —. Una ha cumplido cinco; la pequeña tres. Tuve, pues, á la primera, á los diez y nueve. ¡Muy joven, aunque no tanto como usted creyese!

Al recuerdo reía con dulce pena.

—¿Y su marido?...—deslizó Víctor.

—Mi... marido... ¡Ah, se lo ruego,... no querría mentirle á usted también! ¡No me pregunte algunas cosas!

Con la angustia quizá de decirlas destrozada en amargura, quedó abatida. Víctor respetó el deseo en silencio. Luego preguntó:

—¿Le molesta mi visita?

Adria alzó con pesada delicia los ojos:

—No. Me ha sorprendido —respondió.

Y añadió indecisa:

—¿Para qué ha venido usted?

—Hasta hoy —dijo Víctor presintiendo que desplacía un afán oculto en la pregunta —no ha llegado á mis manos el... sobre que usted mandó al Hotel Bilbao.

—¡Ah! ¡sí!

—Y suplico á usted que me consienta devolvérselo.

Lo sacó y lo presentaba.

—¡No, no!...—rechazó Adria —. No llegué á ganar ese dinero.... ni lo podré ganar.

Sobre la amargura habían saltado afables sus palabras, sin sombras de ofensa ni altiveces.

Víctor insistió humildemente:

—Se lo devuelve el que no aspira á que usted lo gane, sino el amigo. Nuestra entrevista valió bien por una presentación... Usted lo necesitaba.

—Y la amiga se lo agradece.... mas ya no lo necesita.

—¡Adria!

Instantánea la punzada de dolor, hirió á Víctor con el recuerdo de la casa de Marina, de la confidencia de ésta sobre el conde.

Pronto se rehizo. Adria disfrazaba tal vez de dignas ironías su rabia de prostituta despreciada. El podía descender sencillamente compasivo á su terreno:

—¡Qué... acaso el mismo día..., sin salir usted de allí!... ¡El conde!

Pero aunque trató de evitarles mordacidad á sus palabras, Adria las recibió en la cara como un dulce fustazo.

¿Qué le pasaba?

La vio Víctor abrumar la faz contra el brazo, en el de la dorada silla, acaso meditando si no sería ridículo todo empeño de nobles apariencias. La vio al cabo de un momento alzarse tranquila y perdonadora.

Adelantándose en el borde del asiento, echó atrás con ambas manos las negras guedejas de la frente pálida, y expresó resignadamente, dolorosa:

—Sí..., usted tiene derecho á creerme «una perdida», más de lo que soy..., ¡y con razón! Sin embargo, digo que nadie más que usted puede en Versala tener con razón ese derecho. Se dirá de mí..., ¡no sé!... por ahí..., ¡figúrese!..., ¡lo que usted se figuró, siquiera con motivo, viéndome ir á ganar de aquel modo el dinero!... Pero la falta de él, la urgencia, la codicia más que mía, era de Marina, por cobrar cuarenta duros que le debía..., según dice..., y que yo, un poco aturdida en mis gastos, no quería haberle pagado de lo que necesitaríamos para vivir algún tiempo en pueblo extraño sin que la urgencia más grande del hambre me obligase á venderme á muchos, muchos días... ¡Ya ve usted..., me apuraba esa mujer, ofreciéndome á la vez el medio de pagarla...; comparé..., y preferí venderme á uno, cuando al menos sin urgencias, deseada en mi desdén, érame posible venderme en una vez por todo el precio!

Calló, con los ojos ávidos en Víctor. El rostro de él se nublaba de una contracción penosa, y se apresuró Adria á calmar:

—No imagine que al renunciar ese dinero tuve que aceptárselo á nadie. Para eso habría hallado bien el de usted. Mi ligereza había sido forzada por Marina..., por los consejos, además, de quien menos debiera dármelos así; y quiso la suerte que las rarezas de usted me hiciesen, aunque tarde, arrepentirme. Aquella misma noche dejé saldada con esa mujer mi deuda; y decidí escribirle... al padre de mis hijas... pidiéndole dinero, confesándole al fin el aturdimiento con que había gastado en tres meses lo que él suele darme cada seis. Ayer recibí su carta.

Quedaba un poco de incredulidad en la fiscal atención de Víctor, y Adria se resolvió á desvanecerla totalmente. Fué á un mueblecillo, y sacó la carta de un cajón.

Era un certificado también, á juzgar por los lacres.

—Vea —dijo acercándose á mostrarle el sobre —; fecha de ayer.

«Castellón de la Plana», leyó Víctor, además, en los timbres de estafeta.

Y Adria, con su simple naturalidad de niña franca, donde sólo estaba el afán de convencerle, entresacó billetes con los dedos, y tiró en seguida sobre un juguetero la carta, volviendo á sentarse.

—No me gusta, y miento lo menos que puedo —prosiguió —. Ahora usted pensará que soy más loca lanzándome á ciertos extremos, cuando podía haber escrito desde luego esa carta. ¡Oh, Dios!... Para que usted apreciase cómo debe de ser grande el sacrificio de escribirla, que me empujó incluso á preferir... otros recursos, yo tendría que contarle detalles de mi historia..., de mi historia horrible como pocas, y, no obstante, vulgarísima. Le ruego, pues, que me crea. Yo no quiero contar mi historia... ¿A qué?... Yo no la he contado nunca... No quiero contársela á usted... ¡No, no! —acentuó, abandonando atrás el busto en el ángulo del sitial, debatiéndose en sí propia —. ¡No quiero! Vi que usted el otro día sufrió empeñado en que yo creyese otra historia de tristezas de su alma, que no sé por qué deseé contarme; vi que no pudo después creer que le creí cuando le había creído..., y no quiero tener también que no creer que usted creyese la historia de mis tristezas!

Súbito sintió Víctor el impulso de coger la mano esbelta que colgaba fuera del dorado respaldar, y pedir á besos de efusión estas tristezas como el don más alto. No se atrevió. Fué más grande su respeto ó su asombro. En la plena luz filtrada por las hiedras, con un encanto de clara transparencia subpluvial, la náyade morena llena de lunares se había transfigurado, se había aureolado de espíritu..., había llegado á recobrar de sí misma la gracia que él la infundió entre sus brazos el otro día por un momento...

Fundíansele de tal manera las dos admiraciones, la de la belleza y la del resplandor, que no sabría diferenciar Víctor cuál era proveniente del hondo reflejo negro de los ojos, y cuál de la maravilla de la boca sobre los dientes blancos, brillantes, deslumbradores.

Por un rato no hablaron, —sin la menor violencia. Él la contemplaba en paz, y ella en paz dejábase contemplar, jugando la mano izquierda con una medalla de plata que asomaba en su leve cadenilla por los encajes del peto. Fuera piaban los pájaros, entre el ramaje del tilo.

—Bien, Adria —dijo por último Víctor guardando el sobre que conservaba en la mano —; no insisto. Había venido á esto..., y partiré. ¿Quiere usted antes responderme á dos cosas?

—¿Cuáles?

—¿Quiere usted decirme con sinceridad absoluta, usted á quien no le gusta mentir, qué juicio formó aquel día de mis rarezas?

—¡Ah!.. —expandió ella en gozo que en vano habría querido esconder —. La respuesta es inútil; está bien dada por mi proceder, me parece.

—¿Me juzgó usted, pues, un poco noble?

—¡Ah! —volvió á gemir dulce Adria —. ¡También esta otra respuesta la creo inútil... para el que ha escrito ese libro que yo leía... que yo he leído ya mucho!

Señaló al juguetero, y Víctor descubrió entre porcelanas la pajiza cubierta de su novela Las almas rotas. Fué él quien no pudo reprimirse ahora de exclamar con gozo:

—¡Ah, sí!

Adria alargó el brazo, apoyó la mano en el libro, y dijo, mirándolo abstraídamente:

—Un poco noble el novelista aquel día..., y aun añadiría yo que un poco cruel, como en su novela.

—¿Cruel?

—Con todo, y con usted el primero.

—Por qué pensó Víctor que nunca había oído una más certera crítica sentimental de sus obras?... Ansió quizás seguir escuchando á la juzgadora en su espontaneidad íntegra, y esperó.

Adria, sin embargo, cerrados los ojos un instante, como en la comunión interior con aquellas almas rotas, que va eran algo en su alma, quitó del libro la mano, y dijo, tal que si hubiese bastado cortar el contacto para desvanecerla el éxtasis:

—He respondido á una pregunta sin mentir. ¿Y la otra?

—La otra es ésta: ¿Quiere usted mucho... al hombre para quien escribió la carta?

Mirándole quedó suspensa. Entonces, Víctor, cierto de que la excitaba así en la indecisión, se disculpó:

—Perdóneme si no he debido preguntárselo.

Y Adria entonces, apartando de él la mirada, contestó resuelta:

—Pues bien... ¡le aborrezco!... El es el padre de mis hijas; pero es la causa de todo mi infortunio. ¡Le aborrezco!

La historia creyó Víctor leerla entera en la frente atormentada: era, sería lo de siempre: el rico joven provinciano logrando á la pobre linda por engaños, por protestas, hasta por la palabra de honor de la boda...: la boda después, con otra, con la prima rica predestinada de antiguo...;y en seguida, la orden de expulsión, lejos, muy lejos, tan lejos que él era del Sur y habíala mandado hacia el Norte...; y la pensión con que siquiera los ricos pueden ahogar la conciencia al renegar de los hijos de su sangre.

Junta toda la piedad que no sentían estos padres por estas madres y estos hijos, ahogó á Víctor delante de la mujer de corazón á quien él también, contagiado de la general infamia inconsciente, habría podido envilecer otro poco. Nunca entendió tanto la caridad de sus libros. Nunca comprendió mejor por qué los escribía para aliviar también con ellos la inmensa pesadumbre de su alma que no cabía en él, que sólo cabía en la tierra, acaso porque era el alma de la Tierra.

—Adria —suplicó —, yo quisiera ser su amigo.

—¡Oh! —hizo ella indefiniblemente.

—¡Amigo, entiéndalo!... ¡Y mire que le suplica amistad... quien desdeñó su belleza entregada...; y mire también que yo, en una amistad, no sé nunca lo que pido..., porque tal vez no pido nada, y tal vez lo pido todo... ¡Tanto... que nunca se me pueda dar!

—¡Oh! —volvió á exclamar ella feliz de oírle hablar con la firmeza de un dominador que parecía estar por encima de ella y de sí mismo.

Y él determinó con vaguedades:

—Sí..., soñamos un día... ¡Pobres errantes de la vida que sólo una hora tal vez fueron dichosos...; que tal vez no puedan volver á serlo!... Pero si vamos sin rumbo, sin objeto, sin prisa, ¿á qué separarnos tan pronto?... Adria, nada perdemos. Será agradable que, puesto que nos junta la suerte en el camino, camaradas los dos, gitanos extraños de la vida, lo sigamos juntos, poco tiempo ó mucho tiempo, ¡quién lo sabe!... Hasta que queramos tornar al nuestro cada cual, sin prisa, sin rumbo, sin objeto, siempre andando sin cesar hacia ninguna parte!

Habíase tapado Adria con una mano los ojos, y Víctor estaba ya de pie delante de ella hablándola con su fatiga que arrastraba alma:

—Usted, Adria; tú, Adria, prométeme solamente «tu franqueza» para el tiempo breve ó largo que hayamos de marchar reunidos. Prométeme que no habré de escuchar de tu boca una mentira, aun cuando sea contra ti, aun cuando sea contra mí. Cuando no puedas hablar, te callas para no mentirme, como has hecho esta tarde. Yo de mí —terminó, poniéndole la punta de los dedos en un hombro —te lo prometo!

Adria alzó la cabeza y le miró fijamente. Radiaba altiva, dichosa.

—Y yo de mi...— dijo...; pero se detuvo á interrogar: —¿Qué interés tiene usted en la franqueza?

—¡Mucho! ¡Todo!... ¡Oh, sí!

—Pues ¡lo juro por la gloria de mi madre!

—¿Cuándo volveremos á vernos? —preguntó Víctor estrechándola la mano en despedida.

—No lo sé; pronto. Pero ¿dónde?... —vaciló ella; y resolvió en el apremio de un afán voluntarioso: —Sí, sí..., aquí, si usted quiere. Mi tía sale todas las tardes con las niñas... ¡Yo, no saldré!

—Gracias, Adria. Hasta mañana.

Besó la mano, que estaba fría, y partió.

Paseó tiempo frente al mar, por las solitarias playas. Descansaba. Tenía la certeza de haberle hallado á la vida una nueva faz interesante. Al anochecer, llegando al Hotel Bilbao, encontró la plaza de Ansalsúa llena por el gentío de los toros. Sofocaban el polvo, el calor y la apretura. En el aire quieto, con los metálicos sones de la música, flotaban olores de clavel, de sudor, de avellanas tostadas y de puros del estanco. Las engalanadas señoritas de Versala paseaban con sus novios por el centro del jardín, y en un grupo principal la condesa de Ferrisa.

Era el fondo colorinescamente vulgar de aquel pequeño foco de interés, acaso de esperanza, que habíale mostrado, la vida en secreto.

Capítulo V

Apartado el hotelillo de los demás en el ángulo de la carretera por los viejos álamos, sólo la hija del encargado de alquileres en Benzo, una muchacha no fea, con cierta presunción de señorío en el vestir, y que vivía en una casita de enfrente, pudo advertir la asiduidad del tílburi veloz que, bajando en dirección á la ciudad, paraba apenas un momento para que el dueño saltase. Iba ella algunos ratos con Adria, á pretexto de las niñas; y Víctor la encontró allí, maligna, curiosa, una tarde. Adria había tenido ya que explicarla, apoyada por su tía Sagrario, que se trataba de «un íntimo del marido»; y luego la tía le riñó un poco á la sobrina la determinación de estas visitas, tomada sin consultarla siquiera.

—Y sí, tiene razón, en cierto modo —concedió Adria disculpándose con Víctor —. Pero es mi tía tan singular... ¡cree que estoy enamorada de usted... y no le gusta! ¡Prefiero que no la conozca!

Víctor partía antes que la tía volviese.

Así le fué dado contemplar, en aislamiento del mundo, á la pálida belleza, á la hechicera gentil, con la delicia de ignorar historias y detalles de familia, seguramente abominables. Como en aquella primera mañana, pero sin tanto amargor, con menos vaguedad, y aun á ratos con vuelos de espléndida esperanza que asustaban á Adria —pequeña y dulce por debajo, igual que una golondrina mirando, camino de águilas, contra el cielo un arco iris —hablábala de su ensueño, ya constantemente prendido á la morena beldad por poderío de sí propia.

Sentía al menos esto Adria —que en la cálida languidez de su cuerpo y en la luz negra de sus ojos y en la luz blanca de sus dientes, encendía el bizarro fantasista á miradas largas ó á breves besos, que la sorprendían y la quemaban como eléctricos contactos, el alma que luego lanzaba en fuegos por los aires; sentíase la inspiradora con el asombrado orgullo de estar siéndolo y con la triste convicción de su indignidad para inspirarle... Y adivinándola, sentía Víctor á su vez que ella sentía bien, pues aunque se iba infiltrando de la beldad venenosa, no le había encontrado otro mérito ideal que el negativo, hasta ahora, de no tener espíritu ni de prostituta ni de honrada... ¡escaso para sus ansias aun con ser tan grande!

Quedaban dueños de la casa, también la criada con las niñas de paseo. Había Adria descubierto en Víctor su afición al café, y le llevaba á tomarlo al comedor, otra pequeña pieza estucada, de alto techo, de mesa de roble al medio, de gran aparador lleno de cristalería. Sin necesidad de timideces en una amistad iniciada con tan excesiva franqueza y sostenida en desinterés con respeto tanto, Adria le conducía desde el saloncito por el camino más breve, por su tocador, por su alcoba, donde, enlazadas las cinturas, miraban un instante, al cruzar, el bajo lecho de nogal vestido de blanco y ámbar. Luego, mientras hervía la cafetera entre las tazas chinas, fumaba él sus habanos en la otomana, fumaba ella torpemente, en la perezosa, los egipcios y dorados cigarrillos que él se obstinaba en habituarla á fumar —hablando á besos como dos amantes ó hablando á calmas como dos amigos.

Impulsado aquí desde la adoración al desprecio, pocas veces la curiosidad de Víctor se había fijado en nada tan intensamente. Quién fuese Adria, no podía decirlo ni ella, que lo ignoraría —y hubiese de formarla tal ignorancia su encanto. No podría decírselo tampoco su historia de hechos, que fuesen cualesquiera de brutales, sólo tendrían una significación reaccional en la íntima complexidad de la vida por ellos modificada. Le iba, pues, recogiendo esta vida oculta á cada mirada, á cada frase, á cada gesto... á cada emoción que le arrancaba á la ignota el impávido analista según la hería violento ó dulce con las más varias, con las crueles y secas como martillazos ó las suaves y extensas como glorias.

La casa de Adria y sus hábitos no le dejaban dudar que, si pudo ser la deshonrada inocente, no había sabido continuarse en la madre que expía su falta modestamente consagrada á sus hijos. Servía nada más, la pensión de éstos, para darle libertad á la ya experta que unas veces se brindaba caprichosa y otras se vendía forzada por la imprevisión.

¡Qué importaba! La gran ingenua, que tal vez en la cándida vivió, podía seguir en la perversa. Por lo pronto, y bastábale á Víctor, ella al escucharle se abrumaba en el pesar de sí propia.

Sentía mucho, Adria. Hablaba menos que sentía. Pero su hablar tenía dos absolutas originalidades: la primera, somática, musical, de bizarros efectos. Ágil la voz y cambiante su timbre agudo, como gorjeo de alondra, como suelta alegría de niña, cuando contestaba ó refería insignificancias —se hacía grave y profundamente trágica en cuanto escuchaba y tenía que contestar el corazón: era entonces un ronco resonar de trémolo de violonchelo que crispaba las entrañas.

«Tienes voz de actriz célebre —hubo de decirla Víctor —; tu voz es un maravilloso instrumento irresistible, y lo dominas»; y puesto que calló Adria, incapaz de discernir si él quería llamarla farsante, él, no muy seguro de su intención tampoco, la dejó en la duda.

Si lo era, sabía serlo con una sagacidad peligrosa que únicamente encomendaba la seducción en las palabras que apenas envolvían lamentos y humildades, á la magia musical —en las palabras cuya segunda originalidad, más alta, cifrábase en su timidez inconcebiblemente certera, en su justeza, en su nunca traicionada precisión. Víctor, que estaba harto de escuchar sandeces á las mujeres discretas, á los hombres sabios y prudentes, y de escuchárselas él mismo, confirmaba, hora por hora, no sin asombro de cosa excepcional, que esta crédula y sencilla Adria no las decía.

Mortificado y buscándole al fenómeno la causa, al tener que reconocérselo como superioridad, se halló con la sorpresa de tener que concederle otra superioridad aún más noble: No era vanidosa. ¡Excepción humana, bien digna de veneración Adria no se veía jamás obligada á decir sandeces, porque carecía de vanidad... por el mismo motivo supremo y simple que no las hacen los gatos!... ¡Ella! ¡la bella!

Y estos largos silencios de adoración y odio en que él solía caer tras sus exaltaciones ideales, contemplándola como á un enigma, no los podía Adria sufrir.

—Siempre que te vas, Víctor —dijo cortando uno de ellos —, pienso: «no volverá mañana».

—¿Por qué?

—Porque no comprendo qué pueda interesarte de mí.

Se inclinó él, poniéndola una mano en el hombro:

—¿Quieres que te lo diga?

Y cuando los ojos negros se alzaron en avidez, expresó bien:

—La pureza.

—¡Oh! —hizo con disgusto Adria, volviendo el rostro.

Él insistió:

—O tú tienes la pureza que no he encontrado en cien mujeres, en todas esas honradas, que crees tan altas, de mis libros, ó nada me importarás.

Adria dejóse caer al respaldo, en desánimo. Creía que se burlaba, y ni protestó.

La frente y la sien y el cuello de esta mujer ostentaban al menos la pureza que él quería descubrirle en el espíritu: nacía su pelo en la morena limpieza de la piel con una castidad que diríase intacta. Tres lunares en arco, bajo otros dos menudos y juntos que parecían su centro, corrían desde la perla tenida como sola en la oreja, hasta el hoyuelo de la comisura de la boca, tan hondo, que hacían los labios la ilusión de terminar en dos redondos agujeros de gracia insuperable. Boca sutil, de bacante, diabolesca —cuando sonreía, tranchábase á los lados, contra los dientes blancos, con dos rosadas carúnculas que apenas iniciaba la carne interior de los carrillos. Boca exótica, un poco de fiera, pura y dura en su dulce voluptuosidad exquisita como la de una tigre. Boca y ojos y cara delicadísimamente aguda, toda hecha de una opaca porcelana de limón y lotos. Y, no obstante, creyérase que nadie todavía había eflorado el polen de esta boca, de esta cara juvenil, de esta fina flor oriental con un beso.

—Dime, ¿te han abrazado muchos, Adria?

La pregunta no entendida al principio, la irguió y la llenó de miedo y turbación, de altivez también un poco en su vileza. Sería, así hecha de improviso, el frío descaro con que él terminaba su burla.

—¡Ah, Víctor!... ¡No!... ¿Por qué lo piensas? —le reprochó consternada.

Esperando tal vez en la réplica el desprecio, la sorprendió la afable sencillez:

—Porque eres bella, porque eres joven, porque eres apasionada de la vida, y porque eres lista. Porque me has dicho que odias al que te abrazó primero, y tendrías que haber sido inconcebiblemente tonta renunciando la libertad que al menos te dio él con tu deshonra y su olvido. Y te diré más, no me enojan los amantes que hayan podido igualarte conmigo un poco: si fueses una honrada, ó fueses siquiera una honesta, habrías de darme tus besos en una traición de tu deber ó tus pudores; así tuvo por base el amor de mis honradas una traición; así yo no he podido amar más que á traidoras; así únicamente podré querer tu cuerpo, puesto que ya es preciso que lo tome en alma, libre de todas las traiciones de fuera y dentro de ti.

Adria, inmóvil, escuchaba —rompiendo en su falda las puntas de un encaje. Y como calló de pronto el que por magia tornaba las infamias en noblezas, en el silencio de nobleza alzó noble la cara para decir con su voz ronca, trémula, trágica:

—¿Tú crees, pues, que me han abrazado muchos?

—Sí.

—¡Ah! ¡Entonces no podrás creer lo que te diga!

—Habla.

Inmutable en su palidez, cerró los ojos y suspiró con su profunda y lenta respiración de nerviosa. En seguida los abrió, pronunciando más solemne, más trágica:

—He sido de seis hombres. Dos habría yo querido que fuesen mis amantes. Cuatro me compraron.

En la mirada, que él la resistió hasta que la besó en la frente, vio lo necesario para no tener que preguntar si la había creído.

Cantaba un ruiseñor, y por las hiedras de la ventana abierta se veía el mar. Víctor la habló del mar, de ruiseñores... Debía haber al otro lado de las aguas alguna lejana isla de diosas, donde todo amor fuese hermosura... Y partió pronto esta tarde, siempre temeroso de encontrar en la fatiga de las horas á la vulgar, cansada de sus esfuerzos tal vez violentos por no parecerlo.

Una mañana, de algunas en que Víctor venía á Versala al salir el sol, por verle surgiendo en sus celajes del mar, como lo veía desde Tur ponerse tras las montañas verdes, divisó á Adria en el fondo de una calle extraviada.

Iba de negro y con mantilla, sencillísima. ¿A misa? ¿A alguna entrevista como la de él, que ella gustase de ocultar en modestias?

La siguió, curioso, celoso, con cautela... Era tan temprano, que únicamente marineros y pescaderas se cruzaban con los dos. No tenía que acortar el paso, antes bien apresurarlo, para no perderla en las esquinas, porque marchaba de prisa la que no podría sospecharse espiada entre las rudas gentes. Entró en Santa Araceli —la vieja iglesia colosal que él conocía, porque era fresca en Junio.

Entró Víctor también. Tuvo que refugiarse en la obscuridad del presbiterio, para no ser descubierto en las inmensas, en las desiertas naves cuyos arcos se alzaban sobre Adria como sobre una gentil muñequilla silenciosa y negra que cruzara las grandes baldosas blancas en viaje sin fin. Llegada luego al altar de Santa Teresa, se arrodilló y leyó un devocionario, largo tiempo; hasta que acertó á brotar mudo de otra sombra un monaguillo rojo á quien hizo señas, acortándole el camino. Rato después, el báculo de un viejo cura sonó rítmicamente; oró el sacerdote, pasó al confesonario y se acercó Adria á la rejilla, volviendo á arrodillarse con unción.

Le habría sido grato á Víctor esperarla, departir noblemente con ella, llevándola á los internos claustros floridos cuyo suelo era de panteónicos mármoles, y donde corría una sagrada fuentecilla... mas tendría primero que turbarla su presencia con recuerdos de pecado, y no quiso.

Escapó.

Capítulo VI

Pronto una tarde la detuvo en el tocador ante el espejo de un armario que por casual ó intencional combinación multiplicaba sus imágenes en la luna Wateau de una coqueta y en la del lavabo del rincón.

—¡Mira, tres Adrias!

—¡Ah!

Y después de estallarla un beso en la garganta, porque ella, dichosa de la admiración de él y coqueta en ella misma y en la coqueta y en los otros dos espejos, se le reía sobre el hombro echada atrás, exclamó imprevistamente:

—Oye... ¿me dejas hacer de ti esta tarde lo que quiera?

Adria tornóse grave:

—¡Oh... Víctor!

—¡Lo que quiera! ¿quieres? —añadió con firmeza tranquila.

—Sí —murmuró turbada ella, firmes no obstante también su voluntad y su deseo.

El insistió todavía:

—¡Lo que yo quiera! ¡Mis rarezas!

—¡Tus rarezas; lo que tú quieras! —le concedió plenamente abandonándosele en el cuello.

Miró Víctor un segundo en el espejo aquella figura arrogante que le enlazaba. La apartó; la condujo por la mano á la marquesita del fondo, y obligándola á sentarse hubo una vez más de prevenirla:

—Lo que quiera, has dicho. Sólo tendrás, pues que obedecer.

Con una rodilla en tierra le tomó encima de la otra un pie y se puso á descalzarla. Era otro así, de pronto, Víctor, y era otra Adria. Reía niña y amante... anhelante, vergonzosa. Salió, desbotonada la bota, hoy gris y perfumada y de estilo versallesco; salió la compañera, que intentó en vano ella desbrochar, porque no quería socorros el despojador habilísimo; en seguida ¡oh! las medias, las finas y caladas medias, castamente y sin apenas descubrirla, aunque las manos, un punto temblorosas, viéronse forzadas á adivinar bien alto entre tibias morbideces las trabas del corsé.

—¡Ah! —triunfó Víctor —mis pobres pies no besados por mis besos! ¡Qué envidia les tendrán á tus manos!

Juntos los dos en su rodilla los besaba como á dos tímidas flores gemelas.

Adria callaba, callaba. Reclinada atrás y en un lado del respaldo, su mano diestra, queriendo hacerle antifaz á su compleja emoción, dejaba ver más ancha la sonrisa de miel en sus labios.

Siempre en la mujer de llama la chiquilla —y acabó riendo, cosquillosa al sentir en las plantas los besos. De un salto se levantó.

—¡Bien! —aprobó el voluptuoso —. ¡Conviene!

Fácil ya, tardaron nada en caer el matiné transparente, la falda y la enagua desajustadas casi á un tiempo en la cintura, el corsé...

Y cuando la maciza estatua flexible envuelta floja en la batista nada más, salió del ruedo de ropas volviendo á abrazarle por pudor, por esconderle contra el pecho los encajes que en el suyo descubrían, á pesar de las manos protectoras los senos altivos y rebeldes, no sintió que aún los sutiles dedos desenlazábanla las cintas de los hombros; y no sintió tampoco, cuando él la sacaba por el talle de la estancia —no sintió en el calor de la sangre suya y del ambiente, ni vio al cruzar por los espejos que lo que la impedía marchar no era su ansia apasionada, sino materialmente la camisa que derribada del busto se le enredaba en las piernas.

—¡Oh! —clamaron en alarma, notándolo al fin sus pudores.

Instintiva y rápida trató de recoger y alzar por la carne la batista, los encajes... pero el dueño la estrechó, la aprisionó, obligándola á seguir... y á los tres pasos dejaba este último cendal por el suelo.

—¡Oh! —gimió más breve la viva estatua hundiendo la faz en Víctor y en sus propias manos.

—Lo que yo quisiera, Adria —recordó él.

Obediente, avanzando guardada de sus ojos por no verse, sus miedos, en la mujer, los tintó la niña de una audaz conformidad cobarde que la hacía lanzar gorjeos de risa agudos y cortados. junto al lecho intentó escapar á protegerse con las sábanas; sólo que Víctor la ceñía, guiándola al comedor:

—No. Dame el café. Son mis ojos los que quieren poseerte.

Volvió brusca á ocultársele en el pecho, y tembló de no sabía que temores al empezar á advertirle sus rarezas.

Llegaban, y ante otro largo espejo que estaba encima del diván, la soltó:

—¡Mirate! ¡Qué bella eres!

La frase de entusiasmo pareció con su fuego quemar los pudores de la que así quedó de improviso desvalida, recogida en ellos. Abrió los ojos y sonrió al amor y á sí misma. Vio, no obstante, tras su imagen, que llenaba de escandalosa blancura el cristal, la de Víctor; y avergonzada de nuevo y cobarde fué á caer con un grito á la poltrona.

Reía otra vez, histérica, oculta del amante, doblada en sí propia, esquivando al menos su cara y su regazo.

—¡Ah, sí! ¡Qué bella eres! ¡Sólo siéndolo tanto podías sobrepujar á la ilusión! —dijo Víctor sentándose no cerca en la otomana —. Y sé serena, mujer: ¡eres la misma que antes! ¡La misma! ¡Y estás vestida de belleza!

La contempló. El cuerpo de marfil no descomponía en la posición doblada el ritmo de artística armonía que antes copiaron recta los espejos. Mostrábasele de costado, y la morena y limpia suavidad, desde el cuello donde descansaba el negro nudo de pelo, desde el brazo ágil y desde el hombro redondo y dulce, corría por el flanco placentera, virginal por el arranque del seno medio escondido, delicadísima y frágil por el talle, y llena de firme y fugitiva hermosura en el ánfora del muslo, en la pierna, en el pie.

Se estremecía y á cada tremor cambiaban por la seda de su espalda los mimosos relieves de sus huesos y sus músculos, finos y fuertes como ya sabía él por los abrazos de hermana, por los abrazos de novia; finos y fuertes sin duda como los de una esbelta Venus acróbata.

No era, sin embargo, la helénica perfección estatuaria; era ¡acaso más! la carnal belleza completamente exhaladora de todas las cálidas y como inocentes gracias de la vida. Era, en fin, la gitana del camino, desnuda aquí, fina, maciza, delicadamente vigorosa.

De pronto la vio levantar la cabeza, en cuya negrura del pelo quedaba una roja florecilla; la vio cruzar más los brazos y hundir los hombros, tornándole más el dorso, mientras volvía con mayor violencia hacia él la faz de enojo y de risa, y la oyó decir:

—¡Oh! ¡Bah! Víctor... ¡Estás loco!

Y á la sonrisa con que él esperó la razón, los ojos de Adria fueron inflamando sus luces negras de un rencor de apasionada pronta á saltar. Alzó una mano y se mesó el cabello.

Tanta bravura de amor y de alma había en la tímida.

Mas aunque todo esto era hermoso, era fácil, y Víctor la quería reina de sí misma. No le forzaron ni aun besó los tersos elipsoides de aquellos senos erguidos y procaces, en perfil, bajo el codo. Dejándola por calculada indiferencia tras él, fué á la mesa.

—Yo hago el café.

Desatornilló la cafetera, echó el café del chinesco bote, y del escarchado jarro azul el agua —volvió á poner la cafetera en el trípode y prendió la lamparilla. Advirtió en seguida detrás un rumor blando, de descalzos pasos, como si Adria, levantada, espíase en su rabia de pasión el momento de arrojársele y vencerle en sus caricias. Violentándose por no volverse, dejábale íntegra á la impaciente su espontaneidad. Todavía, por alargar su espera, encendió un habano en la azulea llama de alcohol; y aun cogió de junto á un rosario que yacía en la mesa un librito de estampadas pastas, una pequeña Biblia, según las letras doradas del dorso. No oía últimamente de Adria sino la respiración lejana y honda, y volvió á ella —con el libro que le había inspirado simpatía, porque leyó manuscrito en su primera hoja: Es de Adria Alverá Rodrigo.

—Toma, fuma —, invitó alargándola un cigarrillo del Cairo, que encendió antes en el suyo; y dejó para esto el libro en la perezosa, al sentarse.

Al tomarlo Adria, pudo notar Víctor que era ella la que ahora sonreía. Habíase deslizado cogiendo de alguna silla el tapiz persa de la mesa, y estaba envuelta en él cuanto pudo de cintura abajo, bien liada, bien ceñida y medio tendida en la otomana para más defensa contra el osado, que ya no podría verla sino el busto.

Sin darse por advertido, quedó á la cabecera de la que tornaba á ser niña pícaramente contenta de su maña. La tela azul, roja, verde, de calientes tonos, moldeábala la cadera y los muslos, haciendo más lívida en el torso la limpia piel.

Adria conocía ya otras dos novelas del novelista, y las recordó:

—En todas tus novelas te gusta desnudar á las mujeres.

—Sí, y en la vida.

—¡Qué manía!

Fumó.

Fumó Víctor, arrojó el humo mezclándolo en el aire al que lanzaba hacia arriba Adria.

Eran, por fin, los amigos conversando.

—No es manía —replicó —. Es un honor casi divino que tributo al amor y á las mujeres. Es que yo habría querido convencer á las que no pude adorar porque nunca pudieron convencerse, de que Dios, que, si es Dios lo hace todo bien y todo bello, no ha podido querer poner en la belleza humana nada impuro ni malvado que luego no podamos contemplar sin impureza ni vosotras mismas ni los hombres, bien más impuros que Dios. Cuando yo imagino, Adria, que Dios le habla á una mujer, no sé por qué me figuro que la ve desnuda, como á la verdad; no sé por qué me figuro que seria ridículo, si Dios llegara á hablaros en el baño, que le hicieseis salir á la antesala mientras os poníais las medias, las ligas, los zapatos, la camisa y un vestido. ¡Lo que me place quitaros para veros como Dios! ¡para no jugar á la lujuria entre pudores de trapo!

Herida por estas paradojas en otro pudor más grande, el de sus creencias, íntegras, guardadas desde niña como otra virginidad que nada le había importado á los que ansiaron la de su belleza, miraba á Víctor, cuando la hablaba así, con una atención supersticiosa. Pero como Víctor la hablaba así con frecuencia, mezclando de singular manera lo santo y lo profano, lo pasional y lo ideal, lo que Adria creía monstruoso y lo que creía altísimo desde su triste condición de pecadora, se iba acostumbrando á sentirle al lado como á un Lucifer de quien no pudiera defenderse.

—¡Oh, de verdad, qué extraño eres! —exclamó como otras veces.

Él sonrió. Llevando un beso en la boca, se inclinó á ella, que esquivó apenas en el brazo el seno á que parecía dirigido. El beso estalló más alto, sin tocarla, litúrgico y callado sobre algo que había cogido la mano lista en el cuello; únicamente al volver á alejarse la boca, advirtió Adria que había sido besada Santa Teresa de Jesús!!... Dio un grito, salvándola con ambas manos.

¡La santa de sus fervores! ¡La efigie que colgaba de la cadenilla en la vieja medalla de plata! ¡La reliquia aquí olvidada por su carne, y que se quitaba siempre en la impureza —por no injuriarla como santa y como santo recuerdo de su madre.

—¡Víctor! —acusó.

Fué extremadamente dolida á quitársela, y Víctor, rápido, sorprendiéndola con ambas manos atrás, besó la medalla y la boca. Ella. logró con un ademán de horror separarla y esconderla al otro lado, entre la tapicería del respaldo y del asiento.

—¡Víctor, Víctor, no seas loco! ¡No seas así, por Dios! —rogó vencida dejándose caer sobre la carne de su brazo, en el del mueble, y cubriéndose con la otra mano la cara.

Permaneció anonadada por el sacrilegio. Era efectivamente una virginidad. De los que hubiesen besado esta carne, ninguno habría besado la medalla encima.

Sonreía Víctor orgulloso. En la ardiente, había barrido su voluntad la pasión de un soplo —y quedaba la mística... que no quería recordar que lo era, así desnuda.

Le fué una tentación de infinita complacencia llegar al fondo de estos terrores.

—Si me quieres algún día —dijo suave y lento doblándose á su oído —será preciso que me quieras, Adria, lo mismo que á Santa Teresa.

La nerviosa botó en una convulsión, y volvió á quedar inmóvil.

La voz, que parecía una conciencia volvía á decirla:

—Tan altamente. Si yo te quiero, te querré igual. Por eso he querido besar en el mismo beso á la santa y á tus labios.

—¡Víctor! —clamó á un nuevo estremecimiento la aterrada.

Hervía la cafetera. Víctor fué á servir las tazas y á traerlas á una silla.

Habíasele caído el cigarro á Adria, y le dio otro; que Adria aceptó y encendió despacio, pidiendo también más azúcar, pensando, en fin, de este modo, que le distraía de sus empeños. Y Víctor, sentado en su sillón y recostado atrás, empezó á decir divagador, mientras ella, siempre tendida, mostraba más duros sus senos de toronja al tender el brazo al café:

—Yo soy también un místico. Yo debo conservar algunas medallas de mi infancia. Leo igual algunas veces estos libros que tienen la brava inocencia ya perdida por el mundo, y ya ves que es idéntico mi afán al del Rey de los cantares por decirle oraciones de la carne á mis amantes desnudas.

Con el habano en los dientes, entornados los ojos por el humo, hojeaba la pequeña Biblia encuadernada en negro. Parecíale á Adria menos intolerable que la pasada, la profanación en que se obstinaba Víctor. Seria, nada decía; fumaba y tomaba el café á cucharaditas, vigilando otras posibles audacias del feroz, que prosiguió:

—Has leído ¡claro! el Cantar de los cantares. Yo diría asimismo para ti: «tu boca es una sangrienta herida hecha por el puñal agudo de tu lengua», «Tu regazo es un valle de marfil donde reposa un negro corderillo...» Pero tú, más bella que las bíblicas amadas; escondes tu regazo un poco aún, como hoy las estúpidas amantes, entre pudores de trapo.

—¡Oh... que tú quitas á tu antojo! —atenuó Adria riendo y con el intento de aferrar la conversación á ellos mismos.

Pero Víctor recogió para el suyo la frase:

—Sí, que yo he quitado, y quitaría de mejor gana el domingo ante el altar, cuando tú fueses á la Iglesia, para que, toda verdad, les preguntases en seguida á tu santa y á tu Dios si no puedes recibirme, junto á ellos, en el sitio para ellos consagrado de tu alma.

—¡Cállate, Víctor! ¡Cállate!

Yo quisiera —continuó acercándose á cogerla las dos manos, que habían arrojado otra vez en sus espasmos de pureza el cigarrillo —que tú al menos al rezar le preguntases á Dios, si no habías hecho mal en estar aquí ante mí desnuda, sabiendo que habrías de volver á verle y á rezarle. Quisiera que cogieses tu medalla y le preguntases lo mismo, ahora mismo, ¡á la medalla que tienes tal vez como recuerdo de una muerta!

No comprendía Adria la obstinación en tal martirio.

Su angustia llegaba á lo intolerable.

Pálida, muy pálida, con los ojos cerrados, no hizo esta vez más que suspirar en triple convulsión; y como su boca se apretaba crispadamente, el aliento de los suspiros entró y salió soplante por sus narices de movibles alas. Luego, abandonándole las manos frías, dejó caer nuevamente al respaldo la cabeza.

—Yo —fustigó cruelísimo Víctor sobre el dolor inerte, con acento suelto y seco —, más perdido que tú (si tú te crees perdida), más infame que tú (si tú te juzgas infame), creo que hago bien.

Al tiempo que desprendía y recogía las manos, abrió los ojos la yacente en un relámpago de duda. ¿Habría pensado que fuese un loco en realidad?

¿Habría pensado que pudiera ser un laico y extravagante catequista deslizado por no se supiera quién junto á ella?

Si pensó esto, acaso no mucho el engaño la engañaba.

—¡Oh, sí; qué extraño es usted! —murmuró.

Ni se dio cuenta del súbito respeto de la frase, ni se daba cuenta de su desnudez olvidada que ostentaba libres sus senos bajando y subiendo al ritmo desigual de la respiración nerviosa, miedosa, anhelosa...

Una respiración singular esta de Adria. Recordaba la de los epilépticos y la de los hipnotizados. Era indudablemente fácil para el éxtasis, y por eso, sin saberlo, ponía su devoción en la extática enamorada de Jesús.

Se halló Víctor al fin satisfecho del dominio sobre ella, cierto de poder apoderarse de toda su alma poco á poco; y por orientarla con precisión nuevamente hacia su «ideal sensualismo», dio primero un breve beso en su boca, que lo recibió pasiva, y dijo después despertándola en pasión para recogerla más en sus espantos:

—Soy algo extraña, cierto. Y mira mis rarezas: te ansío porque no eres honrada; creo que no te podría querer, como quizá llegue á quererte, si fueses honrada; y, sin embargo, tú lo ves, la posesión tuya, que es mi afán, no me impacienta porque no eres honrada, porque te tengo ofrecida con un encanto de seguridad en tu voluntad mayor que el de las honradas, como el de una diosa que deja reposar toda inquietud en ternuras infinitas...; porque me gusta, en fin, dilatarte un día y otro día y otro más, la ventura de verte respetar ¡oh deshonesta! por mí, por quien yo soy, y más que una honrada á quien se toma en la primera traición de sus pudores!... Así, cuando te quiera y te lo diga, tendrás, Adria, que creer que te quiero más que á todas las honradas de la tierra; como tú á Santa Teresa de Jesús, pero en las alturas de tu alma y en los fuegos de tus muslos... ¡y tendrás que dejarme entonces que lo jure yo, como juras tú las pequeñas grandes cosas, por la memoria de tu madre y de mi madre!

¡Calla! ¡Calla! —gimió la atormentada sufriendo en su vileza la ahora mayor profanación de tantas cosas nobles.

Y volvió á rodar como tronchada y muerta su cabeza, y volvió el torturador á enmudecer contemplando los efectos de la nueva vuelta generosa del tornillo de tortura.

En la contracción sombría de su faz iba recogiéndola los temores uno á uno, los espasmos. Esta promesa de raro amor, que así la hacía quien la desnudó en lujuria para hacérsela oír por vez primera, debía parecerle de sangrienta mofa á «la deshonrada, á la perdida»... Esta irreverente invocación en que había reunido por colmo de escarnio y de crueldad al nombre santo de la Santa el santo recuerdo de dos muertas, de dos madres, el de la que le dio el ser á la despreciable y el de la que le dio la vida al hombre honorable y prestigioso que blasfemaba por juego, la hacía mirar su desnudez en su real y cruda y limitadísima verdad de entrega de «perdida»...

—¡Por qué me dices eso, Víctor... á mí! —dijo rebelada bruscamente.

Se había protegido apenas el pecho al decirlo, con los brazos en cruz, y sentada en descompuesto ademán, contemplábase con indiferencia de maldita una pierna que había quedado en cambio descubierta.

En seguida, destrozada, ebria del dolor de sus miserias, empezó lenta y desdeñosa á desliarse de la carne el tapiz.

—¡No, no, Víctor! —iba afirmando al propio tiempo —; aunque fuera verdad que tú pudieses creerlo... ¡no me digas eso á mí jamás! Dejemos lo que es loco é imposible, y deje yo de jugar á los pudores con el último y tan tonto que aún tenía de mostrarme de una vez.

Puesta en pie, acabó de soltar displicente su envoltura, y se mostraba entera con su doloroso incuidado de mostrarse ó no mostrarse.

—¡No, no, Víctor —continuó, inclinando apenas á un hombro la cabeza y teniendo del lado de él en la nuca con lánguida desesperación un puño —, guarda esas rarezas tuyas para quienes las merezcan... yo no podré ser para ti sino lo que soy y lo que he sido... ¡una que pasa y de quien no importa siquiera el nombre! ¿A qué, si es inútil y es mentira, prolongarme la ilusión de creerme respetada?

Su voz acabó de extinguirse al acabar de volverle la cara, huyendo del impávido en la torsión lenta y perezosamente desesperada del cuerpo, sin haber movido los pies. Como velada en la clarísima pureza que habría caído deshecha en alma de sus ojos, miraba Víctor la hechicera carne de gracia y de amor por el pagano escorzo, los leves senos altos y abiertos, el virgíneo vientre donde no dejaron tacha las dos vidas engendradas, la rizosa y breve sombra intensa de pasión, la cadera esbeltamente poderosa...

—¡Adria! —la llamó, cogiéndole la mano que pendía —. ¡Adria!

Diciendo de que ella pareció escuchar:

—¡Adria, yo no sé si ya podría jurarte por mi madre que te quiero con más alma que á todas las mujeres que he querido!

—¡Oh! —guturó ella, insensibilizada ya al horror en la insistente burla.

Mas como al creer sorprenderle el sacrilegio le encontró en los ojos la inmóvil crispación de la verdad, en estos ojos quedó desde los suyos el alma fascinada.

Era preciso, y Víctor le aclaró piadoso á la que así le tenía por fin el alma frente á frente:

—Yo no he podido querer á ninguna con la evidencia que tengo de estar queriéndote, Adria, aunque sea nada más por este instante, con mi corazón, con mis nervios, con mi pensamiento... con mi vida toda en dolor de tus dolores y en placer de tu alegría. ¡Yo he querido tan poco, además, que casi nada es jurarte que te quiero más que á otras!

¿Pudo desear mayor sinceridad la agradecida dichosa?... alzó la mano del franco, del leal, y la besó. Con la modesta persuasión de lo cuán poco valían el alma y el cuerpo que iba á dar por premio, suplicó entonces:

—¡Tómame! ¡Quiero ser tuya, Víctor!...

Víctor se levanto, y por el talle, la condujo en lento triunfo al lecho del amor vestido de blanco y ámbar...

Capítulo VII

Stern trotaba por la cuesta abajo cerca del hotelillo, y Víctor traía avidez por la gratitud de la dichosa —esa otra donación tan dulce que sigue á toda enorme donación. Jamás podría olvidar las horas de la tarde antes en que una bella mujer sin voluntad se le había entregado, dominada por la suya, con la majestad de una diosa, con el fervor de una virgen, con la pasión augusta, hierática, terrible, de una amadora de fuego. Se limitó ella á escucharle, grave y trágica, al asombro de los carnales lirismos del eterno fantasista y al espanto de sus sollozos y congojas de placer. Tan enteramente no se le había entregado mujer alguna.

Saltó del tílburi.

Adria le esperaba en la salita. Al verle, se le acercó con temor, exclamando ahogada:

—¡¡Está mi tía!!

—¿No ha salido aún?

—¡No sale!

Fué á besarla y Adria huyó, quedando no lejos suspensa. Volvió Víctor y vio tras él, rígida, á la tía Sagrario.

Era la misma gruesa señora de cincuenta años y aspecto aristocrático del Cementerio. Debía de haber sido guapísima, con belleza correcta y empalagosamente fría, que se conservaba juvenil en la viveza de sus ojos y en la frescura de su boca.

Adria, azorada como una chicuela, presentó así:

—El autor de las novelas que estoy leyendo.

Correspondió la tita con ducal reverencia, examinándole de una mirada de centellazo de espejo, y comentó:

—¿Que está leyendo?... ¡Que está estudiando!

En seguida invitó á sentarse, y su misma severidad impuso un silencio bajo cuya amenaza permaneció Adria con todos los signos del pueril respeto, pero en la esquiva actitud de una pasiva y voluntariosa rebeldía.

Lenta, cortés, pareciendo ya informada por la sobrina de los viajes de él por Europa, empezó Sagrario por ponerse á tono de jerarquías hablando de su marido, emigrado político, y de los viajes de ellas á Madrid, á Barcelona, á París, á Ginebra. Su acento, duro poco á poco, sobre la callada sumisión de Víctor, llegó á ser agresivo al manifestar que ni su sobrina ni ella eran libres, que su marido podría volver... «y que por esta razón quería rogarle...»

Una fulmínea mirada de Adria la detuvo.

Quedó colérica, indudablemente desarmada; y se había creído que Adria iría á llorar, en conflicto de su humildad filial con su ventura.

De pronto Adria se levantó, se arrojó al amante y le abrazó; y le besó, le besó... y permaneció como amparada en el abrazo, mimosa, infantil, pidiéndole á la tita piedad para su alma.

—¡Hala, hija! —comentó Sagrario nada más.

Y alzada por la rabia de ver rota su comedia de respetos y decoros con tal arranque de llaneza impúdica, partió airada.

Adria lloró contra el pecho de Víctor.

¿A qué podía obedecer la absurda escena? ¿Con qué odiosas pesadumbres gravitaba sobre Adria esta mujer? ¿Qué mutua mezcla incomprensible de consideraciones, de temores, de dominios, de iras fulminantes había entre ambas?

—¡Dispénsala! —explicó Adria enjugándose las lágrimas —. ¡Me quiere tanto la pobre, y teme tanto que yo pueda querer más á otro!... Lo teme de ti, por no haber podido yo aquel día ocultarle que te devolví el dinero. Te guarda manía desde entonces: más... al ver que me buscas, que no salgo, que he hecho que salgan ellas para estar contigo. Y no por el dinero, no ni porque la importe que yo «me divierta á mi antojo»; sino al revés, porque piensa que estoy triste y porque anoche, en una carta que me sorprendió y que no sé por qué quise escribirte, descubrió que no he sido tuya hasta ayer. ¡Ya ves, la enfadó el agradecimiento que te tengo por haberme respetado un poco! No imaginarás cómo se puso. «O él, ó yo»... ¡Es una niña! créelo. Y ni ha consentido mirarme desde anoche, ni sé qué pretendía saliendo á hablarte.

Víctor la escuchaba asombrado del carácter monstruoso.

Adria continuó contando que le tenía tal pasión su tía, que por vivir juntas había abandonado en Barcelona al marido —casada efectivamente con un excapitán y periodista republicano, cuya vida entera se pasaba en prisiones ó destierros. No habiendo conocido otros, asimismo ella les quería y les respetaba como si fuesen sus padres.

Un momento después, casi amable, como á probar ingenuamente por sí propia que era una niña en verdad, volvió Sagrario con las de Adria á que las besase. Dos húngaras morenillas llenas de lunares: iban á salir con la criada. Las acarició Víctor. Cuando partieron, aún se quedó Sagrario un rato charlando de ellas —Y luego, buscando no se sabía qué en un mueble. La irritó de nuevo el cuchicheo que iniciaron poco después los dos en el sofá, y volvió á salir soltándoles arisca:

—Anda, hija, los amantes de Teruel!

—¿Ves?... ¡Una chiquilla! —insistió Adria.

Al día siguiente no se lo pareció tanto á Víctor, y menos al otro, y al otro... No salía. Era evidente su intento de estorbarles. Y como no lo lograba quedándose en el hotel con los dos raros amantes á quienes les daba igual seguir hablando como novios, por gusto de soez bellaquería, se dedicó á cortar también sus coloquios cuanto más pudo, grotescamente. Sentábase largos ratos frente á ellos, hasta para coser y vestir á las pequeñas. Tomaba por fuerza parte en las conversaciones, si no se la daba de grado la condescendiente Adria; y esta misma condescendencia hacía que pudiera arrastrarla Sagrario á su vulgaridad muchas veces, teniéndola en el perpetuo jaque de dos pudores: el que inspirábala Victor, si así delante de él la forzaba la tita á secundar ó celebrar sus necedades, á manifestarse en lo que constituía la ingrata verdad de su vida, ó el que la tita la infundía si Víctor se obstinaba en seguir cautivando su atención y mostrándola delante de ella delicada y amorosa.

Iba tornándose otra la amante, sin duda alguna, y con la misma rapidez, por la brutal influencia. Según le contaba Adria á Víctor, no habían vuelto las dos á cambiarse una palabra respecto á él, por miedo de no entenderse; pero en la lucha entablada sobre la débil voluntad, Víctor se advertía la desventaja. ¿Era que la pasiva, la toda sentimental, no sabía determinarse más que en grandes impulsiones del instinto? ¿Era que le había mentido en los breves datos que quiso esbozarle del misterio de su vida y temía ser descubierta por Sagrario?... La pasión, como dormía en Adria bajo el temor y el sobresalto, dormía en Víctor bajo la curiosidad. ¡Una curiosidad serena y vigilante hacia la estúpida mujer que le daría quizás la clave del enigma!

Lo singular estaba en que no podría sin injusticia desconocérsele á la tita el mismo fondo de candor y chiquillería que á Adria. Quería á las niñas con vehemencia; y Víctor, que ya descuidado venía al hotel más temprano algunas tardes, se admiraba del íntimo ambiente de hogar que sorprendió dos veces. —Adria aún vestida de siesta, rodando á lo mejor y dando vueltas de campana con sus hijas por el suelo, la tita riendo y como loca de contento ante la alegría de las tres. Y hasta cuando Adria por él parecía olvidar á las pequeñas, Sagrario, con su eterno luto humilde, seguía á ellas consagrada, cual si no tuviese más misión en el mundo.

Llegó un anochecer incluso á vislumbrarle á Sagrario, en sus groserías, un matiz de acaso justa amargura. Desnudaba ella y lavaba á las niñas en el comedor para acostarlas. De tiempo en tiempo, lanzábales sus comentarios á Adria y á él que hablaban en el diván.

—Sigan, sigan sus versos... eso alimenta como el jamón. ¡Por mucho que lo pienso, no puedo dejar de creer que son ustedes tontos!

Tuvo que reírse Víctor. Ella continuó entre esponjazos á la cara y al cuello de la pequeña:

—Don Víctor habría querido menos trabajo... pero tú, Adria, has tomado á pecho que te ponga en sus novelas. ¡Tendrá que complacerte! Nada, nada, amor por todo lo alto..., y qué bien vamos á estar, hija mía, pues supongo que saldré de comparsa: «Capítulo tercero... en donde se verán las refinuras que oyó la enamorada, en tanto que su tía aseábale á los hijos».

La sonrisa con que Adria ansió pedirles á él disculpa y prudencia á la habladora, le dio á Víctor la duda de si la bella niña grande sería una ciega pasional en quien debiese la tía temer, con razón, insensateces como aquella del primer amor cuyas consecuencias eran estas hijas sin padre y más queridas por Sagrario que por la madre misma. Deploró entonces oír siempre en los gorjeos de las bocas puras, en lugar de «mamá», el nombre, «mi Adria», con la llaneza que para una hermana mayor...

—¿Quién es ésta? —le preguntó á Juanita, la de tres años, que reíase sintiendo el agua por la espalda.

—Mi Adria —respondió la niña abriendo los párpados mojados.

—No, tu mamá.

—No, mi mamá, ésta —dijo señalando á Sagrario.

—¡Y ésa! —añadió la mayor apuntando á Adria.

La cual intervino:

—¡Déjalas! ¡Están en una confusión las pobrecillas!... ¡Nos preguntan... les decimos que las dos, y no saben qué creernos!

Hubo en la ligereza de esta afabilidad un inconsciente desvío que le aumentó á Víctor la pena. Adria lo notó y repuso vivaz, con su perspicacia para las sutiles emociones:

—¡Oh, piensas que no las quiero!

Y quedó agobiada como por algo enorme que no podía decir.

Quedó, pues, en la inmensa sombra de su reserva la fatalidad que pudiera sincerarla..., la posible razón de la tita capaz de excusar sus bizarras groserías, la historia, en fin, á que Víctor no tenía derecho.

Y la pregunta, el enigma, persistió: ¿qué almas eran las de estas dos mujeres?

Un azar, á la mañana siguiente, pareció querer brindarle escueta la respuesta. Bajaba a Versala para cobrar una letra del editor madrileño, y entró de paso en el hotel. Encontró á Sagrario. Adria había salido á tiendas con la vecina del conserje.

Irritada la buena señora por cualquier disgusto familiar, sus ojos negros, juveniles, bailaban siniestros en la blanca paz de su cara de «abadesa infanzona». Toda la terrible y desconfiada nerviosidad de histérica, se le recogía en los ojos. Le había hecho pasar al cuarto de costura donde cortaba patrones, mientras jugaban en torno las niñas, y empezó así, con su manía de monólogo, tras un silencio:

—Pues sí... Adria ha salido por trapos..., no piensa en más la infeliz... ¡Ay, alma mía!... Pero aguárdela, no se marche... que le daría un patatús... Le entra muy fuerte á ella... ¡siempre igual!

—¡Siempre!

Atendía más á su rencor que á insinuaciones.

—¡Mi sobrina, la pobre, es tonta —continuó dándole un cachete á Juana, que cogía las tijeras! —Pero de capirote. Ni hace caso de consejos, ni sabe letra del mundo... Así se verá. El día que lo piense menos, tocando la guitarra por las calles... ¡Ay, alma mía! ¡Piensa la infeliz que no puede cansarse... el que lo paga todo... y allá le van, á éste, sus noventa duros..., y gracias, no hay de qué por sus dos mil, por sus tres mil pesetas..., señor conde, señor rey... aunque se empeñen, que yo estoy oyendo versos!... ¡qué bruta! ¡¡Mira, Luz, que voy á romperte las manos!! —interrumpió dándole un empellón á la otra niña, que volvía por las tijeras.

Cayó Luz contra la máquina, del empellón, y fué Sagrario alarmada á recogerla. Lloraba la niña con mimoso escándalo, y se la llevó en brazos, desoladísima, á ponerle agua y vinagre. Juanita las siguió, suspensa de atención.

Víctor sentía la definitiva náusea que le haría renunciar á ver más á Sagrario.

La había escuchado bien: la ira de «la casi madre de Adria», consistía en juzgarle un estorbo para poder venderla por las dos mil, por las tres mil pesetas á que habría hecho subir sus ofertas al desairado conde de Ferrisa.

Se levantó. Iba á salir... Pero volvió en otro impulso á sentarse.

Fuera indigno de sí mismo si no supiese sostenerle la estimación á Adria por el hecho de verla ligada en su vida exterior á lo infame, á lo soez, á esta rufianesca dama sobre cuya voluntad era triunfo, precisamente, la pasiva y tenaz resistencia de la noble. Imaginó las batallas que sostendría contra la brutal despótica, la dulce enamorada, y vio en ellas su ideal corona de martirio.

Al volver la tita, la recibió cartera en mano. Sagrario se sorprendió. Venía calmada con el susto, y explicó en seguida dignamente que no había sido su intención pedir dinero. Se enfadaba por las niñas, á quienes habría que cuidar mejor que consentían los tontos gastos de Adria; ésta era la que así poníase y ponía á todos en situación de tener que hacer barbaridades; mas no, no cogería el dinero. ¡Cómo se pondría al saberlo su sobrina! —Y fué lo gracioso que necesitó Víctor persuasiones elocuentes hasta hacerla confesar que necesitaría cincuenta duros si habían de pasar bien mes y medio todavía, para hacerla aceptar el doble y para obtener, en fin, su promesa de que nada sabría Adria. «¡Era tonta en verdad!»

Así se despidieron. Todo un secreto pacto de amigos.

Ansiando ver á Adria lejos de la imbécil, continuó hacia Versala.

No había en la ciudad otra calle importante de comercios que la imperial, paseo al mismo tiempo de ociosos, á estas horas, á la sombra de los toldos. Un conocido se le juntó. Lo mismo que Marina, autorizado el tal —se llamaba cosa así de Teófilo, ó Teodomiro, ó Timoteo —por los «desahogados» libros del novelista, tratábale «desahogadamente». Ignorante de su amistad con Adria, ó fingiéndolo por malignidad, le saludó con la advertencia de ir á enseñarle «una mujer de primerísima». No sabían hablarle de más los versalenses.

—La llaman Adria —dijo —y es una chai, pero hasta allí; que de ella podría usted escribir una novela.

—Sí, y la titularía La Altísima, por rabia de no encontrarle al título empleo mejor.

—¡No, como eso sí, vale un mundo! ¡Ah, si no fuera uno modelo de recién casados! Creo que bailaba en un Concert de Marsella y la trajo hace tres meses con la madre y las hermanas no sé si un inglés, que cansado luego de la rastra, las abandonó sin un cuarto.

—Bien abordable, entonces.

—Dicen que el conde de Ferrisa y el diputado Álvarez Lapuente la dieron al principio veinte duros, treinta duros... y vale mil la chica, ¡vive Cristo!; pero ó no pudo ó no quiso emplearlos en el viaje, y no abundando aquí parroquianos de ese porte, ha tenido que ir bajando las tarifas á cinco duros, á menos, para muchos.

—¡Vaya... en realización!

—¡Justo!... ¡Por traslado! —contestó Teodomiro ó Turismundo riéndole la frase —. Ese, el del bazar, sé que ha estado en su casa por una simple sombrilla. Claro, la pobre ¡qué lástima! se ve mal con su lujo fuera de su centro. ¡Mírela!

Volvió la cabeza Víctor.

Nunca habría soñado que la impresión ingrata hubiera de confirmársela de modo tan cruel la propia Adria.

Estaba, en el bazar á que el locuaz acababa de aludir, con Romana; y en torno á las dos y enfrente, fuera y dentro del mostrador, ocho ó diez entre señoritos y tenderos. Él la vio —cruzando lento ante las tres puertas —callada, pero gozosa, coqueta, mientras la joven amiga, excitada y contenta, reía y contestaba á todos. En los demás mostradores aguardaban sin ser atendidos otros clientes, señoras también, que observaban graves el escándalo... el verdadero escándalo sin ruido que invitaba asimismo en la calle á los pasantes á retardarse por verla.

Vestía un traje de gasa blanca y gran sombrero negro de dorado broche —con elegancia más provocativa junto á la humilde compañera. Alguien del grupo debió indiscreto avisarla la presencia de Víctor, y Adria, mirándole repentina, se turbó. Fué un segundo este cruzar de miradas.

Al extremo de la calle dejó Víctor al conocido para seguir hacia los campos Elíseos, frente al mar. El mar guardábale siempre su extensa caricia benéfica.

Si fuese Víctor hombre de juzgarse en ridículo por no importaba qué ajena opinión acerca de sus voluntarias situaciones, se habría creído ahora en un ridículo insuperable.

Le preguntaba al mar cómo era posible que hubiera podido asombrarle cocota, la que él conoció cocota.

Entró á almorzar en el restorán de los baños flotantes.

Sólo otro señor de enmarañadas barbas, como un sabio noruego, almorzaba en otra mesa del extremo, dándole la espalda.

Los buques, las velas, cruzaban —y el agua brillaba al sol.

Él no era un imbécil, sin embargo; se lo decía el mar: había realizado con Adria, por magia, el ensueño de una hora. Nada importaba que hoy la verdad ya no temible lo cortase.

¡Oh, la verdad!... ¿No había sabido acaso ganarle á la verdad la batalla de mentira? ¿No tenía él, entonces, propia y potente, la luz transmutadora de lo horrible?... ¡Oh, mar, tú también, hondo y bruto y grande, si se sabía recorrerte como á cualquier prostituta! ¡Charco azul de légamos podridos para éstos que entraran burguesamente á gozarte en barca por el puerto!

Miraba, miraba Víctor, al lado inverso del mar, el camino por donde la gitana seguiría siempre alejándose entre risas, entre flores que sonaban á metal, entre condes y tenderos... Él ya habíala bebido su vida, y había descubierto su clave, además. Ningún tendero, ningún conde, podrían saber jamás, como él, la hipócrita sagaz maravillosamente peligrosa que acogían entre sus brazos por billetes ó sombrillas. Y para él, explorador de vida, descubrir en la clave rara de una vida un tipo humano, era como para otros exploradores de otras cosas descubrir el radio, el telégrafo ó la pata nueva de un insecto.

¡Quién sabría qué hubiese descubierto este sabio de ancha espalda, si lo era, que comía aquí lo mismo que él merluza frita!

Capítulo VIII

—¿Se ofrece algo, don Víctor?

—Nada, Napoleón.

—Aquí ando, por si acaso. Mi señora está por la señorita. Ha venido usted más temprano.

Saludó el guardia marcialmente y salió. Víctor continuó oyendo una música de cítaras de la solitaria vecindad, sentado en el viejo balcón ancho como una terraza, á la sombra de la luna, entre los geranios.

«Más temprano.»

Tuvo una amante, y tenía ahora una querida, con iguales impaciencias.

No acababa de entender la difícil transición, para Adria, sin embargo, tan sencilla. La esperaba, llegaría, la abrazaría... y volvería á verla partir sin saber á quién había abrazado y á quién volvería á esperar. —Una vez más se indignó de su torpeza, y se intimó á tenerlo definitivamente sabido cuando ella entrase esta noche. Le bastaría repasar y recoger sus vivas impresiones con impasibilidad, lo mismo que al juzgar las que rompía en papel el domador de demonios...

Recostó la cabeza y se quedó mirando el cielo. Obstinóse su atención en el encuentro con Adria.

¿Cómo podía tan prodigiosamente hacer la niña hasta de sus descocos?

Certera y original la carta en que le llamó á los cinco días, sin intentar disculparse... «No sé tener el gesto que defiende á una mujer de necios... ¡estoy tan acostumbrada desde bien pequeña á creer á todos en el derecho de decirme tonterías!... Pero, ven; en vez de abandonarme, enséñame á ser altiva con los demás, á olvidar la sonrisa de paciencia que había aprendido.»

¡Ah!

Los cien duros no iban en el sobre.

Vista la combinación: la cándida malabarista de sus malicias, y detrás, cobrándolas, la tía Sagrario. Con reducirla á sí misma, forzándola á su íntima verdad; con suprimir á Sagrario, combinación descompuesta —y respondió: Mañana por la noche en casa de Marina. No quiero ver más á tu tía. Te quiero SOLA y como eres tú, hasta con tus sonrisas de paciencia.»

Fué admirable cómo se le adaptó la muy dúctil. No la dijo más sus fantasías, y le escuchó sin esfuerzo; le agradeció la comodidad, dijérase, de no tener que violentarse para oírlas y contestarlas en recíproca tensión de idealidad, la facilidad de aceptarla, al fin, por querida, simplemente.

Entregada loca á su placer, supo no perder un solo rasgo de sus candideces, ni en la mujer que ya no se ignoraba amante de ocasión ni en la meretriz á quien él fustigó con ironías. Es decir, que comprendió la carta y á pesar de ella vencíale con su belleza y su ardor, falaz ó cierto —haciendo caer á sus lujurias al que no supo sostenerla en el ensueño.

Quiso ella lo primero metodizar sus entrevistas á las noches de teatro: jueves y domingos. Iría Marina por ella, volviéndola á la una, pues no podía tampoco faltar la noche entera de su casa. «¡Aunque se sospeche todo, no es igual darle á las gentes pruebas innegables... que quién sabe si sirvieran para descubrirme á... al que nos sostiene al fin!»

¿Creía así reservarse una nota de interés al verse despojada del de bohemia noble? Por lo menos vislumbró Víctor en la invocación el sutil intento, complejo de maldades, como todo en la perversa, de cargarle á cuentas del porvenir el posible abandono del espléndido.

Y esto, tanto, más que esto, decíalo Adria sin decirlo, pérfida melosa, terrible peligrosa cuya máscara de niña persistía afianzada á su rostro y á su alma con velos de humildad y credulidad, no obstante la carta.

Y esto, tanto, mucho más luego de mostrarle infantil su alegría porque á él no le enojaba la manera cómo la trataban por las calles, supo disfrazarlo de candor, con un pasmoso ingenio de intriga, llegando á desconcertarle todas las previsiones con esta confesión cuando ya Víctor menos la esperaba:

—«¡Oh, no... no veas á mi tía! ¡Lo prefiero también, es tan... particular! ¡Mira si tuve razón al temerlo! Sé lo que te habló, del conde... sé lo que hiciste, darla dinero... ¡De haber logrado arrancárselo, te lo habría devuelto, sin verte más, aunque te hubieras quedado pensando para siempre que soy la que te hizo creer mi encuentro de la calle!»

Dejando el todo grave, trágico, digno de la perfecta actriz que no ha existido, é inclinada á él con el codo en la almohada por no restarle á su perfidia su hechizo de angélica bacante, le habló del conde y de otros que pujaban inútilmente sus favores.

—«¡Inútilmente!» —insistió enérgica, saltando por encima de Víctor de la cama.

Porque contra la prevista incredulidad, traía pruebas. Cartas que sacó presurosa del vestido, que entregó —sentándose en camisa al borde mientras leyó él. Una, con cromático escudo plata y sinople, por más fausto de seducción, del conde: dirigida á Marina, la autorizaba para entregársela á Adria, como garantía de darla tres mil pesetas y llevarla un mes á Niza, á Suiza; tenía la fecha del día de la conversación de Víctor con Sagrario. Las otras dos, directas, del día anterior, del diputado Álvarez Lapuente y del dueño del bazar; galante una y necia otra, quejábanse lo mismo de que no se dignase siquiera contestarles.

¡Con cuánta alma la hubiese abrazado á no haberla visto por sí propio ramera, coqueta entre tantos en la tienda, para obtener sin duda unas cartas que igual le servirían á la cauta de reserva de elección, que á la taimada de prueba de sus fidelidades! ¿Qué importaba que no se hubiese vendido al conde ni á los demás, si á todos les sostenía su afirmación de posible venta con sonrisas?

Pronto llegaron en estas noches, con estas cenas que las iniciaban prestándoles del jerez olvidos y alegría, á una confianza que, si no mostraba á Adria en su íntima verdad, teníala más cerca de sí misma. Borrada aquella sombra de augusta amante á que la obligó el extraño Víctor del hotel, y mejor hallada su actual farsa con su infantilismo ingénito, dejábalo libremente lucir, adornándose de él con diestra gracia. Se creería que, niña ignorante del pecado, jugaba con Víctor al amor como con un chico, en loca diversión intranscendente. Así los sollozos y sofocos de ardorosa que la hacían resoplar por las narices con su epiléptica respiración, pálida, muerta, unas veces la dejaban en largos descansos junto á él, de espaldas, con las piernas cruzadas en alto, fumando los egipcios cigarrillos

y silbando como un muchacho, y otras la hacían salir de ellos de un brinco, para tirarle pellizcos descompuesta, irresistible, ó para ponerse á hacer títeres, retrepando los pies por la pared, y á dar vueltas de campana igual que en casa con sus hijas... Sin embargo, caía á sus gravedades trágicas tan pronto como Víctor excitaba su atención. —¿Había modo de tomarla en cuenta? ¿No sería, además, crueldad ó torpeza sacarla de este limbo, si en realidad fuese la tal niña encantadora prolongada en la mujer? Cuando Marina tocaba fuera avisando, renegaba de la precisión de marcharse á lo mejor... Se calzaba, se vestía, y al partir iba grave.

—«¿Ves?... seria... ¡Nada más alegre para ti!»

Grave..., dama llena de elegancia que volvía del teatro con sus guantes y pulseras, con su claro abrigo, con su boa de plumas... un poco mal vuelta á peinar, únicamente, y las horquillas de concha en la escarcela...; y á Víctor, que se quedaba á dormir en el lecho por ella perfumado, costábale trabajo adivinar bajo las sedas y las plumas á la especie de pilluela que acababa de escapar de entre sus brazos. —Otro asombro: ¿Cómo Adria, por parecerle más chiquilla, le parecía también físicamente más pequeña en su abandono? ¿Cómo... siendo poco menos alta qué él?

Ella, ó el jerez, le habían hecho singulares confidencias... pero con la mayor singularidad de saber siempre detenerse en lo que quería ocultar; por ejemplo, el nombre de «el padre de sus hijas». No era éste ningún apuesto Don Juan que la hubiese vuelto el juicio, según Víctor creyó; sino un señor de sesenta años, con quien todavía reuníase en Madrid á temporadas. Hubo de confesárselo (con el afán de demostrarle que no había podido conocerse apasionada, hasta ahora) en un voluptuoso transporte de pasión —; casi tan desagradables y menos corteses que el galante viejo, después, los dos hombres á quienes hubiese querido querer un poco..., un fatuo tenientillo de Infantería, el último, que correspondió á la generosidad intentando tratarla á bofetones. Acabó por sospechar que tendría razón su tía Sagrario envolviendo á todos en el mismo anatema de vileza y grosería. Otra noche, burlándose del conde de Ferrisa, que pensaría deslumbrarla con sus automóviles, manifestó que los habría tenido ella, de haberlos deseado —pues aunque se entregó por nada á dos más de sus amantes, por la cuenta de visitas en una enfermedad de Sagrario, al uno, que era médico en Mallorca, y por un ópalo á un francés en Madrid, á los otros dos les había costado once mil pesetas y seis mil duros... «¡Bien!.. éste, no por una noche... y fué el primero: el padre, en fin, de sus hijas...» Contó ágil en seguida, pues lo halló chistoso, como aquel ópalo de fuegos verdes, que no valdría diez pesetas, la decidió, por montarlo entre esmeraldas, á recibir en la alcoba al francés la última noche que pasaron en la misma fonda. «Una simpleza: hablando, hablando antes de cenar..., elogió ella la sortija... se la quitó él y se la puso á ella..., y luego le dio á ella vergüenza no corresponder de algún modo al pobre francés que tantos días la cortejó y que se iba á Francia al siguiente.»

«Di. ¿Quién te vendió al primero? —preguntó Víctor entonces —. ¿Tu tía?» —Adria no contestó. Se echó á llorar. «No, no sé cómo fué aquello siquiera —dijo luego disculpándola —, la fatalidad... Tuvo que suceder...

¡Ya te contaré todo esto!»

Tal iba Víctor recordando... Pero, ahora aquí, desde el balcón, la sintió de pronto con Marina.

Vio rápido vuelo de faldas, por esta obscura acera de la sombra.

Le contrarió ver cortadas sus meditaciones antes de negar á la consecuencia final... Mas ¿qué?... en ella las seguiría.

Cerró el balcón. Encendió las luces.

Tras un veloz rumor en la escalera, giró la puerta —y la dulce, la gentilísima mujer, la elegante y clara aparición con el pelo tan negro, corrió al amante... y le abrazó, ya niña, gorjeando la emoción inmensa que no la dejaba hablar en largo rato.

Le advirtió en seguida la frialdad.

—¿Qué tienes?

—Nada.

—¡Oh, sí!... ¿Qué tienes?

—Nada. Horas penosas, que cruzan. Tú me las cambiarás.

Le miró fija, soltándole, y le arrojó él á los enormes ojos candorosos, yendo á sentarse al sofá:

—¡Tú, y el jerez... esta noche!

Desorientada, se alejó al tocadorcillo para quitarse adornos... Traía una amplia capa de pañete gris llena de bordados, un traje de gruesos encajes crudos, en transparente blanco de seda, y en las orejas dos grandes perlas, falsas.

Volvió á sentarse, cerca de Víctor —en seria expectación, casi indiferente, después, al cogerla él una mano. No habló. Bastándole la indicación de que no era el enojo por ella, nunca osaba preguntarle nada de su vida aparte, por no juzgarse con derecho á penetrarla, ó por negarle el recíproco. Y como un eléctrico y sensibilísimo condensador, se cargaba y descargábase ó mudaba de emociones al menor contacto de los nervios.

—¿Qué has hecho desde el jueves? —preguntó Víctor.

—No he salido. Coser y leer.

—¿Mis libros?

—Sí.

—¿Cuál vas leyendo?

Titubeó al contestar:

—El... último.

Pesábale á Víctor un poco su rigidez ante la belleza tan dulce; gustábale también oírle á Adria el juicio sentimental de estos libros, que con su alma impetuosa creía él que seguirían á pesar de todo, subyugándola, y le requirió aquel juicio, insistente. Tuvo una decepción. No había vuelto á leer ninguno de los demás que le llevó con férvidas dedicatorias.

Lo confesó ella, forzada por su ignorancia, por la incomprensible ignorancia hasta de los títulos:

—Mira, Víctor, no los he leído... ¡No he vuelto á leer ninguno más, ni los leeré tampoco! ¡No quiero!

Y le arrojó aún á la estupefacción del que no podía comprender esto en su incansable lectora de otro tiempo:

—No... ¡Sufro, y no quiero! ¡Los guardo por ser tuyos... pero no los leeré nunca más... por ser tuyos! Las mujeres de tus libros, me hacen ver lo que yo soy, y me angustian con la prueba de por qué no podrás quererme igual... ¡Déjame, yo soy tu distracción solamente!

La vio doblar la frente resignada, y sufrió Víctor la más dolorosa resignación de no poder discernir si tal tormento surgía de la mártir y la noble ó de la agudísima capaz de vestir de martirio y de nobleza hasta sus más difíciles embustes.

¿Por qué sí era buena y era niña no era diáfana?

«Leo, leo» —habíale dicho cada noche al preguntárselo él por una vaga necesidad de saberla conservada en el dominio de su espíritu. Y cuando él creía esto, cuando él creía que incluso el pleno infantilismo con que se le revelaba ahora fuese acentuado —aunque natural propensión en ella —por la fuerza del libro aquél en que proclamaba el novelista la hermosura de ser chiquillos siempre, Adria ni había mirado este libro de dolor y de candor en donde pudo hallarse un tanto á sí propia.

Guardó silencio, desdén, la vanidad del escritor; porque la hubiese dicho durezas excesivas el corazón del hombre.

Napoleón entró con la cena.

Fueron á la pequeña mesa, y empezaron á comer frente á frente, en la yerta continuación de aquel silencio.

Pero le servía al observador —el silencio en que Adria, la pasiva, la refleja, la fácil á todas las impresiones, mostrábase más espontánea vagando con su suelta y siempre intensa atención alrededor. Primero comió mirando un cuadro que no había visto otras noches, luego mirando al guardia...

Porque lo extravagante en la que igual se daba por miles de duros que por ópalos ó cuentas de doctores; en la explotada cuya explotadora lo mismo conformábase á su vez con tres billetes que con ciento; en la más que lista y experimentada muchacha que, pudiendo vivir á la gran horizontal, tenía para la elegancia de sus sedas perlas de á seis reales... era que miraba con idéntico descaro, alternado de asombrosas timideces, á las cosas, á las hembras y á los hombres.

Un descaro no insolente de impulsiva, en impulsión brava, invencible, sin duda superior á su voluntad; el que la había advertido Víctor desde el primer día en el Cementerio. Si algo llamaba su atención, no miraba de soslayo, ¡no sabía! —sino á toda faz: é importaba igual que fuese un ruido de ratón detrás de un mueble, un rizo mal puesto en la cabeza de Marina, un conde ó el guardia gigantesto que aquí les cambiaba platos.

Lo comprobaba Víctor. Por detrás de él iba y venía Napoleón á otra mesita improvisada de aparador, y los ojos de Adria, á ratos, desde enfrente, le clavaban fijos, tenaces siguiéndole en sus vueltas..: como se sigue á una rara mariposa... Cuando de pronto pareció notar que el amante la observaba, cesó de mirar..., al súbito recuerdo de su promesa de gravedad con los extraños.

No menos impertinente curiosidad la inspiró otra noche el camarero del Café del Puerto, que entró, por imprevisión del torpe guardia, á servir helados... Y entonces, ¿cabía la presunción de que Adria ambicionase á cuantos hombres hallaba? ¿Era admisible tampoco suponerla tan pueril irreflexión que no la dejase entender cuán imprudentemente iba encendiendo en cada uno malicias y deseos?

El guardia, en efecto, aun llamándola «señorita Adria» con todo servilismo, habría notado la procacidad, y tratábala con una punta de familiar galantería.

Salía ahora, llevando una bandeja, y Adria exclamó:

—¡Me admiran estas gentes! —¡Me admira, en cuanto suenan dos cuartos, tanto... galeoto como hay!... ¡Tanto... alcahuete, sí!

Y hasta la burda palabra llena de desprecio saltó con una estirpe hidalga de sus labios.

—¡Ah! —continuó —si yo te contase quién me sirve á mí de... eso con el papá de las niñas!... Pues uno que ha sido alcalde de la población ¡asómbrate!... uno que tiene hijas de mi edad, que antes se dejarían matar que cruzar conmigo la palabra... orgullosas, verdaderas señoritas... ¡El me escribe, y me avisa, y viene si es preciso á verme de su parte!

Víctor la contempló con miedo.

Las culpas que él creía sorprenderla como pruebas de abyección, ella se las tornaba gentilezas.

¡Quién supiese si encontrarían sus ojos un estigma de igual degradación en cada cosa que miraban tan atentos!

¡Oh, enigma!... ¡Esfinge... entre sus ingenuidades!

¿La peor... ó la mejor?

De cualquier modo, la extraordinaria, la excepcional... la más semejante suya. Un afán le invadió por penetrarla de una vez las brumas de su vida.

—Adria —le dijo poniendo en el acento la fraternal pasión con que hubiese podido abrazarla —, tu viejo amante... ¿quién es?

—¡Bah! ¡qué te importa! —eludió ella riendo.

—¿Temes quizá que pueda serme conocido? ¿Es un príncipe, un ministro, algún alto personaje que dispone de tales serviciarios?

—No, rico nada más; y ni siquiera inmensamente rico. Fuera de su población, nadie le conoce.

—¿Cómo se llama?

—¡Oh, bah! —persistió Adria en sus suaves evasivas —¡un hombre! ¡cualquiera!... ¿para qué decirlo, si no conociéndolo tú no sabrías ni si te miento?

Él cedió, pero no en sus preguntas directas. Luego que volvió á entrar y salir Napoleón con platos de fruta, formuló ésta, que correspondía á otras extrañezas:

—Dime, Adria, ¿por qué si aborreces á ese hombre, no le has dejado en tanto tiempo por cualquier otro... por cualesquiera otros inmensamente ricos?... ¡Hubieras podido tener en verdad automóviles, joyas, lujos de reina!

Y le pasmó la respuesta simple:

—Por mis hijas. Es bueno. Él no las abandonará. Esa otra vida de azar, no me ha deslumbrado nunca, y hubiese podido serme expuesta, pasajera...

La meditadora aparecía sobre esta reflexión. Víctor volvió á encontrarla respetable, y su ansia de poseerla el alma se acentuó.

—Adria, es preciso que me digas esta noche el nombre de tu amante.

—¿Para qué? —le preguntó alarmada por su repentina severidad.

—Para saberte. Para tenerte hasta en tus mismos secretos que me niegan tu confianza. Te quiero toda.

—Pero estos secretos... ¡ya ves que son de mis hijas!

—¿Y qué?... ¿No los merezco?... ¡Casada tú, me habrías dicho cien veces el nombre del marido!

Después de una vacilación, resolvió ella:

—No, no, Víctor... ¡Habla de otra cosa! ¡Qué tonto eres!

Él sintió un frío de rabioso impoderío con la rebelde, y quedó esquivo, comiendo fresas. Ella quedó pesarosa, pero esquiva también.

—Sí, bien, mira, Adria —dijo luego Víctor imitando con irónica piedad el acento de ella antes —, eres tú mi distracción de cascabeles, y haces bien en no darme tampoco más honor. Ni soy ni puedo ser más, para nadie. Eso de mis libros son violencias de mi vida que me han dejado, como á ti la tuya, con alma de payaso, si es que tuve otra alguna vez. Tan seca, que ignoro si son tus desconfianzas sabias al incluirme con los demás hombres que conoces en la abominación que tu tía... ¡Sí, bien, Adria, callate... guarda ese nombre, pues quizá yo mismo no pueda decirte si podría servirme alguna vez para enviarle «al padre de tus hijas», tus cartas, tu retrato, tu pelo, descubriéndote, falso y traidor, traidora y falsa!

A un impulso, á un resoplido de fiera, de brava, por la nariz, Adria se torció en la silla, quedando con el codo en la mesa y con la mano en los ojos. Había sentido la amenaza hondamente.

—¿Verdad que sí, Adria?... ¿Que tú lo temes de mí, del que buscas, del que encuentras en diversión de cascabeles, para el solo antojo de tu carne, dos veces á la semana?

A otro ímpetu, se levantó, toda altiva:

—¡Oh, no, Víctor... y si crees eso... ¡me iré!

Tuvo el afán de envolverla en alma. El gesto lo valía.

Sólo que podía ser el de la actriz maravillosa, y se limitó á mirarla, también altivo:

—Pues ¡vete!.... si te vas por no decir un nombre. ¡Vete!... ¡pero sabiendo que al negármelo no me dejas de tu carne, de tus besos, nada en la memoria!... Nada de tu cuerpo ardiente y tu belleza, que te juro que no me impulsarían, ni aunque tú misma sonriendo me dijeses que habías temblado de placer con otro esta mañana, á decirte esto que repito por la negación de un simple nombre en tu boca: vete y vete para siempre si no has de pronunciarlo!

El golpe, no supo el altanero dónde había herido esta vez. Únicamente vio que Adria se volvía, que dobló á las manos tronchada en llanto la cabeza, y que fué á una butaca de enfrente á desplomarse y á seguir llorando, con ese íntimo mudo llorar que se sabe abandonado de consuelos.

Se acercó Víctor, lentamente —no sabía si á dárselos. Se sentó al lado y no la tocó. La miró llorar un rato —miró su pelo negro, su espalda, corrida de sollozos.

—¿Por qué lloras? —preguntó al fin.

La helada severidad de la pregunta debió parecerle á ella más cruel; y aumentaron sus lágrimas, más recogida en sí misma.

—¿Por qué lloras?...

No le respondía, sofocada por la angustia, nerviosa y epiléptica, igual que en el placer en el dolor. Entonces él la apoyó compasivo una mano en el hombro, y reprochó con ternura:

—¡Ah, cuánto te cuesta confiarme un nombre!

Y de pronto, la nerviosa, como huyéndole la mano, alzó la cabeza rodándola al respaldo y exclamó, con la cara cubierta por las suyas:

—¡No!... Baldomero Xifrat, banquero en Castellón, apúntalo si quieres... que no es eso lo que me cuesta, lo que me duele.. sino que tanto me desprecies, que puedas jurar que no te importaría... ¡saberme de otro!

La entrega quedaba hecha sin reservas, con la sinceridad que hubiera acreditado el sobre aquel en sus timbres del correo: «Castellón de la Plana»... Sintió Víctor la amargura de las grandes injusticias, y la abrazó... y le abrazó ella, al fin, ávidamente... admirándose los dos de la efusión de intimidad enormísima puesta en tal abrazo, más que en sus fuegos de amor, al influjo de tan pequeño misterio roto entre dos almas.

—Adria, no apuntaré el nombre que ya no sé —dijo Víctor —, sino la fecha en que me has dado tu primera prueba de cariño.

Pero se oyó á Napoleón, sonando fuera en la batea la cafetera y las tazas, y Víctor, al pudor de su ternura, Adria al de su llanto, se apartaron. Se había levantado él, y rápido, hallándose junto á la llave de las luces, la torció... cuando el guardia entraba.

—Aquí, al fresco el café, al balcón —guió á obscuras, yendo á abrírlo.

Estaba en aquella especie de terraza la silla de tapicería que él antes ocupó, entre el velo de geranios, y no tuvo Napoleón sino llevar otra y servir en otra, á los pies, el café al reflejo de la luna.

—¿Se ofrece algo más, don Víctor?

—Nada, Napoleón.

—Pues que descansen —dijo el estúpido guardia. Y advirtió al salir: —Llamaré á las dos... son las diez... Mi señora dice que doña Sagrario se enfada porque vuelven tarde... ¡Anoche, ya amanecía!

Cerró Víctor la puerta con llave. Vino por Adria. La llevó al balcón.

A las diez no había un alma en el barrio. Dormía la calle, la ciudad, el mar que se veía sobre las tapias de enfrente, á la luna. La noche era espléndida.

Adria tenía su queja en el pecho, y se la arrancó: —¡Has jurado que no te importaría que fuese de otro!... ¡Lo has jurado, Víctor... tú que me juraste decir siempre la verdad!

Él la había cogido las manos en la falda:

—¿Y crees que la he dicho?

—¡Sí! —respondió aterrada ella.

—¿Por qué lo crees?

—Porque no me habías mentido nunca.

—¿Y tú á mí... Adria?

—En nada. Jamás.

Suspenso en otra fe, la oprimió las manos —soltándolas luego para sacar de su pitillera de níquel cigarrillos. Los encendieron, esquivando ella los húmedos ojos de la luz del fósforo. Tomaron sorbos de las tazas. A Víctor le placía la situación, parecida á las de las tardes del hotel más que estas últimas noches de ausencia de idealidades en que los besos y el jerez los lanzaban desde la mesa al lecho con brutas impaciencias.

—Pues, sí... —afirmó —cuando lo he dicho será que lo he sentido... que no me importen las posibles traiciones de tu antojo... si me las dices tú. Y no, Adria, escúchame serena —pidió cortándola otro rechazo de protesta —: yo, que llegaría á más que odiarte, porque te despreciaría, si descubriese que habías vuelto á venderte, pienso que no habría siquiera de enojarme si te oyese: mira, quise, anoche, y me entregué á Tal, que me fué agradable.

La protesta vibró, en un estremecimiento:

—¡No te comprendo!... ¿Por qué?... ¡Oh, no me quieres!... ¡Qué más debía darte vendida ó entregada!

—En la venta, Adria —dijo Víctor gravemente —habría bajeza... En la entrega por ti confesada, libertad, desdén á una virtud que tú no tienes y que yo no estimo; ni traición siquiera sin engaño...; prueba de amor, en fin, quizás más alta, quizás heroica, sobre la de esas otras esclavas que se juzgan fieles hurtándole su cuerpo á la traición de su intención y su deseo. ¡En éstas, Adria, sin duda seguiría siendo la carne toda del amado, pero no ya los rincones de su alma, que le esconden la traidora voluntad con la mentira! Fíjate, hasta en el juicio corriente donde estas cosas no se piensan, entre el marido y el amante á quienes da lo mismo su carne, la traición de la mujer es para aquel, porque le engaña.

Era la lógica fuerte de aquellos días. Era, igual, el paradojista cruel consigo propio, que la hablaba el lenguaje de un amor enorme por encima de él, por encima de ella.

Adria, cambiada su esquivez en la fija atención de una fascinada, arguyó dolorosa, no obstante:

—Pero... ¿por qué hace falta la prueba de ese engaño sin engaño?...

—Falta, no, mujer. Lo que sí la hace en absoluto, para nosotros que no nos hemos jurado amor, sino amistad; que no nos hemos jurado fidelidad, sino franqueza, desde el primer día, es la franqueza de descubrirnos mutuamente hasta traidores, si llegáramos á serlo. Júrame esto, otra vez, y júrame además, con pena de mi desprecio, que no te venderás á nadie... mientras nos conozcamos.

—¡Víctor!... ¿Lo temes?

—Sí —respondió él firmemente —. Tú gastas sin prudencia; tu tía misma se lamenta de tus gastos, de tus lujos, y tú, aun en este pueblo donde has dicho que vinisteis buscando economía, ya has probado en verdad tener dentro una chiquilla, por lo menos, cuya irreflexión te deja á merced de la locura. Pudieras volver á necesitar, y entonces...

—¿Qué?

—Que tendría una ridícula razón para nosotros tu tía y los tontos de Versala, que te creen de todo el mundo; que seríamos unos bien grotescos Amantes de Teruel, si á mis espaldas, por no romper la ideal pareja... tuvieras que venderte al conde!

—¡Víctor! —clamó Adria á la sospecha. Y preguntó en el triste silencio que siguió: —¿Es acaso que quieres... también pagarme?

—¡No, Adria, es que no sé lo que quiero, y temo de tu voluntad, para que evite con la previsión la contingencia, la misma debilidad que no es capaz de evitarte la sonrisa á las sandeces de los tontos!

Se apartó de él. Bajo la imputación se revolvía.

—Si quieres —dijo por último —, si te intereso algo, yo desde mañana me mudo donde me digas, me visto como me digas tú, y si no... ¡me dejas!... Pero antes de dejarme, Víctor —añadió en el primer rapto de amargo orgullo que la veía él hablando de sí propia —, yo también, como antes tú, tendría que hacerte una advertencia...; te diría que no fueron mis lujos los que me pusieron en trance de venderme, sino otra cosa distinta, única que me trajo y que me tiene en Versala... ¿La quieres saber?... Sí, voy á decírtela, puesto que hizo Dios que me encontrases de rodillas, la primera vez, rezando en el sepulcro de mi padre... Fué mi gastar... ¡para eso!... ¡para el sepulcro de mi padre!... Si al volver á casa el día que diste á mi tía el dinero no hubiese ya encontrado el último recibo del marmolista, que ella se apresuró á pagar, se lo habría arrancado y te lo habría devuelto.

Como brotan gotas de sangre en torno al puñal que se clava y queda dentro, así Víctor sintió que brotábanle los ojos lágrimas de alma en la puñalada de sorpresa. Inclinó la frente al hombro de Adria y lloró. Era el hombro tibio y blando de una hermana que tuvo que llorar también, doblada sobre su frente. Eran los brazos del fuerte, de la débil, amparándose en igual refugio de dolor y de ternura en el desierto del mundo...

Llanto intenso, fugaz, como el de dos luchadores de la vida.

Sin embargo, velaba todavía la húmeda emoción á Adria cuando ya expansible, ya cierta de haber entrado y poder libremente correr el alma del amante, le contó cuánto había querido ocultarle su acción á los extraños, cuánto habría querido ocultársela á sí misma y á aquel padre que tendría que recibir con el homenaje de la hija el de la infamia si no había de yacer en el anónimo montón de los olvidados muertos, Olvidado estaba aquí, donde nació ella, donde la tuvo en todo honor al bautizarla, poniéndola este nombre que ahora su hijo creería falso y de galantería, el padre del diputado Álvarez Lapuente; olvidado aquí, de donde partióse con ella á su país la triste viuda para morir poco después, dejándola á una hermana, á Sagrario... entonces recién casada...

Y daban las doce en las torres del puerto y de San Blas, y la luna de frente en el balcón, cuando Víctor luego, sobre la inmensa noche de soledad y de luz, acabó de musitarla en el oído, á besos y á palabras, no podría saber jamás cuáles dulcísimas canciones del fondo mismo de su vida...

—Me había propuesto esta noche saber quién eres... y lo sé: ¡la Altísima! —dijo levantándola y llevándola al lecho por el claro de la luna.

Adria le detuvo, unida á él en el abrazo de purezas:

—¿Quieres una cosa?

—Cuál.

—¡Que hablemos... nada más, esta noche!

Ardían en pureza, efectivamente, sus ojos.

Víctor los miró, miró su cara tan noblemente bella en luz de plata, y repuso:

—No. Esta noche eres la esposa que me da Dios... tienes alma por carne ¡y la quiero!

Vio ella como con el alma misma de su carne que él tenía razón.

Y mientas él encendió y reposó su delicia en la sala, ella, trémula de emoción, como si en verdad un alma de novia le palpitase por el cuerpo, se desnudaba en la alcoba, trémula, casta, apresuradamente... para entregarle su carne al esposo...

Capítulo IX

Se despertó al medio día, en el lecho «Por ella perfumado».

Comprado á invitación suya por Marina, igual que estos muebles que tendían su coqueta sencillez por la alcoba y por la sala, el lecho, de tallada madera, barnizado en negro, se le apareció con una viva y heráldica expresión que siempre le había negado á las cosas. Comprendió el blasón y por qué podían ostentar las armas de Inglaterra la liga de una dama. Guardaría este lecho en que había tenido «á la purísima». Rey, lo destinaría á un museo, entre banderas.

Una pureza muy dulce, ó un afán de caricia á los muebles y á la estancia que ya sabían de la vida intensa de la amiga le invitaron á no abandonarlos hoy. Comió aquí y aquí leyó los periódicos. Puesto el sol, paseó por las playas; y antes de volver á acostarse en el lecho noble, escribió una carta que empezaba así:

«... Me creerás en Tur, y duermo en nuestro altar. Son las diez. He llegado paseando cerca de tu hotel... pude entrar... no quise. No he querido verte. Llenos mis ojos del asombro de la gloria buena en que te vieron anoche, han dudado si sabrían volver á verte en el mismo resplandor. Llegué á tu casa y me detuve. Adivinándote en el misterio de la luna detrás de las paredes, te me aparecías arcángel. Eres desde anoche sagrada para mí. En su deslumbramiento de excelsitud, al terror de lo sagrado, te han huido mis ojos. Hubieran tenido ante ti que expiar torpes y humildes su delito de negar en tu carne de dolor y de pecado tu alma de purísima. Si alguien me hubiera cogido del brazo obligándome á tu presencia, yo hubiera gritado de rabia. He sido feliz de no verte. ¡De cuán extraños modos me llegan de ti los placeres!»

Se durmió advirtiendo que persistía la duda en sus afirmaciones, pero hecha afirmación. Y era sincero. O Adria no sería como la vieron sus ojos, ó siéndolo, sería tan alta que sus ojos no podrían volver á verla igual.

Volvieron á verla igual, sin embargo, otra noche, otras... y una le dijo Víctor:

—«No puedo dudar de ti, aunque quisiera, ni forzándome con esta interrogación: —«¿me mentirá por gratitud al mío un amor tan grande?» —«¡ Bah! —me responde algo —, si te engaña del modo que te engaña, no serás tú el engañado, sino ella, que creyendo engañarte, te estaría adorando sin saberlo»—. Es decir, que tendría fe en ti, hasta á pesar tuyo. Mira si eres grande, y si pude encontrar, en tu misma degradación, grandeza. Una fe tan firme no ha estado nunca en mi pecho.»

Y, no obstante, una fe sin esperanza —para ser mayor y más alta en si propia. Hasta el nupcial anillo que conmemoró la noche venturosa, tuvo que tener más brillantes que ternura, encomendada por previsión instintiva la ternura, á los brillantes.

Estos le harían vivir acaso en el recuerdo de Adria cuando ya de un modo inevitable le hubiese borrado el tiempo todo valor emocional á la fecha y á los nombres.

La había dicho él al ponérselo, queriendo grabar más hondamente los nombres y la fecha en el oro y en el alma:

—«De que vuelvan á ser diversas nuestras vidas, reposarán en la memoria de estas noches. Fíjate bien, un viejo balcón con geranios.

Porque era el viejo balcón, bajo el cielo, el lugar de sus tormentos dichosos —si era el lecho el de sus olvidos de pasión; porque no lograba Víctor entender cómo podrían dejar de ser los dos «los errantes amigos del camino», cómo podrían unirse sus destinos más que con estas lamentables citas pasajeras y furtivas.

Adria, su amante, la gentil de alma libérrima, suya por amor y esclava de otro, querida de otro, madre de los hijos de otro que sostenía á ella y á sus hijos, hubiera de prescindir acaso del espléndido si lo quisiera el amado; mas no sin convertirse en su esclava al convertirse él en el ridículo «sostenedor» de ella y de los hijos de otro, y de aquella estúpida Sagrario...: no sin quitarla su arrogante libertad; no sin mezclar él su vida con la buena y con la odiosa... Además, un deber, tanto más respetable cuanto más correspondía á indefensos derechos de inocentes, le impediría estorbar que el rico y viejo tenorio, noble, según Adria, dejase testamentariamente asegurado el porvenir de sus hijas.

Pensaba en ella, pues, con la premiosa ambición que le inspirase un fugaz tesoro de ilusiones. Bebía de su vida y su alma como para agotarlas. Un mes aún, y á Madrid... al olvido, única y mejor solución entre dos desastres: el de robarla por siempre y para sí, á ella sola, ó el de reanudar esta equívoca situación de misterioso y honorario favorito por un tiempo que habría de revelar al fin su bajeza. Tal vez este mismo sentimiento le hizo poner los brillantes en la sortija nupcial.

Cuidaba Víctor, por todo esto, de mantener su propio dominio tan alto como su fe, cuando menos —sin ocultárselo á Adria. Así podía y quería decirla, sin otra crueldad que la de ser franco, cosas terribles y cosas soberbias con igual acento.

—Te quiero con la plena voluntad de mi albedrío. Todo, te quiero decir. Tanto, que podría ahora mismo dejarte para no buscarte más.

Ella, sin protestar, inclinaba la frente y se perdía en tristezas mudas de no se supieran tampoco qué imposibles ó qué confusas y enormes gratitudes á tales paradojas. Le daban miedo, y prefería beber, entonces, fumar, y ser la amante niña que reía después y daba vueltas de campana.

Una noche, principalmente, halló, en el lecho de los olvidos de amor, como un socorro del suplicio en el balcón de los geranios.

Víctor, en éste, había mostrado una carta:

—Mira. Recibo estas cartas.

—¿De quién?

—Léela.

—No. ¿De quién?

—De una mujer.

Manifestábaselo con la nobleza de las dedicaciones en que á pesar del presentimiento de limitación ponía todas sus lealtades, cual si debiese ir cimentando una perpetua amistad; y Adria supo resignarse.

—Una amante.

—Lo fué una hora, hace diez años. Hoy dice que mi amada-amiga nada más.

Volvió á callarse Adria, y dijo luego por único reproche:

—¿Y á qué decírmelo, Víctor?

—Para no ocultártelo.

—¿Dónde está?

—En Madrid.

—¿La quieres mucho?

—No.

Pareció ofenderla la negativa más que la revelación. Niña extraña.

—¿No la quieres?

—Poco. Muy poco... todavía —subrayó Víctor; añadiendo por colmo de lealtad —; pero ignoro sí podré adorarla como á ti, más que á ti. Hay un libro que será el que lo decida. El libro es mío. Su heroína, hecha de mi ensueño, mi adorada. Tú te pareces á ella en lo que te es posible; si esta mujer se le pareciese más, la adoraría. El libro se publicará pronto, y ayer le envié á esta mujer el segundo ejemplar. El primero te lo tengo reservado; ¿quieres leerlo?

—No.

Fué rotunda la negación —en odio tal para el libro odioso, que dejó á la viva odiosa olvidada. No quiso saber más de la carta ni del libro. Bebió jerez y partió á la alcoba arrastrando al amante, por vengarse en él de la heroína ideal que no tendría ojos que se clavaban y dientes que mordían.

Cuando salía, de madrugada, se volvió desde la puerta:

—Ah, bien, mira, tráeme el retrato... de esa. ¿Quieres?

—De mi amiga.

—De tu amiga.

Y tres noches después, viendo el retrato de la muy blanca orgullosa inexpresiva, que nada le dijo, se limitó á comentar:

—No es joven. Pasa de los treinta años.

Lo devolvió.

Siguió cenando y hablando de otra cosa. Muy pronto, luego, al balcón, volvió su curiosidad en preguntas que fueron sacando la historia, vigilantemente seria la interrogadora, con la cabeza atrás en su butaca, entre flores:

Recordaba la firma del retrato:

—Bibly Diora... ¿extranjera?

—Gaditana; Matilde Brull, en el mundo. Pero escribe y ha elegido ese seudónimo. Acaso de máscara en él, toda entera. Solamente es real en su exotismo la nacionalidad del marido, rumano, barón Georgesco, cónsul en Cádiz cuando yo la conocí, y cónsul en Madrid ahora... que yo he vuelto á conocerla... ó que ella ha conseguido despertarme un poco el deseo de conocerla. La recuerdo mal... La traté semana y media.

—¿Y qué escribe?

—Hasta hoy una novela: Luzbel... ángel ella, en rebeldía.

—¿Quieres dejármela?

—Bien. No es mala, ni buena. Valiente. Tiene la novedad del orgullo y del descaro en la mujer. Un instinto. Si sabe seguir, es algo.

—¿Cómo la conociste?

—En Cádiz. Preciosa en competencia con una íntima amiga suya y amante mía. Por rivalidad se me entregó una noche, dos antes de partir yo para siempre... y para no volver á acordarme de la una ni la otra ni con una carta. Esto, aparte rangos sociales, te hará observar cuánto eran menos las dos, en mi estimación, que tú, perdida de mi alma.

—No he tenido tiempo de probarlo.

—Pues no lo dudes. Si al separarnos te dejo la promesa, te escribiré siempre.

—Sigue. La olvidaste...

—En un vago y lejanísimo recuerdo de un cuerpo blanco, muy blanco, que tembló con un desmayo; de un alma fatua de folletinesca lectora de novelas que la habrían dado la intrepidez de sus más disparatadas heroínas. Y por eso, cuando en Mayo último, recién llegado yo de Madrid recibí aquí una carta de Madrid, en la cual una Matilde Brull, escritora, sin aludir ni remotamente á lo pasado, me felicitaba «por mis triunfos» y me pedía un prólogo para la novela que pensaba ella publicar, tuve gran trabajo en discernir que fuese aquélla.

—¿No escribía... cuando os conocisteis?

—Ni yo, casi. Niña por aquella época, casada con el rumano hacía dos años, diez más, en la florescencia de mujer y en su experiencia del mundo, podían haber transformado á la lectora inconsciente en escritora estimable. Enviábame en la carta unas crónicas nerviosas, de un periódico de Cádiz, que no carecían de ligereza y gracia; y el interés de misterio que no consiguió inspirarme la que tan sin ellos se me dio, despertóseme con esto. No me había olvidado, puesto que había ido leyendo mis libros uno á uno; no me odiaba, puesto que afable me escribía... ¿Qué impresión guardó de mí? ¿Qué contrastes halló la «sentimental», y confirmó la «intelectual» más tarde, entre la bruta conducta de su amante y la sentimentalidad de los amantes de mis novelas, en que debió comprenderme transfundido?... ¿Fué su osada donación vileza ó arrogancia? ¿Fué su silencio desdén al mío, ó dolorosa altivez? ¿Seguiría bella?... Mi situación, de cualquier modo, tenía todas las ventajas, sólo con esperar. En el mismo tono de respeto (por si cogía mi carta el barón) le respondí que no contaba con suficiente tiempo para escribir un prólogo digno de ella... se lo negué, en una palabra.

—¡Ah!... ¿Ni fuiste á verla?

—¿Para qué?... Lo nuevo que pudiese brindarme, habrían mejor de descubrírmelo sus cartas, pues no se quedarían en la primera, ya resuelta; y más cuanto más abandonadas á su impulso. Tal sucedió. No volvió á solicitarle nada al escritor, pero le escribió al amigo. Mis respuestas, indolentes, tardías, rebeldes á sus mañas. Sus ocultos enojos crecientes en la angustia de odio y de pasión. Pronto la vi por mitad mi sierva, por mitad mi enemiga orgullosa. La cronista provinciana, trasladada á Madrid al ascenso del marido, se bastó á sí propia para lanzar su libro causando cierto escándalo de prensa. Me lo envió con la intención de una estocada. Preparada así, la enemiga, olvidada de la sierva, se creía indudablemente bien armada y fuerte para curar su vieja herida de amor propio: someterme ó vengarse en hábil lucha de desprecios de igual á igual.

—¡Come! —le avisó Adria, viendo que se le enfriaba su plato.

Comió Víctor, y siguió:

—Han cambiado sus largas y frecuentísimas cartas desde Julio, mas no las mías. Me habla de amor, de un amor del alma, espiritual, «sin que nunca debamos quererlo de otro modo», de un amor digno de los dos, y continuar encontrando en mi obediencia mi coraza de cortés pasividad, la irrita y la enardece. Ni he intentado ir á verla en tanto tiempo; nos veremos ahora, cuando vaya (es la promesa), «como amigos, como dos amantes-amigos, nada más», según aún repetía la carta que no quisiste leer; y mi duda, Adria, oscila entre si la intención la llevará por último á rendirse enamorada ó á resolverla toda en odio. ¡Mi duda, mi problema, que hubiérame por mi mal interesado mucho más no conociéndote!

Adria le había escuchado con inmóvil gravedad. La besó Víctor, con la fe tranquila y amarga que sabíase cortada en el tiempo, y ella recibió sus besos con una triste sensación de lejanía... como los habría de recibir en ilusión de que no estuviera él.

—¿Te irás pronto?

—Pronto ya. Acaso este mes.

—¡Y no puedes retrasar el viaje!

—Si quieres tú, sí.

—Oh, vete... se lo has prometido.

—No es promesa, en rigor. Es que voy siempre por ahora.

—Pero lo habéis hecho promesa. ¿Volverás pronto?

Él dudó... y resolvió con lenta pena:

—¿A qué, Adria?... Si esta mujer es capaz de parecerse á la que tú no quieres conocer de mi ideal, te adoraré en ella... si no, te adoraré en mí. Tú, de todos modos, no podrías ser nunca de mí sino «la querida de otro»; y yo no debo ser el otro de la querida de ése más tiempo. Vives «de él» para tus hijas, para tu tía Sagrario, y no podrías seguir siendo así para mí quien eres, ni menos podrías vivir igual «de mí» sin mi desprecio. ¡Lejos, tan sólo, serás perpetuamente la libre, la excelsa, la Altísima de mi corazón, la Única á quien yo podré creer con fe completa que he querido cuando contemple la vida hacia atrás al morirme!

Adria nada dijo. La había soltado él cual si dejase ya á ella y á la vida, y cerró en su abandono los ojos, llorando tal vez una de sus lágrimas heroicas. Bebió jerez y fué la amante niña que jugaba y que abrazaba.

Pero esta noche misma, allá al final, cuando fumaba Adria de espaldas en el lecho uno de sus dorados cigarrillos, su descanso y su pereza volvían á hacerse trágicos —, su silencio en la atención al amante que decíala no sabía qué cosas á sus ojos.

—Dime, Víctor —interrumpió —¿y no crees tú que yo sirva para... volverme independiente...digna de ti?

—Cómo?

—Trabajando en algo, no sé en qué, si tú me ayudas. En vez de abandonarme, deberías intentar hacerme libre por mi esfuerzo.

Sonrió él. Era incluso la misma forma en que le había pedido que la enseñase «á hacerse respetar por las gente» —la de los ojos indómitamente candorosos que seguían mirando al guardia y á cualquiera. Reconocíase bien sin voluntad, al menos, puesto que siempre solicitaba otra.

Le comprendió Adria y abandonóse triste á su fatalidad, á su amargura. Tendría razón. Sería perpetuamente la esclava, sin energías de redención ni aun por este amor que la exaltaba á lo imposible...

Otra noche más, de las de sus citas, y vio Víctor llegada la consciente impotencia en Adria al anonadamiento. Una carta... que dábale brutal á ella la plena imposición de su vileza, que dábale á él la absoluta razón de sus temores: la suscribía el ex alcalde mediador del viejo banquero, y ordenaba breve: «Mi distinguida amiga: Le mando la cantidad del trimestre que empezará en Octubre. Hacia mediados del mismo mes, estará usted en Madrid. Encontrará á Don B... donde siempre. Quiere pasar allí todo el invierno. Su afmo, —Pedro Vives.»

Fué esta noche la primera que pasaron juntos hasta el amanecer sin abrazarse. Hablaron... no sabían de qué, como dos hermanos abrumados por una vergonzosa desdicha.

Pero al domingo siguiente, sobre su desolación, llevaba la esclava infeliz radiaciones de esperanza. Con cautos miedos como al hundimiento definitivo de su vida..., volvió á hablar de «su trabajo»... de su fe en sí propia para liberarse, si Víctor quería guiarla.

Y Víctor volvió á sonreír. ¡Siempre la que confiaba en otro, la sin voluntad!

Pero esta vez, al menos, era la recóndita que alguna habría puesto en sus cavilaciones, puesto que llevaba un plan que expuso solemnemente: teníala ofrecido el padre de las niñas arreglarle cuanto antes lo que las hubiese de dar; dinero en un Banco, á nombre de las dos, creía ella, y un hotelito para vivir donde quisiesen. Ya en la primavera intentó dejárselo comprado en un barrio de Madrid. Lo rechazó Adria por venir á Versala, al lado del recuerdo de su padre... pero lo aceptaría y se iría á Madrid si creyese Víctor que allá tuviera mejor campo para establecerse, por ejemplo, de modista. Sabía cortar, un poco, y sobre todo su tía; sin prisa, en buen taller, podían perfeccionarse.

—¡Piensa esto! —le encareció al partir. —¡Piénsalo, Víctor!

—Lo pensaré —prometió él, también casi solemne.

Y cuando quedó solo en la mísera alcoba de sus gozos; cuando pensó en aquella niña perezosa y holgazana que volvía de la ignominia del placer acompañada por una celestina hacia un hogar donde la esperaba otra, por toda madre y consejera; cuando consideró en proyección de obstáculos el abrupto camino sin fin de un aprendizaje difícil y de una instalación que no fuese un desastre luego en la enorme competencia madrileña... la triste sonrisa volvió á marcarle melancólica en los labios la anticipada derrota de la voluntad de Adria y de la de él mismo, aunque hubiese de tenderla formidable á su socorro.

Se durmió, y despertó al otro día con la misma sorpresa, en la inútil rebeldía del ser entero: la de la dificultad absoluta de unir de algún modo á su vida la de esta niña —dificultad hecha de una serie de pequeñas cosas materiales, que por social escarnio inaudito, reencadenaban á la liberada de honores con fuerza mayor que á las honradas.

De regreso á Tur, por la tarde, detuvo el tílburi delante del hotel y entró á verla. Un súbito y limitado egoísmo le había invadido. Se lo quiso participar, sin tardanza, como compensación menguada, siquiera, de aquellos otros nobles propósitos que no podían realizarse. ¡Bien menguada!... ¡bien mezquina!... ¡bien espuria hija, la aspiración, del egoísmo amoroso!... Consistía... en tenerla más... saciándose de ella «por última vez» en Madrid, con un breve simulacro de la intimidad de todos los minutos en que se habrían querido los dos, acaso, para siempre. Ella iríase con él á su casa de soltero, diez, veinte días antes del fijado por el «viejo dueño» para quitársela... —No había gustado con la dulce gitana del camino esta delicia de bohemio hogar, y ansió dejarla «de ella» en su memoria... ¡algo del fúnebre banquete de los que van á ser ajusticiados!... Y por quitarle lo siniestro al proyecto de alegría, por piedad, si no á la fe y á la esperanza de Adria en sus vanos esfuerzos redentores, diríala también, sin fe y sin esperanza, que habría de servirla al mismo tiempo el plazo venturoso para iniciar sus proyectos; y después todo el invierno, en que se escribirían, mientras ella viviese con el otro, para realizarlo: si al quedarse ella nuevamente libre de la presencia del viejo, se hubiera puesto en situación de prescindir de su tutela, él la recogería; si no... la lloraría muerta.

Sorprendió una escena el visitante. Adria, tendida en el sofá, rendida aún de la noche, despeinada, mal cubierta por un viejo y roto trajecillo de percal color de cobre, miraba jugar á la tía Sagrario con las niñas á la tropa. Tenía también en la cabeza su tricornio de papel. —Lo tiró, al verle, y se descompuso el cuadro, pero en grata sorpresa de las niñas que corrieron á besarle, y de Sagrario, que le recibió con sonrisas y afables quejas de «no merecer su estimación»...

Hablaron solos, al poco rato, y Adria se fué espantando de felicidades.

—¡Ah, sí, trabajaré! ¡Tú me llevas; tú me buscas profesora!... ¡y el invierno luego, no me importa... y luego, siempre, los dos!... ¡Pero!...

La anubló, suspensa, el recuerdo de Bibly —asimismo olvidada por Víctor. Le bastó la evocación de algunas cartas que había leído, para comprender cuán absorbente esperaría «al amigo del alma»... ¿Cómo ella ir, entonces?

—¡Amiga!... ¡amiga nada más! —se asió con ávido candor el contrariado.

—¡Amiga! —arguyó ella con triste condescendencia de perdón, indicadora de su bien otro amargo convencimiento.

Pero no revelaba el acento de la heroica más dolor que el del escollo puesto al plan por el previo y ya ineludible compromiso. —Loco Víctor de rabia tranchó: «No la vería, á Bibly... á la tenaz redactora de cartas... á la terca acosadora, cuyo asedio no había hecho él más que soportar»...

—No, Víctor. Tiene derecho. No lo tienes tú para hacerle daño... para la ingratitud y la grosería... ¡Es tu antigua amante, esa mujer!

—¡Olvidada!

—¡Y vuelta á recordar!... Para tu desprecio de hoy, sería preciso que no hubieses alentado sus cartas.

Sintió el desleal temblar de admiración y respeto sus entrañas. Esto no podía decirlo tan noblemente más que el instinto generoso de... «una prostituta que tenía en el corazón la evangélica bondad de todos los tormentos».

Como tantas veces, la cogió las manos y quedó contemplándola con muda veneración. Entre ellos parecía flotar la imagen de la ausente protegida por grandeza, por humanidad. Y Víctor, fijo en los ojos negros, fijo en el rostro de limón y lotos y de gracia gris y de lunares, que era terrible en la pasión y que ahora dejaba bajo y humilde mostrar la santidad de las santas, meditaba.

—Oye, Adria —resolvió con la firmeza que no podía menos de beber en la firmísima —: iré. No sé qué pasará, pero irás tú á los ocho días. Antes, creo que habré tenido tiempo para convencerme de que no será vil mi crueldad, si, mereciéndola, fuese necesaria con ella, por tí; y si no la mereciese, del todo siquiera (pues que habré de limitarme á recibirla como quiera presentárseme), mejor: bastaría entonces el pequeño engaño de una ausencia mía de Madrid... mientras tú en mi casa... á mi lado... al fin de la cual ausencia por presencia... volvería á mi baronesa, volverías con tu banquero.

Hizo terminar en risa del doble y raro placer de venganza mutua, á lo que empezó severo, la fatalidad de mutuas deslealtades recogida con involuntaria precisión por el giro de la frase, de los hechos —á que franco el pensamiento se ceñía. Adria, contenta de la solución... contenta, además, diríase, de la casual oportunidad que hubiera de igualarlos «forzosamente traidores», se levantó y le pellizcó... casi ya con la impaciencia de aquel tren que la haría volar adonde pudiese dormir con Víctor, despertar con Víctor, vivir á su lado...

—Sí, sí, saldremos en coche cubierto siempre... Y me buscarás una buena profesora, ¿sabes?... ¡Las mañanas, mientras escribes tú!

Palmoteando, llamó á la tía y le dio cuenta del proyecto... ¡Modistas... un gran taller! Sagrario se inflamaba de entusiasmo. Tal había sido su ilusión constante... Entre burlas y veras habló de suntuosos vestidos y ajuares, de trajes para duquesas, para reinas.. «Víctor, que tendría conocimientos, las podría relacionar con gente grande»... ¡Oh!

Y contagiado Víctor por el fácil entusiasmo de la tita, de la niña (niño un poco también «con la honrada sensación de amistad» que estaba percibiendo en el hotel, adonde parecía haber traído hoy éteres de purificación y de trabajo, el que de allí partió una tarde con la impresión repugnante del «sostenedor» de una hembra), un ahogo de piedad le subía del pecho, del corazón, del fondo bueno de la vida, por salvar efectivamente á estas mujeres tan chiquillas y tan buenas y tan solas entre la bestia infamia social!... Bah, ¿quién supiese?... ¡Modista... ó telefonista... ó actriz... algo, fuera lo que fuera, con tal de que un trozo al menos del pan que llevase á su boca, le supiera á dignidad!...

Por un instante la vio suya la vida entera, al augurio de aquel tricornio de papel que la hizo volver á ponerse sobre las greñas de húngara... «como á una actriz», como á una tiple, como á una golfa de la gracia...

¡Artista de teatro!... ¿Por qué no?... ¿no la había dicho tantas veces que tenía la voz y el gesto de actriz maravillosa?... Y lanzó la idea, de pronto... explicándola en seguida, con la intensa alucinación de los dramas que escribiría él y representaría ella —en una proyección de porvenir mágica: estaba esto plenamente dentro de la edad, de la figura, de la gentileza y de la condiciones de Adria; dentro del ambiente de vida del escritor que podría enseñarla, primero, situarla con más ó menos modestia, después, y realizar, en fin, juntos, una larga apoteosis de triunfo en triunfo...

El júbilo de las dos fué enorme. —Sagrario, singularmente, veía ahora los trajes de duquesa y de reina, confeccionados por otras, para su sobrina... ¡Qué bien! —Por primera vez concedíale importancia, como tal, al escritor.

Desde esta tarde, las entrevistas siguieron en el hotel, aunque sin olvidar «las noches» en casa de Marina, por gratitud á la servicial y por el eterno pueril respeto de Adria á Sagrario.

El empeño del teatro tomó la forma, desde luego, de ensayos de lectura. Víctor llevó comedias.

Adria las dejaba con frecuencia por besarle, por hablarle, por oírle... por pereza. ¡Habría tiempo! Precisando, volvieron á acomodar el plan de sus propósitos. El invierno, durante el cual tendría que vivir Adria para el pobre señor, no pudiendo, por lo tanto, recibir de Víctor lecciones, lo emplearía en el Conservatorio; como quiera que no habrían de vivir juntos ella y el pobre señor, pues él tenía espanto de que le descubriese su familia, no faltaría una buena hora diaria para la clase, y... otra mejor para «ellos», siquiera de cuando en cuando. Marzo, finalmente... libertad; el señor aquél á Castellón, de seguro en eterna despedida, pues cada vez se veía más achacoso y no era para Adria en estas temporadas más que un padre, desde hacía años (¡la afición de viejo músico!); estaría ya terminado el asunto de las niñas y la compra del hotel... y á Madrid Sagrario, y las pequeñas... y ella y Víctor... ¡oh, primavera!...

Aquí, se perdían los dos como ante el alba esplendorosa de un día de sol infinito.

La pobre Matilde Brull, en tanto, yacía olvidada.

El día de la despedida la recordaron. Víctor insistió en no verla... convencidísimo ya de que la crueldad mayor tendría que ser lo contrario... después...

Adria insistió también, con su ronca voz de los tonos trágicos:

—No, vela... ¡qué importa! Si la quieres, yo no adelantaré nada con prohibirte que la veas... y si no la quieres y no te quiere, mejor, te desengañará. Sólo te pido que no me engañes, que no me ocultes absolutamente nada de lo que pase y de lo que sientas al tratarla.

La oyó Víctor con igual frío de veneración, con asombro de su aplomo y su heroísmo de generosa altísima, y recordó á su vez esta promesa dura inevitable —única que aún podía tender un poco de dignidad sobre aquellas íntimas entrevistas tan bien calculadas cerca del «pobre viejo».

—¡Seis meses, Adria! ¡Si de aquí á seis meses no has dejado de ser la esclava de los hombres, de ese ó de mí, es lo mismo, te olvidaré... con Bibly Diora y sin Bibly Diora!

Y la siempre grotesca Sagrario, hasta en sus más honestos y profundos alborozos (que ya veía á la sobrina con los faustos y los sueldos de una soberana actriz), salió á despedirle declamando:


«Hombre es don Juan, que á querer,
volviera el palacio á hacer
encima del panteón.»
 

—¡A ver, á ver si me pesca usted mi plaza de característica.

Partió el expreso, lujo ya mustio de estío, en otoño, combándose contra el mar. Víctor iba mirando un punto de la costa. Adivinaba á Adria, allí; era la exacta: habíaselo prometido, y allí estaría de paseo con sus hijas y Sagrario, á despedirle á todo el volar del tren.

Era la exacta, la exacta.

La vio, junto á la cadena del paso, avanzada de las niñas que jugaban con un aro. Un relámpago, al cruzar: una confusión de la imagen clara, dulce...; una inmóvil, después, que se quedaba atrás rápidamente con un pañuelo en la mano tremolado por la brisa... Y el tren se metió silbando entre los cedros...

Al recogerse Víctor á su asiento, un viajero de barba gris y negra que en Versala dormitaba al amparo de su gorra y vuelto en su rincón, le saludó sabiamente —esto es, sin entusiasmo:

—Hola, Víctor.

—¡Hola, Andrés!

—¡Caramba!... ¿á Madrid?

—A Madrid.

—Yo á mi vieja Castilla. Vengo...

—Si, ya lo sé. De esos juegos florales... Gran discurso. Norabuena.

—¡Psé! —hizo Andrés mirando displicente los periódicos que le rodeaban sobre el asiento, y donde veíase su nombre en grandes letras sobre columnas de telegramas.

Era, en efecto, un sabio auténtico, con menos figura de tal que aquel de las melenas hirsutas que comía merluza y que podía ser muy bien un sueco almacenista de maderas.

Víctor le dio un cigarro.

—No, no fumo.

No le costaba violencia no hablar, y á Víctor tampoco, y miraron los dos por las ventanas.

Se afirmó el sabio las gafas y expresó, porque tampoco le costaba violencia expresar sus pensamientos:

—Las dos cosas que más me desagradan, son la música y el mar.

Fumó el novelista, y dijo —soltando las palabras en humo que arrebató fuera el viento de la contramarcha:

—Dos de las que más me gustan.

El sabio estiró una pierna sobre la tapicería.

—No es vigoroso este país tuyo adoptivo; montañas verdes, paisajes de nacimiento. Sedante. Me aplana, me abruma. Amo la estepa, el polvo, el sol, los pueblos del color del barro que brotan en lo estéril. La vida es la desesperación resignada. ¿Publicas algo pronto?

—Sí, Salvata.

—¿Novela?

—Claro.

—¿Y qué es?

—Mi primera afirmación, después de las negaciones; y por tanto, anacrótica á la inversa, en orden al porvenir. El tránsito de la mujer más perfecta actual á la soñada. Bella, noble, inteligente, libre, Salvata por un hombre libre, noble inteligente.

La soñada, la perfecta, vendrá después, en proyección en lo futuro; esta vez me ha importado nada más la psicología del cambio: he querido ver si antropológicamente es posible.

—No comprendo nada de eso. No me interesa la mujer, en absoluto.

De la suya, el sabio, á los treinta y nueve años, tenía ocho hijos.

—Mi interés —continuó —es la cuestión de ultratumba. Esto de morir me irrita, no puedo con ello. Yo no debo dejar de ser yo, mi desesperación resignada.

—Tengo esa cuestión resuelta. Un poco de panteísmo. Pedazo de Dios, seré parte de Dios.

—¡Parte!... Pero yo quiero ser todo, yo mismo, infinito.

—Una parte del infinito es infinita, y una parte infinita de algo, es todo, matemáticamente. Dios serás tú, matemáticamente.

El sabio tendió el brazo á recoger El Imparcial, que se había caído y replicó:

—Me inspiran horror las matemáticas. Yo tengo el honor de despreciar la ciencia. Soy un sentimental. Aborrezco la razón, me apasiona la ternura. Detesto de la estética, me place la poesía. Termino ahora una traducción de Xenofonte; comentaré en seguida á Renán, y luego haré versos. No quiero que me clasifiquen: lo que menos cree la gente es que haya de hacerlos... ¡yo!

—¡A Filis!

—A las catedrales y al arte medioeval, verso fuerte, sin rima, á lo romano; verso patriótico á lo Carducci. La mujer es estética, sin ternura y sin poesía. Mi universo está en mi corazón y no en mi ombligo, y lo contemplo. No veo más. La cabeza humana es una excrecencia morbosa de la animalidad, sin duda.

Renunció Víctor á entender. Prefirió afirmarse:

—Yo lo veo todo. Nada desprecio. Sentimental, intelectual y animal, tengo el honor de ser un hombre, desde la frente á los pies, pasando por el ombligo: ventaja que les llevo á los fatuos y á los sabios. Mi universo es grande, el de Dios, y lo pongo igual y lo medito y lo beso en unos labios de mujer que en una rosa. Un sabio y un novelista se diferencian en que éste, invisible para el sabio, ve al sabio, y vive la vida suya y la del sabio y la de otros. En Francia ya van llamando los políticos á los novelistas para hacer leyes. Yo las preparo.

—Del amor.

—De lo que está más monstruosamente legislado y más le importa á los sabios, como tú, con ocho hijos. Por eso vienes de predicar con elocuencia que la vida es la desesperación resignada, lo he visto en la prensa. ¿Acabas de descubrirlo?

Miró el joven sabio debajo de sí mismo con sonrisa de desdén y de caricia los periódicos que traían su nombre en grandes letras.

Desde su importancia reafirmada en esto, profirió:

—Es decir, que besas mucho?

—Calladamente, sin telegrafiarlo á El Imparcial, ve qué disparate. Estudio. Me harto como puedo de estética, de ternura y de poesía. Bebo mi fe, en la vida, en vivos libros graciosos y extensos que dios me presta —como á ti, secos y llenos de polvo, Renán y Carducci. No hace una hora, al fuego de unos besos, he tenido que insistir: «Una fe tan grande no ha estado nunca en mi pecho»...

—¿La Altísima? —preguntó fríamente el sabio, que parecía volver á dormitar, abriendo los ojos un momento —; he leído no sé dónde que escribes este libro.

—Lo vivo y lo escribo, á la vez.

—Bien, la perfecta. Esa proyección de porvenir.

—¡Oh, no... ni Salvata siquiera! Es humildemente una Salvata de carne que quiero ver cuánto se acerca á la de ensueño. No sabe, por lo demás, nada de nada. Una chiquilla.

—Una inocencia.

—Tal vez, aunque hay quien se ha acostado con ella por un ópalo.

—¿Por un...

—...ópalo.

—¡Horror! ¿Se parece ya en esto á tu Salvata?

—En pequeño, como en todo. Salvata se acuesta con otro que la da mil francos en Lisboa.

—¡Los libros vivos! ¡De Dios! ¡Qué ejemplares!

—Los predilectos no los encuaderna en duquesa; tiene Dios esa manía.

—En fin, Víctor, ¿quieres que durmamos?... Vengo fatigado de discursos... Ya obscurece. No comprendo nada de eso, en absoluto. ¡Arreglado estabas, novelista, si todos los demás fuesen como yo!

—Pues ¡arreglado estabas, sabio, si todos los demás fuesen novelistas! Y durmamos. ¡Vengo rendido de amar!

El tren volaba.

Y se metió por un túnel.

Segunda parte. Bibly Diora

Capítulo I

La fila de coches empezaba lejos del teatro. Cruzó Víctor el vestíbulo entre guardias y lacayos, y se detuvo en el desierto foyer á mirar la esquela:

«Esta noche en el «match» Secchi-D'Aurignac, teatro Lírico, Palco II».

¿Estaría el marido?

Subió. Cierta impaciencia le impulsaba por volver á ver á la que fué suya una hora y su ignorada tantos años. Era extraña, la cita aquí; pero renunció á explicársela. La psicología femenina, sentimentalmente interesante y compleja á menudo, debía ser intelectualmente absurda, todavía, hasta en... las «intelectuales».

En lo alto le retuvo la mirada un gran espejo que le recogió la imagen severa, de frac: diez años significaban en su vida hilos blancos en la sien, sombríos pliegues en la frente... ¿Qué cambio en Matilde?... Confiábanle poco los retratos.

Un acomodador le guió.

—¿Llevan mucho?

—Viene muy tarde, señor. Se está terminando. Gana el francés.

Silencio. Gritos de los tiradores.

Soltó en el antepalco el abrigo y el sombrero.

Por un momento dudó. Dos damas, á uno y otro lado del antepecho. Pero la que estaba de frente á la escena, Bibly, le tendió la mano —; y cuando la estrechaba Víctor, retenida la suya en efusión y sin cambiar una palabra, presentó ella:

—Un amigo, novelista... Mme. D'Aurignac, mejicana, casada con el caballero D'Aurignac.

Se inclinó la criolla de soberbio escote; pero se hallaba el asalto en un momento de interés que absorbía al teatro, lleno hasta la altura, y volvió á su marido los gemelos.

Víctor se había sentado cerca de Matilde, que después de contemplarle, recogiéndole la buena impresión, y reflejándole un poco su sorpresa de hallarle con más distinción en el frac que juventud en la cara —aquella juventud de Cádiz á los veinticinco años —, le recomendó con un gesto la prudencia, tornándose también al escenario.

Más blanca, más hermosa, más mujer: le ganaba la realidad, con la animación de la vida y el color, á la fotografía. Le habría citado para esta fiesta por presentársele en gala. Su peinado, en bandós, de cocota, lucía perlas y brillantes, como el lóbulo de la oreja y la gargantilla perro de su cuello carnoso y ágil. Otra flecha de brillantes le prendía las bridas de encaje en el punto que iniciaba la divergencia de los senos, acaso no turgentes, ya, como aquellos, sino en la obediencia al corsé. ¿Habría perdido gentileza al engrosar? ¿Habría surgido en la plena mujer la ardiente?... Sí, sí, una tísica y linda chiquilla en fiebre, entonces, en fiebre mental de coqueta, sin nervios.

«¡Jep!... ¡He lá!» —gritaba siempre uno de los tiradores. Y como girada á la escena seguía el juego Mme. D'Aurignac; y como de las butacas y de los demás palcos se dirigían á éste muchos gemelos, Bibly Diora, haciéndoselo notar, le lanzó á Víctor:

—¿Ves?... ¡Han publicado de más mis retratos los periódicos!

Él sonrió. Antes que á «la escritora», mirarían á la blanca baronesa apetitosa, junto á la no fea mujer del tirador —á la chata y buena moza de boca suave... Borrábasele la novelista de los retratos sencillos, adustos, que se dijese querer ser olvidada en el pasado por bien otra espiritual coquetería, ante esta cromática figura llena de gasas y brillantes. Los tenía en los brazos también, en el mango de los gemelos, en el clavo del abanico... Y no fué hábil, en suma la «altiva romancesca» de las cartas, deseando histrionescamente presentársele por primera vez con la mujer ó la querida de un espadachín.

Pero se engañaba Víctor. Era la curiosidad por ella. Hubo un descanso, durante el cual se limpiaban el sudor los tiradores, envolviéndose en amplios abrigos, y desde el escenario, á donde subía por la rampa mucha gente, la saludaban... Gozosa y grave, en vez de hablarle, recogía los saludos á cambio de sonrisas, por establecer delante de él su importancia literaria... Fueron luego visitas al palco mismo, periodistas, críticos, autores... que al encontrar á Víctor le saludaban también afectuosos, llamándole algunos «maestro»... ¿Por qué Bibly se sorprendía de verle enaltecido en el jubileo de tributos soñados para ella sola? ¿Necesitaba esta pública sanción de la valía de él para reconocérsela? ¿Habría creído, además, portentosa simple, que en una hora pudiese humillar la autora de Luzbel al «montaraz» autor de Las honestas?

Sin haberse cruzado una frase de intimidad, ya estaban frente á frente los dos como enemigos. Sin habérsele revelado la literata con una sola palabra, ya Víctor sabía que ella, que empezaba á estarle amable, le habría de requerir «como maestro», como hombre al mismo tiempo en quien vengase el viejo agravio... El viejo agravio aquí aumentado en un minuto con otra igual y tremenda herida del orgullo... ¡Oh, torpeza y desdicha siempre de impulsiva, de insensata, de orgullosa!... ¿Fueron sus cartas, era su arte más que algo de cintas y lazos, fácil para cualquier tenacidad femenina, como un arte de tocador?

Por eso no había podido Víctor concederle valor positivo al libro no mal hecho de despreocupaciones de coqueta, ni á las cartas de medio año contenidas en un propósito de reserva y de altivez... Por eso, ahora, al reanudarse el asalto en la escena, no agradecía el excesivo fervor de la que se le sometía discípula —de la que corregía su recelosa y fría presentación anterior á Mme. D'Aurignac (por si presentábale á una notabilidad un insignificante) con encomios. —La había juzgado.

«¡Jep!... ¡He lá!» —atacaba el italiano.

«¡Jái!» —contestaban con áspera rabia el francés.

Los aceros chocaban, vibrantes, sonando al desenlazarse como claros timbres. Vestía Secchi de blanco, calzón corto, y daba una siniestra elegancia más la careta á su grande figura suelta, con los brazos por el aire, en vuelo de alas inmensas, fatídicas. Pequeño y nervioso, debajo, resistía sus saltos D'Aurignac, vistiendo menos atildadamente peto gris y largo pantalón negro. Parecía la lucha de un chacal con un águila... Los gritos eran chillidos salvajes, y las acometidas, fieras... Y apenas si por esta ilusión cautivaba el espectáculo —pues aparte de que la selecta concurrencia pudiera confundir una espada de combate con otra de toreo, si no fuera por lo rojo, los aceros, á pesar de los focos que tenían encima, sólo se veían en centelleantes ráfagas ó se dejaban adivinar en sus choques sonorísimos.

El mismo jurado tenía que suspender el combate para deliberar á cada dudosa estocada; es decir, á cada instante. Estuvieron, según informó Matilde, á 16 por 13. Ahora, á 17; y les faltaban 3. —Un alto, una discusión... los dos rivales en tanto, quitadas las caretas, las caras foscas, irreconciliables, limpiábanse con toallas el sudor. Y ni el público sabía si las tablillas iban marcando golpes ganados ó perdidos, ni lograba interpretar si los ¡toccato! y los ¡touché! que repetían los adversarios, querían decir que eran tocados ó tocaban...

D'Aurignac se mostraba irritadísimo. A la escuela napolitana de gritos y de saltos, de fugas y de avances, de amagos y añagazas de Secchi con el hierro atrás y la vista fija, oponía constantemente la misma inmóvil guardia recogida, con la punta á la altura de los ojos. Rabioso y firme, no cedía el terreno ganado; y á los fondos velocísimos, temible especialidad de su contrario, paraba y contestaba con rápidas sorpresas, en que le hacía romper atrás, en que le hacía por maña y por acoso, llegar al cuerpo á cuerpo ó lanzar sus «¡toccato.!» enojadores. Desconcertado, finalmente, por el juego desleal, se habían puesto á 19.

Tornábase aquello aburridor, insoportable. El último golpe empezó á reñirse en un asalto más justo, largo y llenos de floreos de sala, que hacían pensar en un convenio «cabotinesco» de los dos no obstante los rabiosos gritos. Iban en excursión hacia Marsella, hacia París: vencedor Secchi en Roma y vencido en Florencia, creeríase natural que le tocase el triunfo en Madrid, reservándole la ecuánime alternativa en su país á D'Aurignac.

Tal sucedió, por último. Se aplaudió, se tomó una académica fotografía, y volvieron á la escena los atriles del concierto Marés, primera y tercera parte del programa.

Desfiló parte del público. En el entreacto, solamente vino al palco D'Aurignac, á recoger á su mujer, y con prisa de la ducha y de las friegas con colonia. Preludiaba la orquesta, cuando partieron, dejando en la semiobscuridad del concierto á Víctor y á Matilde.

—¿Ves? —dijo ella, cogiéndole al amante la mano entre las sillas —. ¡Un sueño, esta vuelta á nosotros, al fin! Sabía que nos dejarían solos. ¿Cuándo llegaste?

—Hoy.

Mentíala Víctor. Hacía seis días.

—¡Sin avisar!

—He querido sorprenderte.

—Tenemos mucho que hablar. ¿Vámonos?

—Vámonos —asintió él, que se habría quedado sin violencia al concierto y á quien ya no le importaba de Bibly Diora sino la Matilde Brull... más mujer, más hermosa. Apenas á esto le añadía un poco de psicológico interés, para el observador de la vida, el no fácil procedimiento con que ella intentase presentarle la batalla —que no menos tendría que ser la liza de amor con la provocadora vencida en otro tiempo.

—Son las doce —dijo ella —. Dispongo de dos horas. Las pasaremos donde quieras... con tal que, en lo que yo no quiera, prometas respetarme.

—¡Ah! Bien. Tú sabes que sé respetar á las mujeres.

La advertencia fué, efectivamente, toda de Matilde Brull.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—¿Palabra de honor?

—Palabra.

Le dio Matilde la mano, en amistad —y resolvió tras leve duda:

—Al inglés entonces. Tengo hambre... La noche no está para paseos.

Se levantaron. Se pusieron los abrigos. Víctor sonreía. Eranle familiares á la flamante novelista los refugios de la trivial galantería.

Bajó ella un poco delante la escalera de mármol, y debió agradarse en el espejo, junto á Víctor, clara, gris en su imperial capa de pieles. Al llegar al pórtico, se les acercó una victoria con excelente tronco.

¡Al inglés! —le ordenó Bibly al lacayo que les abrió la portezuela.

Rodó el coche. Por un rato pareció su dueña preocuparse de dejar á Víctor convencerse, en el silencio, en el muelle blandor del carruaje, de que la corte de España no habíale mermado á la baronesa Georgesco los faustos fáciles en Cádiz. Él iba pensando que el tronco de caballos habría puesto más que la autora en el triunfo de Luzbel. Y le habló ella en seguida de Luzbel... de Cádiz, de la «linda y necia» Norberta, con quien Víctor la creería en rivalidad... Habló de artistas, de una obra suya destinada á la Comedia, del tiempo breve que para escribir dejaba la vida de Madrid..., del marido, el rumano, eterno jugador del Club —con quien vivía en un divorcio material absoluto y social, casi completo, á su amplia libertad... ¡Si no fuera por sus hijos!... Era, en Cádiz como en Madrid, la misma terrible y voluble habladora que iniciaba cien cuestiones, pasando apasionadamente, atropelladamente á otras —y que tenía, además, la condición de no escuchar.

A Víctor le causaría mareo, si él no tuviese, en cambio, la condición de no oír. Al desembocar en la calle de Alcalá, Matilde se esquivaba hacia el rincón, tapándose con las pieles... Lo de menos el marido. ¡Las gentes!... Un pueblo, Madrid, á los cuatro días... «¡Habían publicado tanto su retrato los periódicos!»...

—¿Ves?... ¡Barrón! —dijo recogida de improviso, ante un landó que pasaba —. Tertulio de Sánchez-Torra, el crítico... Por cierto que me asedia...

—¿El crítico?

—Y ése. Es tremenda la vida de las letras para una mujer. ¡La verdadera virtud, entre el peligro! Dice muy bien tu Salvata.

—¿La has leído? ¿Te place?

—¡Soberbia!... ¡Estás hecho un maestro, chiquillo!... Ya hablaremos. Tu libro ha trastornado mis ideas. Discutiremos, discutiremos... porque te hallo un tanto complicado... un tanto parisiano, diabolesco. Yo no; gaditana y española. Las perversidades eróticas me parecen tonterías.

—Tú me ofendes.

—¿Yo?

—Prefiero creerlo á creer que no entiendes mis libros. En ellos no hay nada perverso. Los idolitos chinos y las ánforas letales, me parecen, más que á ti..., majaderías.

—Estás un poco afrancesado, de todos modos. Te pierdes en rarezas psicológicas. Algo de extravagancia... que tú no necesitarías.

Habría argumentado, Víctor, defendiéndose. Pero la veía atenta á los coches y á sus propias impresiones, y temiendo que no le hubiese de entender más que la peinadora de Versala, se limitó á afirmar:

—Mi obra sólo tiene una aspiración, una complicación inevitable: la de deshacer la de otros, la del RETORNO ó lo sencillo. Para salir del bosque al llano, hay que volver por el bosque.

—¡Ah! —exclamó Matilde.

Y hubiera podido Víctor creer que la asustaba una imagen que cruzó gentil su fantasía: la de Adria... Pero vio el motivo más plástico: dos damas que pasaban frente al Suizo en automóvil.

—¿No las conoces? —preguntó Bibly con la petulancia de quien informa á un lugareño. —La marquesa de Valmata con Aurora Ríos, la que firma Sapho... ¡y hace bien, aunque no por los poemas! ¡Cómo está Madrid! ¡Ridículo!

Paró el coche. La preocupada de ocultarse, bajó á la puerta del Inglés ufana de llamar la atención con sus portes de gran cocota, con sus lacayos, con sus brillantes, con su amante...

Arriba, los condujo á un reservado el camarero.

Hecha la lista, quedaron solos en el claro saloncillo galante, lleno de palmeras y de espejos.

—¡Oh, sí, es igual! —exclamó Bibly con candor provocativo, alarmada ante el diván más ancho nupcialmente escondido detrás de unas kencias —. ¡Amigos de las almas!... ¡tengo tu palabra!

Y al mismo tiempo, ofrecíale sobre el hombro la capa con la punta de los dedos. Se acercó Víctor y dejóse ella despojar majestuosa... Pronto gritó, protestando:

—¡Eh!?

Un beso en la mano, cogida en alto, á traición. Dio un paso y permaneció mirando á Víctor, severa.

—Bah, nada —murmuró él —. Nada, Bibly: cancillerescamente. Pareces una reina. Altas etiquetas.

A la sumisión equívoca, vaciló la baronesa y perdonó:

—Bien como á las reinas... ¡concedido!... Pide mi

venia, sin embargo, para más... ó saldré. Has dado tu palabra de honor.

—«Respetarte en cuanto no quieras»... no fué así?

—Justo —asintió tirándose por las uñas de las manoplas y complacida del cortés aspecto.

Y él añadió, desorientándola:

—Sólo falta que tú quieras hacerte respetar.

—¡Oh! ¡oh! qué tonto eres... —reprochó sentándose á la mesa, puesto que Víctor con el ademán principesco la invitaba —. Soy ya muy otra que en Cádiz.

—Allí, de lumbre.

—Aquí, de hielo.

Se sentó Víctor también, enfrente.

Bajo la mesa, recogían los pies para no tocarse. Callaban. Estudiaba Bibly la cómica sindéresis de los respetos del amante, sembrados de osadías. Reflexionaba su más propia adaptación á la situación singularísima, subordinándola á sus propósitos, y optaba, en fin, por un plan de coqueta resuelta á hacerse desear... días ó meses, no importaba. —Lo esencial era no entregarse de nuevo, sin victoria, al altivo desdeñoso de otro tiempo, al maestro, de quien podría necesitar.

Se miraban, de codos en el mantel; y por vez primera, desde su esquiva y artera atención de cautos, fueron cayendo los dos en la egoísta atención de sí mismos: una especie de cálculo carnal del placer que pudieran darse. En la mutua fijeza, llegó á prescindir cada uno de la atención absorta del otro.

No habíala estimado Víctor, ni aun como belleza limitada, atrayente en el engañoso dulzor de su faz y en su espléndida blancura, cuanto debió y la hubiera estimado por sí propia á no aceptar despreciativo su entrega de coqueta en sandia rivalidad con aquella rubia Norberta más estúpida, pero más linda. Su boca era breve, de gruesos y rectos labios muy rojos; su nariz, corta y suave como la de una niña de tres años; y sus ojos, claros y extraños bajo el pelo obscuro, planchado, brillante contra las sienes por disculpar jactanciosamente su abundancia, transparentaban una caricia de lago, serena y profunda, siempre que no cobraban durezas repulsivas por cualquier contrariedad.

—¡Qué viejo estás! —la oyó decir, como si saliese de su abstracción al volver el camarero... y al advertirse tal vez observadas las líneas que empezaban á inscribirla los años por las sienes.

—¿Mucho?—contúvose Víctor.

Sincero, la habría tenido que decir enojándola y haciéndola creer en una irónica venganza, que notaba esto, en verdad —los pliegues incipientes de su frente y de sus párpados —, y que le agradaban, en ella, «como en un melocotón muy maduro», lleno de jugos...

E insistió ella, como quien quiere justiciera probar sus dichos:

—No tienes ya aquellas crenchas de artista. Más me lo parecías entonces.

Servíala el camarero. Miró á su plato hipócritamente triunfadora.

Era que, la que no pudo antes establecer sobre el «maestro» su mental ventaja, establecía sobre el ex amante, que volvería á serlo, su ventaja física... quizás química. Un modo de anticiparle que se le daría por caridad.

Fué á asomar una pueril sonrisa en los labios de Víctor, única correspondencia posible á la pueril sandez, y se le tornó amarga. —«¡Qué viejo estoy!» habíase despreciado él propio muchas veces al despertar de sus noches de trabajo; pero oíale lo mismo á una mujer, y no por descontarle á la intención la burda malignidad de la coqueta sintió menos la verdad —en otra repentina evocación dolorosa de la lejana y divina Adria, de la niña de marfil de veintitrés años, al lado de la cual él sería un viejo indudable cuando llegase ella á los buenos treinta y ocho de Matilde ahora.

Sonreía, sonreía en cambio Matilde, Bibly, la estúpida, en éxito de juventud. Quiso compasiva consolarle —cuando volvió á partir el camarero:

—¡Qué importa, Víctor! ¡Una amistad de las almas!

Lo decía por cuarta vez.

La imbécil tocaba espiritualmente en lo grotesco. Víctor volvió á recordar como cien veces preferible la muda idiotez de Norberta.

Aplicóse ella á sorber ostras y á saborear callada el triunfo.

—¿Qué piensas? —preguntó después, viéndole apartar su plato lleno de valvas vacías.

—Lo que Salvata, en mi libro —respondió —. Que las ostras saben á besos profundos.

—¡Ah!

—Y me entraba algo así como deseo de besar profundamente tu boca como una ostra.

—¡Ah! ¡qué horror!... ¡qué poética comparación de novelista!

—Exacta. Es mi poesía.

Cogió ella una ostra de un plato y se la dio.

—Pues, toma, ¡besa! Mi boca, no. Quiere y sabe otras poesías.

Sorbió él el marisco, y Matilde al verle su resignación indiferente, acentuó su adustez.

—Y oye, Víctor, te ruego, te exijo que no me vuelvas á hablar así. He venido confiada al caballero.

—Y el caballero te escucha —argumentó Víctor.

El caballero te obedece, baronesa... aunque todos los caballeros besan á las lindas baronesas en el mundo.

Enmudeció, sirviéndose otro plato —sirviéndola vino, que ella rehusó nuevamente con gesto sutil de experta que sabe defenderse.

Habló, habló entonces Bibly Diora, voluble, trivial, victoriosa, mientras sirvió el correcto camarero tres platos más, y sobre el que creía aturdimiento contrariado de Víctor. Habló de todo otra vez, en vértigo de cosas vividas ó soñadas que iba aplazando por igual «para otro día»... Nunca impresionadora, su charla, que tenía siquiera música no ingrata, y constantemente impresionable superficial, ella, como un movible espejo, hasta del silencio del adusto, apenas cortado por monosílabos, apenas delatado en vaguedad por su atención pasajera á los desnudos brazos de «la novelista» y al escote de blancor de leche que se henchía en bilobada expansión al respirar, dedujo en fugaz irritación, siempre incongruente, que seguía siendo «el orgulloso intolerable»... aunque también, al menos, el voluptuoso caprichoso que la habían revelado plenamente sus libros...

—¡Qué piensas? —insistió con brusquedad, convencida de que no la iba atendiendo.

—En ti. En una sola cosa de ti, que me anubla tus ideas. Tengo el antojo de un beso.

—¡Víctor!

—De uno tan solo, Matilde... y ya lo ves, no te lo doy... lo pido, fiel á tu orden.

—¿Es un honor á la... hembra? ¿No sabes otros?

—Es un honor á la artista —replicó Víctor con su dócil sumisión hondamente impregnada de burla audaz, que la irritaba —. Un beso para un ansia y para oírte en calma después.

Matilde le contempló. Dudó y resolvió:

—¡Menos mal... para un ansia! Creí que el novelista de amor había llegado á ser tan burdo que sólo supiera pedir los besos á las damas por antojo... ¡Ven por él!

Le ofrecía los labios. Se levantó Víctor, se acercó dando una vuelta á la mesa, y dio el beso.

—¡Uno solo! —contuvo Bibly apartándole.

—Esperaba el sonar del tuyo, Bibly.

—Bah, yo no beso. Tú, que te complace, y Norberta.

Restituido á su sitio, la oyó continuar ahora su desprecio hacia Norberta, en odio vivo todavía... en dolor por el amante «que llegó tan torpemente —no quería decir innoblemente —á despreciarla ante aquella mona rubia cuya apariencia de virgen ártica y cuyos ojos celestes, serenos, le tenían al marido la cabeza hecha una selva»... Protestaba, en cambio, de ser aquel amor EL ÚNICO á que habíase lanzado ella, en mala hora, buscando la salvación de su infierno con el soez rumano, para caer en el «poeta de grosería sin nombre»...

—Sí, Víctor, sí... perdóname... Pecado mío, al fin (te lo concedo), de chiquilla... ¡Era tan niña entonces!...

—Y... ahora? —insinuó Víctor.

—¡Mujer! —le respondió altanera.

—¿Que no ama?

—¡Con el alma!... ¡Que no es niña! ¡Que no besa! El camarero servía postres. La miró.

Otra extrañeza de otra índole hubo en la afirmación para Víctor; y la dijo, mondando un plátano, de que hubo salido el camarero:

—Yo, sí; beso. Y mi Salvata.

¿Por qué cayó entre los dos tal nombre de un fantasma con la pesada fuerza de una rival llena de vida?

—¿Tu... Salvata? —rechazó Matilde en una rabia sonriente —. ¡Bah! ¡la original! ¡la excéntrica titiritera que brinda el champaña en las nubes!... ¡tu proyección de un ensueño «extravagante»! Yo, sin besos..., más alta, mucho más que TU Salvata!

—Creo, Bibly, con todos los respetos, que no has tenido la suerte de comprender á mi heroína.

—Sí, una mujer que se da en Lisboa á un llegado por mil francos... ¡Pobre de ti!... ¿tu ensueño? ¡Ni tú mismo sabes lo que dices!

Caía á la exasperación celosa con todo su ser miserable de coqueta, y terminó en sarcasmo:

—Yo le habría puesto á tu libro, en nombre del pobre Darío excelso, este título que quiso darle un satírico escritor á una agencia de novios: El cuerno espontáneo.

Víctor se inmutó. Habría contestado una violencia, y dijo nada más —acaso más sañoso en su sonrisa:

—¿Estás tu cierta... de haber comprendido á Salvata?

—Tanto —replicó Bibly Diora con viveza —, que deploro nada más por tu ideal, que no hayas escrito ese libro después de conocerme.

—Pues, mira, yo te digo esto —acentuó Víctor firme ya sin perder la cortesía —: esa mujer de ilusión, será, de ti conmigo, tu prueba formidable. ¡La prueba de todo el Amor, con su luz de gloria... por encima de las humanas miserias que hacen del amor una guerra de caza ó de conquista, y luz quizás más fuerte que lo que aún pueden soportar sin deslumbrarse los más claros ojos de las... tenebrosas Dianas de la tierra!

Bibly se había levantado de la mesa. La habían levantado el odio y la altivez, en lenta rabia. Apoyada una mano en el respaldo de la silla y la otra en el mantel, exclamó:

—¡Orgulloso!

—«¡Como un dios!» —recogió Víctor sin moverse.

Y ella entonces, alejándose, tornó sobre el hombro la cabeza al decir despreciativa:

—¿Frases de... Salvata?

—Ya lo ves. Estamos jugando su parodia.

Dicho esto con la enorme indiferencia que lo expresó Víctor, fué una pedrada en el alma de cristales. Crispó los puños Matilde y miró su abrigo. Pensó salir. Veía al ex amante tomar tranquilo á cucharadas un sorbete... y se acercó amenazadora, poniéndole la mano en el hombro.

No supo, al temblor de su boca, cuáles de las varias frases de odio que el corazón le vertía dejar salir:

—Oye, Víctor —preguntó —: ¿me crees de verdad incapaz de igualar... incluso á esa Salvata, si quisiera?

—Te juzgo capaz de... intentarlo.

O era torpe ó le bastaba, segura de no arrancarle más, tan pequeña concesión. Se sentó á su lado y arrastró por entre los fruteros la copa de su sorbete.

—Llámame Salvata también si el nombre te enamora.

—¿Lo quieres ser tú, mi Bibly?

—Lo puedo ser.

Doblado á ella, se halló tan cerca que no tuvo sino tender el brazo un poco para rodearla el cuello y besarla... por besarla y por ocultar el nuevo gesto desdeñoso ante la arrogancia inconsciente. Estaba Bibly Diora en una excitación dolorosa de toda su vida removida, de todo su mismo ser, hecho sobre un fondo de soberbia con ternuras fáciles, y le besó también —llorando, por absoluta necesidad de desahogar sus iras de algún modo..

Le besó, en callados besos, reteniéndole contra ella con no sabría ella misma qué angustiosa ambición de apacible hermano ó de esquivo rival incomprensible á quien al menos así sujetaba entre su carne. Lloraba... y el llanto luego cesó, abandonada la frente contra el hombro del tirano domado con caricias.

Pero la advirtió Víctor molesta en el borde de la silla, y la alzó enlazada y la guió al diván. Las kencias le formaban un dosel de flotantes abanicos desmayados. Allí, siempre Bibly sobre su pecho, empezó á contarle lastimera cómo por él, para ser completamente digna de él algún día, se había propuesto ser «artista como él», ya que hacia él la impulsaron su desvío y la horrible vida solitaria de esposa sin cariño y hasta sin consideraciones por parte de aquel españolizado extranjero soez y vicioso...

Todo pudiera ser comedia para Víctor, excepto la realidad de los blancos senos ofrecidos tan cerca en el escote, olientes á jazmín, á heliotropo, á velutina, á un perfume picante y polvoroso. Era él ¡que perdía!... «el transformador de lo horrible» y podía, por tanto, jugar un poco también con esta baronesa Georgesco á su Salvata... como había jugado y seguiría jugando con Adria transfigurada de prostituta en «ideal»... ¡Qué perdía!.. la obligó á escucharle, con el gesto y el acento de pasión, y dejóla oír largamente «para ella», y más arrogante y humano, el decir de sus novelas.

Matilde Brull, aturdida de éxtasis y de asombros, se abandonaba en pleno olvido de Bibly Diora... Las ascuas de amor que estallaban en su oído ó en sus ojos, iban prendiendo fuegos nuevos ó ignotos en su sangre... fuegos de su vida de mujer que nadie supo encender, ni este amante que la tuvo, por torpezas é impaciencias de ella, en la hora limitada y frívola del lecho de un hotel.

«... ¡Cómo te engañas, artista! ¡Y cuán poco supieras del mundo obstinada en la soberbia solitaria de Luzbel!... Lo contrario, borrarse, deshacerse, desparramarse en la Tierra, dándose igual á otro igual que á la esencia de una rosa... Morir, es disolverse en amores... ¡Morir augusto, de dioses de los cielos... morirse en bella muerte inmortal transfundido al alma de la luz y de los aires!... infelices los que odian!...¿No hablaba yo así á mi Salvata, á mi Flora, á mi Marta, á mi Mercedes?... Las besaba, y ¡ah!, el beso, Matilde... Pero ¿qué sé yo que sepas de nada tú, cándida novia mía, si no me haces saber que sabes lo que es el beso?... Es la vida misma, la verdad... la verdad entera de una vida pequeña ó grande, ó como la vida sea, temblando en unos labios... Eso es ¡oh mi inocente!, el beso supremo que se estampa cuando está entregada con el cuerpo toda el alma.»

Brindó la cara Matilde, estrechó la corona desnuda de sus brazos, y en la boca del amante prisionero bebió vida largamente... ¿Qué hizo él?... ¿Dejó pasar tal vez el instante propicio?... ¿Fué aquel tremor del cuerpo elástico y hermoso el de la frágil copa animada que vierte su ambrosía... ó fué nada más la coqueta advertida de improviso en inminente entrega al impulso de unos brazos suavemente invitadores?...

La sintió Víctor esquivársele; la vio levantada y destrozada sin embargo de deseos junto á él.

—¡Matilde!

No respondía.

Tenía los puños en los ojos y así se alejaba lentamente hasta la mesa.

—¡Matilde!... ¡Salvata, ven!

Y el nombre no fué oportuno. Una imperceptible convulsión irguió á la altiva; bajó los brazos y.

—¡Oh, no, Víctor! —exclamó —. ¡Amantes de las almas! ¡Nada más!

Inútil toda insistencia. Se lo indicaba á Víctor el ademán nuevamente teatral, aparatoso, con humildad compuesto de falsas majestades.

Esperaba ella verle acercarse, suplicando, cayendo de rodillas, rendido á discreción en su hermosura á sus hábiles ardides, que habrían de ser implacables esta noche, y la sorprendió y la contrarió verle resignarse, displicente de pronto también, incorporado en el asiento para sacar del bolsillo del frac la pitillera. Encendió Víctor el cigarro y arrojó la cerilla sin decir una palabra. Fumó, y se entretuvo en arrojarle arriba el humo á la kencia...

—¿Te vas, acaso? —preguntó luego con frialdad.

Y Bibly Diora, que permanecía apoyada de espaldas en el borde de la mesa, palideció.

—Sí —dijo mirando el relojillo con un gesto que quiso que fuera jovial, por no traslucir el infierno de su pecho.

—Ya es tarde, las dos y media. Media hora más de la ofrecida. ¿Tú, te quedas?

—Sí. Tal vez sea imprudente que salgamos juntos.

—Como quieras. Puedo dejarte en tu casa.

—¿Y quedarte en ella?

—¡Oh, no, no! Eso, jamás!

—Bien. Me llevas. Gracias.

Se levantó, llamó al mozo, pagó mientras Bibly Diora se ponía la regia capa de pieles, acabó él aún de echársela sobre los hombros, y un momento después estaban en la victoria.

Olózaga, 43 triplicado, le ordenó esta vez Bibly al cochero, tras de oírle á Víctor su dirección.

El coche partió por la ancha calle alumbrada y casi desierta. Matilde y Víctor hablaron de libros, de editores, de sendos proyectos de trabajo.

Al llegar se despidió él con un beso en la mano.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta... ¡no lo sé!—contestó Bibly —. Quizás fuese mejor no buscarnos, Víctor. Dos amigos, ¿te parece? Por ahí... ¡Nos veremos tantos días!

—Hasta la vista entonces, Matilde.

—Hasta la vista.

Él mismo cerró el coche, y vio saltar al lacayo y partir de nuevo la victoria hacia recoletos.

Capítulo II

«Hombre ó demonio ó Dios, ó lo que seas, te ofrecí no vernos, y no lo puedo cumplir. No he dormido anoche. No dormiría esta noche. Y no sé si te aborrezco. Me atormentaste, me retorciste el corazón, me llenaste de amores é injurias la vida y el alma; y en mi esfuerzo de ocultártelo ¡bien inútil, ya lo sé, porque tú sonríes como los diablos! te juro que sufrí como jamás.»

«Me torturaste, y quiero ir esta noche á tu casa á destrozar tu sonrisa con mis labios, con mi carne, con mi alma y con mis dientes. Hasta la noche. Espérame.»

Esperándola, con la indeterminación de la hora, al fuego los pies y la vista fija en esta carta, que lanzó, después de releerla, á la butaca contigua, se preguntaba Víctor:

«¿Tendrá, pues, corazón?»

«¿Tendrá algún talento»

Enfrente de la chimenea, sobre cuya repisa tapizada de felpa musgo había dos toros de bronce peleándose, unidos por los cuernos, la mesa servida esperaba también.

Placíanle todos los extremos de la cortesía... aun hasta con la absurda. Miró alrededor en la vigilante inquietud de los detalles, cual si fuese Adria la que hubiera de llegar.

Todo en orden.

Y pensó en Adria.

Sus cartas, como ella, sencillas, directas, breves. No era mimosa escribiendo, ni sabía adular. Cartas de noticias, sólo al final cobraba un resplandor de diamante en oro mate una intensa frase cualquiera de amor.

Giró los ojos y vio no lejos, en marco preferente que destacaba sus reflejos lila de pelús contra el tapiz obscuro, la fotografía de la «Altísima»... de la muy Alta, cuando menos. Blanca la imagen, con una blancura de invierno de París —donde estaba hecho el retrato. Ricos y galantes el paño blanco de la falda y la piel blanca del abrigo y las blancas plumas del sombrero. Infantil, no obstante el lujo de galanterías, siempre infantil y modesta la faz, con aquella sumisa sonrisa dulce que había aprendido.

Gustador de comparar sus sensaciones, se propuso esta cuestión: ¿A cuál de ambas recibiría con más afán ahora mismo? Y decidió, pleno, en una oleada de sangre por su pecho: A Adria —aunque venía de pocos días antes saturado de sus gracias, prescindiendo sin pesar de la suerte de «encanto de mujer nueva» que iría á brindarle la en diez años bien distinta Matilde Brull.

¿Amaba él á la perdida dulce?...

O mucho menos ó mucho más. Un amor-amistad, sereno y fuerte; sin pasión, puesto que podría dejarla y podría soportar el saber que se entregaba, por ejemplo, al conde de Ferrisa, si ella se lo contase después, como él á la baronesa Georgesco, para decirselo en la carta... que hoy debiera haberla escrito. Se la escribiría mañana —borrando en Adria la ya realizada traición.

¿Amor nuevo?

Él había consignado en algún libro: «Hay que descubrir (no pervertir) en el amor como en todo.»

Un amor... que no podría ser inspirado ni recibido aún en la tierra más que por una tan singular prostituta.

Contemplando la imagen clara, en el gran marco pálido, orlada anchamente del blanco paspartú leyó la dedicatoria: «Para Víctor. Para ti, corazón mío. —Adria».

Le levantó de la butaca el impulso de quitarle este retrato á Bibly Diora de los ojos.

Una doble voluntad le detuvo: ni debiera recibirla como á traición de la Altísima, testigo en memoria, en efigie, de sus actos, ni deberíale deslealtades de amaños y de engaños á la que, si engañaba proclamándose Salvata, sólo se engañaba á sí misma. —Él no hubiera puesto por necio donjuanismo el retrato allí. Pero estaba... y quedaría.

Paseó por la estancia...

No disponía de otra para recibir á la amante. Salón y comedor al mismo tiempo en el entresuelo de soltero, tenía en un lado el cuarto de trabajo, y en otro el de dormir. Apenas dentro quedaban alojamientos para su vieja Marciana de Tur y su doncella, para su criado —único presente ahora, llegado por la mañana con el tílburi y el rojo tarbés valiente.

Alzando el cortinón, ante la columnata italiana de la alcoba, confirmó que la otra hoja de tul y seda, dejaba filtrar hasta el fondo el resplandor de la araña. Fulgor discreto de amor. Apropiado para él, «hombre de la noche»... Apropiado igualmente, quizás, para la baronesa Georgesco, no capaz de desafiar ya tampoco con su desnuda beldad excesivas claridades...

¡Qué lejos aún el tiempo en que las calmas de la vida no marcasen por los rostros de cuarenta años estragos, de vejez!... Y por consuelo, hacia el rincón izquierdo de la alcoba, miró cerca de la ducha el espejo que decíale cada mañana, de su cuerpo, la joven gallardía.

«En las mujeres, el vientre, el pecho; en los hombres, el rostro, las manos, es lo que primero envejece» —pensó tranquilizándose.

Sólo que con la tristeza del porvenir, porque en el vientre y en el pecho de purísimo marfil de Adria pensaba. ¡Sí, sí, diez años, y él sería, al lado de ella, positivamente, el viejo que ahora aquel «padre de sus hijas»!

¡Cuánto, no obstante, podía vivirse en diez años!

Miró la ancha cama de cedro y cobre donde estaría poco después Bibly Diora, donde tendría en otras no lejanas noches más felices á Adria, bajo los mismos doseles. Él le diría mañana á Adria en la carta que quería tenerla, sagrada, más alta, en el lecho mismo por donde habría pasado vulgar la aristocrática Bibly.

—Señor, las once!

Avisábale el criado desde la puerta del pasillo.

Se volvió.

—No importa, Alfonso. Aguardemos. No tengo tampoco mucha gana de cenar.

Desapareció el criado y Víctor volvió á pasearse —entretenido en advertirse, con una especie de atención orgánica, la vibración erótica de su carne, y en imaginar qué traje de voluptuosidad traería Matilde. No dudaba que vendría.

A las once y cuarto, cansado de esperar esperando, púsose á escribirle á Adria.

Instaló una mesita de te junto al fuego. Escribía una carta de noticias. Con la sinceridad soberbia y llana, imposible de emplear con otra amante, le reflejaba sus emociones confundidas de ella y de Matilde, le refería su cita del teatro y su cena del Inglés. Le decía su impresión franca sobre Bibly Diora... Antojósele transmitirle entera la singular esquela rabiosa ó pasional de esta noche, por documentar su franqueza, y la copió.

«... ¿Ves? te escribo esperándola...»

Y en este instante sonó nervioso el timbre —Bibly:

Tuvo tiempo de firmar, y de meter la carta en un sobre, mientras abría Alfonso. —Oyó en seguida:

—Por aquí, señora.

Bajo el brazo que alzaba el cortinón apareció, y quedó parada, Bibly, con una trusa de astracán nutria, con un gran sombrero azul Luzbel, con una acampanada falda de terciopelo azul de pensamiento.

Él fué, amable y amigo, tendiéndole la mano.

—Adiós.

Besó la mano, besó la boca, y trajo hidalgamente Bibly Diora frente al fuego. Venía yerta.

—¡Ah, qué frío, y qué barro!... A pie por ese Recoletos. ¡Un miedo!—clamó ella sentándose, ávida de la lumbre.

Mostraba un pie, levantando un pellizco de la falda. Las cintas de seda marrón de la bota, en la que no se advertía el barro, quizá porque fuese del mismo tono, ceñían un jugoso principio de pierna esbelta, donde asomó el raso heliotropo de la enagua... —Teatralmente vestida, pues.

—¿Sola has venido?

—¿Para qué cómplices, Víctor?... Sola. He temido después que me atracasen. Me llevarás tú, á las dos. ¿Van bien tus relojes?

Llegaba de la soledad y el frío de las calles, como á un refugio. Víctor le quitó el sombrero, y la trusa sacándole las mangas sin que se levantase de la butaca ella, que le ayudaba con inclinaciones del busto nada más, siempre los pies hacia el fuego.

—¡Qué frío, qué frío! —volvió á estremecerse en su justillo de terciopelo de igual color que la falda.

Hasta que no se confortó, no tornó la cabeza al salón: largo en el sentido de sus dos balcones.

—¡Oh, oh!... —dijo examinando los muebles, de un lujo particular sin lujo, calculados para la comodidad —, ¡vives bien, chiquillo!... ¡Solo... por supuesto!... ¿Y no has cenado?... Cena, cena... Yo he cenado.

Creía haber consignado en su aviso que vendría á las once. Terca lo discutió —hasta que le trajo Víctor la esquela, sentándose, para dársela á leer, al extremo de la misma butaca. Se hizo Bibly perdonar la terquedad con un muerdo de los que prometía su escrito —que arrojó á la lumbre —y deploró haberle hecho esperar hambriento, sin duda, por la omisión. Seríale imposible comer otra vez, naturalmente.

Con libertad de dueña le ordenó al criado, al verle entrar, que sirviera á su señor junto á la chimenea.

Así púsose Víctor á cenar, en la mesita de té, al lado de la lumbre, frente á la amante, que se recostaba perezosa en la tapicería del respaldo para mostrar mejor la correcta proporcionalidad del pecho, del talle y de la cadera, en el ajustado terciopelo de un bello azul siniestro, sencillamente adornado con botoncillos de escarcha y con volutas de soutache. Una corona de baronesa, damasquinada, cerrábale el cuello; y no traía pulseras ni sortijas, ni adornos en el pelo cogido atrás en bandós, más obscuros contra la llena blancura del rostro. Gustábala, indudablemente, no disimular en la cara su aspecto carnal, su promesa de blancas hermosuras por todo el cuerpo.

Charlaba ya de libros y le arte, y Víctor le alargó un cigarrillo.

—¡Uah! —le repuso irguiéndose enojada y lanzándolo de un manotazo á la lumbre.

Fué á hablar violenta, y calló... Entraba Alfonso. No querría fumar, quizás, delante del criado, y sostenía un gesto de burguesa dignidad ofendida, recta en el asiento.

—¡Bah, Víctor —reconvino en cuanto el criado salió —. Si quieres ser mi amigo, has de tener la bondad de tratarme... ¡como á quien soy!

—¡Matilde!... ¿es que fumar estos cigarros te desdora?

—Sí, bien, egipcios... los fuman las duquesas y las... otras. Tu Salvata también. La hacías fumar... Pero, dejemos elegancias. A mí, dispénsame; tengo la cabeza muy á la moderna europea y el corazón, ó la educación, muy á la antigua española. Has de estimarme por mí. ¡Yo, soy yo... en cuerpo y alma!

—¡Bravo, alma! —exclamó él tirándole al cuerpo la servilleta, de entusiasmo. —¡No te puedes figurar cómo me gustas altiva!

Halagada por el arranque, en que no pudo sin embargo, separar lo cierto y lo fingido, tiró también mimosa la servilleta á la lumbre... y ardió; y Víctor fué á castigarla á besos, sentándose en el brazo del mueble.

—¡Oh! —quejábase ella después de gustar aquellos besos y esquivando al fin tiernamente dolorida la boca que sabía á burdeos —, ¿te parece bien que tu criado me tome por... una golfa? Ah, sí... como eso, sí... —añadió en mayor mimosa ira, rechazándole y volviéndose á mirar al lecho que se entreveía en la alcoba —. Te juro que si supiera que has traído aquí... mujerotas, no sería yo quien se echase en esa cama... ¡qué asco!

Entró Alfonso y no se inquietó la eterna incongruente de que la viese abrazada. Apenas con un lento impulso separó y envió á Víctor á su sitio.

—Mira —pidió al quedar solos de nuevo —, respétame; que tu criado no se figure que vengo... como las otras.

—¡No; debe de figurarse que vienes á rezar! bromeó Víctor.

—¡Víctor!... ¿Quieres que salga?... —reprochó severa —. Al menos, deberías haberle dicho que vengo á leerte cualquier cosa... que soy una escritora.

—Se lo diremos. Te presentaré, si gustas. La muy excelente señora baronesa Georgesco... novelista y diplomática.

—¡Estúpido! —murmuró Bibly después de mirarle terrible, y optando por reír.

Y al mismo tiempo que sacaba de un bolsillo pequeños pliegos satinados, escritos con tinta verde, rodó atrás la butaca, impulsada con los pies, porque ya la sofocaba la lumbre.

—Sí, escucha —añadió —, no mentirías: el prólogo de mi comedia. Te lo voy á leer, amenizándote la cena, aunque eres idiota.... siquiera por tu criado. ¡No habrás vuelto á tratar, sin duda ¡oh, delicado artista!, más que porteras... Azur... ¿te gusta el título?

«¡Bestial!» —había comentado Víctor mentalmente, viéndola ordenar las cuartillas.

Durante la lectura, comía el pastel de pato —y pensaba en la diferencia de vocabulario, de suavidad, en la íntima confianza, entre esta «dama», que no sabía aceptar jovialidades, y la «pobre perdida dulce», toda gentil, por estirpe de corazón, hasta en sus descocos.

Espíritus chicos, duros, rugosos, en su ineducación de los grandes dolores humanos, los de las señoritas y damas» del fácil rubor, que no sabían caer á la pasión sino como «porteras» (¡ellas sí!) deslenguadas ú ofendidas.

¡Ah, baronesa burguesa insulsa, que no tenía siquiera la toda despreocupación del lupanar!

Leía Bibly, con entonación enfática de su melódica voz de contralto, y continuaba Víctor pensando que le completaría á Adria la carta con «estas reflexiones».

Terminaba el prólogo cuando Víctor de cenar.

«Hay que exaltar al héroe augusto, Rómula mía, única gran razón de existir, sobre la tierra miserable, para las altas almas elegidas».

—¿Qué?

—¡De alcurnia! —celebró el interrogado yendo á ella con dos copas de champaña —. Bien de blasón ese título, Azur. ¡Brindemos por el futuro triunfo!

—¡Por el triunfo del héroe! —bebió complacida Bibly.

—¡Por el tuyo! —bebió Víctor.

Y arrastró de cerca un taburetillo, sentándose á los pies del amante.

Alfonso quitó la mesa y sirvió café, también para la señora, que lo aceptaba. Se despidió en seguida cortésmente, advertido de que debería tener listo el tílburi á las dos. «Le avisarían».

—¡Qué! ¿Qué te parece? Veamos —le insistió Matilde al «maestro», que reposaba en sus muslos. —El diálogo, ¿es teatral?

—Sin duda. ¿Me dejas fumar?... Sin duda teatral —prosiguió Víctor encendiendo, por darse tiempo de buscar elogios y cualquier leve censura que acreditase su entera atención —. Teatral y regio: el nombre Rómula deja en el oído una caricia imperial de Césares prehistóricos. Pero creo que en el estilo derrochas adjetivos, como soléis las mujeres: eso le quita vigor.

Cayó en Bibly eficaz la censura, pero excesiva.

—¡Adjetivos!... ¿mi estilo de mujer?... ¡Oh, Víctor, qué bobo! —Lo único que habría aprendido de ti, en todo caso..., y tu estilo pasa por violento! ¡Te he contado doce, lo recuerdo, en un párrafo de siete líneas!

—Tal vez. Otros me lo han dicho. Quisiera, no obstante, que miraseis, antes de creer que adjetivo en abundancia, si no es casi lo contrario, que lo parece, porque suprimo nombres en un rigor de concisión... —Besando la carne de la rodilla, á un rápido y leve alzar y volver á dejar caer la falda, terminó:

—Yo hago de los adjetivos... besos; algo vagamente ultragramático de intensidad estupenda... Son los más fáciles y los más difíciles de situar, como los besos.

El argumento ad fémina debió desconcertar cosquilloso á la escritora, que marcó una pausa de indecisión —testaruda en su empeño «mental», sin embargo. Vio el amante la importunísima discusión que amenazaba, y la cortó, con un ardid:

—Oh, dí... antes que lo olvide... ¿Está en Madrid Norberta?

—¿En Madrid?

Había vibrado la incauta, olvidada de la literata al nombre odioso.

—Me ha parecido verla en automóvil.

—No era, entonces. ¡la pobre! —rió ya tranquila, sarcástica —. En automóvil, la... cursi! ¿De qué? Allá en Cádiz, como una lapa de por vida en su humilde obscuridad de comercianta, si no la hubiese yo sacado en mi coche.

Se desbordó inmediatamente en invectivas, con fuerza creciente de sí misma, de su rabia, de su herida abierta.

Menos impropia en la situación esta charla celosa de mujer, Víctor la dejó charlar, fumando sobre su pecho, instalándose al fin, más cómodo, en su regazo, con el cuerpo cruzado sobre el taburetillo. Sofocábala de tiempo en tiempo el humo, que ella, distraída, sacudía con las manos, como moscas... sin cesar en sus sañas á Norberta, «la querida de medio Cádiz». Lo probaba con historias... que iba entrelazando con habilidad de funámbula á la suya de honrada en «la triste penitencia de su falta»...

—De la dulce y afrentosa única falta de mi vida que me vuelve á ti encadenada por...

Pero un encuentro imprevisto de la mano que subía el cigarro, con la de Matilde que bajaba la taza, hizo caer el café encima de Víctor... derramado por la manga y el pecho.

—¡Ah!

—¡Chiquillo!

Se incorporó. Se levantó. Estaba tibio, nada más. Cuestión de quitarse la chaqueta y el chaleco. Hecho esto, se vio que la mancha tocaba apenas la sedilla de su camisa de dormir... Y fué momentáneamente por la toalla á la alcoba.

Daban las doce. Levantada también la baronesa, comprendiendo que el tiempo y este azar marcaban discretos la hora íntima, vagaba por disimulo de pudor, curioseando los muebles, los cuadros... alejándose del dormitorio, para que fuera Víctor quien fuese á invitarla con besos más dulces, más largos... á conducirla como ciega y desvanecida de miedos deliciosos en su hombro...

Víctor la observaba, fingiendo enjugarse, entre las columnas: iba á llegar ella al retrato blanco...

Llegó, y la visión de hechicería la detuvo.

Miró y admiró. Leyó la dedicatoria, que tenía debajo la reciente fecha.

—¿Quién es esta mujer? —preguntó.

Se había vuelto ásperamente. Mas su sorpresa era tanta, que sus ojos fueron atraídos otra vez por el retrato.

Desorientada ante la cíngara belleza de diablo arcángel lleno de blancas elegancias á un tiempo virgíneas y cortesanas, puras y púdicas como la sonrisa niña del rostro y poemáticamente galantescas como la de una princesilla pastora, Matilde no sintió al pronto más que amargor.

Tornóse á Victor, sin alejarse de la bella figura odiosa que la había fascinado.

—Víctor... —expresó con lentitud —no comprendo esto.

Y pues que Víctor, interrumpido su trabajo, limitábase á mirarla en una calma piadosa, acentuó, dolorida:

—No comprendo tu conducta... tu cinismo... ¿no has podido esconder este retrato?

—Lo pensé, rato antes de llegar tú —respondió Víctor, sin la menor jactancia, pero grave. —Lo pensé... y resolví hacerte el honor de dejarlo.

Habríale sido á Matilde imposible desentrañar lo que había de enorme en la confesión, contradictoriamente preñada de injuria y cortesía —y aún fijóse más absorta en el retrato.

Por unos segundos, enmudeció, toda temblando. Agobiábala de gentileza y juventud —en sus treinta y nueve años. Medía, sin duda, la inutilidad de cualquier intento de rivalidades «femeniles» con tal amante ó tal novia, con tal flor. Sentía, acaso, su fanfarronada de «mujer», en la noche antes, diciéndole con sonrisas al envejecido novelista, que se le daría por limosna de frescura y de belleza digna de agradecimiento...

—¿Quién es esta mujer? —demandó más seca.

—¡Esa!... ¡una!... Adria... ¡Un retrato!

Hubo otra pausa hostil.

—¿Y si te dijera yo que lo rompieras, Víctor?

—No lo rompería, Matilde —contestó él con toda la humilde tenacidad que pudo.

El hablar de Ella, el nombre sólo de Adria evocado, llenábale de un afán de ternura franca, impuesto como necesidad absoluta.

Y en el silencio, de extremo á extremo del salón, oyó la respiración anhelosa de Bibly Diora —luego su voz.

—Víctor —dijo pálida de indignación —, ¿es que has querido recibirme para... una cosa así?... ¿Quién es esta mujer?

Vaciló Víctor, á pesar de sus ansias de firmeza.

Acaso no tenía derecho á la crueldad ni aun con la pobre vida torpe que se buscaba las humillaciones por sí propia.

—¡No, Matilde, es mejor que no lo sepas! —murmuró con desaliento.

—¿Por qué?

Arrojando la toalla, avanzó Víctor y fué á caer, aún cerca de la alcoba, en un pequeño confidente.

—Porque sí; ven, siéntate. Porque me fatiga llevar contigo dos diálogos... uno de lo que le dice mi voz á tu voz... otro, de lo que no sabrías escucharme y me lo digo solo. Ven... Hablemos de otras cosas.

—No te comprendo, Víctor. ¡Me juzgas idiota!... Sí, y lo he sido viniendo, buscándote. ¡Te lo debo parecer!

—¡¡Oh!..., lo contrario... ¡Es que sería tan hermosa y digna de nosotros, «novelista», una franqueza de cristal!... Ella me ha movido, por honor á ti no quitar ese retrato de su sitio. ¡Franqueza, no cinismo!

—Muéstrala, pues, enteramente.

—¿La quieres?

—Sí.

—¿Te juzgas capaz de resistirla?

—¡Oh! —desafió ella en un irónico desdén de su seguridad, recogida como en Víctor.

Porque el tono medroso, augusto á la vez, de él, donde parecía vislumbrarse una disculpa digna, parecía anticiparle á Bibly Diora, en una adivinación clara y rápida, la significación de la escena: «Una boda de conveniencia. Una colegiala, una chiquilla rica, deslumbrada por los libros del novelista del amor, quien necesitaría á su vez, en ella, más que del amor y la beldad, de la riqueza y de algún título de marquesita provinciana». Esto verdaderamente, tendría poco que ver con este otro afecto de ellos dos, intelectual y pasional á un tiempo... Casada Bibly asimismo: y por eso Víctor habría elegido tan discreta manera de enterarla, mejor que en la correspondencia epistolar, y por eso el novelista requería ahora la experta comprensión de «la novelista...»

No podía ser otra cosa, de no ser una ignominia sin nombre.

Le había casi perdonado, cuando pensando así, cierta de su perspicacia, llegó á él, muy despacio... casi en la jactancia de haberle maravillosamente descubierto.

Deteniéndose, y apoyando la mano en el brazo del sofá, manifestó suavemente:

—Dispénsame... Te he dicho inconveniencias... Esa chiquilla es... tu novia.

—Más —repuso breve Víctor, que era quien la adivinaba sus adivinaciones.

—¿Tu prometida?

—Mi amante.

La dulce sequedad del tono seguía en la respuesta. Matilde quitó la mano del sofá.

—¿Tu amante?... —Y aventuró recelosa... —¡Que fué!

—¡Que es!

¿Se burlaba? No cabía más, en tan inaudito descaro.

—¿Y está en Madrid? ¿Por qué no vive contigo, entonces?

—Porque no puede, porque no es libre. Está muy lejos.

—¡Ah, vamos, en Francia!... ¡francesa!... —deslizó ella recordando el seno fotográfico y trocada ya su indignación en simple alarma. Pero como volvía á no comprender, volvió á aferrarse en su sospecha de boda y le logró un enlace con la escueta afirmación (y ahora sí, creyó haber comprendido plenamente!)

Sonrió, se inclinó en la tapicería apoyando afectuosa ambas manos:

—No era preciso, en verdad, misterio tanto, amigo mío... Tu enigma es simple: no es libre, irás tú á verla, la traerás...

—¡Vendrá ella! —corrigió Víctor, con sorpresa, porque perdía un poco el hilo de sus imaginaciones.

—¡Vendrá ella, qué más da!... —continuó la animosa —. Necesitaste seducirla, hacerla tu amante, truhán, para que no hayan tenido más remedio que dártela por mujer unos padres orgullosos, acaso millonarios, tal vez aristócratas... —Y, concluyó, teatral, como su misma reacción de fantasía, alargándole la mano —: ¿Condesita... ó duquesita... tu purísima conquista?... Mis plácemes.

Víctor aceptó la mano; pero rectificando todavía, con sonrisa que no pudo reprimir hacia la cándida:

—¡Oh, no, Bibly... buena Bibly!... Ni condesa, ni duquesa, ni purísima... Antes de conocerla yo, hubo quien se acostó con esa niña por un ópalo...

—Por un...

—Ópalo —le confirmó exactamente igual que al sabio; y aún la coincidencia le acentuó la sonrisa, al añadir —: Esa virgen que parece la de todos los amores y de todas las purezas, es... sencillamente una perdida.

—¿Una... perdida?

—¡Una perdida!

Bibly se recogió ante la absurda cosa dicha con una serenidad perfecta. Y él añadió:

—Vendrá. Antes de ocho días. Puedes conocerla si quieres.

¿Se burlaba? ¿Bromeaba, efectivamente, el bizarro caprichoso?

«¡Oh, sí!... Le estaban sirviendo sus celos, su inocencia, de juguete —divertido en suscitarla fantasías y rabias, tal que á una criatura».

—Mira, Víctor, no seas necio, acaba de decirlo: tu futura, tu mujer... ¿crees que me enfado?

—¿Y piensas que hablo yo para enfadarte?... Mi amante.

Le miró en reconvención, ella, y le dio un mimoso guantazo; pero sosteníala impasible Víctor su mirar de incrédula, lo cual la obligó á exigir:

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor.

Tembló Bibly, con todas sus iras y dudas removidas. Luego sonrió.

Por última vez la recorrió la duda acerca de cómo interpretar todo esto.

Se alejó un poco, y perdió vaga la vista en el aire.

Luego suspiró, se fué acercando, libre del enorme peso de «la rival», temible, bien temible, aun como esposa. Soberbia, por no aceptarle «el desprecio» tan enorme, preferiría querer creer que quería Víctor con la extraña farsa advertirla de que no la debiera inquietar el retrato del recuerdo de una noche... perdido como la perdida... y del cual el novelista desearía hacer una portada... un estudio somático de tipo, si no.

Suspiró, respiró, hallando, en todo caso, otra vez recuperada la importancia de sus terciopelos de dama, y deseables, harto más que lo de una perdida, su carne y sus besos generosos de honesta amante... No merecía recordarse más la fotografía con que la había atormentado por crédula, por niña... y la mujer se vengaría destrozando la sonrisa del maligno, con sus brazos, con sus dientes...

Doblóse á él, y le abrazó, besándole y mordiéndole... arrancándole nerviosas carcajadas al descubrir que tenía cosquillas..., hasta que Víctor, logrando enlazarla al fin á todo terciopelo, la levantó y la condujo así presa dulcemente hacia la alcoba...

—¿De una tienda de bellezas, verdad, ese retrato?... ¡Suscrito por ti mismo... que has querido probarme... emocionalmente!

Fueran importunas nuevas insistencias; y Víctor, que en la lucha breve, ágil y violento, como Matilde, habíala desabrochado el corpiño para vengar sus cosquillas, respondió:

—¡Tus senos! ¡qué blancos!... ¡Eran tu tesoro!

—¿Eran? —protestó la baronesa Georgesco parada entre las columnas por el pretérito que parecía brotar con la duda melancólica de los diez años pasados.

A la vez, un impulso demostrativo hacíala presentar el desorden de terciopelo azul y de blancos encajes de su busto torcido y separado un poco del brazo que la sujetaba el talle.

Entonces, Víctor, abrió más con mano irreverente los encajes, y vio, erguido de sí mismo, por encima del corsé, un seno puro, redondo, muy blanco —correctamente pequeño, dada la esbelta corpulencia de la chata buena moza de boca roja y suave. Inclinóse y lo mordió...

—¡Lujurioso! —le huyó ella.

Y se entró al rincón á despojarse, tras el biombo. Víctor, mas breve, se acabó de desnudar al lado de la cama.

Fulgor de amor el que llegaba de la araña levemente filtrado por el tul. Matilde, de pie, dejaba caer las botas y las ropas á la alfombra. Por debajo del hueco en concha alta del biombo, vio Víctor la verde saeta de las medias, y lo dijo... Y ella, riosa, le increpó de espía... saliendo últimamente con la corta camisa muy baja, por taparse púdica las piernas —derribado en cambio forzosamente desde los hombros el amplio canesú bajo los pechos, que protegían los antebrazos y las manos llenas de sortijas...

Llegó, lenta, inclinada, con los ojos cerrados por rubor y la boca sonriendo por malicia. Descruzó el yacente las manos protectoras, y mordió otra vez los senos blancos, con los labios.

—¡Lujurioso! —volvió á gemir estremecida la mal sujeta por la cintura y por las manos.

Antes que en rechazo, huía los hombros arriba y atrás en el afán de erguir sus pechos de un modo completamente juvenil. Y estaba hermosa con su arrogancia animal de adulada, pero tuvo una impertinencia todavía en su alarde de belleza y de valor:

—¡Como los... de Salvata!... ¡Mas, quiéreme como á mí!... ¡Yo soy únicamente yo misma!

Ahora tenía grandes y abiertos los ojos y sonreía de victoria.

Mordieron de nuevo los labios, largamente, sabiamente —y lograron sólo un instante despertar á la mujer en la coqueta con un fugaz temblor sensual. Tan fugaz, que la coqueta lo venció en sus nervios, prefiriéndose en sí misma dominadora y plena vigilante al fin sobre el triunfo voluptuoso de su carne no alcanzado en Cádiz.

—¡Lujurioso ¡Lujurioso —repitió en una que se diría caricia altiva de desprecio. —¡Oh, auténtico autor de Las honestas!

—¿Podía ser más, Víctor, en el triste plagio de Salvata, con la hermosa portera-baronesa obstinada en ser amada por sí propia?

—¡Qué quieres, autora de Luzbel —dijo haciéndola caer al lado suyo entre las ropas —, en el desastre de ciencias y de artes y de divinas bellezas y de toda la verdad... sois todavía vosotras las que tenéis en los senos y en los muslos lo más divino de la tierra.

La ahogó en sus brazos, mordió su boca... por no escucharla quizás una inconsciente herejía de tremenda ingratitud para su única hermosura, para su única arrogancia animal de adulada... tan blanca, tan blancos el pecho y los brazos, tan roja la boca, tan suaves las piernas ceñidas en seda...

Cuando el tílburi arrancó hacia Recoletos, se asombró Matilde de la lunar claridad fantástica, sin sombras, sin luna en el cielo, que iluminaba la calle. Y era que amanecía.

—¡Chiquillo!

Mejor. Se había dejado amar mucho, esta noche. Si no fué de fuego, quiso serle á Víctor de dulzura y de obediencia, feliz al fin de tener suyo entre los brazos al mismo fogoso amante de las novelas de fuego.

Se recogían ya tres serenos juntos, en la esquina del paseo, con las linternas apagadas.

—Bien... yo le diré á mi marido que estuve en un ensayo general después de la función, si me pregunta. Tú me llevas hasta cerca de mi casa.

El cuello de astracán reservábala del frío y las plumas del sombrero volaban al trote del rojo tarbés valiente...

Capítulo III

Y no eran las diez cuando Alfonso, levantado de la cama á fuerza de timbre él mismo, despertó á su amo, en el apremio de la carta urgente que traía un Continental.

Leyó Víctor, con la torpeza del sueño interrumpido.

En la calle paraba un carruaje.

«Perdóname. Viaje arqueológico del diablo, por media España. Mira qué «oportuno» aviso hallé al llegar. Te escribiré. ¡Es horrible esta vida de las letras!»

¿Qué?

¿Un amigo? ¿Una mujer? ¿Bibly?

La voz de una mujer... la de Bibly, sonó fuera con Alfonso.

Bibly entró, por la semisombra del salón. Los ojos mal despiertos mirábanla como una visión que llegaba en alborozo, con sombrerito de velo, con guardapolvo de viaje...

—Ah, tú, oh, no ves? ¡Me creerías en marcha! No he querido, ¡enferma! Un segundo, y ¡zas!, tren que parte... Pero ¡calla! ¿tal vez, el chico ese que bajaba, mi continental?... ¡qué estúpidos, y la entregué á las nueve! ¡Idiotas!—Renunciando como al impulso de abrir el balcón para repetírselo al muchacho, prosiguió: —¡No he querido! Van Sapho, Coral Rodas, arquitectos, literatos, ex ministros... ¡Alfonso! ¡Alfonso! —cortóse aún en su infantil alegría yendo á la puerta —, —¿no se llama Alfonso tu criado?

Hablaba á escape, y volvió desde la puerta al lecho.

—Ah chiquillo, ¡ingenio!... ¿por qué no ha de ser una para sí... la novelista?... Verás, en la estación... ¡el viaje me cargaba!, en la estación...

—¿Llaman los señores?

—Alfonso —ordenó volviendo á las columnas repentina —, sube mi maleta del coche. Mi maleta, mi cabá. Y que espere —. ¿Eh? —continuó corriendo á cogerle á Victor las manos y esperando su contento: —¡Instalación!... Aquí contigo la semana de mi viaje! Fué una idea, cuando arrancaba el tren. ¡Enferma! ¡enferma de pronto... de amores! ¡Chiquillo!

—¡Chiquilla! —exclamó el asombrado y aún amodorrado amante recibiendo su abrazo impetuoso.

Ella se irguió.

—Pero, me marcho, sabes?... y eso que de mejor gana me acostaba. ¡Apenas descansé! Me caigo, ¡puedes suponerte!... Volveré á la tarde. Comeré con la condesa de Algora, que mañana se reunirá con los demás en automóvil. Tendré que confiarme... que advertirla que no escriban á mi casa preguntando por «la enferma», ¡horror!

Víctor no la entendía, pero acabó de despabilarse al golpear de cosas absurdas. Aun en presencia de Alfonso, que entraba la maleta, grande como un baúl, la interrogó por fin haciéndola hablar ordenadamente. Cosa sencillísima, en resumen: inscrita para la excursión artística, sin fecha determinada, la estúpida de Sapho había quedado en avisarla el día antes... y no cumplió el encargo hasta la noche... recibido ¡claro! al amanecer... Tres horas de mal sueño, y á la estación, dejando al paso la esquela... Pero se le ocurrió su idea minutos antes de salir el expreso... ya hasta vuelto su coche á casa, por lo que había tomado un simón...

—¿Y tu marido?

—¡Qué importa, hombre!... le habrán dicho los cocheros que partí... me creerá de arqueologías.

Púsose inmediatamente, abriendo la maleta, á cambiar por otro de calle su traje... yendo, viniendo por la alcoba, hablando en corsé y jabonándose las manos con total despreocupación —posesionada. Tirando de una falda cayó de la maleta al suelo, un pequeño puñal. Quiso ocultarlo, y ya lo había visto Víctor. Lo recogió, pues, llevándolo sencillamente á la mesita de noche. —«Bien, sí... por mi marido. Un bruto. Ha jurado que me ahogará. Por otros círculos, por otro mundo, afortunadamente, que el nuestro; pero más que capaz de venir y matarme y matarte si se entera... ¡Oh! eso sí, como salvaje...» —Se vestía, dejando ropas en todas partes...

—«¿Violeta, esto? Prefiero ideal, aquí está, para el pañuelo.» —Últimamente clavándose en el sombrero un alfiler, mostraba la esperanza... ¡quién supiese, quién supiese.. era tan bárbaro el rumano!... la esperanza de poder abandonarle... «de vivir, ¡chiquillo! aquí.»

—¡¡Chiquilla!! —volvió á exclamar Víctor, eco de su mismo anterior asombro en su sorpresa.

—Si no fuese por mis hijos, ¡desde hoy! —clamó ella heroica consolándole —. ¡Adiós!

Salió. Dejaba regado el dormitorio de camisas, de corsés... de cuantas cosas guardaba la maleta. Imposible más franca «instalación».

Contemplándolas Víctor, pensó con terror en Adria...

Debería venir antes de seis días. ¿Cómo iba á ser?

—«Será» —pronunció mirando la dispersión de ropas con una insolencia que parecía invitarlas á salir por el balcón.

Y sin calma para meditaciones, en su brusca interrupción del sueño, el dulcemente hastiado de limitada ventura de mujeres, se volvió en la cama, aprestándose á dormir con la impaciente ambición de su ser hacia la noble, hacia la grácil y gentil gitana del camino. Un poco de extrañeza, parecida á un remordimiento físico, dejaba por su carne la voluptuosa traición ya irremediablemente consumada y que así se le imponía como castigo.

Se levantó á las dos, se bañó, almorzó y completó de sobremesa la carta de Adria con las reflexiones prometidas y su impresión de la noche. «... Te escribo viendo la percha de mi alcoba llena de vestidos de Matilde. Mira si yo tenía razón pensando que había de ser mayor crueldad el no ser cruel desde luego». —Y firmó.

Advirtió en la frase un viso de involuntaria hipocresía, tal que si él no hubiera hecho buscando á Bibly más que complacer á Adria, y lo desvaneció debajo de la firma.

«Aunque siendo cruel sabe que habríalo sido también con mi antojo, vivamente aumentado en su presencia, por esta mujer tan blanca. Su donación lo ha calmado plácidamente en unas horas, mas no tanto que ya me fuese intolerable... si no fuera por ti.»

A las cuatro salió á ultimar con el editor la aparición de Salvata y á dejar la carta en el correo.

A las nueve volvió, retardado en sus asuntos y temiendo ser descortés con Matilde.

No estaba, y Alfonso le transmitió este aviso:

—La señora llegó á las ocho y volvió á partir. Cenará fuera.

¡Bravo! ¡Dos huéspedes sin otra cosa común que la noche y que la cama!

Cenó, y leyó Víctor el Diario Universal, y luego el Heraldo, La Correspondencia y España Nueva... prensa de la noche. A la una menos cuarto le predisponía para el sueño junto al fuego, en La Época, una crítica teatral... Comprendió que estaban aquí estos periódicos traídos por Bibly; todos decían: «EXCURSIÓN ARTÍSTICA. — En el expreso del Norte han salido hoy los distinguidos..»

Llegó Bibly cuando él dormitaba en la poltrona. «¡Ah, la vida de las letras, feroz... Comió con la condesa, tuvo que cenar con Rossina, la cronista, y luego fueron juntas al teatro para ver á un americano en el cuarto de la Rivas. Rossina quería colaboraciones, y la recomendó.»

Por lo demás, traía frío, sueño...

Tiraba por las sillas el abrigo, el paraguas, el sombrero, con su aire de mujer atareada.

—Me dispensas?... Bien, pero estuve aquí, me permití enredar por tu despacho y volví á encontrar entre cuartillas otro retrato dedicado de... esa Adria ¿Escribes quizás de ella un libro? ¿Quién es, pues, esa mujer?

Se acomodó á la lumbre, en otra poltrona. La literata no se había cuidado de darle un beso de salutación, siquiera.

Víctor, sin haberse levantado, correspondiendo á la camaradesca confianza, respondió:

—Lo estudio. Y ya te dije quién es, anoche.

—¿Qué título le pondrás?

—No sé, no lo encuentro.

—¿Tan difícil es? —repuso ya irónica la novelista, en la amante.

—Sí, tendrá que ser simple y difícil, de expresión y de... grandeza.

— ¡Hombre... para tal protagonista... ¡una... cualquiera, no dices? Entonces, La gran... ¡ESO!... ¡con toda grandeza y expresión!... ¡Alfonso! ¡Al-fonso! —llamó al criado que cruzaba el pasillo. —Un vaso de agua.

—¿Quieres pasteles... jerez? —brindó Víctor perdonándole el agravio á la que tantos tendría que sufrirle á los hechos, probablemente.

—Gracias —le contestó con sequedad —. No tengo gana más que de dormir.

Y apoyando el codo en la butaca reclinó la cabeza con los ojos cerrados y cubiertos por los dedos llenos de brillantes.

Parecía la misma amante cansada que si hubiesen vivido juntos los diez años.

—Víctor —pidió de pronto incorporándose con grave decisión —, vas á hacer el favor de decirme bien quién es... esa mujer y qué afectos la unen contigo.

La miró él, viéndola en los ojos el fuego de curiosidad en que se abrasaría. ¡Mariposa!

—¿Quieres saber la historia de ese afecto? ¿Con todos sus detalles?

—Con todos sus detalles —aceptó un poco aterrada de ir á oírle tal vez franquezas excesivas.

—La contaré.

Alfonso trajo el agua, tomo Bibly de la bandeja una copa, bebió... Volvió á salir Alfonso.

Víctor, arrellanándose en la amplia concha de muelle tapicería, y con el tono indolente que emplearía con un amigo, empezó «la historia» por el día del Camposanto. Pronto empezaron también las interrupciones de Matilde, bruscas, explosivas, lanzadas rabiosamente, para quebrarse contra la afable impasibilidad del narrador como láminas de vidrio...

—¡Ah, bravo! ¡Soberbio! —rugió, levantada por la ira á la primera romántica entrevista de Víctor y Adria en el hotel. —¡Muy noble... quien buscaba una QUERIDA llevando sobre el corazón mis cartas!

—Éramos, Bibly, dos amigos tú y yo. «Amigos de las almas», tus cartas están hartas de decirlo; un amigo, pues, podía sin ninguna traición á la amistad buscar una QUERIDA.

—¿Pero es que tú podías creer reservas los...bien lógicos pudores de unas cartas de mujer?

—En cartas de una mujer cualquiera, no; en las tuyas, á menos de negarte, tuve que conceder su íntegro valor á las frases, ARTISTA. «Jamás seremos más que amigos» —repetían.

Se mordió Bibly los labios por no negarse. Víctor conocía el poderoso efecto de la invocación á la «artista.»

—Sigue —dijo ella únicamente, volviendo á caer en la poltrona.

Era ya un élitro quemado en la coqueta á los fuegos, á los fuegos de verdad que ella misma preparó jugando á la mentira. Víctor siguió la historia como un amable dios complacido en el empeño de mostrarle á un alma lo estéril de sus farsas. ¡Empeño enorme con apariencias nimias!... En él palpitaba tal vez una iniciación social de ennoblecimiento —si asimismo rechazase cada vida de verdad su cómplice cortesía necia en el mentir de los otros, de los políticos, de los falsos sabios, como acaso aquel del tren, de las honradas, de las coquetas... de los que odiados y despreciables en las conciencias, viven sin embargo á la luz prestigiosos y honorables... Siguió su empeño y su historia, hábil demás para saber envolver en dulce amargor sus audacias. Las imprecaciones con que le interrumpía Matilde fueron poco á poco trocándose en una paciencia de despecho.

Dieron las dos, las dos y media, las tres. Había entrado dos veces Alfonso á poner leña, y Víctor se deliciaba en su relato como en una noche de sutil consagración debida á Adria, la perdida, ante Matilde, ante la honrada y fastuosa baronesa Georgesco, llena de brillantes, como un idólico símbolo social de todas las necedades.

Él, efectivamente, se las hacía ir diciendo como para ella misma, devueltas en la sonrisa á voluntad..., sin más que acentuar los idealismos de su historia en cualquier pasaje, para Matilde incomprensible, como estos de la vuelta de Adria al viejo banquero y de su entrega á los otros... en que ahora los acentuaba:

—¡Eres... inmundo!... —clamó, levantándose de nuevo y resuelta á marcharse.

No halló otro epíteto, ya agotados los de «falso», «malvado», «canalla»...

Pero su ira se sostuvo en la realidad de la prisión, de la estúpida prisión en que se hallaba en casa del amante extraño, sin poder ir á la suya por el embuste del viaje... Y volvió á caer en el asiento.

Un muñeco. Un demonio del «domador de demonios», que sonreía.

—Cálmate, mujer. Perdono tus violencias. Mas... no seguiré... puesto que no sabes sufrir la historia que ansiabas...

—¡Que ansiaste que ansiara... poniéndome ante los ojos los retratos! —le rechazó fulminante.

—Tal vez.

—¡Cínico! —le arrojó aún, pudiendo menos sufrir la concesión. Y exigió tras un retador silencio en que le habría arañado: —¿Y puede saberse, en fin, á qué obedece, cómo explicas, Víctor, esta absurda situación que has deseado, por lo visto, para la segunda noche con tu amada?

—¡A mi lealtad! —respondió él con firmeza. —No debía esquivarte todo esto, novelista, en un desleal silencio de engaño.

La novelista, nunca requerida en balde, se turbó de lógica.

Sin embargo, la mujer, mirando con odio la alcoba de su nuevo inútil sacrificio, acusó acerba:

—¡A buena hora la cuentas... tu historia! ¡Oh, noble!

—A la amiga —replicó Víctor, sin hacer caso de injurias —yo no pude referírsela sin grosería, sin jactancia imbécil, completamente, y además, inoportuna; y antes de volver á ser tú mi amante, anoche, te hice saber que lo era Adria. Bien claro, creo. ¡Era únicamente la amante, hecha de la amiga, la que adquiría de improviso derechos innegables, ARTISTA, á mis secretos de amor!

—¡Ah, bien claro, sí! —revolviose Bibly más acosada por la indicación exacta. —¡Tan claro, que no lo pude creer por absurdo... por no acertar á comprender una franqueza tan canalla... por no juzgarte, Víctor, tan vil, que hubieras de hacer lealtad y galardón hasta de tus monstruosidades... ¡No, no; yo no pude creer lo tan enorme que me afirmabas sonriendo, y que aun así fué media verdad, porque debiste añadirme para no ser cobardemente hábil á la vez, para ser leal de veras y no un canalla...

—Matilde...

—...Sí, hombre; quien acepta el noble cariño y el honor de una mujer sabiendo de antemano que no podrá corresponderla, es un canalla; y tú debiste añadir si querías no serlo: «Mira, no sólo tengo una querida (¡un caduco pasatiempo, me hiciste con la perdida pensar!), sino que la adoro y nunca podre amarte...» Oyéndolo, yo habría sabido luego si prestarme á tus deseos de bestia...

La fuerza de la indignación la puso en pie —otra vez, más enérgica.

Avanzó con los puños crispados:

—¡DI!... ¿Por qué no me hablaste así, LEAL?

—Porque no lo hubiera sido, entonces! —respondió Víctor, recogiendo frente á frente el mirar fulmíneo.

Y ella se alejó, despreciativa, vencidos no obstante sus ojos en vago paseo de impotencia que la hizo repetir:

—¡Canalla!¡Canalla!

La detuvo la lenta voz del impávido, vuelto en la poltrona.

—Matilde... Bibly... novelista escrutadora de la vida... —dijo arrojándola el halago con tristeza noble, que no era, siéndolo mañosa —: ¿Preguntas por escucharme ó por vengar con invectivas fantásticos agravios?... ¿Eres la eterna mujer impulsiva y loca á quien desdeña en ti la artista... ó eres acaso aquí, también fuera de tus libros, la artista serenísima capaz de soportar lo complejo y lo infinito, lo digno de nosotros, por extraño que parezca?

Y tuvo aún que sonreír... el «domador de demonios». La artista, mágicamente dominada con sólo tal conjuro, cortó recta por delante de la mesa á caer en un diván. Sentada, abrumada allí, su displicente atención mostró mentales reflejos.

Víctor entonces, sin moverse, por no alarmar de nuevo á la mujer, la fué enviando estas más peligrosas confesiones:

—No pude añadir eso que dices, anoche, sin deslealtad conmigo. Habíamos quedado en las cartas en que «nuestros amores de artistas son difíciles». Te he afirmado hace poco, además, que yo no amo á Adria (como á ella se lo afirmo), aunque la estimo y me interesa. Diciéndote, pues, ahora, que te amo á ti con mi amor difícil, que lo es todo en la vida y en el tiempo, mentiría... pero diciéndote anoche que no podría amarte, habría incurrido en falsedad, porque yo no sé si te amaré... ¡Y quisiera amarte, te lo juro por Dios, por mí y por Adria misma!... Como á Adria, ARTISTA, te estimo y me interesas. Está el problema en saber á cuál de ambas amaré como á Salvata!

—¡Ah!... —brincó de nuevo el desdén de la orgullosa, pero lo menos que pudo, en un gemido del pecho.

—¡Como á mi ensueño —insistió Víctor más dulce —. ¡Y no te dé, de ensueño, celos la rival insuperable, sólo imitable por... quien pueda! Sé ya de Adria que tiene corazón. De ti, novelas. No es poco si quisieras completar de corazón mis ansias... y bien me debe ser dado esperar que esté de parte tuya el triunfo, «mujer de pensamiento», novelista, sobre aquella otra tan humilde y mísera rival, que no es más que de carne y corazón.

Matilde rechazó ahora, poniéndose de pie, con todo su orgullo recto como un muelle por el cuerpo:

—¡Esa! ¡Mi... rival?

Y fué de emperatriz el gesto: su aristocracia consorte, de baronesa, rebelándose en irónica altivez ante una infeliz perdidilla.

No quiso aplebeyarse la boca con su nombre, con su directa alusión, y se limitó á comentar:

—¡Qué triunfo!... ¡Qué honra... para mí!... ¡Bah, hombre, Víctor, novelista del amor delicadísimo, y qué rival me has buscado!

La DIGNA DE NOSOTROS, novelista del amor delicadísima, pues ya te he dicho que es de corazón... ¿ó es que habrías de preferirla de alto fango... como, por ejemplo, Sapho?

Vibró ella, cual si hubiese recibido lodo con el nombre, efectivamente, en mitad de la altivez que la exaltaba en majestades. Desde la altura de éstas se vio tan suprema é igualmente inviolable para Sapho, para Adria, para juntas todas las reinas y las perdidas de la tierra... que no triunfal, más, orgullosa y magníficamente segura de sí misma, se acercó á Víctor llevándole en la faz un excelso perdón de compasiones... ¡al pobre insensato también que tan formal pudo caer en la cándida ocurrencia de querer mortificarla con rivales!

Y si no fué esto lo que pasó por ella, se lo imaginaba el amante, que no hubiera podido de otro modo comprender cómo vino á sentarse al lado suyo y á decirle entre nerviosas carcajadas:

—Mira, poeta descompuesto... te ruego nada más que guardes los retratos donde no puedan ofender mi odio á lo chico, y que no me vuelvas á hablar de... esa. Venga ó no venga con su viejo y la veas tu si quieres, también, ¡no me importa!.. ¡Pobre!... ¡Ah... preséntamela!... (¡con las debidas distancias, naturalmente!) y puesto que quiere ser cómica, la haremos cómica... ¿no te parece? Ya sabes que la Rivas rueda por mi sí se lo mando... ¡Cuenta con mi recomendación!

—Gracias, aceptada. Cuando llegue...

—¡Bien, basta de ella, hombre... y mueve esa lumbre, que me arrizo!

Tendió los pies, tumbada atrás, y sonrió á su vez sombríamente soberana, viendo á Víctor inclinado por su orden, como un esclavo, á atizar la chimenea...

«¡Oh, sí, si era corazón lo que el loco novelista reclamaba en la amante novelista, ella le ahogaría en orgullo y corazón!»

—¡Sopla un poco!

Cogió el fuelle, dócil el esclavo, y sopló. Los negros leños llamearon.

—¿Quieres traerme ahora unas pastas?... Tú mismo; deja dormir al pobre Alfonso. ¡Son cerca de las cuatro!

Salió el esclavo. Volvió con pastas y botellas. Acercó la mesita y sirvió las copas. Luego se sentó.

—¡Gracias! —dignose dar Bibly cogiendo con los dientes el sandwich que él la alargaba; y teniéndolo después en los dedos, se acordó: —Por cierto que esta noche le hablé de ti al americano, al señor Barreda, un riquísimo editor que hará mis obras por miles de ejemplares. No conocía nada tuyo, y te concedí el honor de mis elogios, hombre... que siempre valen algo... Te presentaré, te recomendaré, si quieres...

De la humillada, surgía aturdida y protectora, por una tenacidad de voluntad, la artista con la firmeza de su bello sonreír entre editores, entre críticos, entre empresarios y directores de escena... «¡Oh, esto sí, al menos... podía serle en los teatros útil á Víctor si escribía comedias!»... Y ya arrojada en sus propios ánimos de voluble olvidadiza, empleó aún su buena media hora charlando, en calentarse los pies para acostarse... ¡Moría de sueño!..

Sólo cuando iban camino de la alcoba, volvió á decir desdeñosa ante el retrato:

—Hombre, anda, sé galante... ¡quítame eso, por Dios, de las narices!

La obedeció Víctor, «el rebelde autómata por fin sometido á sus deseos».

Sin embargo, pensó Bibly pedirle que volviese por el retrato y lo quemase —cuando ya él también se desnudaba, y ella, bajo el regio dosel verde mar, esperábale con la colcha coquetamente bajo el pecho...: y dudó y no se atrevió á exponerle al desengaño la eficacia de sus gracias...de su boca roja... de sus senos blancos...

Los níveos brazos recibiéronle irritadamente, antes de dormir.

Capítulo IV

También tuvo Bibly asuntos esta tarde, obligándola á salir, «en su vida horrible de las letras».

Víctor la admiró: ¿se había quedado en Madrid furtivamente... para lucirse en todas partes?

—¡Tonto, en coche!... Mi marido no va nunca donde yo... ¡en sus casinos!... Digo, ¡poco bruto!

Y á la hora de cenar entró aterrada. ¡Tenía la idea de haber sido vista por el marido en Recoletos... él á pie... debió seguirla, al coche, ya tan cerca de la casa!... ¡Quizá estaba en la puerta!...¡tal vez con el cochero, preguntando!... La desatinaban el dolor, la incertidumbre... Parecía una loca.

—Mira, asómate al balcón... ¡Uno alto y rubio, con bigotes!... anda, hombre, vaya una flema la tuya... ¡pues, como sea!... ¡No, mejor no, no te recuerde de Cádiz!... ¿os visteis?... ¡cierra, no abras, Víctor!... ¡Alfonso! ¡Alfonso!... ¡ve, Víctor, por Dios, avísale á Alfonso que no responda si suben...

Tocaba el timbre, corría de los balcones á la puerta... le dio la orden al criado, que entró, por sí misma... y luego, cuando iba angustiadísima á espiar por entre las misteriosas la calle, temió veloz la imprudencia de mostrarse al transparente, y fué á apagar las luces... Sólo que se paró, tomando la escarcela que colgaba su muñeca.

—¡Ah! Lee esta carta.

Se la acercó coqueta y maligna, tranquila por repentina magia, y púsosele por encima á leer también la carta, que cogió Víctor, ya á la mesa sentado.

«Señora y amiga mía...

—Es decir —le interrumpió pasándole la mano abierta sobre el hombro para tapar la escritura si no eres... ¡celoso! Porque aunque nada diga, se ve bien que este señor editor espléndido.... ¿eh? Le di las señas de Rossina, como si viviésemos juntas... ¿sabes? para la contestación.

Breve y galante la carta, daba por resuelta la colaboración deseada por Rossina, á cien francos por artículo, y solicitaba, además, dos crónicas mensuales de «la insigne Bibly Diora», á las cuales ella misma pondría precio...

—¡Cien francos!... De modo que si yo pido quinientos, mil francos mensuales por las mías...

Durante la cena giró la conversación sobre el americano fastuoso, sobre las crónicas y sobre el marido... si bien en perfecto olvido de que pudiese estar por la calle... Aquel editor habíala también dejado libertad para fijarle precio á los libros; le escribiría dos en el año... con tiradas colosales de veinte á treinta mil ejemplares ¡á la americana! ¡Oh, qué España de asco!... Veinte, treinta mil francos, pues, con doce mil de las crónicas.... «¡y he aquí una renta soberbia... he aquí la redención económica, la libertad, para mandar al cuerno al rumano!»

«¡A los cuernos!» —amplió Víctor mentalmente, viendo en cercana perspectiva el que suspendería en su iniciación la tropical lluvia de oro.

Y fué esta fantástica lluvia la obsesión maníaca de Bibly en la noche. Se acostaron á las diez, porque quería descansar, á fin de ver al editor por la mañana. No se durmieron, sin embargo, hasta las dos —una hora apenas dedicada al lento recreo de Víctor y las demás charlando ella en «grande artista» consagrada por un fastuoso porvenir... Ya en los brazos del amante, á quien cortaba sus delirios de erótico poeta compuestos sobre la blanca hermosura, y que tenía á veces que callarla, manifestó repetidamente sus dudas, sus afanes, sus generosidades también de próxima archirrica. —«¡Ah, si yo supiera que ese hombre no me hubiese de imponer bochornosas exigencias!... ¡Porque eso sí, te lo juro, ni por un trono!...» Por lo demás, desechando confiada tal idea, mortificadora de la conciencia de su mero y alto valor artístico, esperaba constreñirle á cerrar el contrato al día siguiente... y presentaríale luego á Víctor... también...

—¿Cuántos amantes has tenido?

Le miró Matilde vuelta en la almohada de la divagación de gloria y de millones que la tenía mirando al techo. Ia insólita pregunta le pareció inconcebible... y con toda la fuerza de su mano de real moza le descargó á la insolente boca un bofetón.

Víctor sangró de los dientes.

—¡Qué bruta! —no pudo menos de decirla riendo.

Y mientras ella se volvía á dormir ó á pensar ó á despreciar al «poeta descompuesto» que así tajábala sus visiones de grandeza con tal salida de tono, él tuvo que ir al tocador en calzoncillos á contenerse la sangre con enjuagues.

La pregunta para esta «honrada» había sido exactamente igual que para Adria aquella tarde memorable.

La contestación, no menos memorable, bien diferente.

Era entonces cuando dieron las dos... y se durmieron dándole ella la espalda.

* * *

Pero á las seis de la mañana le despertó. ¡Nada, que no tenía más sueño ella! Egoísta, se aburría y no era cosa de estar mirándole dormir.

—Hijo, duermes como un jornalero. A mí me basta con poco, ¿sabes?

Se engolfó en sus charlas literarias, sacudiendo á Víctor, que volvía á dormirse contra toda voluntad. —Levantados á las ocho salieron á las nueve, cada cual á sus negocios. El día fué semejante al anterior y la noche igual que la pasada, si bien un poco contrariada Bibly en ésta por la rebeldía del editor al contrato... «¡Lo temía: aun á presencia de Rossina (que, ó mucho se engañaba, ó había dormido con él) se permitió el americano ciertas imprudentísimas insinuaciones de Creso conquistador.»... Vuelta á despertar á poco más de las tres, llamó con toda inconsideración á Víctor —enojada de su descortesía de dormir —y le siguió instalando sus temores con respecto á los designios del otro... «¡Ah, qué vida para una mujer decente esta de las letras... Todos lo mismo, por Dios.»

¿A qué horas dormía, pues, la baronesa?

Le pedía consejos, un plan de conducta.

—Mira, Matilde —acabó Víctor por decir atosigado —; yo que tú, si previamente él se aviniese á formalizar el contrato, que no es ningún grano de anís... pues... nada, hija que...

—Qué.

—que me entregaba.

—¡Asss... queroso.

Apercibido al bofetón, la detuvo por el codo.

Precaución baldía, porque la indignación la hizo á ella arrojarse de la cama, recoger sus ropas y empezar á vestirse.

—Sí, sí, hombre... no volveré más; ¡asqueroso... Mañana, á mi casa, de donde no debí salir... ¡asqueroso! ¡asqueroso!... ¡puerco!

Decididamente se vestía, más enojada del reír de Víctor á los insultos como si fuesen flores. Puesta la enagua y una media, buscaba la otra. La halló, cogió el corsé. ¡Decididamente se vestía!

—¿Pero adónde vas, chiquilla, á estas horas?

—¡A mi casa! ¡O al infierno!

—¡Horas de tren! ¡Dirás que has vuelto por el aire!

—Bien... eso no te incumbe. Acabaré la noche con Rossina.

—Y si está allí el «interfecto»... ¡tableau!

La desarmó la advertencia, reduciéndola á su prisión otra vez. Entonces, con una de sus decisiones súbitas, se acercó amargamente severa: —Dí, Victor... ¿por que eres tan grosero conmigo? ¿Es que yo soy una tía...también digna de esas bromas?

—Mujer, si es que me despiertas... que tengo un sueño que me muero; ¡de algún modo he de vengarme!

Le execró ella con rudeza, volviendo á acostarse —luego de haberse quitado al borde de la cama la enagua y la media. Su perorata de enojos duró minutos, al cabo de los cuales tornó á hablar del editor y del contrato.

Pero había sido brutal la desconsideración de Víctor y le saltaba de rato en rato en la memoria:

—¡Qué idiota eres hombre; qué estúpido!

Le daba un codazo en una rabiosa llamarada y seguía tranquila charlándole del editor. Una de las veces, no obstante, sin saber por qué, dada la movilidad pensante de aquel cerebro, donde se creerían sueltas y suspensas las ideas como turbión de papeles por el aire, la cruzó más ancho el nublado de rencor. Fué un pellizco entonces, á hacer daño con centellas en los ojos.

—Vamos, di... ¡el americano... y yo Salvata, según tú!... Caigo ahora en que quizás... querrás que imite á tu Salvata.. ¡Hombre, hombre... ¿será en eso en lo que tanto te place el parecido con ella de esa otra virtud... toda carne y corazón?... ¡Adria!... ¡olvidaba el nombre! ¡muy bonito ¡de... guerra?

Hacíale falta á Víctor sin duda en la vida una bufonesca parodia del más noble ideal de su arte y de su Adria y era ésta. La aceptaba divertidamente, parodia él mismo de sí mismo. Sonreía y añadió Bibly:

—¡Qué ensueños los tuyos, altísimo poeta! No, y como eso sí, original lo resultas... aficionado á los... ¿eh? —púsose sobre la frente los índices tendidos! ¡Completamente original! ¡El cuerno espontáneo!.., Eres el primero, hijo, el único hombre, bien puedes gritarlo, que rabia por esa comida. ¡Cásate, pon el cartel... y tráete la señora á Madrid, que pierdo yo el cuello si no te hartan! ¡Y válgame Dios, adónde conduce la... originalidad!

La parodia difícilmente pudiese alcanzar un cómico más intenso. A Víctor le plació seguirlo:

—¡Yo creí que al menos habrían de agradecerlo las mujeres!

—¡Según!... ¡Hay clases todavía!... —replicó irónica Bibly; pero se rectificó, filósofa, ahondando: —Hombre, y ni eso. Las Adrias, las Salvatas... las de pura carne y corazón, predispuestas por la sangre y por... su poquísima lacha, se bastan y se sobran, sin necesidad de invitaciones ni de autorizados permisos. Las otras... las que tenemos además en la educación y en la cabeza... ¿comprendes?... ¡Vale más que lo imagines, si puedes, novelista original de las Salvatas!

Hablaba así, en la cama, al lado de él, y casi con una llaneza ahora en la faz de santa heroína de la moralidad y el orden, aunque con el blanco pecho al aire..., la noble esposa del barón Georgesco. El observador de vidas no podía sorprenderse mucho de estos sinceros embelecamientos tan frecuentes en ingenuas y en ingenuos, es decir, entre la turba irresponsable de «las gentes educadas», y se sorprendió muy poco.

Desdeñó por pequeño y por inútil el placer de confundirla como mujer en su absurda posición de moralista; y sabiendo ya sobradamente que aun á la escritora, á la literata dada á discutirlo todo, recurría sólo esta vez por un artero egoísmo (no exento en la forma de piedad, puesto que disimulaba crueldades), recurrió á la literata. Iba á servirle, además, de triste, de macabra diversión el espectáculo complejo de una esclava libertada por instintos de mujer y defendiendo por mentalidad de «artistas» desde su LIBERTAD sus cadenas. ¡Ah libros de Dios que despreciaba el sabio por los de Renán y Carducci!

—Yo creo, Matilde, que es una irritante injusticia que puedan tener los hombres cien amantes y las mujeres no.

Dicho seco el argumento, ella lo recogió seca apercibida:

—Desbarras. Pueden, como robar cien relojes.

Secamente, pues, prosiguió él la discusión:

—El ladrón iría á la cárcel. El tenorio al teatro, y le aplauden.

—Bien... es que los hombres sois así... tan materialotes, tan groseros, tan necesitados de ciertas cosas que no necesitamos las mujeres... y os las tomáis por el derecho del bruto.

—Pero es que también le aplaudís vosotras al Don Juan... esas cosas y ese derecho de bruto.

—¡Nada! ¡Teatro... ya ves! ¡Al actor!

—Que no hay novia que no esté envidiosamente comparando, como tal Don Juan, con el pobre novio modosito que la mira al lado.

—Puede ser. De mí te aseguro que nunca.

—¡De ti, Bibly —lanzóse él á romper la situación de farsa —. ¿Pues no te aburre tu marido por borracho y jugador... por poco galante, y no estás aquí conmigo, quizás, por la varia y amorosa gallardía de mis novelas?

—¡Ah! ¡Tenorio! ¡Adiós! —burlóse ella, no pudiendo contestarle de otro modo.

—¡Oh, no! Ten la bondad, no me ofendas —se opuso él rápido —, es el tipo que me repugna más, por granuja y embustero, de toda la caballería española. Más noble y más justa tú, en otros días, me dabas un nombre digno: Júpiter.

Ella le miró, pufando risa, y no pudo entender, como siempre, si hablábale en broma ó con una presunción inverosímil, intolerable, puesta aún por la sonrisa sobre estos vencimientos que de ella conseguía la... «habilidad del polemista».

—¡Vamos, hijo... no he visto en mi vida tontería como la tuya! ¡Tenorio es poco... Dios! ¡A ver más soberbia!

—Es que únicamente los dioses tienen la humildísima soberbia mía, Bibly.

—¡Uh, mentecato!

Le volvió la espalda de un brinco, acomodándose contra el brazo izquierdo en la almohada, como para dormir; ahora que él, despertado por fuerza, quería proseguir la charla.

La luz pálido heliotropo del globo eléctrico vertíase suavemente sobre el revuelto pelo obscuro hecho un torsón por la blanca carne de la espalda, por los finos encajes del canesú, por la seda verde agua de la colcha... ¡Qué pena, para el adorador de lo que Dios creaba, que apenas estos cuerpos quedasen en su hermosura íntegramente respetados por la humana estupidez!... Un fonógrafo, un teológico sistema, un maravilloso problema de triángulos con que la verdadera soberbia no humilde de los sabios pretendía asombrar y corregir á Dios como á un chicuelo torpe, capaz de haber hecho á las mujeres para amarlas, le parecían á Víctor de harto menos interés que una espalda blanca.

Por suerte, la hermosa idiota se volvió de otro salto hacia él:

—Bien, sí, veamos... ¿es que me quieres convencer con todo eso de que... debo yo tener amantes?

—No, mujer —repuso con dulce contento Víctor cogiéndole una mano que le huyó arisca. Es solamente decirte que, si los tuvieras, yo no me irrogaría el tiránico derecho de quejarme... puesto que las tengo... esa Adria... que estará pronto en este mismo cuarto algunas noches.

—¡Aquí?... ¡Aquí?

Se había sentado en la cama.

Le miraba en furia.

Sino que cansada ya de ver que tenían que deshacerse sus furias constantemente contra la «cínica imperturbabilidad»; que tenían que romperse en pedazos sus orgullos contra aquella Adria siempre presentada como roca inconmovible... las mordió y se las tragó de un golpe, esta vez, girando á un lado y otro en lenta impotencia la cabeza. Las sombrías sierpes del pelo, al ondular deshechas, parecieron algo del ser adusto de Bibly que desprendíasele derramado y roto alrededor.

—Oye, Víctor —suplicó con una humildad no resignada al tremendo, al terrible, al humillante desastre de ella entera ante una indecorosa chiquilla —, ha llegado la ocasión de que hablemos sin rodeos. Como mujer, como amiga... como lo que represente yo para ti de respetable —si es que de condición de víbora no pagas con ingratitud á la que ignora haberte hecho nunca daño —te pido que me seas completamente franco. ¿A quién hablas? ¿Cómo me hablas cuando me hablas á mí? ¿Qué explicación, que yo no acierto á penetrar, puede tener tu conducta conmigo?

Los ojos de Víctor sintieron la compasiva ternura de la lágrima. Era éste, siquiera, grito del corazón, de la humana angustia en la vencida.

Cerró un instante los párpados, porque la lágrima no brotase para la mujer que no sabía llorar ni en sus dolores supremos, y tirando de ella por el talle la obligó á caer al lado suyo.

—No te debo franqueza, sino insistencia en mi franqueza. He procurado hablar, cuando te hablo, á la extraordinaria mujer inteligente que debes ser tú, que tú has querido ser para poder ser algo grande en mi vida. Buscaba y únicamente me habría satisfecho contigo, «amor», «aquella misma amistad de las almas digna de nosotros» que proclamabas, y en la cual, ni aun extendida á lo nimiamente pasional del beso, debería de haber jamás un alma sierva y otra dueña, una libertad y una esclavitud, una voluntad despótica y otra voluntad sometida, ni por inercias de la tradición social ni por causa alguna.

Hechizada en el acento, que era por primera vez completamente noble como si surgiese directo de hondas noblezas del alma, ella, en el almohadón, parecía recoger también directamente hasta el alma las palabras, por los ojos muy abiertos, inmóviles.

—Mujer nueva junto al hombre nuevo —siguió él —teníamos que ser «dos iguales», al menos en la teórica posibilidad. Para esto, la entrega total de la conciencia, sin veladas reservas, se imponía. Buscábamos amor, amor muy alto y eterno, por encima de las mezquindades artificiosas del mundo, y hecho sobre nuestras mismas miserias; no pasión con su cohorte salvaje de celos y con su fiero impulsismo que ya en la misma noche aquella del teatro me habría forzado á pagar con bofetadas cada sonrisa tenoriesca que correspondió á las tuyas. Un instinto, Bibly, «aristocrático», va logrando ya amansar la hiena humana, para estos trances, en una forma de transigencia desdeñosa, incluso del marido á la mujer: la tendencia de ese instinto es alta, certera, hija todavía inconsciente de la civilización, cuyo máximo ideal es diferenciar las humanas relaciones de las de los gatos y los perros y los asnos: el modo aristocrático, no obstante, de manifestarse ese instinto, es vil..., y yo quería sencillamente desenvolverlo, transportándolo del corazón al pensamiento y transformándole su menguada tolerancia en aquiescencia... en «mutua y plena libertad reconocida». ¿Me entiendes bien?

—Sí.

—Pues nota que tal transmutación de la tolerancia en aquiescencia sólo debe ser estimada cinismo por los imbéciles ó los hipócritas, y advertirás que esta es la clave del lenguaje extraordinario que yo he querido rendirle á la mujer extraordinaria. La relación mía contigo, no podía ser por lo tanto la del antiguo concepto del amor en caza ó en guerra, donde las mañas y los términos son efectivamente guerreros ó venatorios: «conquista», «caer», «rendir», «victoria», «tender las redes», «paloma, gacela mía»... No, no, Matilde: tú, mujer extraordinaria, dejarías de serlo si hubieras de haber vuelto á ser «mi conquista» como en Cádiz; y mostrando y rompiendo en consecuencia ante tus ojos mis redes de engaño, lo primero, me ha parecido noble y altamente digno de ti, avisarte: mi amor difícil llega á ti como una inmensa aspiración en la cual tendrás que aceptar mi alma como es, un poco deslumbrada también ahora por otra alma.

Cerró los ojos, ella, recogida en una convulsión, y Víctor se apresuró á terminar antes de verla despertada en rebeldía:

—Porque te lo digo, esa mujer que vendrá aquí dentro de poco, esa linda perdida de carne y corazón, es ante todo un alma.

Igual, con los ojos cerrados, con la mano en ellos, que dejaba libre por debajo la boca entreabierta dolorosamente; acurrucada hasta haberse ocultado casi en la colcha, Bibly, permaneció largo tiempo. No la turbó Víctor: meditaría.

—Estás seguro tú —dijo luego alzándose á la almohada y con la faz ya firme y triste de una decisión —¿estás seguro de que todo eso que aspira á ser franqueza no es cinismo?

—Me lo afirma —repuso Víctor vivaz —el que tendría que serlo también, cinismo, el estar tú tendida á mi lado en este lecho.

—¡Y lo es! —castigóse ella á sí propia dolorosa.

—No lo creo, ni te juzgo capaz de enorgullecerte de maldades, según mostrábaste orgullosa de tu amistad-amor en las cartas...; pero, en todo caso, si ya fuese cínica la condición de nuestro afecto, ¿por qué tener la cobardía de no elevar en él á virtud nuestro cinismo?

Pareció convencida ó resignada.

—Luego vendrá esa mujer!

—Antes, de mucho... Por días, para reunirse después, todo el invierno ó para siempre, no lo sé, con el viejo amigo. Es un compromiso por mí contraído con la amante que lo era antes que tú.

Agitóse ella aún, tratando de añascar en el esfuerzo de paciencia sus rebeliones, y exclamó:

—¡Oh, Víctor... é intentarás que yo sepa sin odiarte que aquí te abraza otra mujer?

—¿Qué más da? ¡Cuestiones de espacio y de tiempo... ya has sabido que traía el perfume de sus brazos, sin odiarme... Si fuese mi mujer..: como tienes tú un marido.

—¡Tendría un derecho!

—¡Los derechos justamente de que yo quiero libertar al amor que está fuera del derecho Adria, esa alma que te digo, lo entendía sin duda así al decirme de que supo que venía á verte: —«Sí, ve, no me inquieta; si la quieres, sería inútil que yo te lo prohibiese; y si no te quiere, mejor, te desengañará.»

—Bien. Mañana estarás para jamás libre de mí.

—Entonces, Adria, esa alma, habría acertado... y saldría de aquí vencida en amor de caza, de guerra, la MUJER NO EXTRAORDINARIA.

Hablaban ahora los dos boca arriba, con vaguedad de ecos, y en un pesado movimiento de los brazos se ocultó el rostro Bibly. Luego le volvió la espalda y pidió:

—Apaga esa luz. Hay que dormir. Es de día.

Hízose, en fin, violenta tal vida para el pobre insomne. Matilde, ó no dormía en la noche entera, obligándole á velar, ó despertaba á la mitad y le despertaba. «Habíala turbado él, y removido y roto, todas las creencias.» Se contemplaba á sí misma en desorientación y en destrozo, y espantábase de las consecuencias finales de esta nueva moral de la franqueza... Era de una complicación enorme (para que pudiese en sus cien hilos recogerla Bibly) la «simple y rígida moral del bien» que Víctor hacía derivar de lo amoral»... Eran, en suma, fulguraciones perdidas de grandeza, las que Bibly había visto deslumbrada y aturdida de snobismo en el alma del amante: porque esto sí, la superioridad de Víctor, para el mal ó para el bien, se le imponía, sin comprenderla... ¡germen de toda diabólica ó angélica veneración!

No lograba definir si se sentía monstruosa ó si sentía nada más el vacío de haberlo sido, el vacío de aquellos arraigos de «virtud», de «pasión», de «fidelidad» que habían tenido que arrancarla para ponerla de acuerdo consigo propia. Perdida por lo pronto una poesía del pecado que era bella, en vano buscaba otra en su extraña afección á Víctor, que parecía encontrarla ó crearla por su parte con la directa y como física contemplación del cuerpo blanco... en lo animal, en lo materialmente más lejano siempre, para ella, del amor. Así, reducida, como por una inversión, á lo primitivo, á la naturaleza, ella que se había forjado su naturaleza de todo lo social, creía, á ratos, tener el frío de un pájaro sin plumas.., y la baronesa Georgesco llegaba á sentir humildísimos miedos infinitos hacia aquella odiada Adria que Víctor presentaba formidable...

No hablaba de ella jamás, presente sin cesar en su memoria. Víctor tampoco, pero habíala dicho una tarde:

—Cuando venga, iré cada día á saludarte en tu casa... ¿No dices que no suele estar tu marido?

—No, Víctor... no querré verte... Cuando venga. —¡yo no sé! ¡no sé!

—Por lo menos te escribiré, me escribirás. «Te recuerdo» —breves saludos cruzados en la semana de ausencia. Fíjate en que tendrán una melancolía noble é infinita de martirio esos recuerdos.

—¡Cállate!

Pero no se le mostraba ya orgullosa, sino tiernamente dolorida. Por huir del fantasma de Adria, que flotaba allí romancesco y maldito, prefería salir... y lo hacía una y otra vez con el propósito de no volver, avisándoselo al extraño amante desde la calle en carta de amargo adiós... Sólo que llegaba á las calles, y quiso su estrella en estos días que encontrárase también pequeña entre las gentes, con la humillación del editor, que únicamente buscaba en «la artista» á la mujer..., con la desilusión del viejo director de un teatro, que no la habló de la comedia futura más que con frialdades...; y volvía, miserable y modestamente recogida á Víctor, como á una incierta y única esperanza... al hombre á quien le había hecho el sacrificio de su carne y de su orgullo de mujer... al novelista de nombre, con cuyo amparo podría, al menos, afirmarse literariamente el suyo, harto ambiguo entre de artista y de cocota.

Entonces, para dar estado á su situación de «amantes bohemios» (á la que parecíale simpática pareja de dos enamorados artistas, unidos por el arte y por los nervios), hizo concurrir con ella á Víctor tres noches á los tés de Rossina, por donde á última hora desfilaban críticos y literatos y pintores... Y al tornar al nido del amor y la crueldad, hasta en los brazos de Víctor seguía obstinándose, desdeñosa ella misma de su sexo, en hacerle no olvidar que era una intelectual, una novelista como él... en hacerle no olvidar á la artistas ni aun en la hembra de obediencia.

—¿Sabes? —decía cortándole sus amorosos delirios á la hermosura blanca —. Ramos y Solá anda descubriendo que es un puro plagio de Tennyson toda la...

—¡Calla! —apagábala él con un beso.

Callaba... pero volvía en su larga paciencia de poseída insensible:

—¿Te acuerdas de Nietzsche, ese gran filósofo poeta, cómo habla en...

Víctor la mordía los labios... por no reírse á carcajadas, recordando la burla feminista, enteramente, aplicable á este «caso», oída á cierto burlón de café: «¡Horror! ¡Una literata en la cama! ¡Creería que estaba abrazando á un compañero!

Pensaba en seguida que si él escribiese esta novela, daría á la baronesa Georgesco como el tipo de la seudo-sabia, de la seudo-artista ridículamente opuesto á la divina mujer artista de Salvata. Sería una satisfacción de equilibrio debida al público. Y harto de mujer, de «literata», mejor dicho (pues acababa hasta por desvanecerle completamente «la mujer» en la blanca hermosura, que en vano tenía negros y bien femeninos contrastes), huían á Adria sus afanes, á la sencilla de alma y corazón que era una bella existencia rarísima de amor y de martirio.

Por lo demás, los tés de Rossina le confirmaban que bien pudiera ser cierto que no hubiese tenido Matilde en Madrid otros amantes, coqueta y vanidosa sin la más leve impulsión de las entrañas, y á quien sólo la coquetería, ya puesta su vanidad en el novelismo, servíala de calculada arma de combate: reía á todos, procurando explotar los deseos que despertaba. Por el contrario, coqueta en Cádiz por sí misma, por su persona y su adorno, había llevado al final más de una vez y más de dos los devaneos.. según indudables confidencias, á Víctor, de Norberta, la loca amiga —antes de ser ambas rivales. Forma, pues, de virtud, tan fácil para la coqueta como enojosa para sus desesperados galanteadores cortesanos, que ahora quizás la interpretaban por fidelidad hacia Víctor en una profunda y delicada adoración. Aparte esto, y por esto mismo, se habría dado al mitológico editor —á no haberse deshecho la leyenda de sus faustos en la de un galán de industria con frac, con un periódico y con unos puñados de billetes...

La tarde del sexto día de esta «instalación» planante sobre Víctor como una eternidad, llegaron Marciana y Carmen —«¡Oh, Víctor, qué loco eres!» —se limitó Marciana á exclamar, comentando en un aparte la presencia de Bibly... con la inminencia de Adria. Era el asombro de la vieja ama maternal que no habiendo visto nunca en la casa semejantes intrusiones, hallábalas por partida doble, al fin. Venía con ella un gigantesco mundo con ropas, mandado por Adria á Tur, siguiendo indicaciones de Víctor, para facilitarla el transporte del no reducido equipaje.

—Señorita Adria!... —tuvo la torpeza de nombrar Carmen á la baronesa Georgesco al entrarle agua al tocador.

Creía de buena fe que se les hubiese anticipado la viajera de quien ya tenían noticias y sabían el nombre. Matilde tragó saliva... Calló. Pero al entrar Víctor en la alcoba, le apostrofó dignamente:

—¡Ah, Víctor, hombre, no! Estás loco si has llegado á imaginar que una mujer en la tierra sufra esto!... Quédate con tus modernismos; yo entiendo y prefiero continuar entendiendo la pasión á la antigua... con sus celos, con sus derechos, con sus viejas consideraciones á la dama... La pasión en que no haya, al menos, la indecencia de rodearla á una de criados para que la vean salir después, llevándose su baúl, como una doncella despedida, por delante del baúl de la nueva que vendrá á su puesto.

Sonrió Víctor, fingiendo pasarse el pañuelo por la cara. Poseía Bibly indudable la desdichada facultad de hacer resaltar lo ridículo, y había querido el azar, ciertamente, que lo fuese este trasiego de baúles. Luego le dio lástima la infeliz vencida que al abrumo de tantas emociones procuraba mantenerse en su serena dignidad.

—Me marcho. Espero de ti, al menos, la delicadeza de que no digas mi nombre á tus criados. Diles... que soy una cualquiera... alquilada por ti unas noches... ¡lo prefiero!... El oficio de la que vendrá, dámelo á mí... ¡sí, es mejor!... Y procura tú también no volver á recordar mi nombre. Adiós.

Tenía puesta una capota de azabaches, negro su traje por instintos del dolor, y se dirigió á salir resueltamente.

—¿Te marchas?

—Sí.

Sus trajes no estaban en las perchas guardados ya, sin duda, en la maleta —que veíase cerrada en el rincón, trabada con las correas.

Su ademán revelaba la completa decisión, y Víctor no dudó que fuese inútil todo nuevo empeño de comedia galante.

—¿Hasta cuándo? —interrogó él con la tristeza real que supone cualquier eterna despedida.

—Hasta nunca —le respondió desde la sala.

Y él fué; la detuvo.

—Dame, Bibly, siquiera la mano de amiga.

La dio —enguantada, negra, con penosa indiferencia.

La besó Víctor, con el respeto solemne á la á pesar de ella misma fracasada en el gran esfuerzo de amor.

—Volveré á verte. Te recordaré siempre. Te enviaré desde mañana cada día mi saludo de lealtad —dijo. —Yo espero, debo esperar, en la que al menos sale de aquí tranquila y persuadida de que no me puede odiar, aunque lo quisiera: corazón sublimado en un tormento no fácil para las demás mujeres de la tierra.

—Mi corazón, es únicamente generoso —dijo ella soltándose la mano. —No me escribas... ¿á qué?

Dejándole en el centro del salón, se alejó recta, pero aún la tornó en la puerta el temor ó la esperanza de sus cartas:

—Desde casa de Rossina mandaré por la maleta luego. Y no vayas á tener también la indiscreción de escribirme á mi casa... pues sabes que no podré volver á ella lo menos en tres días, cuando hayan venido los del viaje.

—Matilde, quédate...

Desapareció.

Víctor cruzó los brazos y permaneció inmóvil contra la mesa, meditando si habría sido en realidad para esta última ocasión, sincero.

Luego alzó la frente.

Era jueves. Para el lunes tenía convenida con Adria su llegada.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco días.

Rectificó: ¡Tres!... porque hoy ya era de noche, y el lunes llegaría al amanecer.

En tres días podían purificarse su casa y su sér de baronesas, de Rossinas, de ingenios de literatos y pintores... de todas estas epidérmicas cosas deformes y duras y regladas que habíanle tenido una semana en la vida que no era su vida de anchos desperezos en lo azul.

Tercera parte. La altísima

Capítulo I

La noche de las grandes impaciencias del gran siguiente día en que la perdida hechicera vendría á brindarle en nombre de la vida éteres de pureza y sencillez, el hastiado de lo falso, sintiendo como el estruendo del tren por la lejana sombra, leía un libro de paz y de amplias visiones de Ruskin, abriéndolo con un puñal.

Era el puñal el único recuerdo de Matilde, olvidado en la mesita: pesado, rígido, hostil como ella. Cuchillo de juguete que no podría servir con su yerta pequeñez y su dureza más que para desplegar lo serenamente enorme de Ruskin y las almas.

¡Y el telegrama esperado llegó... y llegó de Víctor la gratitud ilusa, tomándoselo á Carmen, hasta acariciar la letra de Adria en la envoltura!

Lo puso, sonriendo á su bella confusión, sobre el libro abierto, que había dejado en las piernas.

Quiso encender un cigarro egipcio antes de mirar estas breves palabras que le diría el despacho con la voz misma de la que lo habría puesto feliz al subir al tren: «Salgo en el expreso...»

¡Ah, la concisa! ¡La exacta!

Encendió, aspiró en el humo perfumado la Presencia de ella, y por no devorar en un segundo la emoción de su acento (¡cuán bien oía la voz niña ó la voz trágica en las cartas!), fumó más, sin tocar el telegrama.

Lo intenso, plagaba de evocaciones las más menudas cosas. Un leve papel cerrado, plácido confirmador sin duda de la carta recibida por la tarde, y que, no obstante, removía, con todas sus ansias de ventura, todos sus temores.

Fuerza exquisita, también terrible, la de los gozos que llenan el ser. La descuidada evidencia con que él hubo de venir días antes hacia la esquiva Bibly, á cuyo alrededor no habría, sin embargo, fatalidad que no hubiera de servir para entregársela, era ante el misterio que cerraba el papel y al lado de la trémula alegría con que un alma lo miraba, miedo á cualquier casualidad, á cualquier fatalidad capaz de oponerse, por poderío de un demonio, á la voluntad de Adria por llegar aquí. ¡A la voluntad de la sencilla, de la directa, de la exacta!

«Ha descarrilado el tren...» ¡Qué cerca de la tangible presencia podía estar incluso la eterna ausencia!

Sonriéndose aún de su infantilismo... pensando que tal vez amaba á Adria, puesto que sólo el amor hace admirables niños de los hombres desolados, tomó el telegrama (ligero y azul como una mariposa de alma que sabía decirle tantas cosas), y lo abrió con el puñal.

«No puedo salir última hora. Te escribo»

* * *

El tren que debía traérsela le trajo, pues, una carta desolada. Sin calma para aguardar, había ido Víctor á reclamarla al correo. Sin agrado para ofrecerse más por sí mismo al mal espíritu que anubla una dicha cuando no puede romperla, leyó enseguida, entre empleados y carteros:

Queridísimo Víctor: Cuando te escribí ayer, había vuelto del paseo indispuesta Juanita. No te lo dije esperando que no fuese nada. Por la noche le creció la fiebre; va pasándolo hoy tan molesta, que antes de partir he querido que la vea el médico. Tiene pulmonía, la pobrecilla. Y ya ves, yo hubiese marchado, de todos modos, por no disgustarte; pero mi tía se empeña en que no debo abandonar á una hija, así, y creo que tiene razón y que tú también se la darás. Sin embargo, si tú piensas que por ser fuerte la niña esta enfermedad no será grave, dímelo y saldré. Te escribo al lado de ella; la pobrecilla está delirando contigo, de tanto como nos oye tu nombre. Adiós, adoradísimo mío; todos los días te diré cómo sigue, si quieres. Tuya. —ADRIA.»

Quiso instantáneo contestar á esta carta cándida y simple, en que aparecía la enamorada mal sujeta por el deber de la madre —heroica sin embargo, desde que con sus falsas perlas y su vida de galanterías sacrificábale los galantes faustos fáciles para su beldad á los hijos del odioso (como sacrificó primero á la avaricia de Sagrario su pudor) —, y acercándose al conserje que le había servido fuera de esperas por un duro, logró pronto papel y pluma en una mesa:

«Adria, mi bien: da un beso en esa boca inocente de la enferma que te repite mi nombre, y mírame en ella atenta noche y día. Cúidala. Dime en cada correo cómo se encuentra. Yo siento el sabor de tu alma. Tuyo, —Víctor.»

—¡Maeterlinkismo! ¡Espiritismo! ¡Telepatía! —proclamó uno de los amigos á quienes Víctor refirió vagamente el suceso. —Contó el amigo que había visto una vez, despierto y solo, en su casa, un carabinero que alzó la cortina del cuarto, que le miró, que se inclinó y se marchó... cerradas antes y entonces y después todas las puertas... y estalló la discusión de café entre los que defendían con coraje la independiente realidad de lo inmaterial fantástico, y los que sintiendo en las nalgas la caricia del diván, se reían á carcajadas. Víctor escuchaba nada mas; conocía con la suficiente amplitud física, fisiológica ó filosófica, la solidez de las cosas capaz de vaporizarse en lo maravilloso ultrasensible por sutilísimas dispersiones y enlaces más difíciles de determinar que de ser adivinados en su fatal y compleja gradación de naturales fenómenos. Y se habrían reído de él los neuróticos artistas, fragmentarios, valiosos los más de ellos, pero «sabios de catálogo» en su apremiante necesidad de sabiduría, si advirtiéndoles que por igual la animal suprema caricia del diván y el carabinero y la obra maeterlinckiana era neurastenia, les hubiese remitido con toda simplicidad al grado de bachiller y á ver flores por el campo y mujeres por las calles... Le asombró un momento el asombro que les habría producido al confesarles, él, culto novelista, que ni había leído, ni le importaban tampoco, ni sabía siquiera pronunciar sus nombres y menos escribirlos con su vera ortografía, á Verlaine, á Mallarmé, á Bjors... no sé cuántos Bjorson, á Nietzsche, quitando un poco el soberanamente majadero Zaratustra, á Wagner, casi á Baudelaire...

Pero la vida torturada, esta horrenda vida florecida de extrañezas, reclamaba aún en su gran seno madrileño al impávido escrutador doliente de orgullo humilde, mientras no llegase aquella grande alma simple de una puta á recogerle en redenciones de belleza y de candor— «Juanita sigue mal, mucha fiebre», decíanle las diarias cartas que sólo hablaban de la enferma y que le traían de la madre, al beso del amado, la huella de una lágrima.

Iba á los paseos, á ver las anónimas gentes por las calles, solo y vagador, huyendo lo posible de los complicados herméticos, de los intelectuales laberínticos (laberintos del carbón de un niño en la pared); y Héroe, á pesar suyo, de eternas grandezas soledosas, complacíase en anonadarse, en aniquilarse, en disolverse en los demás, misántropo-altruista y afirmativo negador de todo, en los demás y en sí propio: Cuando lo conseguía, por un esfuerzo de dios ¡más que de héroe!, él era con el alma del conjunto pintoresco, animada por la suya, el EXTINGUIDO EN INFINITO.

Todo, era él —humilde, de mayor grandeza que los Héroes... ¡Panteoantropomorfo!

Y era él, la recta avenida de palacios, arbolada y suntuosa, en cuyos globos de luz ardía la inteligencia de Edison, es decir, la de otro colosal disuelto, la suya. Y era él la dama espléndida y ligera en su eléctrico landó (con un olvido secular de las baronesas Georgesco) para llegar á nobles festines griegos de la vida, en una nueva Grecia arcádica de Venus con destellos en las frentes. Eran él, la costurera que no llevaba la faz del hambre, sino la prisa de trocar sus ropas de trabajo por otras sedas y otro eléctrico landó..., el aprendiz de ingeniero que salía del hoyo negro, cubierto de inmundicias, en demanda del baño y del frac... para reunirse con el médico estudiante que ya bañándose se estaría limpiando sus pestes de las autopsias..., los palacios mismos de mármol y de hierro, alcázares de la vida viva, por poder de Víctor, como de la viva muerte, en la tarde aquella, los sepulcros de Versala. Eran él... igual cada cual á cada otro, «alondras de un bando de alondras»... Y qué delicia, así, ser... NADA!

De pronto, el efectivo puntapié de algún municipal á algún ratero, echaba con el ratero sus sueños á rodar, recogiéndole en él mismo, volviéndole con una crueldad que siempre el guardia ignoraría á su grandeza miserable —. Lo de piedra, lo de hierro, lo de luces... ¡sí, allí en su torno seguía, cruzado por el aire de cables telefónicos, radiado de blancura en su majestad riente de progreso y arte por lunas blancas...; pero el automóvil que cruzaba ahora era oficial, el de la cárcel... y un golfillo más veloz corría gritando el primero su diario que acababa de salir con «el navajazo del Troncho», «la cogida del Maoliyo» y «las últimas bofetadas de las Cortes».

¡Cuándo la civilización mecánica de estos Madrid y Londres y Berlín modernos sería alcanzada en su carrera por la civilización «humana», presa aún en Alejandría y en Jericó!... En efecto, junto á él pasaban dos albayaldadas hetairas de á peseta y un fraile. Por gubernamental consuelo lanzaba el gran París sobre el planeta las palabras de Jaurés, de Clemenceau... sobre el rumor de la vida hirviente y triunfadora hasta en su histórico suplicio.

¡París, patria del alma de carne de la Tierra!

«Querido Víctor: Estoy muy triste. La niña sigue peor. Hoy no la ha dejado la fiebre de cuarenta grados. Ella parece contenta, y hasta juega y ríe con sus muñecas muchos ratos; pero el médico desconfía y cree que, para ir bien, tiene que ser cosa larga. Le ha dispuesto baños y alimento de leche nada más; con lo que sufrimos lo indecible, porque no la quiere y está muy débil. Además, acabo de recibir una carta que no sé si será una contrariedad ó una alegría para nosotros: me avisa quien tú sabes, que «su amigo» ha caído con un dolor á la cadera (ya lo tuvo otros otoños, ciática, durándole varios meses), y, que en vista de esto, debo aplazar mi viaje. Seguramente hasta Marzo ó Abril no saldrá don B... de Castellón, temiéndole al frío. Te repito que no sé si es un mal ó un bien para nosotros; tú lo verás. Si piensas que, no teniendo ya que ir por ahora, no debo ir, no iré. Si quieres que de todos modos vaya á verte, volviéndome cuando pasen los doce ó quince días prometidos, iré en cuanto la niña mejore; yo haré lo que tú me digas, pues no tiene más voluntad que la tuya, tu, —ADRIA.»

Víctor besó la carta de humildad. La excelsa niña que la había escrito, mártir de «su indignidad» para exigirle nada, se imaginaría á sí propia un estorbo ante la baronesa Georgesco —de quien conocía el amistoso abandono tan en propincua situación de volver á la confianza.

Le respondió:

«Querida Adria: Cuida ahora á tu hija y piensa en mí. Se pondrá buena. Ella es fuerte y un ángel que debe vivir. Por cuanto al otro incidente... ¡ah, mi enhorabuena, mujer, y mi alegría! Vendrás... y no te dejarán mis brazos hasta que te me arranquen de ellos. La suerte ha querido compensarnos con largueza el dolor de la pobre enferma, que lo primero es que se cure. Fía en mí con la calma que yo en ti, pues me parece que no van á ser ya los que vengan á buscarme tus ocios volanderos, sino tu vida, para mí solo y para siempre. —Víctor.»

Le mandó esta noche el editor un ejemplar de Salvata, cubierto, tal como iba á salir al público al otro día... «Su libro». Libro ya nada más. Y lo miró con pena.

Una tumba. La cubierta blanca, la lápida. El título, el epitafio. La vida dentro petrificada. —Mientras él fué recogiendo aquella vida en horas de ansiedad, él vivió su angustia y su placer con lo imprevisto... con lo que le tenía suspenso en la congoja de lo que podía mudar, morir, divinizarse, envilecerse también en sus manos...; con lo que tenía que recibir su alma, al ir entregándole su forma única y pura, con cuidados de consagrado cuidador de unos seres de ilusión venidos como fantasmas de niebla desde el ampo de la VIDA.

Ya, un libro.

Murió —dejándole la inmortal memoria en el alma, todo esto que en ella vivió tan rico y móvil —cuando la mano trazó la última letra. Cien veces abierto por la misma hoja, daría cien veces el mismo ademán y el mismo gesto... ¡petrificados! Veinte ejemplares... veinte reproducciones de la misma gracia prisionera en la misma rigidez... ¡Oh libro, sobra del festín, limosna de amor... á quienes tantos te iban á mirar como mendigo de aplausos!

Se alejó de él con desprecio.

Soñó con Adria —esta noche.

Recordaba claramente el ensueño, al despertar, y quiso escribírselo.

«Adria, he soñado... Verás.

Tú vestías de blanco... Tú... tú... ¡eras tú! Te recuerdo bien, y voy á contarte el sueño como él ha sido. De blanco, leyéndome un libro. Dejaste de leer para decirme: «Mis ojos son por la mañana más claros, más brillantes por la tarde. Tienen la tinta dorada y verde de las algas.» Y como miré tus ojos y así eran, y como yo había creído que eran negros, los ojos tuyos fueron otros, y tu estatura se hizo pequeña, como la de una boloñesa que ha debido de escribirme alguna vez: «... miei ochi hanno la tinta dorata e verdognata dell' alga. Non sono alta, ma assai svelta, cosi che quando vado in qualche luongo é bianco vestito, come amo di vestire, mi sento chiamare spesso signorina». —Lo raro es que no siendo Salvata boloñesa, esta boloñesa era Salvata, y las dos tú.

Acepté sin maravilla. Había visto iguales transmutaciones sobre un busto de yeso á un fulgor de sangre que le fué dando vidas varias poco á poco, en una feria. Pero tú leías andando por la nieve. Miré, y estábamos perdidos; desde Versala, paseando, habíamos pasado Niza; un celaje heliotropo entre dos montañas de amatista, que tenían en medio un lago, cuyo azul de talco reflejaba una abadía: todo translúcido como el cristal. No sé por qué vi á una vieja que nos habría vendido estampas en el Vieux-Chateau de Mónaco; y, sin embargo, teníamos detrás la montaña de la Reina Hortensia. Subimos... la virgen, vestida de blanco, tenía en las manos tus sortijas. ¡Sí, sí... tú eras la virgen vestida de blanco!

Tú eras ella. Te afirmé que eras todas las sonrisas que yo he visto en labios dulces y todas mis memorias agradables. Y te pedí: «¿Vamos á buscar á la boloñesa?» Me respondiste: «¡Oh! ¿no dices que soy yo?... ¡Amala en mí» «Tienes razón», contesté; y seguimos por la nieve. Primero, las rocas del monte parecían del bronce de las campanas viejas. Cortábanse sobre un mar desierto y caluroso, como el que surcó frente á la Arabia el buque en que yo leía versos, sintiendo zumbar al blanco, por encima, las granadas de un fuerte... Pero habían quitado el fuerte, no estaba. «¿Cómo ha de estar, si esto es Niza?», me advertiste. Yo te concedí: «¡Ah, es verdad, esto es Niza!»

Habías vuelto á ser Salvata, alta como tú. Un parapeto nos defendía del abismo. Ascendíamos sin fatiga, tú de mi brazo, los dos mirando arriba la montaña, que empezaba á enfrondecer. Luego caminamos entre abetos, luego entre palmeras, luego entre almendros sin hojas, copiosamente florecidos como en Marzo. Fué después un plano jardín de adelfas y de hortensias; el cielo claro translucía pequeñas nubes, quietas como almas en paz, y el suelo era una alfombra de nieve tibia, que no mojaba ni retenía las huellas de los pasos. «Las hortensias —me dijiste —duran más que las rosas». En seguida me suspiraste en el hombro: —«¡Te amo!» —Sonreí y te contemplé, pensando que no importaba no poseerte jamás...; contemplé otra vez ¡bien lo recuerdo!, á la morena virgen, vestida de blanco, que ya tenía lunares y negros el cabello y los ojos.

«Yo no debía poseerte jamás.»

Pregúntale la razón á la quimérica razón de los ensueños, que borró en blanco, en nube, en nieve todo en nuestro torno. No sé por qué instantes ó qué siglos se hundió ó voló mi esperanza por un olvido blanco... En una sima blanca de grutas de hielo cristalinas, abierta á otro blanco abismo, en cuyo fondo sin fondo rugían las nieves en torrente sobre la nieve tibia que no mojaba, dulce como pétalos de rosa sin color, vi un brazo y una mano llena de sortijas, y una esparcida cabellera negra, y un albo jirón de túnica cubriendo un cuerpo muerto de tan bella muerte que no pudo causarme espanto. Aquel cuerpo, al cual la nieve tibia conservaba su calor, su flexibilidad inerte y su belleza; aquella mano engalanada que ya no podría jamás oprimir mi mano; aquella morena, faz dormida, que ya no abriría los ojos... ¡eras tú, herida por horrible sortilegio, ahogada por la vida, muerta de pureza en la pureza!... ¡Eras tú, virgen!

Ese es mi ensueño. Se ha hecho, seguramente de todas las sonrisas que yo he visto en bocas dulces y de todas mis memorias agradables... Acaso también de recuerdos de Salvata, que tú no quieres leer, y de todos mis anhelos que aún no han sido. ¿Serán?... Pregúntate esto, como yo; pero no le busques á mi ensueño otro sentido, porque no lo tiene. ¡Oh, los ensueños y tú, mi Adria! —Víctor.»

Antes de salir esta carta, recibió Víctor la del día. Un cuarto de pliego de papel, escrito con la prisa y la alarma de un martirio: «... la niña está fría, gravísima. Hemos llamado á otro médico.» Y como al siguiente día Adria no escribió, Víctor dedicó un piadoso momento de unción á la pobre y bella Juana de húngaras melenas, que ya habría muerto.

* * *

He aquí juntos á las cuarenta y ocho horas, otro telegrama y otra carta. El telegrama, leído convulsamente, anunciaba: «Salgo esta tarde. Juana sin novedad desde anteayer.» Y la carta explicaba la sorpresa... La quinina, prescrita por el médico de consulta, había cortado lo que no era pulmonía, sino paludismo... lo que no era, además, sino desfallecimiento de la hambrienta, curado con jamón por Sagrario...

—¡A escape, Santos! —le recomendó al cochero del Círculo, que ya esperaba en la puerta.

Aviso telefónico de la noche antes —entre tantos avisos y arreglos de la espera triunfal.

Era tarde: las ocho menos siete. Víctor iba pendiente del reloj. Atajó el coche desde la calle de Alcalá por la del Caballero de Gracia y la de Jacometrezo, á embocar directo la de Leganitos, y un trombo de carretas de carbón y un camión de mudanzas le detuvo en la estrechura minuto y medio perdido... Aunque no, no era tarde. Era... lo preciso para llegar al tren.

Comprobó el calor de la estufa, bajo la piel de tigre, puestas una y otra por encargo á Alfonso. La mañana fría, rodeaba con su quieta niebla á las gentes y á las cosas. Adria traería frío.

Otra vez, en la cuesta de San Vicente, le hicieron temer, unos coches que volvían con equipajes, la inexactitud de su reloj. Le parecía imperdonable que pudiese haber llegado la viajera sin encontrarle... sin ver á nadie para recibirla, porque Alfonso, enviado delante con el tílburi por las maletas, no la conocía y pudiera no saber buscarla en la confusión. Deploró entonces su temor á una larga espera que le había hecho no venir una hora antes, dispuesto como estuvo desde la media noche, levantado desde las seis. Y espiaba, á través del biselado vidrio, los coches de alquiler que regresaban.

Había mucho movimiento de viajeros en las puertas. Más, dentro. Un tren iba á partir, otro acababa de llegar. Pero comprobó en el reloj de los andenes la fidelidad absoluta del suyo, puesto con la Puerta del Sol la tarde última. Una esbelta mujer, con largo abrigo, le hizo ir á confirmar que no era el de Adria el escorzo de su cara...

—Señorito!

—¡Alfonso! ¿Es tiempo?

—Faltan seis minutos. Entrará en aquella vía.

Alfonso le había dejado el tílburi á un mozo de cuerda. Había buscado á su amo, fuertemente contagiado de vigilante interés. Se dirigieron al andén de la segunda vía.

Allí aguardaban ya muchas gentes, entre empleados y mozos de equipajes.

Sonó como un rumor lejano, y Víctor se quitó rápidamente un guante.

—¡Ya viene! —anunció Alfonso, que volvía después de haberse alejado un poco á las agujas.

Le pareció á Víctor raro, este fenómeno de los últimos momentos, que se los había como abreviado, y volvió á mirar el reloj, discorde con su paciencia. Exacto: las ocho y trece. Era tan densa la niebla, que hasta los no muchos metros no se destacó en ella, negra y enorme, la locomotora. Desfilaba el tren en muriente marcha... las puertas semiabiertas, los viajeros en las ventanillas... Un señor, una familia, dos damas, un inglés...¡Ah, sí!,¡Adria! ¡Ella!... ¡buscando!... fuera la cabeza y los hombros sobre el cristal á medio bajar del reservado de señoras! Víctor vio su gorrita de terciopelo rojo, con una pluma, su velo rojo, un blusón de astracán de fuego sombra que la envolvía... y ella le vio y calmó el ansia de pronto en su cara lunarosa una sonrisa muy leve... muy honda, que la hizo cerrar los párpados en descanso. Paraba el tren cuando Víctor llegó al compartimiento, cuya portezuela abría ya un mozo de equipajes al estribo.

—¡Sí! —le dijo al mozo. —¡Quédate!...

Y como Adria le esperó, recogida al fondo, él subió y tomó la querida mano, firme, firmemente, y con el otro brazo rodeó leve su espalda, al tiempo que besó la boca á través del tul...

—¡Oh! —habían gemido los dos, nada más, con emoción infinita.

Un segundo aún, y estrecharon el abrazo, pecho á pecho, contenidos por cortesía hacia las gentes del andén.

—¿Traes facturado? —inquirió Víctor, circunspecto, complacido en ocuparse así de lo pequeño é íntimo de su viajera.

—Sí.

—Dame el talón.

De un tarjetero perla lo sacó ella.

Bajaron. Adria después, de un salto. Le entregó Víctor el talón á Alfonso, á quien Adria reconoció de verle cruzar ante su hotel, saludándole con un «¡hola!» confiadísimo, que fué respondido con una reverencia gorra al aire... y partió con Víctor, después de indicar los asientos del reservado donde venían la manta, libros, pequeñas cosas que no había tenido tiempo de envolver.

—He despertado en Pozuelo. ¡Adivinación!... porque venía muy dormida desde más de las dos y media, en que logré rendirme.

Víctor le oprimió el brazo como á una hermana. No sabía si la ternura ó la niebla le llenaban de humedad de lágrima los ojos.

—¡Abrígate!

Obedeció Adria, ciñéndose con la enguantada mano el cuello del blusón, y fué Víctor pensando hasta la berlina si habría cometido antes la torpeza de dejarla abierta, expuesta al frío. No. Subieron y rodó de un latigazo; la estufa conservábala agradable.

—¿Es tuya... también? —inquirió, en una leve sorpresa de comodidades, Adria.

—Del Círculo. Pero como si lo fuera... ¡Nuestra!

Y ahora, aquí volando otra vez entre cien coches, cuesta arriba, por la niebla, sin necesidad de estores, porque la humedad interior se perlaba en los cristales, libre de gasa la boca, se besaron, se abrazaron fuertemente...

—¡Oh, déjame, por Dios! —pidió pronto Víctor, esquivado hacia el rincón.

Adria, apartados los dos debajo de la piel que les cubría las piernas por los gruesos paños de invierno, por el astracán color de ascua, retuvo con una mano sobre su falda plomo la mano del amante, y hacia la otra dobló la frente en la misma onda insoportable de ventura.

No pudo, al fin, Víctor dudar de la impresión inmensa que le arrancaba lágrimas junto á la noble chiquilla que llegaba á él con su enorme libertad tan cruel... con su belleza tan pura, y, no obstante, con su fatalidad monstruosa de elegante perdida que debería sonreír después á un viejo. ¿Porqué no era su hermana... su amor, en una tierra donde pudieran brotar las bellas vidas libres sin historias de vileza?

—¡Mírame! ¡Lloro! —mostró repentino sin querer decirle, sin embargo, la compleja causa.

—¿Por qué, Víctor? —preguntó con asombro de placer la que bien le comprendía.

—Por ti.

—¡Me quieres!

—Tanto, que venía pensando que debieras ser mi hermana.

Sonreía la feliz agradecida, sin lágrimas en su franqueza, un poco desorientada, sin embargo, por la protesta como de altiva fraternidad limpia de deseos.

—Sí —explicó el que á su vez la adivinaba —. Son las purezas que me inspira este dolor de ansia de todas tus caricias, de tu alma y de tu carne, ahora sintiéndote tan mía. ¡Oh Adria, qué tremenda gloria de tormentos deliciosos nos aguarda! ¡jamás ha sido esperada con tal pasión una esposa!

Se le abandonó en el hombro, y él, espantado de estas terribles voluptuosidades del verdadero amor, habló en seguida de lo que no fuese de ambos, cubriéndola con la piel nuevamente. Hízola contar de la niña. Quedaba buena. En la dedicación de este impaciente sacrificio de la madre, que la turbaba un poco, sincerábase ella afirmando que hubiera de telegrafiarla Sagrario toda novedad... Podría volver, si hacía falta... y había dejado á la criada el encargo de escribir, mientras pasábale á Sagrario el coraje...

—No por la enferma... Es que ha vuelto á odiarte. Teme, incluso que no me verá más..., la tonta, incapaz de conformarse conque te quiera también.

El coche paró. A la mitad de la escalera salió Carmen; Marciana, al descanso; una y otra con la curiosidad de la esperada, que teníalas en sobresalto. Mas no les fué posible verla bien en la semiluz filtrada del nebuloso día, en la especie de infantil vergüenza, además, que hizo á Adria subir como amparada en Victor y contestando apenas las salutaciones cariñosas. Era que la sensación de respetable, de «honrado hogar» impuesta por Víctor para ella también á sus sirvientes con la devoción que habíanle visto en el apercibimiento de este arrobo, la imponía. Tal vez Adria no tenía memoria de haber entrado en una casa con semejante homenaje de cariño y sencillez.

Fué preciso para verla, para admirarse de su juventud y de su cándida belleza, que Marciana llegase guiándolos al salón, donde ardía la chimenea con claror nuevo de oro entre limpio mármol y vertiendo su resplandor de naranja á la alfombra verde en la interior mañana opaca que flotaba en el orden religioso de los muebles; fué preciso que Carmen volviese del coche con la piel y con la estufa, encontrando á la viajera ya despojada por Marciana, mientras Víctor en otro extremo se quitaba el abrigo y el sombrero, para que Marciana y Carmen, aturdidas de inocencia por las respuestas tímidas y amables que Adria les decía á media voz, se pudieran internamente preguntar, asaltadas á la vez por el efímero y despótico recuerdo de la baronesa Georgesco: «¿Pero quién trae á este ángel? ¿La habrá robado?... Porque su aislamiento de campestres forasteras en Tur las mantenía en ignorancia completa de la condición de Adria: no sabían más, por Alfonso, sino que el señorito tenía una novia ó un enredo y que las habían hecho á ellas traer un baúl mandado á Tur misteriosamente de parte «de la señorita Adria». ¿Serían la misma cosa la novia y el enredo?

Cuando salieron, Víctor, que había permanecido junto al fuego, abrumado por esta realidad tan cierta de tenerla aquí, sin osar mirarla, oyendo el cuchicheo en que la dulce parecía entregarse á la bondad de las criadas, ganadas á fuerza de dulzura en la humildad, sintió sus pasos por la alfombra. Venía á él... suelta en su sencillo traje plomo: y se abrazaron... con toda el alma esta vez, con todo el cuerpo. Abrazo largo, eterno, sin besos... por no separar siquiera la cara de la cara, en plena y tremenda quietud «de tormento»... ¡Sí, sí! ¡Cuán delicioso y terrible el que les guardaba esta calma de templo de amor. Tuvo que ser todavía el amante el primero que rompió el abrazo con brusquedad de sensual martirio.

—¡Déjame!¡Déjame... ¡Adria!

Y mirándola extático, prorrumpió, lanzándola casi brutal á la butaca, donde quedó sentada:

—¡Yo odio en este instante tu belleza, que no podría renunciar, que no podré aceptar sin sufrir... de tanto como me mata! ¡Es de... una gloria del infierno! ¡Déjame!

Quería reír, agradecer... la agradecida, pero no pudo... doblóse en el asiento y se pasaba las palmas de ambas manos por los ojos, desde la frente al mentón, pálida como la abrasante emoción carnal que quería arrancarse... Él la contempló así, y escapó á sonar un timbre. Defendíase con extraños.

—La señorita querrá lavarse... antes de almorzar... —le indicó á Carmen, que acudía; y le añadió á Adria: —Sí, ¿sabes? He dispuesto que almorcemos (son las nueve) para que duermas, para que descanses sin tener que levantarte á las doce...

Partida la doncella al dormitorio, terminó él, más bajo y todo intenso:

—Duerme... hasta la noche... ¡La noche será nuestra!

Adria le besó la mano caída á su hombro, y le dejó adivinar, á pesar suyo, en la avidez pesada de los labios, la incredulidad hacia el propósito que ambos igualmente fuesen incapaces de cumplir.

—Mientras duermes —acentuó Víctor, queriendo aferrarse al esfuerzo de respeto á la viajera y de suntuosidad en su inmensa noche —yo apuntaré cosas de ti, de esta llegada tuya á nuestro templo..., en el despacho.

—Lo que quieras —sonrió la gentil oprimiéndole la mano. —No estoy cansada. No dormiré, me parece.

—¡El almuerzo! —pregonó desde la puerta Marciana, entrando bandeja en alto.

Fueron su voz y su irrupción de una casta alegría, cual si sus culinarias artes se hallaran bien empleadas, al fin (durábale el rencor á Matilde, á la efímera antipática) en la novia, en la linda novia de su Víctor. Adria era, pues, el sol de modestia que entraba en la casa radiando una simpática sentimentalidad de que ni los criados podían librarse. Toda contenta ya y confiada, corrió chiquilla á la alcoba y se quitó el corpiño para jabonarse la cara, el cuello, los brazos antes de almorzar, auxiliada por Carmen, que le presentaba toallas y colonia, y haciéndole de paso á la doncella pequeñas preguntas simples, amiga futura, entre arpegiados de risa... Le dio sus llaves. Quería que le sacase la ropa de los baúles mientras ellos á la mesa. Y puesto que salió por el falsete Carmen á decirle á Alfonso que entrase también el otro baúl, como tardase ella en el tocador un poco, un poco más de lo que convenía al plato caliente que esperaba, Víctor fué... sorprendiéndola á medio poner el corpiño, desnudo el cuello y un brazo todavía... que tocó para su mal, al darla, impulsivo, un nuevo abrazo... «¿Sí, sí, ves?... ¡imposible!... ¡Qué, noche!... Me parece, Víctor, que tú tampoco escribirías»...

—¿Vamos? —apremió fuera Marciana con su confianza de vieja ama y su inquietud de cocinera que quería lucirse.

Y fué un beso de los labios ya dormidos en promesa para después del almuerzo lo que cortó la voz, y no fueron Adria ni Víctor ciertamente los que hoy en el almuerzo pudieron estimar las excelencias de Marciana... Gracias á que restituida á su puesto de honor del fogón, mientras Alfonso servía se ahorró la vieja cocinera aquel desastre de comensales autómatas, veloces, bajo el amor que invitaba á otro bien más enorme festín...

Cuando fué por plácemes Marciana, no pudo entrar... herméticamente cerradas las puertas.

Capítulo II

Dulces mediodías opacos de la niebla, de perlina claridad que inundaba las alfombras, cuando Adria, saltando de junto al amante, despiertos ambos como al término de un solo sueño, corría á abrir del contiguo salón los balcones. Volviéndose á la cama, tendía el brazo á lo metálica cajita egipcia y fumaba.

En su vida de luz de amor que orbitaba tan opuesta, placíanla estos amaneceres de las doce —tras la formidable delicia de las noches cuyas albas efectivas la dormían abrazada á Víctor. Verla dormir, era para el amante verla al fin entregada en el supremo abandono del sér... un poco como tenerla muerta contra el corazón en pasajera eternidad. ¡Poemas de la extática contemplación sobre pestañas inmóviles!... Podría adorarla; podría matarla... á la que por darse plena al amor y al amparo del amado le había dado su sueño, su vida, su suerte, sus galas, su diminuta cartera gris en que traía cien duros...

Fumaba al despertar... venturosamente perezosa, la espalda contra el lecho. Nada más bello que esta morena criatura de juventud y de hechizo con el pelo de húngara negramente desbaratado por los hombros. Reposaba como en el fondo de la felicidad... y Víctor se sabía feliz con mirarla felicísima. Sentía su existencia bien consagrada íntegra, total, en la pequeña cosa divina de haberle formado á la chiquilla, á la criatura de Dios, la gloria que ella, pobre mancillada, no soñaría en la tierra. ¿Qué quería él?... ¡Oh, daba igual!... vivían inmersos en la azul anchura del éter, donde todo reposo es amor y es amor todo cambio, sin horas, sin tiempo, y á él, á ella... les daba igual una noche de castas charlas en voluptuosos contactos de las almas, en el lecho de amor, que un día prolongado en noche de placer de nervios (de las cuerdas del alma vibradoras) porque un más pilluelo sonreír de la boca bien pilluela que fumaba le encendía á Víctor la pasión inagotable.

«Podremos morir, pero no rendirnos», habíale dicho la granuja maga tras una noche de cincuenta horas, en que al salir al aire se vieron pálidos, sintiendo los dos casi mareos. —Y en olvido de todo, en esta mortal congoja que les perdía con velos lejanísimos de esperanza, hecha presente, el porvenir y el pasado, les sorprendió encontrar por unas sillas el traje bordado y el sombrero también color grosella azuloso, muy lívido, que Víctor se empeñó en comprarla, modelo de París, para la última tarde de carreras, la anterior. «... ¡Ah, sí! ¡Fué ayer!... ¡Qué tontos!...» Al pie del traje, estaban las botas imperio que habrían debido completarlo, del mismo tono, orladas en la garganta con parca discreción de rasgos modernistas; encima del tocador veíanse las perlas falsas que había querido substituir el amante por otras buenas, rodeadas de brillantes, para besar á un tiempo la frialdad del oro y de las piedras y las orejas ardientes donde el beso, para la eléctrica, era insufrible.

«¡Bien.... de lo mío!» habíale impuesto Adria al antojo de Víctor (y sin notar que valdrían lo menos doble las perlas que sus dos mil reales) en el escaparate del joyero. Mas, noches después, en casa de la modista, tuvo ya que protestar resignadamente agradecida é inquieta de no poder dudarse agasajada: «¡Oh, cuánto gastas... por Dios!...» —Sonrió el adorador de la belleza... ¡qué importaban para colmar de bellezas á la bella unos pedazos de papel que les decían del Banco!... dábanselos porque se deleitaba viviendo libros y escribiendo libros y se los vertía un poco á Adria en lluvia de besos, de sedas y de flores...

Las perlas, sí, se las había puesto desde luego —pequeño fausto de amor cuando la fastuosa los quitaba de los suyos hechos por Dios con limón y lotos. El traje, el sombrero, las botas, la parisina tualé del agónico matiz de las violetas vinosas, aún pasaron de las sillas á un armario.

Porque todos sus proyectos de salir, de ir á teatros, de iniciar también la actriz futura sus clases del Conservatorio, como especial recomendada, morían lánguidamente en la venturosa pereza que hacíales preferir las poltronas frente al fuego. «No has escrito á Versala», tenía que avisarla Víctor. Entonces ella, de sobremesa, algunos días, en tanto él miraba un libro por dejarla libertad, dedicaba á los ausentes cartas de diez líneas, sin alzar ni los ojos ni la pluma del papel, á una sola vehemencia cordial que asomaba intensa por su rostro. Iba á vestirse... volvía peinada, en peinador... —«¡Sí, reglamentaremos nuestra vida cuando pase un poco».... «... nuestra luna de néctares» —terminaba Víctor. Y volvía Adria otro rato al dormitorio y retornaba á sentarse, calzada ya, perfumada, encorsetada, descansando del cansancio con la doncella al espejo..., y apenas si habían ido cuatro noches por la niebla luminosa de Madrid, poco antes de cenar en el coche del Círculo, que á la puerta los había aguardado horas enteras baldíamente. Cenaban al rápido regreso, con la firmísima intención de ir al teatro, y aquella empresa de vestir sus elegancias que le había costado á ella la misma tarde entera que aguardó el coche, resolvíase por modo indefectible, primero, en leer con el maestro, una comedia, á la lumbre, fumando y saboreando el café á plena calma, después en írla el «maestro» á plenas calmas del capricho de sus besos despojando de elegancias, en horas, en largas horas también, hasta dejarla absolutamente desnuda muchas veces, por un afán de beso entero de los ojos y los labios —al calor y á la luz única de las llamas de la leña, apagadas las demás.

—¡Señor, el cochero, que si aguarda! —recordábales Carmen desde fuera, allá á las diez.

—¡Que se marche!

Habíase habituado Adria á estar desnuda con toda candidez, por las butacas, por el ancho sofá verde eucalipto que solían asimismo situar entre ellas cerrando ante la chimenea el nido de amor, y no la sorprendían ya en los labios del amante, con las mayores audacias, las mayores gentilezas, las mayores delicadezas, los más puros idealismos... Los escuchaba igual para sus ojos que para sus senos y sus pies, toda en fuego, y cruzábanla y caían por el suelo de su alma alucinantes, rodadores, con la escarlata viva de las ascuas, con la trémula fluidez de las llamillas azules... á ratos la pirotecnia tornábase flameante tromba de besos que recorríala los ámbitos del sér abrasando muchas cosas...

«¡Alma!... ¡alma!»

Esta palabra sonaba en el silencio y en la hipnótica atención como una blanca cadencia rítmica de la voluble armonía. «Alma», era ya, pues, para la mística desnuda, á quien el dulce déspota forzaba á veces á conservar sus medallas, algo plástico, sensible, sensual, suave como una tibia paloma que le volaba por dentro de la vida á cada beso en la frente ó en la ingle.

Por rapideces del tiempo ó por los nexos del ágil no sabía prevenir las fases de su atención; y le atendía con la misma, religiosa, los cristianos himnos á la muerte y á los cielos, y los helénicos cantos á los muslos... Noches hubo en que los rezos de dormir negados por los labios al corazón de Adria, al sólo contacto del amante, aun vuelta á él de espaldas para más aislarse en devociones, brotaron al fin en alientos de su fe contra el corazón mismo de Víctor fundido á su fervor inmensamente. —Verdad es que al levantarse pedíale perdón á Dios durante la breve soledad del baño, arrodillada un momento, castamente envuelta por la sábana y besando á Santa Teresa. Había encontrado la manera de salvar su Biblia y sus medallas dejándolas allí donde nunca entraba Víctor.

¡«Tú sabes que me arrepentiré, Dios mío!» —prometía de todo corazón ya purificada por el agua.

Víctor había leído una carta donde Sagrario le encarecía á la sobrina gran cuidado «con los tranvías, con los automóviles, con las bombas anarquistas... porque sería espantoso morir sin confesión y en Pecado mortal... Se lo he vuelto á oír á otro señor misionero...» ¡Oh, salvoconducto del católico perdón para una santa existencia entera de no importa qué maldades á cuenta del arrepentimiento!

Pero el misionero de la nueva religión de amor quería imperar en una bella flor enamorada en nombre de la vida; y en nombre del dios grande de las flores, desnudaba en el templo de las noches infinitas, á la flor humana, de trapos de lujuria. Sufría entonces la fascinación directa de «la criatura de Dios» y le hablaba á la carne de su forma, de su vida, de su luz... ó lo que es lo mismo, de su alma.

¡Alma! ¡Alma!

«Tú estás vestida de alma» —decía.

«Tú eres de alma» —decía.

«Tú eres, Adria —decía —, la hermana de un nardo.

Y recordaba Adria también que le había dicho otra noche con una tranquila fiereza que la hizo llorar de gratitud y de terrores inefables al ver que él, luego, lloraba:

«Creo que te amo. Sí, sí, creo firmemente que te amo, y te juro esta creencia por mi madre y por la tuya. Creo en tu amor. Creo en ti. —Estaba ella rígidamente sentada en una punta del sofá, y él le recorrió su desnudez de una mirada, prosiguiendo: —«Una vez vas á vestirte de virgen negra por el luto de la virgen blanca, y entraremos en la iglesia al ser de día, cuando tú no hayas dormido fatigada de mis brazos, para acercarme á un altar jurándole á tu Dios, mujer de otra raza, que te me das por mujer. Adria, Amor, ¿lo jurarás?... ¿Quieres jurar que lo jurarás, por la sombra de tu madre?... ¡Oh, tiemblas... y no lo juras!»

Había temblado Adria, efectivamente, en su terror supersticioso, llorando y riendo de ventura al ver cómo por el rostro manifiesto del impávido, corrían unas lágrimas serenas y terribles, de una amarga y terrible serenidad muy honda que ella no pudo penetrar. Lloraron juntos, y al fin de mucho tiempo de escucharle locos ensueños de pureza, Adria había tomado el puñalillo de Matilde, que por allí de abrir libros rodaba en una silla, y sonriendo y poniéndose la dura punta en el pecho bromeó con una broma de no sabía cuáles anhelos de verdad: —«¡Tú debías clavármelo!» —«No, no, Alma, no lo digas —bromeó él siniestro también, apartándose en espasmo como de una tentación —; ¡mira que yo he pensado que sirve ese puñal para abrir libros y almas!»

Pasó una hora, y el alma con su carne en el lecho del amor le transportó al otro vasto reino de los gozos, de las risas, de los dulces y el jerez, y de los turcos cigarrillos que iban tendiendo por el aire orientales gasas y esencias...

Cada mesita tenía por la mañana un cenicero de plata, lleno de las doradas boquillas.

«No, Víctor... ¡Que escándalo de caro! ¡No vuelvo á fumar!» —había una vez protestado Adria al tomar el último cigarro del estuche comprado por la noche. —«¡Miserable!» —se burló el que habíala hecho viciosa fumadora; y puesto que á la mesa el mismo día la terca no quería probar más el fuagrás y el burdeos, si al menos estas cosas, extraordinarias por ella, no se las dejaba pagar con su dinero, Víctor insistió en la burla: —«¡Miserable!» Era gentil la obstinación de la chiquilla por juntar sus comiditas en el juego del amor.

«Te quiero más como á un hermano; ¿á que no sabes por qué? Porque dormimos juntos. Nunca he dormido con nadie, quitando á mis hijas... Me habría sido imposible».

Virginidades, pues, que él iba tomando en la ultrajada de tantos. Y explicaba Adria que el «padre de las niñas», en temporadas ya lejanas que había pasado con ella en París, no pudo nunca lograr que ella aceptase un gabinete de hotel sin dos alcobas. Este cigarro del amanecer del medio día, solía ser interrumpido por Carmen, que atraída á través de las rendijas por la claridad del salón, y siempre en los apremios de la vanidad cocineril de Marciana, entraba á preguntar si deseaban el almuerzo los señores. —Adria ocultaba ó arrojaba el cigarro con viveza, avergonzada de que pudiera verla fumar.

Así, hoy que por cierto al abrir los balcones la había cegado un sol esplendoroso, sonó el picaporte; y ella apresuróse á sacar baja la mano ocultadora por el borde de la cama. Era Alfonso, con «carta para la señorita»; y volvió el cigarro á los labios para tomar la carta y rasgar el sobre poniéndose á leer.

¡Pudor original... no la importaba el criado. Exactamente lo mismo sucedía en el arroparse hasta el cuello, hasta el pelo, esquivándose de Carmen, allí en el lecho del pecado, y en el no tener sin embargo para Alfonso, si entraba con el correo ó con los grandes jarros de agua para templar la del grifo en la bañera, otras preocupaciones ruborosas que las elementales... —Víctor, el primer día que almorzaron en la cama, tuvo que ceder á la tenaz preferencia de Adria porque los sirviera Alfonso, nerviosa de pensar que la rubia doncellita pudiera estar contemplándola en su intimidad bohemia...Y Víctor; el observador que lo era más cuando menos lo creía, el que estudiaba acaso sin cesar la novela de esta rarísima Adria, se preguntaba hoy mirándola leer, si todo consistía en un respeto instintivo de la «perdida» hacia la virtud de otra muchacha, para quien no quería servir de mal ejemplo, ó casi al revés, familiaridad del impudor de su pudor perdido con los hombres —en quien por ellos robada soezmente, nunca vivió entre mujeres. Creía por eso tan delicadas á la baronesa Georgesco como á las doncellas que sabrían quizás de hipocresía tejerle un velo á sus posibles lujurias de las noches con los bárbaros Alfonsos...

—Lee —le dijo Adria pasándole la carta. —Vuelve á quererte mi tía. Te da recuerdos.

Sagrario hablaba de que solía comer en el campo con las niñas, y el sol en el salón proclamaba aquí un día, hermoso. Lo propuso ella también, comer en los Viveros. Aceptó Víctor —y saltó Adria de la cama, hacia el cuartito de baño, yendo en seguida él, más breve, á tomar su ducha en el rincón protegido por biombos.

Media hora después cruzaban Madrid en el tílburi, deslumbrados; atrás Alfonso con su gorra y su traje verde de botones, apenas inquieta Adria de que pudiese conocerla alguno de Castellón. ¡No era fácil!... Pero con su preocupación, ó con la de las gentes, que la miraban volviéndose al raudo trote de Stern, no habló por el trayecto.

Durante el almuerzo en el rústico camarote de la galería, del restorán, parecido á una jaula penetrada de flechas de sol por las persianas y colgada sobre la primavera otoñal de los jardines, asimismo recordaba Víctor, junto á Adria, distraída por los alborozos exteriores de los organillos y los bailes de modistas, cuyos gritos saltaban de las glorietas y las frondas, la calle de comercios de Versala. —Hacíasela recordar con otra repentina tristeza del corazón, la niña de tan pronta tendencia á huir de su augusta cárcel de amor por los contactos extraños... Diríase que era demasiada pesadumbre de grandeza para ella este dominio de las tensiones enormes, del cual la hipnotizada quería escapar, por una ventana del sol, hacia lo frívolo y fácil. No le hablaba, no le atendía. Estaría evocando á los alegres tenderos y al tenientín de Cartagena, que sabrían bailar... Y él tendría que agitarla de nuevo el alma.

Niña se manifestó el resto de la tarde, pero grata —así que volvieron á vivir solos. Se alejaron al Pardo, y allí pasearon á pie frente al palacio y por el puente. Compraron flores. Una mula de un carro, mal caída entre las varas, la hizo detenerse enternecida hasta ver si estaba muerta. Un cura que en el camino del camposanto, volviendo de un entierro detrás del sacristán y la cruz, ajustaba quesos con un vendedor ambulante, la hizo reír. Y era de noche cuando el bravo tarbés los volvía á Madrid —expansiva Adria, renacida por el aire y por el sol y por la aldeana sencillez á las sanas alegrías...

Desde esta tarde, puesto que seguían los cielos claros y había sido, en suma, saludable la reacción en la mujer-niña de atención ligera que sólo volvíase poderosa á los estímulos fuertes, Víctor, venciéndola los amantes langores que por simple inercia hacíanla preferir la penumbra perfumada y blanda de la casa, la llevó con más frecuencia á todas partes..., con cálculo también. Al principio, á los otros pueblecillos inmediatos, donde placíale comer con ella en los mesones gazpachos y pan y queso, como el del cura. Luego á las verdes colinas de la Moncloa, á los solitarios y selváticos laberintos del Retiro, donde solían cruzarse andando sobre hojas secas, con algún canónigo ó con alguna institutriz... Últimamente desfilaron en el tílburi con la aristocrática brillantez de coches del paseo, por Recoletos, la Castellana... y frecuentaron los teatros, cenando á la salida, si Adria no se antojaba mejor por unas frugales agujas de ternera que devoraban en el lecho de sus muertes y sus fuegos, en mitad de los cafés, de Fornos,

lleno á las altas horas de periodistas y políticos, ó en mitad de los restoranes elegantes, donde comían auténticas marquesas á su lado. —Porque Adria, á través del honrado mundo brillante, que no era extraño para Víctor, sentíase aislada, amparada en Víctor, más de Víctor que en aquel otro de la simple perversión de los merenderos campestres —á que habíanla tenido limitada el tenientito y el banquero, no obstante los viajes á París.

—¡No, no, por Dios, gastas mucho! —insistía ante estos palcos del Español y de la Comedia, adonde el maestro la llevaba para que fuese aprendiendo; ante estas cenas donde también iba consumiendo sus horas á la puerta el carruaje del Círculo, ante las ansias de Víctor, más que nada, por continuar adornándola, insaciable de belleza, con boas y abrigos caros, con broches de turquesas para el negrísimo peinado —siempre un poco igual su raya y su esponjada gracia de las sienes al de una chanteuse de concierto, con escarcelas de moda, con abanicos, con flores...

Víctor reía, comprendiendo, sin embargo, que tenía razón, y que era él el loco, cuyas prodigalidades en la vasta anchura del amor, irían pronto más lejos que su gaveta de mísero rentista burgués doblado de novelista. Sólo que no se enmendaba, deplorando todavía la equivocación de la suerte que no le había hecho nacer millonario, capaz de cubrir el cuerpo de la amada, por desprecio á las riquezas, de una malla de brillantes.

—¡Qué importa, mujer! ¡Es la fiesta de nuestro encuentro en la vida! ¡Ella seguirá lo mismo, quizá, con un poco más de orden, cuando vuelvan mis días de trabajo en tus glorias y tus faustos de actriz!

Otra mañana entró Alfonso, á la hora del almuerzo, un periódico metido en un sobre y con el sello del Congreso. El Tiempo. Una crónica de Sapho, rayada al margen. Contenía ligeras alusiones á Salvata... Pero ¡ah!, comprendió Víctor... Alguien lo había doblado de manera que la tinta fresca acotaba también, casualmente, un suelto en la página vecina: —«Anoche salió para Berlín el cónsul de Rumania. Entre las personas que le despidieron, tuvimos el gusto de saludar á su arrogante esposa la baronesa Georgesco, la delicadísima escritora, que no le acompaña por terminar una comedia. Permanecerá la insigne literata, durante la ausencia del marido, restada á la sociedad en el aislamiento de su cuarto de trabajo».

—Mira —le dijo á Adria entregándole el periódico.

¡Bien de Bibly Diora el suelto, la maña!... de la coqueta ingerta en diplomática y artista. Escrito para él... principalmente. Odio y cita. Sola unos días, en su casa, para concluir.. una comedia. ¿Por qué estos finos talentos de ironía no lo tenían para el amor estas mujeres? Sintió el pesar de la descortés conducta en que había olvidado escribirle las prometidas salutaciones diarias... dándola ocasión siquiera de que le despreciase (¿qué menos la podría calmar?), y pensó acudir á su llamada, á su casa, á darla el placer de que le arrojase de ella, tal vez; á prestarse personalmente, en fin, á sus desprecios.

Extraña Adria á toda argucia, se limitó á comentar admirativa:

—¡Escribe comedias!... ¡Estaría bueno que si yo llego á ser cómica tuviera que representárselas!

Él le dio el sentido de la artera cita y de su deseo de complacerla. Le escuchó ella con una especie de súbito miedo al ingenio de la intrigante, en silencio, y exclamó luego únicamente:

—Quieres verla... ¡Hoy?

—Preferirías que no la viese, ¿verdad?

Cerró los ojos; los abrió. Su epiléptico resoplar de las narices se dejó oír —y respondió en el tono ronco, trágico, de trémula y desgarrada armonía que parecía arrancar del corazón:

—Hombre, no. Si tú lo quieres... vela.

—¿Esta tarde?... ¡Yo haré lo que me digas!

Meditaron, prendidos cada uno en su emoción. Desde la llegada de Adria, era la primera hora que irían á separarse, y le dolía á Víctor, y le estaría más doliendo á ella, que fuese á ser Bibly el motivo. Mordía su dolor, no osando manifestarlo la desautorizada en «indignidad»: pero lo declaró Víctor, con su obligación de noble-nobleza que, como todas, tocó al alma altísima. Habíase mutado, pues, á resignación condescendiente la voz trágica, cuando concedió:

—Ve. Pasaré la tarde escribiéndole á mi tía.

¡Cómo la tarde! De cierto diez minutos hubiesen de sobrar para las rabias de Matilde; otros diez para llegar; diez para volver, y en suma, media hora. Se le ocurrió al amante ¡más aún!... que no tendrían ni que apartarse: Adria pudiera aguardar á la puerta, en el coche, cayendo las cortinillas... y visitarían en seguida la Exposición de Bellas Artes, según tenían proyectado.

Víctor se vistió el primero, volviéndose al comedor, para dejar que á Adria la peinase la doncella. Al poco tiempo salió Adria, que había rumiado pasivamente su obediencia, vestida á toda gala, por instinto de rival coquetería, con el bellísimo tocado que no estrenó para el Hipódromo... ¡Ah, qué concierto de lívida grosella azul en el sombrero, en el traje, en las botas, con el hueco pelo negro, casi azul, y con el pálido moreno casi azul de su cara en cielo indio de lunares!... Y otra observación del hechizado observador de la hechicera —sólo que ésta se la dijo —: «¿Por qué tu tez es tan limpia, cíngara, que pareces blanca?» —Lo expresó tan asombrado de persuasión errónea de blancuras, que aún reíase la hechicera al subir al coche.

Rodó por Recoletos, por todo el bulevar. No hablaba Adria, más seria cada vez, como si fuese á un sacrificio. A Víctor le abstraían también las probables explicaciones que pudieran prolongar la entrevista. ¿Qué papel había aceptado Adria: el de la dócil ó el de la espía celosa y mediata fiscal del amante?... Nada descubría su faz, hermética de reservas, como siempre que sentía á Víctor un poco fuera de su afecto. —Cruzaron la calle de la Princesa y se detuvo el carruaje en el consulado de la de Luisa Fernanda. Víctor saltó.

—Diez minutos, ¿sabes?

Corrió Adria la cortina azul del lado de la acera, y al poco tuvo que bajar al otro el vidrio, porque la ahogaba allí dentro el calorífero, en la hermosa tarde.

No tenía reloj; pero bien pasaban los diez minutos, los quince, la media hora... Se impacientaba. Prefería no pensar nada, en una indiferencia animal... Hasta que volvió Víctor.

—¡Oh, Altísima!

Cuando la berlina volvió á rodar casi por las mismas calles, hacia la Exposición, quiso Víctor premiarle á la amante su heroísmo con un beso. Se lo sufrió, sin devolvérselo. Nada inquiría, y él disculpó la tardanza (breve el relato que parecía no interesarla) con la verbosidad de Bibly, fluente é imposible de atajar hasta en sus odios. Había venido á que le despreciase, y acababa de prestarse suplicante y tierno á toda la mordacidad de sus desprecios. «¡Jamás, jamás!... ¡Ni siquiera conocidos!»... Le había llamado «cobarde», «canalla», «cínico... de quien no podía ella sospechar que se atreviese á presentársele delante...» Y ahondando su soberbia en su derrota, ella, que solamente podía entender el amor como una guerra de conquista y de vencedores y vencidos, y no como una excelsa amistad por encima de...

—De modo que... le has suplicado... Le has dicho de nuevo que la quieres —clamó Adria, cortando la reflexión que empezaba á parecerle habilidosa —. ¿Y qué habéis hablado de mí?

Hubo rudeza noble en la pregunta, y ansió Víctor responderla igual.

—Tu nombre, Adria —dijo —, ha sido en la ruptura el cierre breve, definitivo, de violencia. Formaba el núcleo de su angustia, y resistíase orgullosa á pronunciarlo, pero brotó como al desgaire: «¡Ten decoro, siquiera, novelista... y no nos sigas luciendo por Madrid conquista semejante!» —«Para mí, que no sé de baronesas —contesté —, vale, por lo menos, lo que tú.» Y replicó en un fulminazo de odio, indicándome la puerta y volviéndome la espalda: —«Sí, se ve que no entiendes bien de baronesas... ¡guárdate de ellas, por lo mismo!» —¡Afortunadamente tenemos su puñal! —concluyó Víctor tratando de inducir á Adria á lo jovial sobre el fastidioso asunto terminado.

Como tal, pero en su indiferencia siempre, lo dio Adria también, mirando á los demás coches que por las inmediaciones de la Exposición recorrían la Castellana.

Quedó el de ellos en la verja, entre mil, y subieron distraídos la gradería del Palacio. Día de moda, á juzgar por la selecta concurrencia. Esculturas, cuadros, grandes lienzos. Un vagar incierto por las salas, un inútil esfuerzo de fijezas de atención para Víctor, y una especie de mayor conciencia, para Adria, de extraña, de intrusa, ante la hostil curiosidad que confluía desde todas aquellas baronesas en la «perdida elegante». Llegó á tener miedo y rabia: á las que cruzaban por su lado fingiéndola desdén, para volver luego la cabeza y examinarla al descuido, empezó ella á devolverles imprevistas miradas altaneras, insolentes, con aquella misma insolencia de niña audaz que pudo notarla Víctor en el Camposanto. Parecían aquí relámpagos de victoria en el desafío de ella sola contra todos... A un señor que llevaba del brazo á su fastuosa mujer teñida en rubio —una suerte de emperatriz con impertinentes, que los retiró de Adria en rápido desvío —, le miró, le sonrió... No eran parte á calmarla su sensación de abierta animosidad entre estas gentes, que al fin veía codo á codo, como en casa de ellas, sin la confusión independiente de los patios de un teatro, sin la libre fugacidad de los coches bajo el cielo ni los galantes saludos en que la envolvían con Víctor, sombreros por el aire, algunos amigos de él.

De pronto se produjo una reacción de silencio y ansiedad. Los caballeros, las damas se pararon, casi formando calle... y todos miraron en la misma dirección.

—¡El príncipe! ¡El príncipe! —se oyó decir de boca á boca.

Y apareció un príncipe en la puerta, sonriente, descubriéndose en saludo —al ver que todos los hombres se descubrían y las damás se inclinaban á su paso, dejándole desfilar, con su séquito fulgurador de generales, ayudantes y edecanes de su corte, exóticamente uniformados, entre ellas y los cuadros que abarrotaban los muros. El silencio era perfecto. —Adria y Víctor habían quedado inmóviles también, en primera fila. Tratábase de no sabíase cuál príncipe extranjero, cuya presencia en Madrid, con pequeños sueltos, cronicaban á diario los periódicos... Rubio, como un capullo de seda, joven y buen mozo. Desviaba á cada paso la atención de los cuadros, para corresponder pleitesías, y se fijó en Adria, enredados más de un protocolario momento en la belleza sus ojos claros del Norte... No fué un siglo, pero sobró para que cayesen en Adria todas las miradas con un cierto respeto envidioso de consagrada de príncipe... El príncipe, antes de pasar á otra sala, volvió con juvenil resolución la cabeza, buscando el airoso sombrero de pálido vinoso violeta bajo el cual encontró fijos, clavados por quieta ansia loca, los ojos negros de la morena cara de lunares...

Después... nada. La dispersión del elegante mundo tras el príncipe, y Adria junto á Víctor, un poco trémula, un poco ajena á sí misma, siguiendo en sentido opuesto su marcha por la Exposición...

—Le has gustado al príncipe.

—¡Oh! —sonrióse ella preocupadamente.

No miraba ya los cuadros por estas otras desiertas galerías. Cualquier ruido de tumulto, la hacía volverse electrizada.

—¿Quieres que volvamos á verle? —invitó Víctor con glacial tranquilidad.

—¡Oh, no!... ¡Qué tengo yo que ver con nadie! —se estremeció Adria, cogiéndole el brazo y obligándole á seguir, en un arrepentimiento.

Y el amante se dejó guiar por la que sistemáticamente ahora, con un frío de pesar, mas no tan hondo ni sincero que no flotase en su alma la dorada visión del príncipe, le condujo por los ámbitos más abandonados del Palacio.

Crueles como nunca habían saltado en el corazón de Víctor la duda y el dolor.

—Ah, ¿no leíste anoche aquel artículo en que hablaban de tu Salvata?

—No. Qué. No lo leí.

La voz de mimo le contestó deplorando:

—No hablaban bien, me parece... ¡Necios!

Era la atiplada voz de niña juguetona. Víctor tuvo que sonreír el candoroso esfuerzo por hacerle olvidar lo inolvidable.

—¿No te importa... que hablen necedades? —insistió melosa; dulcísima, comprendiendo que fracasaba su empeño.

—¡Me placen! —contestó esta vez él con dureza —. Son... la necedad que justifica á mis libros dolorosos. A mí me basta que me gusten á mí, ó á otras almas solitarias. Si la abrumadora mayoría de las gentes, á quienes tienen que compadecer mis libros por estúpidas, no lo fuesen... mis libros carecerían de razón, y tendrían que ser mis libros los estúpidos!

Enmudeció Adria. No supo qué le tocaba á ella del latigazo de soberbia. Disimuló la turbación, aproximándose á un grupo escultórico de caballos y de diosas.

Víctor, el domador de demonios, permaneció detrás, contemplándola.

Se preguntaba con sarcasmo cómo había dudado jamás que fuese una taimada perversa y sutilísima. Cocota, ramera abominable con arte de infeliz, que iba dejándose cubrir de galas y de joyas... Mirábala y la estaba advirtiendo vestida por él desde la cabeza á los pies: el sombrero, el traje, las botas, los pendientes... el anillo nupcial... cuanto tenía puesto por adorno, se lo había comprado el cauto experto á la digna desprendida que acertó á devolverle noventa duros en un sobre... ¡A la vendedora de sonrisas que él en venta desairó, y que acababa de ofrecerlas, delante de sus ojos, en un deslumbramiento de áureos uniformes y de regios compradores!

—¡Vámonos! —ordenó.

Corrían rato después en la intimidad de la berlina, y tontamente la pérfida dilató su obstinación por retornarle á ellos mismos...

El coche daba vueltas por las calles, sin rumbo. Adria acabó por encastillarse en su infantil indiferencia, mirando las gentes, los escaparates, las luces que se empezaban á encender... Una cervecería de la Plaza del Callao dejó ver por las vidrieras de cristalitos cuadrados su confortable interior poblado apenas por las figuras de los tapices en torno á tres camareros. Deseó Víctor entrar. Un cótel. Cerveza alemana para Adria... ¡en todo mostraba ella sus gustos de cocota! Víctor leyó entero El Imparcial, luego El Liberal, con iguales cosas. Resignada Adria, temiéndole ya más que al silencio á la tempestad que de rasgarlo estallaría, había hojeado un Nuevo Mundo cien veces.

—¡George Óscar se llama el príncipe! —le arrojó él como una suave bofetada (de las únicas que él sabía dar á estas mujeres), cuando dejó los periódicos.

Fué á deslizarle Adria no sabía qué pequeña ingenuidad, y comprendió que hubieran ya de exasperarle más los disimulos. Optó, pues, por salirle al paso, medio dulce, medio altiva:

—Hombre, ¡y yo me alegro, porque es señal de que me quieres!... ¡te da celos uno que me mira al paso, y no piensas que yo deba sufrir esperándote mientras ves á una querida!

La despreció él. Cuadrábale plenamente el bajo ardid á la ardidosa.

—¡Celos!... Mujer, qué poco me conoces!

Llamó al mozo. Pagó. Partieron.

Continuó la tirantez en casa, durante la cena, durante el café, en que no leyeron comedias á la lumbre. Adria no quiso fumar —y se acostaron á las once. No apagaba ella el globo rojo, que tenía la nave de su lado, y permanecía echada sobre el corazón, mirando inmóvil y en éxtasis de dolor al rencoroso amante de los odios y los amores raros, que permanecía también inmóvil mirando al techo.

—Víctor, ¿quieres decirme qué tienes? —asaltó ella por fin, con su brava cobardía.

—Tú no podrás entenderlo... ¡la que me cree celoso!

—No importa, dilo; lo procuraré. Nos habíamos prometido para siempre y aun contra nosotros mismos la franqueza.

Él cerró los ojos. Estaba pálido. Le pareció á Adria el cadáver de mil ilusiones suyas, y lloró.

Reprimió pronto su llanto. Conocía el poder de sus caricias y le acercó la cara á la cara, besándole.

—No, mujer —rechazó leve el amante, que por inercias de respeto llamábala mujer todavía (como gustábale á Adria llamarle hombre, los dos en una suerte de augusta consideración de humanidad que no pudiera hallar más altos timbres nobiliarios). —¡No! ¡Déjame, duerme!... Tus besos, sé ya de qué pasión me cuentan cosas. Le hace falta esta profunda soledad de los dos á tu cariño, que se disipa entre las gentes. Pero, en fin, ya ves si puedo... más que banqueros y tenientes y franceses de pasada... porque ha necesitado de mí tu carne para su placer, antes dormido por torpeza de los otros, y me tienes al menos esa honda gratitud... desde el corazón de tu carne!... Y concluyó feroz: —Ahora; ya adiestrada por tu Víctor para el gozo... podrías ser un tesoro de gran precio para príncipes... ¡No tema, pues, perder tu corazón lo que ya sabría encontrar quizás en cualquiera!

Una convulsión hízola apartarse, quedando de espaldas con las dos manos fuertemente apretadas á los ojos. En seguida aligeró el interior espasmo de su vida entera por la nariz, como por una válvula, en un verdadero resoplido de bestia herida.

Tal al menos le estaba pareciendo á Víctor, que se irguió con el codo á contemplarla desde la indolente cima del desdén. No lloraba. Pálida, muy pálida, cual si la presión de sus manos y de otras manos invisibles la hubiesen exprimido de las manos y la faz la sangre, respiraba con la epiléptica respiración nasal á impulsos, á violencias irregulares, en cuyos intervalos quedábase muerta con rigidez marmórea.

Sabía demás el observador astuto que la insuperable actriz no podría extremar á tal grado sus ficciones, y no pudo dudar de la emoción inmensa. Si la tocase, la sentiría fría. —¡El terror, la emoción de perderle á él sin tener á aquel príncipe, cruzado como centella de oro por su sandia existencia provincianamente derrochada entre tenientes y banqueros!

Inclinándose á ella, que no movió siquiera un músculo, empezó á martirizarla en un tormento que tendría que durar lo que la noche. La venganza de burla contra ella, contra él propio, idiota donador de tantas glorias. Cinta á cinta de alma iba arrancando, de éstas que la había prendido. Las arrancaba y las arrojaba, como guiñapos, en torno de la que parecía muerta. Por verla más sombría, apagó el rojo fanal y sólo quedó ardiendo lejana una luz en el salón... y le asombraba la inmovilidad, la resistencia al dolor de la torturada con todas las sañas de que era capaz, el que era capaz de tantas cosas. Sólo una frase la hizo huir el rostro al otro lado de la almohada, en otro impulso, dejándola ya libre de las manos y los brazos que cayeron inertes á lo largo de la colcha.

—Únicamente tú, Adria, cómica de mi corazón, podrías haber jugado conmigo esta horrible comedia de purezas entre la perdida y el granuja. ¡Sí, para eso, al granuja que soy yo, hacíale falta la perdida que tú eres!

Le pareció bien al torturador esta forma de suplicio, é insistió con saña. Antes había hablado de ella, solamente, mofándose de sus idealismos. Ahora hablaba de los dos, como un eco, tendido al otro extremo de la cama, boca arriba, en un abandono ya como definitivo hacia la Adria que no era esta que le daba igual que le escuchase ó se durmiese... ó se muriese.

—Sí, yo soy también, gitana mía, al mismo tiempo, el vengador de tantos burlados tuyos que no sabían hacer comedias. Tú les mientes á unos dulces amores candorosos, y á otros miradas de tus ojos... una mirada, aunque sea, al que cruza, por mentirles á todos por igual... ¡Cuántas más mentiras te he mentido! ¡Yo!... Porque sí, Adria, á mí me place mentir, mentir mucho... ¡Soy el más gran mentiroso de la tierra, y tú, en cambio, la más cándida entre todas las insignes mentirosas!

Adria sollozaba, allí pequeñamente recogida lejos de él.

Y él se incorporó hacia ella exclamando:

—¡Cómo te engaño!... Pero, ¿has llegado en verdad á creerme que te adoro sólo por mi tesón de negarlo, de repetirte y jurarte tanto que ni te quería ni acaso te podría querer?... Modos nuevos de decirlo, ya ves tú, para que le crean á uno lo contrario. Sé decir, y sé jurar, y sé reír, y sé llorar... y sabe, en suma, de todas estas farsas ¡oh, cómica! tu «maestro de comedias»!

De un brinco, de tigre, de fiera, se echó Adria de la cama —al sentir cerca al cruel. Quedó en una marquesita, no lejos, oculta sobre los brazos por el pelo, y llorando.

—Hacemos esta noche la de la franqueza —siguió Víctor —, comedia muy difícil, pero la hacemos tan bien, nosotros, que ni sabemos ya siquiera ninguno de los dos si la mentimos. ¡Mentir una comedia, oh, es el colmo del mentir!... Y fíjate —continuó conmovido él mismo, ignoraba si con verdad ó con mentira, de aquel llanto inmensamente silencioso de la cómica —, fíjate, y reiré si quieres; lloraré si gustas, un poco, porque me veas llorar la burla de tus lágrimas... ¡Eh... ya lloro, toca mis ojos, torpísima discípula, que no acabas de aprender á reírte de tus llantos!... El caso es que no sepas qué creer, al fin, si te digo ahora, «¡no te quiero!», ó «¡sí te quiero!»... «¡Qué tonta eres, mujer!

Se irguió Adria, con una imprevista transición de calma que admiró al maestro.

—Bien, ¿y qué me dices?

—Que... no te quiero.

Recóndita la verdad en las palabras, no pudo ella percibirla, su avidez —. Levantándose, fué á sentarse al borde de la cama, á ver, al mismo tiempo que oía la respuesta.

—Repítelo.

Y se quedó en espera —alta, sobre los hombros y el cuello esbelto la nerviosa cara, la fina nariz de alas movibles, husmeando los ultrajes de la verdadera verdad, como una cierva que entre los falsos engaños de la fronda presiente la jauría.

—Que no te quiero —repitió Víctor desde lo profundo del ser donde estaba sintiendo su mirada.

Cruzó un desánimo á la valerosa, pero se recobró á su fe. No le creía. Tendió una mano, y sacando de la mesita de noche el puñal de Bibly Diora, se lo presentó diciendo:

—Entonces... mira, toma... Entonces... deberías matarme.

—¿Tan demás tendrías la vida sin mí? —trató Víctor de burlarse, preso sin embargo en algo enormemente trágico que ostentaba la que había él juzgado heroica tantas veces.

—¡Por completo! —afirmó Adria, y continuaba ofreciendo el arma por el puño.

¿Qué cruzó por el incrédulo? ¿Por qué recordó iras de víbora de Bibly Diora en escenas aparentemente semejantes... las rebeldías, los denuestos, los insultos que no habían tenido en la noche entera, para él, los labios de la cómica... los labios ni el corazón quizá de la mártir que supo sufrirle por la tarde la espera extraña á la puerta de Bibly.

Buena ó mala, lo era esta mujer-niña de un modo excepcional, completamente por debajo ó por encima de las demás mujeres.

Pensó más, en una ola de perdón y de amargura, en una angustia horrenda de injusticia que le inundó el pecho... Pensó que tal vez entre todas aquellas honestas é hidalgas damas ante las cuales desfiló el príncipe, ni una sola habría dejado de mirarle con más impudor de ansia de vanidades en la fulguración de los regios faustos... que Adria, que la pobre plebeya ignota que no hizo en rigor sino agradecer deslumbrada de majestad un segundo al deslumbrado en la majestad de su belleza.

¿O qué? ¿El propio rey de todos los ensueños, hubiera sin turbación resistido á una reina que pasase y le mirase?... ¿Qué protervo crimen fué ese, pues, que hubiérale robado de Adria el alma... si es que ella la tenía?

Cogió el puñal.

—Tú —dijo vacilante en la tormenta de sus dudas —no serías capaz de dejar que te matase.

—Prueba.

—¿Pruebo?

—Sí —le confirmó sin moverse.

Habíala retenido la mano, y la afirmó mientras encendía el fanal rojo.

—Menos que matarte. ¡Veamos!

Con una calma de decisión de daño de que no podía dudar ella, púsole la punta del puñal en un hombro. No la inmutó el contacto frío, duro. Víctor fué impulsando gradualmente y la carne cedía sin dejarse penetrar.

—¡Grita!

—¿Por qué?... ¡Clava!

Barrenó un poco el atormentador, y sintió que entraba la aguda punta en la piel.

—¡Grita!

—¡Clava!

La sangre rezumó... una gota, y á su vista arrojó Víctor el puñal y se echó en los brazos de la mártir, de la santa, besándola en la frente y en seguida en el hombro herido, por mezclar á la preciosa lágrima valiente de escarlata las de ternura y de pesar inmenso que vertía su alma por el bruto y por el torpe...

Nunca como en este amanecer se quisieron tanto, como niños, como ángeles humanos que besaban y lloraban y abrazaban.

Por castidad, por pureza, Adria había vuelto á apagar el globo rojo para ser feliz al claror blanco y suave que filtraban las cortinas.

Y Víctor, feliz, insuperablemente feliz, se asombraba del poder de la elocuencia del silencio de esta niña de su vida, mil veces sagrada.

Capítulo III

Zumbaba por la prensa un escándalo que sacudía la general atención fuertemente... que había logrado atraer la de Adria y Víctor un poco afuera de su hermetismo feliz. LA ESTAFA DE LOS DOS MILLONES, flotante medusa que, alzada por un juez, iba sacando del cieno, prendidas á sus radículas y algas, las más bizarras figuras. Cucos, fulleros, falsificadores, policías, ex presidarios, damas y señoritos del ambiguo halo entre burgués y aristocrático, y aun de alcurnia... todo en un garito-lupanar de la ilustre Aurora España, y entre cuyos concurrentes se encontraban como cómplices las marquesas de Viriato y de Valmata y el barón Georgesco. El nombre de la baronesa, lanzado por un reporter, lo salvó ella misma con una archivigorosa protesta —y pasada la extrañeza que causó, quedó su autora convertida en honorable heroína, cuyo retrato prodigaron los periódicos...: «Conocida de Aurora España, la visité pocas veces. No pude sospechar que, en aquella casa de recato, aquellas damas, por su prosapia aparentemente dignas de la estimación de las mujeres honradas, celebrasen tan inicuas bacanales; y menos con la participación de mi marido, hoy encarcelado con ellas y á quien soy la primera en despreciar. La que públicamente declara esto, atenta al INMARCESIBLE BRILLO DE SU HONOR, es una madre que reclama para sus hijos el que quiso perderles un hombre más desdichado que infame; un hombre al cual su propia esposa le arroja desde ahora, y para siempre, el anatema de la compasión en el olvido...» —¡Ella! ¡Bien ella... Bibly!... ¡Cuántas otras semejantes, de las cien esclarecidas familias madrileñas cuya conciencia al escándalo temblaba por el hijo, por el padre, por el deudo más ó menos salpicado, no habrían sentido y ahogado el mismo rigor de excomunión! Honores protocolarios que podían en grandes letras tremolarse, no menoscabados por los amantes que les hubiesen prendido estas elegantes mujeres, como adornos de elegancia, á sus elegantes matrimonios con diadema!

Víctor le había dicho á Adria:

—Tú, Altísima, náufraga de la vida en fondos de vulgar opacidad, no conocías por encima y por debajo la extensión maldita del pantano que te estaba ahogando. Has podido vislumbrar su infecto claror de las alturas á través de esta baronesa Georgesco. Quiero que también bajes conmigo á los antros.

Y una tarde la había llevado por los suburbios á las cuevas por donde los golfos, las golfas, los bellos y harapientos hijos tal vez de aquellas saturnales, se atestaban en repugnantísima promiscuidad de vicio y hambre; y habíala llevado á los sótanos del Gobierno civil, en una noche de requisa, para que viese la confusión de matones, borrachos, mecheras, vagabundos, uranistas, timadores de rapaz aspecto, asesinos de mirar cuajado, atracadores de hombros de mesa y gordas cabezas chatas de sandía... ¡fauna viscosa y subterránea que allí revolvíase por la humedad!

Esta noche le tocaba ver la degradación de la mujer. Eran las dos y media, y marchaba, refugiada en Víctor, por las calles innobles, arrebujada en un mantón y en una toca —la que tenía su valor y su atención despierta de eterna sorprendida para toda suerte de espectáculos. Al entrarla por el portal de una casa cuyos balcones exultaban gritos de borrachos, la advirtió el «maestro» nuevamente:

—No te importe lo que veas ni lo que oigas, ¿eh? ni lo que tenga yo que decir.

Luz eléctrica y un descanso de principal, como el de no importa qué familia acomodada. El ama abrió, y los pasó á un cuchitril de baúles.

—«Perdonen... ¡está todo de gente! Ahora queda libre un gabinete, y podrán pasar sin que la vean...» á esta joven... ¿Dormida? —«No. Ni importa que la vean... Esta está en otra casa, pero está mal —replicó Víctor —. No queremos más que dejar establecida con usted nuestra amistad bebiendo una botella...» Y reforzado el deseo con diez pesetas en dos piezas, los pasó el ama, por entre cuartos donde sonaban besos y camas, al comedor, confortable; les hizo servir manzanilla, y aceptó una copa hablándole maternalmente á aquella joya humildísimamente enmantonada que iría á ser toda una adquisición, por lo visto, para su casa de á duro. «Aquí estará usted bien, hija mía.... mejor vestida, mejor tratada. En las casas de los barrios creen que una mujer es de goma... ¡Oh, las conozco!... ¡Sé de una infeliz que aguantó á setenta y tres en un día de San Isidro! Excuso decir cómo la dejaron, que intervino el juez. Aquí, apenas la animación dura estas horas... ¡¡Voy!! —se interrumpió, pues la llamaban. Y acabó de pie: —Eso sí, hay que trabajar... ¡Una casa acreditada y decente por todos los conceptos!» —Salió y se oyó fuera dinero. Volvió, y antes de sentarse sonó el timbre y la llamaban de tres sitios diferentes.

—¡Uno que quiere dar cuatro pesetas! —le advirtió con tedio al pasar una rubia que traía las piernas enredadas en la bata y se metía las mangas, luciendo de alto abajo la camisa color fuego.

Y otra que apareció por otra puerta, en camisa blanca y medias negras, en busca de agua, con una jofaina en la mano, retrocedió sin gran prisa... No feas, jóvenes... La rubia, sin saludar, girada mientras se abrochaba el delantero, agradeció con sonrisa de cansancio la silla y la copa brindadas por un hombre que «ya traía mujer á quien dar la lata». Así lo expresó, casi riendo agotada, porque era ella, según confesó también, «fresca y de buen humor, pero no á estas alturas de la noche». Bebió, y remiró un cigarrillo turco antes de encenderlo.—«¡Vengo! —dijo á la segunda copa, levantándose y remetiéndose entre los muslos la falda —. Voy á lavarme, que me ha puesto ese... que ni un burro!» En seguida llegó otra, morenota y grande, y bebió también. Esta entraba recogiéndose el peinado, muy encendida, mojada la cara de saliva y jadeando. Había hecho crujir la butaca con la mole de sus caderas, deseando sin duda no moverlas más en una eternidad; y reapareció el ama gritando: —«¡Laura!» —«¡Leonor!»

—«¡Margarita!»... «¡Pura y Esperanza!... ¡Hala, tú, vamos, viva!»... La empujó, la impulsó... Sacó de la cocina á la rubia, que se detuvo un segundo á estirarse ambas medias, también color de amapola, y á arrancarse del encaje de la bata una manchita roja, vista de improviso... —«¡Vamos, vamos! ¡qué va á fijarse nadie á estas horas!...» Mas como el timbre, y sobre todo las llamadas de los cuartos seguían desesperadamente pidiendo agua, toallas, cold-cream..., todavía, echadas las otras por delante, se oyó al ama avisar en una puerta del pasillo: «¡Anda aprisa, Fe... va media hora... dile á ese que acabe, que esperan muchos, ó tendrá que dar doble!» —En el silencio en que permanecieron Adria y Víctor un instante, siempre callada y seria ella, siempre observándola él cuando no les ofrecía vino y bromas á estas infelices que cruzaban, saltó de pronto un ahogado estrépito de chillidos, de carreras, y una mujer entró con la mano en la nariz, llena de sangre... Adria se sobresaltó.

—¡No! ¡Nada, hija mía! Un puñetazo de ese animal que no quiere dar la peseta —explicó el ama, seguida por las cuatro de la juerga del salón.

Continuaban fuera los gritos y acudieron ellas otra vez, quedándose dos compañeras para atajarle á la apuñada la hemorragia. Al poco, volvieron todas, y el negador de la peseta, una especie de torero lleno de herpetismo, entre guardias de orden público. Hubo careos, confusión, insultos mutuos... «¡Esperpentos!»... «¡Asquerosas!»... y se hizo salir á la rubia de camisa fuego, sin bata alguna esta vez, de una cama donde un hombre quedó á voces renegando. «¡Mentira! ¿Cómo ajustar ella menos de un duro? ¡So... golfo!» Bofetada y salivazo, en plena cara de la rubia. Peseta inmediatamente, forzada por los guardias, y rebelde á la prevención. Todo en orden en seguida y cada cual á su tarea...

—¡Faltaba más, y que creyesen esto un chamizo! —triunfó el ama, partiendo.

Se sentaron las cuatro de la juerga, al regosto de los dorados cigarrillos y el jerez, sin ganas de salir; y los juerguistas, estudiantes que aguantábanse por allí dentro azorados, aparecieron después tímidos, borrachos, no obstante. Ellas querían llevárselos del comedor, sitio de descanso y de servicio; sólo que las copas de Víctor instalaron breves la plena intimidad, y sobre el tácito respeto á la «divina golfa» (que dijo uno) aislada con este señor como intangible, siguió la juerga entre más botellas hechas destapar para obsequiar al obsequioso.

Cañas y brindis, besos y gritos... palabrotas que rodaban reventando con pesante grosería de cajones de herramientas... toda la escena, en fin, de la más baja impudicia puesta en rabia de locura entre la bestialidad y el alcohol. Una de las muchachas, fina ciertamente en su tipo hasta poder él no desmentir su afirmación de ser hija de un notario provinciano, contó que el novio, cuando la des... honró, decíale la señorita mecánica, «porque no sabía más que un compás...» Imitaba el compás, de pie, en medio del corro, rufianescamente, y estalló la concurrencia en risotadas. A petición general se la hizo lucir é ir comentando los demás compases aprendidos en la práctica, y luego el más joven de los estudiantes acometió á la señorita mecánica queriendo darle cuerda allí mismo...» Se armó tumulto, entre las cuatro parejas agolpadas al rincón... A un muerdo respondía un guantazo, á un pellizco una coz, con un muslo blanco por el aire... quedaba una bajo los demás sobre el diván, y ellos se empeñaron en regarle manzanilla entre las piernas... Un estudiante sacó tres arañazos en la barba, otro tres pelos de sobaco arrancados con sus dedos... y puesto que las compañeras de la otra la defendían denodadamente, otro de los luchadores, del esfuerzo ó de alguna patada en el vientre, vomitó sobre la tendida y manifiesta... Se indignaron ellas; iban á obligarle á que se lo volviese á tragar, lamiéndolo, ¡el retepuerco!...

Fué un rechazo también de náusea y desazón, ya insufribles, lo que en Adria hizo arrastrar á Víctor por en medio del burdel, inadvertidos... volviendo á escuchar tras las puertas, en las encrucijadas del corredor (como un frío escarnio de sucia espuma de lascivia para todos los amores) el ruido de besos y de camas. —En la calle se dobló al hombro del amante y lloró... con un copioso llanto de horror y caridad á sí misma que él no la había visto hasta entonces.

¿Brutalidad? ¿Grosería?... No tenía la culpa el poeta que odiaba lo grosero, si siendo así la vida, como tal se la iba mostrando (en mancebías cuyo regular funcionamiento vigilaban los guardias y en centros oficiales de la higiene) al alma altísima que debía saberlo todo, á la pobre inocente «perdida» que ignoraba casi tantas cosas como una colegiala sacada al sol los domingos. Complemento del burdel el hospital, lo visitaron al día siguiente. San Juan de Dios. Adria, con un traje sastre y un pequeño sombrero de castor, como estudiante de medicina, recorrió las salas de las prostitutas. Hora de curas, allí fué contemplando las miserables repugnancias de la lascivia hecha podre... Los gritos que oyó en la noche anterior á otras infelices, de tediosos odios ó alegrías, eran aquí alaridos de dolor entre humos de la carne chamuscada en los cauterios; la ajada belleza deformidad. Costras y pus y siniestras hinchazones. Piernas y brazos punteados como de carbonosas pústulas; labios gangrenosos, fagedénicos, de una peste mortal; dientes y lenguas escorbúticas, narices roídas por los chancros... Cruzó, cruzó ella sin ánimo para detenerse... y salió este día con un horror á la vida, á la carne..., de San Juan de Dios. Los esperaba el tílburi, y habría querido Adria entrar en no sabía qué iglesia de espirituales llamas capaces de volatilizarla... El simple contacto con Víctor en la estrechez del cochecillo la molestaba; pero el simple contacto de sus propias rodillas al huirle y recogerse, la molestaba más...

—¡Oh, por qué seremos de tanta suciedad!

—¡No! —corrigió el maestro —¡por qué querremos ser de tanta suciedad!

Deseó no ir al teatro, por la noche, como las anteriores. Víctor la abandonaba á su saludabilísima reacción, leyendo periódicos, mientras ella leía la Biblia... teniendo que cerrarla al sabor pagano y sensual de ciertos pasajes... Entonces hablaban de lo eterno, de la muerte... hallando Adria sorpresas y consuelos en la firmeza con que Víctor confiábase al no ser... al ser nuevamente el Universo, Dios en parte de Dios... Y sabía Víctor que le habría sido á ella insoportable por estas noches todo acto limitadamente pasional, y no la besaba siquiera... ¡envuelta toda entera como nunca en el beso de su alma!

Pero el guiador perfecto debía dignificar al fin los bajos horrores con otro solemne. La sala de disección de San Carlos cerraríale á Adria el tormento de atracción de abismo de estas visitas. Última página de la macabra, de la imborrable lección. Fué á la otra tarde. El tílburi la conducía, temblorosa, calle Atocha abajo, entre los árboles y el sol. Jamás había visto muertos, y le parecía imposible que los guardase un palacio de ladrillo que no desconcertaba en la ancha vía la animación de coches, de tranvías, de gentes... la animación espléndida y como inmortal. Víctor conocía, en cambio, todos estos escondidos sitios de la pena, en la gran ciudad del regocijo, y nada le inquietó no hallar porteros ni alma viviente por los claustros, cuando entraron. El sol seguía riendo, en los jardines con altos girasoles amarillos que descubrían las vidrieras. Se internó, se internó, galerías adelante, con Adria muy cerca, al brazo. Vaciló un momento en un crucero, pero descubrió al fin la galería y la puerta con el rótulo: Sala de Disección.

Sin duda no serían horas de clases, y todo estaba abandonado, en la vasta soledad donde resonaban los pasos y que parecía poblar el mundano perfume de Adria hasta las bóvedas. Nadie tampoco, en la nave colosal que cogía toda la fachada posterior del edificio. Con sus mesas de mármol, limpias, enfiladas, parecía un gran salón de fiestas esperando. Pudiera bailarse, efectivamente, entre las mesas; y unos extraños artefactos, hacia el centro, fingían el estradillo de una orquesta. Marcharon despacio, fijos al fin los dos en un cuerpo envuelto, sobre un lejano mármol del fondo, en sangrienta sábana.

—¡Mira, una mano!

—¡Oh! —hizo Adria estremecida, pues casi la pisó.

Pero otros espantos la salvaron de éste, haciéndola derramar la vista por el suelo. Un artesón de madera, en lo que parecía la orquesta, estaba lleno de brazos, de manos, de troncos, de sangre y carne picada, igual que el de un matarife. Debajo de unas costillas asomaba una redonda rodilla de mujer, y la cima de pedazos cruzábase en bies por un tórax fortísimo, de algún marinero, cubierto de tatuajes... Se le veía el diafragma, nacáreo y róseo, y le había seccionado el cuello y los brazos un cuchillo bien cortante. —La impresión augusta, que esperaba Adria, como de cara á cara con Dios, fué extensa é intensísima, pero diabólica, en aquel aire claro que olía también á cosas acres de botica del infierno. Junto á otra cuba llena de miembros despedazados, había en el suelo una careta humana: la piel de un rostro con labios, con nariz, con párpados... de una mujer á juzgar por la blancura y por la grasa que así estirada moldeaba las facciones... No lejos, una pelvis pelada... dedos sueltos... cosas que se habrían caído en el transporte de las cubas... Y así estaban Víctor y ella mirando, cuando una voz robusta y melodiosa, de bajo, empezó una canción...

La serenata del Fausto.

Víctor sufrió la emoción inquieta del invisible y satánico artista que cantaba, que hacía resonar su voz por las bóvedas desiertas, sobre la muerte. Una crispación de delicioso espanto le hacía escuchar, en tanto Adria giraba la cabeza buscando al extraño cantor...


Tu che fai l'addormentata,
perché chiudi íl cor?
Caterina idolatrata,
perché chiudi il cor
á cotanto amar?
¡ja, ja, ja...!
 

La carcajada llenaba todos los ámbitos, como salida en verdad de la garganta de un Mefistófeles del Real... Fueron entonces los dos, Víctor y Adria, hacia un ventanal que daba á un patio, donde vieron un hombre... Fueron de la mano, de puntillas, él delante, con el miedo extraño de la emoción extraña y con el ansia tal vez de no acallar al cantante. Sobre una hoguera acaballaba un soporte, del cual pendía una caldera, donde hervían cabezas...; las cabezas, subiendo y bajando, asomaban en su danza del hervor el pelo, la nariz, la frente..., y el hombre, en blusa hasta los pies, las removía con una pala —. No era el que cantaba, puesto que seguía lejana la canción. Víctor explicó que se trataría de un mozo del Museo preparando calaveras. Vio á su amiga tan pálida, tan pálida, mirando alternativa al caldero de cabezas y al sitio incierto de la voz, que hubo de añadir:

—¡Oh... algún doctor que allí trabaja!

La llevó por convencerla, á otra vidriera. Miraron y descubrieron al fin al cantante, de espaldas, con blusa gris, cerrada con distinción al brillantísimo y alto cuello de la camisa, con barba rizosa y negra, solo ante un rígido y blanco cadáver femenino, del cual estaba sacando el corazón... Girado en el mármol el rostro de la muerta, sus ojos abiertos, como de cuajado estaño, clavaban en fría y terrible fijeza al joven médico que hubiese como acabado de matarla con los pulidos cuchilletes de níquel que aún tenía ella sobre el vientre y que eran lindos como objetos de un tocador de amorosa...


...al suo fedel un solo bacio,
un solo al suo fedel...
¡ja, ja... ja!
se non t'ha pria messo al dito
mia cara l'anello nuzial...
¡ja, ja... ja!
 

El cuadro no era de espanto, salvado en no se sabía qué angustioso y místico poema. Notó Víctor, sin embargo, que Adria se le desfallecía, y la sacó casi en brazos. —Pronto la reanimó físicamente el aire de los claustros, el sol libre de la calle...; pero pálida, pálida cual la muerta sin corazón, Adria, desde una alta tristeza en que sentía por vez primera la majestad de lo infinito, creía ver, en cada fastuosa dama que cruzaba en coche con el tílburi, lo que no verían, lo que no sabrían las damas: que ellas y ella no eran macizas muñecas lindas, sino un compuesto extravagante de hígados, de riñones, de intestinos, de huesos blancos y de grasas amarillas como la de la carne de vaca...

¡Una indestructible superioridad en la humildad más grande á que había bajado nunca la humilde! Aquella noche tuvo fiebre, delirio. Le siguió dos días. El viejo doctor llamado é informado por Víctor, dispuso calma, únicamente, y un poco de bromuro.

Víctor, en una butaca junto al lecho, veló, á la que ya era una hermana en el dolor, leyendo los libros predilectos y recogiéndole á la enferma, de su frases incoherentes, su nombre y la visión de aquella muerta con el corazón arrancado.

Los libros predilectos acordados con su espíritu. Uno decía: «La courtisane Aspasie etait pour Périclés plus qu'une amie qui n'est qu'amie, elle etait une amante; elle etait plus qu'une amante que n'est qu'amante, elle etait une amie. Ausssi, ne pouvant pas se passer d'elle, il en fit sa femme».

Muchos ratos posaba la mano en la frente de Adria y graduaba la intensidad del incendio de fiebre que abrasaba quizás todo un pasado.

¡Pobre niña de vuelta de lo horrendo!

Cuando despertó de la crisis en que á ratos lúcidos había podido darse cuenta de la devoción de Víctor, una agradecida y mimosa convalecencia sentimental llenábala vagamente, en su adoración á la pobre vida no infinita, del paradójico afán de no vivir. Tal afán llegó á obsesionarla, renacida ahora y como mujer nueva en su ambiente de lirismos —aquí, por la casa honesta y noble del amado, entre los sirvientes respetuosos y afables. Carmen, con quien hablaba muchos ratos como amiga; Marciana, que tratábala con las bondades de la madre que ella no pudo encontrar en Sagrario... Por vergüenza, por respeto á esta vieja Marciana cariñosa que llamábale también á Víctor «mi Víctor», Adria, en su primera confidencia, le había mentido que ella fué nada más la novia de Víctor, al fin escapada con él... Sostuvo la mentira Víctor de buen grado, aun á trueque de sufrir las piadosas insinuaciones de Marciana sobre que debería casarse con la «pobre niña».

Férvido como un esposo, embelesado como un novio, ciertamente, la estaba Víctor adorando. Con ella sacaba infantilmente su placer hasta de lo más pequeño, y se lo transmitía. Niños de pureza en el olvido pasional de esta convalecencia mimosa y triste, dormíanse abrazados por las noches con la perfecta inocencia de dos gatos chicos.

Al levantarse, hallaban inefables goces comprobando que sobre el jaspe del tocador se mezclaban los botones de él y las horquillas de ella, los cepillos y los peines de uno, con las borlas de cisne y la colonia y las esencias de otra. Iban al perchero y les placía mirar que desde los sendos armarios habían ido allí eventualmente á confundirse ropas de los dos... un largo boa cayendo como una suave y cariciosa serpiente á lo largo de un gabán; un chaleco en la misma voluta de boj que los tules de una bata. Y, sobre todo, en los secretos del bargueño del despacho, les era grato ver sus secretos é intimidades revueltos: retratos de ambos, cartas, otras del viejo amante conservadas porque contenían cualquier promesa para sus hijas; dinero sin contar, fes de bautismo y documentos judiciales por Adria apercibidos para arreglar «la herencia» de las niñas en cualquier momento...

Una felicidad ahora inocentísima... y, sin embargo, siempre para Víctor sensual, femenina, dulce, suave como las borlas de plumón de cisne, perfumada como el conjunto de todos los perfumes en la chiquilla de amor habituada á perfumarse. La felicidad de una vida recogida en la corola de un nardo... intensa, y que no era, á pesar de todo, en el alma enorme del poeta, más que el sentimental aspecto de la ancha felicidad humana á que tendrían derecho los hombres cuando estas Adrias de corazón lo fuesen también de pensamiento.

Lo substituía en Adria, lo posible —al pensamiento —el corazón. Su sensibilidad llegaba física y moralmente á lo exquisito, desarrollándola más, bajo este influjo de la nunca dormida consideración cortés del amante, una especie de tacto hiperestésico que igual la hacía detener en el justo momento una mano para no caer una copa de flores tropezada por azar, que contener una palabra, una mirada, un gesto capaces de acentuar una emoción hasta lo no absolutamente plácido. Era así, por condición propia, la esclava de la subadvertencia, de la complacencia, de la condescendencia... y, sabía adivinar, y conservaba con prodigiosa precisión la conciencia de las impresiones que causaba.

Una sola tarde tuvo Víctor que salir para un asunto inaplazable, separándose de ella dos horas, y le admiró, irritándole casi con una súbita sensación del perdido dominio de sí mismo —¡aquel que era su orgullo! —el ansia vehementísima de retornar junto á Adria cual si ya faltase de su lado un año. Madrid le pareció absurdo, con su Congreso, con sus cafés, con los círculos de amigos adonde él podría concurrir... y cuando volvió á llamar al timbre del entresuelo é impaciente ella en persona abrió la puerta, la abrazó ambicioso exclamando y aun dando por bien perdido su albedrío si hubiéralo perdido en tan dulce cárcel:

—¡Oh, no, no Adria... no saldré más sino contigo!

Poco hubiera de suponerles esta limitación. La convaleciente podía afirmarse que se obstinaba en serlo por mimo. Estaba fuerte y ágil y doloridamente contenta, y comía con su juvenil voracidad frente al amante, para quien constituía el comer en tan bella compañía otro de sus sanos placeres. Nada la impediría salir, y alargaba perezosa esta reclusión de su juego á la inocente... Hablaban, hablaban sólo besándose la cara alguna vez, y se admiraban los dos, diciéndoselo —pues habían llegado á la necesidad de comunicarse sus pensamientos más nimios —, del bienestar insuperable que hallaban en un limbo fraternal, prolongando sus charlas sin saberse cómo después del almuerzo, después de la una, una hora y otra mirándose de lejos, insaciables, y hasta suprimidas las lecturas para mayor plenitud de la ideal donación.

Adria, tras un largo silencio de entrega en el hipnotismo de los ojos, expresó una tarde:

—Víctor, comprendo el éxtasis. Comprendo al fin lo que no habían podido hacerme comprender mis libros de oraciones: que para los elegidos consista el cielo en estar sentado SIEMPRE, á la diestra de Dios.

Rió, añadiendo:

—Yo hubiera querido que me pusieran en la gloria cerca de mi tía y de mis niñas, para reír y dar vueltas de carnero algunos ratos.

Y la dejó anublada el recuerdo, después que ambos rieron la ingenuidad.

El amante observaba, una vez más, que en el orden de sus afectos ella nombraba siempre antes á su tía que á sus hijas. Además debía de tener pesares por las tres tan olvidadas que recordando él á las dos chiquillas lo que no su madre, era él quien complacíase trayéndolas á la conversación á menudo y quien les compró y envió un día juguetes de un bazar donde elegía Adria horquillas y jabones. Por eso indudablemente sorprendíanla y la hacían palidecer las no muy frecuentes cartas de Sagrario llenas de quejas; y sobre todo, esta lamentación contenida en la de hoy: «tu— ahí triunfando y tan á gusto, sin acordarte de volver; nosotras pasando la pena negra y sin un cuarto. ¡Nada, nada, anden los versos, hija mía!»

¿Sería la soez ambición de Sagrario, á quien Adria ya podría encontrarle semejanzas con el ama del tugurio, lo que la iba haciendo detestarla? ¿Sería que él pudiese quizás amar todo lo de ella más que ella conocedora del odio y la aversión en que habría engendrado aquellas vidas de sus hijas?

Llamó Adria al criado al terminar á los postres la lectura, y pidiéndole á Víctor las llaves se aferró absolutamente en que habrían de ser de su cartera, de sus cien duros, los cincuenta que enviaría á Versala.

Alfonso partió á poner la letra.

—¡Oh, sí! —concedió en seguida ella mirando la carta con dolor —. ¡Mi tía, queriéndome tanto, hace bien en odiarte!... Yo haré disparates por ti. Tú te has ido apoderando de mi ser, de mi voluntad, de mi corazón... como el médico del de la muerta. ¿Creerás que á veces sufro porque no me acuerdo de mis hijas? ¡Oh, Víctor!

La aplanó á la confesión la pena de tal modo, que en el terror de parecerle al amado, que la adivinaba, una amorosa sin entrañas, le anticipó su deseo de justificarse:

—Quiero contarte mi historia un día... pero lenta, muy lentamente, ¡toda! Y pensaría que te estaba fatigando con detalles tontos si te obligase á escucharla de mis labios, y por eso he pensado.. escribírtela. Escrita, saltarás ó leerás lo que quieras. ¡Sí, sí; no la pidas de otro modo! —apresuróse cortando el anhelo de él por la historia triste —. No sabría referírtela tampoco. Cuando ordenemos nuestras vidas, mientras tú en tu despacho empieces mi novela, yo aquí te iré escribiendo la pobre y vulgar historia mía que tendrá que completarla.

Decisivo el acento, él conformóse. Confió en la promesa de esta última entrega de misterio de la que después ya nada tendría suyo propio.

Pero el vago afán de la ardiente adoradora de la vida, de la dichosa inmensa en esta felicidad acerca de cuya finitud habíala hablado con su yerta verdad la muerte...; el ansia paradójica en fin de no vivir, seguía creciendo en ella y llegaba á tomar fuerza en su cerebro y en sus labios. Jugando, de nuevo esta noche con el puñal de Bibly que había cogido en la mesita desde el lecho, lo acariciaba contra su garganta, sobre su corazón.

—Sí, Víctor, sí —llegó á decir sonriente —, si tú quisieras, á mí no me importaría que nos muriésemos juntos.

—¿Sin haber vuelto á abrazarte? —bromeó él. ¡Bah! ¡piensa, Adria, que sufren mis nervios la sed de ti de muchos días!

—Me abrazas la noche entera... agotas mis rabias y tus rabias de abrazarnos, y... me matas. ¡Con esto!

Mostraba el puñalillo cincelado como un juguete duro y frío, igual que uno de aquellos cuchilletes que le habían servido al médico para arrancar el corazón.

Víctor lo cogió, poniéndolo en la mesita de su lado.

—Si te mato —dijo —habrá de ser de tal manera que te pueda poner como epitafio: «Murió de un beso».

Le dio un beso tan fuerte, como para matarla.

De que se vio libre la boca agradecida, insistió, deslizando siempre entre sonrisas sus tétricas jovialidades:

—¡Cobarde! ¡No eres capaz!... ¡Por no matarte tú! ¿Y por qué no?

—¿Y para qué sí?

—Para saber que me dabas todo, hasta la vida, tomándote la mía.

—¿Lo sabrías... después de muerta?

—¡En el instante de morir, y ese instante fuese para mí la eternidad!

Ella le besó ahora impetuosa en los dientes, al ansia de la eternidad que no tenía la bella vida adorable y pasajera. Víctor se estremeció de amor y de triunfo: no hablaba ya Adria de eternidades cristianas, capaz al fin de resumir la eternidad en un instante. ¡Oh, escaladora de todas las alturas con su sencillez! ¡Oh, Altísima!

—¡Qué más da! —le repuso libre á su vez del beso de la incendiada. —Un instante de años es la vida, Adria, y en él sentirás, con mil noches como ésta, más larga la eternidad de nuestro amor. ¿Ves?... Ya siempre te digo amor... ¡ya no lo dudo!

El beso fué ahora buscado por las dos bocas á un tiempo... más hondo, más largo... y los brazos se buscaron también..., y los ojos de Víctor llegaban muy poco después, en el fulgor rojo del fanal, suspendido cerca del lecho como un ascua á la visión de la divina pasión en la fiera de belleza...

Era, en verdad, una quietud de fiera, de fiera hecha de un ángel-mujer y de un diablo, la que ponía el amor en los ojos y en la faz de la terrible amorosa poseída. Era, en verdad, un ascua, del infierno, de la gloria, de la fragua del amor, la en que había Víctor transformado con rojos y densos papeles de seda el eléctrico fanal que había alumbrado el cuerpo de Bibly con las crudas insulseces de lo eléctrico. —Sí, fulgor de ascua, tonos de púrpura sombría, de fuego sin llama, irradiando á las tinieblas misterios fantásticos en que se perdían las líneas y los límites, en que parecía que las almas pudieran desde sus fondos infinitos asomarse á las pupilas, hallando también por el mundo de las cosas la ilusión de sus inmensos espacios... Agónico resplandor de concentración intensa que se fundía por las paredes y los muebles y daba al lecho de amores vaporosidades de granate nube de crepúsculo.

Entre la nube, Adria... él... un hombre ó un águila, que hubiera arrebatado de la tierra y conservase entre sus garras á una mujer toda desnuda en victoria de belleza... ¡Qué sabía! Lo mismo que el sangriento claror incierto y poderoso de linterna astral lo esfumaba todo en torno, los ojos de Adria, negros, fijos, asombrada y divinamente inmóviles como toda ella en el éxtasis de su espanto siempre nuevo de pasión, absorbían fundido y perdido entero en inmóvil y extática atención el ser del amante, como abismos... como abismos de delicia sobrehumana alrededor de los cuales cantaban, la frente pureza, fiereza la deshecha orla negra de cabello, gracias de finura y de bravura la nariz de anchas ventanas epilépticas; y la boca, menuda, roja, muerte y vida. —Extáticos, inmóviles... la posesión que era tan grande, lo era para gloria de los ojos.

—¡Te veo el alma! ¡Qué honda! ¡Qué honda! —sollozó Víctor por fin desde la suya.

Pero le dieron miedo en aquella faz crispadamente inmóvil llena de lunares, aquella crispada boca fina que no era ahora de bacante, que no reía esta noche mostrándole los dientes blancos y las carúnculas carnosas de sus sonrisas, como de alano, como de tigre, en el interior de sus carrillos; le dieron miedo en aquella faz de amorosa santa en deliquio adorador aquellos ojos hechizados en quietud terrible y cruelísima de ansiosa, ¡y cerró los ojos!

Luego los pudo abrir para empezar á decirle así abrazados, sin miradas, con la voz en el oído, que ella y él tenían su pensamiento y su corazón, cuanto eran de más noble, en este abrazo de gloria de la vida sobre la carne triunfal que habría engendrado con otra hora de pasión semejante á la ascética Santa Teresa... á todos los santos varones y á los sabios rigoristas que luego ingratos y tremenda ó neciamente equivocados motejan de perrunamente bestial la voluptuosidad amorosa, dándose un origen de perros...

—¡Qué infelices, Adria, quienes nacidos para la humanidad de sangre y nervios, la cruzan sin haber visto, como yo en ti, al dios de amor en la mujer por el amor transfigurada!

Ella le escuchaba... ó no escuchaba. Le sentía, por todos los poros y los átomos de su vida abierta y empapada en alma...

¡La Altísima!

Su trono era este lecho de celaje, su imperio su limpia y morena belleza ardiendo derretida en el fulgor rojo de fragua, de gloria, de infierno. Lo mismo le daba al ensoñador de realidades creerla un ángel de aurora que un diablo escarlata... A él, que quería juntar incluso á Dios con el diablo en el mismo amor del Universo.

Esta noche la Altísima, la extensa, volvió á saber reír y fumar sus dorados cigarrillos del kedive...

Capítulo IV

La lección de vida habíale dejado á Adria amortiguados sus detalles repugnantes bajo la impresión desolada de la muerte y la crueldad; pero produciéndole un rarísimo efecto de ansia de aturdimiento, en su propensión de niña, al contagio de las despreocupaciones de Víctor. Mas persuadida por una parte de su insignificancia en el mundo, y totalmente convencida de que sólo para el amante tenía un valor, contemplábase á sí propia, no sin asombro, como descentrada, como un ser aislado y extraño, como una mujer toda aparte y sin filiación posible ni relación alguna con las demás mujeres: ni honrada ni prostituta, ni baronesa, era menos y era más al mismo tiempo que las honradas que no tendrían nunca en sus castillos de virtud un tesoro de amor franco; que las baronesas á cuyos lujos y trenes no cedía en su mundano bienestar; que las prostitutas á cuyo libertinaje le ganaba en libertad gallardísima... Se parecía á un pájaro, capaz lo mismo de saltar de un árbol al suelo que de posarse desnudo en una rama mirando á los pasantes.

Niña, niña... niña con conciencia de su ingenuidad al fin y entera de Víctor, su tímida insolencia de otro tiempo se había vuelto sabia y audaz sin dejar de ser modesta. No la inquietaba ya que en los teatros la fijasen los gemelos de las damas: los devolvía con una cierta indiferencia principesca de igual á igual que le quedó del príncipe. Iba con Víctor otras noches al Central-Kursaall ó á Novedades, entre un público de cocotas, y se dejaba idénticamente mirar y miraba á las cocotas como extrañas, como amigas. En los restoranes elegantes fumaba sus cigarrillos de oro sin importarla ante quién; y en las cervecerías, en los cafés más humildes, donde iban igual prostitutas que enamoradas parejas de modistas y estudiantes, gustaba de beber cerveza —habiendo saltado una noche por lo alto de una mesa, para salir de un rincón, sin más que una indicación de Víctor que le dijo bromeando:

—¡Salta!... ¡A qué molestar á estos señores!

Cuando Víctor acordó, ya estaba ella de pie sobre la mesa, é inmediatamente en el suelo. —Aplaudió la concurrencia, y Adria cruzó por la ovación, recogida en Víctor, como una gentil titiritera que con sonrisa de humildad aparenta no juzgarse digna del aplauso. Sería niña, por su antojo... siempre... poniéndose lo mismo á dar vueltas de campana en la cama del amor que en medio de la calle.

Era de Víctor más que una amiga que sólo fuese amiga, era una amante; era más que una amante que sólo fuese amante, era una amiga... Con la cual podía el observador ir recorriendo la vida de extremo á extremo: desde las Exposiciones de cuadros hasta la del dolor y de la infamia y de la muerte.

Y era una hechizada, principalmente, por aquel á quien habíase dado íntegra... Creía Víctor que si una vez en el Viaducto la dijese:—¡Tírate! —se arrojaría. Así, todas las tardes, á la que sufría rubores invencibles de que pudiera verla el pecho la doncella, decíale Víctor ahora delante de un pintor: —Anda, arréglate —y pasaba Adria al dormitorio para salir al poco rato envuelta de cadera abajo en una seda persa sujeta con imperdibles, desnuda de cadera arriba en su perfecta desnudez morena sin un adorno, sin pendientes siquiera, ni sortijas en las manos. Soportaba como podía el buen amigo de Víctor, el joven pintor de rifeño aspecto y ojos sensuales, el buen Durbán, que almorzaba con ellos, la aparición turbadora, y aprestaba la paleta empezando á trabajar.

—¡Bueno, bueno, Adria, mire, espere un poco... á que repose el café! —Pedía maligno algunas veces. —¡Y tápese mientras, hija, por el frío... tenga la bondad!

Víctor sonreía y Adria sonreía cubriéndose en una amplia capa de lana, para fumar un cigarrillo; y replicó una tarde en que aquel rabino pintor cobrizo y de rizosa barba se permitió añadir que «había cosas que no debían ser... vistas inmediatamente después de un almuerzo suculento»:

—Pues usted tendrá costumbre de ver á sus modelos.

—¡Pero... hay modelos...y modelos, hija mía! —arriesgó él picarescamente incitado, sin acabar de entender qué mezcla de descaros y pudores esta mujer fuese, ni qué para Víctor.

El lienzo, el yacente retrato de ella (fiel memoria de una escena de Versala —no concebía Víctor otro arte que el fiel á sus recuerdos)... el retrato de ella semitendida en un diván, que le iba haciendo al novelista para la novela de ella... ponía al pintor en confusiones. Elegido tal ejecutante más que nada por razón de intimidad, no era un dulce pintor de mujeres, sino de simbolismos tétricos y filosofías nietzschianas, en seco desdén á todo lo sentimental, aunque sin perjuicio de acostarse un par de horas con las modelos de sus cuadros. «Un segundo abrazo á la misma —como á Pierre Louys —le parecía ya el matrimonio», al que estaba de sus cuatro hijos y de su mujer hasta los ojos: érale imposible aceptar que guardase una mujer, una querida, una horizontal seguramente hallada por Víctor quién supiese dónde, la novela de ternuras é idealismos de que aquí parecían querer ambos concederle...

Tal le resultaba del trato con los dos, llegado en pocos días, con Adria presente, á idéntica confianza, salvo en lo de emplear palabras mal sonoras, que si estuviera camaradescamente solo con el novelista en un café. Tendida ella, mostrándole sus senos con la misma imperturbabilidad —creía Durbán —que se los habría dejado morder por mil, hablaba apenas para secundar con afirmaciones de vergonzosa virgen las exaltaciones románticas con que iba el amante pensando que esclarecía las curiosidades del escéptico...

—¿Pero, bueno, vamos á ver... ustedes se quieren?

Preguntándolo soltaba los pinceles.

Víctor contestaba con una serena apología de «su amor enorme, imborrable, infinito, á esta mujer, que tenía que ser ella, como era, amante primero de otros, para ser amada así»; y Adria al asombrado que no sabía si hacíanle objeto de una burla, le confirmaba breve:

—Sí, es verdad. Así nos queremos.

Volvía el incrédulo á pintar, intrigadísimo y meditando por su cuenta. Una vaga compasión le invadía por el amigo que á pesar de su talento y su experiencia pudiera estar sirviéndole de juguete... á... una taimada brindadora al descuido para él de las mismas miraditas con sindéresis que las ninfas de su estudio. Trabajando, contaba cuentos, chistes, que hacían reír á Adria descomponiéndola la pose..., ó refería lances de su historia, más jocosos siempre que ideales —y con tal condescendiente menosprecio á las lindas poupées d'amour, que ésta á quien tan torpemente aspiraba á deslumbrar por el brutal y varonil sistema infalible con cierta clase de mujeres (jactancia del narrador), iría sin duda recordando á su teniente, al doctor de las visitas, al francés del ópalo, al banquero.

No sólo satisfacía Víctor con todo esto un deseo de exteriorizar su amor bizarro con la ocasión de un amigo acogido en la intimidad de ellos fugazmente en la gran intimidad impuesta por la artística desnudez de Adria, sino el agrado de presentarle á Adria junto á él mismo un término de comparación —un nuevo ejemplar de sus orgánicos amantes antiguos, repetido en un artista.

Por cuanto al retrato, resultaría plásticamente ideal si acertase Durbán á interpretarlo con toda su delicadeza de expresión y colorido; ardua tarea para el nietzschiano superhombre y simbolista que se iba demás impresionando por «la hembra». Bello y simple, en su simple y bellísima vulgaridad de mujer tendida. Mas era este superhombre igual que tantos superhombres como ha hecho el admirable pernicioso Nietzsche, sencillamente un refugiado en superhombría y en arisca soledad de placeres egoístas, á causa de su impotencia para amar lo odioso, para buscar y perseguir heroicamente, incluso durante una vida entera, lo noble en el fondo mismo de lo vil; adepto, pues, de la cómoda filosofía de las renunciaciones (la más cobarde), habíase acomodado al mundo tal cual es, á las mujeres tales cuales son... según el bruto sentir de los hombres en tantos siglos de barbarie... según el filósofo moderno, resumidor quizás de la barbarie de los siglos. Durbán, osado, desdeñoso de todas las noblezas y virtudes, de mujer, habituado en familia al tedio de la suya honrada, y fuera á la tosca liviandad de sus modelos, de las comiquillas, de las busconas callejeras, completamente ignoraba, en su arte, el arte de ver femeninas almas, y en el más complejo arte de vivir, el arte de hablar, no ya con una duquesa ó con una blanca colegiala, sino simplemente con una delicada atenta calladora como Adria, que para mayor confusión... era una perdida. Así cobraba ánimo su charla con la colaboración de Víctor, especie de prudente guía que iba como autorizándole y sancionándole en cierto límite sus atrevimientos de frase y de intención, ó por el contrario, desviándoselos y reprimiéndoselos; pero si Víctor callaba, leyendo durante la sesión algún rato el periódico, ó admirando á la semidesnuda admirable, Durbán se descomponía, pintaba inquieto, turbado cual si el silencio del amigo, del amante original, le diese la cortedad misma que si se hallase solo con la aún más original cándida en cueros que no sabía sino reír y contestar con monosílabos... Callaba también, pintaba torpe. ¡El propio y el primero notaba entonces, sin saber por qué, el mal gusto de sus exabruptos sádicos si se decidía á lanzarlos bajo su responsabilidad exclusiva por no permanecer ante ella en la asustada indecisión del niño sin andadores... ¡ante ella que le miraba alguna vez intensa, fijamente, fijamente!

¡Fijamente!

Las miradas de ella, tan suyas, tan de entrega de atención ó de quién supiese qué afán apasionable... lo mismo á príncipes y condes de Ferrisa que á los horteras y al guardia de Versala... Adria notaba que Víctor la advertía, y procurando dominarse este hábito imprudente, lo disculpaba luego, además, cuando Durbán los dejaba por la noche, sin más que manifestar acerca «del pobre Durbán», piadosos juicios bien exactos... Justamente la insistencia en tales sinceraciones, de modo alguno pedidas por Víctor, fué lo que le dio al fin una chispa de enojo... de contrariedad, de... ¿celos?, al verla después cada tarde más violenta por reprimir «sus miradas»... ¡sus hondas, candorosas miradas en que no habría querido él encontrar sino la ingenuidad de la eterna sorprendida!... ¡Celos!... —¿Celos?

Unos celos singulares, de tortura de traición, para lo trivial y lo pequeño —puesto que carecería Adria entonces de la lealtad de no esquivarle un posible antojo por el animal árabe, encanto «del pobre Durbán» —no menos valioso en este aspecto que Bibly Diora....; unos celos mínimos, de altivo que, sabiendo imposible toda otra rivalidad con él en el corazón de Adria, sentía la humillación de no encontrarla altiva para no importa qué fugaces «traidoras» emociones. Llegó á sufrir, en su falta de certeza para poder al menos acusarla de esta cobardía... ¿Tenía el derecho, en verdad, de inferir de sus miradas (quizás de mera atenta curiosa hacia este bruto extraño de talento que era el pintor) una lúbrica impulsión más ó menos efímera? Mas... ¿por qué el agravio si fuese injusto —menos liviana también que la de él la carne de la excelsa, de la redimida en alma y amor?

Caso de voluntad y acto del dominio que creía perdido: quiso, y desterró las leves preocupaciones, sin darles valor alguno y renunciando, sobre todo, al secreto ultraje que implicaría para Adria el espiarla... el salir con cualquier pretexto del salón y mirar después entre cortinas ó por el visillo de un cristal. Y como estaba pensando todo esto en uno de aquellos ratos de descanso en que ella venía á su lado envuelta por la capa; y como al pensarlo estaba mirándola fumar tan bella y tan noble en la despreocupación que él propio la había enseñado, por robarla secretamente aun delante del amigo el perdón del secreto ultraje con un beso, se inclinó á ella y la besó... la besó hasta que le besó ella riendo...

—¡Vamos, vamos, señores... amigos, que no hay Dios que lo aguante!! —saltó el pintor en aspaviento y girando con horror cómico lo veloz que pudo el taburete.

Adria reía, reía.

Durbán, roja como el fuego la faz, que seguía ocultando con la mano abierta, y extendido el brazo en la comedia jovial de no podía decir qué amarguras de estar siendo burlado por la cándida perversa que así con él jugaría á confiarle y á escarnecerle (pues ya era su inclinación por ella casi un respeto) —trataba de reír también, de disimular en vano su contrariedad, su azoramiento, sus... celos ¡éstos sí!

Y... ¿fué una generosidad, ó una venganza casi ruin de Víctor con el ruin? ¿Fué un súbito deseo del magnánimo por hacerle llegar al inconsciente sediento de amor un rayo del amor de la Altísima, ó fué una angustia repentina de sujetar á la posible desleal á la prueba de una turbación reveladora?... No lo supo; obedeció al impulso sin tiempo de descifrarlo:

—Adria, al pobre Durbán le dan envidia tus besos... ¿No quieres darle un beso á Durbán?

La estupefacción tendióse grande en la sorpresa, pero breve.

Adria, dijo:

—¿Se lo doy?

—Dáselo.

Autorizada, se levantó, se acercó, se dobló al estupefacto sujetándose con las manos la capa gris en la garganta, y le dejó en mitad de la mejilla un beso fresco, sonorísimo... en el que no pudo Víctor advertir ni la menor turbación reveladora.

Luego se volvió á su asiento riéndose del perplejo, del helado, del inmóvil Durbán, que dudaba ya si era la taimada la que jugaba con Víctor y con él, ó Victor con él y la taimada... ¡El extraño Víctor!!

La vergüenza que le empurpuraba hasta las sienes, hasta las córneas, no le consintió más que labiear balbuciente:

—¡Bien!... ¡Gracias, Adria... muchas gracias!

El beso había sido de la misma hipnótica obediencia que la hizo saltar la mesa del café y que la arrojaría por el Viaducto. Y Víctor se estremeció de posesión, de poderío.

Al día siguiente quedaba terminado el lienzo, el mal retrato hecho entre azoramientos y preocupaciones ajenas al arte de amar y de pintar, y que no habría de servir para nada.

El buen Durbán no volvió.

Le vieron después en los cafés, en los teatros, y apenas si osó acercarse un instante á saludarlos el bien Durbán.

Escapaba de ellos, incapaz de conciliar que fuesen la misma la que él había visto desnuda, la procaz que le besó, y esta elegantísima y espiritual chiquilla de los abrigos de piel y terciopelo y de los ojos errabundos y asustados... No había en todo el teatro jovencilla de más púdica expresión. —Y luego, de pronto, él que seguía observándola de lejos, sin deseo alguno de ser visto, asombrábase á su vez de verla á ratos cambiar, coger los gemelos, mirar descarada á los gemelos de otros palcos...

—Es su mujer.

—Es su querida.

Oyó una vez decir y rectificar á su lado á unas señoras.

La duda de lo que pudiera serle al novelista la enigmática, igual en él que en los demás. —En suma, la enigmática, la estrambótica —¡la débil niña inofensiva! —infundíale espanto al superhombre..., y trató de no encontrarla más y de olvidarla como un efímero bello monstruo de ensueños.

Paró la berlina. Bajó Víctor, nada más. A través del tul de la nieve vio Adria, cuando abrió Víctor la mampara del teatro, el foyer lleno de actores —, en esta frígida tarde de ensayo. Sí, habríala dado vergüenza cruzar también entre tantos hombres; ya vería cómo arreglárselas para ser cómica... ¡Bah!

Resuelta la noche antes á verter al fin toda su cobarde alma en la declaración de un fragmento de comedia, se había sorprendido á sí propia y había sorprendido al «maestro», que no había logrado antes más que escucharla leer. Con la alucinación convencida de un porvenir de triunfo —y ella lo creyó, puesto que él lo creyó —el «maestro» quiso no diferir el comienzo del ordenado aprendizaje más que hasta el día siguiente... hasta hoy. Acababa de entrar para que le informara el director de la Princesa, amigo suyo, de las condiciones en que pudiera Adria asistir al Conservatorio... Y Adria temblaba como ante el único empeño laborioso de su vida.

Volvió á abrirse la manpara y se acercó Víctor con un señor.

—Ven; está en su cuarto la Sardá, y quiere conocerte. Te presento al director.

Ella en la berlina, y aguantando ellos la nieve en la acera, se saludaron. En seguida, otro señor que estaba en el teatro, brindó momentáneamente su paraguas para guarecer á Adria hasta la puerta.

—¡Oh —dijo detrás en voz baja á Víctor el director entusiasmado, —es preciosa, elegantísima... la gran figura de actriz! ¡Ya la había yo visto con usted, y la Sardá, desde la escena!

Se había vestido Adria, en efecto, por consejo de Víctor, para hacer buena impresión, todas sus elegancias. La célebre Amelia Sardá la recibió encantada: era una de esas estrellas empresarias, incansable lanzadora de bellas y jóvenes artistas, que se cuidan mas de rodearse de una corte de muñecas, propia para el conjunto donde sólo ella debería lucir, que no de posibles rivales en actrices de talento. Una gran adquisición, pues, Adria sin más que verla, para esta dueña del teatro, como para aquella ama del tugurio. Desde luego meritoria, allí, en su misma escena... para hacer damitas de visita... y ¡nada de clases oficiales!... «¿Qué clase mejor, señorita, que las tablas ante el público?»...

Tomaba té la Sardá, y brindó té. Se charló, se bromeó afablemente; habló por último, Víctor, de que él la venía habituando á leer alto, y el director y la empresaria quisieron oírla leer... Adria temía, se resistía... Marcaba á la vez un reloj de mesa las tres menos siete, hora próxima al ensayo, y decidió levantándose Amelia Sardá:

—Bien, aquí no. Mañana, en mi casa... después que almorcemos juntos. ¡Les invito á ustedes!

La galante reverencia había comprendido al director. En seguida guió á la escena, para que fuese acostumbrándose desde hoy.

Fué un éxito al otro día la prueba declamatoria. Los dos profesionales afirmaron igualmente que había en Adria una gran actriz, si estudiaba... que podría encargarse incluso de papeles de cierto empuje así que se habituara en dos semanas al público... Y en las fiebres y en las prisas de las conveniencias y de los entusiasmos, quedó pactado que la neófita se encargaría de una duquesita, comparsa en la comedia que se pondría á ensayo el viernes...

«Lunes, martes, miércoles...; cinco días» —iba contando Adria de regreso en la berlina, por los dedos. Y Víctor mientras á su lado, descansando la cabeza contra ella, iba mirando por el vidrio la nieve que caía profusa, abundantísima como una definitiva consagración de pureza y de grandeza en torno de los dos. Corrían Madrid por una inmensa alfombra blanca, entre unos inmensos velos blancos colgados desde el cielo, como para una fiesta de almas nupcial...

¿Qué miraban uno y otro al lado allá infinito de estos velos? ¿Cuánta dicha? ¿Sería al fin, Adria para Víctor, como Aspasia para el griego dictador, la efectiva esposa que él también querría por retener suya siempre á la amiga y á la amante?...

—Una carta, señorita.

De Versala. Se la arrebató á Carmen, al entrar en casa, con la alegría de poder transmitirle á la tía Sagrario las buenas nuevas; y rota y leída en

un balcón... volvió lívida, hacia Víctor, como muerta, ó como para ir á morir, con dos pliegos en la mano. Uno decía:

«Distinguida amiga: Adjunto remito á usted el importe del trimestre, más lo necesario para su viaje á Madrid, hacia donde se pondrá en marcha inmediatamente. Nuestro amigo, hace tiempo mejorado del dolor, saldrá de ésta el martes. Le encontrará donde siempre. —Suyo afectísimo, —PEDRO VIVES.

P. D. —Me encarga que no deje usted de llevar consigo los papeles.»

¡Víctor!! —exclamó nada más ella, cayendo en una butaca cuando Víctor terminaba la lectura con un temblor en los labios.

Capítulo V

Habría querido una hamaca para escuchar el concierto. La tarde, fría, horrible fuera —hecha tibia noche en el teatro... en el mismo donde Adria hubiera debido consumar su redención. La orquesta sonaba los rodares desdeñosos de histérica testarudez volteante de un minueto de Bach. El pensamiento, el corazón del desolado rodaban asimismo testarudos los temas de cruel monotonía de su arrancamiento de Adria, al ritmo del minueto.

Sentía que la había perdido, con esa vaga y profusa evidencia orgánica que no engaña, que se encuentra por encima de toda optimista reflexión y por encima de los hechos. ¿Qué importaba que aún la viese alguna vez, furtiva allí y llorosa, como extraña, en el que había sido y no volvería á ser hogar dichoso de los dos?... ¡Tan otra! ¡Tan otra!... El viejo amo egoísta, por cálculo ó por bajo instinto de ex tendero, queríala en la modestia de artesanita provinciana, con un abrigo de seis duros, con toca ó mantilla á la cabeza, con guantes negros —sin las sedas y las galas con que la contratada amante gustaba de adornarse lejos de él. Al reunírsele, había tenido que dejar en casa de Víctor sus lujos, llevándose solamente una especie de baulillo de estudiante.

«¡Han venido sus padres!» —Les explicó Víctor á Carmen y á Marciana aquella imprevista partida lúgubre en un amanecer y en un coche de estación, por si la dueña de la casa adonde Adria iba no fuese discreta... Y en verdad que «la patrona», al recibirla, no podría dudar de su cara de viajera, cien veces por el dolor más derrotada que por una noche de tren.

Cada vuelta de Adria al entresuelo, llena de miedos, de prisas, de un respeto ingrato, pero exactamente lo mismo de puntual para el viejo en Madrid que para Sagrario en Versala, había ido siendo una confidencia, que en vano juzgaba consoladora la triste: —«Le dije que recibí con retraso su carta, y que por eso tardé un día». —«Ha mirado los pendientes, la sortija, y le he dicho que son falsos». —«Me ha pedido los papeles, y arreglará lo de las niñas». —Y ninguna le hizo tanto daño á Víctor como ésta: —«Oh, no creas... por Dios!... No me toca, y no hubiera yo de ocultártelo si fuese de otro modo. ¡Está tan viejo!...» —Sonrió dolidamente queriendo ser afable, y terminó Adria: —«¡Le queda la afición!... Cuatro besos... Me trata como un abuelito que quiere pasear: le busco en un café todas las tardes, tomamos un coche cerrado y... por ahí, hasta las siete, hora en que sube á mi casa (no consentiría que me viesen en la suya), charlamos un rato al brasero, y á su fonda, hasta otro día».

El minueto Suite IV del viejo Bach, seguía sonando en las semitinieblas del teatro la testarudez de sus motivos como las cuatro tercas y trémulas caricias de un vicio. No conocía Víctor al que á esta hora se encontraría dentro de un coche con Adria. No quería conocerle, ni ella que le conociese. Se lo imaginaba gris, tiesecete y rojo, con la viva mirada ratonil de todos los viejos lúbricos... Y aquellos babosos besos de impotencia á que tenía que prestarse Adria, ella supiera con qué ascos, le indignaban más que le hubiera indignado el saberla por capricho en aventura completa con un joven, con Durbán, ó con el príncipe...

¡Pagada!... ¡Rendida todavía á la necesidad de esclavitud!... ¿No era este dolor el que lloraba ella cuando iba á verle en sus visitas rápidas, fúnebres, antes para exacerbar la pena que para olvidarla? ¿No era ésta la protesta que no osaba brotar de sus labios de dignísima, de Altísima, contra el excelsador tan torpe que había vuelto á dejarla hundirse en lo grosero?... Nunca sintió Víctor más la mezquindad de este mundo del cheque que no le consentía á su gaveta de mínimo rentista y de gran trabajador substituir para dos niñas la paternal limosna de un don X..., de un en verdad innominado y bestia banquero lugareño, á quien pudiese inmediatamente despreciar.

Adria, heroica ó menos prudente al horror de las humillaciones, que ya podría comparar con las peleas á coces y arañazos por una peseta en la casa aquélla, había hablado de renuncias, de sacrificios, de no importaba qué trabajos para redimir á los suyos... Pero había ido Víctor á la vez calculando las lentitudes fáciles de encontrar hacia su éxito, por la no probada artista, aún al lado de él; las funestas influencias sobre ella, á través del tiempo, de la impaciente y ambiciosa Sagrario, si las dejaba reunirse; las contingencias de orden económico, en uno y otro caso, que podrían llegar insuperables antes que el triunfo... Y había sido este el diálogo final: —«¿Crees tú que si le dejas, él hará, por cariño á sus hijas, lo mismo?» —«Creo que no las quiere, que lo hace por mí, que no haría nada». —«Entonces ¡vive con él!... La suerte de esas niñas, la presente, la cierta por lo pronto, la ganada para ellas por ti sin saberlo en larguísimo martirio, ni tú ni yo tenemos el derecho de romperla, en la justa época que el martirio está para acabar, lanzándola á mil

azares». —Adria dobló la frente á la fatalidad de su estrella. Iba á sufrir al viejo amo hasta lograr el saldo de intereses. Y ambos sintieron un poco su vileza: ella de perfidia hacia aquel á quien tendría que engañar; él de asentimiento á la perfidia. Era la ignominiosa vida de donde no pudieron volar con su poema, refluyendo sobre los dos y salpicándolos.

¡Ah, cómo la transacción comercial había desanudado en las almas los ideales lazos... cuyo destino ya no podría ser otro que el de seguir deshaciéndose!... Mas, ¿á cuál de los dos le había faltado el valor, al menos, para cumplir la antigua promesa de no verse, de respetarse, de evitarse en una digna dolorosa ausencia, y casi bella por mártir, el espectáculo de mutuas miserias en tanto estuviera «este señor» en Madrid? ¿A cuál de los dos?... ¿á los dos?

Había callado la música de Bach, y empezaba la de Schumann, Escenas en el bosque. Víctor salió del concierto. Ambuló por las calles —alto el cuello del abrigo, abierto el paraguas; seguía nevando. Sintió al cuarto de hora los pies fríos. Una delicada señorita que enseñaba la media, le recordó á otra señorita angelical con quien allá en su juventud de Andalucía estuvo á punto de casarse. Le agotaron el matrimoniesco antojo, y poco menos que la vida, en la reja de la novia, las manos de ella delicadísimas, tan diestras que se dijesen de examinada profesora, tan pródigas que en tres años dejaron semiparapléjicos también á otros siete novios de la buena sociedad, intrigando á los médicos locales con endemia inexplicable hasta que se casó ella con un sobrino carnal del arzobispo. Fríos, fríos los pies. Entró en un cinematógrafo. Luego entró en un bazar, dispuesto á verlo todo; y empezó por la sección de cafeteras, al paso de una danza que tocaba un aristón.

A las siete llegó á casa, le esperaba... ¡Oh! aquella á quien él venía á acabar de esperar mortalmente. «Estaba desde las cinco... ¡en cama don... con resfriado!» Por distraerse, había conversado con Marciana y Carmen, y luego en el despacho le escribió á Sagrario.

Ofrecía, en fin... cenar aquí, quedarse hasta la mañana. —Respiró el amante, como siempre que le llegaba en Adria la explicación de su vida; mas no sintió la alegría que estos muebles y este fuego en el mármol recordarían de otras noches: una sombra, Adria; un espectro de dolor, una querida necesidad de consuelos como los de una muerta que volviese... Querría verla con las galas que él guardaba, y prefería seguir viéndola tan otra, ¡tan otra! con el trajecillo de lana negro, con el abrigo café. —Hablaron en el sofá: el padre de sus hijas les iba á poner en el Banco ocho mil duros. Ella podría disponer de la renta, en compensación á los trimestres, que cesarían... Porque ¡mala noticia y buena á un tiempo!, «él» hallándose tan viejo, pensaba alargar todo el invierno su estancia en Madrid..., ya que sería LA ÚLTIMA.» Cenando después, tocaron apenas el vino. Adria seguía hablando de sus hijas, de Sagrario... en la obsesión de las vidas que cruelmente desviaban el curso un momento luminoso de la suya. Las odiaba y las amaba; Víctor, por probarla, habíala propuesto tiempo atrás «huir los dos solos á lejanas tierras», —y entonces ella había enmudecido llorando contra Víctor, creyéndole malo... hasta que juntaron sus lágrimas en el mismo sentimiento de abnegación y de nobleza. —Sí, sí, Altísima, por nobleza, por abnegación —había acabado diciéndola él también en la ocasión aquélla —es preciso que tú sigas algún tiempo siendo lo que fuiste, y yo lo que soy, tu amante de traición!»

¿Dignidad, pues, ó al contrario... cobardía y vulgar orgullo lo que ahora le estorbaba acoger sin algo de vergüenza y muerte entre los dos á la que venía de ser acariciada por el viejo?... ¡Ah, qué drama de las almas! ¡qué de encontradas emociones turbándolos!

A las once se acostaron porque tenían frío, olvidados de cuidar la chimenea. Se acostaron como dos hermanos, sin cesar de hablar, ni aun mientras se desnudaban cada uno á un lado de la cama, de las «cosas de los demás» que así les anublaron su dicha —dándoles en cambio una íntima sensación de bondad inefable al verse unidos por el mismo anhelo de cuidar de otros. Adria, lo que nunca solía hacer, nombraba con frecuencia á su padre... á su madre... y Víctor la veía tan sumida en sus lejanísimos recuerdos, que, naturalísimamente, por ocasión ampliamente invitadora, principió ella á contarle, ya acostados, la historia suya prometida por escrito.

—Pensaba habértela ido escribiendo en estos días, mientras no nos vemos, y he tenido que romper el cuaderno en que la empecé... que todo me lo registra ese hombre celoso.

Recogida á Víctor, con la cabeza en su hombro, tomó el comienzo por el orden que ya tuvo en el cuaderno. Calcaba la primera parte en referencias de la tita, que la recogió al morir sus padres y la llevó al extranjero con el tito Marcos, con el revolucionario ex capitán acabado de evadirse de un castillo. Vueltos á España cuando Adria tenía diez años, logró el repatriado colocarse en una fábrica de Olot; pero sería tan modesto el destino, que sin duda la estrechez le impulsó á un desfalco, con cuyo dinero tuvo el mal acuerdo de montar en Baleales, sin más que mudarse el nombre, una agencia exportadora: alguien debió delatarle, en medio de una espléndida vida, y pasó á Cartagena, al presidio. —A Cartagena le siguieron ellas, como á todas partes, enamoradísima Sagrario de él, no obstante su afición á otras mujeres.

Careciendo de recursos, con poca costumbre de trabajar la tita, é ignorante de todo Adria, pues nadie se había preocupado de hacerla ir á una escuela, con tanto viaje, Sagrario se mató cosiendo y planchando por sufragarle al marido sus menudos gastos de la prisión: y con tales generosidades... que enfermaban ellas de miseria. Adria tuvo tifoideas, la tita anemia... hambre, más hambre que Adria por darle su pan. No consentía que le ayudase en nada. Mandaba á la convaleciente al sol, á la puerta, á jugar... Y Adria, flaca y triste repudiada en los juegos de otras niñas por sus ropas harapientas, se iba de los paseos á ver las flores... Así formaba en la soledad y en el dolor su alma de reflexiva hermética. Había en esta parte de la vulgar historia detalles de tierno interés que aún la narradora aumentaba con su acento simple. Un día le oyó á otra chiquilla, parada á su lado con un bolso de libros á mirar una magnolia, que la escuela era de balde: le dio envidia verla leer libros de estampas, y le pidió á Sagrario aquella tarde que la pusiese á la escuela. La tita se incomodó: «¿De qué salud disponía para ir, ni de qué traje?» —Entonces ella volvió á esperar á la chiquilla una mañana, la siguió, y se presentó sola á las maestras diciendo que no tenía padre ni madre y quería aprender á leer. —Al año era la primera de la clase. Su pobreza, entre las pobres, continuó rechazándola de los juegos de las otras: fué, pues, su placer, su vicio, devorar cuantos libros le daban como premios, cuantos trozos de periódico se encontraba por las calles... Crecía entre tanto, aunque siempre endeble. Aprendido cuanto en la escuela la pudiesen enseñar, dejó de ir por auxiliar siquiera á la tita en los recados y barrer y asear el cuartucho donde ésta continuaba matándose... matándose por las dos y por el tabaco del marido, con la aguja, con las planchas... sin consentir en que la sobrina la ayudase en nada serio... Pero la tía llegó á rendirse: volvió otra temporada á escasear el pan, á faltar absolutamente muchos días junto á la inevitable cajetilla del tito, y se le hicieron amargas á Adria sus holgazanas lecturas de cuentos de princesa por los bancos del paseo. Una gitana que le preguntó si era ella gitana, le aconsejó que se metiese á servir. Por no disgustar á Sagrario, se propuso hacerlo sin que lo supiera; pidió, pues, cuidar de los niños durante algunos ratos, á cuantas señoras los llevaban al paseo; no les convenía, á ninguna, niñera en tales condiciones y con tan mal traje...; y otra vez, en un anochecer, acercóse á otras... ¡oh, qué hambre aquel día! á pedir una limosna...

—Mira, Víctor —decíale aquí la dulce voz lanzada en alientos tibios á su hombro, quietos los dos en el fraterno abrazo, desde que empezó la historia —: me acuerdo de que yo me había parado muchas veces á oír pedir á una ciega de mi esquina., y que dije remedándola: —«Señoras, tengan la caridad de socorrerme con algo, por Dios; mi tita está ciega, y no hemos comido hoy!» —Me miraron: yo me había puesto delante, andando hacia atrás... Una le dijo á la otra: «¡Qué puerca y qué linda!»... y me dieron dos reales en plata. Corrí loca... y mi tita me riñó, se desesperó, quiso pegarme y tirar la moneda... Últimamente me mandó comprar pan y sardinas, pero no consintió tocarlas. Se llevó llorando la noche. —«¡Tú!, ¡tú!... ¡la hija de un abogado!» —repetía. Le imploré cien veces perdón de rodillas, en los días siguientes. Ella lloraba, renegándose más. ¡El disgusto, en fin, me puso enferma!... ¡Ah, Víctor, fué esta nueva enfermedad!...

No pudo seguir. Había estado sintiendo caer por su cara, que le ardía, unas gotas de llanto del atento inmóvil, y sentíale ahora el pecho agitado en sollozos que intentaba reprimir. ¿Y á qué más fingirse insensibles á la ahogadora emoción?... Le atrajo á ella y lloraron largo rato, largo tiempo... lágrimas abundantísimas, incoercibles, de piedad por todas las niñas que piden por las calles...

—¡Ah, mi mendiga! —clamaba Víctor —¡Ah mi Altísima! ¡Y cuán humilde rindo mi orgullo ante tu orgullo!

Tuvo que ser Adria, la no más débil, la más templada por las durezas del vivir, la que le agotó el llanto en los ojos á besos y á pequeñas carcajadas de alegría, de gratitud.

Hacíala falta imperturbabilidad para proseguir la historia del suplicio ignorado entre las imperturbables gentes, y continuó sencilla y serena cual si no tratase de ella misma. La nueva enfermedad había sido de delirios... y nunca después pudo Adria aclarar si vio durante ellos la vez primera á don Baldomero Xifrá. Al recobrar el conocimiento, no se encontró en la guardilla, sino en una cama nueva de un cómodo cuarto de otra calle. Un médico veíala diariamente, y algunas noches iba el banquero á visitar á Sagrario. Esta explicó que era un señor de Castellón, que venía cada semana á Cartagena por negocios, y que se había interesado por ellas. Época de abundancia. En tres, en cuatro, en cinco años más, siguió viendo periódicamente al señor que las daba para estar bien y para buenas comidas en el presidio al tito Marcos... ¿Amante de su tía don Baldomero? ¿Tenaz é inverosímil esperador en la chicuela de trece años, de la futura Adria mujer?... No sabía decirlo. Veía... que no veía nada claramente revelador con Sagrario, quien la hablaba de él como de un abuelito respetable, bondadoso; que la dejaban ir y venir á la casa de las maestras —entonces, que modestos, pero bien presentables sus trajes, se decidió á visitarlas; que no coartaban su libertad para asistir con ellas á un convento, donde se fué haciendo muy amiga de las monjas, y que no la estorbaban, por último, hablar desde el balcón con un joven teniente de fragata, hijo de aristocrática familia, y al cual dejó á las pocas noches con el secreto designio de meterse á hermana de la Caridad... Fué cuando Sagrario (porque al protector se le ocurriese pasar de amante de la tita á amante de la sobrina, ó porque en realidad creyese llegada la sazón de su espera extraña) empezó á hacerla entender que don Baldomero «la quería», á ella, á Adria, á la niña que ya había dejado demás de serlo, y que había sido la única razón de los pacientísimos favores. Adria le debía todo, por lo tanto, al bien anticipado pagador de su deshonra: salud, belleza, bienestar de la tita por ella esclavizada en días terribles... La lucha se entabló larga en el corazón y en el pensamiento de la solicitada, ante aquel hombre, venerable como un abuelo, que empezó por conformarse con retenerla un rato en sus visitas, sin decirla jamás nada incorrecto, mirándola á lo sumo fijamente. La solemnidad de tal licitación, en plena presencia respetuosa de la tita, de la madre idolatrada, podría decir, aparecíasele á la inexperta con igual traza de sacrificio de abnegación, de renunciaciones á la vida, que aquella otra santa invitación de las monjas del convento. Pensando en éste mientras besaba por las noches sus medallas, llegaba á estremecerse de horror de ingratitud al advertir que sólo podría preferirlo abandonando á su tita otra vez en su antigua vida miserable. —«Él dejará de protegernos si no cedes» —oíale argumentar á Sagrario toda grave y sencilla, como poniéndole la suerte de las dos en un monosílabo, cuya espontaneidad, por lo demás, respetase —. Y Adria, ¿podría negarse?... Cedió.

Era previo convenio del banquero con la tita —con el tito Marcos quizá, en su mediación indirecta de consejos... ¡no sabía! ¡no sabía ella de estas cosas! —entregarlas, como en arras, seis mil duros. Los llevó; y la virgen en tal forma desposada, partió sola en un coche á la mañana siguiente para unírsele en un olivar de la campiña... en una casa pintoresca, donde la revelación del «amor» le fué hecha tan estrambótica, tan ridículamente suave como lo era todo en el viejo cachazudo; sorpresa, primero —de nieta recibida cortésmente: una alcoba contigua á otra alcoba y la mesa juntos, nada más. Ni un beso. A la tercera noche, ya entraba él en calzoncillos á la alcoba de ella, pretextando buscar fósforos; á la sexta permaneció mientras la huésped se despojó para acostarse; y á la octava hizo trasladar su cama á la habitación, estrechando confianzas... Hasta que, allá, á la noche quince (harto habituada la intacta á la grotesca visión del pacífico vecino catarroso, con medias de estambre y ligas rojas de trenzón), simulando frío se metió en la de ella. —Él á su ciudad, Adria de regreso á Cartagena, cada uno por su lado, así que amaneció. Adria llevaba la conciencia de un breve é ingrato deber cumplido: su tía la recibió sin preguntarle nada, cariñosa.

Volvió á verle á la semana; y luego de tarde en tarde, siempre en el olivar. Nació una niña, y en brazos de la niñera iba con Adria y Sagrario á ver al tito Marcos; agradecido el preso, besaba á la sobrina, y aun á la hija de la sobrina, á quienes iría á deberles la libertad..., porque le estaban gestionando el perdón del estafado mediante la restitución de mil duros —gracias á los seis mil. Y he aquí que cuando estuvo fuera del presidio, el tito, en un terrible acceso de honradez que por poco echa al Hospicio á la pequeña, proclamó la «necesidad de vivir honestamente, de romper con el viejo seductor, de emigrar á Barcelona.. y de ser él quien sostuviese á su familia, como debía... sin más que emplear en una buena lonja de café los cuatro mil duros restantes».

No habiendo otro remedio que ceder, fué despedido el banquero; y Adria, en Barcelona, donde quedaron ellas al frente de la lonja mientras el tito triunfaba y traía de no se sabía dónde los bolsillos llenos de billetes, empezó á ver indudable que era un malvado. Destino de ella sin duda el sentir en su torno la lujuria con astucias de serpiente, notó una tarde que los abrazos y besos paternales del tito Marcos, ya desde sus últimos tiempos de prisión extraños por el exasperado mimo, se le desvelaban en cruda liviandad. Estaba sola en la casa, y gritó y corrió...; él, furioso por la rebeldía, la llegó á amenazar con un cuchillo, jurando que la adoraba, que la tendría que matar!» La tita ignoró esta escena; pero pronto hubieron de enterarla otras peores. Un infierno. Loco, aquel hombre, quieto ahora en el comercio para malbaratar las cosas, pues no cesaba de afirmar que arruinaría á todos, las insultaba del modo más soez, llamándolas «las queridas de todo Cartagena», y pretendiendo que su propia mujer convenciese á la sobrina de que debía entregarse... La situación llegó á ser tal, en medio de la ruina casi consumada al poco tiempo, que hizo pensar á Adria en la extrema solución de partir... de librar de su presencia al insensato.

Le escribió al banquero, su único refugio, y... ¡colmo de mal, todavía!... el tito Marcos cogió la afectuosa respuesta de aquél y se la remitió á su señora, con detalles del enredo... Una noche, finalmente, llegó á disparar el revólver contra Adria fugitiva, contra Adria que corrió por la tienda á la calle y se amparó en la policía...; detenido el agresor, tía y sobrina aprovecharon los momentos para concertar la fuga de ésta á cualquier parte: dos ó tres mil reales que juntaron y Adria á un hotel... á Valencia luego, concertada entre ambas la manera de escribirse. «Se ha marchado tras de ti» —fué la primera carta —y puesto que al mes no había vuelto ni sabía Sagrario dónde andaba, ansiosa de no verle más, realizó la estantería y un nada de existencias del comercio, resto de los seis mil duros y fué á reunirse á Adria con la niña. Entonces empezó para las tres una peregrinación sin más plan que el de ocultarse. No sabiendo cómo avisar al padre de Juanita después de la delación aquélla, que habría puesto á su mujer sobre aviso para las cartas, tampoco osaban buscarle en Cartagena, en Castellón, al lógico temor de ser allí encontradas por el ogro. De Valencia pasaron á pueblos y ciudades de la Mancha, á Madrid... Cerca de un año que las agotó el dinero poniendo á Adria primeramente en el trance de darse á un médico por pagarle, y después á aquel marqués por once mil pesetas... Y se resolvieron á volver á Cartagena, donde no tardaron en hallar al siempre bien dispuesto padre de la niña; sin embargo, temeroso también del tito Marcos imprudente, por si no se había marchado á América ó tirado al mar, las obligó pronto á alejarse, prefiriendo verla en excursiones y en estas citas de Madrid, y..., y ya sabes, Víctor, mi historia!

Daban las cuatro en el salón cuando Adria llegó agotada en este final de su relato, lleno de detalles, interrumpido y cruzado mil veces por preguntas del amante: que todo quiso hacérselo evocar, en la integridad de sus más nimias emociones, para compartirlas él como con derecho á aquella vida terrible que era la plena explicación de la Altísima.

Suya ahora hasta en lo que fué, hasta en su pasado, la envolvía en su cuerpo, en sus brazos, quieta ella y silenciosa y extinguida en la total entrega que acababa de hacerle de su alma; quieto él y feliz con el tesoro, complacido en meditar de qué manera tremenda era suya.

De rato en rato concretaba sus ideas en una frase, y las decía:

—Sagrario ha sido un instrumento de mal y de bien, supremos para ti: es una idiota que te adora, como te adora el pobre viejo hasta después de pasados sus instintos de animal, y como te adoró el canalla á quien sólo eso le redime. Tú has nacido, Adria, sin duda, para que la adoración te abrase.

Se estremecía ella. Callaba él. Volvía á decir:

—Sólo tú que has cruzado los dolores de la vida, puedes amarme, por mí y por cuanto no pudiste amor en los demás la brutalidad y la grosería. Por eso, Adria, hace falta, para amar así, haber sido «perdida», como tú.

Estremecíase ella, más oprimida á su cuerpo. Callaba él. Volvía á decir:

—Sólo tú eres mi igual en pureza, al lado acá de la tristeza y la vileza. Sólo tú tienes tu absoluta voluntad en tu libertad, sobre la ruina espantosamente hermosa de tu honor y tu virtud. Sólo tú sabes bien que en este lecho de amante, de pecado para otras, te me puedes dar, por tu confesión purificada, como esposa, como Altísima.

Eléctrica, á la invitación, Adria se le brindó en una voluptuosidad muy alta que le llegaba del alma.

Y fueron después en seguida los terribles ojos muy fijos á la luz roja de fragua, y fué el amor, únicamente el amor, siempre el amor, quien los alzó á su cielo inmenso de olvidos desde las duras pesadumbres de la tierra.

Pocas veces se embriagaron tanto uno de otro como en esta noche larga, feliz, poblada nuevamente de esperanzas.

Adria fumó sus cigarrillos turcos, olvidados, y volvió á su cara la alegría.

Antes de partir al día siguiente, luego de almorzar, tuvo que quitarse el más claro y bello traje de seda que al levantarse quiso vestir para el almuerzo... La transformada en modesta, salió. ¿Podría volver aquella noche?

Capítulo VI

Volvió otra noche á las tres ó cuatro; y otra, á las dos ó tres; y luego siempre. Si Víctor salía, irritado de esperarla, porque habría alargado el banquero su visita, la encontraba en la cama, dormida, á la hora de acabarse los teatros. Pero habían tornado los días buenos, en que el viejo madrugador solía entrar á saludarla, regresando de la Moncloa, y ya dos mañanas hubo de venir á la calle de Olézaga, con toda prisa, doña Paz —dueña de la casa de Adria, y á quien ésta se vio en la precisión de confesarse —para avisarla que... «¡por Dios... ¡que estaba el otro... que habíala disculpado con que se fué la señorita á misa... y que permanecía aguardándola!» —Adria se vestía á escape y partía en el mismo coche que había traído la complacientísima señora.

Al tercer aviso de éstos, menos apremiante, porque reducíase á prevenir que «el otro» había quedado en volver á las dos, pasó doña Paz al salón, donde almorzaban los amantes, y la conoció Víctor. Era una viuda de cincuenta años, gorda, cubierta con un negro pañolón de Manila, y con las orejas adornadas por unos pendientes de Adria. Le infundió veneración el cómodo entresuelo y la mesa bien servida, y usando de la confianza en que sus diplomacias la ponían, se permitió aconsejar:

—Esta señorita Adria, señor, que está loca por usted, se va desmejorando con tanto sobresalto. Figúrese que apenas cena, al ansia de venir...; que viene, y supongo yo que apenas duerme; que tiene que marcharse apenas ha almorzado... ¿Es esto vida? ¡Por Dios! ¿Cuándo descansa? ¡Ni pueden sentarle las comidas, ni... Aparte del disgusto que salta cualquier día, escamado de no hallarla, el otro.

—¿Y qué remedio, doña Paz?

—¿Qué remedio?...Uno fácil, hija mía, si este caballero pudiera trasladarse al gabinete contiguo del de usted. Lo tengo libre, justamente. Ya sabe, una puerta que abrirían ó cerrarían á su antojo, allá aislados, por la delantera de la casa, y dos falsetes al pasillo. ¿Que va don Baldomero y ustedes duermen aún descuidados?... Pues... «pase, pase... si está... en el retrete»... y yo que llego y la despierto, y usted que se echa una falda y aparece en un amén... ¿Eh? —terminó al notar la estupefacción de Víctor y de Adria, consultándose —parece temeridad juntarlos á un metro del buen señor, y es lo infalible.

Al otro día Víctor estaba instalado en la sala con alcoba correspondiente al balcón de la derecha de la casa números 17 y 19, segundo, de la calle de Peligros. Una instalación de seis pesetas, por la que pagaba el doble, con su tradicional alfombra roja raída y sus armarios de luna, con su chimenea de latón dorado y sus macetas de palmas. Era el fantástico habitante, siempre invisible para los demás, de una de esas semifondas misteriosas, largas, profundas, cuya tranquilidad, por el escaso número de huéspedes (dos, tres más á lo sumo, y aun entre ellos contado algún matrimonio), hace el comedor casi inútil, porque todos comen fuera ó en sus cuartos.

Mayor interés aún que en no saber de sus compañeros de vivienda, ponía Víctor en no saber del banquero, en no oírle, en no sentirle, en no estar siquiera en la casa cuando él podía llegar. Adria vivió dos vidas, pues, en dos residencias tan próximas como distintas: en la «oficial», humilde con su camilla de brasero, su baulete de estudiante, donde la cama yacía siempre incólume, y en la adorable y furtiva con sus grandes fuegos de leña y sus armarios rebosando de sombreros, de vestidos vaporosos, de abrigos elegantes y de finísimas esencias. Incluso el puñal de Bibly, que había ido revuelto en el traslado de maletas, servíala aquí para ir abriendo las obras nuevas de teatro que la llevaba Víctor, y que leía acostada, esperándole hasta más de media noche.

—¡Oh, por qué tanto tardar —le reñía dulce, á las doce, á la una. —¡Qué tonto...¡Si él siempre se marcha á las nueve!

Pero Víctor había temblado una noche, á las diez, al oírla «que por casualidad no lo cruzó en la escalera», y con precaución excesiva trataba de evitarse el disgusto de tener alguna vez que escucharle con Adria al otro lado del tabique. Libre la encontraba ahora, per lo tanto, y la dejaba salvar el falsete á cada siguiente mañana, siempre levantados un poco en pereza de ella, por fumar su cigarrillo, en prisa de él, por marcharse cuanto antes á almorzar en el Círculo y á pasar las horas de la tarde engañando su impaciencia...

El mal tiempo, en el vario invierno madrileño, había suprimido nuevamente, por fortuna, las breves visitas matinales del banquero —que á fin de cuidarse los reumas abrevió asimismo sus estancias del regreso por las tardes. Descuidada Adria desde después de obscurecer, pronto halló grato cenar en restorán con Víctor y volver á los teatros. Al principio, cautos: él la esperaba en el Círculo, ella llegaba con sus trajes de modesta, le avisaba, y corrían en coche á cualquier camarote de un colmado y á cualquier alto anfiteatro del Real, del Español... Poco á poco, confiándose en aquel sexagenario durmiente, gustó ella de vestir sus elegancias —y acabaron por volver, limitada por la noche, á la vida espléndida.

Fueron otra vez los banquetes del Inglés, de Fornos, con las amplias capas blancas y los sombreros de plumas, con los comienzos de ostras y sauterne, los entremeses de anchoas ávidas del rioja, y los biscuit-glacés del postre, con champaña, que hacían á la divina despreocupada feliz fumar al tiempo del sorbete y del café sus cigarrillos, entre la alarma envidiosa de la honesta concurrencia femenil de primera hora. Fueron sus plateas y palcos de Apolo y la Comedia, adonde entraba Adria inquieta ante la multitud, pero tranquilizándose así que sus gemelos recorrían la sala persuadiéndola de que el banquero seguiría en su fonda durmiendo. —«Aparte de que creo que no hubiera de reconocerme así —decíale á Víctor —. Sería muy capaz mañana de contarme: ¡Oh, vi anoche, nena, á uno con una que se te parecía de un modo!» —Llegaron, en fin, muchas veces, entumecida la siempre transportada en coche, á ir del brazo, á pie, del restorán á los teatros, ó de vuelta á casa, bajo la voltaica iluminación casi insolente de las calles, en que las gentes se volvían á contemplarla triunfal.

—¡Si nos viese!...

—Me presentas como tu tito Marcos.

—¡Ah, le tiene un miedo! ¡Yo pienso que más bien por eso me lleva en coche á todas partes!

Se le recrudeció al viejo el reuma con las escarchas de Marzo. Precisamente un medio día en que rendidos al descanso después de bien dadas las seis de la mañana, Víctor, contra su voluntad, seguía durmiendo, mientras Adria, más prudente, venciéndose á sí misma, había salido á almorzar, despertó á Víctor doña Paz con una carta abierta y entregada por la señorita en la mesa. El viejo anunciaba que en vista de los fríos iba á estar dos días sin levantarse. —«La señorita me encarga —trasladó la dueña —que no se vaya usted, que ya viene».

—¿Dónde está?

—Almorzando.

—¿En su cuarto?

—No. En el comedor. La pobre, sola, se aburría y no comía; la aconsejé que fuese á la mesa, donde podría distraerse con el matrimonio que estuvo hasta anteayer. —Y terminó invitando: —¿No quiere usted almorzar, también, si ha de esperarla?

—Bien, doña Paz. Ponga mi plato. Tal vez no saldremos esta tarde.

—¡Ah, sí, descansen. ¡Harto lo necesitan... que deben de estar rendidos! —insinuó doña Paz con su sonrisa de pícara admiración á estos idílicos amantes... que daban regias propinas.

El contador eléctrico decíala cuán nada dormían por las noches. —«La va usted á matar, don Víctor» —le confidenciaba trabajando sus propinas siempre que le hallaba á solas. —«Está pálida, delgada... y además me da miedo de yo no sé qué cualquier día. La tiene usted loca, loca..., pero loca. El jueves, que á lo que yo entendí la enojó usted algo al marchar, me dijo que era capaz de matarse, porque usted tardaba». —«Yo nunca la enojo» —había afirmado Víctor; y ella replicó: —«Bah, don Víctor... que se sabe todo. ¡Más de una noche que vengo á abrir á los huéspedes, la oigo llorar tras esa puerta!» —No era caso de explicarle á doña Paz los lloros que salían del corazón por ansias inefables.

Se levantó Víctor y fué al comedor guiado al final del pasillo por la risa de Adria. La sorprendió un poco. Frente á ella comía —y nadie más —un joven guapo con lentes. Se inclinó «el desconocido» de ambos y ocupó el sitio que le indicaba el cubierto puesto por doña Paz en el lejano testero con adivinación celestinesca de este mismo disimulo que Adria aceptó instantánea. Su entrada hizo enmudecer al joven... quien luego intentó variar la conversación sobre cosas generales. Adria, seria respondía con monosílabos. En el acento de él, forzado en cortesía, vibrada sin embargo la familiaridad y el sobrentendido de estorbo hacia el extraño. Cuando Víctor empezaba el biftec, Adria había terminado los postres; se alzó de la silla.

—¡Cómo! ¿No toma café? —la interrogó el vecino presta la cafetera á servirla.

—Lo tomo luego.

Salió tras una doble inclinación respetuosa.

Comía Víctor —y saboreando el otro ante la taza su cigarro le observaba. Debía de ser el guapo joven uno de esos seres externos, en todo instante necesitados de expansión, puesto que le preguntó al poco:

—¿Usted... ha llegado hoy á la casa?

—Hoy —contestó Víctor.

La respuesta no animaba á más preguntas.

Pero luego Víctor, en un impulso de no quería saber qué vaga y acre curiosidad, le facilitó con otra pregunta su afán de charla:

—¿Usted está hace ya tiempo?

—Sí, señor, hace años. Vivo en Madrid. Soy empleado en Hacienda, y me conviene esto por próximo al Ministerio. —Y ofreció, señalando tras él una alcoba. —¡Aquí tiene su cuarto!

Se trataba, pues, del clásico «huésped del comedor», á precio reducido. —Hombre económico en torno al cual voltearían como turbadoras tentaciones estas esposas y estas amantes apenas entrevistas por la casa encantada, creyó Víctor leerle el ansia de mostrársele orgulloso de su amistad con una. La situación se repetía idéntica que con aquel Recaredo ó Turismundo de Versala, aunque llevábale este hablador la ventaja, á aquel necio, de la especie de honrada discreción manifiesta en su semblante.

No diría probablemente estupideces.

—Y esta señora —deslizó sabiendo que sólo esto le brindaba la ocasión para que le hablase abundantemente de ella, —¿está hace mucho también?

—Mes y medio... ó por ahí —respondió en seguida el joven. —Es guapísima, ¿verdad? ¡Una joya!

—¡Oh... y se conoce —acentuó el suave adulador —que son ustedes buenos amigos.

Al adulado brilláronle los ojos y los lentes.

—¡Psé... así... regular —repuso en concesión irresistible; pero llamado en sí mismo por su sinceridad honrada, franca, discreta, de la cual daba fe su juvenil sonrisa lánguida, atenuó: —Sólo llevamos dos días, ¿sabe?, con cierta intimidad en la mesa. Hasta anteayer estuvo un matrimonio que nos estorbaba.

—Entonces... siento yo..

—Psiá... después de todo —cedió el franco, atenido indudablemente á su experiencia, y tal vez como quien de antemano aconsejase resignación al compañero (no debía de parecerle Víctor ningún duque con la chaquetilla y el pañuelo al cuello traídos de la cama), —no hay que confiar mucho en conquistar en su casa á estas mujeres. Tiene un viejo. Por ahí no diré yo que no se la pegue con mil; aquí mucho pico y... ¡Dios te guarde! Miedo al «pagano»: es natural... ¡Oh!

Siguió hablando, contando —poco á poco, mucho á mucho. En los sinceros labios vertíanse las palabras con íntegro valor de apreciación, de verdad, de engaño de verdad al menos. «¡Una cualquiera!» —«Una viva... con su carita de simple. La había visto salir por las noches, tiempo atrás, cuando se iba el viejo». —«Una bien curada de espantos, á quien él hacía reír hablándole de todo, finamente!»...

¡Cuánto deploró Víctor la honrada discreción que antes creyó ventaja sobre el necio de Versala!

Al volver á sus habitaciones llevaba una pequeña pena que no le pudo disipar ni el alborozo de Adria por verse libre dos días. Limitóse á indicarla que no debía quizás haber salido á la mesa. Se limitó ella á repetir la explicación de doña Paz, y á burlarse un poco del huésped, que la entretenía con sus tonterías, pero que nunca decía inconveniencias.

—No volveré al comedor, sin embargo.

—Sí, sí, mujer... ya, vuelve. ¿Por qué no?

—Como tú quieras.

¿Merecía más el incidente? La misma discreta sinceridad del empleado, al fin, le ponía fuera de aquel inmenso número de fatuos ante quienes Adria á solas debería hacerse respetar.

Sino que diez noches después, cuando Adria (en la berlina que siempre la aguardaba desde obscurecido en la calle de Alcalá) llegó al Círculo para recoger á Víctor, fué ella la que tuvo que decirle:

—Hoy ha pasado una cosa.

Según rodaron camino de Tournié, la expuso:

—Sí, ¿sabes?... tenías razón. No volveré al comedor. Esta mañana me esperó ese señor á la puerta de mi cuarto y quiso entrar, quiso abrazarme.

Víctor guardó silencio, tras un desdeñoso y violento: «¡Bien, no vuelvas!». La confesión no había podido ser más espontánea; y, no obstante, mientras Adria habló todavía sincerándose de no haber dado el menor motivo para tal necedad, él, á pesar suyo, y á su pesar también reservando el pensamiento, pensaba que no le pareció el joven empleado tan necio que hubiera de arriesgarse á la audacia sin algo en qué fundar sus esperanzas de fortuna. Pensaba esto recordando el ópalo del francés... la desazón de Adria por «no mostrarse de alguna manera agradecida al pobre francés que la miraba tanto».

Y preguntó, no sabía si cáustico:

—¿Te gusta ese hombre?

—¡Oh, Víctor!

—Como á mí la baronesa. ¿Por qué no te acuestas con él?

A un epiléptico resoplido de la nariz, Adria quedó apartada en el rincón de la berlina.

Cenaron hostiles, esta noche, sin hablarse más que lo inevitable para pedirse la sal ó servirse el vino, y con la cortesía de extraños.

¿Qué nieblas de involuntaria hipocresía flotaban aún, en el alma de la Altísima, del alma de la perdida, de la bohemia infeliz, cuyo oficio fué oponer maña á los engaños? ¿Qué mal adormidas arterías volvían á levantarse y á poblar su alma inmensa, otra vez arrastrada por la farsa con él mismo en los constantes acechos al viejo?

Era natural, inevitable —y la disculpaba y perdonaba Víctor, con una compasión que no le podría explicar sin hacerla daño. También, para él, hasta la alegría de los brazos de Adria venía siendo triste. Entre los dos permanecía inlanzable el fantasma de lo vil; y le inspiraban una invencida repugnancia al poeta, al poeta de los pasados abandonos en la vida infinitamente suya de la amada, esta vida de ella ahora compartida y de la que el soñador de absolutas ilusiones recibía su parte como limosna; esta vida de ella rebajada otra vez á la grosería de la querida más vulgar, en el más vulgar escenario (á dos escenas casi igual de mentirosas —que también en las de ellos se obstinaban vanamente mintiéndose las mismas glorias de otro tiempo) —de una casa de alquiler y de tapujo donde todo olía á segunda mano y el amor se escarnecía al amparo venal de doña Paz.

Fueron á la Zarzuela. Como siempre que Adria sentía tan lejano y ausente á Víctor, ella sentíase fulgurada, siderada, ausente también de sí propia como si él se llevase ó la abrasase en un vuelo de pólvora el alma que era de él. Entonces, sólo entonces, volvía de veras á ser la frívola, la vacua de vida y de nervios, toda en orgánica coordinación de inconscientes sensaciones... Ojos y oídos, hipnotizada sin sugestión, —capaz de recibir la

trivialísima del primer objeto alucinador y brillante. Una sonámbula que andaba, contestaba y obedecía. Un eléctrico condensador sin carga electrizándose del aire.

Así, riendo primero los chistes de una obrilla de chulas con la barba en la mano y el codo en la baranda del palco, como una niña que por reír ha olvidado detrás á su padre y á su madre y al público, en el entreacto de la tercera y cuarta sección la atrajo el espejear de los gemelos de un señor de frac desde el proscenio de enfrente. La miraba y le miró; una vez también con los gemelos, luego sin ellos; y al fin dejó de mirarle por leer los anuncios del telón, mientras Víctor en el fondo leía el Heraldo. Al poco sonó la puerta del palco y entró el señor aquél con sorpresa de Adria —á saludar á Víctor. Eran amigos. Mediaron las presentaciones. El público entraba y se removía cambiando de localidades.

Tenía un atractivo de procacidad y simpatía el aristocrático joven calvo y perfumado, tenía un encanto su suelta y armoniosa voz, tan llena de inflexiones, tenía una hábil audacia singular para decirle muy discretas lisonjas á Adria delante del amante; y Adria sonrió, sonrió lanzada con él á una picoteada charla de amabilidades en que dejaban á Víctor como extraño, en que Víctor, mejor dicho, renunciaba desde luego, piadoso, á competir con el encanto de frívolo cortesano, en que era maestro Álvaro Cedrún, y que Adria escuchaba á no dudar por vez primera.

¿Se acordaba del Príncipe?

Al menos, Víctor se acordó; y como en una vez su muda y fija atención á Adria pareció volver á ésta en sí para mirarle y turbarse, él, Víctor, el altivo, que en el matiz de pesar de ella vio bien clara su «traidora sensación», quiso quitarla toda sospecha de celos.

—Álvaro, perdona —exclamó levantándose —, voy al escenario un momento. Tú acompañas á Adria.

Salió.

Tomó el pasillo, y en vez de bajar la escalera, subió al paraíso. Desde allí, cierto de estar perdido entre las innúmeras cabezas para Adria, la espió... La espió largo rato en su creciente animación con el amigo. ¿Celos?... Bah, no. Frialdad. Los despreciaba.

Al volver, notó que había dejado abierta la puerta del palco; se alegró: entró sigiloso y se detuvo en las cortinas... Adria le vio de pronto y se estremeció, borrada la sonrisa de su rostro; á la imperceptible impresión de ella, Álvaro Cedrún se volvió inmutado, callando repentinamente... con la torpeza de no saber mudar la conversación sino á otra en voz más alta. Víctor volvió á su silla con amable indiferencia, y habló jovial de naderías... Ni Adria desplegó más los labios, simulando mirar con los gemelos al nuevo público, ni Álvaro volvió á dirigirla la palabra. Por fin, salió éste, teniendo para ella un saludo tan fingidamente glacial como fué de extremoso el de entrada. Víctor le vio aparecer al poco rato en el palco del Club, y se retiró al fondo del suyo á seguir leyendo el Heraldo.

Atendió Adria á la escena cuando subió el telón. No la interesó la obra, en verdad aburrida, y tornó á mirar á aquel Álvaro tenaz que la seguía mirando desde enfrente, confiando en el confiado Víctor que leía; y Víctor, con su oblicuo observar desde la sombra, no perdió durante la representación entera un detalle del torneo galante á que Adria, la traidora, la perversa, la perdida, la terriblemente falsa é hipócrita, la indiferente, además, á sus dolores se rendía halagada algunos ratos.

Al salir —¡él lo esperaba! —estaba Álvaro en la calle, viendo el desfile... frente á la puerta por donde debieran ellos aparecer.

Se le acercó Víctor, con Adria del brazo. Luego que le estrechó la mano en despedida, y Álvaro la de Adria, sin duda expresivamente, Víctor exclamó con una serenidad en que no había nada de sarcasmo:

—Adiós, Álvaro... hasta mañana. Nos vamos. ¡Digo... si es que tú, Adria, no prefieres marcharte con mi amigo... ¡Tiene ahí su coche!

La había soltado del brazo, en perfecta cortesía, y ni uno ni otra, helados, pudieron contestarle. Álvaro Cedrún, debió resistir la inminencia de la escena violentísima que iría á seguir á tal oferta... Mas no, la sonrisa y la calma de Víctor eran irreprochablemente amistosas. Turbado, pues,

se decidió bromear.

—¡Ah, señora... no haga usted caso!... ¡qué novelista este original!

Un instante después, Adria, en el coche, iba llorando.

Víctor pensaba:

—«¡Empieza su comedia!»

La de la cómica terrible y admirable á quien habíase hartado esta vez de contemplar en su realidad de entre telones.

¡Oh, esta vez!

Por el trayecto, ante su llanto (¡cómo ella lo trocara en carcajadas si supiese cuán inútil iba á serle), planeó cien cosas: dejarla en la puerta y marcharse, despedido con la hueca carcajada á que no acertaba ella...; subir, tasar en escrupulosa cuenta sus vestidos, sus sombreros, sus abrigos, sus pendientes, sus anillos... y anunciarla en vista del total: oye, tanto valen; te tengo, pues, anticipado, á razón de las tasas de tu viejo, tantos meses... Últimamente resolvió «la curiosidad del novelista» asistir al espectáculo de esta última comedia, dejándosela jugar abandonada en ella propia... en monólogo.

Llegaron, subieron.

* * *

—Adria, ¿no te acuestas?

Debía darle siquiera la indicación de empezar á la comedianta que bien había podido prepararse en una hora de aislamiento.

Desde la cama seguía viéndola los pies en el sofá, lejos de la lumbre.

¿Se habría dormido?

Escuchó atentísimo. Recibió unos tenues soplos de congoja, confundiéndose á ratos con el tictear del reloj.

¡Siempre admirable!... Cierta de que él tampoco dormiría, bastábanla estas ligerísimas alertas de su pecho contristado para tenerle en espera...

—Adria, digo que te acuestes... porque no me deja dormir esa luz.

Unos sollozos, al latigazo, rápidamente contenidos... (¡con arte!), y unos pasos. La luz se apagó. Adria vino á desnudarse á obscuras.

Nada simple la tarea de quitarse sus galas del teatro, la sintió un rato removerse sordamente, desprendiéndose corchetes, lazos, broches... Al fin se deslizó ingrávida en la cama.

La cama era ancha —y Adria quedó al extremo sin sollozos.

Al cuarto de hora le oyó Víctor la respiración del sueño, rítmica, profunda.

¡¡Oh!! ¿La habría advertido su intuición maravillosa que sería tonto trabajo la comedia, esta vez, y se abandonaba á lo irremediable en la bruta verdad de su verdad?

Dio una media el reloj. La honda respiración seguía.

El insomne, para más escarnio de su estúpido existir, negro y hueco como la obscuridad que aquí le rodeaba, tendría esta última noche que velar á la dormida odiosa. Púsose á fumar, por no despertarla á una pedrea de injurias de rufián y ahogarla en seguida con las uñas en el cuello, como los rufianes. Ella no representaba la burla de un amor, sino la burla de su vida. ¡Habíala dado tanto de su frente, de su corazón, de sus orgullos!

La insigne imbecilidad le consternaba. ¡Dones de ideal á la que sólo los buscaba de seda y diamantes... Cerró los ojos, para no ver las tinieblas.

Encerrado en sí, trató de procurarle á su humillación el consuelo de recuerdos desdeñosos:

«Un bello cuerpo de mujer. Lo que restaba de más bello en la degeneración de todas las bellezas».

«Valiese lo que valiera, él daría años de su inútil existencia por una hora de sus besos»...

No bastó. Se propuso otra soberbia laberíntica:

«Era grande, sin duda, como él; inversamente digna de él, la que supo engañarle de este modo.»

Igualmente ineficaz la paradoja, se apartó el paradojista más de la incomprensible durmiente, y permaneció de espaldas, tan sin acción que se le apagó el cigarro. Lo encendió... y vio á la luz de la cerilla á Adria, casi de espaldas también, muy derribada atrás la cabeza y levemente torcida del lado opuesto. La mano del anillo nupcial cubría sus ojos. La fina barba, alta sobre la garganta tensa en la desesperada postura, tenía una lividez casi azul de consunción, una árida enjutez de agonizante, como la nariz afilada, como los nasales surcos en que parecía una tinta opaca trazarle ya manchas cadavéricas á la boca seca, inerte, entreabierta. Estaba bella y horrible. Lo trágico que enmarcaba en aquel doloroso rostro lleno de lágrimas y de lunares el pelo deshecho y tan negro, retuvo á Víctor hasta que le quemó la llama.

¡De lágrimas! Le había parecido que rodaron nuevas cuando arrojó él la cerilla... ¿Lloraba dormida? ¿Lloraba despierta?... Tendió á la mesita el brazo á soltar la caja con el mudo enojo de que la pérfida le hubiese podido ver cualquier piedad... y en tal actitud le inmovilizó una vocecita delgada y duende que brotó en la sombra:

—Tú, Víctor, que explicas tantas cosas deberías explicarme por qué á veces me haces sufrir así. Tendrás una razón que no comprendo.

¡Ah!

¡La sutil... ¡La cómica asombrosa, ya con su comedia de humildades!

Pero esta vez el acento de niña-mártir le colmó de indignación... y la odió, la aborreció. Y en tanto que su boca mordía ultrajes, rabiosos por salir, su mano en la piedra de la mesa soltó la caja sobre un objeto duro más helado que la piedra... ¡el puñal de Bibly Diora...! Lo huyó la mano estremecida.

—¡Duerme, Adria! ¡Duérmete! —exclamó —. ¡Soy yo el que no comprendo por qué piensas que quiero que sufras. ¡Todas las mujeres me parecéis igualmente desdichadas!

Estalló el llanto de Adria en temblores, en angustias, en sofocos... vuelta indudablemente más al otro lado y recogida mísera en sí misma, con toda su... farsa de desastre.

¡Farsa, sí! El sufrimiento que acababa de observar Víctor, la orgánica expresión de muerte, imposible de fingir, se lo causaría la sola ira de perder, por un minuto de torpezas, al pobre amante más crédulo que todos y más pródigo que los prudentes banqueros y los condes de Ferrisa.

Le plació al menos saberla en tormento bajo tal pena. Las lágrimas que querrían ser de gran actriz, siguieron ofreciéndosele, pues, con un positivo fondo de la única expiación á que la propia Adria pudiera condenarse. Era el llanto inagotable, cambiado á mayor verdad lastimosa por su absoluta ineficacia, sobre aquel cuyas ternuras requería: y el cruel, así dominador de la falsa con el arma del silencio, se dedicó á eternizarlo en una eternización que fueron rimando, con igual mecánica justeza, la péndola en la sala y los ahogados sollozos; que fueron marcando, á trechos por la larga noche, los convulsivos suspiros y el reloj que á cada cuarto sonaba la campana.

Sonaba el llanto, en lo obscuro, continuo, con una fluidez de vaporoso escape, mezclándose también á los ruidos de la calle que subían por el balcón. Era en la esquina el cruzar de los tranvías y era más cerca el rumor del Madrid del vicio: siseos y gritos y risotadas de mujer, blasfemias y cantares de borrachos... algún coche que pasaba...

Múltiple, tenaz allí dentro el timbre, de hora completa cuando volvió á sonar indicando las tres, las cuatro... ó las dos... ¡qué sabían el viejo reloj ni Víctor! quedó vibrante como una gangosa burla del ridículo sufrir de Adria...; Víctor no supo reprimir el soplo de una pequeña risa entre los dientes. Adria, á la profanación de su martirio, en un estremecimiento de voluntad cesó de gemir quedando inmóvil.

Tal vez al otro cuarto, y al otro, y al otro... dormida al fin de veras, dejábale Adria las alambrosas campanadas al poeta más ridículo que juntos ella y el reloj.

En la lucha de intenciones, le dolió al hábil haberse suprimido la delicia de estar oyéndola llorar. Encendió la luz-por despertarla. Mas no era insolente el resplandor, también aquí de ascua sobre el lecho, y la respiración rítmica, profunda, persistió... Con cuidados infinitos, porque si no durmiera ella no tomase la curiosidad por capitulación de cortesía, se alzó á mirarla: y le... sorprendió, le aterró un poco la demacración espantosa de la cara inerte, la inmovilidad de muerte, más que de sueño, de los párpados, de las hundidas alas de la nariz, del pecho...

La compasión que antes le sirvió de ironía ó de mofa para la perversa, surgió de sus entrañas aún hacia la perversa, para la debilidad de la mujer...

Dejóse caer á la almohada. Le cruzaban opuestas emociones.

¡Muerta!...

Tiempo después corría su reflexión por nuevos álveos.

El formidable alegato formado para la diestra explotadora con los recuerdos del bazar de Versala, del ópalo del francés y la cuenta del doctor, de sus miradas á Napoleón y del beso cínico á Durbán, del lance con el huésped y del lance del teatro, había ido conmoviéndose al golpear de otros recuerdos: las medallas de las santas, la mística memoria en rezos y en mármoles al padre, las plenas confianzas con él como quien no teme venganzas del tenido por noble y para siempre, la no entregada á nadie más en Versala á pesar de sus apuros, la eterna infeliz sacrificada de la sincerísima historia... la nunca, en fin, sorprendida en prueba irrefutable de traición... de fatiga de pasión siquiera...

¡Oh, la exacta! ¡La justa! ¡Aquella de quien las palabras jamás fueron contradichas por los hechos!

¿O es que Adria, de ser tan ambiciosa desalmada como la supuso él, no se habría lanzado en su vida loca con desprecio de Sagrario y de sus hijas á otra más espléndida posesión de lujos que los que Víctor la ofrecía? ¿O es que la insuperable pasión que había visto desbordada por su carne tantas veces podía fingirse? ¿O es que era traición, voluntad de traición, para la que habíale dado un beso á un amigo por orden del amante, conversar con otro amigo y mirar después si era mirada?

Entre unos y otros recuerdos, quedaba la Adria real... tan llena de miserables defectos como de grandezas más altas que virtudes. ¡No, no podría haber sido comedianta la que así le jugó magnífica la comedia de ideal... del difícil, del para toda otra mujer imposible ideal forjado á yunque de alma sobre infamias! ¡No podría alcanzar á tanto la mentira!

¿Quién era... qué era, pues, ésta que junto á él dormía ó simulaba el sueño?

Ahora, á la roja luz, contemplándola de espaldas y envuelta como por un roto cendal en la negrura de su pelo, la veía bella, con belleza de flor agónica en que él habría succionado la vida. Era la Altísima... pero la Altísima que habíase dejado decretar la muerte en una traición de la ramera, y á quien Víctor, el dueño único y absoluto de la Altísima, mató á la puerta del teatro tratándola como ramera... por primera vez.

Esto no tenía remedio.

Fué la puñalada en el corazón, que no tiene remedio.

La contemplaba.

Vacía con una quietud de muerte que le hizo á Víctor acordarse del ensueño aquel en que la vio divinamente exánime en la nieve.

¿Por qué no sería verdad?

La idea de que horas más tarde se habría de encontrar sin él, la ramera que llevase dentro el cadáver de la Altísima, la inconsciente loca del teatro y de Versala para seguir besando al viejo y mirando al huésped y á otros Álvaros Cedrún...; la idea, principalmente, de que la perdida infeliz no podría más olvidar el fantasma de la Altísima hundido en su corazón como reliquia que tendría que profanar hasta que ella al fin también muriese... de las profanaciones, se le aparecía horrenda, inadmisible á Víctor —para él y para la Altísima aun aquí guardada muerta como suya...

Lloró... sobre la muerta —alzado á verla otra vez.

Lívida... en franca descomposición de azules manchas su cadáver. El siniestro fulgor de antro de infierno, esparcido por el débil globo á través de las sedas escarlata, aumentaba la extática inercia en la faz descompuesta que ya no era (¡con qué otra intensa belleza de espectro!)... la faz de vida y de amor en célica bacante fiera y bella, hecha de limón y lotos!

¿Por qué no sería verdad que estaba muerta?

Le estremeció un deseo.

«MATARLA.»

Y puesto que al apartar la mirada de ella y del deseo cayó sobre la mesita en el lindo puñal cincelado de empuñadura de juguete, éste pareció delicadamente advertirle que si él no sabia ahogar como los rufianes..., podría hundir el fino acero en un corazón... dejándole una mística cruz de Dolorosa.

Cogió el puñal... con gratitud... con la plena conciencia, sin embargo, de que lo cogía para seguir meditando al contacto del pérfido juguete entre los dedos.

Eran sus movimientos de una lenta y etérea impesantez que no se transmitía á la cama, y Adria continuaba inmóvil mostrando un lado de la garganta entre la rota red de su cabello.

«... hundirla... en el corazón... el puñal...»

¡Qué extraño! Hundírselo en la garganta le crispaba.

Pero hundírselo en el corazón... ¡qué delicia!

Habría querido vivir en un mundo capaz de comprender el noble asesinato —no en éste que hablaría de «crimen» y «presidio» porque se le arrancase á su infamia una vida.

Y afirmó el puñal... sonriendo con burla fatídica hacia el mundo que infamaba las vidas obligando á respetarlas... Un claro relámpago acababa de alumbrarle el legal camino de su antojo. ¡Oh, sí... él pertenecía, en la clasificación del mundo, á los honorables que lo pueden todo con tal que salvaguarden su honorabilidad en mentiras! ¿Por qué no envolver de mentiras bajas su alto crimen?... Matarla, sin darla tiempo á despertar; llorar el resto de la noche sobre la muerta que fué su vida, que pasaría ideal y para siempre pura por los ávidos ojos á su alma... y después, después... ¡ah, después!...

Después un arañazo con el puñal, él mismo, unos gritos mientras tiraba el cadáver á la sala, una cartera de billetes por la alfombra... y el honrado matador contándole á las gentes que Adria le quiso robar, que quiso matarle al verse descubierta... y que ¡tuvo que matarla! Un juicio oral, y una memoria escarnecida por todo un desfile de honradísimos testigos contra la prostituta y ladrona, la que vivió del vicio y del escándalo, la que saltaba en los cafés y fumaba en los restoranes elegantes, la que engañando á un anciano respetable atrajo á Víctor con la idea del robo... Y cuando Víctor, con un timbre donjuanesco más para su nombre, dijese públicamente la verdad en la novela de la ALTÍSIMA, mitad á la alteza de ella dedicada mientras viva, mitad á la social estupidez, ya muerta, el libro de confesión sería tenido por bizarra humorada del artista disfrazando la verdad... «un poco malévolo no más con los rectos jueces que le habrían reconocido la inocencia...»

Adria se volvió.

Víctor ocultó instintivo la mano del puñal al otro lado.

Quedaba ella boca arriba, guardándose los ojos de la luz con el diestro brazo desnudo, y tendiendo el otro fuera de las ropas... el seno izquierdo se mostraba... el corazón... brindándose al puñal!...

Mas ¡oh!... Adria sin dormir, la noche entera!... Como dos, como tres horas antes —¡qué sabían Víctor ni el reloj que había seguido sonando para nadie! —la voz extensa, delgada, volvió á surgir en el silencio:

—¡No quieres, Víctor, decirme lo que pienses, lo que sientas!

—¡Yo! —exclamó él doblemente sorprendido.

—Sí.

—¡Tú, mujer!

Adria se quitó de la cara el brazo, y dijo sin abrir los ojos:

—Yo no pienso más sino que no puedo entenderte.

Le irritó á Víctor la respuesta, y persistió en su desprecio mudo. La ramera, la falsa todavía.

—Tú, Víctor —insistió la voz doliente —, no debías llevarme á los teatros ni presentarme á tus amigos.

—¡Oh! —no supo resistirse él —¿Fui yo quien llamó á aquél para presentártelo?

—Pero yo no tuve la culpa de que él fuese.

La odió más. En la rabia de haberla hablado del Álvaro sin que ella siquiera le aludiese determinadamente, sintió el ciego afán de arrojarla, de irla liando todos sus desdenes como cuerdas de tortura.

—Bueno, Adria; pues si quieres que te diga lo que pienso... lo diré. Prepárate y escucha, porque va de largo. ¡He pensado tanto mientras tú también pensabas!

Juzgó que afectaría mayor indiferencia fumando otro cigarro, y lo encendió.

—Los artistas, Adria —dijo luego soltando las palabras lentas y volubles entre el humo —, somos, aun á nuestro pesar, canallas, por «necesidad de arte». No le busques, pues, más razones al desprecio... ¡no! á la indiferencia de un artista á quien ya le has dado cuanto puedes: el estudio para un libro extravagante. El estudio está completo, redondeado en belleza, imposible de pasar con nosotros más allá de estos días de idiota vulgaridad á que hemos vuelto con tu viejo. Por eso, teniéndolo ya para el libro —, dulcemente, amablemente, porque tampoco los artistas nos sabemos enfadar ni buscar pretextos necios de ruptura, yo había pensado esta noche, con el fin de dejarte colocada..., cederte á un amigo... menos canalla que yo, porque no es artista, porque no es más que aristócrata. ¿Lloras?... ¡Ah, mujer, no llores más! Son... nuestras franquezas. Acuérdate de que eres «la gitana del camino» y que nos unimos sin otra intención que marchar juntos un trecho... Teniendo que separarnos... ¿qué más daba hoy que otro día?

Fumó para aspirar veneno de humo contra la emoción que le causaba siempre el llanto de ella.

Un llanto que era, al recrudecimiento del dolor, un alarido lamentable y sordo. No podría oírle, y la dejó llorar, complacido en empaparse de la idiotez del canto de unos borrachos parados en la calle, donde no sonaban ya las risas ni los coches.

Quebróse el alarido en suspiros, agotándose en sí mismo, y Víctor volvió á su acento invariable:

—Lloras, y haces mal en fatigarte. Yo, que sabes que sé llorar cuando quiero, no tengo gana esta noche. ¡Llora! ¡Llora!... No te preguntaré por qué; me dirías: que de pena al ver con qué saña me maltrato..., y yo, en estas últimas horas nuestras de franqueza, habría de preferir escucharte que lloras de rabia al ver por fin que he sido más cómico que tú... ¡que la excelsa cómica!... ¡Oh, Adria, sí, qué

cómico... hasta conmigo mismo! ¡Mira! —(mostró el puñal, arrojándolo inmediatamente por la baranda del lecho) —: Mi «artística comedia» llegó al colmo hace un rato: recordé que tú en las tuyas me has pedido algunas veces que te mate... y cogí el puñal para matar á mi heroína!

El histérico, el epiléptico soplido de la nariz, pareció sacudir en Adria, como por una válvula, no supo qué dolores de horror trocándolos en asombro de alegría. Bajo esta alegría quedó ahora recogida en atención, sin llanto, sin respirar siquiera, en acecho del alma amiga vuelta á encontrar de improviso por su alma de leona.

Los borrachos se alejaron en la calle. Víctor prosiguió sobre el silencio absoluto que dejaba á las palabras la íntegra sonoridad transparente en que no era fácil disfrazar las intenciones.

—¿Que por qué no te maté?... Bah, mujer... porque podré matarte en el libro con harta más facilidad; tú me has dado la emoción, y es bastante...; no te maté, porque los artistas, Adria, somos mucho más cobardes que canallas todavía! Somos gentes (sábelo, por si tropiezas otro) á quienes les importa su ficción de las cosas, y no las cosas; á quienes jamás puede convencérseles de nada; y menos del amor, que manejamos por oficio, como el trapo pintado el que hace flores. Conocemos los hilos y las tramas de las almas, de los cuerpos, y sabemos que son trapo las cándidas protestas, que los juramentos son trapo, que los llantos y los besos y las más férvidas caricias son... trapo, hilos de nervios en tramas y tintes diferentes. Te lo digo para que no te empeñes con otros, por cómica asombrosa que te creas, en probarles lo que no te hubiesen de creer. Ve, por ejemplo: supongamos un instante que yo á esta altura de nuestra mutua saciedad, no tuviese cansancio de ti, un cansancio sin hastío, pero enorme, irreparable.. como el de un frívolo y ameno y vario periódico leído hasta la fecha, que no volvería á leerse por nada del mundo, que se suelta de los dedos y lo arrastra el aire sin que nos interese adónde ni quién lo cogerá...; supongamos, digo, al revés, que yo tuviese...

Pero se detuvo.

Había visto fulgurar lo mismo que detrás de una selva los ojos de leona..., de leona en acecho, cuando él creía estar jugando quizás con una astuta fierecilla. Había visto en un destello la arrogancia, la luz, el resplandor de la temible... de la recóndita grandiosa que surgía siempre frente á él al olvido de los otros... al olvido de todos los demás... en la especie de solemnización de grandezas formidables de la soledad de ambos absoluta...

Y se detuvo.

Era tarde. La poderosa le cortó el camino de gentiles ironismos con esta simple invitación en que pareció saltar para imponerle la verdadera lucha franca:

—¡Sigue, Víctor!

¡Entregado él, á la sagaz, á la firme y estupenda mente confiada! ¡Entregado él mismo!

—Supongamos... —fué á seguir.

Y como volvió á callar, siguió ella:

—Supongamos, Víctor, al revés... que tú no me desprecias, que tú no me aborreces, que tú... de quien yo no dudo que no te inquietaría el saberme en brazos de otro, pero del modo leal que yo te supe por tu parte en los de aquella Bibly... supongamos que tú lo que tuvieras esta noche fuese... una tristeza muy grande porque dudas de tu Adria...

—¡Oh! —trató él aún de protestar con menosprecio que sólo salió de su garganta.

Sin hacerle caso, Adria, le tendió el desnudo brazo por el pecho, en bandolera de nobleza, y terminó —con una muy seca dulzura:

—De tu Adria... juzgada traidora de intenciones, porque es bruta si la dejas tú, si te siente lejos de su lado cuando estás más cerca... cuando no la crees ¡cuando no es creída por la única persona con quien ella puede y quiere ser noble siempre!

Separó el brazo, y dijo volviendo á llorar con un llanto que no se parecía á los otros de la noche:

—Y si tú... ¡tú, Víctor! no me crees... ¿para qué me sirve la verdad?... Escúpeme, mátame, ó dejame mañana... ¡lo que quieras, pues no volveré á jurarte juramentos que no sirven! ¿A qué? Debo resignarme. En esto me parece que me estabas diciendo una verdad más verdad y más cruel de lo que tú mismo imaginas; quien te ha dado tan enormemente y tan inútilmente todas, todas las pruebas de cariño que pudo, ni puede darte más, ni fuese sino tonto que fundase su esperanza en repetirlas. Por lo menos, te lo digo, la noche me he pasado pensando qué otras pruebas pudieran convencerte. No las sé. Si á ti se te ocurren, dímelas y me someto de antemano, sean ellas cuales fueren... Sean cuales sean, crueles, horribles, malvadas, no te importe... Lo afirmo sin juramentos cuya fe has perdido. Si tampoco se te ocurren... ¡Vete mañana!

Le tocó ahora alentar rescoldos de dolor al pecho que habíale dicho á la mártir tantas cosas; y á la mártir escuchar esta respiración de tormento.

«Bruta si la dejas tú... si te siente lejos á su lado... Y era esto la no negación de su culpa sin culpa; y habría sido lanzada á ella por la tristísima injusticia de haber dudado él de otra espontánea confesión: la referente al huésped. Toda la incredulidad del que anhelaba toda la fe, se circunscribió en girante vuelo á este último hecho trivial, de pequeñez ridícula; pero de la índole de pequeñez y trivialidad en que sabía Víctor que se asientan las firmezas del amor..., más que en los augustos juramentos y en las grandes entregas pasionales de que son aparatosamente capaces mil necias.

El problema, puesto por Adria con su rara precisión en términos simples, reducíase á creer en ella ó dejarla; á seguir teniéndola por sincerísima leal que le contaba hasta el estudiantil asalto de un ingenuo en un pasillo, ó á reputarla de una vez sagaz perversa anticipada á referirlo por si á él alguna otra tarde en la mesa se lo pudiera decir el mismo ingenuo... ¡el guapo joven de quien la traza y la charla en la soledad del comedor quizás á ratos privasen de prudencia á la prudente!

Admiraba á Víctor que pendiese su destino del misterio de este menudo, de este despreciable y risiblemente sainetesco incidente de fonda, convertido en clave para interpretar una vida entera de mujer. Exasperábale, además, que el hecho en sí propio, á pesar de su insignificancia grotesca, fuese de tal manera impenetrable. Detrás del hecho estaba el alma de Adria, el alma quizá tan diáfana que se veían tras ella y como de ella las sombras de otras.

Pero ¿y si fuesen de ella... las sombras?... Nunca el soberbio, proclamado mil veces por sí mismo hombre-Dios, sintió igual la humildad de contemplarse tan lejos del Dios, en esta humana torpeza que no ve ni lo que tiene delante de los ojos... Resignado á hombre, aferróse á rebuscar y elegir, entre las crueldades más humanas á que Adria aún quería prestarse, aquellas que más feroces é inauditas hubiesen de espantar, de revelarle cobarde á la mujer... ¡Oh, sí, sí... era experimental la verdad en la vida de aquí abajo y no estaba tan velada para el terco buscador!...

Se lanzó á sus meditaciones.

Adria esperaba. Ociosa para ella toda nueva intervención.

Comprendía que el amor, el ser total de Víctor, revolvíase entre la duda y la fe, y esperaba, esperaba. No se le ocurrió ni un momento ganarle con la miel de sus caricias femeninas: nada en la no unión perfecta de las almas le fuese á los dos tan detestable. La lucha era de corazón y de cerebro, de sentimientos y de ideas...

Subían ruidos de la calle otra vez.

Un carro cruzó, y luego sonaron puertas que se abrían.

En el tardío y rápido amanecer de invierno, pronto llegaron al balcón, que ya rayaba azules luces, los rumores de la gente que madruga.

—¡Adria! —reclamó Víctor al fin.

—Qué.

—He pensado dos pruebas.

—Dilas.

—No. Son terribles. Antes, piensa de nuevo si estás pronta á aceptarlas.

—Lo estoy —le confirmó con serenísima entereza.

Víctor la dejó en la crispación de la espera unos instantes.

—Son terribles —repitió —; tan trágicas, tan espantosas, que acaso tú, si las miras bien, y aunque me quieras, habrías de preferir que te matase. Y sin embargo, tan sencillas, tan sencillas, que tal vez te hagan reír, si me quieres. Desde luego debo anticiparte que la que lo es más, la que yo querré para ahora mismo, porque puedes en seguida realizarla, ninguna amante bella como tú la aceptaría. Reflexiona aún, por lo tanto, si cuentas con la necesaria voluntad de sacrificio para sufrir el que haría retroceder á las más heroicas á las que no vacilarían en entregar por prendas de su amor su honra, su libertad y hasta su vida. Todo menos esto que yo te exigiré.

—Yo no necesito meditar. Di, qué prueba.

—Son dos.

—Pues las dos.

—Bien. La primera levantarte, ir por las tijeras, y cortarte todo el pelo al rape como un chiquillo.

Adria lanzó una pequeña risa ahogada.

—¿Y la segunda?

—No ver más á don Baldomero desde hoy. Cuando venga le habrás dado á doña Paz la orden de decirle que... estás conmigo. Y como no volverá, y él os sostiene, tú, desde mañana, atenderás á tus hijas, mientras no ganes algo en el teatro, tomando costura de un taller. Tu tía podrá ayudarte si le place. Yo iré á verte en la casa modestísima que alquiléis.

Meditó ella, grave y breve.

—Y si hago las dos cosas, ¿tú creerás en mí para no volver á dudar nunca?

—Sí.

La vio Víctor inmediatamente echarse del lecho, ir á la sala..., volver con las tijeras, meterse otra vez entre las sábanas quedando sentada junto á él... La vio alzarse á la cabeza ambos brazos en corona...

Mostraban tal ágil y como mecánica resolución su actitud y sus movimientos, que incitaron todavía al escéptico á sospechar que la asombrosa actriz tendría bien calculado el instante en qué él, engañado por la falaz verdad de este previo arreglo del pelo en manojos, evitase el tremendo ultraje á la belleza... Sólo que cuando Víctor esperaba ver caer la mano buscando las tijeras, lo que cayó, con

la sorpresa de un crujido indefinible, fué una larga mecha de la frente... En seguida, otra, enorme... y otra, como sierpes negras y ondulosas descendidas al regazo...

¡Ah, qué horrible crepitar!... Caía, caía profusa la siniestra lluvia y Víctor, frío, inmóvil, avergonzado... sentíase tan miserable, tan despreciablemente débil, que no acertaba ni con el ademán ni con la frase que evitase aquello... ¡Aquello tan nefando que pasaba de ir viendo segar rizo por rizo los que besó él poniendo en cada uno un ensueño, los que adoró en la que todo era adorable, los que formábanle el divino nimbo de ilusión á la sacratísima beldad!

¡Ah, qué horrendo crepitar! ¡qué sierra de impiedad aquella mano!... Paralizada en nieve su alma por su carne, sufría Víctor el estupor del crimen, del crimen que consumaba sañuda y lenta la fealdad en la belleza, más cobarde y vil cien veces, en su repugnante inquisitorial aspecto, que aquel de haber parado en sueños una vida con la punta de un puñal... Lloraron sus ojos en torrente silencioso, donde al fin puso el pecho destrozado su congoja.

—¿Lloras, Víctor? ¿Porqué? —preguntóle Adria.

Dulce, quería animarle con voz de lágrimas también, envuelta en aquel destrozo de su pelo, que seguía... Y sólo entonces, á un ímpetu, él se alzó y la aprisionó nervioso con los brazos, juntándose entre redes de cabellos desprendidos los llantos de las almas...

—Lloraron mucho tiempo. Lo que no habían llorado de ternura en sus vidas ásperamente dolorosas... Y se sentían tan puros, tan limpios de maldad, que habrían creído poder morir en aquel momento volando al cielo como niños, como ángeles dignos de surcar el éter infinito...

—¡Oh, Altísima! ¡ALTÍSIMA!... ¡SAGRADA! —dijo él cuando pudieron separarse.

Y contemplándola con el dolor de su crimen en la sobrehumanamente hermosa afrenta de aquella negra cabellera que aún rodeaba la ancha zona despojada desde una sien y la frente, lloró otra vez.

—¡Oh, ALTÍSIMA, ALTÍSIMA —repitió en consagración —, tú has hecho una cosa que no haría por ningún amor de la tierra mujer alguna de la tierra!

—La Altísima rió, como ríen las mártires sencillas al dios de sus ofrendas.

—Lo que hace falta —dijo, con su estupenda sencillez —es que no me aborrezcas por lo horrible que estaré... que el pelo ya saldrá, si gusta. ¿Dudas de tu Adria, ahora?

—¡Oh! —clamó él besándole la mano —¡Lo que hemos hecho de tu belleza, yo con mi duda, tú con tu fe, tiene la gloriosa crueldad asesina de algo de los dos, que ya unirá á nuestras almas para siempre como una muerte por ellas perpetrada con celeste alevosía! ¡Mira, pues, si tendré que creer en mi Adria, matadora un poco de sí misma por heroica y por creyente en un cobarde..., más que en mí mismo!

Uniéronse otra vez las frentes, en asombro de inmensidad, de fatalidad... de no sabían qué extensa y desierta proyección de porvenir que ellos tendrían que llenar con sus vidas juntas por otra dulcísima desesperación de martirio.

Luego, llorando y temblando él, llorando y riendo Adria, Víctor tuvo que acabar de cortarle, según supo, el cabello, que iba colocando como madejas de reliquia sobre las rodillas de los dos...

Cada rizo que soltaba, lo besaba. Y ella, llorando más del desconsuelo del débil, quería reírse, reírse —mientras sus manos jugaban en el montón sedoso —de la infantil caridad de las tijeras que ya en balde se obstinaba en segar cada vez menos corto.

—Ah, bah... qué tonto, hombre. ¿No ves que tendrán que igualarlo todo al rape, como esto?

Saltó luego por un espejillo y volvió á la luz mirándose y riendo al fin de todas ganas... Se parecía un golfo tiñoso, á mechones... ¡qué esquila!

Él, en tanto, recogía con religioso cuidado, uniéndolos al negro vellón, los cabellos sueltos por la colcha.

A las once, cuando llamada por el timbre fué doña Paz, cuando trataron de calmarle su admiración de la pelona con una explicación cualquiera de «capricho», ella dio por definitivamente comprobado, y no sin terror, al tropezar en la alfombra el puñal, que tenía dos locos en su casa.

—¡Qué atroz, hija, qué facha! —comentaba realmente indignada mirando á Adria, que incorporada en el lecho se reía —. ¡Está usted ida, oh! ¡A buena hora se deja pelar una mujer ni por capricho de Dios que bajase de los cielos!

Toda una animosidad de sexo contra Víctor. Todo un profundísimo desdén hacia «la tonta». Ni la noción de las espléndidas propinas era parte á detener su filípica, en cierto modo cariñosa.

—No, no, lo estoy viendo, el día menos pensado en Los Sucesos... ¿Se puede saber este puñal...

Víctor, tomándoselo, le puso en las manos un billete de diez duros que había cogido de la mesita de noche.

—Doña Paz —dijo en seguida —, es preciso que ayude usted á que crea don Baldomero que la señorita ha tenido que pelarse, porque, rizándose, se inflamó y la abrasó el alcohol.

Estaba perdonada, pues, la segunda prueba —lo mismo á ella pronta la Altísima; pero habría sido el exigirla, en Víctor, iniquidad y bellaquería.

—Doña Paz —añadió Adria atenta por su parte á otro previo acuerdo de ambos —es preciso, si no hemos de mudarnos nosotros, que le advierta á ese señor del comedor que no se propase más á esperarme en los pasillos, como hizo ayer. Y desde luego no volveré á comer sino en mi cuarto.

La noticia pareció causarle á doña Paz una íntima y profunda conmoción de indignada sorpresa que la contuvo en silencio por un rato, pálida, trémula.

—No, no, lo que es ahora, hija mía... —replicó al fin dominada y creyendo encontrar una irritante relación entre el atrevimiento del huésped y el pelo cortado —¡bien tranquilo puede estar don Víctor, aunque deje usted de par en par la puerta, de ése y de todos los huéspedes del mundo!

Habló, no obstante, de echar al huésped, enojadísima. Y como Víctor lo juzgó innecesario, prometió ponerlo, al menos, como un guante.

Salió doña Paz; se levantaron ellos, y fueron, para no perder tiempo en esperas, á una peluquería de enfrente. A Adria se le pasaron unas muy grandes ganas de fumar, por aturdir del todo á los señores que la miraban arreglarse como un hombre. El barbero hizo prodigios por dejarla siquiera á los lados y atrás unos centímetros de pelo, ocultándola arriba, como mejor le surgió su habilidad, los trasquilones. —Y fué inmediatamente de otra canallesca gracia irresistible aquella cabeza escarolada, aquella faz hondamente ultrajada por el dolor y el insomnio.

—¡Oh, una zorra!

—Parece borracha, además —comentaron de silla á silla (en cuanto hubieron salido los tan amantes del alma) parroquianos con barberos.

La dejó Víctor subir, cruzada juntos la calle, en que Adria se resguardó con una toca, y partió al Círculo.

* * *

Al volver por la noche, le contó Adria que el pobre don Baldomero había creído de punta á punta la comedia del alcohol, que le jugó con lujo de detalles doña Paz. Se había afligido también mucho. ¡Oh, pelo tan sentido que yacía como un muerto en una caja!

Pasaron noches, en las cuales era ahora la Altísima abrazada por el amante con una inefable delectación en que no podía borrarse sin embargo la tristeza del agravio á la belleza. A la roja luz, ella le veía en los ojos la pena de no poder mirarla, en torno al rostro de pasión, la negra cabellera que se lo aureolaba de ondas é ilusiones...

De día, en cambio, era mayor el ansia de Víctor por estar al lado de la humilde, de la triste que sólo hallábase á gusto junto á él; de la mártir que con tanto sufrimiento y sobresalto se iba quedando con la cara de una tísica... Un ansia, ya, por no dejar de oírla y de mirarla, que llegaba al desconsuelo, á la perpetua inquietud de no saber soportar lejos de ella las visitas, otra vez por mañana y tarde, del hombre aquel que lo impedía, aburriéndola de paso. —«¿Qué tienes? ¿pero qué te pasa, y por que no te curas, mujer, si estás enferma?» —Así decíale Adria á Víctor que no dejaba de importunarla con pesadez de viejo el banquero: y aun Víctor en su odio se veía forzado á concederle á éste el mérito de la misma cariñosa compasión por Adria que Adria le inspiraba á Víctor.

—Dí, ¿por qué no le dices —apuntó Víctor una noche —que el campo te repondría... y nos vamos á Versala, á mi casa, á Tur?

—Porque no haría lo de las niñas. Debo esperar —contestó ella.

¡Ah, siempre mártir por todos, hasta por los que no podían dejar de amarla atormentándola.

Salía poco. Víctor cenaba en casa con ella por las noches. Por no dar sospechas al viejo, que temiendo que no le creciese el pelo se oponía á que se lo rizase con frecuencia, se lo dejaba sin rizar. Esto aumentaba su divina fealdad de mártir y de enferma. —No podía vestirse ni ponerse los sombreros para sus antiguas correrías furtivas de galana amante... Una noche que se vistió y la arregló una peinadora, empeñado Víctor en comer fuera y llevarla al teatro..., se desvaneció con el ruido, con las luces...

Luego cayó en cama con fiebre y con delirio, y la desesperación de Víctor llegó al colmo: don Baldomero, se constituyó en amorosa guardia junto al lecho noche y día, durante ochenta horas.. Sólo doña Paz llevábale á Víctor noticias á la calle de Olózaga —al que no tenía ni el sentimental derecho de ahogar á un viejo en quien la Altísima por su mero resplandor de idealidad, había hecho prolongarse en abnegación el amor hasta bien más allá de los brutos años sensuales de un tendero.

Y cuando volvió junto á Adria, cuando ella se repuso en las alegrías de los besos muy amados, la decisión fué terminante, entre los dos: cortar este suplicio.

Víctor se iría á Versala. Hallaron preferible una ausencia que calmase en ambos la vida con la única dedicación lejana de las almas. Una ausencia... la ausencia de dignidad que no se atrevieron á aceptar oportunamente y al término de la cual, por fin, se reunirían los dos, dueños de ellos mismos y sin volver á separarse...

Un jueves salieron de Madrid hacia Tur, cerrando el entresuelo, Marciana y Carmen y Alfonso.

Un sábado, Víctor. Después de una ideal y terrible noche de despedida en que tuvieron los dos el fatal presentimiento —confesado para reírse de la supersticiosa confesión —de que serían aquellos sus últimos abrazos,... sus últimos placeres...

En el tren, llevábase el viajero la mínima alegría de haber podido no conocer, no oír siquiera el timbre de voz del viejo —que habría quedado entonces como un real fantasma ingrato más entre su pensamiento y el de Adria... Así, érale dable, mientras trepidaba el coche por las sombras, imaginar que la Altísima quedaba en Madrid al dulce amparo patriarcal de un noble anciano con luenga barba y bello aspecto venerable...

No había querido jamás ni preguntarle á Adria cómo era.

Capítulo VII

Las gaviotas rasaban el mar perla tocando apenas las puntas de las olas con las puntas de las alas. Un buque, lejos, tendía su negro humo por el cielo de llovizna —un buque de dos chimeneas, de cuatro palos.

Pero no veía nada, desde la tibia galería, el trabajador. Mañana fértil. La Altísima seguía surgiendo idealizada en las páginas de La Altísima. Y el triste amante se borraba en el creador feliz.

Abrió el cortinón la rubia doncellita y entró cauta, aunque cierta de que únicamente esta diaria interrupción no enojaba al irritable...

—Sí, Carmen, dame... ¡el correo!

Lo cogió él con avidez. —Esperó Carmen, curiosa... Sobres de membrete, papeles enfajados de esos que llevan los correos cuando aguarda una carta el corazón.

—¿Nada? —preguntó Marciana asomándose á otra puerta.

Era la pena del amo familiarmente trascendida y familiarmente compartida por las dos —la inquieta afectuosidad hacia «la señorita Adria», que no escribía ya en tres semanas... la extrañeza ante la tenaz falta incomprensible de estas cartas perfumadas y pequeñas, recibidas en dos

meses diariamente.

Les fué sobrada respuesta el desaliento que tornó al creador feliz en triste amante y partieron.

Víctor se levantó, miró con un largo anteojo el buque, y se dijo mentalmente al divisar la bandera: «Inglés».

Dobló la galería y se tumbó en la poltrona de planos brazos, junto á la mesa de billar. Una sensación le dominaba —ó quería él que llegara á dominarle: «La Altísima, la que sería insensato y tonto empeñarse ni en dudar que «lo fué», debería quedar íntegramente desprendida de la Adria sin ventura vuelta por la fatalidad á la torpeza del mundo».

Sólo que exigía esto el poeta y lo rechazaba el amante.

Resumió, pues, como ayer, como anteayer, la lógica que desde los hechos pudiera desvelarle la del silencio de Adria. ¿Hubo fatiga en sus cartas últimas?... Quizá —de sufrimiento. Se habían separado el 18 de Enero: ahora terminaba Abril; no hacía un mes que había vuelto Sagrario de verla, de atormentarla y amenazarla con el idiota «él ó yo», al encontrarla delgada y saber por doña Paz que se había cortado el pelo por él, y que por él sería capaz de todos los disparates. Tal martirio se lo reflejó la ausente, obsesa y desorientada, en la laxitud de tantos martirios sin tregua, ante la imposición de la tita, que no podía menos de inspirarle más piedad cuanto más loca; tal nuevo martirio de la mártir, á quien ya le faltarían las fuerzas, se lo comprobó monstruoso la misma Sagrario al volver y recibir á Víctor en una de sus frecuentes visitas. El que afable acudía al hotel para jugar con las niñas, para mirar y sentir cosas de Adria, incluso

para querer á la mujer funesta cuyas recelosas complacencias íbase captando con sonrisas, con dulzuras, con billetes..., á pesar de los billetes, y por encima de toda ambición de la histérica que creía tener en su cerebro la oculta y sabia dirección de su casa, si no del orbe, la vio estallar en tempestad de pasión llena contra él de rayos de odio en un escándalo «de loca», ¡de loca, sí! Los vecinos de enfrente acudieron, la mujer y la hija del conserje..., y á los esfuerzos del injuriado por reducirla con voz leve á la razón, se acreció el furor de la maníaca para afirmar á garganta desgarrada, «y ante el mundo entero si fuese menester», que «su Adria era su Adria, y la llamaría y se irían las dos á comerse un mendrugo en un rincón donde no volviesen á verla ni banqueros ni ¡pu... ñales!» —Una adoración todavía de las que la Altísima inspiraba por su mal en cuantos recibían su efluvio de alma; una adoración salvaje, idolátrica, fanática, plagada de absurdas contradicciones, igual que todos los fanatismos (é igual que en aquel encanallado tito Marcos), en una imbécil degenerada lamentablemente por las no menos absurdas contradicciones del mundo. Delicadezas aparte, Víctor no volvió al hotelillo por mera necesidad estética de restarle á su ilusión de Adria este aditamento bestial.

Y aquí la duda: ¿fué sincera ó efecto de las subsiguientes intimaciones de la tita la carta suya días después?... La tenía en el bolsillo, con otras; la buscó y la leyó, tratando de penetrarla:

«Víctor, aprovecho un minuto para decirte, en este papel que le dejo á doña Paz, que voy con don Baldomero á la Semana Santa de Sevilla. Acaba de sorprenderme con esto. Lo hace porque me reponga y me distraiga... ¡mira tú! Como allí no le conocen, viviremos juntos, y no te podré escribir hasta la vuelta. Procuraré incluirte alguna esquela en las cartas á mi tía, aunque, con lo pasado, lo creo inútil, pues no te las dará. ¡Cuánto sufro por todo! Siempre, siempre tu —ADRIA.

No tuvo por qué desconfiar de esta carta al recibirla. Hoy, tras veinte días de silencio, podía lícitamente sospechar que, á la agotada de sufrir, la hubiese servido el viaje de pretexto de... ruptura. Era incomprensible que no dispusiese de otro minuto y de otra doña Paz con quien mandar al correo cuatro letras directamente para él. La disculpaba. Acaso tal decisión escondía en su misterio de distancia y tiempo, en su vago rastro de perdida estrella, más delicadeza dolorosa que la que hubiera podido contener la misma decisión así cortada en expresa voluntad: «Ya ves, no podría ser la buena amante, sin ser la mala madre de mis hijas, la mala hija de mi tía, de «mi madre» al fin, que las tres forman para mí un todo de amor indivisible. Como yo, perdona tú también á la que te odia porque me adoras, á la que me odia porque te adoro».

¡Ah, la siempre sacrificada, la siempre heroica, la siempre atormentada por todo el rigor de lo insoluble!

Él mismo, estando junto á ella, no habría querido ser menos heroico que la heroica forzándola á optar por él.

Pero el enigma extendido cruelmente hasta privarle de saber dónde estuviese ella —que al menos sabiéndolo le sería más fácil robársela evocada á un sitio, y enviarla en una dirección los besos de su alma —, se le hizo esta mismas tarde insoportable. Recordando lo en balde que intentó noticias por Alfonso enviando al hotelillo (dos veces, y la respuesta de Sagrario igual: no me escribe), resolvió ir en persona.

¡Cómo le pesó!

La idiota, la feroz irreductible, le aguantó primero alarmada en iras: luego acordándose de una carta de Adria que podría mortificarle, se las entregó con aviesas diplomacias... «Me divierto mucho en Sevilla. Dicen que estoy muy bien ya con el pelo bastante largo, que me riza una peinadora con mucha gracia. Vamos á todas partes. Ayer á los toros»... —Esto tan extraño decía la querida letra. Sagrario, perversa, negó haber recibido más cartas. Estúpida, notició sin embargo que «el padre de las niñas» las había buscado un colegio, como internas en una capital de provincia: adonde se irían ellas y Adria «á vivir decentemente», —Salió por lo tanto Víctor con la pena de aquella gozosa alegría de la ausente y con la misma duda, porque la carta tenía la fecha de los primeros días del viaje.

¿Seguiría en Sevilla? ¿Estaba en Madrid?

Se le ocurrió veinticuatro horas después, ante la nueva decepción del correo, escribirle á doña Paz.

Esta le contestó sin pérdida de tiempo:

Querido don Víctor: No puedo decirle dónde andará la señorita ni cuándo volverán. A mí me dijo don Baldomero que iban á la Semana Santa de Sevilla. Pero parece ser que ella, comiendo el día del viaje con don Antonio, le dijo también que irían probablemente á Cádiz y á Málaga. Estarán recorriendo estas ciudades, sin duda. Es cuanto puedo comunicarle su muy atenta servidora, que lo es,—

PAZ REBANALES

Sobre la borrosa niebla de la misiva, le quedó á Víctor saltando una frase y un nombre: «ella comiendo el día del viaje... con don Antonio».

¿Qué don Antonio?

Ahondó en la memoria. «Don Antonio» era... el joven, el huésped del comedor.

¿Era?

Viaje, silencios, ocultos designios... todo, todo se eclipsó en el interés de Víctor detrás de esta simple cosa formidable que Adria á la mesa con el huésped podría significar.

Y esto había de saberlo; ¡que saberlo! —pronto.

Escribió:

Estimada doña Paz: Gracias por sus bondades, y sírvase aceptar este pequeño obsequio por cuantos le debo. No tardaré en verla, renovando las ocasiones de mi gratitud. Pero, á la vez, permítame que deplore su falta de prudencia al haber vuelto á insistir con la señorita para que coma fuera de su cuarto, después de lo que usted misma debió reprenderle á don Antonio...

Añadió unas líneas más sobre cualquier cosa á fin de dejarle un viso accidental á lo importante, y metió en el pliego un billete de cinco duros.

No se hizo esperar la respuesta:

Muy apreciable don Víctor: Siento que haya usted pensado esto de mí; y aunque sin ánimo de faltar á la señorita, pues no hay por qué, después de todo, debo participarle que no es mía la culpa de que haya vuelto á comer fuera de sus habitaciones. Verá usted lo que son las cosas del mundo. Suelo yo festejar mi cumpleaños convidando á unas sobrinas y al padre de una, que es maquinista del tren; y al novio de otra, que es relojero. Don Antonio, con quien tengo confianza, como antiguo, cenó á nuestra mesa también; y naturalmente, con la alegría y la broma, yo me acordé de la pobre señorita, única que quedaba allá sola y aburrida por la otra punta de la casa. Fuí á verla, y, vamos, me dio grima encontrarla adormilada en la butaca, á las ocho de la noche. Me preguntó; le dije que estaban mis sobrinas; llegué hasta indicarla, francamente, que podría ir al comedor, si no fuese por el otro... pero no, yo misma le aconsejé que no saliese. Sólo, que cátate aquí que en esto se nos presentan mis sobrinas al brazo de mi cuñado, hombre dicharachero en las jaranas, y... puede usted creerme, don Víctor —que lo mismo lo diría en una cruz —se decidió á salir, en vista de ello, no obstante que yo seguía diciéndola que no, por lo bajo. Fué. Se cenó. Hubo la juerga que es propia de un santo. Y, naturalmente, hechas aun sin querer las paces con don Antonio, nada ha tenido luego de particular que la señorita haya continuado comiendo con él por hablar con alguien. Eso sí, con igual franqueza le juro que ella sabe estar con él á la mesa sin que se tenga que decir. ¡Oh, buena es la señorita Adria, con lo que le quiere á usted, y buena soy yo..., para otra cosa!

Y ahora, dándole un millón de gracias por su obsequio, y suplicándole que nada de esto le diga á la señorita, pues creería que trato de venderla, se repite de usted muy segura servidora que desea verle, y que lo es, —PAZ REBANALES.

P. D. —Don Víctor, rompa esta carta, no crea la señorita que yo me dedico á cuentos con usted; no puede figurarse con qué decencia están á la mesa los dos, y eso cuando no tengo matrimonios, siempre conmigo ó la criada á la mira.

La decencia ponderada por la que ingenua se sacudía las culpas, era lo único, del relato entero que naufragó en la desolación de Víctor.

Había estado leyendo sobre sus cuartillas de trabajo y las miró dejando á un lado la carta.

LA ALTÍSIMA... ¡Bien! ¡era un libro!

Pero en la frente de la... otra de carne, que caía con frecuencia tal del cielo al barro, leyó ahora, y nada más: Indecente.

Tan rápido fué el desprendimiento (como el del globo incendiado que lanza arriba el humo y abajo carbones y cenizas) que pudo el sarcasmo del también partido en dos contenerle el impulso de romper lo escrito: ¡bah, LA ALTÍSIMA... sería una novela del humo azul de no importa qué cosas abrasadas, un libro más del cándido engaño perenne de quien se obstinaba en alzarse á los espacios novelando su existencia... ¿Qué importaba si tenía para engañarse un candor infantil?... Ser niño, siempre, siempre..., aconsejó en otro libro: —y lo era.

Pero en la exégesis patronil debía tener traducción menos grave que en la de un niño picado de mentalismos, de reflexivismos, el hecho de no guardarle gran rencor, á un hombre que quiso abrazarla, una mujer cuyo agrado y cuyo oficio era abrazar hombres. Para Víctor —juzgándola —bien, olvidar aquello, perdonarlo, y á traición de él; cuando él mismo evitó que echasen de la casa al importuno en gracia á la fe y á la espontánea promesa de la agraviada de no volver á verle, equivalía, si no á acompañarle en la cama como en la mesa, á lo que era igual aun sólo con lo último: á una total y tosca abdicación de dignidad en la tan groseramente ofendida.

Castillo de cartas, pues, en lo real, aunque perdurase de intangible ensueño en la novela, el levantado sobre la pasiva hipócrita por el visionero relapso. Un soplo, una carta mal puesta con las demás (la de doña Paz hoy), lo echaba al suelo.

¿Dónde, ESTA VEZ, estaba la dulce y prodigiosa actriz que volviese á levantarlo?

¡Oh, sí... podía estar en brazos de otro... seguiría estando en brazos de otros... de otros que al tenerla en su verdad, si supiesen que ella fué la Altísima, ó tendrían que suponer al novelista un mentecato, ó deberían descubrir que lo mismo los pintores copian sus reinas y diosas de las golfas con trajes de diosas y reinas.

Víctor habría tenido el artístico deber de vestir de Altísima el alma de una golfa con las gasas y luces de su alma..., pues de alma eran sus modelos. ¡Pobre Adria, pobre estúpida si hubiese tomado en serio su papel!

¡Y él... qué «artista» tan infantilmente horrible, que hasta á sí propio el primero lograba embelecarse! ¡Qué cosa tan siniestramente compleja, en suma, y tan... monstruosa, tan despreciable, en fin!

* * *

Al día siguiente, perdido Víctor (no el artista, sino el simplicísimo hombre que lo despreciaba), en el inmenso huerto de rosas que como almas incapaces de fatuidades ni impurezas le restituían siempre á una serenidad como cósmica, como universal —loca de alegría fué Carmen á llevarle la carta que tanto se esperó y que ya no podría seguir coronando el derrumbado castillo.

Pudo arrojarla al pozo de la noria, pero la leyó en condescendencia de sarcasmo. ¡La breve, nunca había sido tan extensa, tan enamorada. Acababa de llegar. Su primer cuidado consistía, en saludarle

y darle cuenta de sus viajes por Sevilla, por Cádiz, por Málaga.... por todos aquellos sitios que más cuidó ella de decirle previamente á «don Antonio» que al ausente á quien poco importaría sepultar en mayor ausencia de descuido... Preguntaba si recibió las dos esquelitas que le mandó por Sagrario. No le ocultaba, por lo demás, que había procurado divertirse...

Se prevenía: llegó indudablemente á saber que él supo sus diversiones —menos llena de doblez, como para él no escrita, aquella carta. ¡Ah, la divertida!... ¡Ah, la que tanto le hablaba y no le habló de su nueva amistad con el huésped! ¡La un poco siempre egoístamente agradecida al placer con el experto, la más calculadoramente interesada que aquella al menos ciega pasional imbécil de Sagrario!

No supo rebajarla más. La tita quedaba con su salvaje fanatismo por encima de la Adria viciosa, frívola é hipócrita.

Se complació en suponerla ahora mismo en la cama con «don Antonio»... si por domingo no tuviese Ministerio el rubio joven de los lentes.

Y como al apartar luego el pensamiento con asco de tal cuadro, advirtió que no podía volver á esparcirlo en la serenidad de las flores, quiso castigar, para que no volviese á turbarle, á la que le había turbado con su carta.

Subió al despacho y escribió:

Adria: en otras desesperaciones de mi adoración por ti (hoy no he de ocultártelo porque quiero ser leal conmigo, ya que me propongo ser justo con los dos) me inspirabas odio. Te hubiese matado, con el amor del odio... del odio que NO ES MÁS QUE AMOR INVERSO. Me complacía entonces rebajarme hasta ti, y mostrárteme, por un ansia de no vernos distanciados, tu igual en farsas. Ahora no, yo estoy donde estoy, muy alto, muy alto; tú estás donde estás, muy baja... y no hay sino una frase de nauseosa verdad que exprese mi final emoción para aquella á quien amé mucho: ME DAS ASCO.

Eres, no la mujer más infame y más mala de todas, que esto fuese mucha importancia para ti; eres la más despreciable. Si estuvieses á mi lado, te escupiría. ¡Ya ves que es mejor que no estés, para que al fin no haya yo podido escupir en tu miserable vida tantas nobles cosas de mí mismo con que te engalané locamente!

Te desprecio. No me preguntes por qué. Tú puedes saberlo demás en tu conciencia, si la tienes, y en tu reflexión, á nada que sepas reflexionar un instante pues he llegado también á creerte, como tu tía, la criatura más estúpida del mundo. —Adiós, Adria; no me escribas, sería inútil, te lo afirmo. Ni doy ni quiero explicaciones. Nunca, hicieses lo que hicieses, sabrás más de mí. Te quiso y no te desea ningún mal, —VÍCTOR.

Puso el sobre y lo cerró (con los mismos labios y las mismas manos que la acariciaron tantas veces) como quien cierra una vida, como quien cierra una tumba.

Apenas le temblaron un poco —las manos, los labios.

* * *

Era un vacío del Universo que tenía por centro las sienes de Víctor. Cuando él vagando en el huerto se inclinaba á las rosas, sentía la sensación de que todo el Universo se inclinaba como un globo hueco sujeto á su frente.

«Ahora tendrá mi carta», pensó, con el único pensamiento suyo en veinticuatro horas, á las doce del siguiente día. Y á la una volvió á pensar: «Habrá almorzado y estará quizás escribiéndome».

Pero al otro día, igualmente á las doce, el vacío que le ceñía la cabeza como una corona de infinito, fué definitivo, total: porque Adria «había tenido la única sensatez de su vida de no escribirle». Y le parecieron augures de una inmensa placidez estos enfajados papeles del correo entre los cuales no vendrían más las cartas de Adria.

Almorzó haciéndose campestremente servir junto á la noria, por honor al sol y al viejo borrico que le era útil desde tantos años sin haberle dado ni un disgusto. Luego se puso á ayudar al hortelano á desfoliar mazorcas de maíz... E inesperadamente, á media tarde, estas horas de reposo fueron cortadas por la mujer del hortelano que anunciaba la visita de una señora de negro.

«¡Ella?»

Carmen la había subido á la casa.

—Doña Sagrario! —le anunció Alfonso que limpiaba á Stern debajo de un almendro. —¡Ha venido en aquel coche!

La halló en el octógeno saloncillo del centro de la casa, que recibía su única luz cenital de la lumbrera.

No le sintió llegar, por la alfombra, y siguió ella contemplando contra un bargueño florentino de ébano y marfil un gran retrato de Adria. Al volverse á Víctor, le aterro; la faz de Sagrario anunciaba catástrofe:

—¿Puede usted decirme qué ha sucedido en Madrid?

Su voz, su aspecto, eran de rencor y de fiereza, velados en la humildísima necesidad de saber.

Y como Víctor, helado también por el misterio, por el espantoso misterio que guardaría esta decisión de esta mujer al venir á verle, nada contestó..., añadió ella, solemne, acusadora, en un ademán de crispaciones tras el cual lo mismo podía esperarse verla querer matar que caer de rodillas:

—Mi sobrina se muere..., salgo esta noche en el tren con las niñas... ¿Puede decirme qué nuevo disgusto le ha dado usted?

Alargaba como en prueba, para ahorrar palabras, una carta, en que Víctor reconoció la letra de doña Paz, y un telegrama: y cogió ambos ansioso.

El telegrama decía:

Grave su sobrina, según médicos. Sigue sin conocimiento. Vengan en seguida. —PAZ.

La carta, de una fecha anterior al telegrama, decía:

Querida doña Sagrario: Le escribo para avisarla de una desgracia en que no soy yo la menos perjudicada. ¡Yo no sé lo que va á pasar aquí! Usted sabe que por condescendencias con su sobrina llegué á conformarme con ciertas cosas de las cuales nunca esperé nada bueno. Hoy le entré una carta. Estaba ella recién levantada, y la recibió muy contenta. Yo salí á mis quehaceres, y como la casa es honda, nada más noté hasta que á la media hora llegó don Baldomero. Le abrí, pasó al gabinete y volvió á salir asustado, llamándome. Entonces encontramos á su sobrina tendida en el suelo, como muerta, y habiendo sido milagro que no se abrasase, pues debió caer como un rayo y seguía cerca del brasero. Tenía al lado la carta, que creo será de don Víctor, y tuve la mala suerte de no verla hasta que la cogió don Baldomero y la leyó y la guardó. Llamamos á un médico, porque no volvía en sí con friegas ni con nada. La acostamos, y el médico mandó sangrarla. A la hora en que escribo á usted, cinco de la tarde, sigue sin sentido, como una piedra, y con cuarenta y un grados de calentura. Creo que debe usted venir. ¡Ya ve, por lo que á mí toca, la que se me ha venido encima con este buen señor, si don Víctor habla en la carta de que yo le escondía en mi casa! Hasta la presente calla don Baldomero, que no se mueve de junto á la enferma, pero con más disgusto, me parece, por la carta que por la enfermedad. Es cuanto puede decirle su alma. s. s. s. que lo es, —PAZ REBANALES.»

Víctor dejó caer el brazo con el desfallecido pesar de un asesino.

Sagrario recuperó la carta y el telegrama, que él había soltado en la mesa, como reliquias de aquella «muerta»... de aquella que podía morir sin darla el último abrazo...

—Y bien! —fulminó con el odio del cariño que le arrebataban.

Y en la vulgar invocación ardieron todas las ansias y todas las imposiciones... todas las acusaciones.

—Y bien... —aceptó Víctor con el frío de lo horrendo irremediable —. Mía la carta. No hacía en ella sino decirla al fin lo que usted tantas veces habrá querido que le diga: que no la quiero.

—¡Eso! —clamó ella incrédula, y no obstante espantada de su horror si tuviese que creerlo.

—¡Sólo eso! —clavó Víctor sabiendo cuán dañaba á la que debería compartir su tormento innoble. —¡Ni siquiera la carta le deseaba un mal!

La escena, breve después, se hizo incoherente. Fué la histérica, la maníaca, la fanática y salvaje pasional incapaz de transigir con el robo y con la muerte de su ídolo... Fué también, refrenándola sus gestos y aullidos de furor más que el respeto á la casa ajena, la madre que le imploraba piedad al verdugo de su hija. Lloró y tembló; midió la sala á rabiosos pasos, y pidió, sin saber lo que pedía, que fuese Víctor con ella á salvársela... Últimamente convino con el odiado en llevarle por lo pronto á la insensata una esquela de él que decía: Cálmate, Adria; te veré en cuanto te sea posible. Hablaremos.

Y salió con el apremio del tren. Víctor la acompañó á la verja y vio partir el coche hacia Versala... Ella le había prometido telegrafiarle al llegar. Él, partir también en cuanto ella lo juzgase oportuno y necesario.

Qué había hecho?...

No quería pensarlo. No podía —en el aturdimiento de aquella Adria sin sentido en el lecho y con una fiebre de 41 grados...

El Universo vacío que seguía prendido y oscilante en su cabeza, se le había poblado de amarguras.

No recibió noticia alguna al día siguiente.

Ni al otro. —Se tranquilizó recordando el delirio febril de la nerviosa cuando la visita á San Carlos, 40, 41 grados de fiebre histérica por cuatro días, y al quinto bien. Como ahora seguramente.

Pero al quinto día, llegaron, á las once un telegrama, «Venga primer tren», y á las doce esta carta:

«Muy señor mío: Se empeñaron todos en matarnos. Mi sobrina peor, gravísima. Don Baldomero recogió ayer á las niñas para llevárselas á un colegio, y no volverá. Es natural: mi sobrina no cesa de delirar las cosas de ustedes. Venga á ver si al verle y al oírle vuelve en sí un poco. Los médicos dicen que es una fiebre mala cogida á la cabeza y que no se salvará; pero lo que yo creo que tiene es un arrebato de sangre. Póngase en camino inmediatamente. Su afectísima, SAGRARIO.»

Unas horas más de angustia, con la certeza de verla, con la esperanza de salvarla al conjuro de sus besos, de su voz... y un tren por una noche de luna, por una noche sin sueño, interminable...

Capítulo VIII

Madrid le recibía con la magnificencia de su Mayo diáfano. Caía del cielo el gozo en sol, y saltaba hecho flores y sonrisas en las gentes, alrededor del cochecillo del viajero. No comprendía Víctor cómo pudieran así festejarle el aire de oro y la ciudad si él hubiera de venir á la desdicha. Había siempre un armónico contacto entre su sér y la luz, y se entregó á sus halagos. Adria no moriría: llegaba él á recogerla libertada; en sus hijas refugiado el amor del viejo al saberse sin el de ella con crueldad, se harían amar los dos de la fanática Sagrario, dichosa testigo al fin del triunfo de los dos en la vida y en el arte.

Llegó, y subía la escalera, buscando en cada cosa indicios de su suerte. De otro piso bajaba una hermosa mujer, de claro, con un ramo de claveles.

Le abrió una criada. Salió al pasillo doña Paz.

—¡Oh, qué mala está, don Víctor! —dijo como á un triste impulso de abrazarle. —¡Se muere!

Tiraba de él, que la seguía con la avidez muda de poder mirar que no era cierto. En el falsete le detuvo para advertirle muy quedo:

—Entre despacio. Duermen las dos, la pobre señora también. ¡Qué noche, Dios mío!

Y abriéndole ella misma, dejóle paso sin entrar, para más silencio.

La cama, de blanco. Un orden de capilla santa alrededor. Del balcón del gabinete llegaba la luz suave. Contra el encaje de la almohada misma en que esparcíase intensa la negra melena de Adria, dormía Sagrario en una marquesita... Avanzó de puntillas Víctor, y vio, con los brazos fuera, á lo largo del cuerpo, de espaldas, á.... ¡la adoradísima —qué importaba todo! —Llegó, se inclinó, y miró su rostro inmóvil, con los ojos abiertos, fijos, fijos, fijos en el aire, del lado opuesto á él, como si acabase de girar la cabeza en un éxtasis de horrible dicha al verle...

—¡Adria! ¡Adria! —gimió besándola, y tan bajo, tan en crispado soplo de su sér, que no pudo despertar la tita.

—Víctor... —musitó ella.

La insensibilidad de la faz, la fijeza de los ojos, y la vaguedad espantosa del nombre pronunciado por Adria como un suspiro, le dijeron la inconsciencia de la enferma, que ardía en fiebre. Lloró él, tomado de la misma fija insensatez en su dolor miserable, y cayeron sus lágrimas al rostro pálido... pálido, descarnado, pero sin demacración; de una expresión amarguísima de felicidad recóndita; de una celeste belleza como sólo la hay en los ensueños...

—¡Adria! —volvió Víctor á clamar, eco hueco de sí mismo.

Pero entraba doña Paz sigilosa.

—No oye, don Víctor, la pobre. ¡Ni ve!

Él se irguió cubriéndose con el pañuelo los ojos, al tiempo que lloraba doña Paz enfrente, susurrando:

—¡Cuántas veces habrá dicho el nombre de usted, la infeliz!... Antes lo hablaba todo... Ahora le nombra, le nombra... Cree que está con usted en la calle Olózoga. A su tita y á mí nos dice Marciana, alguna criada que tendrían ustedes...

Con un fácil abrir de ojos despertó Sagrario. Se incorporó, en un rechazo de ira á Víctor, quedando indecisamente hostil con la frente alta, después de haberse recogido atrás el pelo de las sienes.

—¡Ah... usted!

Se levantó. Un ansia fulguró en su mirada, y con el ademán expresó en seguida la invitación de que él probase en la enferma su presencia.

Doblóse Víctor de nuevo é hizo girar á su cara la cara de Adria entre ambas manos convulsas, para lanzarle al mismo aliento de su boca:

—¡Adria! ¡Adria!... ¡Soy yo! ¡¡Tu Víctor!!

Hubo unos segundos de asombro, en Sagrario, en doña Paz. La enferma había girado los ojos, como una ciega de ojos claros, en un afán extraño y pasajero. Por primera vez veíanla este asomo de atención.

¡Llámela! ¡Más! ¡Parece que le atiende! —excitó la dueña de la casa.

Y el amante la sacudió casi brusco, al repetir:

—¡Adria! ¿No me escuchas? ¿No me ves? ¡Soy tu Víctor!!

Le miró Adria, clavada. Se estremeció. Fué á sonreír... ¡Nada, después! cerró los párpados pesadamente y ni volvió á sentir la voz querida ni los besos más pesados del amante... Entre besos, se alzaba á contemplarla con su ávida pena de asesino, dulce no obstante, detrás de su pena, no sabría él qué alegría infinitamente suave cual si también detrás, dentro de la enferma, de la muerta, del cuerpo de tantos que no importaba que muriese, se le estuviera indudable como nunca revelando la vida inmortal y toda y sólo suya de la ALTÍSIMA. —La besaba, ante las dos absortas mujeres, y la volvía á contemplar. Prescindía de ellas. Veían los ojos de su alma á ELLA, únicamente. Y ELLA, esta alma de carne que era á la vez, por mezcla infanda, carne de amor de perdida, y de la cual quisiera el noble arrancar para él la Adria suya, cristalina de purezas dejándole á las gentes maciza la Adria de pasión, había podido conservarle, aun para morir, su poesía... No ostentaba ni la más leve huella infecta de enfermedad como bruto ultraje... Bañada con frecuencia, según indicaba una tina de cinc en el rincón, el agua, con que querían apagarle los doctores el fuego de la fiebre, tenía también en nítida limpieza su beldad... Blancos sus dientes, finos sus rizos, una sombra azul apenas en los párpados, un tenue olor de éter apenas en su aliento... Era como si hubiérase dormido en un sueño eterno desde que él la dejó meses antes, y tuviese la pálida y divina delgadez de un ensueño vivo de la muerte. La besaba, la volvía á besar pesadamente ansioso, enmarcada entre sus brazos...

—¡Vamos! ¡Déjela! —Pidió brusca Sagrario —¡Déjela! ¡Duerme!

Y como al estallido de rencor, que rasgó el silencio, Adria tornó lenta y sin tino la cabeza, sin abrir los ojos, y pronunciando con agotado llamar el nombre del que tenía á su lado, del que ella vería tan lejos en la obsesión penosa é insensata... Sagrario le arrojó á Víctor con odio:

—Dice Víctor... por horror al daño que le ha hecho. ¡Leí... la carta de usted!!

Encarábale altiva y triunfal... en raro triunfo de sarcasmo, porque no había servido su presencia más que la de ella misma con su idolatría salvaje para el milagro de resucitar... á la que ella hubiese querido quizás ver muerta otra vez... antes que tener que debérsela resucitada por el sortilegio de sus besos.

Salió Víctor á la sala contigua con doña Paz.

Por las estancias donde aún vivió con Adria tan bella vida, con una triste belleza de crespúsculo, flotaba la paz siniestra del destrozo..., del destrozo de amor, barrido, cuya última ruina era aquel cuerpo puesto á morir allí cerca. Ni estaban dispersas por los muebles las cosas de los dos, ni respetaron del grande amor la sagrada sombra otras gentes. —«Aquí tuve en todo Enero un matrimonio. Yo creo que el marido era jugador, muy gordo, lleno de brillantes» —le había dado por sandia noticia doña Paz.

Él permaneció tumbado en la butaca, de espaldas al balcón, medio oculta la cara en una mano. Ella le contó cuanto sabía del «accidente»: debió Adria quedarse á leer la carta de pie, como estaba cuando se la entregó en el gabinete; debió caer de pronto, desplomada, porque le habían visto después una herida entre el pelo... Le refería también sus breves escenas con don Baldomero, tan triste, el pobre señor, que aunque no se separaba de la cama, se diría más profundamente disgustado que por la enfermedad misma, por la carta... La propia enferma en su loco delirar del principio, le enteró de todo; doña Paz tuvo al fin que confesarle, y disculparle á su manera, que don Víctor la conoció casualmente como vecino de esta sala...

—¡No volverá, el buen señor!... ¡Bueno como el pan, aunque burrote! ¡Si viese usted qué lástima me daba, don Víctor!... Le ha dejado dicho á doña Sagrario un comercio donde cobrará la renta, y cuanto necesiten. ¡Pobre! ¡Pobre don Baldomero!

Víctor, oyéndola, admiraba sin sorpresa, una vez más, cómo la ignorancia de estas buenas gentes había podido hacer, como tantas buenas gentes á otras infelices, una mártir en la Adria niña que cuidaron con tan paternal solicitud.

—Y todo —siguió fundida en llanto de improviso doña Paz —, todo por la ligereza de usted, don Víctor... todo por aquella carta mía, que es la pena oculta que me mata. ¡Celos usted de don Antonio; mentira parece, don Víctor!... Del sencillo don Antonio, como un muchacho que allá dentro sigue de palomino atontado sin saber de la desgracia sino que cayó la señorita con fiebre cerebral... y vaya —plantó quitándose de los ojos el pañuelo repentina —¿quiere usted que le diga más, que le diga de una vez... —Detúvose, y resolvió en seguida con su ardor de convicciones: —Sí, sí, don Víctor; se lo diré... mire si yo podré saber la inocencia de ese hombre, desde que á poco si lo mato cuando le reñí aquello aquel día... Mire si yo habría vuelto á aguantarle lo más mínimo, cuando... cuando... ¡en fin (y usted dispense... y bien sabe Dios que lo confieso por si muere doña Adria, que no sea sin mis disculpas...) cuando don Antonio y yo nos entendemos!... ¿Concibe usted que le tuviera si no en mi casa por diez reales?... Pues bueno: de día, á su oficina, de noche... comprende usted?... Lo que hay es que la señorita Adria era una niña que salía igual de su prisión por charlar ahí fuera con él, ó conmigo ó las criadas... que al balcón si oía una pandereta!

Partió doña Paz. La llamaban.

* * *

Volvió Víctor á llorar cada día muchos ratos recogido en la sala de recuerdos, y con la imagen de la Altísima que le llamaba sin cesar sin conocerle, sin que le vieran sus ojos de fijezas insensatas. Aquella voz, aquel nombre suyo obstinado en el delirio, le causaba la trágica emoción de un eco de otros mundos. Oía en él... la Eternidad —aquella cosa honda y sin término que él mismo había querido entrarle á Adria en el corazón con la fugacidad de la vida. Y era inefablemente dulce, con dulzura lejana é infinita, la divagación del nombre en los labios que ya nada más sabían de la Tierra. Era de una tremenda y soberana majestad esta especie de tenaz y solemne llamada amorosa de la muerte por los últimos suspiros de la amada.

Víctor!... Victor!... Víctor!...»

El suspiro de muerte de victoria lo exultaban los labios de la Altísima cada vez más bajo y tardíamente... de media en media hora, al moverse, al sacarla cualquier ruido del sopor... Parecía que le iban saliendo en él las últimas burbujas de alma. Si moría, habría de haber dicho su postrera expiración: Víctor, —y entonces él entendería: Vencí... porque ella habría muerto deshecha en amor, dada así su vida entera al alma del Universo. ¿Acaso para más se cruza por la Tierra con ojos, con boca, con corazón, con tantas ansias de besar? ¿Acaso el Universo fuese más que el beso sin fin de todo á todo, y toda la sabiduría el comprender esto?

Mas un poco se parecían al sabio aquél del tren Sagrario y los doctores: ella con su instintivo yo perenne é indivisible (con su soberbia fanática y salvaje); ellos con su metódico pensar de hombres de ciencia, que les hacía afirmar á uno que moría la Altísima de meningitis, á otro que de larvado tifus cerebral... si bien ambos avenidos, ante la muerte fatal de todos modos, al simple tratamiento de baños y frecuentes lociones con florida á la cabeza. Sagrario, en cambio, tenía su diagnóstico de odio, que le lanzaba á Víctor al mirarle conmoverse de ternura, como de embriagueces supremas de amor, cuando recogía en los largos silencios junto al lecho, la tita á un lado, al otro él, los suspiros de su nombre.

—¡Psiá! ¡bah!... ¡no crea usted que á nadie mata... un disgusto! ¡Lo que tiene es reuma al corazón, como su madre!

Resignábase la tita á ir viéndola morir, en una torva displicencia, en una casi indiferencia irónica y rabiosa que al menos se dijera satisfecha si lograse convencer á Víctor de que no moría por culpa de él». Así, tan extrañamente, aborreciéndole más, la maníaca le absolvía del crimen noble —realizado desde la memorada noche sin el puñal de Bibly.

—«¡Oh, por él!... No lo crea usted, señora: le importaba un cuerno!» —oyó Víctor otra vez, al descuido, que le decía la tita á la dueña de la casa, en su afán de hacerles creer lo contrario de su persuasión á los extraños.

Aparte esto, no le dirigía la palabra. Tres noches sufriendo al verle competir con ella en la fatiga inútil de velar á Adria. Solían saltar en el silencio, de la arisca irreductible que parecía dormida, frases como éstas: —«¡Déjela!... ¡descansaba ahora!» —«¿Por qué no va usted á acostarse?» —«¿Por qué no se va usted mañana?» —E igual siempre que le sorprendía robando á besos los últimos soplos de vida y de cariño en la frente ó en la mano de la enferma. —No le dirigía la palabra, le fulminaba los odios.

* * *

Éxtasis de los ojos: los de Adria en el aire, los de Víctor en Adria. Por la alta noche subían de la calle los mismos ruidos de gentes y tranvías que oyeron otras noches. Adria habría seguido oyéndolos en su soledad, desde su prisión. ¡Qué tristes de abandono debían haberle parecido las noches y los días! —«¡Una niña! Salía de su cárcel lo mismo á charlar con el huésped ó las criadas, que al balcón por una pandereta!»

La niña.

Niña como él, niña que creyó, que lloró —más que él. Tan inverosímil de bondad y de simplicidad, que la creerían absurda las gentes y que él propio no había podido CREERLA.

La ALTÍSIMA.

Mirándola, pensaba Víctor que hay cosas increíbles, jamás creídas hasta que llegan á evidenciarlas estas pruebas imponentes de lo absoluto. Acordábase de un amigo de su casi infancia, de sus diez y seis años, tan tímido y cobarde y lindo como una niña: nadie hubiera podido suponerle capaz de un rasgo enérgico... y una noche, porque sorprendió una carta de un amante de su madre, se mató —del modo más brutal; con un pie descalzo, atados á un dedo los gatillos de la escopeta de dos cañones, y con cuatro balas, que le hicieron saltar los sesos al techo.

Con el recuerdo triste, tendió Víctor la mano á la frente de la Altísima, como á tocar sus purezas increíbles y sublimes. Se alarmó: estaba fría.

Su faz, sin embargo, serena, y su respiración bien ritmada. Sagrario, desde hacía dos noches, dormitaba en la obscuridad del gabinete, dejándole al cuidado de la enferma, echada allí con odio por los Víctor, Víctor, perpetuos del delirio...

Se levantó y le puso el termómetro. Marcaba 36º y 5 décimas.

¡Sin fiebre!

* * *

Fué la sorpresa del día siguiente. Los médicos se llenaron de esperanza; Víctor se llenó de esperanza; Sagrario recibió con recelo su esperanza..., con no supiera qué recelos de seguir oyéndolo en razón á su sobrina lo que la oyó loca, en olvido á ella de amor á otro.

Sin dejar de ser insensato, volvió á ser más extenso el delirio de la infebril; en frases de recuerdos fragmentados, pero igual en su obsesión: fijábase en quien la hablaba, y las alucinaciones hacíanla llamar otra vez Marciana, Carmen, á Sagrario ó doña Paz. Hablaba de sus trajes blancos... de la muerta que tenía sobre el pecho el corazón..., de Víctor que la llevaba por la nieve...

Un anochecer le preguntó él:

—¿Qué tienes, Adria?

—Yo? —le respondió ella mirándole con singular insistencia donde pareció prenderse la conciencia un segundo —; ¡no tengo nada! —Y fijándole aún más la mirada negra en los ojos, preguntó: ¿Quién eres tú?

—¡Tu Víctor! ¡Oh, Adria! ¡Mi ALTÍSIMA! —exclamó el amante rodeándola dulce un brazo y besándola más dulce, más ávido de no espantar en su caricia á la pobre débil razón que rebrillaba en la mirada.

Estaba sentada en la cama, y volvió á echarse lenta, y sonriendo y murmurando:

—Ah, sí, la Altísima... ¡Lo decía él! ¡La Altísima!

Cerró los ojos y se los ocultó con la mano, como á meditar en místico embeleso.

De las tinieblas del gabinete salió inmediatamente un desgarrado lamento de Sagrario que decía —escapando por la sala:

—¡Está loca! ¡Me la ha vuelto loca, loca!... ¡Dios mío!

Y corrió en desesperación, la mísera, y durmió por allá dentro esta noche.

Vagó Sagrario, desde entonces, en una especie de siniestra vigilancia de los dos, hostil, muda, sombría. Llegaba al lecho, miraba á Adria, esquivaba de Víctor sus torvas emociones, y volvía á salir rígidamente. —A la hora volvía, fúnebre y puntual, á darle á la sobrina té con leche, bizcochos, champaña.

Una vez, un clónico temblor la hizo romper una copa al fin de un diálogo:

—¿NO; no ve usted? —lo había iniciado Adria de improviso —¡No vendrá! Se habrá perdido en las nieves...

—¿Quién? —inquirió la tita desabrida.

—¡Él!... ¡No vendrá! ¡No vendrá!

—¡Si estoy aquí, contigo, alma —intervino Víctor —.¿No me oyes?¿No me ves?

—Víctor... ¡Ah, sí, te oigo!... Tu voz es como la suya. ¡Cómo te pareces! —y le acarició añadiendo:

—¡Pobre Víctor... ¿te ha mandado á ti?

—¡Adria! Adria! —la agitó Sagrario entonces, queriendo arrancarla de aquella caricia que nunca era para ella: —¿No te acuerdas de tu tía, de tu Sagrario... de tus hijas?

Y Adria, mirándola, grave, susurró meditativa:

—Sí... yo tenía... una Sagrario y dos niñas, rubias... Han debido Morir hace tiempo. No recuerdo cómo eran... ¿Las conocieron ustedes? Iré á Versala y rezaré. También era yo rubia, muy rubia!

Dobló la cabeza á las manos, afligida, y no escuchó más.

A veces creía Víctor que llegaba la tita á creer, cuando interrumpía en las furtivas entradas sus diálogos con la delirante, que Adria «por refinada maldad» (¡no inaccesible al menos la histérica Sagrario á tal aberración!), seguía fingiendo sólo para ella el desvarío de una fiebre ya pasada. Doña Paz, con la estultez de las gentes al juzgar de ciertas psicosis, fomentada esta creencia sin quererlo. ¡Oh, si hubiese usted oído antes cómo le hablaba á don Víctor... todo, todo el entresuelo de la calle de Olózaga lo estuvo recordando, según preguntaba él!»; —y á Sagrario y á ella misma les completaba la admiración y la extrañeza, con respecto á la inconsciencia de Adria para las personas, la casi cabal sensatez, dentro de sus errores, que iba mostrando hacia las cosas y las sensaciones de presente: comiendo, ella prefería unos platos á otros, los sazonaba de sal, diferenciaba los vinos; repuesta, además, de fuerzas —y teniendo la manía de que era una virgen, «una virgen rubia, cuyos ojos negros se volvían verdes por la tarde»—, habíansele exagerado todas las delicadezas relativas al cuidado de sí misma; y en fin, por más que no se interesaba en cualquier conversación de los demás, soliendo entonces cerrar los párpados y sumergirse en sus abstracciones, parecía á tiempos escuchar, y respondía, si se hablaba de paseos ó de teatros y se la interrogaba insistentemente: —«Sí, á mí me gusta pasear.» —«Sí, me gusta mucho el teatro». Contó una vez, á instancias de Víctor, una divertida escena de un sainete, y otra rectificó que fuesen escaleras, sino rampas, las de la Giralda de Sevilla.

Contemplándola, recogiéndole amor el amante, de sus emotivas incoherencias, una tarde Víctor y ella se durmieron, bien cerca las cabezas al extremo de la almohada —él en un sillón. Se había dormido Víctor de un modo dulce y profundo, y los dos abrazados. Así los halló la furtiva vigilante al entrar... y fué horrible su impresión, porque no había vuelto á verlos así desde el diálogo del otro día; porque no había visto ni aun entonces esta sonrisa de felicidad en Adria, como si tuviese entre los brazos su todo y único tesoro.

Fué horrible, fué horrible. Paralizada Sagrario en espasmo, el levísimo suspiro de dolor que lanzó su pecho bastó á cortar el sueño siempre ligero de Adria..., que abrió los ojos, que alzó cuidadosa sobre Víctor la cabeza, que le miró hechizada, enajenada, murmurando «¡Victor!... ¡oh, mi Víctor!», y que desplegó su sonrisa en venturas inefables besándole muy leve... besándole la frente, besándole los ojos... besándole con la angélica y ternísima pasión que á un niño todo luz ó todo alma á quien no se quiere despertar...

Sagrario sintió que la rabia la cegaba y que una congoja le oprimía la garganta como un cerco; primero llevóse á la garganta ambas manos; y luego tendidas, abiertas como á ahogar, se lanzó á Adria rugiéndole:

—¡Bruta! ¡Bruta!... ¡¡Estúpida!!

Llegó, y se detuvo espantosa, vacilante... ante Víctor despertado en sobresalto, ante Adria sorprendida en brusquedad... Ante Adria, que en su miedo instintivo é insensato se amparó en Víctor, sepultándole contra el corazón la cara... vueltos á Sagrario los ojos con horror.

Y volvió á rugir Sagrario, entonces, saliendo y derribando en su fuga de infernales odios una silla:

—¡¡Bruta!! ¡¡Bruta!!... ¡¡Animal!!

¿Qué fué?... ¿Por qué y adónde corría la imbécil?... Víctor no pudo darse cuenta sino de que sentía contra su corazón á su Altísima, refugiada en él de la barbarie...

Símbolo soberbio. Casi la vida. El alma de una ciega en la ciega fe de un corazón! —Porque Adria seguía sin ver lo que veían sus ojos, sin oír lo que escuchaba. Porque Adria, cuando él desenlazándola quiso hacerse netamente constar en su conciencia de mujer, volvió á reír y á divagar con su insensatez de divina loca que tenía en la mente una quimera.

Por la noche supo Víctor que Sagrario había salido y no volvía.

Por la mañana recibió doña Paz una carta con insultos para todos: «He resuelto marcharme con mis niñas donde no le importa á nadie. Dígale á mi sobrina, la LOCA DE CONVENIENCIA, la cómica más cómica y la mujer más animal de las nacidas, que se quede con DON VÍCTOR para que la SIGA ADORANDO ó la tire al río. Dígales que no se acuerden más del santo de mi nombre, que no estoy dispuesta á que me tomen más para sus alcahueterías... pues ya tienen y les sobra CON USTED, señora doña Paz...

Víctor, á quien le llevó la carta doña Paz indignadísima, no tenía derecho á detestar de la sandez que había inspirado, en la que la escribió, tales absurdos. Le invadió rubor, nada más: la bestialidad de Sagrario, sarcástica y maligna, parecía estarle retratando como un espejo: era su misma bestialidad, y sus dudas, sus frases... «á la cómica más cómica...» ¿Por qué la ALTÍSIMA lo era en tanta sencillez que tuvo que dudarla incluso el que la adivinó y se la reveló á ella misma?

Abandonado en este día el lecho, por indicación de los doctores, tres después daban el alta y dejaban un plan cada uno, según sus nuevos juicios del mal; el más viejo, celda, aislamiento y no esperar que la loca dejara de serlo de por vida (de generación en placas); el más joven, higiene, viajes, diversiones, un poco de hierro, y no sorprenderse de que el día menos pensado amaneciese cuerda (manía histérica). Víctor, antes de abandonar á Madrid, llamó á un especialista famoso que supo ser más prudente: imposible todo diagnóstico ó pronóstico hasta ver la marcha con el tiempo: bien estaba el hierro. Campo, higiene, y... esperar.

A Tur entonces.

Carmen fué llamada para el viaje. Lloró, al ver así á la señorita. Doña Paz fué á la estación á despedirlos.

¡Loca!

Pasaban las noches. Pasaban las lunas por el cielo, y siempre volvía otra luna detrás de las estrellas hundidas en el mar.

No pudo recibir la Vida, no pudo recibir el Amor, sin enloquecer la triste Adria!

Un delirio la abrasó miserias del pasado. Otro la había borrado entera su vileza. Diáfana. Ideal. Fantasma de sí propia. La miserable no hubiese podido envolverse de otro modo en el pleno amor —la nacida para amar únicamente. Quedaba en su simplicidad pasmosa, que ella por su calvario de ignominia supo irradiar con mudas y amargas sonrisas para todo, desdoblada la duplicidad tremenda de su sér. Libre la ALTÍSIMA —muerta y olvidada y dejada atrás la perdida, en el camino, para siempre...

¡Oh, la gitana del camino! ¡Cómo había arribado al puerto de luz de la ilusión en donde está la felicidad en la eternidad!... Y cómo Víctor la envidiaba, menos dichoso, con su pobre razón sujeta aún al tormento de cuanto no es todavía la misma cosa de ilusión y de verdad sobre la Tierra! mirándola, mirándola cruzar blanca entre las rosas á la luna, se preguntaba cuánto aún hubiese de tardar en ser así divinas locas, divinas niñas, pero con la gracia apasionada que había perdido Adria en su destrozo de mujer, todas las mujeres...

Ella no sabía de virtud, ni de rubores, ni de gentes... Sabía, como una diosa, de flores, de cielo, de amor. Y sonreía. Toda sensualidad y alma, era toda alma y toda boca y toda nervios... virgen blanca singular, alma de nervios que para hallar sus éxtasis voluptuosos de más enamorada bastábale besar á Víctor en los ojos, en su ensueño ó en el fondo del cáliz de una rosa.

Virgen de las más raras castidades sin pudores, porque era ya vaso de amor toda ella. Vivía como en el deliquio de la perenne insuperada posesión que no necesita la carnal de los abrazos. Brasa de amor inocente en cuya transparencia azul se habían juntado amigas y fundido las lujurias la tigre y las purezas del ángel. Si Víctor, viéndola tan cándidamente desnuda tantas veces, osara alguna volver á tomarla como plena amante, él tenía la seguridad de que ella le aceptaría sin menos amor, sin más amor, con la misma inexaltable sonrisa de serenidad feliz que la veía en sus besos á las rosas.

Su ventura divina, no podría serlo, en verdad, si conservase la aptitud de ser aumentada en un momento: extensa, perpetua, infinita..., tenía la serenidad siempre igual de lo infinito.

—¿Vamos, Adria? —solía él decirla cuando ya todos dormían y la luna se inclinaba sobre el mar.

La cogía del brazo y la llevaba á sus estancias, llenas ella las manos de rosas para el altar. El joven mastinote del hortelano llegaba delante de ellos, jugando á morder las rosas, hasta la puerta.

Víctor, inmediata á las suyas, le había convertido á la Altísima en dormitorio y capilla-tocador de azul y blanco dos amplias habitaciones con balcón á las montañas. El lecho heráldico, el que había servido para su pasión de pura en casa de Marina, teníalo aquí la blanca virgen vestido de sedas suntuales. Una Santa Teresa, de marfil, para que fuese como Adria, coronaba entre los búcaros de rosas, y delante del espejo, el místico altarcillo de belleza, cuyo pañal de encajes y batista estaba lleno de cepillos y frascos de perfume. Y Adria, la Altísima, se desnudaba lenta en el altar y se iba al lecho, donde Víctor la dejaba con el beso de hasta mañana en la frente...

¡En la frente, ó en los negros rizos ó en el pecho... daba igual!

Desnuda, vestida, en el lecho ó bajo el cielo, purísima ó coqueta con sus gracias de nereida ó de flor, él besaba castamente la frente de la Altísima, los senos de la Altísima... y no estremecían á la mujer, muerta en la Altísima, los besos en los senos, —no más los sentía que en los negros rizos derramados por los hombros. Zonas anestésicas, llamaríale á esto el viejo médico aldeano, de Tur, que las encontraba por los brazos y en el dorso de las manos y los pies. —A Víctor le enojaban tales frías é inútiles interpretaciones científicas de dinamismos morbosos, y prefería atribuir la no hiperestesia orgánica á una «equilibración», á una fusión nerviosa de lo sensorial y lo ideal en la misma bella alma; pero le bastaba considerar que en el apasionado abrazo (tal vez por la suya deseado) ella hubiera de permanecer como ajena é inconsciente del pleno placer de amor que diera sin participarlo, tomado en ella á traición y en robo, sin la voluntad de ella, en la mera pasividad feliz, no más, de la insensata..., para que la respetase sacratísima, como á una niña entregada á su custodia. Ahogaba, pues, tales impulsos, llorando algunas veces el dolor de su bien perdido sobre la sonrisa de la Altísima... que le hablaba de él, del eterno ausente..., y se apartaba Víctor del lecho y salía con la indestructible evidencia de que no pudiera nunca cometer, de que no cometería jamás, tal profanación villana, cobarde.

Pasaban las mañanas. Pasábanse los ramos del altar y volvían más á los búcaros, incesantemente, las manos de la Altísima.

Locura moral. Locura de diosa —tal vez.

La dulce loca, á besos dormida y á besos despertada de sus sueños ó sus éxtasis, dejaba el lecho negro heráldico —ya aquí con ella misma entre regios doseles como la reliquia gloriosa en un museo —, y lo mismo se iba al altarcillo-tocador cubierta sólo por la camisa de amores de encaje para besar á la Santa ofreciéndole perfumes, que al baño, para salir de él y enjugarse y quedar en cueros rezando delante de la Santa y del amante. Pero rezando sin rezos..., que no sabía, que había olvidado su bella confusión de lo humano en lo divino. Rezándoles, orando, postrada toda pagana y cristiana en la alfombra, sentada con un pie bajo el muslo y en la otra rodilla las manos enlazadas en éxtasis, en sus largos éxtasis dignos de la extática enamorada de Jesús, y del poeta enamorado del mármol de alma de la carne.

Un poco cara en dolor le había costado á la suya este contemplativo gozo hacia la ideal estatua por su amor labrada, pero bien valía todos los dolores.

En la mano solía ella jugar á un tiempo con el nupcial anillo de brillantes y con la vieja medalla de plata que llevó desde nacer, puesta por su madre. Asimismo el anillo se lo puso Víctor en otro nacimiento: en el de la Altísima. Talismanes que á través de la vileza la habían guiado hacia la luz de esta locura.

Y así era su locura, como su vida fué, de sumisión y de humildad, de sonrisa y de belleza... de una extraña y gentil coquetería llena de misticismo que estaba en ella como en los místicos nardos. Locura de lo delicado y de lo limpio y de lo noble. Locura de las cosas blancas y de esencias. Locura de bañarse, cual si el agua tibia de su bañera de alabastro, que olía á florida y tenía floriándola flotantes pétalos de flores, fuese el Jordán de sus purezas en la estancia de silencio. Locura, en fin, de hierático impudor, de arcangélica inocencia, que la hacía desnudarse para el agua delante á la vez también muchas mañanas de Carmen (igual se desnudara en medio de una calle), y que la dejaba después —cuando salía en rubor la doncellita, poco á poco sin embargo inocentemente acostumbrándose á la perfecta inocencia de la estatua y al admirador respetuoso —sola con Víctor, en sus éxtasis de muda esclava feliz humilde por los suelos, ó en sus diálogos de divagación alucinada hacia el ausente, por cualquier sillón que amante recogía la suave desnudez de morena perla.

Nada, por otra parte, tan admirable, en medio de su rebelde incoordinación mental emotiva, como la precisa sensatez con que servíase de sus cepillos, de sus jabones, de sus útiles de adorno. Era una loca del corazón, y no lo era para todo lo demás del mundo de las cosas, entre las que cruzaba con una simple solemnidad callada y sonriente cual si les pidiese nada más que no turbasen mucho su íntimo ensueño tan querido. Carmen la llevaba al extremo de la huerta, saltando el mastín delante de las dos, á que la viese ordeñar la vaca y la ayudara á coger las fresas. Y Marciana, que la adoraba en hija, como á Victor que la llamaba de tú, como á su Víctor, se obstinaba en retenerla en la cocina, siempre limpia como un salón, por sentirla cerca, embelesada, cruzando con ella algunas frases que no revelaban la menor demencia, sino la limitación vergonzosa de una niña recién sacada de un colegio, mientras Adria misma iba confeccionando al otro lado del fogón compotas y flanes para el postre.

Tal era el afán de Carmen, de Marciana, de la mujer del hortelano, igualmente, por estar cerca de la linda chiquilla de melenas negras á quien Víctor se las hacía tener ceñidas por detrás de las orejas con un liso y finísimo arete de oro. —Por que Víctor, ambicioso é insaciable, en tanto trabajaba él, queríala también sentada no lejos por la galería, en el diván, en las butacas, blanca con sus túnicas de arcángel y su diadema en las negras crenchas —á la Altísima que era en su tocador la helénica desnuda...; blanca y soñadora y pétreamente inmóvil, aquí, recogida en sí misma, con toda la ventura del reposo, con la faz caída á la mano, cerrados los ojos, como en verdad al arcángel de ensueño de un sepulcro.

Unos ratos, á ella, en la galería del trabajo, antes de llevarla al comedor donde la mesa los esperaba nevada de jazmines, leíale él las vivas páginas escritas. Le escuchaba, como á una música de evocaciones lejanas é inconexas, y refiriéndose indefectiblemente al Víctor ausente, que no podría volver, le interrumpía con frases vagas que prendíanla un segundo en su memoria: —«¡Sagrario!» —«Juanita y Luz!... Juanita!» —«Bibly Diora... sí, sí, yo la conocí!»... Y sin embargo—¡oh misterio de las fibras que enlazan la impresión! ¡oh rotos teléfonos del alma!..., y sin embargo, seguía absolutamente refiriendo al Víctor real el Víctor delirado... Así otros ratos, oyéndole las cosas de presente, ella se hipnotizaba y le devolvía las suavísimas caricias en un positivo gozo directo, inmediato, que no tenía que pasar en refracción por sus quimeras... aunque sus labios, discordes con sus ojos, persistían en hablarla de él... del ausente... ¡¡del nunca presente por completo!!... De él, pues, que era un alma!...

Pasaban las tardes. Pasaban rosas y nacían más. Adria las cuidaba. Víctor, viendo sobre el campo de rosales el cuerpo blanco y la melena negra de la Altísima recortarse contra el cielo, contra el mar, dejaba caer el libro á las rodillas y se quedaba meditando ó adorando...

No le mintió la luz de oro de este sol, que él tenía hermoso en todas partes, con su augurio de esperanzas cuando fué á Madrid el amante llamado en un delirio. Llamado á salvarla.

La había salvado.

Hubo un azar providente que salvó también á cuantos amó la mártir. Ella para él, ya feliz, redimida del martirio, su ALTÍSIMA —su IDEAL, forjado al fin, en una vida, del ensueño de Salvata; él, tendría por derecho de amor, y arrancado al mundo en la cruenta batalla de sus ansias donde mirando atrás veía muertas, veía muertos, un trozo de campo, un huerto de flores, un fondo de mar y de cielo y de sol, de luna y de estrellas, y una copa bella y frágil de la VIDA tallada en alma; y cuando el soñador de realidad fuese á Madrid, comerciante de sus libros, «de sus sueños» él... acordándose de esta Villa Paz de Tur, que siempre había esperado un alma y que ya tenía un

ALMA, podría no volver á perder ni un momento la conciencia de que vendía alma... alma, alma generosa, en derroche de sus libros, por unas cosas menudamente lisonjeras y otras redondas y sonoras á que llamaban las gentes aplausos y monedas. —Para él, su ALTÍSIMA; para las dos niñas de candor, la reclusión del colegio en torno al cual el padre banquero y la tita apasionada velarían por ellas vueltos á conciliarse sin la aborrecida presencia de la traidora é ingrata á quien amaron ambos con amores tan horribles...

Meditaba, meditaba Víctor en estas tardes frente al cielo, mirando á la ilusión suya, bella y blanca y negra, vagar entre las rosas. Había hecho una felicidad. Aquella noche en que él pensó haber matado á la Altísima á la puerta del teatro, le había asestado la frase de puñal, al revés, á la perdida. No fué tampoco el bruto que quedó frente á la perdida que no volvió á existir en la ausente ni en la viajera de Sevilla, quien la escribió «la carta». Rectificaba ahora; fué el Amor, fué... el alto amante de la alta amada, —y por eso ella con el último destello de razón lo pudo ver entre renglones; y por eso, en ella, la otra, la perdida agonizante, se desplomó y murió para que volara la ALTÍSIMA que más que nunca le amó entonces, que más que nunca, y para siempre ya, le amaba...

Se acercaba Adria entre las rosas, con un manojo de rosas para el altar. En la otra mano traía un capullo y lo olía ávidamente.

Estaba Víctor en el cenador, como en una jaula de enredaderas y de hiedras. Por entre las hojas la vio sentarse cerca de él, en el sofá de mármol de la glorieta redonda, al otro lado de la fuentecilla de guijos que esparcía al alto en lluvia de abanico su salto de agua. Un laurel cerezo servíala de dosel. El tenue ramaje la sembraba de lunares de sol toda la falda.

¡Qué belleza de lunares la suya tan perfecta!

Había soltado las rosas en la piedra y olía el capullo, acercándoselo á la boca, á la nariz de respiraciones epilépticas. Un gran capullo rosa-Francia, cerrado como un huevo —con sólo dos ó tres hojas vueltas de un pálido color grosella por el revés. Su olor la enajenaba. Teníale entre ambas manos é inclinábase para aspirarlo en un ansia de embriagueces.

Lo aspiraba como un cerrado pomo de esencias. Maciza y herméticamente cerrada la flor en sus pétalos, debía su aroma trascender prometedora, prohibida. Y la Altísima volvió la vista al ramo del asiento y á otros rosales, en busca de alguna de esta misma clase abierta. No la había. De té, y blancas, purpúreas... sin aquel palor de carne, sin perfume. Hubo de resignarse.

Durante un rato jugó con el capullo por su barba y por su sien... Cerraba los ojos, lánguida, habiendo inclinado leve la cara sobre el brazo contra el alto respaldar —doblada y torcida toda ella en sí misma y permaneciendo por fin inmóvil con la flor junto á los labios.

Palpitaba su pecho bajo el níveo traje. Mordió una hoja y la mascó. Su cara palidecía. Su mano cayó inerte con la flor sobre la falda.

¿Iba á dormirse?

¿Se habría dormido?

¿Soñaba? ¿Qué soñaba... tal vez de otras rosas que jugaron por su carne?

Dos mariposas blancas salieron del ramaje y volaron sobre la cabeza inmóvil. Una se posó ingrávida un instante en el arete de oro —antes de seguir en busca de la otra perdida en el rosal.

Adria abrió los ojos, alzó la flor, y con la otra mano le arrancó dos pétalos. Triturándolos, los olió. Luego, irritada de improviso contra aquella aroma púdicamente guardada por el duro nódulo de hojas, se irguió un poco, y se dedicó á separarlas una á una para transformarlo en rosa abierta. Pronto lo consiguió en las primeras; mas debajo se envolvían como películas tenaces fáciles de desgarrar, y sus dedos se obstinaban impiadosos, delicados, desliándolas y apartándolas en trémula caricia... Y de que había vuelto algunas, volvía á oler anhelante el capullo y volvía á querer esponjarlo más, como excitada por la intensidad de la esencia.

Su cara palidecía. Sus manos temblaban, nerviosa toda ella é impaciente en la tarea creciente á cada paso en imposible. Tenía aquello algo de violación. Las hojas no cedían sin romperse, sin ajarse como sedas vivas. Innumerables, más sutiles mientras más profundas, é invertidas y rotas las de fuera, ya formaban en derredor del duro cono un cuenco que tendía á cerrarse y que en vano Adria quería abrir á soplos ó aplastándolo entre su boca en beso cruel.

Víctor seguía en aquella faz el ritmo de la transformación extraña. La bella loca que siempre parecía la proyección vaporosa de todas las etéreas bellezas ideales, sin realidad, sin calor —cobraba el fulgor sombrío de una humana vida de mujer encendida por la simple caricia de una rosa. Pálida, pálida, sus ojos negros brillaban en una sombra violeta. Sus rojos labios mostraban el cerco igual de sus dientes en un tic de amargura y de ansiedad por la pobre flor que moría para su placer entre sus manos...

Esta voluptuosidad caprichosa y nimia, que tenía á la vez algo de fiero y divino, y cuya satisfacción burlaba la escondida esencia, adquirió, por último, la viveza de una pasión de los sentidos. Crispada Adria, rasgó, hundió, forzó codiciosamente aquella virginidad escondida en la belleza que no quería entregarse sin morir... y cuando sus dedos tocaron los estambres en el fondo de la flor, la llevó á su nariz, á sus ojos, á su boca, aplastándola y hartándose en ella de perfume, sin piedad, restregándola y agotándola como á cosa ya irremediablemente destrozada...

Luego la tiró, con ira, con dolor, con pena... Se levantó, recogió las otras flores de la Santa y echó á andar hacia el túnel de álamos.

* * *

Cuando se hubo perdido, salió Víctor y cogió la rosa.

La besó. La guardó.

Era cuanto podría volver á recoger su pasión de la ALTÍSIMA que le amaba ausente en amores á las rosas...


Publicado el 24 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
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