Las Ingenuas

Felipe Trigo


Novela



Cette façon de considérer les femmes, ce mépris systématique mélé de sensualité obsédante, vous jugerez qu’il vaut la peine de le signaler.

Jules Lemaitre.

Antes

Temo “haber hecho de señoritas”, una novela española y altamente moral que no puedan leer las señoritas y que pueda no parecer a muchos ni moral ni casi española; porque la moralidad y el nacionalismo, para buen puñado de patriotas, no deben reflejarse en la literatura más que vestidos a la antigua—siendo inútil que se haya modernizado una clase media cuya juventud riente y simpática está con su rumor de fiesta y su loco afán de vivir a la vista de todos, incluso de los escritores, muy semejante a la de cualquier bulevar parisiense, en Santander y en Sevilla, en Madrid y en el último pueblo de tres mil vecinos.

Sin embargo, disto mucho de pensar que el cosmopolitismo de nuestras costumbres sea tal que las iguale con las de no importa qué otra sociedad europea: los vientos de libertad han encontrado en la Península grandes resistencias de educación; y precisamente por eso, de la extraña mezcla y de la extraña lucha de los instintos que despiertan, con las formidables tradiciones que los aplastaban, creo yo que le resulta al alma nacional un matiz originalísimo, digno de la tranquila atención de los observadores, y del cual una fase interesante he procurado fijar en esta novela, que es profunda y típicamente española, por consecuencia. No hay en sus pasiones el erotismo perverso y refinadamente brutal de los franceses; tampoco el antiguo y puro romanticismo heroico de nuestros amores a través de las monásticas celosías o de las enclaveladas rejas andaluzas; hay algo de las dos cosas a un tiempo, exhalado con mayores ímpetu y nobleza por el ansia vaga del corazón de las ingenuas...

El lector, si le interesa, podrá luego averiguar por qué llamo de este modo a las mujeres que describo, a las que caracterizan, principalmente, en cuanto al sentir se refiere, el cambio de nuestra social conciencia; por lo pronto, bástele en descargo mío la consideración de que ese nombre guarda más de compasión cariñosa que de agravio, de reproche dulce que de insulto; y aun así, reproche que nada con ellas mismas tiene que ver quizás, yendo más, alto su amargura, más alto, mucho más alto que a ellas... ¡pobres ingenuas!

Porque —insisto— mi novela, que tan diferente de las de nuestra conspicua literatura contemporánea es, por mil cosas buenas y malas, no podrá menos de parecerle, a quien bien la lea, más y más esencialmente distinta aún de otras muchas de las modernas literaturas extranjeras, con las que tiende tal vez a asemejarse en el procedimiento. Aparte su empeño de análisis, hácela palpitar el amor como ideal supremo, el amor todo, el amor integrado por la fusión de los dos grandes sentimientos, pagano y cristiano, que se han repartido el imperio de los siglos, pretendiendo también partir al hombre, o absorberle, mejor dicho, unas veces la intelectualidad, otras la animalidad... Con lo cual ya mi pensamiento principal, basado en una afirmación robusta y positiva, eminentemente sociable, germen único de toda felicidad, queda enfrente del arte supraexquisito y vano de las escuelas decadentistas, que ron una desorientación mental estupenda, vuelven a Egipto y Grecia los ojos, por atavismo incomprensible; y queda asimismo distanciado del realismo francés, cuyo campeón, el colosal Zola, cifra la filosofía de su obra, cuando no es benéficamente demoledora, en una suerte de solidaridad humana un tanto bestial, donde el musculismo triunfa para el trabajo y la sexualidad (no el amor) aparece como condición de la vida únicamente.

Viene a ser un mamiferismo (sic) imitativo de las especies inferiores, en que, dentro de lo humano, la intelectuolidad se soporta y las jerarquías fisiológicas y psicológicas se borran, esto de Zola—mientras que yo, puesto a defender hondas tesis sociológicas, y recordando algo a Spencer entre los pensadores y a Sudermann entre los literatos, defendería la divinización de la Naturaleza, la deificación de la materia por la inteligencia, pero quedándola con un pie en la antigüedad con otro en la Edad Media y con el cuerpo adelante y la vista enfrente, dispuesta a entrar en la eternidad del porvenir como síntesis sublime...

El cielo bajando a la tierra con su azul. Venus ennoblecida por el místico resplandor de la Concepción Inmaculada.


Felipe Trigo.

Primera parte

I

La linda chiquilla se desperezó en la cama, al fresco del dormitorio, boca arriba, cubierta por la sábana, y el cabello rubio desparramado. Vió en la mesa el chocolate, con el vaso de leche en la bandeja, tapados por la servilleta en triángulo, y los bizcochos encima; alargó la mane y pulsó la taza: estaba fría. Entonces se extendió la sábana hasta el cuello, se la ciñó estirando las piernas y quedando rígida con la mirada en el techo.

No podía más. ¡Qué lástima...! Estaba harta de dormir. No podía continuar ese sueño ligero de la mañana, dulce porque se tiene conciencia de que se duerme, y que a Flora, en su filosofía de perezosa, sugeríale la delicia de la muerte si se sintiera como dormir eterno, dejándola para siempre en su cama dorada, entre los perfumes de su alcoba, teniendo una criada discreta que le pusiera abrigo cuando hiciese frío, delicadamente, de puntillas, sin despertarla más que a medias como la que le traía el chocolate, destinado, por lo general, a cuajarse en la taza.

—¡Cu, cu!

—¡Ah...! ¡la...droncillo!

Ya decía ella que la había despertado algo. Era Pipín, que después de hacerla cosquillas en las narices, estaba acurrucado como un comino allí al lado.

—Que qué haces que no te arreglas.

—¿Que qué qué?

Se iba palmeteando y riéndose por haber asustado a su tita.

—¡Eh! ¡Venga usted acá! ¡En seguida...! Toma un bombón.

El niño se acercó, tendiendo los brazos a la cama.

—Vamos a ver, te lo doy si sabes esto: ¿cuántas patas tiene un perro?

—Cuato.

—Muy bien. ¿Quién te ha hecho a ti?

—Dios; y a mi hermana.

—¿De qué os hizo?

—De carne.

—¿En cuántos días?

—En tes.

—¿Qué hizo el primero?

—Buscar la carne.

—¿Y el segundo?

Flora vió desaparecer a Pipín en el tocador. Le llamaba su madre. ¡Pobre sobrinito: bien poco mido metían! ¡Y pensó ella, al saber ocho días antes que iban a llegar, que habría de molestarla esta invasión de “los forasteros”!... Al revés: su hermana Amparo parecíale un alma de Dios, siempre mimándola y tratándola como a una chiquilla aún porque la llevaba ocho años, y cuando se casó y se marchó, nueve antes, apenas tenía doce Flora; Pipín y Camila la divertían como dos muñecos finos y elegantísimos, a los cuales vestía y desnudaba y les rizaba los bucles; y su cuñado era agradable y la distraía mucho también, al piano, hablando de novelas y cosas entretenidas. Y se marcharían luego, volviendo a quedarla en la tranquilidad que la seducía tanto.

Por eso le gustaba su casa, al extremo del pueblo, al pleno campo, con aquel trozo de mar enfrente, más allá de las sierras azules, no tan apartado que no pudiera ver con el anteojo de cuatro tubos los vapores del tamaño de moscas, desfilando sin tocar la costa de pinares. Su casa, una especie de villa, en mitad de un jardín que en primavera ocultaba los balcones, y donde imperaba con el mimo de todos como niña llena de caprichos, a costa de la tolerancia de su madre y sobre la impresión siempre grata de su belleza en las gentes del pueblo.

No obstante, siguiendo Flora desde la azotea aquellos barcos que a través ele las lentes del catalejo se le aparecían pequeñitos y esfumados como la maraña de un sueño, con sus cimeras de humo; o mirando correr por los olivares aquellos trenes velocísimos que pasaban y repasaban silbando, de los cuales en la estación solía ver el mundo gozoso que los llenaba: señoras elegantes entre los barnices de las portezuelas, y el brillar de los metales limpios, caras felices y distinguidas en los interiores entre la tapicería perla y las maletas y los cabás niquelados, rubios ingleses y aristocráticos velillos de condesita en las berlinas.... sentía una tristeza vaga, especie de decepción, al advertir que no estaban hechos, como el sol y las montañas, “exclusivamente” para que ella los contemplara recreándose en el paisaje—y anhelo de correr sentía también, de salir al mundo y cruzarle en amplia felicidad de todos sus encantos de juventud y vida. Cuando el tren, arrancando triunfal, metía por el desmonte la turba de viajeros, o cuando el vapor allá lejos se perdía, a Flora, durante un rato, le quedaba la impresión de abandono, de despojo, de que parte de una felicidad a que tenía derecho huía de su vista.

Viajar era, sin duda, bonito. No meterse en un furgón prosaicamente con su mamá para bajar a las cinco hora?? en el colegio, como cuando años antes la llevaban y la traían de Málaga; ni tampoco la noche en el mixto a las playas portuguesas, para instalarse en cualquier casa amueblada de una aldea y tomar las olas con el método y la molestia del aceite de bacalao. Nada de eso. Como su hermana, a Madrid, a Bilbao, allá a la India o al quinto infierno ahora.... de donde no tardarían en salir, porque su cuñado no paraba en ninguna parte, y tanto tenía Luciano de ingeniero y de ganas de andar entre salvajes haciendo un ferrocarril como ella de monja.—Viajes a perder el tiempo y el dinero, con los trajes más caros, a rendirse de trenes, a dormirse con una piel sobre la falda y los pies en el calorífero, frente a un hombre de distinción, igual que las francesitas de las novelas, para dar juntos en hoteles suntuosos y encontrarlo, al comer, al lado, entre los ramilletes del mantel limpio y platos servidos por camareros de frac.

Pero quizás aquel mundo brillante que rápido se le mostraba en los reservados del exprés, pertenecía a la realidad de lo novelesco en la tierra, a la clase privilegiada de los millonarios y los duques, en que ella no se contaría jamás. Recordaba que la única noche que asistió en Lisboa al teatro Real, con su madre y don Gil, se encontró perdida, insignificante, a pesar de su belleza, junto al lujo fastuoso de las damas de los palcos; y hasta halló comprometedoramente ridículo el anticuado traje de don Gil, el amigo inseparable de la casa, que en el pueblo le parecía tan natural y fino. Fué tanta la desazón que esto le causó, al verse por primera vez en contacto con la gran vida, que no quiso volver al teatro ni a Lisboa. Y al regresar a su hotelillo, a este hotelillo nuevo y lindo, donde había comodidad, si no magnificencia de palacio, se encontró consolada y calen tita como en un nido, prometiéndose no salir de él. ¡Y que le disputase nadie aquí en Alajara estar siendo más que una condesita, más que una duquesa, más que una reina!

Se oyó una voz abajo, que pareció la del cartero.

—¡Cómo! ¿Las once?... Pues ¡bah, si despertaba temprano hoy!

Se entretendría en vestirse.

Y Flora, que no había hecho sino cambiar de posición, volviéndose a la pared y sintiendo el fresco del estuco en la espalda, esparció la indolente mirada como revisando por las dos habitaciones si lo tenía todo dispuesto: el bañador en el testero de la cama, la copa de jerez, la marquesita y la tina de cinc a los pies, el vestido en el respaldo de una butaca del tocador, los zapatos junto al balcón, cerca de la mesa cuyo mármol ostentaba un bazar de perfumería...

¿Y por qué no iba ella a poder casarse como su hermana con un hombre fino...?

A veces ésta le había escrito desde Bilbao:

“Ven, que te traiga mamá; tratarás chicos agradables, verdaderos señoritos, y no esos tontos de ahí, que se creen reyes porque tienen cuatro ovejas.” Y para decidirla, creyendo que sólo la detenían los amores con Angel Luis—siendo así que ni su madre le volvió a admitir en oí hotel ni ella misma le atendía, apenas, desde que dejó de estudiar leyes y se echó a cuidar las fincas y unas chaquetas que le daban facha de torero—escribió Amparo otro día: “Un amigo de Luciano a quien le enseñé tu último retrato, dice que parece mentira que una muchacha tan mona y tan bien vestida sea de ese pueblo... Le he contestado que te encargas los trajes a Madrid, y que Alajara tiene gente de mucho fuste; pero él y Luciano se han reído, y no les falta razón...”

Sonó la cristalera y entró doña Salud.

—¿Acostada?—dijo sin la menor sorpresa—. ¡Vaya si tienes galbana y poca vergüenza, tú!

Venía vestida para salir, toda de negro, con capota y ceñido el talle esbelto como el de una joven. Arrojándola desabrida un cuaderno, añadió:

—¡Toma! Y si quieres ir a misa, levántate. Ya he dicho a Luciano que te acompañe, porque yo no deseo romperme una pierna camino de madre Reyes. Además, tu hermana y yo vamos de visitas primero.

—¿Ah, pero es domingo...? ¡Bah! ¿También vosotras? ¿Cómo no suben a llamarme? ¿Sé yo aquí la hora que es ni lo que pasa en la Tierra?... ¡Podía una morirse sin que lo notarais!

—Te avisé con el niño. ¡Como eres tan aficionada a que te despierten! ¡Qué suerte de vida, hija mía! Las once. Conque no te bañes, y acaba. No sé qué obligación tengas antes de misa de ver a tu ama... ¿Es que te citas allí con Angel? ¡Valiente bruto de novio!

—¡Qué mal pensada eres!

—Sí; habláis en casa de Augusta, ¡Es igual!

Escapó, cerrando de un portazo.

Flora empezó a hojear el número de Le Courrier de la Mode que le había subido su madre.


Esta atravesó el salón, se volvió en un peldaño de la escalera a atarse el zapato, cuya cinta, se vió a rastras, y se encaminó luego, por el pasillo bajo, al comedor, donde ocupaban sendas mecedoras Luciano y don Gil, charlando de fábricas e industrias, en una de esas conversaciones llenas de cumplimiento que cuidan de sostener las personas amables, por juzgar desatento el silencio más breve. Y era aquí especialmente, el cuidadoso, don Gil Ibarra y Pazos de Valdeiglesia, el amigo inseparable de la familia, persona de modos irreprochables, modesto de presencia y de expresión, que contestaba bajo y tranquilo aunque le hablasen fuerte, cuya sonrisa de bondad vagaba eterna en un semblante suave encuadrado en la barbita rubia, que con la extraña inmovilidad del cuerpo mentido, completábale el aspecto de cualquiera de los santos que él reverenciaba en los altares, y del cual nadie podía decir que le hubiera visto sentarse cruzando una pierna sobre otra; organizador infatigable, de procesiones sobre todo, pero también de colecciones de huevos, de animales que disecaba él mismo y de jeroglíficos que recortaba del Heraldo—con esto, y componiendo guitarras y relojes, mataba los ocios de hombre acaudalado. Su galantería llegaba al colmo: jamás permitíase una flor delante ele señoras sin hacerla extensiva a todas; así, gustando mucho de piropear a Florita, decíales a ella y a la madre con frecuencia: “¡Oh, qué par! ¡Valiente rubia! ¡Si yo pudiera enamorarme todavía, entre usted y Flora había de vacilar antes que decidirme por la mamá o por la hija!...” Pura broma, porque sólo había paternal afecto en sus constantes amabilidades a la muchacha; y la gentil doña Salud, con su ceñido perpetuo traje negro y su airoso cuerpo de jovencilla, reíase cortesanamente al oírle, discreta, en guisa de mujer habituada a galanteos—aunque le amargaba saber que aquel hombre, de quien conocía las ironías mordaces bajo su sonrisa complaciente, sabía que contaba ella cincuenta y ocho años, cosa que nadie más sospechaba en Alajara detrás de una cara que aun sostenía muy alta (por artes maravillosas) su fama de guapísima.

Al verla don Gil se sonrió, levantándose; y doña Salud sonrió también, comprendiendo el efecto que su elegancia le causaba. Aprovechaba él la vuelta de la viuda para no dejar solo a Luciano.

—¿Nos espera usted? Amparo está. Sale.

—Hasta, después. Me aguardan en la hermandad con Ir corona de la Virgen.

Se detuvo un momento en el jardín, delante de la escalinata, a besar a Pipín y Camililla, que esperaban junto a Clotilde, muy garbosa, con su cintura estrecha de bilbaína y su delantal blanco de niñera. Por vestir a los dos pequeños había tardado Amparo, que salió de su cuarto anudándose la capota todavía. Plantada frente a su marido se arregló el lazo.

—¿Vamos?

—Anda tú, calmosa. Este con tu hermana.

—¡Aaah!—hizo, sonriente, Amparo, siguiendo a su madre, tras de dar a Luciano un cariñoso bofetoncillo.

Y contenta, cimbreando su talle firme e hiriendo el suelo con toda su arrogancia ele buena moza, aun se volvió en el arco para agradecerle al ingeniero la especie de amistoso pacto que más cada día ratificaba con doña Salud y don Gil por intermedio de Flora. Acompañarla hoy venía a significar en él, tan poco amigo de complacencias vanas, el desvanecimiento absoluto de su antigua hosca prevención al hotel entero.

No había querido volver al pueblo desde la boda, ni hubiese vuelto sin este largo viaje a la India, que hacía tan justo el deseo de Amparo de pasar un par de meses con su madre; pero en los primeros días de la semana que llevaban aquí bien temió ella que se acentuase la manía de su marido al verle encerrarse en el despachito con pretexto de escribir no sabía qué libro o qué comedia... Fuéronle acercando, sin embargo, a la mimosa rubia, sus aficiones artísticas: primero la música, el violín, que, acompañado al piano, les hizo pasar largas veladas, y dos días más tarde la pintura, atento el pintor a un mego de don Gil para que aprendiese la chiquilla a manejar los pinceles, ya que la enseñaron dibujo en Málaga las aristocráticas monjitas del colegio. Era, pues, la galantería de hoy el sello de la paz. Viviría dos meses en verdadera familia con la suya. Esto la colmó de gozo.

—¡Adiós!—le dijo todavía, volviéndose en el arco.

—Hasta luego—contestó él, arrojándose atrás en la mecedora y desplegando el periódico.

Pero no leyó. Quedóse, como siempre que la veía adornada, pensando en que su mujer era hermosísima, y además de hermosísima una tonta, al no comprender que con una chispa de coquetería, con sólo no descuidarse tanto a diario, tendríale enamorado, loco de cariño y de ilusiones, eterno novio. Porque, ¡bah!, dijese lo que dijese Amparo, y a pesar de sus portes de dama de población, volvía complacida a la paz de su antigua vida doméstica. Recorría el hotel cien veces, desde la azotea, que dominaba los campos y Alajara, hasta los portales, al fondo del jardín, que daban acceso al huerto, y que fueron en otro tiempo graneros, pajar y depósito de labranza; la escalera se había modificado con un pasamano de nogal encima de la barandilla, se había cambiado el papel del gabinete y construido una cocina de criadas en lo que antes era horno...; encontraba desvistados la sillería de rejilla y el aparador grande, siendo tan fácil volverlos nuevos con cuatro reales de barniz...—y así seguía examinando cosa por cosa, igual que si fueran suyas todavía, con tal desbordamiento de infantil pasión, que transmitía parte de su ser a cuanto la rodeaba, como la luz de una llama en arma especie de anarquismo del sentimiento, sin tuyo ni mío, ni más lindes que su buena fe y su honradez innata.

Todo su orgullo se cifraba en vestir a los niños trajes como no había semejantes por allí, de lana blanca, con botones dorados las blusas de Pipín, con felpados sombreros que le repartían la melena rubia en tirabuzones alrededor de su cara de ángel; con bombachos azules, bajo los cuales se les veían las pantorrillas gorditas; de seda crema para Camila, cuajados de encaje y lazos, con la gorrita vaporosa, que la hacían parecer un ramillete en los brazos de Clotilde, la niñera bilbaína que los llevaba a lucirlos a las casas, también con el empaque de una señorita, aparte su delantal blanco.

¡Cuántas veces reuniendo en la verja a la familia y recatando detrás su hermosura de sultana, pues se quedaba sin peinarse por poner de guapo a sus hijos, embelesada los veía salir calle arriba—tirándoles besos, que Pipín devolvía de rato en rato!... Esto es, los devolvía Pipín si no iba enfadado, porque Flora, al despedirlo, viéndole “tan rico”, se lo comía a abrazos y achuchones; y va dos tardes se lo llevó ella sola de vecindad, a cual mejor puestos, el niño y la tita, que no parecían hasta la noche, con sendos cartuchos de dulces.

Lo opuesto era Luciano, precisamente. Idólatra de lo artístico y de las artes, y principalmente de la literatura, en que distaba de ser, como en la pintura y en la música, “un aficionado”, habríase conceptuado feliz teniendo a su mujer cerca y un poco mezclada siquiera a sus gustos y a su alma—en vez de dedicarse ella con ansia y vida a los menudos quehaceres, y con más afán desde que aquí encontraron a Florita, desocupada siempre, y cuyo piano pareció relevar a Amparo de la dulce molestia de distraerle como a un niño querido y mimoso. Agradeció esto a su hermana, a quien le endosó el marido, y, gracias a ella, podía pasarse el tiempo a su placer cosiendo en la saleta, el hermoso pabellón del fondo del piso bajo, con dos ventanas al jardín tapizadas de enredaderas.

En todo habían corrido mala suerte estas aficiones del joven. Sus padres, desatendiendo la vehemencia con que desde niño se perecía por leer y emborronar papeles, habíanle obligado a estudiar la carrera de ingeniero, en razón a tener un tío inglés que lo era, y que le podría proporcionar excelentes cargos. Casado en cuanto quedó huérfano—por una verdadera precisión de cariño—y atado al duro aunque productivo trabajo de las empresas particulares, ofrecíanle al fin, en los sesenta días de descanso, antes de embarcar para Ceilán, tiempo y tranquilidad que conceder a alguno de sus literarios proyectos: un estudio acerca del “carácter”, afirmando que nada absolutamente tiene que ver con la herencia orgánica, contra lo que sustentan Lombroso y los socialistas Ferri y Concepción Arenal. El carácter, según sus originales creencias, se definía en absoluto por la educación, siendo adquiridos los instintos morales que la forman, a diferencia de las instintos animales, únicos hereditarios. La morfología de Lombroso veníase a tierra por el solo hecho de estudiarse en el adulto, y no en el recién nacido... Y como deseaba tener terminado y publicado su trabajo en octubre, desde el primer día se levantó al amanecer, encerrándose en el cómodo despacho que a partir de la muerte de su suegro no utilizaba nadie. Allí, contigua a la salita del piano y la hermosa habitación que tenía una cama de respeto, por si iba algún huésped, trabajaba toda la mañana, fumando mucho, feliz de encontrarse delante de las cuartillas, sin preocupaciones y sin otro ruido que el de la pluma en el papel y el de las golondrinas en las acacias.

Los niños jugando en el huerto, Flora en el piso alto durmiendo hasta la una, y Amparo y su madre en el arreglo de la casa, nada molestaba a Luciano, a quien sacaban a comer a pura fuerza. Su mujer y su suegra se desesperaban, teniendo que ir veinte veces a golpear las vidrieras del tocador de Flora y las puertas del despacho, gritando que se enfriaba la sopa.

—¡Los dos locos, atrancados en sus celdas!—decía doña Salud, riendo, por no darse a los demonios.

Y cuando aparecía cada uno por un lado, rebosábales la satisfacción de los cumplidos deberes—Luciano contento de su labor literaria; Flora gozosa porque le había resultado un encanto su peinado y su adorno; reían mucho después contándose chascarrillos, alargando la sobremesa hasta que Flora se llevaba a los niños a echar trigo a los patos, y él a siesta medio aturdido con la copa de ron del café.

Salvo este sueño y la nueva toilette de Flora de cuatro a cinco, nada importante les quedaba en el día “a los dos locos”, es decir, a los dos niños mimados de la casa; y con jovialidad extrema, con verdadero gusto de la vida, disfrutaban de sus nimiedades; a las cinco, lección de pintura, en que él oficiaba de profesor; a las seis, violín y piano, en que hacía de maestra Flora; en seguida, el ingeniero a paseo, de regreso del cual se tomaba una cerveza en el casino; cenar, y vuelta a la charla y a la música con los habituales de la tertulia, donde cantaban a veces Flora y Magdalena Valdeiglesias, la espléndida hija del cacique de Ala jara (Magda, según la decían partiéndole el nombre)—mientras la mamá de ésta y doña Salud y don Gil, y tal cual noche Amparo, formaban corro al fresco de las escalerillas, bajo la marquesina velada de cristales, teniendo a derecha e izquierda (llenas de libertad para la gente joven) las salas cuyas luces por las ventanas arrojaban la sombra de los árboles a la pared de enfrente de la oscura calle.


Ya estaba harto de esperar Luciano; pero perdonó a su cuñadita con una sonrisa de galantería, al verla desde el pie de la escalera descender tan bonita, tan perfumada, tan graciosa... Las doce menos diez, muy tarde.

—A misa derecho, ¿eh?

—No. En un momento, a madre Reyes. Está peor. Se alegrará también de saludarte.

Salieron. Sin saber por qué, Flora hoy pensó que junto a esta verja tan elegante de su casa caería bien esperando a los dos un coche. No tenía coches...

Ella, un poco delante, miraba al suelo, abierta la sombrilla—arrebatadoramente guapa con su vestido heliotropo, blanquísima La cara en la nube de velutina, encendidos los labios y los ojos en la sombra del canotier con flores carmín, bajo cuyos canalones de paja de Italia la madeja de pelo rubio oscuro se henchía ondulosa y pesada. Al andar producía un silbido dulce el raso de la falda enredándose en las piernas, y una vibración leve el nácar del abanico chocando con el colgante de la pulsera... La sobrecogía su timidez de colegiala, como siempre que se encontraba sola con quien no tuviera confianza absoluta. Y con el marido de su hermana le pasaba esto. Imposible hablarle en el abandono del trato familiar, a duras penas se había acostumbrado al tú por tú durante los siete días; si bien por descargo, aunque eran cuñados desde nueve años, podría aducir el no haber vuelto a verle luego de la boda, y aun eso una semana que pasó fuera del convento, siendo ella una chicuela. Quizá esta cortesía ceremoniosa de la joven había, provocado en él la misma consideración llena de cortés afecto. Comiendo, se trataban igual que convidados complacientes, ofreciéndose la sal, adivinando el uno lo que buscaba el otro con la mirada, dándose bromas cuya extensión se calculaba de antemano, justas, que no pudiesen herir la susceptibilidad más fina, y que indicaran, sin embargo, la jovialidad en el mutuo aprecio... Diríase que la acompañaba ahora Luciano con mezcla del respeto galante del caballero a la dama y del respeto grave del groom a la duquesita...

Por la esquina del mercado, bajo el techo de hierro y entre las pocas vendedoras que conservaban sus puestos de sardinas y hortalizas, vió Flora que cruzaba Angel Luis. La estuvo esperando en el paseo, para verla pasar, como otros domingos, y se apresuraba a situarse en la barbería de enfrente cuando la descubrió a lo lejos. Los saludó desde la otra acera, trazando un arco en la extensión del brazo con el sombrero. La joven notó que su cuñado sonreía.

—¿De qué te ríes?

—¿Quién es ése?—interrogó Luciano, que siempre había visto a Angel Luis de refilón y a caballo.

—Un muchacho de aquí.

—Saluda como los lacayos al estribo.

Tosió ella.

¿Por qué le parecía un poco ridículo Angel Luis, con su gran chaquet de moda y su pantalón gris? Los trajes de Luciano, hechos por buen sastre, eran sencillos y elegantes. Además tenía gran maña para anudarse las corbatas y prenderse el alfiler...

Angel Luis “la quería como un loco”. Y Flora, un poco diabólica, se complacía en oír sus angustias y no aliviarlas, poniendo en juego un ten con ten de halagos y desdenes. Si transcurría una semana sin hablar con él, sin escuchar en su lenguaje franco los resquemores de su cariño, que a veces le saltaba las lágrimas, ella iba a casa de Augusta, segura de encontrarle; pues el infeliz, ya que no pedía contar las penas a quien se las causaba, desahogábase con la hermana del fotógrafo, amiga íntima de Flora—en conversaciones largas de recíproco consuelo, porque igualmente la pobre joven tenía amores desgraciados. Y allí, en aquella salita, charlaban Flora y Angel Luis, mientras Augusta tocaba el piano, pescando con el rabillo del ojo y a la rapiña del oído la sonrisa desdeñosamente feliz de la una y las renegaciones del otro, cuya pasión se irritaba al chocar con la sutil coquetería de la adorable niña, como las moscas contra el cristal de la dulcera.

Aunque, bien mirado, no todo era frívola coquetería. Al separarse de Angel Luis habiéndote visto llorar, llevaba Flora tal congoja de piedad, que si bien no la sentía en el instante mismo, porque ante las lágrimas era mayor aún el orgullo de contemplar el hechizo obrado por sus encantos—la abatía luego, con el remordimiento rué sustituir debe al placer instantáneo e insensato del duelista que mata a su adversario. Flora tenía un gran corazón: se llevaba las horas muertas hablando y agasajando a los niños pobres que llegaban a la cancela, y bastaba que de la bandada de pollos de una gallina viese uno enfermo, para pasarse al sol les días dándole migajas. He aquí por qué no desengañaba a Angel Luis completamente. ¡Era tan bueno!

—¡Tú! ¡Qué calles!—exclamó Luciano, viendo aquellas de Alajara por donde no había pasado nunca, cada vez más feas, según se alejaban del centro.

Se azoró un poco Flora, igual que si la observación afectase algo de su propiedad que no quisiera haber mostrado a una persona de buen gusto. Modesta, queriendo hacerse perdonar con una plena concesión, dijo:

—Bilbao será más bonito.

Pero se rió inmediatamente de sí misma, lanzando una carcajada breve de notas de cristal: comprendía que había dicho una simpleza. Imaginó que otra vez se sonreía Luciano, con su sonrisa fina, imperceptible, en donde había una condescencia burlona.

—Hombre, ya lo sé. No pienses que comparo esto con Bilbao. ¿Crees que no he estado en poblaciones? Pues, sí. En Málaga, en Sevilla, en Lisboa.... en muchas. He querido decirte que viviría en ellas de buena gana.

De pronto encontraron un barrizal formado por el agua de un huerteoillo, cuyos árboles y cuadros de coles vieron por la talanquera. El pasó delante. La gentil rubia, que tenía ocupada con la sombrilla una mano, sin querer aceptar la que el joven le tendía, se alzó con la otra la falda, de más quizás por miedo de enlodarse, vacilante mientras buscaba el paso en unos medios ladrillos inseguras sobre el barro. Su cuñado pudo ver el tobillo, a que ceñía calada inedia... Y ella lo notó y se puso como la grana. Continuaron muy de prisa, completamente aturdida Flora de haberle visto sonreír, ¡esta vez sí! al veria ruborizarse. Y pensaba que debía parecerle tonta: de seguro no enseñó ni la moña del zapato.

—Por aquí.

Le hizo volver por otra calleja, y entraron en aquel barrio mezquino de casas bajas, agujereadas por ventanucos, donde el sol tostaba el empedrado desigual en que veíanse obligados a marchar alzando los pies, torpemente, sobre todo ella, con sus zapatillos de tafilete y tacón alto, porque Flora, dando una prueba de independencia, rara en la mujer, no aceptaba modas que la desfavoreciesen, y entre otras el calzado inglés, por no restarse estatura, que no le sobraba, sin ser pequeña. Continuaba muy ligera.

—¡Ah! Perdona.

Se torció un pie y se apoyó en Luciano un segundo, pero varió de color.

—¿Te has hecho daño?

—No.

—¿Quieres el brazo?

—No, no, no...—dijo en una emisión de voz—. Qué feo mi pueblo, ¿verdad?

Y no hablaron más, preocupados únicamente en la cuesta abajo de pisar firme sobre las piedras de punta y los baches de las calles solitarias y tortuosas. Era en toda la barriada miserable la soledad de la siesta, anticipada por la hora de misa, que reunía a la gente en la plaza. El sol, desde lo más alto, confundíales sus sombras con sus cuerpos, arrojándoselas entre los pies. Tomaron otra calle recta, casi desierta, cerradas por el calor la mayor parte de las casas. Sólo de cuando en cuando encontraban algunas mujeres que, con la mantilla de paño por la corona y el moquero doblado en la mano, refluían hacia la plaza; las miraban, volviéndose. En los tapiales y los aleros de los tejados permanecían rígidos, sin que un soplo de brisa los conmoviera, los finos tallos de la hierba seca. Y Luciano y Flora caminaban difícilmente por el piso desigual, trazando curvas para sortear los carros arrimados a las paredes con el yugo en el suelo.

—¡Aquí es!—dijo por fin Flora, empujando una puerta.

Y entraron.

Una casa humilde, de techo de vigas, en la que denunciaban, no obstante, comodidad, la limpieza y el gran número de sillas de madroño ordenadas por el pasillo. En el portal, bajo un parrón, hacía calceta una muchachona robusta, conversando con una vieja vecina. La muchacha se levantó gozosa.

—¡Señorita Flora!

—Hola, Manija, ¿y tu madre?

—Lo mismo... ¡pase usted!... Se va a alegrar mucho de verla... Ahora tiene el reuma en el ijar.

Salvaron una puertecilla, alzando la rameada cortina de percal, y en cuyo arco tropezó Flora con los adornos del canotier. Casi toda la reducida habitación, que recibía la luz del corral por un agujero de donde quitó Maruja un trapo, ocupábase con una inmensa cama de madera, sobre la cual se veía, punto menos que tocando los melones colgados del techo, a la madre Reyes, gruesa, frescona aún bajo su pelo blanco. Servía de mesa para los frascos la tapa de un baúl, y había allí un fuerte olor a alcohol alcanforado.

—¡Entra, entra, Florita!—había gritado la enferma, incorporándose—. ¡Trae sillas, Marucha!

—No, madre Reyes, nos vamos. Además, no habría dónde colocarlas... ¿Cómo estás?

—A ver, lo mismo, hija... ¡Don Luciano!... Sabía que estaba usted aquí; pero con la maldita pierna no he podido ir. ¿Y la señorita Amparo?... Ya me ha dicho ésta que bien, y los niños como soles... Mira, Marucha, trae un pestiño, que coman los señoritos.

—Quita allá; si acabamos de almorzar, madre Reyes. Te mandé un gallo.

—Antier. En el corral está.

—Se peleaba con el negro, ¿sabes? Y de ganas... ¿quieres que te haga cubiletes mi madre?

—Hay todavía.

—¿Cuántos años tiene usted, Reyes?—preguntó Luciano.

—Tres duros, señorito. ¡Ah, pero cuando el reuma no me aterra, soy una moza! ¡Que diga mi Flora! Esta primavera nos íbamos ella y yo a más de una legua... Y eso que la ve usted tan churuvita... Pues una sombrilla, y... ¡hala!, a coger conchas a la costa... ¡Desde julio ni trabajar puedo!

—Di que no le hace falta—exclamó Flora—; mi madre Reyes está rica. Tiene una cerca y esta casa. ¿Cómo no hiciste los techos más altos?

Rozaba los melones con las amapolas del sombrero, y Luciano tenía que estar dobla de sobre el tablero de la cama.

—No creas, aquí es que el piso sube. Delante es mejor—dijo madre Reyes—. Y es muy cuca. ¿No la ha visto usted?... Anda, Marucha, enséñales la sala.

Deseaban salir y aprovecharon la oportunidad.

La sala era una pieza de bóvedas, con un buen dormitorio al fondo, ocupado por otra cama de hierro y una cómoda. Engalanábase con ramos de alambre y hojas de talco en dos floreros, sobre un mesita negra; con un espejo, del que huyó Flora instantánea, porque desfiguraba las imágenes, y con seis sillas y un sofá de ramos dorados. En un ángulo había un montón de patatas, y enfrente, al otro lado del pasillo, la habitación de María, rechinando de limpieza también, y más pequeña.

Se había acercado a los visitantes la vecina que estaba bajo el parrón, encorvada al peso de sus ochenta años, y mirándolos por encima, de los quevedos, con la curiosidad en su cara rugosa de garbanzo:

—¿De modo que éste es el yerno de doña Salud, el que está por allá?

—Sí, señora—contestó Luciano.

—Por muchos años.

Se quedó examinándolo:

—¿Y ésta es su mujer de usted?—preguntó luego—. ¡Mira qué linda y qué buena pareja hacen, Dios los bendiga!

Flora y Luciano se reían.

—¡Anda, anda!—decía él a su cuñada. Y luego, dirigiéndose a la vieja:—¿A que no sabe usted cuántos años tiene mi mujer?

La contempló la anciana:

—Vaya... ¡como usted!, de veintiséis a veintisiete. Ninguno llega a los treinta.

—Pues, no, señora, que tiene treinta y uno y yo veintidós. Y éste es el marido de mi hermana—rectificó Flora, riéndose un poco picada.

—¡Aaah! ¡Por muchos años!—volvió a decir la vieja, examinándole de nuevo.

Flora se acercó a la puerta de la enferma:

—¡Adiós, madre Reyes!—gritó desde fuera, mientras Luciano metía la cabeza por la cortina para despedirse.

—¡Vayan con Dios! ¡Y a ver si vienes. Florita! ¿No quieren tomar un pestiño y ama copa de vino? ¿Un racimo de uvas, si no, o un melón, que están muy ricos?...

No la oían, ya en la calle, donde Maruja se empeñaba en darle a él un paraguas paira el sol. Luciano se defendía dando las gracias, y partieron.

—Conque... ¡mi mujer! ¡Ea échatelas de nenilla!

—Si no ve la pobre. Tiene un siglo.

—Se lo voy a contar a Amparo para que te fastidie... ¡Veintisiete años!

—Bah, es que tú pareces un muchacho.

—¡Rabia, rabia!... ¡Mi mujer!

Iban cuesta arriba. Veía a Luciano limpiarse el sudor de la frente, y consideró una crueldad llevarle al sal. Pensó ofrecerle la sombrilla...; era demasiado pequeña, y hubieran tenido que ir tocándose. Gracias a que volvían por mejores calles. Los edificios blanqueados, de dos pisos, tenían, casi todos, los balcones pintados de verde, llenos de macetas; y desde que quedaron atrás la tienda de un herrador, donde tuvieron que sortear el paso entre las muías, encontraron fajas de sombra por el acerado y mayor concurrencia.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Flora!

La llamaban desde casa de su tía Pilar, enfrente, ya pasados. Era Lorenza; una amiga suya que estaba allí de visita y la vio por el cristal, Acercáronse, y Lorenza la hartó de flores: un vestido precioso. Mas luego, aunque iban de prisa, los hizo entrar la tía, señora muy cumplida, que en su juventud quiso profesar en las Ursulinas, y tenía la piel de herpética blancura de monja, los ojos negros, la boca pequeña y bigote. No se sentaron. Luciano conocía ya a Lorenza, de verla por las noches en la tertulia de Flora, y sorprendíase de encontrarla a luz del día tan pintada, alta y apuesta, sólo que los dientes le amarilleaban en la cara áspera y blanca como el yeso; acompañábala su madre, arrogante matrona, que debió de ser guapísima y que conservaba una tersura de juventud en la frente altiva. Muy bajo, con su voz bitonal de sorda, absoluta, preguntó éste a Luciano qué caramba de viaje era aquel que intrigaba al pueblo. El joven trató de contestarles, subiendo la voz por dos veces; mas fué preciso que se le acercase a la oreja Flora y le enterase, gritando:—“A Ceilán; por seis años, como ingeniero en la construcción de un ferrocarril, con la misma Compañía inglesa del puerto de Bilbao, de donde venía a pasar antes dos meses en Alajara. Un buen destino proporcionado por sir Sutton, ingeniero inglés, casado en otro tiempo con una hermana de la madre de Luciano (de tu madre, ¿no?)... y que quería a éste mucho y lo llevaba a su lado siempre.”

—A Ceilán—murmuró la sorda, dando fe de enterada—. Que dicen que está más largo que la Habana.

—Más lejos. Por otra parte—apuntó el ingeniero.

—¡Por otro lado! ¡Mucho más lejos!—repitió Flora a gritos.

Y despidiéndose, salieron de la honda sala que bajaba de las ventanas como un sótano, y en cuyo fondo se descubría una virgen con dos velas encendidas.

Tiraron por la calle Ancha, en que había bastantes personas y algunas familias en los comercios. Al pasar ellos se volvían las gentes y se asomaban las muchachas a las puertas. Bien acompañada calculó Flora que iría cuando tanto llamaba la atención. Pensadora sutil, daba a la proporcionalidad importancia en el arte de presentarse: “una mujer regular, al lado de otra o de un hombre como ella, luce más que una guapa junto a una fea, o ele una pareja con un señor ridículo”... De modo que siendo ella bonita y distinguido Luciano... Cierto que estrenaba su sombrero y su vestido de raso heliotropo, irreprochable... Lo que no conservaba Flora era idea de haberse vestido nunca mejor y en menos tiempo: treinta y cinco minutos, a vista de reloj, porque halló verdaderamente grata la idea de lucirse este domingo con su cuñado, un hombre elegante, pálido, que se cuidaba mucho de sí mismo, como cualquier afeminado dandy de las novelas parisienses...

Otra calle corta siguieron, que desembocaba en la plaza. La sombra volvía a estrecharse en la acera, y caminaron uno en pos de otro. Miraba él la espalda flexible de la joven, donde la seda se plegaba leve a cada vaivén de los hombros en el paso menudo y firme; detrás del lóbulo de la oreja, arropada por el pelo caoba, una perlilla de sudor surgía sobre la piel transparente... Antojábasele a Luciano un juguete esta chiquilla, un juguete al cual pondría de buena gana sobre su mesa de trabajo.

En el ángulo de la plaza, las lanchas de la iglesia veíanse llenas de gente engalanada; la que asistió a otras misas y venía a la salida de la de doce, no sabiendo cómo matar el ocio del domingo. Lucían los gañanes sus fajas de grana y sus calzonas nuevas de estezado, con botones de metal en la costura, picando a la sombra el cigarro, con el papel en los labios. Algunos llevaban una gran rosa en la oreja. Allí también los amos vagos, que iban al campo rara vez, hablaban con ellos del rastrojo y los cerdos, arreglándose sin cesar los nudos de las corbatas, que se salían de las pecheras, tiesas como tablas. Bajo los cuellos blancos, los pescuezos eran más negros, más plomizos los carrillos recién afeitados.

Poco más arriba, en un velador a la puerta de la botica, que tenía en el escaparate una bola verde entre dos frascos con solitarias (adquiriendo aquí cierta prosopopeya cerca de unas pirámides de cajas azules con el “sin rival antihelmíntico del licenciado Rubio”), Rubio, el licenciado, ofrecía a un amigo gaseosa de bicarbonato. Luciano, después de quedar en la iglesia a Flora, se reunió con ellos. El acompañante de Rubio era el secretario del Ayuntamiento, que en su juventud estudió Farmacia, ahorcando la carrera, y restándole, sin embargo, afición a leer libros de Etica y Filosofía—por lo cual y por buen mozo le envidiaban muchos. Porque sí, tratábase de una esplendente persona con el pelo de estopa, con ojos azules, de altivez singular en la mirada, y de un desdén varonil en los rojos y gruesos labios: lo que se podría llamar hermoso si fuera costumbre aplicar este calificativo a los hombres, como a los caballos en Córdoba.

Sentóse el ingeniero. Hacía un calor insufrible, con aquel solazo allá cayendo sobre las piedras a tostar. En los canalones de latón de las casas, resguardados por las cornisas, alentaban los pájaros, asfixiados, con el pico abierto. La reverberación de las blancas fachadas deslumbraba a Jacinto, que sudaba por la cara y el cogote, sin reposo a la tarea de abanicarse con El Imparcial. El solo cogía tres sillas, por cuyos respaldos esponjaba su gran figura, teniendo en las de los todos el bastón, el sombrero y el pañuelo.—También el farmacéutico pertenecía a los de la “cáscara amarga”, como el secretario (éste le había leído Las mentiras convencionales, de Max Nordau), por lo cual no entraba nunca en misa; les parecía a ambos de mal gusto discutir la religión, según afirmaban, y sonriendo desdeñosos cuando los beatos les buscaban las cosquillas en el casino, se limitaban a comer salchichón el Jueves Santo. “Actos, actos, y basta de palabras...” Sólo que se encerraban para comerlo donde no les viese nadie.

—Porque aquí para ínter nos—decía el boticario, bajando el tono—, son unos intransigentes y capaces de echar a éste de la secretaría y desigualarse conmigo... Oiga usted: hay un padre cura...

Le hizo callar Jacinto de un puntapié por debajo del velador. Se acercaba Daniel del Pazo a toda prisa.

—¿Qué hora es?

—Las doce y media.

—¡Las doce y media!—repitió Daniel, parando en seco.

—No llegas a tiempo. Se va a salir.

Be sentó.

—¡Quedarme sin misa! ¡Un domingo y día de San...! ¡Y mi madre que está dentro!

—Le dices que viniste a las ocho—le aconsejó Rivera, cuyo espíritu conciliador se interesaba en cualquier asunto donde había algo que componer. Y miraba, en efecto, a Daniel con sus grandes e insinuantes ojos azules, poniendo todo el alma en su desdicha. Esta mirada, esta caricia de los ojos de Jacinto, habíale proporcionado entre las mujeres buenas conquistas, aun después de casado, de lo que estaba orgulloso.

Pero Daniel le contestó brusco, desconcertándole:

—¿Acaso piensas que vengo a misa por mi madre? Vengo porque creo; y siento estas cosas porque las siento.

—¡Amigo! ¡Cada cual tiene lo que tiene en la conciencia.... en el yo, que decía Descartes!—exclamó Rivera.

—Lo que debía descartarse... ¡en muchos!—replicó Pazos, aficionado al retruécano.

Educado en el colegio de jesuítas de La Guardia, conservaba el joven un respeto a las cosas de la Religión cercano a la beatitud. Estaba fuerte en Teología y en moral cristiana, por haber leído el Kempis y las conferencias del padre Félix; y era el rival perpetuo del Buchner y el Max Nordau que sacaba Rivera a relucir en las cuestiones sociológicas, concluidas por divergentes panegíricos a la Santa Inquisición y a la Revolución francesa... Ambos se contemplaban ya con olímpica mirada de luchadores, y la discusión parecía inminente. El boticario, a modo de juez de campo, habíase puesto grave y erguídose en la silla. Poro de repente Pazos dió un salto, escondiéndose en la botica: cruzaba una muchacha flaca y chatuela, con el pelo de azafrán alisado a las sienes, lívida la cara, casi verde, tintada por el paludismo, y el vientre enorme de clorótica. A la cabeza conducía un enorme lío de ropa sucia, en la mano derecha una jarra vidriada llena de moras y en el otro brazo una criatura de pocos meses, que parecía moribunda.

—¡Ah, la Antonia!—exclamó Jacinto confidencialmente al boticario. Y acercándose a Luciano, le dijo:—Una criada de Daniel, con quien tuvo esa niña, y que le arma un escándalo donde le encuentra. No tiene padre ni madre, la habían criado en la casa y tuvieron que echarla porque era una vergüenza con aquella barriga que acompañase a las hermanas de Daniel. Se ha metido a lavandera, ¿sabe usted...? Anda malucha, la pobre.

Y como Pazos volvía a salir y a sentarse, estirando la cara igual que si quisiera decir: “¡De buena me he librado, señores!”, Jacinto le dirigió la intensa mirada protectora de sus ojos azules y le tranquilizó, afirmando:

—Casca este verano. Está raquítica esa chiquilla.

Se refería a la hija, y así Pazos lo comprendió con semblante de alegría.

Otros personajes llegaban, y muy importante alguno, a juzgar por la presteza con que el secretario le brindó una silla de sus tres y el farmacéutico se levantó, sonriéndole. Eran Primitivo Viniegras, un alajareño de prosapia, bien vestido, que las tiraba de ilustrado, de guapo y de elegante, cuya pequeña estatura constituía su inmensa contrariedad, y cuyos ojos pequeños y alegres y su barba rizada y abundante prestaban a su faz un aspecto lanoso de perro joven; don Juan Mat... Vi... (no sabía Luciano el nombre de este otro señor, uno de los tantos que era incapaz de retener el ingeniero, entre los ricos de Alajara que le habían visitado, y que se llamaba poco más o menos lo mismo, sin más que barajar los apellidos Júver, Viniegras, Pazos y Valdeiglesias con cuatro nombres que variaban entre Anselmo y Vicente pasando por Mateo y Juan); y, en fin, el del centro, la verdadera columna de influencia y de poder a que se dirigieron las extremosas cortesías, no se olvidaba tan fácilmente, visto una vez: don Juan Anselmo Valdeiglesias, cacique máximo, aunque campechano; hombre fornido, cuadrado mejor dicho, de cara rugosa de león y patillas rucias e hirsutas “de boca de jacha”. El cacique y el secretario tenían excelentes pulmones, sobre todo don Juan Anselmo, que barría una habitación de un soplo y que hablaba a gritos como si estuviera siempre en ferrocarril; porque Jacinto, al revés, alardeaba de inflexiones armónicas desde que leyó en un preceptista que no deban pronunciarse igual elefante y colibrí, sino con intensidad calculada que sugestione la vetustez del primero y la pequeñez delicada de la avecilla. Aunque distanciados en ideas (don Juan Anselmo, como toda su familia, era un católico ferviente), el protegido y el protector mantenían íntimo trato, gracias a su mancomunidad en las amorosas conquistas. Rivera, con sus simpatías innegables, y el cacique, con su despotismo y su dinero, se bandeaban a maravilla entre las pastoras y las criadas. La que resistía a los ojazos azules, entregábase a la moneda de plata del señor feudal, y viceversa—de modo que tenían para los dos un harén de odaliscas de cocina (de donde surtíase luego toda la juventud masculina del pueblo, incluso Primitivo), con tal cual sultana procedente de cual tal mujer de empleadetes agradecidos al sueldo.

Púdose haber visto a Rivera echarse mano varias veces a un bolsillo desde la llegada del ingeniero; mas, sin duda, aguardaba que engrosaría la tertulia a esta hora en la botica como todos los domingos, y fué e» este momento cuando resueltamente sacó un periódico de Huelva. ¡Sus! la Ion cerdos!, titulábase un artículo suscrito por él mismo y dedicado al presidente Cleveland, a fin de que rabiase... si lo leía.

—Que nada de particular tiene que lo lea—decía Jacinto—, porque en Washington hay un gran bureau de Prensa, con todas las publicaciones del mundo.

Y pronunciaba Vasinton y biró, como los chatos. Aun se detuvo un poco, dando tiempo a que Rubio sacara sillas para el escribano y el médico don Roque—un viejo parecido a Bismarck, con el cual nombre se le conocía—, que acababa de acercarse. El artículo insultaba á los yanquis por favorecer la insurrección de Cuba, y concluía excitando a Cánovas a declarar la guerra: “no volverían a gruñir los tocineros de Chicago”.

—¡Eso!—dejó caer con voz enérgica y rodando los ojos al cacique—. No debe ser otra la conducta de los herederos de Felipe II, en cuyos reinos ya sabéis todos que no se ponía el sol. ¡Fuera consideraciones a puercos! ¡Al mar, de cabeza! ¡El ejército, a la bayoneta, a Nueva York...! Pues ¿qué se habían creído?

Prodújose un rumor de asentimiento. Se habían puesto serios como si allí fuera a decretarse la suerte de la patria. Sólo Primitivo, el más envidioso de la figura de Jacinto y de su expresión altisonora, hizo observar que no debía nombrarse “general hay” al cónsul de la Habana, pronunciado recalcando por el lector, sino “general Lée” tal como se escribe; porque él, aunque desconocía el inglés, venía observando que sólo cambian en ay las sílabas ice o ife, como Jailai, circo de Prai, etc. Se discutió el asunto con calor, y don Vicente Mateo Pazos y Viniegras—aquel de cuyo nombre no recordaba Luciano, hombre fúnebre y larguirucho, con cara torcida de sacristán—puso término a la disputa; le había oído decir “general Li” al padre Ortega, catequista de los jesuítas, que estuvo últimamente.

—¡Un sabio! Ni pronunciaba Vasinton, sino “Guásmton” y “Niu-York” en vez de New-York o Nueva York.

Con motivo de la cita se deshizo en elogios del padre cuyas conferencias recordaban todos. ¡Y qué valiente! En una carretera le había salido un malhechor, a quien quitó la escopeta, rompiéndosela encima. ¡Ah, si quedaran muchos así en España!... Por sus instancias vino el cura Baigorri a la Magdalena, habiéndose recibido ya las licencias del señor obispo para la misa diaria. Eran diecisiete con el cura nuevo, y no bastaban a la iglesia parroquial, los dos conventos de monjas y las cinco o seis entre ermitas y capillas, cuyas campanas pasábanse el año del Señor convocando a entierros, novenas y fiestas.

—Lo cual prueba que andamos peor del alma que del cuerpo, con haber tanta hambre en Alajara, que médicos somos tres, y sobra—dijo Bismarck, el decano de ellos, que no creía en Dios.

—¡Ojalá fuesen todos los pueblos como éste!—intervino Daniel del Pazo, defendiendo a su tío.

Quien miró despreciativamente al galeno. Pero don Juan Anselmo, contemplando alternativamente a Bismarck y al secretario, que también era republicano, aunque intelectual, de principios (como aseguraba para conservar la secretaría), salió también en defensa de sus parientes:

—Y no tendríamos así insurrecciones coloniales por culpa de los masones y de los republicanos y socialistas, que desprecian el patriotismo.

—¡Alto! ¡Alto!—saltó Rivera, eligiendo su más reposado y meloso timbre de voz—. Vamos por partes, y no confundamos, señores, cosas que filosóficamente son distintas. La masonería, por ejemplo, y por mucho que haya dicho Leo Taxil...

Con el exordio se quedó en la boca. Se levantó la reunión. Concluida la misa, vomitaba el pórtico de la iglesia un montón de hombres poniéndose los sombreros.

Los fieles se dispersaban por la plaza, siguiendo las zonas de sombras a lo largo de las paredes, y muchos se quedaron en grupos a presenciar el desfile. Tipos de todas clases, con trajes varios y flamantes, desde el campesino de polainas y el artesano de camisa plegada, hasta el señorito negrote y rústico y algún que otro pollo digno de Madrid—en confusión violenta, como esos grabados de las ilustraciones, donde codeándose el general con el ranchero, se ofrecen los uniformas de un ejército. Todo Ala jara: los Viniegras y los Valdeiglesias, con ropas oscuras, cuadrando con su seriedad y fuste; Baigorri, el cura nuevo, con manteos elegantes, junto a un joven que lucía un terno tórtola delicadísimo; Marcelo, a la négligú, con cinturón de cuatro hebillas; Angel Luis, con su gran chaquet sus botas de charol y los dedos llenos de sortijas, en que chispeaban las piedras; Lolo, don Gil, el juez de primera instancia...

Atestada la acera de la botica no permitía la circulación, y las mujeres iban pasando por el empedrado, al sol, trazando una curva, con el abanico extendido sobre la cabeza y como ruborizadas de la inspección forzosa. Se atrevían algunas tímidamente a saludar, medio oculto el semblante por la mantilla.

Llamó la atención la familia del hotel, ante quienes las cabezas se descubrían—con los niños delante, de toda gala, olientes aún al incienso del altar, y dando Pipín la mano a Flora, elegantísima y graciosa, con su displicencia a través de la admiración, bajo la desplegada sombrilla llena de lazos. Clotilde, la niñera bilbaína, le precedía, llevando en brazos a Camila, y, por último, Amparo, espléndida con su capota de pluma roja y su vestido de brochado negro, y doña Salud, de negro también, ceñida y airosa como una muchacha, chispeantes de pulseras las muñecas...

—¡No! ¡Me quedo! ¡Pronto voy!—les había dicho Luciano.

Fué tanta la impresión causada, que apenas hoy reparó nadie en Nieves y Lucía Tournell, hijas de don Carlos, conde de Elche, originaria de linajuda familia valenciana, al cual las envidias de los hidalgüelos del pueblo hacían vivir en un aislamiento que sobrellevaba gustoso. No salían las dos hermanas más que a misa y a pasear al campo, a sus fincas.... no muchas ya, pero las suficientes para tener humillados a los alajareños principales. Aquella sencillez de las condesitas, cruzando las calles sin mirar a nadie, contrastaba con su boato en los viajes y se apreciaba por desdén a Alajara, como si lo tomasen por un lugarejo—débese confesar que se imponían, que dominaba en la irritación general un sentimiento de respeto hacia don Carlos, y que ni el propio don Juan Anselmo de Valdeiglesias tenía el aplomo de su familiaridad cuando le saludaba de igual a igual: ¡Adiós, conde!

Pero dejaban ahora un rastro de opoponax Magda y sus primas, muy lujosas, luciendo la hermosa morena sus caderas redondas, su cintura esbelta y su abultado pecho—las cuatro de claro, como una bandada de palomas.

—Se ha reído—decía Lolo a su amigo íntimo el fotógrafo—porque las hojas de ese rabo de rosa que lleva en los dientes se las quité anoche de un bocado.

—¡Qué templada es! ¡Anda con ella!

Y separando al otro del grupo, murmuró Marcelo:

—A ésa no le gusta la cáfila de sus primos... por mentecatos. Lo que quiere es uno que la busque el bulto.

—Pues, ¿y tú?

—¡Anda, anda! ¡Yo!... ¡Menudas juergas!... ¡Si las rejas hablaran!

Lolo le miró con superioridad.

—¡Bah!

—¡Me la sé de memoria! En fin, hartarme de ella.

—¡Cómo!—exclamó Lolo seriamente, porque Magda, con los rumbos de señorita, le tenía apasionadísimo, acostumbrado como estaba él a aquellas artesanas de su comercio—. Pero, oye... ¿todo?

—¡Hombre... no! Ella no quería, ni yo tampoco. Con un escándalo, enterada su gente, me echarían del pueblo.... y uno vive de su oficio.

—¡Toma! ¡Como yo! ¡Pues si su padre no fuera don Juan Anselmo!...

Entre la masa oscura de mantillas de las últimas que arrojaba el pórtico se destacó una pareja interesante. Era un viejecito cano y encorvado, de cara inteligente, apoyado en el brazo de una joven de treinta años, que parecía su hija, hermosísima y bien vestida, si bien no se preocupaba de nadie por atender al anciano. Bajaron las gradas, y sólo entonces, al cruzar por la botica, envió una sonrisa de saludo a derecha e izquierda.

—¿Quién es?—preguntó Luciano.

—¡Ah! Esta, es María Montilla—contestó definitivo el farmacéutico.

El nombre no lo oía el ingeniero por primera vez; pero fué preciso que Rubio le explicase: una señorita de quien se habló bastante, y que vivió con sus padres hasta que murieron; no se casó por loca y por no tener un céntimo, y al quedar sin amparo, la recogió de la noche a la mañana este señor, don Cayetano Alba—hermano de su madre—, del cual era la querida, y que la quedaría un capital... Y como mientras esto oía Luciano estaba viendo al tío y la sobrina parados, en conversación con un cura y con otras señoras, a las cuales se había reunido Daniel del Pozo—manifestó su extrañeza a Rubio, quien respondió que María no daba escándalo, guardándose allá para ella su conducta, hasta el extremo de que nada se hubiese traslucido, a no ser el viejo Alba un cínico que se lo contaba a la gente...

—Todo el mundo la trata; sólo que no sale ahora por cuidarle. Si no, la hubiese usted visto en el hotel alguna vez.

Tras una pausa reflexiva, añadió:

—Pues, ¿qué? ¿No va Magda?

—Y ¿es igual?—preguntó Luciano, a quien contrarió la malicia para la bija nada menos que de don Juan Anselmo, e íntima amiga de Flora.

—¡Atroz!—exclamó el boticario, después de cerciorarse de que andaban lejos el cacique y sus parientes—. Vamos, no es que sea la querida de nadie; pero es la novia de cualquiera. Lo ha sido de ese de la perilla que está ahí, el fotógrafo del pueblo, que sabe hacer juegos de manos...

—Le conozco, y a Lolo, el qué le acompaña... Novio actual, ¿eh?

—¡Ya ve usted! Un dependiente de comercio, que la saca de noche a la ventana y que es muy bruto. Tricen que ella se ha enamorado de él por su blancura y su bigote salvaje.

Encaminándose al hotel Luciano poco después, iba triste; la febril ansia de su pecho que le llevaba a amarlo o a odiarlo todo en la vida, de la que ni sus cosas más nimias podía contemplar indiferente, le hacía sentir pena al saber a Flora en relación con tales amigas y con tal pueblo, mezcla fie orgullos, de fanatismos y de bajezas, amasados de modo inverosímil por el egoísmo y la ignorancia.—¡Flora tan niña, tan delicada!

Echaba de menos alero de autoridad y respeto en la casa gobernada por doña Salud, que jamás se había ocupado de sí misma. ¡Qué desdicha de mujer! ¡Si su marido viviera, aquel don Antonio Valles de tanto mundo, que al retirarse a Ala jara con la fortuna realizada sólo pensó tal vez aislar a sus hijas en el hotelillo construido entre jardines como una jaula de amor! Le conoció él en Madrid, de ingeniero director de minas al servicio de una Compañía belga—propietario de una de plomo y plata en Ríotinto. Tiraba a puñados el dinero, pero sabía ganarlo a montones... ¡Ah, si no muere tan joven!

Al morir hacía dieciséis años quedó varias cosas en planta: la mina, que valía un dineral; la instalación de un horno Siemens, para la fabricación de acero, en Asturias, y algunas fincas y la casa de Alajara, esta casita en forma de hotel que, sin dejar de tener las condiciones de las de labor, era tan distinta de las del pueblo. Sólo que en la mina, que en su compra y los preparativos de la maquinaria para el trabajo en grande había invertido ochenta mil duros, agotó el capital disponible, viéndose entonces obligado a tomar fuertes cantidades al ocho por ciento, porque la explotación era costosa; y el horno Siemens necesitó al faltar don Antonio, para el montaje y dirección de su funcionamiento, a un práctico irlandés cuyo sueldo ascendía a quince duros diarios.

Los que habían visto salir de Alajara a don Antonio Valles sin otro recurso que el título de su carrera, sorprendíanse al verlo regresar quince años después casi millonario, senador del Reino, hecho un prohombre y con una mujer encantadora, doña Salud, tan erguida y gentil que, sin serlo, parecía alta; de ojos negros y fastuosa como una infanta, cuya altivez tenía. Lo achacaban a matrimonio de ventaja, puesto que la figura de Valles, en realidad, y su savoir-vivre eran más que suficientes para conquistar a una emperatriz; pero bien pronto tuvo que convencerse la gente de que debía ese encumbramiento nada más que a su trabajo y a su personal esfuerzo, cuando se supo que pertenecía doña Salud a una familia vallisoletana, cuyo jefe, alto empleado del Palacio Real, y casado con la hija de un comerciante francés, no había legado a las cinco suyas otro capital que la hermosura.

Muerto él, fué un desastre. Por una parte los acreedores y por otra el gasto disparatado de la casa, con todo por lo alto—criados. Flora en el colegio, playas en el verano y aguas en cada establecimiento termal para cada una, sombreros de Madrid que pasaban al desván luego, y trajes caros cuyo destino consistía en rodar por las perchas y por encima de los muebles; sucediendo a menudo de poder ir a un baile o al teatro, después de vestidas, porque a última hora no parecían los pendientes de brillantes revolviendo las cómodas de cajones a medio abrir, abarrotados de cintas, abanicos viejos y sombrillas, entre ropas en desorden.

Igual ocurría en todo, por pura falta de cálculo y de plan, más que de trabajo, puesto que madre e hija se levantaban temprano, sin parar un segundo en el día. Amparo, cuando no se estaba bordando hasta el anochecer, traía entre manos algún fichú de encajes, o una toca de gancho, o una torera de máscara, arrancando puntillas o pasamanerías con que adornarlas a un traje nuevo; y cogía la obra con tal empeño, que, fuese lo que fuese, no quedaba tranquila hasta entregarla a la admiración de sus amigas, que la tomaban de buena fe por económica y mañosa. Era la encargada de regalar gorritas de bautizo para la mitad de los recién nacidos del pueblo, teniendo gran habilidad en armarlas y florecerías con cintas y entredoses.

Doña Salud, por el contrario, no se dedicaba a esas fruslerías. Contagiarla de la grandeza de su esposo, del trascendentalismo de aquel espíritu emprendedor, jactábase de calculadora y práctica—y lo compraba todo al, por mayor, entregándoselo todo a las criadas y sorprendiéndose perpetuamente de que durasen tan poco los carros de leña y las arrobas de aceite. No tenía tiempo de vigilar la cocina y la bodega, por estar siempre de otras faenas hasta los ojos. Por ejemplo: habiendo comprendido que lo más caro en todo es la mano de obra, hacía en su propia casa, comprando la uva, el vino, el aguardiente y el vinagre; y hacía también el jabón duro, el dulce y las conservas del año. Era de ver cómo se arreglaba, que a pesar de prevenirse para tanto espacio, a fin de echar trabajos a un lado, no pasaba semana sin una de estas tareas extraordinarias... que se engarzaban de domingo a domingo. Ya el mosto y el anisado, con los trasiegos y destilaciones y apartados del escobajo para el vinagre de yema: ya las calderas de borras y sosa hirviendo; la cuelga de melones y la pasa de higos en otoño, la matanza luego, los polvorones de Nochebuena, las frutas en lata al verano, y los almíbares y arropes y gelatinas en todo tiempo, como si tuviera que abastecer, no a dos personas, sino a treinta. Cada cosa emprendida inmediatamente después de no haberla un día, lo mismo en esto de provisiones que en la ropa blanca, colchas, colgaduras, etc.; siendo frecuentísimo traer cinco piezas de grano de oro para sábanas en vista de haber ido a mudar las camas y no hallar repuesto, como el mandar por doce cobertores, porque al hacer frío una mañana se notaba que no había ninguno en los armarios.

Y unas veces entre peroles y artesas en el portal, otra en la saleta, enterrada en tela que de los rollos iba febrilmente rasgando para las costureras, doña Salud ni un momento tenía para respirar, alisado apenas el pelo, mal envuelta en el primer vestido que tropezaba al arrojarse de la cama, con el apremio ahogador de sus quehaceres. Así estaba hasta las cuatro de la tarde, hora en que irremisiblemente lo dejaba todo a las criadas para ponerse de punta en blanco, sin que ni por soñación volviera a ocuparse en nada hasta el siguiente día. ¡En tal se había trocado la antigua señoritinga de Madrid, bajo la influencia de aquel grande espíritu sereno que supo atender á los negocios sin desvanecerse por los triunfos político? de senador y publicista!

Se estaba don Gil hasta después de cenar acompañándolas; y antes de que hubiese más gente en la sala, doña Salud le pedía, a cuenta de sus rentas del mes, dinero para mil cosas: modistas, zapateros, gentes que iban en procesión a reclamar lo comprado a crédito, desde sacos de carbón y manojos de cebollas, hasta muebles, si hacían falta. Siempre era mucho; una lluvia de facturas de quince o veinte pesetas en pequeñeces...

Al muy poco de quedar viuda resultó que don Gil, aparte de su antiguo crédito con don Antonio Valles, le tenía hecho a la buena señora un anticipo equivalente a varias mensualidades; y como el horno de acero hubo que traspasarlo casi gratis, porque tronó la Empresa formada con la base del ingeniero como socio industrial, y se vendieron también algunas tierras para acallar a los acreedores más intranquilos, las rentas disminuyeron con el capital, reducido a la mina, una huerta y la casa. Don Gil aunque cogía íntegra la liquidación del administrador de Ríotinto, veía crecer por minutos, lejos de desquitarse, su cuenta con doña Salud.

Cuatro o seis años después la tenía prestado, por mil conceptos, quince mil duros.

No por ello se restringían los gastos. Continuaba Flora en el aristocrático colegio de monjas francesas, pagando clases especiales además, como dibujo y música; seguían los viajes y las facturas terribles de la sombrerera y la modista, y a todo ¡hacía frente el bueno y amable don Gil con la sonrisa en la boca, sin más que apuntar cifras en un cuaderno.

Cuando Luciano, que había conocido a Amparo en Madrid, vino a pedirla, doña Salud le llevó al gabinete:

—No sé si conocerá usted la situación de mi casa. Pasamos por ricas en Alajara, y he de prevenirle que, por desgracia, debo más de lo que tengo.

Intentó explicar que la mina, administrada por extraños, la había arruinado; que pensaba venderla para pagar a don Gil veinticuatro mil duros que le debía, y que la huerta...

Luciano le cortó la palabra; él tenía su carrera y un caudal en esperanzas.

Tres meses después, cuando los recién casados salieron del pueblo y Flora se volvió al colegio un año todavía, se realizó una operación decisiva, por cuya consecuencia quedó pagado todo el mundo con la venta de la mina, malbaratada en veintiséis mil duros; y de ellos se cobró don Gil, teniendo necesidad de aceptar la huerta y el hotel para el completo saldo de su crédito, valuadas en quince mil duros las dos últimas fincas.

A doña Salud no le restaba, pues, ni la casa en que vivía; desde entonces, cuanto necesitaron Flora y su madre lo proporcionaba don Gil, con relativa largueza—llegando a decirse en el pueblo que las fincas con que se había quedado y las suyas propias, y hasta su buen capital en valores, se habían adjudicado a la bella colegiala por virtud de un testamento secreto.—Se decía más: que... Flora... era hija de don Gil...; y para demostrarlo recordábase a Amparo, una morena altísima, diametralmente diferente de Florita en figura, en hábitos, en carácter...

Secreto era éste impenetrable, y lo de la figura, pase; pero, ¿quién podría afirmar que aquellas aficiones tan distintas de Flora, aquel su afán constante de distinción, aquel gusto por la música y aquella coquetería discreta, que contrastaba con el sencillo fondo de su hermana, todo corazón, y franca y candorosa y buena hasta lo inverosímil—no procederían de su larga educación en el convento?

Salir de él fué para la gentil rubia una contrariedad, a sacudir bruscamente la vida solitaria y dulce en que »e había amoldado su pereza insigne. Sin embargo, continuó una existencia parecida y se acomodó pronto a su cuarto, a su cama dorada, en que soñaba despierta y dormida tantas cosas. Olvidó a las amigas del colegio en sesenta días, y no contestó a las cuatro o cinco cartas que le escribieron en papel glaseado, con letra inglesa, en un francés correcto de fríos párrafos de salutación, dictadas por las hermanas como modelos epistolares.

Encontró luego una hermosa diferencia. Allí, en el hotelillo, junto a su madre y don Gil, no la hacían levantarse a toque de campana...

II

Flora templaba el violín, sentada al piano, sonando el la de ambos alternativamente, con atención y paciencia, porque no sufría la disonancia más leve. Un poco encorvada sobre el instrumento, con el oído en el mástil y la caja en la falda, clavaba oblicua los ojos en Luciano, consultándole a miradas largas e intensas, mientras la cuerda vibraba.

El, de pie, la contemplaba siempre. Aquellos ojos de luz verde eran un misterio, medio ocultos en las pestañas vibrantes y rizosas, negras, muy negras, en contraste con loo arcos rubios de las cejas, trazadas con seguridad admirable en la frente purísima. Su cara, llena de salientes pómulos y nariz pequeña y carnosa, algo levantada en la punta, sugería la idea de elasticidad de pelota nueva; y en medio de su palidez limpia y mate, tocada en las mejillas por un tono suave de rosa, resaltaba provocadora la boca breve, de comisuras finas y labios rectos y encendidos, como la puñalada roja en la pechuga blanca de las catalas..Cl pelo le abrumaba las sienes, las orejas y la nuca con sombras de caoba y rojizas brillanteces de oro en las profundidades y relieves de sus ondas y sus conchas. ¡Deliciosa muñeca!

Ante aquel semblante, que a pesar de su macicez de goma prendía la luz de tal modo que creyérase alumbrado desde el interior, como las bombas deslustradas de las lámparas, no se tenía tranquilidad de mirar lo que se quisiera; había de conformarse, en la movilidad fugaz de á cabeza, como en los relámpagos de noche, con lo que mostraba más pronto: una impresión. Y era la de su blancura, con los negros óvalos de las ventanas de la nariz picaresca, con la redondez sensual de la barba, con la sangre de loa labios y la profundidad traidora de mar de los ojos, todo dentro de la aureola rubia del cabello—y con tanta fuerza, que Luciano pensaba que podría reproducirlo de memoria en cuatro pincelazos.

Cada vez que su cuñada volvía a mirarle fija y ampliamente, clavándole la sensación que su oído recogía en el mástil del violín, él se estremecía sorprendido. Sorprendido de creer serlo en el examen tenaz a que procuraba sujetar las facciones de la chiquilla, y de encontrar el rostro esquivo de la colegiala vergonzosa entregándosele con entera expresión bajo el hipnotismo de las notas que se extinguían... Sorprendido de ver al fin el matiz indefinible de aquellas pupilas fugitivas; es decir, de tenerlas inmóviles frente a sus ojos, en plena serenidad estática, verdes en el fondo y sembradas de dorados puntos, y no poder detenerse en ellas, porque le absorbían.... le absorbían más adentro a un espíritu inmenso. Diferenciábase, sí, la mimada y superficial muchacha a quien él de sobremesa contaba cuentos y a la que veía, jugar con el gato y mirar las horas muertas perezosa las gallinas, de esta otra original y sensible de sus horas de música. Junto al piano, en el abandono del gabinete confortable y fresco, a la luz de esmeralda del jardín, rodeados por la melodía que llenaba el aire, arrancada en notas por las manos de los dos como bandadas de mariposas, Flora se iba transfigurando, igual que si le despertase otra existencia al golpe de su¿escalas brillantes y al contacto de los trémolos del violín, rasgadores como pelos de sierra que de cruzaran con cruel delicia los nervios...

A veces la observaba desde una butaca, fumando, mientras estudiaba ella una pieza nueva. Su indiferencia pasiva habitual rompíase con destellos de fuego y contracciones de sonrisa de mujer al vencer las dificultades. Fulguraciones rápidas en la faz redonda y dulce de niña indolente, por donde pasaban y se perdían, lo mismo que en el disco de claridad del kinetóscopo, impensados rasgos de bullente vida—en efímeros anhelos, en llamaradas de locas ambiciones, en ansias infinitas de placer y hasta dijérase que en velos de tristeza con la evocación de experimentadas amarguras... La gama de sentimientos de un alma compleja, entrevista por Luciano el primero, por él únicamente quizás, todas las tardes en estos apacibles ratos, durante los cuales, y lejos de doña Salud y Amparo, que trajinaban por la casa, la misma música fundía sus atenciones. Cuando de allí salía Flora, tomaba a ser para Luciano y para todo el mundo la jovencilla impasible, el juguete de biscuit delicado y frágil que se trata con cuidado para no romperlo...

Amaba con el adorno lo vaporoso y artísticamente difícil. Al cuello, un céfiro que se dispersaba en bandas entrelazadas con encajes sobre el pecho, anudándose a un lado del talle, bajo el cinturón que recogía la blusa floja verde cielo, y solapas (majadas de botoncillos blancos; la falda, color de plomo, era nesgada y lisa, pero amplia—siendo imposible seguir los contornos del cuerpo bajo las ropas que volaban y se plegaban con gallardías del cendal de las diosas púdicas... Su espalda, ancha por los hombros, hacía suponer un seno alto y firme; pero jamás un ceñido traje lo revelaba,”lo mismo que escondía la línea de sus brazos hasta la muñeca entre rizados y pulseras, y que dejaba caer el borde de sus vestidos hasta el suelo. Una concomitancia más, sin duda, de sus gustos y su carácter; afán de hurtar la gentil figura entre nieblas de gasa a la ajena admiración, como hurtaba su espíritu, su gran espíritu quizá, entre las nubes impenetrables de su pasividad y su pereza.

Y no cabía mayor atractivo que la vaguedad de su presencia y de su charla cortada: sentía Luciano con ellas el placer de lo equívoco, la fascinación a veces del misterio en lo falazmente sencillo, y el deseo irresistible de descubrirlo, de desnudarlo de una vez y del todo... Más que nunca, cuando se reía ella y se sonrojaba por cualquier simpleza—como una chicuela de diez años. Al despistarle, irritaba su vanidad de escritor, analista sagaz de caracteres...

—Toma—le dijo, entregándole el violín—. Ya está.

Tomó él también el arco y arrancó una alegre escala.

Flora la repitió en el piano, sonriéndose. La había cogido, porque siempre acostumbraba hacer la misma probando la afinación.

—Sí, es verdad; ésa—confirmó Luciano—. En cambio, mira.

Produjo con intervalos series de notas argentinas, mientras observaba el gesto indeciso de su cuñada.

—¿Qué es esto?

Repetía el arpegio, sin cesar de mirarla.

—¿De la Rapsodia?...

—No.

—¿I Pagliacci?

—Tu risa.

—¿Mi risa?—y lanzó la carcajada sonora y corta de siempre, sorprendida de hallarla parecida—. ¡Sí, sí—decía, queriendo contener las carcajadas e hiriendo al mismo tiempo las teclas—: Re-ja-la-re!

—El gorjeo de un jilguero.

Esto la hizo reír mucho, teniendo que refugiarse en el rincón, desde el cual, con las manos en la boca, y vuelta, le decía que se callara. Cada carcajada contestada por el violín, acusando más la semejanza, provocaba y hacía más nerviosa la siguiente...; y Luciano tuvo que dejarlo y sentarse, viéndola sujetarse la cintura, como dañada con el esfuerzo de su risa convulsiva, interminable... Por último se escondió en el despacho, y volvió serena, llorosos los ojos, encendida la cara... ¡Qué insulsez de chiquilla!

—¡Pues vaya en lo que te fijas tú!—venía diciendo.

—Es que hablas y ríes por música. Sería fácil poner en solfa tu conversación y tocarla al piano. Parece que cantas. Voz de presumida, escuchándote.

—¡Gracias!

—Bien, no te enfades... A la banqueta.

Se sentó refunfuñando:

—¡Caramba contigo! “¡A la banqueta!” Eres incansable, y va a parecerme esto el banquillo de los acusados.

—¿Y el convenio? ¿No llevo dos días sin siesta por pintar? Ayer y hoy apenas he escrito dos horas de puro levantarme tarde. Mejor dicho, hoy nada.

—Y ¿qué escribes?

—Un estudio.

—¿No te gusta escribir novelas? ¿Por qué no escribes una novela?

—Me falta tiempo. ¡Claro que me gustaría!

Tecleó un poco Flora, y dijo:

—¿Tienes más cuentos que el de Blanco y Negro?

Sonreía maliciosa.

—Bastantes.

—¿Siempre hablando de la hija del coronel.... digo de Vera Galuzoski?

—¡Ah, mala!... Hablando de otras.

—Históricas...

—Fantásticas. Los cuentistas tenemos la ventaja de crearnos cuantas mujeres nos place.

Aludía Flora a una historieta amorosa de Luciano, que éste había transformado en cuento—cien veces referida por Amparo.

—Oye: no será la hija del coronel... vamos, Vera, tan bonita como la que describes. ¿Se parece al dibujo? ¿Al de la ilustración del artículo?

—Bah, no. ¿Qué sabe el dibujante?

—Podías haberle facilitado un retrato, y así, cuando se viese ella, te lo agradecería más... ¿Era rubia?

—Rubia.

—¿Como yo?

—Como la paja el pelo.

—Sería más bonito...

Flora bajó los ojos al piano. Su cara se contraía con un tic de diablillo hermoso, como no la había visto Luciano nunca sonreír.

—De ningún modo. Tu cabeza es divina. Cabeza de chiquilla célebre, de...

Pero se detuvo.

—¡Oh! ¡Coqueta!... ¿Vas a hacer que te floree?... Pues nada: digo que te peinas muy bien y con mucha gracia, y que tu pelo es precioso la tocar!

—Me darás tus artículos—dijo ella, aplastando con ambas manos el teclado y llenando el aire de un estruendo de notas.

Empezaron. Era una tanda de valses de Chamy, Sur l'eau, armoniosísima a violín y piano, que gustaba preferentemente a Flora entre la música nueva que su cuñado trajo. Caprichosa como en todo, dedicaba su cariño a melodías antiguas que calificaba de vejeces su madre, mientras ella se encogía de hombros. Pero Sur l'eau la sedujo desde el primer momento. El primer número, en notas bajas y ligadas del violín, acompañadas de acordes graves como un rodar de olas, mecíase con la melancolía de un viajero despidiéndose de sus amores y de su patria sobre un bosque, pronto a escapar: motivo de la composición, saltando siempre en queja que llegaba al alma. Venía después, a octava alta, una especie de andante de dolor vivo, recuerdo del perdido bien, picoteado de notas agudas que asemejaban gritos de un paroxismo de locura; y entraban inmediatamente, sin más que unas escalas para caer al semitono, los lamentos de sorda desesperación monótona que habían de resolverse en un cuarto número de viveza extraña, parecida, otra vez, en corridas silbadoras del arco, al llanto consolador y las protestas y juramentos de eterna fidelidad a través de distancias y tiempo. Luego, un retorno a las cadencias graves y atropelladas del piano, una confusión ascendente en trío delicadísimo, y un final que iba apagándose, apagándose, hasta morir en una sola nota sobre un trémolo... como se pierde el punto invisible de un barco sobre el mar...

—Ah, te advierto—dijo Flora al concluir, saliendo de aquella especie de encanto en que los había dejado la última nota fugitiva—que Magda ha mandado pedir Sur l'eau. ¡No quiero que lo aprenda!

Le gustaban mucho estos valses, y de tal modo se le pegaban al oído, que se pasaba los días tarareándolos. Una noche no se pudo dormir en tres horas, oyéndolos como en una caja de música dentro de su cabeza. Los tocaría de memoria, y diría ella que se había perdido el papel. ¡Parecía tonta la gente, pidiendo música, sombreros y cuanto le daba la gana!...—Prestó el año anterior un traje, y al mes iban a misa todas vestidas como por contrata...

—¡Con decirte que se ponen ya la corbata igual que tú Daniel y Primitivo!... Mis cosas no quiero que se parezcan a las de nadie.

—Ni mis corbatas. ¡Negaremos Sur Vean!... ¿Sabes que anoche me presentaron a tu novio?

—¡Ah!

—Muy simpático y muy buen muchacho. Por cierto que son las siete y media; hemos dejado la pintura tarde. Ayer no te acordaste de él; ¿estáis reñidos?

—Hace tiempo.

—Creo que sentí antes su caballo; pero, si quieres... me voy.

Flora, que se había quedado ensimismada, dijo, en reflexión íntima:

—Sí, es muy bueno el pobre...

Y añadió de pronto:

—¿Por qué no le haces letra a Sur l’eau?

—La sabía en francés, pero la he olvidado... Debo tenerla. A ver si la encuentro.

Fue al despacho y empezó a revolver cajones.

Aprovechó ella la oportunidad para correr al espejo a suavizarse el carmín de los labios. Había estado violenta al notar antes que manchaba su pañolito, y temía que se le conociese y creyeran que necesitaba pintárselos... siendo así que los tocaba apenas de un rojo discretísimo, que se frotaba luego con la toalla hasta que dejaba de teñir. Se ahuecó algunas ondas del pelo; y ya de pie, arregló por manía los juguetillos de la étagére y de la mesa. El gabinete, cuya puerta al corredor caía frente a la de la sala, tenía una gran reja al jardín y era una pieza de alta bóveda ojival de ermita.

El tono azul dominaba—en el papel claro, en las pequeñas butacas de satén de seda, en el marco de peluche del largo espejo sobre el piano con pintada guirnalda de lirios en el cristal, y, en fin, hasta en la lámpara pendiente con doradas cadenas, m los jarrones de la consola y en las colgaduras. Tratábase de la habitación favorita del hotel, y allí se pasaba la vida Flora en la continuación de sus ensueños de perezosa. A no darle miedo, hubiese preferido dormir en el cuarto contiguo donde estaba la cama de respeto, aislándose en aquel departamento que cogía el ángulo izquierdo de la casa y donde había también el despachito más dentro, en la esquina misma, con luces a dos vientos, y que habría ella transformado en tocador. Estudió una vez incluso el rincón donde embutir una bañera de mármol... Pero ¡le daba miedo!—Y, además, su madre, bien práctica en aventuras de amor, quería (¡qué injusta suspicacia, tratándose de ella!) tenerla allí arriba, junto a su dormitorio.

—No parece. Ya la buscaré—dijo Luciano al volver—, Aquí tienes artículos míos. ¿Has leído esto? Vautomne d'une j emane, de Prévost.

—No. Déjamela—cogió Flora el libro que le alargaba él, mientras ponía los periódicos sobre el piano—. Oye, ¿y una comedia de Porto Riche, Amoureuse, que está en tu mesa?

—Decadente, brutal; no puedes leerla.

—Y Trahie, otra que...

—Una novela interesante. Tampoco debes leerla tú.

—¡No tienes más que libros inmorales!

—Ese no es inmoral... precisamente. Das hermanas casadas, y la pequeña se enamora de...

—¿De quién?

—Del marido de la otra.

—¡Qué atrocidad!—exclamó, horrorizada, Flora.

Los dos, un poco preocupados, sin hablar más, volvieron a sus ensayos. Primero La Noche, melodía que les gustaba mucho, de Lorenzo Mariani. Luego La Bohème, y, por último, la Serenata de Gounod, cuyo canto extasiaba a la linda rubia. Desesperado Luciano porque no acertaba a dar a sus culebrinas de notas la ágil dulzura con que las sentía, soltó el violin.

—¡Cántala!

—¡Si va bien, tonto!

—¡Ca!... Hay veces que lo rompería. Si vieras—añadió, volviendo a cogerlo y presentándoselo con ambas manos—, cuando lo miro pienso que tiene toda la música en sus cuerdas.... y que yo no se la puedo arrancar. ¡Es una patente de torpe que me da con sus chillidos! En él mismo, un violinista de Bilbao tocaba deliciosamente. Estuve por regalárselo. Y me parece desde entonces que esta madera y estas cuerdas tensas tienen alma... ¡algo así como el gran alma triste de una mujer con un novio estúpido!

¿Por qué recordó Flora involuntariamente a Angel Luis? Para disimular la turbación cogió el violín y!o examinaba. Era bueno. Leyó su inscripción:

—¡Stradivarius!

—En mi poder... como la novia dicha, aunque fuese un ángel: estrafalarius le llamo, y no tiene la culpa el infeliz.

Iba ella a reír de toda gana; pero una preocupación inquieta estranguló sus carcajadas.

—Tú apenas sabes música. No es raro que no seas maestro en instrumento tan difícil... ¡Oh, se conoce que te gusta lo difícil!... La Serenata lo es también.

Tañendo con la uña el violín, que conservaba en la falda, quedóse imaginando si parecería igualmente “estrafalaria” por haber sido la novia de Angel. Tanto la dominó la sospecha, que a punto de preguntárselo a Luciano estuvo, y le miró y fué a hablar.

—Y tocas regular. Con gusto, lo poco que sabes...—dijo únicamente—. Continuemos. Te afirmo yo que no transigiría si hicieras un mamarracho.

Pero se obstinaba él: que cantase para oírla; así se fijaría.

Preludió Flora y empezó, dulcísimamente, como un arrullo, pronunciando con acento puro el francés:


Quand tu chantes, berceé de soir entre mee bras,
Entends-tu ma pensée qui te répond tout bas...
Ton doux chant me rappelle le plus beau de mes jours!

Chantez, chantez ma belle,
Chantez, chantez boujours.
Chantez... ma belle! Chantez boujours!


Quedó su mirada en el aire, soñadora, erguido atrás el busto y alta la frente, mientras con los brazos producía en el piano el intermedio de imbricadas escalas cristalinas, que ondulaban como rosarios de perlas... En seguida continuó lanzándole la estrofa a Luciano con lánguidas fugacidades de sus ojos verdes, en el balanceo lento de la cabeza sobre los hombros al melodioso compás:


Quand tu nis, sur tu bouche l’amour s’épanouit;
Et soudain le farouche soupçon s’évainouit...
Ah, le rire fidèle prouve un coeur sans détours!

Riez, riez ma belle,
Riez, riez toujours,
Riez... ma belle! Riez toujours!


—¡Hermoso!—exclamó, estremecido, el joven.

Las notas de sonajero del intermedio volvieron a crispar sus nervios.


Quand tu dors, chaste et pure dans l’ombre sous mes yeux
Ton haleine murmure de sons harmonieux...
Ton doux corps se révèle sans voile et sans détours!

Dormez, dormez ma belle,
Dormez, dormez toujours,
Dormez... ma belle. Dormez toujours!


—¡Oh, es admirable!—insistió Luciano.

—¿Verdad que sí? Ven a ensayarla.

No, otra cosa; no quería él, después de haberla oído. Le ponía ella el violín en las manos... “¡su... estrafalario! ¡Tenía gracia!—Y riendo ahora cada vez más, con la cara escondida en los brazos sobre el teclado, no cesaba de repetir: u¡Estrafalarias! ¡Estrafalarias!” En tanto la miraba Luciano, templando.—“Chiste inglés, como decían. Le había hecho efecto a la hora...” Hasta que, al fin, reposándose, a sí propia se reprochó enojada:

—¡Ea!... ¡Debo de parecerte simple! Pues ¡bah!

En este momento entró Amparo buscando un calcetín de la niña; se habría perdido por allí; revolvía las silla-, alzaba los métodos... “¡Gracioso mi marido! Te habrá caído en gracia, chiquilla. Más vales...” ¿Quién había visto el calcetín...? Anochecía y tuvo que encender el ingeniero un fósforo para ayudarla a mirar bajo los muebles.

Se arrodilló Amparo, apoyando las manos en el suelo, El hermoso pelo negro le caía desgreñado, y los pies enseñaban las suelas de unáis botas nuevas cuyas orejas se invertían hacia el tacón, sin abrochar. Pasándole la luz a su mujer por la espalda, dijo Luciano a Flora:

—Mira ésta.

—¡No he tenido que hacer con los niños!—replicó Amparo, por disculpa, levantándose y marchándose veloz a continuar la busca.

—He aquí por qué resolví hacer la música por mí mismo, como el café, cuando me convencí de que tu hermana no podría servirme una ni otro; entonces salí una tarde y compré el violín y una cafetera rusa.

—Quiere de más a los chiquillos.

—A todo el mundo. ¡Es tan buena!... Una mujer rara Como las gentes no son así, hay veces que deben de creerla boba, de sumo candorosa.

—Gran suerte para ti.

—Excesiva. Preferiría que tuviese un poco tu carácter.

—¿Un poco?—insinuó, breve y maliciosa, Flora—. Lo comprendo. Soy una holgazana perfecta... Mas no tengo la culpa yo. Me llevaron a un colegio donde no enseñan sino lo que sé, y, en cambio, mi hermana aprendía con mi madre cosas útiles.

—Lo que hace Amparo podrían hacerlo una costurera y una doncella por seis duros. Con gusto los daría yo por que supiese lo que tú sabes y pudiese ser, como podrías tú, mi entretenidísima amiga de siempre.

—Que tú eres muy especial. Si mi hermana se hubiese casado con uno de aquí, le servirían el francés y la musica... lo que a mí van a servirme.

—A éstos les parecerá un estorbo tu francés y tu música.

La linda rubia guardó silencio. Dobló la cabeza, tomada de tristeza. Pensaba en que allí, en Alajara, no podría casarse más que con alguno de aquellos hombres que le aburrían.

Se veía poco. Encendieron los candelabros del piano, pues ella se empeñaba en ensayar todavía la Sereruitc. Prosiguieron, y parecía él más satisfecho. Dominaba la nota rebelde.

A la hora de cenar vino a avisarle doña Salud, muy compuesta, con su cuerpo de muchacha de veinte años, cubierto de encajes negros el vestido de alpaca. Había podido ya observar que esta complacencia de su hija con la música y la pintura de Luciano alejábala de Angel Luis, cosa que les agradaba, tanto a la ilustre viuda como a don Gil, principalmente, que adoraba en Florita y veía para ella una distracción aparente en tel trato discretísimo y culto de su cuñado—suerte de continuación, en plena crudeza de Alajara, del antiguo ambiente aristocrático del colegio: ¡tocaban, pintaban, leían novelas, hablaban en francés!... “Iba siendo verdaderamente amiga del ingeniero aquella colegiala llena de cortedades y displicencias que jamás se entretenía con nadie.”

Ya estaban los niños a la mesa, cuando llegaron lodos, esperando que les distribuyeran las servilletas para atacar las rojas tajadas de sandía que pedían como anticipo y que llenaban el azafate bajo la lámpara. Mejor que comedor, era esta gran pieza, situada en el centro del hotel y cortada en un testero por los enormes arcos del pasillo, una especie de cocina, recuerdo de la típica andaluza, de hogar de granito al fondo e inmensa chimenea con campana de pared a pared. Mas no encendiéndose allí la lumbre en verano, su sitio ocupábanlo las mecedoras, y sobre la tiznera reíanse dos copas con nardos y dos alcarrazas de poroso barro que sudaban en sendos platillos el agua como la nieve. Montones de limpia loza llenaban el aparador, entre clara cristalería, juegos de té y jarras de flores—pues la rubia gentil inundaba con ellas la casa toda, por lo que mostrábanse también en macetones de dracaenas y pendientes del techo en canastillas de orquídeas.

Desde el sofá, mientras comía la familia, sostenía!a conversación cumplimenteramente don Gil, que cenaba más temprano y venía antes que ninguno a la tertulia. Verdad es que en el hotel no había horas para nada, y se recibía con plena confianza. Y así entró al poco Luis Beltrán con su padre, don Pascual Beltrán, un pobre señor de setenta inviernos, viudo de una hermana de la madre de Magda, y antiguo comisario de ferrocarriles, que no se ocupaba sino de leer periódicos, paseando por las casas del pueblo su enhiesta y seca figura de general de cuartel.

Convertía a Luz en una “despechada” el haber visto correr el tiempo sin traer su boda, quizás por haberle proporcionado su belleza de egipcia demasiados novios en otra época, a propósito de los cuales se contaban historias no menos picantes que su piel lunarosa, de un fuerte moreno de pimienta—color del que se envanecía, parecido al anaranjado intenso de las actrices disfrazadas de africanas. En libertad envidiable vivia con su padre, y de jovencilla encantadora iba pasando a jamona, con lengua de puñal; trocábase en descaro la viveza de su juventud, y sus ojos pardos mostraban provocaciones audaces en su cinismo sombrío de mujer bonita restada de la existencia. Nunca cuadró mejor un mote que el que le pusieron uniéndole al nombre la primera sílaba del apellido: Luzbel.

Había besado ruidosamente a todas, inundando de su alegría loca el comedor; y viendo a don Gil ocupado entonces en llenar un platillo con piñones cascados para Florita, se encaró, diciendo:

—Ande usted, ¡que trabaje! ¡Pues no faltaba más, la pitusita del mimo!... ¡Ah, si fuese yo tu madre ibas a andar que ni una vela! Ya te diría levantarte a las dos... ¡Como ése!—con el dedo señaló a Luciano—. ¡Lástima que no se hubieran casado, y andaría todo el día cada cual a un espejo, y de música, y de figurines, comiendo ilusiones a la papillote, por no haber quien atizase la olla!

¡¡Luzbel!!—pronunció el ingeniero, habituado « estas confianzas.

—¡Luz... narices!... ¿Quiere usted piñones, hijito? ¿Que se los parta yo también?... Oye, Amparo, ¿sabes?... Vas a tener que regalarle el marido a tu hermana.

Inmediatamente se acercó a Flora y se dobló a su oído:

—Ajústate la cinta al cuello porque estás muy pálida.

La rubia sonrió. ¡Como si no pretiriese ella estarlo, bah un talento para mortificarla, la otra! Y se quedó escuchando, desdeñosa, la charla con que Luzbel, maligna siempre, traía a cuento la revista de los trajes del domingo en misa de doce.

Llegaba, con su mamá, Magda, hermosísima, el traje blanco y negro, ceñida la cintura y abultado el pecho, donde lucía un ramo de claveles. Detrás entraron Daniel del Pazo y Primitivo Viniegras, al aire éste la pechera blanca y abanicándose con el sombrero de paja. A Daniel le dedicaba doña Salud sus más cortesanas deferencias: era rico y cortejaba a Flora, quien no le hacía caso, a pesar de su calidad de sobrino de don Gil. Convenio había, sin duda, entre el tío y la madre para casar a los muchachos, y todo el obstáculo no parecía otro que el dichoso Angel Luis—gracias a Dios plantado a la puerta tiempo atrás por la donosa viuda.

Cerca de Luciano, mientras medio vuelto a él comía pequeños trozos de sandía con la punta del cuchillo, habíase instalado Magda, y le hablaba y cantaba bajo, acompañándose a la vez con la guitarra, que por sí propia trajo de la saleta, un tango de zarzuelilla que concluía de aprender, vivito, y lo sabía el ingeniero solamente. Los demás charlaban del cura nuevo; Pazos venía de visitarle. Suponíale de buena familia, a juzgar por su educación y por las casullas recamadas en oro que sacaba al altar. Suyas, suyas: conocían las de las monjas. A Amparo le parecía vizcaíno el nombre: Baigorri, y Primitivo nada más encontraba mal que al predicar moviera poco los brazos.

Sin embargo, Luz daba detalles. De cerca resultaba extremadamente simpático. Le había elegido ella para confesarse, porque no le gustaban los otros y estaba deseando que llegase uno. El padre Manuel era machacón, a don Lorenzo le olía el aliento por la rejilla, con don Julio no quería nada, después de lo que se hablaba de él en Alajara; el pobre del párroco, tan viejecito, se durmió un día escuchándola, y ella no estaba por confesarse de prisa y de cualquier modo.... y con los demás, hijos del pueblo, le daba vergüenza...

—No es tan fácil un confesor bueno... y decente. Oíd qué cosa tan bonita escuché un día: estaba dentro del confesonario Raigón, digo don Julián, ese hombre que tiene la cara de animal, y le decía la niña del confitero: “Acúsome, padre, de haber echado un ajo.”—“¡Un ajo!—replicaba el cura—; y ¿cuál?, repítelo...” “¡Un ajo!”, balbuceaba la pobrecilla, aturdida.—“Pero, ¿cuál ajo° Tienes que decirlo, porque hay muchos y no son iguales para la penitencia...”—Y llorando, acosada completamente, dijo al fin la chiquilla: “...ñ...” Vamos, el de la ñ...

Todos quedaron mirándose, asombrados de la poca aprensión de don Julián.

Todos, excepto Daniel, que bajó los ojos disimulando el desagrado de oír hablar mal de los “Señores Sacerdotes”, y excepto Flora, porque no le gustaba que Luz repitiera tales barbaridades en su casa y delante de extraños.

Y sí, una sonrisa de diablo quedaba en Luzbel, contemplando a su prima Magda y a su amiga. El odio, el despecho, la envidia de su belleza decadente que no podía sufrir la belleza de las jóvenes, a quienes tantos eran a mimar. Un ansia perversa la invadía a menudo de derramar y extender su cinismo entre todas las gentes que se lo reconocían y la aceptaban, entre estas jovencitas más que ella respetadas, y de las que sabían bien su curiosidad y atracción por... ciertas cosas...

Concluíase de cenar cuando llegaron Lorenza y Augusta acompañadas por el hermano de ésta, el fotógrafo Marcelo, y por Lolo, el comerciante de recio cuerpo y barbas salvajes, de las cuales y de cuya blancura habíase enamorado Magda, según Rubio. Lorenza y Marcelo Fe sentaron cerca, después de los salí ido?—eran novios. Pero Flora, disgustada por el descaro de Luz y contrariada además por aquel otro cuchichear de Magdalena con un hombre casado—¡qué más le daba a esta loca!—, acabó levantándose e invitó a trasladar la tertulia al frasco. Lolo se alegró, y asimismo Luciano, que únicamente en el culto espíritu de Flora encontraba alivio a tanto disparate de Luzbel y Magdalena.

—¡Cuidado con ése! Es un truchimán—decía pasillo adelante Amparo, con un candor que ella juzgaba sagaz reproche de avisada—. Todas se enamoran de él, como mis amigas de Bilbao. Lo rifaban, Magda, lo rifaban... Es decir, lo hubieran rifado si se deja rifar, porque ¡tarde piachi!

—¡Calla!—le dijo doña Salud al oído, dejándola detrás—. ¡Fíjate en lo que dices!

—Que no sean locas. ¿Quién las manda coquetear con nadie?

—Hija, piensas que te comen al marido. Y él, ¿a qué las habla?

—¿Luciano? ¡Oh, bah! No las puede ver. El me dice que no debías recibirlas. Esas dos no tienen pizca de vergüenza.

—¡Anda, animal!—contestó la viuda, siguiendo al grupo.

Vocabulario usado con sus hijas por la menor cosa, lo cual no hubiera sospechado nadie en sus almíbares con la gente de la calle.

Cada uno había llevado su silla. Era una noche calurosa y tranquila, y por el jardín, donde no se movía una hoja, pesaba como un veneno de amores el azucaroso perfume de los nardos. Un fino arco de luna caído en el cielo enfilaba los árboles, alumbrando turbia la arena de los paseos. Las vegas del Calamón enviaban desde media legua de distancia el estruendo de las ranas.

Formaron corro en la glorieta; pero Flora, a fin de impedir que Magda volviera a sentarse junto a Luciano, continuando su bromear insolente, se la llevó del brazo. Las dos llegaron a la sombra de una tapia cuajada de yedras, del fondo del jardín, a la que un estanque cuadrangular se adosaba. Mas no sin haber pasado antes cerca de la verja, pues otra de las intenciones de Flora consistía en ver si Angel Luis andaba por allí como otras noches. Conformábase el pobre divisando a su adorada rubia a través de los hierros, entre el ramaje.

—Y qué, ¿Daniel se te declara?

—Dios le libre. Es un simple. Y además, “tendrá que consultarlo con su mamá”. Dejó la Academia de Guadalajara “porque su mamá no quería que fuese a la guerra”, y va a misa “porque su mamá, si no, le riñe”.

—Pues, oye, “su mamá—añadió Magda, imitando el lenguaje burlón de la rubia—de seguro no le habrá mandado que tenga familia con la criada”.

—Uuf... ¡qué asqueroso! Un escuerzo de mujer y de chiquilla. Más valía que no la hubiesen echado, o que al menos le diesen para comer. Esta gente tan... delicada, créelo, Magda, no tiene idea siquiera de la delicadeza.

Pasaron a hablar de Angel Luis, sentadas en el brocal del estanque, cuyo ancho caño se vertía sin ruido. Magda jugueteaba con la mano dentro del agua. De pronto se sintió un bicho en la pierna y se lo quitó: una araña. En seguida, explicó por qué gastaba calcetines: muy frescos, y además caían bien si se tenía blanca y gruesa la pantorrilla. ¿Eh? mira...—Luego, recordando que había en el huerto otra pila de agua, donde podrían bañarse las dos, lo propuso. “Atrancarían la puerta por dentro y estarían charlando la mar de frescas.”—Esto le pareció un disparate a Flora, recién cenadas... y además ella no se desnudaría delante de Magda, como no se desnudaba nunca delante de su madre; para bañarse cerraba todas las mañanas la habitación.

—¡Mis... té la simple! ¡Comprendo que no te desnudases delante de un novio!

—¿Y tú sí?

Magda se levantó. Había una punzada de intención en el acento de su amiga.

—¿De quién? ¿De Lolo?... ¡Mentira! ¿Quién te lo ha dicho?... El lioso de Marcelo, que habla mucho. Ya ves que no me comprometería con él, cuando le dejé plantado. ¡Esa es su rabia!

Sentándose otra vez junto a Flora, que se entretenía en retorcer una hierba entre los dedos, prosiguió, confidencialmente:

—Y ¡mejor! Veamos qué te cuenta. ¡Por supuesto, que si yo supiera que Lolo tiene con él confianzas!...

—Con Marcelo no hablo de esas cosas... ¡No se atrevería él!

Magda se encogió de hombros.

—Bueno. ¡Me importa poco! Siempre será la escultura de Lorenza, porque no la quieren ni los que yo dejo. Y, en fin, yo parezco más porque soy franca, mientras otras callan lo que hacen... ¡Corno yo te dijera a ti...! Marcelo y mi novio, por lo visto, se lo parlan todo, porque mi novio me dice a mí cosas muy bonitas de Marcelo y Lorenza... Y mira que si fuéramos a pregonar en la plaza lo que sabemos tú y yo de tanta repulgosa de Alajara...

Volvió a sentarse, o inclinada delante de Flora para cogerle las manos, exclamó:

—Tú me crees, ¿verdad?... Pues yo te digo que cuando me case me encontrará mi marido lo mismo que si acabase de nacer... ¡Quizás Lorenza no pueda decir otro tanto, porque es una mujer sin maldito el cálculo!

Flora atendía en silencio, sin saber qué contestar, entre ruborizada y curiosa.

—Y cuanto de mí hablen, con respecto a eso... ¡mentira! ¡Lo puedes jurar!

Al otro extremo del jardín se oyeron voces:

—¡Flora! ¡Flora!

—¡Aquí!—gritó ésta—. ¡En la alberca!

Se acercaban Luzbel, Lorenza, Augusta, Primitivo y Marcelo, quienes Tenían por las dos amigas para un asunto importante de que se trataba en reunión.

—¡Vamos a ver!—gritó don Gil en cuanto llegaron los jóvenes—. ¿Quién va a la pesca pasado mañana? ¿Todos?

Lorenza no podía, por concluir un bordado que tenía que regalar en la boda de una prima; Daniel tampoco, por tener que asistir sin falta a una congregación, de que era secretario, ni Lolo, por el comercio. Como asunto principal, después de una conversación de hora y media, quedó resuelto llevar para los postres seis botellas de champagne y café, a cargo de don Gil el grano, pues lo tenía excelente, y la confección por tandas, en cafetera de alcohol, a riesgo del ingeniero, que lo entendía. Flora y Augusta habían reclamado un par de borricas, porque se mareaban en los carros, y con este motivo hablaron de llevar caballos Luciano, Primitivo y Marcelo... Sólo que protestó Magda: se aburrían ellas, las que no querían ir borricalmente... “¡Nada de caballos, entonces!”... Venció esta proposición, que fué combatida un momento por Augusta, contentísima de tener esta noche cerca y hecho una miel a Primitivo, y deseosa de llevarlo igual el día de la fiesta por el camino.

Estos eran los tristes e intermitentes amores de la hermana del fotógrafo. Primitivo la cortejaba desde dos años atrás, y nunca llegaba a comprometer su punto de orgullo en las relaciones con esta humilde muchacha, que en cuanto a figura sabía presentarse bien, aunque poco tuviese de bonita. Lo bastante vanidoso para no exponerse a una negativa de alguna de sus primas o de cualquiera otra “de su clase” (posible, dado su capitalejo de tres o cuatro mil duros), bromeaba a todas, afectando horror al matrimonio, y hablábale de ciertas cosas solamente a Augusta, para quien resultaba un príncipe—y con protectoras condescendencias de tal la trataba, satisfecho, al menos, de poder lucir la sumisión de la pobre joven. Un flirteo que no le obligaba en nada serio, y que servíale de entretenimiento por temporadas o por ratos; ella lo agradecía de cualquier manera, ya que parecía confirmarle el papel de señorita, a que aspiraba con su lujo indudable, después de haber sido admitida en esta sociedad (y por ella, a Marcelo y a Lolo), como antigua compañera de escuela de Lorenza y de Magda... Situación peligrosa y falsa, porque en un pueblo tan pagado de castas, ni ella podía casarse ya con un artesano, ni los “señores” se casarían con ella—que valía, no obstante, más que casi todas sus amigas, aun valiendo poco.

El resto de la velada se pasó tocando lo guitarra y cantando malagueñas. Magda tenía, voz extensa y llena de contralto; maldita la pena que sentía porque no fuese a la pesca Lolo. Don Gil, a media voz, sacaba un bonito estilo. Se había entretenido Flora oyéndolos y mirando al cielo, completamente tumbada de espaldas en la mecedora, y hablando a ratos con Luciano de los luceros, que brillaban más desde que se puso la luna. Ella no sabía nada flamenco. Mostraba afán en hacerle entender que su pensamiento vagaba libre de la vulgaridad de aquellas amigas que la rodeaban, distraidísimas en sandias conversaciones con los muchachos, y sobre todo Luzbel, con Lolo y Danielito Pazos, a los que se acercó al fin Magdalena, harta de cantar, mientras Lorenza y Augusta, algo fuera de la tertulia, charlaban todo bajo con sus novios, recostadas las sillas en los troncos de las acacias..Amparo, doña Salud, la mamá de Magda y don Gil y don Pascual estaban en mitad de la glorieta, corro del que siguieron luego formando parte los dos cuñados, en cuanto Luciano, como solía ocurrir siempre, concluyó por traer el violín, para toquetear con la uña cosillas que Flora acompañaba, contestándole con la guitarra, en una conversación de sus almas cortada y dulce, a quien nadie sino ellos dos atendía—felices, bajo el cielo sereno que bordeaba el ramaje, en aquel ambiente de calma, en que parecía flotar como un veneno de amores el azucaroso perfume de los nardos.

Allá a la una y media se retiraron, cuando un poco de brisa empezaba a templar el calor sofocante de la noche.


Al acostarse, desnudándose Luciano, sentado al borde de la cama, le decía Amparo desde la suya, enfrente:

—No te dije que hablé con don Gil de los trece mil reales.

Aludía a un préstamo a que les obligó cierto gasto irreflexivo, a raíz de un viaje, y que Luciano, por indicación de ella, aceptó, al fin, de don Gil—no queriendo abusar de la generosidad cien veces probada de su tío Sutton.

—¿Y qué?

—Nada. Que no pensemos en ellos. Que a ver si los juntamos en Colombo.

—Sin embargo, debemos pagárselos en seguida. Por lo pronto, estos dos meses ahorraremos el sueldo.

—¡Eso creerás tú! Hoy he reñido con mi madre. Una esponja, habiendo alguien a su lado con dinero. Le llevo dados más de cincuenta duros en quince días.

—Y ¿para qué?

—Para pagar a tocio el mundo. ¿Tú sabes?... Esto es un jubileo a cobrar. Y da vergüenza. Ayer, la última vez, estuvo el panadero reclamando dieciocho duros de tres meses, amenazando con un escándalo. Tuve que dárselos.

—Pues, oye. Tu madre y Flora, ¿con qué viven?

Amparo se revolvió bajo la sábana, contenta de poder dar noticias que había adquirido.

—Con dieciséis mil reales que les pasa don Gil.

—¿A cuenta de qué?

—A cuenta de nada, tonto. Porque quiere. Después de todo, sea por lo que sea, él se ha quedado con el capital de mi padre.

Calló Luciano, que había apagado la luz. Amparo veía de cuando en cuando la lumbre de su cigarro en la oscuridad.

—Me he enterado de una cosa—apuntó ella, tímida y misteriosamente.

Para hacerla hablar tuvo el marido que interrogarla con insistencia.

—La huerta fie la Peña se la ha adjudicado don Gil a Flora. Además ha hecho testamento y le queda nuestras antiguas fincas, y su capital propio: más de treinta mil duros. Si se casa y tiene hijos, para ella; si no se casa, volverá el capital a la familia de don Gil, al morir mi hermana. Por eso desea casarla con Daniel, sobrino de don Gil y de don Juan Anselmo... de modo que...

Luciano interrimipió a su mujer:

—Está bien, ¡cállate!... me parece que hay en eso más de una indecencia.

—Lo mismo he creído yo. Con tal de tener como una reina a la niñita Flora, no se han parado en quitarme lo que es mío y necesitarán nuestros hijos. Porque, al fin, si don Gil no hubiese dado tantas facilidades, no se hubiese arruinado mi madre.

—Tu madre, no. A quien han arruinado es a ti.

—¡Si mi padre viviera y viese lo que han hecho!

—¿Y por qué le dejó todo a tu madre?

—Era muy bueno. No podía sospechar que se portara así conmigo. Hizo figurar en cabeza de mi madre los bienes, como dote, a fin de que no los pudiesen tocar si se perdía un pleito... de no sé qué, de... Y mira si le salió peor cien veces. ¡Valiente amigo don Gil!

—¡Calla!, ¡calla! ¡Me da asco!—dijo Luciano, con tal acento de repulsión, que no volvió Amparo a despegar los labios. Y añadió todavía:—¡He ahí por qué quiero vivir muy lejos, y no me agrada venir a tu casa!

Se sintió el crujir de los hierros, mientras buscaba Luciano una posición cómoda, y creyó él percibir también algún ligero sollozo de Amparo. Tardó en lograr el sueño, pensando en aquella mimada niña a cuya felicidad se sacrificaba completamente la fortuna de su hermana. Si muriese él,.Amparo y sus niños se quedarían en la miseria; poco habían de esperar de la filantropía histérica de doña Salud, y menos del egoísmo refinado de Florita... De don Gil, ni acordarse siquiera; nada tenía que ver con Amparo, afortunadamente...; aunque le quería, le quería esta pobre muchacha; con el gran corazón sincero heredado de su padre, sólo porque don Gil quería a las otras dos. Además, Luciano no contó nunca con una boda de cálculo; pero si su mujer se hubiera encontrado con doce o catorce mil duros, él podría haberse instalado en Madrid, dedicándose sin ahogos urgentes a aquel sueño dorado de la vida literaria, y no que veíase condonado al trabajo de su profesión como a cadena perpetua, y a un viaje ahora a exótico país, de donde Dios sabía quiénes volvieran.

Luciano se durmió con un rencor a Flora, pensando en Flora, y soñó con Flora.

III

No haría calor, si continuaba el juguetón vientecille. En el cielo se tendían nubes blancas, como filachas de algodón en rama, Sin embargo, sudaba Luciano, alargando el paso para llegar cuanto antes a la altura. Las crestas de roca de la montaña le lanzaban un aliento de fuego, como escorias encendidas bajo su capa cenicienta y rugosa. El fotógrafo se cansaba, pero le animaba el ingeniero, y según ascendían, jadeantes, apresurados, resbalándose en los rodadizos cantos, y descubriendo en cada ondulación nueva tirada de camino, que nunca era la última, mostrábase allá, al Norte, más dilatada la llanura, donde simulaban amarillos remiendos los rastrojos. Enfrente, una sierra de jarales se unía en obtuso ángulo a la que escalaban animosamente, formando la garganta que debían colar; y a cuatro o cinco leguas, en la línea del llano, los montes azules se esfumaban con el cielo luminoso, lleno de marañas blancas por todas partes.

Buscaba a Flora, Luciano; quería alcanzarla. El hábito de su conversación y de sus risas armónicas en dos semanas, se las hacía desear en este esplendoroso día de campo y de gran aire, que invitaba a reír y a correr entre los peñones salvajes, como cuando él era un chiquillo. Y una chiquilla—que ninguna culpa tenía de las infamias de don Gil—era también su cuñada, alegre y dulce, harto más discreta que la gente de los carros (abandonados por los dos jóvenes, y dejados atrás en un trozo peñascoso del camino), que Magda y Luz en el primer lugar, demasiado... mujeres: no hablaban sino sandeces o atrevimientos.

En la cumbre se pararon a reposar, investigando las dos vertientes. El camino seguía retorciéndose entre peñascones color de bronce, manchados de gualdas parásitas con franjas de cardenillo, por encima de los cuales volvía a vérsele culebrear ladera abajo, sesgando la falda de la sierra hasta el río—cuyas tablas reflejaban el cielo por un valle de álamos y adelfas.

—¡Allí están!—exclamó Marcelo.

Acababan de divisar a Augusta y a Flora al lado de los peñones. Cosa de diez minutos alcanzarla. Y se lanzaron pendiente abajo.

Poco después, en un recodo, las saludaban a voces. El tío Merino marchaba al lado de Augusta, arreándole la borrica, que, con las orejas caídas, difícilmente seguía a la avispada y rozagante de Flora. Ambos animales iban enjaezados con arreos vistosos; pero sobre todo el de la rubia gentil, con jáquima nueva de madroños y manta jerezana en la albarda. Flora y Augusta, de espaldas al sol, llevaban abiertas las sombrillas. Luciano, que había cerrado el antuca para llegar antes, le abrió al emparejarse con Flora, y la borrica dió un bote, encabritándose. Vaciló la chiquilla a punto de caer; pero la dominó, graciosa.

—¡Eres una amazona!

—¡Ah! Yo montaría bien a caballo. Se lo he dicho a don Gil, y quiere comprarme uno.

Y reparando la alteración del ingeniero por el pasado riesgo, añadió:

—Más te has asustado tú...

—Sí. De veras.

—¡Qué encarnado vienes! ¡Pensé que no andarías tanto hombre!

Le pagaba con una sonrisa de agradecimiento. Además le complacía que hubiese venido a buscarla. Sin embargo, le reprochó su pereza. Cuando salieron ellas dos y el tío Merino, quedaba él en la cama; ¡parecía mentira! No las hubiesen alcanzado si no hubieran venido ellas parándose cada sombra. Aun así no se veían los carros. Era que Luciano se había dormido anoche a las cuatro. “¡No, nada: que no se pudo dormir!... Sin luz y mirando las tinieblas!...” Mas dijo esto con un tono tan singular, que él mismo lo advirtió, y trató de borrarlo con indiferencias: “¡Le sucedía a menudo, bah!..."

—¿Te desvelan tus escritos?

Miró a su cuñada, que sonreía y bajó los ojos, diabólica.

—¡Pobre trabajo! Hace cuatro días que no escribo.

Se hacía un perezoso también. Como ella, se levantaba al tiempo de comer... y pasaban juntos la vida. Ni pasear siquiera. Flora le argumentaba que no tenía orden. Si se levantase a las once escribiría tres horas, sin necesidad de siesta, porque ya no iban a dejar las lecciones de pintura.

—He aquí una cosa más que desagradará a los del pueblo.

—¡Qué me importa!

Y habló en seguida del colegio largamente, recordando a sus amigas, de quienes nada había vuelto a saber, y de sus rezos y soledades en los jardines, donde le gustaba estar cuando hacía luna. De cuando en cuando se interrumpía para consultar a Luciano si no iba muy de prisa, porque, en efecto, quedaban atrás Marcelo y su hermana, seguidos del tío Merino, que, libre ya del cuidado de arrear a la borrica, liaba un cigarro, tranqueando a su gusto. La escuchaba Luciano con tal éxtasis de complacencia que, por último, al agotar Flora el tema de su solitaria vida en el convento, nada se le ocurría a él decir, y su silencio extraño contagió a la joven.

Caminaban cien pasos delante de los demás. Flora, sujetando con la mano derecha el ronzal, que hacía erguir el pescuezo a la vivaracha jumenta, resguardaba la cabeza y los hombros en la sombrilla azul, cuyo reflejo daba a su cara, encendida por la flama del aire, un fuerte tono de violeta, haciendo mayor su suavidad y transparencia. Estaba peinada con el primor de siempre, como para el teatro, con una dalia roja en el pelo, tan roja como sus labios. Vestía un traje de (batista, color suavísimo de salmón, recién lavado y planchado, de blusa con encajes blancos en el peto y mangas de farol; una cinta escocesa de gran broche le ceñía la cintura, y la falda se le plegaba amplia y casta sobre los muslos, hasta la punta misma de los zapatillos de piel de Rusia, uno cruzado sobre otro y marcando el compás de la marcha como un metrónomo.

—¡Estás muy guapa!—no pudo menos de decir Luciano, después de aquel silencio enojoso y largo.

—¡Andáaa!—exclamó Flora, sorprendida.

La confesión había brotado con un acento, en verdad, bien particular, y su valor crecía por tratarse ele la primera vez que la elogiaba secamente, sin bromas, sin burlas cariñosas, que prestaban trivialidad a las lisonjas.

Mirando el camino solitario, observó ella:

—Nos adelantamos mucho. No se ven.

Quedaba allí arriba la montaña, con su gran cresta de peñascos grises, grietosos y agujereados, sosteniéndose en equilibrio inverosímil, unas sobre otras, las grandes masas de roca, alrededor de las cuales tendían los cuervos sus alas en el aire azul. Por toda la descendente ondulación, poblada ele jaras, cuyas hojas se cubrían de resina bajo el sol ardoroso, habían venido Flora y Luciano, viendo huir los verdes lagartos entre las piedras calcinadas y cubiertas de polvo blanco del camino. Los jilgueros volaban a bandadas de rato en rato.

Extrañábale a Luciano no tener qué hablar con la hechicera niña a quien buscara precisamente por un deseo infantil de jovialidad y alegría en esta infinita vital expansión del campo. Creyó que se hubiera lanzado de buena gana con ella a gritar y coger nidos entre las piedras, y sentía ahora inexplicable respeto ante la chiquilla vergonzosa, No obstante, por largo rato fué pensando que su cuñada tenía con él más confianza, aun dentro de su cortesía eterna. De aquella colegiala silenciosa de la boda, y de la Flora reservada de los primeros días, distaba ya mucho esta amiga franca que le revelaba sin cesar sus pensamientos. Hubiera deseado que fuese “su hermana más pequeña”—para tener con ella absoluta intimidad, para chillarle que era preciosa, para darle un abrazo si quería. Y ante todo le hubiese pegado entonces un bofetón mimosillo, quitándola de la ventana cuando cruzaba el tonto del novio, que resultaba un botarate a su lado.

De pronto recordó que la noche antes habló ella con Angel Luis, por la verja, estando en el jardín con Magda. Y se lo dijo. Los vió desde la reja. “¿Hablaban todas las noches?...” Pero lo negaba Flora; “habló con Magda: le preguntaba hacia qué sitio vendrían y a qué hora... Tenía Angel una finca allí atrás...”

—¡Ah!—hizo Luciano como una ingrata revelación. “¡Ya le habría visto!... He aquí sus prisas.”

Y le enojó, en fin de cuentas, que esto le diese pena, mucha pena, ¿Qué tenía él que ver con ellos?

Como si Flora lo adivinase, murmuró, leve:

—No le he visto. No es probable que le encontremos. No tiene para qué.

Añadiendo más leve aún:

—Por lo menos, yo nada le dije.

No volvieron a hablar. Ella iba reflexionando igualmente que su prisa por salir delante de los carros había obedecido, más que al afán de esquivar de su madre el encuentro con Angel Luis, al de no encontrarlo en presencia de Luciano. Con la misma sorpresa, y tristeza que éste, se preguntaba si en su deseo inexplicable, pero imperioso como un instinto, habría entrado el recuerdo del ridículo saludo de Angel Luis el otro domingo a la puerta del peluquero:—Sí; reconocía en sí propia hacia el marido de su hermana la suerte de admiración del discípulo al maestro: en materia del buen gusto, maestro era...; y a su lado veía ella bien las concesiones que sin notarlo había hecho a tanta vulgaridad como la rodeaba... Esta sumisión, este vasallaje que algo, no importa qué, le imponía, la molestó un poco; a ella, tan dominadora e independiente.

Mudos llegaron a un arroyo que corría como trenza de cristal en angosto cauce de arcilla, a la sombra de unas encinas. Sin consultarse, decidieron aguardar a los otros, todavía lejanos, aunque Flora había ido conteniendo buen trecho a la jumenta. Sólo había dicho, breve, Luciano;—“¿Quieres beber?”—“No, gracias.”—Y como si el no tener sed ella la disipara, tiró el papel roto de una carta, con que improvisaba un vaso en cucurucho, y se quedó entretenido hundiendo en la tierra con el tacón las piedrecillas.—Mientras, le estudiaba Flora con seriedad extrema una honda expresión de disgusto...

Rato después que Marcelo y su hermana, aparecieron los carros, que habían ganado distancia cuesta abajo, dando vuelcos al trote picado de las muías.—Una ovación se rindió al ingeniero y al fotógrafo por andarines; y Amparo, percibiendo a su marido con la blanca gorrita de ciclista, negro del sol, le instó a que subiera, aunque ya se estaba cerca. Montó, y, en cambio, se apeó don Gil, para ladearse con Augusta, Flora y Marcelo a ver una obra que estaba haciendo en la casa, situada en un cerro a la izquierda.


Hermoso paisaje el de aquellos campos. Por un arenal deslizábase el Calamón casi recto, al fondo de un valle ancho entre dos cordilleras. A trechos formaban remansos que se unían por chorreras en que brincaba la corriente sobre guijos; y en el centro de la tabla grande, bordadas de adelfas sus orillas, se veía el molino, albo y redondo como un huevo a medio sumergir, al extremo de la pesquera, por donde saltaba el agua haciendo brillar al sol su comba salpicada por la espuma, Viejo puentecete de tablas que sostenían de milagro troncos delgados y nudosos, daba acceso a la plataforma del molino, llena de costales. Frente al puente había una alameda extensa, continuada hasta el río en largo semicírculo por un cañaveral que seguía la desembocadura del arroyo. Los pájaros de las inmediaciones, armando un verdadero escándalo, se refugiaban en estos árboles, únicos de la hondonada ardiente como un desierto de Africa.—Y allí también, en la sombra densa, tan cargada de húmeda frescura que las hizo estornudar, habíanse quedado doña Salud y doña María, vigilando a las criadas el arreglo de la comida, entre el menaje de mantas, cuerdas, cestas, alforjas y calderos desbordados por la hierba desde los desuncidos carros...—Nadie en el gozoso desfile hacia el río se preocupó de Luciano, que pudo coger su caja de colores e internarse en el cañaveral. Tenía mal humor con él mismo... Aquella febril ansia de su pecho que le llevaba a amar o aborrecerlo todo en su vida, le llenaba hoy de irritado pesar. Desagrado por la ironía burda y torpe de las vulgarísimas Luz, Augusta, Magda...; afecto al bizarro espíritu de Flora, y desagrado también al verla entre ellas y con Angel Luis veleteando... Le había cobrado una verdadera pasión de hermano a la chiquilla... ¿Ya qué? ¿Le importaba a él?... ¿No seria preferible tomar la existencia como los que se divertían allí al pie, aceptándose unos de otros para el corro de carcajadas las cintas de una alegría arlequinesca?

La pesca iba a ser en la tabla grande. Acercóse a la orilla el tío Merino, antiguo barrenero del ferrocarril, y arrojó dos cartuchos más arriba del puentecillo, donde esperaban Magdalena y Luz llamando cobarde a Primitivo, que no se atrevía a seguirlas: “¡Conocía la dinamita!...” Dos explosiones sordas, simultáneas, lanzaron al cielo bonitos surtidores.—Pipín palmoteaba: le parecían las fuentes del Retiro. Entre los chorros y hervores del agua, rieló la plateada escama de los peces. Cuando la superficie quedó serena, flotaban muchos panza arriba...

Loca de contento, Amparo, chillando sin cesar, como los demás, cuando cogía un pez, tiraba de Pipín, enojándole porque le quitaba el regüello para alcanzar los que él no podía. Clotilde, soltando el paraguas abierto por tierra, cortó una caña y pescaba también, con Camila en brazos. Luz y Primitivo alargaban sus mangas desde el puente, haciendo gran provisión, y Magdalena se unió a Flora y Augusta, que acababan de llegar con Marcelo.

Era una pena. La mayor parte de los peces, cayendo por la presa, se perdían río abajo; los más gordos; Flora, que los veía entre la espuma, llamó al tío Merino y a Justilla, la muchacha de la criada, que se metieron en el agua, después de descalzarse y arremangarse... ¡Lástima de barco!... Dirigió largo tiempo la operación, señalando desde la orilla los mejores barbos, arrastrados por la corriente, a los que perseguía la chicuela, sin cuidarse de las ropas, que se le habían calado.—Después, apoyándose en su caña, más que atenta a pescar, revisó de alto a bajo la línea de pescadores, ocultos uno? de otros por las colinas arenosas, cuajadas de adelfas... Buscaba a Luciano; la idea de que, no sabía por qué, estuviese disgustado, la violentaba.... no sabía por qué tampoco.

Transcurrió hora y media, y aun se obstinaban todos, infatigables, en coger algún que otro jaramuguillo detenido entre las ovas. Los molineros seguían ayudando desde el puente. Para alcanzar un galápago, Magda, que estaba con Clotilde y Marcelo, metió la bota en el agua, levantándose el vestido hasta la corva y enseñando la pantorrilla redonda y blanquísima sobre el calcetín negro... Luego se sacudía pateando en la arena—luciendo los tobillos con la falda alzada por dos pellizcos... La cogió Flora y se la llevó de paseo. “¡Oh, había pescado Magda muchos peces del mismo modo!... ¡Muchos peces!..” Y como la rubia no parecía entenderla, exclamó:

—¿Qué tienes? ¡Parece que estás en Babia!... ¿Por qué no ha venido Angel? No sabes decir misa más que en un misal; eres una tonta y una romántica. A mí igual me da Lolo que Marcelo, que el Moro Muza.... con tal que no sean imbéciles, como mis parientes... ¡Casi me está pesando haber dejado a Marcelo por Lolo, mira!... Lo mismo da. Lo cierto es que no tiene dos cuartas de arranque.

Llegaban al cañaveral y descubrieron a Luciano, tirado en un peñón, con la caja de pinturas al lado, abierta.

—¡No ha querido usted pescar!—gritó Magda.

El se incorporó.

—¡Muy bien! ¡Pintando sin la discípula!—exclamo Flora, acercándose.

Pero no había pintado: enseñaba la tabla limpia y explicaba que sólo tuvo ganas de fumar y mirar al cielo...—En esto descubrió Magda una cabra que estaba pastando, de la cual mamaba el cabrito blanco, estorbándole andar. Y fue cautelosa, la agarró de un cuerno, y mandó que cogiese Flora el cabrito, pues quería ella mamarse la hermosa ubre que no le cabía al animal entre las patas. La obedeció Flora, y Magda se arrodilló en el suelo, y mientras con una mano sujetaba a la cabra arisca por un corvejón, con la otra se afirmaba a los labios el grueso pico de la teta negruzca y pelosa, chupando, chupando.... la cara hacia arriba y cerrando los ojos... Sin duda debió de morderla, porque la cabra, de improviso, pegó un bote y escapó, dejando a Magda de bruces en la hierba... Al levantarse, la arrogante morena se reía, mostrando los dientes blancos en la boca húmeda y roja, llena de gotas de leche. “No estaba conforme. Quería más. ¡Bah, la cabra!...”

—¿Para qué soltaste el chivo?

—Anda, le vas a dejar sin nada, mujer.

Y puesto que absolutamente se obstinaba Magda, fue preciso acudir en su esfuerzo a la persecución de la cabra, cosa que entretuvo a los tres buen rato—escondiéndose por las cañas primero, y saliendo luego al campo raso, bajo el sol, donde formaban cerco, que el espantado animal rompía, escapando al estrecharse. Una cacería divertidísima, en la que nunca se quedaban más que con el infeliz cabritillo, vacilante en sus largas patas abiertas como el trípode de un fotógrafo, y a la que puso término, después que estaban ellos sofocados de correr, las voces que, llamándolos para comer, partían de la alameda:

—¡Lucianoooo!

—¡Floraaaa!

—¡Magdalenaaaa!

Todos gritaban, incluso los niños, prolongando estos nombres en alegre explosión, como una fanfarria de cornetas.

—¡Que yaaa vaaamooos!—voceó Magdalena, subiéndose en un cerrillo, con las manos en bocina, Su timbre macizo de contralto dominó y fué repercutido por el eco de las sierras.

Caminó delante, repitiéndolo a cada cuatro pasos, mientras los demás, desde el borde de los árboles, continuaban por diversión el griterío.

Flora y Luciano la seguían en silencio.

—¿Te has enfadado conmigo?—le deslizó ella, tímida, cuando se hubo reposado algo.

Luciano se estremeció. La miró a la cara, pálida a pesar del sol: no descubrió más que la mimosa habitual expresión de cortesía.

—¿Contigo?... ¿Contigo... por qué?

—¡Como no le hablas más que a Magda!

Siguieron andando, aturdidos ya por el aullar de la alameda y por la voz poderosa que delante de ellos repetía largamente:

—¡Que alláaa vaaamoooos!

Casi llegando, dijo Flora, ahogadas las palabras:

—¿Ves que no vino?... Habrías hecho mal, pues ni le contesté siquiera.

Y terminó como un suspiro:

—¡Tú te crees que me importa!

De nuevo la contempló Luciano, y de nuevo volvió a no encontrar en aquel semblante candoroso más que una ingenuidad de confidencia... Pero se sonrió, al fin, satisfecho. Le placía ver libertarse de las vulgaridades del poblachón a la espiritual niña, que se había convertido ea su amiga íntima.

Durante la comida, dispuesta en dos manteles, a cuyo alrededor se tendían los hombres entre las mujeres, arrellanadas por la hierba, imperó ruidosa alegría. Amparo, con los niños al lado, daba lo mejor de las tarteras a Luciano. Estaba orgullosa de la conversación, desbordada en honores de todos hacia su marido, a quien contemplaba Flora animadilla por el jerez y riéndose de oírle las anécdotas que a propósito de mil cosas traía a cuento. No tenía atención más que para él, siempre pendiente de su palabra y de sus intenciones, aun cuando no le mirase. Magda le ofreció una rodaja de salchichón, y Luciano, en pago, le alargó a Magda con los dedos una aceituna... que tomó ella con la boca; a Flora le dió otra clavada en el tenedor. Muerto de envidia Primitivo porque los dedos de Luciano habían tocado los labios de Magdalena, lanzó una carcajada descompuesta, afeando a su prima.

—¡Toma, hombre!—dijo ésta, arrojándole una concha de rabanetas, que se dispersaron, botándole en el sombrero.

Fué Primitivo el encargado de servir el champagne. Cada cual en su sitio, le alargaba la copa. Augusta, que no lo había probado nunca, lo encontraba muy rico, y pedía más. Flora cogió una botella, y se llevó a su amiga para beber; se llamó a participación Luciano, ya un poco alegre también... Los tres bebían detrás de un árbol. Las conversaciones se fraccionaban; se charlaba y se reía a un tiempo. Don Gil bromeaba con doña María, Amparo y doña Salud, algo encarnada y despeinada esta última. Primitivo había ido a dar champagne a Clotilde, a quien no perdía de vista desde que vino rozando su rodilla en la apretura del carro, preferencia disimulada de él que notó Augusta y acentuaba hoy su amargura resignada. Y Marcelo, de pie entre Luz y Magda, sentadas a la turca todavía, llenaba sus copas desde lo alto con la última botella. No se estaba quieta Magda, y lo vertía todo; viéndola una vez tender la cabeza atrás, en una carcajada, apoyando la mano en tierra y luciendo la carne turgente por el cuello medio descolado de su traje guinda, le echó un chorro sobre la garganta. Magdalena lanzó un grito; se reía, se reía enseñando los dientes en la boca fresca, y se despegaba la ropa a puñados con ambas manos, asegurando que le había corrido el champagne hasta los muslos... En seguida se levantó, pilló un vaso de agua y, corriendo tras Marcelo, que se dejó alcanzar, y ayudada por Luz, que le sujetaba la cabeza, se lo derramó por el cogote. Hubo necesidad de que doña María restableciese el orden. Quedó el pobre Marcelo como una sopa.

—¡Vamos, niñas! ¡Basta de locuras!

Había conversado Primitivo con Clotilde en el grupo donde estaban comiendo las criadas con el carrero y el tío Merino; mas no debió quedar complacido, porque se volvía nada alegre al corro de Luz. Vió Flora un jockey en la etiqueta de la botella, y explicaba su futuro traje de montar; gran falda de cola, adornada con trencillas, justillo con haldetas, de lana gris todo. El sombrero Frégoli quizá lo sustituyese por una boina o por una gorra con visera como la de Fianny en los portfolios franceses de Madame Sans-Gene... “¡O como ésta!”, y se probó la de piqué blanco de su cuñado, con la cual estaba preciosa... Llegaba entonces Magda, de prisa; traía un bramante.

—¡Atención, señorea!

Todos se volvieron.

—A ver si es verdad lo que dice aquél. ¡Eh, venid vosotros!—les gritó a Luz y a Marcelo, que se aproxima ron—. Dice Marcelo que midiéndose una mujer el cuello con una cuerda, duplicando la medida y cogiendo con los dientes los extremos, el lazo que resulte no pasa por la cabeza, si se trata de una soltera, y si de una casada, sí. ¡Ahora se va a verlo!

Continuaba Luz riendo, incrédula. ¿Qué tenían que ver las bendiciones?... Y si no, a demostrarlo; a ella la primera... Pero Marcelo explicaba. No eran las bendiciones... precisamente; es que a la mujer, cuando... se casa, le engorda la garganta.

—¡Ah!—exclamó, comprendiendo, Luz.

Flora ¡se plantó en medio:

—Pues la mí!

Tomó la cuerda, se rodeó el cuello, la dobló, mordiendo los extremos de la doble medida, y trató de pasarse el asa resultante, que se le quedaba a raíz del pelo. Se repitió la prueba en Augusta, con igual éxito, y con Clotilde, a quien llamaron y se mostraba recelosa, por ignorar de qué se trataba; a Amparo, en cambio, le pasó fácilmente varias veces, incluso por lo alto del peinado, y a Magda, que se hizo tomar la medida por Flora, “para mayor imparcialidad”, no le pasó, aunque le faltaba muy poco.

—¡Vaya! ¿Ves?—preguntó, triunfante, a la rubia, que no entendió a qué aludía. Marcelo, sí, y suspiró satisfecho.

—¿Quién falta? Tú, mamá y doña Salud.

Corrió a ellas, y continuaron la regla. Luego, revisando a todos, preguntaba:

—¿Y Luz? ¿Y Luz?

Desaparecida. Y pues se empeñaban en hacerla venir, anticipando risitas de unos a otros, terció caritativa doña Salud, metiendo a barato el armar un columpio. “¡En aquella rama! ¡Hala, don Gil!... ¡Ea, dejad eso ya, Magdalena...” El tío Merino, útil para todo, se encargó del columpio.

Magda se llevó aparte a Flora:

—¿Te has convencido, di? ¿Ves como... no he entrado por el aro!

¡Parecía tonta la tal Flora! Necesitó que le explicase completamente aquello... Y si Lorenza hubiese estado allí, ya hubiera visto. “Mira cómo mi prima tomó el portante... ¡Sabe ésa mucho!” Era igual. Bien se habían reído Marcelo y Primitivo... ¡o quizás eran un misterio sus líos! Vaya, no quería Magda creerlo; pero habíanla asegurado que Luzbel iba a la Magdalena por ver al cura nuevo... “¡Y después hablan de una!...”

Maravillábase Flora del experimento, en que se fijaba ahora su perezosa atención:

—¡Tiene gracia! ¿Y lo ha descubierto Marcelo?

—En un libro de Medicina.

Alguien llamaba a gritos:

—¡Eh! ¡Venid, venid pronto con los regüellos!... ¡Venid!...

Luz, que resultaba junto al río, y encontró todavía pesca remansada por bajo de la presa. Todos los jóvenes acudieron, y a la cabeza, Amparo, remolcando a Pipín medio chispo—lo cual producía risas a su madre, aunque no quería soltarlo cerca del agua.

Flora y Luciano se unieron para recorrer la orilla, encargándose ella de la manga y él de la costera... Y pescaron durante una hora, con los cinco sentidos en la faena, como dos muchachos camaradas que juntos se sienten bien, en la inconsciente evidencia de su mutua devoción profunda y serena bajo la voluptuosidad de la Naturaleza.

Fué el mismo olor de heno y de légamo el que los envolvía en las rinconadas profundas de la ribera; la misma arena la en que marcaban, hundiéndose, la huella de sus pies; el mismo hueco de sombra, entre los matujos del adelfal, el que los protegía un instante cuando entreabría él la red mojada y ella echaba de cabeza las bogas plateadas y resbaladizas... Los achicharraba el sol, poniendo su fuego rojo en las mejillas de Flora, cuya mano, sudorosa por el calor y humedecida por los peces, le parecía al joven más llena y suave cada vez que, para alcanzar uno, se la tornaba sosteniéndola en equilibrio con un pie en la orilla y otro en una peña del agua...

Volvieron a la alameda los últimos; pero llevaban los mejores peces, y los enseñaron. Flora aseguró que Luciano tenía habilidad para cogerlos—y para todo: recordaba ella que cuando la boda, una vez, con un solo fósforo quemó veintitrés mosquitos... Eran detalles, éste y otros como éste, que de sí mismo había olvidado Luciano, y que recordaba Flora con pasmosa minuciosidad.

Entretanto había empezado el columpio a funcionar. Las muchachas se ataron la falda a los tobillos. Se mareó Augusta. Marcelo, Primitivo y don Gil querían tocar con la bota una rama muy alta, a grandes empujes, que hacían crujir el árbol. Sólo el último, medio viejo y todo, logró alcanzar. De mozo tuvo gran pulso, con su aspecto menudo, y a saltar y correr le ganaron pocos.—No consentía Flora que la empujaran, y se voleaba, sin embargo, delante de Luciano, que le cedía su turno porque le gustaba a ella sentir aquel aire violento en el vértigo de la caída, lanzando las carcajadas musicales y revolándole el pelillo de la sien... Concluyeron los demás por aburrirse de verla siempre sin querer bajar, y se fueron poco a poco—menos Luciano, temeroso de que se rompiesen los cordeles, ya rozados...

—¡Basta!—decíale a cada vaivén.

—¡Ca, no se rompen!

—¡Basta, Flora!

—¡Si no se rompen! ¡No tengas miedo!

Y le miraba feliz, agradecida, llena su cara luminosa por una alegría tranquila, de niña, de ángel... Al venir en un bamboleo, saltó un pequeño objeto al cuello de Luciano. Una horquilla invisible. El se la desenredó del pañuelo y se la puso en la boca... Y mientras tanto, al son de una guitarra que tocaba Luzbel y de una pandereta que aporreaba Marcelo, se había allí cerca formado un baile, en que iban saliendo por parejas las criadas y señoritas con los pastores al fandango clásico...

... Pero se ponía el sol. Se pensó precipitadamente en el regreso. Los carros esperaban desde las cinco. Se llegaría muy de noche; dos horas y media de camino. Con motivo de obstinarse Pipín en que lo llevase Flora, partió Luciano a pie, por cuidarlo, con ellos y Augusta y el tío Merino.

—¡La caballería ligera!—decía Don Gil, viendo la facilidad con que se alejaron, mientras se acomodaba la gente en los carros. Marcelo también, rendido completamente.

Cuando llegaron al puerto de la sierra había anochecido. La luna, suspendida sobre la llanura como un mortecino arco de luz en el cielo diáfano, permitía ver apenas a su fulgor tenue la gran masa de la montaña, de conglomeradas rocas. Miraba Augusta con recelo los macizos del jaral, oscuros como sombras de fantasmas a los lados del camino, y estrechaba contra ella a Pipín, que había cambiado de cabalgadura, por miedo de su padre a la espantadiza que Flora montaba, Augusta íbale preguntando al tío Merino cosas de lobos, que él refería recordando sus tiempos de vaquero en Sierra Morena, y por no perder distancia con Flora, ella misma arreaba la burra con los talones. Sin embargo, a veinte metros casi no distinguía a su amiga en aquella semiclaridad fantástica del cuarto creciente. Unas piedras blancas se le figuraron ropa tendida a secar.

Luciano conversaba con la valerosa rubia, que gustaba mucho de aquella indecisa neblina de luz. Hablaban de viajes, y decíale ella a Luciano, siempre a su lado:

—¡París debe ser la gloria!

—No me he de morir sin visitarlo. El regreso de Colombo lo haremos por la Mala francesa, desembarcando en Marsella y alargándonos a París. Si no fuera por mi viaje iría a la Exposición: pero me gustará mejor en sus condiciones normales. Una gran ciudad en fiesta pierde su carácter: hay que verlas en las dulzuras de la intimidad, como a las personas. Mira si estos veinte días en la confianza de tu vida no me han hecho de ti una amiga... a quien abandonaré con pena.

—¡Bah, te marcharás y te olvidarás bien pronto de... nosotros!

Tal honda y amarga intención indefinible hirió a Luciano en este reproche, que una oleada de vehemencia le impulsó a contestar:

—Yo, Flora...; yo te afirmo que...

No quiso concluir. Era desmedida la protesta que a brotar iba de su boca; era en demasía fogoso el acento de sus palabras, para un afecto de hermano. "Y" disgustado de la exageración temeraria o ridícula a que tan fácilmente propendían los cariños y los odios en su corazón, caminó algunos pasos en silencio.

Mas fué ella la que vino a darle la razón, invitándole audaz a terminar su idea.

—¿Qué? ¿Qué afirmas?

Audacia de un segundo, de un instante no más; audacia de mujer que confía escapar hundiéndose rápida en el disimulo; pero le bastaba a Luciano adivinar que le había adivinado Flora, y una alegría infinita le agitó mientras prosiguió tranquilo y torciendo no menos hábil su pensamiento para ahorrarle la huida:

—Que me iría mejor que a Ceilán a París, por ser París y por no irme tan lejos.

—¿Tan lejos de dónde?

—De aquí, ¿sabes?

No insistió la joven. Comprendió también que debía deslizarse de aquel empeño de la conversación, y tras un silencio dijo, con volubilidad admirable:

—Es verdad. El París de las novelas, que yo vería de buena gana: el Bois de Boulogne, los boulevards a la salida de los teatros, las afueras, el Sena... Visitaría en seguida la Opera Cómica, para figurarme que en un palco estaban Margarita Gautier y Armando.

—¡Tienes razón! Parece que han vivido. ¡Qué fuerza de realidad tiene la mentira a veces!

—Como que juraría yo que conozco más a Pepita Jiménez que a mis compañeras del colegio. ¡No sé cómo haya quienes no gustan de la novela!

—Son los tontos, los incapaces de convertir alero en novela su propia vida. ¡El secreto de la felicidad! Engañarse lo más posible dorando lo trivial y tosco!... Castillos en el aire derrumbados a cada instante; pero, como quiera, el placer y el sufrimiento, distan de ser el tedio de un idiota. A una ilusión marchita, otra ilusión; una mentira hermosa, a otra descubierta. ¡Valiente cosa sería la vida sin la imaginación, esa loca, que dicen Las gen tes prácticas!

Repentinamente se plantó la borrica, enderezando la« orejas.

Se sintió el retemblar de un tren a todo escape. Era el correo ascendente, cuyas farolas rojas corrían en la oscuridad del valle. Por unos minutos miraron Luciano y Flora el penacho de humo, que parecía de llamas en la chimenea, la lumbre de la locomotora y las filas de luces de las ventanillas. Luego se le oyó silbar, desapareciendo en algún desmonte, para meterse allá bajo, en las entrañas de la sierra.

—¡Qué hermoso!—exclamó Flora—. la Madrid!

Caminó un rato con la cabeza vuelta al punto por donde el tren se había perdido.

Luciano pensaba con orgullo en cuán fácilmente se apoderaba de la curiosidad y de la atención de aquel espíritu de niña. Veleidades y auroras de mujer por él despiertas. Sentía bien que le causaba a Flora una cierta atracción de peligro, una admiración de hombre que llevaba un poco el mundo en sus misterios de galantería. Dentro de cuanto posible era para el pasional ser instintivo que se guardaba en la chiquilla indolente y candorosa, Flora, con ingenuidad perfecta, complacíase en aventurarse a leves coqueterías con él: por él impulsada insensiblemente, y por el solo placer de probar “con el maestro” su talento y su gracia. Y “el maestro” se daba cuenta de que de esto mismo tenía, a veces, plena conciencia Flora, sintiendo ella entonces miedo momentáneo—porque tampoco cabía dudar que la gran delicadeza de la jovencilla constituiría el cerco infranqueable de sus sentimientos y de su curiosidad... Una confianza, en fin, depositada por el desinteresado cariño de la rubia gentilísima en el talento y la discreción de su cuñado, a la cual haría éste mal en no corresponder discreto y generoso, despojándola de falsas interpretaciones. ¿No debería ser así la verdadera amistad? ¿No se podría hablar, sin hipócritas cortapisas, de todo, con franqueza seductora, entre dos corazones sin egoísmos?

Reanudó Flora la conversación acerca de la vida del pueblo, por contraste. Le envidiaba por estar en capitales siempre.—Según había podido observar Luciano, se aburría la gente en Alajara. Potentados con un centenar de ovejas, para morirse de hambre; se levantaban y se iban al casino; comían y se iban al casino; cenaban y se iban al casino. Señoritas que iban a la iglesia, que se casaban a los veinticinco años y que se morían después de haber criado sendas docenas de muchachos para que fuesen al casino también a seguir viendo correr las moscas entre las tazas y el periódico, a jugar un tute, a perder un duro a la banca o a beberse unas botellas de montilla—exactamente igual que sus padres y sus abuelos... ¡Si a él le obligasen a imitarlos... se pegaría un tiro!

—Tú al menos—concluyó, afable—tienes un rincón donde soñar, una especie de jaula mirando al campo, hasta la que esos trenes y esos barcos que ves sin cesar con el anteojo te traen ilusiones del mundo de las novelas. Así, tú sabes que hay donde se bosteza, aunque se ría o se llore; ¡que la tierra es más grande que estas montañas!

—¿De qué me servirá saberlo si no he de salir de aquí?

—¿Y qué importa? La vida se parece en todas partes. Ya hemos dicho que la cuestión está en tener un alma capaz de embellecerla, y tú la tienes. Además, Flora, tú puedes salir de Alajara, donde no encontrarás... nada soportable siquiera. Ven con nosotros.

—¿A la India? ¿Tan lejos?

—A cruzar el mundo, a tomar posesión de él. ¡Eres muy cobarde... y de los cobardes nunca se...!

—¡Bah! No. Yo sería capaz. Créelo.

La singular decisión con que Flora clareó la pena de estas palabras impresionó a los dos, sumiéndolos en un nuevo silencio, reflexivo y doloroso.

Llegaban a los callejones, entre las tapias de los huertos, que lanzaban al camino sus curvas de sombra a la luz expirante de la luna. La noche era de una serenidad dulce y triste. Ladraban los perros. Sonaron débilmente las campanas de la iglesia.

—¿Qué hora es?—preguntó, desde atrás, Augusta.

Miró Luciano su reloj a la luz del cigarro.

—¡Las ocho!—gritó—. ¿Y Pipín?

—¡Aquí estoy, papá!—contestó el niño.

Ya no hacía falta que Flora le tirase del ronzal a la borrica, más tranquila por el largo viaje. De sujetarla tenía la mano dolorida, por la soga de cáñamo.

—¡Cuidado! A pie dos o tres leguas... ¿No te cansas?

—No, nada...

Poco después volvía a hablar la gentil muchacha, con aquel abandono en la armoniosa voz.

—He leído tus artículos. Todos. Escribes muy bien... Cuando se leen cosas tan bonitas, da rabia que no sucedan más que en la imaginación de quien las escribe... En esto don Gil tiene razón: las novelas hacen creer a las tontas como yo en otra vida imposible. Y se sufre.

—¡Ah!—exclamó Luciano—. ¡Lo que se imagina puede realizarse!... Más aún: no puede imaginarse bien lo que no se ha realizado. Se engaña don Gil, no tú. Sólo que para realizar lo novelesco es preciso una sensibilidad que no tienen muchos, y éstos ni sienten la delicadeza de los escritos siquiera, y creen que los escritores son una raza de locos simpáticos vagando entre fantasmas.

—¿Luego se puede hacer de la vida una novela?—interrogó Flora con curiosidad que tocaba en angustia—. ¿Pueden suceder escenas como la que describes en el muelle de Santander, despidiéndose un amante de una mujer, a medianoche, viéndola ir medrosa y sola por la calle larga, envuelta en el abrigo de seda, alejándose para siempre y...?

—De esa mujer tengo el retrato.

—¡Ah!—dijo Flora, sorprendida.

Luciano se arrepintió inmediatamente de la confesión que, irreflexivo, hiciera, en su oportunidad de presentar un argumento incontestable.

—Y ¿por qué lo tienes? ¿Eras tú... quien la despedía?

—No. Una amiga nuestra, ¿sabes?—repuso, confundiéndose.

Tras un corto silencio, Flora añadió con perversa sutileza:

—En fin, veremos ese retrato... Se lo pediré a Amparo.

—¡Qué mala eres!... Amparo no la conoció.... no la conoce...—Y dando una virada a la conversación, porque se enredaba, continuó:

—Te iba diciendo que apenas hay nada bueno escrito que no se base en recuerdos. ¿Has leído el Werther?... Es una historia personalísima de su autor. Un amor suyo en Wetzlar, de Carlota Bulf, la prometida de un tal Kestner. ¿Recuerdas aquella pasión loca, desesperada, ideal, inmensa? Fué la del poeta. La misma que sentía por él Federica Brión, que, en su abandono, contestaba que no podría pertenecer a nadie la que había sido puesta demasiado alta al ser amada por Goethe... El Werther produjo en la juventud alemana tal exaltación romántica, que el suicidio por amor se extendió como una epidemia, y se le llamó wertherismo.

—¿Se suicidó Goethe por Carlota?

—En la novela. Un suicidio de su corazón.

Flora quedó pensativa.

—De cualquier modo... han cambiado los tiempos. Hablan las novelas hoy de las mujeres casi con desprecio. Los hombres son en ellas demasiado egoístas... y quieren de un modo particular.

—¿Sabes que tienes talento, Flora?—dijo Luciano, que se engreía en su vanidad de observador al ir descubriendo los rincones de un espíritu por él sospechado grande.

—¡Batí! Es que da rabia leer esas novelas, donde parece que no hay bajo los trajes elegantes más que hombres y mujeres sin delicadeza—murmuró ella, desentendiéndose, hábil, del elogio.

—Sobre todo, mujeres... si te has fijado bien. Los hombres... todavía se ven entre esos personajes con sonrisas amargas en la boca. Es decir, con el dolor disfrazado de indiferencia que se llama humorismo. Tú has leído a Bécquer y a Campoamor: la ironía tranquila y profunda de estos dos poetas es lo que con más o menos intensidad, y en forma más o menos simpática, se reparte a los hombres de talento, haciendo, de unos, cínicos; de otros, escépticos, y de todos, desengañados del amor. Y ¿sabes en qué consiste?... Sí; tú eres capaz de comprenderlo... En que las mujeres, que no tenían la sensibilidad desarrollada en los hombres por la cultura, sino la del sentimiento idealizado por la religión, al irse perdiendo ésta, se van transformando en hembras, sencillamente. Les falta... el cerebro, que no tuvieron nunca, y además el corazón ahora; y los desdichados hombres, que siguen teniendo éste porque conservan la cabeza, se vuelven locos sin encontrar mujeres y sin saber por dónde vendrá el remedio. Entretanto, ocultan su dolor aparentando reírse de todo y hasta de sí propios.

A pesar de la creencia de Luciano, Flora sólo había entendido bien aquello de “que las mujeres sin creencias valían menos”, y se limitó a contestar:

—¡Andaaa! ¡Pareces un beato!

—O volver a lo antiguo, o ir pronto a lo modernísimo, a hacer de las mujeres una especie de hombres en cuanto a su ilustración; a lo que ya se hace en Norteamérica, en Boston, sin que resulten marimachos, como se empeñan en decir por Europa los graciosos y los estúpidos.

Demasiadamente generalizaba Luciano, sin notarlo, por una chiquilla. Flora quiso volver la conversación a la esfera de su alcance, halagada, no obstante, de encontrar que su cuñado la juzgaba excepcional y a la altura de tales filosofías. Por replicar algo, a fin de dar mayor apariencia de aplomo a su comprensión, hízole notar que, sin embargo, las tres más beatas del pueblo, Luz, María Montilla y Magda, eran las tres... más coquetas. El respondió que la beatería vale menos que la increencia franca, porque esas mujeres de las novelas francesas tienen siquiera conciencia clara de que sólo engañan al mundo, y no rezan al acostarse pidiendo a Dios perdón por los pecados del día y los del siguiente. Luego concluyó con una indicación que había estado muchas veces a punto de decirle a Flora:

—Yo que tú, no tendría por amiga a Magdalena.

—¿Por qué?

—Porque no. Hablan de ella horrores.

Estaban a la entrada del pueblo. Y Flora, que iba cansada de la borrica, la paró, deseando apearse para atravesar a pie las calles, pues caía al otro extremo el hotel. Luciano fué a bajarla por la cintura; ágil y rápida, le alargó sólo una mano, sujetándose con la otra la ropa al saltar.

—Flora—suplicó él de prisa, viendo que se acercaba Augusta—, no vayas a pedirle a Amparo el retrato...

—¡Hijo, no soy tan simple!—murmuró sonriente. Y al soltárselas, se estrecharon sus manos como en un pacto de confianza mutua. Pero Flora se había pinchado:

—¿Qué tienes ahí?

—Tu horquilla.

Del diestro se llevó las dos jumentas el tío Merino por el arrabal. Flora, Augusta y Luciano, con el niño delante, cruzaron el pueblo. La luna parecía más clara en las fachadas blancas.


El cansancio de la jornada se notaba ahora. Pipín apenas llegó, se había dormido. Todavía a las diez, en la espaciosa sala, donde nadie se cuidó de encender las lámparas, estaban desplomados por el sofá y las butacas Flora, Amparo, don Gil y Luciano. Augusta y Marcelo se decidían a levantarse, fatigadísimos, aunque únicamente entraron de paso a descansar. El fresco de las ventanas abiertas caía como un alivio sobre las frentes abrasadas por el sol. No se pensaba en cenar, después de aquel hartón para cuatro días. De allí a la cama.—Comentábase perezosamente la jira, en que todos se divirtieron mucho. Marcelo perdió los botones de la camisa, que le arrancarían Luz y Magda cuando el jarro de agua; Camilina un pendiente, que no pudo encontrar su madre... Y en este capítulo de pérdidas anotó Flora, con intención que advirtió Luciano, la mayor parte de sus horquillas, estando, sin duda, en el columpio.

—Lo siento por las de concha—decía, palpándose el pelo—, que no las hay aquí. Dos me faltan.

—¿Cómo son?—preguntó Augusta.

—Como éstas. Una de cada clase.

Para dárselas, las tomó Luciano, que estaba entre las dos amigas.

—Sí. Las hay en casa de Martín—manifestó Augusta, reconociéndolas al tacto.

Se trataba de unas peinetillas de tres púas, con que Flora gustaba ahuecarse el peinado. Luciano, al devolverlas, se quedó con una, dispuesto a dársela si la pedía. Flora se calló.

A las diez y media, dominando ya a todos un silencio precursor del sueño, despidiéronse don Gil y los dos hermanos. Doña Salud despertó a Amparo, que se fue a su cuarto trazando eses, de puro dormida,—Y poco después, a la luz del comedor, sirviéndose y sirviendo a Luciano un vaso de agua, de pie ambos, Flora le decía muy quedo, en tanto que su madre cerraba un chinero, sonando las llaves:

—Te quedaste con mi peineta, ¿verdad?

—Sí—contestó él imperceptiblemente, recogiendo con ansia aquella mirada profunda y larga.

Bebieron. El vaso le temblaba a Luciano entre los dedos. Un fuego le iba templando dentro el agua fría.

—Vamos, Flora—indicó doña Salud, empezando a subir.

—Adiós. Hasta mañana—dijo la encantadora chiquilla, con una voz dulce como una caricia. Y murmuró al separarse:—Mañana me enseñarás el retrato.

—Que descanses—contestó, aturdido, Luciano. Y con la mano en el bolsillo, empuñando la peineta, se quedó viéndola ir, vaporosa y leve en el traje de batista, llena de dorados reflejos su cabeza rubia.

—¡Adiós!—repitió ella desde el arco del pasillo. Y desapareció, enviándole una sonrisa inefable, una sonrisa angelicalmente cruel, terrible de dulzura.

Sacó Luciano las horquillas y las contempló incesantemente. En seguida se tumbó en el sofá, y allí se estuve con los ojos fijos en las lámparas, hasta que una criada cerró las puertas.

Entonces se fué a acostar, mirando en las tinieblas del pasillo la escalera por donde había subido Flora.

IV

A la hora justa de dormido, despertó Luciano.

No pudo reanudar el sueño.

Se puso a fumar.

¡Qué atrocidad!... ¡Pues no había creído en un resplandor ver a Flora con su sombrilla azul encima de la borrica, nada menos, al lado de la cama!... Alucinaciones... La contempló tanto todo el día, radiante con su traje claro, que conservaban las retinas su impresión como la de una llama fuerte.

Y la veía, la veía, silueta de luz, como las figuras de marfil, matizadas de colores suaves sobre el negro maque de las tablas japonesas.

¡Misterio del alma!... ¿Era incomprensible su carácter porque no teniéndolo, como los niños, se la definía por circunstancias momentáneas, o eran sus condiciones calculadas discordancias de un espíritu complejísimo de mujer sagaz?... Problema para el observador artista. Flora le mareaba. Aparecíasele cada día recorriendo la escala insensible que va desde la candorosa adolescente a la consumada y diestra coqueta. Cambios rápidos de gran actriz, si obedecían a la voluntad; transiciones sutiles, disociaciones, a veces, de la voz y el pensamiento, del aspecto y la acción, que no se dan más que en la incongruencia de los chiquillos o en las exquisitas artes de las mujeres experimentadas. Cuando, reservándose de su madre, impasible la cara, le había preguntado: u¿Te quedaste con mi peineta?”, su tono fué, o pareció ser, el enterado y conforme de un secreto dulce.... y entonces...

Dió una vuelta en la cama, violento, rechazando conjeturas... Y quiso pensar en su trabajo abandonado, que tan animoso hubo de empezar... “¿Por qué no escribía ya? Mas esta pregunta llamó a otras, y le acosaron tantas en seguida, que vaciló su atención, igual que entre un cerco de perros a morderle: “¿Por qué buscaba a Flora?... ¿Por qué a su lado le molestaba la gente?... ¿Por qué soñó con ella dos noches? ¿Por qué despertaba tras el cansancio del día para pensar en ella? ¿Por qué había temblado junto a Flora al beber?...” Esto último le mortificó. La vanidad herida. No recordaba haberse turbado jamás ante mujer alguna. ¡Y aquella chiquilla!... He aquí las cuestiones que le hostigaban allí en la oscuridad, oyendo el respirar profundo de Amparo, dormida, y el cantar de los gallos en los corrales.

Verdad es que todas las preguntas tenían una breve y sola contestación.... una sola.... una...

Nuevamente cambió de posición bajo la sábana, brusco, para sacudir necios supuestos. En definitiva, no le inspiraba más que simpatía la niña inteligente y mimosa, que por otra parte estaba llena de defectos, de un egoísmo sin fin... Por lo pronto, si fuese cierto el testamento (después de las observaciones de estos días, no dudaba que ella era hija de don Gil), resultaba terrible acusación de mala hermana contra Flora consintiendo el despojo de Amparo en su provecho. Prendiéndose a tal idea, que siempre le encendía la ira, se dedicó a descubrirle y a exagerarle a la joven sus malas cualidades, por alarde de independencia, pues era el dominio de sí propio lo que no quería perder jamás, y parecían pretender caer sobre él, avasalladores, los méritos de la muchacha. ¡Oh, sí! ¡Un egoísmo infinito! ¡Un instinto de superioridad orgullosa nacido en el aristocrático convento y oculto en la aparente humildad y resignación monjil aprendidas también de las profesoras! ¡Una niña preparada a la ambición y a la doblez cerca del hombre inicuo y funesto que destrozó, primero la honra de la familia, y luego el cacapital hecho, pensando en Amparo, por su padre, en Amparo más que en Flora, muestra para él de traición y tal vez causa de la demencia que al volver de Asturias le arrebató la vida!

Buena hasta lo inverosímil, era lo peor, en medio de infamias tantas, que Amparo profesaba a don Gil mayor cariño que su misma hija. Acostumbrada desde la infancia, desde que don Antonio estuvo ausente, a ver quedarse a don Gil cuando la acostaba una criada, se familiarizó con aquella presencia extraña en su casa, sin tratar de explicársela; y de que pudo, ya su gran corazón no le permitió odiar. Quería al señor que la trataba afectuoso; y puesto que nadie en Alajara (¡qué especial moralidad!) retiró su aprecio a la familia a pesar de conocer la historia, sino que, antes bien, parecía doña Salud sumar para las gentes la consideración de don Gil a la que ya disfrutara de su marido, Amparo no pudo apreciar el mal que la habían hecho más que en la amargura que le llenaba el corazón con el recuerdo de su padre. Le hubiera sido difícil averiguar si quería a don Gil porque don Gil quería a su madre, o si quería a su madre porque ésta quería a don Gil la tal punto el hábito y su bondad y avidez de afectos fundieron el amor filial y el «mor al buen amigo de siempre que la ¡había cogido en las rodillas para recortarle muñecas!

Reflexionaba esto con rencor a la candidez angélica de su mujer, al impudor de su suegra, a la hipocresía de don Gil y hasta a la transigencia servil de un pueblo donde se perdonaba a los altos y se castigaba con saña a los humildes. Si Alajara, en primer lugar, hubiera hecho justicia a la pública conducta de doña Salud, él habría podido “enterarse a tiempo” y calcular si la bondad de Amparo merecía o no que ese echase encima el deshonor entrando en la familia. Probablemente, sí—que Luciano tenía acerca del honor, no condescendencias, sino idea muy caprichosas, y Amparo harto valía saltar el necio qué dirán; pero, de cualquier modo, el derecho de resolverlo libremente se lo quitó con su complicidad el pueblo, y esto le indignaba un poco.

Cuando él sospechó “la historia”, ya amaba a Amparo, a quien conoció entre gentes de estima; es decir, entre las elegibles para un hombre de pundonor, aun suponiéndole sin las opiniones amplias del ingeniero en muchas cosas. Diéronle a ella media docena de trapos, por dar espléndido, y él la llevó lejos, con ánimo de no pisar Alajara en la vida—pues antes que el fondo, la forma de aquel enredo de doña Salud y de don Gil le repugnaba. Siempre que Amparo le habló de ellos, Luciano se irritaba contra, don Gil; y más al considerar que aquel hombre, con su dinero, le sacó de los apurillos en que su propia irreflexión económica y la de su mujer le ponían. Resistió tener que agradecerle nada; sólo que la imperiosa necesidad por una parte, y por otra el admirable y respetuoso cariño de Amparo a don Gil, acabaron venciéndole, al extremo de haber vuelto y hasta encontrar simpático su temperamento de artista, si no la ahondaba su pensamiento de filósofo, esta bohemia del hotelillo. Los seis años de ausencia no consiguieron agotar la repulsión que le inspiraba especialmente un personaje: don Gil.

Y estallaba esta noche, en el insomnio irritante del día de fatiga, obsesionado por la imagen luminosa de Flora, que representaba la pasión del alma de don Gil, y por lo mismo la inocente causa del daño a Amparo; o lo que venía a ser igual: a los hijos de Amparo, a sus hijos, a él mismo...

¡Se le aparecía Flora esta vez blanca y triste como fatal víctima de venganza! Herirla sería herir a don Gil en el corazón; y a doña Salud... no en el corazón, pues no tenía ni para Flora sentimientos de madre, sino respeto?, como a cosa estimada por el amante; pero sí en el orgullo, en la vanidad de hembra que no habría sabido cuidar lo que su hombre adoraba—lo único quizás por lo que lo retenía aún, ya mostrando las arrugas de abuela a través de los afeites.

¡Pobre Floral... Si la venganza que el odio a don Gil merecía deseara realizarla el demonio humano que se agitaba en Luciano a cada injusticia, desde que no contaba con demonios del infierno, ¡cuán fácil le fuese envenenar el alma de la chiquilla destruyendo su felicidad, preparada tan cuidadosa y miserablemente! ¿No pretendían haberla? todo trance y a toda costa una mujer dichosa, disponiéndola muy mal, por cierto, para una dicha burguesa cuyo fundamento debía ser la resignación?... Aspiraba a casarla don Gil con su sobrino Daniel del Pazo, proporcionándola de un solo golpe doble capital aún tranquilidad en aquella familia de “severos principios” y la cierta sombra de nobleza de dicha familia hidalga, la suya propia, ya que no llevaba su nombre Flora. Una suerte de restitución, en este empeño, pues diríase que para don Gil, en su fondo de descendiente de aristócratas, constituía gran martirio una hija sangre de su sangre con el apellido vulgar de Vallés, en lugar de Ibarra y Pazos de Valdeiglesias que le pertenecía... Y quizás sólo por subsanar tal desdicha, el apellido Vallés iría como signo bastardo a inscribirse en la torre feudal de poderío e influencia cuyas almenas eran en el pueblo los Ibarras, Pazos, Viniegras, Valdeiglesias y Júver, mezclados y entremezclados con tradicional pureza a rastra de los tiempos. Para hacerla digna de semejante honra, la enriqueció don Gil con lo suyo y lo de Amparo, a seguida de educarla entre nobles como limpiándola del contagio plebeyo de su madre y su medio hermana, a la que el conspicuo señor acaso despreciaba secretamente.

Ahora bien: con menos trabajo y maldad, aprovechándose de la confianza de Flora, destruiría Luciano en un mes, si le pluguiese, el plan de muchos años—sin más que avivar la fantasía de la niña haciéndola aborrecibles los Pazos, Viniegras y Júver de la parentela, la vida tosca y Alajara toda. Y después, si obediente al padre o ambiciosa se casaba con Daniel, el pecado tendría por penitencia la desilusión, cercana al riesgo de la fidelidad conyugal, y desde luego lejana de la placidez objetiva de don Gil; y si no se casaba con Daniel ni con nadie del pueblo, sino con alguno digno de ella, mejor para ella, que lo merecía, y peor para el mezquinísimo proyecto. Del de Luciano, en cambio, quedaría siempre el favor hecho a Flora al descubrirle los vastos horizontes de la vida, vengando de paso a su hermana con la derrota de don Gil, quien claro está que no concebía honores ni venturas fuera de los acaparados en el círculo de las cincuenta o sesenta, personas de su casta.

Si así no fuese todo esto, Luciano lo imaginaba, a lo menos, con clarividencia de observador que en leves datos vislumbra la trama entera. Y quizás por su generosidad ribeteada de antipatía a don Gil era por lo que desde el primer día, instintiva e imperiosamente, habíase complacido sosteniendo con Flora conversaciones llenas de sindéresis. No la hablaba como a una ohicuela: la sembraba la imaginación de ideas que habrían de florecer más o menos tarde al calor de las pasiones; la iniciaba en secretos de la gran vida del corazón, a favor de la infinita curiosidad de aquel espíritu que se abría a la existencia contemplándola desde el borde con ansias locas.

La solución, por tanto, a los múltiples problemas que hostigaron a Luciano en sus horas sin sueño se condensó magnífica: “Había encontrado un alma que arrancar a bajas ambiciones, un alma que cultivaba él, analista incansable de caracteres—igual que tropieza un músico a un muchacho con excelente voz y!o educa y lo transforma en cantante. Su afecto a Flora no reconocía otros móviles, y en su impulso, además, sin que lo envileciese, palpitaba con respecto a don Gil algo de daño que le complacía.”

Y calmado al fin, lo mismo que si su desvelo estribara en la urgencia de meditar su conducta de los anteriores días, del último sobre todo, quedóse escuchando los gallos, que volvían a cantar respondiéndose de corral en corral; miró la luz del alba, que rayaba de claridad las rendijas de la ventana, y cerró los ojos, logrando dormirse, boca arriba, con el paladar amargo y seco de fumar, con una visión delante de Flora, vaporosa y gentil, que le sonreía...


Rato después se levantó Amparo, por no perder su costumbre de madrugar, reconquistada al llegar al pueblo; se vistió a oscuras y salió de puntillas, cerrando con sigilo la habitación. Ella misma tuvo que desperezar a las criadas; y cuando terminó de arreglar a Pipín, que la llamó a voces, ya se encontró en el portal a doña Salud, rodeada de calderas, junto á la fogata de leña en que sobre grandes trébedes hervía la de sosa. El jabón para el mes. Retrasó algunos días su manufactura la confección de pasteles y dulces de la pesca. Amparo dedicó la mañana a aprender, porque el jabón costaba caro en las poblaciones.

A las doce empezaron los niños a pedir de comer; y como hora y media más tarde no daban señales de sí Flora y Luciano, respetaron sus sueños profundísimos. Comieron sin esperarlos, imponiendo silencio a las criadas cuando pasaban cerca del dormitorio de Luciano; y por ellos dos obsesionadas mimosamente, de ellos charlaban todavía a los postres, mostrándose satisfechas de la buena liga en que venían observándolos; esto las contentaba tanto más cuanto que cada una temió, tal vez, la frialdad de trato en esa temporada juntos, dado el carácter misántropo de Flora, cuya vida podría creer ella misma perturbada con “los forasteros", y la simpatía escasa que el hotel inspirábale a Luciano, traído a la fuerza.—Al ver que se engañaban en sus recelos, no del todo vanos, felicitábanse de aquella cordialidad: doña Salud, con alegría de regenta de fonda que halaga al dueño por haber recibido gente grata al huésped predilecto, y Amparo, porque creía ver borrarse cada vez más la mutua prevención entre don Gil y Luciano por la amistad desde el primer momento estrechísima de éste y Flora.

—La verdad es que con él ha bajado Dios a ver a tu hermana.

—¡Digo! Pues, ¿y Luciano con ella?... Menos mal que se distrae, porque si no, aburrido a los tres días, ya estaría pensando en largarse.

—Debíais estar más tiempo.

—Ya veremos. Queda un mes.

—Hasta que Flora aprendiese a pintar. Don Gil quiere, porque la chiquilla se aburre espantosamente y apenas sale. Con la pintura iría al campo. Hemos encargado su caja.

—Sí, aprenderá.

—Con tal que no le dé por volver a escribir y lo abandone... ¡Tu marido se cansa de todo!

Así continuaron largo rato, hasta que la madre se fué a echar la siesta en el sofá de la sala, para no molestar a Flora, y Amparo con los niños al piso alto, al dormitorio de éstos. Doña Salud profesábale a su yerno antipatía invencible. Era el tal Luciano el primer hombre que no se había mostrado adulador de la belleza o del talento. ¡El primero! ¡El único!

Quedó solo el comedor, fresco y sombroso, con el misterio y los aromas de jardín que le daban las grandes macetas de amaranto y de azucenas, y con dos cubiertos en la mesa, sobre servilletas, que puso Clotilde luego de quitar el mantel, mientras Dámasa barría las migajas. Cerradas las puertas a los extremos del pasillo, no entraba al cuerpo de la casa más luz que la que descendía por la chimenea, trazando una faja azulada en la gran piedra del suelo, y el oblicuo centelleo que se reflejaba en las altas bóvedas desde una ventana entornada en la saleta. Un gato blanco dormía tendido sobre las baldosas. No se oía el menor ruido en el hotel.

A las tres se presentó Luciano, y Clotilde le anunció que comería también la señorita Flora, ya acabando de arreglarse.

—Tardará mucho.

—No, señorito. Está vestida.

Luciano se sentó:

—Ve a preguntárselo.

Fué innecesario; bajaba Flora, que le saludó, yendo a colocar un ramo de rosas en el aparador.

—¿Vamos a comer... solos?—dijo luego con timidez al sentarse enfrente—. Pero ¿es que no se han levantado todavía?

—Que han vuelto a acostarse, señorita.

Concluyeron la sopa en silencio, contemplados por Clotilde, de pie a pocos pasos, ceñida por el delantal blanco y encorsetada y compuesta como siempre. Pensaba Flora que desde que llegó esta muchacha prefería su servicio al de las otras. Una doncellita lista y aparente para ella.

Cuando salió con los platos, dijo Luciano, a quien violentaba el silencio:

—Comes poco.

—No tengo gana.

—Verás.

Se levantó.

—¿Qué?

—Te oí que te gustaban los pickles y anteayer los vi en la fonda de la estación y te compré un frasco. Está en mi despacho.

—¡Ah!... Oye.

Se detuvo Flora, y añadió:

—Trae de paso el retrato.

—¿Qué retrato?

—El de... tu amiga de Santander. Sí, tráelo.—Insistió con la voluntariosa firmeza de una orden, viéndole sonreír y encogerse de hombros.

Luciano trajo el frasco de pickles y el retrato. Dió aquél a Clotilde, que había vuelto—para que lo descorchasen en la cocinilla—, y el retrato a Flora, que lo sometió a verdadero estudio. Mientas la servía, la observaba un vivo interés. Se había puesto seria.

—Esta mujer sería guapísima con las facciones menos ondeadas. Se parece a Julia Sabater, ¿sabes?.... una a quien llamábamos en el colegio la firma de Sor Lucía; porque, hijo, como ésta tenía Julia la barba, la boca, la nariz, la línea de los párpados, lo mismo que si los hubiera trazado el rasguear de pluma inglesa de la mere... Un semblante empalagoso, de puro dulzón, con tanta curva... Y, sin embargo, es aún más bonita que la que describes en tu cuento.

—¡Come!—dijo Luciano sonriente, sorprendido por la certera observación.

—Presumo que no te enfadarás...—continuaba ella, fija en el retrato, como fascinada y con un poco de rabia.

—¡Yo!

—Es una cara cargante, de preciosa que lo sabe, que dan ganas de romper la fotografía...

—¡No la rompas!—exclamó Luciano, viendo el ademán.

—¡Decirlo nada más!—replicó Flora con un viso de tría amargura que impresionó a Luciano. Y le alargó el retrato ceremoniosamente.

Los dos quedaron muy graves, procurando disimularlo bajo forzada sonrisa.

El cogió el retrato de pronto y lo rasgó sin violencia, guardándose los pedazos.

—¡Ya ves qué me importa!

Y añadió, disculpándose:

—Pero un retrato, sólo su dueño tiene derecho a destruirlo, a menos que...

Volvía Clotilde con la concha de pickles.

Flora, sofocadísima, no dijo una palabra. Comprendió su imprudencia y la aturdía el temor de la significación que él hubiese podido darle.

Distraídamente comía mucho; tenía en la mano un ala del pollo que acababa de servir la niñera, y habló con ésta un rato por sentirse acompañada, pues la invadió una inquietud que casi le hacía temblar.

Durante lo demás de la comida no le dirigió la palabra a Luciano, que no intentó hablar tampoco.

Era tirante la situación. En la hostilidad del silencio, ella acabó perdiendo la conciencia de dónde estaba. Parecíale raro el amplio comedor lleno de llores, con la gran mesa a que se encontraba sola con un hombre amable y cortés, como un extraño, asistida por una muchacha fina y bien vestida, como la vistosa camarera de un hotel. Hasta la comida, hecha con los fiambres y pasteles que sobraron abundantemente de la jira, contribuía a fingirle la impresión de un alejamiento definitivo y repentino de sus cosas y su vida—de un viaje por sueño, con parada en cualquiera de las hosterías de playa que había visto descriptas en las novelas francesas... Sí, algo de novela alrededor, en el silencio y calma de la siesta—algo que la turbaba, que la atormentaba deliciosamente, en completo olvido de su madre, de su hermana, de don Gil.... del pueblo entero, del cual se creía a mil leguas. Levantándose y abriendo las puertas, hubiérale sorprendido hallar su jardín y aquella larga y desierta calle de Alajara con la sierra neblosa del horizonte por encima de los tejados—más dispuesta a encontrar quizá lagos suizos entre paisajes de nieve o animadísima costa de no importa qué aldea pintoresca de Alemania, donde tomaría el tren a lo largo del Rin, como Maurice y su chère Yú, en amoroso éxtasis.

La contemplaba Luciano a ratos, dejando se absorber por el encanto vago de aquella chiquilla rubia con ojos verdes y boca roja, como la sangre en la faz, que ahora coloreaba la exaltación. También hacía él su novela, pero sencillamente seductora, sin transportarse de lugar—allí, en el comedor, con dejos de poética cocina de Andalucía, junto a Flora, la mimada niña del hotelito, cubierto de seda su busto en la blusa verde de reflejos de talco, y dijérase que hoy mejor peinada y más minuciosamente cuidada en su adorno que otros días. Novela interesantísima, con argumento de dulce amistad, que valía más que muchos amores, y a un capricho de la cual acababa de sacrificar el recuerdo de la pasional mujer cuyos besos le vibraban todavía en la boca... ¡Pobre amante! No era ella, no, tampoco, el ideal por el poeta buscado de desengaño en desengaño, dejándose entre locas cabezas rubias o negras, y entre brazos siempre lascivos, jirones de su alma, Una más, para perderla en la indiferencia, después de quedar un nombre en la memoria y un nuevo desencanto de la vida en el corazón. Pero bien roto el retrato estaba. Morir un recuerdo de anemia y desdén o estrellarse contra un sentimiento gallardo y lleno de poesía, preferible era lo último... Si esta otra chiquilla podía darle el afecto inmenso que anhelaba él... ¡amor o amistad, qué importaba el nombre!

De este modo mezclaba la piedad a la amante de quien se separó no hacía un mes, y la ilusión esplendorosa a la amiga gentil con quien se pasaba los días en embriaguez dulcísima.

—Parecemos mudos—dijo al fin, fortalecido por sus reflexiones—. ¿Me quieres dar el ron?

—Sí—contestó Flora, como si despertase. Y fué al armarito, del que tenía la llave, donde solía guardar sus botellas de jerez para al salir del baño y sus golosinas: bombones de chocolate entre otras, que no le faltaban jamás por los bolsillos.

Serenándole por el tono de su cuñado, se atrevió a hablar, después de sentarse y llenarle la copa:

—Hemos dormido mucho, ¿verdad?

—Para dormir no hay como el campo. Pero... te acostaste a las once... Has dormido de un tirón quince horas. ¿Y tú?

—... Lo mismo. ¡Un disparate!

—No. Yo tardé en acostarme. Cuidé los canarios. Cuando me desnudaba oí las doce.

No pudo callar Luciano:

—¡Ah! ¡Si vieras! Cuando daban desperté. Creí que eran las del día, porque no comprendía que despertase a la hora justa de entrar en la cama. Luego, hasta el amanecer no cerré los ojos. De manera que tú has sido la dormilona, aunque nos hayamos levantado a un tiempo.

—Pues no—insistió Flora, con su tesón de caprichosa—. Estuve despierta tres horas lo menos.

A pesar de su propósito de jovial franqueza, le volvió la seriedad a Luciano.

—¿En qué pensaste?

Y añadió íntimamente reflexivo:

—Es particular eso, ¡tan cansados los dos!... ¿Qué pensabas, di?

—Pensaba... pensaba...—murmuró Flora, esforzándose por aparentar indiferencia—en... ¡no sé qué!... Ya ves, en tonterías, en... todo menos el sueño.

—¿En Angel Luis?

—¡No!—contestó rápida. Y sostuvo a plenos ojos, con ma tenacidad extraña y como a pesar suyo, la mirada de Luciano.

Este, que se dominó mal de un latigazo nervioso, pesadamente apoyó en las manos la cabeza; fascinado, con los codos sobre la mesa y sin dejar de mirarla atentísimamente, dijo despacio:

—Yo... pensaba... en ti. Tú me desvelaste la noche entera. ¡Cuánto me hiciste fumar... y sufrir! Te tuve rabia; pero al saber que no dormías tampoco, te lo hubiese perdonado... como ahora que lo sé te lo perdono.

—¡Oh, una noche sin dormir es muy mala!—murmuró Flora medrosa, ocupándose en remover con la cucharilla el café; y luego se pasaba las yemas de los dedos por los ojos cerrados, que parecía que le iban a estallar y que le raspaban como si tuviesen arena los párpados.

No se atrevía a levantar la vista; pero harto sentía la de Luciano en ella.

—¿Sufrir?.... ¿Sufrir?...—balbuceó al fin—. ¿Qué pensabas de mí para darte rabia?

—¡Pensaba tanto!... ¡Queeres mi amiga apreciadísima! ¡Que cuando me tenga que separar de ti, Flora, voy a estar muy triste, más triste que nunca al separarme de ningún amigo!... Todo lo tuyo me es agradable y lo he llegado a estimar, a querer, a juzgarlo necesario en torno mío: tu cara, tu pelo rubio, tu voz, tu risa, tu música, tu recuerdo... Pensaba que tú te quedarás aquí, que te olvidarás pronto del pobre viajero que se va al lado allá del mundo, y que el hechizo de tu presencia y de tu alma los recogerá otro algún día, otro que no sabrá adivinarte y comprenderte... No te asusten mis ideas—continuó sonriendo y reposando la voz al ver a Flora agitarse—. La amistad, si es grande como la nuestra, puede tener las palabras... del amor...

En un salto eléctrico de los nervios, ella sintió la protesta de un dolor en los labios, que le temblaron. Una queja, un gemido, porque no encontró frases. Y magnetizada quedaron sus pupilas verdes fijas en las de Luciano con espanto.

De improviso movió la cabeza, como si desclavara de los de él sus ojos; volvió a oprimírselos con los dedos y se quedó con la mano de antifaz—mostrando la boca roja entreabierta, que envenenaba de deleite la contemplación muda en que el poeta buscó la confirmación de alteza a sus pensamientos. Al pecho aquel, cubierto de gasas color de agua sobre el verde metálico de la seda, lo agitaba un oleaje de fuego, una respiración abrasada que descubría a la mujer incomparable oculta en la chiquilla mimosa de cuerno ondulante y flexible como una pata...

—No me mires as?, no quiero. ¿sabes?—susurró ella, tras de beber un sorbo de café, intentando distraerse—. Cuando miras así pareces el diablo.

Algo se había recobrado: molesta, sin embargo, nuevamente en el silencio, se levantó con la pesadez que si acabara de despertar, se irguió toda con las palmas de las manos en el talle, en elegante y disimulado desperezo: y deseando la tranquilidad de sus lecciones por las tardes, que entretenían a los dos, al menos, si nada tenían que hablar... o si no querían seguir hablando—llamó a Clotilde.

—A pintar, ¿eh?

Clotilde recogió la loza y limpió la mesa, trayendo después un cuadro y el caballete. Flora iba a pintar por primera vez una tabla, habiendo consistido las lecciones pasadas en ayudar al “maestro” a embadurnar fondos y cielos. Antes que llegara él con la caja, escogió a la claridad de la chimenea el sitio mejor, en forma que quedara iluminado el caballete, y ella a la sombra; pues no estaba cierta de que favoreciese a nadie la luz vertical, a la inversa que las baterías de proscenio en los teatros, donde parecían guapas las actrices, si tenían, como ella, la cara llena y los pómulos salientes.

Trajo Luciano las pinturas, y sentándose al lado de la discípula, le ofreció los tubillos de plomo. Ella los eligió estudiando la marmita, respaldada en otra silla enfrente, y distribuyó los colores por la paleta con mucho arte: Sombra. - Azul. - Siena. - Amarillo. - Cobalto. - Blanco Bermellón. - Rojo de Saturno...

—Este para las tejas.

El modelo era un apunte sencillo de cielo y mar, calmoso éste, cuya transparencia reflejaba la sombra enérgica de un balandro, visto de proa. Playa, en primer término, y a su izquierda una casa de pescadores.

Empezó a trabajar—combinando los tonos con acierto y sin permitir que nada la indicase “el maestro”, por que no dijesen luego que le había hecho el cuadro.


Luciano la veía pintar, en el silencio absoluto de la casa, doblada en la silla, con la cabeza, a pesar de las precauciones, completamente bañada por la claridad de la chimenea, La veía de espalda y podía hartarse de contemplarla, por fin. Desde la sombra parecíale que aquel cabello rubio se inflamaba en sus nimbos como las aureolas de las vírgenes: una aureola de resplandor dorado formada por multitud de cruzamientos de hilos tenuísimos semejantes a los que se ven en las telas de araña o en las lunas de espejo cuando les da el sol. Sobre la paleta de nogal, manchada primorosamente, su dedo pulgar, carnoso y fino, parecía la más delicada combinación de rosa...

Afirmaba un pie, ceñido por el zapatillo de cuero de Rusia, en el travesano del caballete. No dejaba descubrir más que el extremo la celosa falda, plegada floja por las rodillas y los muslos, aplastándose caderas abajo como un cendal. Sin embargo, inclinada la preciosa rubia adelante, cada vez más afanosa, con los brazos encorvados a la altura del cuadro—en que se absorbía con formalidad de artista impresionable—, su cintura se destacaba elástica y fina queriendo estallar en la seda de la blusa y ensanchando las líneas hacia arriba en curvas tentadoras que debajo de los brazos había visto Luciano dilatarse con las inspiraciones. Apoyado en el respaldo de Flora, cerca de su cuello, miraba la piel nacárea de sus mejillas, en que la luz se resbalaba por el vello de melocotón, bajo la capa leve de rosados polvos perfumados con una esencia sutil y melosa como la del pensamiento. Por primera vez, durante esta hora larguísima, obsesionábale la idea de que bajo aquellos tules y aquellas sedas había un cuerpo de mujer lleno de encantos.

Al echarse atrás, brusca, para ver el efecto del cuadro, le rozó su cabello la cara.

Pero no lo advirtió ella; volvió a pintar. Producía en su temperamento sensible cierta absorción seductora la limpieza del cielo y el mar que fácilmente había extendido sobre la tabla con una brocha, señalando después el crepúsculo en faja amarillenta, que esfumó hacia arriba en el azul pálido y transparente.

—¡Qué bien!

Y se reía, lanzando sus carcajadas armoniosas.

—Ahora entra lo difícil. Veamos el barco—contestó Luciano, queriendo reponerse de la muda admiración que le enajenaba.

Fué preciso que le indicara la situación, tirando la línea inclinada de la borda. ¡Basta! En seguida recobró ella su sitio y el pincel y continuó con exquisito cuidado, muy abiertos los ojos, contenido el aliento... No le salía bien.... y borraba, y se empeñaba más, tomando el pincel muy corto en la mano engurruñada, como si escribiese...

Algo perdía el encanto de la obra ante la dificultad que venía a quitarle la ilusión de su facilidad pasmosa. Además notaba ahora que “el maestro” no parecía preocuparse de lo que ella hacía...

Era verdad. Luciano, a fin de observar mejor el diseño del balandro, había mirado de cerca, intrigado al principio por la obstinación y la habilidad de la muchacha, a la cual dirigió vagas observaciones, y cuya cara casi con la suya tocaba... Mas no tardó otra vez su atención en separarse del cuadro—completamente narcotizado por la ola de perfumes desprendida de la joven como si le saliera más voluptuosa y tibia de todo el cuerpo por entre los encajes del cuello, a cada movimiento de la respiración... Ella advertía en su cabeza la proximidad de Luciano, y no tenía ánimo para protestar, ni para retirarse un poco siquiera, desorientada sobre si le ocurría esto por inadvertencia únicamente, y temerosa de que cualquier ademán de huida le revelara su aprensión—que de no ser fundada, pondríala bien en ridículo y hasta resultaría ofensiva. Sin embargo, le temblaba el pulso cada vez más, y durante un cuarto de hora no hizo sino trazar con el pincel rayas gruesas y torcidas, lejano de la obra convulsa de las manos el pensamiento, y absorta, bajo aquel aliento que le encendía el rubor, en meditar con febril ansia lo que ocurriendo estaba, y, sobre todo, lo que había escuchado poco antes.

Quería saber; necesitaba persuadirse de su derecho al rechazo digno de las frases de Luciano y de su conducta ahora si contuvieran una intención oculta. ¿Por qué había de continuar así, como complacida y presa en la maestría de él para decir y hacer las cosas sin dar motivo claro al enojo?... ¿Por qué sutil modo habíale deslizado la palabra “amor” entre sus amistosas protestas? ¿Fué una declaración aquello?...

¡Ah, qué bien habría sabido contestar entonces, seria y digna!... Aunque, si lo era, ¿no le impulsó ella misma con el retrato roto, con la rabia que sin saber por qué le inspiró la belleza de aquella maldita fotografía?... Maldita, sí; aun la recordaba con odio, mientras seguía trazando rayas sin concierto sobre el cuadro y preguntándose si la emoción que creía notar creciente en Luciano, y toda aquella dulce doblez que vislumbraba en sus conversaciones de siempre y más en la de hoy en la mesa, pudieron consistir en fingimientos de ella propia, en ilusiones de su vanidad halagada por la admiración de un hombre de talento y de historia.... o ¡quién sabe si en estar enamorada de él sin que lo advirtiera él mismo!... Lo ignoraba. Adquiría clara conciencia tan sólo de que su error actual tenía infinita dulzura, como si un lago de mieles la ahogase...

De todos modos, prefería saber.... saber... Tenerla así constituía una torpe indiferencia o una crueldad. Esperaba algo, algo tras el silencio abrumador. Sufría. Algo que la tranquilizase; algo, si no, que la permitiera defenderse. Esto debiera adivinárselo el hombre listo: “que por figuraciones, o por lo que fuese, ella no podía resistir más...”

Pero también sentíase morir el joven, entre aromas de mujer bonita, harto de observar a su vez la emoción angustiosa de la rubia hechicera, mirando sin disimulo ya la cara purísima y blanca, la oreja diminuta y roja, velada por la hueca banda del cabello, aspirando el olor de la velutina, tan cerca que le tocaba las doradas hebras... Y debió de ser un mareo. Se inclinó hasta eflorar ron la sien el pelo rizado de aquella otra sien que abrasaba... y cerró los ojos, creyendo en la sensación suave que si tuviera sepultada la nariz en el capullo de una rosa... Cuando los volvió a abrir, la vió encarnadísima, encarnadísima...

De más notó Flora lo que hacía Luciano. Entre sus dedos vacilaba el pincel, y era inútil su violencia por trazar nuevas líneas sujetándole con ambas manos. Imposible. Una serie de brochazos convulsivos que lo estropeaban todo. Quiso hablar y no pudo. Se entretuvo en tocar con el pincel la parte de tabla todavía blanca—hosca la expresión, aguardando siempre, para comprender si iría a llorar, a enfadarse o a suplicarle por Dios no sabía qué misericordia... Sólo que, traidor, percibió entonces en la oreja un aliento de fuego. “¡El habíala mordido con los labios, sin más que cerrarlos, un hilo de su cabello!...”

¡Oh, la pobre rubia adquirió la sensación de la soledad que la rodeaba! Al menos a la mesa la acompañaba Clotilde. Ahora su miedo llegó al colmo. Pensó gritar, llamando a su madre; porque si apercibida estaba a contestar no importa qué cosas que hubiérase Luciano atrevido a decir, y no le habría faltado tacto para la defensa, lo cierto es que no encontraba ninguna contra tal callada audacia. Se echó atrás en la silla, como tronchada, como vencida; arrojó brusca la paleta, lanzando un dolorido grito de enojo que la quedó sin fuerzas, y abandonó las manos sobre la falda...

Era la derrota. El tendió la boca y sintió en un beso mortal, sin sonido, aquella sien que quemaba entre el rizado pelo...

—“¡Eh, mald...!”—Rápida la joven, con otro grito levísimo de protesta a no sabía qué, se levantó, yendo a apoyar el codo en la piedra del hogar, desde donde le contempló rabiosa, ansiosa, clavándose las uñas en la cara... Luciano se acercó lento, la estrechó la cintura, y allí de pies los dos, la besó la dulce frente, la mejilla, con un reposo de sueño...

—Y ahora vete...

Impulsándola con la mano, ocultó él en seguida entre las suyas el rostro sobre la piedra de granito. Ella partió hacia la saleta, como una sonámbula, desplomándose en la primera silla que tropezaron sus brazos extendidos.


Al volverse Luciano, la vió a través del pasillo, en una silla baja de los niños, tan baja que parecía en el suelo sentada como en la iglesia, cruzados los dedos y mirándole insensata con expresión inefable de remordimiento y de amor. Irresistible lo que vió entonces: Flora, irguiendo el busto y poniéndose las dos manos muy abiertas sobre el corazón, retorció su cuerpo cual si el alma se le arrancara y se la enviase toda y para siempre en desesperante sollozo. Adorable gesto, de diosa, de mujer ideal...

Cuando él quiso tal vez ir a recoger el alma y la vida que así se le entregaban en un rapto de pasión dolorida y sombría, ya había desaparecido Flora corriendo escaleras arriba.


Cogió el sombrero y salió de la casa.

V

Al campo... aturdido, loco, en su necesidad de estar solo, de no ver a nadie.

Anduvo hora y media, sin saber adonde, guiado por el deseo de extraviarse. Dejando los caminos por los senderos, llegó a lo alto de la montaña, deteniéndose a la sombra de los olivos, buscando en la grieta de un peñón el aire fresco que necesitaban su frente y sus pulmones. Allí pasó la tarde; desde allí vió el sol ponerse por el lado del mar, entre gruesas nubes de púrpura festoneadas de oro. A su derecha, como rodando ladera abajo, y detenidos por milagro, se mostraba la sucesión de tejados de Alajara, aplastados unos contra otros en las casas mezquinas, todo del mismo color oscuro del ladrillo viejo. La impresión de soledad augusta en el atardecer de la sierra le hizo ponerse en pie para emprender el regreso. Ya de noche llegó al casino, encerrándose en una habitación. Fué un afán por escribir a Flora larguísima carta, llena con el enojo y el fuego de pasión en que se le habían convertido la admiración y el afecto al contacto de un beso, igual que la gota de ácido cambiaba en rojo veneno la incolora disolución de sales en sus ensayos... ¡Misteriosa química de las almas!

Un poco de cariño convencional y frío a la hermana de su mujer; una curiosidad ante la chiquilla caprichosa; deferencias en el coro de los que la mimaban a porfía; atracción de observador por su original figura y por su espíritu; deleite con su música, complacencia con su charla... y ¿de todo esto, un beso, un perfume, pudieron hacer en un segundo la pasión violenta y loca que le sofocaba?

Escribió (hasta las nueve y media, febril, tres pliegos de afirmaciones absolutas, con imperio de amor, de letra pequeña, que se hacía angulosa y convulsiva en los últimos renglones—bajo los cuales rasgó el papel la raya rabiosa de la rúbrica.

Ya habían cenado los demás cuando llegó al hotel. Desde la mesa oía el piano. Sur l’eau; parecía que le llamaba.

Pero no pudo entregar la carta a Flora, que en toda la noche se movió de la poyata de la ventana, junto a Augusta, esquivando la luz con la cabeza contra los hierros y sin desplegar los labios, ya que su amiga y Daniel y Primitivo tenían tema fértil en poner a todo el mundo como un trapo. Daniel, un instante, la creyó durmiendo... “¡Bah, no! No se dormía...” Luciano la espiaba desorientado, y vagaba oprimiendo en el bolsillo la carta como un tesoro y un peligro que le pudiesen robar.

A las once de otro día la esperaba en el balcón del corredor alto, viendo enfrente entrar y salir de los portales a las criadas y a Amparo y a su madre, atacadísimas con el jabón. No había nadie más que ella en estas habitaciones.

La ansiedad del osado amante de tantas mujeres era grande: un aturdimiento de colegial en la primera cita; y es que, sin duda, la delicadeza de la niña a quien adoraba transportábale a las angustias infantiles. Decíale el corazón, acaso, que ésta no podía ser como las otras... y para no precipitarla hasta sus impurezas de hombre, subía él hasta los miedos e idealismos de aquella alma de ángel. Esto le parecía más noble; le inundaba una delicia de juventud. Mas no sabía cómo la iba a impresionar su presencia. En la transcurrida noche, de martirio y de exacerbamiento, para él de pasión, pudo ella meditar fríamente muchas cosas.

De pronto sonó la vidriera. Flora, bellísima, recién acabada de arreglarse, se acercaba. Al verle inmutóse y vaciló entre retroceder o apresurarse, ganando la escalera... Pero se detuvo, mirando desde lejos, en ruego de aflicción, a Luciano, que no se había movido. Sólo entonces, muy despacio, se acercó a ella.

—Toma.

Le presentaba el sobre, con dulce y reposado ademán. Flora, las manos cruzadas en la barba y la cabeza caída atrás, miraba la carta, teniendo en la cara la súplica de piedad de las dolorosas.

—¡No, por Dios!

Pero él, a la vez que ponía la carta en sus manos, le rodeó el cuello con el otro brazo, aplastando a la suya su boca, en un beso que no acertó a evitar Flora.... en un beso que no quería acabarse nunca, mirándole los ojos cerrados por la vergüenza y el placer... Al fin le separó un estremecimiento de la joven, como si los hubiera sorprendido alguien... Y arrugando la carta para escondérsela en el peto, escapó rápida escalera abajo, en fuga de sí propia, de su debilidad, llevando el calor de aquel beso en los labios... Atravesó el jardín y se unió a su madre en los portales. Allí todas se ocupaban en vaciar de los moldes el jabón duro, tallando cubos de las barras con ballestas de alambre.

—¡Hoy sí que se madruga!—le dijeron.

Por esquivar a su hermana (sentíase muy encarnada) se dirigió al extremo del portalón, donde sobre una pila de granito Dámasa sujetaba el jabón para que tirase Pipín del alambre. Contempló la brega del niño un rato. Luego cogió la ballesta y se puso a enseñarle, porque le resultaban desiguales los pedazos. Sostenía la barra con los dedos. ¡Qué bien! Parecía queso, de blando.

—¡Ole! ¡Ole!—gritó Crisanta, la vieja criada sorda—. ¡Trabajando como un león la señorita Flora!

Amparo levantó la cabeza.

—¡Qué milagro! ¡El cielo que se va a hundir, o la torre que se ha caído!

—No durará mucho—dijo filosóficamente doña Salud.

Acertó. Advirtió Flora que olía mal el jabón y que le pringaba las manos; se las enjugó en un baño y se la? limpió en el delantal de la muchacha. Un minuto después se deslizaba por la puerta trasera de los portales.

Debajo de un almendro, que tenía al pie una gran piedra blanca, se sentó al final del extenso huerto, por encima de cuyo bardal veía las pedrizas grises de la montaña. Habíala seguido el gato, que se encorvaba en cortos paseos por la piedra. Por último, se le subió a las piernas, restregándosele contra el pecho, hasta que, mirándose Flora la falda manchada por la tierra de las patitas, le dió un empujón que le hizo rodar... Poco acostumbrado el animal a tal brusquedad, huyó a saltos entre las pámpanas de la viña.

Se quedó ella mirando el paredón ruinoso que la separaba del resto de la huerta y del hotel. Era el hastial, que permanecía en pie, de una antigua cuadra junto a un pozo sin brocal, lleno de hierbajos en la tierra húmeda; sus pedruscos redondos se tapizaban de un musgo pálido, abullonado y suave como una espuma de algas, del cual surgían los tallos tiernos de las hojas de embudillo, redondas y gordas, de un verde polvoroso y blanquecino, parecido al de la col... Analizaba los tonos entornando los ojos, con esa quieta mirada a centro de pupila, peculiar de los pintores. Además, con aquel musgo se adornaría ella de buena gana un sombrero de invierno...

Sacó la carta.

Antes de abrirla sonrió.

El hombre de talento, el escritor, el de gusto refinado, escribía allí por ella y para ella. Como Vera Galuzoski la blonda hija del coronel, a quien había disfrazado de rusa, y como la amante que se alejaba envuelta en sedas por la calle solitaria, ella misma, si quisiera, podría inspirarle una historia... ¡Si quisiera!...

Creyó de pronto que venía su hermana y guardó la mano con la carta en el bolsillo.

Pero no. Ella no querría. Un beso, uno solo, por una vez, era lo menos y lo sumo que podría aceptar de la única persona en quien descubría algo bien diferente de cuanto la rodeaba... y en quien pensaba dormida y despierta, a su pesar. El, por otra parte, hecho a las mujeres de las poblaciones, habría de encontrarla después poco divertida. Le gustaba ella como cualquiera; una aventura más para Luciano, cuyas ideas libres había oído ponderar a don Gil y a su madre muchas veces; y acaso él estaría a todo dispuesto, con el egoísmo brutal de los hombres de sus novelas, intrigado no más por esa novedad de una bravía señorita de pueblo...

Pues se engañaba. No era tan tonta y tan inocente. Si calculó encontrar una simplona de dulzura cándida en que reposar de intrigas difíciles, como gusta un día la leche migada de los chozos por variación de las comidas fuertes... habría de equivocarse bastante. Por lo pronto, la “muchacha sencilla”, sin pedirlo siquiera, había destruido la fotografía de una de aquellas damas romancescas y temibles.

“Cierto que en da? pedazos, que guardó y podían pegarse.”

—¡Ah, el... maestro! Lo trivial, sí. Todo en él juego de habilidad, en que desconsideramente se lanzaba con la hermana de su mujer, como pudiera con una comiquilla, o Daniel con una fregona.—Sino que éste picaba más alto y generalizaba la irresponsabilidad aplicable en Alajara por los ricos a las hijas de los pobres. Orgullo de Luciano. Por el desprecio, se creería un rico entre todo e¡mundo; únicamente a ella, para engañarla y desvanecerla, mostrábale un acatamiento y una admiración dignas de afamado actor...

¡Qué tristeza le dió tal recelo de ficción en Luciano!... ¿Serian mentidas sus palabras delicadísimas, que herían el oído como melodías extrañas; mentida aquella generosidad de corazón y pensamiento; mentida aquella grandeza turbadora de su alma? ¿Sería un Primitivo o un Lolo cualquiera, tan materialote, el que se ocultaba bajo tanto resplandor de idealidad?...

Amargada en dudas, contemplando el espacio azul por lo alto de la tapia, le acudió a la memoria el consuelo positivo del verso que le oyó a él mismo una noche a propósito de si ella se pintaba o no, cosa de que parecía tener interés Luz en convencerle:

Que en vano a competir con ella aspira belleza igual en rostro verdadero.

—¡Ni es cielo ni es azul!—murmuró en voz alta, como un suspiro.

Y rompió el sobre.

“Flora...”

Empezaba sencillamente.

¡Una explicación larga y una disculpa quizás, conformándose también con aquellas locuras de la siesta!

“Flora:

”¿Qué ha sucedido? ¿Por culpa de quién?... ¿Tuya? ¿Mía?... No. De Dios. El lo quiere y nos adoramos. ¡Pobres de nosotros, sin otro remedio que obedecerle! Las almas y las plantas echan igual las flores. Nadie ha visto apenarse a un rosal porque cubierto de rosas amanezca un día...”

La letra de este último renglón era grande, nerviosa, con una irritación de protesta bajo el fatalismo invencible de la idea. Así a lo menos le impresionó a Flora, cuyas anteriores dudas fueron barridas por un temor repentino.

Aquello, desolado y solemne, no respondía al amor juguetón que imaginaba ella, al pierrot que esperaba sobre todo con cascabeles y alegrías elegantes, en la carta de Luciano.

“Juro por ti—lo más sagrado sobre que puedo hacer ya un juramento—que desconocí la posibilidad de adorarte, y que de haberla sospechado en las perfidias del azar, hubiese ido ahogando a éstas mi voluntad, descendida a mi corazón para defenderte.—Hoy... ¡qué puede! Estás, Flora, en mi corazón, en mi voluntad, en mi ser, llenando mi vida de ti de tal modo, que nada siento de mí mismo, de mi existencia, abrasada entera en un beso. ¡Y me parece que soy otro que acaba de nacer para ti por conjuro de tu alma al Dios en que cree!”

Pestañeaba Flora, tratando de abrir mucho los ojos, como si el papel tuviera una profundidad inmensa, desde la cual se estuviese decretando su destino. Era una absorción de lo imponente. Tenía frío, un frío nervioso, y estaba recogida en sí misma sobre la piedra blanca, Igual, desde una roca, parecida a una muralla por lo alta y derecha, se hubo absorbido alguna vez mirando al mar en sus paseos con madre Reyes.—Volvió a leer. Los renglones se movían ante su mirar como un oleaje.

“Yo lo juro, sí, porque para ti y para mí es preciso.

La idea de que yo hubiese querido filtrar la desdicha de semejante amor en la conciencia de una niña, me atormenta cruel en las horas largas como siglos de un minuto que van desde que en la verde esperanza de tus ojos vi asomar apasionada tu alma. ¡Sucedió! ¡El destino hizo, sin duda, para fundirlo a tus albores de mujer, esto de niño también que en mis miserias de hombre se guardaba!—20 de septiembre.—No olvides la fecha. La que para unimos para siempre tenía el destino.”

Descansaba, con los brazos abatidos sobre la falda, reflexionando que lo mismo desde el día anterior se creía otra, en olvido total de sus afecciones triviales y de sus sentimientos. Su madre, su hermana, don Gil, sus amigas, apareciéronsele un momento en el aire como fugaces recuerdos de gente que se conoció...

¡Qué tonta! Pues ¿no estaba pensando otra vez que, inventándose tantas cosas, era una sandez no haber inventado el modo de aprovechar el musgo para adornar sombreros?...

La carta seguía:

“¿Lo estás viendo? ¡Cuánto no te adoraré que me vuelves supersticioso! Tengo miedo y tiemblo. Por los dos. Tu imagen está en mi pensamiento alumbrando mi porvenir con claridad de luna; y lo veo extenderse vacío y plano como un campo de flores que no se pierde jamás, que se sigue hasta lo infinito, y en cuya noche no sé qué glorias calladas o qué negros horrores van a realizarse... ¡Tiemblo por los dos! ¡Por ti más, pobre niña! Como si una maldición me envolviera, yo he sido fatal a cuantos me han amado...”

—¡Ah!—exclamó Flora, cerrando los ojos para interrumpir la lectura. Y arrugó aquella carta extraña que la fascinaba.

No comprendía que un sentimiento llegado a no importa qué extremos, deslizándose de sonrisa en sonrisa, pudiera levantarse con aquel porte de majestad en el dolor. Y, sin embargo, la sobrecogía a ella también esta majestad, dulcísima aun en su cerrazón infinita, que le cabía en el alma igual que si el alma se le hubiera de improviso agrandado hasta poder contener el cielo de un día de lluvia. Es decir, que este suceso no brotaba en su vida menudo y pendiente de su capricho, para entretenerla como el tren y el barco que dejaba de mirar cuando quería, como el canario a que hacía cantar cantando, como el piano que la esperaba siempre, como su gato y su Angel Luis, a quienes alejaba, al cansarse, con un desdén de su mano o de su gesto.... sino que venía a dominar su libertad, a robarle quizás un día su dicha, como ya le había robado el sueño y la calma perezosa de sus mañanas en la cama; a solicitarla, en fin, con tirano arbitrio, para el placer o la pena, como a una esclava!—¡Ah!, decididamente no era éste el amor de sus fantasías. Entre el de Angel Luis y el que había entrevisto en las elegancias de Luciano, no hallaba otra diferencia que la que va de un puchero con un ramo de albahaca a un tibor de camelias...

Alguien se acercaba: Pipín, a todo escape, riéndose, huerto arriba, perseguido por su madre, que pretendía cobrarse el beso que él la ofreció por una naranja... Flora apenas tuvo tiempo de esconder la carta...

El niño la vió y llegó, guareciéndose en sus brazos; y detrás Amparo, estampándole cien besos estallantes, de esos que sólo las mujeres saben dar. Cuando el hijo y la madre se rindieron, ésta se sentó en la piedra con su hermana, hablándole del jabón. Ya concluyeron, y aprendió ella. Lo menos cuatro arrobas. Para seis meses.

—Pero hiciste bien en no partirlo. Queda un olor, que he tenido que cambiar de ropa. Tú hueles a jazmín... ¡no, a violetas!

—¿Sirve este papel?

Flora se lo arrebató al niño. Era el sobre blanco de Luciano, que había cogido del suelo.

—Pues ¿qué es?—preguntó Amparo, al ver su azoramiento—. ¡Alguna carta del novio!

—No—balbuceó Flora, devolviéndoselo a Pipín—. ¡Es que tenía unas cintas! Las muestras de Escobar, que las puse ahí...

Amparo, disgustada por el modo brusco con que trató al niño por tan poco, exclamó:

—¡Vaya! ¡Te apasionas por un cacho de trapo como si fuera un mundo!

Y olvidándose en seguida le preguntaba si iría al teatro el jueves, pues había llegado una compañía de zarzuelilla. Flora respondía, haciendo por parecer serena. Disculpábase, después, de estar sola, “Estuvo arreglando los nidales a las gallinas, que no podían poner las pobres, y se metían en la leña.”

Recogió Amparo una jaula vieja que rodaba por allí, y sentándose en otra piedra, empezó a arreglarle los mimbres. Le aseguró al niño que le serviría para las dos tórtolas prometidas por Ecequiel, el que llevaba la leche. La rubia sintió hacia su hermana una especie de compasión, que la hizo desbordar en solicitud y caricias; concluyó por ayudarla en la compostura de la jaula, hasta la hora de comer. Nunca se la vió tan afectuosa, lo cual encantaba a Amparo, que se la llevó del brazo a la mesa, contenta, como con una gentil amiga que acabara de ganarse.

—Vamos a ver—le decía con cariño—: ¿te atreves a acompañarme luego?

—¿Adonde?

—A cumplir las visitas que me faltan. Son de señoras, y no quiere ir Luciano.

Este levantó del plato los ojos, deseando decirle a Flora que no, con una seña, Pero no le miraba. La veía preocupada, distraída. ¿La habría disgustado la carta?

—Qué, ¿vienes?

—Pues, ¡sí!—contestó Flora, resueltamente.

—A las cinco.

Pintaron aquella siesta en la saleta, junto a doña Salud y Amparo, que no se habían acostado por ayudar a María, la costurera que cortaba las ropas que iba a necesitar la familia en un viaje. A las cuatro concluyó Flora la marmita y se fué a vestir.

Luciano estuvo toqueteando en el piano Sur l'eau, mientras Flora se arreglaba en el piso alto, en sus habitaciones, que caían precisamente sobre el gabinete—seguro de producirla con los valses la misma sensación de lazo que él hubo sentido la noche antes. Luego llevóse su caja de pintura al despacho y enmendó la fecha que ella pusiera en las rojas letras de la firma al concluir la marina. La del día último, la de su pasión, por debajo del nombre: “Flora”. Colgó la tabla sobre el piano, al lado del espejo.

Eran cerca de las seis cuando salían las dos hermanas. Luciano las despidió en la cancela y las vió ir calle arriba, tan gallardas, más alta y arrogante su mujer, hermosa siempre que se adornaba; Flora, elegantísima, con un traje de mimoso celeste lleno de florecillas azules, con una pamela de paja cuyo color oscuro se confundía con el pelo rubio, ¡Qué opuestos sus tipos y qué bonitas las dos!...

Seguíalas con la mirada, sin cesar de compararlas. Pensó que ignoraba Amparo el mal que se hacía con su abandono; si viviese un poco para él, para sus ojos, como vivía entera para su amor confiadísima; si se cuidara y perfumara y supiera cerrar con algún artificio de seducción la hermosa gloria de su alma, él quedaría en esta gloria de buen grado para siempre—feliz con su ternura inagotable, en que aun así encontraba el consuelo de lo¿ajenos hastíos... Mas ¿a qué permitir siquiera la ocasión de éstos al descuido increíble de su mujer, que quedaba por saciar las ansias pasionales del artista, enamorado del fondo y de la forma?... Un peligro. Un peligro como el de dormirse apagando de un soplo una llama de gas y dejando el mechero abierto: otra luz bastaría alguna vez para incendiar el aire... Y si tontas veces las ilusiones del poeta se prendieron con pequeños fuegos, que la explosión misma extinguió, ¿quién podría asegurar que esta luz radiante de Flora no sería la que abrasara al fin toda la casa?...

Iban ya al final de la calle. Antes de torcer la esquina, Flora se quedó atrás y volvió la cabeza.

“¡Oh! La explosión ya está. ¡Veremos si la llama prende y hasta dónde la resisten las paredes!”—pensó Luciano.

Y miraba al hotelillo, esbelto con sus fachadas rojas, como un cubo de ladrillos entre los árboles. Momentáneamente imaginó no sabía qué fulguración de catástrofe, de ruina, en que, bajo la felicidad desplomada, veíase a si propio, a Flora, a Amparo, a doña Salud y a don Gil...

En aquel instante, cuando pisaba la escalinata de entrada, lento, abatido, igual que si soportara encima de los hombros el peso de la fatalidad que flotase invisible en el aire—un balón de goma botó y saltó por la barandilla, y detrás apareció corriendo Pipín, que tropezó en el dintel y rodó los cinco escalones...

Su padre dió un grito. El niño había sido despedido por un gran golpe en la balaustrada... Lo vió pálido al levantarlo; pero Pipín se reía. Quedó Luciano con una impresión de congoja. Ya se le había escapado el chiquillo, desapareciendo con la pelota, lanzada por el jardín, y Luciano se metió en el gabinete de Flora y se dejó caer en una butaca.—“¿Sería preciso creer en la Providencia? De esta casa, en cuyas ruinas olvidaba a los hijos, había salido de pronto, para avisarle, uno suyo, expuesto a matarse...”

Pasó mucho tiempo con la imaginación en los niñas, en los dos ángeles a quienes quería tanto que les había sacrificado sus ideales aun antes de que nacieran. Por ellos, en vez de un bohemio de las letras, era un trabajador, un jornalero sin redención, de la carrera que ejercía como oficio desagradable.—Y aquí, en este gabinete coquetón y pulcro como una capilla de damas, en que se había encerrado, reflexionaba que de su afecto a Flora, puesto que él tenía el dominio, haría un amor tranquilo, mártir, idealizado más aún de lo que por su origen estaba, por la generosidad que le hubiese de mantener constantemente en la excelsitud del espíritu.—“Una experiencia nueva, después de todo. El, desde, fuera de él mismo, asistiría con su curiosidad de poeta al raro espectáculo de probar si era posible una amistad más grande que un amor—o según quisiera llamarse, un amor de dos almas, que no tienen sexo.

Porque renunciar a Flora, a dulzura tanta, comprendía que no podía ser. Su pensamiento iba recto a ella, por encima de todo. Ya no la veía como la niña caprichosa e insignificante, muñeca delicadísima con que se debiera jugar a si se rompe no importa. Ya no era ni poco, ni mucho, ni nada el objeto fácil de sus “venganzas", según le llevó a suponer su miedo a amarla sin saber si le amaría ella—su pedantería—; sino todo lo opuesto, el ser adorado y adorable, por cuya felicidad sentíase incapaz de no dar la felicidad propia y la vida... y hasta para el odioso don Gil, si ella lo necesitara en su dicha.

Luciano se rió de sí propio con desprecio.

—“¡Mi dominio!... ¿Y todavía de su dominio le hablaba la vanidad de poeta? ¿Qué era aquello tan necio en que se desdoblaba su corazón, pretendiendo ser espectador impasible de él mismo y no logrando más que la contradicción ridícula y eterna?... ¡Oh, poeta! ¡Suerte de payaso, destinado a poner en caricatura la vida, especie de Quijote siempre sobre la realidad recibiendo sus palos!”

Se acordaba de que la noche anterior, al empezar la carta para Flora, inflamado de pasión, temblaba su pluma. Y mientras el poeta, el estoico, por encima de él, le estaba diciendo como un Mefistófeles idiota: “Sí, sí: ¡esa frase, esa letra! Eso le hará efecto...” ¿Quién, pues, hacía temblar la pluma: su pasión o su malicia?...

¡Bah! ¡Corazón miserable!... Hasta poder averiguarlo, allá iba, adelante, a Flora, dejándose llevar de no sabía cuál mano poderosa que le arrastraba... a él y a sus reflexiones, como vió un día ir un barco náufrago a estrellarlo la corriente contra una roca, llevando una mona muy contenta encaramada en el palo...

“¡Flora! ¡Flora!”

He aquí la compensación de todo un existir amargo. Niña ideal, con aire de princesita. Su nombre le sonaba a promesa de primavera, y lo repetía calladamente, como si le jugara dentro de la sangre misma, saliéndole a bocanadas del corazón, para inundar su vida de esencias que se escapaban de los labios con el humo del cigarro.

“¡Flora!”

¡Para él! Quiso la suerte, y aun la infamia de los demás, reunir en ella, la belleza, la gracia y la inocencia que se ofrecían en ramillete de gloria al soñador aprisionado en aquel infeliz que rastreaba el grillete del trabajo.

VI

Madrugaban más. Era ya raro el día en que a cualquiera de los dos había que esperarlo en la mesa desde la cama. A las once, generalmente, el primero que andaba por la casa hacía levantarse al otro. Flora, la antigua incorregible perezosa, solía ser la que con su piano, o con sus cantos y sus risas, vagando junto a la habitación, despertaba a Luciano, cuyo sueño matinal resistía imperturbable a todo, excepto a las notas de Sur l'eau y a las argentinas carcajadas.

Se alegraba de ser el último, porque así la encontraba desde luego; mientras que, sin ella, una o dos veces que hubo de esperarla, le pareció la casa vacía. Para hacer tiempo, en su afán de sentirla de algún modo, se iba al gabinete y tocaba en el violín la Serenata, o los valses en el piano, con pedal fuerte, para que aquella música, balbuciente como la llamada del amor, fuera subiendo al dormitorio a darla prisa.

¡Con qué serena confianza golpeaban sus dedos torpes el teclado! Le parecía que el mueble era suyo, que Flora se encantaba de oírselo desafinar, bien al revés que a su llegada, que le hacía levantarse ella, con cualquier disculpa, cuando se empeñaba él en aprender un acompañamiento... Porque tratábase de un buen piano, un Pleyel recién traído de la fábrica, alto, fileteado de oro en su charol negro, con una lira esculpida en el frontis y grandes candelabros para seis bujías.

Ahora tenía la impresión de que todo lo de Flora le;pertenecía también; y aquel caballete, la bonita caja de pintura con riconeras de níquel que la habían traído, los búcaros en que ponía sus flores, el calentador del burdeos con tapa de cobre (resto de la opulencia de don Antonio), donde escondía sus bombones y caramelos, colocado bajo la consola.... se le antojaban una continuación de sus libros y chirimbolos queridos del contiguo despacho.—Por delicia habíanse roto las fronteras de ambas estancias, y cuando se cerraba alguna puerta para que los niños no enredaran con los papeles de él o con el cuadrito empezado por ella, era la del pasillo incomunicando de un golpe el despacho y el gabinete—con su habitación, aquel donde la elegante cama de respeto parecióle más de una vez a Luciano el lecho de un desposorio ideal, misteriosa e íntimamente instalado en el solitario departamento de la casa.

El despacho, en efecto, invadía al gabinete, y el gabinete al despacho, en la misma proporción. La música de Flora solía aparecer en la mesa de Luciano, y los libros de Luciano en las sillas de Flora, Sobre la cama no era imposible ver estampas y algún rollo de lienzo para pintar que pertenecía a ambos; y los pinceles de los dos estaban en el cajón del caballete confundidos, trastrocados los tubos de pintura de una y otra caja—y principalmente, siempre sobre la tapa del piano el violín, reposando en abandono y entrega tal de sí mismo, que un día que le saltó una cuerda se oyó retumbar en el piano igual que si hubiese recogido su lamento de tristeza.

Luciano traslucía un vago simbolismo de dos almas dormidas en aquel violín que sobre el piano encontraba al levantarse, junto a los búcaros de porcelana, cuyas rosas caían tocando el mástil, delante mismo del espejo donde sus ojos, a despecho de la ajena curiosidad, se encontraban por las noches con los de Flora. Una mañana se le figuró que, por un modo semejante, ella dormía en la cama dorada, sin cuerpo, sin aliento, como visión celeste, allí quedado y rendido su espíritu entre tantas cosas en que lo repartían y confundían ambos los días enteros.

¡Oh, sí! ¡Las notas de su canto, la luz verde de sus miradas, allí estaban aposadas en cualquier pentagrama de los papeles, en las pinceladas del cuadro a medio concluir!... Y pinturas, y músicas, y alegrías la esperaban para saltar y llenar el aire, lo mismo que su corazón para revivir al calor de su presencia...

El artístico calentador de cobre repujado contenía bombones de chocolate y caramelos de los Alpes. Luciano lo inspeccionaba a menudo, y antes que se pudiesen acabar, llevaba más, que compraba saliendo aprisa por la noche. Le agradecía Flora la delicadeza, y no dejaban de comer dulces, que se cambiaban a puñados y repartían a los niños.

—¡Siempre has sido tan golosa!—decía Amparo, imaginándolo cosa exclusiva de su hermana.

Un día, a las doce (dos después del de la carta), Flora y Luciano habían tocado juntos en el gabinete, sin entornar las puertas—como hacían antes—, porque le parecía a ella que pudiera esto chocarle a su madre. Estaba Flora llena de recelos, y creía que hasta las paredes la espiaban, por lo cual, desde la famosa siesta, no había hasta entonces consentido en quedar sola con Luciano ni un minuto.

El quiso hablarla, pero no le dejó:

—No. Que oigan la música. ¿Sabes lo que dijo mi madre anoche?—y tocaba sola, mientras iba pronunciando con intervalos sus frases—. Que yo debí nacer hombre... porque me gusta conversar contigo mientras tomamos el café... como dos amigos en el casino.

—Tú, rompe mi carta y descuida. ¿La leiste?

—Sí. ¡Qué de mentiras!... Pero escríbeme más.

—¿Me quieres mucho?

—¡Oh!—exclamó ella, inclinando la cabeza y girándola lenta, como en la confesión dulce de una inmensa desdicha.

Luciano fué a darla un beso.

—¡Por Dios! ¡Que está abierta también la puerta de la calle!

—¡Pues cierra!

—¡No!

—Pues te doy el beso.

Le sujetó brusco los hombros, y como Flora iba a hablar, le dió el beso en los dientes.

—¡Por Dios! ¡Por Dios!... ¡Qué loco!—decía, azorada y encendida como la grana, atareándose en seguir la música, un instante interrumpida.

—Ya te he besado en la cara, en la sien, en la frente y dos veces en la boca. ¿Sabes lo que estoy pensando? Que tus ojos se van a enfadar, y quiero, para que no tengan envidia, besarte los ojos.

Le miró Flora apasionadamente. Luciano posó los labios en sus ojos pasando de uno a otro dos veces.... y luego fué a descansar a aquella boca que le irritaba, suave, blanda, húmeda, que recogía al fin su beso en una succión de espasmo larga como una eternidad... El piano callaba...

De pronto le rechazó ella. Por el espejo había divisado a don Pascual, el padre de Luz, que cruzó el pasillo.

¡Los habría visto!... ¡Se juzgó perdida!...

Pero Luciano, con un descaro y una calma incomprensibles, salió a la puerta, le llamó y le invitó a entrar... “si quería oírlos un rato”. Cuando lo trajo, en tanto Flora toqueteaba medio muerta, le consultó “una disputa que tenían: se obstinaba la testaruda Flora en que la cinta de su cuello olía a almizcle por haberla tenido en una caja de sombrillas; él, que a violetas”.—De más de setenta años don Pascual, que a considerar su temblor y su torpeza debía de ver poco, se inclinó, olió la cinta y afirmó convencido:

—A violetas; pero a almizcle también.

No pudo menos Flora que reírse, viéndole la cara de viejo alegre al husmear tan cerca aromas de juventud, y cierta de que hablaba pacíficamente, desvanecida su sospecha, caso de haberla tenido, con la estratagema de Luciano—a quien le dijo en francés:

—Hein farceur!

En seguida obsequiaron a don Pascual con una habanera y la Marcha de Boulanger—mirando Flora a Luciano lánguida y amorosamente, entregándose toda a él con los ojos, definitivamente ganada por su talento y su aplomo.

Desde entonces los hermosos ojos verdes no habían vuelto a esquivar a las del ingeniero; y en la mesa, en la sala, en cualquier parte, se devoraban al descuido de todo el mundo. En algunas ocasiones que él estaba muy de frente a su mujer o a su suegra, se ponía los lentes ahumados (que usaba para el sol), a pretexto de molestarle la luz de la lámpara, y así permanecía a su antojo deleitándose en la belleza singular de la muchacha, que, ávida también de estar sabiendo que la miraba, le hacía gestos de mimo para que se los quitase.

Miradas de mil maneras y con mil motivos delante de la gente, aparte el motivo constante y poderoso del cariño: para hablarse, para indicarle ella que volviese la hoja en el piano, por el borde de la copa al tiempo de beber, en los reflejos de los cristales de una habitación a otra, por los espejos en el gabinete y la sala... Una insensatez. Luciano comprendía que se hubiese pasado la vida contemplándola. Querría meterla en sus retinas, quedarla allí con la efectividad y el relieve de un retrato, y poder seguir viéndola sin más que cerrar los párpados y aún más viva y real que en aquella fotografía de la étagére, en cuyo éxtasis empleaba las horas destinadas por la rubia monísima al tocador.

Y le desesperaba rebelde y fugitiva la imagen, pues cuando algunas noches, distraídos los demás hablando, y él un poco fuera del corro, se había estado inmóvil, fijo a su placer en Flora muchos minutos, creyendo haberla clavado en la memoria con todas las gradaciones insensibles de sus colores y sus líneas originalísimas, con toda la recóndita animación y toda la luz de su faz—al acostarse y querer reproducirla en las tinieblas, borrábanse los seductores detalles, se perdían los reflejos de raso, vacilaban los contornos de las facciones, y no le quedaba sino lo que el recuerdo vulgar queda de cualquier persona: su expresión en una silueta vaga. Con más resplandor y con la indecible gracia que ella en su expresión tenía, es verdad; pero al volver a verla en persona, una siempre nueva intensidad de luz de belleza le cegaba y le sorprendía—y si lejos la evocaba mal, cerca había ratos que no podía verla bien, como en un deslumbramiento.

Los días pasaban sin que hubiera vuelto Luciano a escribir su folleto, cuyos primeros pliegos le lanzaban acusaciones de olvido, que no escuchaba él, cada vez que abría la carpeta. Amparo, ayudada por su madre y por dos costureras, hacía a todo escape la ropa del viaje. Una atrocidad de docenas de todo; y todo nuevo, como si hubieran perdido la casa en un incendio—porque la ropa de En ropa no había de servirles en el clima de fuego de Ceilán. Berta Richard, la mujer del cónsul inglés de Bilbao, que hizo el viaje con dos niños a Bombay, la tenia en antecedentes de lo necesario. Cuando menos tantos baberos y prendas interiores de todas clases como días a bordo: esto es, veinte; y otros tantos matinés para Amparo y camisas para Luciano, pues todo lo tiznaba el buque y hacía falta mudarse de la cabeza a los pies, a fin de ir presentables al comedor cada mañana.

Objetaba doña Salud que, puesto que llevarían a Clotilde, ésta podría lavar lo que hiciese falta; pero también la inglesita había prevenido la imposibilidad de lavar ropa en el buque, por la escasez de agua dulce; y si bien en la parada de Port-Said se ofrecerían lavanderos mecánicos que en una hora lo devolvían todo limpio y planchado, no era menos verdad que empleaban el cloruro de cal y estropeaban las telas. Además, Berta Richard aconsejó a Amparo que, a ser posible, llevaran trajes de hilo y vestidos ligeros, hechos o en piezas, para los seis años que pensaba estar, lo cual resultaría una economía muy grande, dado los precios triples del comercio por allá. Y obediente a la indicación, llenaba Amparo los baúles de rollos de holanda, de muselinas, de percales, de tiras bordadas.... de cuanto al azar veía en las tiendas y parecíale barato. A su marido le iba surtiendo de ternos de alpaca, y ella misma, después de sus trajes de fina seda, no concluía nunca la elección de figurines para la serie infinita de sus blusas y matinés... Un presupuesto, en fin, de ocho mil reales en trapos, pellizcados ya a las siete mil pesetas que la Compañía inglesa adelantó para el viaje.

Flora, a los tres días de empezada esta faena, cuando fué viendo las sillas de la saleta invadidas por los vaporosos vestidos de Camilita y Pepe, con una gran arca de pino donde se iban plegando las prendas concluidas, tuvo la noción clara de aquel viaje larguísimo, a juzgar por los preparativos. Llevó un atlas para que le indicasen con precisión en qué parte del Asia estaba la isla de Ceilán. Y Amparo, a quien había hecho una explicación semejante su marido, la señaló con una horquilla en el mapamundi, trazando, no sin cierta vacilación, el itinerario desde Barcelona. Irían en el correo de la Trasatlántica española, para ahorrar el cambio de los francos. El primer puerto, después de pasar cerca de las costas de Italia y de Sicilia, Port-Said, en Egipto; en seguida el canal de Suez, entre los dos desiertos de Africa y Arabia, y a su final Suez, no lejos de Jerusalén y a la entrada del mar Rojo; Aden todavía, antes de dejar la Arabia, y el golfo de Omán, en el Océano Indico, para cruzar éste y llegar a Colombo, donde siempre era verano por estar inmediato al Ecuador...

—¡El mar Rojo! ¡El que pasaron los israelitas!—había exclamado María la costurera, recordando sus lecciones del Fleury—. ¡Y allí van ustedes a parar!

—Más lejos.... más, mucho más lejos. Eso queda a mitad del camino!—contestaba Amparo con infantil orgullo, recogiendo el asombro de las dos costureras, que la miraban como a una heroína de cuentos.

Y Flora estaba atónita también, relacionando por primera vez la existencia de tan remotos parajes y la posibilidad de ir a ellos, con el legendario recuerdo de sus impresiones de niña en la Historia Sagrada y en los grandes mares azules de los mapas del colegio.

—De modo que os vais más allá de “donde Cristo dió las tres voces”—dijo—; porque es de suponer que las diera en Jerusalén, o muy cerca.

Esta broma acabó de extraviar a todos en fantásticas distancias. Amparo misma sintió partirse su vanidad de viajera a un golpe de angustia; fué una instantánea visión del tiempo y el espacio, como si hubiera de irse a otro planeta, separándola de su familia y del querido hotelillo en que se hallaba tan a gusto. Para vencerse recordó el espíritu emprendedor y cosmopolita de Bilbao:

—¡Bah! ¡Aquí os asustáis pronto! Madrid es para la mayoría del pueblo el fin de la tierra, y más lejos nadie va sino a la fuerza, como los quintos a Cuba. En el Norte se embarca la gente en un tres por dos. Se encuentra una con facilidad amigas que han recorrido el mundo y familias que van y vienen a América, a Filipinas.... y que, por cierto, suelen traer buen dinero y hablar maravillas de esos países hermosísimos. Berta Richard ha estado en Colombo, y cuente lo que no podéis imaginar.

—¡Entre negras!—exclamaba María.

—Entre morenas agraciadísimas. De por allí son las célebres bayaderas... Y todas las poblaciones llenas de familias inglesas y francesas, de europeos; como las mejores de las nuestras, con paseos de primer orden, y buenas fondas, y teatros... ¡Flora, vente y te casas con un inglés!...

La manía de Amparo; casar a su hermana con un hombre tan distinguido como su propio marido.

Después de estas conversaciones, Flora salía de la saleta preocupada, sin saber en puridad si la alegraba aquel viaje o la entristecía. La iba a separar de Luciano; pero quizás fuese un bien, porque no se explicaba cómo pudiera continuar mucho tiempo la situación rara en que se habían puesto. Así, lejos uno de otro, desunidos por la fatalidad, viviría eternamente en ellos el recuerdo tranquilo del idilio de un día... Mejor, sí. Y por lo pronto no pensarlo: quedaba un mes de felicidad, y sería locura destruirla con la proyección de futuros dolores inevitables...


Por la mañana, Flora, que ya no quería en la cama el chocolate, tomábalo en la cocinilla, a la vez que los niños, que se levantaban tarde también frecuentemente. Luciano pedía allí su café con leche, y de extremo a extremo de la mesa de pino, blanca y estoposa de puro fregarse con lejía, a espaldas de la vieja criada sorda que en el fogón bregaba con hornillas y sartenes, se preguntaban solícitamente cómo habían pasado la noche, se contaban sus sueños, impersonalizando los relatos y mezclando en francés las palabras que de los niños debían salvar, y comentaba ella apasionadamente incrédula la carta del día anterior, una carta que para gustar las exquisiteces del amor desplegado del poeta le había impuesto su novia—como quería que la llamase, “puesto que no podría ser más que la eterna novia de su Luciano”—. La carta solía costaría un beso. Capricho por capricho.

Una vez que sólo estaba Crisanta, cuya torpeza de oído les permitía expresarse con libertad, decía Flora:

—¡Estoy loca! ¡Me has vuelto loca! Cuando pienso lo que estamos haciendo, me espanto de mí. ¡Quién me lo hubiese dicho! Yo que paso por una santa, de quien el pueblo entero tiene un concepto intachable; yo que afeaba las ligerezas y coqueterías de Magdalena... he venido a resultar la más mala. Peor que María Montilla; peor que Luz... ¡No tiene nombre esto a que yo he llegado con el marido de una hermana!

—¡Bah! ¿Quieres que me marche...? Si me lo dices tú, mañana salgo para Barcelona y espero allí a embarcar.

—Lo mejor sería.

—¿Lo quieres tú...? ¿Lo quieres?—preguntaba él, sombrío y celoso. Y fijando en ella la mirada inquisitiva, insistió con acento que revelaba la voluntad de obedecer:—¿Lo quieres tú?

—¡No!—contestó Flora, doblando la cabeza, después de haberle mirado ansiosamente—. ¡Imposible ya! ¡No puedo querer eso, porque me has vuelto loca, loca, loca!... ¡Yo no sé ya ni lo que quiero!

En un hondo disgusto de sí misma, arrojó el cuchillo sobre la mesa y se ocultó con la mano los ojos, donde las lágrimas brotaron. No sabía a qué desdichas ciertas habría de llevarla de todos modos este amor insensato e inexplicable.

—¡Peor que Luz! ¡Peor que Luz!

Luciano se enterneció, y a punto estuvo de olvidar a la criada para beberse aquellas lágrimas.

—¡No te compares con ésas!—dijo, altivo—. Las haces un gran honor, y a mí me haces daño. Lo que nos une y nos va a martirizar siempre, es una cosa que son incapaces de sospechar siquiera todas tus amigas juntas, ¡Infelices...! ¡Demasiado grande para ellas, demasiado alto! Ellas bastante tienen con la frivolidad de un día.... y nosotros, ya ves que no es el placer, sino la pena de nuestras vidas, lo que vamos conquistando con delicia... ¡Ah, te aseguro, Flora, que en cada mirada a esos ojos llora mi corazón por lo que no podré mirarlos luego... y algo se me pone entonces delante que maldigo!

Hubo un silencio.

—¡Por qué has venido a este pueblo!—exclamó Flora.

Así, aturdidos por una dicha triste, de cuando en cuando de cortada francamente por el miedo, que los hacía temblar de la separación inevitable, se pasaban los días entre nimiedades y sonrisas, arrancando melodías dolorosas al violín y al piano, pintando muchas horas, acariciándose sin cesar con la mirada y hablándose desde lejos con la música, y si más lejos aún, con el pensamiento. Desde cualquiera distancia del hotel y en cualesquiera ocasiones delante de todo el mundo, ellos se entendían con un lenguaje de notas en que encontraron cuantas frases necesitaban sus almas: Sur l’eau era la confesión plena de sus amores, y La Ingrata, una antigua polca muy viva, como una queja, servíale a ella en sus celos, prontos a estallar, para correr al piano y echársela en cara nerviosamente, cada vez que él, por disimular, hablaba un rato siquiera con Magdalena y Luz en el tono trivial que ambas le incitaban. Cierta noche que acudió tarde del casino, por haberse entretenido escuchándole cosas de ella a Angel Luis, la encontró a oscuras al piano, separada de la tertulia, y arrojándole aquella música, mientras le vería ella en el espejo allá en la sala, a través de las puertas de par en par... Entonces nada la convencía por algún tiempo, ni el pañuelo de Luciano puesto en la boca—otra seña que valía el “soy tuyo” del completísimo y aun exuberante diccionario.

Y al revés, si se proponía marearle, excitarle con las dulzuras punzantes, en las vaguedades y arrogancias súbitas de La Sonámbula, de Dinorah y de La invitación al vals, le enviaba poco a poco su corazón; en las escalas brillantísimas de Weber, sobre todo en aquellas tan difíciles y valientes que Flora había vencido, porque leyó que desesperaban a ¿a dama de loa camelias. El efecto, infalible: se apoderaba del alma de Luciano, de quien decían los que charlaban con él, al verle distraído de improviso:

—Está pensando en las musarañas. ¡Estos literatos! Parece que atiende y es como hablarle a una estatua, porque se le ha ido el santo al cielo.

Principalmente Amparo, que a puño cerrado creía que su marido dedicaba un par de horas, después de acostarse todos, a su trabajo literario (las cartas a la novia), y don Gil, con el cual complacíase ya en conversar Luciano, decían esto, siempre admirados de BUS “rarezas de hombre de talento”. Y se alegraba el buen señor de la visible influencia que el ingeniero-artista iba ejerciendo en Flora, cuyos gustos se refinaban, cuyos hábitos cambiábanse, cuyas aficiones se hacían más y más elegantes y distinguidas. Le hubiese conservado de buena gana a su lado siempre, como maestro insustituible.

Otras mil casas tenían para entenderse a cualquier hora y cómodamente con la música, porque habían hecho una palabra manejable de cada pieza de su repertorio; y en última instancia, si lo que una premura voluntariosa de sus deseos quería expresar era complicado y fuera de previsión, el francés los sacaba del apuro, en breve improvisada cantilena de uno a otro, indiferentemente lanzada delante de todo el mundo, menos de Magda, que podía entenderlos. Y por tal sistema, sin hablarse, sin mirarse, noches hubo que recorrieron completa la escala de una conversación voluble de amantes, desde la abnegación al enfado.


En esta vida suave, en esta mutua sugestión de cada minuto, dormidos y despiertos, presentes y ausentes, pasaron los ocho días que siguieron a la fiesta del campo, sin noción del tiempo para ellos, sin haber salido Flora del hotel más que la tarde de las visitas. Parecíale este domingo, al despertar y vestirse para misa de doce, que desde el anterior había estado soñando en una borrachera de champaña bebido junto al río. De ella figurábasele que la acababa de sacar una carta de Antonia Antón, la prima de Lorenza, que se casaba días después y la invitaba a su boda con cuatro renglones en papel de rosa:

“Querida Flora: Me caso al fin, y con la alegría consiguiente a un suceso que labra mi felicidad, te invito a que me acompañes, a que la aumentes con tu presencia; tú, la más buena y más estimada amiga de tu siempre tuya, Antonia.”

¿Qué cosa le conmovió de esta esquela?... Parecía dictada por la bondad respetuosa de la señora digna que empezaba, en el último pliego coquetón de la muchacha jovial que desaparecía. Antonia era una muy discreta amiga, la más formal de las señoritas del pueblo, una de las cuatro o cinco que, como Flora misma, merecía el respeto de Alajara, y no estaba para mal en lenguas de nadie. A causa de los aprestos para su casamiento con Zacarías González, sobrino heredero de unas solteronas muy ricas, no se veía a los novios desde tiempo atrás, y Flora tenia asimismo en suspenso con ella su antiguo trato.

Por el hilo de la formalidad de Antonia se guió en el laberinto de sus ideas hasta no sabía bien qué perspectivas simpáticas de orden. Imaginaba las bateas de bordados y ropas de un ajuar; la casa nueva puesta, flamante, lujosa si, como esta vez, los novios eran ricos; la sala de damasco llena de trastecillos preciosos; la esbelta cama imperial con sus marquesitas y sus armarios de luna a los pies; y en alguna habitación, de bazar improvisada, los regalos mil: los trajes de gro, las sombrillas de nácar, loe jarrones, la platería, los aderezos y pulseras de brillantes...—todo curioseado por una procesión de gente, inspeccionado y envidiado por las amigas...

¿Y es que por el camino a que de modo tan ligero se había lanzado ella se llegaría a esto? ¿Era así como, si ella quisiera, un día tendría también, más rica que las demás, casándose con otro rico, con Angel Luis o Pazos, joyas y vestidos y fiestas que formaran época en las bodas del pueblo, en remate digno a su admirada existencia de mimosa señorita?...

Mientras se rizaba el pelo al espejo de tres lunas, pendiente de un clavo en la vidriera del balcón, a través de los visillos miraba los tejadas de la otra acera, descubriendo por encima, en la cuesta abajo, gran parte de loe del pueblo, que llegaban hasta los olivares del valle, donde la llanura sin fin empezaba a tenderse, allá cortada en el horizonte por las montañas azules. Parecíale que una niebla acababa de plegarse dejando claro el ambiente sobre la campiña alumbrada por el sol de Andalucía, y que una mutación mágica acababa de borrar en derredor suyo los países de ensueño, con las montañas de nieve y las playas y aldeas suizas de sus imaginaciones románticas.—Contemplóse entonces arrebatada un poco en el ventisquero pasional de su mundo novelesco, cuyas mujeres habíanla deslumbrado mientras las creyó imposibles; y como si su hotel fuera un globo en que la realidad actual la hubiese lanzado a los aires, y en el cual volvía ilesa, por fortuna, de un viaje audaz, desde el balcón, esta hermosa mañana, observaba a Alajara hundida a sus pies—con el vértigo del descenso todavía, lo mismo que si su balcón y su casa estuvieran más altos que nunca, porque al regresar de tormentosos cielos se hubieran prendido más arriba aún en la ladera de la sierra.

Allí, bajo los tejados rojos y aplastados, al pie de aquellas blancas chimeneas que humeaban, entre los dos campanarios de la Magdalena y San Pablo, estaba el mundo de su realidad de siempre, el mundo más tranquilo de sus amigos. Enfrente distinguía los naranjos del patio de Augusta y los eucaliptos del corral de su tía Pilar, aquella señora que cuando joven quiso profesar en las Ursulinas y cuya gran casa antigua tenía la austeridad y limpieza humilde de un convento. No lejos divisaba entre unos álamos, que sobresalían también de los tejados, el ángulo de la ventana del párroco, en cuyo frontis lucíase la hornacina de una virgen; y aunque de ella no se descubría nada, recordó que al lado estaba la vivienda de Angel Luis, nueva y de dos pisos, donde él habitaba con rus hermanos y su madre, otra señora rancia que no podía tener más venerable aspecto cuando iba a las novenas mostrando sus canas alisadas a la cara gorda bajo la mantilla. Algo más a la derecha hería el sol la montera de vidrios del mirador de las de Tournell, como un colosal diamante facetado, cuya dispersión de rayos lastimaba los ojos—Lucía y Nieves, las condesitas que salían apenas, y de las cuales llevaba relaciones la mayor con un forastero; por más que sostenían amistad con muchas familias, no aceptaban en la intimidad de su casa más que a contadísimas amigas, con la sanción de don Carlos, y entre ellas a Antonia y Flora. Sólo que Flora hallaba a todos sumamente vanidosos y los visitaba poco.

De cualquier manera, estas personas, los Tournell, el buen viejo del cura, la tía Pilar, la humilde Augusta, Angel Luis y su gente, Antonia y Zacarías... se agrupaban hoy a la vista de Flora como la representación de algo sólidamente respetable, en cuyo torno completaban los demás la apacible vida de Alajara sin descomponer mucho el cuadro, del que ella únicamente empezaba a salirse bruscamente. Y el cuadro era, en su expresión más alta y espléndida, los alegres domingos, con sus mañanas de misa, en que las calles veíanse invadidas al conjuro de las campanas por una multitud engalanada de pastores y gañanes con fajas de colores, de artesanas con flores en el pelo, de señoritas que se paraban en las tiendas escuchando el piropo de los jóvenes con camisa limpia; y entre todos los cuales, si por su seriedad casi mística llamaban la atención las niñas de Tournell al salir de la iglesia mirando al suelo—ella, Flora, rielaba con su gentileza y su elegancia incomparable, eclipsando en su radiación mágica a todas, incluso a los dos hermanas aristócratas.

Algo habíase alejado, sin saber cómo, de este triunfal aunque pequeño escenario, y en su delirio de ocho días había entrevisto la existencia nueva, inmensa, que soñó tantas veces cual fantasía de su soledad en las aspiraciones locas del corazón; pero se daba ahora cuenta de que aquel tránsito a lo emocional, a la aventura que podría encantar al alma, rompía su pasado de un golpe, arrebatándole por lo pronto en el primer vuelo las molicies y los goces fáciles de su vida de siempre; arrebatándoselos para siempre también, impulsada por fuerza extraña y violenta hacia ignotos cielos o infiernos del amor, desde los que no podría volver jamás, por desencanto propio o por rechazo ajeno—¡quién lo sabría!—, a seguir siendo la reinecilla un tanto insustancial, pero contenta al cabo, sobre tanta vulgaridad dorada para ella por la admiración. ¡Para ella, que por hábito necesitaba ser admirada de todos, y cuya pasión a Luciano, por grande que llegara a ser, no podría exponerse nunca a la curiosidad del mundo—que la aplaudiría por haber inspirado otra idéntica a un hombre de excepcionales méritos!

¿Ni qué iba en esta pasión ganando? Treinta días más de felicidad a morirse, si abandonada seguía, a sus impulsos ciegos de aquella manera increíble, y después, cuando tal vez no pudiera vivir sin Luciano.... él que se alejaría, dejándola en la noche cerrada de sus penas; él que en otros países encontraría pronto el consuelo de otras mujeres, y ella allí, entre los Angel Luis y Daniel del Pazo eternos, y como ellos eran, ni mejores ni peores, pero pareciéndole ya detestables, por comparación con el ausente—que acaso en el fondo no valdría más aunque estuviéraselo fingiendo un relámpago de amor inolvidable...

Pensando así al espejo, mientras se extendía en las mejillas el carmín que tomó con la punta del dedo en la caja de porcelana, se sonrió, diabólica, con un gesto de incredulidad hacia todo lo existente...

—¡Ni es cielo ni es azul!

Y esta vez Luciano, Angel Luis, ella misma, iban envueltos en la exclamación, que no fué de alivio, sino de escarnio a aquellas cosas tan ideales que se llamaban la belleza en su cara y el amor en el alma de los poetas. ¡Para sentir los engaños de la belleza y el amor, quizás valía más que la sensibilidad unida al talento, que profundiza y reflexiona, la buena amistad de los pobres amigos de Alajara! De Angel Luis.

¡Ah, si ella fuese como sus amigas también, como Lorenza, como Augusta, como Magdalena... tan estúpida!

... Cuando media hora después bajó la escalera, fresca y bellísima como una flor recién abierta, calzándose los guantes de hilo de Escocia, con su traje de granadina celeste, que de lazos y tules despedía el violeta de su perfume, haciendo sonar con aleteo misterioso, en torno a sil cabeza, el agremán de abalorios blancos de su gran sombrero de paja, encontró a Luciano esperándola en la saleta, entre los cestos de costura abandonada hoy. En vez de correr hasta sigilosa para abrazarle, según hubiera hecho con ocasión parecida en cualquiera de los pasados días, se paró en el último peldaño y llamó a voces:

—¡Clotilde! ¡Clotilde! ¿Estás?...

Su madre y su hermana habían ido ya a misa de alba, y habían dado orden a la niñera para que la acompañase.

—¡Ven! ¡ven!—suplicaba, muy bajo, Luciano desde la saleta, de pie y tendiéndole los brazos.

Era un afán vehementísimo de abrazarla y besarla hoy, así vestida, chafándola las sedas.

—¡No!—respondió ella, con un gesto de caprichosa, y anunciaba por señas que la muchacha iba a venir.

Y efectivamente: Clotilde apareció, muy bien plantada, con su facha de doncellita fina, en traje de domingo. Se despidió Flora de Luciano con el abanico y salió de prisa, delante de la niñera.

Luciano quedóse disgustado en aquel aire cargado de perfumes que dejaba Flora por el blanco y ancho túnel del pasillo.

Fué a alcanzarlas en la calle, por donde se alejaban tan rápidas, que tuvo casi que correr.

—¿Adonde vas?—preguntó.

—A misa.

—¿A misa de doce?

—Sí.

—Pues si no son las once y cuarto. Mira.

Enseñaba el reloj.

Flora continuó en silencio.

—Ya te lo he dicho—respondió ella, con acento que en vano quiso parecer completamente amable.

—Pero, ¡hasta las doce!

—Bueno, oye: es que hace mucho que no voy a casa de Augusta. Me detendré con ella un rato. ¿Sabes?

—¿Y para eso tanta prisa que no has querido perder un minuto por mí?

—¡Calla!—exclamó Flora, manifestando temor de que lo oyera Clotilde.

Temor exagerado. Clotilde iba detrás lo menos ocho pasos. Luciano se entristecía.

—Y además—prosiguió Flora—, una amiga se casa y me invita a ver los regalos.

—¿Quién?

—Una prima de Lorenza. Antonia Antón; no la conoces.

Gran parte de la calle la recorrieron sin decirse más. Luciano la contempló un momento y encontró una diferencia casi un desagrado en su cara, que le heló la sangre. Adivinó en su expresión que se le escapaba, que fuera de aquel ambiente de abandono y de música del hotelito reaparecía la niña caprichosa y frívola que quería lucir sus vestidos del día de fiesta, escuchar las flores insulsas de los jóvenes del pueblo sin el estorbo de su presencia... y ¡quién supiera si como un homenaje más las quejas del cariño de Angel Luis, no oídas tiempo hacía!—Entonces recordó que Angel Luis la dijo que en casa de Augusta solía aguardarla los domingos.

No pudo resistir, y celoso, amargado, preguntó:

—¿Espera alguien en casa de Augusta?

—¿A mí?... Nadie.

La respuesta brotó seca.

Llegaban a la plazoleta, y Flora vaciló acerca de la calle que tomaría.

—Me parece que hago mal en acompañarte hoy. Pueden vernos juntos y...

—Es verdad—interrumpió Flora, sin percibir la ironía de estas palabras, que creyó de buena fe hijas de candorosa prudencia. Y tomándolas por pretexto, dijo, lo más dulce que pudo:—¡Pensarían mal de vernos siempre reunidos! Vale más que me adelante. Nos veremos en misa...

Sufrió una cosa como un bofetón Luciano.

Se detuvo y la vió partir alegre, dichosa de librarse de él, después de haberle gustado algunos días—ávida por retornar a las galanterías de su novio...

Hasta las diez de la noche no volvió al hotel Luciano.

Amparo se le reunió en la cocina, preguntándole dónde anduvo y riñéndole el no haberla advertido que comía y cenaba fuera.

—¿No entras en la sala?

—Estoy cansado. Voy a acostarme.

Y Amparo, impaciente porque había dejado con la palabra en la boca a doña María, que le explicaba un artefacto para hacer encaje de bolillos, se restituyó a la tertulia.

Poco después Flora salía buscándole. Cuando le encontró en el sofá, fingió sorpresa:

—¡Ah! ¿Puede saberse dónde has pasado el día?

Hablaba irónica.

—Con Angel Luis—respondió Luciano, ásperamente.

—Mejor. Así ha podido contarte que me encontró... y el caso que le he hecho. Ya sé que has comido con él y que te habla siempre de mí.

—Menas hoy. No me interesaba.

Luciano se levantó.

—¿Adonde vas?

—A acostarme.

Se quedó blanca, viéndole alejarse y entrar en la habitación, frente a la saleta. Un instante tuvo el impulso de llamarle, de seguirle, de abrir la puerta que cerró sin dar siquiera un golpe de enojo.

“Oh, la despreciaba! ¡Y ella que estuvo pensando toda la tarde en jugar con él a la displicente, para obligarle a pagar en ruedos su rebeldía!... ¡No era como Angel Luis, no!”

VII

Flora pasó mala noche.

Despierta al otro día desde las siete, permaneció en la cama hasta la hora de comer, igual que en otro tiempo, pero martirizada, esperando siempre “la música con que llamase Luciano”.

A la mesa no acudía éste.

Preguntó y supo que había comido con los niños, a las doce, “porque le aguardaban en el casino”.

Erró la tarde entera por la casa, por el jardín, por el huerto, olvidándose de echar trigo a los patos y regar las flores—obstinada en convencerse a sí misma de que él estaría escribiéndola una carta larga, altiva quizás al principio, humanizada poco a poco y concluida con frases de fuego, como todas las suyas.

Llegó a cenar. En el comedor estuvieron solos un momento: nada de carta, ni una mirada... Se sentó lo mismo que siempre, enfrente, y sus ojos no se levantaron hacia ella sino cuando la dirigía la palabra en la conversación; pero con una indiferencia absoluta, como a Luz, que estaba allí, como a cualquiera... Antes que ella y que su madre se acostó Luciano.

Esta segunda noche fué angustiosa. Flora lloró, no sabía si de pena o de rabia de no poder librarse de su obsesión. La reinecilla rubia se contemplaba al fin sumisa a algo, vencida... ¡Bah!, ¿y para enfadarse por tan poco se había tomado el trabajo de fingirla tanta pasión?... ¿Qué le hizo? Visitar a una amiga, encontrar a Angel y menospreciarle.... porque nunca le halló más insignificante y burdo. Esto lo sabía Luciano; esto, que a otro serviría le de contento. ¡Qué hombre más raro!

No podía dormirse. Oyó las dos.... la? tres de la madrugada... Entonces formó la idea de buscarle por la mañana en cuanto le sintiera, resuelta a hablarle, a hacerse perdonar, llorando, gritando... ¡aunque se enterase su madre!

Y encendió la palmatoria, se arrojó de la cama, fué a la cómoda por sus cartas, tomó a acostarse para leerlas, una a una. La parecían artículos de periódico. ¡Más lindas! Un modo de florearla exquisito; con un desgaire de buen tono completamente original: se bebía aquello como el champagne, tan a gusto, teniendo que cerrar los ojos para hacer la delicia más intensa y para que no le salpicase la espuma.—Sin embargo, volvió a torcer el gesto a esta frase de la primera carta solemne,!a que le agradaba menos: “Como si una maldición me envolviera, yo he sido fatal a cuantos me han amado.”


Despertó a las once de la mañana. Las cartas se desparramaban debajo de su cuerpo; las juntó, y para no tardar, se vistió al descuido, recogiéndose el pelo a puñados, con arte. Estaba pálida y ajada por la pena; había enviado hacia el espejo una sonrisa amarga, y parecíase bella a pesar de todo, con una expresión de melancolía que le chocó al observársela por primera vez en la vida...

“Luciano estaría en el despacho, donde habría vuelto a encerrarse y a escribir, como en la mañana última...” Antes de salir fué a su costurero y cogió unas cuantas cosas, que se guardó en el bolsillo.—¡Para él! ¡Le idolatraba!

En el pasillo bajo esperó que se alejara su madre, que limpiaba allí los muebles.

—¡Valiente cara tienes!—exclamó, al verla, doña Salud. Y después de contemplarla, añadió desconfiada:—¡Yo no sé qué os pasa a Luciano y a ti desde hace dos días, pero tramáis algo!

Era muy perspicaz doña Salud; y partiendo del dato de la comida de Luciano con Angel, se puso inmediatamente en que la niña aprovechaba la buena amistad del ingeniero para que su diplomacia le arreglara del novio algún enfado. ¡No nacía en la cabeza de la arriscada viuda un solo pensamiento menos estrambótico!

En cuanto la vió Flora desaparecer entró en el gabinete.

Pero ante la puerta cerrada del despacho se detuvo. Apoyada en el piano, volvió a ver en el espejo su expresión resignada y dulce, en una especie de placer que ella no conocía, de gustar el dolor, de tenerse lástima a sí misma... ¡y no se la inspiraba a él este semblante pálido, al hombre que se apoderó de su alma con pasmosa habilidad y que se le aparecía con superioridad sobrehumana, como un Lucifer simpático capaz de dominarlo todo!... Su indiferencia sin rencor la martirizaba, la ahogaba...

Empujó y entró.

Luciano estaba en el hueco de la ventana, de pie, leyendo una cuartilla. Se volvió, sorprendido. Aunque la vió cerrar por dentro con el peso de su cuerpo, como si quisiera impedir la salida, nada dijo, esperando que le hablase, mirándola con igual indiferencia que a una criada importuna que llegara a interrumpirle.

Mas no hablaba ella tampoco, rígida de dolor.

Al fin preguntó él, con enojo y sequedad:

—¿Qué buscas?

¡Oh no le creía tan cruel!

Lloró la pobre, en actitud de callada desolación.

—¿Por qué lloras?—preguntó aún Luciano.

Y su acento impresionó a la joven con frío de acero.

No se movió y la interrogaba con la impasibilidad incrédula de un juez.

Incapaz de resistirlo, corrió a él y cayó de rodillas:

—¡Perdón! ¡Perdón!

Lloraba, mirándole—con las manos en cruz.

Luciano contemplaba aquella faz blanca, escarnecida por el sufrir, temblorosos los labios, las lágrimas prendidas a las pestañas largas...

—¡Perdón! ¡Mátame antes que tratarme así!... ¡Seré tu esclava! ¡Me arrastraré!... ¡Yo no puedo vivir sin que tú me quieras!... ¡Perdóname! ¡Perdóname!

Le había cogido una mano y la oprimía a su helada frente. Luciano apretó los párpados para deshacer también las lágrimas. Pero antes que pudiera evitarlo, habíale ella abrazado las piernas, y quería besarle los pies, anonadada por el arrepentimiento, con la devota humildad que besaba el suelo cuando la castigaban las monjas en el colegio.

Su fundía en ternura la desesperación de Luciano, y trastornado ante aquella delicada chiquilla a quien el corazón postraba a sus plantas con fe inmensa de idólatra, la asió del brazo y la alzó, enérgico:

—¡Levántate!

Y sujeta, en actitud tan llena de enojo que habría parecido que a estrujarla iba, la contempló, diciendo después con amoroso rigor de súplica y de orden:

—¡Perdonarte yo! ¡Perdonarte aquel a quien puedes escupir y pisotear si quieres!... ¡Nunca, oh, te lo ruego.... nunca vuelvas a ponerte ante mí de rodillas: me haces mucho mal!

Se abrazaron.

Por unos instantes permaneció cada uno con la cabeza en el hombro del otro, oprimiéndose entre ambos corazones las manos... Al fin le dió Luciano un beso de paz, lo mismo que a una niña mala.

—¡Creías que busqué a Angel Luis!—murmuró ella la primera.

—Si me mientes...—dijo él alejándola sin soltarla, como un reproche.

—Pero, ¿piensas que le quiero?

—Que te gustaba oír su cariño, porque no sabías que con el mío le sobrará a tu corazoncillo de pájaro... ¡No has podido en ocho días apreciar lo infinito de mi adoración!

—Pues, sí, bueno—confesó Flora—. Perdóname. Hacía tiempo que no le veía, y me dió lástima. Quise verlo... por ¡qué te diré yo!, por... ¡caridad! Si no te mintió, te habrá dicho que le hablé como amiga... Y he aprendido en dos días que tú solo me importas en el mundo. ¿Qué te ha contado de mí?

—Nada. Comprenderás que no me da celos.

—¡Orgulloso!

—Tal vez. Mas no vuelvas a sentirte caritativa.

Le dió Flora un beso, que estalló como una palmada, y prometió:

—Nunca. Y te lo voy a probar... ¡Toma!

Le entregaba un tarjetero de concha: en un lado, dentro del marco de glasé, había un retrato de Angel Luis; en otro un clavel seco y una medalla de Lourdes.

—Es cuanto de él conservo. Podría devolvérselo, mas quiero mostrarte mi confianza: lo rompes o lo guardas tú.

Cuando él miraba el tarjetero sonriendo, Flora se desprendió de sus brazos y fué a la mesa a escribir en un retrato de ella misma: “A mi Luciano.” Era una fiebre en que ansiaba demostrarle que creía en él sin reservas, entregándole no importaba qué cosas comprometedoras.

—Toma. Es tuyo. Haz de él lo que te dé la gana... ¡menos romperlo por otra! Mejor que para tu desdén, preferiría que te sirviese para enseñarlo gritando: “Mirad, Flora Vallés, mi amor de un día, la que juró quererme mientras estuviese viva”...

Y trémula, luminosa de fe, medio suelto su pelo rubio, y flojo como una túnica su vestido claro, hizo una cruz con la mano derecha, en tanto que Luciano le oprimía la izquierda hasta casi hacerle daño, y exclamó solemne, la mirada en lo alto:

—Porque sí, aunque sea un sacrilegio, ¡yo juro hoy por la salvación de mi alma quererte siempre!

De un ímpetu atrajo su cabeza Luciano, besándola con religioso fervor.

—Y yo digo sobre tus palabras que quisiera que hubiese eternidad donde seguir adorándote... ¡Oh, no! ¡No puede ser sacrilegio el tuyo! ¡Si te oye Dios, recogerá tu promesa enamorada, Flora mía, porque el amor es la única oración que puede subir desde la tierra al cielo!

Enajenado de ventura volvió a besar aquellos ojos húmedos del llanto aún. Entonces se sintió a doña Salud por allí fuera.

—¡Tuya! ¡Tuya!—exclamó Flora, cogiéndole con las dos una mano y aplastándosela contra el corazón.

Y escapó.

A partir de esta reconciliación volvieron las felices horas. Sin embargo, ya porque hubiese lanzado a la sensible rubia perdidamente en el amor, bien porque aquel preparar de baúles en la saleta fuese convenciéndola de la proximidad del viaje, la perspectiva de la ausencia envenenaba su dicha. Concluyeron por no preocuparse de nada para estar reunidos en la urgencia del minuto que pasaba, contando los días. Parecíales que el mundo, con sus delicias, se había recogido en el pequeño hotel, cuyos rincones los veían juntos a todas horas, sin más que buscar a los ojos confiados de Amparo y de su madre una disculpa: Crisanta, en la cocinilla, mientras almorzaban; los niños para vagar en el jardín cortando flores; la música en el gabinete, donde se acordaban tan mal a ratos el violín y el piano, que doña Salud, siempre cascabeleando sus llaves pendientes de la cintura por una trencilla azul, solía ir expresamente a decirles que daba horror escucharlos algunas veces; la pintura en la saleta; las puestas del sol en la azotea, jugando allí con el trato Pipín y Camilina, cuidados por Clotilde—sentados Luciano y Flora en la poyata al borde del tejado para mirar el crepúsculo, y espiados por la niñera, que procuraba pillar al revuelo sus palabras, quizás algo en la pista de aquel cariño, no del todo oculto tampoco para la gente joven de la tertulia...

Flora era ya con toda el alma de Luciano. Ni novenas, ni paseos, ni domingos, ni amigas, le importaban nada. Y, como no salía a cumplir con nadie, la visitaban apenas, salvo Lorenza y Magda, por ver a sus novios. Augusta, Luz, Primitivo y Daniel del Pazo, hartos de Luciano, que al lado de Flora absorbía su atención, desertaron completamente: les irritaba su música, en que parecían ellos dos encastillarse con desprecio...

A lo mejor, cuando hablaban los demás, y ellos, fatigados de tocar, se habían sentado también frente a frente para mirarse a hurtadillas, se levantaba él y salía de la sala tarareando:


Vorrei baciare i tuoi capelli blondi,
le labbra tua e gli occhi tuoi severi...


La frase de una cancioncilla italiana, una de las tantas convenidas de su diccionario: “Quería besar sus cabellos, su boca, sus ojos...”

Comprendíalo ella y sonreía.

Y es que Luciano había sentido de pronto afán de dar un beso en aquella cara deliciosa, tibiamente suave y elástica como la de una niña, tan filia y redonda que se escurría de sus manos como un pez vivo; en aquellos ojos que con los labios sentía rodar bajo los párpados, juntas las pestañas rizadas; en aquella boca que a entregarse iba aprendiendo, medio abierta, húmeda y perfumada por la menta de los bombones...

Salía entonces al corredor, seguro de que no tardaría en reunírsele un momento, a pretexto de beber.—Una vez que llevaba un caramelo en la boca, se lo quitó él con los dientes; y después no volvió a comer más caramelos que los que le daba ella con tanta dulzura—mostrándoselo luego con la lengua en la sala y procurando que le durasen.

Se había suscrito al Fígaro Illustré, para copiar Flora sus cromotipografías, y allá en la ventana del fondo de la saleta instalaban sus caballetes, conversando en voz baja, en francés cuando podían escucharlos las costureras, rodeadas a la otra ventana, mientras dormían la siesta Amparo y doña Salud.—Allí hacía Flora observaciones muy notables; creía alguna vez que desde detrás de ella miraba Luciano a María, porque veíala de pronto cerrar la boca: “lo sabía, muy bien, cerrar la boca es lo primero que una mujer hace al sorprenderse mirada por un hombre”.—¡Oh, qué locura! ¿Iba al maestro a importarle nadie cerca de discípulo, tal?—Pero ella era celosísima. ¡Le quería tanto! ¡Hasta del aire tenia celos!—“Y Luz, una sinvergüenza; no había para qué hablarla Luciano.”

Extravagancias también, de una gracia infantil en ella: envidiaba a los gatos, disfrutando magnífico abrigo de piel toda la vida, que le costaría mucho adquirir a cualquier persona.—En los bailes se había entretenido imaginaíndo que no divisaba los vestidos y la carne de las gentes, sino los esqueletos de los que bailaban: y le parecía el cotillón así de una ridiculez divertidísima. Juzgaba, pues, cosa desagradable que se tuviese dentro una calavera; y de noche, al acordarse que ella la tenía igualmente, corría por los pasillos, huyendo de sí misma... “Y vamos a ver, me pregunto: esta mano no soy yo, porque si me la cortaran, yo seguiría siendo igual, aunque sin la mano; el brazo, ni el pie, ni las dos piernas, ni los dos brazos tampoco, por la misma rizón; y todavía pudieran cortarme el pelo, las orejas, las pestañas, los labios, y arrancarme los dientes y tiras de pellejo sin que me muriera; ¿luego yo soy apenas el cuerpo y la cabeza?... ¡Pues valiente cosa soy!”

Se reía Luciano oyéndola, y procuraba transportar la charla a terreno más íntimo, aun sin salir del giro filosófico-trivial:

—Esa eres tú. Y por eso quiero yo, ante todo, tu pensamiento y tu corazón; pero tú eres toda, porque el corazón y el pensamiento se esparcen como el fuego y la luz de un foco; por eso eres tus pestañas, tu boca, tus uñas, tus brazos.... y nada hay en tu estatua, que el corazón calienta, que yo no adore y que yo no quiera besar, recogiendo el calor y la vida de tu corazón; por eso eres tú tu palabra, tu risa, tu piano, tus cartas, tu adorno, tu casa entera, en que percibo la vibración de tu alma y que de mi Flora...

—¡Chist!—hacía ella.

Era que las costureras se callaban de pronto, forzándolos a cortar la conversación. Veían entonces las admiraciones mudas de Luciano, contemplándola pintar, esmaltadas las flores en un francés torpe y delicioso, cuyas palabras tenían cierto brillo y sonoridad de dinero nuevo: “Je t’aime."—“Tu est charmante, ma chérie fleur.”—“Tu est une fleur bien gentile, que par le parfum et par la rwance bien de de la figure j’appelerai, si c’est ton bon plaisir... Ma Violette.”

Y no sólo siempre olía a violetas Flora, sino que la blancura rosada de su piel tenía un ligero azul, como la de los niños. Esto pudo Luciano comprobarlo un día que hizo un escorzo de ella al piano, en el fondo cielo: no se necesitó la sierra para, la carne; bastó el blanco tocado de bermellón y azul, lo cual dió el tono de violeta. Y desde semejante observación la llamó en las cartas “Violeta mía”, contento de encontrar un nombre que parecía una especialización para él expresa del suyo.

Porque Flora, “su Violeta”, no le perdonaba las cartas; y escribíala hasta la una, cuando se acostaban todos, en el comedor, para oírla toser por la escalera abierta, con lo cual le advertía ella que velaba en la cama pensando en él. También le pagaba escribiéndole, siempre que podía, perfumando los plieguecillos “violeta” con una pinzada de velutina...

Una mañana le preguntó Amparo a su marido:

—¿Qué haces de noche?

—Escribo mi folleto.

—Y ¿por qué no de día?

—Porque hay ruido con los niños.

—¡Sí! Es que te gusta demasiado lo bonito, y con tal de charlar y pintar con Flora tienes que trabajar de noche, privándote del sueño. Pues no creas que me agrada eso.

—Digo yo lo mismo—replicó él, con un poco de alarma—, que me tienes abandonado. Imita a Flora, sal conmigo, loca el piano... Será más fácil unificar nuestro tiempo si tú haces esto, que no poniéndome yo a coser en la saleta, donde te pasas la vida.

—¡Claro!—se disculpó Amparo, casi arrepentida de recordarle que podía acompañarle al violín—. Y los niños y tanto trapo que hay al medio... ¡Es una temporada ocupadísima!

—Y entonces, ¿qué haría en este poblachón sino aburrirme sin tu hermana?

Se convenció—aunque la enojaba algo aquella facilidad de distraerse su marido con cualquier cosa.


No obstante la consagración de Flora a su amor, quiso Luciano probarla haciéndola asistir a la boda de Antonio, con objeto de observar en la joven el efecto de la fiesta, donde volvería a ser tentada quizás por el triunfo de sus pequeñas coqueterías.

Pudo convencerse allí de que le adoraba hasta la imprudencia.

Se había puesto elegantísima, toda de blanco, por parecerle lo más bella, con rica gargantilla de perlas en el leve escote. Y en la mesa, entre los dulces y alegrías del convite, rodeada de amigas celosas y de amigos que en incesantes obsequios la mostraban su admiración, desdeñaba a todos por mirarle. Con feliz sonrisa de vanidad brindábale el galante vasallaje de que era objeto, tan victoriosa que se vió en más de una ocasión por cinco o seis regalada a porfía, haciéndola beber pequeños sorbos de las copas, en mitad de un fuego graneado de ardientes piropos que le arrancaban sus carcajadas arpégicas.

El rincón donde estaba Flora se convertía en brasa de la fiesta, centro de la animación hacia el cual refluían las demás jóvenes, Magda y Augusta entre ellas, conformes con su papel de azafatas de la reinecilla. Y llegó su locura, después que el chartreuse arrebató las rosas de su cara, a alargar el brazo por encima de los candelabros y las pirámides para darle a él, que estaba enfrente, las yemas que el propio Angel Luis a su espalda la ofrecía...

El pobre joven, tomando esto por una de las mil maneras de desairarle la ingrata rubia, se alejó lleno de tristeza, y el mismo Luciano se apresuró a abandonar el salón, pues notó que Amparo, más dueña de sí que aquel mundo de señoritas y señoritos aturdidos por los licores y el calor de las luces y los perfumes, reparaba con extrañeza en la conducta de su hermana.

No había transcurrido un cuarto de hora cuando ésta se acercó a Luciano, en la sala inmediata, donde se iba a bailar.

—¿Sabes una cosa? ¡Que estás muy guapo de frac!

Se prendió a su brazo, paseando:

—Quiero bailar contigo, ¿sabes? Y con nadie más.

—Estás demasiado bonita y tendrías que desairar a muchos. Parece que has venido a humillar a la novia.

—El novio sí que parecía un camarero a tu lado, al ofrecerte la bandeja. Esto no lo digo yo, se lo oí a una señora; pero no te enseñaré cuál, porque es guapa. Difícilmente imaginarás qué ganas se me pasaron de volverme y exclamar: “Pues ése es el hombre que me tiene muerta,”

—¿El novio?

—No; tú, malo. Mi novio y mi marido para siempre de mi alma. Esta noche me acuerdo de aquello que me contaste de Goethe y Federica Brion: yo también pensaba mirándote y mirando a los otros: “¿como es posible quererlos después de haberle querido?”

Luciano le oprimió el brazo con el suyo:

—Es que esta noche se te ha subido el chartreuse a la cabeza.

—Se me ha subido tu amor, que me hace dichosa; pero con una dicha muy triste; porque también esta noche me atormenta la idea de que te iras pronto... ¡y no puede ser!... Para qué escribes a la Trasatlántica hoy?... lie visto la carta en tu mesa.

—Estamos a 5 de septiembre... el Satrústegui sale el 27.

—¡Veintidós días!—dijo Flora, contagiada por la pena con que Luciano arrastró sus palabras—. Y bien, ¿para qué escribes?

—Pido pasaje.

—¿Ya?—exclamó aterrada—. ¡Imposible!

Había alzado la voz, parándose y desasiéndose de Luciano, que la volvió a coger.

—¡Que van a oírte, no seas niña!

A esta recomendación siguió algunos pasos en silencio y como medrosa de su descuido; y repetía en voz baja, apretando nerviosamente el brazo de Luciano:

—¡Imposible! ¡Imposible...! ¡Esa carta la rompo yo! Tú no te vas tan pronto. Amparo y mi madre están siempre diciendo que pidas prórroga por enfermo. Dos meses. ¡No sé por qué te niegas!

—No puedo, Flora. Y además no conducirá a nada. Pasarían a escape, como éstos.

—Pero en dos meses...

—¿Qué?

—Que puede suceder mucho—murmuró Fiara vaga mente—. Incluso que yo me muera, y te lleves mi alma. Dicen que estoy más delgada.

El sintió caer una lágrima en su mano.

—¡Flora! ¿Estás llorando?

Afortunadamente se habían quedado solos en un ángulo, arremolinado todo el mundo a la puerta de la habitación donde acababan de encender las luces para enseñar la cama de los recién casados.

—¡No sé!—contestó Flora, exaltadísima—. Lo único que sé es que, si no me prometes eso ahora mismo, echo de mi garganta, a gritos, esto que me ahoga.. ¿Qué? Vamos: ¿qué? ¡Ahora mismo!... ¡O un escándalo... y que me maten después, si quieren!

Se estremeció el amante—no de miedo al escándalo que se veía en la resolución histérica de la chiquilla, sino de espanto, de felicidad ante el amor inmenso que le arrojaban sus ojos. El había contado con la debilidad de la niña como freno y muralla a los impetuosos raptos de su alma, y se encontraba repentinamente a la niña convertida en mujer vehementísima, con cuyo temple, al choque, era de temer algo formidable. Había creído conseguir aquello que se propuso de un amor como una amistad. Pero tal propósito, por su voluntad sostenido, necesitaba la serenidad inconsciente de la colegiala; exigía ser mimado por un cariño infantil, como ceniza que guarda un fuego, no ser sacudido por violencias de huracán que en pasión le abrasarían.

Esta pasión violenta veía vibrar en los ojos verdes de la rubia incomparable, que le contemplaba ahora, intimándole con la sumisión:

—¡Júramelo!, ¿eh? ¡Júramelo!

—¡Te lo prometo!—dijo él.

Y respiró Flora, enjugándose en el pañolillo de guipure las lágrimas.

Momentos después se unía a ellos Magdalena, que venía del dormitorio:

—¿Han visto ustedes? ¡Muy bonita!... Pero ¡es una poca vergüenza la costumbre de enseñar las camas de los novios!

Luciano se despidió de Flora hasta un vals, inquieto por averiguar dónele andaba su mujer. Quería darle cuenta de su resolución de escribir a Bilbao pidiendo la prórroga en que ella insistía tanto. Iba a alegrarla. Se aterraba la infeliz considerando la proximidad de un fabuloso viaje que la separaría de la familia con tantos mares por medio.

La encontró en el gabinete con otras señoras, viendo lo¿regalos.

Estaba tranquila, y parecía haber olvidado la escena de la mesa. Los bordados llamaban su atención, y se los hizo notar a su marido uno por uno. El halló modo de comunicarle su proyecto, de lo que recibió gran contento la sencillota Amparo, sin meterse siquiera en inquirir el motivo de la solución rápida.

Cuando sonó el piano volvió al salón, donde le esperaba Flora.

—Sólo esta vez—le dijo—. Chocaríamos.

—Pues nos vamos entonces; no quiero bailar con nadie. No puedes figurarte lo estúpida y lo grosera que ha estado Magda. ¿Por qué no ha de hacer una su voluntad?...

Gran principio instintivo de filosofía, que preocupó nuevamente a Luciano acerca de aquel carácter.

Hablaron de la dilación del viaje, definitivamente resuelta; mas ya verían cómo se resignaban luego, al pasar tiempo y acercarse otra vez las últimas semanas. Flora indicó la solución: que no se fuese tan lejos. Si renunciara su cargo podría quedarse en España. No comprendía la necesidad de arriesgarse en tan loca empresa, teniendo una carrera lucida con que vivir en cualquier parte; y entonces ella, que en diversas ocasiones oyó hablar a don Gil de trasladarse a una población, se iría con su madre adonde Luciano...

Pero, no; imposible. Tenía ya méritos contraídos el ingeniero con la Compañía inglesa, y tiraba su porvenir abandonando al tío Sutton; su vacante de Bilbao estaba cubierta ya, y no le quedaba sino ponerse en tumo de colocación por el Gobierno, con un mezquino sueldo de doce mil reales para quién sabe los años... y aun eso cuando lo alcanzase, porque había excedente mucho personal... En fin: ya volverían a hablar de esto.

—Ahora baila con Angel Luis. Le diré que te saque.

—¡A qué!

Le costó trabajo convencerla de que convenía. Amparo vió que le daba sus dulces y había que desorientarla. No dudaba él que ya inquietaban a su mujer las deferencias constantes de Flora.—Y como antes de terminarse el vals entró Amparo con Dolores Júver, su antigua amiga de la infancia—casada con un rico ganadero, en cuya casa tenía que hacer siempre con los criados, por lo cual raras veces podía salir—, Luciano y Flora se acercaron; ésta, que llevaba la lección aprendida, le entregó a su hermana el marido, “aunque bailaba muy bien”.

Al oído le suplicó “que encargase a Luciano que fuera por Angel Luis, arrinconado en la otra sala con Jacinto Rivera y don Juan Anselmo. Tenía que hablarle, y la creía enfadada porque antes le desairó para que Amparo la viese y no la dijera a su madre que ella no le atendía”.

—Tú guardarás de mamá el secreto, ¿verdad?... ¡Lo veo tan de tarde en tarde!

La creyó Amparo, y aun, agradecida por esta dulce confianza, trasladó el ruego a su marido, terminando, no sin cierto retintín: “¡Los hombres casados no bailan con las muchachas!”

Luciano salió, quedándose en el puesto de Angel Luis, con quien bailó Flora el resto de la noche.


A las doce regresaban al hotel.

Don Gil y doña Salud los esperaban solos.

Fuése inmediatamente a acostar Amparo, y se quedó Luciano de conversación en el comedor.

Tumbada Flora en una mecedora, conservaba sobre el hombro la linda salida de teatro, de tules y rizadas sedas blancas. Estaba monísima, con su peinado primoroso, en el que una flechilla de turquesas brillaba entre el pelo rubio, empolvado ligeramente.

Se retiró don Gil a las doce y media.

Hubiese querido Flora estar mucho más tiempo allí, por no desnudarse, convencida del efecto mágico que su traje cansaba a Luciano y seducida por la elegancia de aquel frac sobre cuyo chaleco, pequeño como una faja, destacábase la tersa pechera de nieve terminada en el lazo blanco de la corbata, entre los picos rectos y graciosamente curvados del cuello; no conservaba su memoria ninguna figura más chic, ni aun de aquellos britanizados jóvenes con monóculos del Teatro Real de Lisboa... Esta vez, sí, habíase visto de su brazo en los espejos, y no le cabía la menor duda de haber hecho con él una pareja admirable...

Y puesto que doña Salud, rendida por el sueño, quiso llevársela a dormir, ella entonces pidió un té, que le empezaron a hacer las criadas, encendiendo lumbre. Renegada su madre porque todas las noches había de encontrar la chiquilla una historia para quedarse (sospechaba que intentase hablar por la reja, con el novio, como Magda, quizás saltando la verja el otro), acabó por marcharse así que se lo sirvieron—pero sin dejar luego desde arriba de llamarla a voces, mientras encendía la lamparilla y deshacía el embozo de la cama...

Era que todas las noches también le pedía Luciano a Flora el último caramelo.

Un rato más de los tantos que pasaban los dos; pero sin otro motivo ahora que su despedida, en abandono mayor, en una embriaguez dulcísima de aquella adoración de todo el día, dándose un abrazo con protestas de soñar el uno con el otro, y siguiendo al oído el ir y venir de las criadas cerrando puertas al fondo de la casa.

En cuanto estuvieron solos, ella, sigilosa, le llevó el caramelo en los labios.

La atrajo él hacia su silla por la cintura y el caramelo pasó de boca a boca varias veces.

Era tan nervioso el abrazo sobre aquel talle fino, que la joven se dobló y cayó sentada en las piernas del amante, quien sintió sobre los suyos, a través del vestido, la dulce elasticidad de los muslos de Flora. Por primera vez sucedía esto, inadvertidamente, sin voluntad...

La estrechó más, y se enojaba Luciano por la mania de ella de cerrar los ojos al besarle...; había de vérselos clavados en los suyos para que el beso fuese de las almas a la vez... Entonces se extasió en las pupilas verdes con puntos de oro, que hería tan cerca la luz de la lámpara...

Pero subía ya Clotilde al cuarto de los niños.

Flora se arrancó de aquel mortal abrazo, y para que la sintiera hacer algo, llenó de agua el vaso, destapando con ruido la botella y contestando al fin a las voces de doña Salud:

—¡Ya voy, mamá!

Y tornó a Luciano, con un buche de agua del que, en otro beso, le dejó en la boca la mitad.

Mientras escapaba, le oyó decir:

—Una noche, Flora, te cojo y te llevo a mil leguas... Y tú dejas la salivita que siga con tostando como la del cuento: “¡Ya voy! ¡Ya voy!”

Todavía desde lo alto de la escalera, doblándose en la barandilla de hierro con la palmatoria, para alumbrarle al pie—que hasta allí Luciano iba siempre a despedirla—, le tiró besos con la punta de los dedos; y le arrojó, por último, el agua que había conservado en la boca y que recibió él en plena cara... La luz la alumbraba de abajo arriba con la proyección que ella sabía de las cómicas, ensombreciéndole los ojos.

—¡Ya voy! ¡Ya voy, mamá!


¡Diablillo encantador!

Luciano, secándose el agua con el pañuelo, en la cara y en la camisa, oyéndola cerrar su alcoba, se preguntaba si aún estas travesuras podían contenerse en el amor espiritual y tranquilo como una amistad que habíase impuesto.

No se atrevió a contestar. Su corazón, lo mismo que su cerebro, estaban llenos de la mujer idolatrada.

¡Mas de ella!... ¡Más!

Una sed violenta, insaciable y eterna de sus hechizos.

Sólo que la carta que escribió esta noche, hasta el amanecer, resolvía pasional y enérgica sus interrogaciones.

Con ardientes frases de ser inflamado le hablaba a Flora de unas bodas en que, como en la que acababan de presenciar, “se unían tantos miles de duros con cuantos miles de duros por virtud de las bendiciones de loa hombres, con un lecho que lucíase con el impudor de los desposados de oficio—según Magda hizo notar—, a modo de mostrador de comerciantes recién instalados”, y de otras bodas “en que Dios unía a dos seres en el misterio del amor, sin fiestas, sin casa, como los pájaros, pero permitiéndoles volar a cualquier nido y amarse eternamente”.

Concluía diciendo:

“No sé dónde nuestro nido esté. Sé, Violeta mía, que te quiero toda, tu alma y tu cuerpo. Serás para mí. Serás entera de tu Luciano.”

Y esta carta la firmaba con su nombre.

No consentía robarse a ella más ni una letra.

VIII

A veinte metros estaban de la estación cuando el tren salía de agujas, dejándose ver por lo alto de la empalizada, arrojando humo y con los soldados a las ventanillas. Debía de hallarse en el andén medio pueblo, atraído por el paso de aquel primer batallón expedicionario a Cuba. Oíase el vocear de la multitud y los vivas coleando la Marcha de Cádiz.

Era la familia del hotel, que, como a casi todas partos, llegaba tarde.

Sin embargo, continuaron, y sorteando la avalancha de gente que de regreso ya se desparramaba de las puertas, entraron por el jardín de la fonda, llena de muchachas, cuyos sombreros y lazos daban al salón el aspecto de un gran escaparate de modas. Llamaron las hermanas la atención con su distinguido porte—con la gallardía de raza heredada de doña Salud, que lucía esta tarde traje de alpaca con capota de azabaches; Flora llevaba el vestido heliotropo, que se ponía por segunda vez, y Amparo, al brazo de Luciano y con los niños monísimos delante, iba de claro, lo cual la hacía más joven. Allí repartieron saludos con los abanicos (para lucir Flora y doña Salud sus pulseras de brillantes) a Magda, a Lorenza, a María Montilla, a Antonia Antón y su marido, a...

Vinieron a saludarlas Lucía y Nieves Tournell, y don Carlos presentó al novio de la mayor: un baroncito de Robla, moreno y chato, de barba negra y alambrosa, tan enteco y chico, que parecía un ratón recién salido de un baño.... Primitivo se acercó, en cuanto los de Tournell se marcharon, acompañado de Jacinto y de don Juan Anselmo, disgustados los tres—el cacique porque una suscripción popular organizada desde un mes antes para regalarle al batallón la bandera, sólo subió a sesenta pesetas, que hubo que emplear en dos mil tres tagarninas como obsequio; el secretario, por no haber tenido ocasión de soltarle al jefe un speech patriótico en que hubiera hablado del caballo de Santiago, de Tetuán y de Otumba; y Primitivo... ¡ah, éste llevaba un desengaño cruel!... las frases bélicas de la Prensa y los guerrilleros en la manigua de las Ilustraciones le habían sugerido en “un batallón en pie de guerra” la idea de poco menos que soldados sable en mano en la brava actitud del Ruiz de bronce que vió en Madrid frente al Circo de Parish—y no pudo menos que extrañar aquel convoy de coches de tercera, con quintos apiñados como borregos, recién pelados, los gorrillos separándoles las orejas... y parecidos, más que a guerreros, a hospicianos, sin armas ni correas, dentro de los trajes de rayadillo, que a todos les resultaban grandes y se les arrugaban encima con el apresto de la tela nueva. No obstante, una observación le resultó personalmente halagüeña: al cruzar por su lado convencióse de que ninguno era más alto que él...

—¡Ves tú, hombre!—le dijo Amparo, ingenua, al despedirlo—. ¡Y luego te tenemos por chico!

En seguida se reunió Flora a Magda, quien mirando a un oficialito de dieciocho años había sentido pena de que lo pudiesen lastimar en la guerra.—Estaba Magda con sus tres primas, su madre y Dolores Júver; Jesús del Pazo y otro pariente recién llegado de Caldas la aburrían con sus galanteos insípidos... Acordaron las dos familias dar un paseo por la vía. El andén quedaba desierto.

Era una hermosa tarde en que el aire limpio y menos ardoroso presentía el otoño; enfilado el sol desde las montañas lejanas que escondían el mar, obligaba a las señoras a inclinar las sombrillas adelante; pero entornándolas los ojos con su reflejo en los raih, a cuyos lados marchaban todos de dos en dos por las estrechas cunetas. Flora y Luciano llevaban cada uno un niño, que quería andar por el carril guardando el equilibrio.

Al llegar al puente de hierro, la guardabarrera, conocida de doña María, a la cual debía, el careo, sacó de la casa sillas, y pan y uvas para Pepito y Camila.—sentándose con éstos su madre. Dolores Júver la mamá de Magda y doña Salud; los demás, ganosos de andar, solicitaron de Amparo a su marido, como persona de representación; salvaron el puente y la cortadura y continuaron vía abajo.


Flora, iba detrás, con Luciano, un poco distante de los otros (acostumbrados ya a estos apartes de los dos), a quienes dejaban marchar de prisa, dispuestos a llegar al Chinatillo, gran cancho sobre un cerrete que distaba medio kilómetro. Se había asegurado de que “su novio” escribió a Bilbao avisando la demora del viaje. “Sí, era fácil; desde luego, concedida.” Entonces caminaron muy juntos, recostando ella el hombro en el de él y abandonándole una mano, tendido el brazo a lo largo del cuerpo. Ambos se dejaban influir por la melancolía y el silencio de la tarde, y procuraban pintarse sus cariños con esfuerzos de comparación que los desesperaba, sin encontrar la palabra ni la idea capaces de medir su grandeza.

—Mira tú—decía él—: yo te quiero a ti de un modo tan extraño, que te quiero romo he querido querer a todas las mujeres juntas... Es decir, a una mujer que era? tú, que estaba en ti y dentro de mi corazón, y que yo buscaba loco de ansiedad en cada una que cruzaba por mi lado, seguro de hallarla una vez, como te he hallado por fin y para siempre. Eras tú, Flora mía; y tú serás la ultima, la única, y en ti he puesto el amor de mi madre, y a ti te adoro con adoración divina, como adoré a Dios. Hoy ¡creo en ti!... como mujer divinizada, como Diosa. ¡Ya ves si me moriría yo si tú dejaras de quererme! Y te quiero tanto, que cuando doy un beso en tu boca y me sobrecoge una dicha sobrenatural, me cuesta violencia no caer de rodillas pidiéndote a ti, pidiéndole al Amor (que parece rodearte como aureola de luz), en oración mía apasionada y fervorosa, que como a mí mismo extienda esa felicidad magnífica por el mundo entero.... por la vida de todos los pobres hombres y las pobres mujeres que sufren.

—Mira tú—decía ella—: yo te quiero a ti de tal modo, que me parece que vivo en ti mismo, que si tú no respirases yo me ahogaría. Mis ojos absorben la vida en ti, esclavos de los tuyos; y toda entera me estremezco de pena o de alegría con tus alegrías y tus pesares, lo mismo que si hubiese una invisible cadena de voluntad entre tus ojos y mis ojos. No lo olvides, pues: tú que me das la vicia, hazme dichosa siempre. Yo no sé cómo va a ser esto de separarnos alguna vez, pero no lo pienso tampoco; y al revés, aquí tengo en el pecho una ciega seguridad, ¡qué tontería!, de que no nos dejaremos de ver jamás...

Manifestó luego Flora deseo de conocer “la historia del retrato”; y Luciano se la contaba, largamente, como se la hubiera recordado a sí mismo en cualquier rato de soledad.

Una mujer casada con un necio, hacia la cual sintió compasión por esto mismo, y de la que no pudo interesarle al cabo más que la hermosura, pues resultó tan necia como su marido, sólo que con muchas pretensiones y apariencias. Acosado por Flora, daba detalles lio cómo pe veían—entrevistas que algunas veces necesitaban en ella un valor temerario...

Se embelesaba la rubia gentil escuchándole, por pura curiosidad de sexo más que por la que al principio, celosa, tuvo de indagar qué interesaba la amante a Luciano. Sin embargo, llevaba toda el alma en él, dentro de la suya, como en un nido desde el que un pájaro mirase la pluma que podría traer para hacerlo más blando... ¡Aquella valentía de la mujer aquella le faltaba y le faltaría siempre a Flora!

Distraídos con la interesante conversación, no advirtieron que habían dejado la vía por un camino, detrás de las otras, quienes descendían ya la pendiente del cancho, guiadas por Daniel del Pazo y su primo. Subieron, sin embargo. Sus pies resbalaban en el pasto seco del cerrillo. En la cima se abría el pedrusco, formando pequeñas mesetas.

Los sorprendió un momento el paisaje. Parecía aquello un mirador para dominar el valle y la llanura, con las sierras alineadas enfrente, en mitad de una de ellas encaramado el pueblo como un tendedero de ropa, oculto ya el sol, al otro lado detrás de las montañas carmesí, sobre las que un celaje espléndido se tendía, verde el cielo a trechos, semejando lagos fantásticos de riberas lila y oro surcados por esquifes y cisnes, y carros de caballos, que las nubes también fingían, con salpicones de sangre y en jirones de llamas desprendida» de no se sabía qué fuego colosal. La luz violácea del crepúsculo dormía por los vastos campos, haciendo más dulces y mimosos los tonos, los verdes de los oh va res los árboles y casetas de la vía, las huertas, el viejo puente de la carretera, que entre olmos saltaba con sus dos arcos el arroyo... todo sin durezas, sin sombras, en el tranquilo baño de la claridad cernida.

—¡Qué cielo!—exclamó Flora, acostumbrada a mirar con interés de artista—. ¡Qué hermoso para verlo juntos.

Y se dejó tomar por la tristeza. ¿Por qué no podían recorrer solos estos campos, sentándose donde quisieran, pintando las sierras?...

—¡Qué torpe fuiste tú, hombre de talento, no adivinando en la colegiala que conociste un día a la mujercilla que te había de adorar!

En vez de responder, quedóse él con la vista perdida en aquel luminoso horizonte de la tarde.

—Te recuerdo bien—dijo luego—. Eras una muchachota blanca, a media pierna la falda... Tus ojos me parecían muy grandes.

—Es verdad. Estaba muy gruesa. Ahora parezco una galguita... Pero ¡qué torpe!, ¡qué torpe!... Debiste esperar a casarte conmigo.

Magdalena gritó desde abajo:

—¡Vamos, niños!

Y cual si lo fueran realmente, empezaron a descender a esta orden, volviendo a tomar el camino detrás de todos.

Luciano fué el primero que trató de salir a la jovialidad, desde el abismo de pesar en que le había sumergido el reproche de Flora. El había pensado muchas veces la vida que hicieran si estuviesen casados: lejos de allí, en Madrid o en Colombo, la ciudad perfumada hija del sol. Su despacho junto al gabinete, para trabajar teniéndola cerca. El cuarto de Flora frente al suyo, tocador al medio... ¡Oh, que no! ¿Era nada que él no pudiera verla al levantarse, sino cuando su Flora tuviese a bien abrir tocador y recibirle, ya bañada, al espejo, donde él se entretendría en ponerle las llores del peinado, y hasta aprendería a peinar para hacerla y deshacerla los rizos don sus dedos? El traje según la mañana: si estaba hermosa, de ciclista: al parque, delante ella, recta y ligera, encorvado él, como persiguiendo en la carrera veloz, a través de los árboles, una mariposa... Las noches al piano; se harían servir el café en el gabinete, cantaría ella La Serenata, le haría oír La invitación al, vals—dos músicas inolvidables—; le acompañaría, al violín Sur l’eau, recordando estos tiempos’ y luego, al tocador, a las once, para que él la vistiese... puesto que haríala tener el vestuario de una actriz; un traje de cada época, de cada raza, de cada clase, desde el tul de las amantes de Alejandría, hasta el mantón de la chula de Lava pies...

—¡De chula en la India!—interrumpió, riendo, Flora—. Y ¿salir yo? ¿Al teatro?

—Calla, boba. ¡Qué salir! A un teatro singularísimo, para mi recreo, para mi pasión. Una chula distinguida, rubia y liada en flecos de Manila, ¡que ninguna mujer bonita está mal envuelta en sedas! Estas galas servirían exclusivamente para que yo te viese. Supongamos que cantabas la romántica Serenata; que contemplándote me transportaba al tiempo de los castillos, y las princesas con cabelleras de oro; que se me llenaba la fantasía de rayos de luna, y que suspiraba, en fin, por la soñada hija de un rey...

—¡Muy bien! ¡Y en seguida, yo... te sacaría los ojos!

—Pues en seguida tú, mi Flora, de cuyo serio traje de calle estaría cansado, y a quien de verla con su sombrerillo de inglesita en nuestro laudó de dos caballos estaría harto (porque te advierto que mi sueldo allá nos permitiría hasta enviar cada mes... cien duros a España...) en seguida tú, ¡al tocador, delante del espejo!; y yo mismo, fuera traje, prenda por prenda... ¡No, si no sabes lo que voy a decir! ¡Si te visto a escape!... Ceñirte un corsé pequeño, la gran falda real de terciopelo blanco, el justillo de gorgnera y largo talle y manga de «ángel, la diadema de alteza entre el pelo a la espalda tendido... Y como no faltaría la luna en el cielo de Ceilán, apagaría la luz, abriría del tocador la ventana, y haría esa noche la conquista de una princesa, creyendo ver en los hierros los garfios de mi escala. ¿Verdad que al otro día, cuando yo se lo contase a mi Violeta, me perdonaría la infidelidad?

Flora, llena de amor, tomaba cómicamente en serio la charla, que la divertía:

—No lo sé. Tendría que pensarlo. Quizás tu Violeta, con su serio traje de calle, te guardara rencor al día siguiente.

—¡Quia! Procuraría al día siguiente conquistar a mi Violeta, y se alegraría de verme traidor a la princesa... Y no era la Serenata, sino Sur Vean lo que acababa otra noche de escucharte. Un vapor, las lejanas tierras, el cálido Oriente... Fantasearía yo, claro es, con todo ese mundo que habríamos visto a través de los mares; imaginaría delante harenes, odaliscas, alguna ideal favorita quizás...

—Traje de turca, ¿eh?... Me sentaría mejor que el otro.

—¡Ah! Pero, ¿qué sabes tú las dificultades de este amor? Por lo pronto, sería preciso que olieras a sándalo y ailán, y habría que echar un frasco de cada esencia en tu baño... oculta tú en las colgaduras mientras colocaba yo los almohadones de raso en la alfombra y encendía la lámpara rosa de cristal cuajado; además las turcas no son rubias, como las princesas y tú, y tendría que ennochecerte el pelo—de negro, su luz eclipsada por unas cuantas horas en que el blanco de tu cara brillase más; luego el escarpín de oro y felpa trenzado a la pierna, el bombacho de seda a listas rojas y verdes, la faja escarlata, los brazos desnudos, y sobre el escote y la cabeza los collares de medallitas... Té para los dos, y una pipa; jerez (moro de estirpe); un fulgor discreto, y en el aire humo de papel de Armenia; lumbre de tu belleza en mis ojos... y del jerez en el cerebro, y allá al no sé cuánto, quizás cuando la aurora asomase al tocador, como a las policromas ventanas de la oda de Byron... ¿has leído el Don Juan?

—No.

—Pues como allí; borracho de los aromas de tu seno y de tus brazos, bañándolos en besos y en caricias como antes en perfumes... apurar la botella, desnudarte igual que te vestí...

—¡Basta!—gritó Flora, medio riendo, escondida la cara con el pañuelo.

—... y acabar de tomar la turca!

—¡Basta! ¡Basta!—repetía la joven, tapándose los oídos y con un gesto encantador en la cara encendida.

—Por qué ¡basta!—replicó Luciano—. Lo que mi amor dice puede escucharlo el tuyo.

—¡Oh! ¡Pero no tanto! ¡Eres muy malo!

—¿Qué extraño es que tome la turca quien se ha bebido una botella de jerez? Además, todo esto lo soñé anoche, y no tengo la culpa yo si lo he soñado. Creo que en la India el cielo y el mar son verdee, más verdes que este cielo; la tierra roja y los bosques adormecedores de perfume. Y soñaba yo que un barco muy grande, muy grande, nos llevaba a ti y a mí rodeados de esperanza en oí aire de aromas dulces de flor, entre el mar y el cielo de esmeralda, y contemplando en la tierra de coral el paraíso a que arribábamos de nuestra ventura. Yo no sé cómo estábamos allí, ni sé quién nos habría llevado; mas allí estábamos solos, para siempre, olvidados de todo, y lejos, muy lejos de este otro mundo en que nacimos... Luego el barco nos dejó, sentimos sus cadenas recogerse, vimos su humo perderse en la línea del mar... y nos estremecimos tú y yo de asombro, de felicidad, y nos abrazamos en la soledad grandiosa y eterna de nuestra gloria que empezaba, Flora mía.

—¡Un sueño, sí, Luciano! ¡Un sueño! Para eso necesitaba ser tu mujer tu pobre Violeta.... y no lo es.

—¿Tú?—exclamó él, acentuando la abstraída seriedad con que había pronunciado sus últimas palabras.

Y añadió, gravemente:

—Flora: ¡tú eres mi mujer!... Si no eres mi mujer, ¿qué eres mío?... Y yo quiero que lo seas. ¿Leiste mi carta de anoche? ¿Qué contestas?

Instintivamente bajó la rubia los ojos y se alejó un poco. Le desconcertó la formalidad con que hablaba ahora Luciano, y sintió un miedo de realidad que no había sentido mientras le escuchó cualesquiera atrevimientos en calidad de supuestos y en tono alegre. Procuró parecer serena, ya que no podía sonriente, y con una contestación vaga dábase tiempo de elegir la táctica de defensa en la lucha que preveía.

—No la he comprendido bien—dijo—; pero, de todos modos, creo, Luciano, que ya no es de las cosas que me permitirían seguir sintiendo orgullo de tu cariño y rezar tranquila. Un instinto. Porque repito que no he comprendido bien lo que quieres decirme.

—Que seas mía, Flora—dijo él, con voz imperceptible y trémula.

Flora vaciló.

—¿Pues no soy tuya?—respondió con hábil ingenuidad de mujer que se defiende.

Porque, en efecto, a través de la niña curiosa, apareció toda la mujer, y su pasión, bruscamente proyectada desde su alma contra su pudor, se resolvía en aquella sonrisa singular de otras veces, que más que nunca daba » su faz una expresión contradictoria, sardónica: de miedos de ángel en la frente ruborosa, de extática curiosidad de hembra, en los ojos, y diabólica en loa labios. Era una dilatación leve, temblona, de un ángulo de la boca, en la cara contraída y roja. Un rayo de amor rasgando velos de vergüenza, como el primero de sol que agujerea la niebla.

—Sí. Tu alma es mía... ¡Quiero abrasarte, morir entre tus brazos!... ¡Quiero tu cuerpo!

—¡Oh! ¡Qué atrocidad!—no pudo menos de exclamar, asustada ante la escueta confesión.

Mas reponiéndose rápida, para no darse por enterada, procuró huir con sutilezas de coqueta. Se agachó para cortar una florecilla de un ribazo, y dijo:

—También lo es... ¿Por qué no es tuyo? ¿Por quién se alegran mis ojos de parecer bonitos y me adorno yo para parecer agradable?... Ah, si supieses cuánto siento algunas veces que a mi lado y frente a ti haya otras más hermosas.... Magdalena, por ejemplo.

—¡Bah! ¿Te burlas?

—Mi cuerpo es tuyo: toda yo. Mándale que sufra por ti, que se torture, que se desgarre. Dime que coja un ascua, y la empuñaré, mirándote, sin una queja.

Luciano anduvo algunos pasos, concentrado en honda y rápida reflexión.

Se había separado algo y volvió a acercarse:

—Oye, Flora. A nuestro amor, para no darle apariencias de torneo de galanterías, que entonces sí que debiera avergonzarnos, pues tú y yo no estamos en situación de jugar a los novios, es preciso concederle majestuosa franqueza. Si yo quisiera, si yo, como con otras mujeres, pudiese con una hermana de la mía dedicarme a tal juego—gracias a las ocasiones que la confianza de los demás y tu ceguedad e inexperiencia me brindan, cualquiera de estas tardes dulces de nuestra música, en que las notas y mi pasión te emborrachan, alguna de estas noches en que tu madre te llama durmiéndose, mientras yo te siento en mis brazos desfallecer, un beso más te haría rendirme tu hermosura, loca la voluntad perdida: no importa si quizás para que luego te alejases, despreciando tu flaqueza y odiando mi triunfo en el tardío despertar de tu pudor Pero no es esto lo que ambiciono de ti. Ese beso, el último del amor y el primero del deseo que lo mata, se ha quedado y se quedará siempre en mi boca, entre mis dientes, mordido como una traición, antes que herir pueda a la mujer que adoro. Lo que te digo en mi carta no es hijo de un ansia fugaz, que ya ves que pudiera y quizás pude ya aplacar sin ruegos y sin palabras, sino mi cariño que sr agranda y se engrandece, tu alma que por mi alma se extiende más, y mi ser que por el dominio de tu ser entero clama con una necesidad absoluta, invencible. No es tanto la posesión de tu belleza como el saber que puedo poseerla, que tú no me la niegas, que nada hay en ti que dispuesta no estés a entregarme por una firmeza de tu cariño. Llega una vez a mis brazos y di serena: “Aquí me tienes, tuya soy; tómame si quieres...” Y ¡quién sabe!, tal vez ese día me conforme con estampar en tu frente el beso más casto de mi vida. Esto quiero decir, esto quiero que tú me digas, Flora.

Calló Luciano, y ella siguió marchando a su lado, a un paso de él, viendo saltar la arena golpeada con la contera dé la sombrilla; luego miró a las demás, que iban delante, cogiendo acederas de entre las piedras las dos primas de Magdalena, casi dos chiquillas, cuya presencia le infundió ánimo. Porque se encontraba indefensa, atada a la sinceridad con aquel razonamiento de formidable fuerza. Las cosas pasaban más allá de los límites que soñara nunca. Tenía razón absolutamente, o la haría ver que la tenía, con sus artes, aquel diablo tentador. Ya no veía útiles para nada sus disimulos de coqueta. Fué éste el primer momento en que Flora sintió la gravedad de la aventura a que de modo insensible venía lanzada.

—¿No contestas?

—¡Qué contestar a una cosa así!

—Lo que pienses, con la franqueza digna de nosotros.

—Pues pienso—dijo ella completamente sincera, en una especie de confesión de vencida que suplica—que no me explico, después del miedo que me dió tu carta, que te esté escuchando con menos miedo. Que te adoro y que no sé lo que pienso; que me vuelves loca y que harías de mí lo que quisieras. ¡Lo que quisieras, sí! ¡Tocio! ¡Todo!... ¡Ve si soy franca! Pero que ni tú debes solicitar esa inútil prueba de cariño, ni yo debo acceder a ella. Mira quién soy y no exijas de mí, ¡por Dios!, lo que no debes. Tienes mi voluntad, mi corazón, mi pensamiento; mis ojos no descansan más que en ti; te oigo hablar, y me ahogo de alegría; me duermo, y sueño contigo; te alejas, y me muero... ¡Pues con la pena de perderte, déjame siquiera el derecho de recordarte sin remordimiento y sin sonrojos, Luciano!

—¿Remordimiento?—preguntó él, sorprendido, tan sincero como ella. Y añadió con instantáneo desdén:

—¡Ah, sí! ¡Olvidaba que las mujeres aprecian menos el alma que el cuerpo! ¡Que niegan éste todavía cuando creen haber entregado aquélla!

Se detuvo y la miró cara a cara.

—Pero si así fueses tú también, Flora, no querría nada de ti. Podrías recoger tu alma,.que hubiese hecho mal tu conciencia, siendo quien eres, en entregar a quien no debía, según la ley del remordimiento reglamentado. ¡Habíamos afirmado que nuestro cariño está por encima de muchas cosas!

—No, no soy como las demás; tú me transformas... Pero, ¿por qué pides, un imposible? Si lo que deseas es mi voluntad ele no negarte nada, ya te he dicho que mi voluntad es tu esclava y no podrá resistir tus antojos. Dele bastarte.

—Sólo que no en palabras; en hechos cuya “realidad” dependa de mí exclusivamente, y sin que tú conozcas de antemano si aceptaré el sacrificio de tu pureza. Yo no quiero tu voluntad débil para sucumbir, ya lo sabes, sino enérgica y resuelta a entregarse.

Flora callaba y suspiró. Luciano murmuró a su oído:

—Esta noche... ¡Quédate!

No respondía. Igual que si el blando nido en que se hallaba antes tan a gusto se hubiera de pronto trocado en jaula de oro que la oprimiese, con un pensamiento de fuga echó lejos a volar sus miradas por la sierra de enfrente, que se teñían de violeta al reflejo del crepúsculo.

—¿Esta noche? ¡Por Dios! ¡No!... ¿Por qué se te ha ocurrido esto, dime? ¿Por qué? ¿No me has dicho mil veces que eres dichoso con mirarme y que no ansiarías más toda la vida?

—Y así es. Pero algunas veces, Flora, pienso que nos habremos de separar, que ya no podré mirarte, y que tu alma impresionable de niña concluirá por olvidar tanto más pronto cuanta mayor pena te cause mi partida... ¡Ah, perdona—prosiguió interrumpiendo una protesta—; imagino nada más lo que el tiempo podrá hacer en una niña de veintidós años, llena de ilusiones, de caprichos y de esperanzas! Supongo que si esta niña me quisiera siempre estando yo a su lado, porque la anegaría en felicidad, sería incapaz de guardar toda la vida el culto del amor de un día, y aunque abrigo la presunción de que no volverás a enamorarte, porque te lo impedirá mi recuerdo, creo en la posibilidad, más aún, en la facilidad, de que llegues a sentir por otro hombre alguna simpatía y que te cases con él...

—¡Imposible!

—... y entonces, Flora, a la inversa que hoy: sin que tenga tu alma, le entregarás tu cuerpo, que a mí me niegas... ¡y eso sí que yo no puedo sufrirlo, y eso sí que sería bien miserable!

—Es que no sucederá.

—Por si acaso, antes que por derechos de reglamento manchen tu pureza, debo recogerla por derechos de amor.

—¡Es que no sucederá!—insistió Flora.

—¡Da lo mismo, mujer! Si sucede, para que tomen igualmente gastados tus encantos y tu corazón, que harto podrá aceptar lo uno quien acepte lo otro; y si no ha de suceder, ¿para qué guardas aquéllos sino para el amor único de tu existencia?... ¡Bah, Flora! Es un beso, un beso más grande y nada más: de desilusión cuando no se ama, de poesía inmortal cuando sirve para completar la unión de dos vidas apasionadas... ¿Verdad que esta noche?

Iba Flora con los ojos en tierra, sombría, vacilante como si estuviese ebria.

—¡Ah, por Dios! ¡Tuya soy, Luciano!—replicó al fin—. Comprendo que no puede detenerme el respeto a mi honra, que te pertenece, que te di ya al darte el alma y el corazón... Mas yo no puedo impedir que sea para mi vergüenza un sacrificio superior a mi voluntad lo que pides, y no tendría tampoco la resignación de sufrir luego tu ausencia. ¡Ay, Luciano mío, no me obligues a un disparate! Después de hecho, ¿tendrías la calma, de abandonar a tu pobre Flora, sin saber qué sería de ella? ¿Sabes tú, además, si tu Flora consentiría ya en separarse de ti?

Llegaban al puente. Del lado allá se veía a los niños en mitad de la vía jugando con su madre y Dolores Júver. Luciano, deteniendo súbitamente a la joven, medio ocultos los dos por la placa de arranque de la barandilla, dijo:

—Bien. Quédate esta noche en el comedor hasta, que tu madre duerma... Después, un día, una semana o un mes para reflexionarlo, me es igual; y en cuanto lo digas tú... ¡nos vamos! Por ahí, por la tierra, para no separarnos.... para realizar todo lo que te contaba antes. Nos vamos en ese tren de la madrugada, que, cuando te escribo, parece que nos llama la Cádiz! la Colombo tú conmigo!

Aterrada Flora, mirando con lágrimas en los ojos a los niños por entre el calado de hierros, quiso escapar. El la cogió la mano y la detenía...

—¡Qué locuras, Dios mío! ¡Qué locuras!

—¡Pues quédate esta noche! ¡Sé mía una noche, si no quieres siempre!

—¡Que nos están viendo, por Dios!

—¡Pues quédate esta noche! ¡Siquiera esto!

—¡No!... ¡Antes para siempre!... ¡Yo lo pensaré, Luciano! ¡Déjame ahora! ¡Déjame!

Se desprendió y andando por las inseguros tablones del puente, como una sonámbula, sin preocuparse de la horrible profundidad que se descubría por las rendijas y por los lados, fué a alcanzar al grupo de Daniel, que vigilaba la vacilante marcha de las tres primas de Magda lena, mientras que ésta iba delante con el otro del brazo y lanzando pequeñas gritos entre carcajadas cada vez que un cuartón se movía bajo su peso, como la tecla de un piano.

Dolores Júver, al ver tan arrebatada a Flora, le preguntó si había corrido mucho.

—A ésa se le pega atrozmente el sol—se adelantó a explicar doña Salud, contenta y tranquila, porque Angel Luis estaba en el campo por ocho días.


Flora se recogió aquella noche temprano. No pudo cenar y tenia dolor de cabeza. De improviso se apoderó de ella un frío que la hizo castañetear los dientes—y don Gil, después de tomarle el pulso, y Luciano también, porque en particular éste entendía, algo de calentura, la obligó a acostarse, queriendo llamar al médico. Doña Salud, aferrada a su opinión, manifestó que se trataba de un poco de jaqueca por el sol, y nada más.

Sin embargo, se recurrió al médico al otro día. La enferma no pudo levantarse, cada vez más atacada por el dolor, fijo en la nuca, y que no le permitía casi abrir los ojos en la habitación sin luz. Don Roque (Bismarck) calificó el padecimiento de fiebre larvada subintrante, y creyó urgente recurrir a altas dosis de quinina; pero doña Salud, escéptica de la Ciencia, y en primer lugar de sus representantes en Alajara, la rechazó, obstinada en que aquello de Flora pasaría si lograra, dormir. Quedó sustituida la quinina por antiespasmódica.

Dos días continuó en el mismo estado, sin confirmarse la gravedad, lo cual parecía deplorar don Roque, a juzgar por el tono con que preguntaba mañana y tarde:

—¿Los calofríos no han vuelto?

—No. ¡Pero no duerme!—contestaba doña Salud.

—Volverán. Es un estado atóxico bastante grave. Le he apreciado saltos de tendones y arritmia.

—Y ¿qué es eso?—preguntó don Gil, que iba y venía desde su casa al hotel incesantemente.

—Debilidad y falta de ritmo en el pulso. Me tranquiliza que la lengua está de color normal y húmeda; mas no basta para excluir la gravedad.

No creía en ella Luciano tampoco, si bien aparentaba lo contrario. Desde que habló el médico del síntoma alarmante, le invitaba don Gil a pulsar a Flora muchas veces. Subían sin abrir el balcón ni encender una vela siquiera, pues no aguantaban la menor claridad los ojos de la enferma; y el joven la pulsaba largamente—es decir, le abandonaba la mano bajo el embozo, teniendo al fin que arrancarla de la presión ávida de las de llora. “Faltaban dos o tres latidos de cada trescientos.”

Cosía mientras Amparo en la saleta, confiada en el ojo médico de su madre, que atareada también con la cuelga de uvas en los portales, apenas asomaba al dormitorio más que a llevar sustancias de jamón, “única droga capaz de curar a la chiquilla, que «e iba quedando desmejoradísima este verano”.

—¡Toma esto!—decíala entrando en la alcoba con la taza en la mano y enfriando el caldo.

—No lo quiero.

Dejaba el plato sobre el tocador y salía, no sin refunfuñar primero:

—Ahí está. No lo tomes si no te da la gana, hija; pero así desde que se fué el otro al campo te vas poniendo de flaca y escuchimizada... Todo lo arreglas con el colorete. ¡Si yo le dijese a don Gil lo que tú tienes!

—Bueno. Déjame en paz. Lo que quiero es no ver a nadie.

—Claro, menos al otro. ¡Si quieres por receta a Angel Luis! Se lo contaremos al animal de don Roque y se irá por él... ¡Lástima de bofetada!

Doña Salud hablaba siempre, a solas con Flora en parecidos términos. No la mimaba sino por cálculo, y le guardaba secreto rencor por el cariño que le robaba del amante. Acaso tenía la convicción de que, a no ser por ella, éste la abandonaría, y un mucho por vanidad, y un bastante porque no podría vivir sin el dinero que se había dejado arrebatar, le molestaba el reconocer que aquella hija era su último lazo con don Gil—ya su hermosura en ruina espantable, disimulada con tinte en las canas y Crema Simón en las arrugas. Egoísta desesperada, viviendo aún de la antigua fama de mujer bonita, no quiso jamás a nadie, limitándose a agradecer todas las formas de la adulación, con su expresiva amabilidad de persona que presume de educada y culta. A su lado no cabía más que ser admirador confeso de sus perfecciones; y así indiscutida, en sus balances de la admiración aplicándose al talento lo que le sobraba de la belleza, había vivido desde muy joven, primero con el marido y después con el amante; mas ahora, en bancarrota el imperio de sus hechizos, y en primer lugar para don Gil, sabedor a fondo de cómo se ocultaba una vieja bajo el azabache del pelo y la tersura del rostro, desacatada su omnisciencia por la independiente Flora y hasta por la sencilla Amparo, rebelde también desde que estaba con Luciano, que le parecía a la suegra el más vanidoso de los nacidos—odiaba a todo el mundo, incluso a sí propia, cuando se veía al espejo sin aliños, preguntándose qué le quedaba que hacer en la tierra, a ella que nunca le importaron los demás sino por ella misma.

Entonces entregábase febrilmente a aquellas tareas al por mayor de los portales, a la conservación de frutas y confección de licores, jabones y dulces, recordando el gran espíritu industrial de su marido y pareciéndole de este modo que se vengaba de la insignificancia de do« Gil, su vida entera ocupado en coleccionar huevos y jeroglíficos y en componer acordeones y chirimbolos rotos.

Tras la cuelga de uvas llegó la fabricación del vino para el año, repitiendo constantemente que lo de Flora no sería nada, aunque llevaba ya ocho días sin levantarse; y no pudiendo imbuir a Amparo la actividad fabril, la asociaba a la fuerza como capitalista.

Precisamente el dueño de las uvas, compradas sin pensar que no tenía dinero don Gil (muchos meses necesitaba sus rentas para los arriendos), había ido varios días reclamando el importe. Una mañana se plantó en el pasillo diciendo que ro se iría hasta cobrar; y como era costumbre desde que estaba allí su hija mayor, recurrió a ella doña Salud, recibiendo los trescientos reales en triunfo de una borrascosa batalla, porque Amparo, al abrir el cajón cito del armario, se asombró ante los tres billetes de cincuenta pesetas que rodaban entre monedas de cobre, como resto de las dos mil destinadas a ropas y otras casas que aun faltaban para el viaje. Llevábale entregado a su madre más de cien duros y la tachaba de despilfarrada y cabeza de chorlito.

—Pues mira, para vosotros. ¿Creéis que me basta nada con tanta gente?

—Si te parece, ponnos precio, como en una fonda. Sólo que entonces nos hubiera sido mejor estarnos en Madrid, aunque fuera por no oírte.

—¡Calla! ¡Que hablas de más, hija mía! Haberme dado lo que le debéis a don Gil, en vez de tanto triunfar y gastar en trapos, y no sucedería esto.

—Don Gil no lo pide, porque es más razonable que tú.

—¡Ya! Y vestir a los niños y a todos...

—Pero en vosotros está el dárselo.

—¡Peor fuera que no comiesen, so bruta! ¿No ves que no tengo un céntimo? Y, además, ¿quién os ha mandado que vengáis?

—¡Qué palabras! ¡Eso debimos hacer, no venir; pero, aunque no lo mereces, no hubiera sido capaz de irme tan lejos sin verte!

Echaba a llorar Amparo; y lo mismo que iba ya siendo regla en las continuas refriegas de madre e hija, truncadas por el llanto al primer apostrofe duro de doña Salud, se compadecía ésta y quedaban más amigas por el resto de las veinticuatro horas.

Dos días después se peleaban por causa muy distinta—que de todo hacían tema a propósito y todo ponía en pique de chocar al desgarro de la viuda, tan distinto de sus modos de almíbar con la gente de la calle, contra la mimosería vidriosa y el mal genio crónico de la buenota de Amparo.

Sucedió que Luciano recibió una esquela de un señor que, al poco de la llegada, le comprometió a corregir el montaje de una trilladora. Invitábale para salir a la otra tarde y permanecer tres días en la finca, donde se juntarían varios amigos de otro pueblo, preparada una cacería de reses. Luciano, que no sabía qué hacer desde que por estar mejor Flora la veía apenas, pues sólo por la noche le llevaba don Gil a pulsarla, no encontró desagradable la oportunidad—y así no se levantaría antes de tiempo, según había deseado ya, ganosa de poder estar a su lado. Quiso contar, no obstante, con su aquiescencia, y aprovechando el abandono del piso alto, adonde rara vez subía nadie en toda la mañana, le fué fácil entrar furtivamente en la habitación. Flora dormía, y la despertó de un beso.

—¡Soy yo! ¡Tu Luciano!

—¡Solo!

—Sí. Acabo de recibir esto. Ese de la máquina, que me convida tres días a cazar. ¿Quieres que vaya?

—¿Tres días? ¿Y estabas dispuesto a ir?—preguntó Flora, ante cuyo enojo se había disipado la turbación de verle allí.

—Se lo prometí, ya ves... Y ninguna ocasión mejor, ahora que tanta ira me da saber que sufres y no estar a tu cabecera. Así acabas de ponerte buena.

—Pues no; no vas. Dile que no vas. Yo me levanto luego. Ya estoy buena. Es una tontería que ayer no me dejase el médico. ¡Mira qué entenderá Bismarck lo que yo he tenido!

—Levantarte, no. Iré un día. ¡No tengo otro remedio!

—Pues no. ¡Te digo que no vas!... Y si vas, me pondré peor. Anda, vete: has de ver qué buena me encuentras cuando vuelvas de divertirte.

—Bien. No voy; en paz. ¿Te duele la cabeza?

Flora le había cogido la mano y se la puso en los labios, mientras contestaba:

—Nada. Y me mareo menos al incorporarme. ¡Qué bonito que me dejases abandonada, después que he sufrido tanto por ti!

Jugaba con la mano en su cara.

—¡Oh, Flora mía! No sabes lo que me pasa. He sufrido más que tú. A sospechar que te impresionara tanto, no te hubiese dicho... de modo tan brusco lo de aquella tarde. Es que a mí me parece que nada puede haber brusco en cualesquiera afanes de mi cariño, porque se me figura que debes adivinarlo tú. Pero, castígame: muérdeme la mano.—(Flora se la volvió a besar.)—¿Qué quieres que haga por penitencia?

—Quererme mucho... y no volver a hablarme más que de lo que yo quiera.

De pronto se sintió ruido en la escalera.

—¡Vete!

Luciano corrió, llegó a la puerta del tocador, que sonó al cerrarla precipitadamente, y a la mitad del pasillo se encontró con quien subía: Amparo.

—¿De dónde vienes?—preguntó ella, con extrañeza tal, que Luciano comprendió que había oído los cristales.

—Del cuarto de tu hermana.

—¿De qué?

—Bajaba de la azotea, me sintió y me ha encargado que le diga a tu madre que le suban... ¡no sé qué!.... un caldo, creo.

—Y ¿por qué no tiró de la campanilla?

—¡Yo qué sé! Ven y te enteras, porque ya olvidé si me ha dicho el caldo con jerez o solo.

La llevó y abrió la puerta:

—Ahí va Amparo; explícale si quieres el caldo con jerez, o sopa, o lo que sea.

Y se alejó, confiando en que Flora le entendería—como sucedió, por suerte. Sin embargo, no quedó Amparo completamente convencida; y poco después, con su cándida franqueza, deseando que su madre desvaneciese aquella terrible sospecha, que le había hecho recordar la escena de la boda, la buscó en los portales, y le dijo:

—¿Sabes que acabo de ver una cosa?

—Cuál.

—Que Luciano salía del cuarto de Flora.

—¿Eh?

—Sí. Dice que le sintió y le llamó para que te pidiese un sopicaldo con jerez. Pero como a mí me ha parecido desde el pie de la escalera que la puerta se cerraba de prisa... y en la boda de Antonia ella le atendía de un modo... ¿Tú has notado algo de particular en ellos?

Un momento se quedó perpleja doña Salud. Luego frunció la cara y saltó como una furia:

—¡Anda, animal! ¡Capaz eres de armarle un caramillo a la muchacha! ¡Crees que todas se enamoran de tu marido! ¿Habrá bestia?... ¿Conque se cerraba de prisa? ¡No sé que una puerta, cerrándose de prisa o despacio, quiera decir estupidez semejante!... Pues has de saber que a Flora le da asco del tal Luciano, que está medio tísico, y desde que vinisteis señaló una copa para no beber en la suya. ¡Buena es la niña!... ¡Tu marido lo que está es sirviéndola de alcahuete con Angel Luis! ¡Para eso le quiere!

Esta andanada habíala ido aguantando Amparo verdaderamente arrepentida de su mala idea, y casi contenta porque borraba sus sospechas. Pero cuando oyó burlarse de Luciano, y sobre todo que a Flora le daba asco de él, toda la amargura de su corazón se le subió a la boca:

—¡Conque asco! ¡Asco! ¿Le da asco de él?... ¡Miren la... necia, y de quién le ha ido a dar asco, de quien se lo tiene al mundo entero y tiene más orgullo que un rey...! ¡Ahí estaban la señorita Flora y el burro de Angel Luis, para que, ¡nadie!.... mi marido venga a servirles de...! ¡Hija, qué palabrotas dices! ¡Por supuesto, que ahora mismo se lo cuento a Luciano y ya veréis vosotras si...!

Doña Salud la cogió:

—Ven acá, borrica. ¡No faltaba sino que armaseis un escándalo por si salía o no del cuarto, y que don Gil lo supiera y estallara la gorda! la quién habrás salido tan estúpida, mujer!

Amparo lloraba desconsoladamente.

—No es eso. Es que hablas como una arrabalera, y ni tú ni mi hermana tenéis que despreciar a Luciano, ¿sabes? Y si tanto asco le da a ella, y tan bajo te parece a ti, con marchamos mañana mismo y no volver a acordarnos de quienes así nos quieren, estamos al cabo de la calle.

—Hija—dijo doña Salud, remedando su tono lastimo so—, qué apurada te pones y con qué facilidad lloras en ¡seguida por los vivos y los muertos. Nadie te ha hablado de si os quieren o no.... y más valía que te fijases un poco antes de decir todas las barbaridades que se te ocurren, que eres la propia para plantarle un par de coces al lucero del alba.

Vino paso a paso la avenencia y quedaron tan amigas—por más que a Amparo le escocían en el alma los improperios a su Luciano, y que doña Salud no podía desechar tampoco el escozor producido por la sospecha a Flora referente: hallábalo absurdo; pero su experiencia de amante y su temperamento pasional no encontraban el imposible en cuestión de amores. Por lo pronto habíala resultado atendible la consideración de su hija: era descompasada la diferencia entre Luciano y Angel Luis para que aquél se sometiese a éste en el papel que le asignaba.


Aquella misma tarde se levantó Flora y bajó a la sala.

Había venido arrebujada en un gran mantón celeste, y hundida en la butaca, tan pálida, tan descarnada, parecía una muerta.

Luciano, sin dar conocimiento a nadie más de la casa, se desentendió de la invitación, disculpándose con imprevistos quehaceres—avisaría cuando pudiese ir. Bien mirado, maldito si ni por galantería contaron con su voluntad al precisar la ocasión del viaje, encima de que dispensaba un favor. Un “muy señor mío” alajarense que le tomaba tal vez por un herrero distinguido, a quien se le manda y se le paga con la merienda...

IX

Los airazos de septiembre, que hicieron sus últimos días demasiado frescos, se resolvieron durante los primeros de octubre en la lluvia y el mal tiempo de repentino invierno. El hotel sufrió algunas modificaciones: se colocaron alfombras en la sala, el gabinete y las habitaciones de Flora; estera de esparto en la saleta, transformada en comedor; se trasladó la costura a un cuartito de arriba orientado al Mediodía, y se encendían braseros para las camillas y fuego de leña en la cocina. Contrarió al pronto a Flora y Luciano este cambio, que trastornaba sus hábitos. Ya doña Salud y los niños y las criadas no andaban esparcidos por el huerto y el jardín, dejándolos en aquel abandono de la casa; ya no se dormían las siestas en que los demás los quedaban pintando y charlando en la espaciosa saleta, a distancia de las costureras; ya por las noches había gente por todas partes, recogidos al fuego de la chimenea los niños y Clotilde, dificultándoles el antojo del beso que se pedían con Música prohibita... Pero cuando encontraron modo de cumplir el antojo esperándose en las tinieblas del pasillo; cuando instalaron sus caballetes por las tardes en el salón de arriba, cristalera al medio del cuarto de coser, porque no cabían en éste—lo cual les permitió hablar con más libertad (aunque notarian en doña Salud una cosa rara, como si desconfiase y quisiera observarlos algunos ratos); y, sobre todo, cuando con motivo del brasero alargaban las sobremesas, hojeando juntos algún tomo de la Ilustración o eligiendo paisajes del Fígaro, mientras se estrechaban la otra mano sobre la falda de Flora, gracias a la camilla—no sólo se conformaron, sino que se alegraron del cambio.

Flora había tardado en reponerse; y la primera vez que volvió a hablarle Luciano de sus proyectos locos, insistiendo con fría tenacidad en que se quedase una noche o se escapase con él, hubo de contestarle:

—Me tienes muerta, y no pienso en otra cosa. Pero concédeme tiempo. Cuanto más retardemos semejante disparate, mejor. ¡Que Dios sabe si nos guardará tanta desdicha como dejaremos aquí!

Desde entonces no volvieron a hablar de esto, que les llenaba la imaginación y les quitaba la alegría. Los lazos de confianza se estrecharon entre los dos, y singularmente Luciano la consideraba a ella como si fuera completa e irremediablemente suya.

Al encontrarse solos, sus besos eran de una voluptuosidad profunda y triste, que les daba frío de fiebre, mino si la pena que iban a causar a los demás viniera, a mezclarse y a amargar su delicia. Besas sensuales, de un romanticismo plástico, invertido desde las nubes de ilusión a que se prendían antes, para elevarse ahora como ideal emanación del amor material que les sugería, posesión prometida. No podían soportar la presencia de Amparo y de los niños, y en muchas ocasiones ni se besaban siquiera; apoyaba Luciano la frente en el hombro de ella y se unían en largo abrazo doloroso, cual dos hermanos en el desamparo de un querido muerto—sintiendo por anticipado la íntima soledad de la proyectada fuga. Y, ciertamente, parecíales que alguien agonizaba en la casa, que todos aquellos seres, tan llenos de Vida, tenían ya en la sangre un traidor veneno. Se separaban con un afán de huirse, se contemplaban.... y el amor que vertían sus ojos les obligaba de nuevo a abrazarse, como ante una hermosa fatalidad irrealizable.—Luciano pensaba entonces que podría sacrificarse por Amparo y sus hijos, pero que no debía, sacrificarles la Flora: no se juzgaba con derecho a cometer en el alma de ella el asesinato de la ausencia.... y maldecía que no fuese una coqueta, igual que Magda. ¡Qué ropa tan horrible una niña desengañada para siempre, con el corazón vacío desde la juventud de lo? amores!... Para huir de la angustiosa realidad presente, hablábala como en fantástico sueño de los lejano países, de las dichas de vivir, anegándola con vagas proyecciones de una amorosa felicidad, bajo los lejanos cielos de la India.

Flora seguía encantada del cambio de su semblante. Encontrábase más bella, suavizadas por la poesía misma sus seducciones. Hallábase en el mirar, en el aspecto, hasta en los movimientos y actitudes, una lentitud sereno e infinita, que quitaba los ángulos a sus antiguos rasgos de desdeñosa vencedora—aunque habían aparecido en sus facciones, porque los pómulos, con ligera demacración más salientes, y las ojeras, tan grandes que no hacía falta retocárselas, le destruyeron en la faz aquella redondez y aquella frescura de muñeca. Cuando se soltaba la cabellera rubia al espejo, contemplábase con dulce pena, viéndose transparentar en el brillo febril de las pupilas y en la piel ardiente y seca el claro? fosfóreo de un alma que despacio ardía como una lámpara en el altar de bus amores.

Tiró al cubo del lavabo el paquete de polvos color de carne y la saboneta del carmín: le gustaba verse en la palidez pura del rostro—aumentada por la velutina—los ojos sombríos de tísica, donde dos obispas parecían temblar, y los labios, que se mordía y humedecía constantemente, para ponérselos más rojos. De los proyectos de Luciano sólo pensaba, aplazándolos siempre en su voluntad y no meditándolos nunca en sus detalles, que... todo podría suceder. Y aunque no sucediera, aunque al fin se quedara con su pasión sin esperanza, acariciábala todavía, gracias a ella, viéndose con un dolor simpático y ante la inmensa admiración compasiva que había en el tono de los extraños al encontrarla más bonita.—Porque sus amigos, en los escasos momentos de atención que solía concederles mostrábanla el interés que a una enferma adorable; y hasta Marcelo y Lolo, poseídos de la cierta importancia que les dieran las relaciones llenas de inciden tes ron Magdalena, ponían hada Flora mayor empeño de delicadeza, lo mismo que si la hallasen más dignificada y respetable con la amistad de Luciano—del hombre de talento, a quien reverenriaban todos. Flora, ron la ausencia de éste, veía delante una eternidad de vida idealizada, por el espectáculo de la compasión de los demás a su belleza triste, como si fueran siempre a durar su amor y su juventud.

—Mi madre dice que por qué te miro tanto—deríale a Luciano, enamorada—; ¡y es que te miro sin querer, delante de la gente, porque me olvido de todos! ¡Tomo si me durmieras y me quedase soñando contigo!... ¿Qué tienes en los ojos tú?

Se abandonaba toda al amante, pasiva, alma y cuerpo, romo la deseó, provocándola aquella crisis del pudor de la virgen.

Y era él quien no se apresuraba a tomarla ahora, aplazando ron su fantasía de poeta la posesión para cuando allá lejos rindiere a tesoro tal de belleza los honores de una gran noche de amor.

La tuvo una vez entregada, trémula, de pasión en sus brazos, en un beso envenenado y eterno.... mientras arriba, harta de llamarla, se durmió su madre.

—¡Quédate! ¡Hasta el día! ¡En vuestro cama dorada, y te desnudas tú!

Mas e«to era imposible.

El prefería aguardar, entonces.

Otra vez, persiguiendo un canario escapado de la jaula, halláronse, sin saber cómo, en el desván de los portales; aposado el animalillo en el techo, junto a una teja empinada, que daba al camaranchón la luz, por donde podría salirse, mirábalo ella llorando nerviosa, enloquecida—por lo alto de un troje de la antigua cámara cerrada ron llave, y desde donde sería fácil recobrarlo... Fué Luciano por la llave, que no parecía, y, dejando el encargo de su busca a la criada, regresó a tiempo de contener a Flora en una especie de accidente: el canario se lanzó de un vuelo al tragaluz, cubierto con un vidrio, que tampoco había, notado su dueña, y en el que chocó violento el infeliz, cayendo a volteretas al lado opuesto del tabique.

—¡No se escapó! Esta ahí. Lo tendrás en seguida...

Pero la rubia, a plomo en él, que hubo de sentarse en un cajón para sostenerla, le oprimía contra sí rodeada a su cuello y estremecida por pequeñas convulsiones.... sin prisa, al parecer.... en abandono tal y tan insistente, abrasándole de tal modo con el blando calor de su cuerpo, que acabó el joven por sospechar si “la gran noche de amores” querría Flora obstinadamente trocarla en oscuro y telarañoso desván, con un picante final de aventura de colegiala.

Doblaba en su hombro la cabeza, siempre cerrados los ojos?. Y en los oíos la besó el amante, en la inerte boca.... y osó por primera vez la mano armella alzar ocultos cendales y quemarse en desnudeces divinas, sin saber cuándo tocaba la seda de las ropas y la seda de la piel, "perdida en la cálida escultura viva e incomparable, que sólo uniendo las rodillas la aprisionaba entre los muslo? y le oponía débil resistencia.

La voz de la sorda criada, anunciando abajo que traía la llave, le salvó de consumar de brutal manera lo que soñaba rodear de todas las poesías. Flora corrió; sacó el canario con un ala rota...

Y un momento después, observándola amañarse en el brinco del jardín por curar al pajarillo, cariñosa y afligida, preocupadísima por la desgracia de su Pierino, indiferente a lo que a punto de sucedería estuvo, como si de dio hubiese quedado ajena en un estupor raro—tomábale a Luciano su duda de otro? días: ¿tratábase de una verdadera niña inocentísima o de una sagaz coqueta, dueña de sus sentimientos hasta lo increíble?...

¡Ah, sin duda lo primero!—Y le pesó lo que, torpe, acababa de intentar.

Para borrarse la impresión, junto a Flora se sentó en el banco, siguiendo una charla de ternuras en la beatitud que parecía contagiarle saltando de la que invadía a la gentil chiquilla por la buena obra realizada con el canario, al que miraba en la jaula sobre su falda, sujeta el ala con tiras de tarlatana... Sin embargó, de la sensación de belleza sentida por sus manos quedábale al joven un empeño más resuelto que nunca: pasar pronto una noche con Flora.

Y se lo decía, impugnando las dificultades. Bastaría que subiese a acostarse después que su madre, para fingir que cerraba la vidriera de la sala, y esperar luego a que durmiese.

—Tú, muchos encajes, muchos lazos, perfumada trecho a trecho de la cabeza a los pies.... ¿sabes?... Y yo, mil besos por todas partes.... en adoración infinita.... a mi antojo.... sin prisas... ¡Ah, qué rabia tendría ahora si... no hubiese entrado ésa con la llave!

Flora guardaba silencio.

—¿Te espero esta noche?

—¡Chist! ¡Calla!... Esta, noche, imposible. No puedo saber cuál, como comprenderás. Mi madre vigila; sabe algo. Pero te prometo que si alguna, mientras cuido los canarios, se duerme.... bajaré. Todo será que te sorprenda cuando me escribes o cuando me esperes menos.

—Es que te esperaré siempre desde esta noche.

—Un momento, ¿eh?... Y para darte un beso nada más.

—O mil. Veremos luego. Tú, baja... Será nuestra...

Tuvo que enmudecer Luciano: por entre los árboles acababa ele aparecer Amparo, sin ruido, en la tierra del paseo.

Los contemplaba con la frente contraída y la amargura trémula en los labios, advirtiendo la turbación de Flora.

—De qué habláis?

¡Ah, el canario!... Vaya un secreto para decirlo con Pesándose. Iba a proferir alguna dureza. Pero, un poco violenta, cogió a su marido y se lo llevó al huerto.

Allí le reprochó, sin preámbulos:

—¡No sé qué tenéis que deciros Flora y tú, siempre como dos novios!

—¡Amparo! ¿Qué tendremos que decirnos?

¡Oh, esto es lo que deseaba averiguar ella! Mil cosas veía en su hermana, desde la boda, y sabía de sobra que pe buscaban los dos; pero hallábalo tan infame, que repugnábala creerlo... ¡creer que Pe querían! Y se echó a llorar, desconsoladísima, enumerando, entrecortada por las suspiros, los detalles sorprendidos en... en Flora, cuando menos; sus preferencias, sus sonrisas, su afán de que la viese compuesta, su...

Vaguedades, por las que instantáneamente juzgó Luciano que no podría inculparlos con nada irrefutable. Sin embargo compadecido por el lloro que le acongojaba, y todavía él en el histerismo de aquella otra injusticia ron que había groseramente tratando a Flora, lloró también. ¡Una compasión infinita por el mal y la injuria causados a dos mujeres que le adoraban! la ésta, tan buena igualmente, que ni asomo de rencor ponía en sus quejas!

Alivió su llanto silencioso a la desdichada, por cuya cara corrían de ambos las lágrimas—allí, de pie abrazados bajo la añosa higuera que les desparramaba encima las anchas hojas... ¿No era la sinceridad? Apiadándose del dolor mudo de su marido, por imputaciones injustas ocasionado tal vez, o a lo sumo ante ella por el arrepentimiento de alguna ligera y fugaz vanidad de impresionar a Flora, trató de entrar en explicaciones, cual si correspondiese a ella desenojarle. Afirmaba él que no tenían sino el gran afecto de una amistad basada en la semejanza de caracteres y aficiones, y que la consideraba y respetaba en mayor grado que si su hermana fuese. Aparte de que, un poco artista, un poco escritor, por puro antojo de estudio, le atraía el espíritu bizarro de la joven. ¿A qué extrañarse, como si no pudiera ser amigo de una muchacha lista y simpática.... y cuñada suya, además?..

¡Alma noblota y franca! Le creía, le creía Amparo, en quien veía él brotar el perdón, casi el arrepentimiento de haberle ofendido, mientras a sí propio se despreciaba un poco, avergonzado de su escamoteo tramposo en el perverso juego. Entraba en el alto concepto que merecíale su marido la posibilidad de que las mujeres se enamorasen de su talento, aun sin él quererlo, igual que las amigas de Bilbao. Y eso aparte, estaba cierta, con plena fe, de que no había pertenecido a ninguna desde que pe había casado.

Ultimamente, si lo necesitaba su tranquilidad, Luciano hallábase pronto a que se marcharan a Barcelona, a esperar el embarque.

Sólo que no reputaba ella necesaria medida tal: gastarían mucho en la fonda. En siendo formal, no volvería a decirle nada...

—Además, don Gil quiere que Flora aproveche este mes pintando con el maestro... Porque anteanoche le indicó mi madre que iba a recoger el caballete, se enfadó... ¡Ah, cómo se puso con mi madre! Ya ves, desea que aprenda otras cosas, pues lo que le sobran son entretenimientos. Por otra parte, no pienses que tengo celos de mi hermana: es una chiquilla, Tina niña, que confía en ti, y lo que hace falta es que tú no seas malo, porque ella no sabe lo que se hace.


Las indicaciones a que aludía Amparo de su madre a don Gil habían también obedecido a la persuasión de ésta, con respecto a las preferencias de los jóvenes, a poco que las hubo observado por la famosa confidencia. De ira!a colmó el descubrimiento, tremenda bofetada para su orgullo. Primero, por la equivocación en el papel que achacó a Luciano. No sufría que la boba de Amparo hubiese tenido más perspicacia, a pesar de que (lo notaba entonces) de nadie menos que de ella misma se guardaban: a Amparo, por consideración de Luciano, y a don Gil, por respetos a Flora, habíanles ocultado cuidadosamente “sus miraditas”. ¡Ni respeto ni consideración para la madre, en cambio, de quien dijérase que prescindían!

Porque, sí, Flora, conociendo hasta qué punto esclavizadas dependían de don Gil, cuyo lazo en la casa era la hija, para quien ambicionaba toda suerte de decoros y felicidades, comprendía—y abusaba de ello—que su madre, al amante que la menospreciaba (puesto que pudo y nunca quiso casarse, ya que del matrimonio no resultaría la legitimación de la adorada niña), no sería capaz de decir; “Tu hija está en relaciones con el marido de su hermana...”

Imposible esta confesión, a propósito para que la acucase de necia y descuidada, y expuesta y muy expuesta a Dios sabe qué conflictos: a que don Gil las abandonase, dejándolas sin un céntimo; a que se llevase la niña a un convento y la dejase a ella en la miseria... Tan imposible, que por miedo a enterarle cobró la viuda miedo también a Flora, al escándalo de la caprichosa, quizás dispuesta a la rebeldía, pues no había tenido que observar mucho liara convencerse de que la tal de la chiquilla estaba ciega por aquel hombre…, y principalmente la asustó la violencia de echar de la casa, como pensó, a Luciano; gracias a que el viaje a la India o al diablo, que debía realizarse pronto, pondría término a la situación. En su terror, hasta de comunicar sus observaciones a Amparo se abstuvo—o, cuando menos, sería preciso gran tacto, porque le saldría por los cerros de Ubeda con sus lloros ¡iterando a la gente antes que ayudándola en secreto al remedio.

Pasó tres noches aquejada de un dolor de cabeza horrible, de puro meditar la conducta conveniente. Partidaria de los medios suaves y habilidosos, dignos de su imaginación y de sus artes diplomáticas, decidió no decir a nadie una letra y arreglar el asunto por sí misma, manejando a todos como muñecos, según tenía la presunción de haberlo hecho siempre en los trances de su vida.

Convencería a don Gil de que debía Florita dejarse de músicas y pinturas, pensando en ocupaciones serias para el mañana... “Bien veían cuánto estos hábitos convertíanla en una señorita inútil y costosa, con cuyos lujos y perezas nadie quería cargar. El pueblo era el pueblo, y llegaba el tiempo de obrar con tino...”

Don Gil rióse de sus temores; educábase la archidelicada rubia para condesita, y le compraría el título, radiándolo en la dehesa del Ferreruelo, nombre de alcurnia y simpático...

Al manifestarse doña Salud disgustada por semejantes tonterías, que en son de broma llenaban de aire los cascos a la muchacha, y asegurar resuelta que al día siguiente echaría a la esterquera los trastos de pintar, no tuvo sino una respuesta burlona y seca: “vieja (señora mayor) y antigua” la llamó su amante, entre las risitas con que sabía envolver los insultos y las órdenes inaplicables. ¿Sí? Dolida de la injusticia y llena de despecho por su desatención hacia ella y su ceguedad idiota hacia lo que ocurriendo estaba, se contentó, un poco irónica, con dejar ir los sucesos—sin otra prevención que no abandonar tanto a Flora y Luciano.

Transcurrió medio mes.


Sin embargo, sufría y se resquemaba contemplándolos siempre juntos, sorprendiéndolos en conversaciones callandito en el salón (donde procuraba que no faltase la costurera cerca), viéndolos mirarse con inaudito descaro en la mesa y en la tertulia, y colmada de indignación cada día por “tales indecencias”, no era dueña de contener sus malos genios, en ademanes y en bruscas increpaciones, que cortaba huyendo furiosa por no saltar.... por no descubrirles su convencimiento, a Luciano particularmente, poniéndose en el caso de las duras explicaciones y las violentas medidas.

Bien que así no tardó en dejarles comprender su actitud nada airosa—aceptada por ambos en el disimulo como relativa fortuna. ¡Le perdían el miedo! ¡Cuánto menos empezaron a preocuparse de su presencia!...

Lo cual le pareció ya insoportable. En lo sucesivo, no sería fácil sostener la situación sin darle visos de tolerancia indecorosa. Y por lo mismo, abrasada entre la increíble temeridad de Flora y Luciano y la simplonería de la infelizota Amparo—tan descuidada otra vez con sus costuras y sus niños, mientras allá pintaban los otros—, una noche en que ciertas imprudencias de Flora para quedarse la última la llevaron al remate de la paciencia, y en que, para no soltar al fin una rociada de barbaridades delante de Luciano, fué ella a acostarse, teniendo que esperarla buen rato, la hizo entrar en el dormitorio y la increpó áspera, harta de contemplaciones:

—¿Para qué has venido? No seré yo quien se canse más en darte voces. Puedes quedarte de tertulia con el otro, si gustas; pero se lo diré a don Gil.

Flora esperaba algo por el estilo. Audaz, le salió al encuentro:

—Y ¿qué tienes que decir del otro ni de mi tertulia?

—¡Nada! Que no tienes pizca de delicadeza ni de educación, y que ya se me estáis sentando en la boca del estómago, tú y Luciano. ¿Piensas que somos tontos?

—Pues, ¿qué pasa?

—Lo que pasa lo sabes tú mejor que yo, y lo único que te aviso es que, si os vuelvo a ver esas miraditas, voy a ti y te cruzo la cara, cochina—que más te valdría respetar a una hermana que es buena de sobra con todos, y la primera contigo.

Y le volvió la espalda, disponiéndose a dormir, sin atención a las dolidas quejas de Flora, que la acusaba de visionaria y ligera.


¡Gran desdicha para los amantes!

Su antigua hermosa libertad estaba perdida.

Pesó desde entonces sobre ellos la vigilancia enconada y molestísima de doña Salud.

En la mesa tenían siempre encima sus ojos: evitaba que fueran solos al piano, y no cesaba de lanzarles duras reticencias.

No se atrevió a más, aunque cada noche la repetía a Flora su promesa de abofetearla.

Le plantaría a su yerno alguna fresca; pero se contenía al verle el desprecio en la faz y sabiendo que era un cínico, a quien no se le trabaría la lengua para refregarle a ella el don Gil por los hocicos. Y, efectivamente, Luciano, que hubiese sido puesto en conflicto entre el amor y la compasión si doña Salud hubiérale manifestado con digna franqueza su dolor de madre, se irritaba, por el contrario, al verla convertida en una suerte de polizonte ridículo. Desquitábase la viuda llenando a Flora de improperios, poniéndola delante de todos de “presumida”, y “haragana”, y “estúpida”, que no quedaba por dónde cogerla, y se enfurecía más por la pasividad indolente de la joven, que no le contestaba siquiera, en hipócrita sumisión de colegiala tímida, para hacer luego lo que le daba la realísima gana, como alucinada por aquel Luciano, en mal hora venido al pueblo.

A solas, al revés: si doña Salud afrontaba la cuestión, alborotábase la niña, asegurando que la calumniaba y que “(merecía su mala fe decirle a don Gil cómo la trataba su madre”; tal perfidia la ponía blanca de rabia, pero concluyendo por aterrarla y echarle un corchete a la boca. ¿Cómo reñir de otro modo a la hija que estaba harta de verla guardar en la alcoba al amante, cuando aun no la encontraba vieja? Y su indomable orgullo, torturado por la irrespetuosidad de sus hijos y por el temor al querido, se resolvía en odio, en puro deseo de mortificar a los jóvenes, abrumándolos todo el día, poniéndose a coser entre los caballetes de los dos cuando pintaban—pues que no pudo evitarlo—, furiosa y soltando en medias palabras su cólera por la incomprensible y repugnante guarda que les hacía como a dos novios.

Primero que el deber, la rivalidad de disimulados menosprecios, que tácitamente se iban aceptando ella y Luciano, mantúvola en este propósito, en esta terquedad de estorbarlos. Su consuelo era la proximidad del viaje, cuyos días de falta contaba por los dedos, estando lo principal, entretanto, en no descuidarlos ni un segundo donde no hubiese alguien al pie. De noche, sobre todo, la llevaba por delante a acostar, por mucho que se ingeniase Flora pidiendo tés y cerniendo alpiste—aunque, tragando saliva, tuviese que aguardar hasta las dos de la madrugada.... porque tendría poca gracia que a la muchacha la dejase el otro... cualquier recuerdo de toda la vida. No sucediendo, lo demás le importaba un pito, para las dos o tres semanas que le faltaban.

Amparo, mientras, sufría en silencio, advirtiendo muchas cosas y sin atreverse a descifrarlas. Rechazaba su honradez innata, como absurdo y fuera de probabilidad, que una hermana se enamorase del marido de otra. El desconsuelo que, no obstante, le causaba el haberlo sospechado, procuraba borrárselo recordando la catilinaria de su madre... Y como veía bien que ésta los observaba y que nada debía de encontrar, puesto que nada había vuelto a decirle, callábase ella igualmente, confiada por completo en aquellas observaciones.


Pero, ¿merecía Flora la imputación de descarada que lanzábala su madre a cada instante?

¡Infeliz! Lo meditaba ella durante los largos ratos de soledad impuesta ahora por las circunstancias, y encontraba que en su alma ardía la lucha del respeto y la pasión, no siempre completamente vencedora ésta. Sus faltas de hija producíanle, cuando menos, un desagrado de violencia mal avenido con sus hábitos y dulzuras de perezosa condescendiente. Mas a esa condescendencia perezosa y dulce la invitaba también el amor inmenso de su Luciano, del cual sentía un placer en ser esclava, en ratificarle y demostrarle la donación absoluta de su voluntad.

Aun así, hallábase incapaz de correr a buscarle al salón o al gabinete, como no estuviese alguien con ellos. Y fué la música, su antiguo diccionario de notas, el lenguaje que les quedaba, tenue y dulce, para manifestarse sus torturas desde lejos, o tocando juntos el violín y el piano en las veladas, al par que Lorenza y Magda hablaban con sus novios, y la viuda, en la sala de enfrente, con Amparo, con doña María y con don Gil.

La batalla arreciaba, y días y días transcurrieron al fin, sin que pudiesen cruzarse la palabra, bajo la rabiosa y agresiva vigilancia de la madre, que se vengaba, al menos, de esta guisa. Los besos en aquella cara suave, que se resbalaba entre las manos de Luciano como un pez vivo, trocáronse asaz miserablemente todas las noches por un adiós y unos besos tirados con los dedos al jardín, viendo ella en la oscuridad la lumbre de un cigarro, a través del cristal donde se alumbraba con la palmatoria, y se detenía un momento pretextando cerrar los balcones. El la contemplaba en los marcos de claridad, como una intangible y vaporosa fantasía de ensueño, y después entraba triste a escribirla, nervioso con la nostalgia de su» abrazos y de sus palabras de amor.

Esperábala en vano cada noche, forjándose eternamente la ilusión de que llegaría—cuando escribía él allá en el comedor, en el silencio de la casa dormida, instaladas sobre la mesa las flores secas y sus cartas entre el tabaco y la caja de cerillas, y rodeado por su perfume, que conservaba el aire. Cualquier ruido estremecíale, mintiéndole los queridos pasos y dejándole anhelante con la pluma sobre el papel. Siempre el mismo ruego entonces: “Ven ven mañana, a estas horas, cuando duermen todos...” Y siempre también, en el plieguecillo “violeta” que recibía al día siguiente, igual réplica indestructible: “No puede ser: ¡nos cogerían! ¿Qué sabes tú del sueño de mi madre? Está cruel, me asedia., y creo que hasta se levanta de dormir para espiarme. Deja que pase tiempo y se confíe.”

¡Hablarla, hablarla ansiaba Luciano, diciéndole aquellas cosas que la admiración de su muda presencia le encendían en el pecho, y que le sofocaban!...

Nuevo esperar. Nuevo sufrir. El desengaño más grande: Flora le remitía siempre a dos o tres noches después, y no llegaba aquella noche...

Empezó a creer que le burlaba, jugando insensata con él, o aspirando a entretenerle con promesas vacías, en una caridad nimia, incompatible con lo absoluto de su pasión. Vagaba loco por la casa, y al comer y al cenar, teniéndola enfrente, con su lenguaje de cancioncillas, procuraba arrancarle la promesa sincera.

Entonces, al verla indecisa, llenaba la copa muchas veces.... para aturdirse, y se reía después, y convertíase su tristeza rápidamente en alegría insana y lamentable. Tenía. Flora que quitarle la botella, ron honda, compasión hacia aquel reír histérico, que terminaba, en llanto y en dolor... Reír espantoso de su borrachera de pena, que atraía la atención, poniendo muy pensativa a Amparo, que adivinaba algo, y más en guardia a doña Salud, temerosa de que la exaltación neurótica de Luciano le impulsara ante don Gil a decir o hacer un disparate, origen del temido escándalo...

Rebosando lástima al sufrir, desastroso del hombre que idolatraba, vió al cabo la pobre rubia la necesidad de decidirse. Una mañana le entregó en la carta que le escribía al despertar, con lápiz, sentada en el lecho aquel de sus antiguas reflexiones de perezosa, su última resolución, bien firme: No bajaría. Hallaba preferible de una vez huir con él.

“Antes de ocho días me iré contigo adonde Dios quiera llevamos. Te lo juro.”

Resultado de una noche de insomnio, durante la que recordó y pesó cuanto habíale escuchado cien veces: salir de madrugada, en el tren de las tres, a Cádiz; embarcar para Orán, tomar luego el vapor francés y llegar a Colombo, para no tornar a España. Le enviarían a Amparo con qué vivir, gracias al enorme sueldo del ingeniero. En cuanto al tío Sutton, diríale el sobrino que ella... era una amiga de Europa—y el tío Sutton, hombre de mundo, comprendería; bien que esto de tener que saber alguien que era ella la... que no era la mujer de Luciano, sublevábala grandemente. Por lo demás, si robaba el marido a una hermana, allí le dejaba, en cambio, su casa, su fortuna... ¡todo!


Treinta horas después expiraba el plazo, y Luciano escribió esta noche, breve:

“Mañana partiremos en el mismo tren cuyo silbar estoy oyendo. Si tú, mi Flora, hija del Amor, no tienes una fibra del corazón ardiente de tu madre.... pocas más veces habrás de oír este tren de las tinieblas sin que otro, a plena luz, llegue a arrancarme de ti.—Pero tú no querrás esto. Tú vendrás.—Visita anochecido a Magda, con Clotilde: te esperaré al salir y hablaremos, por si quieres advertirme algo.—Luciano.”

La última carta escrita en el hotel.

Doblándola y guardándola, entró en la habitación, y mientras se desnudó apartaba la vista de Amparo, que dormía.

Pero luego, con el codo en la almohada, quedóse fascinado, mirándola—iluminada por la luz de la vela su cara tranquila, en el sueño hondo y puro de las almas buenas.

¿Por qué culpas iba a merecer el desastre que la amenazaba?

Imaginó el cuadro del despertar allí, cuando él y Flora estuviesen libres, huyendo en los trenes a la carrera y habiendo trazado tantos ziszás en su camino de la noche como consintieran los cruces... Un alarido de dolor espantoso. Amparo, abrazada por los dos niños, por los dos hijos de su alma, escarnecida, loca, no pudiendo creer que aquello lo hubiera hecho su Luciano, y queriendo matara de desesperada.... y fuera, el escándalo, las gentes, que entrarían como cuervos al vaho de los corazones y las honras sangrientas, con una voracidad de noticias que repetir mal tapada en los consuelos fríos...

¡El mismo sol riente que tocara de rosa el primer día de su gran felicidad iba, pues, a alumbrar tanto luto?... No esto no podía ser.

¡Aunque no tenía más remedio que ser!... Porque otro cuadro de catástrofe menos ruidosa, y más cruel por lo mismo, se le representaba también si para, evitar a ésta dejaba llegar su viaje y el abandono de Flora; entonces no sería el dolor repartido entre muchos, aliviándose mutuamente en el desahogo de sus explosiones, sino todo el color encerrado en el alma de una niña para asesinarla, con ferocidad, a solas, en silencio... Y no nacería por ello una felicidad nueva, como surgiría, al menos, de la desgracia de Amparo...

¿Era verdad que sería capaz de no ver más a sus hijos?...

¡Oh, no! ¡Ignoraba, cómo; pero estaba cierto de recobrarlos!—y a Amparo también, a quien quería como una hermana.

Chocando contra esta evidencia de la realidad, que le presentaba como incompatibles los impulsos del corazón, resultó lanzado su pensamiento a consideraciones harto menos personales. "Rebelábase a la contradicción de la vida, toda armonía. ¿Había de estar en la misma condición humana el germen de la repulsión y el desequilibrio perpetuos? ¿Iba la religión de amor que sustituyese a todas a tener un infierno de desesperados?... ¿Qué significaría en tal caso la perfección, por cuya conquista pelea tanto la Humanidad miserable?... Y bien: algo más que el cariño y el amor de sus padres tendrían los hijos en el calor y el cariño paternal de la sociedad entera, y, desligada la pasión de fiereza y vanidad entre hombres y mujeres intelectualizados y suprasensibilizados igualmente, no habría celos, no habría desengaños, no habría adoraciones trocadas en odio; porque, por una parte, la comodidad universal de la vida, repartiendo pródiga la belleza en el tipo robusto y sano, y las atracciones del corazón, por otra parte, determinándose libremente en la concordancia de caracteres, el amor vendría a ser una gran amistad serena, ampliada en la sexualidad (lo que el suyo a Flora), e incapaz de encenderse ni apagarse sino en los dos seres a un tiempo. Nadie mataría ni odiaría, ni sufriría por amor. En la amistad desinteresada de hombre a hombre, nadie sufre ni odia, ni mata hoy: se forma por aspiración mutua, y por mutua devoción «e estrecha, o por mutua indiferencia se termina, sin rencores, si en el trato advierten los dos amigos que se equivocaron al juzgarse de armónico temperamento. Pues ésta y no otra es la labor de la civilización: diferenciar las relaciones sexuales (no valdría si no gran rosa la inteligencia) del modo repugnante con que entre los brutos se determinan, y del modo casi mercantil, además de brutal, que se realizan hoy...

Fatigado, se durmió.


Soñó locuras, hostigada su fantasía por aquellas visiones apoteósicas del Amor. Con la dislocada trabazón de los sueños reuniendo la actualidad y el porvenir remoto, mezclando sus penas y ambiciones con la generosidad venturosa de las gentes de mejores días, soñó que Flora era su mujer, sin haberse casado con ella, sin escaparse, por una especie de convenio que habían hecho Amparo y doña Salud de que lo fuesen en vista del cariño tan grande que se profesaban los dos ¡Ah, qué cosa tan natural! Y veíase él a sí propio vagando con la enamorada rubia por el hotel, besándola en la frente delante de la madre, que sonreía de felicidad... Sus habitaciones eran las delanteras del piso bajo: la sala, el gabinete, el despacho y la alcoba, con la hermosa cama dorada...

... Bajo la obsesión de este sueño, que se extendió largo y sereno durante siete horas como un trozo de vida, todavía al despertar parecíale absurdo estar viendo junto a él deshecha la cama de Amparo.

Fué una mentira, y su irrealidad se le impuso.

Pero no su imposibilidad; que si al levantarse buscara a doña Salud, a la amante de cuya caída Flora brotó como una mariposa de ilusión—¡cuánto le parecían simpáticas sus culpas!—, y echado a sus plantas le dijera: “Mujer, la hija de tus amores será infortunada si no la dejas ser mía, porque me adora y la adoro”—diciéndole esto, ¿quién podría afirmar que aquella gran nerviosa vibradora de las pasiones no comprendiese y tuviese piedad de la de ellos?

Súbito, queriendo ver el buen éxito de su plan, empezó a vestirse; tan seguro del intento, que se comprendía y se reprochaba no haberlo encontrado antes: sus pasiones pintadas con sinceridad, en relieve tal que no dudarse la viuda que constituiría la felicidad de toda la existencia de su hija; ruegos, lágrimas.... hacerla ver en seguida que sólo por caridad hacia Amparo suplicaba, pues de otro modo Flora estaba resuelta a seguirle... Y con seguridad alcanzarían dos cosas: "una, la más importante, que doña Salud protegiese a los dos, que le entregase a Flora por algo así como solemne bendición de sacerdotisa del amor, y con ansia de madre que de un golpe depararía la felicidad a dos hijas; y otra, que los ayudase a engañar a Amparo, para no turbar la tranquilidad de la confiada muchacha.

Luego Flora los acompañaría a Ceilán; ya verían el modo de ocultar su cariño respectivamente a la mujer y a la hermana, cuidando de formarle una ventura de gratitud a su candor...

Pero se desvaneció la seguridad de Luciano instantáneamente al encontrarse a su suegra en la cocinilla, riñendo, descompuesta, a Crisanta, que le había roto un vaso. Doña Salud le pareció una furia nada convertible en ángel tutelar, y además sus planes se le revelaron come una tontería, y se rió de ellos: faltábale mucho que rodar al mundo antes que un “yo la amo” se diferenciase siempre de un “¡yo la quiero matar!...” Aquella mujer no le entendería siquiera lo había sido la amante jamás, había sido la querida.

Doña Salud salió dando gritos aún y lanzando mía mirada de rabia a Flora, que llegaba entonces.

Quedaba la fuga, que haría llorar a todos.

Luciano entregó la carta.

—Toma, Leela en seguida. En seguida...

Inmediatamente la escondió Flora, atravesó el jardín y los portales, y fue a leerla bajo el árbol del huerto en que había leido muchas. La mañana estaba desapacible, pero el sol lucia a ratos entre las gruesas nubes plomizas que barría el viento. Sorprendida, no entendió que se hubiera propuesto Luciano al evocarle con aquella frase “hija del Amor” su historia; y sólo al releer su final vió claro que le presentaba delante, para decidiría, el ejemplo de su madre...

¡Su madre! ¡Su... padre! ¡Sus amigas!... Es decir, que cuantas personas la rodeaban tenían delitos de amor, y ella, más enamorada, “hija del Amor”, como le decía Luciano, prueba viviente de la pasión culpable, ¿iba a ser la única que se sacrificara a la virtud, a lo que acaso era una palabra vacía, a lo único que hubo de faltar al engendrarla?... Su conciencia estaba libre de temores y Luciano tenía razón: el amor era algo por encima de las demás cosas de la tierra...

Se levantó. Tuvo ese temblor de las entrañas que decide a las grandes cosas.

Iba a decir que sí—que huirían aquella noche...

Y lenta, dolorosa, cruzó el huerto volviendo atrás la cabeza, parándose, como a contemplar en saludo de adiós cada uno de aquellos rincones, de aquellos árboles, de aquellas tapias, por lo alto de cuyas bardas había mirado tantas veces las pedrizas grises de la sierra...


No pudieron hablarse durante el día. A la hora de comer se notaron ambos la preocupación hondísima—en que leyó Luciano la resolución de seguirle.

Flora se hizo llevar con Magda al oscurecer; doña Salud se alegró, aprovechando la oportunidad para cumplir con Amparo un pésame. No visitaba a nadie desde que estaba constituida en centinela permanente.


Desde la calle, por las puertas de par en par—según costumbre de las casas del pueblo—divisó la rubia a su amiga en la galería acristalada del fondo del pasillo. Venía ganosa a visitarla; por una necesidad de sus desplantes, de sus descaros; por verla tan osada y resuelta... Fué recibida con frialdad, visiblemente contrariada Magda; tanto, que lo advirtió Flora y le pesó haber despedido a Clotilde, pues a sospecharlo, se habría vuelto a marchar.

—¿Qué tienes? ¡Cualquiera diría que te molesto!

—¡No, boba, no; es que...! ¡Las seis!

Miraba la espléndida hija de don Juan Anselmo el reloj de pared, a la luz del quinqué situado en la mesita donde apoyaba el libro.

—¿Tienes que hacer?

—No, boba, no; pero... ¡No son más que las seis! Leía esto: la Vida de Santa Teresa... En fin, te lo voy a decir. A ti se te puede decir todo, ¿verdad? Pues espero a Lolo, ¿sabes?... Es preciso que me vea leer para que entre... Pero no vendrá hasta las seis y cuarto.

—¿Aquí?

—No es más que durante las novenas, ¿sabes?... Porque se va mi madre. Como la calle es oscura, pasa, y si estoy leyendo, entra de un salto, se mete en la sala, voy yo... y estamos encerrados por dentro. Me ve a la lumbre del cigarro... Media hora; luego salgo, miro si esta franco el paso, y le dejo escapar. ¡Bah!, aunque viniese uní padre, como si no, porque esta sala está cerrada constantemente.

—¡Magdalena!

Iba a reprocharla, como siempre que le decía algo que pasaba la raya, y esta vez merecía un reproche; pero se acordó de sí misma y se calló. Faltábale autoridad.

—Y ha venido muchas noches?—preguntó al cabo, sencillamente curiosa.

—Tres.

—¡Qué vahen te eres!

—¡Bah!... Es igual que en la reja. ¡Oh, porque te lo advierto, no vayas a figurarte tú!... Allí, lo mismo que con la reja al medio....No hay sino que estamos mas a gusto y con menos frío... ¿Qué, no sé yo hacerme respetar en lo que quiero?

—Me voy—dijo Flora, levantándose—. Di que me acompañen.

Y se alegraba volverse, segura de encontrar a Lucianu en el hotel todavía, donde podrían hablar mejor sin la presencia de su madre.

Pero decididamente le inspiraba curiosidad su amiga:

—¿Quieres mucho a Lolo?

—¡Sí, aunque es muy bruto. Quítale el poquillo de arresto de con las cortesanas que van a su comercio, y no sabe ni hablar. Anoche se obstinaba en que el encaje de mi pantalón es de a peseta la vara; no se le ocurría más. Oye, a oscuras ¡y acertó! Eso ha costado.

Reíase Magda.

—Y ¿por qué no te escapas con él?

—¿Adonde?—preguntó la joven, sorprendida por la ocurrencia de Flora, dicha con vaguedad, distraídamente.

—¡Ah, no sé! Por ahí... a cualquier parte, a Madrid... ¡Como en tu casa se oponen!

—¡Valiente negocio!... Y ¿a qué escaparnos, tú? ¿Es necesario para nada escaparse...? ¡Ni que me fuera yo a casar con Lolo...! Sí, sí, es muy bruto. Quien es agradable es tu cuñado.

Flora se puso de color de púrpura, con la facilidad da niña endeble que tenía ahora para ruborizarse.

—¡Vamos, qué si no fuera el marido de tu hermana!

—¡Magda!

—¡Hija, allá vosotros! Yo no encontraría nada de particular. ¡Verdad que, no teniendo hermanas, no puedo calcular el respeto que me mereciese un cuñado... ¡punto!

Difícil sería averiguar la íntima conmoción que sufrió el espíritu de Flora; mas no dejó de ser cierto que se recobró, para exclamar, sincera y altiva:

—Harás la justicia de creerme que Luciano y yo no somos más que amigos. ¡Que no podríamos... ser otra cosa!

En seguida la besó, despidiéndose, y Magda, que consultaba segundo a segundo el reloj, en perfecta despreocupación de lo que no fuese su aventura, la interrogó, voluble:

—Y de Luzbel, ¿conoces lo último?

—¿Qué?

—No falta a la Magdalena, a misa de alba; y el cura Baigorri no falta de casa de Luz, no sé a qué; pero le han visto salir de ahí al alba, para la misa.

En la esquina se encontró Flora a Lolo, que la saludó. Fumaba un gran puro y paseaba sin maldito el cuidado de ocultarse. Ella, delante de la criada, por las calles torcidas, en que los faroles brillaban de largo en largo como con el propósito de deslumbrar al transeúnte y lanzarle en los trechos oscuros contra un guardacantón, iba comparando la condición romántica de su amor al de aquellas gentes, al de Magda, al de Luz, al de tantas otras que entregábanse con el primer hallado a las mayores desvergüenzas. Y se preguntaba si no eran igualmente ambos exageradas extremos. Había soñado un hombre novelesco...; pero en rigor, éste se pasaba ya: ¡demasiado... trágico!

Era la verdad, “¿para qué escaparse?...” Las demás sabían hacer las cosas sin el escándalo que daría ella. Su resolución se le antojó ahora con toda claridad una sandez, y veía los contratiempos. En primer lugar, exponíase a que antes de embarcar de España telegrafiaran y los cogiesen, como les pasó en Málaga a dos novios, y loó cogieron y los casaron... Sólo que a ella no podrían casarla... y ¡qué horror! ¡Todo perdido: su fama, su porvenir, su Luciano también!... La desheredaría don Gil; la metería en el convento, a monja acaso... Además, ni salvado esto, ¿quién aseguraba que su hermana se conformara porque el marido le mandase cien duros mensuales, y que no tomaría el vapor y se les presentase en Colombo?

Después se acordó de los dos niños. Pipín, que quería tanto a su papá, aunque él le mimaba poco; Camilita; rubia y blanca como un ángel, con su mirada intensa de inocencia... ¡Abandonados por ella, a quien sabe Dios lo que le pasara, cuando sólo por haber visto tiempo atrás dos gatos recién nacidos que alguien tiró a su huerto, se llevó angustiada muchas horas!

“¡Imposible! ¡Imposible!”—pensaba al traspasar la cancela del hotel. Le daría a Luciano razón de todo esto.

No estaba doña Salud ni Amparo.

A la lumbre de la cocina, Dámasa entretenía a los niños. Se quedó con ellos la joven, prodigando con maternal dulzura caricias a Camila, cogida en brazos...

—¡Magda no estaba!—díjole breve a Luciano, que llego de su despacho.

El la contempló en silencio—abrumado ante aquellos halagos que Flora proseguía con la chiquilla sobre la falda, medio ocultas las dos, en el gran sillón alejado del vivo fuego de leña, tras el enorme macetón de crisantemos a cuyas llores de color amaranto carmín avivaba el resplandor de la llama. Parecíale que aquellos entrañables besos significaban la despedida cruel de la sobrinita—a quien, al fin, levantó hábil la animosa rubia, acercándosela a Luciano y diciendo:

—Anda, cielo, dale un beso a tu padre.

Un ensañamiento creyó él este beso, que recibió sin devolverlo. Nada se atrevió a preguntarle a Flora, temblando de saber confirmada su decisión. Mas fué ella quien se la dijo, después de un silencio lleno de abstracciones:

¿Ves tú?... ¿Cómo tendríamos valor para hacer daño a este ángel?... ¡Oh, por Dios! No me digas que piense nada... A nada me negaré...; pero, lo que sea, sin pensar, en un segundo, cuando al siguiente no haya remedio. ¡Las locuras no se hacen si se reflexionan!

Grande estupor causaron las inesperadas frases en Luciano. Su frente se frunció y se crisparon sus puños. Los labios le temblaron: de ira, de dolor, de gratitud, de algo grande o terrible, no sabía qué; pero le miraban con tal intensidad de amor y con tal súplica de piedad para aquella niña los ojos de su amante, que le invadió una congoja de alegría.

De que pudo hablar, dijo, absolutamente convencido:

—Tienes razón, Flora; sin pensar. ¡Yo también sufría demasiado esperando tantas horas y a plazo fijo, con la de nuestra fortuna, la del tormento de los otros!

Ella le dejó la niña entre los brazos, yendo lenta y dulcemente resignada a quitarse el abrigo y la mantilla. No volvió a bajar, ni la esperó Luciano, que lloraba escuchando las inocentes risas y recibiendo los infantiles besos de su hija.


La mañana siguiente la dedicó a poner letra a Sur l’eau. Se parecía restituido a su familia por la generosidad de Flora, y contento de la decisión—porque él no hubiera renunciado a la fuga de sí mismo—, sepultábase en las cristalinas profundidades de aquel amor grande y noble de la chiquilla, quien volvía a presentársele con la idealidad rabiosa del principio. “Si ella lo quería, si Flora se conceptuaba feliz así, ¿a qué más?”

En la crisis de su dolor—porque Luciano sintió destrozársele el corazón al creer la noche antes que abrazaba por última vez a sus hijos—, inmensa gratitud le dedicaba a la amante, viéndola ya sublime y excelsa como una mártir. ¿Valdría su amarga positiva felicidad con ella lo que lejos de ella la dulzura infinita de un amor tan alto y puro que crecía en el sufrimiento y vivía del bien ajeno? Suya era. A su alcance tenía, cual absoluto dueño, todo lo de Flora: el porvenir y la honra; la vida misma si se la quería tomar, que en sus párpados vió esta mañana más cárdenas las ojeras y más lívida la piel en las mejillas, como mía azucena que se seca. Pues renunciaba a todo menos a su alma, a su pasión eterna, que, viva o muerta Flora, quedaría en el poeta como luz de consuelo ideal a través de la grosera existencia. Ella, su cariño, su recuerdo, serían el refugio de sus dolores en el mundo; por ella, con el escepticismo en la faz, conservaría en el espíritu la fe y la explicación de haber vivido.

Y Flora no le olvidaría nunca. Hizo mal creyéndolo cuando, por no haberse apoderado todavía de su corazón, la muchacha recordó por vez última a Angel Luis y la vida de frivolidades, apareciéndosele mujer un momento y haciéndole descender a la tempestad de sensualidad y deseo de que acababa de salir, por fortuna... ¿Para que, además, llevarse de ella un recuerdo abrasante de un placer que no tendría luego y que le haría negra la ausencia?... Cada día un beso; un beso de los que pudiera seguir enviándole desde lejos, de los que pudiera ir guardándola en los bucles rubios de Camila con que habían jugado sus manos, de los que pudiera recibir su retrato y el rizo de su pelo, de los que pudiera estampar en aquella medalla de la Virgen que le sacó del pecho una tarde tirando en su cuello de la cinta azul.

La letra de Sur l’eau quedó hecha en conmemoración de estos propósitos—en el francés torpe y dulce, como lenguaje de niño, de su lenguaje; para que la cantase ella en los rincones de la casa, testigos de tantas delicias; en la azotea también, soñando que el barco que estaba inmóvil un rato en el cristal del anteojo allá en el mar lejano, era una visión diminuta y borrosa del que le llevaba a él por los verdes mares de Oriente—verdes como la esperanza, verdes y profundos como los ojos de Flora cuando no veía Luciano más que sus pupilas en el beso a la luz de la lámpara que los sembraba de puntos de oro, lo mismo que a las olas el sol de cabrilleos...

Flora se alegró mucho cuando le dió los versos por la tarde. Se los aprendió de memoria.

En un cuarto de hora que los dejó solos pintando doña Salud, dos días después, le dió cuenta él de sus pensamientos. La quería más, y la consideraba tan suya como si fuera su mujer. Convenían una porción de cosas para la ausencia: peñas en las cartas de su madre, artículos publicados en Madrid firmándolos Loraf seudónimo con el nombre de Flora hecho... Además regresaría a los dos años, y se verían luego.

—Mira, no importa que nos separemos; pero jura que no te casarás, que no serás de otro, ya que no has sido de tu Luciano.

—¡Ah yo te juro eso por la salvación de mi alma! Seré tuya o de nadie... Porque no te vas para siempre, y cuando vuelvas me encontrarás tan enamorada como hoy...

Entre varias piezas de música que Flora había pedido a Madrid, vino la partitura de una fantasía titulada La Loca, que le gustó predilectamente. Se dedicó a estudiarla al mano. A fin de aprenderla mejor llamó al maestro de música.—En realidad, para que éste les proporcionase un motivo más de estar juntos una hora también por las mañanas, pues la guardia de doña Salud, y aun ríe Amparo, se les hacía insoportable, y con el maestro no necesitaban estar ellas.

Les resultaba, original esta, música, con su gran expresión ríe sufrimiento extraviado, como si en realidad una loca de pena se paseara sola y divagando por un campo de flores.

Porque algo de ese mismo extravío sentían los os con el martirio de doña Salud—algo de ahogo del en riño de estos postreros días en la ira de no poder verse con la libertad de otro tiempo, de no poder abrazarse: con la obsesión vaga y desesperante del viaje que se acercaba y que los iba para siempre a separar antes de que hubieran saciado las angustias de sus almas ¡Oh, sí! Hubieran querido al menos una de aquellas antiguas horas de reposo, uno de aquellos largos paseos de una tarde, uno de aquellos días enteros en el campo, como el de la pesca, en que poder decírselo todo, todo.... todo lo que sufrían sus corazones heridos—con miradas largas más que con palabras, volcándose las dulces penas del uno en las del otro, para no quedarse con el dolor propio que los sofocaba sin expansión... Entonces sí; habrían podido llorar... y abrigaba la seguridad Luciano de poder alejarse menos infeliz después de haber llorado juntos dos horas.


La última semana, particularmente, fué árida y triste Luciano se veía obligado a ir a mil visitas fastidiosas con su mujer; y al formarse con los saludos y deseos de prosperidad de la gente la impresión de la partida, casi deseaba que llegase pronto—durmiéndose alguna vez y despertando a muchas leguas del hotel, porque no podía resistir la custodia, cada vez más sañuda, de doña Salud, forzándole a estar perca de la niña idolatrada sin hablarla y rasi sin poder mirarla... Esto constituía un suplicio peor que la ausencia misma...

Ocasiones hubo en que sintió impulsos de apostrofar a doña Salud, loco de indignación:

—¡Imbécil! ¿Qué nos guarda? ¡Si no he tenido a Flora si no me la llevo, es porque la quiero, la respeto más que su madre!...

Pero de este mismo respeto a la adorada sosteníase el respeto de él hacia la viuda., el que le hacía sufrir callando tal tormento.

X

Mientras habían podido decir: “Un mes”, “una semana”.... midiendo el tiempo en el narcotismo de la dicha, antojóseles que aludían a fechas remotas e improbable?, que misteriosos acontecimientos pudieran retardar. Pero cuando se oyeron exclamar mutuamente: “¡Mañana!”, asombrados al encontrarse un día con el equipaje en trazas de marcha por los rincones, sintieron frío—el frío del desamparo en que iban a quedarse.

El maldito 30 de noviembre daba acceso a las veinticuatro horas últimas de felicidad. Y tan irritado Luciano estaba por la separación, al verla encima e inevitable, que no podía comprender cómo en el dilema tremendo de aceptarla o diferirla, alargando un par de días aquel martirio con su mujer y con su suegra espiándole, no cabía el término, racional y lógico para las ansias de su amor, de no irse nunca y continuar con la libertad hermosa de los primeros meses al lado de Flora.... de su Flora de su corazón, de quien no sabía qué conveniencias de los extraños le obligaban a separarse para siempre.

“¡Para siempre!” ¡Lo leía en los ojos de su mujer y en los rencores de la orgullosa viuda!

Con odio contemplaba Flora por el piso bajo aquel desbordamiento de baúles encordelados y grandes cajas en que Amparo, la noche antes, auxiliada por don Gil, había ido escribiendo y repitiendo sobre cada tapa con un pincel mojado en tinta:


LUCIANO PUENTE

BARCELONA-COLOMBO


¡Anuncio burlón de los dos grandes saltos de langosta con que un colosal demonio arrebataría sus ilusiones al otro lado de la tierra!

¿Qué iba a ser de ella? Dejó a Luciano tomar demasiado sitio en su existencia para no morirse al hallar de pronto una mañana que había partido. Sus cuadros, su música, su voz halagadora que tan bien sabía decirle las cosas, sus besos de fuego... Todo, todo desaparecía en un instante. Ya no habría nadie que velara su sueño escribiéndola; nadie para quien pudiera adornarse, segura de causarle tan grande admiración; nadie, en fin, míe pudiera estar constantemente entregado a la delicia de analizar y desmenuzar sus gracia, de poner en escalas sus carcajadas armónicas y sus palabras...—Lolo, Marcelo, Daniel del Pazo.... sus amigas y la misa de los domingos.... su gato otra vez y sus gallinas.... las perezosas mañanas de la cama, sin objeto de nuevo, sin meditar A-a los problemas gravísimos y embelesadores que la habían absorbido... Hasta don Gil le anunció a destiempo que el corredor de Córdoba traía el caballo. Quién iba a acompañarla, enamorado de la elegancia de su linda gorrita de amazona elegida en los portfolios de Madame Sans-Gene…

Considerando las horas que la esperaban, creía ver por todas partes, en su casa y en el pueblo, por todos los sitios donde había errado feliz con Luciano, por las caminos del campo y por las sombras de los árboles de su jardín, que ahora no existían al sol pálido bajo las ramas peladas de invierno, creía ver el trastorno de aquellas habitaciones atestadas de arcas y maletas; algo semejante a la explanada de una feria donde, quitados ya las guirnaldas y los adornos de los arcos y las tiendas, arrancadas las telas y los gallardetes y las porcelanas de la fantástica iluminación, quedasen las tablas destrozadas, los palas feos y desnudos y los esqueletos chamuscados de loe castillos de caña que lanzaran una hermosa noche al espacio sus fuegos de colores. Sí; algo de catástrofe, de hundimiento estruendoso, de destrozo cruel con un viento horrible que agitase jirones de esperanza en las enhiestas ruinas, y una lluvia eterna que las calase, haciendo gotear sus ángulos tronchados...

A fin de no pensar en esto, que la desolaba, se hundió en las sesiones de aquel último día de su ventura; y sentía únicamente que el recelo de su madre no la permitiese al menos envolverse y ahogarse hoy en el cariño de Luciano—dejándola libre y sola con él hasta el minuto de la partida. Entonces ella sabría emborracharse y enloquecer amándole, obligándole a repetiría a su oído las frases dulces de su adoración, extasiándole con sus ojos, con su boca, con sus brazos, hasta el cansancio, hasta la fatiga, hasta la hartura... para separarse luego rendidos en un sueño profundo que durase siempre al recuerdo enervador de la agotada dicha.

—¡Ni aun esto ya!—pensó reprochándose la cobardía que la había impedido entregarse a Luciano aquella noche entera por él ambicionada...


Pintaron toda la tarde, con doña Salud cosiendo de centinela—abrumados por aquella cosa imposible e insensata de no verse más, que iba a suceder al día siguiente. Cada vez que oían el reloj, cruzaban la mirada, exclamando:—”¡Las cuatro!”—”¡Las cinco!”—”¡Las cinco y media...!”

—¡Ni que contaseis las horas de la agonía!—acabó por gruñir, sarcástica, doña Salud.

Sin el rencor de la batalla que con los dos venía sosteniendo, hubiérale conmovido esta tarde, a ella, mujer de corazón y de experiencia, de pasión antes que nada, el espectáculo de la tristeza muda e infinita de los jóvenes, cuyas palabras, preñadas de lo que no se podían decir, temblaban de emoción y de pena en las raras veces que se las dirigían, pidiéndose un pincel o un tubo de pintura.

Se acostaba el sol en un cielo limpio, amarillento, brillante como de nácar, con una sola nube blanca tendida igual que una gran pluma sobre las montañas que dejaban ver el mar picado de color de plomo. La nube fué tiñéndose de púrpura en los bordes despenachados, y se volvió luego completamente roja, de una transparencia de caramelo.—Luciano, a toda prisa, poníale a su paisaje aquel crepúsculo. Era el último que vería desde el balcón donde tantos hermosísimos contempló con Flora, y quería dejárselo en recuerdo, haciendo pareja a la marinita de la siesta inolvidable. Cuando cantara ella los valses, con la letra que compuso él, podría abarcar la historia de su efímera felicidad en las fechas de ambos cuadros a los lados del piano...

Pero no había luz y fué preciso dejarlo. Concluida también la pandereta que Flora pintaba para regalársela, plegó el caballete, retirándolo a un rincón con aires de abandono.

Constituyó después un momento de dolor bárbaro el de la restitución de sus cosas. Reclamaba Amparo la caja y el violín de Luciano para meterlos en un arca...

Y les dañaba a ellos esta separación, este reparto, este arrancamiento de los objetos que les pertenecían—pinceles y tubos de colores entremezclados como sus ilusiones, libros y papeles por las sillas y sobre el piano con las novelas de Flora, que habían yacido como sus pensamientos, en confusión adorable...

Y en tanto que Luciano, reclamado por su mujer, guardaba todo esto, Flora se encerró en el tocador, queriendo al menos invertirse en parecerle agradable. Un tocado lúgubre, semejante al de caprichosa enferma que se engalanara con sus mejores galas para morir. Había encendido las cornucopias, las cuatro bujías retorcidas de esperma rosa, y se empolvaba la cara y el cuello al espejo.

Opinó, en vez de rizarse el pelo, que le sentaría más propiamente esta noche, sobre el vestido elegantísimo, un despeinado artístico, un nudo cuidadosamente hecho “de cualquier manera”, en contraste denunciador del desorden mismo de su alma. En seguida se puso la falda del vestido que recibió una semana antes y que no había estrenado aún—mirándosela con cuidado a la gran luna del armario; la chaquetilla después, de haldetas de frac, primorosamente adornada con magnolias blancas y enormes botones de bronce—; y contenta de su figura gris, armónica y borrada, que reflejábase encuadrada en el cristal romo una de esas aguadas claras e ideales de las ilustraciones, se volvió a sentar al tocador, empezando el largo trabajo de retoque.... el pulido de las uñas, el desempolvado de las cejas y loe labios, las sombras de loe párpados...

Encontró a su madre en el pasillo con un quinqué en la mano.

—¿Qué traje es ése?

—El nuevo. Me lo pruebo para que lo vea Magda.

—¡Ah, sí, vamos! ¡Quieres despedirle bonita, no se te vaya a enamorar de tus amigas, por ser la última vez!... ¡Qué sinvergüenza eres!

Y con este comentario la dejó bajar delante.

Cenaban allí Luz y don Pascual. Estaban además en la saleta Lorenza, Augusta, Marcelo y Lolo. Poco más tarde entró Magda, hermosa, aparentando mayor exuberancia de pecho y de caderas en el traje de invierno. Volvían todas a despedir a Amparo, que, mal vestida y desgreñada, disculpábase de su facha con el trajín de los baúles... En cambio a su hermana la encontraban preciosísima.

Durante la cena, mientras Amparo daba detalles del viaje, contenta, hablando por los codas, describiéndole a Augusta (que no lo había visto nunca) el interior de un trasatlántico, pensando en las cosas de ébano y marfil y en las pieles de tigre que de Ceilán podría traerse—Flora se mortificaba escuchándola, esclavos sus ojos de Luciano, a quien llenaba de vino la copa, aislados ambos en el tumulto de la charla sostenida a la vez por todos. El, enfrente, martirizábase también con!a idea de que a la otra noche no estaría allí, y sí aquellas gentes que envidiaban el viaje y que podrían seguir viniendo a la saleta cuando cenase Flora.

—Mañana—dijo—mi silla estará frente a ti, vacía.

Le miró la elegante rubia haciendo un leve y expresivo gesto de tortura, como ruego de compasión para que no la atormentase.

—Te va a parecer grande la casa: tu madre y tú.

Y permanecía contemplándola con sugestiva tristeza—a pesar de doña Salud, que le observaba.

Flora cerró los ojos. Le tembló la boca, y entre sus hermosas pestañas, aquellas pestañas rizadas y negras que contrastaban con los arcos rubios de las cejas, asomaron dos gruesas lágrimas... Sé levantó y salió.

—¡Bruta!—le había dicho, rápida, doña Salud; y paseó la mirada por las otras, temiendo que la hubiesen visto llorar. Solamente Luzbel se mordía los labios conteniendo una sonrisa.

No se inquietó la viuda cuando rato después se trasladaba la tertulia del comedor y advirtió que su yerno desfilaba hacia el fondo de la casa. Había sentido ella a Flora en el gabinete, cuya puerta podría vigilar desde la sala, y sonrió despreciativa y burlona, comprendiendo que “el otro” se equivocaba buscándola.

Pero no era buscarla únicamente: iba el joven a estar solo en el jardín porque se le hacía insoportable la tranquila alegría de los demás. La luna bañaba la fachada del hotel, cuyo color de ladrillo se interrumpía simétricamente con las orlas blancas de las portadas y Las oblicuas sombras de los relieves de yeso. Miraba al cielo diáfano, a través de las ramas de los árboles, y distinguía como todas las noches su lucero. Un lucero brillante que formaba triángulo con dos estrellas que caían siempre a aquella hora en el cenit, y que él, un poco supersticioso, había elegido por símbolo celeste de sus amores. Flora lo conocía, y algunas veces contemplaron juntos su viva luz azulada en la oscuridad profunda. Cuando se nubló, a principios de octubre (lo recordaba), temieron por sus esperanzas...—Y ahora lo veía, aunque menos fulgurante, apagado en la claridad del cielo, como hundido y lejano, igual que empezaría a ver desde muy pronto el recuerdo de aquella faz de su querida Flora, también bañada en la luz azul que dábale a su carne la transparencia violeta.

Encontrábase en el rincón por Flora preferido. Un ancho arriate convertido en estufilla por dos bastidores con cristales, bajo los que cultivaba la rubia sus begonias de plateadas hojas y sus coleos de matices espléndidos. Encima, una gradería llena de macetitas de pensamiento; y en un rincón de madera, con arcos de hierro, una gran camelia cuyas flores blancas y róseas de cera mostrábanse a la luna en esta noche tranquila; sin duda las últimas: tres camelias que cortó Luciano.

Con ellas entró... Debía de estar la joven por allá arriba encerrada en su cuarto. La buscaría para dárselas, y un beso... ¿Qué le importaba ya que los sorprendieran?

Subió en tinieblas. Entreabrió la vidriera del tocador y llamó:

—¡Flora!... ¡Flora!...

Quizás tirada sobre la cama—de pena muerta. Encendió un fósforo. El tocador y la alcoba yacían en solemne reposo; allá el lecho coquetón y elegante, sin una arruga en la colcha pálida, con las cortinas blancas del baño a los pies, de donde emanaba un olor a jabones y a colonia que se tendía suave y sensual por el aire. Entonces recordó la desnudez que efloró un día su mano.... sólo un día, sólo un momento que en desmayo y desvarío se le entregaba la mujer...—Y un punzazo vivo, un recuerdo ígneo de “la memoria cruel de los sentidos”, le estremeció. Quizá fué una torpeza no apoderarse de ella entonces—no apoderarse de tanta belleza en las cien ocasiones que la tuvo en sus brazos desvanecida de amor...—¡Ah, por ansiarla demasiado voluptuoso, exquisitamente, ya un tendría jamás aquella belleza!

Ahuecando el embozo de la cama, metió hasta el centro las camelias. Su cuerpo las deshojaría. Sus hojas se dispersarían en sutiles besos por el dorado cuerpo...

Pero debía ella de estar en la sala, con todos; y aunque allá su presencia le había de ser más extraña que aquí su ausencia en la intimidad del alma, creyó un delito estársela robando a sus ojos. Bajó.

En la tertulia no estaba tampoco. Amparo continuaba hablando con Luz, Augusta y Primitivo, que había llegado con Jacinto Rivera. Este, con su mirada de altivez simpática, acogía benévolo el relato que acerca de la inteligencia de los elefantes hacía su amigo, recordando la lectura del Viaje a la India. Había elefantes de éstos que se arrodillaban al salir el sol, en postración humilde—de donde los sabios inferían que no les faltaba absolutamente el instinto religioso. Mas a continuación se le adelantó Rivera (el libro de Jacoliot recorría el pueblo de lector en lector) y refirió la costumbre de entregar a la india recién casada, antes que al marido, al extranjero de distinción convidado a la boda. Esto interesó a Magda, que dejó de escuchar a Lolo para enterarse...

Al entrar don Gil preguntó por Flora.

Doña Salud presumía, llena de rabia, que habríase hartado de llorar y que no tendría los ojos para presentarse.

Flora, que escuchaba desde el gabinete, a oscuras, se puso en este momento a tocar el piano, comprendiendo que la llamarían si no. A nadie, por lo demás, le chocaba su falta, habituados a la independencia de la arisca chiquilla. Pero su madre entendía de sobra lo que esta música tenía de consagración a Luciano—que no tardó en salir, yendo a tenderse al sofá de la cocina, también a oscuras. Por el espejo le había visto Flora cruzar el pasillo.

Eran los valses, repetidos en el día por tercera vez, y arrancados con tal lentitud y profunda dulzura al piano, que parecía que lloraban. Música desfigurada, arrastrándose lenta como un gemido continuo al pasar por el corazón de Flora. A ratos, aquellas notas bajas alargadas por el pedal, parecían de flauta. Luego tocó La invitación al vals, con su introducción fuerte y sus escalas brillantes, en que ponía la nerviosidad de su pasión no gastada y desbordante hoy como río que se despeña al perder el cauce—con su andante dulce después, seguido de aquel salto de notas ascendentes que recorrían el teclado en octavas, rompiéndose en un trefle de cristal... Le enviaba su alma a pedazos... Y hasta creía Luciano percibir los melosos perfumes de violeta y de pensamiento del cuerpo de Flora, como si toda ella se fuera consumiendo y disolviéndose en la música que venía a envolverle de luz y de suspiros... De pronto enmudeció el piano. Flora había salido del gabinete y llegó recta, resuelta, adivinándole en las tinieblas, para darle un beso de pasión que unió sus bocas—sin tiempo Luciano de alzar del brazo del sofá la cabeza, inclinando ella la suya y rozándole el cuello con las magnolias del pecho.

—¡A la sala!—le dijo; corriendo inmediatamente hacia la escalera, tal vez a lavarse y empolvarse los oíos, para disimular huellas del llanto.

Le había dejado la amargura salada de las lágrimas en los labios. El obedeció automático.

Flora no tardó en bajar, entrando en la sala y sentándose echada atrás para erguirse más y esquivarse en la sombra verde de la pantalla.—Daban las diez. Les quedaba, pues, una hora—que no había que contar la mañana siguiente, en la revolución del viaje; y se lo decían con la mirada, sin cuidarse de los demás, que por fortuna también esta noche, como otras, prescindían de ambos en esa complacencia con que los tontos gustan libertarse de la tiranía que en todo momento ejerce sobre olios un espíritu superior. Algo molesto de superioridad saltaba en verdad constantemente del desdén naturalísimo y escéptico de Flora, como de la conversación de Luciano—aun sin pretenderlo los dos, o mejor aún, forzándose por disimularlo al comprender que mortificaban...—Jacinto Rivera había sabido amenizar la charla con su voz acariciadora y flexible y su volubilidad de ideas; hasta doña Salud, en el sofá, al lado de don Gil, chachareaba contenta, rejuvenecida., agradeciéndole vanidosa al arrogante secretario loe floreo? que se permitía dirigirla. Magda le sonreía asimismo, lo cual tenia desairado y celoso a Lolo; y Luz, en cambio, escuchándole con embeleco, bajaba sus ojos negros, porque precisamente había sido Rivera el héroe fanfarrón de una de sus más resonadas historias. Amparo, con Camila, dormida en la falda, metía la cuchara en todo, completamente ajena a aquellas rivalidades y coqueterías de que Jacinto era objeto, aunque dejándose arrastrar en la jovialidad de la conversación con su atolondramiento de niña...

En esto sonó la puerta de la calle y tras un “¿se puede?” como un bufido, apareció lento y majestuoso don Juan Anselmo, cuya respetabilidad hizo levantar a tos hombres.

Venía a despedir a Luciano, y se sentó junto a él. Encontró bonita a Flora y “muy fresca” a Luz Este hombre dijérase que jugaba con su mujer al escondite; nunca se le veía donde ella, y acaso porque iba él a venir no estaba doña María. También doña Salud, “¡je! ¡je!, le pareció bien conservada...”—Suponía que se iría la familia en el expreso, a las tres de la tarde, y quería, saberlo de cierto para ir a la estación a tener el gusto de despedirlos...

—Es decir, el disgusto—rectificaba con su frase áspera, queriendo aparecer ante Luciano como hombre aquilatador de cortesías—; porque no es agradable despedir para viaje tan largo a personas tan amables, que se desearía tener cerca...; aunque se tenga el gusto acompañándolas a última hora.

Siempre en segundo término con su sonrisita de modestia, don Gil glosó este concepto del ineducado y violento cacique, cuyos pies, a derecha e izquierda, se habían posesionado de los palos de las sillas de Luciano y Flora. Le impresionaban las despedidas a don Gil, no podía remediarlo; y cuando los viera en el coche y pitara el tren y se los llevase... no respondía de sus lágrimas. Sobre todo por aquellos ángeles de niños, que Dios sabía los riesgos que iban a correr.—Magda, Lorenza y Augusta acordaron venir a la una al día siguiente; y Marcelo aseguró que iba a ser un jubileo de amigos, porque se apreciaba mucho a Luciano en Atajara.

—Iremos contigo, ya lo sabes—dijo Magda a Flora. Lo cual no constituía en la intención de la espléndida muchacha más que una consigna de gran gala, puesto que iría tanta gente.

—Pues también siente Flora al señor ingeniero, por más que ya no necesita maestro para pintar—exclamó don Gil.

Y pensando de pronto que ahora volvería al pasatiempo de Angel Luis, cosa que contrariaba a sus proyectos de boda, le manifestó sinceramente a Luciano:

—¡Va a sentirle a usted! ¡La entretenía usted mucho!

Flora no contestaba. Se levantó precipitadamente y salió. Luciano la vió en la puerta llevarse otra vez a los ojos el pañuelo.

Quiso don Juan ver las pinturas de la “rubita”, y se le enseñó una tabla con un murguista copiado del Fígaro. Se fijó y la elogió con autoridad, como quien lo entendía:

—¡Muy bien! Una figura difícil. ¡Je! ¡je! Se le puede contar los pelos del bigote... ¡Caramba y cómo se parece este hombre a Valero el herrador!... ¡Ah!, y a propósito—continuó, dirigiéndose a Jacinto Rivera—y Primitivo—. ¿No decíais que no?... Acabo de recibir carta anunciándome que tiene sobreseída la causa.

—¡¡Sobreseída!!

—Éso.

Y de que recogió el asombro de todos, continuó don Juan:

—Se interesó por él mi criada. Parecía imposible; pero lo he salvado. Será puesto en libertad y lo tendremos de nuevo en la herrería como si no hubiese roto un plato. Le olía el pescuezo a horca.

Hablaban de un herrador de Alajara que, por irse a vivir con una prostituta, robo treinta duros a su mujer... y la abrasó con su hija, de siete meses, rociándolas con petróleo después de degollarlas. Desde la taberna había vuelto a apagar el fuego; pero tan borracho, que él mismo contaba la historia a voces, por lo que fué preso.—Se decía que en su juventud perteneció a una cuadrilla de bandidos, y si de él se dudaba esto, estaba fuera de duda con respecto a dos hermanos tuyos, que habían vuelto al pueblo desde el presidio.... que desempeñaban siempre las plazas de guardas rurales para que no robasen si tenían hambre, y que al saber el crimen del herrador juraron cortarle el cuello a todos los mandones de Alajara si ahorcaban a su desgraciado hermano.—Con la cual amenaza se despertó una verdadera emulación de personajes para salvarle.... como acababa de lograr el influyentísimo cacique.

Toda esta hazaña la estimó “singular” Luciano, que la conocía. Un apropiado remate a su desprecio a los alajareños. Recordó entonces que sólo contadas personas de la localidad parecíanle completamente respetables, el párroco y aquel carlista conde de Elche entre ellas, ancianos que conservaban la antigua pureza de ideales cristianos, en su fe contenida sin mancha. Y se alegraba, sin embargo, de marcharse antes que pudiera descubrirles quizás el flaco, porque entonces no se acordaría del pueblo sin pensar en una sentina de ignorancia, debilidades, vicios y miserias—y le hubiera pesado toda la vida dejar en ella a su Flora, por respeto a una opinión pública de jóvenes mentecatos, de señoritas que se entregaban y de zagalas que se vendían, de presidiarios subvencionados y de políticos orgullosos y cobardes. ¡Oh, si ésta fuera la miniatura de España!...

Cuando Flora volvió, distinguida como una princesita con su traje gris con pieles blancas, tan delicada de espíritu y de figura, observaba. Luciano lleno de asco a las personas que rodeaban la camilla—y hubiese cogido de buena gana a ella y Amparo y a sus hijos, llevándoselos de allí para no tomar; a países nuevos, a aquella India en que la civilización nacía con un mundo cosmopolita bajo el aire puro y el sol ardiente... Tya pobre Violeta traía otra vez el rastro del llanto en los ojos. Y ¿eran el hipócrita de don Gil y la idiota de su querida, eran el libertador de asesinos y las coquetuelas de Magdalena, Luz y Lorenza quienes le impedían besar aquellos ojos y estrechar contra el suyo aquel corazón que se destrozaba en el largo tormento de este día?


A las diez de la mañana despertó a Flora un ruido de martillazos.

Encontró a Luciano en el pasillo—pálido y paralizado al lado de Amparo, que dirigíale a un carpintero la operación de asegurar dos grandes arcones con flejes de hierro. Un carro esperaba a la puerta el equipaje, que se iba a facturar en pequeña velocidad.

Luciano tuvo lástima de ella; muy pálida también, despelujada, sin corsé, con el fichú rojo sobre el vestidillo, arrojada con prisa de la cama, lo mismo que aquel día que bajó a pedirle de hinojos perdón y amor. Aprovechando la distracción de su mujer, que atornillaba las argollas para un candado, le dió a Flora la carta que había escrito hasta la madrugada; y ella desapareció, yendo a leerla y a contestarla—en la fiebre que la dominaba desde el día antes, por transmitirle sus impresiones de todos los minutos.

La carta era una desesperación en cortadas frases que llenaban tres pliegos, cruzada la última cara, con las márgenes rebosantes de esas pequeñas adiciones del dolor agudísimo que no se cree nunca bien expresado. Cartas como muchas otras escritas en la tensión de una noche entera de pasionales tormentos, y de cuya forma loca, al repasarlas alguna vez, sentía tanto horror el artista como admiración por su fondo de arrogancias. En una había razonado afortunadísimamente esta frase que halló leyendo con Flora una obra de Balzac: "La mujer debe sentir más halagada su vanidad con la adquisición de un amante, que con la de un marido." Y Flora se convenció—igual que se convencía siempre que él se dedicaba a destruir sus preocupaciones, porque tía tenido empeño en que el corazón de la muchacha se le entregase con la conciencia.

Así fué. Contagiada del filosofismo que a sus sentimientos envolvía Luciano, le quería sin miedos, tranquilísima, plenamente convencida de que hacía bien, y llena de orgullo por el amor grande que la abrasaba, a la vez que por su superioridad sobre aquellas otras mujeres que, como Luz, convertían un amante en pecado de placeres.

Ella, teniendo que querer en secreto, sacrificando sus ilusiones por Amparo... entre otras cosas, se juzgaba más virtuosa que Amparo misma. Este convencimiento la inspiraba también al escribir ahora, oyendo desde la habitación los martillazos.

“... Esos golpes, Luciano mío, resuenan en mi corazón.”

Llamaron.

—Espera. Estoy desnuda—contestó a su madre, preparándose a esconder el papel.

—¡Ahí va eso!

Doña Salud echó por debajo de la puerta un número de Le Courrier de la Mode.

Lo cogió Flora, le quitó la faja y se quedó sorprendida del buen gusto del figurín de colores. Más bonito que el del vestido que acababa de hacerse. ¡Qué lástima!... Buscó el otro y lo comparó. La chaquetilla del nuevo figuraba un corsé, con bordados en lo alto de la espalda. Más de salón; el suyo serviría mejor para calle... Y, en fin, ¿a qué pensar en vestidos?...

“Esos golpes, Luciano mío, resuenan en mi corazón...”

Y siguió escribiendo:

“... como si estuvieran clavando tu ataúd. Parecí” que preparan el entierro de mi alegría... Te vas... ¡tal vez para no vernos más! Tal vez... Aunque yo recuerdo y te digo lo de Campoamor: aquí me encontrarás dentro de un año... o en el cielo. Porque mi amor, que, según has repetido tanto, tiene algo de hechicero y sobrenatural te emplaza hoy: “Dentro de un año volverás a verme., viva o muerta..." Comprendo que me moriré sin ti...”

Era tan sincera que no pudo continuar. Las lágrimas le nublaban la vista.

Y mientras se evaporaban en sus ojos, contempló distraídamente, a través de ellas, el figurín.

—Decididamente más bonito.

“No me deja ir a la estación mi madre. ¡Qué crueldad!... Aunque no; es mejor: gritaría, formaría un escándalo cuando te alejases; me echaría entre las ruedas para que me aplastasen. Nos despediremos en esta casa que dejas tan sola. Mira a la azotea, donde estaré yo, y lleva el pañuelo en la mano hasta que el tren se pierda...”

Así continuó de prisa, llenando de sentidas palabras el elegante papel violeta.

Corrió a entregarlo.

Al desembocar al pasillo vió arrancar el carro con el equipaje. Luciano estaba en el gabinete, esperándola impaciente.

—Dame tu retrato.

Lo tenía él preparado en el bolsillo y se lo dió.

—Toma tú—le dijo Flora.

Y le puso en la mano, a la vez que en la cara un beso, un pape! con un gran rizo de pelo y una monedita de oro.

—Hazte de ella un alfiler y no te lo quites nunca.

Le apretaba la mano con desesperación, mientras que con la otra se mesaba el cabello como una loca. Parecía que quería romperse en pedazos para irse entregando a Luciano y que la guardara en los bolsillos.

—¡Toma!

Una medalla que se quitó de un tirón.

—¡Toma!... ¡Toma!...

Y le entregó el pañuelo sin saber qué hacía, y un imperdible; y se arrancó un madroño del fichú y se lo entregó también.

—¡Adiós, Luciano mío, adiós! No volveré a hablar, pues quiero que la última palabra que me oigas sea ésta que no podría decir delante de nadie: ¡Que te adoro! ¿Que te adoro!

Tuvo que escapar, porque su hermana volvía de la verja de ver partir el carro. Amparo riñó a Luciano, que no se ocupaba de nada mientras andaba ella como una negra. Y fué a vestirse para el tren, que salía a las tres.


A la una llegó el profesor de música, que continuaba ensayando a Flora La Loca.

La escuchaba Luciano desde la butaca, viéndola casi de espalda—la mirada en ella, con terrible fijeza en el feroz martirio de estos últimos minutos que podría contemplarla a su placer. Respiraba fatigosamente y se restregaba de cuando en cuando los ojos, que le picaban irritadas de puro no pestañear. Su rubia querida delante del piano, en aquel gabinete coquetón de bóvedas redondas de capilla, le parecía en su templo, orándole al Amor en delirios de armonía. La caprichosa y extravagante partitura dijérase hecha para ellos para aquel momento; de una ironía lastimosa, alegre en su ritmo y tristísima en su expresión, como la risa dulce de la demencia. Algo profundamente conmovedor en su apariencia sencilla, algo de idea fija de desorden, de meditación penosa cortada por olvidos y divagaciones momentáneas, resueltas siempre en llantos o en carcajadas de simpática y extraña ternura—con aquellas mutaciones inconexas de compás que recordaban el pasear de un loco. Le parecía imposible que de allí a unas cuantas horas no podría volver a verla.... a su Flora, que estaría en el mundo, sin embargo, que seguiría todas las tardes vistiéndose y estando tan bonita, que seguiría hablando con su voz musical sin que él la pudiera oír... ¡Le parecía imposible, absurdo! El momento feroz había llegado. Más que había llorado anoche, consolada al fin con su presencia y engañada también con la dificultad de creer en la separación todavía, lloraría cuando la realidad la convenciese de que estaba sola; cuando recorriera todo el hotel un día y otro y no le encontrara en ninguna parte; cuando cada habitación y cada sitio la fuese hablando de un recuerdo, en el vacío incomprensible que deja un muerto. ¡Pobre Violeta!

Luciano olvidaba su propia desdicha compadeciendo la de Flora. No pensaba en el dolor atroz de su ausencia, ante el dolor más espantoso de la delicada niña, no acostumbrada a sufrir, en cuya serena vida se volcara de pronto el horror del destino. Y casi tenía remordimientos por el mal causado en el alma de aquel ángel, tan abrasada en la pasión de su alma miserable de hombre, que no podía apagarse ya con los consuelos del mundo, y seguiría ardiendo solitaria para desmoronarse en cenizas yertas... ¡En él, en su alma de poeta, persistiría al menos el amor de Flora como el lucero del cielo, lejano y alto, alumbrando con la luz fosfórea de lo ideal sus ambiciones de la existencia! ¡El poeta sabría hacer de su pena infinita y eterna el eterno e infinito placer oculto de su vida... lo que no saben hacer las mujeres, porque no aprenden más que a querer o a odiar!

Le preguntó dos o tres veces algo, por acariciarla con la voz y sentir la caricia de la suya, y ella sólo le contestó con la mirada—con la mirada en que se adivinaba siempre una lágrima queriendo brotar; deseaba permanecer fiel al propósito manifestado antes. En cambio, infiltrábale una tristeza inmensa al lenguaje del teclado.

No pudo más Luciano. Le parecía así, muda su Violeta, una muerta. Lloraba, y se fué a la sala. Allí continuó escuchando la música y llorando, llorando mucho en silencio, como lloran los hombres, que lloran pocas veces—tratando de contener sus lágrimas copiosas con un pañolito de Flora aplastado a los ojos con ambas manos...

Pero sintió unos pasos, y al volverse vió enfrente a Amparo, que le observaba sorprendida y observaba lo mismo a Flora en el piano por la puerta entornada.

Había entrado sin ruido sobre la alfombra y tenía la cara la expresión acerba del dolor.

—¿Por qué lloras?

Sus facciones se torcieron en convulsión.

Acababa de comprender la espantosa realidad. Sintió que se desvanecía, que la flaqueaban las piernas.

—¡Lloras... por ella!

Y cerrando la puerta con violencia, le miró un instante severa, altiva.... yendo en seguida a arrojarse de bruces al sofá—destrozada y convencida ahora de la verdad tristísima, ahogándose en sollozos, gritándole, muerta de pena y de celos, que no iría con él, que se quedaría en su casa con su madre, y que se marcharan ellos adonde quisieran... Luciano, con los puños apretados, a grandes pasos por la habitación, contemplando loco a aquella mujer trastornada, oyendo siempre aquella música que seguía incoherente y veloz como la misma insensatez, no acertaba a pronunciar una palabra, mientras su cara, que el llanto persistía bañando, revelaba a un tiempo en la frente fruncida la ira contra la fatalidad que le delató y en los labios trémulos la amargura por la desdicha irremediable de todos.

—¡Vete! ¡Vete tú!... No llores; vete con ella. ¡La quieres mucho! Vete con ella; vete...

—¡Por Dios, Amparo!—pudo exclamar, abalanzándose al cuello de la desdichada en un abrazo que parecía el que se le da a las madres en las inmensas desgracias. Y lloraba, seguía llorando con lágrimas inagotables que le caían a su mujer en la sien, mezclándose a las que de sus ojos manaban entre los dedos, con la cara enterrada en la tapicería.

—¡Qué malo eres! ¡Qué malo, Virgen Santísima! Vete, sí... Le contaré todo a mi madre.... me quedaré con ella.... con mis hijos...

—Vendrás conmigo, y mis hijos, nuestros hijos también... Amparo de mi alma, ¡tenme lástima!

Y comprendiendo que para no confesarlo todo (según estuvo a punto de hacer, porque su sufrimiento por Flora era tan grande, que le produjo un momento de aberración de creerse con derecho “a la compasión de aquella mujer tan buena y generosa que se lo había sorprendido”), comprendiendo que para no delatarse completamente se imponía algo más que una tonta disculpa, exclamó:

—¡Lloraba por ella! ¿A qué negarlo?... Mas no porque la quiera.... sino por gratitud a su cariño, porque tu pobre hermana me aprecia demasiado... ¡y lloraba también!

Aunque hábil, fué contraproducente la explicación. El tono con que fué hecha traicionó el propósito de Luciano, y Amparo adquiría más y más la certidumbre de que se adoraban uno y otro. Sin moverse, sin ceder a él obstinado en separarla las manos para besar su cara, le insultaba, le escarnecía, llamándole hipócrita y falso, estremeciéndose al recordarle que quizás fué por Flora también su llanto de aquel día en el huerto.—Y puesto que hacía un instante que no sonaba el piano (porque advertida, al fin, Flora de lo que ocurría en la sala, despidió al profesor, huyendo hacia el piso de arriba), ella, que no había salido ya por evitarse el horror de ver a su hermana, se desprendió descompuesta, exclamando:

—¡Se lo contaré a mi madre! la mi madre!

Corrió la casa, desolada y ansiosa, buscando a su madre: la encontró, la llevó a encerrarla en la alcoba y le relató lo sucedido, anegada en lágrimas y abrazándola fuertemente con un frío de envenenada... No tenía de qué sorprenderse doña Salud, y recibió al pronto la noticia con altanero desprecio; pero tocada luego por la pena inconsolable de Amparo, se puso a aconsejarla.—Era un disparate lo que la oía, muy convencida, de “lio irse con él”. Esto no conduciría más que a un escándalo, que debía evitarse por... don Gil y por todos, pues claro está que Luciano no se iría tampoco, y sólo se hubiera conseguido, en resumen, prolongar unos días aquella historia...

—Además, Luciano se olvidará. Procura tú atenderle y serle agradable, porque los hombres necesitan no ver a las mujeres siempre hechas un asco. Por eso, a pesar de mis tareas, has visto que me cuido mucho, que no me abandono, y así y todo... no creas que tu padre dejaba de jugarme algunas en sus viajes. ¡Los hombres son así, aun los más santos! Pero Luciano... te quiere... Lo que sí debes evitar es volver nunca con él a este pueblo, a lo menos mientras Flora no se case... ¡Gracias a que hay tiempo al medio!


Una comida desastrosa la de este día. Nadie acudió al comedor más que los niños—y Luciano, por cuidarlos. No se sabía dónde andaba Flora, y estaba tranquilo con respecto a Amparo, después de haberla visto un par de veces salir y entrar de la habitación, concluyendo de vestirse.

Eran las tres y empezó a llegar gente. Primero Luz, con su padre, y en seguida doña Pilar, la tía solterona y beata que no iba a la casa salvo en ocasiones graves. Magdalena entró con Lorenza, sorprendiéndose y riendo maliciosa al saber que no irían a la estación doña Salud y Flora, por estar esta “enferma” y por evitarse aquélla una mala impresión. Don Gil encontró a todos en actitud de marcha. Reunidos amigos y parientes en la sala, abrazaba Amparo a su madre y salían ya los niños hacia la cancela, con el grupo de criadas cargadas de cabás y cestas... Totalmente aturdido Luciano, espiaba la puerta desde el fondo de la sala, ansiando ver aparecer a Flora. Se convenció de que no bajaría; su madre debió de contarla lo de Amparo, que no quería despedirse de ella.—y no osaba presentarse...

Aprovechando la confusión de la gente que salía al jardín, subió a buscarla.

Estaba en la saín, apoyada tras del visillo, en un cristal del balcón.

Al verse quedaron los dos parados. Ella, vuelta en el hueco del balcón; él, en la puerta, mirándose con la muda inexpresión de tantos martirios.

Avanzó Luciano y Flora le salió al encuentro.

Allí, en medio de la sala, junto a cuyo balcón del testero se veía abandonado el caballete, se unieron en un abrazo y se besaron—inertes los brazos, secos los labios... Enlazados todavía, contempláronse un momento admirados y enojados de encontrarse impasibles. Los avergonzaba únicamente, tal vez, su cobardía, que dejó llegar la hora de la inevitable ausencia.

—Adiós—dijo ella, al fin, cortando la frialdad violenta de la escena.

—Adiós—contestó él.

Y se separaron disgustados, con la sorpresa de angustia que deja el besar un cadáver en el féretro antes de partir, comprendiendo que fué la verdadera despedida aquella del gabinete en que la esperanza expiró, y tras de la cual no podían volver a verse más que como fantasmas.

¡Habían agotado las penas y las ternuras!


Guando salía Luciano del hotel para alcanzar el grupo que iba calle abajo, tropezó a su suegra, de pie tras de la puerta, aún con el pañuelo en los ojos. Sintió compasión hacia la mujer infortunada que en el fondo tenía más de víctima que de culpable. Era una apasionada, sencillamente, a quien el mundo educó mal y para la que había empezado la venganza del mundo.

—Adiós—le dijo, echándole el brazo por el hombro y rozando con la suya su frente—. Me cree usted muy malo y no lo soy.

—Adiós, Luciano—exclamó ella también enternecida—. Haz feliz a mi hija... A Amparo—añadió, deshaciendo amargamente el equívoco—, a Amparo, que es una santa...


En el cruce, hasta donde había acompañado a los viajeros, bajó del expresó don Gil.

Cuando Amparo se vió sola con Luciana, porque los niños se durmieron por los asientos y Clotilde, al otro lado, en un rincón, se recostó en el suyo, cerrando los ojos por no verle. En Manzanares bajaron a la fonda; él hablaba con tenaz solicitud; ella respondíale con cierta dura cortesía... Pero después de cenar, cuando los niños volvieron a dormirse y el tren corría por los campos que alumbraba la luna, él la cogió la mano, que quiso Amparo retirarle...

—Ya estamos lejos... Recomencemos nuestra vida. Yo para ti; tú... más cuidadosa de tu Luciano.

—Tú no eres mío—contestó Amparo con desdén—. Cállate. No tengo el menor deseo de tus disculpas.

—No son disculpas, sino, al contrario, quejas de tu abandono.

—Tarde me lo recuerdas.

—Cuando un peligro ha venido a avisarte sus consecuencias.... demostrándote mi cariño inquebrantable: porque si no te hubiese querido a ti con toda mi alma, hubiese querido a Flora.

—No seas cínico, al menos; te lo suplico.

—Soy franco, nada más. Dame un beso.

—No.

Se sentó a su lado y le daba besos, que recibía ella con glacial indiferencia, sin lograr que le devolviera uno. Durante largo rato, afanado en conseguirlo, se lo suplicó en vano con mil empeños; aquellos labios, que no se esquivaban siquiera, los sentía en los suyos fríos y flácidos. Por primera vez recibían sus caricias con tan espantosa impasibilidad...

Luciano volvió a sentarse enfrente, desolado. Era tan profundo el afecto que la tenía, que le causaba la impresión de una hermana que le abandonase en el instante que la necesitaran más sus penas. Queriendo desenojarla, no hacía traición a Flora—cuyo recuerdo le escocía vivo y doloroso. Sorprendióle nada más que le pudiese faltar la ternura de su mujer, tan confiada y tan buena, con la cual había contado siempre como consuelo de penas y desengaños desde que con sus llanezas pareció permutar el papel de enamorada por el de amiga fiel, y hacia la cual no había sentido enojo nunca, sino todo lo contrario: mayor estimación cuanto más la rubia gentil le apasionaba. Haber soñado un día tener a las dos: a la idolatrada amante y a la graciosa amiga, y en la carrera de un tren encontrarse hoy que de ésta se llevaba el menosprecio, después de renunciar heroicamente a la otra, no podía concebirlo. Y por esto, con completa sinceridad de intención, y enteramente fiel a Violeta, dueña de sus ilusiones, se dedicaba a reconquistar el perdido aprecio de Amparo.

En la oscuridad del coche, que retemblaba sobre el estruendo de la huida veloz, corrida la pantalla azul de la candileja para que durmiesen los niños, le contó una amañada historia, llena de anécdotas y detalles que desfiguraban la verdad de los candentes recuerdos a que aludían, y con la que, a vuelta de muchas habilidosas confesiones, para reducir más verosímilmente su único pecado a contemplación deleitosa del amor de Flora, se pretendía probar de ésta, además, la alteza de sentimientos y la nobleza sublime de conducta... “¿Te acuerdas de la boda?... Pues, sí; era mentira lo que te dijo de Angel Luis, con quien bailó por mí, para borrar tus sospechas. Se aturdió con los licores y no sabía lo que se hacía. Esa noche fué la en que, sin conciencia la pobre, me confesó su cariño por primera y única vez. Ella lloró su ligereza al día siguiente, y yo no he vuelto a recordársela, por más que la he advertido quererme cada vez más, sufriendo y callando. Pues bien: tú que has visto mis ojos con lágrimas ante cualquier cómica que miente su infortunio en el teatro, ¿no podrás comprender que llorase esta mañana como espectador menos indiferente ante el drama real cuyo fin me ofrecía la despedida de Flora con su triste música?...”

Inútil todo, aunque por momentos le hicieran creer otra cosa las preguntas de Amparo, que, desconfiada como fiscal apercibido contra la mala fe de un declarante, habíase estado sonriendo, irónica, de las contestaciones, sin que lo pudiese Luciano notar en la penumbra del coche. El beso no pudo conseguirlo. Y con tal disgusto se durmió en un rincón, rendido, creyendo ver siempre el pañolito de Flora agitándose lejano en la azotea; mientras su mujer, cerrados los ojos, pensaba en aquella escena horrible que le había caído en el alma como una hornilla de brasas; el martilleo violento del tren, corriendo por la clara noche, le fingía el ritmo vivo de aquella odiosa fantasía que iba oyendo, dislocada y rota, igual que si arrastrando del último furgón la siguiera el piano... Para ahuyentar la obsesión, que se hacía insoportable, miraba de cuando en cuando por el cristal las fajas del paisaje, que volaban a su lado en la carrera loca como gasas plateadas por la luna...

Permanecieron en Madrid veinticuatro horas, en el hotel Colón, sobre lloraos. Desde el balcón enfilado a la calle de Alcalá encontraba Luciano inexplicable la alegría de fiesta de las gentes. Aunque por la tarde, acompañando a su familia al Retiro, pudo creer que su mujer olvidaba, porque hablaba frecuentemente con los niños, quejándosele ya, algo comunicativa, de que no fueran de moda sus trajes, pues no había querido hacerles ropa de invierno—al otro día, en el tren, camino de Barcelona, observó que continuaba para él su fiera displicencia.

Cinco días en la capital de Cataluña. No salía Amparo. Luciano buscaba en los conciertos de los cafés su querida música; pero no se ejecutaban más que partituras nuevas y desconocidas para su corazón. Allí escribíale a Flora, persiguiendo en balde la verdadera frase de su gran tristeza; y la víspera de embarcar facturó su paquete de cartas en el fondo de la caja, donde le enviaba dos tubos de pintura y un pomo de esencia de violeta. Ella mandaría por el encargo a persona de su confianza. Así habíanlo convenido.

No había sensibilidad, a fuerza de impresiones contradictorias, en aquellos dos viajeros, transportados como fardos. Por fin, una tarde los recogió un coche, los llevó al muelle; entraron en un bote y subieron al Alfonso XIII, el gran trasatlántico que se mecía en el puerto. Amparo, sin curiosidad siquiera en mitad de aquella vida de a bordo, tan nueva, instalaba las maletas bajo las literas del camarote, que le molestaba un poco con su olor picante a barnices y a maderas guardadas; Luciano se recostaba sobre la borda, mirando vagamente por lo alto de Barcelona, y solamente los niños, Camila en brazos de Clotilde y a la falda de ésta agarrado Pipín seguían con despierta extrañeza lo? pintorescos detalles del embarque.

La herradura con que la ciudad cerraba el puerto, con el Montjuich a la izquierda y la Barceloneta y los diques a la derecha, ofrecía un hermoso panorama. Enfrente la embocadura de las "Ramblas, los paseos de los muelles, los altos edificios y la estatua de Colón destarándose por encima de los tejados pizarrosos en el cielo, sobre su mundo de cobre, que resplandecía a los últimos rayos del sol. Detrás, un bosque de mástiles, con marañas de cordajes de cientos de embarcaciones, interrumpiendo a lo largo de las murallas el curvo horizonte del mar.

Toda una procesión de botes desde el muelle hasta el Alfonso XIII. La escala, un hormiguero; se subía con prisa, ron miedo, cogiéndose las señoras a la maroma, dando los hombres el brazo, no muy seguros de su galantería, sobre los móviles y resbaladizos peldaños, entro los marineros que frenaban conduciendo cajas y maletas. Algunas familias habíanse arriesgado a despedir a bordo a sus parientes. Las más saludaban sin cesar desde las lanchas, zarandeadas por el oleaje, al costado del buque.

Aquel viento húmedo, saturado de olor a sardinas; aquel trajín de la carga entre crujir de cadenas y palancas de las grúas: aquel resonar de silbatos y maniobrar de cuerdas en la altura enorme de los palos; aquel humear denso y negro de las bocazas de las chimeneas, todo sobre las aguas inquietas, que cruzaban en cien direcciones y dando tumbos los botes y los rápidos vaporcillos blancos, producíale a gran parte de los viajaros gente de tierra adentro que por primera vez se metía en el mar, una excitación desconfiada, mío les obligaba a cerrar los ojos para darse cuenta, como en un mundo nuevo. El prolongado y ronco trueno del Alfonso XIII. de rato en rato, dando sus señales de partida, llenaba los aires con un quejido poderoso, apresurando a la gente en las escalas, unos para ganar el buque otros para dejarlo, temiendo ser en un momento arrebatados hacia el Océano.

De pronto volvió a lanzar la sirena un rugido lastimero... Las escalas se levantaron, y los cabrestantes izaron las cadenas de las anclas. Sonó el girar de la hélice y el estruendo de la máquina; trepidó el barco, y el mar empezó alrededor suyo a cubrirse de mantos de espuma. Poco a poco los botes se quedaban atrás. Los pañuelos se agitaban por todas partes, se cubrieron los ojos de lágrimas, y un momento después, a la puerta del malecón, entrando el Alfonso XIII a media marcha en el mar libre, soltó el cañonazo de despedida... ¡Adiós, Barcelona! ¡Adiós, España!

Por las bordas asomaba una batería de anteojos, desde el inmenso de cuatro tubos hasta el gemelo de teatro. Se buscaba ya inútilmente a la madre o al amigo que allá quedaban en tierra...

Y sin gemelos, con los telescopios de la fantasía. Luciano, cerca de sus hijos y de su mujer, que había subido a la cubierta, seguía fijo en el cielo de Barcelona, descubriendo allá, allá lejos, a la mujer querida, candente aún en su recuerdo el beso de amor.

Llamaba al comedor la campana.

El barco llevaba un cabeceo regularmente fastidioso hundiéndose y levantándose en anchas oías, cuya, cresta rizaba de espuma un airazo seguidote y fresco.

Cuando después de comer Luciano volvió a cubierta y quiso mirar atrás por la borda al último resplandor del día ya no se veía tierra. El Alfonso XIII, en mitad del mar, de un círculo de mar que parecía el tablero de un velador inmenso, continuaba hundiéndose de proa a popa, con el acompasado movimiento de un reloj de balancín.

El cielo le cubría como un fanal limpio, sereno, sin nubes...

Segunda parte

I

—¡Esto es un paraíso!

Le dijo sir Sutton a Luciano la mañana en que llegaba al campamento, en el pico de Kirigalpoll—después de haber dejado a Amparo, a Clotilde y a los dos niños en Baticaola, pequeño puerto de la costa occidental y arranque del ferrocarril en construcción que habría de atravesar las montañas meridionales de la isla recogiendo sus ébanos y sus grafitos, tocar en Kandy para absorber en lo posible el comercio de la línea de Colombo a Trincomati, y cruzar los hermosos bosques de las llanuras septentrionales hasta morir en Manar, aumentando considerablemente el tráfico de este último puerto, principal mercado de las pesquerías de perlas del célebre golfo y punto de arribada de un pequeño servicio de vapores que navegaría por el estrecho de Palk sirviendo de enlace en Calcuta a la gran Compañía inglesa de Liverpool a la India.

Tres días, a su llegada, la familia, en el Oriente Hotel de Colombo; tres días esperando barco, no poco desencantada Amparo al saber que tendría que vivir separada de Luciano y fuera de la hermosa capital llena de luz y de perfumes resinosos de los bazares, de ingleses y holandeses con cascos blancos, yendo muy rectos por las anchas calles a sus negocios y volviendo de bajo los panlcás de las cervecerías dignos y borrachos en los kars de dos ruedas tirados por cingaleses de rizada melena, en cuyas espaldas sacudían la fusta. Tres días paseando por las tardes en la victoria de dos caballos por entre los cactus y caneleros y plátanos de las dos grandes vías que cortan en cruz la población blanca, bajo los gigantescos heléchos de las plazas, desde cuyas ramas bajaban los enormes pájaros a comer las migajas de las familias de negros instaladas a la sombra; vagando por las noches en la playa, entre los hoteles primorosos de la bahía y los chalets de recreo de las riberas del Kalani, bajo los bosques de cocos y algodoneros... en un alegre y esplendoroso desfile de charolados carruajes a la luz de los arcos voltaicos y al cuidado de los graves policemen de estatura colosal, cuyos uniformes claros se destacaban entre los cuerpos desnudos y airosos de los indios y las batís de los chinos y las fajas de colores de los persas y los judíos, en aquella población activa de doscientos mil habitantes...

Y navegaron luego veinte horas por un mar de esmeralda; llegaron a Baticaola, ciudad de indígenas, en que no había más casa de piedra que el palacio del gobernador; alquilaron una vivienda de bambú, rodeada de un jardín, en el barrio de la colonia de ingleses; compró Luciano un caballo de Birmania, y se separó una madrugada de sus hijos y de su mujer, dirigiéndose al campamento de trabajos, distante veinte kilómetros, del cual no debía volver sino cada dos semanas unas cuantas horas, y cuyo espejo del heliógrafo se veía brillar desde las ventanas del rústico hotelillo, sobre la ondulante sabana de los bosques, en la altura del Kirigalpoll.

—¡Esto es un paraíso!—le había dicho su tío Sutton cuando llegó al campamento.

Y después de enseñarle su pabellón, añadió, suponiendo contrariado al joven ingeniero:

—Ya ves que no se pueden tener aquí niños y mujeres. Los vedas son salvajes, verdaderos tigres. Por eso no bajarás a la ciudad sino cuando van nuestros convoyes. Te recomiendo el revólver... Por lo demás, esto es un paraíso.

Para certificar la comparación no tuvo Luciano más que tender en derredor los ojos. Una altura enorme, una empalizada que encerraba, junto a una huerta, lindos hotelitos y camarines para los negros, en mitad de una explanada circular donde habíase chapeado la arboleda. Por Occidente, a algunas millas, el mar, cuyo horizonte era inmenso desde la elevada meseta, y rodeándola por todas partes el bosque, el bosque virgen, de frondosidad fantástica, extendiendo su verdura eterna por las montañas, festoneando sus crestas en las lejanías sobre el azul profundo y tranquilo de los aires.

Los doce o catorce europeos que estaban al servicio de los tres ingenieros y al cuidado de los presidiarios que el gobernador de Ceilán habíale cedido a la empresa como trabajadores, mostraban un misantropismo que agradó a Luciano. Fuera del trabajo apenas se hablaban, paseando cada cual por su lado, ocupándose unos en acariciar a los podencos, otros en jugar con los monos y los papagayos y los más en pasear leyendo periódicos dos meses atrasados o cogiendo flores en la huerta. Esta observación le pareció a Luciano la calma paradisíaca, y su fatigado espíritu se dispuso complacido a sepultarse en aquella paz, desperezándose al borde de la Naturaleza, antes de entregarse a ella, como la hastiada impura junto al lecho en que va por fin a descansar.

Las semanas pasaron. Luciano bajaba a Baticaola cada veinte días; llegaba de noche y besaba con toda el alma a sus hijos y a Amparo, que le devolvía sus cariños siempre con aquel fondo de frialdad; un poco más satisfecha, sin embargo, de lo que esperaba haber estado en la vida de separación y abandono en un pueblo extraño, donde hasta con las señoras europeas, que la visitaban cariñosamente, debía entenderse por señas, pues no tenía gran disposición para el inglés.

Sin embargo, habíale comprado su marido un faetón con un caballito australiano, tenía cuatro negros y dos negras para el servicio de la casa, y paseaba todas las tardes con sus niños y Clotilde en la playa, donde se reunían las señoras y veía jugar muy contentos con los inglesitos a Pipín y a Camilita por la arena. Cuando Luciano volvía a salir de madrugada para el campamento, le despedía desde la ventana, y él, triste por el rencor que adivinaba en ella, a pesar de sus esfuerzos para olvidar, se volvía en su potro de Birmania a través de los bosques ron el convoy, llevando siempre un presentimiento de desgracia, al separarse de sus hijos, en aquellos campos de soledad bravía cuajados de peligros.


Le habían encargado de los planos en el fuerte, y no salía a trabajar, sobrándole muchas horas cada día. Le seguía encantando aquella monotonía de grandiosidad.

Los cielos hermosos, los crepúsculos de iris, el mar con sus brisas templadas, los bosques con su potente hálito de vida oculta, cantada por el gritar de millones de aves, de alimañas y de insectos, ponían en su corazón, sin embargo, a la vez que un sentimiento de eternidad apacible, una sensación de tristeza infinita.

Se volvía como los demás, solitario y taciturno. La pereza tardó poco en invadir su cuerpo y su alma. Un gran sombrero de paja para el sol y un traje de hilo. Sus barbas crecían como los musgos de los troncos, y aquel completo arsenal de cepillos y jabones que subió en la maleta quedó en desuso, sustituido por el baño, a que le incitaba el puro calor de la siesta.

Una, verdaderamente estival, en que a la sombra de los plátanos su cuerpo se balanceaba en la red de la hamaca, escuchando en el silencio absoluto del humano vivir el chiflar poderoso y uniforme de las chicharras del bosque, cuyas primeras columnatas de árboles se le ofrecían cerca recreándole los ojos con sus cortinajes de lianas y sus volanderas cuerdas de bejuco revestidas de trepadoras y ornadas con florones de parásitas; todo lo cual, en sus huecos de verdosa luz, bajo las bóvedas de follaje, a que se descolgaban gritando algunos simios o que cruzaban con pausado vuelo de una a otra rama algunas aves de pechuga azul, le parecía el pórtico de colosales palacios encantados; esa tarde, en que doliente desde la hamaca miraba a ratos el lejano mar, siguiendo en su gris superficie inmóvil la estela brilladora del sol, que como por una senda de luz condujo a su fantasía más allá del horizonte, más allá, mucho más allá, a aquellas tierras a que viajaba entonces el astro de oro... Luciano comprendió de improviso su nostalgia. Notas de armonía estallaron fugitivas no supo dónde, un perfume inundó su ser y una silueta se dibujó entre las brumas le no sabía qué distancias ni qué espacios.

“¡Flora! ¡Su visión del amor!”

Flora, cuya pasión dormida le llenaba el alma, oculta por las impresiones de aquella vida nueva en aquel país de fuego y de hermosura, oculta como la profundidad serena del lago bajo la sutil capa de nenúfares... Ella era quien faltaba en aquel paraíso, la mujer, el amor, el adorno supremo de la Naturaleza, para cuyo esplendor están hechas todas las grandezas de todos los escenarios...


¡Oh! ¡Qué tremenda ironía! Y allí lo tenía todo: las hermosuras magníficas del campo, del cielo y del mar; las maravillas de la tierra; todo... ¡menos ella!

¡Con cuánta pena siguió luego en sus eternos días contemplando aquellos paisajes de belleza inútil!

El fastidio mortal dijérase que, insensiblemente, filtraba en aquel desdén de unos a otros compañeros de destierro un odio oculto. Un odio inconsciente, de camarada a camarada; el cansancio del vivir ante el vacío de la existencia sin ilusiones.

Noches de soberana hermosura, noches de los trópicos en que tumbados en las amplias lonas de sillas como catres formaban silencioso y disperso corro, cara al cielo, mirando cada cual su lucero favorito entre las estrellas que fulguraban como ascuas; las luciérnagas volaban en las copas de los aromados tes como llamas de plata... Alguna prendía en el mariposeo de luz las miradas, perdíalas en el espacio, ¡y quién sabía tras ella en qué memoria de mujer perdíase también el recuerdo!

¡Oh, sí! ¡Un sarcasmo! ¡Un insulto a tantos regios esplendores!... El alba, aquellos amaneceres serenos en que sobre la inmensa alfombra verde de los hondos valles se levantaban, siguiendo el curso de los ríos ocultos, cendales de nieblas que se tendían hasta el mar, como doseles de nube sobre una procesión de diosas desnudas para el baño...

La siesta, con sus horas incitantes en el bosque, en las espesuras de la sombra, entre los laberintos escondidos por los abanicos en hoja de las palmas, con sus grutas de enredaderas en los bambúes, al pie de las fuentes de agua helada, cuyos asientos de peña parecian el lugar de enamorada cita con la mujer que no llegaba jamás...

Las tardes, aquellas tardes de poesía embriagadora, de limpio ambiente que dejaba hasta el fin penetrar la mirada por las montañas desiertas, onduladas por el fofo ramaje de la arboleda como un océano de cuajadas olas verdes; que permitía seguir las praderas interminables sin encontrar sobre sus tonos de esmeralda la casita que mintiera el querido hogar... Las tardes de puestas del sol con celajes increíbles, con nubes de todos los colores, con reflejos metálicos de púrpura en fondos de cielo verde, verdes como las praderas y los mares de Oriente...

... ¿De qué servían si no podían nunca inspirar la frase trémula de pasión a la mujer ideal alumbrada por sus luces de nácar?...


Y era tanta la hermosura de tales sitios, que ni dejaban al alma herida de Luciano que los odiase. Allí su pena se perdía libremente en los aires en el infinito cielo, como el humo de las hogueras y el fragor poderoso de la vida escondida en los bosques.

Le parecía aquello una suspensión de la existencia. La soledad majestuosa de las montañas, la salvaje profundidad de los valles en cuyos cauces de roca se escuchaban estruendos de cataratas invisibles bajo la fronda de perenne verdor, el aroma cálido de las arboledas ciclópeas de que salían por las noches al resplandor tibio de la luna aullidos de chacales y alaridos de ciervos, el desierto mar y el extenso cielo que cerraba aquellos horizontes dilatadísimos, como si cubriera media tierra a sus pies—le hacían creer que había caído allí para siempre, en perpetua deportación del mundo de las gentes, de aquella otra mitad del mundo donde se vivía y se odiaba, pero donde se amaba también y de donde él se había traído el recuerdo indeleble de un amor extraño, que se mezclaba ahora vago como un delirio en su adoración imponente y triste a la bravía Naturaleza, volando a ella y con ella un poco identificándose en los aires perfumados y en los cielos puros, como el canto de las aves, el gritar de las fieras y el ruido de los torrentes.

Parecíanle su corazón y su amor el cadáver de una grandeza que fué y que allí, en medio de grandezas tantas, se restituía lento y tranquilo a la armonía universal de donde tomara su fuerza, en cementerio augusto, libre, abierto junto a la vida portentosa de la materia. Y cuando su cuerpo inerte sobre la hierba tendido complacíase en ver extinguirse unas en pos de las otras las luces de aquellos días sin horas, parecíale, según perdían realce las cosas y líneas las dentadas siluetas de las sierras en lontananza, y a medida que la oscuridad lo invadía todo y lo borraba, que su ser mismo se iba confundiendo, disolviéndose, dilatándose en la inmensa creación, a la cual llenaba y de la que sentía la majestad infinita. Entonces ya nada existía diferente de él mismo: él era la tierra, él el aire, él la azul nítida transparencia del cielo; y él, ideas suyas, penas que habrían escapado de su corazón, anhelos que huyeron de su deseo, era cada estrella que iba encendiendo su vago punto de luz...

Había sido tan largo aquel viaje que le arrancó de Flora, había visto desfilar desde la borda del vapor tantos mares y tantos pueblos, tantos hombres de tantas clases y tantas cosas diversas, que sabía bien que estaba separado de la mujer amada por el diámetro del mundo. Y se perdía su imaginación al querer recorrer la curva de la tierra y transportarse allá, tan lejos, al lado suyo; y era demasiada la distancia para el ansia de su corazón, que la quería tener cerca. Y por eso cerca la recordaba, dentro de él mismo, como si no existiera ni hubiese existido más que en el luminoso sueño de una de sus noches de poeta.

Así, cuando cada mes mandaba al periódico de Madrid sus crónicas, a Flora dedicadas, en que siempre había mujeres rubias, y cuando cada mes también recibía los paquetes de Impartióles por ella coleccionados, sin faltar un día, para enviárselos, y veía además en las cartas de doña Salud a Amparo el imperceptible punto bajo la i de Querida hija... con que ella le recordaba su cariño, antojábasele que unos ojos de maga eran los que leerían sus artículos en lejano rincón del mundo, y que una mano misteriosa le enviaba aquellos vagos presentes de amor, como en los cuentos de princesas encantadas que le contaban de niño para dormirle.

Porque de Flora no tenía otras noticias. Su madre no la nombraba, y ella no osó escribir a su; hermana. En vano él había esperado la carta prometida por ella un día, con la dirección de su oficina, que intencionadamente hizo dar a Amparo en cuanto llegaron a Baticaola. ¿Por qué esto? ¿Era que doña Salud le había ocultado las señas, imposibilitándola escribir? ¿Era que no había comprendido cuando se las repitió en una historieta de sus crónicas firmadas por Loraf?

Mejor, de cualquier modo. Prefería no saber de Flora más que lo que en el pequeño signo de las cartas quería adivinar, y que diariamente le recordaba—según a certificar venían aquellos paquetes de periódicos que Amparo revisaba celosamente antes de enviarlos al campamento.—Tenía la certeza fatal de no volver a verla, y no quería, por egoísmo refinadísimo, saber nada de ella de presente, ni por su madre, cuyo silencio agradecía, ni por cartas en que Flora misma le hablase de sus penas nuevas, impidiéndole creerla muerta—muerta en la realidad aunque viva y eterna sólo para él en su memoria.

A veces lo pensaba: que se iría a morir; que quizás el silencio absoluto de su madre con respecto a ella tendría tanto de respeto al dolor de Amparo como de compasión solemne y muda a la pobre mártir que se consumiera triste e inconsolable. Imaginaba frecuentemente que no podría escribirle porque estuviese enferma, en la cama acaso, brillándole en los ojos la fiebre héctica, llena de ardientes esperanzas; y llegaba a figurarse que algún día la carta de doña Salud se abreviaría, por un terror y un remordimiento, en esta frase: “Flora murió anoche.”

Tanta fuerza adquirió su sospecha halagadora y cruel (porque era una desgracia que necesitaba cada vez más la tranquilidad eterna del amor que guardaba como una reliquia), que cuando había pasado medio año y seguía bajando del campamento a Baticaola, y encontraba la última carta de España y a su lado el fajo de periódicos que le daba fe de la vida y del amor de la muchacha, sentía en mitad de su alegría una irritación contra el torpe destino que atareaba inútilmente la existencia de la mujer que pareció creada para adorarle y acabarse—como contaban las levendas orientales de ciertos insectos de oro que se morían así que para matar clavaban su aguijón de narcótico delicioso.


Entretanto, con el fondo de su memoria empedrado de recuerdos de Flora, y con el cielo de su fantasía cruzado por la perspectiva de sus ilusiones, como a un pasado inolvidable y lejano dirigíase la mística contemplación de sus ojos por lo alto del solitario mar, y como a un presente de vida, de pedazos de su vida misma, abandonada en aquel pueblo de la costa de Ceilán, se dirigían sus miradas por lo alto de los bosques cuando se mecía en su hamaca bajo los árboles, al lado de los paquetes de El Imparcial, cuyos números iba leyendo en orden, uno por uno, y le traían ecos de la vieja Europa, de la pobre España, de la guerra antillana, cada vez más sangrienta y encarnizada por el traidor apoyo de Norteamérica.

Mientras su fe iba a encontrar el fantasma de Flora en remotísimos espacios de luz, lo mismo que a Dios en la gloria del creyente, su corazón se quedaba allí dolorosamente solicitado por su mujer y sus hijos, cuya casa de bambú, como una choza más entre las de los salvajes, adivinaba allá en la mancha amarillenta con que aparecía el campo de la aldea india en la lejana playa, por encima de los festones verdes de las selvas, que poco a poco iban azulándose en la distancia y se perdían al fin sobre las nubes blanquecinas detrás de la bahía de Baticaola, en un promontorio gris que descendía ondulante y agudo hasta el mar, figurando la mandíbula de un colosal cocodrilo, en el fondo de cuyas fauces estuviese el pueblo, pronto a ser devorado—como Luciano mismo, allí dejado por el buque costero y engullido luego al interior de los bosques como a las entrañas del monstruo, de donde no volvería a salir.

Porque Luciano, que en su gran ansia de amor había perdido el de las creencias, era supersticioso, y sus miedos solemnes a la fatalidad crecían en el alejamiento de todos los cariños a que le había condenado la suerte.

De tiempo en tiempo, al volver del trabajo con el otro ingeniero y con su tío Sutton la columna de negros, solía ver una camilla que descubrían en el patio.

—Un muerto.

Era un hombre acribillado en el monte por las flechas de los vedas, o mordido por una serpiente, o aplastado por un árbol.

Le enterraban fuera, junto a la huerta, poniendo alrededor una barandilla para que no hozasen los jabalíes—y continuaban los trabajos a la madrugada siguiente.

Visitaba a menudo el improvisado camposanto, donde se levantaban las cruces pintadas de negro sobre las verjas de las sepulturas, hechas con la sólida perfección de un trabajo de ingeniería. En seis meses vió aumentarse las tumbas, entre otras, con tres más cuidadas: la de un capataz holandés, que murió convulsionario por el curare de una flecha, y la de dos ingleses asentadores de vía, que no duraron más que ocho horas desde que los invadió la fiebre.

Por eso, cuando bajaba cada quince días sobre su caballo el camino en pendiente que a los dos kilómetros encontraba la explanación de la línea, siempre en la faja de bosque tumbado a hachazos, y salía, por fin, en seis horas de marcha fatigosa a la pradera extensa, entre cuyos conos de cañas y entre cuyas palmas y cocoteros divisaba el pueblo, con sus calles rectas de casas de bambú, rodeadas de jardines que desbordaban la vegetación por lo alto de las vallas, y veía, por fin, bajo las persianas verdes del hotelillo, las cabezas rubias de sus hijos, que salían brincando a recibirle, seguidos de Amparo—sonábanle a gloria las voces de niño y de mujer, aquellas palabras de alegría tumultuosa dichas en su lengua, harto como llegaba de un idioma que le era tan hostil, como todo lo de allá arriba, en la insoportable vida sin ternura de la borrachera eterna y fría de los ingleses y de la torva mirada de los presidiarios negros... Cogía un niño en cada brazo y subía triunfante la escalinata de madera. Y le extrañaba todo dentro de la casa, acostumbrado a la falta de casi todo en el campamento: los aparadores de limpia cristalería, las cortinas de abacá franjeadas de rojo, las macetas de flores, los espejos dorados, las camas con mosquiteros como la nieve.... el aseo y el orden que denotaban la presencia de la mujer, en una especie de tranquilidad olorosa de ermita.

Porque Amparo, bien servida en la vivienda por los seis negros y tocada en la facilidad de adaptación de su carácter por los hábitos de grandes señoras de las inglesas, no tenía otra ocupación durante la mañana que vestir a los niños, ayudada de Clotilde, y vestirse ella, y ordenar desde la ventana del jardín a la servidumbre, instalada en un pabellón de enfrente, cuyo alto ocupaban el lavadero y la cocina, teniendo en el portal al mozo de cuadra y al mandadero, acurrucados y mascando tabaco y cal la mayor parte del tiempo, Gadia, una joven cingalesa, bonita y de correctas facciones de europea bajo su piel bronceada, como sus demás compañeras, cuidaba melosamente de los niños, y Sipra, no menos limpia que las demás, aunque sí menos perezosa, hacía de doncella y de costurera, ayudando a Clotilde, que tomaba de más en más aires y modales de señorío.

Todo esto se lo contaba Amparo a Luciano, de mecedora a mecedora, mientras Clotilde le servía un cocktail de vermouth y Sipra le preparaba el agua del baño. Luego le refería sus paseos por la playa, en el faetón, alrededor de la plaza, mientras tocaba la música militar en el kiosco.

Sipra levantaba la colgadura e indicaba a Luciano que estaba el agua, con una sonrisa dulce que enseñaba sus dientes, pequeños y blanquísimos, en su cara de gitana negra, y él iba a bañarse.

Habían inquietado un poco al principio a Amparo aquellas muchachas, lindas como artísticas figuras de cocido barro, que andaban por la casa luciendo sus hombros y sus piernas esculturales, a través de las livianas vestiduras de vistosas telas. Pero su marido no las hacía caso, enamorado, al parecer, de ella—que se encontraba, en realidad, hermosísima, con su arrogancia, sus ojos negros y su gracia de española; cuidaba ahora mucho del adorno, especialmente en los días que le esperaba.

Volvía Luciano al comedor, descansado ya del rigor del camino con el baño, y mientras, por las ventanas abiertas, se dejaba correr la brisa, cargada del meloso aroma de los plátanos y del ilán de los jardines, Amparo, vaporosa, con su traje blanco de Cantón, mariposeaba en el aparador, preparando por sí misma las jugosas piñas y los dátiles del postre, a la luz de la gran lámpara de pantalla verde, que lanzaba su claridad a los cakímonos y redondos abanicos japoneses de las paredes, bajo el alto techo cónico que cubría plegada la tela azul, como el remate de una tienda. Luciano, que empezaba por jugar con los niños en las rodillas, concluía siempre por rodar con ellos por el suelo de tablas, sobre las esteras de palma, arrancándoles grandes carcajadas de alegría, hasta que la cena humeaba en la mesa.


Hubo una noche de éstas en que creyó a su mujer dispuesta a entregarse completamente a su adoración con amor de amante, de novia, como él la hubiera deseado siempre. La miraba y le miraba ella con tanta pasión, que no echó de menos sus mejores ratos junto a Flora. ¡Ah, qué tesoro de mujer si se propusiera ser amada!... Los niños se habían dormido abrazados a su padre y los llevó Sipra a acostar; y solos, de sobremesa, en los grandes sillones de bejuco, servido el café en juego de China, contempláronse con hondo afán, oprimiéndose la mano mientras descansaban sus ojos viendo en las masas de arboleda del jardín, que recortaba el cielo, las bandadas de luminosos insectos revoloteando en danza de estrellas.

Le hablaba Amparo de que estaría contentísima si pudieran vivir juntos en aquel hermoso país, donde todo parecía prevenido para la comodidad. Le daba cuenta de sus ahorros, que ya tenía en monedas de oro después de haber descontado el anticipo del viaje. Triste Luciano con la separación, calculaba el tiempo que pudiera tardar el tendido de vía hasta su campamento, donde se fundaría un pequeño pueblo, al lado de una estación, con el nombre de Príncipe de Gales; y entonces él vendría a residir a Baticaola, como ingeniero de la sección: seis meses se tardaría en esto, y pues que los gastos luego serían menores, podrían reunir en los cinco años restantes los doce o catorce mil duros deseados para volver a España.

—O a Colombo. No creas que me importaría vivir en el Ceilán siempre.

—En España se gana poco y es cara la vida; pero fuerza será que volvamos, para dar carrera a Pepillo.

Este recuerdo desconcertó a Amparo, haciéndola caer en sus recelos de siempre. Por un momento, guardó silencio.

—Anteayer llegó carta de mi madre, ¿sabes?.... y de don Gil.

—Qué dicen.

—Nada. Don Gil te escribe a ti también, y a los niños. El pobre señor ¡es tan bueno!... Dice que Flora se acuerda mucho de ti, y que está pintando otra pandereta... Pintar, porque la entretiene. Pero ¡acordarse de ti!... Es muy egoísta ésa y muy coqueta para acordarse de nadie...

Luciano observaba, contrariado, su amargura.

—¿Para qué la recuerdas tú? ¡Siempre me hablas de ella! Son tan pocas mis horas para ti, que no desearía hablar más que de nosotros.

—Yo quisiera no acordarme ni del santo de su nombre; pero ¡me ha hecho tanto daño!... También han venido los periódicos... No sé por qué los lees...

—Rómpelos si quieres. Los leo porque me distraen allá arriba... Y no es ella quien los manda, sino don Gil: por lo menos yo le dejé ese encargo, y tú lo sabías.

Pasaron al fin la noche como todas, despiertos en la cama hasta el amanecer, asomando constantemente la pena de Amparo en quejas que daban un sabor de melancolía y de resignación a sus caricias, oyendo los fuertes y rápidos chubascos sobre el techo de nipa y sintiendo a través de las junturas de bambú del suelo y las paredes el piafar de los caballos en la cuadra, el aullar hambriento de los podencos por las esquinas, y el estruendo de las ranas, de las chicharras y de los gallos por todas partes. Un gran ruido en aquellas noches tropicales, como si la potente Naturaleza no necesitase descansar. Y aun dentro del espacioso dormitorio, por entre las colgaduras blancas del lecho, a la luz de la lamparilla azul, veían los fosforescentes alitactács volando que entraban del jardín por el hueco de las persianas, y las salamandras y los grandes lagartos verdes que corrían por las cornisas.

Hablaban de Flora, sin que pudiera saberse el interés de quién sostenía su conversación perpetuamente—la complacencia disimulada de Luciano al recordarla o el afán insensato de Amparo, cuya atención se volvía hacia ella como al dolor de una herida. Seguro él de no verla más, se dejaba ir en confidencias más de lo prudente, un poco por aparentar sinceridad de “cosa pasada” que demostrase a su mujer el olvido, y, sobre todo, un mucho por sepultarse con delicia en la menuda evocación de aquellos días de ventura, viviendo aún de su reflejo lejano. La presentaba ideal, noble, defendiéndola de las injurias de su hermana, y ésta seguía sus relatos de hechos disfrazados sabiendo que la mentía y vigilando los descuidos para preguntar más y averiguarlo todo—en un ansia de conocer aquella historia, cuyas dudas la martirizaban.

Así fué aprendiéndola casi completa.

De espaldas en la cama, el desnudo brazo bajo el cuello de Luciano, en estas horas agridulces en que el cariño exaltado por la ausencia estallaba en pasional sensualidad, quitándole a ella el derecho a su rencor, él la había ido refiriendo sus confianzas con Flora, el proceso del cambio de la chiquilla entre arpegios del piano, sus conversaciones de amor... “porque no era verdad que no hubiesen vuelto a hablar de amores después de la boda...” Y de un modo insensible lanzado su orgullo de amante por la sutil cuesta abajo de confidencia que le formaba Amparo con sus “y qué más, y qué más”, tal vez no disfrazando su dolor de picante curiosidad de camarada animosa sino por arrancar hasta el último secreto, él llegó esta noche a una confesión plena, asegurando que tanto ella le quería... que hubiera sido suya a no estorbarlo el temperamentó nada carnal de Flora y el respeto que a él mismo le inspiraba (aparte de otros respetos) la pureza y el idealismo de la joven... Y como viera que su mujer torcía la boca de disgusto, se dió cuenta entonces de su gran indiscreción, y añadió, tratando al menos de aprovecharla para algo, con la tranquila ductilidad de ingenio que le prestaba esa fullería de literato que acaba por no saber cuándo vive sus inventos y cuándo inventa su vida:

—Harías mal disgustándote. Te he dicho todo, precisamente para convencerte de que no me interesa Flora, como piensas tú, y de que no la hago entrar en ningún futuro proyecto al volver a España. Comprende que de otro modo no te confesaría lo que, sabido por ti, formará un obstáculo invencible para volver a verla. Además no quiero guardar cosas reservadas a mi Amparo, por originales y raras que sean, pues entonces sí que me parecerían traiciones a este cariño que da recíprocos derechos de absoluta posesión a nuestras almas.

Y mientras Amparo, con la mirada perdida, meditaba la aparente gran razón de estas palabras, él mismo sentía la amargura del miserable estado de su espíritu, incapaz de deslindar lo que había de falso y de sincero en cuanto iba diciendo; porque, efectivamente, contemplaba apasionado la belleza de su mujer, sus negros ojos y sus hermosos hombros desnudos, y encontraba en ellos y en la frente purísima y casta, que denunciaba la ingénita bondad, motivo suficiente para la especie de eterna renuncia que acababa de hacer de Flora... De Flora, de la persona de Flora, no de su amor, que continuaba y continuaría en su corazón a la altura de las creencias divinas.—Pero... ¿habría renunciado la esperanza del amor material con la gentil chiquilla si hubiera tenido, en realidad, esa esperanza?... Es decir, ¿no era la tal renuncia una hipocresía de su conciencia, puesto que sabía bien que, sin necesidad de nuevos descubrimientos, bastaban los de su mujer en España para impedirle volver al hotelillo de Alajara?

Menos perspicaz Amparo, concluyó por rendirse, y sólo acertó a formular esta queja:

—De cualquier modo, resulta que si ella se enamoró de ti, sería porque tú le hicieses el amor a ella.

—No. ¡Te lo juro!—exclamó Luciano, dejándose llevar en su inconsciencia de artista por la vanidad de haber rozado la catástrofe saliendo triunfador, con sus habilidades, de sus propias osadías—que le asustó por un momento—; tuvisteis la culpa tu madre y tú, dejando constantemente anulado a una muchacha cuya educación y cuya finura detestan de aquella vida que la rodea. Mi galantería era una novedad para ella, un espejuelo que a través de la amistad la condujo a una pasión loca. Cuando yo lo advertí, de pronto, en una explosión, fué tarde para no causar demasiado daño a Flora con mi huida o mi desdén... un poco ridículos, por otra parte: y seguro de mí mismo, curioso nada mas del extraño espectáculo que se me ofrecía en mi alma noble, me limité a mezclar mi compasión y mi gratitud, fingiéndola con ambas cosas un cariño para tres meses... Un cariño, de cuyo fondo de generosa mentira te advertirá el hecho de no abusar de tu hermana, a pesar de lo fácil que me hubiera sido.

Para salir de este embrollo que volvía a avergonzarle ante la honrada y candorosa credulidad de Amparo, la estrechó fuertemente y le cortó a besos en la boca nuevos argumentos de vencida. Su casta hermosura de mujer niña le enloquecía; aquella inestimable pureza que prestaba más encanto a sus sonrisas de placer y que era el motivo de que la hubiese apreciado y deseado más cuanto más extraviado se creyera él mismo en aventuras galantes...

... Todavía descansaba en aquel abrazo cuando a las cinco tocaba Sipra en la puerta, avisándole que el ordenanza le tenía ensillado el caballo y que el convoy iba a partir. Amparo se levantó antes que él, le preparó sus paquetes de tabaco y café para los quince días, y mimosamente enojada con aquel campamento que no le cedía a su marido más que por unas horas de tarde en tarde, condujo a Luciano a besar a los niños dormidos, y le despidió luego a la ventana, viéndole alejarse en la calle a la claridad del alba, saludándole esta mañana con su corazón entero cada vez que se volvía él... y dejando el meditar si podría ya “perdonarle completamente” para cuando no la impidiese hacerlo la vibración de felicidad que la hizo dormir con la sonrisa en los labios al poco de restituirse a la cama...

Seguido de su negro burguer, que llevaba a espaldas el canasto de vituallas y el saco de ropa, dejó atrás Luciano las últimas chozas del pueblo; atravesó el platanal, entre cuyos troncos se hundía en el pasto hasta la barriga una piara de vacas gibosas; cruzó el puente de madera sobre el tranquilo río, en cuyas orillas festoneadas de helechos se lavaban el cuerpo las indias con los pies dentro del agua, y alcanzó el convoy en el gran valle de vegetación lozana que se dilataba algunos kilómetros hasta las primeras estribaciones de las montañas, en que empezaba el bosque. Fuera del camino, los caballos y los toros enanos desaparecían en la hierba de fuerte hoja de sierra al lado de los tres elefantes cargados de toneles e instrumentos de ingeniería, y en dos hileras, por los ribazos, a fin de evitar el fango de la lluvia, caminaban los 200 negros, agobiados por sus cargas, conduciéndolas al extremo de un bambú, como los platillos de una balanza; tirando otros de las maromas de los carretones que sepultaban las ruedas en el barro al peso de las barricas de brea y de los haces de rieles y las cajas de tuercas, que trepidaban con un ruido de herrería infernal en cada bache. Y Luciano, abandonada la rienda sobre el cuello de su potro, al paso lento de la masa de hombres que gritaban animándose con algazara salvaje cuando se atollaba un carro, mientras que sus negras espaldas, heridas por el sol oblicuo, iban rezumando perlas de sudor—se volvía a menudo para esperarlos, y aún con la impresión suave de los brazos de Amparo, parecíale el brutal espectáculo de aquel trabajo rudo una crueldad, oyendo con ira el restallar de los látigos de los capataces sobre los desnudos torsos, en que al esfuerzo se dibujaban los músculos como roscas de serpientes que fueran a romper la piel por las huellas sangrientas de los bejucos. Se encogían a los palos, como bestias, aquellos hombres, sin interrumpir más de un segundo el mimo de tigre de sus caras porqué no tenían, no, el aspecto repugnante del criminal europeo estos presidiarios que habían robado y asesinado, y con los cuales vivía él pacíficamente, y hasta queriéndoles, en el abandono de la selva. Habían robado y matado, sin duda, a semejantes suyos, por impasible ferocidad de condición, por disputarse una hembra, como en lucha de chacales; por diversión quizás, como mataba él liebres y pájaros, sin que le estorbara esto seguir luciendo en la faz el gozo íntimo de vivir, con una dulce serenidad de niños que les daba fuerte aire de simpatía en aquella gentileza de bustos erguidos, de talles largos y de finas y nerviosas caderas de perro levantado de manos. Eran idénticos a todos los demás indios, iguales que aquellos veinte soldados negros que, a las órdenes de un sargento inglés, les había cedido el Gobierno de la isla como defensa en el campamento, y que ahora marchaban de flanqueo, carabina al brazo, en previsión del ataque de los vedas, que solían caer por un lado de la espesura para robar osadamente el convoy...


Refugiado de estas crudezas de la vida selvática en el cariñoso recuerdo del hogar que traía de Baticaola, al día siguiente, solo Luciano en su habitación del fuerte, pequeña y rústica, formada con listones de la palma brava, sin otro menaje que su cama de campaña, un par de taburetes, su arca de alcanfor y una tosca mesa llena de libros y papeles, por encima de la cual, en la pared, se veían las fotografías de sus hijos, de Flora y de Amparo—se dedicó a escribirle a ésta una carta larga y calurosísima, proponiéndola que le contestase ella igualmente, en una correspondencia que pudiese ocupar a ambos unas cuantas horas cada tarde, y que conduciría su ordenanza burguer, enviado cada tercer día.

En dicha carta, a guisa de prólogo, demostrábala que hacía mal ella habiéndose cambiado en confiada esposa desde novia apasionadísima que él la conoció, aduciendo que no existía razón para cambio tal con un marido que quería y necesitaba ser el eterno novio de los primeros tiempos... Y de amor hablaba largamente, prodigando la palabra y sustituyendo con los inflamados “te amo mucho” los modestos “te quiero mucho” de sus nueve años prosaicos de matrimonio.—Confiaba que cooperarían a producir la variación en el trato llano de su mujer su nueva vida y la misma ausencia, que hacía más poéticas sus breves entrevistas, gratas como citas de amantes, sin tiempo en ellas de las contrariedades y preocupaciones a que propendía el mal humor de Amparo por las faenas de la casa, y que la habían quitado siempre el gusto de halagarle y de atender a todas esas pequeñeces de galantería que forman el ambiente de los enamorados.

Partió el burguer al amanecer a caballo.

Luciano le esperó anochecido, anheloso, palpitante el corazón, angustiado por la duda, como si fuera a traerle la respuesta de una declaración de amor. Y cuando llegó escondióse entre las flores para leer la respuesta, en el rincón más lozano de la huerta, encendiendo un cigarro y retardándose el placer de romper el sobre.

La contestación de Amparo era extensa, decididamente llena de sorpresa y con grandes esfuerzos por resultar llena también de entusiasmo; mas en el fondo, bajo los idealismos y fantasías, adivinábase a la casta esposa que con rubor adorable protestaba, como contra algo ilícito, de aquella inusitada forma en que se volvía a solicitar su cariño.

Halló Luciano, por lo tanto, con mayor seducción esta carta, que de todos modos traslucía el perdón para la pasada historia, y se obstinó durante una semana en una especie de conquista picante de su propia mujer, encantado de aquella pasión que no le prohibía mezclar a sus lirismos de poeta y a sus eróticas fogosidades para la adorada hermosa sus ternuras para los hijos de su alma. Y admirado de querer a Amparo con tal fuego, se preguntaba a veces, contemplando su retrato, por qué no intentó “antes” lo mismo, o mejor, por qué no había aplicado este mismo esfuerzo a impedir la caída en el abandono de cariño a que tendía aquella muchacha, poco mimosa por hábitos de su educación, extensa de maternales caricias, pero con tesoros de sensibilidad en el corazón heredado de su padre y con la belleza bastante para triunfar de las rivales más temibles.

Una ingenua de cuyo carácter plástico hubiera él podido moldear el ideal ambicionado. Una chiquilla tan buena y tan cándida que, por no saber nada de ella misma, parecíase a las estatuas y a las rosas en lo de ignorar el poder de sus hechizos; que desconocía absolutamente el arte de agradar—y que al modo que de sus retratos hacía él, sólo retocando un poco el peinado antiartístico y el vestido sencillote, una mujer deslumbradora, surgía de su espíritu un embeleso sin más que tapar algo de mal genio fugaz y avivar impresionabilidades.... cosa no imposible, puesto que tenía corazón: lo principal.

Y de nuevo aquel Mefistófeles, a ratos necio y a ratos maligno, que había dentro del poeta, y que complacíase en extender la duda por sus sentimientos, se los envenenó ahora sugiriéndole la idea de la hipocresía en la íntima contestación a sus reflexiones: este afán absorbente por Amparo, por la niña bondadosa y honrada, ¿era el despertar de su dormida eterna pasión a ella, o era la neurosis de su temperamento de aventurero, que en aquel desierto, no teniendo mujeres que enamorar, enamoraba a la suya? Y si fuera así, ¿obedecía a un sordo libertinaje o a una excelsa necesidad de amor en su corazón?

¡Ah! ¡Problemas insolubles! ¡Amargos y malditos problemas que su torpe corazón de filósofo arrojaba sobre su imaginación de soñador, en lucha cruelmente ridícula!... Por lo pronto, del ansia noble de su ser estaba dando cuenta aquella tristeza casi divina con que contemplaba el retrato de Flora mientras pensaba esto. Quizás quería adorar a Amparo “para fijar en ella la adoración de la adorada a quien no veía”, como al Dios que no se ve se le venera en la imagen... ¿Y qué? ¿No podrían, si viviesen las imágenes de los altares, envanecerse de ser ellas mismas las reverenciadas por la pobre Humanidad, que necesita llegar adonde su fe con las manos y con los ojos? ¿No había él amado a Flora tal vez como a imagen del amor de Amparo, imagen a su vez pronto hundida del culto de amor puesto en su corazón como la única prueba de existencia del gran Dios que se desvanecía y perdíase en su cerebro?...

¡Pobre poeta! De sus ilusiones llegó a burlarse bien pronto, además, la realidad.

El cuarto día que envió al burguer con otra carta aún más larga que las anteriores y más expresiva de sus lirismos, recibió dentro del sobre verde en que le contestaba Amparo una simple esquela.

“No puedes figurarte, vida de mi vida, cuánto me gustan tus cosas de hoy. Dos veces he leído los cinco pliegos; pero es el caso, Luciano mío, que después de comer me llamó lady Evans, la vecina, para enseñarme un vestido que le manda su madre, y luego, como se ríe tanto porque no me entiende, hemos pasado el tiempo viendo trapos y hablando por gestos... Sólo me queda el suficiente para recordarte en estos renglones cuánto te quiere —Tu mujercita.”

Fué detestable el efecto en su impaciencia trémula de amante.

¡Inútil todo! Amparo no podía ser más que la confiada niña que se le entregaba entera, sin malicias, apasionada y absorta cuando estaba cerca de él, y distraída por las fútiles naderías que también absorben a los niños lejos de su madre y descansando en su cariño como sobre su derecho. Y sin el de enfadarse él siquiera por tanta ingenuidad con que le confesaba que por mirar trajes faltó a la dulce obligación de escribirle, pero resignado a no violentarla en lo sucesivo y aceptarla cual no podía dejar de ser, casi como a una hija más grande que aquellos dos que tenía a su lado, al día siguiente la envió otra carta asegurándola que aumentaban los trabajos y que ya no le sería fácil consagrar las tardes a su recuerdo ni enviarle al mestizo tan frecuentemente; por lo cual tornaba su correspondencia a depender del azar, de las gentes que bajaban y subían del pueblo.

Acarició todavía la esperanza de que en esta disculpa trasluciese su pesar Amparo, y que le desarmase de él ganando el perdón con súplicas y ardorosas protestas; pero no; la última misiva que trajo el correo especial consistió en una conformidad inocente en que todo era creído y en que se adivinaba más contrariedad por dejar de recibir a menudo las cartas de Luciano, que por verse libre de la tarea forzada de escribir ella lindezas compitiendo con las del... artista. Pues ignoraba Amparo, en aquella santa ignorancia de tantas cosas, que sus frases le habían parecido hermosísimas al literato, porque no hay literatura capaz de superar a la de la mujer amada.


Aquella noche descolgó el joven el retrato de Flora y estuvo mirándola mucho tiempo. Se volvía a ella su alma y sus ojos evaporaron una lágrima de remordimiento. Extendió delante de él los recuerdos que tenía, y se puso a escribir una de sus crónicas para Madrid, rodeado de sus queridas cosas: sus horquillas, el alfiler hecho de la monedita de oro, el madroño de su fichu, los pañolillos perfumados, el sedoso y ondulado rizo de su pelo...; interrumpiéndose para leer sus cartas en los elegantes pliegos violeta.... para leerlas por primera vez desde la separación, pues había respetado el paquete sin tocarlas, por miedo a revivir sus penas—antes dispuesto a olvidar lo más posible, como acababa de intentarlo.

II

Desde entonces, sus horas desocupadas, por la siesta especialmente, mientras los chapeadores en la selva con los otros ingenieros, él, iluminando un retrato de Flora, pasábalas en la torrecilla que caía al fondo del campamento sobre la montaña cortada a pico—evitándose la vista del aborrecido gran patio central, en que por la ventana de su pabellón monótonamente divisaba enfrente la jaula de las cotorras, los monos encadenados a las barandillas, y los camarines de los negros, acostados bajo los arcos en las hamacas de lona los pocos que quedaban de retén, como muertos, como animales prisioneros satisfechos de dormir todo el día.

Se le había hecho odiosa la valla de maderos en cuyo recinto no había otro sufrimiento que el suyo, incapaces de tenerlo los cíngalos en sus indolentes naturalezas de salvaje, ahogándolo en ginebra aquellos europeos del Norte, flemáticos y entregados a sus ocupaciones y a sus comidas abundantes como caballos bien mantenidos que volvieran de sus faenas por el instinto de la cuadra, y que a sus faenas con regularidad tornasen luego para hacer la digestión, cada vez más gordos y rozagantes.

Su tío Sutton, colorado y hermoso, con aquella frescura juvenil en su cara de viejo, con aquellos ademanes, lentos y previstos como el moverse de una máquina en su cuerpo de atleta, al cual oía roncar de noche pared al medio, le exasperaba sobre todo. Al verle por las mañanas levantarse el primero, vagando ágil, atento a los preparativos de la marcha, y rompiendo, al fin, delante de la columna, afirmado en su alpenstock y fumándose un cigarro que mordía con los dientes blanquísimos, Luciano se volvía a entrar en su cuarto y miraba triste al espejo el efecto que en su cara producían aquellos aires y aquel sol hermosos, entre la existencia espléndida que le negaba vida al cuerpo al no poder cumplirle el alma sus aspiraciones. Y soñaba entonces con Europa, con las gentes civilizadas de las ciudades, donde viera teatros y endulzara en músicas sus penas, en vez de estar aquí supeditado al seco y martirizador recuerdo de Flora.

Este dominio perpetuo de Luciano por la idea desesperante de la adorada, que continuaba enviándole los periódicos y marcándole la discreta señal en las cartas de su madre, iba minándole la salud y convirtiéndole en un histérico que dormía mal y cuyas manos temblaban cuando en el comedor, en tanto aquellos sajones devoraban a cada sentada medio kilo de rosbif, él podía apenas picotear los platos, sin ganas, ávido únicamente del café y del tabaco, que le excitaban más todavía.

Hubo dos noches en que no cerró los ojos, y alarmado por el cansancio de sus piernas y las palpitaciones de su corazón sólo de haber subido una tarde al heliógrafo, desde donde volvió a aparecérsele la manchita amarilla de Baticaola en la lengua de la bahía que entraba en los promontorios de las cordilleras como en las fauces de un caimán gigantesco, tomó a pensar en el cementerio abandonado, que también a sus pies divisó desde lo alto, sembrado de cruces negras...—Y así que llegó la columna, le dijo a sir Sutton:

—Me sienta mal, tío, esta vida de holgazán. ¿No podré ir a los trabajos?

—Desde mañana. Yo me quedaré—respondió el ingeniero director—. Te encargué de la oficina porque aquí no se corre el riesgo de que los árboles le revienten a uno. Pero es cierto, tienes mal semblante. Ye al trabajo... y ten cuidado con los árboles.

Al otro día pudo convencerse de con cuánta razón se le hizo la advertencia. La zona de chapeo, ya a un kilómetro en el declive de la montaña, era invadida por los trescientos presidiarios, y mientras se organizaban las brigadas de bacheros, la guerrilla efectuaba un reconocimiento entre la espesura, apostando luego treinta hombres, en vigilancia del siempre temido ataque de los vedas. Dentro del círculo de centinelas tenían que reducirse las faenas de los ingenieros; sir Harvey, dedicándose al nivel, y Luciano, encargado de la explanación de aquel suelo desigual del bosque, que iba quedando cubierto de ramas y cruzados troncos. Había que trocear éstos, de alturas y diámetros colosales, a fin de retirarlos.

Esta necesidad de trabajar todos en pequeña extensión, temiendo una sorpresa, traía el peligro más cierto de los árboles. Los negros, desnudos, perdidos como monos en la fantástica espesura, sumíanse en los macizos de la hojarasca, sin verse unos a otros a cuatro metros, separados por los densos cortinajes de palmas y trepadoras de hojas anchísimas tendidas de tronco a tronco, que cruzaban las lianas con sus llecos de liqúenes y reforzaban serpeando los bejucos gruesos y fuertes como boas. Y Luciano, desde la pequeña despejada elevación en que tenía el trípode de su pantómetra, aspirando el cálido perfume y la emanación húmeda y ardiente de la selva, percibía por todas partes en su derredor los golpes de las hachas y el rumor de ramas que se derribaban entre ramas, sin ver a nadie, como si aquel laberinto verde de paraíso se hubiera tragado a los obreros, abandonándole con sus cuatro o seis ayudantes.

Pero a las doce se había limpiado el matorral y empezaban a caer los grandes árboles con atronadores ruidos que suspendían por un momento el eterno concierto de las chicharras, parecido al chiflar de cien locomotoras paradas...—Eran crujidos sordos, moles de ramaje que inclinábanse allá en la altura desprendiéndose y desgarrando sus ataderos.... chasquidos de ramas en los aires y una cosa que se desplomaba como una montaña arrastrando medio bosque en su caída. Después, mientras los ecos repetían el golpe ciclópeo de los troncos contra el suelo, todo se reducía allá arriba a un cimbrear de las copas de la arboleda y a un boquete de cielo al descubierto.

Quedaban para lo último los ébanos y los valetes, los verdaderos gigantes, cuyas raíces se apoderaban de grandes espacios, y cuyos troncos rectos subían a perforar la bóveda buscando el sol. Y ya aislados, erguidos en mitad del desastre en que los dos cortados troncos asomaban punta arriba como restos de formidable naufragio por todo un mar de alborotadas olas verdes, los veía Luciano con sus andamiajes ceñidos a la base, sobre el cual los cuatro negros, parecidos a figuritas de reloj, seguían desde por la mañana el movimiento isócrono de las hachas, sacando duras astillas de la brecha circular, que concluía por turbar el insolente equilibrio del coloso... Y crujían entonces a cada nuevo golpe, como si los acéreos filos, tocando el alma viva, los hiciera lanzar rugidos de agonía... y saltaban por fin los negros, huían de ellos, viéndolos inclinarse lentamente—y los valetes y los ébanos seculares llenaban los espacios con estampidos de sus medulas tronchadas, corvos los troncos al caer, con un bramido de tempestad, sus copas azotadas al describir el arco inmenso por los aires y haciendo retemblar las montañas con su choque en un desplome horroroso que levantaba nubes de polvo y de ramas despedidas como proyectiles.

Prefirió Luciano esta vida a la del fuerte y continuó viniendo a los trabajos. Sus horas de descanso no eran más que dos después de la comida, y solía pasarlas, mientras los demás dormían, contemplando el retrato de Flora—del que separaba los martirizados ojos de rato en rato a la hermosura del bosque—. “Cierto que la infeliz Violeta habríase muerto de pena al encontrar sustituida con semejante vida de separación la de sus sueños en Colombo...” Y al mirar de nuevo en la cartulina aquella señorita de belleza de estufa, adornada delicadamente cual juguetillo de bazar, encontraba un poco enfermo y ficticio como un delirio el amor que apagaba sus vigores, y que encajaba mal en las bravías y robustas grandezas de este espléndido existir en que todo aparecía lleno de fuerza y majestad, desde el sol derramando su fuego y arrancando la vida a hervores, hasta los tigres acariciando sus hembras con la misma zarpa que se armaba fiera contra las boas y contra los negros de cuerpo fino y cintura gallarda de salvajes.

Le abrumaba la Naturaleza, delante de él, brutal y hermosa, y se tenía a sí mismo lástima, desprecio, maldiciendo de su inteligencia y de sus gustos difíciles y entecos de hombre civilizado. Allí, entre la grandiosidad de la Creación, se creía pequeño, y se reía muchas veces de la locura que a él y a sus compañeros les había llevado a tender un ferrocarril y un progreso humano a través de aquellos parajes en que encontraban tribus de negros nómadas que huían de ellos disparándoles sus flechas—rechazando con la seguridad del instinto las miserias de la cultura que no tenían en su felicidad primitiva y sensorial, escapando del trabajo, de las enfermedades, del hambre, para perderse con su libertad junto a sus mujeres arrogantes, entre las fieras de los bosques, como una de tantas fieras que en la lucha podrían matar o morir; pero gin otra tiranía que la fatalidad, que la del cielo, que también les regalaba los días serenos y las noches apacibles...—Hubiera querido ser un salvaje o un chacal, en su vergüenza de ser hombre a quien el corazón hacía cobarde. Porque sin él, que podría morir en la feroz pelea con el bosque y las montañas, sus hijos y Amparo, abandonados en otro mundo más cruel de salvajes con levita y luz eléctrica, sólo esperarían el tormento y la desdicha. Su tío Sutton debía poseer ahorros; pero no obstante el cariño que aparentaba tenerle, era demasiado impasible para confiar en que aceptase la carga de una viuda y de unos huérfanos.

¡Civilización maldita, que así ataba a la frágil vida de un hombre la felicidad de tantos seres! ¡Y cuán lejos veía Luciano la perfección en estos extravíos de siglos de progreso!

Era el 27 de septiembre.

Terminada la construcción en la sección primera con más celeridad que calculó Luciano, corrían trenes de servicio entre Baticaola y Gales, habiéndose inaugurado en este último punto la estación a un kilómetro del campamento, defendida por blockhaus, con un piquete de soldados a las órdenes del jefe.

Habían cenado los tres ingenieros y hablaban de todo esto en las perezosas de lona, bajo la marquesina del comedor, alumbrado con la lámpara que pendía sobre la mesa, y cuyo reflejo, a través del gran arco de entrada, perdíase en faja de luz por la oscuridad del enorme patio.

Todo en el silencioso campamento dormía, excepto los centinelas, que desde las torretas lanzaban sus alertas a la inmensidad del bosque. Luciano, triste por las noticias que íbale oyendo a su tío Sutton de traslados de personal, dejábase acariciar por el aliento de frescura que el mar enviaba a los aires abrasados y a los cuerpos rendidos en la noche espléndida, y su espíritu soñador perdíase en la voluptuosidad infinita que parecía cernirse de aquel cielo negro de estrellas brillantes para flotar en las brisas con los perfumes de ilán y surgir de la oscuridad del espacio mariposeando cuajada en el fulgor de plata de las aladas luciérnagas.

La subdirección de la Empresa, que atendía también desde Kandy a las construcciones simultáneas de Manaar, al extremo opuesto de la futura línea, había felicitado a Sutton, ordenándole la continuación en el campamento hasta concluir los chapeos y explanaciones por la falda Noroeste de Kirigalpoll. Y como a la vez encomendaba a un práctico holandés la sección concluida, con residencia en Baticaola (pues se reservaba a los ingenieros para cosas de más fuste), Luciano veía hundirse su sueño de vivir con la familia, y esto le disgustaba como un alargamiento de condena, aunque se la hacía más llevadera aquellos trenes que mantenían con su casa comunicación diaria.

Daban las diez.

El ordenanza del heliógrafo trajo un despacho.

Lo abrió Sutton y se sorprendió de encontrarlo en clave.

Además sucedía rara vez que el heliógrafo funcionase con sus focos de petróleo, si bien se tenían en servicio nocturno, por exceso de previsión.

Cuando de descifrarlo volvió Sutton, traía el heliograma en la mano izquierda y en la derecha el revólver.

Leyó a sus compañeros el despacho, que firmaba el gobernador de Baticaola:

“Vigilen presidios. Proyectan sublevación y libertad presos Baticaola. Sale tren tropa.—Moore.”

Sutton había ido deteniéndose, como si deletreara. Ninguno se explicó aquello, y se miraban con asombro.—Leyó otra vez.

“... Proyectan sublevación y libertad presos Baticaola. Sale tren tropa...”

—¡Qué haces ahí!—gritó Harvey, descargando un puñetazo al ordenanza, que había venido a escuchar con descaro inverosímil. El negro desapareció, en tanto que Sutton, advirtiéndolo, murmuraba:

—¡Esto es grave! ¡Esto es grave!

Recordaron las reflexiones de otros días, las bromas no exentas de recelo por la tranquilidad con que vivían entre presidiarios, entre sus lobos fieles, según los nombraba Sutton, viendo cómo los defendían en los ataques de los vedas.

Siempre reputaron su sumisión por la mayor prueba de su imbecilidad, pues nada más sencillo para trescientos cincuenta presidiarios armados de machete que atar a los veinte soldados y a los diez europeos y largarse al bosque, a la libertad, después de desvalijar el campamento.

Verdad era que, aun trabajando mucho, comían bien y tenían sus bailes y zambras con las indias de Baticaola en las noches del convoy.

Sin embargo, Sutton, que meditaba, halló en tal circunstancia el motivo de la conjura. Los presos, a los cuales veían estos semilibertados visitando el presidio cada vez que iban a la ciudad, debieron excitarlos para su salvación. Nada tan fácil: asesinar una noche en el fuerte a los ingenieros, tras de sorprender al piquete y desarmarlo, caer en Baticaola al amanecer, asaltar la guardia, soltar el presidio y matar a los europeos antes que la pequeña guarnición se diese por advertida...

—¡Porque no se conformarían estos salvajes con atar a los que pueden ofrecerles un festín de sangre!

Luciano tuvo un espasmo de horror, pensando en tus hijos, al oír al impávido Sutton estas palabras convenidísimas. Sutton se levantó al fin.

—¡Vuestros revólveres!—dijo con energía. Y golpeando el heliograma, añadió:—Nos avisan algo que se proyecta para muy pronto.... para esta noche quizá, pues con tal urgencia envían tropas. Volved aquí armados, mientras que traigo al sargento, y acordaremos nuestras precauciones.

Tratando de sonreír, exclamó todavía:

—¡Id, qué diablo! Si es preciso, más valdrá que los atemos que nos aten.

Los tres salieron.

Al separarse Luciano hacia su dormitorio percibió en el patio, cuyo farol central estaba apagado, unas siluetas blancas que se deslizaron como en dispersión de fantasmas. En los camarines no había luz como otras noches, y era una oscuridad fatídica la del fuerte.—Volvió con el revólver amartillado, despacio, atravesando las tinieblas y escudriñándolas con resuelta tenacidad, con una osadía irritada en el peligro que sentía flotar en torno y que parecía soplarle a la nuca ráfagas de un frío que le erizaba el vello de los brazos y la espalda.

Ya esperaba Harvey. A continuación llegó Sutton, con el sargento, guapo mozo, fornido y altísimo, que a medio despertar, vestido a escape, venía abrochándose el cinturón del sable.

—Sargento—dijo el director—: es preciso extremar la vigilancia y reconocer los dormitorios. Acabo de ahuyentar a un pelotón de presidiarios. ¿Qué hacen esos hombres levantados?

Luciano, que permanecía al fondo apoyado en la mesa, mientras en la puerta Harvey escuchaba las indicaciones de Sutton al militar, sintió abrírsele las carnes de terror. ¿Estaba, pues, el campamento poblado de los trágicos fantasmas, de aquellos presidiarios feroces que erraban por las sombras y que habían huido de él como un sueño maldito?

—La vigilancia, señor director—replicó el sargento—, es perfecta. Están en sus puestos los capataces y los centinelas.

Y en tal instante vió Luciano una cosa horrible, que hizo fulgurar de pánico su cara: a la vez habían rodado Harvey con la cabeza partida y Sutton con un furioso machetazo en pleno rostro; el sargento retrocedía al rincón, manchado por la sangre su uniforme gris; a la claridad de la lámpara brillaban los machetes de una veintena de presidiarios...

Luciano, que recibió también en el brazo izquierdo el golpe dirigido a su cabeza, saltó la mesa hacia atrás con la velocidad del espanto; en seguida disparó el revólver, derribando estrepitosamente por el suelo de tablas al que le hubo herido... Esto hizo recular a los asesinos; y comprendiendo instantáneo el ingeniero español que debía aprovechar las cápsulas y que no había más salida que aquélla, al tiempo que el sargento adelantaba tumbando a un indio de un tiro y descargando un sablazo a otro que avanzó audaz, él se desprendía por lo alto cíe la mesa, clavando con la mano izquierda en una garganta un puñal y haciendo un segundo disparo a la muralla de carne negra... que se dispersó, dejándole salir al patio.

Le seguían el sargento y Sutton, desaturdido durante la breve lucha. Ni un grito se había lanzado, ni un gemido los que cayeron—en coraje resueltas las energías todas de la sorpresa inicua—. Pero en el patio, detenidos a la oscuridad, en que no vieron nada sus deslumbrados ojos, sólo a un fogonazo de revólver de Sutton lograron percibir lejos de ellos a los negros, rodeándolos en semicírculo, huidos, cobardes, ante la resistencia con que no contaban.

Fué entonces cuando desangrándose, disparando a bulto, guardando la espalda a la pared, pudieron gritar con toda la desesperación y la ira de sus voces enronquecidas:

—¡La guardia! ¡Centinelas!

—¡Aquí la guardia!

Oyéronse por todo el fuerte carreras, alaridos de lucha y detonaciones de fusil; debían de ser los soldados, peleando bravamente con los insurrectos. Lo cual les llenó de esperanza: “¡Aquí, aquí la guardia!...”, rugían disponiéndose a seguir al sargento en dirección a las descargas... Mas los detuvo un hombre en calzoncillos que, atraído por la luz, llegó corriendo y cayó de bruces contra la grada, rojo de sangre: un europeo perseguido a machetazos; un soldado le alcanzó el primero y le clavó la bayoneta en la cintura...

El pequeño grupo acudió en su defensa, y trabóse una espantosa batalla, entre mugidos de rabia y de agonía, en que se cruzaban a quema ropa los disparos y se chocaban las armas al herir la misma cabeza, saltando de uno a otro las salpicaduras de sangre. Una lucha feroz, ruda, reforzada por tres ingleses que despertaron al escándalo y acudían armados, creyendo en un asalto de los vedas, y engrosada por los indios que iban viniendo luego de matar a los europeos que hallaron en sus camas...

Luciano había perdido el revólver de otra cuchillada en el brazo derecho; y empapado en sangre, sin sombrero, arrancados los botones del cuello y desgarrada la ropa en la refriega cuerpo a cuerpo, se revolvía a saltos de pantera al lado de Sutton, que agotaba el último tiro, desfallecido por la hemorragia. El pobre Harvey no volvió a levantarse del comedor. El sargento disparaba también y blandía el sable, con la rodilla en el suelo, atravesada de un balazo...

Y eran tan cobardes aquellos hombres que por cientos rodeaban a ocho heridos, que nuevamente cejaron y formaron semicírculo a distancia.

Brillaron de pronto en la semiclaridad de las estrellas las carabinas de los soldados.

—¡Fuego!, ¡fuego!—gritó el sargento.

Se abrieron paso y apuntaron los fusiles... ¡rebeldes también los miserables!... Barrió la descarga al grupo de europeos...

Luciano había caído arrollado por su tío Sutton, que dió una horrible vuelta sobre los talones y se le quedó encima de una pierna, después de chocar inerte su cráneo contra el suelo, con los brazos en cruz.

El joven no tenía ningún balazo, y se irguió de un salto:

—¡Arriba, tío!

Quiso alzarlo y miró de cerca su cara espantosa, cruzada por el machetazo, llena de tierra y vaciando ahora por la boca borbotones de sangre. Pero se acercaban los indios, como banda de caníbales, al galope, y no tuvo tiempo más que de recoger el pesado sable del sargento. Otros dos se levantaron también y recibieron el formidable ataque... separados pronto cada uno en la riña feroz con el grupo que los acuchillaba, viendo con rabia inmensa Luciano que escapaba el sable de su brazo herido, retrocediendo siempre, sin lograr herir con su puñalillo, y parando con el brazo izquierdo los tajos... Corrió, le alcanzaron y cayó a un gran golpe en la espalda, que le pareció un palo; logró enderezarse y tornó a caer, con otro gran machetazo en la corva, lejos, trompicando...

“¡Quieto!”

Y quedó inmóvil, la cara al suelo. Y pasaron sobre él, asestándole todavía un planazo en el muslo—escapando los bandidos al creerle muerto, a la carrera, para cortar a otros fugitivos la huida de los disparos, como perros ebrios por la carnicería de buena caza...

Aun sintió algunos segundos el estrépito de escenas semejantes que debían haberse desarrollado por todo el fuerte, viendo lejos saltar a los fantasmas blancos.

En seguida tres disparos más, una de cuyas balas oyó silbar, y el lúgubre silencio de pronto: un silencio a sus pertenecían con perfecto derecho los ronquidos de alguien que agonizaba cerca, y las voces aisladas como aullidos últimos de algunos indios, preguntándose tal vez si habría concluido todo...

Era incomprensible lo que acababa de ocurrir en diez minutos. Pero allí estaban los muertos, allí estaba él tendido y macheteado, para poderlo dudar...


Levantó un poco la cabeza y miró alrededor.

Había quedado en un rincón del patio. Tenía cerca el pabellón de su pobre tío Sutton, y se arrastró, metiéndose debajo, entre los troncos de bambú que sostenían la construcción a medio metro del suelo. Allí se aplastó a”a tierra movida, llena de hojas, de barreduras y de pedazos de periódicos. Por su mano creyó que cruzaba frío y asqueroso uno de aquellos ciempiés enormes coriáceos que tanto horripilaban a sus nervios de señorita; se sacudió en una convulsión, haciendo crujir las hojas secas con un ruido que le pareció que pudo delatarle... Gracias que no se sentía a nadie, como si se hubiera tragado el infierno a aquellos hombres. Lo que corría por sus manos eran hilos de sangre del brazo izquierdo, donde se palpó tres grandes heridas, una de las cuales le partía el hueso, a juzgar por el peso inerte de muñeca abajo; la hemorragia fluía también de todas las demás, de su espalda, de su pierna... empapando el trajecillo de hilo. Sin duda él solo vivía de sus compañeros y no tardaría en morir desangrado.

Sin embargo, le latía el corazón con violencia, que demostraba energías de vida, y su pensamiento funcionaba con lucidez extraña, en febril carrera de ideas al ritmo de sus arterias golpeantes. No tenía miedo; se le había agotado de una vez el terror cuando la presencia de los asesinos le hizo comprender que pudieron haberse sublevado simultáneamente los de Baticaola, matando a Amparo y a sus hijos; le quedaba ya no más, con la resignación desesperada de morir, la prisa de reflexionar muchas cosas, en la rabia ahogada de su egoísmo, rebelándose ante la fatalidad de acabar allí la existencia, abandonado entre odios, sin haber realizado no sabía qué grandes empresas de su destino. ¡La prisa de hacer pasar su vida entera por delante de su agonía, que no debía tardar con la hemorragia, o que iban a precipitar los indios buscándole!

Cerca cruzaron dos con un caballo, dirigiéndose enfrente, a la puerta del campamento, donde había un gran grupo silencioso. Desfilaban rápidas algunas figuras por el patio, deslizándose de un pabellón a otro, y apenas escuchábase el leve ruido del pillaje en el interior de las habitaciones—mientras que allí al pie continuaba el estertor de aquel agonizante con la burlona regularidad del ronquido de un borracho...

¡Morir! ¡Morir! ¡Qué triste a los treinta y dos años, cuando sin florecer quedan tantas ilusiones! Y contemplaba la eternidad frente a frente, sombría e infinita, sin descubrir en ella más que el no ser y el olvido tras la duda... Porque dudaba de la eternidad, del Dios en que tuvo de niño fe tan hermosa... Y murmuraban apresurados sus labios, en la única oración posible de su alma franca: “Si existes, Tú sabes que no he sido malo, que he amado mucho, que todo, todo lo he amado...”—Pensó en Flora, siempre en aquel galope de la imaginación rimado por el latido de su frente como por el golpear de un tren en que se viaja a toda máquina. Y a Flora iba su corazón, queriendo el pensamiento escapar de ella, lanzando con dolor impaciente a aquellas otras mujeres con cuyo amor había causado algún mal... Y veía a un tiempo su casa de Bilbao, con las grandes lumbres Te hulla en el limpio, comedor de cristales lleno por sus hijos, y su casa de Baticaola, quizás regada de querida sangre, y su niñez, con el recuerdo borroso de su madre, que tanto apreció al infeliz Sutton, ahora allí muerto entre los muertos, sin que pudiera él ir a abrazarle...

Pero saltaba su pensamiento excitadísimo, cada vez más rápido, de una a otra impresión, igual que saltaría un pájaro sin alas de una a otra rama de un árbol abrasado en mitad de un fuego—y a la idea predominante de sus dos niños y de su mujer volvía siempre, como si le escaldaran las demás al detenerse en ellas. Si no muertos, tal vez se los llevarían los presidiarios al bosque... Y en todo caso, aunque allá abajo tranquilos durmieran ignorando que él moría y les enviaba el alma, habrían de quedar solos, desamparados en la tierra, en aquel mundo tan grande y tan insensible con la desgracia en sus alegrías; en aquel mundo ya lejano como sus mismos recuerdos de la infancia, y que divisaba ahora, al separarse de él para siempre, como de fiesta embriagadora, en los domingos luminosos de Alajara, con sus multitudes engalanadas al volver de misa, y Flora entre ellas, riente y llena de lazos y perfumes.—Otra vez su memoria, dulce como un beso, le hizo murmurar con el pensamiento en el cielo: “No he sido malo, Dios lo sabe”—era su confesión solemne de descreído, en la cual descollaba, más que como pecado como mérito, la grandeza de su amor. Huía de él, no obstante, por el daño hecho a su mujer, y de nuevo sus hijos le atormentaban hundidos en el porvenir de miseria...

¡Oh, no, no quería morir aún! Necesitaba con absoluta urgencia meditar esto, lo mismo que si de meditarlo o no dependiera el cambiar la suerte de los desdichados. Observando que su corazón seguía golpeándole impetuoso y que su cabeza ardía con una clara actividad parecida más a aquellas noches en que el café cargado le quitaba el sueño que a la languidez de la muerte, imaginaba esta vez que la poderosa Compañía de Londres, con sucursales en Colombo y en Bilbao, no habría de abandonar a la viuda y a los huérfanos: los llevaría a España, señalándoles una pensión. Mil pesetas. Un puñado de duros al mes; pan al menos.

Fué éste un gran alivio para Luciano, que, palpándose las heridas sin moverse mucho para no armar ruido, encontró sus ropas esponjadas de sangre, siempre nueva, inagotable, en aquel largo esperar la muerte. Parecíale un siglo el tiempo que llevaba allí y acaso era un minuto.

Al cruzar un nuevo pelotón de negros con otro caballo, asombróse de ver ahora con tanta claridad el patio. A ras del suelo, boca abajo, sintiendo rozarle el cuello las telarañas que colgaban del piso del pabellón, cuyo centro le cobijaba, con aquel inútil puñal que al manejar la mano conservaba tenaz en los dientes y volvía a tomarlo la mano crispada otra vez, tras de quedarle en la boca el sabor salado de la sangre—miraba afuera y distinguía los cuerpos tendidos en un reguero hasta el comedor, en cuyas gradas reposaba aquel infeliz de bruces, a la luz serena y terrible de la lámpara. Cerca, proseguía el ronco estertor del moribundo, sin que los bandidos miserables que le pisaban al cruzar tuvieran la piedad de rematarlo; y allá enfrente, por los ventanillos iluminados de los camarines, veía pasar y repasar sombras, mientras engrosaba más el pelotón de la puerta, rodeando los caballos...

¿Iban a salir?... Indudablemente. A concluir la matanza en Baticaola, donde los presos esperaban. Recordando el heliograma comprendió que éstos no se hubieran sublevado todavía. Si abandonaban el fuerte los insurrectos, podría salvarse...

¡Vivir, sí, vivir; sus heridas no eran mortales quizás!—Y alentado por la salvación, intentó buscarse el pañuelo y contener siquiera la hemorragia en la corva—herida que habían tocado sus dedos con idéntica sensación suave y tibia que si los hundiera en los labios de una boca... Producía gran ruido en las hojas y papeles al moverse... y aguardó.

Pero vió entonces algo que le paralizó el aliento: del dormitorio salían grupos con faroles, repartiéndose por el patio; algunos entraron enfrente, en el almacén, en las oficinas, en la factoría; otros vinieron de prisa a los pabellones, al suyo también, al de Sutton además, que le amparaba debajo—y los sintió en el piso, a medio metro de su cuerpo, remover cajones y descerrajar a machetazos las arcas... Un último grupo detúvose junto a los muertos...; con el farol en tierra, que enviaba su reflejo a una cabeza de cabello largo abierta por enorme herida, se dedicaron al robo; eran los relojes y las carteras, en un tranquilo registrar de aquellas figuras blancas cuyas sonrisas enseñaban los dientes en las caras negras y feroces. Uno le pegó una patada a la cabeza que cortaba la luz del farol, y dos soldados hundieron todavía sus bayonetas en el cadáver del sargento, riendo a carcajadas.

¡Era el fin! Recordó su anillo de brillantes, que habían visto mil veces los presidiarios, y su primer impulso fué arrojárselo a los ladrones. Para quitárselo le buscarían... Perdíase su razón y protestaba el último instinto de su vida... Por un momento deseó que le vieran pronto, y concluir de una vez... Luego se sorprendió rezando, rezando con los labios, como una musitación desbocada de delirio, hablando en el dintel de la muerte con Dios y con sus hijos, sin tener conciencia de lo que hacía, porqué le llenaba el ser el egoísmo de la vida, supremo y absoluto, mientras sus ojos clavados contemplaban la diabólica escena del saqueo de los muertos. Por hábito de sus grandes épocas de hijo y de padre en la existencia, despierto ahora que al concluir se le presentaba toda, sus labios repetían sin cesar, atropellado e incoherente, el murmullo de palabras: “Padre nuestro, que estás en los cielos... Mis hijos, mi Amparo, mis hijos...”—Y los nombraba después, un poco vuelto a su razón por ellos, queriendo poner en cada uno el beso entero de su alma:—“Mis hijos... Amparo... Pepe... Camila... mis hijos... me muero, Amparo... Camila... me muero, me matan, me muero...”

De pronto le tocaron un pie y pegó una encogida, dando con el puñal un golpe de revés a algo que no alcanzó y que se le pasó por alto. Era un perro que husmeaba y se alejó al trote.

Esto le despertó: tenía fuerzas... ¿Qué hacía esperando que lo mataran como un estúpido? ¿Por qué no intentar la huida? ¿O valía más morir allí como jabalí acosado, que gastar la vida en defenderla todavía?

Inmediatamente se arrastró, preocupándose apenas del ruido—en un arranque de soberbia desesperada contra aquella idiota fatalidad que le imponía la muerte...; mas al encontrarse fuera del escondite, al lado opuesto del patio, completamente solo en el callejón oscuro que formaba el cuadrilátero de los pabellones dentro del cuadrilátero de la trinchera de vigas, se puso de pie y comenzó a andar lento, observando y dispuesto a no dar un paso sino con la seguridad de no ser descubierto. No viendo modo de franquear la puerta, sólo quedaba subir al parapeto y arrojarse por la trinchera.

Se dirigió a la esquina que tenía cerca: por allí la elevación sería de cinco metros. Anduvo de prisa. La pierna herida se le doblaba un poco; pero nada más: al llegar a los pilares de la carpintería vió acercarse a un negro conduciendo una montura cuyos estribos chocaban... Apercibiendo el puñal, se ocultó en la zanja que desaguaba el fuerte—y el negro le pasó por encima... Tornó Luciano a caminar de prisa, de puntillas, creyendo que se oiría antes que el ruido de sus pies el martillear furioso de su corazón... Iba a ascender por la escalerilla del ángulo y le quedó petrificado un centinela que le daba el alto:

¿Kaiyivó?.

No contaba con esto. Vigilaban, sin duda, la llegada de la tropa... Y Luciano, que conocía las frases corrientes del cingalés, pudo contestar que sí, también en dialecto:

¡Ocpa, kaiyivó!

Y torció despacio, a la derecha, con afectada tranquilidad y haciendo esfuerzos sobrehumanos para no consentir a sus piernas un deseo loco:"huir, correr... El centinela le seguía, fusil al brazo, paseando por la banqueta, posiblemente con la intención de reconocerle mejor o de preguntarle algo si subía Luciano la escalerilla central del lienzo de muralla, y por allí abajo seguía el fugitivo su paso de lobo, unos ocho metros delante del centinela, pensando que por la espalda, al aire la cabeza y el trajecillo claro desgarrado, debía de parecer uno de tantos presidiarios. Calculó la situación, con aquella serenidad que recobrara completamente: si alcanzaba con igual ventaja la escalera, subiría y se arrojaría por la muralla, expuesto al último riesgo de un balazo, y si llegaba el otro a la vez que él, torcería por entre los pabellones y volvería a esconderse.

Se cumplió su primer cálculo en cuanto a la ventaja de la marcha. Subió, pues; el ansia de la vida, aquel afán de correr de sus piernas, le hizo traición... Lanzóse con un movimiento de violencia que le delató, y avanzó el centinela fusil en ristre y le asestó un bayonetazo... que se clavó en la madera, porque Luciano, rápido como la luz, le había tirado el puñal a la cara, había apoyado las manos en el borde y había caído afuera pesadamente...

En seguida sonó un disparo, cuyo proyectil se hundió en la tierra junto al fugitivo, a quien salvó la verticalidad con que se desplomara en tremendo porrazo al faltarle el apoyo del brazo izquierdo, y levantándose inmediatamente corrió los treinta metros que le separaban del bosque, oyendo todavía una segunda bala silbar...


Allí se juzgó libre.

No hizo más que perderse un poco en el ramaje, porque alcanzaba a los árboles la claridad de los reflectores. Sostenido en un tronco, tenía que respirar con la boca muy abierta, pues le faltaba el aire a aquel anheloso subir y bajar del pecho, golpeando a romperlo por el corazón, y comprendiendo que el ruidoso alentar de su garganta seca hacía inútil su deseo de escuchar si era perseguido, tomó el camino de Gales, salvando a medio correr unos cien metros. La pierna le flaqueaba—arrodilló por dos veces, y se ahogaba, además...

Otra vez se metió en la selva, sentándose a reposar.

Lo primero que hizo fué reconocerse. La mano izquierda le pesaba mucho, insensible, hinchada; una herida junto a la muñeca, más alta otra, y a mitad del antebrazo, otra, en cuyo fondo de coágulos tocó la astilla de un hueso ¡Oh, con qué amarga resignación iba descubriendo ti infeliz las roturas de sus carnes! En el antebrazo derecho escocíale otra cuchillada que no debía de ser grande. Y e palpó la espalda, donde sentía frío, como si el estacazo aquel que le tumbó le hubiese roto la ropa; se espantó: pudo reconocerse, desde la cintura a la nuca, una brecha enorme, entre el espinazo y la paleta izquierda, sangrante, llena de tierra: todo lo largo del filo de un machete; sin embargo, no le impedía moverse y apenas le molestaba. Examinó su corva: la herida diagonal, hasta la mitad del muslo, se llevaba poco con la de la espalda, y parecía honda y ancha, abierto el ojal de sus bordes más que el ojal trazado en el pantalón por el machetazo; sangraba, irritada con la marcha quizás, y era en la pantorrilla donde sentía Luciano la ropa empapada, lo mismo que si acabara de atravesar un arroyo... Había salvado la cabeza con aquel pobre brazo destrozado. Pero cuando se tentó el pecho y los hombros se aterró: ¡estaba lleno de balazos!... Esto le trastornaba. Y era tan increíble que pudiera vivir, que hubiera corrido y que estuviese sintiéndose relativamente firme, acribillado de aquel modo, que se empeñó tenaz en la explicación para no creerse loco... Si no dió una carcajada, se sonrió al menos. Era que le faltaba la yema del dedo índice, y sus contactos le daban el efecto de un hundimiento, en la sensación de los amputados...

Perdía el tiempo. Hacía falta no dormirse en un peligro por la razón necia de haber librado otro mayor: intestaban los vedas el bosque, realizando de noche sus viajes. La estación distaba un kilómetro... ¿Por dónde iría?... Poco más abajo partía de la carretera un camino de servicio a Gales, recto, que se estaba construyendo para ahorrar las grandes curvas del otro en busca del nivel; se ató el pañuelo a la rodilla y emprendió la marcha.

Mal atado el pañuelo con una sola mano, se desnudó antes de llegar al atajo, por donde se marchó el herido satisfecho al notar que la pendiente facilitaba su marcha por el camino nuevo, a cuyos lados veíanse entre las tierras removidas los jalones de la construcción. Su pierna flaqueaba y le hacía arrodillar con frecuencia, y el brazo izquierdo le pesaba como si no fuera suyo. Además tenía secas la boca y la garganta, y aquejábale una sed ardiente, horrible... Algunos ratos perdía la vista; pero seguía, seguía siempre adelante, ansioso tras la salvación, cayéndose y alzándose con una sonrisa de amargura, mientras pensaba que era un infinito cada segundo perdido en llegar a la estación para telegrafiar la catástrofe y prevenir que los sublevados se dirigían a Baticaola sabiendo que la salida de tropas, quizás del batallón entero, había dejado desguarnecida la plaza. Este afán de salvar a la colonia, a su mujer y a sus hijos, impulsábale a correr... y volvía a rodar el desdichado y a levantarse...

Fué sobre un gran tronco, atravesado en su marcha, sobre lo que cayó una vez.

El camino sólo estaba hecho hasta aquel punto, y seguía luego, por la faja del talado bosque, la confusión monstruosa de árboles seculares cruzándose tendidos entre el ramaje seco. Luciano desconocía estos trabajos, emprendidos con la dirección de un capataz.

Pero imposible retroceder; estaba a mitad de distancia. Y se lanzó desesperado, y sintiendo agotársele las fuerzas, en aquel nuevo calvario. El terreno subía, además, rápidamente; lo escalaba arrastrándose, hiriéndose en las ramas rotas, sepultándose en la hojarasca que le ataba los miembros y procurando ayudarse siempre con la mano derecha agarrado a los leños. De pronto, al pie de la altura ganada, le faltaba resistencia y rodaba a un hoyo disimulado por las hojas...; y se abalanzaba a un tronco, y caía encima de otro, sentado, de cabeza, sin saber dónde pararía al precipitarse. No le importaba en este rodar continuo más que una cosa: que avanzaba, que avanzaba, y esto era indudable...

Mas, ¿por qué le atormentaba tan despiadadamente la sed y había ratos que volvía a no ver, en absoluto? Para distinguir la cinta de cielo entre la arboleda, tenía que fijarse. Nada pensaba ya, en aquella lucha colosal a brazo partido con el ejército de troncones que le obstruían el paso como murallas, contra aquellas tupidas cortinas de hojas, contra el intrincado coronamiento de ramas tronchadas que punzaban como bayonetas... Descansaba, recobrábase y volvía a ver... Los árboles, tumbados unos sobre otros, le obligaban frecuentemente a pasar debajo, arrastrándose—y los más gordos, montado a caballo, a horcajadas, para desprenderse al lado allá dando vuelcos...

Recortada en el cielo divisó la cima de la loma por donde subía tan penosamente, cerca ya, detrás de la cual se doblaba el bosque. Hizo un esfuerzo y llegó; y allí quedóse descansando, con los ojos sin vista, enfrente, fijos hacia el sitio en que esperaba haber descubierto la estación. Giraban a su alrededor puntos brillantes, cual si bailasen grandes llamas en el espacio negro, y sintió Luciano que se mareaba: se le desvanecía la cabeza, que tuvo que reclinar en un tronco, y le pareció que se hundían él y la montaña en un suave resbalamiento por el infinito. No escuchaba ya los latidos de su corazón y sus arterias, ni percibía nada, allí de espaldas tendido, aparte una especie de singular tranquilidad en que permaneció no supo cuánto tiempo.


Sin embargo, sus ojos abiertos hacia el cielo tornaban a distinguir las estrellas, y al incorporarse vió en opuestos sentidos de la lejanía claridades vivísimas: las de atrás, del campamento, con sus reverberos de la estacada, iluminando una zona que resplandecía serena y dulce como la de una fiesta en aquel océano oscuro de la noche—y que encerraba, no obstante, un cuadro de tinieblas amasadas con la muerte y la barbarie; las luces de delante eran de la estación: dos reflectores eléctricos y dos arcos voltaicos, que se le antojaron tan encima a Luciano, que hubiese jurado que hacían producir sombra al ramaje que le rodeaba...

Se lanzó—puestas la mirada y el alma en aquellos lucientes faros de esperanza. En lucha con los obstáculos seguía plegándose en las ramas, cayendo y levantándose al descolgarse por los troncos, pero adelantando más, siquiera, cuando rodaba ahora cuesta abajo. Fué tan rápida la serie continua de caídas, que no tardó en hallarse en mitad de la pendiente del camino; pero tan ciegas y tan brutales también, en el girar inerte, que una vez, al quedar despeñado en un barranco, sintió un chasquido y un poco de dolor más en el brazo izquierdo, sin saber si era un palo que partía o sus huesos que acababa cíe troncharse... No hizo sino tocarse con la mano la herida, y continuó...

Mucho tiempo después salía del bosque a un carrizal donde no había trazas de camino, pero donde cesaba al menos aquel laberinto de árboles, que le había extenuado más que la batalla del campamento. Sus piernas se negaron a la orden que, tirana, daba la voluntad de proseguir, y se sentó una vez todavía, al borde de la selva, abrasado por la sed y deplorando que no continuase en el valle la pendiente que le permitiera seguir rodando.—Le consoló la idea de la mayor facilidad de la marcha por el llano de hierba si descansaba un poco, y se propuso esperar.

A doscientos metros coronaban los focos eléctricos la pequeña altura de enfrente, a pesar de lo cual parecíanle menos brillantes... ¿Se apagaban?...

¡Qué débil la cabeza!... Bah, era que se mareaba otra vez, que otra vez invadía al pobre herido aquella languidez semejante a la de quien dulcemente va a dormirle con un sueño irresistible... Dejó abatir el cuerpo en un estupor grato—volteando únicamente en el fondo de su descuido aquella vertiginosa rueda de su pensamiento, en que se confundían y se mezclaban vagos a los recuerdos de Amparo y de sus hijos los de aquel mundo lejano con su zumbar de fiesta engalanada y Flora llena de alegría y de cintas de colores...

Sólo que no llegaba a dormirse. Recobraba la conciencia en la posición horizontal, que favorecía la circulación de su cerebro y que detenía acaso la hemorragia lenta de la pieria, y se incorporó aún,—Estaba allí, en el bosque, separado de la salvación no más que por un fácil y último querer de su voluntad, que le había arrancado a tantos imposibles... ¿Iba a desfallecer a última hora, a morirse delante del socorro y de la vida?

—¡Oh, no!—exclamó en alta voz Luciano, mientras que un esfuerzo le evidenciaba su dificultad en levantarse.

Pero no desmayó. Su voluntad resurgía vigorosa a la invocación y un nuevo empuje de su entereza le repartió por el ser alientos de éxito. Todo era esperar: sus heridas no sangraban; su corva, doblada fuertemente, cesaba en la hemorragia, sin duda de arterias pequeñas, y no de la femoral, como hubo temido.—Sacó un cigarro y trató de encenderlo: no le dejó fumar la horrible sequedad de esparto de la boca.

“¡Si tuviese agua!”

Al fin, quiso, y púsose de pie. Dió algunos pasos y se encontró dentro del hierbazal, que le cubría completamente y le cortaba las manos con sus fuertes hojas de sierra. Se renovó la lucha. Los pies se le enredaban en las briznas del carrizo y el suelo era desigual; pero cuando caía ahora, caía sobre un lecho áspero y blando, demasiado blando, que le ataba el cuerpo con el remolino de cintados tallos. Reposaba cada vez, y tornaba a erguirse, irritado en su afán, creyendo a veces que no avanzaba y que, perdido en el seno de aquel mar de verdura que se hacía luminosa, forcejeaba inútilmente abrazado al mismo haz de hierba...

De improviso le faltó delante el apoyo, rodó por un ribazo y se encontró tendido de bruces sobre la carretera.

El blockhaus veíase encima.

No había más que subir la cuesta de veinte metros.

Estaba a la plena luz de un reflector, y comprendió que los centinelas podrían dispararle. Se escondió en el terraplén, gritó, gritó gran rato, pues no tenía voz; le oyeron, se hizo comprender con inmenso trabajo... y bajaron a recogerle.


Cuando le transportaron en brazos, vió Luciano que por las alturas del Pico de Adán, allá al Oriente, una faja de luz indicaba el alba. ¡Había empleado en recorrer un kilómetro seis horas, que le parecían un minuto y una eternidad!

Se telegrafió a Baticaola.

Dos compañías habían llegado a Gales momentos antes.

III

Un mes después, en la espaciosa habitación del Oriente Hotel de Colombo—hacia donde embarcaron, porque no ofrecía medios de atender a un herido la pequeña población de Baticaola—, los médicos levantaban, por tercera vez, los vendajes, alarmados con la debilidad, creciente de Luciano, y sorprendiéndose, sin embargo, de encontrar bien las lesiones. Los enormes tajos de la espalda y de la pierna conservaban un punto rebelde a la cicatrización; los del brazo izquierdo íbanse cerrando sobre la fractura consolidada, y los demás estaban curados completamente.

Celebraron consulta con motivo del estado general.—“Neurastenia”—convinieron. Y le dijeron a Amparo:

—Es preciso ir a Europa. La anemia es profunda, capaz de un desenlace funesto en este clima de Ceilán.


Luciano, efectivamente, se veía morir—fuese por el gasto nervioso en la tremenda noche, o ya porque la extenuación de la hemorragia se aumentaba con el insomnio en estas húmedas y calurosas de Colombo y entre los algodones y almohadas que sosteniendo en hueco sus heridas le inmovilizaban en un baño de sudor. También él había manifestado su deseo de volver a España, observando cómo se le agotaban las fuerzas; pero si mujer, sintiendo que el despertar violento de los celos le destruía la piedad y la abnegación amante con que recibió una mañana la camilla en que el moribundo Doraba de alegría a sus brazos y besos de toda el alma, se rebeló contra el propósito.

—¿Para qué? ¿No estás mejor? Tus heridas sanan y pronto podrás sentarte en un sillón y pasear en coche.

Quiso él razonarla su deseo, y le cortó desabrida, echándole en rostro que buscaba a Flora. Verdad es que entonces, como ella, los doctores juzgaban superfluo el viaje.

No insistió Luciano por lo pronto, y le dolió que su Amparo dudase de la sinceridad del cariño infinito que la mostraba, y a sus hijos, en la ternura casi histérica de haberlos recobrado. Pasaba las horas largas sin sueño, contemplándolos dormidos, jurándose vivir sólo para ellos, ahora que reconocía el horror de su orfandad.—Flora, no obstante, permanecía en las alturas de su espíritu como aquel lucero que desde el jardín veía con ella, derramándole un fulgor divino; pero descontada de sus proyectos, de su porvenir, y guardada para sus ilusiones...

La Prensa de la ciudad dedicaba grandes elogios a su conducta en la terrible catástrofe, llamándole “el salvador de Baticaola”, donde por su telegrama de Gales pudo recibirse a tiros a los sublevados; y él, leyendo estos artículos, admirábase de la facilidad y abundancia con que le prodigaban el título de héroe. Las autoridades y principales personas fueron a visitarle, y entre ellas el cónsul de España, orgulloso de su compatriota. Era este señor la visita asidua del joven, y le ponía al corriente de la insurrección de Filipinas, acaecida meses atrás, furiosa, imponente, de la isla de Luzón en masa, y a pique los españoles de ser degollados por los indios antes que llegaran refuerzos, pues no se contaba más que con un regimiento peninsular de Artillería.

—¡Un regimiento! ¡Figúrese, un regimiento contra ocho millones de salvajes como los que le han herido a usted y a tres mil leguas de la patria!... ¡Esto no le pasa más que a España!

Luciano pensaba que en todas partes se ven torpezas, porque también habían hecho una infamia con él y sus compañeros sus jefes, enviándoles a un presidio suelto en el bosque, y el gobernador general de Ceilán consintiéndolo. No se quejaba, y al escuchar las desdichas que el cónsul conocía por los capitanes de los buques que pasaban de Manila, y recordando la lastimosa campaña que siguió con interés, poco antes, de Baratieri en Abisinia, imaginaba que se extendía por la tierra un huracán le desastre y que la humanidad era tan ignorante y cruel a fines del siglo XIX como en los más brutales de la guerra universal de los pasados tiempos. Esto, influyendo en su sensibilidad de enfermo, le recrudecía el ansia insensata de huir con los suyos a cualquier olvidado rincón donde pudiera rodearlos con su amor, apartados de la fiereza humana.

Nada sabían de Alajara en dos meses, ya, porque el anterior correo no trajo carta ni periódicos. Mas al fin, a la semana de estar en Colombo, devolvieron de Baticaola una carta de doña Salud. Por primera vez no la acompañaba el paquete de Impartidles.—Así que la leyó Amparo, se acercó a la cama de Luciano.

—¡Noticia, hombre, noticia!—exclamó, disimulando mal su gozo—. Habla de ella mi madre...

—¿De quién?

—Atiende: “No te he escrito antes porque desde julio hemos estado en Lisboa y en Cascaes, y con el laberinto de la playa se me pasó el vapor. Con Flora llevé a Magda, y se ha divertido mucho, animadísima tu hermana y luciendo los trajes encargados a Madrid. Por cierto...—marcó Amparo una pausa para recalcar—. Por cierto que también estuvo en Portugal, y en las mismas fondas, Angel Luis, haciéndole a Flora el amor; y ahora viene a casa y transigimos con él, puesto que le quiere, y quieren casarse.”

Cualquier cosa menos esto podía esperar Luciano, y le produjo el efecto de un paraguazo en la cara. Pero cuando le miró la lectora triunfante, no pudo notarle más que la impasibilidad, una impasibilidad real, en que su capacidad para el dolor y su temperamento reflexivo sepultaban las desdichas repentinas, que le atormentaban luego implacables.

—¿Eh? ¿Qué me dices de la coqueta?... Con Angel Luis... Pobre... ¡La que te adoraba y juraba no casarse!

Y siguió hablando, contenta, burlándose de su marido, que creyó a Flora un ser excepcional y la defendía siempre que la ultrajaron sus celos. La interrumpió Luciano, suplicándola que le dejase: había dormido poco. Ella obedeció. En la tristeza de la súplica le pareció ver únicamente la contrariedad de haber sido despertado, él que descansaba con tanta dificultad. Entonces le pesó su ligereza.

Al llevarle la comida se sentó a su lado y habló del “suceso”. Extendíase en reflexiones irónicas. Luciano, que la escuchó tranquilo, acabó diciendo:

—Tienes razón, no me ha querido nunca... Me alegro de su boda. Así me libra de estar creyendo que sería infeliz siempre por mí. Te ruego que no hablemos más de Flora.

—¡Ya no querrás ir a España!

—Iba a decirte que es otro de los motivos por que me alegro. Tú serás quien dejes de oponerte. ¡Y pronto, porque si sigo aquí un mes... me muero, Amparo mía!... ¡me muero y será inútil cuanto hice aquella noche por volver a la vida y a vosotros!

—¿Pues no estás mejor de las heridas?

—Necesito fresco, sangre, sueño... Necesito quitarme esta expectativa de la posibilidad de morir dejándoos en país extranjero. Tal idea me mata; y porque mi cuerpo sana, te empeñas en no ver que mi alma se consume y que me lleva...

Olvidaba la ingratitud de Flora, hundiéndose en el dolor de sus hijos, ya explorado como un océano de espanto.

—Y ¿dónde iríamos?

—A Madrid, a cualquier parte.

El Comité londonés de la gran Compañía inglesa había encargado por cable que felicitasen al ingeniero, que le manifestasen su ascenso a la subdirección de Kandy, y que le librasen licencia para Europa si su restablecimiento lo exigía. Amparo meditaba esto, y dijo:

—¡Oh! ¡Vuelta a anticipos de pasaje y a descuento eterno; el regreso, igual, y se nos pondrá la deuda en tres mil duros y no saldremos de aquí en cien años por pagar un viaje que es una tontería!... Con las dos mil pesetas ahorradas bastaría apenas para el ferrocarril y para los cuatro trastos de una casa, porque tu sueldo de España no es para cinco personas en hotel ocho o diez meses; y ñ necesitas médicos y... ¡Bah! Ponte bueno y nos trasladaremos a Kandy.

Esta orden, “ponte bueno”, dictada al parecer por el egoísmo, hizo sonreír al pobre enfermo. Una dureza cruel encontraba en todo aquel balance que tenía de un lado su vida y de otro un puñado de duros. Sin embargo, matemáticamente no le faltaba a su mujer razón. Era la fatalidad, la fatalidad de la pobreza oponiéndose a la salud como una muralla; la fatalidad de la pobreza presentándole el dilema: muérete o sé siempre un miserable.

—Y bien—dijo con un frío de soledad—; iréis entonces a... ¡no queda otro remedio!... a...

—¿Adonde?—preguntó, en guardia, Amparo.

—Iréis a Alajara, a tu casa...

—¡Jamás!

—...Y me quedaré yo en Madrid, en un hospital aunque sea. #

—¡Jamás!—insistió, levantándose, violenta—. ¡Continuaremos aquí!

Luciano murmuró, doblando la cabeza:

—Y te quedarás sin mí, no lo dudes.

Vacilaba la pobre mujer en la gran lucha de esta amenaza y de sus celos, y profirió de pronto, dominada por éstos, que la cegaron:

—¡Jamás!, te repito. Lo que quieres tú es ver a Flora a todo trance y por encima de todo. ¡Parece mentira!... ¿Morirte? ¡No sé por qué! ¡Una persona que no tiene calentura y a quien las heridas se le van cerrando!

Salió con rabia, dejándole consternado. Le pareció ni infeliz herido que esta vez, sangrándole el corazón por el desengaño de Flora y por las injusticias de su mujer, se quedaba más solo y desamparado que aquella dantesca noche del campamento en que le rodeaban trescientos asesinos.


Levantábase días después ayudado por Amparo, se instalaba en un canapé de bejuco y miraba por la ventana la ancha calle que desembocaba en el puerto, cuyos silbidos de los vapores llegaban hasta él como adioses de la vida.

Pasaba el tiempo y el herido se debilitaba, triste y sombrío, habiendo renunciado a salir en coche desde que se mareó la primera tarde. Su mujer, observando en las curas tardías que las heridas cicatrizaban, achacaba las preocupaciones del enfermo a la contrariedad por Flora y por la oposición al viaje. Tal rencor manteníala en hostil silencio. Y Luciano estaba solo muchas horas en el aborrecido dormitorio, mientras ella con los niños en el comedor entreteníase de charla con una mejicana, esposa de un comerciante recién llegado. A veces le servían la comida al mismo tiempo, mal asistido por el camarero indio, que se volvía a llevar los platos intactos. ¿Por qué no veía en Amparo la devoción que debían inspirarle tantos sufrimientos y que había derecho a esperar de su bondad innegable?... ¿Eran los celos... o era que su sensibilidad fácil estaba en la superficie no más de un corazón vacío, formado en el descuido de su familia, y tan incapaz de sentir las grandes compasiones infinitas como los grandes amores?

No sabía contestarse; pero esta duda tomaba cuerpo al considerar que, por primera vez, su desgracia ponía a prueba la fraternidad de Amparo.—Ni amante ni hermana... ¡siempre la mujer frívola y de olvido leve, insignificante en sus cariños y sus rencores, con aquella inconsciencia de candor de los niños! Devorando la amargura en la soledad, la perdonaba; más aún: aumentábasele hacia ella la compasión como hacia una pobre y desvalida loca inofensiva y simpática que hubieran encomendado a su guarda... ¡Qué fuera de ella sin él en el mundo! ¡Una chiquilla más alta que los otros dos adorados chiquillos, y que los conduciría de la mano, llorando los tres, a través del infortunio!

Se distraía viendo por el cristal la vida de Colombo, de la bella ciudad perfumada, con sus calles limpias y espaciosas, semejantes a avenidas de una feria espléndida, con sus casas nuevas de dos pisos y fachadas alegres que lucían las arquitecturas del Oriente—llenas de voladas cortinillas y toldos las ojivas, coronadas de terrazas con flores y de azoteas con árabes minaretes. Daban una impresión de actividad mercantil los anuncios en inglés por todos sitios; las grandes letras esbeltas de los almacenes y fotografías en las balaustradas y en los entrepaños de los balcones; las muestras de cristal negro en los bazares, ricos y lujosos, donde se veían los turcos fumando pipas doradas al pie del humo de los pebeteros y entre mil caprichosas fantasías de oro, marfil y ébano, joyas de pedrería brillante, pieles de tigre, telas y sombrillas japonesas, asomando en profusión tentadora bajo las anchas y desmayadas hojas de las palmas y las orquídeas. Agradábale principalmente aquella multitud pintoresca, de tipos y de trajes: negros casi desnudos, chinos de ojos oblicuos y larga coleta, cayéndoles por la túnica en que envolvían sus grandes corpulencias fofas, judíos con la bolsa del cambio bajo el brazo y caperuzas de palma que daban a sus cabezas patriarcales serenidad hierática de augures, y armenios con turbantes blancos y gigantescas tallas; y sobre todo este mundo azuzado al trabajo, los ingleses, dominadores y dignos, con un destello de inteligencia en la majestad de sus frentes rubias y una confianza de posesión en sus cuerpos de vigorosa musculatura. El los veía. Una vez que un cingalés rozó con su carga el hombro de una lady, el inglés que la acompañaba le cruzó con el junco la cara al negro—impasible, altivo, como le hubiera dado un palo a un perro; el negro escapó por la calzada, lleno de terror y mirando a un policeman, que le descargó, con igual imperturbabilidad, un latigazo...

Tenía delante una exposición retrospectiva de la Humanidad, como convocada allí, en la floreciente colonia, por la nación dueña del mundo. Allí estaban a su mirada los árabes, los turcos, los hebreos... muchas de aquellas razas pujantes en otro tiempo, creadoras de la civilización y de las religiones más poderosas y destinadas a aislarse del progreso humano y a envilecerse y a tornar a la barbarie por la inmovilidad fanática de sus creencias; allí estaban bajo el pie de otra raza de europeos del Norte, de trabajadores despreocupados, de otro pueblo sin lazos de tradición—que surgía ahora fuerte e invencible por haber mirado a la tierra, mientras miraban al cielo los latinos también contagiados del fanatismo que, al caer desde el Asia en Roma, salpicó el Mediterráneo.

Y se contemplaba Luciano, tendido en la silla, débil de espíritu y de materia, con aquel amor enfermo a todo, perdiendo sus energías para la lucha ruda de la existencia en una suerte de delirio de adoración platónica que le desvanecía de miedos fantásticos al porvenir y desaliento inmenso por el más leve desengaño. Veía en sí propio la desequilibrada herencia de las caballerescas impulsiones de su raza, y el inarrancable fondo que, en su sr entero, había dejado su educación de niño, en su familia española, entre rezos y abrazos de su madre, con idea? exageradísimas o falsas acerca de muchas cosas sustentadas por aquellos maestros que le hacían cantar oraciones y arrodillarse con igual fervor ante la gloria de Dios y las glorias de la patria—como si no hubiera más que la antigüedad como recuerdo y el cielo como esperanza. Su juventud después, en Sevilla, la ciudad fanfarrona de la exuberante poesía caduca, asistiendo al latín por las mañanas, por las tardes a las procesiones y por las noches al Don Juan Tenorio—sin que nadie le enseñara a trabajar, a ser fuerte, a ser hombre... más que aquellos catedráticos que le explicaban la lección bostezando, aquellos curas que levantaban los ojos al cielo buscando la resistencia para la vida en las nubes de incienso por los aires y aquellos cómicos que robaban monjas, apaleaban justicias y se deafiaban con diez a un tiempo. Esta, según decían, era la sublime encarnación de la española raza; y cuando el adolescente en el estudio de su carrera empezó a sentir vivas curiosidades por saberlo todo, todo aquello completamente nuevo que vislumbraba al otro lado de las ciencias, de su química, de su física y de su geología... ya a pesar suyo era un poeta, un fanático fie los amores, un romántico como Don Juan, un visionario, en fin, de la vida; al que vino a juntarse el hombre moderno de sus lecturas extranjeras y de las filosofías nuevas, produciendo la más monstruosa mezcla de corazón y de pensamiento—de la que brotaban sin cesar las contradicciones en la vacilación eterna de una voluntad desorientada.

Los deseos eran en él mortales caprichos. No había aprendido a vencerse, o, mejor, a armonizarse. Quiso venir desde España a la India, y ahora quería volverse a España con igual vehemente ansiedad. ¿Por qué se moría aquí, en esta ciudad nueva y trabajadora, en mitad de esta Naturaleza magnífica? ¿No fué un plan admirable de lucrativa empresa lo que le empujó desde el viejo mundo agotado, en que el trabajo se pierde sin premio? Pues ¿por qué desmayaba a su primera caída en la gigantesca lucha? ¿Por qué, más endeble aún que su cuerpo, su espíritu se rendía de laxitud y le mataba mientras que sanaban en aquél sus carnes?

¿Flora acaso?

¡Oh, no! Mientras la creía suya con el alma, en cualquier sitio de la tierra hubiera podido seguir poseyéndola como una fe; y perdida ahora por negra traición... no había vuelto a pensar en Flora, prohibiéndoselo a sí mismo como ante un enterrado recuerdo santo. ¡La adoró mucho para poder querer nunca escarnecer su memoria! Prefería olvidar, no dar por sabida aquella carta que la revelaba una ingratitud odiosa, precisamente cuando él había estado a punto de morir con el querido nombre en los labios... O quizás para aborrecerla y maldecirla no tenía en estos momentos las fuerzas que hubieran de necesitar sus maldiciones.

¡No era por Flora! Se iba a morir, porque si tenía resolución y arrojo en el peligro, le faltaba serenidad de la vida, eso que sólo logran los temperamentos bien forjados y que no podía darse en el suyo, por educación vicioso, con más potencia afectiva que reflexiva. Quería a sus hijos lo mismo que a él le había querido su madre, con ceguedad pasional. Y el terror de su abandono le alejaba de la salud más aún que aquel clima que negaba glóbulos a su sangre. ¡Quién sabe si no era ya tarde para salvarse aún con el viaje!...


Un día, al recibir las visitas de duelo después del funeral que la Compañía y las autoridades celebraron con toda pompa por las víctimas de Gales, su tío Sutton entre ellas, sintió el herido más grande el miedo a la muerte. Cuando los enlutados salieron y Amparo le dejó una taza de caldo, yéndose a bañar a los niños, pensaba—contemplando sus manos de cera, sin fuerzas ya para sostener la taza—que no tardarían mucho en volver las lúgubres visitas, sólo que por él y dando el pésame a una viuda.

Se levantó, apoyándose en los muebles, para mirarse al espejo, y se sorprendió del temblor de su cuerpo. El cristal le aterró: se veía en los ojos hundidos y en los labios blancos la imagen de un cadáver...

Formó entonces el empeño absoluto de partir, de morirse en los mares; pero quedando a Amparo en camino de su casa, antes que, faltando él, la gran Compañía negara tal vez a los pobres abandonados los recursos para el viaje. ¡Tal desconfiaba de las gratitudes de los hombres!

Cuando entró ella la dijo, apercibiendo contra su resistencia la tenaz resolución de los grandes momentos:

—Nos vamos a España en el primer correo. Prepáralo todo.

—¡Sí!—exclamó, con sorpresa de Luciano, su mujer, acercándose y besándole con un cariño que desvanecía la sospecha de una obediencia por fuerza.

¿Le notaba, al fin, la muerte en la faz, en un tardío despertar de su ternura?

Era que precisamente había sido aquella mañana cuando los médicos encarecieron el viaje. Llorando, Amparo les había reprochado que no la avisasen con más tiempo; pero también los buenos doctores habíanse dejado engañar por el progreso admirable de la cicatrización, y descubrían la gravedad de improviso, hartos de achacar a aprensiones, de que se reían, los tristes presagios del enfermo. Sin embargo, bajo su palabra aseguraron a la afligida joven que los aires tónicos del mar obrarían una verdadera resurrección—y esto en pocos días, pues habría de llegar bueno y sano a Barcelona.


¡Qué hermosa noche esta en que los marineros depositaban la silla del herido sobre la cubierta del Panayl Desde el hotel sintió por la mañana el rugido del buque entrando, y Luciano sufría ahora de contento. Si la alegría mata, ¡ya podía matarle a él cuando quisiera la de ver a su familia arrancada a un extranjero pueblo!... Y miraba una hora después a Colombo perdiéndose en la oscura línea de las aguas, con sus resplandores de luz...


El barco iba casi vacío, siendo bien triste el reducido pasaje. Viudas que tornaban de Filipinas, quedando allí a sus maridos, asesinados por la insurrección, y enfermos que ante los horrores de los tagalos vieron agravarse su mal. Un cargamento de dolor y de muerte, por entre el que gritaban veinte o treinta niños vestidos de luto.—Luciano, que no podía soportar este cuadro, había sido recibido como un desdichado más por aquellos desdichados a quienes el sufrimiento hacía insensibles y egoístas. Al verle subir todos los días desde el camarote al comedor y desde el comedor a la cubierta, ayudado por su mujer y un camarero, le seguían las miradas de compasión cuajada en que adivinábanse los terribles recuerdos propios. Los enfermos menos graves, dos o tres que andaban solos, siquiera, y que no tenían en los semblantes tan retratada la muerte, parecían alentarse con su presencia, por comparación...

—¡Este—había dicho un pobre cardíaco cuyo cuerpo hidrópico le prestaba una corpulencia extraña—no llega a Suez!

Mientras Luciano se apartaba a un rincón de la cubierta con la silla al mar, para no ver a nadie, sus hijos jugueteaban correteando con los otros niños al cuidado de Clotilde, y Amparo refería en los corros de señoras la catástrofe de Gales, conocida ya en Manila por la miscelánea telegráfica de la Prensa.—Dos cosas admiraban a la joven: una, la diferencia de este viaje tan sombrío junto al del Alfonso XIII, de gran fiesta en la travesía entera; y otra, que todas aquellas señoras pudieran relatar escenas de un horror más grande que la que contaba ella.. Pueblos enteros incendiados por los insurrectos, quemados vivos los frailes, militares atados a los árboles y contemplando en la agonía a sus esposas e hijas, forzadas por los indios... Entonces se acordaba de familias que vinieron en el Alfonso XIII también e inquiría su suerte. De algunas le daban noticias—y las obtuvo de una joven elegantísima, educada en París, Elda Orduña, recién casada con un fiscal que iba a Ilocos: al marido le mataron, y a Elda, que había mordido y arañado a los indios, la abandonaron en cueros, después de tenerla atada una noche a merced de la lujuria de la banda; se había vuelto loca y estaba en Manila.

Llorando cada vez que escuchaba estas infamias, iba Amparo a relatárselas a Luciano, que, siempre hacia la popa, silencioso y triste, veía a través de las rejillas de la borda correr el agua a los costados del buque con ansiedad singular, como si sus pupilas ávidas midiesen durante largas horas la velocidad de la marcha, igual que aquella corredera cuya cuerda se hundía en la blanca estela.

Era que le absorbía el mar, el desierto de la soledad bulliciosa de las olas. Sobre sus transparencias verdes que el sol regaba de cabrilleos, seguía viendo algo profundo y traidor, como los ojos de Flora cuando la besaba; y los torbellinos de espuma que le salpicaban alguna vez, recordábanle la amargura de sus falaces lágrimas.—Pero una amargura, esta del Océano, extensa y eterna, que bañaría más amplia su boca, su cuerpo todo, el día que le arrojasen por lo alto de la borda como a una tumba hecha de la ingratitud de sus cariños y de su suerte.

Parecíale que había cumplido con el mundo su última obligación al arrancar a sus hijos de aquella tierra extraña, y, conseguido ese testamento de su voluntad, miraba ya nada más su panteón grandioso. El oleaje, estrellándose en el casco del barco, subía hasta él y le simulaba garras de un monstruo que le acechara. Con él mantenía diálogos siniestros, en el mutismo cruel a que le condenaba la superficialidad de Amparo, única que habría podido consolarle.

Una noche, después que todos se fueron a dormir, le hablaba Amparo, en la cubierta, de sus proyectos. Había pensado que en vez de ir a Madrid debían quedarse en algún pueblecito económico de junto a Barcelona, para no gastar en ferrocarril sus ahorros, con los cuales tendrían para vivir el par de meses que tardara en regularizarse la paga. Luciano aprobaba esto; sólo que, admirado al saber que Amparo desde la catástrofe no volvió a escribir a su madre, creyó oportuno que se cablegrafiase en Port-Said... Nada sabían del viaje... Y bien podía ocurrir... que ella y los niños necesitasen ir a Alajara...

—¡Ah!, ¿qué? Pero, ¿es que piensas en Alajara aún?—cortó Amparo, sin aguardar razones—. ¡No he visto a nadie más cínico en mi vida! ¡Antes preferiría verte muerto que otra vez junto a Flora!

Luciano dobló la cabeza. Luego, lastimado por esta crueldad, a que más el amor propio asomó que el dolor celoso, dijo tristemente:

—Pues... sabe que sí. Aludía a la posibilidad de que no tardes en verme muerto.

Se levantó irritada.

—¡De pena!... ¡Te mueres de pena porque se casa!... Es decir, ya no te morirás, porque vas pensando en volver a verla y a enamorarla.

Y se alejó, desapareciendo por la escalera.

Luciano quedó allí, sobre el canapé de bejuco, en un rincón de la cubierta, donde solía permanecer hasta el baldeo de la madrugada, no lejos del otro enfermo del corazón, que tampoco podía sufrir el calor del camarote, y dormía al fresco junto a su linda y cariñosa hija de trece años, rubia como un ángel y enlutada por su madre, recién muerta en Manila. ¡Este otro infeliz contaba siquiera con un delicado corazón de niña que le compadecía!... A la luz de las estrellas, porque apagadas las bombillas eléctricas no quedaban más que las lámparas de señales, veía Luciano la silueta del interesante grupo, refugiado entre el castillete del fumadero y la lumbrera del comedor, por encima de los cuales cruzaban oblicuos el espacio los cordajes de un palo con sus nudos de poleas. Desde aquel extremo de la popa, donde temblaba la hélice batiendo el agua en un ruido de cascada, parecía interminable la mole del Panay; las chimeneas, destacándose contra el cielo entre los mástiles y las crucetas, que perdían en la altura sus marañas de jarcias, arrojaban el ¡humo con bocanadas de chispas; de rato en rato sonaban las dobles campanadas de la hora, y el mar seguía y seguía corriendo partido en dos bandas fosforescentes a los costados del barco, mientras claqueaba alguna ola rota y caía de la oscuridad el azotar de algún velacho por el contraviento de la carrera insensible a través de la infinita soledad...

En sus diálogos con el mar y el cielo en las noches sobre cubierta, había observado Luciano que un lucero de luz tan fuerte que rielaba en el agua, cuando no hacía!una, iba poniéndose cada vez más temprano. Duraba antes hasta el día, y se ocultaba ya a las dos. Brillaba por el mismo sitio donde se escondía el sol, al cual iba enfilada todas las tardes la proa del buque. Y el pobre supersticioso, ahora que en los cielos de Oriente no veía su antigua estrella de amor, había hecho su estrella de aquel lucero. Cuando no lo viese más, él moriría, y una noche le arrojarían a las olas, siguiendo el barco su marcha, y dejándole allí en la soledad grandiosa del Océano... como un fardo caído sin notarse... como uno de aquellos papeles que tiraban los niños, divirtiéndose en verlos quedarse atrás mecidos por el oleaje.

Tal pensamiento sublevaba su instinto de sociabilidad, llevado hasta el otro lado de la existencia. A aquel su dios confuso de poder invisible, disuelto en los aires, le pedía entonces, con las extrañas oraciones de anhelo brotadas sin forma en su corazón, que le dejase llegar a tierra, a Barcelona siquiera, donde poder reposar eternamente bajo los cipreses de una ciudad de sepulcros, con menos frío entre la gran familia pacífica de muertos y visitado por los vivos alguna vez... ¡quién supiese si por Flora y Amparo, las dos ingratas a quienes había amado tanto, y a las que reuniera el remordimiento quizá para orar delante de su lápida!... A cada ola que se rompía y levantaba sus garras de espuma queriendo entrar en el barco y cogerle como un fantasma, Luciano le volvía la cara...

Al fin le tocaba en el hombro un marinero que se había acercado descalzo. El baldeo iba a empezar; las bombas disponíanse a lanzar agua sobre la espaciosa cubierta, y allá al Oriente, por la popa del Panay la línea del mar se definía sobre la claridad lechosa del alba... El marinero le ayudaba a bajar al camarote, en cuyo aire confinado de olor agrio a barnices resignábase Luciano a sudar y abrasarse durante cinco horas.

Porque a las nueve, en cuanto Amparo concluía en su camarote de enfrente de vestir a los niños, le vestía también, le servía su ponche de ron y huevo—únicos alimentos que a pura fuerza podía tomar—, y le conducía otra vez a la cubierta limpia y amplia como una azotea de madera, brillante en los cobres y latones de las lumbreras y las puertas de roble, y blanca la redecilla de la borda, por donde se veía el mar sereno entre los redondos salvavidas con el nombre del trasatlántico en letras negras. El herido dejaba de sudar en el aire franco y sano que le adormecía un rato, calmados sus terrores por la luz esplendorosa del sol.


Una tarde fondeó el buque frente a Aden. Nadie bajó en el puerto tétrico, donde apenas se descubría media docena de bergantines en el anfiteatro de rocas broncíneas calcinadas por el sol de Arabia. Los enfermos se alegraban de esta nueva estación que los acercaba a la patria. En cambio, Luciano, echado de la cubierta, por el polvo negro que ponía a todo su capa de dos dedos subiendo de las barcazas del carbón, se encontró al siguiente día, cuando el Panay seguía su rumbo, acabado de destrozar por aquella noche de calor del camarote. Pensó que iba a morirse. Por dos veces habíase arrojado como pudo de su litera, atravesando el pasadizo hasta la de sus hijos y su mujer dormidos, para besarlos... temblando... sin fuerzas en su peregrinación al apoyarse en aquellas paredes y en aquel suelo inclinados por la escotadura del barco...

Pero quien murió fué el enfermo del corazón—a pocas millas de Aden todavía.

La escena de llanto de la pobre niña, consolada todo el día por las demás señoras, acabó por aniquilar a Luciano. Y tres horas después de la cena, mientras en la cámara rezaba el pasaje—desde su silla sobre cubierta sintió bien que se paraba el buque: en la proa el farolillo del capellán, unos marineros que arrojaban algo a las olas, furiosamente movidas esta noche, y una virada en redondo que se describía al continuar la marcha para no coger el cadáver con la hélice. Luciano, a quien sorprendía esto, pues se había dicho que el sepelio sería al amanecer, cerró los ojos, creyendo que el mar iba a hacerse transparente y luminoso, si los abría, y que hubiera de divisar a aquel muerto hundiéndose con las pesas de hierro cabeza abajo, perseguido por los tiburones... ¡Era un pasajero perdido en el gran viaje de la vida, que proseguía aquel vapor revolcándose por el oleaje; pero siempre adelante, adelante, con su carga de dolor y desesperación en las entrañas!

Se acercaba Amparo. No quiso acostarse por rezar y subía afligidísima con la desdicha ajena. Sentándose, le habló de la triste niña desamparada, tan dulce, con su cara larga y pálida de Angel de la Guarda, En la cartera de su padre no se encontraron más que mil reales en billetes, y la chiquilla no sabía nada ni adonde ir en llegando a España. Con su gran impresionabilidad histérica ante la realidad de la desgracia, no se daba cuenta Amparo del molesto airazo que barría la cubierta y hacia cabecear el barco hasta parecer a ratos que fuera a volcarse en el espumoso mar. Deseaba transmitir a su marido algún afán alrededor del cual giraban sus lamentaciones. Y al fin se atrevió a expresarlo: “¡Era tan buena la infeliz huérfana! ¡Si no la recogiera nadie al desembarcar, no tendría corazón para verla abandonada en Barcelona!”

Luciano callaba, y observando que también enmudeció ella contrariada por lo que parecía una vacilación oponiéndose a su piedad, dijo:

—Amparo: yo querría que hablásemos un momento de ti y de nuestros hijos... como si yo hubiese de faltaros. Tampoco esa niña creía que pudiera morir su padre... y allí atrás queda. ¿Quién te asegura que mañana no seas tú la sorprendida por la desgracia?

Lloró la joven, olvidando de improviso con el suyo otros dolores. Aquel muerto arrojado al mar, que dos días antes hablaba compadeciéndose de Luciano, forzábala a creer ahora a éste, perdida su fe en los médicos, porque asimismo el de a bordo afirmaba la curación del herido. Mas, ¿no le oyó igual garantizar la vida del que acababa de perderla?

—Yo me muero también, créeme... Por compasión necesito que me creas, o cuando menos que me escuches, aunque no sean las mías sino aprensiones de loco. ¡Por compasión! ¡Ah, tú ignoras qué horror es este de sentir que la vida se me escapa y de no tener a quién comunicar mis últimos pensamientos para vosotros!... Para vosotros, que me preocupáis y entristecéis tanto que, ya lo ves, me separo a un rincón por no poder resistir tu insensata confianza ni la inocente alegría de nuestros hijos... ¿Qué perderás aunque hablemos una hora bajo el supuesto de que... llegaréis solos a España? ¿Qué harías tú? ¿Adonde irías? ¿Qué harías de Pepe y Camila?

—¡Oh, cómo me atormentas! ¡Qué había yo de hacer más que quererlos mucho y llevarlos con mi madre!—respondió ella, ahogada en llanto.

Ansió Luciano aprovechar la ternura de la joven para decirla dulce y reposadamente todo lo que había pensado dejar escrito en una carta, Fué entonces una hora de tranquila confidencia, llena de valentía serena por parte de él, que aparentaba contemplar la muerte como cosa no inesperada ni extraordinaria, a fin de no espantar con su espanto a la infeliz. Parecía hablar de otro... de otros; tal era la calma rebosante de resignación que al fin logró transmitir a Amparo. “Y bien, para tener algo más que la pensión y dar carrera a su hijo, trabajaría ella, si no podía ayudarla su madre. Cosería o bordaría... yéndose a una capital donde nadie la conociese...”

Era el punto a que quería llevarla Luciano, probando con la perspectiva de la humillación del trabajo ante su orgullo y su pasado de niña rica que se juzgó nacida por decreto de Dios para bordar pañuelos en el hotelillo de Alajara y casarse luego y tener otro hotel idéntico donde seguir bordándolos, en cualquier sitio de la tierra.

A su preocupación tierna de madre habíase mezclado, al reconocer posible esta eventualidad, cierta sequedad repentina—especie de protesta, especie de indefinido y vago enojo con un marido que la hubiese engañado en su promesa de rango. Y al oírle aún extensamente justas consideraciones acerca de la inutilidad de la educación de una señorita cuando llegaba el triste caso de valerse a sí misma, pues no se parecía el coser y bordar caprichos a la tarea a destajo para un taller...; al oírle que ella y los niños no podrían vivir entre las gentes equívocas de una casa de vecindad en el barrio pobre de una capital, ni ir al hospital por una enfermedad larga... razones por las cuales creía Luciano que debía ella, mientras estuviese con su madre, estudiar la carrera de maestra y poner escuela en Alajara, hasta que su hijo la volviese a la comodidad de la vida. Amparo se revolvió en su silla, bajo el rigor de tan lamentable descripción del porvenir, que le sonaba como sentencia inapelable en aquel tono solemne. No pudo contenerse, y exclamó:

—¡Maestra de escuela! ¡Vaya un facha...! Y sin eso: la buena hora consentirían mi madre y la orgullosa de mi hermana que yo pusiera una escuela en Alajara!

Se desalentó Luciano con este acento en que la vanidad había consumido completamente la ternura. Ella se irritaba más, recapacitando, y en la histérica precisión de deshacer semejante perspectiva desastrosa, necesitó volver a creer en su derecho a que no se muriese Luciano. Ciega de despecho, se levantó:

—Y en fin, todo eso es hablar tonterías... porque no, tú no te mueres; me lo han dicho los médicos... ¡Oh, qué afán de martirizarme! ¡Eres peor que una fiera!

Como pocas noches antes, le dejó en la soledad de la negra cubierta del buque, donde no se veía allá lejos sino el resplandor que vomitaban entre el humo las chimeneas, y los faroles bamboleándose enormemente entre el cordaje de los palos, que crujían azotados por el vendaval.

Hacía fresco, pero Luciano no lo sentía. “¡Ni siquiera le invitó a bajarle al camarote!” Su mujer ofrecíasele en un aterrador nuevo aspecto de egoísmo brutal, ahora que con la desgracia la experimentaba, y que nunca hubiera llegado a sospechar bajo aquella apariencia de candorosa ingenua y despreocupada, cuyo interés repartíase a todo en hervores de cariño franco. Ya lo sabía, sí: como Flora, como su madre... ¡la educación! ¡la raza!... Un sentimentalismo de teatro que no podía desenvolverse más que entre las pequeñas mentiras de papel dorado...

Después de su descubrimiento, le espantaba más la suerte de sus dos hijos, entregados a una madre en quien, si no había reconocido jamás el tacto y la experiencia del mundo, creía a lo menos que existiese un manantial inagotable de escondida ternura, capaz de llevarla a la abnegación sublime del dolor y de hacerla adquirir algún día aquellas cualidades. Sí, lo sabía ya, acababa de oírselo: ni por educar a sus hijos Sacrificaría su rango de señorita; huiría antes a una población desconocida, a arrastrar su orgullo entre quién sabe qué infortunios... Y esto sin perder su gracia apacible y su inconsciencia gentil de loca inofensiva y simpática.

Mirando el espantoso vacío del cielo, preguntábase qué maldición le hubiera condenado a morir viendo primero hundirse en derredor todas sus ilusiones; y lo deseaba ardientemente, morirse en seguida, desolado al imaginar qué fuera para él una vida de sesenta años, cuando a los treinta yacía perdido en infierno tal de decepciones. La de Flora le había matado la poesía del alma; pero la de Amparo, más inesperada y cruel, le hacía aborrecible la existencia, la Humanidad entera, las gentes que él conoció... y que eran tan diversas de él, que por fuerza uno u otro eran locos. Pero aunque el loco fuese Luciano, aunque su mujer tuviese razón no creyendo que se moría, y, por lo tanto, hubiera sido un disparate hablarla como la habló esta noche... ¿por qué no le perdonaba y le consolaba, en vez de insultarle? ¿Es que quien había sufrido tanto no tenía ni derecho de desvariar un poco?

¡Ah! ¡No admitía defensa el amor de Amparo! Estaba muerto y no vivió nunca sino como el de las demás mujeres, en la vanidad; en la vanidad ella de tener un marido que la conservase “en su clase”, habiéndole tomado como un estudiante el título al fin de los estudios. Luciano quería morir, pero con sus hijos; sin importarle el alejamiento de los vivos, si con ellos dos, pedazos de su carne y de su alma, se volvía al no ser en el fondo del Océano...

Una idea le cruzó como una centella de luz.

“Si él...”

¡Pero no! ¡El no tendría corazón de apoyar en los bucles rubios de sus frentes el revólver!... ¿Matarlos él, salpicarse de la sangre de ellos y tener que vivir un segundo todavía?... Imposible. Demasiado cobarde para esto.

Mas la idea siniestra daba vueltas como un empeño en su corazón y su cabeza.

Tanto, que pasó a aquel misterioso sitio del alma donde se junta la vida entera para resolver un último plan, como asamblea de instintos de cada entraña en la resolución de rendirse a la muerte con heroísmo. Y pensó entonces que al día siguiente, cuando sus hijos subieran tan alegres, sonriendo al sol de la mañana con sus purezas de ángeles que han dormido bien, él podría tomarlos en las rodillas, hacerles un barquito de papel de aquellos que en tiempo más feliz los embelesaba, arrojar luego el barquito al agua, asomarlos para que lo viesen... ¡y caer de pronto los tres al mar, abrazados, apretados, unos contra otros!

¿Fué el calcular la dificultad de coger a ambos con un solo brazo, o fué la visión del espanto y del odio en aquellas caritas de ángel en el minuto de lucha con las olas, lo que le hizo desistir?

¡Ah, morir viendo también en los hijos el horror hacia su padre!... ¡Cobarde! ¡Muy cobarde, para arrostrar esa agonía!

Luciano lloró; lloró mucho en aquella oscuridad y aquel frío cada vez más intenso del viento que hundía el barco y levantaba las olas como montañas. Una, larga y tendida, que llegó con gran furia, saltó por el aire y derramó sobre Luciano una rociada de goterones. Llovió luego, un chubasco—y resonaban lo mismo que gemidos los quebrantamientos del buque sobre el mar y el caer de todo su peso en las profundidades, salpicando el agua como una palmada sobre un charco. Se acostaba de tal modo, que una vez rodaron las sillas de la cubierta hasta la banda. Entre el rechinar de las cuerdas descoyuntadas y el golpear furioso de las jarcias en los palos, y el bramido del viento, que tendía desde la proa por la borda dos cendales de espuma, como las crines blancas de un caballo a la carrera, se escuchaban gritos de mujeres que allá abajo, sin duda, rodaban mareadas por el salón.

No era una tempestad, pero podía serlo... y Luciano llevaba ya un rato animado por la singular esperanza de que lo fuese. Se encontraba a gusto allí, empapado en agua... ¡Si la suerte le ayudara a morir esta noche a la vez que todos!... ¿Qué fortuna mayor para la pobre Amparo y para aquel cargamento de enfermos, de viudas y de huérfanos?

Y contemplaba el mar con espantosa alegría, azuzando a las olas, que no llegaban a meterse dentro, y al barco, que en sus balanceos no hundía siquiera la barandilla.

—¡Ahora!... ¡Anda... anda!...

Pero el Panay, con la misma lentitud que se había doblado sobre la ola que rebosaba y que subía, tornaba a enderezarse, a levantarse para caer del lado opuesto—corriendo siempre, ganando millas, rodando y rodando por los abismos de espuma, como si le alentara igual deseo de salvación que a Luciano en la desesperada marcha del bosque la noche maldita.

Calado ya completamente por la menuda llovizna del oleaje que el aire tendía desde la proa, y que penetrándole con su frescura hasta el corazón helaba por primera vez la fiebre ardiente de su sangre, el pobre herido, en los vaivenes que le mecían además con el amor irritado de una madre salvaje, acabó por rendirse al sueño...

Sueño profundo, también por primera vez sin ensueños, en que durante cuatro horas durmió su ser todo, hasta el alba, continuando después en el camarote, cuando más tranquilo el mar, y él enjugado por el viento, el marinero le bajó, con la vigilante exactitud de una amabilidad a tanto por sonrisa.


A las ocho se extrañó Amparo de ver salir a la camarera con el ponche, diciendo que el señorito dormía; cosa tan rara, que la buena mujer cerró cuidadosamente la puerta del camarote para que no le despertasen. A las nueve llamó Amparo misma de puntillas a la litera de Luciano, y corrió la colgadura sobre el redondo vidrio de la ventana, dejándole a oscuras. Había tocado su frente, que no sudaba; y al ver su cara dilatada por el bienestar del reposo, se alejaba hoy con una sonrisa de compasión a los sufrimientos del pobre enfermo; pero más segura de que los médicos tenían razón, de que no se moriría.

El mar había quedado con la tranquilidad de un cristal, y el Isla de Panay volaba con su correr de dieciocho millas, cortándolo sereno, lanzando a su paso mantos de espuma que resbalaba sobre la viscosa ondulación del agua. Trotaban los niños arrastrando un canapé para jugar al coche por la hermosa cubierta, y sólo bajo la gran toldilla formaban un grupo de tristeza las señoras alrededor de la desvalida huérfana. De improviso, ellas, y los demás pasajeros que charlaban en corros tumbados en sus sillas, vieron una cosa que les llamó grandemente la atención: el por todos sentenciado a quedarse en el viaje, el enfermo taciturno y misántropo que se aislaba de la gente como si no tuviese ya nada que ver con la vida, Luciano, en fin, acababa de aparecer por la puerta de la cámara, sin cabestrillo, solo, apoyado únicamente en un bastón y con la faz radiante de alegría.

—¡Oh!, ¿qué es esto?—había exclamado Amparo, alarmada un instante y corriendo a prestarle apoyo.

—Ya no me muero, ¿sabes?

Y alejándose con ella, le contó que había despertado lleno de fuerzas; que el médico había ido al camarote, descubriéndole las heridas y encontrándole perfectamente cerradas las de la espalda y la pierna; que no había querido ponerle más que una ligera gasa en el antebrazo izquierdo, casi sano también, y que le ayudó a vestirse, negándose a que la llamaran, porque se empeñaba en que saliera de una vez de vendajes y socorros extraños, puesto que podría andar. Y allí estaba, animoso, con hambre, deseando que tocasen en el comedor la campana.

—Es como un hombre que no duerme en dos meses y que por fin se harta. Una ducha que me dieron las olas, cuando creí que me querían tragar... ¡Ah, tiene razón este médico! ¡El mar ha sabido más que todos ellos y más que tú de mis nervios!


Una semana”después, cuando el barco salía del mar Rojo, quedaba realizado el milagro predicho por los doctores: una verdadera resurrección. Pero de tal modo, que Luciano, a cuya alegría de convaleciente se juntaba por un rato después de comer la del jerez y el champagne, en que ahogaba el recuerdo de Flora, sólo conservaba algunos mareos por la debilidad, y parecía más grueso que nunca, con aquel color tostado del aire libre. Andaba sin resentirse de la pierna, y pudo bajar en Port-Said, con Amparo, a visitar la población, recorriendo las tiendas de griegos y los bazares, donde compraba ella ropas de invierno. En cambio a él le visitó en el buque el cónsul de España, como patriota y como periodista, por lo cual telegrafió á El Imparcial el viaje del “heroico ingeniero". Allí supo éste que la Prensa inglesa le había dedicado elogios ardentísimos y que asimismo la española, copiándolos, habíase ocupado extensamente de la sublevación de Gales. Una sorpresa, pues: regresaba en clase de “celebridad” a su patria...


Se estaba en el Mediterráneo. Ya había desfilado el buque a lo largo de la plana tierra de Sicilia, tachonada de viviendas como en un aventamiento de pueblos, y ya era más gris el mar y más fresco el aire. Un anochecer en que Luciano vió gran rato, de bruces en la borda, perderse un faro—solo en la cubierta, porque el pasaje rezaba el cotidiano rosario, se le ocurrió luego mirar por la lumbrera del comedor, hecho capilla, con el cura arrodillado ante el altar del piano improvisado. Cerca del cura, arrodillados también, permanecían Amparo, Pepe y Camila, vacilante ésta sobre sus rodillas de criatura de tres años y contemplando a todos con grandes ojos. Pipín, en cambio, rezaba con fervor de angelito y su mirada se clavaba suplicadora en la Concepción, como la de su madre. Sin duda, pedían por él; ciertos, según decía Amparo convencida, de que su resurrección repentina fué un milagro alcanzado de la Virgen...

Le llegó al alma este espectáculo que no había podido observar hasta entonces, y su exquisita sensibilidad de neurótico le abatió a la silla transido de ternura. Queriendo pagar de algún modo a los pobres seres queridos que así levantaban su agradecimiento a Dios, que así habían rogado su salud mientras el incrédulo se retorcía en desesperaciones—él, que no podía orar; él, que ningún consuelo descubría en el estrellado cielo, donde hasta £u lucero faltaba, dejó escapar el pensamiento a aquel otro Dios invisible disuelto en los aires como un poder formidable, y juró, solemne, dos cosas: “Vivir para sus hijos siempre. No volver a disgustar a Amparo jamás.”

Ahora se quedarían lejos de Flora... mas, ¿no podría en toda la vida volver a verla?

Sólo que había lanzado al viento su promesa y la encontraba en el vacío. Entonces, volviéndose a sí mismo, pronunciaron sus labios: “POR MI HONOR PROMETO RENUNCIAR A TODAS LAS MUJERES: NO POSEERÉ MÁS A NINGUNA... NI A FLORA.”

¡Un gran compromiso de que se espantó el gran amante, que había buscado el ideal en tantos brazos adorables!

Pero estaba hecho.


Intenso era el frío en Barcelona. Los abrigos y los trajes comprados en Port-Said para desembarcar, no bastaban. Lo necesitaban todo—habiéndose Amparo deshecho en Ceilán de la escasa ropa de invierno que llevaron, porque la juzgó inútil, con la expectativa de seis años en aquel país. Fué necesario dar grandes encargos a sastres y modistas; y, precisamente, el día en que en el hotel de la Rambla le presentaban la cuenta del último vestido, le entró a Amparo curiosidad de contar sus fondos.

Se asombró. Las dos mil pesetas ahorradas en Baticaola quedaban reducidas a un puñado de plata. ¿Se le había perdido el dinero?... Verdad es que con ellas había comprado a los mercaderes que iban al vapor en los puertos de la travesía mongolias, plumas, sedas, conchas y mil mueblecillos de maque, por los cuales le acababan de cobrar veinte duros de aduana; que había dado a los camareros del Panay un capital entre propinas y cuentas de ponches y extraordinarios de su marido, y que había sido, en fin, un saqueo este abonar facturas de trajes para todos, sombreros y abrigos de moda...

Contó el contenido de la cajita: ¡cuarenta y ocho duros!

¿Y tendría que pagar la fonda, donde llevaban cuatro días?... ¡Bah, era urgente salir de ella, instalarse antes que se quedaran sin un céntimo!—En cuanto volvió Luciano—que estaba de visita a la huérfana del Panay, amparada por una rica familia amiga de la suya, abordóle sin rodeos.

—¡Oh, Luciano! Hemos gastado un disparate. Una atrocidad... Pero una atrocidad... Hay que normalizar nuestra vida... ¿No dijiste que irías a buscar una casa en no sé qué pueblo?

—Sí, en Granollers. Me aseguran que viviremos como príncipes con cincuenta duros mensuales. Mañana voy.

—Es que si tardas... ¡Te digo que hemos gastado un disparate! Yo supongo que en seguida te pagarán.

—Qué.

—Tu sueldo.

—¿Mi sueldo?... Creo que desde Ceilán habrán oficiado a Londres; pero ya ves, todavía no ha podido llegar la noticia al Comité Central, que tendrá que esperar aviso de mi residencia, y luego ordenarle a la subdirección de Bilbao el pago; de manera que puede calcularse que no se me pondrá en la nómina hasta dentro de dos meses.

—Pero es que... no tenemos dinero para dos meses... ni para uno.

—¿Qué queda?

—Cuarenta y ocho duros—murmuró, tímidamente, Amparo.

Luciano, que no por estar habituado a las sorpresas económicas de su mujer le disgustaban menos, se admiró de que, aun en esta ocasión, cuando ella se había devanado la cabeza trazando planes de ahorro para no ir a Alajara, hubiera sido tan aturdida que se encontrase, de pronto, sin un cuarto.

La miraba atónito, viéndola confudida, con los ojos en aquella cajita, que parecía causarla gran remordimiento.

Al llegar a Barcelona, de paso todavía hacia la fonda, había puesto Amparo un telegrama a su madre: “Venimos buenos. Luciano, mejor. Escribo.” Pero llegó la noche y no escribió, ni a los días siguientes, ocupada en sus compras; y después, pensando ya salir de un momento a otro del hotel, esperaba sin haber escrito, a fin de dar señas para la contestación, que no fueron tampoco en el parte, por lo que nada sabía de su casa.

Todo esto hacía que Luciano siguiera contemplándola con curiosidad. ¿Sería una loca, realmente?

—Ya comprenderás—la dijo, al fin—que no queda más remedio que irnos a Alajara.

Ella levantó vivamente la cabeza.

—A Alajara, ¿por qué?

—Porque no hemos de morimos de hambre, muy sencillo.

—Pide tú dinero.

—¿A quién? No conozco a nadie en Barcelona.

—Si no, yo a mi madre.

—Que no lo tiene.

—O a don Gil. Le escribiré hoy...

—Y tardará la carta dos días, y otros dos la suya; y si no lo manda, porque no pueda, habrá que pagar esta”onda y no restará ni para el tren, de los cuarenta y ocho duros.

—¡Poniendo así las cosas!

—¡Como tú las has puesto!

—¡Pues yo no voy a mi casa! ¡Haz lo que te dé la gana!—gritó Amparo, descompuesta.

Luciano se contuvo.

—¡Está bien!—dijo luego, descargando en la mesa un puñetazo. Y trémulo de ira, se metió en la habitación y se arrojó en la cama, que poco después hacía repiquetear sus hierros al temblor de la crisis nerviosa que invadía al joven.

Mordiéndose por dominarse, había pensado de un golpe mil cosas afrentosas para él para su mujer, para su suegra, para todo el mundo... Había que ir ya a Alajara, él también, y sin dinero, como mendigos. Y si Flora le recibía con el desdén y el enojo del olvido, él debería aguantar la humillación, por el plato de sopa que necesitaban. ¿Quién tenía la culpa de todo esto? ¿Flora con su ingratitud? ¿Amparo con su gastar estúpido? ¿El con aquella serie de debilidades y cobardías que le habían hecho, primero enamorarse de una necia, venir después a Colombo, en aquel viaje desastroso—no sabía si por Flora, por amor, por venganza, por miedo o por idiotismo?... Había ahora de sufrir, humilde y vil, el desprecio de todos, que dispensarían lástima al hombre de talento que así tornaba como en familia de gitanos pordioseros; el desprecio de todos: de la altiva doña Salud, del hipócrita don Gil, de la coqueta Flora.... de todos aquellos miserables del pueblo, que se reirían del personaje pretencioso y ridículo que a los treinta y dos años no había sabido valer para sus hijos, llevándolos a la caridad de un asilo de histéricas... Y sí; era tan cobarde, que estaba comprendiendo que lo sufriría todo de todas aquellas gentes a quienes despreció su orgullo grotesco; de aquellos seres por cuya miseria moral descubierta se sintió abandonado, y lloró como una mujerzuela en el barco, sin valor para matarse... ¡Ah, su corazón, qué asqueroso embrollo de farsas y bajezas!

Y estalló, por último, su cólera en desprecio a sí mismo, profundo, inmenso, absoluto; un horror violento y lleno de repulsión al montón de lodo de que se sentía formad is las entrañas, en un raudal de insultos sañudos y fríos como puñaladas de baratero, hundiendo su ira en cada uno de sus sentimientos con irritado afán de destrozárselos, de desbaratarse el alma a maldiciones de su boca, mientras que su cuerpo todo se retorcía en contorsiones de energúmeno, como si luchara con un ser invisible... con aquel Mejistójetes, a ratos necio y a ratos maligno, que llevaba dentro de sí, y contra el cual, por fin, se revolvía en batalla a muerte entre gritos de odio... Tanta fué su desesperación y tal la obstinación rabiosa de sus propios escarnios, que Amparo se acercó, tratando de consolarle...

—¡Oh, sí!—proseguía él, agitándose—. ¡Desprecíame! ¡Tú y todos, escupidme, pisoteadme, pisoteadme, pisotead al miserable! Soy más abyecto que nadie, un granuja, un sinvergüenza... Granuja, sí, maldito y asqueroso, nacido para no servir a nadie, para repartir la desgracia y la deshonra y la miseria... para matar a quien llega a quererme, como un traidor, como un ladrón, despreciado, solo, maldito, maldito...

—¡Por Dios, Luciano, por Dios!—exclamaba Amparo, deshecha en lágrimas, habiéndole escuchado ansiosa, sin comprender si se trataba de un delirio.

Y él proseguía, sin verla, sin atenderla:

—Maldito y vanidoso imbécil, que nada sé. Cobarde, que siempre huye, que huyo y estoy aquí, repugnante mendigo, por cobarde, por cobarde...

Cogió la manga de Amparo, desgarrando la tela con las crispadas uñas:

—¡Ah, tú maldíceme y desprecíame, al infame y traidor que nadie quiere, y que asesina a quien le quiere, y mancha y lo abrasa todo! ¡Escúpeme! ¡Yo soy la fiera... la fiera!... ¡Ah, sí, la fiera que te hace sufrir, el corazón de hiena, lo tengo aquí, mezquino y malvado, en esta furia y esta miseria negra del pecho y del alma!... ¡Yo! Escúpeme, aplástame, que nada puedo y soy muy cobarde además...

Inútiles resultaban los esfuerzos de Amparo, que le tapaba la boca con las manos y con sus ojos llenos de lágrimas, para contener la desesperación brotada inagotable y seca en su horror como una agonía del infierno. Lloraba la infeliz y se retorcía también como una loca, sin cortar el flujo de feroces frases, que reventaban entre sus dedos surgiendo de aquellos labios como chorro de cieno de un agujero sombrío, y con las que Luciano se excitaba más, incoherente, tenaz, repitiendo las palabras entre el rugido continuo de su garganta con una helada sinceridad y un sarcasmo que daban espanto. Dijérase que una vida podrida y negra se le escapaba a borbotones y que iría con el último a quedarse muerto...

Todavía dos horas después, cuando ella se agotaba tratando de probarle que ninguna culpa había tenido su capricho, sino la desgracia, “Dios, que lo dispone todo, en el viaje de cuyos quebrantos pecuniarios se repondrían y que le había salvado la vida; cuando ella por mil modos trataba ya de demostrarle, además, que veía evidentemente la necesidad de ir a Alajara; que se acusaba de ser la causa ella sola y que no desconfiaba de que él viviria para su mujer y sus hijos; todavía entonces seguía él de espaldas sobre la cama, con la mirada en el techo y repitiendo a cada espiración como un cansado eco:

—Cobarde.... granuja.... cobarde, cobarde...

Hizo falta que sintiera llegar a los niños, que venían de jugar en la Rambla con Clotilde. No quiso verlos; pero se calló al fin, vuelto a la pared. Y no se levantó hasta el otro día.

Durante la noche habían acordado salir de Barcelona en el primer tren.


Hicieron el viaje por Valencia, de una tirada. Desde Alcázar telegrafiaron a doña Salud, y doce horas más tarde llegaban a la estación del pueblo, llena de gente, que los abrazaba en remolino en cuanto cayeron del coche. A Luciano le esperaban destrozado, a juzgar por los periódicos, y se sorprendían de verlo un poco pálido nada más y sin la menor señal de herida.

De improviso, Luciano, que había salido del gran corro para entregar el talón a un mozo, sintió unos brazos que le oprimían y un beso de arrebato algo teatral. Vió una cabeza rubia. Era Flora... Le devolvió el beso con frialdad, sorprendido.... y la vió mezclarse otra vez a la gente, rodeando el grupo.

Doña Salud los esperaba en la sala. Los abrazó y se sentó junto a Amparo, llorando. En seguida, animada la conversación a intentos piadosos de don Gil, que quería cortar aquel duelo a todo trance, le preguntó Luciano a su suegra:

—¿Y Flora? ¡Dígale usted que venga y me enseñe el cuadro de que me habló don Gil en la carta!

Hubo tal indiferencia tranquilizadora en el tono de estas palabras, oídas por Flora desde el arco de la cocina, que su madre salió a buscarla; y ella, al presentarse, venía doblemente turbada por el acento aquel y el beso de Luciano en la estación, a cual más fríos.

Se sentó y trajeron el cuadro, que le gustó al joven, asegurándola cortésmente que la discípula pintaba más que él.

Ni una palabra de intención, ni una mirada.

Sólo se buscaron y se huyeron sus ojos, en un momento, cuando don Gil, para animar la conversación de nuevo, porque Amparo y doña Salud habían vuelto a llorar, y Flora—dolor que era respetado por un silencio triste de la gente que llenaba la sala—, dijo a Luciano:

—Una coincidencia caprichosa. Vuelven ustedes al año justo de partir. Hoy es también primero de diciembre.

Tercera parte

I

Flora había sabido el suceso el 2 de octubre, a los cuatro días, por un breve telegrama de Londres a El Impartid, reproduciendo un cablegrama del Times. Estaba peinándose y entró Luz, alborotada, con el periódico: “¡Qué desgracia! ¡qué desgracia! ¡Oh, pobre Amparo”, y llamaba a doña Salud, queriendo dar mayor éxito de dolor a la noticia; pero la viuda exclamó desde la otra habitación, donde se vestía: “¡Ah, no me digáis nada, que no estoy para impresiones!”—Flora arrebató el periódico y leyó: ¡muerto Luciano!

La casa se llenó de gente. Pasados los llantos un poco convencionales con que recibía cada pésame doña Salud, quedaba el llanto de Flora, mudo, hondo, amargo. Allá en su rincón, trastornada por el rudo golpe, sólo tenía un consuelo: ¡no habría recibido la carta en que su madre hablaba de Angel Luis!—De espaldas a éste, prometíase llevar riguroso luto dos años, y algún adorno negro toda la vida.

Se telegrafió a un amigo de Madrid, y contestó asegurando que interesaba al ministro de Estado para pedir a Inglaterra informes. Pero al otro día los periódicos rectificaban con nuevos y extensos telegramas: el ingeniero español, tras heroica lucha, era el único que se había salvado, aunque herido gravísima mente. Luego, el telegrama a El Imparcial, desde Port-Said; el de Amparo, desde Alcázar... ¡Ni una carta en tres meses!

Achacó Flora a la de su madre este silencio, por el disgusto infinito de Luciano, a quien seguía suponiendo apasionadísimo—y por esto habíala destrozado la frialdad de su abrazo.

El pueblo entero volvía a dar sus felicitaciones con igual metódica puntualidad que dió sus pésames. Había interesantes historias que oír del mismo actor del acontecimiento, y se le acosaba. Era Amparo, sin embargo, la que todo lo refería y repetía con los mismos detalles, como una relación aprendida en fuerza de contarse.

Por la noche, llegó Angel Luis. Luciano le dispensó un extremoso acogimiento, que vigilaban Amparo y doña Salud, y en el que en vano Flora buscó la ironía. El momento feroz que la vergüenza de la joven no podría soportar era este en que su novio vendría a sentarse al lado y a hablarla bajo: en las sillas inmediatas estaban Marcelo y María Montilla (el tío de ésta, afecto de la parálisis progresiva, se había quedado imbécil; lo cual la permitía dejarle al cuidado de una criada y salir a todas partes), y procuró Flora entretenerlos enseñándoles una sortija; pero Marcelo, con el sumo respeto a los tácitos reglamentos amorosos de Alajara, ofreció su puesto al novio, a quien siguió Luciano dirigiendo la palabra a través del gran corro que dejaba en medio la camilla—afectuoso, sereno, con una indiferencia cortés y aun cariñosa que tranquilizaba a su mujer y a su suegra... Luego le dejó, lanzándose a otra conversación con Jacinto Rivera, en galantería de hombre que no quiere distraer de seductores antojos; y cuando, al fin, salió a la cocina, para librar a Flora de la afrenta de su presencia, él mismo se admiraba de su dura voluntad para olvidar. Flora, en todo el día, y esta vez a aquella fuerte luz en que acababa de verla junto al novio, únicamente le había producido una rara sensación: la de ser más rubia, más blanca, más nuevos y esplendentes sus hechizos; y esto le chocaba, como si en el recuerdo hubiese estado viéndola por un anteojo sin enfocar, que, bien graduado de pronto, le destacase ahora la imagen limpia y clarísima. “La memoria y la fotografía sólo favorecen a las feas”, pensó, ¡contento de no pensar más ante la gentil belleza que en otros tiempos le hacía temblar!

Gracias a que esta noche, ni en las dos o tres siguientes, fué difícil que notara Angel Luis la confusión de su novia, violenta, sofocada, charlando con todos por no verse en la necesidad de contestarle en voz baja. La concurrencia era mucha, en aquel afán de todo el pueblo por oír a los viajeros, y la conversación se hacía interesante con el relato de la catástrofe y de las mil coas que contaba Amparo. Además, la Prensa volvía a traer largos artículos de la sublevación, convertida en actualidad por la llegada de Luciano a España, del “héroe de Fuerte Gales”, como le llamaban los periódicos, reproduciendo una interview celebrada con él por un corresponsal de Barcelona y un retrato que le habían pedido para la Ilustración. Se le consideraba el salvador de la colonia europea de Baticaola, y algunos diarios solicitaban del Gobierno una condecoración para el “valeroso compatriota que había dado en tierra extraña alta muestra del empuje de nuestra raza...”

Producían admiración tales elogios, que leía Amparo solemne de orgullo, con voz hueca; y mientras, a Luciano, que sonreía escépticamente, se le contemplaba con fijeza y curiosidad, como si no fuera el mismo. Hasta la vanidosa viuda, viendo reverdecer en la parte de honor que le brindaba el parentesco su antiguo fuste de senadora, olvidaba los rencores viejos y parecía confiarse para el porvenir en aquella generosidad y valentía de su yerno. Flora, por su parte, atormentada por el temor de no serlo ya, se enorgullecía de haber sido adorada por un hombre “de quien hablaba España”; y sin atreverse a contemplarle, se limitaba a observar la atención que le prestaban los hombres, Angel Luis sobre todo, cayéndosele la baba, y el embeleso de las mujeres, mirándole, entre ellas Augusta, Magda con desfachatez y María Montilla con verdadera insolencia.—La hija de don Juan Anselmo había plantado a Flora por la mañana:

—María Montilla dice que si Luciano la enseñara a pintar, como a ti, aprendería. ¡Se aburre sola, ya ves tú!... ¡Y puede mucho, hija, esa tristeza de duque que se ha traído Luciano de la India y el ser hombre célebre!

La gentil rubia no contestó más que con una mirada de desprecio; y cuando esta noche llegó María Montilla, la saludó desdeñosamente, esquivándose de hablarla y de atender al novio con la atención que prestaba a todos. Mas cuando las visitas fueron menos y se hubo explicado mil veces la sangrienta lucha de Gales y el por qué el herido no venía descuartizado, a pesar de sus siete machetazos, Flora se singularizaba en su menosprecio a María, que, desde la siguiente noche, no volvió al hotel, y en su obstinación de no hablar aparte con Angel Luis. Este empezó a enojarse. Doña Salud explicábase lo que debía ocurrirle a la chiquilla si conservaba un resto de dignidad; pero satisfecha de Luciano, y aun de ella, por el hecho de no haber despedido al novio, la auxiliaba amañándose en trasladar al gabinete la tertulia de los jóvenes. Amparo se ponía entonces muy contenta de ver a su marido en la sala sin importarle “los otros” y retirándose a acostar a las diez, como un convaleciente dócil. Con su hermana había aparentado una generosa ignorancia, aunque no logró despojarse de cierta magnánima seriedad, que le pagaba Flora con el mudo agradecimiento lleno de rubor a que la obligaban tantos perdones. Y, en efecto, Luciano no se preocupaba de Flora. Atento a curarse, y tranquilo por no haber encontrado en el hotel los desaires que imaginó en Barcelona, sino al contrario, una gran estimación, no eran bastantes, sin embargo, aquellos aplausos, formándole una gran conceptuación, para destruirle el desprecio de sí mismo, que conservaba y que, mantenía en indolente humildad pregonada por su sonrisa.

Eran siete días los que llevaba en el hotel, de una aridez insoportable. Un agotamiento áspero, en aquel desprecio a él propio y a todo. El, que la fatal noche temió morir sin realizar tantas cosas, no se explicaba ahora qué cosas hubieran podido ser aquéllas. Pensó en escribir, y sintió tedio, asco. Amparo, encalmada de ver su calma, volvía a la vida de siempre, lo pequeño de la casa, de las noticias del pueblo. Salió, y le pareció feo el campo. Fué al casino, y prometió no volver, porque hallaba insípida la alegría de las gentes... Y vagaba las tardes enteras de una habitación a otra, solo, echado de todas partes por el escarnio de cada mueble y cada rincón, recordándole que él también fué idiota... es decir, feliz...

Los libros que se ponía delante para no hablar con nadie le hastiaban. Hubiérale entretenido la música, tal vez, esa literatura afásica en que se puede leer lo que se quiere; pero su violín se quedó allá, en el sarcástico mundo de la hermosura, en pedazos como sus ilusiones, y además no podía con su brazo herido tocar el piano. Flora tampoco lo tocaba, de miedo a hacerle oír las queridas cosas, posiblemente... ¡Bah!

Sin embargo, ¿por qué al separarse de los novios llevaba Luciano una impresión ele dueño, como si dejase prestada a Flora, como si a Angel Luis le abandonase un lujoso libro que pudieran estropear manos torpes? Queriendo rechazar esta impertinencia íntima de su curiosidad, se iba a contarles cuentos a sus hijos, a la lumbre.. y crecía su desconsuelo al observar que no se entretenía tampoco.

¡Cuántas cosas en un año!... Una piedra que sube, que sube, que pasa las nubes, que toca el cielo y se rompe... que caen luego sus pedacillos...

Pero no. Era él otra cosa. Una finca. Una suerte de propiedad que aseguraba una renta a unos pobres seres. Antes le habían tomado en alquiler, de recreo.

Y perdida en el fondo de su desolación infinita, vislumbraba otra vida triste que continuaría la suya en la de sus hijos, como un tejido más de horror en la existencia y como un horizonte negro siguiendo a un horizonte negro. Daríales con trabajo de bestia los medios de subsistir... igual que él los tenía legados de su padre... Pero la felicidad... ¡qué ausente del mundo, de este mundo de hombres envidiosos, de mujeres toscas, de mentiras, de lucha de navaja!... Y ¿fué para esto tanto afán de vivir?


Al octavo día le despertó el médico y le estuvo mirando la herida; un punto en carne viva apareció bajo una postilla, al centro de la honda cicatriz de fractura. Oprimió en un abultamiento y salió pus. El buen señor, queriendo abarcar todas las explicaciones, no explicaba nada; pero aseguró que, lo más, se trataría de un secuestro del hueso, no imposible de extraer con incisiones...

—¡Una formidable operación quirúrgica!

Cuando menos los aspavientos de Bismarck así se o hicieron entender a Luciano, que se quedó en la habitación renegándose, indignado de tener que sufrir todavía en la lucha por la vida, tan despreciable.

Además habíale despertado esta mañana dispersando no sabía qué consuelos, qué planes de gran alivio soñados al dormirse o pensados durmiendo; el caso es que, por primera vez, desde mucho tiempo, se había sentido dichoso... ¿Qué fué?...

—¡Flora!... ¡Maldita Flora!

¡Había soñado con ella y había sido feliz!... ¿Soñó?... Que iba a su lado, por el campo; que acababa de verla sonreír, diciendo que le quería...

¡Y había sido feliz Luciano soñando esto! ¡Y aquel médico llegaba a volverle a la realidad, arrancando dolores de su carne, prometiéndole más dolores a su agotado sufrir, como un demonio torpe e implacable que, de un grite, le tornaba al infierno, donde no quedaban ya más que torturas... al infierno sin sol de amores, donde, con promesa por su honor, se encerró él mismo, y de donde, sin embargo, le sacaba a traición la fantasía!

¡Flora le llenaba el alma a pesar de todo!

Vió, con afrentosa evidencia, que se moriría o se mataría sin ella... ¡Ella! ¡Ella! No había ni hubo más que ella delante de él, en sus penas, en sus ansias... y tal vez sin las heridas hubiera llegado, sólo que más despacio, a la misma depresión del ánimo que, en forma de grave enfermedad, le trajo a España... ¿Se salvó por ella aquella noche?

¿Habría estado a punto de morir otra vez ante su traición, y otra vez al saber que a ella se acercaba pudo salvarse? ¿Por la ingrata? ¿Por la coqueta?

Infame y despreciable... pero ¡la adoraba! Como oportunidad gozosa para acercarse a Flora, se asió a la torpeza de quedarse sin dinero su mujer, y vió claro que su desesperación de Barcelona no significó más que el aborrecimiento de su orgullo de hombre a su corazón miserable de amante que, por Flora, clamaba contra todos los engaños, contra todas las bajezas... Era su luz la de sus ojos verdes, su alegría su risa traidora, su vida misma su presencia rabiosa de juventud...

¡Ah, sí!; ¡qué corazón miserable! ¡Qué miserable todo él, y cómo estaba comprendiendo que faltaría a su promesa, a su honor... porque faltaría al Dios mismo de su gran fe de niño, si por El hubiese jurado!

—¡Miserable! ¡Miserable!

Luciano recaía en la crisis tremenda.

Temblaba y se agitaba, esclavo de su amor, retorciéndose, por él rodeado en asas de serpiente, sintiendo escapársele hasta el último átomo de dignidad y viéndose ahogar en el cieno color de rosa de la claridad y el perfume de Flora, que crecían, que le envolvían, que subían y rebosaban por encima de él como una marea de deliciosas vergüenzas, llegando al cielo.

¡Miserable! ¡Miserable! ¡Digno fin del hombre de talento, del altanero que creyó dominarlo todo y que sólo nació para ser el suelo que pisotease y escupiese una Chaqueta! ¡Miserable! ¡Oh, qué miserable!...

Le halló Amparo con el vendaje arrancado, insultándose y retorciéndose en la cama, entre gemidos de desolación y sordos bramidos de fiera. Primero quiso consolarle. Le preguntaba, Lloraba. Le aseguraba que el médico no entendía, que irían a Madrid a consultar... Luego, no escuchándole más que aquellas palabras. “¡Maldita! ¡Maldita!”, le creyó en desvarío y fué por su madre, afirmando que aquello le daba por segunda vez y que debía de ser una enfermedad, consecuencia de sus heridas y sus sufrimientos.

Iba alarmadísima, loca, y Flora bajó tras ella, quedando en la puerta, mientras Luciano, enlazando nerviosamente los brazos en que tenía sangre, hurtábase de todos, boca abajo, respondiendo al llanto de su mujer y a las frías preguntas de doña Salud con suspiros que mordían las palabras, sonando ásperamente el desigual y convulsivo respirar de su garganta... No vió a Flora, que lloraba también silenciosamente, sin atreverse a entrar.

Así permaneció, insensible a las exhortaciones de doña £alud, única que iba y venía por la alcoba, queriendo darle agua, pidiendo vinagre o azahar—en tanto Amparo continuaba en el rincón su llanto con grandes sollozos, y Flora, calladamente, en la puerta. Hasta que, por último, lleno el cuarto por las criadas y tratándose de buscar al médico, se reposó Luciano con esfuerzo y gritó:

—¡Dejadme! ¡Quiero descansar!

Había pasado. Se dejó poner el vendaje y salieron.

Poco después volvía don Roque; pero no se atrevió Amparo a que entrase. Entonces el pobre señor aseguró que lo del brazo no sería nada, bastando acaso lociones de sublimado para curarlo. Y doña Salud, discurriendo acerca del accidente, dió su opinión, siempre por Bismarck muy atendida, y según la cual, todo lo que necesitaba Luciano eran muchos alimentos y mucho reposo, que de seguro no tenía en aquella habitación, porque Camila, acostumbrada desde el vapor a acostarse con su madre, seguía durmiendo con ésta y lloraba durante la noche, y, principalmente al levantarse, despertaban a Luciano.

—Pues ¿qué?—decía la eminente viuda, que mandó cerrar puertas y guardar en la casa el silencio de enfermo grave—, ¿no es nada la impresión de aquella noche, cuyo solo recuerdo espeluzna? ¡El susto! ¡Una sacudida de los nervios capaz de trastornar a una persona!... Cuando lo supe me llevé tres días como ahora Luciano, alelada, sin importarme cosa del mundo, deseando no más descanso, oscuridad y silencio. ¡Hay tanta gente que se ha vuelto tonta de un susto!

Aparte la sensiblería de la señora, había en el fondo de su afán un miedo a tener que cargar con Amparo y los niños si faltaba Luciano... “y aun con él, si se volviese tonto”.

Creyendo más Amparo en las prescripciones de su madre que en las recetas de Bismarck, prefirió al yoduro potásico de éste (había hablado de posibles lesiones cerebrales y degeneraciones graves por esclerosis) el consejo de aquélla—y arregló por la tarde el cuarto de despacho, ayudándola Clotilde a despojarlo de trastos y dejando dos marquesitas, el lavabo y la gran cama dorada. Era una hermosa habitación, de estuco blanco fileteado de azul, tan grande como el despacho y el gabinete del piano, detrás de los cuales caía, y con una puerta al primero y otra al pasillo, frente al hogar de la cocina.


¡Qué ironía! Allí, en el gran lecho de rameados testeros con adornos y amorcillos de bronce, entre la hojarasca dorada, donde Luciano había creído verse con Flora en desposorio ideal, se encontraba, al fin, solo, escuchando alguna vez el murmullo de su voz en el gabinete... ¡para otro hombre!

Acostábase más temprano por escucharla cerca, como espiándola, como acechándola, Y mirando la ancha almohada blanca, pensaba qué bien se derramaría en ella su rubia cabellera...

Los oyó una noche. Quizás Flora, sintiéndole despierto, de propósito alzaba la voz, para que la escuchara determinadas frases. Decíale al novio—y Magda y Lolo, que los acompañaban, comentáronlo entre risas—que ella no podría casarse jamás, por haberlo jurado cuando pequeña en el convento. Angel Luis se reía también, tomándolo por una gracia de la traviesa chiquilla... A las once subió ella con su madre. Estaba encima su dormitorio. La sintió ir y venir, desnudándose, y percibía sus pasos, en la alfombra amortiguados, mirando al techo. Su cama estaba un poco hacia el ángulo; la oyó crujir al sentarse; en seguida un golpe seco, y después otro; eran los zapatos de Flora cayendo al suelo... arrojados con fuerza acaso para que Luciano lo notara.... y la imagino blanca, en camisa, quitándose las medias con las piernas cruzadas al borde del lecho, como si la viera en repentina transparencia del cielo raso...

Un recuerdo de desnudeces abrasadoras cruzó como fuego al desdichado amante. Torció la cabeza en la almohada, estirándose todo en desperezo violento y produciendo una risa gutural llena de burla a su rabiosa impotencia de vencido.

—¡Miserable!—rugió todavía.

Y tomó un lápiz y escribió en un pequeño papel, inclinándose al mármol de la mesa, con la rabia en la cara hacia aquella mano impulsada por la fuerza formidable del Destino:

“Me emplazaste en un año, y tú sabrás para qué. No sé quién ha podido escucharte; pero aquí estoy.—Tu Luciano.”


Luego se durmió—seguro de su indignidad; pero tranquilo, sin sufrir ya nada, lo mismo que si de su ser hubiera quitado y lanzado lejos otro ser lóbrego que lo cubriera, como al cubilete blanco el cubilete negro de los prestidigitadores. Sobre todo se veía terminante una cosa: para cimentar en algo más que la imaginación de sus idealismos a aquella mujer—si volvía a evocárselos esta pasión de saña en que su antiguo amor se trocaba—, era preciso poseerla.


Al otro día estaba solo en la saleta, después de comer. Flora cruzó el pasillo y advirtió que levantábase Luciano y la seguía; en el gabinete se paró...; él se acerco impasible, con seguro e imperioso ademán que la fascinó y la hizo coger maquinalmente el papel que la entregaba. Iba Luciano a volverse, pero se acercó más, y dijo con glacial calma:

—¿Un beso?

El semblante de la joven expresó la dolorosa incapacidad de resistir.

Y se besaron, con pasión helada por las injurias sangrantes.—El inclinó la cabeza sobre el seno querido, cerrando los ojos, cediendo al suspirado y miserable consuelo de sentir aquel cuerpo como el de una muerta que le amó mucho.

—¡Perdóname!—gimió ella, al fin, cayendo de rodillas.

—¡Nunca!—murmuró Luciano alzándola, echando la cabeza atrás con la mano en la frente, mirando en el aire la crueldad de su destino—. ¡Nunca te adoré odiándote, maldiciéndote como te he maldecido... como te maldigo ahora... ¡maldita seas!

—¡Perdóname! ¡Ah, tú no sabes! ¡Me iba a morir!... Ya te contaré...—dijo Flora, aterrada por la espantosa solemnidad de aquella frase.

—¿A qué?

—Me quedé muy sola, sin ti... muy triste... ¡Una cosa horrible esta casa!... ¡Yo no sabía sufrir! Perdóname...

—Y te consolabas...

—¡No! ¡Oh, qué horror!—replicó, tapándole la boca—. ¡Luego sufrí más! ¡Cuando ya no hubo remedio!... Pero yo no he cesado de adorarte un solo instante. ¡Cómo pensar que volvías!

Luciano la miraba con tal doloroso desprecio, que hízola llorar.

—¡Por Dios, créeme! ¡Créeme!... Tú que sabes cosas del corazón, comprenderás lo que yo no puedo comprender: esta sorpresa y esta rabia de haberme encontrado un día novia de Angel... Fué mi madre, y yo te digo que le dejo... ¡Verás esta noche!

—¡No!—dijo Luciano, un poco tocado por la sinceridad saltante de sus palabras—. Ya es necesario que en la vergüenza de que os vea tengas tu castigo. Cuando sea tiempo le dejarás...

—¡Que no puedo! ¡que no puedo hablarle, por favor, delante de ti!

—¡El será nuestra garantía para tu madre y tu hermana!

Y salió.

Por fin sonó el piano.

Sur l'eau, los inolvidables valses, himno triunfal de sus amores.

Se los enviaba a toda energía, ella, brotando de su angustia con la impetuosidad del vapor de una máquina que hubiese ido a estallar—rodeándose su pasión, como tren en marcha hacia la felicidad, de las nubes de notas blancas que reflejaban con brillantez de apoteosis el sol de nueva y radiosa mañana. Y asimismo, Luciano se había llevado en la frente esta caricia; oyendo la música vagaba por el jardín, y la encontraba más arrogante, más sonora y hermosa, como torrente de armonías de oro que hubieran podido abrillantarse y purificarse en fuegos de volcán. Parecíale también más rojo y limpio el hotel, con su cubo de ladrillos y sus orlas de yeso, entre los árboles; más transparente el aire azul, que se tendía sobre la campiña cultivada, donde el suelo y las casitas de las huertas no se cubrían escondiendo en el artero bosque las fieras y los salvajes. El mismo se creía lanzado desde los senos tenebrosos de la selva, desde las entrañas del monstruoso cocodrilo que veía en el fuerte mirando al mar, con el hervor de las desesperaciones tétricas, a la faz luminosa de un día brindador del gusto de la vida, en pleno ambiente, cara al cielo... Un amanecer, luchando ensangrentado con las olas de hierba, había caído rodando y de espaldas a la mitad de un camino en que descubrió los focos eléctricos de Gales... ¡No fué aquélla la salvación—era esta otra caída en que su alma, rompiendo el laberinto de sus martirios, contemplaba el sereno foco verde de su esperanza en los ojos de Flora!


Esa luz volvía a embellecerlo todo y deshizo pronto el prometido rencor de su adoración.

Solo en la casa una tarde—Amparo y su madre se llevaban a Flora a las visitas—, la recorrió despertándola, poniendo en pie sus recuerdos tronchados. El había seguido viviendo allí, presente en cada cosa, en cada mueble. Allí estaban la pandereta y los cuadros cerca del piano, la marinita de la siesta con su fecha violeta... Entre los papeles de música, reunidos en un libro, hojeó las partituras, de su diccionario de amor: Sur l'eau delante, con los versos en francés de “su letra”, y luego La Sonámbula, La invitación al vals, La Loca, La Ingrata, La Serenata de Gounod... Tenía la caja de pinturas sus tubos sin gastar, y en la mesa del despacho permanecía la cajita con las cuerdas y los puentes del violín, sirviendo de pisapapel a sus artículos de Blanco y Negro. Quiso ver el calentador de cobre, donde le guardaba los bombones, y encontró dos llaves en una cinta roja.

Las cogió y fué al cuarto de Flora. Le parecía lo mismo que la última noche que entró a derramar camelias por la cama; el refugio de su adorado gentil, imponente de amorosos misterios en su reposo de templo—vivo el aire con los perfumes de ella robados por el agua del baño a su piel desnuda en un beso a todo el cuerpo, y sacudidos de su cabello, entre vapores húmedos de los jabones y esencias del tocador. Conocía bien el predilecto cajón de la cómoda, y lo abrió, temblando con el miedo y la codicia de un ladrón; fué una oleada de cintas y de encajes lo que tuvo delante: un corsé negro, pequeño, corto, arrollado en los cordones de seda azul pálido; camisas dobladas de batista con los canesús rizados sobre transparentes rojos de papel; brazaletes y pendientes en los estuches de felpa... Se desprendía el olor a Flora, a su carne, a la velutina. Luego vió las cartas, las cartas de otra época, numerados los sobres y guardadas en una bombonera de raso; allí todas, hasta las esquelillas escritas en la margen de un periódico... Un paquete de éstos asomaba en el rincón; eran los que hablaban de él, desde el primer telegrama, ordenados por sus fechas; y debajo otra caja con las crónicas de Gales, recortadas y pegadas a un cuaderno del cual cayó su fotografía...

Volvió a ordenarlo todo, dejó en el calentador de cobre las llaves y salió para traer bombones que junto a ellas encontrase Flora. Perdió una hora en el casino. Nunca halló menos fastidiosos a aquellos vagos de las salas de tertulia y golfo. Filipinas constituía la novedad, y mostrábase por conocer la marcha de Polavieja sobre Imús casi tanta impaciencia como en los buenos tiempos por ver una corrida. Aun se detuvo un rato en el billar, con Daniel del Pazo. “Había cascado su hija, la de la criada, y se entendía nuevamente con ésta. ¡Lo más barato, porque la Antonia ganaba también lavando!...”


Se erguía doña Salud victoriosa aquella noche. Flora, casi vuelta la espalda a Luciano, que leía, hablaba por fin con Angel Luis sin reparo alguno, contenta y entusiasmada más bien. ¡Triunfaban sus maquiavelismos!

La linda rubia comía bombones y parecía regañar en broma con su novio, porque los pedía también, y ella se los negaba.

—¡Oh, no!—había dicho, riendo locamente, con la risa de arpegios—. ¡Ni uno! No los como hace tiempo y me quiero hartar.

A la vez, por debajo de la camilla, le alargó un puñado al ingeniero, que se quedó con él y con la mano, estrechándosela cada vez que Flora le hacía entender a media voz disimuladas burlas, cuya ironía sangrienta se le escapaba al pobre Angel.

Con la oreja despierta, robábales la conversación Luciano.

—Pues sí, me has de dar un bombón.

—Pues no; éstos no los come más que quien los merece, quien sabe quitármelos volviéndome loca.

—Pues sí; yo te quiero, y me das un bombón.

—Pues no te doy un bombón.

—¿Que no?

—Que no... ¿Y qué, vamos?

Angel Luis se sonreía de placer viéndola tan bonita en su gracia de pilluelo terco.

—Yo te digo que esta noche cómo bombones, porque, si no me los das, en cuanto te descuides te los robo del bolsillo. ¡Como me llamo Angel!

—¿Del bolsillo? ¡Si tú te atrevieras, Angel... de candor! ¡Si tú te atrevieras ni a intentarlo!

Acabó él por fatigarse, contrariado un poco, y echó hacia atrás la silla. Habló de un paseo a caballo a la tarde siguiente con don Gil—deseoso de que viese éste las colmenas que estaba instalando en un olivar. Don Gil había leído mucho de apicultura.

—¡Ah, una novedad!—díjole don Gil al ingeniero—. Pensaba que si no fuese por las heridas podría usted venir y ver a Flora a caballo, porque nos acompañaría. ¿No sabe usted que tiene en mi cuadra un gran potro, y que aprendió en el campo?...

—¡Es verdad!—añadió Angel Luis gozoso—. ¡Verá usted una amazona! ¿Le impide a usted la herida de la pierna?

—No; si acaso el brazo.

—Cuestión de montar por la derecha y coger la rienda con la otra mano. ¿Vamos, Flora?

No contestó ella. Como Luciano, había mirado a su madre. Esta creyó que la consultaban; y falló, después de meditarlo y cambiar con Amparo otra mirada tranquilizante:

—Id si queréis.


A las tres, con una hermosa tarde, salían a la siguiente por la carretera. El caballo de Flora, fino y nervioso, cruzado de inglés, levantaba su cabeza, de galgo, al paso, junto al de Angel Luis, que reflejaba el sol en sus negras redondeces de seda, Luciano, en un valiente bayo cordobés de don Juan Anselmo, caminaba separándose de Flora, para contemplarla tan distinguida, tan elegante, quebrada la cintura en su traje gris de amazona y recogido el pelo en la gorrita de visera. ¡Qué monería de muchacha!

Se acordaba ella de la pesca, cuando la vió Luciano en borrica.

—¿Eh? ¿Te acuerdas? Fué un día muy agradable. Sobre todo la vuelta, a la luna, a pie tú, hablándome de París y de muchas cosas.

—¡Sí, me acuerdo!

—¡Ahora pareces la miss de un circo!—exclamó don Gil, adulándola cariñosamente—. ¿Y cómo has traído marsellés, Angel? A esta señorita Flora no le pega lo flamenco. Van mejor esas polainas de charol de Luciano; y si fueran delante nos creerían a ellos los señores marquesitos, a ti el administrador y a mi el dómine.

Era el resto de antipatía de don Gil a Angel, con el cual hubo de transigir a la fuerza, considerándolo poco para la hija a quien soñó casar con su sobrino. Pero empezaba a estimarle, creyendo ver en la buena pasta del joven una promesa de felicidad.

Flora se dió trazas en todo el camino para sostener una conversación cuyo fondo de evocaciones sólo entendía Luciano. Abrumado con la admiración a éste, charlaba Angel Luis al zaguero, sorprendiéndose alguna vez de la incongruencia de la chiquilla, guiada a saltos por su memoria. Habló del día de campo, de la boda de Antonia, del canario que se rompió un ala, de sus cuadros, de su música... Y el novio se explicó esta veleidad por la alegría loca de Flora a caballo. Consistía en que no habían podido hablarse, en que Luciano, desde la reconciliación, había simulado absoluta indiferencia por ella, dispuesto a ser más cauto, a desorientar completamente a Amparo, y la amante rubia aprovechaba este rato en que podía siquiera hacerse entender de él con la intención. Ni aun se habían escrito, deseando Luciano no confiar a la frialdad de una carta la explicación que, pacienzudo, relegaba al azar de la primera entrevista, a fin de estudiar mejor las impresiones en la cara de la ingrata. Por lo pronto esta táctica iba ya ganando la confianza de doña Salud.

Llegaron al olivar. Había encontrado Flora el paseo demasiado corto, y don Gil propuso que, puesto que ella no querría subir a pie a los jarales de las colmenas, lo prolongase carretera adelante con Luciano, mientras ellos emplearían una hora allá arriba.

—¿Vamos?—dijo a Luciano Flora, asombrados ambos de la feliz oportunidad que les permitiría decirse tantas cosas.

Por respuesta, él volvió el caballo. Y se alejaron.

Un rato marcharon en silencio, mirando la carretera que se tendía entre los sembrados de la llanura, sin un accidente, sin un árbol, enfilada por los montones de almendrilla, a perderse de vista.

—Es verdad—dijo, al fin, ella—, tú eres mi representación esta tarde, mi guarda... ¡El lobo guardián!

—¡Ah! ¡Quién me hubiera dicho hace tres meses—replicó en ensueño Luciano—que iban a ocurrir tales rarezas! Si se hubiera inventado la fotografía de lo por venir, y allá en mi fuerte de Ceilán me hubieran presentado una instantánea de tú y yo en este momento, yo no hubose podido comprender qué campo era éste ni por cuál serie de azares tú habrías de estar en mitad de él, amazona elegantísima, sola conmigo.

—Tienes razón. Quizá habrías supuesto, antes que lo cierto, la realización de tus fantasías antiguas: que habías venido, que me habías robado, y que esto eran los alrededores de Madrid o de París...

—¡Y es Alajara! Adonde he vuelto... ¡oh, me has hecho supersticioso!.... adonde he vuelto por tu conjuro; a pesar de la distancia, contra la voluntad de tu hermana y contra la voluntad de la muerte... Ya ves qué poder me trae aquí y te torna a mis brazos.

Flora se entristeció bajo el soplo de terror del incomprensible misterio que había manejado los sucesos. Se acordaba de la frase solemne de aquella primera carta: “yo he sido fatal a cuantos me han amado”, y adquirió allí Luciano, junto a ella, por un momento, la atracción fascinadora de lo sobrenatural, contra la que no se lucha.

—¡Te fuiste y has vuelto en primero de diciembre!

Pero volvió a la realidad:

—¡Cuánto sufrirías aquella noche! ¿Verdad?

—Creí morir. Tuve tu nombre en el corazón y en los labios. ¡El nombre de una ingrata que...!

—No, no, yo te contaré...—precipitó Flora, queriendo cortar la acusación con el junco de su látigo—. Verás, verás de qué manera más tonta pudo suceder esto. Fué mi madre. ¡Oh, si a una madre se la pudiese odiar! Mi madre hizo traición a lo más alto de mi alma: tu cariño. ¡Y ella misma diciéndote que me casaría con otro! Figúrate mi ira cuando me enseñó esa carta, casi vengativa, con una risa de demonio... ¡Le hubiera puesto fuego al correo en que la echaron!... Verás, verás, Luciano: yo me moría por ti. Pasé ocho meses sin salir, sin amigas, pintando y tocando al piano para matarme más pronto. No tenía más cuidados que guardarte el periódico y ponerte las señas en las cartas a Amparo. Tus crónicas me decían cuánto sufrías, y yo sufría más de no poder consolarte, de no poder decirte siquiera lo que sufrí yo... Era morirse, sí, morirse despacio, ahogada en lágrimas lentas que tenían que llorar mis ojos sobre mi corazón... Se asustaban de verme delgada...—¡pregúntalo!, ¡pregunta cómo estuve!—y don Gil quería llevarme a Madrid, a consular médicos. Yo, que lo que deseaba era no ver a nadie, prefería el campo, donde estuve desde abril hasta junio, sin aliviarme nada, claro está, paseando a caballo con don Gil y leyendo y besando tus cartas, que he aprendido como oraciones.

—Sigue. ¿Y qué?

—Una siesta dicen que me quedé dormida bajo un árbol, en la hierba, con una carta tuya en los labios. Y dice mi madre que la cogió y la leyó don Gil, y que ella se la quitó para romperla, teniendo que decirle luego que era de Angel Luis y que quizá todo mi mal consistía en estar de él enamoradísima. Desde entonces se decidió don Gil a favorecer mis proyectos; y mi madre, que se figuró llegada una ocasión para hacer que te olvidase, le secundó en todo. ¡Ah, si tú pudieras preguntar también esto a los dos!...

—No es preciso. Me basta mirarte para saber si dices la verdad. Sigue, sigue.

—Fuimos a Cascaes, y al poco se presentó en el hotel el otro, lo mismo que solía hacer en años anteriores. Mi madre y don Gil le recibieron afablemente, con lo cual no se separó de mi lado; y como yo tuve algún empeño en sostener el error de don Gil sobre la carta, por miedo a que pudiera sospechar que fuese tuya; y como además Angel Luis no necesitaba hacerme declaraciones, porque tú sabes que de antiguo sólo veníamos estando como incomodados a intervalos, a poco caso que le hice se creyó el infeliz que le quería. Don Gil pensó que era la salud aquel color de la brisa del mar en mi cara, y mi madre, única que seguía comprendiendo mi intención, con la peor del mundo brindóle a Angel nuestra casa al volver, para decirte en seguida que me casaba, valiéndose de que yo no podía desmentirlo y aprovechando que desde Portugal no pude aquel mes enviarte los Impartíales... ¡Qué mala fué conmigo! ¿Tenía alguna necesidad de que tú me aborrecieses? ¿Le hacíamos ya algún daño a nadie? ¡No sabía que me mataba así antes!

Guardaron silencio ambos. Luciano recapacitaba. Si no era verdad esta historia, podía serlo. Cuando menos, él deseaba absolutamente que fuese verdad, para poder perdonar a Flora. Mas, ¿quién podía probar que no se tratase de una habilísima invención urdida por el talento singular de la coqueta?

—Dime: ¿y por qué no reñiste con Angel Luis luego?—no pudo menos de interrogar.

—¿Que no?... La noche de la carta de mi madre, y cien veces. Lo sabe Magda, y todo el pueblo. Pero no hacía caso, y volvía. Después, cuando supe que venías tú, no me atreví más, por... desorientar a mi madre.

Abstúvose Luciano de profundizar más, por miedo al desengaño; quería la dicha que renacía, aun mentirosa. ¡Tal espanto le daba su pasado!

Necesitó escapar de la duda como de un bache del camino.

—¿Sabes correr?

—Sí—contestó ella.

—Pues ¡hala!

Y metió las espuelas al caballo, que arrancó de un salto de riñones. Galoparon un poco. Inclinada Flora hacia delante, lanzaba pequeños gritos de alegría, igual que el día aquel del columpio, vueltos por el aire los dorados bucles de sus sienes. Se reía de ver a Luciano mirándola tan ágil sobre la silla, en el galope levantado y juguetón del potro inglés, que engallaba el cuello. En seguida preguntó si le parecía que montaba bien. Había aprendido pronto, y don Gil era un gran maestro. Por un instante le tomó el joven la mano y se la llevó a la boca, sin violencia, en aquella marcha a compás como en caballos de circo.

Los pusieron al paso.

—Me perdonas ahora, ¿verdad?, porque crees en mí—insinuó Flora, deseando desvanecerle toda sospecha.

—Te perdono. Te creo... Ya antes que tú me habían hablado en favor tuyo muchas cosas que guardas en la cómoda.

—¡Ah! ¡Encontraste la llave! ¿Te has permitido registrarme?... Podía haber algo que tú no debieras ver.

—Tu corsé negro.

—¡Mira! ¡Pues, bah!

Torció él de improviso la conversación.

—¿Qué harás de Angel Luis?

—Dejarlo. Es más fuerte que yo tener que escucharle... delante de mi Luciano. ¡Oh, no, no puedo!

—Si le dejases, comprenderían que por mí. Hay que esperar. Y no sólo eso, sino fingir que te interesa mucho; hablar con él sin temor a mi presencia... ¡No, no pongas esa cara!... Engañarle, decirle a cada instante que le adoras... ¡Ya supondrás que no puede darme celos... aunque no fuese cierto lo que me has contado, aunque siéndolo debiste preferir no aceptarle, pues poco hubiera importado que pensase don Gil lo que quisiera de la carta!... Te conozco y sé que te habría sobrado vanidad para necesitar las lisonjas de cualquiera; sobre todo en viajes con Magda al pie... Sí, bueno, sin querer a éste, por lo mismo tal vez, poco diestra en el sufrir y deseando al paso mitigar mi recuerdo...

—Pero, ¿no me crees?

—Por todo esto—continuó Luciano monologando—, te disculpaba yo, y te hubiera perdonado y seguido queriendo con el alma toda; y aunque yo mismo crea otra cosa, eso fué lo que debí de pensar cuando supe la noticia, a pesar de que te detesté un poco, por herida de vanidad también... ¡Ah, qué débil es para el martirio el corazón y qué egoísta!

Se acordaba de que él igualmente, y quizá con mayor empeño, había querido olvidarla en Amparo, allá al otro lado del mundo, cuando no creía volver a verla. ¡Quién sabe la huella que en su amor hubiera hecho el de otra que valiese más que Flora!...

Esta perspectiva de mezquindad, aun en los sentimientos más grandes de la vida, aun en este cariño que en él había triunfado de todo, hasta del de sus hijos y de su honor, roto en una promesa, le inundó de una melancolía de caída de infinito, de una impresión de pequeñez de humanidad, en la que concentró entera la intensidad de su fantasía de poeta y el ansia pasional de su corazón, como de improviso se guarda al cerrar una linterna la luz que llenó el espacio. Pero en aquel otro tan pequeño, en aquel refugio de toda su alma, quedaba Flora como para abrasarse, como para consumirle y morir a la vez en el concentrado fuego... ¡Flora! ¡Flora! Su cabello, su cuerpo en un abrazo estrechísimo, en frenesí de placer, en delicia tormentosa de sus brazos y de su pensamiento, que la ansiaban cual el hipnotizado ansia una cosa y va a ella y sólo va a ella, aunque tenga que saltar y caer por las demás... ¡Esto era el amor! Una hipnotización que la atención inmensa o repetida a una mujer causa en los nervios, congelados tal vez en una disposición misteriosa que cierre el vibrar sensual a todo lo (pie no sea la adorada.

Y la que le hipnotizaba a él era Flora. ¡La que le había atraído como un imán formidable de extremo a extremo del mundo!... Por eso sus nervios y su pensamiento clamaban estremecerse y saciarse de ella! ¿Qué le importaba, pues, si podía olvidar?... ¡Un simple cambio de átomos nerviosos, el amor y el olvido! ¡Una vibración la vida!... Sin embargo, era muy grato vivir, y la poesía estaba allí, en la tarde serena, en el solitario campo, aprisionada como un epigrama breve y dulce en aquel traje gris de la hechicerísima amazona.

—Flora—le dijo—, ¿a qué he vuelto? ¿Para qué me emplazaste tú, y por qué te han obedecido con tan pasmosa precisión Dios o el Destino?

—Para que yo te adore—contestó, soñadoramente—. Quizá para no volver a separarnos.

—¿Serás mía?

—¡Oh!

—¿Serás mía?—repitió él.

Flora se calló. Estaba lejos el olivar, cuyos árboles se descubrían en la falda del cerro sobre la arcilla de los surcos. La llanura de sembrados, cortada por la carretera como una recta sin fin, le metió su soledad en el alma. Luciano se le aparecía más que nunca el demonio seductor y tranquilo que, al amparo de un poder oculto, teníala aislada de todo auxilio, fascinada y vencida.

—Seré tuya.

No hubo al decirlo protestas de rubor en su cara, sino la palidez y el calofrío de las firmes resoluciones. Ser de Luciano, pertenecerle, se le estaba antojando tan natural y necesario, y aun tan imposible de evitar, como dormirse cuando el sueño se le extendía por el cuerpo. Y era tal la luminosa evidencia de esto, que no comprendía cómo pudo pensar nunca de otro modo cuando habíala electrizado el amor de aquel hombre.

El suspiró, feliz. Esa era la entrega de voluntad, tranquila y absoluta, que había ambicionado siempre.

—Volvamos—dijo Flora.

—Volvamos.

Inclinaron la cabeza y se tocaron sus bocas entreabiertas el instante que tardaron en revolverse los caballos...

Luego siguieron hacia el olivar, al mismo paso abandonado y lento.

—¡Cómo sospecharían en mi casa que estamos solos y que nos besamos!

—Ni ahí en el olivar... ¡Tu novio!

—¡Tu novio!... No me digas tu novio, hazme el obsequio. Mío no es nada.

—Aunque no quieras: oficialmente tu novio... Como es mi mujer tu hermana, siéndolo tú; y tu amigo don Gil, que es tu...

—¿Qué?—preguntó ella, asombrada del descaro.

—Que es tu padre—concluyó Luciano, con tanto convencimiento indiferente, que se limitó Flora a bajar los ojos—. Y mira: de tu padre, de tu novio, vengo guardándote yo, tu amante. ¡La vida es una mascarada divertidísima! La única que en este embrollo me resulta suegra de veras es tu madre, porque es mi suegra dos veces... Y me gusta más la segunda.

—Eres malo.

—No sé si me voy volviendo un poco; pero no hacía ahora más que instalar mis pensamientos en tu alma. Sin esto no valdría gran cosa el amor.

—Hablemos de nosotros. ¿Qué piensas hacer? ¿Estarás mucho tiempo aquí? ¿Te vuelves a Colombo?... ¿Por qué no te quedas en España?

—Ignoro todo eso. Yo haré lo que tú me mandes, y para meditarlo necesitaremos la soledad de una noche y el descanso de tu seno... ¿Cuál va a ser esa noche, di?... Cuando te acuestas siento tus pasos y tus botas caer... Luego imagino que se podría abrir la bóveda como un cielo de nubes y desprenderse una Venus rubia que aprisionarían mis brazos... Ve si en esto de nuestra boda toma el cielo su parte, que no sólo me guía hasta aqui, sino que nos prepara el lecho aquel donde yo te soñara tanto y en que ahora te tendré tantas veces...

—No—murmuró Flora, que se coloraba de rubor un poco—. Duermo como una prisionera. Mi madre cierra las puertas.

—Se abren.

—Y despierta cien veces.

—Se la duerme.

Parecía reflexionar.

—No, no... Otro medio... Quizá haya otro medio...

—¿Te acuerdas de mi madre Reyes?... Se puso buena y fué al campo conmigo. Yo tengo confianza con mi madre Reyes...

—¿Y qué?

—Que es la única persona a quien he podido hablar de ti... y se lo conté todo, ¡Ah, yo me ahogaba! ¡Para hablar, para pronunciar tu nombre con alguien!

—¡Eso es una fortuna! ¿Nos veremos en su casa?

—No sé; temo que no, porque me riñó y se enfadó mucho al principio, si bien después se interesó como yo misma y charlábamos de ti siempre. Pero es muy mirada ella y... En fin: está en un pueblo, con su hija, que se ha casado: vendrá en un par de semanas, la sondearé... Allí sería fácil vemos, porque yo saldría con ella del hotel, irías tú anochecido... y no hay miedo que mi madre se preocupe de mí mientras esté con madre Reyes. Cuando más chica he dormido en su casa algunas veces...

—Háblala. ¡Oh, pronto!

—Así que venga. ¡Ahora, que es tan atroz esto que voy a proponerla! No sé, no sé... ¡Los demás no entenderán que debo ser tuya, porque soy tuya y no seré más de nadie!

Luciano estaba trastornado de felicidad. Todo se presentaba mejor que jamás habría esperado.

—¡Qué dichoso soy, Flora mía! ¡Yo que hace pocos días hubiera querido matarme!

—Te vi de desesperado que me diste miedo. Amparo dice que te dió otra vez en Barcelona. ¿Qué es eso entonces?

—Por ti—suspiró Luciano.

—Lo creí también, y lloré. ¡Pobre Bismarck: te recetó no sé cuántas cosas, igual que a mí la otra vez!

—¡Cuánto he sufrido!—exclamó el joven, con la mirada en el suelo, en la alucinación de su pasado infierno de tristezas.

Y como llegaban al portillo del olivar, se inclinó Flora para decir en voz baja, trémula, como un secreto que los árboles no pudieran llevar de uno en otro hasta don Gil y Angel Luis, que esperaban en la casa:

—Así seremos más avaros de dicha comprada a tanto precio. ¡Tu esclava te resarcirá!

Poco después volvían hacia el pueblo, mas no sin tomar antes sobre los caballos unas rodajas de salchichón que tenía Angel Luis preparadas. Estaba contentísimo. Las colmenas, según don Gil, tenían colocación excelente, y sólo hubo que rectificar dos. Fué hablando de ellas mucho rato, mientras Luciano, que le había dejado entre él y la amazona, se perdía en un silencio de ilusiones.

—¿Sabes que estás guapa con el airecillo del campo?—dijo don Gil, que miraba su gallardía. Y continuó de pronto:—¡Eh, amigo Luciano! ¡Una deuda!... Usted es un faltón que el año pasado me prometió hacer un gran retrato de la señorita Flora, ¿no es verdad?... Pues esta vez no se escapa. Un retrato, de amazona, de cuerpo entero. Hoy ha probado usted que su brazo no le estorba y que su cabeza está fuerte...; ya veremos si mañana le llevo a usted o no preparado el lienzo... la pintar! Están ustedes más que haraganes.

Flora y Luciano se miraron y se sonrieron. He aquí sus sesiones de pintura otra vez. Queriéndolo don Gil, ya se conformarían Amparo y doña Salud, y tendrían retrato para tiempo. ¡Decididamente aquel hombre se instituía en secreta Providencia de los dos!

Sin embargo, Luciano le advirtió “de la posible resistencia de Amparo, porque como el médico había prescripto el descanso, se figuraría ella que pintar podría perjudicarle”, siendo así que, al revés, le entretenía, Don Gil dejó a su cuenta vencer el obstáculo.

Llegaban al pilar. Suponiendo el amable señor que la mimosa y adorada niña quería lucirse y que no encontraría muy decorativo el matalón que él montaba con una silla vieja de pellica de carnero y unas riendas retorcidas y llenas de telarañas, se detuvo, para ir derecho a su casa, y los dejó enfilar los callejones, rodeando a fin de cruzar luego el pueblo. Ella en medio, a su derecha Angel Luis, como un ganadero rico, y al otro lado Luciano, distinguido como un sportsman digno de la dama; los había visto adelantarse al trote, sobre la nube de polvo que arrancaban los caballos.

En la plaza se encontraron los tres jóvenes a Augusta, y luego en la calle Real a Nieves y Lucía Tournell, que iban a la novena, y los saludaron con envidia. El ruido de los cascos en el empedrado hacía asomarse a la gente, y el paso por delante del casino fué un acontecimiento. Luciano se desvanecía viendo la carilla triunfal de Flora, inundada de sonrisas y de condescendencia de princesita, tan derecha, tan desatendida de la extraña curiosidad, al parecer, con las finas bridas sobre la rodilla y el látigo caído desde su mano de nieve hacia el gran vuelo ondeante de la falda...


Tenía razón Luciano suponiendo que el proyecto del retrato sublevaría a su mujer y a su suegra. En cuanto de ello habló don Gil en la camilla, saltaron las dos:

—No. Luciano no pinta.

—Flora tiene que coser.

Pero don Gil, que ya estaba “advertido” del temor de Amparo, y que tenía su composición de lugar acerca de la manía de “la otra” a las pinturas de la muchacha, las miró a ambas reposadamente, con su tenacidad de dominador inalterable:

—¡Mañana se empezará!—le afirmó a su querida, con una mirada en que se turbó un instante el sereno verde de sus ojos. Y como no necesitó más para verla humillada, añadió, bromeando:—¡Qué diablos de costuras! ¡Eso las costureras y las señoras mayores, como usted!

En cuanto a Amparo, le costó algunos razonamientos y zalamerías; pero ya aliada en contra de ella su madre—porque temió de su irreflexión alguna imprudencia al defenderse acosada—, y habiendo oído decir a Flora “que no quería tampoco, porque no tendría paciencia para estarse quieta”, acabó de ceder cuando oyó lamentarse así a don Gil:

—¡Está bueno el retrato!... El pintor que se resiste por perezoso, la modelo por impaciente, tú por no sé qué, y la señora mamá por las agujas... Basta que sea empeño mío... ¡Gracias, señoras, muchas gracias!

En el reproche burlonamente cortés de estas palabras traslucíase bien clara la contrariedad de don Gil, poco acostumbrado a tan grandes esfuerzos para tan pequeños deseos. Luciano había discretamente desaparecido desde que empezó la discusión. Amparo, que había creído aquella idea de él, encontró desmantelado el principal baluarte de sus preocupaciones cuando supo que “también se resistía”. No obstante, quedó don Gil desairado en esta primera refriega, y nada hubiera vencido el tesón de la joven a no ser el tesón más suave, pero más voluntarioso, de don Gil, que volvió a la carga al despedirse.

—Sí, mujer—terminó su madre, intencionadamente—. Que pinte. La sala de arriba no es fría para él; mas por si acaso, se llevará el brasero y coseremos allí.—Y aun añadió, invocando una razón última y de tal fuerza que ante ella no pudiera evitarse que se hundiera el mundo:—¡Es un capricho de don Gil!

Flora sonrió. Conocía a sus parientas para creer que les durase mucho la voluntad de estar de centinela. Un poco de habilidad, y no tardarían en quedarse abandonados a la soportable guarda de María la costurera, como antiguamente.

... Y así fué. Enviado por don Gil al otro día el bastidor de lienzo, se empezó el retrato por la tarde bajo la fiscalización de doña Salud y Amparo, establecidas estratégicamente con sus labores, sin abandonar el salón un minuto, excitándose por señas rápidas la vigilancia cuando una u otra se ausentaban; al día siguiente sólo estuvo Amparo; y al tercero, absorbidas por no se sabía cuáles profundas tareas allá abajo, no fué ninguna—limitándose la esposa cándida a subir en dos ocasiones de puntillas y a escuchar en el dintel antes de entrar. Pero Luciano la avergonzó a la segunda vez con mi gesto de resignado y amargo desdén, y no volvió a hacerlo.


Pocas tardes después recibía un alegrón Amparo. Los periódicos traían noticias telegráficas de haberle sido concedida a Luciano por el Gobierno inglés la banda de San Jorge, cuya importancia se encomiaba debajo del telegrama, insistiendo en solicitar del Gobierno español para el “héroe de Gales” la gran cruz del Mérito Militar. Y como la suerte sopla a rachas, también llegaba de Bilbao una letra de ciento treinta duros, sueldo de diciembre, que a tenor de los de Europa le asignaba la Compañía al nuevo ingeniero subinspector mientras permaneciese con licencia...

Un grande honor y un buen puñado de plata que acabaron de entregarla completamente a la confianza de su marido, tranquila con respecto a lo demás por Angel Luis, de quien parecía apasionadísima Flora por las noches.

II

Quedaban, pues, con la comodidad y la libertad de otra época, pudiendo hablarse a su antojo y besarse cuando querían, sin más que ir Luciano a “corregir la postura de la modelo”... cosa que previamente se advertía en alta voz para engañar a aquella muchacha que cosía al otro lado de los cristales y que maldito lo que hacía caso de nadie. Las primeras tardes les preocupó el pasado, la ausencia. Ansiosa Flora de sumar a su adoración todo aquel año de martirios del amante en la agreste soledad de un mundo espléndido... Pero como estas evocaciones llegaban siempre al dolor vivo de la carta de Colombo y a la desesperación sombría del viaje, bien pronto acabó prohibiéndolas Luciano; y respetó ella su decisión, como echando un velo sobre el triste pasado, que se debía olvidar.

Medía el retrato un metro y aun parecíale pequeño al artista, que hubiese querido obra para su vida entera. ¡Qué dulce trabajo de sus manos, de su corazón, de su cerebro, de su ser...; qué dulce trabajo que le permitía, al fin, saciarse de mirarla, de desmenuzarla, de analizar y escudriñar los tesoros del color y la infinita gracia de las líneas!...

Flora toda la noche durmiendo a tres metros de él, sentida a cada vibración de su cama en la bóveda; Flora delante en el comedor; Flora en su ocupación de todo el día...; Flora siempre, envolviéndole en su risa, en sus besos, en sus palabras de armonía de cristal, en su luz suave y en su aroma. Aquella Flora que iba a arrojarse pronto a sus brazos en la donación de su carne. ¡No habría soñado más la ambición inmensa del poeta!

Hasta le perdonó su torpeza del novio, que venía algunas veces a verle pintar, y dijérase que espolvoreaba la gran felicidad de los amantes con la cierta tenuísima pimienta de perversidad desprendida del candor con que por la tarde se aburría junto a los dos y por las noches tomaba la limosna de conversación de la traviesa rubia, mientras que ella por debajo de la camilla daba a Luciano su amor en la presión apasionada de la mano, del pie...

—¡Ah, mira! Anoche me pusiste encamada. No has de ser trastolero, ¿sabes?

Luciano habíala tenido aprisionada una pierna entre las suyas y la mano entre la media y la piel.

—No me gusta eso. Además, mi madre puede bajarse a mover la lumbre... Como lo vuelvas a hacer yo sabré estarme con los pies quietecitos en mi jurisdicción, para que no los cojan esas manos que parecen guardias civiles.

—Porque tus pies son unos ladrones que se me escapan y se me llevan tesoros de mi corazón... ¡Oh, verás cuando los prenda la guardia civil y registre toda la casa!

La actitud de la modelo se perdió, porque, encendida por esos simbolismos, bajó la cabeza, murmurando con una sonrisa que dejaba rozar las palabras en el borde de los dientes blancos:

—¡Quizá un gran desengaño!

—¿Por qué?—preguntó él, inquieto. Creyó que aludía a las prometidas entrevistas, y ni en broma aceptaba la vacilación—. ¿Cuándo viene madre Reyes? ¿O es que desistes tú?

—No es eso—contestó Flora.

Y jugando con un pliegue de su falda de amazona, añadió con la humildad de una sierva:

—Mi madre Reyes viene dentro de seis días, y yo la hablaré... y nos veremos. Es que, por lo mismo, pudieras llevarte un desencanto...

—No te comprendo, Flora.

Estaba en ese instante seductor de las femeniles confidencias íntimas, que hay que sacar a tirones. Luciano, muerto de curiosidad, repitió:

—No te comprendo.

—A ti—prosiguió la delicada rubia, doblándose más en la butaca sobre las rodillas—, a ti, según tus artículos, te gustan las mujeres hermosas.

—¡Como tú! ¡Bueno!... Es decir, sólo tú.

—Y yo no soy hermosa... Lo era cuando me conociste, de chiquilla... Pero ahora... estoy muy delgada...

¡Adorable ángel!... Luciano se echó a reír con tal ternura que se le saltaban las lágrimas. ¡La pobre esclava temía que no fuese bastante espléndido el regalo de belleza regia para el dueño idolatrado! ¿No era en la lindísima chiquilla semejante temor, que debió de atormentarla mucho, puesto que decidióse a confesarlo, el temor infantilmente sublime en las mártires antiguas de no ser bastante dignas del Señor todavía? ¿No era esto su confesión de adorarle como a un dios?... ¡Imposible posesión más completa de un corazón ni triunfo de pasión más absoluto!

Y el poeta—que había vuelto a surgir en la alegría de la vida tuvo una visión clara de la humana religión de amor que definitivamente sustituiría a todas las religiones cuando los hombres supieran hacerse amar como él de Flora, de la vanidosa de su belleza, que de su belleza incomparable dudaba, como excelsa ofrenda de aquella gentil chiquilla resplandeciente de divinidad en su ideal sensualismo. Tal hubo sido el vuelo de su fantasía hacia las celestes serenidades de su filantropismo, que, sorprendido de ser lanzado tan lejos de la voluptuosidad carnal por la voluptuosidad aparentemente nimia y egoísta de la apasionada niña, tuvo que hacer un esfuerzo para recobrar su acento ligero de picaresca galantería. Fué el dios, dignándose descender y hablarle en su lenguaje mundano a la creyente; el dios convertido en adorador, hecho hombre, con un destello no más del infinito amor dejado en los espacios. Contempló un segundo aún los rojos labios de Flora, donde la tentación se velaba con la pon risa amarga, y dijo:

—Tú eres una estatua. Pero una estatua de seda... Yo... sé bien la desesperante hechicería que me ofrecerá tu cuerpo entre encajes, como el de una Venus rubia sobre el hueco de una ola. Querré entonces que te duermas, para contemplarte embelesado... Porque es justo que se desquiten mis ojos de esta rabia mortal que les inspiran mis manos. ¡Y si supieras tú qué de cosas buenas les han contado ya mis manos a mis ojos!

Oyendo estos delicadísimos descaros, que adulaban su oído y convertían rápidamente en provocadora delicia la desconfianza triste de su sonrisa, se acordó Flora del pantalón de Magda. ¡Qué superior arte poseía Luciano para idealizar todos aquellos atrevimientos que nunca pudo ella imaginar, desprovistos de brutalidad asquerosa!...

—Pero se conoce que no te han querido más que mujeres gordas—continuó, poniendo ya un poco de ironía y de triunfo en su tono—. Casi todas las que describes son buenas mozas, y especialmente de seno alto, abultado, exuberante... ¡como Magda, vaya!... Y yo te voy a dar un chasco regular. Parezco una sabandija... una chiquilla de catorce años... Presque rien!... Tú verás...

—¡Como las estatuas!—exclamó Luciano, que necesitó apoyar el codo en el caballete; porque esta vez sí sentía oleadas de fuego, encendiéndosele a los eróticos punzazos de aquellas palabras, disparadas como saetas desde la adorable ingenuidad ruborosa de una virgen.

—¡Eso no lo saben tus manos todavía!—añadió ella, implacable.

—¡Por favor, cállate... o ahora mismo lo averiguan!

Y tuvo que callarse, en efecto. La costurera apareció un momento, buscando un ovillo de hilo por las sillas.

Cosas más graves tenía que preguntar Flora. Cosas en que no había pensado hasta ahora que iba decididamente a exponerse a ellas. Tras un ruboroso silencio, añadió, tímida:

—Yo digo que es un disparate lo que proyectamos, ¿sabes?

—¿Cómo?

—Suponte tú que salvamos todo, que mí madre Reyes... quiere, y que nos vemos allí... Pero, ¿y después?... ¿Y lo que puede ocurrir después?

—¿De qué?

Estaba confundidísima.

—De... ya ves tú... de... ¡Figúratelo! De... lo que no podría ocultarse...

¡Oh, ya!... Luciano la tranquilizó completamente. Esto no debía preocuparla, ¡bah!...

¿O iba él a exponerla al escándalo?

Y obligado por el candor o la malicia de la chiquilla (no pudo determinarlo), tuvo que dar explicaciones difíciles, con rodeos discretos, asegurando que, como en el mundo hay sabios para todo, también los había habido desvelándose por el triunfo del placer sin consecuencias.

Unos cómplices de la Naturaleza, aquellos sabios, contra la tiranía social y las cadenas de la pasión... Si no, u... tantos amantes no hubiera, pues cada cual temería que el suyo se descubriera...”

—¿No has tenido nunca hijos de tus amantes?

—Jamás.

—¿Porque ellas no querían?

—Porque no quería yo. Me horrorizaba pensarlo... Pero de ti los quisiera, Flora mía; un hijo de ti y de mí, que me asegurase tu cariño para siempre... ¡Si fueses valiente tú! ¡Oh, el hijo de mi Flora!

—¡Por Dios, no!... Júrame que no... ¡No puede ser eso! Y prométeme también que no volverás a salir de España, porque después de la locura que voy a hacer no quiero dejar de verte. A cualquier población donde vivas iré temporadas. ¿Ves como yo tenía razón al afirmar que Amparo lo olvidaría? Continuando sin buscamos en el piano, sin mirarnos y sin las imprudencias del año pasado, de quedarme abajo cuando subía a acostarse mi madre, seguirán confiando; y mi hermana, la pobre, volverá a quererme, y aún más que antes... ¡Parece mentira cómo me has vuelto el juicio, que ni remordimientos siento por el daño que le hago... que le voy a hacer! En fin, ¿me prometes eso?

—Desde luego. Y me quedaré en España. Pero debías irte a Bilbao, con tu madre, a vivir allí. ¡Qué fácil en una población vemos!

—¡Como Madame Bovary!

—Con una criada de confianza que te acompañase, Violeta.

Sonaron pasos.

Angel Luis, que entraba.

Entonces era cuando el retrato adelantaba algo, aquel diablo de retrato que no permitía a la joven moverse ni para contestar “al novio”, y que desesperaba al mísero pintorzuelo, que tenía dentro un crítico severo. Lo hubiese roto Luciano mil veces, a no ser por el irreemplazable motivo que constituía para sus conversaciones y por el entusiasmo de Flora, que se encontraba guapa, reproducida con su traje gris de amazona, un poco en actitud de chiquillo malo en aquella silla alta y fina, en cuyo respaldo cruzaba las manos, pendiente la fusta y arrebatadas las mejillas... El pintor perseguía a través de la torpeza del pincel la sonrisa que veía jugar en su enamorada modelo al fuego dulce y lento de su charla. Sonrisa difícil, de la boca sola, con una cándida atención inmensa y seria de los ojos; sonrisa infinitamente tenue, de ángel que se convertía en mujer... Además, Flora, en estos días del retrato se demacraba con la misma demacración amorosa que la hubo embellecido tiempo atrás, cuando pasó una semana enferma... Una gran rosa blanca languideciendo al sol que le arrancaba la miel y el perfume...

Pero se oyó una tarde, abajo, la voz fresca y escandalosa de alguien que saludaba a la familia. Luciano vió a Flora quedarse pálida.

—¡Ella!

—¿Quién?

—¡Madre Reyes!

Pronunció este nombre como hubiera dicho por primera vez en batalla el cadete aturdido de la Academia: “¡El enemigo!” Aquí en su casa, rodeada de estos muebles y estas paredes que contenían la historia plácida de su niñez, sintió desconcertársele y venirse a tierra el valor con que se prometió en la soledad tentadora de los campos.

Y... ¿no fué la Providencia?... ¡Madre Reyes volvía a partirse aquella noche, cobrada una deuda, y no volvería hasta marzo! Flora se alegró, y su mal disimulada alegría de cobarde irritó a Luciano, quien formuló esta voluntad en cuanto se quedaron solos:

—Pues bien... ¡Baja!

Esto no podía ser. Imposible, imposible con su madre allí enfrente, imposible... Y se mostraba fuerte, aduciendo razones que, a su parecer, no tenían réplica.

—Ya ves, salir de ahí, de junto a ella, y con el sueño que tiene... Y esa puerta del salón que la cierra por dentro... ¡nos cogerían! Además, en esa mesa queda la lamparilla encendida... ¿Quieres tú un escándalo?

Mas no la escuchaba Luciano. Tiró al fin la paleta y los pinceles, se acercó y la dijo:

—¡Baja! ¡Sin escándalo o con escándalo... o te prometo que no vuelves a verme!

Su acento aterró a Flora, que le miraba, y en cuyos ojos vió él morir cuajada la energía, en una opacidad de tristeza, como la de dos gotas de cera verde al enfriarse.

—Pero... ¡cuando vuelva madre Reyes!

—¡Esta noche!... A la una. En cuanto se duerma tu madre... ¿Qué?

Ella intentó darle un beso para vencerle como otras veces con la dulzura mortal de sus labios; pero él la rechazó y se dirigió a la puerta, impasible, después de mirarla con infinito desprecio.

—¡Yen!—murmuró ahogada Flora, cruzando las manos. El se acercó de nuevo.

—¿Irás?

Libraba la voluntad de la niña violenta batalla entre el amor y el miedo a un escándalo. Habíase apoderado del brazo del amante y le retenía, apoyando la cara contra él.

Por fin la recorrió una convulsión de frío, y dijo:

—Mañana; te lo prometo.

—¡Esta noche!

—Mañana—replicó ella—. Tendré que preparar esas puertas, esos pasadores... con aceite.

Luciano admiró la precaución, y al darla un beso en la sien, porque ella escondió la cabeza entre los brazos, sobre el respaldo de la butaca, pudo observar que estaba helada y que la sacudía un sollozo nervioso que la hizo llorar, por último, largo rato. ¡Misterio de mujer! ¡No se concertaba muy bien aquella previsión de experta y este aniquilamiento indudable de su candorosa voluntad destrozada!... Su emoción de trastorno era tal, que tuvo Luciano que dejarla para que se ocultara por cualquier rincón y no la viera su madre, si subía... Le asaltó el temor, casi la evidencia, de que otra vez como aquel día del paseo pondríase enferma... ¿Iba entonces a estorbar siempre a sus ambiciones el pudor invencible de Flora?...

Mas, no. Aunque ella cenó poco y estuvo muy triste toda la noche, Luciano sólo la observaba una languidez de niña a quien le ha ocurrido una desgracia y se deja consolar. La libró de escuchar al novio leyendo alto, durante la velada, doloras de Campoamor, mientras oprimía delicadamente con el pie, desnudo de la zapatilla, el pie diminuto de su rubia...


Al día siguiente no pintaron. Estaba en revolución la casa entera. Doña Salud se llevó la tarde arreglando con las criadas el salón alto, y Amparo con Clotilde sus habitaciones. Unicamente Flora había librado las suyas, diciéndose un poco indispuesta y aislada en ellas del hotel, encerrada por dentro. Cuando anochecido encendió las bujías del tocador, pudo verse que remaba allí un desorden completo de desvestimiento, con las ropas por las sillas, tiradas las medias junto a la jofaina, y el jabón que humedecía la alfombra, en el rincón esparcida la enagua, al pie de un corsé y unas tijerillas de bordar...; se veían llenos de agua jabonosa los cubos del lavabo y en plena anarquía la legión de cepillos, polveras y frascos de esencias, cuyo olor dominante, el preferido violeta, flotaba con pesadez en el aire de esta habitación, cerrada desde las doce.

Es que la mañana, y más calmosamente que nunca, fué dedicada a una de aquellas largas toilettes de la gentil rubia, que empezaban en el baño con Florida y concluían en el tallado de las uñas de las manos, luego de pasar horas largas en pulirse y perfumarse de la cabeza a los pies. Del misterio de su cómoda salieron prendas nuevas, que ciñó voluptuosa a su piel limpia.... sutil el tacto de la seda en las piernas y de la batista fina de la camisa hecha en un día por la costurera con bizarro modelo de Le Courrier de la Mode...

He aquí por qué al quitarse ahora el vestido aparecía una elegancia de ropas interiores singularísima. Confusa ella misma por la ola de encajes que le desbordaba el canesú por los hombros, surgiendo del corsé como la corola picoteada y blanca de un clavel, cubrióselos con la toalla antes de sentarse al espejo.

Un peinado de dormir iba resultando entre sus brazos enarcados; pero admirablemente hecho, en la sabia concurrencia del peine, de las tenacillas y de los propios dedos corrigiéndolo todo. Dos bandas rizadas a canalones, tapándole las orejas, y un nudo atrás, flojo. Total, tres horquillas. El cristal, reflejándola llena de luz, decíala que hacía su belleza, este peinado de perezosa, más viva, más intensa, más prometedora. El dorado cabello, por otra parte, cayéndole desde la sien a punto de tocar el ángulo de sus ojos verdes, le ocultaba ligeramente los pómulos y los carrillos, cosa grata a su manía eterna de tener la cara un poco ancha, como si de la niña hermosota que había sido no se hubiera borrado aún en la joven esbelta de veintitrés años...

Al levantarse del tocador se encontró frente al gran espejo del armario. La toalla se le había deslizado de los hombros, y se vió entera su desnudez lujosa, con la faldilla corta de raso celeste que dejaba al aire los tobillos sobre la bota de charol, con el corsé pequeño, en cu va negrura brillante rebosaban los encajes de que emergían los brazos y el cuello de rosada blancura, con las crenchas rubias abrazadas a la cara pálida en dos ondulosas valvas de oro... Y se paró, contemplándose un instante. Y tembló cobarde, y fué en desaliento repentino a sentarse en el sofá.

Se avergonzaba un poco de sus sedas y sus encajes. Analizaba delirante sus impresiones por un empeño de convencerse de que no era la voluptuosidad lo que la había hecho ceñir a su cuerpo este lujo de amorosa. Un artista quien la esperaría, he aquí todo. Estaba vestida como le había dicho él cien veces que se vistiera: “Tú, muchos lazos, muchos encajes... Y ella, pasiva siempre, le obedeció. Iba a entregarse. ¡Qué singular languidez de fiebre! Sentíase toda la piel fresca, y la frente y las palmas de las manos le abrasaban. A ratos, la pesadez de sus párpados durante la tarde habíala hecho creer que iría a dormirse; pero no: el corazón le latía de prisa, tenía sed y no podía estarse quieta. Además parecía que se le olvidaba respirar, y suspiraba. No había un solo átomo en su cuerpo que no estuviese vibrando.

¿Por qué prometió esta locura? ¿Lo deseaba ella?... Más bien tenía miedo; un terror que le recorría los nervios y le hacía temblar la boca y cerrar los ojos cada vez que pensaba en la medianoche. Y, sin embargo, la resolución era firme: no había pensado en más desde veinticuatro horas antes, y se pasó la mañana engalanándose con prolijos cuidados de cariñosa que quiere dar su belleza en todo honor. Desearía que un incidente cualquiera viniese a estorbarlo... aunque estaba cierta de que después lo deploraría y echaría de menos esta infinita agonía dulcísima en que iba acercándose el minuto en que se inflamase su vida, ¡Espantos y temores de intensidad desconocida de emoción!...

Algunas veces le cruzaba la espalda una ráfaga de fuego... de fuego del corazón, de fuego del alma, pues lo que advertíase Flora era un ansia de abrazar llorando, de fundirse al amor de su Luciano, de su poeta... pero de abrazarle sin brazos, en el aire, como en sueños.... porque al pensar que su cuerpo desnudo tendría que ser estrechado por él, un desfallecimiento de miedo la invadía. Y, sin embargo, sí, ansiaba esto, todo el amor, que se apoderase de ella por encanto, sin que él supiera que ella lo deseaba y lo advertía...

No sabía, en fin, lo que pensaba; estaba loca. Un ansia de su ser, pura y grande, un deseo de morirse esta noche...

Se levantó al fin, corrió a la cómoda, sacó un collar de tres hilos de gruesas perlas, se lo probó al espejo, sonriente... lo volvió a meter en su estuche de terciopelo y guardó el estuche en el bolsillo de una falda que estaba en el sofá. Capricho suyo de Lisboa, y don Gil se lo compró en diez mil reales y se lo entregó, diciendo: “Para cuando te cases.” Desde que llegó Luciano la había preocupado el collar y había encargado las camisas del figurín a la costurera. Luego se empolvó la cara y los hombros, sin glicerina; se tocó con carmín la boca y se vertió medio pomo de violeta por la camisa. Con la punta del pañuelo se frotó los labios hasta que dejaron de teñirlo... Acostaríase con medias, con falda, con corsé para no tener que tardar luego, y primero que su madre; escondería el collar bajo la almohada, cuando su madre durmiera...

Seguía sintiendo gran frío, aun después de haberse puesto un elegante traje de rayado tricot ceniza; por lo cual, antes de salir fué a la percha por una pelerina de pelús grana forrada con piel de marta, y se la echó por los hombros.

Abajo estaban a oscuras las salas, y como se oía hablar hacia el despacho, entró en él.

Presenció un espectáculo que le pareció el más singular del mundo.

El cuarto que se había limpiado era el de Luciano, y entre Amparo, don Gil y Angel Luis—que llegó poco antes y se brindó francotamente a la faena—concluían de armar la hermosa cama dorada en que horas después iba a celebrarse el gran desposorio de amor.

—¡Aquí tienes, trabajando Angel como un león, no ése gandul!—exclamó Amparo, señalando a su marido—. Ya hemos puesto también mi cama.

El amable muchacho no quiso consentirle el trabajo de prender travesaños y barretas a Luciano, cuya herida del brazo (completamente cerrada ya, a pesar de los vaticinios de don Roque) pudiera resentirse.

Mientras Clotilde, encaramada en una silla sobre una mesa, colgaba al gancho del techo las cadenas de una lamparita, de la que tenía doña Salud el depósito de aceite de oliva, y la bomba de grueso cristal caramelo con ochavas y rosas pálidas pintadas, entre la reja de la cama se veía a don Gil y Angel Luis, con las piernas metidas en los cuadros de los travesaños, torciendo trabas con las llaves inglesas, operación que hacía acudir a Amparo con el quinqué sostenido en alto para alumbrar donde era conveniente. Luciano, recostado en la cómoda, al extremo del gran dormitorio, presenciaba la operación como bajo el peso seductoramente abrumador del destino, que parecía dirigir todo aquello. Amparo no quiso que salieran de allí hasta que viesen lo bonita que iba a quedar la cama con una rica colcha de damasco azul pálido, que ella había traído de Colombo. Era que, revolviendo las arcas por primera vez, había sacado mil monerías con que inundó la sala, y entre ellas la lámpara y la colcha; y tuvo afán de ponerlas para lucirlas unos cuantos días.

Ningún sitio mejor que la anchurosa habitación y la hermosa cama de testeros labrados con angelillos de bronce.

Al fin quedó puesta y se encendió la luz, buscando el efecto. Mandó llamar a Dolores Júver para que la viese también, a más de Magda, que había llegado poco hacía, y a las criadas, haciendo notar a la claridad rosa de la bomba las orlas de seda, que aparecían con un tinte violeta...

No pudo Luciano resistir más, y escapó del hotel devorado por la impaciencia, que necesitaba entretener hasta medianoche, y dolorido casi por los rigores de complacencia burlona con que la suerte abatía ante él y Flora todos los obstáculos, sembrándoles el camino de la ambicionada gloria con los cuerpos y las sonrisas de los pobres esclavos, como al paso de los romanos vencedores. ¡Qué compasión le inspiró esta horrible ironía que la suerte deparaba al novio!... Una ventura ya superior al corazón del poeta, una felicidad para el egoísmo de los dioses, un triunfo soberano e infinito del Amor sobre todo y sobre todos. ¡La fatalidad, en su mujer representada, haciendo desfilar el mundo de cándidos, tontos e hipócritas por delante de su regia cama de boda!...

Y recordando al alejarse por la calle los atroces sufrimientos, se preguntaba si no habría querido su estrella hacerle agotar el dolor precisamente para que apreciase más toda la felicidad que ahora le brindaba.

Nunca halló tan fácil vivir. Parecíale que el deseo le arrojaba el tiempo y el aire y que su esperanza y su pecho los devoraban con alegría. Desde la terraza del casino, por el frío desierta, miró un rato la noche tranquila. Brillaba el cielo, su lucero también, en lo alto, al extremo de la constelación en triángulo, allá sobre el hotelillo de Violeta... ¡Y él había querido morirse! ¡El hubiera dejado tanta dicha ahogarse y tanto amor en el mundo! Habló con todos y encontró interesantes los periódicos. Con Pazos jugó al billar, y le causó contento perder. Tenía desgracia al juego. Si el refrán era cierto, merecíala bien su gran fortuna en amores.

Luego, a la luz del farol de la esquina, vió cruzar a Amparo con Clotilde. Corrió a unirse a ellas. Quería avisarla que no le esperasen, porque cenaría con Jacinto Rivera y Primitivo en el casino. Pero no sería hasta las ocho y media, y se empeñó Amparo en que la acompañase a casa de Antonia Antón, adonde iba. “No cumplía con nadie él...”

Allí estaba Augusta, que un poco maliciosa, y quizá también algo compasiva (se interesaba por todos los amores desgraciados, como el suyo a Primitivo, y suponía desgraciado el de Luciano a Flora), se llevó al ingeniero al piano y le proporcionó una sorpresa: tocaba Sur l’eau. Amparo y Antonia se perdían en una conversación de señoras formales. El marido de ésta se hallaba en un viaje.

No tenía Augusta el papel ni había querido prestárselo Flora; pero, a fuerza de oír los valses, los aprendió al oído. Bastante mal. Luciano la corregía. Eran más sentidos.

—¡Oh, más sentidos!

Y de Flora hablaban. La tachaba la hermana, del fotógrafo de vanidosilla y egoísta, si bien podía serlo por bu talento y su belleza. Se quejaba. Reproches tristes de buena amiga. Tocando y charlando a un tiempo, daba a Luciano aquellas notas que sabía que le eran agradables. Y así, de confianza en confianza ella, pues tenía excelente idea de la discreción del ingeniero, cualidad muy de estimar por la mujer prudente—y él de compasión en compasión—, confesábase a Luciano la más infeliz de la tierra; y Luciano, caritativo en la gran dicha que le anegaba y que le revestía de un aplomo extraño de dominador, la adulaba dulcísonamente, con elogios tranquilos, y al parecer convencidos, a sus ojos y su pelo negro, a la tristeza atrayente de su ademán y al alma herida y noble que la adivinaba... Su ventura era tanta y le hacía tan generoso, que hubiese deseado derramarla sobre el mundo entero, sobre esta infeliz muchacha contrariada, principalmente. ¿Por qué no resplandecer para todos, como un sol, la dicha de amar y ser amado? ¿A qué pobres mujeres tristes?... Le invadía, ante la falta de belleza de Augusta, una inmensa piedad, que subsistía a la admiración, y se esforzaba realzando los leales escasos méritos de la joven, para huir lisonjas que habrían de resultar huecas o irónicas a lo que ella misma sabía que eran defectos más bien.

Con gratitud peligrosa le sostenía Augusta miradas largas, en que los ojos expertos y osados del poeta leían ofertas atrevidas. Acaso la infeliz no se hubo sentido jamás tan sinceramente admirada, y aparte de eso, una halagüeña y punzante rivalidad con Flora la seducía—con Flora, la preciosa indiscutible... Al despedirse contestó expresiva de más la presión de mano del galante amigo, quien se llevó la certidumbre de que pensaría en él.—¡Seducción de lo prohibido! ¡Pobres ingenuas!...

Dejó seguir a Amparo con Clotilde desde la plazoleta del casino, y se reunió, en un cuartito, a Primitivo y Jacinto, que le esperaban.

Convidó a champagne y bebió poco. El cognac del café le aturdió un rato. Nunca le habían visto tan ameno y simpático. Jacinto Rivera, derrochando la gran mirada de cariño y la vehemencia que ponía en todo, declaró a los postres que “con una música, una botella y un amigo como Luciano”, se consideraba feliz.—Primitivo, celoso siempre, hizo constar que eso era casi el Brindis de Ayala: “Una botella, un amigo y una rubia como ésta”... y aún él necesitaba más de una y más de dos, tratándose d hembras, “porque era polígono...”

¡Polígamo, hombre!—rectificó, riendo y vengándose, Rivera.

Entonces brindaron también. Primitivo y el secretario por todas las mujeres, Luciano por las rubias... Pero Luciano miraba el reloj a menudo, y los abandonó á las diez, sin que hubiera modo de detenerle, cuando precisamente la expansiva alegría del vino en los otros llegaba al colmo... Se le despidió con la copa en alto, abriendo la puerta Jacinto, con una reverencia:

—Onorate Valtissimo poeta...

Y esto sí que le fastidió a Primitivo, que no sabía si estaba bien o mal, ni de dónde era.

III

El hotel parecía dormir bajo el imperio del silencio. Horas del interior de una casa cerrada y quieta, en que la vida se refugia en la respiración de los tendidos cuerpos, mientras que un soplo de eternidad tiembla por cada rincón de las salas y los corredores vacíos... Luciano esperaba, esperaba... en aquel lecho fastuoso, en aquel aire perfumado, con el libro abierto, donde leían sus ojos nada más; pero pasaba páginas sin saltar ni una letra—fijo su afán en la puerta que iba a abrirse al rodar blando de una felicidad de espuma y róseas carnes de amor, cuya languidez de fuego recogerían sus brazos... ¿Por qué tardaba?

Cansado de contemplar el retrato de amazona—que bajó anochecido, para mitigar la espera—, habíalo puesto contra la pared, al alcance de la mano, y aun de cuando en cuando la verde luz de aquellos ojos atraía a los suyos, en que algo así como una electricidad dormida saltaba en chispa, que el ser entero, violenta y dolorosa, le estremecía...

¡No, basta de ella, de su imagen... puesto que toda iba a tenerla pronto! Y esta idea, esta impresión del abrazo de su Flora, en aquel lecho calentado por su cuerpo y en aquella noche eternizada por sus almas, le acobardaba, desfalleciéndole de delicia con el espanto de una dicha demasiado intensa para su corazón.

¿Tendría la serenidad que él quisiera al recibirla? ¿No iba a temblar y a morirse llorando y loco de dolor, de felicidad? Para olvidar esto, desaturdiéndose del presentimiento de terror ante la bella desnudez de la mujer idolatrada, leía, leía, trémulo de pasión, sin enterarse, alumbrado por la palmatoria, a cuyo lado, en el mármol de la mesilla, mostrábanse la copa de las flores, el vaso del agua y el cartucho de bombones. Un ligero frío voluptuoso recorríale a veces haciendo trepidar los dorados testeros de la cama, y separando el libro un momento y alzando de los blandos almohadones la cabeza estudiaba el plegado de la colcha de seda que le dibujaba las caderas entre reflejos azules... He aquí un problema que le preocupó antes: si la aguardaría vestido, en la marquesina de junto al lavabo. Y hubo de decidir lo contrario, acostándose, para que le encontrase como un mimoso enfermo de amor.

Se estremecía su oído con todos los rumores de la noche... ruidos tenuísimos, fingidos en las tinieblas, de briznas de papel por el suelo, de suspiros volando, de pisadas leves que se desvanecían y de arteros rechinidos de goznes que ponían en tensión su angustia y le engañaban dolorosamente...

“Querrá estar bien segura de su madre”—pensaba siempre.

Y leía. Es horrible saber que se espera.


De pronto un ruido le hizo quedar en zozobra. Había sonado en el techo el rechinar de una cama; en seguida el paso de unos pies descalzos... Pudo seguir a lo largo del cielo raso las pisadas, amortiguadas aún más por la alfombra... Se oyó una puerta: un pasador descorriéndose cautamente...

Con el codo en la almohada, ahogándose de atención, hubiera podido verse el tremor de los latidos del corazón en la pechera de seda... Sin embargo, volvía a no percibir nada, e insistió en la sospecha de que detuviese a Flora el miedo de cruzar la casa; quizá había intentado bajar varias veces, tantas como creyó él sentirla, y en la oscuridad se extraviase. Su decisión surgió precisa: iría a encontrarla, guiado por el resplandor de un cigarro.

Se puso el pantalón y salió a la cocina.

La oscuridad era imponente allí fuera, sagrada y vibrante como la de un panteón—hostil, dijérase alerta aquel silencio y espiando cualquier sonido para agrandarlo y convertirlo en estruendo que despertase a todos...

Se detuvo en la escalera.—“¡Flora! ¡Flora!”—lanzó allí a las tinieblas un soplo de su corazón a su garganta.

Nadie le contestaba.

Gran rato permaneció con los ojos muy abiertos, tratando de penetrar hacia lo alto la sombra fría y procurando recoger el zumbido de la noche, de lejos turbado por el ladrido hueco y monótono del mastín de una huerta.

¿No habría sido Flora la que él sintió?—Quiso ver al menos la puerta del salón, y subió de puntillas, enojado por el crujir de la baranda al apoyarse. ¡Que una chiquilla no retrocediese en una excursión parecida!

Volvió a descansar en el corredor alto. Yacía el silencio más imponente aún y más amenazador en la semiclaridad que venía del salón. Enfrente vió, a través de la vidriera, la mariposa, con su bomba de porcelana, encima de la mesita Imperio. Un resplandor mortecino y tranquilo, de lámpara de sacramento, consagrada en el misterio de la noche a la virgen guardada entre cristales... Anduvo afirmándose de mueble a mueble, para aminorar el roce de los calcetines en los ladrillos ásperos, ganoso de ver si la vidriera del tocador tenía indicios de haber sido abierta. Y no; herméticamente encajada, con sus visillos rojos detrás... El salón, por el cristal, mostrábasele al fulgor de la lamparilla con los caballetes en la penumbra del segundo balcón, dispuestas las sillas según las dejaron, un poco vuelta y diríase que todavía vigilante la de doña Salud, guardando a las otras dos; como a ellos la viuda algunas tardes. Caían con un reposo solemne los grandes pliegues rojos de las colgaduras y parecía aquello contener una escena sorprendida y cuajada desde no se supiera cuándo por esa fina ceniza de la muerte que se llama el sueño, arrojada como lava de volcán todos los días sobre la vida, hasta que una vez la sepulta.

La vidriera sobre la cual estaba, causándose a sí propio disgusto con la silueta sigilosa del ladrón que debía tener su figura torva en el abandono de la casa, cerrábase con pestillo por dentro. Una manía de la viuda en el hotel donde vivían ordinariamente mujeres solas. Saliendo Flora, al verle allí daría un grito. Haríala escuchar, pues, que la esperaba.

Entonces, con los dedos golpeó un vidrio; pero tan tímidamente que no le oiría. Hizo en seguida otro toqueteo tan violento, que se alarmó Luciano.

Aun permaneció mucho tiempo contemplando el corredor anchuroso, con sus puertas altas y nuevas pintadas de blanco, cualquiera de las cuales podría un momento dejar aparecer a las criadas que por allí dormían, Clotilde sobre todo, fácil de despertar por el niño.

Y al fin, advirtiendo que el cigarro se consumía, acabó por volver sobre sus pasos, torpe, descorazonado, tropezando con las sillas, alumbrándose a fumadas escalera abajo... y se acostó en cuanto llegó a su cuarto.

De espaldas quedó bajo las ropas, a medio cubrir, en gran desaliento e insensible al frío que le atería. Sus ojos claváronse en el techo, ansiando barrenar aquel rincón impenetrable, más arriba del cual no sabía qué pensase su cobarde Flora. ¡Mucho para una niña empresa tal! Sin embargo, no podría faltar: le habría sentido y le amaba lo necesario para no arredrarse.


Por desdicha, pronto quebrantó esta confianza el reloj de la iglesia, enviando sus campanadas claras en una racha de viento que había empezado a levantarse.

“¡Las tres! ¿Era posible?”

—¡Vendrá!—afirmó su voluntad de dueño, queriendo extinguir el desengaño que ya mordía en sus entrañas de amante.

Cerraría los ojos descansando, hasta que llegase; porque se veía agotado, vencido por la sensación ya eterna de su aguardar cruel. Y caída al pecho la compasión por su dolor propio, un poco dé ira salpicó a Flora, que se lo causaba indiferente, y a doña Salud, la aventurera del amor convertida en estorbo del suyo.

¡Cuánto amaba a la mujer esta que le atormentaba ahora! ¡Cuánto por ella había sufrido y gozado! Su amor antojábasele un infinito, como la existencia misma, como si no hubiese nacido él sino para adorarla y hasta el momento mismo en que la vió un día... Tendiéndose su memoria por los recuerdos, nada más acertaba a alcanzar que sus primeras dulcísimas impresiones junto a Flora: todo lo demás habíase borrado, su infancia, su juventud...; pero esta otra limitadísima memoria de la mujer ideal, formaba por sí sola una eternidad de venturas y dolores, de vida ardiendo. Y como otras veces, con mayor ahinco en el tormento horrible de la espera, se dedicó el amante a reconstituir, instante por instante, los de su cariño, haciendo desfilar en vivos cuadros su historia toda, con el orden de los sucesos culminantes, como en la metodización de una novela que se ha leído y se recuerda. La colegiala de ojos grandes y de piernas gruesas, blanca, muy blanca... La vuelta a Alajara, cuando ya la niña era una jovencilla esbelta... El día de la pesca, con el regreso a la luna, y la noche sin sueño... El almuerzo en la siesta, el primer beso, el primer enfado; el paseo por la vía y la enfermedad de Violeta; sus luchas después, por la fuga aquella que no fueron capaces de realizar y que por cobardes los separó entonces.—Pero, igual que siempre, al llegar a los largos martirios de Ceilán, del bosque, de su morir pensando en Flora... la ingratitud de ella le irritaba, y dejó de pensar, quedando sobre la cama, inerte.

El perro de la huerta ladraba, incansable. Por la calle pasó alguien taconeando, muy de prisa; y después unos borrachos que se paraban de trecho en trecho gritando y cantando malagueñas.


De su soñolencia, a través de los párpados cerrados, vino a sacarle un resplandor de incendio. Se incorporó y vió ardiendo la arandela de la palmatoria. El pabilo se consumía en un charco de esperma.

Sólo que deseó esperar la última media hora.

Sacó otra vela del cajón y la encendió.

No comprendía que Flora faltase. Fuera inexplicable; nada anómalo había ocurrido en la noche. Vendría...—Toda su laxitud y su enojo iban a disiparse cuando la puerta dejara deslizarse una figura blanca como la ilusión de la felicidad... porque llegaría desnuda, la pobre de su alma, arrancada como pudiera del lado de su madre.—¡De qué buena gana perdonarla entonces!... ¿A qué renegarse, pues? Sucede siempre lo inesperado: el caso era no esperarla, no pensar que la estaba esperando. Creyó entonces firmemente que vendría... por lo mismo que no parecía lógico ya.

Y fumaba esperando, sin esperarla ahora, con los labios y el paladar amargos. Comió bombones y apuró el agua del vaso. Leyó otro rato, maquinal, un largo capítulo, sin saber qué novela tenía en las manos. Por último atrojó el libro a la cama deshecha, y recostándose en el doblado almohadón tiznado por el cigarro, miraba alternativamente el retrato y la esfera del reloj sobre la mesa—irritado por la marcha impasible de los minuteros.

Así los vió señalar las cuatro y cuarto... las cuatro y media...

Y daba tumbos, y daba vueltas... y entornaba los párpados y se le aparecía de bulto el retrato, con ambiente detrás la gallarda cabeza rubia en que el pelo se agolpaba a las mejillas con travesura de amor bajo la gorrita de jockey... ¿Podría concebirse nada tan pronunciadamente equívoco como esta cara de niña y de coqueta, de pillete y de ángel? A ratos antojábasele que se animaba, que le hacía gestos de amor, de burla también. Tenía el gusto fresco y grato que cosquillea y penetra del limón en dulce. Más hermosa, más provocativa que nunca. Candor subrayado de malicia, belleza intensa y punzante de epigrama... Aquella boca, sobre todo, tan fresca y tan roja en la cara blanquísima de elasticidad de goma...

Pero la media hora pasó bien ampliadamente—y se proponía un nuevo plazo irrevocable de diez minutos... De cinco después... Al terminar renovaba el plazo, en un empujón a su esperanza. ¿Quién decía que no fuese este segundo que iba a seguir el en que llegase?... Para llegar bastaba un segundo, y sería ridículo fatigarse en el anterior al último, que podía serlo al siguiente... ¿por qué no?

Cosa extraña: por primera vez en su largo martirio de esta interminable noche, le abrasaba la exasperación neta de la escultura virginal que no venía a sus brazos. Enojo profundo y vivo como la protesta de imperioso deseo de la carne. Sus ojos, clavados en el retrato, habían concluido por desnudarlo, evocando visión desesperada de virgen hermosa, completando aquella sonrisa voluptuosa de los labios cálidos. Desnudeces seductoras; el dorado pelo en la espalda blanca, hasta el talle fino, de anchas caderas firmes de tacto de cristal tibio y derribadas hacia los muslos, cuya macicez mórbida podía adivinar por la dureza elástica y la seda de la pantorrilla que él conocía...; la gentil y poderosa curva desarrollada en la estatua ardiente de la cabeza a los pies; y el oro luego, el oro en rizosas gracias cual divinos broches en rincones de amor...

Desesperábase pensando que todo esto podría verlo “en la realidad”, en su Flora misma, que podría estar allí a su lado... y no estaba. ¡Oh, ya no vendría! Y al tiempo que el fuego de la mujer le punzaba los sentidos, asaltábale la horrible duda de siempre, más salvaje. “Quizá Flora sólo merecía esta pasión brutal. ¡Ella que nada quería de él en no encontrándolo como placer fácil!” Recordó sus ingratitudes (aquello tan desagradable que no había querido recordar antes), sus relaciones nuevas en el punto mismo que él moría con la querida imagen en el corazón, con el dulce nombre en la boca, como oración sublime...

Furioso el viento en el jardín, silbaba azotando los cristales de la ventana, lo mismo que en el retemblar de un tren a la carrera. Ya no se oían ruidos misteriosos en la interrumpida tranquilidad del hotel... Mas no por eso menos misteriosamente vió Luciano que se abría la puerta y que aparecía blanca la figura de un gato. Volvió a marcharse tranquilo, después de mirarle.

Le bisbiseó. Le hizo sonreír esta burla. Mal lo pasa si vuelve este animalejo.

Luciano enloquecía de rabia.—Y a Flora también, la escarnecería, la maltrataría quizá. Una impxesionable, una coqueta. Ofrecer por seducción momentánea de su temperamento frívolo y por gratitud de su vanidad desvanecida en los halagos... Luego todo se borraba, si para cumplir hacía falta un poco de esfuerzo. Una gran cariñosa; pero con el cariño empleado en quererse a sí misma; lo que le sobraba dedicábalo a los demás... si le sobraba alguno.—¡He aquí su gran noche de amor! ¡Así le resarciría la esclava!

“¡Coqueta! ¡Coqueta!”

Tal fué su ira, que prometió que se acordaría de él para siempre. La lanzaría al escándalo, que la espantaba tanto. Estaba seguro de su falsedad. No volvería a creerla. No volvería a esperarla... Pero dominaría y humillaría y convertiría de verdad en esclava a la tiranilla cruel...

Fuera se agitaban los árboles y arreciaba el viento, rompiéndose con bramido monótono en la esquina. Llegaban chirridos de veletas volteándose y las campanas de la Magdalena sonaban solas. Toda la casa se conmovía de cuando en cuando, y crujían algunas veces las puertas, como si el hotel fuera a ser asaltado por gigantes que las quisieran derribar...

Daba furiosos golpes un postigo abierto por allí dentro. El mismo cambio brusco en la noche serena y en el alma apacible... Luciano pensaba que se dormiría sin este aporrear molesto del postigo y este estruendo en el aullar quejumbroso del aire. Se desesperaba más. ¿Velaba y sufría Flora también, como él, entorpecida por, algo imprevisto?... ¡Oh, no! Era que su tranquilidad y su sueño necesitaban del dolor ajeno; y su gloria, de este infierno en que, malvada, le ponía.—Allá en Ceilán, aniquilado él y moribundo, no pudo tener fuerzas para maldecirla... Ahora la maldecía y la odiaba con todo su corazón.—Hubo instantes en que vaciló si lanzarse de nuevo a la escalera, subir, forzar puertas y despertarla por sí propio... El escándalo, sí, y salir de esta casa y de este dominio miserable de la coqueta para siempre... Luego quiso desbaratar de un puñetazo el retrato.

Para no hacer nada de esto se sentó en la cama, buscó una hoja de papel y un lápiz, y escribió, con aquella urgente precisión de echar fuera su odio, de emplearlo en actos y en violencias:

“Te aborrezco; no quiero verte, te escupiría. Si yo escribiese los insultos que ha puesto en mi boca tu perversidad en esta noche de amor, mucho iban a sofocarse tus candores de colegiala. Imagínalos; se resiste mi mano. ¡Ah, si vinieses ahora, cómo no habría belleza que injuriase más un amante en la vida!—Yo te desprecio, Flora.”

Escondió el incoherente escrito bajo el colchón, apagó la vela y se arropó rugiéndole más la ira en el alma que allí fuera el viento contra los árboles y los tejados.

Pero una hora pasó aún, y el insensato abría los ojos, esperándola, esperándola... Mordaz conjuro de la carne blanca; rabiosa y lasciva remembranza de aquella pier fina, que recordaba, implacable, su mano. La lujuria vengándose, en visiones cruentas levantadas en el desastre inmenso de los sueños puros. ¡La materia aferrada todavía al amor, después que hubo naufragado la fantasía en el desengaño! La deseaba, deseaba a la virgen con frenesí de infierno, a la mujer ya, con ira y desprecio en la obsesión de un cuerpo bello y ardiente, como a la perdida hermosa a quien se paga y que se ha hecho esperar... ¡Que no la hubiera él pagado tanto en tesoros de su vida!... Una de las veces que abrió los ojos vió la claridad azul: el alba triste, asomada a la entreabierta ventana del despacho. Sus ideas vacilaban, perdían contornos sus rencores y sus recuerdos, danzaban en contusión sus evocaciones de nacarinas desnudeces; y dilatándose en la vaguedad su imaginación calenturienta, inclinándose como un globo amarrado y flojo que cabecea, se durmió al fin, seca la garganta, sintiendo mareos por el estrago horroroso de la noche.


A las seis tocaba la Magdalena por tercera vez a misa de alba. Doña Salud no quiso esperar más a Flora, que no concluía de prenderse la mantilla. La elegante viuda (conservaba eternamente su apariencia de treinta años) encontró en la puerta a Dámasa, que salía también, a la compra. Todos los demás seguían durmiendo en la casa.

—Deja la llave puesta—le advirtió—, que viene la señorita.

Y se alejaron delante una de otra, ama y criada.

Flora bajó.

Traía el velo al brazo y andaba de puntillas por el corredor, mirando recelosa a todas partes. Cerradas las puertas, sólo recibían la luz de la mañana por la chimenea el ancho pasillo y la cocina. En la habitación de Luciano se detuvo. Se dobló por la cintura, con el codo en la pared y la mano en la frente, como una persona abrumada por la emoción o el cansancio. A la semioscuridad no se hubiera podido ver su cara, pero sí la esbeltez singularísima que le daba el traje negro.—Entornó la puerta y llamó muy quedo:

—¡Luciano!

En seguida, de un impulso, entró y cerró por dentro el pasador.... hallándose en mitad de esta habitación espaciosa, donde la cama regia se ostentaba al fondo. La ventana esparcía desde el despacho una claridad difusa.

Yacía Luciano de espaldas, con la colcha a la cintura, vuelta violentamente la cabeza sobre una mano, que en los negros bucles se crispaba, y con intensa palidez la cara, que se contraía un poco, descompuesta por el dolor.—Al pronto no le creyó dormido, sino enfadado al sentirla, por no haber podido bajar... Sin la respiración que hinchaba lenta y honda su pecho, parecía un muerto en la rígida inmovilidad de convulsiva agonía.

—¡Luciano!—exclamó otra vez Flora, acercándose y tocando su hombro con la punta de los dedos; porque la inspiró un terror vago este algo de belleza satánica que había en el rostro del joven.

Vió entonces, entre los desordenados pliegues de damasco, un libro; y sobre el mármol de la mesilla, la copa de flores y el cartucho de bombones... ¡Allí toda la noche la esperaron! Dormiría Luciano desde una hora antes, desde un momento antes quizá... Le estuvo oyendo toser hasta después de las cinco.—¡Rendido! ¡Cuánto debió sufrir su amor voluntarioso!

Y ya estaba aquí.

Pero, ¿no fuera mejor dejarle descansar?... Disponía de veinte minutos, lo más: el tiempo de la misa, donde debía reunirse al final con su madre... Miró si tenía caramelos en el bolsillo. Los tenía por todos siempre; sacó cuatro o seis y los cambió por los bombones.—Cuando se levantara tendría la prueba de su presencia... Ya iba a salir, sólo que quiso antes darle un beso, para que el leve rozar de los labios le tornase tranquilo... y despertó Luciano.

Torva la cara, sin sorpresa—porque en el sueño letárgico la había estado sintiendo alrededor, por más que no pudo abrir los ojos de puro agotado y de “no saber si era ella o la visión seca bajo cuyo tormento se había dormido”—, la atenazó la muñeca:

—¿Por qué no viniste anoche?—preguntó, huraño.

Era como si no se hubiese dormido, apurando el feroz sufrimiento de esperarla, de esperarla una eternidad, hasta la extenuación. Su pensamiento debió de haber seguido padeciendo con el escozor del desengaño bajo la obsesión áspera de aquella mujer amada que le burlaba.

Por eso le parecía natural tenerla delante al abrir los párpados.

Sin embargo, a su rencorosa desolación se unía ahora la torpe languidez y el malestar profundísimo del sueño interrumpido a la fuerza.

—¿Por qué no viniste anoche?—insistió, mientras que sus ojos empezaban a verla a través de las marañas del despertar.

Y su acento hacíase menos brusco, con el hechizo de su presencia, que le arrancaba el perdón entre tantos odios.

—No pude. Te estuve oyendo y sufrí mucho. Te sentí arriba. Pero con la luz del salón mi madre me hubiera visto salir o entrar. Otra vez tendrás que apagarla cuando se duerma mi madre.

—¡Bah! ¡Cobarde!

—¡Oh, no! Demasiado me expuse. A las dos y media, resuelta a todo, llegué al gabinete y quise abrir, pero sonaba atrozmente el pestillo... Mi madre me hubiese victo desde su cama... Te digo que otra noche tendrás tu que apagar la mariposa... ¡Y, ya ves, para que no dudes de mí, vengo ahora... un momento, porque mi madre ha salido delante, a misa!

Todo el amor generoso de Luciano renacía ante la sinceridad y el sufrimiento de esta niña dócil que no había querido rendirse y que esperó hasta por la mañana, ¡más que él!, levantándose ahora para cumplirle su palabra. Le besó la mano.

—Ven.

—¡No, no, por Dios! ¡No puedo desnudarme!, ¡no hay tiempo!

Porque la atraía, queriendo desceñirla y haciendo saltar los botoncillos de su pecho. Flora se abandonaba, mientras besaba su garganta Luciano...

—Déjame... ¡Otro día!

Súplica humilde de colegiala amorosa, dispuesta pasivamente a todo, fascinada en brazos del hombre que la tenía loca, sin resistencia, sin falsos pudores... Y convencida de que cualquiera rebeldía era ridícula, y hostigada por la premura del tiempo además—a medias su imaginación entre aquella misa donde esperábala su madre y este lecho donde la aprisionaba el amante—ella misma se arrancó los zapatillos, dejándose arrastrar, con su traje negro, debajo de las ropas...

Estrechó Luciano contra su corazón y contra su cabeza el cuerpo fino, la adorada cabeza rubia... ¡Qué cerca, por fin!—Unos instantes pensó Flora que iba a cumplirla lo que la dijo un día: “Llega a mí, dime: tuya soy... y quizá entonces me contente con darte el beso más casto de mi vida...” Pero, no. Luciano la quería toda. Sepultando su boca en los encajes del pecho, besaba la sarta de perlas “de la boda” en el seno de la virgen. Sus manos abrasaban la carne de la temblorosa rubia, que, sofocada, profería como un gemido de compasión:

—¡No más! ¡Basta! ¡Déjame!

Fué breve. Una sumisa amante que se entregaba, que obedecía, a la vez que un resto de pudor musitaba en sus labios como una oración por la pureza blanca que moría allí... Aunque el sacrificio temido no llegó a consumarse. Le sobraba a Luciano pasión... ¡Cómo su exaltado amor, entre los brazos de ella, sobre el calor y la finura trémula de su cuerpo al primer contacto, le dejó vencido, impoderoso!... ¡Ah, la quería demasiado, quería de más a aquella belleza, y harto sabía qué esperar cuando era la ilusión más viva que largo el tiempo!... He aquí por qué no la había deseado nunca sino por una noche entera... Y la retenía contra él, desesperado, besándola y atormentado por las prisas de ella de escapar.

De pronto se sintió la puerta de la calle.

Flora hizo un esfuerzo y se desenlazó de Luciano, saltando de la cama con las ropas en desorden. Cogió al paso los zapatos y el velo y corrió por el despacho al gabinete... Allí, ocultándose el pecho con el rebujón de tul negro, escuchó...—Dámasa, que volvía de la compra.

Sentada en el taburete del piano y atenta a la puerta por si su madre volvía—¡qué sabía ella del tiempo pasado!—, se calzó los zapatos y se ordenó el vestido; con el pañolito se limpiaba la cara, húmeda de los besos, y se prendió al espejo la mantilla, arreglándose el pelo sobre la frente. Estaba encarnadísima.

Salió.

La calle, desierta aún y con la mayor parte de las casas cerradas, le pareció más ancha y como azul a la luz neblosa de la mañana en las fachadas blancas. El aire hacía correr los papeles y levantaba nubecillas de polvo en el empedrado.—Sacó del bolsillo el libro de devoción y el rosario y se lo lió a la mano. Iba de prisa, ron su paso menudo y vacilante de niña que no sabe andar sola.

La tía Anastasia barría su puerta, con el sacudidor al hombro:

—Buenos días, señorita Flora.

—¿Se ha concluido la misa?

—Creo que no todavía, señorita. ¡Dios la bendiga!—y la vió marchar tan gentil, hasta que entró en la Magdalena.

La linda capilla apenas contenía dos docenas de mujeres del pueblo junto al altar. Doña Salud se inclinaba, contrita, sobre su libro. Flora se detuvo en el centro, debajo del pulpito, y se arrodilló. Quedaba gran espacio delante hasta los demás fieles.

Empezó a rezar:

“Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo...”

Había venido a la iglesia apresurada, en una fuga, y parecía agradecerle a la Virgen que la hubiera permitido llegar antes que su madre saliese. Pero bien pronto tornó su pensamiento a lo que acababa de ocurrir.

Una indiferencia lo primero:

“¡Pues, bah! Y ¿esto era aquel gran abrazo de amor?”

Se avergonzaba de estar hoy delante de la Virgen, y no se atrevía a alzar los ojos al altar de hojarasca dorada hasta la bóveda, en medio del cual lucía el cáliz su dispersión de rayos, brillantes a la luz oblicua de las altas ojivas de colores. Sin embargo, allí estaba su madre también, con su gracia cansada de mundana elegante, sepultada en la meditación del devocionario.

Sólo que ¿no era peor ella?... ¡Soltera! ¡Tan joven!... Poco tiempo atrás, aún con el blanco velo y la corona de azahares, se recordaba ofreciendo flores a María en la capilla azul del colegio... Y hoy venía aquí desde la cama de un amante, buscando en el lugar sagrado el disimulo, como cualquier experta amorosa llegando tarde a un teatro en donde hacerse constar.

No sabía cómo pudo ocurrir aquello, tan insensiblemente, de complacencia en complacencia, de empeño en empeño.

“Su amante... Su amante... Yo soy su amante”

Y la consternaba esta palabra, anegada en la extraña y medrosa seducción con que parecía sobrecogerla.—“¡Su amante!”—Encontrábase a sí misma rara, como usurpando algo impropio de sus veintitrés años y de su aspecto de chiquilla. Una amante no podía ella haberla imaginado nunca sino en una mujer madura y plenamente formada, como una primera dama, cuyo solo nombre sugería la visión de cierta exuberancia aparatosa de matrona.

¿Podría convencerse de “su nuevo papel” cuando se viera al espejo la gentileza de jovencilla?

Porque, no, no era como Lorenza, la novia que ha te nido una ligereza reparable. Luciano era un hombre casado... y ella sabía que no podía ser de él más que lo que ya era, lo que ya no podría dejar de haber sido, lo que no podría dejar de ser jamás.

Esto la trastornó.

¡Flora, en su confusión y en su natural ignorancia de tales lides, creía que había dejado el don de su virginidad en la alcoba de Luciano! Aunque éste le hubiese afirmado lo contrario, no lo hubiese creído...—y, sin embargo, nada más verdad: materialmente, era una virgen todavía... Ella sabía tan sólo que se desvaneció de amor o de miedo, en su primera derrota del pudor de la carne; que había sentido un beso suyo más ardiente, en un escozor, como después de refregarse pimienta viva por los labios. Y se encontraba aquí ahora presa de una angustia indefinible, con ganas de llorar, desmayada en un loco deseo de morirse abrazando...

“...llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita tú eres...”

Rezaba—con el crespón de la mantilla muy a la caía y los ojos fijos en las frías baldosas, que se perdían en correcto orden por el suelo de la iglesia. Su perfume la molestaba, pareciendo aislarla en sutil nube voluptuosa y profana, mientras subían blancas las de incienso en el altar. Olía a violeta su libro, impregnado en la almohada de Luciano.—Paró a su lado una figura negra, que había llegado de soslayo, deslizándose. Era el sacristán, que agitaba el dinero del cepillo. Flora llevó al bolsillo la mano y no halló más que bombones entre el pañolito de encajes y el collar de perlas. El sacristán se alejó, indiferente, siniestro, con su ruido de sonaja, metiéndose en la nave del crucero para husmear las beatas.

Poco despues se acababa la misa.

Dejó salir a su madre, que la invitó con la cabeza a seguirla.

Se vaciaba la capilla.—Magda la tocó en el hombro. No la había visto.

—¿Vamos?—le dijo.

—No.

—¿Te vas a confesar?

—Sí—respondió Flora, resueltamente, porque se quería marchar sola.

Su amiga se inclinó al oído, señalando una mujer de negro que permanecía arrodillada a la derecha del altar.

—Mira, Luz. Le vas a dar celos, porque aquí no confiesa nadie más que el “padre” Baigorri.

Y añadió, antes de alejarse:

—Un padre de veras. Me han dicho ayer que está embarazada mi prima.

Flora se quedó pensando que era bastante asqueroso todo aquello. ¡Qué descaro! ¡Un hijo, y de un señor sacerdote!

Entonces sentía una cierta altivez de sí misma. También venía de los brazos de un hombre; sólo que de un hombre de mundo que valía mucho y que la adoraba, y el cual la había querido así. ¿Qué la importaba, pues, su decepción, si complació a Luciano?... Quizá ella tendría un temperamento nada carnal, bien distinto del de las otras; pero, ¡no importa!, seguiría entregándose por abnegación de amante, como la esclava que divierte a su dueño...

Y orando esta vez de todo corazón, en un rapto romancesco, se puso con ambas manos en la boca la cruz del rosario, alzó al altar los ojos y juró de nuevo, queriendo así levantar su cariño por encima de aquella despreciable mujer de tantos:

—Seré sólo y siempre para él, ¡Virgen Santísima!

Luego fué a la pila bendita, se santiguó y salió de la Magdalena.

Allí se quedaba Luz. Huía de ella y de su repugnante contubernio, con una fe casi sagrada puesta en Luciano, en su artista, en el hombre de corazón y de talento que había sabido, al menos, no ofenderla con el menor asomo de brutalidad ni de grosería al tomarla en sus brazos, como si del amor hubiese hecho una religión de delicadeza más alta que todas.

Entró en su casa y pidió chocolate en la cocinilla La habitación de Luciano permanecía cerrada. Un dulce secreto la ligaría con ella para siempre. Sus labios enviaron un beso en aquella dirección. Y subió a escape, porque Amparo abría también su cuarto al pie de la escalera... Se encerró Flora por dentro. Se caía de sueño; y en cuanto—medio a oscuras—se desnudó, cambiándose además las lujosas ropas interiores que pudiesen denunciarla, y que guardó en la cómoda, se metió en la cama, se acurrucó como una gata y se quedó dormida.


Seis horas, lo bastante para reposar el quebrantamiento de la noche, y despertó Luciano. Le atormentó el confuso recuerdo de lo sucedido. Un fracaso. Lo que temió siempre de la posesión rápida de Flora. Allí estuvo dejándole no más la tentación insaciada de su belleza y llevándose ella el desencanto. A él, que tantas esperanzas depositara en el meditado abrazo, le mortificaba este; al artista que en sus cartas y conversaciones enriqueció de fantasía el momento por Flora contemplado como seductor misterio... ¡Y al dintel de la felicidad no haber podido evitarla el desengaño!

Sin embargo, le invadía la emoción dulcísima de la cadena de cariño y de gratitud que ya los enlazaba para siempre. Flora acababa de sometérsele sin otra ambición que la eternidad de su amor, porque no pensaría jamás en casarse, engañando a un hombre; hacía esperarlo su delicadeza extrema, y hasta su orgullo.

Se vestía azuzado por el afán de verla y destruirle su rubor con una sonrisa que la hiciese entender cómo el cariño se le había centuplicado, en esa paradójica capacidad del corazón insaciable. Además, para que no vacilasen hoy aquellos convencimientos que con la guía precisa de la sensación la sugirió a fin de identificarla al pensar del despreocupado y al sentir del poeta, era urgente rectificar la experiencia falsa adquirida por Flora esta mañana... ¡Tenerla pronto otra vez! De otro modo, ¿no concluiría ella por meditar si el amor, ¡tan soso!... merecía poco dejarse arrastrar al lado allá de las conveniencias? ¡Oh, sí! ¡El poeta recordaba su primera desilusión de adolescente en los brazos de una mujer!... Un hastío, una ira contra la Naturaleza mentirosa, un remordimiento y una vuelta a los huecos romanticismos infantiles, hasta que comprendió la plenitud del amor con menos glotonería y en brazos más amantes. Porque el amor, como todos los manjares delicados, como todos los licores deliciosos y de sabor completamente original y extraño, necesita más serenidad de atención que la que el ansia de él y el deslumbramiento de su fama permite por primera vez al gustarlo. Había, pues, que dar a Flora esta noche la borrachera de la pasión, haciéndola conocer que el corazón no engaña, y que lo que le atrae con tal ímpetu por encima de no importa qué prohibiciones es que constituye la ventura del vivir. ¡El corazón! ¡Gran moralista cuando la Humanidad, con su sensibilidad refinada, al término de su viaje civilizador esté de regreso en un salvajismo sin barbarie!...

Esperaban en el comedor todos menos ella, que contestó por Clotilde que tardaría, pues estábase bañando. Luciano comprendió que gastaba el tiempo allá arriba por no presentarse a él. Se entretuvo de sobremesa leyendo el periódico, mientras Amparo y doña Salud continuaban perdidas en una valiente conversación de repostería; y cuando fumaba el segundo cigarro del café, la vió descender la escalera y cruzar el pasillo con la cabeza baja. Llevaba una faldilla descolorida, el abrigo de astrakán y el fichú rojo. Su madre la llamó. Tuvo que entrar.

—¡Estúpida! ¡Todo lo comes frío! ¡Así te alimentan las cosas, y te vas quedando con esa cara de pito!

La perspicaz viuda no perdonaba ocasión de llamarla fea y rara delante de Luciano. ¡Por si acaso! Conocía el efecto del ridículo para rematar ilusiones.—Y ciertamente él vió en su cara pálida unas ojeras tremendas. Lo que su suegra no sospechaba era que esto le inundó de un agradecido embeleso.

Sin haber alzado la vista y con su aire tímido de colegiala, Flora, recogida en la silla, comía al lado de Amparo, casi volviéndole la espalda, como si le molestase el reflejo de la ventana. Se advertía encima la mirada de su amante, desde el otro lado de la mesa, y concluyó por mirarle en rápido gesto de mimoso enojo. No quería que la viese. Y tornó a inclinarse, llena de confusión que la coloreó un momento, comiendo apenas, sosteniendo con remilgo el tenedor entre los dedos. Luciano obedeció; yéndose a la mecedora, detrás de su mujer y de ella, quería hartarse de contemplar aquel hermoso pelo que caía ondulando por el astrakán café del abrigo entallado hasta la cintura, donde se desplegaban las haldillas en abanico sujetas por dos grandes botones de escarcha de tornasol... Y admirábale verla tan garbosa con cualquier traje, con cualquier trapo que se echaba encima. Devorándola con los ojos, se sorprendía de la fortuna que se la diera, preguntándose si realmente la merecía él, aquella monería, aquel pilluelo...; más aún, preguntándose si era esta de la desmayada elegancia infinita y de los desdenes fáciles y los pudores sutiles la misma que había estrechado él contra su corazón, y el mismo este talle que el que él ciñera desnudo con su brazo horas antes, y este nido de dulzor de la oreja el que él besara sin morirse... Porque lo estaba dudando su conciencia, en el colmo de ventura de que no le prestaba terminante fe su recuerdo de ensueño... ¡y sin embargo, harto era la turbación de Flora, el rubor de la amante y el remordimiento de la traición a la hermana que reía a su lado!...

Pero también soltó ella de pronto la carcajada: su risa de arpegios, repetida en cuatro notas que no podía contener, alegre, franca, saltándole de todo lo hondo de la gracia que le produjo un chascarrillo leído por su madre en la hoja del calendario... y que la descompuso aquel pudor que tan bien creía Flora que debía sentarla... Todavía sonaban frescas y alegres sus carcajadas cuando, huyendo, desapareció por la escalera arriba. ¡Demonio de cuento! Porque esto era indudable: no sentía ella la vergüenza que delante de “aquel hombre” debía sentir. Sin duda le quería mucho, y su cariño la impedía creer que debiera avergonzarse. El comprenderíalo así.

A las tres, pintaban. Amparo estuvo junto a ellos terminando un gorrito, encargo para un bautizo de la vecindad, y todo este tiempo, recatándose Flora de Luciano tras el caballete, no le miró una vez; había tenido pereza de vestirse, y concluía también un cuadrito abandonado tiempo atrás, mientras Luciano entonaba el fondo del retrato. En el ángulo puso él de color violeta la fecha que había visto en el calendario: 8 de enero.

Principalmente se aferró Flora a la manía de esquivarse cuando quedaron solos. Pero Luciano, inclinada atrás la silla, la contemplaba al fin, abrumándola con su sonrisita feliz de amoroso triunfo:

—¿Me quieres?

—¡No!—contestó, mimosa, enrojeciendo y doblándose más hacia el cuadro.

—Y ¿por qué no me quieres?

—Porque no.

Hubo un silencio. Pensó ir a besarla; pero se veía como en un espejo en la vidriera a María, de espaldas, cortando patrones con la tabla sobre los muslos.

—¡Si supiera ella!—murmuró la gentil rubia, muy triste, pensando en su hermana.

—¡Bah! mira... ¡que eres también... mi mujercita!

Alzó Flora la cabeza y le miró con un encantador gesto, en que la ficción de enojo se desvanecía en íntima dulzura sonriente... Le tiró el pincel, que le manchó la barba de un azul espléndido.

—¡Me alegro! ¡Por... malo!

Riendo se limpiaba Luciano. Sí, su mujer también... Es decir, todavía no; lo sería esta noche. Hoy se redujo todo a una toma de posesión de su voluntad, no de su belleza. Verdad es que bastaba eso para haberla convertido en esposa amante del corazón, que ya no le olvidaría sin que él publicara la deshonra a gritos, porque ese ideal proclamado, hallado al fin por el ansia de toda la vida del poeta, no podría eh adelante dejar de serlo sin asesinarle el alma. Recordaba lo que la había dicho ayer, aún a tiempo: “Es como un voto sagrado irrevocable. Si te sientes con fe para no dejar de quererme nunca, sé mía; si no, dímelo y tendré el heroísmo de renunciar a poseerte...”

—Respondiste que sí. Pues, ¡ya ha sucedido!

Una mirada intensa de la joven parecía sancionar con la donación de su voluntad lo que recordaba el amante. Le contó sus impresiones de la iglesia, su juramento a la Virgen. Luego se acordaron casi a la vez de Angel Luis. La gloria de esta felicidad que iba a empezar no debía tener otras nubes de engaño que las inevitables; y ya no podría más soportar el amor de Luciano sin que se envileciese un poco la farsa de aquel novio... Le dejaría ella, sí, sí... ¡qué obligación tan penosa hablarle y tener que contestarle que le quería!

Aunque, ¿no fuese mejor esperar algunos días, hasta que no pudieran sospechar, ahora que ella... era tan mala?—Luciano encontró atendible la indicación, y discutido el caso, se convino en aplazar la ruptura hasta que volviese madre Reyes y pudieran verse fuera: “que entonces sí que les estorbaría el novio si se empeñase en seguirla.

—Conque esta noche... ¡ya lo sabes!... Te espero.

—Eso sí que no, ¡bah!... Te he cumplido mi palabra.

—Es preciso—exclamó Luciano, con su tono irreplicable—. Por encima de todo y aunque tu madre nos sorprendiese... Ya te digo que esta mañana... como si no hubieras ido. A no estar desesperado de esperarte, y medio dormido además, no hubiese hecho la tontería de retenerte allí.... y te hubiese dejado ir con devoción a misa. Quiero tenerte con el espacio y la calma dignos de la gran felicidad... que tú no has podido conocer. ¡Ah, te engañarías juzgando del amor ahora!... Porque comprenderás, Violeta, que si sólo con mis besos y mis palabras te ha mareado la dicha tantas veces, algo más que nuestro insípido abrazo de hoy deberá de ser el abrazo supremo y absoluto en que se adora a un tiempo con besos y con palabras, con todo el cuerpo y con toda el alma!

Vacilaba Flora, que fija en la pintura escuchábale, no obstante, con atención penosa de puro esclava. El comprendió que sería bastante herir su vanidad para decidirla, y añadió:

—Sí, es preciso. ¿No ha de mortificarme, hasta que se cambie, este recuerdo de haberte tenido en mis brazos, a ti, tan bonita y enamorada, con menos placer que a cualquiera otra necia de mis historias? Fué una noche lo que yo quería y lo que me habías ofrecido tú.

—¡Bah! ¡después que no dormí por levantarme!... ¿Qué más quieres de mí?

—¡Cuántas cosas! Tú has de verlo. El amor se parece al teatro, Flora: necesita ambiente, decoración, atrezzo...; y cuando bajaste ya tenía el gran nido amoroso en que te había esperado apestado a moco de vela, a papeles quemados y a tabaco, la cama deshecha, yo rabiando contra ti, dormido de media hora antes, en estragado amanecer.... y entraste y te fuiste sin darme tiempo a despertar... En fin, que no sé nada de ti... ¡como un sueño!, ¡pero como un sueño insulso!... y yo no quiero soñar así con mi Violeta.

—Pero esta noche...

—Esperaré que tu madre duerma, apagaré la luz, y no tendrás disculpa... ¿sabes? ¡Oh, por Dios te lo pido, no vuelvas a hacer lo de anoche! ¡Subiría a dar un escándalo y a no verte jamás luego! Sufrí mucho...

Flora accedía con su silencio resignado. De pronto se acordó de que también la vidriera del salón cerrábala su madre—y tendría que estar abierta para que él entrase a apagar la lamparilla. Luciano le indicó que se acostara ella después y la dejara abierta.

—¡Ah! Es que entonces... entonces...

—¿Qué?

—Que mi madre me vería desnudarme... porque sería capaz de desconfiar y levantarse a cerrar por sí misma; vendría quizá a mi alcoba... y no podría yo estar vestida... como te gusta a ti.

Sonrió Luciano esta picante delicadeza. Después meditó y halló un recurso. Fué a la vidriera y rompió de un codazo un cristal, que cayó hecho añicos. “Por aquí se abre.”—El estruendo se había oído abajo, y preguntaron María desde el cuartito y desde la escalera doña Salud.

—¡Qué es eso!

—¡Nada! ¡Un cristal que se ha roto!

Al caer el sol quiso Flora que la dejase “el maestro”, para arreglarse antes que subiera su madre. Y como no pudo verla aquella mañana sus medias de seda con flecha de cielo, y las ligas que llevó puestas, fué por ellas y se las enseñó, con sinceridad confiada y serena de chicuela que luce sus juguetes. ¡Extraña mujer! ¡Qué mezcla de candor y de malicia!

—Bajaré, ¿sabes?... De seguro. Tú apaga la luz.

—A la hora justa de acostaros.

—¡Ah, mira! Además le quitaré a mi madre la caja de cerillas. Así, aunque despierte y se levante, no podrá volver a encender.

A Luciano le encantaba la hermosa transformación que había operado su amor, y a su antojo, en aquel espíritu moldeable, para todo dispuesto con su excesiva movilidad. Era como la formó él, como la deseó él... Verdaderamente un vals: dulce y sentida, profunda, elegante.... melancólica a veces, atrevida otras casi hasta el descaro, siempre varia y voluble y rebosante de seducción en torno al tema eterno de su idolatría.—Sur l’eau. Por eso, sin duda, tácitamente aceptaron sus corazones como himno simbólico la ondulosa y brillante música de Charny.—La amenidad en la unidad. El amor de cien mujeres en ella. Su celosa, su romántica, su coqueta, su... todo.

IV

Pasó violenta Flora la velada, porque esta noche sí, tenía la resolución de ir, ocurriera lo que ocurriese. Desde la sala oíale tocar el piano, Sur l'eau, La Loca, las notas aquellas de La invitación al vals, que recorría saltando el teclado como suspiros... Por fortuna, borracho estaba Angel Luis, con un olor a coñac que tumbaba de espaldas... ¡qué bestia le parecía, con la cara inexpresiva y los ojos oscilantes! Era su panacea contra el disgusto—y se comprendía bien que Luciano la encontrase “inverosímil” cerca de semejante hombre.

En un año había engordado mucho, y su aspecto perdía su antigua dulzura de juventud simpática, con las malas noches al juego y el agotamiento de una alcoholización lenta, pero continua, según frase de Rivera, recordando el cañoneo de Melilla. Recogíasele a los ojos la vida, a unos ojos pequeños y claros que, cuando miraban a su novia, destellaban la avidez brutal, en cuyo fondo vibraban todavía avarientos enojos del dinero perdido y lúbricos deseos, vueltos a encender por la belleza delicada de Flora, después de haberlos saciado con la Pelo, el ama de la única sucia mancebía del pueblo—en cuya casa pasaba las tardes a lo mejor con dos o tres amigos y otras tantas botellas.

Flora sabía esto, porque en Alajara se sabía todo. Desde que llegó Luciano, singularmente, Angel se echó al raso, y Lolo le acompañaba. Pero suponiendo Flora que a su desafecto obedecía la vida crapulosa del muchacho, limitábase a sonreír, con la vanidad más halagada mientras más se aflamencaba él y se acortaba los marselleses y se alargaba las persianas bajo el sombrero de Córdoba. Repugnante no era, al fin, siempre limpio y lleno de sortijas y mascando habanos; de modo que sólo en una ocasión llegó ella a incomodarse algo, seis días antes, al averiguarle cierta aventura con su criada, que tenía fama de guapa... Pero se calmó. Así como así, no iba a casarse con él... “y si se casaba—que no se casaría—(pensaba en Luciano)... a ellas!”

Acariciada por aquellas notas de su amante, Flora cerraba los párpados, hundida en la butaca roja, con los pies al brasero y muy arrebujadas las manos en el faldar de la camilla. Oía leer a Amparo una traducción de Balzac, a que prestaban gran atención doña Salud y don Gil, mientras Pipín, sentado sobre el silencioso Angel Luis, entreteníase rayeando el forro de otro libro con un lápiz. La pantalla verde abatía la claridad de la lámpara en círculo a la redonda mesa y quedaban en la sombra las cabezas inmóviles. No se escuchaban más que el acento enfático de la lectora y el piano allá en las tinieblas del gabinete... Música discreta, susurradora como conversación al oído, y que en la rubia monísima estaba evocando no se sabía qué candentes visiones, mientras debajo de su traje humilde sentíase la piel besada por la batista y la seda y más ceñidas que otras noches las rodillas y la cintura por las ligas y el corsé, como una clownesa elegante que en amplio sayo se advirtiese ágil y ajustada por ricas mallas ocultas, pronta a surgir, seductora, y a saltar...

Esperaba, esperaba durmiente, borracha también, como el otro—de pasión de ella... Sólo que la lectura que había propuesto para poder cerrar los ojos y quedar en su libertad de ensueños cautivaba a todos y se alargaba. Más de las once ya, y se quería saber la conclusión de esta escena del poeta vaudevillesco que escribía un can-cán sobre el féretro de su querida para tener dinero y enterrarla...

Al fin salieron don Gil y Angel Luis, y muy poco después iba todo el mundo a acostarse—Flora delante, sin aguardar a su madre: “tenía ella mucho sueño y no quería esperarla ni rezar”.

Las criadas habrían caído como piedras.—Su madre dormiría. Desde su cama veía Flora el leve resplandor de la mariposa del salón...

Una serenata que daban en la calle impedía oír el reloj de la iglesia; pero ciertamente que una hora habría transcurrido desde que subieron, y no llegaba Luciano... Advirtió bien que su madre no había cerrado, cuando se acostó, la vidriera, sin duda juzgándolo inútil con el vidrio roto.

De espaldas, tocando el estuche del collar bajo la almohada, no tenía más que un afán: concluir de una vez... El corsé la sofocaba, allí tendida, casi en vilo la cabeza, por no estropearse el peinado; y para no chafarse los encajes del pecho sostenía en hueco las ropas. Imaginando el frío que iba a pasar escalera abajo, se frotaba uno con otro los pies, aquí tan suaves y calentitos bajo el edredón y con la media de seda que se resbalaba en el hilo de las sábanas.

Debía de estar la música en la esquina de Felicidad, una artesana guapa de la calle. Orquestilla de flauta, bandurrias y guitarras. Menos mal; la entretenía esto, ya que nada le quedaba que pensar, por haberlo pensado todo, y de sobra.—Empezaban una cadenciosa polca, cuya dulzura llegaba allí velada por la distancia. Su imaginación caprichosa, que tendía siempre a la imagen, representábale la sonata aquella de un modo particular; aguda y penetrante la flauta, parecía el silbido de una culebra enroscada que levantara medio cuerpo en S, con la boca abierta, fuera la lengua de dardo, y los ojillos vivos como cuentas de azabache, dirigiendo y dominando alrededor de ella a un grupo de locas parejas en baile a saltos de cabra sobre un tablado cuyo ruido rítmico y hueco fingían las guitarras a compás... Hombres ebrios, de frac, cejas de diablo... mujeres de boca roja y grande, frenéticas, los senos rebosantes... entre locuras del placer... que la llamaban también...

Se quedó a oscuras.

Acababa Luciano de apagar la luz, sin sentirse sus pasos.

Flora había sufrido una fuerte impresión que la hizo alentar convulsa, como si aquella sombra que la rodeo fuese el agua fría de un baño...

Sin embargo, unos minutos después, poniéndose el collar de perlas y deslizando un pie fuera de las sábanas, se sorprendía de no temblar, de encontrarse completamente dueña de sí, ella que era tan nerviosa y que a nada parecía que se le iba el corazón por la boca... Y se detuvo un momento, porque la música se callaba, y en este repentino silencio habría que producir el menor ruido con los muelles de la cama. Nunca le parecieron tan escandalosos.

“¡Que volviesen a tocar, bah!...”

Esperando, atenta, el zumbido de la noche, percibió el lejano timbre de una campanilla, a la cual respondía otra en tono más suave. Algo así como el tintineo de una misa para alzar, como el doblar de esquilas de oro por el alma de una muñeca. Se acercaba la melodía extraña; tres notas agudas, trémulas, repetidas en eco de melancolía por otras tres de sonoridad de bordón; sin cesar, cada vez más claras, saltando en el silencio con su pureza de cristalino clamor a Dios... Había en la segunda huerta un enfermo de viruelas. Le llevaban la Extremaunción. Y se oyeron pasos; gentes rezando por delante de la verja, en procesión sorda, haciendo gemir el asa de latón de las farolas entre el tintinear monótono de las campanillas, que continuaban su diálogo de oraciones...

Durante un rato permaneció Flora escuchando que se alejaban. Se había recogido bajo las ropas, contrariadísima, porque pensó que esta lúgubre comitiva le llenaría de terror... y al examinarse después a sí propia y convencerse de su valentía, volvió a escurrir de la cama las piernas y se echó al suelo... ¡Un fastidio! Le crujía el raso de la falda al andar...; además sentía el frío glacial de enero en los brazos desnudos... Deslizándose por la alfombra, cruzó el tocador y tocó la puerta, las manos hacia adelante, empezando a descorrer la falleba con precaución penosa, conteniendo la respiración... de un golpe seguro al fin, porque rechinaba. En seguida se abrió la vidriera casi sola. Las tinieblas le parecían en el salón más densas. Y ahora sí, el corazón le latió al temor de haber despertado a su madre, porque, al pasar junto a la mesa, el tufo de la lamparilla, que extinguía en este instante el punto luminoso de su pabilo, se le metió en la garganta y no tuvo más remedio que toser dos veces, ahogada por contener el cosquilleo y por amortiguar el ruido oprimiéndose la boca... ¡Ah, si supiera Luciano lo que costaba esto!

Pero el frío era por allí más intenso, y apenas hubo andado unos pasos tanteando la pared, ateridos sus hombros, se decidió a retroceder por cualquier vestido. Desde la entrada palpó las sillas y encontró un justillo viejo, el cual se puso en el corredor—y no pudo abrochárselo porque no tenía botones. Iba a continuar, extendiendo los brazos en la negrura profunda...

Se quedó aterrada.

Acababa Clotilde de encender la luz, que salió por la puerta entornada destellando en la pared de enfrente. Primero quiso huir, pasando hacia la escalera, esta claridad, antes que pudiera salir la muchacha; inmediatamente pensó volver a su cuarto... ¡Bah qué bien suponía imposible tanta locura! ¡Que la habrían de coger!... Y con un poco de rabia a la voluntad de Luciano, que venciendo a la suya habíala puesto en este trance, y con más rabia aún al obstáculo que le estorbaba después de resuelta, esperó allí. Esperó largo tiempo, tranquila de que no la había sentido Clotilde, puesto que parecía de nuevo dormida, aunque persistía la luz brillante. Miedo tal vez, si oyó la Extremaunción—que retornaba ahora con sus rezos y sus campanitas, produciéndole también a Flora una impresión detestable... Tembló. Cayó de rodillas...

Tenía ganas de correr, de escapar, con un fuego en la cabeza—mientras le punzaba el seno la frialdad del aire y se hacían carámbano sus piernas sobre los ladrillos. Sin embargo, sintióse acompañada por la luz; y comprendiendo que tendría más miedo oyendo por allí abajo la siniestra procesión, aguantó hasta que cesó de oírse...

Entonces se alzó santiguándose, por una práctica maquinal de sus hábitos; cruzó la zona de claridad de un paso, y favorecida por su reflejo ganó la barandilla de la escalera, explorando con el pie cada peldaño al bajar, ceñida la falda a causa del maldito raso que silbaba... Otra vez la guió en el pasillo bajo la luz de Luciano: corrio al fin, espantada y fugitiva, en el propio bullicioso remolino de su enagua, empujó la puerta y entró—volviendo a cerrar con las dos manos, como si ya en la salvación cortara el paso a crueles fantasmas.

—¡El pasador!—había gritado Luciano.

Inclinado hacia ella, el codo en la almohada, veíala de espaldas, pendiente el cinturón del desabrochado corpiño sobre el raso azul de la falda a media pierna.

Obedeció Flora y envió una sonrisa a aquellos brazos que se le tendían.

Parecíala que estaba libre de un gran peligro, tal que si la hubiese aislado del mundo el leve tallo de hierro que la guardaba ya en esta habitación blanca y flamante al doble fulgor de la bujía y de la lamparita rosa, encendida también esta noche para esperarla. Un segundo permaneció acurrucada contra la pared, gentilísima, mostrando el mal oculto corsé negro y la espuma de encajes, y con un tentador miedo amoroso en la faz, contrariada sólo por el frío del suelo en los pies... En seguida se acercó, encogida como una chicuela vergonzosa, tapándose el pecho con las manos cruzadas.

—¡Flora mía!—dijo él, abrazándola.

Iba yerta. Se sentó en la cama.

—¡Oh! ¡Si vieras tú! Media hora en el pasillo, sin atreverme a pasar delante del cuarto de Clotilde, que tenia luz y la puerta en tijera. ¡Con un frío!... Y no lo sentía ya, pero sigue con la luz... ¡Media hora allí, muerta de miedo con el Oleo! ¡Bien creerás que te quiero como loca!

No podía Luciano hablar, de emocionado, al resplandor de aquella vida tan suave y tan bonita que llegaba íntima y desnuda a su cama, rodando silenciosa como un bouquet deshecho de sedas y de carne blanca...; limitábase a tenerla por la cintura y a sonreiría con agradecimiento. Le admiraba el valor de Flora guardándose apenas de bajar la voz, en olvido de la situación peligrosa.

—¡Pensé que no venías!

Y advirtiendo al coger su mano que estaba helada, exclamó, inviniéndola la chaquetilla en la espalda, donde dió un beso compasivo:

—¡Ah, pronto!; ¡acércate a mí! ¡Te vas a morir de frío!

Le sacaba las mangas. Ella sonreía, protestando.

—¡Apaga las luces!

—¡Esta!—y Luciano sopló la palmatoria.

Restaba la lamparita rosa, a cuya claridad de ascua se veía todo sin violencias. Y así vió que Flora, vuelta a él, quedaba con los hombros al aire, sin falda luego, caída alrededor de los pies mientras soltábale cintas y broches al corsé, con los codos en alto; lo cual hacía subir casi a las corvas el borde de la camisa pequeña y coquetona de figurín francés, de amplio escote y tan fina que parecía de gasa.

—¡Oh, qué elegantísima vienes!

—¿Eh? ¡El corsé que tú viste!—murmuró ella, sonriénte, haciendo un rebujón de toda la ropa y arrojándola a la butaca.

Pero de pronto se acordó de que podía llegar alguien y tener que escapar, y fué por la enagua y la chaquetilla y el corsé y los escondió bajo un ángulo del colchón.

La oía absorto Luciano. Era una ingenuidad brava y cándida la suya, que daba a sus palabras armónicas y a sus lentos ademanes de gata arrecida una seducción trastornadora. Contemplábala toda blanca, serena, otra vez sentada al borde de la cama, como en la de una amiga, admirablemente peinada, con su nudo caído recogiendo los dos pabellones ondulados del cabello, por debajo del cual veíase en la garganta el collar de perlas, no más transparentes que la piel.—“Presque rien”—recordaba con delicia Luciano al mirar el cuello esbelto de estatua, cuyas líneas de gracia juvenil divergían suaves perfilando los hombros y perdiéndose en la guirnalda de encajes entrelazada de unas cintas de tan mimoso azul que se percibían apenas.

Pero volvió a pensar que tendría gran frío.

—Ven.

—¡Calla!—exclamó Flora, que miró al techo. Parecíala haber sentido algo, arriba.

Un instante atendieron los dos, cortada la respiración, investigándose mutuamente la mirada... ella de pie a su lado, entregada una mano y la otra en los labios.

—No vendrá nadie, ni Amparo, ¿verdad?... ¡Si nos cogieran! Yo aquí en camisa... ¡qué horror!

—¡Oh, nada! ¡Ven!

La atrajo, alzó el embozo y ella se arrojó como si se hubiera dado cuenta de su desnudez y se escondiese; la arropó amorosamente contra sí, dándola calor, hecha un ovillo, casi oculta la cabeza también entre las sábanas, toda junto al cuerpo de Luciano, que notaba el temblor de aquel otro cuerpo fino y nervioso bajo la batista. Se le antojaba más delgada que nunca, pero adorablemente delgada; y la oprimía envolviéndola en tranquila y gran caricia fraternal, lo mismo que si toda su pasión se aplicase a revivir a la delicada niña que por él venía como la nieve. La besaba en el pelo.

—¡Olí! ¡Capaz de coger una pulmonía! ¿Por qué no has traído un mantón?... ¡Qué tonta eres!...

Y sintiéndola callada, quieta y como amparada para dormirse en su brazos, otras situaciones análogas evocaba el espíritu analizador del poeta, ahora que por primera vez veíase dueño de una mujer adorada completamente. Fué un ansia muy distinta la que le había agitado siempre en la primera cita con sus enamoradas de un día, un instinto de deleite, imperioso, brutalizado por la resistencia hipócrita de quienes sin ella no hubieran sabido esconder las llanezas de una lujuria repulsiva. Esta vez, ante aquella larga noche de amor, le invadía una dulzura inefable que parecía disolver su alma con la de Flora, extendidas infinitamente en gloria de luz alrededor de estos dos cuerpos estrechados en puro abrazo... en puro abrazo de pasión inmensa que ponía esencias de besos en la boca y en los nervios estremecimientos de deliciosa y mortal tempestad, a cuyas lumbres habrían de quedar fundidas dos existencias. Si en lugar de encontrarse en el hotel, donde le amenazaba siempre con el escándalo la separación de su rubia de sus entrañas, y donde, cuando menos, resultaba tan difícil la soledad con ella; si en vez de vivir aquí, bajo la desconfianza de todos, tuviese a Flora lejos, en la casa de una población (como soñaron en sus proyectos de fuga), y fuese esta noche también la primera de sus amores—por el exquisito gusto de dilatar las perspectivas de segura dicha—no le importaría dormirla, según la tenía ahora, muda e inmóvil, que dijérase que, en efecto, iba a dormirse...

Tales refinamientos de fantasía embriagaban a Luciano, quien por ellos lanzado anegábase en una felicidad superior, orgulloso de tener para forjársela la necesaria sutileza de espíritu. Y avivando las llamas de aquel idealismo, surgidas de su abrazo a Flora como de una hoguera de humana pasión de los sentidos, se decía mentalmente, oprimiéndola suave:—“Es ella. Está aquí.” Y abría los ojos sepultados en su cabellera, cuyas hebras le cosquilleaban los párpados al volver a cerrarlos después que las doradas ráfagas de la sedosa cabeza le convencían de que era la de su rubia idolatrada. Su presencia flotaba además en el aire, con el perfume de violetas, con el aroma de su belleza, con el resplandor de su juventud divina en la habitación de roja claridad discreta encerrada entre las sombras y el sueño de la casa.—“Sí, ésta es mi Flora.”

Pero necesitaba apoderarse de la mágica realidad, y extendía el pensamiento: “Ella, Flora Vallés... la que parecía a caballo una princesita.... la que tocaba el piano por las tardes, la misma que un día ya lejano llevó él a misa, crujiente de sedas y dijecillos, ruborosa al hablarle.” Y percibía en él todo el busto admirable, que a través de la tela finísima, en su delgadez elegante, ofrecía tersas rigideces de figurilla de jaspe. ¡Oh, el misterioso cuerpo tan guardado en los pliegues amplios de vestidos como túnicas y en adornos de tul... ¡y cómo lo sentía en el suyo todo!

—¡Qué es eso!

Había levantado Flora la cabeza, sobresaltada por un ruido en la cocina., que los turbó. Sintió ella en su pecho el golpear del corazón de Luciano, y él en el suyo el corazón de Flora... Se sonrieron: maullaba el gato.

—Anoche vino a buscarte, ¿sabes? Se asomó a la puerta, descarado, tan blanco como tú.

Incorporado sobre un brazo y doblándose sobre ella, contemplaba esta cabeza ideal hundida en la almohada, boca arriba—“cabeza de mujer célebre”, según había dicho él muchas veces; estos ojos verdes que se cerraban por mirarle, sombreada la fila de negras pestañas curvas y brillantes, de gruesa transparencia de hoja de flor los párpados; esta garganta llena de perlas... en que al fin dió un beso, y luego otro, y luego más, calmoso y pesado, en la boca roja también, en los ojos verdes; mientras que, atormentado por el temor repentino de perder el tesoro de belleza que no poseería jamás a poco que se levantase alguien, abrasábala el contacto de su mano y estrechaba más cada instante el cerco de caricias de fuego, convirtiéndola en una niña cobardísima que no tuvo fuerzas más que para esta ingenua exclamación:

—¿Ya?

Desvanecida de amor, sumisa a la voluntad dulce del amante, sus labios volvían a deslizar, como por la mañana, incoherentes súplicas y apagadas frases de protesta... Era el rubor derrotado y escapando en suspiros, cerrándole los ojos, entre la grana vivísima del rostro...—y se sentía bien de Luciano esta vez, en un deliquio de sollozos y lágrimas, de estremecimientos y pequeños gemidos que extinguía él en su boca a besos de pasión tan profunda como apacible, sin dejar de mirar esta frente comba, de blancura mate, agitada lenta en las espesas olas de la aflojada cabellera, y estas pupilas claras a que las suyas fijas atraían invenciblemente y que todavía se esquivaban rodando entre las pestañas con desesperada languidez o entornándose por el sufrimiento y la vergüenza... Trocáronse un momento las amapolas de sus mejillas en una palidez de martirio a que asomó el terror de la suspensión de la vida... Fué un grito...

Y empezó entonces una hora letal, interminable—una hora henchida de sofocaciones del deseo sobre ausencias absolutas de lo que no fuese aquel presente alcanzado, eterno como la posesión de una divinidad maravillosa; una hora en que la virgen ganada al fin para la gloria de los amores, y en ella perdida, encontró en un éxtasis sublime la mirada aquella larga, inmensa y estrábica de felicidad, con que entregar el ser a Luciano... el ser todo, con el ansia de compenetrarse más, de fundirse a él y existir para siempre en él mismo, recogiendo también toda el alma del poeta, cuya frente noble al lado de la suya descansaba en la almohada o en la nube—no sabía ella—, enlazado a sus brazos, susurrándole al oído trémulas delicias que la estremecían el corazón como tocado vivo por el suyo, en plena quietud de sus cuerpos; agotando para la adoración todos los arrullos y todas las poesías, y sin que pudiera discernir si su agonía de miel infinita producíase al vuelo de sus fantasías amantes, o al choque de sus nervios galvanizados, en aquel beso magno de la vida entera que hacía olvidar por nimios los beses a sus bocas...

Sí, éste era el beso de los ojos, de los ojos fascinándose, clavados en una corriente de alma, serenos con la serenidad del fuego, fijos; ésta era la posesión total de la adorada—que se lo repetía ahora, vibrante y trémula; que le decía que le amaba loca, con más verdad y acento hermoso que jamás, sin jurarlo, haciendo saltar la fe de su pasión como el rayo, que no necesita más que surgir rara demostrarse. Así surgían sus confesiones, contestando deshecha de amor a sus palabras, agotándose, con más idealidad también en la voluntad del placer diluido y retardado siempre—para hacerlo interminable y huir de él con el minuto de estrechado abrazo cuando este olvido del mundo entero en la concentración de dos idolatrías llegase al dolor del trastorno, en el rebosamiento de un colmo de dicha que la pobre vida humana, sin estallarse, no puede contener...

Y se cerraron, por último, sus ojos en ese minuto, y se atrajeron frenéticos sus labios.... y Flora, como en una tempestad de insensatez, se creyó de pronto desbaratada en sollozos, desprendida y rodando desde donde no sabía, con espanto de insufrible deleite, para quedar un momento enajenada, sin conciencia, arrancada la vida de una vez en todas sus entrañas... y resucitando llena de sorpresa y de reposo en esta habitación blanca, sobre esta cama azul, más lejos de Luciano, como náufragos blandamente dejados en la arena por alguna ola formidable...

Pero de la laxitud en que había quedado Flora, recostada en su amante, silenciosa, con la cara junto a él, perdida en la sensación de que le había sucedido algo sin remedio y de que había abrasado su vida en un gozo no sospechado jamás; sin desear separarse ya nunca de aquel refugio de su seno y de aquella caricia de sus miradas; adquiriendo ahora por primera vez en este adulterio la impresión neta de que robaba el marido a su hermana, de que era muy grave el juego a que había venido tantos meses entregada con Luciano, muy grave lo que acababa de suceder allí, en el silencio augusto del hotel en calma y debajo de la madre, que dormía confiando en que la virtud es un pájaro que sólo necesita una cárcel—de esa laxitud la sacó un estruendo que hízola sentarse...

Pipín tosía, con su tos aguda y tumultuosa, que parecía rodar por la escalera como un montón de platos rompiéndose.

Se tranquilizó. No obstante, se ponía dos horquillas que se le habían caído y quería marcharse. Luciano miraba el arco de aquellos brazos desnudos, delgados y flexibles como lianas de los amores, y la camisa plegada a la espalda de niña, tan distinta de la de su mujer, y aquel escote donde entre encajes y perlas y bajo el nudo del cabello de oro, aparecía la carne nacarina que le había hecho casi morir de delicias.

—¡Será muy tarde!

La rodeó él por la cintura. “Las tres. Quedaba mucho tiempo.”

—¡Oh, ya ves; si despierta mi madre!

—¡Bah! ¡Igual pudo despertar antes!... SÍ despierta y baja, Flora mía (¡ya sí que digo mía de veras!)... si viniese...

—¡Qué cuadro...!—interrumpió ella, entre lastimosa y picaresca, porque iba tornándose en el diablillo encantador que era siempre.

—... le diría que nada hay capaz de llevarte de mi corazón.

—No, por Dios. Tendría tiempo de salir, ¿verdad?

—Sí—dijo Luciano, tirándola del brazo para hacerla caer junto a él.

Y en su brazo quedó reposada la cabeza rubia, de ojos que le entregaban ya su luz verde plenamente, con tierna confiada beatitud, con resplandor inmenso y dócil de agradecimiento por la ventura que aun la estremecía...

—Ya sé qué es amar.... lo que no sabía antes, ni sabe casi nadie. ¡Envanécete, Flora! Ni honores, ni triunfos, ni ninguna mujer, pudieron dar a un hombre mayor felicidad: igual, muy pocas en la tierra.

—¿Qué has hecho de mí? ¡Qué malo has sido!

—¡Y tú qué buena! ¡Oh, aquí, compartiendo contigo la felicidad, en el estrecho y dulce espacio de esta cama, toda la felicidad, me está pareciendo el mundo una cosa rara! A ver si puedo explicártelo... Imagina... una romería, una loca multitud que asalta un huerto de almendros, rabiosa por comer la fruta: se esparce, apalea y desgaja ramas, acapara uno lo que puede, celoso del vecino...; y cuando, rendidos todos, devastados los árboles, las hojas por el suelo, sobre el desastre se sientan a comer cada cual su gran montón.... uno a uno van mordiendo, voraces, las amargas cáscaras, vistosas y verdes; detiénense los dientes irritados en el hueso, que arrojan, para seguir mordiendo más... siempre ávidos, siempre desengañados, siempre arrojando el hueso duro en que está la almendra. Pues dos, menos ambiciosos, han salado la pared, y en rincón pintoresco, bajo un solo árbol a cuya fronda se resguardan del sol como en sombras de ilusiones, van alargando la mano, partiendo cáscaras y buscando el azúcar, pacientes, convencidos de hallarla bajo no importa qué resistencias y amargores. Tú y yo hemos sido esos dos, sabiendo encontrar en nuestros corazones la almendra dulcísima de la felicidad. ¡Cuántos si pudieran vemos y comprendernos nos envidiarían! ¡Cuántos poderosos! ¡Cuántos reyes!... Y entonces podríamos gritarles nosotros compasivos: “¡Ahí, ahí lleváis el encanto del vivir... ahí, no en vuestras coronas, no en vuestro oro... en el corazón!”

Flora le dió un beso, único sensible modo con que podía pagarle.

Pero tratábase de un hombre que no se juzgaba perfectamente dueño de la realidad si no la hacía filtrar desde la sensibilidad a la conciencia gota a gota; de un espectador íntimo y profundo de la vida, saboreador delectante del dolor y del placer, experimentalista siempre, aun de sus placeres y dolores más grandes, como si un aliento de Dios volara impasible sobre él mismo para contemplarle; y a la vez que quería transmitir a Flora este hábito reflexivo que agranda la emoción como la caja sonora de un arpa, una infinita curiosidad le despertaba el estado de alma que debió provocar la invasión plena del amor en la virgen... Había sido ya, y él había seguido atento en los ojos y en la faz de la amante la batalla, la derrota instintiva de los pudores; significara, no obstante, la renuncia de una mitad de grandioso triunfo el no pasearlo por la intelectualidad también, hasta la conciencia misma enamorada. Acosábala, pues; perseguía y destrozaba aquel pudor hasta el fondo del convencimiento de la chiquilla, volviendo a sacarle a la frente las últimas halaradas de sonrojo al obligarla a meditar su transfiguración en mujer... “Quería saber su impresión, igual que la dé un centellear de nubes observado juntos. ¿No era esto una posesión virgínea también de su espíritu?... Quería saber que ella sabía, que se había dado cuenta, y cómo...”

Sólo que, menos intelectual Flora, no sabía salir de sus sensaciones, por más que su imaginación sentía la espuela de aquella curiosidad bizarra. ¡Ah! ¡complicada cosa! ¡Ahogo de felicidad inefable e increíble!... ¡No! ¡Esto no era el haber visto algo que ella pudiera contar luego, mal que bien fiada a la memoria! ¿No la había aturdido, acaso?... Era como el dolor, que hace gritar y temer por la vida... pero que pasa y no puede explicarse después, ni siquiera recordarse... Era como el espanto, que suspende y concentra la existencia... ¡El espanto del placer y la alegría, no podía decir más!... ¡Como que tuvo ella un momento el miedo de morirse!... ¡qué tonta!

—¡Qué sé yo! ¡Como la gloria en mi cuerpo! ¡Un fuego! ¡Una gloria de fuego!

Compadecido al fin de aquella tortura deliciosa de la muchacha—de quien le bastaba que le comprendiese a él, ya que no podía encontrar aún de su alma el hondo eco, volvió a llenarla de besos la cara, la garganta, el pecho... en un contagio voluptuoso de la languidez que jugaba dormilona en sus ojos fatigados y en la blancura de sus dientes húmedos entre los rojos labios de sangre...

Flora no se oponía ya a nada. ¿Para qué?... bien suya era toda... ¡bien suya!... Unicamente se reía llena da cosquillas cuando quiso darla un beso sobre el corazón... y por eso se defendió un poco... Además, la volvía a inquietar aquella triste duda de aquella tarde, de que no la encontrara lo suficiente hermosa...

—Presque rien!... ¡Ah, mentirosita!

—Mais oui, presque rien—decía, sintiéndose abarcado un seno en la mano ardorosa del amante; y se reía, tratando de esquivarse aún, retorcida y de bruces casi; con lo que cogía aquella mano entre el colchón y su cuerpo—. Casi nada, ¿ves?... ¡Déjame! Pechos de niñilla, y las de tus artículos debían de ser atroces, como Magda.

—Pero desde hace mucho se cambió en esbelta y rubia la mujer de mis artículos, con seno de virgen—afirmó Luciano, dejándola, para estrechar aquel talle fino que parecía que iba a quebrarse bajo la camisa—. Yo tuve el presentimiento y me hubiera sorprendido que fueses de otro modo.

No decía la verdad. Esperaba Luciano haber encontrado un busto y unas caderas más hermosas, engañado quizá por la carita redonda llena de promesas de morbidez, a pesar de la apariencia delicada de Flora—y había hallado un cuerpo de jovencilla de quince años. Sin embargo, sólo un segundo duró el desencanto, la sorpresa, mejor dicho; y aquellas delgadeces adorables fueron inmediatamente acogidas por su adoración como una gracia más de la monería de biscuit por la que un día sintió el antojo de colocarla como pisapapeles en su despacho. Hasta reprochó, instantáneo, de torpeza y grosería a su imaginación. Así, y no otra. La verdad le corregía, sabia. Hubiera sido menos seductor el querido sueño: el ángel bajando, la mujer subiendo, las dos figuras encontrándose y fundiéndose en el aire, dando una su gracia ideal y transparente, quedando la otra sus risas provocadoras y su calor humano al nuevo ser. ¿No era éste su arquetipo de belleza en la divinización de la materia?... ¿en el romanticismo de la carne?... Sí, el ángel esbelto, sin alas, este cuerpo elegante y desnudo que él oprimía—y que apoyado el extremo del pie en la tierra y tendidos al cielo los brazos no se supiera si pesaba en un punto o si fuese ingrávido a volar...

—Magda—añadió, repugnando el contraste—parece un ama de cría.

La plástica fantasía de Flora agradeció la comparación. Se animaba, recobraba su aplomo completamente. Fué entonces la aturdida niña de otras veces—ya recobrada la idea de su superioridad—, lanzándose ingenua en una charla que el momento hacía más atrevida, y dijo, valiente:

—Oye, sin corsé, el pecho se le cae. Yo la he visto vestirse, ¿sabes?... Se le cae. A mí me parece muy feo eso. Y en cambio tengo tanta pierna como ella...

Con toda naturalidad sacó de las ropas una pierna, sin otra precaución que estirarse antes la media y cubrirse luego con la camisa el muslo.

—¿Ves?... Del tobillo fina, pero de aquí tan gruesa como Magda.

Estaba inclinada la flecha azul que subía por la seda negra hasta la mitad, y corregía esto Flora. ¡Amante ideal, de impulso sublime, con una aspiración única de elegancia y de arte en su amor despreocupado de vulgares convenciones!...

—Pierna admirable, a fe de pintor. ¡Y qué bonita eres, ladrona!

—¡Ah, sí, mi maestro!

Entonces quiso el maestro ver más de la estatua... y, doblada la rodilla, tiraba ella de la camisa un pellizco, para no mostrar más que la liga... otro adorno, y apareció azul (color de las rubias, que prefería ella siempre, quebrada en tonos verdes y cenizos, y que había combinado en su desnudez primorosa de amante artista) sobro la media, ceñida al muslo, cuya carne de nieve se mostró como un arete de luna de aquellos cielos.

Rápido había besado Luciano la suave piel, con un arrebato que desconcertó la fácil coquetería a que se lanzara ella, animada por una charla con las trazas de intrascendencia que las que sostenía por las tardes...

Y volvió a ser la vergonzosa...

¡Oh, mujer exquisita! Comprendía el poeta que se le revelaba en ella, como complemento a la ternura del corazón, la nerviosidad sutil de una eléctrica que le permitiría recorrer todos los cielos de las voluptuosidades.


En el hueco de sus brazos, comiendo bombones (y en la punta de los pechos sintiendo una rosa encamada que cogió él de la copa), referíale a Luciano mil intimidades de sus amigas. Distaba mucho ahora de creerse peor que Magda, peor que Luz, peor que Lorenza... peor que tantas otras. Hacíale confidencias de escándalo, por ensalzarse a sí propia con el contraste, y por el placer de entregar al amante del alma su confianza entera. A Luz le contaba lo menos siete novios... “como el cura, vamos”. El la escuchaba complacido, menos por pasear su curiosidad a través de aquel misterioso pequeño mundo de galanterías de jovencillas, tan difícil de penetrar por la observación, cuanto por verla identificada con su desdén a lo vulgar y tosco. Insistíala siempre. No debiera reunirse con nadie...


Cuando salió ella de la cama alboreaba.

Mientras se puso la enagua y el cuerpo, de cuya pechera sin botones no se cuidaba ya absolutamente, se vió al espejo: se le había soltado el pelo, que se recogía; su lozanía de nardo, blanca, consistente y terciopelosa, llevaba por fin el apagamiento de la languidez, el desfallecimiento grato de los primeros pedazos de vida en querer gastados, y del cansancio delicioso de aquellas horas sin sueño. En su cara estudiaba Luciano desde la cama la transparencia de una dicha recóndita, algo así como fulgor sereno de brasa que en su propia ceniza se concentra. La experiencia. La seguridad de ser amada y de haber amado mucho... Le dió un último abrazo, y todavía se volvió en la puerta a tirarle un beso con los dedos...

La vió él desaparecer, perezosa y tranquila, con el corsé bajo el brazo, y se quedó escuchando en la soledad perfumada y feliz, hasta que sintió sus pasos en el techo... Respiró. ¡Se había salvado!

Despertaría la casa poco después con la normalidad de siempre. ¿Quién al ver seis horas más tarde el lecho de suntuosa colcha de damasco diría que allí estuvo una noche entera la colegiala rubia que imponía respeto a todos con su candorosa timidez?

Y repitiendo y comprendiendo ahora estos versos de Ayala,


... ser tu dueño, y callado apoderarme
de todos tus riquísimos despojos.


se dedicó buen rato, antes de ceder al dulce sueño que le invitaba, a registrar la cama minuciosamente, a fin de que Amparo, al hacerla, no encontrase no importa qué cosas perdidas de Flora: horquillas, cabellos, lazos, pétalos, como la sangre, rojos, de la rosa deshojada...


Una fase nueva y más íntima de vida, de te tal comunidad de sentimientos, habíase consagrado para los dos desde aquel día. Como en los pasados tiempos, volvieron a no separarse, y hubiese jurado cualquiera de ambos que en la redondez del mundo no había junta la felicidad que en este pequeño espacio del gótico hotelillo, donde hasta los pájaros a sus árboles llegaban a cantar con alegría más grande.

Flora dejó de ir a casa de sus amigas, y no quería, además, que viniesen, para que no las viese Luciano. “Ni a Magda, ¡vaya!...” Le tenía preso, pidiéndole cuentas de cada minuto, de qué pensaba, de por qué sonreía... Hasta llegó a tener celos retrospectivos, y le hacía contar sus historias galantes para vigilar si las recordaba con pasión; aunque no fuese así, se enfadaba un rato.

“¡Bah, pues no le habían...!”

—Eres igual que Luz, hijo. ¡Igualito!—decíale con ironía picada de desprecio, que no dejaba de molestarle.

Y para deshacer este cierto rubor que le producía la acusación, impregnada de singular fuerza por la delicadísima chiquilla, respondía él, bromeando:

—No. Me falta una monja, a quien haré el amor después que a ti.

—¡Te mordería!... ¡Ah, si intentases olvidarme! Toda la vida para mí. Se acabaron tus conquistas; yo soy la final, y te aguantas, ¿eh?... Mal te ha salido la cuenta, porque a última hora creerás haber conquistado una tonta, y has conquistado a una fierecilla; ¡verás!... ¡Oh, el traviato!

Le hacía daño. Sabía herirle. ¡Qué cosa más rara, una amante así, avergonzando por sus amoríos a un despreocupado!

Por las tardes, después de pintar, cuando su madre (por encargo severo de don Gil, al verla tan descolorida) la hacía tomar en la saleta la merendilla, no consentía en tocarla si no comía Luciano también; y a lo menos subíale golosinas de las que le compraban a ella y guardaba en su chinero, junto a las botellas de jerez y los caramelos de los Alpes.

Así pasaba el mes de enero, mientras que las incesantes lluvias parecían aislarlos mejor en la casa.

Fué tal y tan loco el afán de besarse a todas horas, y singularmente en el salón, al pintar, que una vez los sorprendió María, saliendo del cuartito de puntillas.

Pero sin disculpa posible: Luciano sentado sobre Flora y pegadas las bocas.

La costurera pasó, grave. Ellos se quedaron como el mármol.

—¡Qué imprudencia! ¿No ves tú, Luciano?

—¡Con tal que no se lo diga a tu madre!

—No, de seguro. Vete, y la hablaré yo.


María, antigua costurera de la casa, que tuteaba a Flora, con quien tenía gran confianza, la había ya dirigido algunas indirectas otras veces... Del suceso no resultó más que una nueva confidente autorizada; ella misma, en cuanto llegó, le dijo:

—¿Me lo niegas ahora? los figuráis que una es tonta! Pues mira, lo he hecho para que no creas tú que me la estabas dando de prima.

No pareció necesitar explicaciones, y se las ahorró Flora, con una larga sonrisa, que abrió a María las puertas de la expansión acerca de sus relaciones con un ordenanza del telégrafo. Era una muchacha fina y honrada, y por tal pasaba en Alajara... pero, ¡vaya, que no se extrañaba de las cosas!

Y sabía una copla:


Por un besito ni dos,
ni tres, ni cuatro, ni ciento,
la mujer no pierde nada
y el hombre queda contento.


—Pero ¡nada más que besos! ¿eh?

—¡Claro, mujer! Ya ves que nuestras circunstancias...

Había tal respetuosa sinceridad en el tono con que pronunció estas palabras, que María la creyó completamente...; que María no hubiese creído a quien le dijese que Flora había pasado ya tres noches en la cama con Luciano.

V

Causa muy principal de la tolerancia de doña Salud con Amparo “y su gente” era (aparte otras, ya conocidas) la paga de Luciano. Y no es que la donosa viuda tuviese apego al dinero, sino todo lo contrario, que en su descuido de bohemia lo recibía bien siempre, para ¡salir de trampas y crearse más.

Su hija convino en darla cincuenta duros al mes, lo cual había cumplido el anterior y este de febrero, apenas cobró; pero además, como la nube de abastecedores oliese que empezaban a sacar racha los porfiados, cayó sobre el hotel, agotando las sonrisas de la muy cortesana doña Salud y los fondos de Amparo, con quien, irritada por “su tacañería”, la emprendía luego la madre, poniéndose en el disparadero de las palabras gordas.—Luciano, cuando su mujer se le quejaba amargamente (porque no le iba quedando a ella ni para vestirse), dirimía el pleito en favor de la suegra. Y ésta encontraba a su yerno entonces razonable y discreto, hasta el punto de buscarle de aliado en cualesquiera diferencias con la testaruda...

Contra los dos se peleaba Amparo frecuentemente... A lo mejor, por una tontería... por si se cenaba tarde... por si ocupaban o no a Clotilde, de quien necesitaba para los niños... Pero no discutía sola tampoco, puesto que Flora, movida de cariñosa compasión a su hermana, ya que no de un fino instinto diplomático, defendíala, si no se trataba de cuartos, cosa que molestaba a la mimosa señorita, “incapaz de diferenciar dos pesetas de medio duro”.

Y así, de suegra a yerno y de hermana a hermana, renacía sobre el antiguo fondo de rencor inolvidable una especie de amistad cumplida y cortés.

Amparo y Flora salían juntas a dar paseos al sol, por las huertas, mientras dormía Luciano, antes de comer. Llevaban a Pepito y Camila, y corriendo tras ellos, la tita salvaba frecuentes lagunas de silencio a que las precipitaba con evocaciones tremendas algún giro de la conversación. Se temían a solas, sin embargo. Amparo, viéndola turbarse, o percibiendo su empeño en halagarla, tan resuelto que el refinadísimo egoísmo de la rubia se convertía en largueza cuando le pedía ella para sus lujos el adorno de una capota antigua, o el pedazo de encaje que perteneció a un vestido—pensaba: “¡Le remuerde la conciencia!”; y en su gran bondad ingénita iban cayendo oleadas de perdón... A ratos sentía impulses de decirla, con los brazos abiertos: “¡Ya sé que fuiste honrada y que sufrías!...”

Pero, no. Conteníase. “Honrada, tampoco. No lo es la mujer que se enamora de un hombre casado... y casado con una hermana de ella.” “Arrepentida a tiempo, nada más.” Un hervor del odio oculto volvía a Amparo a su orgullo de generosa, y se dejaba querer con cierta altivez que—creíalo su candor—debía de mortificar el ansia de reconciliación de la chiquilla.

Aunque confiaba en Flora, a pesar de no creerla completamente desimpresionada de Luciano todavía, y asimismo confiaba doña Salud. Esta, sobre todo, desde una noche en que, fingiéndose dormida, oyó hablar a los novios de boda próxima: Angel proponíasela, y aceptaba ella con tanta facilidad que o era una burla o... afán de casarse pronto, para entenderse luego con “el otro”... La viuda no encontró desatendible tal sospecha.—“Y bueno; casada, ¡allá ellos!... Lo importante consistía en que don Gil no pudiese hacerle cargos a sus deberes de madre.”

Procedía la seguridad de Amparo de otra suerte de observaciones. Su marido pasaba gran parte de las veladas al fuego de la cocina, con un libro, o jugando con los niños, a los cuales quería más. El retrato, por otro lado, que no se acababa nunca, porque estaban de él hartos la retratada y el retratista—según oíales repetidamente—, quedaba tardes enteras en abandono, bien porque Flora no tenía ganas de vestirse el traje gris, bien porque Luciano las tenía de pasear...

¡Ignoraba que precisamente esas tardes eran las que llenaban más al uno del otro el corazón de los amantes! Solían ser las de los miércoles, jueves, sábados y domingos.

Las de los miércoles y sábados, porque las dedicaba Flora a su toilette de enamorada, y las de los jueves y domingos, porque se hallaba rendida de una noche de pasión... y prefería la molicie de los sofás a la pose de la modelo.

Las dos citas a la semana concedidas a Luciano por su gentil rubia. Flora, de espíritu un poco burgués, y conservando sus hábitos del colegio sobre distribución del tiempo, había ordenado el amor entre sus ocupaciones, clasificadas de insigne perezosa. Un entretenimiento más, seductor cual ninguno de su vida; pero también el que le costaba ímprobos sacrificios de sueño y de tranquilidad, y que no debía en modo alguno absorberla, en completo menoscabo de sus pequeños placeres. Así, como por sistema, ce levantaba a las once, y cuidaba los patos y el jardín hasta la hora de comer, y se peinaba luego y dedicaba las tardes al retrato y las veladas a la música.... pensando siempre en él, es cierto, sintiéndole cerca o lejos por la casa; como cada domingo se vestía para la misa de doce y cada miércoles se leía en la cama su periódico de modas, y de mes en mes el Fígaro Illustré...—encontró manera de hacer un hueco preferente a sus noches de apasionada escalonándolas con sabio método entre otras destinadas al reposo.—“¡Una vez nos cogen!”, decíale al despedirse de madrugada; pero el amante se alzaba de hombros, y ella confiaba al fin, para la próxima entrevista, en aquella feliz ocurrencia de dejar sin cerillas a su madre...

Desde el 3 de enero (constaba en el retrato) había ido siete noches al cuarto de Luciano: en un mes justo... ¡Y ya lo creo que reformó sus primeras impresiones! ¡Era tan enredador, y tan malo, y tan... aquel demonio suyo! Se quedaba delgadísima. ¿Estaría menos guapa?... ¡Sospecha terrible!...

“Me va chupando como un caramelo... Pero fea no estoy... ¡Bah!...”

Sonriendo al pensar esto, se retiraba del espejo, al que todas las mañanas dedicaba, su primera visita; y cerraba los ojos del pensamiento en fuga de recuerdos abrasadores, de audaces travesuras, de amor, de locuras caprichosas que la avergonzaban... Sin embargo, la delicadeza de aquel hombre, su gran idealismo dejando caer blancas flores de ilusión sobre sus atrevidas adoraciones carnales, como para hundirlas en poesía, podía decirse que protegían la pureza de la amante aun en medio de la tempestad deshecha de su castidad. Tanto era así, que Flora, llena en la soledad de su alcoba, y con sólo imaginar estas cosas, de un rubor que estaba lejos de asaltarla cuando se entregaba a la plena idolatría del poeta—como si para él únicamente hubiera dejado de ser la virgen pudorosa de otros tiempos—, continuaba incapaz de mudarse la camisa por el bañador fuera de la cama. ¡Y habría quien no creyese que de su cuerpo sabía ya más que ella, pero muchísimo más, Luciano!

Y Luciano, por su parte, estaba sencillamente sorprendido de ser dichoso. Encantado de no desear nada fuera del cariño de su Flora, miraba lo demás del mundo con indiferencia; y no quería más que amor para él; amor, como aquel suyo, para sus hijos. La fama, el aplauso, la gloria alguna vez soñada en sus fantasías juveniles de escritor... ¿No serían quizá desesperados vuelos de los corazones grandes en busca de la admiración colectiva, en una bancarrota personal de amores? ¿No solía ser la desgracia la más fecunda tierra para el genio? ¿No era tal vez el arte el alivio triste e ideal de los grandes desengañados de la vida, que se forjan a capricho lo que no pueden encontrar? Entonces, ¿a qué buscar él la fama?... Su gloria, su admiración, su felicidad, se las ofrecía inmensas aquella encantadora niña, y más dulces y sinceras que las de la multitud, compuesta al fin de las ingratitudes juntas. El no cambiaría por los laureles de la inmortalidad la mortal corona de los brazos de su Violeta.

El no necesitaba escribir novela... ¡la vivía!; y de esta novela incomparable quería tejer el capullo de gozo de su existencia, como el gusano de la seda, y quedarse dentro y salir nada más para extinguirse, desplegando las alas de mariposa hacia lo infinito... A lo sumo escribiría alguna vez esta novela de su novela, esta razón de su vida, en filosofías que lanzaran fuera de su yo el gran ejemplo de la aspiración de felicidad de los demás...

No le había dejado la menor huella de amargura en la dicha presente aquella especie de traición que le costó a su palabra, A sí propio y por su honor prometió la renuncia de Flora... de Flora nada más, no de la alegría y de la existencia, Y si su Flora era su vida y su alegría, su vida que necesitaban también sus hijos, ¿es que él debió matarse antes que faltar a una promesa inconsciente? ¿Es que debiera conceptuarse deshonrado quien siguiese respirando después de jurar que renunciaba al aire?... No; bastaría que meditase la insensatez del juramento para no volver a prometer lo imposible... Cuando menos, él habríase tenido por más cobarde y menos hombre sometiendo la florescencia hermosa de los amores a la loca arrogancia que llenó un momento su voluntad que sacrificando esa fugaz soberbia a la pasión que llenaba los instantes todos de su pensamiento, de su voluntad también, de su vida entera...

¡De esta pasión, sí, que constituía su felicidad con intensidad sobrehumana!... Porque quería a Flora hasta el tormento de no ser Dios para tenerla siempre. Cuando la abrazaba en sus noches venturosas, sufría por el alba que habría de llegar a arrebatársela; y cuando la miraba a todas horas, temblaba por las que pudieran venir sin que él hubiese de seguir mirándola... Y por experiencia conoció el poeta el dolor más raro de todos: el del colmo del placer con la perspectiva de su carencia. Por eso eran sus abrazos a Flora desesperados, ávidos, ansiosos, y sus miradas tristes y profundas. Por eso le mortificaba ver los relojes y los calendarios y notar que corría el tiempo.

Habíala dicho que no volvería a Ceilán; pero él no iba a vivir más que algunos meses en Alajara y no se convencía bien de cómo pudieran verse en Bilbao. Una temporada con la hermana, aun suponiendo que ésta llegara a olvidar, no le satisfacía; y dudaba que doña Salud fuese a vivir con Flora adonde residiese él.

Algunas noches, uno en brazos del otro, volvían a hablar de la fuga. Sólo que ella concluía exclamando:

—¡Bah, no! Yo convenceré a mi madre. Don Gil no creas que se opondrá: le he escuchado que en cuanto pueda realizará sus fincas y se irá del pueblo.

Y es que nada le bastaba a Luciano. Su inmensa dicha tenía delante Un camino de amor infinito, y siempre quería más de Flora. La tenía toda, su belleza y su alma... pero torturado en discurrir, como si persiguiera el empeño de llorar alguna vez, igual que el niño del cuento “por una cosa que no halla”, mostrábase contrariado por no poder realizar un vehementísimo capricho: dormirla abrazada, y dormirse él después de cansarse de contemplarla dormida.

—¿Pues ahora!—dijo al fin ella una madrugada.

Cerró los ojos, dispuesta a engañarle y deslizarse de la cama a las cinco, sin despertarle. La miró Luciano a su placer, se durmió luego sin quererlo... y fué la gran luz del día, entrando por la ventana, la que despertó a los dos—porque Flora, deliciosamente rendida también, se había dormido, a pesar suyo. Las criadas andaban por la casa... ¡Un milagro que pudo sortearlas y encontrar aún en sueños a su madre!... El susto resultó mayúsculo, si bien no tanto como debiera para la valiente rubia, que ya otra noche había tenido que desprenderse rápida de su amante y arrebatar el mantón y subir hasta cerca de la mitad de la escalera: habíanse oído de pronto, en el techo, los pasos de doña Salud, buscando las cerillas quizá para encender la mariposa... La sintió de nuevo acostarse, y tornó arrecida junto a Luciano:

—¡Ah, sí! Una vez nos cogen, ¡tú has de verlo!

Pronto pasaba la inquietud—ebrios los dos en aquella perfumada claridad de ascua del globo rosa a que él la contemplaba muchos ratos, según la anunció una tarde, entre encajes desnuda, como una Venus rubia en el hueco de una ola...

Toda una instalación cómoda. A pretexto de cuidados al “convaleciente”, la chimenea del despacho ardía desde las diez, y sobre la mesita de noche había bombones, pastelillos y una botella de málaga... A lo mejor comían con voracidad, inclinados en la cama, bebiendo en la misma copa y llenando las sábanas de migajas que, a la vez que los pétalos de rosas que la deshojaba por todo el cuerpo, sacudían después con la palma de la mano...


Pero he aquí otra boda, y de bien más campanillas que aquella de Antonia Antón a que asistieron también Flora y Luciano. Se trataba de Lucía Tournell y el baroncito de Robla, nada menos. A las nueve de la noche no se cabía en la calle de San Guillermo, a la puerta del vetusto caserón, con honores de palacio, del conde de Elche. Conformábase la gente mirando las siluetas de los convidados en los visillos de los balcones, después de haber visto desfilar por el ancho portal, alumbrado con derroche, a lo principal de Alajara. Porque el conde, para ofrecer a sus parientes venidos de Madrid y Sevilla la prueba de la consideración respetuosa con que distinguíale el vecindario, había invitado a todas las familias... cuyo jefe pudiera tener frac o levita... Fué la única limitación. Hay que confesar que se equivocó en el cálculo: los sastres locales tuvieron que confeccionar seis levitas a la carrera—y algunas personas se excusaron.

De todos modos veíase en los salones, vagando satisfechos entre los sofás rojos y las tapicerías que ostentaban sobre la cifra la corona de nueve picos, a cuantos en la localidad representaban el señorío por su dinero o por su nombre. Las muchachas, menos Augusta; los señoritos, menos Marcelo y Lolo; algunos caballeros a quienes no conocía Luciano y distinguidas jóvenes a quienes no conocía tampoco: cuatro hermanas, particularmente, rubias como la manteca, de ojos grandes y claros, de las que las dos mayores decíase que iban a meterse monjas. Eran estos desconocidos respetables personalidades alajareñas, que en minoría descontada de la vida pasábansela en sus casas, a la antigua, como la tía Pilar de Flora, sin salir más que a misa de alba, al rosario y el Jueves Santo...

Formaban con ellas contraste Magda y María Montilla, alegres como castañuelas siempre; y más aún, tres jovencitas sevillanas, hermanas del barón, que reíanse por todas partes como locas. En cambio, la parentela de Madrid, no menos distinguida, era más circunspecta: un primo segundo de la novia, apuesto teniente de artillería, y la madre de éste, armada de impertinentes, y de don Carlos otra hermana, con dos hijas chatas y elegantísimas, de admirables cuerpos, que mostraban una morbidez deliciosa en las escotaduras de sus corpiños de seda blanca.

La familia del hotel hubo de llegar tarde, con retraso de una hora, cuando ya el canónigo de Córdoba había bendecido la unión y desalojábase el salón del buffet para empezar el baile. Verdad es que podría explicarse la tardanza al reparar el atildamiento de las tres—de la viuda, esplendorosa en su seriedad erguida de infanta, chispeante de joyas el peto chantilly del traje negro; de Amparo, hermosa y arrogante con el escote discreto de sus hombros en el brochado terciopelo granate, sobre el cual su cuello saltaba de pura transparencia, sombreado por los rizos de aquel pelo caracoloso y negro de perro de Terranova; de Flora, en fin, cuya entrada en la sala, delante del ingeniero, causó un movimiento de asombro; jamás se la vió más bella... y a esto venía, a comprobarlo, a deshacer con la experiencia las sospechas terribles...

Estrenaba un vestido azul húsar, recibido el lunes: la falda princesa se adornaba con agremán de seda blanca y negra y felpilla azul oscuro, que guarnecía también el borde inferior de la chaqueta, de grandes solapas de smoking cerradas con broche de cobre en la cintura; el peto era un cuello chal de sur ah blanco y corbata igual; y las mangas Directorio, la entallada espalda y el delantero lucían bordados riquísimos. Nada de pulseras ni sortijas; solamente botoncillos de ágata verde como sus pupilas en el lóbulo de la oreja, que quedaba al descubierto, y la flecha de turquesas en el pelo, bajo un penacho de plumas de loro, azul metálico.

En la confusión de los saludos, la novia y Nieves Tournell habían cogido a Flora y la presentaban a las primas y al teniente:

—Es un ángel... pero un ángel, y nos tiene abandonadas esta picara.

Allí quedó por cuenta de ellas; lo cual no impidió que Magda, empeñada en charlar con el artillero, tuviese un momento para decirla del barón—mientras alguien tocaba el piano—una porción de burlas. “Las bodas de familia. Casarse con un mico sentado.” La cadena de los lentes de Robla, prendida a un lado del chaleco y cruzándole la pechera, la hacía reír; y veíale la negra y alambrosa barba tan pringada de cosmético, que pensaba ella que salpicaría a la gente si sacudiese la cabeza como los perros al salir del baño...

Luciano observaba a Flora al desgaire, desde lejos, hablando con don Carlos, con un jovencito madrileño de la familia de éste (Eduardo Altamira, del Cuerpo Diplomático, según la presentación) y con don Juan Anselmo. Bismarck se acercó luego al grupo, digno y aparatoso con sus canas de hombre de Estado. Miraban desde el hueco de un balcón bailar un vals, en que Angel Luis había cedido al artillero a su novia. A lo largo del salón, entre las mamás y las señoritas sentadas, sólo tres o cuatro parejas extendían los vuelos de las faldas por la alfombra.—Flora, la más apuesta, la más gentil, la indiscutible, con su gracia desmayada de colegiala, ágil y cimbreante en las vueltas, sujeta con infinita elegancia su cintura por el guante blanco del oficial, arrojando siempre el fuego dulce de sus ojos a Luciano al cruzar, y buscándole por los espejos... Se habían propuesto no bailar juntos, ni hablarse, recordando que ocasión parecida dió las primeras sospechas a Amparo. Una misma idea asaltó buen rato a los dos, a él al verla, a ella al verse en las lunas hechiceramente reflejada: ¡quién pensaría en la amante de fuego que escondía esta delicadísima figura de muñeca!... En vano se buscaba Flora aquel aplomo que supuso que había de tener en adelante; Lorda, que debía de ser un muchacho audaz, sólo con haberla dicho sonriendo malicioso que tenía rojos los labios, la ruborizó...

—Un disgusto de ordago—susurraba un momento despues a Luciano, llevándole del brazo, el juez de primera instancia, hombre francote—. A ese niño gótico de diplomático en ciernes, aunque por compromiso invitado como pariente, no lo esperaba nadie. Fué en Valencia novio de su prima, de la propia y mismísima Lucía, que estaba por él chiflada, y que se ha casado con el barón por obedecer al padre y por razones de cuartos. Fíjese: está triste; fíjese en ella... Deben de sufrir mucho. El conde no le ha dejado de su alcance hasta las bendiciones... Ya sabe usted que, como paisano, estoy en los asuntillos de la casa.

Y explicaba la historia, repitiéndola por quinta o sexta vez, pues venía de contárselo a Rivera, a Daniel del Pazo (muy entusiasmado con María Montilla toda la noche), a don Gil y a un grupo donde halló a Rubio el boticario y a Primitivo.—¡Mucha autoridad aquella de don Carlos con sus hijas! Y hacía bien: Altamira no tenía dónde caerse muerto...

Pero las garbosas sevillanas empezaron a bailar seguidillas; cuando todos se replegaron para dejar libre el centro, Luciano se sentó junto a su mujer. Una gran alegría, las castañuelas repiqueteando la gitana música, a cuyo compás saltaban y se doblaban las elegantes muchachas, de pareja con Magda la tercera, la pequeña, y enseñando más de una vez, con los revuelos y contorsiones, la seda de sus medias.—Las llevaba Magdalena, afortunadamente y a pesar de su predilección por los calcetines. Esta fué una observación de Lorenza, al oído de Flora, a quien luego quisieron hacer bailar seguidillas también, cambiando las parejas y añadiendo otra más con las primas de Magda; pero se disculpó Flora, accediendo solamente a cantar, después que con excelente gusto, y acompañadas por Nieves Tournell, ejecutaron las dos chatas y apetitosas madrileñas de admirables bustos el dúo de tiple y contralto de Gioconda.—Flora cantó la Serenata de Gounod, una de sus antiguallas, que valientemente allí, en público, consagrábale al amante trocando por ma vie el ma belle del refrain...

Su voz tenía temblores de dulzura que conmovió a todos... A los lados del piano se habían formado grupos oyéndola, y la aclamaban al concluir, siendo Nieves y las señoritas de Madrid quienes se la llevaron en triunfo. Nieves, además, quería una cosa: que en su álbum autografiara inmediatamente Luciano una frase a la pureza, contenida en un artículo suyo de La Ilustración Española. Intercedió Flora, y la transcripción quedó hecha sobre un velador, así que Nieves trajo periódico y álbum. Luego pidió el conde que el autor mismo leyera el artículo; pero él cedió a su mujer la lectura, y el acento simpático y firme de Amparo arrancó mayor aplauso con su entusiasmo—sin adivinar la inocente hermosa que era aquella melodía de vaguedades un ditirambo al amor de la rubia idolatrada.

Entretanto la intrépida Magdalena, de nuevo junto a Flora, hízola notar cómo el cognac había establecido una corriente de intimidad entre Angel Luis y el teniente de Artillería—que era un pez. Ambos visitaban con frecuencia el salón inmediato, volviendo cada vez más alegre?.

Y añadió, como un escopetazo:

—Mejor para ti. Nuestros novios son accidentales. ¡Tú estás loca por tu cuñado, mujer!

Aunque le había dicho esto metiéndole al oído mismo la boca, Flora se sobresaltó y miró con recelo en torno.

—¡Magda! Ya te lo he oído dos veces. Poco favor me haces suponiéndome capaz de enamorarme de un casado... ¡Bah!

—¡Cómica! Sí, cómica—repuso Magda, imperturbable—. Y además, hipócrita. Eres muy hipócrita...—Y pasando en seguida con su indiferencia aturdida a algo que le llamó la atención, dijo:—¡Oh!, atiende, oye, mira; fíjate en Lorenza: ¿ves, inclinada en el diván?... Juraría que está embarazada. Marcelo me dió a entender el otro día que se acuesta con ella. ¡Vale que se casarán! ¿Qué más va a querer que sus dos o tres mil durillos un fotógrafo?

Sonrióse Flora. Igualmente de Lolo se decía que había dicho a alguien que entraba en el cuarto de Magda por el balcón... Verdad es que no se creía esto, por tener fama de jactancioso el comerciante y por juzgar todo el mundo inverosímil que nadie se atreviera a tanto en la propia casa y con la propia hija del autoritario y violento cacique. Sin embargo, Flora se estaba acordando de aquella noche que sorprendió a su amiga esperándole para guardarlo en la sala. ¡Quién podía saber!... Lo que sí le resultaba evidente, de cualquier modo, el que no a todos los prestigios alcanza el escándalo. ¡Pobre Augusta si de ella se hablase la mitad! Quedaría como Luzbel, para... beata.

Y paseando luego con los recién casados y una hermana del baroncito, miraba un poco aturdida por el ruido de colmena de las conversaciones, entre los rojos terciopelos de corona condal, a aquellas gentes que, por concepto de su apellido o el brillo de su dinero, no había tenido reparo en llevar hoy a su casa, para mayor esplendor, el orgulloso don Carlos: de todas las que conocía ella, quizá, fuera de su hermana, de Antonia Antón, de Dolores Júver y de aquellas cuatro incoloras monjas en proyecto, podía decirse más de algo... Y principalmente irritábala ver allí a la tal María Montilla, futura capitalista, siendo así que habían procurado no invitar a la pobre Augusta... Si no Luzbel estuviese forastera, ciertamente que igual la vería esta noche, no se sabe si arrimada al grupo de sus curas festejando al canónigo, o como María Montilla, que unida ahora a las descaradas sevillanitas escandalizaban con sus risas y sus desplantes, en sus butacas, rodeadas por Angel Luis y el artillero, por don Juan Anselmo, por el memo aquel de diplomático y por Luciano.

Mas, ¿qué tenía María que hablar con Luciano tan seguido?

En efecto: allá en el rincón descubrió asimismo Magda el bullicioso corro, y se reunió a él—bien recibida por el teniente, que le cedió su asiento, quedándose de pie al respaldo, medio oculto por la colgadura. ¡Ya lo sospechaba ella: un pájaro de cuenta! Casi a la oreja decíala vivos elogios, en un flirteo lleno de intención, que supo conducir a maravilla la hija de don Juan Anselmo; mientras que éste, a María riéndole sus descaros, había el cacique celebrado en estrepitosas carcajadas esta frase de la Montilla, a propósito del viaje que con Rivera proyectaba él a los toros de Córdoba: “¿Se entera usted, Luciano?... ¡Don Juan va expresamente a ver las corridas de Córdoba!...” A continuación disparó un ruego de que no pudo el ingeniero evadirse:, quería ella aprender a pintar... sí, sí, ya sabía que era muy difícil; pero... intentarlo al menos... Paisajes, árboles, cosas sencillas, o llores en raso... Se trataba de un entretenimiento y apelaba a la galantería “del maestro”... Y desentendiéndose de las razonables excusas de Luciano, en que adivinaba el temor a Flora, de la cual iba a hablar ya si no lo evita, hábil, el joven, concluyó:

—El lunes, a las cuatro, en mi casa.

Aprovechaba la dispersión de otro vals que preludiaba el piano. El, sin contestar, se alejó con Lorda y Altamira, metiéndose en el gabinete habilitado para fumadero. Angel Luis los seguía, medio borracho—siendo el que repartió sendos habanos cuando se dejaron caer por los sofás, viendo siempre a través de otra salita una puerta de la del baile por donde cruzaban rápidas las parejas. Sur l'eau...; en esta música reconoció Luciano a Flora, y medio tendido arrojaba el humo a bocanadas, dejándose acariciar por las notas, mientras los otros hablaron. Claro es que no pensaba ir a la cita que llena de malicia acababa de darle María Montilla.

Altamira manifestaba su asombro de haber hallado en Alajara muchachas tan distinguidas, si bien le parecían un poco tímidas y bastante antigua la música que tocaron...; una sonrisa de Luciano le hizo comprender que le encontraba petulante; y mientras sobre una mesa de tresillo llenaba un mozo las copas de coñac, que Angel Luis pidió creyendo cómodo beberlo allí de charla, el presunto diplomático añadía para borrar tal impresión:

—No obstante, ¡cuánto valen estas flores del campo! ¡No elegiría yo en Madrid mi mujer! Hay que ver cómo está aquello... ¿Quién es esa Magda? ¿Magda qué?

—Magdalena Valdeiglesias. Muy rica—respondió, breve, Luciano.

—Y muy simpática. He hablado con ella y mi prima, y no se atreve a alzar los ojos para contestar.

Pero Angel Luis protestó. No le pareció bien, sin duda, que aquellas señoritas de Madrid a que aludía Altamira ganasen en nada por ningún concepto a sus paisanas; y hablaba de la desenvoltura del pueblo, dedicando a Magda picantes frases, y a María Montilla después. Y con tal criterio se avenía mejor el artillero, que había leído Les Demi-Vierges, y aseguró que la novela de Prévost retrataba admirablemente a la señorita de toda Europa. Eran demasiado coquetas las mujeres ya... ¡todas las mujeres!... Relató en seguida dos o tres casos de su propia experiencia, con heroínas que poco tenían que envidiar a Maud de Rouvre.

No pudo Luciano con aquella acusación demasiado general e irreflexiva, y sobre todo injusta; y como Lorda había solicitado su opinión, tras de apurar su copa y volviendo a tenderse en el sofá, manifestó, soltando las palabras con el humo del cigarro:

—Creo que se equivocan ustedes. En España no hay demi-vierges... todavía. Tenemos dos clases de mujeres: las pocas que restan prisioneras a la antigua en la familia, cuya virtud, más que un albedrío, es una cárcel, y a las cuales les da lo mismo obedecer al confesor o al papá y casarse con Cristo o con el novio...

—¡Muy bien!—interrumpió Altamira.

—... y las muchas que la educación moderna a bandadas va lanzando por las calles, por los paseos, por los teatros, llenas aún de su inocencia de cautivas, para ir dejándosela a jirones en la maldad de los hombres, que se encantan de poder cazarlas deslumbradas al primer vuelo y que contemplan riendo la fácil obra de perversión, haciendo más que aprisa del mundo un burdel, en vez de haber sabido aprovechar—no diré cómo—la inundación de amor en el encanto de la vida. Yo no juraría que viniésemos tan contentos junto a ellas si esperásemos que nos recibieran convidándonos a chocolate y rezando el rosario en austero salón, y no a manzanilla y bailando sevillanas, con más probabilidad de descubrir la pureza blanca de la enagua que la del espíritu.

—¡Asegúrelo!—contestó jovialmente el artillero, mientras que Angel Luis, atragantándose con un buche de coñac, afirmaba también con la cabeza.

—Pues aseguren ustedes que porque lo saben ellas nos reciben así y no de otro modo. ¡Pobres ingenuas, sin otro afán que complacemos! Y dijo usted bien: como éstas, como Magda, son muchas las que nos hablan y rodean en todas partes... y, por lo tanto, no pueden merecer el nombre de “coquetas” sin hacerlo sinónimo del de “mujer”. Son sencillamente “increídas”; es decir, del Amor confiadísimas creyentes en que “no creemos nosotros”, y que, en pos del Amor, con la misma ingenuidad van al bien que al mal, a lo tosco que a lo sublime—desconociéndolo, dejándose arrastrar por la impresión del momento, como los chiquillos y los animales; y en esto se diferencian de la demi-vierge francesa y alemana, tipo más perfecto de civilización, una intelectual maligna que ha surgido de la inocente desengañada y que juega a la impudicia con el Amor como con un enemigo del matrimonio, guardando de aquél y reservando para éste la virginidad material. Aquí estamos creando ahora las desengañadas, que formarán mañana en sus hijas la demi-vierge; y hoy por hoy, usted mismo lo ha probado, Lorda, con sus historias: se salva la que se salva; pero la que cae, cae por amor y en toda regla.

—Y bien—interrogó el artillero, extendiendo diagonalmente los pies sobre otra silla—: ¿no le parece que soy prudente elevando a regla mi celibato, en protesta anticipada de ese advenimiento fatal de la demi-vierge?

—Al contrario, muy mal. Con nuestras ingenuas estamos los españoles en el momento preciso y paradójico de elegir compañera adorable. Dentro de una generación será cuando será tarde. Las actuales solteras han aprendido de las actuales casadas, mirando con horror el miriñaque de las abuelas, que a la luz eléctrica de los salones y a la luz del sol de los paseos se hace imposible en el adorno la fealdad ridícula que consentían el candil de las veladas y las tinieblas del templo, Lo primero y ante todo, agradar. No son mejores que las de otro tiempo, pero tampoco son más malas; y, en cambio, son indiscutiblemente más agradables... y accesibles. Ya no cosen, desde que cosen las máquinas; a lo sumo, la que no toca el piano, detrás del cristal borda con felpas esperando al novio; y como para sostener este lujo barato no necesitan todavía los miles de francos de que Prévost habla, no buscan marido rico, sino con toda nobleza un enamorado, sea quien sea... y que si es soltero, con lamentable frecuencia, “mientras más amor ellas le ofrecen”, más pronto las abandona, para buscar en las frías virtuosas de familia una con quien casarse... Entonces las pobres muchachas, o se casan... con otro—y es original que suelen ser las esposas más virtuosas del mundo, o no menos que cualesquiera—o no se casan; y tarde unas y otras, convencidas de que “su carrera es el matrimonio”, y de que matrimonialmente cotízase más alto que su amor “la prueba material de su virtud”, irán advirtiéndolo a las niñas de hoy; y las niñas de hoy, mañana, con mayores exigencias del lujo, también progresivo, y escarmentadas en cabeza ajena, serán las demi-vierges.

—Y cuando sean demi-vierges todas las jóvenes, puesto que esas honradas prisioneras disminuyen que es un horror cada día—dijo Lorda, siempre escéptico—, y todos los hombres lo sepan y no se casen, como yo, y...

—Y se decidan ellas, en vista de esto—prosiguió Luciano, arrebatándole la palabra—, a progresar un poco más y a tener cada una su profesión para no necesitar de las nuestras y para poder ser tan descaradamente libres como nosotros... ¡no crean ustedes que desterramos al Amor del planeta!... se reducirá todo a cambiar algunos nombres; por ejemplo: en fidelidad el de virtud, y en olvido el de deshonra. De modo—concluyó, levantándose, porque entraba Primitivo buscándolos para el cotillón—que ese instinto de libertad de las infelices ingenuas significa el origen de una revolución formidable y fatal que, según los temperamentos, realizan los diferentes países: Inglaterra, Australia y Norteamérica más dignamente, con sus doctoras en las universidades; media Europa, por el figurín de París, con la perfidia de la Maud, bajando las mujeres a nuestro propio terreno de desvergüenza a aceptarnos la batalla... Si ha de cavarse usted, apresúrese, pues, querido.

Y volvió al salón del brazo del oficial y de Angel Luis, que se reían, bastante estúpidamente éste, con su borrachera. En cuanto al diplomático, había desfilado mucho antes, y lo encontraron hablando en tono grave con la mamá de Lorda, cuyo binóculo de concha no cesaba de maniobrar.

No hubo más remedio que tomar todo el mundo parte en el cotillón. Lo dirigía el propio conde de Elche, de pareja con doña Salud, mientras que don Gil bailaba con la madre del artillero. En uno de los cuadros, que concluía con una doble cadena de rigodón, notó sorprendido Luciano que los ojos de Flora le esquivaban desdeñosos, y que su mano permanecía blanda y fría entre la suya al estrecharla... “Sabía la cita. Debió decírselo Magda o la propia María Montilla.” Disgustado de que su Violeta concediera importancia a esto, aprovechó otra figura en que se rompían las parejas, para dar cada uno, con la que cogía primero, una vuelta de vals; él se apresuró en el remolino a tomarla, y se limitó a pasear, pidiéndole explicaciones.

—¡Nada! Te canso ya... se conoce bien: has huido de mí toda la noche.

—Por prudencia... Tu madre nos vigilaba.

Soltó una carcajada ella:

—¡Ah, qué tímido se ha vuelto el héroe!

—¡Flora!—exclamó Luciano, sintiendo la burla en el corazón.

—¡Hombre, no creí que fueses tan... miserable! Te doy las gracias por la preciosa heredera que me has dado. Pero al menos, si tienes dignidad, espera a hacerle el amor donde yo no esté delante.

El quiso contarla lo ocurrido, pero ella le cortaba con monosílabos y risitas de desprecio; y aun sin aguardar las palmadas del conde para cambiar de figura, se desprendió de Luciano, que la vió desaparecer en el barullo de los demás, con la fiereza en el ademán, en el paso lento, en el talle rígido...

¿Con qué derecho ni por cuál motivo estalló la soberbia de Flora? Nunca la hubiera creído capaz de tal arrogancia vanidosa. Ahora, junto a Amparo, él volvía a verla enfrente, del brazo de Angel Luis, y estudiaba su sonrisa tranquila, incomprensible después de los insultos que le acababa de dirigir tan sin motivo. ¿Había podido creer realmente, por lo que le hubiese exagerado Magda, que él tomó interés en la cita?... Entonces le habría demostrado ella que no tenía fe en su cariño, y esto sí que constituiría una mortal ofensa... ¡una ofensa increíble, repugnante, absurda! ¡Triste suerte la suya, condenado a cobrar en escarnios feroces sus adoraciones!... Su mujer le llamó un día “fiera”, por el delito de creer que iba a morirse... Flora le había llamado “miserable”.

Y por la sonrisa sarcástica, en apariencia tranquila, de la rubia, excitada a su vez la soberbia de Luzbel del poeta, pensó: “¡Qué poco valen!”—mirando a Flora, mirando a Magda y a aquellas chatas elegantísimas de Madrid, y a aquellas saladas sevillanas... mirando a María Montilla, que le dirigía en este momento un gracioso saludo, invitándole a sentarse hacia el centro del salón, en una de las dos sillas que tenía detrás de la suya, para hacer la coqueta con dos caballeros, según otra figura del baile.—Hasta el lunes—le dijo al oído, en el secreto. Y él, viendo a Flora que los miraba rabiosamente, tratando de adivinarlos, aprovechó la oportunidad—¡cuánto la adoraba siempre!—para contestar a María tan alto que lo oyeran todos:—Perdóname. No puedo ir.—Un puñal la negativa para la despreciada, que, comprendiendo instantánea el triunfo en la sonrisa de Flora, huyó con Primitivo en una vuelta de mazurca. Quedaba satisfecha la rubia, quedaba vengada, y bien cruelmente, con aquella respuesta de inverosímil descortesía. En seguida, arrastrando Flora a Angel Luis del brazo, fueron a ocupar las dos sillas vacías junto a Luciano—ella en medio—. El secreto lo aprovechó el amante para decirla realmente en secreto:

Est tu contente?

Oui, merci—respondió la rubia, radiante de gratitud—; minuit j’irai á ta chambre. Toute vetue. Prendrons du thé ensemble.

Enlazándose inmediatamente a Angel Luis, se alejó—lo cual provocó un aplauso en que había una burla amable para el ingeniero, ya por dos damas desairado. Y como entonces la pragmática danzante daba derecho a “una caritativa” para consolar “al triste”, acercóse Amparo, violenta por la agitación que de sobra había advertido en su hermana, y, entre mayores aplausos todavía, se llevó a su marido, perdiéndose con todas las parejas en la suerte de galop con que concluyó la fiesta.


La chimenea, encendida por Luciano mismo. El té, pronto a ser hecho y servido en el juego de porcelana que estaba siempre sobre el mármol de la chimenea. En una butaca esperaba él; otra enfrente, junto al fuego, aguardaba a Flora. Llegó a las dos, vestida esta noche, vestida completamente, como había salido del baile, hasta sin descalzarse, por lo cual pudo el amante sentir sus pasos y el remolino de las sedas cuando se acercaba...—u¡Oh, bien mío!” Era su boda; Violeta habíala querido también, pero más galante; y se abrazaron con dulzura, con delicadeza, ciñendo él su talle con la mano enguantada todavía, y llevándola así a la butaca, mientras que ella pudo en el espejo verse elegantísima junto a aquel hombre distinguido de frac y chaleco blanco... ¿No había tal vez pensado algo de esto mismo aquella otra noche de la boda de Antonia, en que sólo pudieron darse un beso?... Sí, sí; lo tenía pensado desde por la mañana: sorprenderle, no fuese a creer que venía por gratitud a lo de María; y la prueba estaba en que traía sus “lujos íntimos de amorosa” bajo el traje... bajo su vestido original y rico... ¡Ya se vería todo esto luego y... poco a poco!

—No, no pongas taza para ti; tú vas a tomar el té en mi boca...

Y se sentó, abriendo sobre el respaldo el abrigo, en cuyo forro de piel de nieve quedó ella indolentemente seductora....

—¿No te parezco así una princesita?... Pues yo soy aquella princesita a quien querías tú conquistar... ¡Conquístame, si puedes!


¡Noticia! ¡Verdadera gran noticia!

Pero esta vez no venía Luz con el periódico a darla, y no porque la noticia fuera buena, sino porque Luz encontrábase desde primeros de marzo (hoy era 7) con unas tías suyas en Utrera, por mucho tiempo...—a parir, en una palabra.

Traían EL Liberal Jacinto Rivera y don Juan Anselmo, y la cosa era tan respetable.... o suponían ellos que debía serlo tanto, que no consintieron en darla a conocer mientras no acudieran a la sala todos.

—La gran cruz de Isabel la...

—Quia, señora, ya verá usted; que bajen—decía don Juan Anselmo, con aquella voz trémula y poderosa, que hacía pensar en el rugido del león.

Amparo dejó a su madre cumplimentándolos, y no cesó de gritar en la escalera hasta que bajaron, sorprendidos, su marido y su hermana.

Entonces extendió El Liberal.

—¡Lee!—ordenó el cacique.

Y en tanto leyó Rivera, con su tono dulce y persuasivo, observaba el otro el efecto.

“Gaceta.—Ministerio de Estado...”

—¿No dije? ¡La cruz!—insistía doña Salud, procurando mantenerse en el discreto regocijo de quien está acostumbrado a los honores.

“... El cónsul de Colombo (Ceilán)—prosiguió Rivera—da cuenta del testamento del súbdito inglés sir Charles Sutton, muerto el 27 de septiembre del año último, a favor de sus sobrinos sir Williams Sutton, residente en Londres, y don Luciano Puente, residente en España, por virtud del oportuno documento público otorgado en Liverpool el 17 de mayo de 1893”...—Jacinto dulcificó aún más la voz para terminar: “Consta el legado de numerario depositado en el Banco de Inglaterra por valor de nueve mil libras esterlinas, más otras cantidades adicionadas posteriormente.”

—¿Je?—tosió don Juan Anselmo, viendo cómo unos a otros se miraban.

Efectivamente, era grande el estupor. Tal vez una broma aquello.—Pero no; Amparo había tomado el periódico, que le acercó el secretario, y decía igual: “Don Luciano Puente”... “nueve mil libras esterlinas”...

Jamás le había dicho a su sobrino una palabra el flemático inglés. Ni siquiera que tuviese dinero. ¡Pobre tío Sutton! ¡Y casi se le había olvidado la terrible noche, Ceilán... el viaje... todo!

—¿Y cuánto es nueve mil libras esterlinas?—se le ocurrió preguntar a Amparo, la primera.

—Aquí está poco más o menos—dijo Jacinto, tirando de un papel, donde traía sacada la cuenta—. Nueve mil libras son novecientos mil reales, o sea cuarenta y cinco mil duros, sin contar con los cambios ni con la renta que hayan podido acumular, si están a interés compuesto. ¡Luego... parten ustedes a más de veintitrés mil duros!

La cantidad, así nombrada en plata maciza y comprensible, llegó a la codicia de todos, aun de aquellos corazones de la gente del hotel, tan poco metalizados—aun de Flora, que exclamó, mirando a su hermana, y como enviándola el parabién con la inclinación de cabeza:

—¡Veintitrés mil duros!

Todo alegría aquella tarde. La noticia se partió por el pueblo como un puñado de cohetes, y volvían las”visitas.

En la sala se comentaba el caso, muy contentas Amparo y doña Salud—mientras Luciano sentía verdadero pesar por el olvido del muerto en aquella felicidad colmada que había ido ahogando sus recuerdos, como si no hubiera sido niño jamás, como si hubiera nacido hombre en el hotel para adorar a Flora.

Esta, aparte en la cocina, y con la libertad en que los dejaba la alegría loca de los demás, le había dado graciosamente la enhorabuena.

—¡Ah, sí, Flora! ¡Te la admito! ¡Es nuestra salvación!... Parece que un ángel me llevó a aquel país que maldecía, y donde triunfó toda la suerte para mí... ¡Yo solo salí con vida, y hasta la muerte de los demás me favorece! ¡Ya podré vivir donde quieras, donde vivas tú... siempre aquí! Hace un rato me hablaba Amparo de buscar en seguida casa en Alajara. ¿Cuándo viene madre Reyes?

—Pronto. Dile que sí, que la busque. Está un poco celosa, ¿sabes?... y mi madre, desde mi enfado por... esa María. Sé que han hablado de esto las dos y que pensaban hacerlo de todos modos, aunque no fuerais a estar más que unos meses. Pero, sí; mi madre Reyes tardará muy poco; menos que ella en preparar la casa...

Luego querían que Luciano partiese para Madrid en el primer tren, a enterarse en el Ministerio, a negociar a escape la entrega del dinero. Ignoraban lo que hubiera que hacer, y don Gil apuntó la luminosa idea del viaje. ¡Pero inmediata!... Y ya empujaban al heredero su mujer y su suegra, porque el mixto pasaba a las siete y quince... que arreglase las maletas... ¡Cuestión de una semana, calculaban todos!

No obstante, Luciano encontraba ridícula aquella prisa, como si se tratara de algo sobre lo que pudieran caer las gentes a rebato. Se iría al día siguiente, o al otro, despacio... no en un tren mixto, para tardar veinte siglos.

Encontrando poco después a Flora en el pasillo, consultábala.

—¿Y no podría gestionarse por cartas?—argüíale la enamorada rubia.

—Mejor es que vaya. Quince días.

—Bien; vete mañana en el exprés.

—A condición de que nos despidamos esta noche. Tengo mucho que hablarte.

—Bajaré.


Amparo, aquella noche, después de cenar, preparaba el baúl de su marido, como si fuese a faltar tiempo durante la mañana. No había podido arreglarlo más temprano porque Camilita tenía desde el oscurecer una tos que no se calmaba con nada, y estuvo más de dos horas dándole remedios: baños de pies, pastillas, naranjas, panatelas... A la una, cuando se acostaban todos, volvía el acceso de la niña, la tos seca, tenaz, de aquellos temperamentos nerviosos de la familia... A las dos de la madrugada le duraba todavía...—y salió Amparo de su cuarto en camisa a la escalera para llamar a Clotilde y hacerla calentar leche con un poco de lumbre de retamas...

Creyó Luciano, oyéndolo desde su habitación, que no podría bajar Flora; mas la esperaba leyendo La Débâcle, confiado en su gran valentía y mortificado por el afán de sus abrazos dulcísimos, como siempre que tardaba ella después de haberle consentido en sus caricias... Para la impaciencia de su corazón, que amaba tanto, era siempre la primera noche...

Por eso en cuanto Clotilde y Amparo volvieron a acostarse, y transcurrió apenas un cuarto de hora con la tos de la niña en calma y en silencio el hotel, Luciano empezó a hallar incomprensible que su Flora no llegase... Eran las tres y media.

Y bien, no se iría hasta el otro día...

Camila tosió de nuevo. Oía el canto de Amparo cuneándola... Pero una puerta se oyó allí cerca, al cerrarse muy quedo, y al volverse Luciano vió a Flora junto a él, despojándose del pañolón, lleno de encajes—con una gargantilla de zafiros esta noche.

Le abrazó:

—¡Oh, vengo porque sé lo que sufres... pero ya ves la niña! ¡He pasado un miedo! ¡Tuve que correr, pensando que salían! Todo el mundo está despierto... Un beso nada más, y adiós... en cuanto pueda salir... ¡que es lo más grave ahora!

Verdaderamente era una temeridad el haber venido; lo comprendió Luciano, atento como ella al canturreo monótono de su mujer, interrumpido por la tos cansada de la niña, que lloraba, con la garganta ya deshecha, sin duda.

—También me duele la cabeza de un modo horroroso—continuó Flora, deslizando a la cama las piernas y ciñéndose al cuerpo de Luciano—. He venido para que veas que por ti soy capaz de todos los disparates. Además, vacilé al principio, con el temor de que viniese ella también... Amparo, por despedida del viaje...

—No, nunca—respondió, sonriente, Luciano—. Tendría a estas horas que dejar sola a la niña.

De más lo sabía Flora, que harto había sufrido algunos días viendo a Amparo salir despelujada del cuarto de Luciano a la hora de comer. Pero a estos celos habíase acostumbrado sin decir una palabra.

Por suerte, volvía la niña a calmarse. Luciano estrechaba a su rubia de su corazón, hablándola y besándola en aquella frente que le dolía acaso por la inquietud y el insomnio. Con sus rodillas aprisionaba una pierna de Flora.

—Me escribirás. No podría pasar estos quince días sin tus cartas. Al Hotel Peninsular; y es preciso que pienses tú cómo podré contestarte.

—Por la costurera, ¿sabes?... Ya que está enterada, que nos sirva para eso. Mañana te daré sus señas. Y si en unos días llega mi madre Reyes, mejor por mi madre Reyes.

—Cuando yo vuelva estará aquí; de modo que es la última noche que pasamos en este cuarto, si es que persiste Amparo en mudarse.

—Seguro. Aprovechará tu viaje. Te repito que vuelve a dudar de mí... de ti, no: ¡qué suerte, hombre!... Mi madre le ha dicho a... tu mujer que no necesita comprar muebles por ahora: se los da ella. Tiene prisa en separarnos.

—¿Y si al volver yo estáis en el campo tú y tu madre?

—No importa. Irá Amparo con nosotras. Y si no avisas, podremos estar juntos la temporada... y vernos si no va don Gil. Me llevaré a María a Los Torvos para que sigas escribiéndome.

—¡Ah, Violeta mía, cómo al fin me quedaré en Alajara, si es verdad esa bendecida herencia que pueda librarme del trabajo forzado! Tu hermana se alegrará de verme poner aquí alguna fábrica, alguna industria... y yo te tendré a ti siempre como a mi gloria y me dedicaré a escribir (mi segundo sueño de toda la vida), para que tú leas mis cosas... ¡Ah!, y se me olvidaba: ahora que me marcho es la mejor oportunidad para que dejes... al novio.

Al decir esto la dió un beso.

—Ocho días. Una historia cualquiera—replicó ella—. No necesita mucho, porque el pobre está celosísimo de ti. ¡Oh, no sabes! Anoche mismo me decía “que parezco yo más novia tuya que suya”... ¡Qué calumnia, ya ves!—exclamó donosamente burlona la hechicera rubia, estallándole un beso en los ojos—. Te aborrece. Juega y se emborracha como un descosido. Dice que para olvidarme... ¡y lo cierto es que se arruina! Don Gil le asegura a mi madre que debe ya Angel más de lo que tiene... ¡Me quiere de verdad ese muchacho! ¡Sí pudiera vernos por la cerradura... él, que quiere casarse a escape!

Luciano oprimió con delicia todo aquel cuerpo fino, de marfil flexible, que en la batista se resbalaba...

—Va a despertar mi madre—exclamó Flora, escuchando toser a la niña—. ¡Me voy!

—¿Así?... ¡Oh, cuando no nos veremos en tanto tiempo, Violeta!... Mira, ya se calla... Pero... ¡si estás mala tú!...

—Me sigue el dolor de cabeza, mas no importa; es que estoy temblando que nos cojan por ser la última vez... Me iré pronto, de todos modos.

—¡La ultima vez! No digas eso, Flora; que eso sí que me da a mí miedo.

—La última vez... aquí.

—Pues no sé por qué esta noche te abrazo y te miro como si fuera a ser la eternidad nuestra separación de dos semanas...

Flora—no quería oír esto—le llenó de besos...

VI

“18 de abril.


”Parece mentira, L.... que aún en tu carta de ayer retrases la vuelta que, desde hace un mes, estás prometiendo “para dentro de unos días”... Por quince te marchaste, y llevas ¡cuarenta!—¿De qué me sirven tus mentiras al escribirme? ¿De qué me sirven, si demuestra lo contrario tu poca gana de venir?... Yo aquí, sola, en el campo, para que nada me distraiga un minuto de pensar en ti; y tú de diversión en diversión, de teatro en teatro... ¡quién sabe si de mujer en mujer, de esas que gustan de todo lo de moda!—¡Qué tonta soy!

"Están ya cargantes los periódicos con tanto hablar de ti y publicar tus retratos. ¿No lo hicieron cuando desembarcaste? Pues ¿a qué repetir lo mismo porque hayas ido a Madrid?... ¡Bah!, ¡se conoce que tienes amigos en las Redacciones y que no les sobra en qué ocuparse! Todo lo cuentan... Que si te dan un banquete, que si ves a la reina, que si ves al ministro, que si te conceden la cruz... ¡como si lo que a ti te pase le debiera importar más que a tu Violeta!

”Yo creo que te desvanece algo tu celebridad, por más que digas que “te fastidia esa pequeña y ridícula fama de bravo que hará pensar a las gentes que sueñas con tajos y mandobles, siendo así que sólo sueñas con los dulces brazos de una rubia...” De una rubia. Pero no dices cuál; y reflexionando que no seré yo, puesto que ninguna prisa te das por volver, sospecho que sea cualquiera de...—por ejemplo, de esa “distinguida familia del embajador de Inglaterra, en cuyo palco (según El Impartid!) estabas en el Príncipe Alfonso...” ¿Se puede saber quién es ese embajador y qué familia tiene?... ¿Y por qué no me has hablado tú de esa familia en tus cartas?—Además, más valía que te acordases de que debías estar de luto y no ir al teatro...

”En resumidas cuentas, L.... no me explico que por muy enrevesada que esté la cuestión de la herencia, y por mucho que los papeles tengan que ir desde el ministerio de Estado a Londres y de Londres al ministerio de Estado, sea precisa tu estancia en Madrid. Podrías arreglarlo por cartas, sobre todo habiendo encargado a un agente, como has dicho; y así te ahorrarías ese dineral que estás gastando... Anoche oí que don G... te ha mandado ya tres mil pesetas en un mes. Pues, hijo—lo que dice mi mere—, a nada que continúes vas a deber a don G... la mitad de lo que cobres.

”¡Oh, si yo pudiese averiguar en todo lo que gastas el dinero tú!... ¡Claro! en palcos y en banquetes a los periodistas, y por eso te jalean tanto... Y también tengo entendido que sale muy caro el amor entre la gente de fuste...

”Te reñiría, te arañaría... y mejor es callar. Una semana te concedo de último plazo para el viaje, ¿sabes?

”Mi vida aquí es atrozmente ñoña. Paseo con tu femme y tus enfants, y éstos y yo dicen todos que estamos desconocidos de gruesos. De vez en cuando voy con don G.... a caballo, hasta la estación de Los Torvos, que dista del cortijo media legua; pero con quien me doy la misma caminata a pie es con M.... la costurera, a pretexto de hacer ejercicio y a fin de recoger tus cartas en la estafeta del pueblo. Por cierto que desfiguras poco la letra del sobre, y aunque no vengan a mí, pudieran conocerla.

”¿Y por qué deseas saber cómo dormimos?... ¡Bah, resultarla imposible, porque la casa no es grande y tendrás que ocupar la chambre de tu femme. Aparte de que estando don G... con nosotros... Lo que sí te doy es una buena noticia: ha llegado al pueblo mere R...; y estuvo a verme el domingo de tren a tren: no pude decirle nada; pero es igual. Va haciendo calor en el campo, y si tú llegas esta semana, sólo nos pasaremos juntos aquí unos días, muy pocos.

“No veo a A... L... hace mucho tiempo. Ya cuando nos vinimos al campo le puse medio incomodado, a fuerza de no hacerle caso. Una noche, habla que te habla él, me dormí en la butaca, y esto le enfureció. Sin embargo, es tan tetu, que, según te dije, ha seguido visitándome en el cortijo, al principio, y todavía desde la última carta que te escribí ha vuelto una vez. Puede darse por concluido.—Mucho le ha disgustado la riña a mi mere, que me pone como un guiñapo cuando me pilla a solas, y también creo que le hablará muy mal de mí a tu jemme, a lo cual atribuyo que ésta no haya alquilado, al fin, la casa cerca del hotel porque se ven las azoteas de una a otra, sino la que menos te gustará, en una calle feísima y retirada. No parece tu jemme intranquila, sin embargo; mi rotura con ése ha acabado de convencerla de que yo te conservo un poco de afección; pero cree que tú me has olvidado completamente y confía en la mudanza, que proyecta para en cuanto vuelvas; si no la ha hecho ya es por estar en el campo con los niños. Tan lo cree, por fortuna nuestra, que si bien yo veo que no puede desechar para mí cierto rencor, hay ocasiones en que la pobre me trata con mal disimulada compasión generosa de vencedora... Más sufro entonces, porque me duele verla tan inocente y tan buena y que este cariño tuyo me...

”¡Qué sé yo! ¡Me volviste loca!... Te he repetido cien veces que estoy loca por ti, y quiero que lo entiendas bien. Loca, loca. Yo no pienso, como antes de conocerte, en nada. Pienso como los locos, y me has hecho perder toda clase de respetos a mil cosas. Debo de ser muy mala o muy insensata cuando no tengo conciencia. ¿Por qué no me remuerde, si no, alguna vez?... Muchas mañanas, durante las horas que paso despierta mirando al techo y meditando, he meditado la enormidad que me debía parecer lo que soy tuya—a pasar de ser quien soy y de serte lo que te soy. Yo misma agravo las cosas como un acusador, a fin de saber si puedo producirme algún pesar, empeñada en sentirlo: ¡inútil!... Una seguridad me queda nada más: la de que si por magia yo volviera a ser la niña aquella ruborosa que tú conociste hace dos años, esa niña querría de nuevo enamorarse de ti.

”...¡Ah! pero, ¿qué estoy escribiendo?... ¡Yo que me había propuesto ser fría y seca con quien me olvida por ir al palco de las inglesitas!...

”No más. Yo no te quiero hombre célebre, porque eso es casi ser hombre de todo el mundo... Está muy enfadada, pero muy enfadada contigo.

Violeta.”


Alajara, 23 de abril.


"Luciano de mi alma: Acabo de llegar al pueblo sola, dejando los niños con mi madre. Me ha dado un horrible disgusto la... dichosa Flora, y no he querido seguir a su lado ni un minuto. Escríbeme o telegrafía si me marcho mañana mismo a Madrid, con los niños. ¡No podré ver más a esa mujer! ¡Qué mala, Dios mío, qué mala!

”Ha sido un escándalo provocado por su audacia. Verás cómo. Yo debo contártelo todo... todo, ¡aunque algunas cosas que ha tenido el descaro de decirme me han llegado al corazón y me hacen llorar con una pena que me mata!

”Ella, en este tiempo que pasamos en el cortijo, paseaba a caballo con don Gil, yendo siempre a Los Torvos, el pueblecillo inmediato. Otras veces con María, de quien no se separaba nunca; y además, siempre que íbamos a la estación mi madre y yo por recibir tus cartas, nos acompañaba. Solíamos encontrar a un capitán que ha vuelto herido de Cuba y que pasa una temporada en Los Torvos. Es un muchacho joven y fino, que en fuerza de ver... a ella con nosotros y con los demás, la saludaba, y parece que hasta habían llegado a cruzar algunas frases.

”No cesaba de hablar del capitán, sobre todo en la mesa, bromeando conmigo y con don Gil, a quienes nos decía que “era muy simpático...” Con cualquier motivo estaba deseando ir a la estación para verle, sin duda; y por lucirse, le agradaba más el paseo a caballo. Anteayer tarde, mientras el peatón del correo me entregaba tu carta, el capitán se acercó a mi madre ya... ella, y oí que las pedía permiso para visitarnos. Luego nos volvimos y durante toda la noche estuvo hablando del capitán la niñita...

”He de advertirte que Angel Luis viene apenas, y como don Gil traga mal a Angel Luis, la animaba y la seguía la corriente en lo que aparentaba ser una simpatía granae hacia el forastero, de quien ya tenían averiguado que es de La Carolina y de buena familia. Pues bien: anoche te escribí yo, después que se acostaron todos. Aunque en realidad no me importaba esa historia, te la refería; en primer lugar porque aquí, donde nada pasa, cualquier suceso tiene importancia, y luego para darte una prueba más de que esta mujer, cuyo concepto sigues teniendo tan alto, es una veleta, que no toma cariño a nadie y que hace cara al primero que le dice: “Buenos ojos tienes.”

"Debía echar la carta esta tarde. Pero hoy, comiendo, volvía ella a la conversación del capitán y a ponerlo de guapo que no cabía más; y se me ocurrió decirla que, precisamente en la carta que llevaría después a la estación el tío Merino, te decía yo que estaba ella entusiasmada con el nuevo pretendiente. No imaginarás el efecto que la hizo: colorada como un pavo, y llena de rabia, dijo que “yo no tenía para qué decirte esas cosas, porque a ti no te importaban y porque eran mentira". Y, puesta de pie, repetía: “La rompes, la rompes; borra todo oso. Le dices de ti lo que te dé la gana, pero de mí no tienes que ocuparte..." Le contestaba yo que nadie puede meterse en lo que se me antoje escribirle a mi marido, y ella, cada vez más descompuesta, aseguró que “mi carta no llegaría a tus manos".

"Mi madre estaba volada, viendo su descaro, y don Gil mismo, que no podía comprender las intenciones de... la señorita, se extrañó mucho y le preguntó por qué tomaba tan a pecho lo que a ti te dijera del asunto, fuese mentira o verdad. ¡La hipócrita! ¿No salió con la canción de que “todas aquellas calumnias que yo la levantaba podían llegar a oídos de su novio”? ¡De su novio! ¡Valiente novio, y ni que no supiéramos lo que la preocupa!

”Así quedó, y no hubiera sucedido más a no sospechar yo que el irse ella en la siesta con María hacia el camino de Los Torvos era con intención de quitarle la carta al tío Merino. Participé la duda a mi madre, que creyó lo mismo, y acordamos seguir al criado desde lejos, vigilando si le salían al encuentro... En efecto: caminábamos a cincuenta pasos detrás, ocultándonos en las zarzas, y no tardamos en ver que de unos árboles salían ella y la costurera, que le cogían la carta al tío Merino y que parecían darle instrucciones... Yo no sé qué sentí, Luciano; pero corrí a ella con la idea de ahogarla... Al verme rompió mi carta en pedazos...

”—¡Infame! ¡Infame!—la dije, Y no pudiendo soportar su mirada insolente de desafío, le crucé la cara con la sombrilla. ¡Oh, cómo la insulté delante de todos! ¡Cómo la humillé! ¡Cuánto se desahogó mi corazón—la ira de tanto tiempo en mi corazón guardada por un resto de respeto a la mala hermana! Sabía mi madre que no hubiese podido cortar aquel flujo de insultos, y se limitó a tener las manos cruzadas mirando al cielo. María quiso intervenir en su defensa y la callé de una vez.

"Seguí haciendo saber a la infame que no le servirían de nada sus mañas, porque yo volvería a escribirte y a contártelo todo, para que supieses lo coqueta que es y lo falsa la mujer por quien estuviste a punto de olvidarme. “¿Que volverás a escribírselo?—exclamó—. Yo le escribiré a la vez advirtiéndole que a quien le parece el capitán muy simpático... es a ti...” ¡Miserable! La hubiese abofeteado. “Está bien, díselo—contesté—, veremos a cuál cree de ambas... la las dos nos conoce! Y ésa es tu ira y por eso quieres que te siga creyendo fiel, porque desearías haberme hecho todo el daño de que es capaz tu maldad, y no le perdonas que te haya olvidado.”

”¡Ay, Luciano, Luciano de mis entrañas! Lo que escuché en seguida me tiene destrozada el alma, porque yo me resisto a creerlo, porque yo me moriría si me convenciese de que es verdad. Flora, rebosando rabia y venganza, me aseguró “que aunque la juzgaba tan mala, tenía que agradecerle el que ella no hubiera querido que por ella y con ella me hubieses abandonado tú...” ¿Es esto verdad, Dios mío? ¡Ah, escríbeme! ¡Escríbeme por caridad y desmiente eso! Si yo hubiese tenido dinero, habría cogido a mis hijos y hubiera partido al lado tuyo, al lado de mi Luciano—para que me pudiera decir antes que era una inicua invención de una mujer desalmada, que él nunca había querido abandonar a su mujer y a sus hijos!...

”No veo; las lágrimas borran las letras. ¡He sufrido tanto, Luciano mío, desde que corrí por una mantilla y huí en aquel tren de esa infame!... Tú me tranquilizarás con la carta que espera loca tu

Amparo.”


“Abril 23.


“Supongo que tu jemme, que se ha marchado al pueblo, te escribirá en seguida; y yo también lo hago, como puedo, sobre las rodillas, para que sepas la verdad.

”Veía siempre en Los Torvos a un capitán que no sé quién es. A menudo se hablaba de él en la mesa, insistiendo A.... sobre todo, en que es muy buena figura y muy simpático, sin duda con la idea de interesarme por él... ¡ella que tanto recela del cariño que no duda que te tengo! A fin de despistarla, mostraba yo cierto agrado en charlar en tal sentido, puesto que así explicaría también de algún modo a los ojos de don O... mi abandono de A... L...

”Sin más que esto, A... me manifestó que hoy te escribiría diciéndote que yo estaba entusiasmadísima con ese hombre. Aspiraba a presentarme como una coqueta, y decidí estorbar que tal noticia pudiera entristecerte un minuto siquiera. Salimos al camino M... y yo, y cuando al mozo a que se la dieron le quitaba la carta y la rompía, apareció tu jemme, que me insultó con las peores palabras y dejó mi honra hechas trizas...—Un milagro que don O... no se ha enterado.—Mi mere quiere que nos marchemos mañana al pueblo, pues teme que le pase algo allí sola.

”Te volveré a escribir. No lo hagas tú hasta que te avise. Tu desgraciada

Violeta.”


Madrid, 24 de abril.


”¡Qué triste, Amparo mía, lo que tan inesperadamente me revela tu carta! Cuando la recibí, no hace una hora, llegué a pensar que fuese una continuación de la de ayer, tan llena de confianza en mí y de esperanza en los proyectos de dicha que parecía anunciarme esta ciudad hermosa brindándome un porvenir.

"Porque es cierto, Amparo; me halagaba el pensamiento de cimentar la felicidad de la vida que empezaríamos sobre la fortalecida fe en tu Luciano y sobre tu perdón a Flora, mucho más digna de piedad que de la saña con que la has deshonrado para siempre. Hoy ya no podrá ser: el Madrid en que también yo había pensado para más tarde, que parecía haberme abierto sus puertas en triunfo, no podrá cerrarlas detrás de nosotros sin apariencias de prisión, de destierro, como si nos recogiese en lamentable fuga de las personas queridas; y nuestras mayores alegrías tendrán el amargor de la familia rota, y mis mejores triunfos se parecerán un poco al forzado trabajo del presidiario—porque tras de nosotros estará siempre el dolor de tu madre y la sombra triste como un crimen de esa pobre hermana a quien sacrificó tu vanidad.

"Permíteme que lo crea: las lágrimas de tus ojos, que todavía el papel trae húmedas a mis labios, no son de pena, pues tú sabes que ni por Flora ni por nadie ha cesado de ser tuyo mi corazón; y hasta yo creía habértelo demostrado bien junto a ella, indiferente a sus amores. No; estas lágrimas, que bendigo, son las de tu arrepentimiento por la ingratitud con que la has tratado y por el daño que la has hecho.

“Ingratitud... ¡No es otra la palabra! Si Flora me quiso un poco, en demasía supo imponerse el sacrificio que debía a una hermana. Ya que te lo ha dicho ella, no te negaré yo que en otros tiempos, admirado de su gran nobleza, intenté someterla a prueba. Necesité averiguar que aquel cariño que se me mostraba no era el de una mujer frívola y egoísta, sino el de un alma inmensa, que por cima de su pasión misma ponía el respeto a la ajena felicidad que habría de destrozar.—Y necesité saberlo para despreciarla o estimarla, para pagar su afecto en desdén o agradecimiento: entonces le propuse huir con ella... y fué un día de infinito gozo para los dos aquel en que Flora, pensando en ti y besando con lágrimas a nuestra hija, me confesó que no “era capaz de separarme de vosotros”.—De modo que te ha dicho la verdad, porque debe de creer que, sin su negativa, yo hubiera realizado lo que le proponía.

”Esa es la desdichada hermana a quien acabas de abofetear por una rivalidad cruelísima, impropia de tus sentimientos. ¿Quizás puede extrañarte que desee Flora aparentar fidelidad al recuerdo mío, por algún tiempo siquiera, aunque no sea más que por mantener la dignidad de su antiguo cariño? ¿No comprendiste que tu candoroso afán de presentármela coqueta habría de mortificar su celo por la estima que le guardo en prenda de su delicadeza? ¡De cuándo acá ha de serle indiferente a una mujer su decoro!... En el crimen de amar hay también su decoro como en el de robar por hambre... y Flora es lógico que se resista a pasar por una salteadora de corazones, por una amante de oficio.

”Y te ruego, Amparo, que medites esto, para que no creas que la defiendo por otra consideración que la de ser quien es. Tratárase de una extraña, y aun palpable tu ofuscación, no desplegara mi boca; que al fin y al cabo prueba de cariño es la que me dan tus celos. Pero ese afecto fraternal convertido en rencor y enojos eternos; esa de tu propia familia, con motivo o sin él, deshonra que tú publicas; esa faz de una hermana, principalmente, ultrajada por tu mano.... caen sobre mí como pesadumbres inmensas que me hacen llorar.... porque yo, que no concibo el odio, no puedo explicarme que lo hayan engendrado mis ansias infinitas de amar, de amarlo todo, de amar incluso a tu madre y a don Gil, sólo porque tú los amas y a pesar de tanto mal como te causan.

"Amar, sí; era mi familia tu familia. Yo, que no tengo a nadie, había olvidado pronto mis prevenciones contra los tuyos. Apenas los traté un poco olvidé sus defectos grandísimos, para no reconocer más que sus bondades. Y ahí, en ese hotel, cuando he vuelto contigo de cruzar el mundo, dolido de su indiferencia y su brutalidad, me pareció caer en un refugio blando y dulce, en que palabras sinceramente compasivas se escuchaban, en que brazos cariñosos se estrechaban, por fin, y en que recibían besos del corazón de nuestros hijos. Y ¿he de ser yo quien ha destruido todo esto, quien vuelve a condenarse con vosotros a soledad perpetua entre las gentes? ¿Ha de haber sido tu ligereza quien provocó lo irremediable, derrumbando en un minuto la obra de ventura que tan cuidadosamente quisiera labrar mi prudencia y la de Flora?

”¡Oh, imposible! Tú eres buena. Tú eres mejor que nosotros. Busca a tu hermana y léele esta carta, más sincera de lo que tú puedes pensar, en la cual te protesto cien veces, para que se lo repitas a Flora si te place, que a la mujer, que a la esposa mía del alma, no la he olvidado ni podré olvidarla por ninguna.—Di esto a esa pobre niña, que no ha cometido otro delito que el que sigues cometiendo tú, quererme, y ten la seguridad de que luego se quedará tu amor propio tranquilo, y ella contenta de que tú lo estés, y singularmente si borras el escarnio de tu mano con un beso en el mismo sitio que golpeó en su cara.

”¿Lo harás?

”Yo, entretanto, me quedo como un idiota, sin saber qué determinaré cuando cierre esta carta, desesperado quizás lo necesario para no poder continuar lejos de ti, y volar a abrazarte y consolarte.

"Hasta muy pronto quizás; tu

Luciano.”


Atajara, 26 de abril.


"Llegué ayer a casa con mi mere. Me tiene presa en la alcoba, de donde no me sacarían ni a comer, si no fuese por disimular con don G... A tu femme no he vuelto a verla. Por falta de dinero no se ha marchado ayer mismo a Madrid con los niños; y no sé si porque le has anunciado tú que vienes, prepara los muebles para mudarse a escape. Si vinieses mañana y sin avisar, tal vez podrías calmarla y dejarlo todo igual que antes. Ven.—Tu esclava.

Violeta.”


Desde un cupé del expreso en que dos días después volvía, Luciano contemplaba el pueblo, con sus rojos tejados aplastados allá en la falda de la sierra, cuyo paisaje se ofreció de pronto en la gran curva del tren. ¿Qué había ocurrido allí? ¿Qué efecto habríale producido a su mujer aquella carta medio ingenua, medio farsante, en realidad para Flora escrita?... No le había contestado. Acaso la enfadó más. De cualquier manera, no veía fácil disuadirla para que continuaran en el hotel después de lo ocurrido.

Mientras el tren a toda velocidad se acercaba, y rodeaba luego las casas, que parecían girar en torno a la ancha torre de la parroquia como una marea de ola extendiéndose, el viajero no perdía de vista el blanco mirador con su baranda de hierro semejante a un púlpito, en lo más alto, por delante del cual pasaron, ocultándolo un momento, la chimenea de la fundición y el campanario de la Magdalena.

Saltó en el andén, tomó un coche y llegó a la verja del hotel, donde nadie salió a recibirle. Se paró un segundo en la escalinata; un visillo alzado discretamente en el balcón de Flora hízole ver su mano y unos rizos de su cabello... Por fin vino Dámasa a recoger las maletas.

—¿Y las señoras?

—Están en la casa nueva doña Salud y doña Amparo, No le esperaban, señorito.

—¿Los niños también?

—También. Iré a avisar.

—No, déjalo. Iré yo mismo en seguida.

Bendecía la dichosa casualidad que le permitiría abrazar a su Flora y hablarla, poniéndose de acuerdo. Se apresuró a entrar, subió, y la encontró esperándole en la tijera de la puerta del tocador, en enaguas y con el hermoso pelo tendido sobre la toalla, que le cubría los hombros.

—¡Luciano mío!

—¡Vida de mi alma!

Se abrazaron fuertemente, llenándose de besos.

Luego hablaban con las manos cogidas y sin querer ella salir de la puerta, no los sorprendiese alguien, pronta a cerrar. Le contaba largamente el suceso. ¡Había sufrido tanto!

—¡Oh, no sabes qué insultos!... ¡Y enterar a la gente!—concluyó diciendo—. Vale que me importa poco; mi honra la estimaba para ti.

Otra vez se besaron. Luciano le pasaba el brazo, aplastándola en el cuello aquel sedoso pelo deshecho. Flora tenía húmedos los labios y las mejillas, recién acabada de lavarse.

—Estás más gruesa, Violeta.

—Y ¿te gusto menos?

—¡Mala!...

—Me darás la carta de Amparo, a ver qué te decía. Puedes creer que...

—No hagas caso. Yo te la daré. Tenemos mucho que hablar. ¿Cuándo?

—No sé. No me dejan ver a madre Reyes... Ignora que hemos vuelto, pero la mandaré llamar esta tarde... Supongo que no te irás en muchos días...

—Esperaré... los precisos. Lo que te prometo es volver pronto...

Le interrumpió ella para escuchar.

—¡Nada! ¡No saben que estoy!... Procuraré que despida Amparo esa casa nueva, consintiéndola en que se me reunirá en Madrid. A poca habilidad que tú emplees, seguirán las cosas como estaban y podré continuar en el hotel a mi regreso. Esto es importante, porque si no, no nos dejarían vernos, no volvería quizá Amparo a esta casa... Casi por esto nada más me iré a Madrid todavía... Y sí, volveré aquí...

—¡Quién sabe! Está tremenda mi madre; dice que me tienes sugestionada; que de fijo me has dado alguna cosa, pues de lo contrario no comprende este amor tan grande. ¡Mira cómo me pone a pellizcos!

Alzando el pico de la toalla, enseñó un hombro, donde Luciano dió un beso sobre una señal amoratada.

—Me convenzo—prosiguió ella—de que no hay nada que ahogue como la pena. ¡Casi no he podido respirar, de la que tenía!... Y ¡ca!, de seguro no podrás vivir aquí. Amparo querrá que os trasladéis desde esta noche...

—¡Qué tontería hiciste, Flora mía!... ¿Por qué no callar a todo?... por nuestro amor. ¡Ve las consecuencias!... Y, en fin, dejemos lo pasado y procuremos remediarlo: tú bajarás en cuanto venga tu hermana a darte un beso y a pedirte perdón... así que yo la hable... En mi carta le confirmaba que te propuse la huida, por probarte, ¿sabes?...

—¡Por probarme!—exclamó la rubia, maliciosamente.

Luciano, que se sorprendía de haberla encontrado tan serena y animosa en mitad de un escándalo “en que se había destrozado su honra”, prosiguió, no sin cierta preocupada contrariedad:

—Oye, le diré que me marcho dentro de unos días (los necesarios para hablar contigo una noche), que voy a tomar un piso en Madrid, y que tan pronto como lo de la herencia termine se irán todos conmigo. Después, yo me encargo desde Madrid de hacerla ver que aquello no nos conviene, y regresaré antes de un mes.

—¡Bien!... pero, ¡pedirla yo perdón con aquellos insultos!...

—Bajas cuando te llame, Flora; es preciso, como a aclarar mis explicaciones... Y ella será la que te bese. ¡Es tan buena!...

Un ruido hizo volverse a Luciano.

Era su mujer, plantada en la puerta del salón, adonde había llegado de puntillas, tratando inútilmente de escuchar... ¿Habría ido a avisarla la estúpida muchacha? Flora, espantada, sólo tuvo tiempo de huir a la alcoba sin cerrar la cristalera.

Se sonreía Amparo con una sonrisa cruel, en su cara fulgurante de dolor y enojo. Luciano, con una calma enérgica, pronto adoptada por su instantaneidad en las soluciones más graves, afrontaba su mirar. ¡No había disculpa!

En aquel terrible segundo de silencio, únicamente le atenazaba una duda: si los habría oído y si los habría visto besarse... Un infinito heroísmo opondría él cualquiera que fuese la situación.

—¡A eso has venido!... ¡Ah, infames! ¡Tan infame tú como ella, y más hipócrita! ¿Qué haces aquí?

—Amparo...—exclamó Luciano, temblorosa la voz, de una fiereza que quería hacer humilde—, he subido aquí... porque necesitaba hablar con Flora... de ti...

—¿Y qué tienes que decirla tú?... ¿Y te recibe ella desnuda y para hablar de mí os cogéis la mano?

Avanzó un paso apretando los puños, con energía increíble:

—¡Maldita! ¡Maldita sea! ¡Pero va a oír lo que debe! ¡Tú... vete!

Le señalaba la escalera.

Luciano se limitó a dar otro paso para quedar en la entrada del tocador, como defendiéndolo.

—¡Vete! ¡Vete!—exclamó Amparo, con una rabia que le desgarró la garganta.

—Amparo, ten calma... te lo ruego—pronunció él a pausas, dominándose con grandes esfuerzos—; yo tenía que hablar con tu hermana... Se había mezclado el nombre de mi mujer... al de un hombre que no es su mando.

No halló otra disculpa, aun a costa de la odiosa ofensa que envolvía.

Prodújose un cambio en la faz de Amparo. La injuria la abofeteó. Con mayor brutalidad, porque vió que se le lanzaba sin creerla, delante de la rival odiada, para trocarse en acusador el delincuente. Irguióse altiva, de toda la arrogancia de su figura, con un desdén magnífico en sus ojos negros de sultana, que se dulcificaba, no obstante, por la pena de un corazón hecho pedazos...

—¡Ah, los miserables!... ¡El capitán... y yo!... ¡Yo la perdida... y vosotros los que me juzgáis!... ¡Ella la que me acusa! la mí!... ¿Y a eso has venido de Madrid?

Contemplándole un momento con fiero desprecio, lanzó una carcajada, Y terminó echada atrás, alzando la cabeza con un reto de dignidad suprema:

—¡Oh, yo no te creía tan cobarde, Luciano! ¡Ya ves que me ofenderías menos confesando que has vuelto por Flora!

El dolor franco y el valor que transparentaron sus palabras conmovió la coraza de insensibilidad en que protegía él de las iras de la esposa el supremo amor de la amante. Cerró los ojos y se halló un segundo débil y despreciable ante aquella mujer todo nobleza. No quiso mentir ya. La mentira le desarmaba y le envilecía más. Se revolvió toda su bravura de alma contra la humillación, y para cortar de un solo golpe la escena violentísima, y la que entre las dos hermanas iría a seguir, gritó seca y orgullosamente:

—¡Pues, sí! ¡Tú lo has dicho! ¡He vuelto por Flora!

Estas tres frases, redondas, cayeron en el alma de la infeliz con la pesadez aplastante de tres argollas de hierro en la arena.

No necesitó más. Quedó trastornada.... extinguida.

Ya no era altiva, ya no exigía cuentas a nadie.

Tuvo que apoyarse en la pared...

Por un momento olvidada de a lo que había ido allí con la hiel en el corazón y la injuria en la boca—olvidada de Flora, olvidada de todo—, no tuvo más impulso que caer de rodillas delante de su Luciano y regar sus manos con lágrimas de sus ojos y rebosar su compasión con súplicas de sus entrañas hasta hacerle desmentir aquello... aquello tan feroz, tan bárbaro, que era una confesión de que no la quería...

Sus rodillas vacilaron y se tendieron sus brazos como para postrarse... Pensó de pronto en Flora, en la indigna hermana, en la victoriosa que había escuchado la horrible declaración... y se clavaron sus pies, se retorció su hermoso cuerpo, subieron sus brazos al cielo, lanzó un alarido de espanto y huyó lo de prisa que podía, llorando a gritos, loca, como una mujer envuelta en llamas, buscando el socorro de su madre...

Imperioso aún, pero sintiendo en la piel un frío de asesino, la había él visto desaparecer escalera abajo—desde aquella mesa en cuyo mármol se apoyaba.

Flora salió, también, radiante de triunfo, triste, sin embargo.

—¡Oh, por Dios! ¡Qué has hecho, Luciano!

—Yo... ¡te adoro!—contestó únicamente abrazándola.

Le parecía que le ligaba ahora con ella una muerte.

Y mirando al corredor, exclamó:

—¡Que vengan ya a arrancarte de mi alma!

—¡Oh, qué has hecho! ¡Qué has hecho!—repetía como desmayada en sus brazos.

Lloraba, mientras estrechaba él la querida frente. Mas se desprendió repentina y cerró la cristalera, echando la falleba.—Doña Salud anunciábase en un andar rápido por la escalera arriba.

Luciano se alejó lentamente al fondo del salón, y esperó—resuelto a cuanto las circunstancias exigieran.

Ya era libre su corazón, ya podía gritar aquel amor descubierto.

Al verle, la viuda se paró en la puerta.

Permanecía erguida, mirándole de hito en hito.

—Supongo—dijo, al fin, con una dignidad y un reposo de reina de ópera (porque aun siendo tan grave lo ocurrido no logró afectar todo lo que sinceramente debía a aquella histérica en quien caían los acontecimientos algo por fuera)—, supongo que tendrás al menos la consideración de salir inmediatamente de esta casa.

—Y supone usted bien. Saldré.

—Para no volver jamás.

—Para no volver.

—Has traído aquí la desgracia de mis hijas.

—De Flora, no. La felicidad.

Respondía Luciano con un aplomo y una insolencia que la turbaron.

—¡Calla! ¡La has deshonrado para siempre!

—No. Perdón. Si acaso ustedes, con esa deshonra que ustedes entienden y que consiste en dar un escándalo y enterar a todos. Pero no importa: sigue honradísima y pura para mí, que es cuanto ambiciona, porque me adora y la adoro... y no necesitan más dos voluntades para pertenecerse.

Perdía doña Salud su calma aparatosa. Luciano la daba miedo y apareció en su acento un matiz de súplica:

—¡Ah, no seas tan malo y no la pierdas más, aumentando el escándalo! ¡Vete y no vuelvas a acordarte de ella! Sobre la voluntad de la niña está la de su madre, y yo la encerraría en un convento mañana mismo... ¡Piensa, Luciano, que el honor de Flora es el honor de tu familia! Piensa que...

—Señora—interrumpió él con una agudeza rasgante de ironía—, dejemos, si le parece, los novelescos rigores... y ciertos discursos que no pueden convencer... en su boca. Usted me echa de su casa y yo me voy; ¿cabe más sumisión?... Pero en lo de olvidar a su hija no hay quien pueda someterme mientras no lo quiera ella... y debo advertir a usted que, cerca o lejos, presente o ausente, yo la defiendo y prohíbo para Flora toda clase de violencias. Usted es su madre... por casualidad; yo la tengo en mi alma como reina y como esclava, por voluntad de la suya... ¡El convento!... ¡Bah, eso es antiguo!... Si la llevara su madre, entonces sí que su Luciano la sacaría...

Ella no sabía contestar. Estaba atónita, amedrentada como ante un ladrón, ante aquel hombre. La asombraba y la aturdía su lenguaje.

Luciano continuó, dulcificando el tono por despreciativa conmiseración a la desdichada:

—Sin embargo, pensaba yo que una mujer de su mundo y experiencia sabría resolver con habilidad estas cosas... Pensaba que usted, habituada a la vida de...

—Y bien. Vete y deja a Flora que se case, que es lo que quiere... y si no lo ha hecho ya es porque te teme. ¡No la hagas más daño!

—¿Temerme? ¿Daño a Flora?—prorrumpió el amante, exaltado—. ¿Yo daño a ella, para quien deseo toda la gloria?

Se acercó veloz a la vidriera, junto a la cual permanecía doña Salud inmóvil:

—¡Oh! ¡Nos está oyendo! Que yo antes de partir oiga eso mismo que usted me dice... y libre quedará de mi...

Tocó el cristal:

—¡Flora!... ¡Flora!... ¿Es verdad que me quieres, y quieres que te quiera siempre?... ¡Contesta!

Hubo un silencio, durante el cual doña Salud miró al cristal ansiosamente, como si el poder formidable de aquel demonio pudiera realizar el absurdo de que Flora se atreviese a confesarlo.

—¡Contesta!—ordenó con imperio Luciano.

La voz melodiosa, pequeña, pero clarísima, respondió detrás de la puerta, siempre infantil, hasta en este instante trágico:

—Sí... ¡pero me da vergüenza decirlo delante de mi madre!

Un latigazo recibió la orgullosa viuda. Vino al suelo completamente su máscara de majestad, y no encontrando más que una palabra, se la lanzó a su hija igual que un puñetazo:

—¡Sinvergüenza!

Preparándose a escapar, añadió con el rencor de la guardiana impotente que quedaba en la madre fracasada:

—¡Sinvergüenza!... ¡Indecentes!... ¡Anda y que os lleve el diablo!

Sólo que la sujetó Luciano por la muñeca, lleno de verdadera compasión hacia esta vencida del destino. La veía pálida, trémulo como el de una alondra empuñada su fino cuerpo de jovencilla, y hablóla dulcemente:

—¿Quiere usted que pensemos en Amparo?

—¿A qué más insolencias?

—Flora es feliz, ya lo ha oído, y me permito aconsejar a usted que no evite que su hermana lo sea. Aún, por fortuna, es tiempo.

—Lo que tengo que hacer yo lo sabré...—contestó doña Salud, paralizada, no obstante, por la triste necesidad de conocer los desvergonzados proyectos que iba a escuchar, sin duda. Así podría destruirlos.

—Por lo pronto, callaré a Amparo todo. Yo me marcharé mañana, esta noche; pero ella va a quedarse en el hotel, o en otra casa, y necesito llevarme la seguridad de que su madre no le contará nunca cuanto acaba de escucharnos... La ignorancia y la felicidad... se confunden muchas veces.

—¡Digo que ya sabré lo que hacer!—replicó doña Salud con viveza—. ¿Crees que puedo ser tu tapadera? ¿Qué os proponéis vosotros?... ¡Cínicos!, ¡que en mis al as vi cinismo semejante!

Era el orgullo de la hembra, de la antigua admirada vanidosa, rebelándose ante la especie de baja complicidad que parecía que iban a exigirla.

—Flora y yo—continuó Luciano, tranquilo—nos proponemos seguir como hasta hoy, con tal que su madre no la violente ni la insulte. Ella aquí, en su casa, con usted; yo en el mundo, adorándonos, sin embargo, lejos o cerca, y hasta sin vernos, en silencio, desde el fondo de nuestro corazón... ¡Esto nadie lo podrá evitar, y es lo menos que puede proponerse un hombre con la mujer que es su vida! ¡De manera que ya ve usted que lo que nos proponemos es cortar y enmendar el escándalo que ustedes buscan, más insensatas!

Se calmaba doña Salud, que tal vez había esperado verle querer entrar por Flora y llevársela del brazo.

—Cuando regrese a este pueblo—continuó Luciano—, seré su amigo del alma; he aquí todo. Para nada, pues, necesito de usted sino para que me ayude a tranquilizar a su otra hija, en vez de evitarlo.

—¡Y que puedas volver con nosotros! ¡Y que termines la empezada obra de perdición!... ¡Oh, qué hermosura!

—Si yo volviera, viviría en mi casa, no en la de usted—repuso Luciano, desdeñoso.

—¡Ojalá no la hubieras pisado nunca!—exclamó ella.

Y agobiada por el desastre de su autoridad... más aún, tímida de que aquel hombre de singular impudencia le echase en cara delante de la hija las hipócritas faltas de mundana que tanto habían amordazado y desautorizado a la madre, le volvió la espalda, en verdadera huida, diciéndole con una desolación lastimera y rabiosa:

—En fin, haz el favor de bajar... Es la hora de que don Gil venga, y no es preciso enterarle. ¡Queréis hundirme todos!

Desapareció. Luciano llamó en los cristales.

—Adiós, Flora—dijo abrazándola, viéndole los ojos escaldados de llorar.

—Adiós, Luciano mío.

—Te veré pronto otra vez. En cuanto esto pase un poco para tu hermana. Un mes... acaso menos. Supongo que dormiremos fuera del hotel... Mañana me marcho.

—No me escribas hasta que te diga cómo en mi carta. Ya ves que a María la han despedido.

La abarcó en torno a la cabeza el pelo de oro con ambas manos, y la besó largamente en los ojos, en la frente, en la boca... con toda tranquilidad, en el pleno disgusto de la casa, como a mujer cuya absoluta propiedad hubiera conquistado con el escándalo... sin que ya aquellas otras pobres derrotadas pudieran ni tuvieran el más mínimo derecho a disputársela.—Luego se alejó con dolor, deteniéndose en la barandilla de la escalera a enviar un último beso a la amante audaz de aniñada cara, que se mostraba inclinada en los cristales con el regio manto de su cabello tendido...


Estaba Amparo en su habitación. Luciano se dirigió a la calle. Quería tomarse tiempo para reflexionar lo que hubiese de decirla.—Antes de salir encontró a su suegra:—Hable usted a Amparo. No querrá usted que yo duerma en la fonda.

—¡Basta de imprudencias, por Dios!—suplicó ella—. ¡Vuelve a cenar! ¡Que don Gil no se entere, Luciano!

Era la institución a que lo sacrificaba todo: tranquilidad, dinero, honra... Habría llegado quizá a consentir que su yerno durmiese con Flora, si él lo hubiera propuesto como condición para no enterar a don Gil. La perspectiva del abandono, de la falta de aquel dinero que por amor confiadísima dejó en otro tiempo que le guardase el querido, la aterraba.—¡Pobre ingenua!

Quedóse reflexionando lo que convendría hacer, porque indudablemente había que hacer algo.

Cual un relámpago vislumbró su obligación primera.

Llamó a Dámasa.

—Sube y di a la señorita que acabe de peinarse y baje; que preguntarán por ella y no hace falta que esté encerrada.

En seguida (la generala diestra en funciones de guerrilla) pensó en Amparo.—Sí, convenía también suavizarla, presentarla a la gente, a don Gil; porque esta muchacha tan simplota y tan cabezona sería capaz de echarlo todo a rodar con sus explosiones sentimentales y su falta de tacto... Contaba de antemano con su credulidad admirable, destinada a volar siempre, a modo de pelota, entre las voluntades y engaños de todo el mundo.

Y se fué a su cuarto.

En cuanto cerraron por dentro, Amparo recrudeció su llanto, abrazándola de nuevo.

—Mira, hija—le dijo su madre, sentándola y sentándose en la cama—: vengo de con ellos... y la verdad es que eres muy ligera. Has armado la de San Quintín por una tontería. ¿Qué hay de nuevo que hablasen? ¿Quizá no me has contado tú cosas peores de otros tiempos?

Amparo, que tenía una sed ardiente de cariño, y que en este momento, por poseer al menos, inmenso y sin sombras, el de su madre, esperaba y hubiese agradecido mas verla aliarse con ella en la indignación para abominar de los dos (quizá saltando pronto a la defensa del marido cuando los insultos de doña Salud le escarnecieran demasiado...), se sorprendió en ver que los defendía—más en guisa de arregladora extraña que de madre dolorosa y tierna. En efecto: un viso de hostilidad descubrió en su acento, un viso de enojo, ni más ni menos que si todavía le echara encima la culpa de una torpeza imprudente. Por eso replicó la desdichada, con fría amargura:

—Pero ¡es que yo creía que aquello pasó! Y tú fuiste la primera, por dar gusto a don Gil, en obligarme a dejarlos pintar y estar juntos... ¡Me tenía él bien engañada!

—No, no, mujer; no hay que juzgar a tontas y a locas. Que haya ido a... ¡Bah, deja de llorar y escucha, que hablando se entiende la gente!... Que tu marido haya ido a hablarla no significa que la quiera... ¿Por qué razón?

—Porque sí, porque la tenía cogida la mano... y porque...

—¡O ella a él! ¿Qué sabes tú?

Y doña Salud, que no reparaba en minucias y seguia inconsciente todos los recursos de su dislocada imaginación con tal que los creyera momentáneamente útiles para cualquier fin, afirmó entonces haber visto, cuando se fingía ella dormida en la sala, a Flora cogiéndole las manos a Angel Luis y provocándole con conversaciones harto descaradas...—Lo cual era incierto; pero sirvió a la viuda de apoyo a estas consideraciones:

—Por dicha que tu hermanita se para en barras... Y no era cuestión de que Luciano se pusiese a hacer de José... ¡Parece que has nacido ayer tarde, muchacha!

—Pues él, de todos modos, no tenía que decir nada a nadie. Y bien alto me confesó que ha venido por ella... y ¡después! eso de insultarme por defenderse... ¡El capitán!... ¡Ah, qué malos!

—¡Claro! ¡Y será verdad que hablaban del capitán!... ¿Para qué eres tan animal que le mientas ciertas cosas a un marido?

—Porque yo no debo tener miedo a mentar nada... ¡estaría bueno! Que no lo hubiese dicho la otra.

—Y si lo dijo la otra y se lo repites tú, no te puede chocar que haya venido realmente a verla, a hablarla, a enterarse... a más de verte a ti. ¡Eso ha querido indicarte!

Alzó la frente Amparo.

—¿Y de cuándo acá, díganle lo que le digan, tiene derecho a dudar de mí?

—Desde cuando lo tienen todos los maridos a dudar de sus mujeres, ¡so tonta!... O al menos, si no dudar... y tal vez por lo mismo que no dudaba Luciano, tenía derecho a que Flora se desmintiese, y siendo así, como él me ha dicho, sería en resumen una prueba de gran cariño la que te daba. El ha venido por ella, pero para eso. Me lo ha dicho, me lo ha dicho. Y tú lo entiendes todo al revés.

Advirtiendo que Amparo cesaba de llorar y que se fijaba en tales palabras, aunque movía negativamente la, cabeza, con los ojos muy abiertos, prosiguió, forzando la credulidad de la joven:

—¡Qué! No creerlo... ¡Me parece que no puedo serte sospechosa! ¿Iba yo a decirte más que la verdad? ¿Tantas veces me has visto defender a Luciano? ¡Ni que pusiera por nadie las manos en el fuego!... Pero esta vez, ¡yo te lo afirmo, no tiene culpa! Tú que le escribes como una loca, él que viene a verte... ¿Sabía que estuviese Flora?... Pero la encuentra sola, y la habla, deseando reconciliarla contigo... ¿Significa esto venir por ella... en el sentido que lo tomaste tú? Hija, creo que no tiene vuelta de hoja: a buscarla hubiese ido al campo.

Encantada doña Salud misma de la fuerza de su argumento, quiso quedar bajo su acción a Amparo. ¡Niña grande! Intelectualmente estaba yo convencida; no tardaría en caer el convencimiento al corazón. Notábasele en aquel semblante que renacía la fe. Se levantó, pues, y la dijo antes de salir:

—Ahora lo importante estriba en que no se junten más: la niña es capaz de todo. Pero él me ha prometido que se irá en seguida... y debéis dormir fuera de aquí esta misma noche.


Doña Salud encontró en el pasillo a Lorenza, que entraba. Dió voces a Flora, y bajó ésta, elegantemente vestida con uno de sus vaporosos trajes de verano. La velutina había borrado el rastro de las lágrimas... ¡Gran arte el de la chiquilla para disfrazarse el semblante y el alma! Reía, reía al poco rato con su amiga, charlando y cortando flores por el jardín... Los vuelos blancos de sus hombros, ocultos en los rosales y en los macizos de los bojes, parecían al bajarse y subirse una gran mariposa.


Hallaba hecha Luciano la ingrata y piadosa labor de mentiras. Su mujer le recibió en la habitación con ese mismo enojo de quien tiene la paz dispuesta; para firmarla, el punto que previamente ella presentó a dilucidar fué éste: “¿Por qué pareció como autorizar con la duda la calumnia de Flora?” Advertido él por su suegra, no tuvo más que repetir y comentar el mismo argumento. No es que él dudase, sino que tenía derecho a saber que no dudaba ni la misma a quien la defensa se atribuía. Y así resultó. “Flora quiso decir que no le parecía simpático el capitán, y que eras tú quien se lo repetía a ella para que se lo pareciese.”

—¡Ah, ya! ¿Conque no le parecía simpático?—prorrumpió Amparo, indignada—. ¡Qué solemne embustera! ¡Si la hubieras visto sonreír cuando la miraba!... ¿Y por qué aquel ansia de ir a Los Torvos... que no salía nadie hacia la estación sin que la señorita echara delante como un estandarte? Que sí, que sí que lo creas...

—Bien. ¿Y qué?

—Que es una falsa y una coqueta.

—¿Y a mí qué me importa, mujer? ¡Déjala!

Pero, además, ¡oh, aquella carta de él! ¡Cuánto habíala hecho dudar aquella carta, debajo de cuyas frases intachables y de cuya aparente cordura razonada traslucía no sabíase qué intención diabólica! Por eso no quiso contestarle nada...

—Y por eso he venido yo, ignorando qué te sucediera.

—No, tú has venido por ella... ¡por ella! ¡Bien claro me lo dijiste para que te oyese!

Y lloraba Amparo, desconsoladísima, con el perdón en los ojos y el desengaño en el corazón. El desplegaba todo el poder de sus flexibles discursos y la convencía... Pasó en seguida a hablar de la herencia: vivirían en Madrid; pero de allí a un par de meses, cuando la cobrasen y tuvieran dinero para el viaje y la instalación. Iba a pasar de treinta y ocho mil duros, según cartas de Londres que exhibía Luciano...

Fuerza es confesar que este considerable aumento, que doblaba casi el legado del tío Sutton, entró por mucho para calmar a la joven, que empezó a interesarse en los detalles del asunto. Era largo. La copia del testamento, conseguida con mil trabajos, estaba ya en la interpretación de lenguas del Ministerio. El agente no necesitaba más que un poder para su corresponsal en Londres; sin embargo, cosa de tiempo aún; como el poder iba al extranjero, al notario que le otorgase tendrían que garantizarlo otros dos, y a éstos el presidente de la Audiencia, cuya firma legalizaría a su vez el ministro de Gracia y Justicia, y luego a todas el de Estado y el cónsul de Inglaterra... Igual había sido cada trámite, y por esto hubo de gastar tanto Luciano... Ahora se marcharía a Madrid, y cuando pusiera la casa se irían ella y los niños, sin que él tuviese que volver siquiera.

—Estaré contigo antes algunos días, ¿quieres?

—No. Te vas mañana. Y esta noche dormiremos en la casa nueva. Ya están llevando las sillas.

Se abstuvo él de replicar, temiendo destruirle la dulzura mimosa, tejida como con hilos de araña sobre su pena. Luego sintieron a los niños y los hicieron entrar; los abrazaba su padre, enternecido por tantas impresiones. Volvió Amparo a encerrarse por dentro. Cenarían allí. No deseaba encontrarse con la dichosita Flora.

A la vez que sucedía esto en el dormitorio del fondo del hotel, en la sala había enterado doña Salud a don Gil, muy diplomáticamente, del viaje del ingeniero. Don Gil, con la pantalla portátil delante de los ojos, y relacionando el precipitado viaje con la seriedad de la familia en aquellos días, observaba a Flora, enfrente, inclinada sobre un libro cuyas páginas no volvía, atenta a la conversación de ellos y revelando ciertas mutaciones de ansiedad en su cara redonda y pura, bañada hasta las cejas por el resplandor de la lámpara... En la camilla no había nadie más a las diez de la noche, y tal soledad era bien rara en aquella sala, de donde, sin duda, los semblantes serios habían espantado a la gente... ¡Ya tendría él una formal conferencia acerca de todo esto en la primera ocasión!

Aguardó Amparo hasta las once de la noche a que se marchase don Gil y subieran doña Salud y Flora. Entonces, con Luciano del brazo, salió de la habitación para abandonar el hotel. Los niños estaban ya acostados con Clotilde en la otra cama. Luciano, al atravesar la cocina, evocó la tarde inolvidable de su primer beso a la hechicera colegiala; fué allí, junto a la piedra del fuego, que también en este abril cálido ostentaba encima los vasos de flores entre las rezumosas botellas de barro. Iba a salir de aquí para siempre, para no volver a ver los rincones queridos, tan llenos de recuerdos: aquella puerta por donde Flora había entrado en el misterio del silencio a sus brazos, aquella habitación blanca y azul de sus amores...


A la tarde siguiente, en su rincón del exprés, bajo las maletas que temblaban en las perchas a la carrera veloz, desdoblaba la breve esquela que había podido enviarle Flora a la estación con Dámasa.


“Luciano mío: Cuando más divertido estés, acuérdate de que sufre de un modo horrible y se muere por ti tu

Violeta.”


Miró afuera por el cristal.

El drama que llevaba en el alma no cabía en el pequeño espacio tapizado y blanco del coche, donde le acompañaban otros dos viajeros.

VII

Cuando Luciano volvió a encontrarse las primeras noches en la habitación del Hotel Peninsular—un gabinete con alcoba a la italiana—, experimentó el tedio de la soledad con su gran vacío insoportable. Las consolas y las butacas y el armario de luna que se atestaban sobre la alfombra y entre las grandes colgaduras, y que le habían impresionado un mes antes con ciertas apariencias de confort, se le antojaban ahora lujo de almoneda, de baratillo, infiltrado del polvo que habían ido dejando allí las limpiezas a escape, manchado por el descuido de cien huéspedes antecesores y oliente a ese vaho que dejan en la tapicería de los trenes la merienda de las fiambreras y la grasa de las cabezas.

Era la misma suciedad escondida que encontraba en los teatros, en los círculos, en los cafés, en aquellos divanes donde se pasaba la vida, y por los cuales habían arrastrado antes y después otros mil con igual derecho de a tanto por hora. Era el placer venal, la amabilidad comprada, la existencia repartida en un multiforme se alquila, desde el vaso de agua por diez céntimos hasta por un duro la diligencia del oficinista, y por no importa qué la sonrisa del amigo de cuatro días, de los tantísimos amigos que en cualquier parte improvisa para cualquiera una pequeña notoriedad... Y todo esto, en la más perfecta ausencia de afecciones, venía a causarle aquella impresión de destierro de que habló con su mujer; le habían echado de la felicidad... y estaba aquí, por no sabía cuánto tiempo...

Flora le daba malas noticias. Amparo no iba al hotel, y don Gil se había enterado “de todo lo que conocía doña Salud”, quien se lo contó Dios sabe por qué, “tal vez por declinar la responsabilidad de que una noche fuese y la robase”. Don Gil nada la había dicho; pero su seriedad y despego hacíanla suponer que meditase algún plan; por si acaso, hasta observar, convendría que en un par de meses no fuera Luciano... Y no debía escribirla hasta nueva orden. No podía salir, y su madre Reyes tampoco, a consecuencia de los reumas, que la postraban otra vez... Sin embargo, estaba procurando demostrarle a su madre que, por lo mismo que María sabía el escándalo, era una barbaridad despedirla del hotel, en lugar de tenerla contenta para que callase: “Espera, pues, la vuelta de la costurera, y entonces podré recibir tus cartas... ¡Cuánto sufro!”

Bajo tal condena de silencio permaneció doce días más; y la arrastraba en tristeza, por este Madrid que tan bien le recibiera poco hacía, al cual vino en un breve paréntesis de sus amores como a afirmar la admiración de la idolatrada con los reflejos de la admiración extraña, y en el cual sufría la insoportable soledad de las multitudes gozosas, ahora que se le cerraban los horizontes de la voluntad para abandonarlo cuando quisiera...

Heríale el tardío remordimiento de no haber ido en abril con su Flora. Pudo hacerlo, dejándole al agente sus negocios, y le detuvo el afán de consolidar las amistades que le procuraba su celebridad pasajera, entre literatos y gente política sobre todo, quienes habrían de servirle en el nuevo rumbo marcado a sus aspiraciones por la Inesperada herencia... Bien es cierto que también le retuvo un poco el halago de su”pequeña fama—como lo adivinó Flora—, de aquellos abanicazos de popularidad que hacían a muchos volverse hacia él en la calle diciendo: “es ése”, y que en los cafés y en los teatros le presentaban con sorpresa al vecino que tenía en la mano el periódico con su retrato... ¡Avisos de la gloria, estas ráfagas; de la gran gloria más legítima y definitiva que él conquistaría si quisiera con otros triunfos!... Y el poeta, desdeñoso tal vez como a las primeras sonrisas de una mujer galante, estimábalas, sin embargo, y las agradecía, antes que por lo que tuvieran de valor actual, por lo que tenían de promesa. Era el enterado y conforme de una coquetería caprichosa de la gloria, el primer secreto entre los dos, aceptado como anticipo y en prenda...

Y por sus devaneos con “la Gloria”, mujer al fin, y, en calidad de tal, vanidosa y enemiga de los miserables, había tratado de presentarse a ella con relativo fausto, como ante la posible amante a quien un traje irreprochable o un gesto gallardo pueden decidir, consumiendo así buena parte de las tres mil pesetas tomadas a don Gil con pretexto de la herencia, y disculpando esta primera infidelidad a su Flora con su certeza de restituirse a ella cuando quisiese, sin más que decir a la gran cortesana medio vencida: “¡Hasta otro día!”

Lo había dicho al fin.

En su destino, juzgado por lo invisible, ¿no fué, pues, este arrancamiento brutal de su Flora una venganza de la desdeñada? Ahora estaba lejos del Amor, y la Gloria, quejosa de su inconsciencia, le hundía rápidamente en el olvido para conceder las caricias de un día a otros audaces; y parecía a su adiós contestarle; “¡Si me quieres, te costará la pena de buscarme!”

Podía buscarla él, en efecto, casi con la seguridad de encontrarla pronto y retenerla en sus brazos; podría trabajar, ofrecerla los dones de su pensamiento de filántropo, que bien se le daba ocasión con torpeza tanta en la opinión española, a través de las desdichas públicas; podría seducirla con sus halagos de artista, con sus dulzuras de poeta... Pero no le dejaba el recuerdo de la ausente, de su Flora, para cuya esperanza sólo tenia fuerzas y para cuyo añoro sólo tenía penas por no haber ido a su lado con tiempo de evitar la dolorosa reyerta entre las dos hermanas.

¿Qué haría en Madrid?... Su sueño consistía en volverse a Alajara, construir un chalet entre las huertas, y allí para siempre, amparado en las dulzuras escondidas de su amor, dedicado también a educar a los dos niños en un aislamiento perfecto de la atmósfera moral de vagancia y de perversión del pueblo, emplear las horas de reposo en el recreo supremo del pensamiento, escribiendo libros que le valdrían nombre y dinero por lo mismo que los habría de escribir sin el propósito de ganarlos, acaso con el único de brindar el bien a sus semejantes y a Flora exquisitos regalos de su espíritu. Tal era su réplica más activa aún al “búscame tú” de la gloria: “Te llamaré nada más; y tendrás que ir a encontrarme allá lejos.”

Hasta entonces no emprendería nada; decíaselo su desfallecimiento. Necesitaba esa previa instalación de las ilusiones, esa realidad que fijaría, para todo lo que de vivir le quedase, un programa tanto más seductor cuanto más previsto, sencillo y formado de la ya segura felicidad; y para establecerse de este modo, cual un aventurero del trabajo que ha tenido suerte y está contento y resume su capital en fincas alrededor suyo, no le faltaba sino los quince días que pudiese tardar ya la entrega de la herencia (iba definitivamente a ascender a cuarenta mil duros) y los treinta días más que la previsión de Flora le había señalado de alejamiento para desvanecer recelos. Pero aunque una y otra cosa no ofrecieran dificultad, la ansiedad de Luciano por verlas resueltas aumentaba a medida que las horas, sólo con su paso, las iban resolviendo; igual que aumentaba la zozobra a la proximidad de todo anhelo del que depende la dicha.

No perdía ocasión de facilitar su proyecto, sin embargo. Cartas larguísimas a Amparo habíanla ya sagazmente despertado el deseo de ser “propietaria”... y propietaria en su pueblo natal en donde la conocía la gente y donde le gustaría lucir el rumbo de improvisada capitalista.

“Una casa nuestra en cualquier parte, fuera de la corte, lejos, por ejemplo, en las costas de Galicia, donde pasaríamos temporadas cuando la vida de Madrid nos cansase...”

Y contestaba ella:

“Tienes razón; una casita hecha por nosotros, a fin de que sea como la que te he oído planear cuando no creíamos poder tenerla nunca; un hotelillo en cualquier parte... ¡Y si vieras qué baratos están dando aquí los solares por junto a San Antón! Por tres o cuatro mil pesetas me han dicho que se compraría incluso para jardines...”

¡Ah, sí! ¡El hermoso sueño se acercaba, y Luciano pensaba en él con las delicias de su alma! ¡Cuánta felicidad la de los dos, la suya y la de Flora!... ¿Podría luego quejarse ella de su pasión? Venturosa, amada como nadie, rica también, con talento para bastarse a sí misma en los ratos de soledad, con la lectura, con la música, pintando, cuidando flores... ¿Qué falta le habría hecho casarse? ¿No iba a ser su eterna novia?... ¡Oh, más que su esposa! ¡Su amante ideal!, poetizada siempre en aquellas entrevistas llenas de misterio y de ansiedad en casa de madre Reyes... y después en su casa, andando los años, cuando muriesen doña Salud y don Gil y quedase dueña de sus actos. Disparado en estas planicies de lo venidero, veía los viajes de la mujer hermosa en que habríase convertido a los treinta años la niña gentil, las playas en que se reunirían calladamente...; y distinguía también allá lejos, mucho más lejos, después de todos los viajes y de todas las playas, hacia el fin, una dama simpática y elegante siempre, de cabellos blancos, de culto espíritu, amiga suya del corazón, que conservaría en la tabla preferida del estante los libros del poeta, y con la cual recordara la intensa y larga felicidad realizada en la ignorancia de los extraños, como un ancho túnel por debajo del mar ingrato de la vida.

De tales sueños le daba a ella cuenta en cartas larguísimas, bastante más largas que las destinadas a ganarse la voluntad angélica de Amparo. Cartas que escribía en todas partes, empezadas cada jueves y cada domingo (días en que recibía las contestaciones, en travieso recuerdo de las noches inolvidables) sobre el velador de la fonda, continuadas luego en los cafés más extraviados, en el casino, con lápiz en los bancos del Retiro al amanecer... y que echaba al buzón a los cuatro días; tan abultadas, que llegó a temer Flora que llamasen la atención en el correo del pueblo, aun dirigidas a la costurera.

En cambio, la queja del infatigable redactor de cartas consistía en que las de Flora “se le acababan en segunda”. Era el papel violeta, los pequeños pliegos satinados y estampados de flores, blancos por dentro de la doblez; dos o tres bajo un sobre cualquiera en que campeaba un nombre convenido (no el de Luciano) y con la dirección al casino. ¡Lista la chiquilla!

La última, fechada el 27 de mayo, y espolvoreada de velutina lo mismo que todas, le decía que le habían dejado salir por fin y que pasó la tarde con madre Reves: “¡Qué apuro de conversación!... ¿Quién se atrevía? Pero luí valiente. La convencí... ESTÁ ARREGLADO... Claro es que la he dicho que pour parler nada más... Y por cierto que la pobre no acaba de ponerse buena...” Pasaba a otras cosas:

“Tu jemme ha venido ayer, por primera vez. No me saludó; pero la hablé yo y me contestaba, y estuvimos, por último, mirando los figurines. La otra noche le dijo don G... a mi mere que como llegase a notar en mí tanto así de particular, no me dejaría un céntimo... Sin embargo, se le va pasando la rabia, y, ¡admírate!.... ahora trae a su sobrino Daniel, empeñados en casarlo conmigo... ¡Si supieran! Por lo pronto me sirve para que le ponga mala cara a A... L.... que no ha vuelto. El infeliz se consuela con María Montilla, que se ha quedado sólita por la muerte de su tío, y que ya que no pudo robárteme recoge al menos ese novio que yo desecho...”

No supo Luciano qué fué mayor, si el placer de las buenas noticias que le comunicaba: la vuelta de Amparo de visita a su madre y aquel ESTÁ ARREGLADO, en letras grandes, principalmente, o el desagrado de la cierta vanidad al hablar de María Montilla recogiendo a Angel Luis, mientras que el tal Daniel del Pazo arrancaba quizá a Flora algunas coqueterías, por complacer ella el empeño de don Gil y desenojarle...

Pero una carta de don Gil mismo, que le desagradó más por otro concepto, llegaba a los dos días. Breve, hipócrita como su conversación, entrerrenglonada de la ironía suave y dominante de quien presume saber herir con dulzura y aplastar sonriendo, le llamaba distinguido amigo, y sin ambages iba derecha a decirle que lo sentía de verdad, pero que urgiéndole el pago de unos arriendos y habiéndose presentado la oportunidad de un comerciante que tenía cierta suma al diez por ciento, le había tomado las cinco mil seiscientas quince pesetas a que subía su cuenta total con Luciano, extendiendo un pagaré que enviaba adjunto y que esperaba que le devolvería firmado a favor del comerciante y por dos años fecha.

¡La venganza de aquel hombrecillo beato y medioso! ¡La venganza rastrera y chica, pensada durante un mes, de lo que él suponía un agravio al honor de su hija! Allá el primer Ibarra y Valdeiglesias, el ascendiente que tuvo un castillo acaso en algún cerro de la comarca, habría castigado la ofensa con una campal batalla, con un duelo, con ver colgado al delincuente en las almenas de sus torres; este otro limitábase a retirarle el crédito y a transferirle una deuda de un puñado de pesetas. El pagaré estaba hecho de tan mala fe, que se incluía en su cantidad los réditos compuestos de dos años, “pues no consintió de otro modo el prestatario”, en forma tal, que aunque quisiera abonarse a los dos meses tendría que ser pagado íntegro.

Luciano se reía de desprecio. Firmó el pagaré y lo envió. Le complacía saldar así con don Gil su antigua cuenta de gratitud. Ya no le debía ni ésta, afortunadamente.


El 14 de junio recibió sus documentos, y en seguida se los entregó a la agencia. Nada quedábale que hacer en Madrid, medio mes, y se iría a Alajara, donde no tendría más que esperar el giro por su orden y a su nombre desde el Banco inglés al de España.

Mas al día siguiente, de improviso, ¡suele lo malo llegar así!, le llenó de desesperación otra carta de Flora, que un criado le subió a la biblioteca del casino.

Como siempre que estaba muy emocionada, no se había cuidado de la inocencia de poner en iniciales los nombres:

“Querido Luciano: A las tres de esta madrugada ha muerto mi madre Reyes. Los médicos dicen que por una rotura del corazón. Eso habrá sido. ¡Quién iba a pensarlo! Me estoy vistiendo de negro para el entierro. Tuya.

Violeta.”


Después de leer tres o cuatro veces, como si las letras nerviosas le revelaran el disgusto infinito de la amante a que por respeto no aludían, salió a la calle, aturdido con la niebla que las grandes desgracias irremediables le ponían en los ojos, bajo la frente ardorosa que le estallaba, oprimida por una corona de dolor. Bajó la Carrera de San Jerónimo y siguió el Prado hacia la Cibeles vacilante e incapaz de pensar; tan ciego, que al salvar la barrera del paseo de coches tuvo un tílburi que refrenar su jaca para no atropellarlo... No veía delante, entre tanta gente que le codeaba, más que a Flora... “vestida de luto”... huyendo de él, de la mano con el infortunio en que se trocaba el ángel invisible de sus amores...

Necesitaba aire, soledad... Frente al palacio de Murga tomó el tranvía de las Ventas. Iba lleno, pero encontró asiento en la plataforma de atrás. El aire de la marcha le refrescaba; y el sol poniente, rasando los tejados de la calle de Alcalá y envolviendo a la multitud de ambas aceras en fino polvo de oro, le disparaba su luz, asomado como a una puerta allá entre el Café Universal y el Hotel de la Paz, tal que si estuviese caído y ardiendo en plena Puerta del Sol, nombre que, efectivamente, de dicha apariencia debía venirle a la celebrada plaza...

Con estas huidas a lo trivial, de la imaginación que teme y retarda sumergirse en un problema inevitable e insoluble, fué la del joven a remolque del tranvía como un animal esquivo llevado con soga y a la fuerza, prendiéndose y resistiéndose en todas las salientes del camino... Así vió la cancela del Retiro, con su arco de hierro y las doradas grandes letras: PARQUE DE MADRID; así vió la estatua de Espartero, aquel general de bronce plantado en mitad de la calle, tricornio en mano, cortés eterno que saludaba a los paseantes...; la avenida luego, estrechándose con sus hileras de árboles; la plaza de toros, la carretera, en fin, por donde volaba el tranvía, dejando atrás, en lenta marcha al cementerio, fúnebres carrozas que no quería ver Luciano: una con blanco ataúd de mujer, y seguida de un cordón de coches vacíos. ¿Por qué detrás de aquella muerte no iban más que cascarones del sentimiento?... El conductor, al paso de los caballos empenachados, silbaba un aire de zarzuelilla, cruzadas las piernas en el pescante; los demás cocheros fumaban y se volvían para bromear unos con otros...

Luego lo perdió de vista. El tranvía paró junto a los merenderos, y el joven lo abandonó, desfilando cerca de las barracas pintorreadas que exhalaban canciones de borrachos, músicas de organillos y olor a fritos; pasó el puente, sobre aquel arroyo pestilente de cieno y pingajos entre arena sucia, y llegó a lo alto del cerro por la carretera, en cuya alfombra de polvo se le hundían los pies.

Estaba solo en un campo miserable de rastrojos, cuyas ondulaciones se confundían en el crepúsculo, áridas y como desvencijadas unas en pos de otras en su propia desolación, hasta unas lejanas colinas que recortaban oblicuas el cielo, con líneas secas y discordantes de desastre, de sacudimiento, de roturas de terremoto. Cerca había un tejar abandonado, una choza entre los cortes de tierra y el suelo lleno de pedazos de ladrillo.

¿Por qué había venido aquí?

Sacó la carta y volvió a leerla.

Cerrado el hotelillo para él, muerta madre Reyes, no podría ver más a su Flora. Una contrariedad terrible, insuperable... ¡Jamás hubiese creído que la vida de una mujer a quien no habló tres veces guardase así la clave de su suerte!

Y no acertaba a pensar otra cosa, ni a ver más que esta negra maldición de fatalidad en los campos tristes y desolados, donde le envolvería la noche con soledades infinitas.


Ir al pueblo, buscar una mujer cuya discreción comprase, hacerla arrendar una casa y en ella recibir a Flora, que entraría y saldría sin que la inquilina la conociera. Una de las criadas del hotel, probablemente Dámasa, tendría asimismo buenas ventajas por acompañar a la señorita y guardarle el secreto...

He aquí el único recurso encontrado en dos días de constante meditación.

Ella contestó:

“¡Por Dios, L.!... ¿Estás loco? Lo que piensas es imposible. Sin contar otros mil inconvenientes, tendría que ser anochecido, cuando las calles en verano están llenas y las mujeres sentadas a las puertas. En un pueblo donde me conocen las piedras, quiero que tú imagines de qué modo puedo dar un paso ni entrar en ninguna parte sin que lo vean...”

Estas reflexiones cayeron sobre la esperanza de Luciano con una imposición aplastante.

Pero su audacia de luchador halló otra solución.

Le habían echado del hotel; pues en el hotel tendría a su Violeta, en la alcoba blanca, cerrada y radiante de luz; si tiempo atrás él esperaba a Flora en la hermosa estancia, la hermosa estancia esperaría a los dos: a él desde la calle; no habría más que abrirle una puerta. En cuanto a Amparo, la acostumbraría fácilmente a verle trasnochar en el casino, cuya partida de monte y cuyas tertulias al fresco duraban hasta el alba.

Habituado a aquel amor cómodo de la rubia elegantísima, con misterios de salón nada más, como una intriga dulce oculta en la amabilidad y las sonrisas de todos, y que hubiera continuado sin caer de ese ambiente de selecta aventura con madre Reyes, no le agradó tampoco la perspectiva de esperas y escondites y ardides vulgares. Aunque preferible a su último proyecto era éste, en torno a cuya felicidad plagó de ilusiones los pliegos de otra carta. Anunciaba el viaje para ocho días después (se estaba a 29 de junio).

Flora respondió:

“No, L... de mi alma. Me explico que tu desesperación encuentre fáciles todos los disparates, porque también la mía recorre todas las locuras antes que aceptar el martirio de saber que estarás aquí, cerca de mí, y que no podremos vernos... Esto no lo soportaría yo; prefiero que no vengas... ¡Oh! ¡Que no, que no, que no vengas!

”Digo que tu plan no puede ser. Al solo temor de que volvieses, ya se ha proyectado un largo viaje conmigo. Cuando estuvieras, mi mere sería capaz de clavar las puertas y no dormir, creyendo, más de lo que ya lo creo, que habrías venido para llevarme una noche. Como está enterado don G... no se descuidarán ahora. ¡Tú qué sabes!

”Y mira si habré pensado atrocidades, que he vuelto a pensar en eso, en lo que teme mi mere. Mas ¡no, Dios mío... no me lo digas tú siquiera! Sé que adoras a tus hijos como a mí, sé que si hoy con ellos serás desgraciado sin verme, mañana conmigo serías, sin verlos, igualmente desgraciado... ¡Séalo yo también, puesto que tú has de serlo de todos modos, y puesto que ellos tienen mejor derecho a tenerte! Al menos, la pena por nosotros guarda un encanto de dulzura; la otra sería áspera y horrible, lo bastante tal vez para envenenar nuestros amores, y... ¡quién sabe si para que me aborrecieses y me maldijeras algún día!... ¡Oh, qué espantoso!, ¡que me aborrecieras tú!...

“Esperemos, L... Probémonos a nosotros mismos que si nuestro cariño es capaz de asaltar los obstáculos, no es menos capaz de desafiar y resistir las ausencias indefinidas... Aunque a ti, que crees en el conjuro de mis palabras, te vuelve a decir hoy tu Violeta que, si no nos morimos, ANTES DE UN AÑO TE HA DE VER. No sé cómo, porfía en ello. Entretanto dejemos que se abracen nuestras almas. Ignoro si te dejaste aquí la tuya o si te llevaste la mía; sé únicamente que están juntas, confundidas, y que nada podrá separarlas...”


¡Flora tenía razón!

Pero razón en todo, mal que pesase a la protesta viva del alma del poeta, del alma que debió de quedar con ella, porque le llamaba, le traía, tiraba de Luciano.

—¿A qué ir, sin embargo?

En aquel pueblo, separado de su Violeta no más que por un muro, estaría más distante que aquí, a cien leguas, donde podría al menos escribirla, y donde no sentiría tan violenta la tentación de cogerla una vez y huir para siempre a... ¡adonde empezara, “horrible y áspero”, el tormento de los hijos perdidos! ¡En todo tenía razón!

Acababa de resolverlo. No iría él... ni traería a Amparo durante aquel nuevo emplazamiento de un año, para no perder la disculpa de ir en cualquiera ocasión. Esperar. Suya era Flora. Bien suya y siempre. Y si no un año.. dos, diez... Deja ríanla libre. Entonces podría realizar su ensueño de no volver a perderla, que a derrumbar había venido increíblemente la muerte de madre Reyes...

Sin embargo, aquellos años de espera se le espaciaron delante del alma interminables. ¡Al fin tendría que traer a Amparo! ¿Qué preveía Violeta en un año para confiarle así?...

Se guardó la carta. Pudo advertir que había vagado en el Retiro por la explanada del Palacio de Cristal, y que se hallaba en un sendero desembocando al paseo de coches. Le pareció que despertaba de un sueño larguísimo, como si no estuviera en Madrid desde hacía cuatro meses. Y fué que esta voluntad de permanecer, este adiós a Flora, le restituyeron la neta conciencia de que su vida acababa de desprenderse de la de ella por mucho tiempo quizá, y de que tendría que acomodarla y compenetrarla con aquellas gentes y con aquellas cosas nuevas que le rodeaban, y a las que miraba ahora en la gran avenida con cierta curiosidad de extraño recién llegado que examina lo que va a formar el ambiente de sus impresiones.

La volubilidad de neurótico que se disfrazaba tan fácilmente en Luciano, de conformidad sensata y firme plegada a las circunstancias, le produjo esta tarde una especie de orgullo de energía, de hombre que sabe dominar sus pasiones. Y notándose como el calor del cuerpo el amor de Flora en el corazón, encantábase del agrado con que, no obstante, se abría su espíritu al cambio de existencia desde el minuto mismo de haberlo resuelto.

Un vago y caprichoso sentimiento de propiedad e invadía. El Retiro, apacible bajo el sereno crepúsculo, y brillante con su desfile de gente y de carruajes, parecíale algo así como un gran parque de “su casa”, “de su ciudad”, del Madrid que adivinaba al otro lado de los árboles, donde también eran un poco suyos, y hechos par;) los que como él vivieran en la capital suntuosa, los teatros, los círculos con sus bibliotecas y comodidades, las músicas, las calles, los comercios, las redacciones en que se sabía todo, los coches en que se podía pasear, las fiestas espléndidas, las celebridades artísticas que del mundo entero iban a exhibirse... Los placeres, en fin, los placeres de todas clases ofreciéndose al dinero, en perpetua y magnífica feria de la vida. Era el madrileño surgiendo da repente en el provinciano que no había veñido nunca a la corte más que de paso y a envidiarla.

Su regreso al hotel, por las mejores calles, en que una muchedumbre feliz retornaba de los paseos, inspeccionada desde las ventanas de los cafés y las cervecerías por grupos alegres, no fué sino la toma de posesión continuándose. En cada detalle surgía la promesa de una comodidad; los tranvías subían y bajaban de dos en dos minutos, y los cocheros junto a la tablilla alzada y al paso de las carretelas vacías cruzaban mirándole como para decirle: “¡Si estás cansado...!”; los periódicos se le ofrecían a la mano, en cada rincón y tras cada cristal; los anuncios de diversiones en biombos al borde de la acera; las flores en los quioscos... ¡hasta el amor en las sonrisas de tanta mujer bonita!...

Pues bien: ¡ya estaba en Madrid!

¡Esta vez, siquiera, no quedaría a solas con sus penas, como en aquel Ceilán terrible de los bosques desiertos!


Por espacio de una semana se dedicó a refrescar sus relaciones: la Embajada inglesa, la marquesita de Rivas, cuyo salón bohemio habíale recibido con el encanto de las artistas notables que solía congregar allí; Martínez Barrón, un ingeniero gran amigo de Sutton; los señores de Martínez Lázaro, los...

Además se propuso escribir frecuentes crónicas en La España (el periódico que se leía en el hotelillo), con el antiguo seudónimo las que dedicase a Flora. Esto le serviría también como pretexto con su mujer: “deseaba probarse en la política y el periodismo algún tiempo, y no la traería hasta saber de fijo si les convenía residir en Madrid”. Amparo soportaba la ausencia con tal de ir prorrogando la de su marido en Alajara: no estaba completamente satisfecha de verle allí, a pesar de sus humos de capitalista...


Un mes. Otro mes.

La misma vida. Nada cambiaba en Luciano. Nada le interesaba.

Madrid continuaba alrededor suyo, sencillamente.

De aquellos sucesos tristes de las guerras, preocupación eterna de la ociosidad pública, y de la ambición política, sólo una desdicha, grande aun entre desdichas tantas, le arrancó una lágrima y una indignación: el asesinato de Cánovas. Las lágrimas, porque veía caer a manos de la fatalidad al único gobernante español capaz de dominar en un momento dado, que iba a presentarse, todas las bélicas arrogancias de la ignorante España. La indignación, porque vió la ignorancia confirmada en la idiota alegría de muchos ante el asesinato.

Pasado este dolor, volvió a recogerse en sí propio, sin tomar parte, más que como forzoso y mudo testigo, en la exaltación guerrera que convertía a cada ciudadano en un Quijote. Era el último aliento de la tradición lanzado de la vida nacional a través de su indiferentismo, y tal vez en éste perdiendo la gallardía del loco manchego; con lo que el espectáculo resultaba de un ridículo lamentable. El recuerdo “de lo que fuimos”, y no más. Porque no se respondía a las amenazas de América: “debemos ir...”; sino que se decía: “no debe sufrir la España de tantos héroes, del Cid y del Gran Capitán, de Covadonga y del Dos de Mayo...”, y creyérase que esperaba todo el mundo luego a que el Gran Capitán y el Cid y los héroes legendarios resucitasen para desembarcar en Nueva York y seguir surtiendo de gloriosísimas noticias el transparente del Heraldo.


Se había posesionado de la herencia, cuyas rentas en el Banco le permitieron renunciar el cargo de ingeniero y liquidar sus cuentas con la gran Compañía, y dedicó lo preciso para la impresión de un libro con sus artículos a Flora: pastas en tela violeta, planchas de oro, fotograbados... Cien ejemplares, y le hubieran podido sobrar noventa y nueve. La firma Loraf.... desconocida como suya para casi todo el mundo, le dió más libertad al dibujante para atenerse al retrato de Flora, según ella misma in justamente sospechó de “la hija del coronel” en el antiguo cuento de Blanco y Negro.

Sólo que el tiempo pasaba inútilmente sobre aquel desconsuelo perpetuo de la separación. No advertía Luciano por ninguna parte el término a sus dolores: ni los trabajos periodísticos ni los menguados empeños literarios con el pensamiento en Flora le aliviaban ya.

¡Verla! ¡Verla siquiera una vez! Obsesión terrible, hambre violentísima de aquellos ojos del desdichado por aquella carne suave y fina de muñeca. Tenía la seguridad de que si pudiese ir y contemplarla a su antojo un minuto, desde lejos, aun sin hablarla, tornaría a Madrid mas tranquilo, en calma por algún tiempo la congoja del corazón y el ansia de su mirar hastiado de los retratos. Pensaba entonces ir disfrazado y pasar por delante de sus rejas o entrar en el hotel como un vendedor de jabones, o cruzar en el tren avisándola que estuviese donde pudiese mirarla desde el cristal de la ventanilla... Con verla nada más, una lluvia de alegría hubiese de volver la frescura a este amor que se alimentaba de su árida existencia, agostándola todavía como una palmera colosal en el desierto de arena del alma.

Y ahora, no el Mefistófeles burlón que llevaba dentro, sino el propio del Fausto, que leía frecuentemente, le había dicho en absoluta coincidencia con su sensación: “Tan seca es toda teoría, mi buen amigo, como verde y lozano el árbol de la vida”... Y, en efecto: este amor en teoría, esta vida pasional en pensamiento, hacíasele insoportable y estéril como la alta ciencia del vivir en su sombrío despacho de estudio al doctor famoso y al estudiante que ¡e buscaba... Cuando le escribía a Flora las cartas a que habíase reducido la seducción de sus horas muertas, una severidad extraña tomaban a su alrededor aquellos austeros robles de la solitaria biblioteca del casino, una rigidez le llevaba febrilmente la mano, y a pesar suyo una monotonía de lamento se derramaba de aquella pluma que tan varia y pintoresca supo ser, aun en mitad de sus fuegos o desesperaciones, cuando el amante estaba junto a la adorada. Ya, no: habíase extinguido el calor cíe los queridos brazos y cada día más remota hallábase la esperanza de recobrarlos. Una queja, pues, sus cartas. Una queja, siempre la misma, larga como el canto triste de un pájaro, desgarrada, horrible... Un “te quiero... te quiero... te quiero...” en un grito de desolación... Y leía él luego aquello, antes de poner en sus labios sobre la firma el beso, y tenía tentaciones de romper en un segundo lo que escribía en toda una tarde.

“A Flora le debo de parecer insufrible.”

Quizá por esto, las cartas de Flora, que no faltaban nunca en los días prefijados, tenían asimismo un matiz raro, de fatiga, de dolor; algo de agotamiento, disimulándose en una retórica de frases que vanamente pretendían aprisionar la ternura de otras épocas. En una había vuelto a hablarle de Daniel del Pazo, “que seguía yendo al hotel”. Se empeñaba don Gil en la boda, y no cesaba en sus amenazas de desheredarla si no era buena. “Te lo digo para que veas que cada vez que te escribo arriesgo mi honra, mi vida y mi porvenir.”

¡Cuánto se necesitó que se tratase de Violeta, de su Violeta, para que al fin Luciano negara crédito a la sospecha que en esta frase le hacía entender: “sin embargo, día llegará en que no tendré más remedio que dejar de escribirte”...!

¿La cansaba él, o se cansaba ella?


Pero... ¡verla!

No quedaba más obstinación contra todos los imposibles en los ojos de Luciano, en su corazón, en su memoria, que perdía la suavidad y la luz de aquella figura elegante. Su pena había consumido la dulzura de la querida imagen, reduciéndola a una belleza inexpresiva.

Verla... no en estos retratos de quietud impasible, sino a ella, móvil, sonriente, viva, con su exhalación mágica de gentileza y de perfumes y su exquisita irrecordable coquetería. La olvidaba su empeño. Se le escapaba como una rebelde hechicera a su tenacidad. Entre todas las mujeres que encontraba por los paseos, por los teatros, no se le parecía ninguna; y cuando él guiñaba los ojos recogiendo un perfil o el escorzo de una cabeza rubia allá en un palco, no lograba engañarse.—No, no había su cara por ninguna parte; no era ninguna aquella aureola sedosa y floja de su peinado, cayendo con indecible abandono sobre sus hombros, un poco combados, de una gracia espiritual.

A lo mejor le gustaba un cromo de cualquier escaparate, que se le parecía un poco más, que representaba un movimiento, una actitud nueva, una sonrisa, sus pestañas, su talle... y lo compraba. No tardaba en aborrecerlos, harto de mirar a todos sus ojos, que con la confusión de figurar le desfiguraban y confundían más en la memoria de Flora...


Una noche, en casa de González Ruiz (de las pocas visitas que conservaba, los viernes, porque se oía allí buena música), al entrar en el fumadero, donde el diputado sagastino departía con sus amigos, vió en el salón, por entre las colgaduras, la espalda de una joven que acompañaba al piano el canto de Benita Merás, amiga de la familia.

Desconocía a la rubia del piano y la miraba. Propiamente Flora... Aquel pelo de igual color, de los mismos reflejos en las ondulaciones alrededor del gracioso nudo aplastado como el de una esponjada borla de seda, aquellos hombros altos en el talle largo, su estatura, su ademán sobre el teclado; solamente más fina la cintura y las caderas más anchas... Pero sí, ¡su Violeta!

Pasó al salón, donde se escuchaba en silencio, y se dirigió a un ángulo para dar la mano y una sonrisa a Marta, la señora del diputado. Se sentó. Todavía el parecido en aquel corte de la mejilla, de pómulo saliente, blanquísima...

Tenía miedo a ver más, y renunció, por conservarse la ficción seductora.

—¿Quién es?

—¡Ah, una artista! Mademoiselle Julie Henriot... La profesora de mis hijas, que nos ha hecho falta para la obertura de Wágner. ¡No la oyó usted por perezoso!

Y Marta, al tanto de las preferencias de su amigo, añadió, advirtiendo que la miraba:

—¡Es bien rubia ella!

Un enojo después, al verla. Linda, pero nada más que de Flora el óvalo; ojos oblicuos, de azul claro, que daban una dulzura suplicante a la faz; la nariz delgada, acaso más correcta, de ligero caballete; la boca grande y de labios gruesos, llenos de una sonrisa de voluntad, como toda aquella cara bonita, de una insinuación lánguida decididamente francesa. Irradiaba un aire inteligente y amable, y vestía con elegancia sencilla, que contrastaba con el lujo fastuoso de las españolas.

Era tal, sin embargo, la semejanza a Flora por la espalda, que Luciano, tratando de mirarla así, volvía a poseer cada vez la ilusión completa.

Hablábala un rato después. Ella le recordaba de los periódicos, y decíase, en su armonioso chapurrado, muy feliz de conocerle. Amenísima, con ese empressement de las parisienses por agradar. Había leído arrebatadores cuentos de Luciano y tenía locura por los versos, bus poetas, Chenier y Lamartine, pero conocía a Zola, todo su repertorio, Nana, La Curée, La Terre... y a Bourget, trop libre también en Mensonges...

—Yo estoy admiradora de la poesía... ¿No ha leído usted Jacqueline?...

Al separarse eran amigos. Yulí (Luciano halló grato no traducir su nombre) quedó en enviarle Jacqueline cuando él la enviara al otro día su libro Azules (el dedicado a Flora, y que había visto la francesita precisamente en esta casa).


Seis días después, en una visita que Yulí permitió a Luciano en su pequeño y cómodo cuarto de la calle de Ferraz—para hablar de sus lecturas, con motivo de las cuales hubieron de escribirse—, pensaba el joven, mirándola a la media luz de la tarde, entre los bibelots del gabinetillo coquetón, que aquella mujer cariñosa y dulce podía darle, a la discreta penumbra de una lámpara, el engaño de su Violeta.

Hasta entonces sólo había querido ver de nuevo a la pianista. Ahora sintió un vehementísimo afán de tenerla en sus brazos y sepultar los ojos en su cabello rubio... No era esto una hipocresía con su amor a Flora; era una devoción a el. La respuesta a la escéptica pregunta que se formuló una tarde junto a ella sobre si, como intento en Ceilán olvidarla por Amparo, la habría olvidado al no estar en la soledad de los bosques y a haber podido encontrar otras mujeres seductoras, estaba teniéndola durante largos meses de ausencia en Madrid: en la frialdad, sobre lodo, con que acogiera las galanterías de la graciosísima marquesita de Rivas, tan decidora, que no volvió a visitarla por no empezar una historia que no hubiera sido breve, a juzgar por las descripciones de celosa y absorbente que de ella hacía su marido mismo...

Yulí no fué difícil. Una conquista de dos semanas con aquella aventurera, dispuesta hacia él desde luego. Comprendió Luciano que no era una perdida, que no se daría al primer hallado al paso; le gustaba un amor, y lo tenía, como él... nada podía odiarle en cara. El esfuerzo de Luciano fué bien poco. Sólo con vería, a aquella hora indecisa en que el crepúsculo se filtraba por la cortina malva, sus palabras tomaban un fuego cuya sinceridad había herido a Yulí demasiado profundamente. El amor a Flora, todo el amor a Flora cayendo irresistible sobre la francesita y abrasándola...

... ¿Por qué la noche que le invitó a cenar, mientras tomaron café en el gabinete, contiguo a la habitación donde lucía un globo rosa a los pies del lecho; por qué Yulí, mimosa y medio desnuda, escapando de entregarse alli, en el diván, se sentó al piano y tocó Sur l'eau?

Luciano, altamente sorprendido, la escuchó desde lejos, riendo ella a carcajadas, derribando atrás la cabeza, en risa de su Flora, cristalina y musical, nada más que más provocativa... Nunca la había hablado de los valses, si bien a ellos, himno consagrado de su alma, dedicábales un artículo del libro violeta...

¿Protesta o complacencia de lo invisible?

¡Oh, no! Silencio al remordimiento. Esta no iba a ser una infidelidad a su Flora, como la marquesita lo habría sido... ¡Si aquella pobre mujer supiese!...

Pero no quiso oírla más. La arrancó del piano, llevándola en brazos a la cama.

... Morir.

La realidad misma. La madeja de su cabello envolviéndole deshecha...

¡Una Flora más sabia!

... Luego, al quedarse rendido en su hombro de piel de seda, siempre en los ojos un rizo de aquel pelo de oro, llegó él un instante a pensar que así podría calmarse su angustia mortal por la adorada de allá lejos... Sólo que bien pronto la ilusión se rompía: en cuanto volvía Yulí a hacerle oír su acento puro de francesa, en cuanto convencíase de aquella cintura por demás esbelta de caderas de ánfora, como si no se hubiese quitado el corsé.

—Je t’aime! le t’aime!

Más hermoso, tal vez, este cuerpo de curvas pronunciadísimas de mujer, aunque Yulí no tendría por encima de veinticinco años ni apariencia de tal desnudez en su aspecto, quizá más hermoso; el que soñó y no halló en su Flora, quizá... ¡qué importaba, si no era la delgadez deliciosa de la chiquilla de su corazón, la delgadez de Hebe que parecía haberle Yulí prometido también bajo sus ropas en el talle esbelto, en las muñecas y en los tobillos!

—Je t’aime! le t’aime!

Sin embargo, se durmió al fin, y Luciano pudo contemplarla en el ensueño de Flora nuevamente, traída allí, personificada en aquella cabeza rubia y en aquella nuca flexible, para no sentir el desencanto de la desconocida que descansaba junto a él sin haberse tomado la pena de preguntarle por su libertad, sin haberle dicho ella misma quién era.

Bastaron tres días para hacerle sentir el empalago de Yulí, de la demoiselle zalamera y juguetona que rodaba en torno a él en torbellino de risas y de besos, apasionada siempre, haciéndole repetir que la quería, envolviéndole en voluptuosidad, entre suspiros y chansonnettes dichas a su oído, entre abrazos y alegrías locas, un poco en camarada, como si no importase que fuera ella o él el amante que tendría que rendir y ahogar en caricias.

Faltó una noche y fué a buscarle al hotel por la mañana. Quiso que comiera con ella, que durmiera con ella, que viviera con ella.

—Toujours á moi! le t‘aime... le t’aime!

No importaba su mujer: él podría ir a verla... volver luego, seguir amándola siempre, aunque algún día la trajera a Madrid. La idea de la separación la hacía llorar... Y adivinó pronto que Luciano amaba a otra, que recordaba a otra en su rubia cabeza: a su mujer acaso; y se conformaba la infeliz con tal de seguir teniéndole, y ella misma le sepultaba la cara en el pecho y le envolvía en su cabellera de oro, para no perder estos abrazos apasionadísimos...; discreta, muda, sin una queja y sin preguntarle jamás por la invencible rival que adivinaba... ¡Oh, cuántas veces en los sollozos de amor le oyó el nombre de Flora! ¡Cuántas veces al desprenderse de sus brazos quedaba ella de espalda, con la mano en los ojos, sacudida todavía por el placer y estremecida por el llanto! Le preguntaba luego si se llamaba Flora su mujer.

—¿Es rubia?

—Rubia.

Quería ver su retrato; pero “no lo tenía” Luciano, y le quedaba a Yulí una angustiosa e infinita curiosidad.


Los dos hacían frecuentes excursiones a los restaurants de los Viveros, donde él aturdíase con el rioja de la comida, a fin de disimular su tedio. ¡El remedo triste de los campestres paseos sonados con Flora!

Una de estas veces, en que Yulí volvía gozosa del sol y del aire, recordó él al regreso que aquella noche debía marcharse de Madrid la familia de don Lorenzo Valdeiglesias, quien estuvo a saludarle seis días antes en el hotel, sin que le hubiera pagado la visita. Eran las primas de Magda, Concepción y Soledad. Pero Yulí quiso retener a su amante, y fueron a la calle de la Reina, a la casa del pariente de Valdeiglesias. Ella le aguardaría en el coche.

Así lo hicieron, y apenas empleó diez minutos Luciano. Volvió al simón y arrancaron calle arriba a todo el trotar del caballejo. Yulí le manifestó que a la puerta, hablando con la portera, había una criada que debía conocerle, puesto que le nombró después que subió él, y luego se había acercado al carruaje, queriendo verla, lo cual ella evitó recogiéndose hasta el fondo... Pero se quedó él tranquilo: eran las mismas a quienes había preguntado el piso, y no las conocía... ¡Le conocía a él, en cambio, tanta gente!—decía melosa Yulí—à mon héros, á mon poete...

Otra carta inesperada, como aquella de la noticia infausta de madre Reyes, hizo temblar a Luciano. Sin embargo, debía quedar ya tan apurado el infortunio, que esperó mejor en ella algún suceso por fin grato. Se había sonreído el mozo al entrar en la biblioteca a presentársela, sabiendo cuánto le interesaban estos sobres con nombre fingido.

La abrió y leyó, y volvió atrás desde el primer párrafo, por no dar crédito a sus ojos.

—¡Sí, sí, la letra de Flora!

Pero... ¿ella insultarle así?

¡Injurias de las que abrasan, desprecios y agravios de los que se clavan vibrando y matan una estimación! ¡De los que no deben, de los que no quieren, de los que no pueden repararse!

¿Ella? ¿El alma de su vida? ¿Su Violeta?

Luciano volvió a leerla toda, cerrando los ojos a cada nuevo ultraje, a cada burla, a cada afilada ironía, a cada risotada de desdén... como ante una sucesión de cohetes cuyos fogonazos le quemasen...


Jueves.


”¡Qué triste y qué amarga es la verdad! Hubiese preferido seguir engañada; pero ahora, ¡qué angustia y qué desconsuelo tan grande siento!

”Yo te creía un hombre sobrenatural, delicadísimo. Por eso me inspiraste un amor loco y un desprecio inmenso a todos los demás, que me parecían unos materialotes asquerosos. A ti te parecían lo mismo, según te oí muchas veces, y, por desgracia, la fatalidad me ha hecho ver que eres peor que ellos.

”Mira qué casualidad me ha enterado de tus líos. Ayer, por hablar con alguien que te hubiese hablado, fui a visitar a Concepción Valdeiglesias; y a su criada, que vino acompañándome, le pregunté también si te había visto; me contó que sí, que llegaste en un coche de alquiler, dentro del cual te esperó una mujer a la puerta de la casa, una mujer a quien tuteabas y que se parecía en la cara y hablando a la cocinera de esta estación. Los motivos de la compaña no tengo que decírtelos; me da asco ocuparme de ellos... Fué un frío el que me dió que me heló los huesos, y un temblor tan grande que creí no poder llegar a casa; era el frío de la muerte el que sentía en el alma, ese frío que no hay fuego que pueda volver en reacción: la muerte de mis ilusiones, las únicas ilusiones que he tenido en el mundo, que has sido tú.

Tuve celos, pero fué de mujeres de mérito, como esas actrices a que tanto floreabas en el periódico; jamás te rebajé al extremo de pensar en tu cocinera. ¡Qué horror y qué desilusión tan grande! Porque si, por lo que me dijo la criada que era de fea, se trata también de la cocinera de tu fonda, de alguna francesota de cualquier clase, a cuya conquista está dedicado el hombre espiritual... ¡Qué degradación de gustos! ¿Cómo ha de poder escribir dramas ni nada quien se dedica a esas empresas y se inspira en semejantes mamarrachos? ¡Vaya una heroína interesante que has elegido!... No me cabe la menor duda que al público le interesará muchísimo cuando la describas en tus artículos...

”Y ¿tú eras el que tanta fidelidad me guardabas? En el teatro ni te ocupabas de las mujeres de los palcos, “para ni con la mirada hacerme traición”... ¡Qué tonta he sido en confundir con el cariño lo que sólo consistió en un deseo infame y un afán grande ele martirizar a A... y a todos y matarme a mí! Yo creí con toda mi alma que me adorabas; lo fingías tan bien, que a no ser por un desengaño así lo hubiera estado creyendo toda mi vida; pero al ver que esos mismos disgustos estás dispuesto a dárselos a A... por una tía cualquiera—pues que lo supiéramos ella y yo debiste de proponerte al llevarla para lucirla con la gente de este pueblo—no dudo que todo fué mentira... ¡Mi imaginación no estaba al alcance de tanta maldad!... ¡Si tuvieras conciencia, cómo ibas a poder vivir!... ¡No sé cómo no estalla tu corazón con el peso de tanta víctima!... y estás tan tranquilo como si fueras el hombre más honrado de la tierra... pensando en queridas y nuevos tormentos a A.... que es una santa.

”Es tanta mi rabia de haber hecho tales sacrificios por quien no merece más que mi desprecio, que me clavo las uñas en la carne hasta hacerme sangre.

"Inmenso era mi cariño, pero inmenso será mi odio. El hombre mejor del mundo no merece ni la mirada de una mujer; conque el peor, ¿qué merecerá?

”Ahora me explico que a ti mismo te pareciesen mal escritas tus cartas. ¡Claro!, las escribías a escape: lo cual prueba lo entretenido que estás con tus nuevos amores culinarios. Por eso te dejo libre, para que puedas dedicarte a ellos. Te aseguro que mis cartas no han de molestarte más. Lo único que te ruego es que me mandes todas las mías y mis recuerdos todos: no quiero que te sirvan de mofa como te ha servido mi cariño... Las facturas en una caja y las diriges a la misma persona, como hacías con tus embustes. Todos los hombres juntos no valéis un comino; todos hipócritas y traidores, cualidades mezquinas y cobardes, y por eso a todos os detesto...

”Te veo reír con risa de demonio... ¿Quieres vengarte de una muerta? Hazlo y sacrifícame. Dile al mundo entero que te quise antes de conocerte, y dile también por qué ahora te odio—verás a quién culpa de los dos.

”Ya que has sido tan malo, ten siquiera un acto de generosidad conmigo: no te presentes nunca delante de mí... Me moriría.”

Y decía luego, cruzado sobre la última plana:

“¡Cuando recuerdo que he estado tan ciega por un hombre tan prosaico!... ¡Qué conquista tan lucida... ja, ja, ja!... Me iría de esta casa para que no me avergonzaran los recuerdos de tu falsedad y de tu infamia.

”No me cogerá de sorpresa leer cualquier día en los periódicos tu fuga con el maniquí de una modista o con alguna corista de mala muerte, según lo estragado que tienes el gusto. Lo sentiría por A... y tus enjants; por mí, no; gracias a haberme curado de celos tan radicalmente. ¡Es lo único que te tengo que agradecer!”

Si Luciano hubiera leído esta carta delante de Flora, al terminar la hubiera arrojado a su cara, le hubiese vuelto la espalda y se habría alejado despreciativamente.

Allí, en la biblioteca del casino, no hizo más que doblarla, guardársela, extenderse en el sillón de cuero, sacar un pitillo y encenderlo.

Tenía, efectivamente, en la faz la risa de demonio.

Era preciso contestar algo.

Fué a un pupitre y escribió en una hoja de papel:


“Pídeme perdón, o hasta nunca. —Luciano.

"Bastará que me envíes los míos para que recibas tus recuerdos.”


En seguida salió, tomó una victoria y ordenó al cochero pasear por la Castellana. Ya en el paseo, encontró a un amigo y le hizo subir. Hablaron toda la tarde animadísimamente: de no importa qué—de política, de un estreno del Español, de las mujeres que pasaban...


Pero la carta no era—según impresionó a Luciano al principio—la perfidia de una mujer contenta de aprovechar un buen pretexto para cortar una situación enojosa. No era, no, la continuación de aquel sospechado “llegará un día en que no pueda escribirte más”. No lo era del todo, cuando menos... Su letra, su desorden, sus repeticiones y lo rabiosamente vulgar a la vez que terriblemente certero de sus ironías y de sus apostrofes, acusaban con evidencia un raudal de indignación brotando del destrozo de un alma. Para fingir esto con tan desbocada verdad habríase necesitado un hábito y un genio de actriz que no podía suponerse en Flora—cuyo talento, sin el grito sincero del corazón, no hubiese alcanzado ni aspirado a mas que simular un resentimiento tan hondo como delicado y correcto.

Había allí el brutal estruendo de algo muy grande que se venía al suelo. Lamentos y quejas y aullidos de muerte; sorpresa e innegable espanto. Quizás pudo germinar en la egoísta el proyecto de ruptura por miedo a don Gil; pero ahora la amante desengañada y herida descollaba y oscurecía todo lo demás en un tremendo alarido de su amor evocado entero al derrumbarse.

¡La amante!... Esta era, pues, ella sola, quien tenía enfrente Luciano. ¿Cómo desesperar? ¿Quizá su odio no daba la medida de su amor?... ¡De un amor que el poeta había sabido hacer tan puro, tan alto, que casi tocaba las excelsas grandiosidades de las divinas creencias en que la fe se pierde a la duda más leve!

Por lo mismo, debía él presentarse con la dignidad y la severidad del ídolo ante el blasfemador. Halló medio de deslizar aquel día en la crónica de La España la siguiente frase: “Quiéreme. Pídeme perdón, Flora. Te lo mando.” No haría falta más para obligarla a meditar y arrepentirse de su ligereza. Y después, cuando desde fuera del abismo volviese la cabeza para contemplarlo, con horror, reconfortada en su fe, ya podría ésta desafiar los nuevos embates de la avaricia...

Flora le escribiría.


Y ciertamente, en la taquilla del casino, la tarde que fué él seguro de encontrarla, halló el sobre de la querida letra inconfundible.

¿Humildad?


“Miércoles 3.


”Si matara el pensamiento, veinte vidas me hubiesen parecido poco para quitártelas. Tal es el odio y la indignación que me ha producido tu orden. ¡Qué cinismo y qué desvergüenza! ¡Poner mi nombre en una fábula asquerosa!... ¿Es que me amenazas? Sí, serías capaz de entregar mi historia a las planas de anuncios para enterar a mas gente.

”Mejor sepultaba mi corazón en el cieno de una zanja que en el tuyo, segura de que aquel sitio había de ser mas digno y más limpio... ¡Si te viese, te miraría con el horror que a un criminal desenmascarado!

”Tú dijiste al leer mi carta: “A esa leoncita ya la amansaré...” ¡Como si una leona herida pudiera amansarse, y herida donde más duele todo!

”¡El hombre de la sensibilidad exquisita!... ¡Qué modo de contundir las cosas, cuando no eras más que un lascivo de lo más repugnante que existe!

"Si yo supiese que mis ojos te habían de volver a mirar, me los saltaba. Pero, no te odian tanto como mi corazón, estoy segura de ellos.

"Para hacer algo en obsequio mío no vuelvas a ocuparte de mí. Tus mimos de los periódicos no harán sino aumentar mi rabia.

"No quiero que me recuerdes más que como lo que soy.

Una muerta.


"No te esfuerces en inventar historias; nada me convencerá, ni halagos ni violencias de ninguna ciase..Esta es la última vez que sabrás de mí. Nunca más. Mándame mis cartas.”


Luciano pensó:

—Esto ha concluido.

Ahora sí. Había más corrección, más cabeza en esta carta escrita siete días después que la anterior. No estaba tan mal escrita, en una palabra.

En siete días, la resolución que hubiese adoptado Flora tuvo tiempo de meditarse bien, de ser firme.

Y era bien firme, sobre todo en la insistente recomendación de que no se molestase más en escribirla ni en querer convencerla.

¡Qué claro dejaba transparentar su anhelo; su anhelo de angustia, el de no recibir ni escribir ni una carta más de aquellas que, como había dicho en una, arriesgaban cada vez “su honor, su vida y... su dinero"!... ¡Lo dijo aportando una prueba de lo que podía su pasión!... Hoy debió haberse ahorrado tanto escarnio con un solo grito: “¡Mi dinero!”

¿Era tan despreciable aquella... mujer, que hubiese podido interpretar así la anécdota del periódico?

¡Temía su venganza!... ¡Pobre! “Mándame mis cartas”... Otra angustia. Las de él, las habría roto el terror a don Gil.... por eso no se las mandaba.

... “un repugnante lascivo”...

Pero... ¿a quién había adorado él? ¿a quién había sacrificado tantas cosas?... ¿Era una malvada o una idiota la mujer aquella?

No... idiota no. En medio de todo, harto fiaba en su caballerosidad para irritarle sin miedo a venganzas...

—Esto ha concluido.

Volvió a murmurar Luciano, mientras—poniéndose el gabán—pensaba que no era Flora una malvada tampoco. Los insultos de su primera carta fueron ayes de su orgullo de mimosa; los de esta segunda, inocentes aunque asaz tristes argucias de su presunción de hábil. Como su madre. Un candor lamentable, en suma, ¡Sería injusto odiarla!

Desde el casino fué a la calle de Floridablanca, a la imprenta de La, España.

Pidió el molde de su crónica y retiró su firma Loraj, sustituyéndola con otra cualquiera para lo sucesivo. Inmediatamente entró en su despacho de la redacción y escribió a Yulí, a quien, excusándose con ocupaciones, no veía desde una semana:


“Amiga mía: Tú me comprenderás y no has de tomar por cinismo mi confesión. ¿No ha de poder decirse la verdad alguna vez?; ¿y a ti, principalmente, que tienes más talento que otras mujeres?... ¡Estoy harto de mentir, Julia!...

"Yo no amo ya a la que tú adivinaste que amaba al amarte. Yo no quiero, pues, aborrecerte, quiero ser tu amigo; pero no puedo ser otra cosa. No me busques, por favor. Cuando yo pueda verte, te buscaré a ti (si quieres verme todavía). Ten la seguridad de que hasta entonces, y siempre, te guardará un agradecido y tierno recuerdo

Luciano”


Al volver esta noche del teatro se encontró la respuesta de mademoiselle Henriot. No podía ser más breve:


“Está bien.—Julie.”


El poeta sintió el pesar de su brutalidad.... porque no sabía ya si había sido brutal con ella en una carta donde no aspiró más que a verter en desnuda y noble franqueza su amargura.

¡Pobre mujer! ¡Cuánto más valía que Flora!


Dejó de ir al casino. Le enojaba el invencible afán de mirar la taquilla esperando una carta.

Pero cuando estuvo ocho días sin ir, fué de nuevo... a ver si la carta había llegado.

Luego volvió a los quince días. Luego al mes...

Al segundo de esta ruptura violenta, es decir, en febrero, escribió aún en La España un articulo dedicado a ella y lleno de vagos recuerdos. Nada pedía, sin embargo.

¡Seguía adorándola!


Sabía de Flora por Amparo. Estaba en relaciones con Daniel del Pazo.

En el mes de marzo, cuando empezaban los conciertos de Mancinelli, una tarde que asistió a uno y le causó la música un daño infinito, salió del teatro y halló que no podía soportar a la gente.

Madrid le abrumaba, le mataba de tedio.

Vagaba por Recoletos y llegó hasta la calle de Alcalá, lento, incierto, sin ir a ninguna parte, como todo aquel mundo que le rodeaba, sólo que más despacio... Los tranvías subían y bajaban de dos en dos minutos, y también un cochero desde lo alto de su pescante, en el coche vacío, le miró y parecía decirle: “Si estás cansado...”

Pues sí, estaba cansado de Madrid.

—¡Para!, ¡tú!

Subió al coche, llegó a la Central de Telégrafos y puso un parte:

“Amparo Vallés.—Alajara.


Voy correo.

Luciano."

VIII

El puente de la carretera... un puentecillo de dos ejes y pretiles de hormigón, verdinegro, cuya pilastra chata se hundía en el tranquilo remanso entre una sábana de ovas, encajado en las hierbosas laderas que encauzaban el arroyo, y cuya sombra, reforzada por la de dos lánguidos sauces, daba al agua engañoso aspecto de profundidad...

Esto era lo que, debajo de unos árboles, pintaba Luciano por las tardes.

En la caja se llevaba los gemelos de teatro, y fumando y escudriñando los lejos perdía las horas. Desde su escondite, seguro estaba, sin embargo, de ver pasar alguna vez a Flora con su madre y Daniel y don Gil hacia la huerta de este último, es decir, de ella—paseo frecuente de la familia, caso de no ir vía abajo al puente de hierro, que se ofrecía también al anteojo cerca, como una tira de encaje gris tendida sobre el cielo. El pintor, o, si se quiere, el perezoso, había encontrado propiamente un sillón en el hueco de una peña aforrada de un terciopelo de musgo seco.

Además, venía a este sitio por pasar junto al hotel con algún pretexto; el camino le embocaba frente a él lurgo tiempo, a la vuelta, cuando el sol se ponía, incendiando sobre el mar aquellos cielos que tanto a Flora le gustaba contemplar por el balcón.

No la había visto en más de un mes ya en Alajara.

¿Por qué huía de él? ¿Le odiaba?

¡Oh, imposible!

Cuanto ella supo y pudo querer, con toda su vanidad, estaba cierto de haberse hecho querer por ella, como no había querido a nadie, como no volvería a querer jamás... ciega y loca... y esto no se olvida tan pronto ni se trueca en odio sin motivo.

Aquel novio al lado de Flora representaría su voluntad de obedecer a don Gil; su voluntad bien poco decorosa para el amante, al cual no se preocupaba de sostenerle la ficción de enojo con una digna retirada de otros amores más o menos falsos y con un desdén mejor o peor sentido hacia aquellos “todos los hombres que no valían un comino”: pero si eso representaba el novio junto a ella, significaban el agradecimiento que no podía menos de conservarle a Luciano (¿qué más en una mujer sin corazón?) ciertas amabilidades que le demostraba ahora, aun sin verle: sus cuadros recién pintados, llevados y traídos de una a otra casa para enseñarlos; un tubo de blanco plata mandado pedir con la criada, negado por doña Salud y entregado por ella ocultamente; un grabado del Fígaro Illustré que le envió para que lo pintase, porque ella no se sentía capaz de iluminarlo a capricho.

Lo hecho va, lo irremediable, harto le demostró cuán nada valía el corazón ríe la mujer convertida en ideal del poeta. Y el daño era horroroso. Pero, ¿no querían decir todas estas vergonzantes atenciones de la niña sin alma, del ídolo caído, que si él estuviera cerca de ella, como otros tiempos, ella le querría lo mismo, con aquel cariño que no fué sino la gratitud pasional de una histérica?... Y así podía ser, y con sólo ser así se tenía a Flora toda, porque Flora no consistía en más; ¡quién sabe si él pudiera conformarse con seguir teniéndola a modo de preciosa ruina sobre la que llorar el desengaño!

¡Seguir teniéndola siquiera guardada de la ajena profanación en el recuerdo de lo que fué, de todo lo que simbolizó para su espíritu, como imagen rota, pero sagrada todavía!

Daba por bien su vuelta con estos descubrimientos que le iban permitiendo, los cuales clarearon un alba de esperanza en la noche larga y negra de su desolación. Flora podría esperar, no importa los años, hasta que muriese don Gil; y Flora podría aún ser suya.

¿Qué Flora...?

¡Bah! ¡ésta!... Pero él sabría recordar su Flora, transformada en su Flora, tal vez cuando nadie más que él tornase a imperar en su conciencia. ¡En su Flora, que jamás había tenido en sus brazos! ¿Podría nada ni nadie quitarle la realidad viva de aquella mentira de tres años?

Mas para realizar algún día ese proyecto triste, mezquina sombra de aquel otro de sus ensueños de Madrid, vigoroso y radiante como un vuelo cortando las alturas de la felicidad, hacía falta que la obediencia de Flora no llegase hasta el matrimonio. Desde luego la suponía, siquiera por dignidad, incapaz de tal cosa; y para evitarla presión de su madre en este sentido, tan pronto como llegó se le había presentado ocasión de dirigir a la ilustre viuda una carta que era, al mismo tiempo para su indiscreción y su soberbia, un correctivo oportunísimo.

Había ocurrido lo siguiente:

Apenas doña Salud conoció el telegrama que anunciaba el viaje, todo su orgullo se desencadenó y—olvidada, sin duda, del temple de su yerno—todas sus audacias de diplomática se pusieron a las órdenes de su egoísmo. Problema: conceptuaba peligrosa la proximidad de Luciano y Flora en el mismo pueblo; solución: echar a Luciano. Llamó a Amparo y la descargó a boca de jarro “que se habían estado escribiendo aquellos meses”, añadiéndole íntegra la escena del día de la escandalosa despedida... íntegra, aun exagerando el alcance de las frases cruzadas entre Luciano y Flora por el cristal, a fin de convencer a su franca hija (sin importarle un bledo su pena) “de que el viaje obedecía al designio del... otro, de completar la historia en debida forma”, y que si quería Amparo evitarlo no quedaba más que liar los trastos y salir cuanto antes de Alajara...

Tamaña imprudencia destruyó en un minuto la relativa confianza que en Amparo pensó encontrar su marido; y aunque éste lo primero que vislumbró en el recelo de su suegra fué la grata sospecha de que asimismo en Flora habría visto algo que se lo excitase—pues de juzgarla indiferente no se inquietaría doña Salud—, encontró irritante, por encima de todo, aquel alarde del despotismo que sobre él y en la propia tranquilidad de su casa pretendía ejercer una mujer que, al contrario, debiera tenerle miedo, por el tremendo secreto que guardaba de su otra hija, y a causa de ello tratarle con mucha menos arrogancia, ya que no con decidida humildad.

Hubo largas cuestiones entre los dos esposos, durante los primeros días, allí en la pequeña sala de la casa nueva.

—Pues sí, ella te ha escrito cuatro o seis veces; y tú a ella. Se lo ha confesado a mi madre y le ha entregado tus cartas, y también las ha leído don Gil, que las ha roto.

Amparo repetía frases de algunas, referidas por su madre.

¡Ah, qué bien adivinó él! ¡Flora había destruido su correspondencia, salvando media docena de cartas insignificativas que poder entregar a don Gil en prenda de arrepentimiento!

Rabioso por esta hipocresía cobarde de Flora, que tal vez le amaba aún, que seguramente le amaba, pero que cedía al dinero, puesto en peligro por alguna carta que le hubiesen nuevamente sorprendido, se levantó Luciano y fué a escribirle a doña Salud... lo que de mejor gana le hubiese escrito a don Gil, a estar cierto de que no provocaría así la ruina de las dos infelices mujeres y el triunfo del usurero del amor, que tal vez no necesitaba más que un pretexto para desentenderse de ellas tras de haberlas robado.

¡No quiso dar el pretexto, si se buscaba!... la doña Salud la carta, como bofetón en pleno rostro de su altanería y como lección terminante que le resguardara en lo sucesivo de sus diplomacias estúpidas! Además, la noticia que le daba debía servir, si aquella histérica tenía un ápice de sentido común y de decoro, para que dejara de imponer la absurda boda con Daniel del Pazo. Lo que pensase Flora de su conducta le importaba poco; que no fuera nunca para él... ¡daba lo mismo y ya se sabía esto! Lo importante era que cumpliese al menos sus juramentos, “que no fuese de otro jamás”... Y escándalo, en fin, no habría en lo que iba a decir, porque se lo diría a una madre que guardaría el secreto por egoísmo, y a la cual nada extraordinario se le revelaba al revelarle la deshonra de una hija en cuya voluntad de ser deshonrada creía ella con tanta fe.

Volvió a bajar Luciano trayendo un paquete.

—Toma—le dijo a su mujer—. No han sido seis las cartas de Flora; han sido sesenta. Léelas y guárdalas tú; pero antes escucha la que dirijo a tu madre:

“Señora: tranquilícese con respecto a mi presencia aquí, adonde he venido porque nadie puede impedírmelo. Mi vuelta no la motiva el deseo de concluir historia alguna: la mía con Flora quedó dulce y completamente concluida en largas noches de pasión. Guardaré su honra. Que me lo agradezca. De usted ni de don Gil no quiero ni ese agradecimiento.

Luciano”


Amparo quedóse como el mármol oyendo la cínica confesión.

—Tú—le dijo él—me creías capaz de todo esto temiéndolo para el porvenir. Pues bien: tranquilízate a tu vez: va sabes que pertenece al pasado... Y ya tu madre no tendrá nuevas cosas que revelarte.


El asombro y la curiosidad por leer aquellas cartas que iban a ofrecer a su dolor exquisitos espasmos, desarmaron en ella todo enojo violento. Además, su martirizado cariño a este “esposo ingrato” veía por fin la paz, la calma, el descanso... el punto final, en la insolente carta a Flora y su madre, que se le aparecían pequeñas y humilladas bajo la altivez de quien sabía ser majestuoso hasta en las traiciones.

Tardó tres días en leerlas.

No le hubiera dirigido la palabra a su marido, de buena gana; pero vencía su curiosidad, su afán de aclarar y computar los mil audaces actos de Flora, sorprendiéndose de que hubieran podido entenderse con tanta libertad aun bajo la vigilancia de todas, y durante varias semanas comentaron luego los dos las cartas, como indiferentes amigos, conversando de ellas y de lo que ellas no decían detalladamente, tal que si arrancando fueran secreto a secreto los de aquella historia para irlos tirando por encima del hombro destrozados. El le describía los adornos de Flora cuando iba a su cama... Ella escuchaba con los ojos muy abiertos...

—¿Sabes lo que te digo?... Que mi hermana es una p...

Y lo expresó. Ella, incapaz de decir palabrotas.

Pero, no: esto no lo aceptaba él... Una fascinada: no hizo más que obedecerle. Si desde pequeña un ambiente de afecciones le hubiese formado el corazón, sería un tesoro; mas en su casa primero, en el colegio después, no se había atendido sino a mimarla, y sólo poseía una sensibilidad infinita de caprichosa. El fué para Flora un capricho, como el gato, como el piano, como el sombrero que encargaba... Un capricho más vivo. Seguramente ella no se daba cuenta de que lo que estaba haciendo era malo, según los demás... ¡Pobre ingenua!

—No, ¿eh? Pues mira cómo cuando le ha convenido sabe ser hipócrita y falsa por atender a otras cosas. ¡En cuanto don Gil la amenazó con desheredarla!

—Precisamente. En cuanto los demás le hicieron notar que se salía de lo reputado por bueno. En cuanto advirtió que aquel capricho le costaba un castigo. En cuanto su cobardía de niña ha visto de cerca la pobreza y la deshonra. Una verdadera amante las hubiese arrostrado, una verdadera mujer que llevara dentro de sí misma la convicción y el móvil de sus acciones. Una... “ingenua” se limita a dejar de serlo; esto es, a aprender que para ser mala hay que esconderse, como para morderse las uñas cuando la ponían en cruz por mordérselas en el colegio. Flora ya sabrá ser peor, si lo desea en adelanté, sin enterar a nadie; y lo único que de seguro le pesa hoy es haber dejado traslucir a las amigas su cariño a mí, que ostentaba con inconsciente impudor, y a veces dijérase que con orgullo. Acuérdate de la boda de Antonia.

—Como que ha sido un escándalo. Magda, Augusta, Lorenza, María Montilla, Lolo, Marcelo... hasta Daniel del Pazo. ¡Todos lo saben!... Con María y con Augusta riñó por ti; no se visitan. De modo que lo que es menester es que ella no quiera ser mala muy secretamente... contigo todavía, ¡por recurso!

—Descuida. Comprende bien que, afortunadamente, lo que de ella se sabe no la impedirá tener marido alguna vez. Es rica, lo tendrá. En otras ocasiones no sería una avisada, sino una fracasada, por el escándalo, como Luz y María Montilla, y entonces desde “ingenua” no la habría lanzado la desdicha a hipócrita, sino todo lo opuesto, a descarada, como esas dos. Cuestión de suerte.

—Y tendrá valor de casarse... la niña. Por supuesto que... fracasada dices tú de María Montilla. ¿No sabes que se ha casado con Angel Luis? Ah, ¿no lo sabías?

—Puede mucho el dinero... ¡mas no me figuraba que tanto! ¿Será bruto?

—Quince días hace. En Sevilla están. Angel Luis no tenía un céntimo, y la Montilla heredó de su tío no se sabe cuántas majadas y olivares; de los primeros contribuyentes hoy... y el primer sinvergüenza el tal Angel.

—Bah, mira: las avisadas y las descaradas con cuartos hacen muchísima falta en realidad para estos hombres... Sería cruel que abundando tanto los Angeles Luises y los Danieles Pazos se les conservaran ingenuas las “ingenuas”.


Don Gil no vino a visitar al ingeniero. Sin embargo, se lo encontró una tarde en el campo, a la hora del regreso, en que solía quedarse en el hotel, y le saludó afectuoso, hablándole de una capita muy mona que le bordaron en Córdoba para un San Pedrito, es decir, para un San Pedro pequeño. Ni una alusión a lo pasado... La suavidad y la dulzura nada más, sobre aquella cara inmóvil en que sólo la fijeza de las pupilas verdes acusaban un rencor felino. Su amabilidad supo alejar siempre la conversación de algo que su astucia adivinó en Luciano: del deseo imperioso de hablarle con crudeza del pagaré, ahora que no le estorbaba la consideración a Flora y podría refregarle su mezquindad por los hocicos. Al despedirse ambos y ver el joven que don Gil se dirigía libre y como dueño a una casa que por aquel hombre hipócrita principalmente se le cerraba a él, sintió impulsos de seguirle, de entrar también, e imponerse por la violencia, por la fuerza... El respeto a Flora le contuvo.

Mas no pudo dormir esa noche. En la catástrofe de su Flora era un ciego deseo el que le abrasaba por humillar de algún modo a don Gil.

Y a la otra tarde fué a su casa, con el pagare, rudamente resuelto a transferírselo, a cambio de un recibo por el valor de su antigua deuda, sin rédito alguno, y por cuatro años, ya que habían sido dos el innecesario plazo fijo del documento. No estaba don Gil. Luciano, en una esquela breve y despótica, le hizo entender su empeño...

Y no don Gil, sino doña Salud, fué la que corría pocas horas después en busca de su yerno, y entre lágrimas y humillaciones lastimosas realizaba, por delegación, el cambio de recibos... ¡Infeliz!... También el ingeniero volvió a despedirla, interrumpiendo un instante su risa irónica para decirle, hondamente conmovido: “¡Acuérdese de mí cuando me necesite!”

Veinte días había durado esta vez el tesón de no ir al hotel, en Amparo, en aquella alma nada honda ni misteriosa, que se ofrecía con su franca necesidad de afectos sencillos, enseñándose entera y brindándose toda como bandeja de dulces. No podía pasar sin la tertulia de su casa, sin su madre, sin don Gil... casi sin Flora, a la que se limitó a pasarle por los ojos ¡ahora sí!... una sonrisa de triunfo. A ratos se quedaba mirándola y pensando que aquella boca de su hermana había besado a su marido... Y se decía entonces a sí misma: “¡Cuánto la odio!”

Mas no era verdad..

Tan no era verdad, que ella fué quien habló de una tabla que había pintado Luciano, y dijo que la enviaría para que la viesen; y ella también fué la que a él le hablo de los paisajes nuevos hechos por Flora, mandando por ellos una mañana. Flora copió la tabla de Luciano. Por cuanto a la carta, espantada doña Salud, se libró muy bien de hacer todos los comentarios rabiosos que hubo de inspirarla el “increíble cinismo”. Decirle cosas a la papanatas de su hija valía lo mismo que decírselas... al otro; y le tenía miedo. De manera que se dió por contenta exclamando, con la tranquilidad que oponía su histerismo a lo que “no quería que fuese”:

—Flora sostiene que es falso todo.

—¿Falso?—exclamó Amparo—. ¿Sostiene, que es falso?... Pues, oye; la noche que...

—No. Calla. No estoy para oír atrocidades... Además, hazme el favor de no nombrar a tu marido. Quisiera ver al diablo antes que a él. ¡Supongo que no se atreverá a venir!... ¡Oh, le clavaría las puertas! ¡Como al diablo, como al diablo!...

—Te equivocas, él no lo desea... aunque me ha dicho que lo siente por vosotras, por lo que se dirá en el pueblo al sacar punta a esta ruptura de trato...

—¡Que se diga lo que quiera, hija! ¡No están mis nervios para más impresiones! ¡No quiero verle!

—¡Ni yo quiero que venga, no pienses, bah!

Luciano, que al principio se oponía a que Amparo fuese con su madre, cedió luego, con el fin de saber de Flora y de sus planes...

Eran las únicas noticias que le llegaban de ella las recibidas por su mujer. Flora se había hundido en el hotel como en un convento. Dejó de visitar, a las amigas, nadie la visitaba. Las puertas y balcones, cerrados constantemente, daban a la casa la apariencia del abandono por un largo viaje.

No obstante, poco a poco, en cuanto se convenció la viuda de que le exageró su imaginación suponiendo que Luciano se iba a constituir en espía, de día y de noche, por las esquinas, se aventuró a salir con Flora: primero a misa, al amanecer, a escape y mirando hacia atrás, como si las persigueran; y luego, alguna tarde que otra, non don Gil y Daniel, a la huerta.

—¡Hombre, hoy se han atrevido a ir a la Magdalena!—decíale Amparo a Luciano, con cierta gozosa burla, porque le parecía de perlas para su hermana el castigo de reclusión.

—¡Hombre, ya se atreven a ir a la huerta!—le dijo también ella.

Quince días después fué cuando Luciano entró en deseo de pintar el puente de la carretera, y ya hacía cuatro que estaba con la obra. Anochecido, al volver, solía sentarse en un bloque de granito, resto de un acuario romano, situado al borde del camino que trochaba desde la carretera al pueblo y a medio kilómetro de éste. Era un fragmento de escalinata, de la dura argamasa con que estuvo hecho el gran baño trazado por una elipse de cien metros, y del cual no quedaban más que, en un campo de labor, cinco torreones desmoronados y llenos de hierba. Pasaba el camino entre ellos; pero, en cambio, nadie osaba pasar por el camino la noche de San Juan, pues era fama que en cada torreón, a punto de las doce, tomaba asiento un rey negro y una reina mora en el centro para peinarse en jofaina de plata y arrojar el agua al que prefiriese de los cinco, y esto nadie podía verlo sin quedarse muerto.

Desde allí miraba Luciano a Alajara esta tarde. Se había puesto el sol con un celaje pálido, mimoso, con estrías de nubes amarillas que se desvanecían anaranjadas en su azul intenso de lo alto y se cambiaban al Occidente en vellones de color de tórtola; pero quietas en el aire, de una calma absoluta, como una guirnalda flotante. Sobre aquella hondonada redonda de los valles semejaba el cielo una hermosa cristalera de estufa, de donde caían la luz velada y el silencio imponente de los jardines al anochecer.

Enfrente el pueblo, tendido en la montaña, desierto y mudo bajo el cendal de casas de sus chimeneas, hendido por la espiral de humo negruzco de la fundición, que ascendía recto para desparramarse como un segundo velo más alto hacia la aguja de la torre. El hotel, rodeado por su verja, aparecía entre los árboles con extensa esbeltez, en el fondo que le formaban las primeras casas blancas y los tejados. Reflejaba en los vidrios de los balcones, como si hubiera un incendio dentro, el resplandor del crepúsculo.

Estos balcones espiaba el joven con su gemelos de nácar, que le acercaban al hotel hasta poder contar las líneas que simulaban los ladrillos en la fachada roja. Aquel balcón, sobre todo el segundo, donde se asomaron tantas veces Flora y él para contemplar las puestas de sol brillantísimas, en los días de verano, cuando se inflamaba de carmesí todo el horizonte. Si ella saliera con gemelos también al mirador, encaramado en el caballete del tejado, podrían verse sonreír... Pero no salía nunca. La mansión de su antigua felicidad estaba muerta; ya no se veían las jaulas de los canarios bajo las cornisas, donde distinguía él las alcayatas en la blancura del yeso, ni se alzaban jamás los vasillos, detrás de los cuales quizá pintaba ella: ella, la muerta, la enterrada allí...; que aire de panteón tenía aquello, en efecto, con su arboleda alrededor, con su alta verja, con su gallardía de construcción gótica, por cuyas crestas y agujas de hierro rectas, hacia el cielo, parecía escapada un alma y cuajada bajo ellas una vida venturosa.

Imaginaba a través de las paredes de su cuarto blanco y azul, en que había visto siempre aquel lecho lujoso como esperando a alguien; aquel lecho que un día la casualidad vistió de regia gala para recibir sus amores (lo que esperaba, sin duda) y en el cual su Flora, también aquella Flora que él soñó primero tantas veces allí dormida en sueño ideal, yacería ya eternamente, sorprendida por la muerte en el llanto del dolor, como una estatua de marfil abrazada a una tumba.

Porque, ¡no!, su Flora no podía ser esta otra que seguiría mirándose allí a los espejos y hablando al novio... ¡aunque lo creyese ella! Esta otra era una que se le parecía, que se le parecía más que la pobre Yulí, que se le parecía mucho... y por eso él quería verla y quería abrazarla... y por eso ella, si algún día llegara a abrazarla él, iba a llevarse un solemne chasco creyendo que era su nombre el que murmuraba la pasión en los labios del amante...

Caía la noche del cielo sereno con su guirnalda inmóvil de nubes, semejantes a la orla de flores pálidas de un cuenco de translúcida porcelana invertido sobre las sierras. Luciano iba a marcharse. Todavía los balcones del hotel reflejaban amortiguada la claridad del crepúsculo. Pero allá en la divergencia del camino con la carretera, a la luz incierta que moría en el aire transparente, divisó las siluetas de tres personas que se acercaban. Asestó en aquella dirección el anteojo. Lo graduó... Eran tres mujeres... Una llevaba un cesto al brazo... pero las otras dos...

Dámasa, que traía frutas y lechugas de la huerta; a su lado, Flora y doña Salud.

Luciano se sintió invadir por una fuerte impresión indefinible. El pasado feliz, la esperanza, el ansia del mísero corazón por la dicha, resucitando ante la mujer que tanto anhelaban ver sus ojos siquiera un momento...

Pasarían junto a él, a diez pasos... Pasaría junto a él la vida, la ilusión... ¿La dejaría alejarse como una desconocida, a su alma misma?

Se aproximaban, y pudo ver claro con el anteojo... Doña Salud venía de negro, y su hija con una falda perla y una blusa verde bronce, sin nada a la cabeza. Bastoneaba con la sombrilla, y era bien aquél su paso pequeño, onduloso, que levantaba cada vez nerviosamente el ligero cuerpo sobre el pie y cimbreaba su desmayado talle con elegancia de sonámbula. Sobre la mancha oscura de la blusa distinguía nada más el óvalo blanco y dorado de la cabeza... Pero luego percibió, según el grupo se le echaba encima en el círculo de los lentes, los detalles de aquella querida imagen que le hacía temblar, que tanto ansió ver en la mortal ausencia y que no hubiera esperado ver hoy con el reflejo de un alma extraña. Sí; era su boca bermeja, breve y enérgica en la nieve de la faz; su nariz carnosa y corta, de suavidad de seda; sus ojos, de sombra verde; el marco rubio y flojo, como una aureola de su cabello...; la luz, en fin, irradiada, vertida, desprendida del semblante afable de niña, que sonreía siempre, que sonreía ahora hablando con la criada, destellando la sensación serena de esta tarde de campo sobre un espíritu tranquilo...

¡Ah, la veía por fin la expresión seductora!... Luciano leía en ella, con toda evidencia, la bondad que excluye los sentimientos crueles, el candor que se derrama en amores a la vida, la promesa inagotable de blandura y de caricias... La gentil presencia borraba y desmentía todo lo demás, con fulguración purísima y cegadora de verdad...; porque no, no podía haberse realizado tanta bajeza y tanta infamia quedando aquella faz de ángel., ¡sería monstruoso! No, no quedaba allí, en el espejo del alma de la niña, la repulsiva contracción del asesino de otra alma, ni la audacia insolente de una aventurera al otro lado del placer... Quedaba la esclava infeliz cuya amargura disfrazábase aún de sonrisa y cuya voluntad habían podido entre todos forzar porque no estuvo él cerca para animarla, para salvarla del tormento... ¿Que más pudo hacer ella luego, al desfallecer, resistiendo Dios supiese los martirios, que acogerse a la primera disculpa, tratando de salvar con visos de ofendido amor su cobardía? ¡Ah, si Flora hubiese tenido un porvenir propio, como las mujeres de Boston, como aquella pobre Yulí siquiera, para no estar sometida a la herencia maldita!

Esto venían a ser, en resumen, los dos montones de injurias de sus cartas. Irritación contra ella propia, que en sí propia insultaba su debilidad. “No estás aquí; no puedo resistir más; te dejo, pero te quiero”, pudo escribirle. Sólo que le dió vergüenza de no saber ser mártir, de parecerse a las mil otras mujeres que hubiesen también hecho lo mismo; optar, por treinta mil duros, entre treinta mil duros o un amor... ¡Si no valía mucho más, de seguro no valía menos que las otras!

Estaban tan cerca, que Luciano bajó el anteojo y sintió impulsos de partir, antes que descubrieran que las había acechado... Mas no; sin gemelos se las veía lejos aún, en el campo solitario, por donde expiraba la oración de las campanas. Sin embargo, se las conocía ya a simple vista, y se guardó el anteojo. Los separaba cien pasos, apenas. ¿Le habrían advertido?

Decidió esperar.

Quería cerciorarse de que Flora, al verle a él, ante quien tantas veces cayó pidiendo perdón y amor de rodillas, sentiría renacer la valentía del cariño. Si ella se lo indicaba con los ojos, iría a saludarla, y apreciaría en la presión de su mano la protesta de su amor, como con más descaro aquel día, a través del cristal, delante de su madre. ¡Frente a frente iba verse quién venciera: él o doña Salud, la pasión o el dinero!

... Le vieron a veinte pasos, allí en la sombra gris del torreón. Fué un instante de ansiedad terrible en que la viuda gentil se detuvo como si hubiese descubierto una fiera cerrándole el camino en el desamparo del campo. Flora y ella, detenidas un segundo, cruzaron rápidas palabras...

Siguieron en seguida, acelerando la marcha. Habían cambiado de sitio, poniéndose la madre del lado de Luciano... y se acercaban con la mirada al frente, con paso tan vivo, con recelo tal y tan cauteloso, que se diría que aspiraban a pasar inadvertidas o prontas a correr, si no, como de un toro que se les arrancase... Sobre todo doña Salud, descompuesta, tratando de tapar a Flora con su cuerpo, habíala dejado un poco atrás cuando cruzó, al fin, al lado de Luciano, rígida y lívida, soportando ya en su eterno cuerpo de niña aquella mueca triste de vieja que el terror arrancaba ahora bajo el albayalde—olvidada hasta de guardar a su hija en aquel espanto personalísimo que la inducía a escapar del loco que ocultaba acaso el revólver, o del cínico, al menos, que pudiera ir a echarla en rostro sus culpas y humillar su orgullo antes de arrebatarle a Flora... Esta, menudo y precipitado el paso, cruzó también con los ojos en el suelo... Unicamente cuando se alejó un poco se atrevió a volver la cara por tres veces, para mirarle... ¿Era miedo, o cariño?

El no se había movido.

La miraba siempre, extático, fascinado, muerto... La vió alejarse del brazo de su madre, que ya lejos recobraba sus audacias cobardes de mona y la esperó, arrastrándola...

¡Quién hubiera pensado nunca que pasaría sin saludarle junto a él!

La criada sí le había dado las buenas tardes.

Contenía algo torpemente lamentable y vergonzoso aquella fuga de las dos mujeres que huían de él como de sus conciencias. Las siguió con los gemelos. Flora ya no volvía la cabeza. Perdíase por la cinta blanca del camino, con su andar nervioso de saltitos, abrumada un poco, no obstante su negligente resolución de niña, por Dios cupiese qué sonrojos y pesares...

Y en fin, ¿era la mártir o la hipócrita? ¿Qué quisieron significar las miradas a espaldas de su madre? ¿Qué expresaban sus indirectas galanterías al copiar sus pinturas, al enviarle las de ella, al seguir aceptando la complacencia de mirar la firma violeta que él ponía en sus cuadros?... Maldita eterna contradicción: el presuntuoso penetrador de almas se extraviaba en la de esta mujer eternamente. Tal vez impedíale comprenderla bien el imperativo deseo de no creerla tan miserable; porque bien miserable había de ser si todo esto fuesen coqueterías aún, añadidas por temor y por vanidad a la farsa de sus odios trágicos.

No, no quería creerla tan mala. Entonces fuera cosa de despreciarse a sí mismo por bruto insigne, que había podido engañarse de tal modo y elevarla por encima de todos sus cariños y todos sus ideales, como a una excelsa criatura. De no haber habido en este corazón de mujer más que la pequeñez que él creyó descubrir repentinamente en cien ocasiones, aun en medio de las fantasías más dulces, como surge de pronto el pantano al entreabrir el hermoso ramaje a que sustenta, él no habría sido tan ciego que la adorase hasta querer morir por ella...

Y, sin embargo, evocaba esos momentos de revolución desdichada, y se le aparecían juntos como acusación formidable de mezquindad contra Flora. Fueron muchos. Sus enfados triviales, sus celos de orgullosa, su vuelta a Angel Luis cuando le creyó a él perdido para siempre, su rivalidad con la pobre hermana ofendida, sus cartas a Madrid...

Pero ¿qué extraña diabólica habilidad había podido tener la niña ruborosa para ir borrando este cúmulo de ingratitudes, para hundirlas entre flores, en perversas notas de su piano, en pérfidas lágrimas y traidores abrazos, en todo aquel remolino de delicias con que le envolvió y hubo de arrastrarle hasta la gloria misma de las mentiras luminosas? ¿No había aquí, al menos, un infernal talento, una superioridad en la maldad que pudiera disculpar de algún modo el engaño sublime del poeta?... Bah, quizá podía aplicarse a sí mismo—¡más sencillo!—la frase del Idealista de Goethe en el ensueño de Walpurgis: “La imaginación empieza a perturbarme la inteligencia; si lo soy todo, debo también ser necesariamente estúpido”; porque, en efecto, estúpida ambición fué la suya al querer encontrar la felicidad suprema de la vida en el estrecho espacio del corazón de una mujer, cuando la vida misma de la Humanidad no es aún sino un compuesto de miserias que necesitará siglos para ennoblecerse...

Aunque la hubiese preferido así peor que ninguna; distinta de las demás de cualquier modo, por el cerebro y por la sensibilidad, si no por el corazón; porque aun entonces, ni él resultaría tan idiota, ni ella dejaría de haber encontrado en su juego con la lumbre la quemadura que la castigase: soltera, sin él, le recordaría, le ansiaría siempre, a solas con su dinero inútil; casada y también sin él, le llamaría más a gritos su desesperación de refinada amorosa entro los toscos brazos de aquel Daniel despreciable...

Igualmente resultaría a un tiempo la venganza contra don Gil, la que él meditó una noche de insomnio, a la vuelta del río, cuando quería encubrir su naciente pasión por Flora con maquiavelismos de que su corazón no podía estar más lejos. Sí, Flora al fin, y a pesar de que él también, para hacerla feliz, puso a su disposición la vida, no iba a ser la niña dichosa en cuyo obsequio había sacrificado el bien y la honra de los demás un hombre sin entrañas. Flora iba a ser rica, pero iba a ser más desgraciada todavía que la despojada hermana, porque lo quiso así el destino, tal vez representado en Luciano providencialmente... y Luciano, vengador providencial, hubiérale dicho de buena gana al padre de Flora: “¡Oh, tú, miserable, mendígame de rodillas la felicidad de tu hija, para quien soñaste riqueza y honor, y cuyo honor tengo entre mis manos y puedo romperlo contra el suelo en mil pedazos!...”

Le hubiese dicho esto; ¿para qué?... Sin quererlo, la venganza estaba hecha, y lo sabía aquel hombre, que ni más humillación merecía siquiera, porque su orgullo no sabría ser orgullo, y para aplastarlo habría que buscarlo y correr tras él como tras una araña que acaba de dar un picotazo.

Satisfacíase mejor su altivez con tenerlos a todos en una sumisión cobarde, domados, viviendo de su compasión en aquella casa convertida en cárcel. Era la hipocresía social refugiándose en un rincón, espantada de la nobleza de la verdad sin argucias, deslumbrada y trémula como un murciélago ante la luz de la Naturaleza, algo de cuyo esplendor brillaba, sin duda, en la frente del poeta, del hombre del porvenir que él representaba un poco prematura y violentamente en este viejo mundo de ruinas y miserias. ¡Allí, sí!, al agujero, a las tinieblas doña Salud, temblándole como a fiscal implacable que les descubriría bajo la máscara de madre respetuosa una innoble aventurera... Allí don Gil, el bandido de honras y dinero, con envoltura de beato... Allí Daniel del Pazo, que le huía por la calle, obediente a una consigna, por ilusorio miedo a oírle lo que después de oído no le permitiría esconder su propósito de una boda de conveniencia... Y allí también Flora, por último, a ocultar su deshonra... a ocultársela a él, no al futuro esposo, que esto importaba menos—la deshonra en que había trocado su pasión al declararse pecadora vulgar tras de enamorada sublime... al abatirse de nuevo arrepentida, al fango de los convencionalismos, por haberla faltado energía de corazón para acabar de arrancarse a ellos y levantar el vuelo a los redentores y más libres espacios del amor.

Menos mal; era ella la aprisionada más simpática. Si no tuvo el heroísmo de la redención cuando “la sociedad le presentó la batalla y se lo exigía”, supo caer desde la altura ya impregnada de éter, de libertad, con el desdén inmenso a aquel infecto pudridero sobre que se plegaban, rotas, sus alas. Seguía siendo un poco la altiva, en plena caída: a pesar de su madre, a pesar de don Gil, a pesar de Daniel del Pazo, lo quería ella, y sostenía con el amante aquella manifestación de afecto que representaba el envío de sus cuadros... Con Pipín le mandó también cierta vez un puñado de bombones:

—Toma, para tu papá.

Y tan no cabía dudar de su independencia y de su escondido amor en todo ello, que por amor y por independencia, precisamente, cortó Flora este último finísimo hilo entre los corazones de los dos.

Le había mandado a Luciano un cromo, un paisaje, para que lo copiara, y copiarlo ella de la copia después. La obedeció el pintor, y le agradeció su deseo, además, con gratitud llena de esperanzas locas que le inundaron de impaciencias instantáneas...; que le obligaron, en una palabra, a lo que no había querido arriesgarse antes: a buscar a María y suplicarle que la llevase una carta. Encontró a la costurera prevenida, con orden de no coger ninguna si se la daba. Entonces Luciano concluyó el paisaje y se lo regaló a Magdalena, aun antes que lo viese Flora.

Cuando Clotilde devolvió el cromo a Flora trajo este recado suyo:

“Le dices a tu señorito que no doy mis cosas para que él las regale, y que no volveré a mandarle ningún cuadro.”

“¡Mejor!"—pensó Luciano, que no podía conformarse con migajas de una gloria. Sobre todo le acabó de destrozar el alma esta frivolidad de aquella mujer, que aun pretendía con él seguir jugando a los enojos de los novios.


Durante un mes se encerró en su casa, sin buscarla más, sin intentar verla en la misa de doce, a que se atrevió a llevarla doña Salud, cuando se convenció de la indiferencia... “del otro”.

“El otro” se dedicaba a escribir aquel estudio sobré el carácter, que había empezado en el hotel tres años antes. Se levantaba, a las dos, trabajaba por la tarde, jugaba al billar anochecido, y después de la cena volvía a trabajar hasta el alba.

No quería ver a nadie ni hablar con nadie, singularmente por no oír los disparates que se decían en el casino a propósito de aquella guerra tristísima que acababa de declararse entre España y los Estados Unidos. Míster Wooford, el embajador americano, iba ya camino de Londres...

Los últimos días de abril eran hermosos, y le sugirieron un plan: irse al campo, a una gran finca que le brindaba don Carlos Tournell en el terreno de Los Torvos, no muy lejos, por cierto, del cortijo de don Gil. Se pasaría allí una temporada, y desde allí mismo iría él a Madrid a instalar la casa, para que fueran después Amparo y los niños.

Amparo aceptó, contenta. ¡Ya necesitaba Pipín un buen colegio, y les convendría vivir en Madrid y acabar de una vez con tanto cambio y tanto viaje!

La casa de La Furbilla—un palacio más bien por lo grande—reunía bastantes comodidades. Era la más hermosa de aquel llano de “Los Rubios”, donde estaban las mejores fincas de los ricos de Alajara. Rodeábanla cuatro lienzos de tapia blanca coronada de ladrillos en castillos de naipe?, y en cuya pilastra de la cancela solía pasarse el tiempo un pavo real. Dentro de la tapia una huerta con honores de jardín, casi de parque, donde jugaban Pepito y Camila, al cuidado de Clotilde y a la sombra de los árboles.

Amparo se mostraba dichosa, sonriéndolo todo, por las tardes, al brazo de su marido: los chozos, las praderas cuajadas de margaritas, los trigos salpicados de amapolas, los rediles de las majadas, el río... Su preocupación consistía en calcular si podrían comprar una finca como ésta, y se lo decía a Luciano, sentándose en los ribazos y medio sepultada en la hierba... “¡Aunque valiese veinte mil duros!...” Pero, no. Luciano prefería invertir el capital en Madrid, quizá en alguna industria... ¡Ya se vería esto!

Muchas veces, mientras ella hacía crochet, y él, tirado a la sombra de una encina, leía un libro, alzaba la vista para contemplarla, pensando: “¡Es la mujer! ¡No podría pedirse más hoy a las pobres ingenuas que esta forma de sinceridad honrada y noble!...” Pensaba también lo mismo por las noches, mirándola dormida; entonces la besaba en la frente con cierto amor respetuoso y amargo...; y sentía ella el beso, y, sin cesar de dormir, sonreía feliz y le echaba el brazo por el cuello: él continuaba así la lectura de su libro, a la luz de la palmatoria, recogida como en un nido en el dulce calor de aquel abrazo.

... Una mañana entró Amparo en el despachito donde él escribía:

—¡Hombre! ¡Una noticia! Me lo acaba de decir la Eusebia, que llega del pueblo. ¿A que no sabes qué recibió anoche mi madre?

—¿Qué?

—El ajuar de Flora. ¡Se casa!

—¡Con quién!

—¡Toma! Tonto, con Daniel. La Eusebia se ha enterado de todo por Lucía Tournell, que ha visto los trajes... ¡Ah, qué miedo te tiene! ¡No haberme dicho ni una letra!... Y eso que la boda es el mes que viene, y de gran lujo, según los preparativos. Seguramente no esperaban sino que salieses de Alajara.

Luciano se quedó serio, abandonando la pluma en la escribanía.

—¡Qué! ¿Te importa algo?—exclamó su mujer.

—¿A mí?... Me admira nada más el valor de Flora... ¡Pobre hombre!

Sonrió Luciano, cogió la pluma y siguió escribiendo.—Luego hablarían; quería concluir un capítulo.

Efectivamente: parecíale a él mismo que le era indiferente aquello. ¡Aquello tan ruin y repugnante! Diez minutos pudo continuar con interés su trabajo... Luego fué a tenderse en la otomana. Un viento de celos había barrido las ideas de su fantasía, poblándola de recuerdos de Flora...

Y le fué imposible trabajar más, ni aquel día ni los siguientes.

Por suerte desdichadísima, un dolor más grande, recibido cada día con cada periódico de Madrid, le llenaba el alma de amarguras más altas que le hacían llorar y medio olvidar sus propias miserias. La escuadra de Dewey había abrasado el 2 de mayo en la bahía de Manila a la escuadra del almirante Montojo... en tres horas; y los detalles con que se ampliaba el relato telegráfico de la catástrofe helaban el corazón. Cavite fué arrasa de pocos días después, y nada se sabía de la suerte de los infelices españoles en Manila, sino que los tagalos luchaban contra ellos también, probablemente... El silencio del cable era espantoso... ¡Primero y brevísimo acto de la guerra tan deseada por la ceguera de España!

Sin embargo, pasaron días y volvió a suspenderse el interés de la horrible lucha en una ansiedad. Los grandes acorazados yankees bloqueaban la isla de Cuba. El general Cervera seguía en Cabo Verde con sus famosos destroyers... tres juguetes al amparo, por no decir al estorbo, de tres cruceros insignificantes. Hablábase hasta de una carta en que el heroico marino (¡si heroicidad es ir a la muerte inevitable!) confesaba su resolución de obedecer a la Junta de generales, pero su convicción asimismo de ser destrozado... ¡Y seguían nuestros periódicos publicando dibujos y más dibujos de buques!... ¿Por qué no reproducían al menos los del enemigo, de cualquier publicación extranjera, La Patrie, por ejemplo? ¿Se tenía aun empeño en ocultar nuestra inferioridad bochornosa? ¿Se quería continuar extraviando a la opinión con esperanzas de revancha?...

—¡Sigue en Cabo Verde!—decía Luciano a su mujer, al desplegar todas las mañanas el periódico. Equivalía su exclamación a un suspiro de consuelo. Y no quería leer más, porque le indignaban aquellos insultos al Gobierno, aquellos gritos de locura por echar de su refugio a la escuadrilla, por lanzársela al Iowa como se había arrojado la otra al Olimpia... y que parecían los gritos de un público borracho pidiendo en una corrida: “¡Caballos! ¡Caballos!...”

Amparo le hablaba entonces de las novedades del hotel.

Ya se había invitado a mucha gente y había buenos regalos. Eusebia, la mayorala, oyó hablar de un aderezo de brillantes (de don Gil) y del vestido blanco encargado por el novio... No concebía Amparo que se atreviera su hermana a ponerse el vestido blanco...

—¡Hombre, por el ramo de azahar!

Se burlaba de ella.

—Y hacen muy bien en no decirme nada, aunque a todo el pueblo le choque mi ausencia... Porque claro es que no "iría a semejante boda... ¡Me daría asco!

Pero Luciano procuraba no hablar de Flora ni acordarse de ella.

Sin embargo, a pesar suyo, la memoria traicionera se le “escapaba y le arrastraba y le hundía en los ardientes recuerdos indelebles. Un velo, que subía de pronto, como el telón de un escenario, mostrándole vivo el pasado... Sucedía más cuando paseaba solo, cuando iba a sentarse a la orilla del Calamón, aquel mismo río que parecía retorcerse antes de entrar en el mar, para buscarle allí deslizado, manso, entre arenas, para traerle en su corriente remembranzas de la tarde dichosa que empezó su amor en otras riberas de las mismas aguas.

Esta boda era un insolente reto a su mal dominado sufrimiento. ¿Por qué no esperó un mes aún, la mujer aquella, para que al menos el amante estuviese lejos? ¿No comprendía que podía provocarle su insensatez un cruel castigo?... ¡Bah! Tal vez la imprudencia de todos llegaba al empeño del matrimonio sin escándalo o con escándalo...

Transcurría el tiempo y acercábase el día de la boda. Amparo le habló de la cama que acababa de llegar, de palosanto, imperial, con dosel y colgaduras de seda de color carne; la habían puesto en el antiguo cuarto de Flora, junto al salón alto, porque doña Salud quería el piso bajo para ella, sin duda por estar más a mano del trajín de la casa. El salón mismo tenía un estrado de palisandro, con marquesitas celestes y sillas doradas.

—Todo esto ha ido a verlo Eusebia en persona, a quien le preguntaron si sabe cuándo nos vamos a Madrid. Por cierto, me ha dicho, que encontró a los novios solos en el hotel... Mi madre no sé dónde estaba... ¡Ah, sí, vamos! ¿Se habrá dejado la niña abrazar... en cualquier sofá, por anticipado... a escape? Así se disimula mejor, ¿verdad?... Y eso lleva descontado para la noche solemne... ¡Saben ésas mucho!

“Iban a respetar siquiera su habitación y su lecho." Pensándolo así, y sin conceder crédito a aquella malicia de Amparo—porque él contaba más, como contaría Flora, con la estupidez de Daniel del Pazo para no advertir... muchas cosas—tuvo un alivio el amante. Y bendecía la moda, que evitaría la profanación del lecho aquel, poniendo otro, pues no fué Flora seguramente quien se vió asaltada por respetos tales a su memoria.

Imposible dormir la noche en que supo estas noticias que su mujer le había dicho desnudándose. Sus horas le martirizaron non la obsesión de aquel pisito alto cambiado, invadido por insolencias del lujo con que Flora quena aplastar los recuerdos y emborrachar su conciencia al entregarse honradamente. Explosiones luminosas le presentaban en las tinieblas, como en un círculo cambiante de la linterna mágica, visiones crueles. Era Flora, con su traje blanco, entre aquellos muebles espléndidos; desciñendose a un espejo después, dejando caer sus gasas y sus azahares, sus sedas...; Flora desnuda, con el collar de perlas en el cuello alabastrino, con la camisa de encajes, ¡la misma también, acaso, que llevó a sus brazos!... Flora tímida, llorosa, sollozando... desempeñando, en fin, admirablemente, y con otro hombre, la comedia de rubores aprendida en la realidad!...

¡Oh, jamás! Esto no debía ser, no podía ser... Esto no podía hacerlo la mujer a quien él idealizó entregándole su vida, y que había jurado no pertenecer a nadie más, arrodillada ante la Virgen.

La visión terrible clavaba los celos con puntas de acero en el alma del amante, en la carne misma del amante, abrasada por un deseo loco de los brazos finos y el pecho y el cuerpo todo de estatuilla de marfil... Eran garfios que le rasgaban, garfios que le arrancaban trozos de entraña... Y suspiraban besos sus labios, besos de fuego, y se crispaban su manos y querían coger también y desgarrar la carne deseada e impura de la ingrata, morderla, lavar con sangre por los dientes saltada, en frenesíes de placer satánico, aquella mancha, aun antes de caer, que a caer iba sobre la escultura de seda, sobre el ídolo.

Como en otras noches de tormento, el alba sorprendió en ésta el de Luciano; y la luz pálida, entrando por el balcón, le recordó su desesperación del esperar en vano aquella primera noche espantosa en que la detestó y la maldijo.

Ahora iba a esperar eternamente y a no volver jamas la esperada; y vería él tantos amaneceres en delirio horrible—llamando a la que no le oiría, a la adorada mujer a quien la aurora también despertó una vez más feliz en sus brazos... a la amorosa niña que le juró ser suya siempre, a quien prometió él su venganza de deshonra para el olvido... Y la veía, veía en la claridad lechosa de la mañana otro cuarto que este en que su mujer descansaba a su lado; veía la puerta por donde se deslizaba Flora blanca y radiosa, por donde salía también tirándole un beso con la mano... para volver otra noche... ¡Ah!, ¿por qué no supo que la última iba a ser la última, para ahogarla en el abrazo?...

Mas no; cuando no la mató como a un pájaro a que se le aprieta el corazón, es que no iba a ser el último abrazo aquél... Ella juró... El prometió...

¡La cosa más sencilla! Cumplir, cumplir promesas Por Flora, a la de su honor faltó un día... Pues bien: si aquello era malo, no quería faltar de nuevo...

Cumpliría.

Tratábase además de un “deber social”... Y este deber se le presentó terminante, un poco burlón: dormirse ahora, levantarse a las dos, al paso de un tren, buscar a Daniel del Pazo y decirle: “Yo soy un hombre decente y no puedo consentir que se case usted: esa mujer está deshonrada.”

¿Quizá, de no hacer esto, no sería él cómplice del engaño de un hombre? ¿De la desgracia de un hombre, quizá, aunque ese hombre fuera un miserable matador por hambre de sus hijas?


A las doce le despertó Amparo, entrando tumultuosamente con el periódico... ¡Oh, qué horror! ¡Qué lástima, gran Dios, qué lástima! ¡Qué espantosa catástrofe!... ¡Destrozada la escuadra!, ¡la escuadra de Cervera, al querer salir del refugio encontrado poco antes en Santiago! El Colón, el María Teresa, el Carlos V, los famosos destroyers, ¡todo el mar! incendiado, deshecho en minutos por una lluvia de acero y fuego...

Los cablegramas de El Imparcial relatando el desastre acongojaron a los dos; y pálido Luciano, sentado en la cama, lloró largo rato, con lágrimas silenciosas que le brotaban del corazón, todo su cuerpo presa de un calofrío ante la suerte de la desgraciada España...

¡La maldita guerra!

Una viva amargura nueva y más personal le invadió de súbito. Era el remordimiento de hijo ingrato de la nación desdichadísima... El recordaba muy tarde que no había cumplido como ciudadano, como hombre... Que había asistido al largo y triste espectáculo de aquella insensatez pública que a través de la patriotería empujó al precipicio contemplándolo todo con desdeñosa sonrisa de extraño espectador dolido por diletantismo... ¿Qué hizo de su tiempo? ¿Qué de su deber, de su amor al bien, en largos años perdidos en una pasión cegadora a una miserable?... ¿Eran toda su obra de filántropo ante la locura de un pueblo aquellas historietas a Flora en los periódicos?

Llorar, sí; llorar ahora, igual que las mujeres. No tenía derecho a indignarse. El no había sabido ser siquiera de los pocos hombres que lanzaron su protesta contra la tempestad, arrostrando la impopularidad y el odio... El no había sabido emular a Pablo Iglesias, a Pi y Margall; y él, sin embargo, quizá pudo, por caprichosas circunstancias del momento, influir más en la opinión que los dos grandes hombres, porque pudo él en los grandes periódicos atreverse a lo que no se atrevían estos periódicos anónimamente ni nadie en ellos con su firma: dedicarse a propalar datos exactos de la pujanza de Norteamérica, de su poderosa escuadra, de su ejército y del poder incontrastable de su oro en primer lugar... aunque silbasen luego al escritor los vociferadores de café contra los “tocinos de Chicago”... Sí, pudo hacerlo; con su dinero si no, fundando él mismo un gran periódico con sus cuarenta mil duros, con otros doscientos mil más encontrados en el mismo Sindicato yankee que buscaba a Cuba sin la guerra, y que hubiera dado esta suma en cuanto el instinto mercantil le convenciese de que el gran periódico español antipatriotero podría evitar la guerra... Esto hubiera ¡¿ido el filibusterismo explotado con habilidad a ciento por ciento, en final, para la solapada América; pero no menos por ello la salvación de España... donde sólo tiene razón el que más grita, el periódico que más circula, como habría circulado el suyo, gratis aunque fuese. ¿Qué le inquietara la acusación de traidor que le hubiesen lanzado, si quedaba tranquila su conciencia? ¿Qué le importara, en último resultado, haber perdido su dinero, la pobre herencia de Sutton, si la sacrificó en bien de la Humanidad, al progreso que maldice de las guerras, al ahorro de dolor de tantas madres que iban a perder a sus hijos y aun de tanto español como iba a quedar en la angustia de la ruina?... Para esto creía él que el dinero servía, ya que el valor menguado del Gabinete Sagasta no sirvió para que los ministros se dejaran arrastrar, cual era su obligación, antes que aceptar la guerra, o para imitar siquiera a Moret abandonando el Ministerio...; para esto servía el dinero a un buen ciudadano... y ya hubiese el trabajador vuelto a ganarlo para sus hijos, enseñándoles de paso el camino del hombre del porvenir, el del amor, el de la dignificación de la mujer, el de la felicidad en la tierra.

Luciano lloraba hoy lágrimas de pesadumbre y de vergüenza, y creía que podía salpicarle alguna gota de la sangre saltada en Santiago. Todo esto lo pensó mil veces en Madrid, en los breves espacios que a su dolor fugaz por la triste España le permitía aquel amor inmenso y absorbente de la ingrata, donde, cobarde, se refugiaba tal vez la, aflicción del alma...

Y fué ese amor, ese amor tan mal empleado, el que ató su voluntad, el que cortó el vuelo a las grandes ideas generosas de su pensamiento... ¡Qué magna ocasión perdida para hacerse héroe, héroe de verdad, héroe del civismo en loor de una idea sublime, no con aquella otra heroicidad ridícula de pelear por salvarse como hace a cada hora hasta una liebre acosada!

... Le parecía estar viendo las llamaradas y escuchando los estampidos lúgubres del combate de Santiago, y que al estruendo despertaba de una pesadilla de tres años... Pues bien: era tiempo de hacer algo. La insensatez se obstinaba rebelde, en pleno destrozo. Detrás de los cablegramas, aun había periódicos de éstos llegados hoy que redoblaban su furia por la hundida escuadra, gritando: “Ya no hay barcos; pero ahí están los pechos españoles...” “¡Ahora es cuando la guerra empieza! ¡El ejército cubano, los doscientos mil héroes, no han combatido todavía!...” Y sin consultar si los soldados de Cuba, los infelices hambrientos arrancados de la patria para un país donde hasta el aire les era hostil, querían repetir en la Habana un Sagunto, desde el Ministerio y desde las redacciones y desde los cafés se quería que aquellos infelices fuesen héroes, como si el heroísmo pudiera decretarse, y menos decretarlo el ministro de la Guerra de un pueblo que estaba de las balas a mil leguas; de un pueblo que se había estremecido de recelo al presentimiento del Iowa en San Sebastián.

Esto era sencillamente infame.

Luego sí, todavía podía hacer algo en pro de la España que no habla y frente y obedece; de la mayor parte de la España, que se había dejado arrastrar por los escandalosos holgazanes y por los agitadores políticos. El desaliento nacional estaba en el corazón desde el primer desastre, y sólo faltaba una voz briosa que, desde donde pudiese ser oída, pidiese la anhelada paz. A esa voz seguirían mil millones.

¡Y esa voz sería la suya!

A Madrid. A escribir en cualquier autorizado periódico; en su periódico si no, el que fundaría él sin necesitar ya más que reunir media docena de hombres sensatos...

¡A Madrid! la pedir la paz el primero!


Participó a Amparo su proyecto. Ella lo aplaudió con aquella admiración que Luciano le inspiraba. Se reuniría a él inmediatamente.

El viaje se dispuso para el siguiente día.

Y cuando llegado el instante Luciano emprendió a caballo el camino de Los Torvos, sentíase violento, nervioso, pensando cuánto urgía que llegase él a Madrid, como la Razón en marcha, que desconocida e ignorada, pero más fuerte que la locura de todo un pueblo, que el poder de las naciones, que el coraje de los ejércitos, iba a cortar el hilo invisible de la desgracia...

En él iba poco el amante de Flora... Iba el amante de la Gloria, aquel que habíala prometido volver. ¡Iba el amante de la Humanidad, en la cual repartía ahora el cariño que quiso esconder de la ingratitud humana en el alma torpe de una ingrata! La gloria no es más que el amor inmenso con que a un solo corazón le paga un inmenso amor el mundo. Y este amor lo tenía Luciano.

Poco, muy poco iba en él el amante de Flora; pero allá desde el fondo de la conciencia decíale que hacía bien en alejarse, en evitar que resucitara... y que pudiese realizar su venganza mezquina en aquella semana que faltaba para la boda. Luciano pensaba no volver, no saber más de estas miserias...

El tren deteníase hora y media en Alajara. Eran las cuatro menos doce, y tenía de parada, por la fonda, quince minutos.

Luciano hubiese querido ahorrarse esta última aparición instantánea del odioso pueblo, de nombre árabe, ciudad romana algún tiempo, como lo acreditaban sus ruinas, y que hoy, estático bajo su tradición y sus creencias, parecíase en el fondo de barbarie, mal disimulada en trajes y decadencias de la época, peor contenida en la aspiración de cosmopolitismo encendida por los vientos de libertad hasta allí llegados del mundo, a aquellas razas de egipcios y de armenios que él vió arrastrando su degeneración por entre los ingleses de la floreciente Colombo... Los ingleses eran los que aquí faltaban; pero, ¡quién sabe si vendrían!

No había ningún conocido íntimo en el andén y bajó del coche.

Fué a la empalizada, junto a la locomotora, que tomaba agua con un ruido de aspiración, mientras la ola de viajeros se dirigía al restorán o la cantina, entre mozos que empujaban carretillas de equipaje y un vendedor de periódicos que gritaba: “¡Las últimas noticias de la escuadra!”

¡Las últimas!... Sí.

En esto oyó unas grandísimas voces que no le eran desconocidas. Estaba él sobre la empalizada del jardín de la fonda, y por una de las ventanas laterales de ésta vió a Jacinto Rivera, Primitivo Viniegra y don Juan Anselmo tomando cañas de manzanilla y comentando con verdadera furia los sucesos. No hizo más que ladearle un poco para que no le viesen; pero oyó claro aquel gritar de los tres, coreado por el ruido de vajilla de los viajeros que en la mesa redonda comían, escuchando tranquilamente. Todo un rosario de injurias a los marinos. ¡Unos ignorantes! ¡Unos cobardes indecorosos! ¡Unos canallas! ¡Un estúpido y un borracho aquel Cervera, que se salvó herido en brazos de su hijo, y fué recogido del mar en los buques enemigos! Pero con tal saña dicho todo esto, que creyérase que iban inmediatamente a tomar billete para desafiar a MacKinley estos tres personajes que habían convidado a tagarninas al batallón número...

Sintiendo náuseas se alejó al extremo de la estación, donde no pudieran llegar tales blasfemias.

Un resplandor violado enviaba a la sierra el sol, cayendo sobre el mar lejano, allá en los montes azules. El crepúsculo, de sangre esta tarde, recordaba a Luciano seductores instantes de su dicha, que se ponía también en el paisaje sereno, para siempre, con nubes de infinita tristeza.

Se marchaba hoy, cuando no volverían más a ver sus ojos todo esto, solo y desconocido, como si no hubiese gastado la mitad del corazón en amar los campos y las cosas que amaba ella, el pequeño rincón del mundo en que vivía ella, y donde, habiendo pensado en levantar firme y grandioso el castillo de su felicidad, no dejaba él más que indiferencia y odios en pago de un gran amor.

Tenía el pueblo delante, desparramado en la falda de la cordillera como una gran aldea de barro negro, de pequeños tejados oscuros y agolpados unos contra otros, por encima de los cuales descollaban, más vetustas que airosas, las viviendas de los ricos, alzadas acá y allá entre las barracas miserables, que parecían hundidas a sus plantas por el terror, igual que se humillaban sus pobres moradores implorando limosnas de trabajo y ofreciendo esposas e hijas a los don Juan Anselmo, a los Pazos, a los Viniegras, a la casta, en fin, de holgazanes y ridículos descendientes de algún señor feudal cuya herencia se había reducido a orgullo para todo lo cobarde. Eran los campanarios los que dominaban el mezquino caserío; la torre de la parroquia, allá arriba, ancha y terminada por almenas, como desconchado y viejo castillo que aguardara un cañonazo de aquellos de la civilización americana para desplomarse; el cimborrio de las Delcalzas sobre el largo tejado, en mitad del pálido verde del huerto, que, cual mancha parásita, cogía un tercio del pueblo; la cupulita nueva de San Antón, el campanario de la Magdalena... más abajo de todo lo cual, casi huyendo, en protesta o en fuga, disparando recta su humareda negra, levantábase la chimenea de la fundición; y a su derecha, al extremo alto, descubría Luciano el hotelito de Flora, riente en su ramillete de árboles, parecido a un exótico viajero que hubiese llegado al horroroso aldeón una mañana y que se hubiera clavado allí, sin atreverse a entrar, un poco lejos, pero trayendo costumbres y despreocupaciones novísimas recogidas en toda la tierra, y dispuesto a irlas derramando allí, infiltrándolas, imponiéndolas en nombre del placer y del buen tono.

Así era. Aquel hotelito, que desde veinte años antes luchaba contra la mojigatería de las señoras rancias de Alajara, conquistándolas con el figurín de mundana que les llegaba en la señoritinga madrileña, nieta de franceses y habituada a las intrigas amorosas de los palacios, habíase impuesto al fin; y si bien por la osmosis social obligaron las mojigatas a la dama de aires de alteza a que rezase el rosario, la dama obligó a las rancias señoras a rezarlo mejor vestidas, convenciéndolas primero de la tontería infinita que viene a ser pedir perdones a Dios si antes no se peca, y concluyendo, en suma, entre ella y las demás, por dar esta generación actual de “ingenuas”, talmente confusas del amor divino y el humano, que sacerdotisas de Venus se hacían para los sacerdotes de Dios, y cerraban con Amén un “yo te quiero”, y con “yo te adoro” el Padrenuestro.

Luz, Flora, María Montilla, Augusta, Magda, Lorenza... ¡Pobres ingenuas que se daban o no se daban por amor (esto dependía de la ocasión), que se casaban o no después (esto dependía de la suerte)... ¿eran ellas las malas, o era el mal alguna cosa horrible y superior a ellas, que presidía espectáculos como el de esta boda, en que Flora iba a ser la que llevase el ramo de azahar, don Gil el padrino, la madrina Luz, y el sancionador santo el cura-padre Baigorri?... ¡La alta sociedad alajareña, autorizan de semejante farsa!... Un guiñar de ojos y un sonreír de malicias... Valor entendido...


Un mozo daba la voz de “¡al tren!”

Se volvió al coche Luciano, oyendo todavía delante de la fonda aquellas voces del cacique, del secretario y de Primitivo contra Cervera, y que supuso con pena que tendría que oírlas iguales por muchas partes y mucho tiempo.

Por el cristal contemplaba poco después el remolino del pueblo en la curva.

Miraba la cruz del ejido, junto a la vía, donde una tarde, al regresar de paseo con Flora, se había sentado un momento. Era una cruz de granito perfectamente conservada, a pesar de sus doscientos años.

Hacía calor y había unos cuantos hombres al pie de la cruz, tendidos en el suelo, con la cabeza en la escalinata, fumando y entretenidos en ver cerca de ellos a un grupo de muchachos que jugaba a romper a pedradas las jicarillas del telégrafo... Pero al ver el tren le dedicaron los chicos una descarga, y un guijarro hizo añicos el cristal a que se asomaba Luciano. Le arañó un pedazo en la frente, y una gota de sangre brotó...

Fué lo último que presenció de la vida de Alajara...

¡Pobre España!

¡La paz!... ¡Cuántas cosas habría que ir pidiendo luego!...

Cuando se quitó delante de los ojos el pañuelo enrojecido, ya el tren volaba a esconderse en la sierra.

Todavía un momento vislumbró el mirador de Flora, como un pulpito, enfrente, y más alto que la torre, desafiándola, suspendido sobre el pueblo, cual si derramara en torno invisible fermento de despreocupación con insensibles tañidos de campanas de escándalo, destinado a acabar de corromper tanto fanatismo, tanta ignorancia, tanta hipocresía.


Publicado el 1 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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