La envenenada
A María Isabel G. de Hernández
I
En uno de los barrios de los suburbios de una gran ciudad, uno de los literatos no tenía asunto. Esto le pasó desde el 24 de agosto por la tarde —en la mañana había terminado un cuento— hasta el 11 de octubre, también por la tarde. En la mañana del 11, el día le amenazaba con normalidad: como uno de los tantos días, él estaba encerrado en su casa y no tenía ganas de salir; se paseaba por toda su pequeña casa, a grandes pasos y a profundos pensamientos; quería atacar algún asunto, porque ningún asunto venía hacia él; al mismo tiempo que sus piernas se le cansaban y se le ponían pesadas, sentía angustia con pesimismo; pero se acostaba un rato y, a medida que sus piernas descansaban, la angustia con pesimismo se le iba.
El 11 por la tarde, cuando eran las 14 y 25 y se asomó a la puerta de su casa, se dio cuenta que el día era lindo, pero igual a muchos días lindos —hacía tiempo le había pasado lo mismo con unos días feos— entonces, como una de las tantas veces que en otros días se había asomado a la puerta de su casa, llegó a la siguiente conclusión: “Si quiero asunto tengo que meterme en la vida”. A las 15 y 12 fue cuando por última vez en esa tarde se asomó a la puerta de su casa y pensó que tenía que meterse en la vida: aparecieron tres hombres que desde la calle le hicieron señas para que se acercara, cuando se acercó le dijeron que a pocas cuadras y al borde de un arroyo, una mujer se había envenenado. Él tenía pensado no ir a esta clase de espectáculos: le producían una cosa, que sintetizando todo lo que hubiera podido escribir sobre esa cosa, le hubiera llamado vulgarmente miedo. Sin embargo, como además de no tener asunto, había leído una poesía que le había llevado a la conclusión de que un hombre podía reaccionar y triunfar sobre sí mismo, entonces decidió aprovechar la invitación que le hicieron los tres hombres y el espectáculo de la envenenada.
Apenas empezaron a caminar uno de los tres hombres le demostró una antigua y secreta admiración: había leído muchas cosas de él; los otros dos estaban cohibidos, y la curiosidad que hacía un rato tenían por la envenenada, se les había pasado para el literato.
En el cerebro de los cuatro hombres había una misma idea: en tres, la curiosidad por el gesto de la cara del literato, y en el literato la preocupación de lo que haría con su cara. Si se abandonaba a la espontaneidad, tal vez pusiera una cara inexpresiva e idiota y, además, no podría abandonarse a su espontaneidad porque sabía que lo observaban; tal vez no podría ser espontáneo ni consigo mismo, porque aunque no hubiera nadie, él mismo sería su observador, tendría la tensión de espíritu del analítico y por más fuerte que fuera el espectáculo, su espíritu oscilaría entre la impresión que le produciría y la impresión que él quería tomar de sí mismo. Entonces se encontró con que no podía ni sabía sorprenderse, y entonces tenía que inventar un gesto interesante. Ni aun esto podía pensar tranquilamente porque sus compañeros le iban dando los datos que conocían de la envenenada y él tenía que escucharlos y comentarlos. Para esto inventó un gesto y un comentario que le sirvió para abandonarse a pensar en todo lo que se le antojaba, para dejar sus pensamientos libres cual una cosa libre; puso su cara hacia el frente. Pero no para mirar lo que tenía adelante, sino hacia lo que los literatos habían definido como lo infinito, lo desconocido, etc.
El comentario fue el silencio: muchas veces le había servido para muchas cosas, y ahora le permitía dejar el pensamiento libre cual una cosa libre.
El admirador del literato le contaba a éste, una vulgar historia de amantes; esa mañana, cuando la historia tuvo su desenlace, ella había envuelto en un papel un vaso con cianuro, y había puesto en la cartera un gran revólver; cuando se puso el gorro de fieltro y salió de su casa la gente habría creído que iba a un lugar, lejos de aquellos alrededores. Aquí los pensamientos del literato se prendieron hambrientos de este detalle, y ya le pareció que hacía un cuento y que decía que ella había ido más lejos de lo que la imaginación de la gente suponía: había ido donde los literatos habían definido como lo infinito, lo desconocido, etc. De pronto los pensamientos se le detuvieron y se fijó que los dos hombres que callaban habían quedado algunos pasos atrás y ahora conversaban; entonces sus pensamientos le volvieron a atacar y se imaginó que al ellos caminar de dos en dos, llevaban un ataúd. También se dio cuenta, analizando su propio yo, que este último pensamiento decoraba muy bien el espectáculo que dentro de poco verían.
II
Los cuatro hombres iban por una orilla del arroyo; pero la envenenada estaba del otro lado; entonces el literato pensó: ella está del otro lado del arroyo, y de la vida. Los compañeros le dijeron que como el arroyo era angosto, de este lado verían bien, y que si fueran por el otro, tendrían que dar una vuelta muy grande; y el literato pensó: para llegar del lado de la envenenada, habría que dar una vuelta muy grande y ésa sería la vuelta de la vida, porque ella está en la muerte.
El paraje era pintoresco como otros lugares pintorescos y nada más; a dos cuadras del suceso, los cuatro hombres vieron entre los árboles un grupo de personas, y el literato preparó la cara: frunció el entrecejo y nada más: pensaba que con eso bastaba para ver y pensar tranquilo; y entonces, este último pensamiento, le dio a su cara un baño fijador. A medida que se acercaba, su espíritu oscilaba entre conservar su yo y abandonarse a la curiosidad: parecía un elástico que se estirara y se encogiera; pero el baño fijador que había dado a su cara le fue eficaz: cuando estuvieron frente al lugar de la envenenada, él conservaba entera su cara. Pasado el segundo de indefinida sensación, se apresuró a decirse a sí mismo: es una mujer envenenada y nada más; y tuvo el valor de empezar a observarla y a pensar, sin hacer caso de una especie de pelotón nebuloso y oscuro, que desde el primer momento se le había formado en donde los otros literatos llamaban, el espíritu. Pero, a medida que observaba y pensaba, de la envenenada salía algo que le agrandaba el indefinido pelotón.
El espectáculo era demasiado fuerte para el literato; en el cuerpo de la envenenada había cosas extrañas, contradictorias y también irónicas: los pies estaban cruzados, y había en ellos la tranquilidad de la persona que se ha acostado a dormir la siesta y el cuerpo disfruta de la frescura del césped y de la placidez del sueño; pero sin embargo, el cuerpo de la envenenada estaba arqueado, tenía por puntos de apoyo un talón y los hombros, y todo el busto demasiado echado hacia adelante; la cabeza estaba doblada y su posición hacía pensar en lo mismo de los pies, pero la cara estaba muy descompuesta y los músculos en tensión; un brazo lo tenía para arriba, rodeaba la cabeza como un marco y la posición era tan tranquila como la cabeza y los pies; pero el puño estaba muy apretado. Lo más terrible, la protesta más desesperante que había en la envenenada, estaba en el otro brazo, en el que no le servía de marco a la cabeza: estaba muy separado del cuerpo, y desde el codo hasta el puño había quedado parado como un pararrayo; el puño no estaba cerrado del todo, y de entre los dedos que estaban crispados y juntos, salía un pañuelito que flameaba con la brisa.
Cerca del cuerpo estaba el vaso y el papel; el revólver ya lo había llevado la policía: vino cerca de las 13 y quedó un guardia cuidando; eran las 16 y todavía no había venido el juez; el guardia espantaba a la gente que se acercaba demasiado o tocaba, y los que ya se sabían de memoria los detalles del asunto y del cuerpo de la envenenada, se iban. A pocos pasos del literato había una muchacha que dijo que hacía rato había venido el amante de la envenenada, que después de mirarla le bajó un poco la pollera porque le había quedado muy subida, y que después se había ido. También dijo que nadie había tocado el vaso ni el papel entonces, se pensaba que la envenenada habría visto aquello así antes de morirse, que su pensamiento y la realización, con el vaso y el papel, habrían quedado igual que en el momento en que ella se había envenenado, y esas horas que nosotros medíamos después, se dislocaban y eran extrañas, porque pertenecían más a ella que a nosotros.
También se pensaba, que antes de salir de su casa el vaso, habría estado tranquilo encima de una mesa, que ella lo habría sacado para llevarlo con ella como un animalito doméstico; que todavía estaba cerca de su cuerpo, y miraba fijo, y no era culpable de nada; que como un animalito doméstico habría estado lejos del propósito de ella; pero que ahora el vaso y ella eran dos realidades parecidas.
III
Durante mucho rato el literato quiso suponerse que estaba acostumbrado a espectáculos como aquél y quiso empezar a construir su cuento, para no tener esa cosa que sintetizando todo lo que hubiera podido escribir sobre ella, le hubiera llamado vulgarmente miedo: tenía muy fruncido el entrecejo, pero los ojos se le habían quedado muy abiertos y fijos.
De pronto se dio cuenta que los pies se le movieron y le llevaron el cuerpo para otro lado; también sintió sobre él todas las miradas y la responsabilidad que otros literatos habían sentido cuando pensaban que en sus manos estaba el destino de la humanidad. Ya había corrido por allí la noticia de que era escritor, y la gente pensaría que tal vez él y no el juez, estaría más cerca del misterio de aquella muerte. Cuando percibió el desenfado con que la gente andaba alrededor de la envenenada y recordó sus momentos de esa cosa-miedo, se encontró con que él había tenido una gran altura moral, por el respeto y la cosa-miedo que había sentido, y dio un suspiro de satisfacción. Cuando los compañeros lo vieron mover, les pareció que era algo así como una gran máquina moderna del pensamiento, y que al moverse era porque ya tenía la solución; no sabían qué solución buscaban, o la solución de qué; pero ellos presentían que en aquel hombre, como gran máquina moderna del pensamiento, se debía haber producido una solución: entonces, uno de ellos, el antiguo admirador, lo interrogó. Él tuvo el inesperado dominio de sí mismo, la gran serenidad, de responder no contestando con palabras, sino haciendo una seña con la mano como para que esperasen; al literato le parecía que alguien recitaba, y mientras tanto y antes de que se terminara el poema, él tenía que preparar el juicio o el elogio: aquí el poema terminaría cuando viniese el juez y se llevasen la envenenada. Pero el literato tuvo pronto el juicio, el elogio o la solución antes que viniera el juez: seguiría con el silencio: esta nueva solución que era igual a la de antes de ver a la envenenada, le había surgido al recordar cómo otros literatos habían triunfado con el sencillo procedimiento de insistir: él insistiría en su silencio; tal vez cuando los compañeros le acompañaran hasta su casa, él no les diría ni buenas tardes, y esa descortesía en aquel momento, haría crecer en el ánimo de los demás, el concepto que de él tendrían.
Antes de empezar su cuento, otro detalle más vino a detener su mente: la muchacha que estaba muy cerca de ellos y que les había dado los datos del amante, la pollera y el vaso de la envenenada, ahora miraba al literato con demasiada frecuencia; él lo percibió y trató de escudriñar disimuladamente aquellas miradas; pero después pensó en el papel que estaba desempeñando: su misión como hombre que algún día tendría en sus manos el destino de la humanidad, le reclamaba la atención de la envenenada, y entonces decidió no escudriñar la mirada de la joven, pero aunque no la miró, se sintió preocupado un buen rato antes de empezar a construir su cuento.
IV
El primer detalle interesante que acudió al cerebro del literato, fue el de la edad de sus compañeros, de la envenenada y de él: aproximadamente tendrían los cinco la misma edad. Para él, esto tenía la importancia de hacerle sugerir que eran cinco jóvenes de una clase dramática, y que en ese momento representaban un drama. Claro está, que enseguida diría que lo más impresionante era que no había tal clase, y que aquello era una espantosa realidad para la protagonista.
El segundo detalle interesante le acudió al recordar que cuando era niño había visto en una escena de figuras de cera, una mujer muerta; pero ahora él se permitiría el atrevimiento literario de decir que esta vez la muerte tenía una vida especial que no había en la muerta de cera; entonces haría resaltar el valor de las cosas naturales sobre las artificiales.
Cuando el literato tenía bastante relleno su cuento de cosas tan atrevidas como las que he citado, se encontró con que no se le ocurría una metáfora interesante, para el brazo que había quedado parado como un pararrayo; pero cuando vino una brisa que hizo flamear el pañuelito que salía de los dedos crispados y juntos de la envenenada, se le ocurrió pensar en que el brazo era un asta, y el pañuelito la bandera de la muerte. También le surgió esta pregunta: ¿qué vale más? o ¿qué es más importante?, ¿el asta o la banderita? En este caso le pareció que era más importante el asta que la bandera; y pensó en todas las astas y las banderas, y vio en todas las astas un valor que hasta ahora no había visto: las veía apuntar al cielo, y su rigidez era de tanta fuerza y tenían una protesta tan desesperante como el brazo de la envenenada. También le pareció ridículo que a las astas, que tenían una personalidad tan grande, les arrimaran de cuando en cuando una bandera.
De pronto el literato se sintió muy horrorizado; no hubiera podido precisar si tal horror se lo producía la envenenada o sus pensamientos; entonces decidió irse sin esperar a que viniera el juez; pero cuando ya iba a marcharse, su cuento tomó un aspecto mucho más agradable: se encontró con la mirada de la joven de los datos y se atrevió a comprobar abiertamente si la joven se interesaba por él; al mismo tiempo pensaba en la originalidad y el atrevimiento de su cuento, si resultaba que al ir a ver una joven muerta se había enamorado de una viva. Pero eso no ocurrió, porque cuando él menos lo esperaba, ella le sonrió con una sonrisa enigmática, que él no hubiera podido decir si sencillamente se burlaba de él, o habiendo comprendido sus equivocadas suposiciones le rechazaba con aquella sonrisa.
Después, él tampoco se dio cuenta que los pies lo llevaron a su casa, que sus amigos no lo acompañaron, y que el cuento le quedó truncado.
V
Apenas llegó a su casa se acostó; además de tener las piernas cansadas y la angustia con pesimismo, sentía un extraño malestar. Desde la cama su mirada cruzó la habitación, el patio, y se dio contra una vidriera de vidrios opacos; y entonces empezó a pensar en la muerte: sintió miedo de haber nacido porque tenía que morir: hubiera preferido no haber nacido. Al principio pensó en esos dos límites —el nacimiento y la muerte— como si él no perteneciera a la vida; pensó que a él le había tocado una vida en el reparto misterioso; que su vida era una casualidad como era otra casualidad el día que nació y sería otra casualidad el día de su muerte. Entonces, no le importaba que en él se hubiera formado una cosa humana: era una cosa humana más en el montón y no tenía interés ni en darse cuenta que él era una cosa humana más; le parecía ridículo que a cada uno le preocupara tanto de qué padres había nacido y en qué día; le parecía extraño que esa cosa humana tuviera condiciones especiales para sentir ternura por los padres de que había nacido: ¿qué importaba eso cuando se tenía el concepto o el sentido de lo que era el montón? ¿qué se le importaba que le hubiera tocado un cerebro con ciertas ideas? Era tan ridículo o sin sentido como cuando los niños se preocupaban en buscar la diferencia que hay en los pancitos que les han tocado: él se comería el pancito y se acabó.
Sin darse cuenta la mirada se le había salido de la vidriera, le había revoloteado un poco, y se le había detenido en el bulto que los pies hacían debajo de las cobijas: entonces empezó a filosofar sobre las puntas de los pies. Su cuerpo estaba en ese relajamiento muscular del descanso; le parecía que las puntas de los pies estaban lejísimo de él; pensaba que solamente su cabeza trabajaba, y le asombraba su dominio: con solamente a la cabeza antojársele, se moverían las puntas de los pies que estaban lejísimo, y sin embargo, él no sentía correr la idea por su cuerpo, más bien le parecía que la idea saltaba de la cabeza y la barajaban los pies. Todas las partes de su cuerpo eran barrios de una gran ciudad que ahora dormía; eran obreros brutos que ahora descansaban después de una gran tarea y que el continuo trabajar y descansar no les dejaban pensar en nada inteligente; solamente su cabeza estaba despierta y contemplaba con sabiduría y con indiferencia todo aquello.
Después, su misma sabiduría y su indiferencia le hizo sonreír al pensar en las metáforas que hacía sobre su cuerpo que descansaba; no quería entregarse a ninguna fantasía, porque ese día sentía la realidad indiferente; a él le habían tocado aquellas piernas para andar como le podían haber tocado cualquier otras, y todavía —pensaba sonriendo despectivamente— que para mejor le habían tocado unas que se le cansaban enseguida.
Él se diferenciaba de los demás literatos, en que ellos ignoraban los misterios y las casualidades de la vida y la muerte, pero se empecinaban en averiguarlo; en cambio para él no significaba nada haber sabido el porqué de esos misterios y casualidades, si con eso no se evitaba la muerte. En total: no se le importaba la vida, ni su misterio anterior ni el posterior; tampoco le importaba saber cuándo moriría ni de qué; el momento de la muerte sería para él como el momento de arrojar: no le gustaba arrojar y hacía todo lo posible para evitarlo, pero cuando el primer vómito le venía ya no pensaba: estaba pendiente del vómito y nada más. También es cierto que un pequeñísimo instante antes del primer vómito pensaba en que iba a vomitar.
Estaba en estas reflexiones, cuando de pronto se dio cuenta que las puntas de sus pies se movían un poco, que hacía rato que sus ojos las estaban mirando y que él no había sido consciente de ese hecho; entonces, sintió el mismo nebuloso y oscuro pelotón indefinido que se le formó cuando miraba a la envenenada.
Después se levantó, y empezó a pasearse por toda su pequeña casa a grandes pasos y a profundos pensamientos.
Ester
I
Una tarde vi pasear a muchas jóvenes por una plaza. Vi también a una que enseguida y violentamente se me separó de todas las demás. Caminaba muy ligero y llevaba la cabeza levantada; además tenía la frente ancha y abultada; además tenía el sombrero echado para atrás y pasaba el límite de la frente y el cabello: y todavía además, tenía en la parte de adelante del sombrero, el ala doblada para arriba.
La impresión que recibí fue violenta y me pareció que el espíritu me hacía equilibrio en sentir todo aquello como una cosa ridícula o como una cosa bella; pero esta sensación me duró muy poco, porque enseguida caí en la más emocionante y vertiginosa sugestión.
Esa joven tendría un nombre muy común: se llamaría Ester por ejemplo. Caminaba ligero siempre, y al pasar entre las otras, las otras parecían plantas que se movieran por una brisa suave. También parecía que si las otras pensaban que seducían mostrándose en un paseo reposado o con una indiferencia lenta, ésta pensaba seducir mostrándose de paso y como con una indiferencia obligada por dos propósitos: ir a un lugar determinado, y de paso buscar a alguien en la multitud: no importaba que no fuera a ningún lado y que nunca encontrara a la persona que buscaba. También parecía que si de las otras se esperaba un movimiento más rápido o más lento, de ésta no se podía esperar ningún cambio en su velocidad: hasta sus ideas, hasta las imágenes de sus sueños marcharían siempre con una velocidad grande y regular; lo extraño era precisamente que en ella todo fuera tan veloz y tan regular, tan normal, que su sistema nervioso fuera tan sano, que la sangre le circulara tan bien de pie a cabeza, que fuera tan espontánea, tal vez su imaginación fuera más espontánea que la de las otras al crear los medios de seducción; tal vez si mi espíritu se acercara al de ella, en ese mismo momento su destino tendría una esquina, y ella doblaría para otro lado.
II
Otra tarde en la misma plaza, vi pasar sola a la joven que se llamaría Ester. Descubrí que su belleza era agresiva, aunque su agresividad no fuera contra nada, igual me parecía que era agresiva, que ésa era la calidad de su belleza; tal vez desafiara la vida, pero en ese momento yo no le hubiera llamado vida a lo activo y misterioso de las personas y los hechos: en aquella tarde yo le hubiera llamado vida al aire que estaba alrededor de las plantas y de los bancos de la plaza. Ella desafiaba tal vez a eso, y las puntas de su saco abierto se doblaban un poco para atrás al caminar ligero. Llevaba en la mano un libro y yo pensaba cómo sería aquella naturaleza estudiando; estudiaría cómo se ponía el saco: un poco por costumbre y otro poco por necesidad, pero ni el estudio ni el saco eran lo principal para ella, aunque tampoco se supiera qué era lo principal; parecía que cuando llegaban a su espíritu las emociones, ella les diera entrada y salida con tal espontaneidad, que no se sabría nunca qué sería lo principal para ella misma.
Al estudiar, no le preocuparía no entender algunas cosas, y éstas le quedarían tan espontáneamente dobladas para atrás, como las puntas de su saco al caminar ligero. No se podía pensar si era inferior por no comprender todas las cosas bellas, o era superior por no interesarles; pero no importaba el grado de comprensión que tuviera de las cosas; lo único que se pensaba, era que en aquel momento su comprensión estaba en el grado espontáneamente relativo a su naturaleza, a su ambiente, a su casualidad, y nada más. Entonces yo empecé a amarla, por la incomprensión que ella tendría de muchas cosas.
III
Otra vez que fui a la plaza y vi pasear a muchas jóvenes pensé que volvería a pasar Ester y todo estaría parecido al primer día. Y volvió a pasar de la misma manera, pero las cosas no ocurrían como yo suponía: había por encima de todo una diferencia tan extraña, como si aquel día fuera una falsificación del primero. Sin embargo, ahora, yo amaba muchísimo a Ester; el amor se me había angustiado, y cuando Ester pasaba cerca mío, la angustia se me aceleraba. En la aceleración que ella me inspiraba no podía volver en mí, no me podía detener ni un momento si hubiera querido crear medios para seducirla. Yo también hubiera querido seducirla violentamente, y pensaba en dos cosas: guardar un silencio absoluto del interés, o dar un espectáculo que tal vez nunca a los guardianes se les hubiera presentado la ocasión de intervenir; yo la hubiera detenido, le hubiera detenido su manera de pasar y la hubiera besado ante todo el mundo. Estas dos cosas eran como dos paredes en mi cabeza, y las ideas me iban de una a la otra con tanta velocidad y tanta decisión, como le circularía la sangre a Ester; me parecía que las ideas al ir de una pared a la otra, sentían que recorrían un gran espacio y yo sintiera el roce en ese espacio y las ideas se me volvieran de fuego.
IV
Pero esa misma noche apareció un pedacito de lo que yo no hubiera querido que interviniera en mi gran amor a Ester: aquella cosa tan real, tan descoincidente con el deseo y con el esfuerzo del pensamiento para preverla, eso es, apareció lo imprevisto, lo de siempre. Y empezó así; yo mostré sin querer mi interés en el momento que pasaba Ester; ella lo advirtió y me mostró indiferencia; yo pensé en la defensa de las mujeres al demostrarnos lo que no sienten, eso que creemos que cuando las observamos las descubrimos y que sin embargo es al revés, que la defensa de ellas está cuando las observamos precisamente, porque ellas se hipnotizan con el asunto dejando para sí el mínimum de conciencia de lo que sienten. Pero eso mismo, eso que nosotros lo descubrimos cuando no estamos cerca de ellas y que yo pensaba que ocurriría, eso no fue lo que ocurrió: ocurrió lo imprevisto, lo de siempre, lo que es más amargo cuando llega lentamente.
Al principio de la indiferencia de Ester, yo pensaba que sencillamente yo estaba en esa provisoria inferioridad de la que después se reacciona; mi angustia estaba nada más que en el deseo de empezar todo de nuevo como cuando los niños arrancan la hoja de la plana en que una letra les ha salido torcida. Pero a medida que pasó el tiempo, me di cuenta que por aquella cosa tan clara como era Ester, había entrado otra vez en la oscura, en la imprevista, en la de siempre. A veces el destino de Ester no tenía una esquinita que la hacía doblar para otro lado, a veces doblaba para mi lado, pero era lo mismo que si doblara para el otro, tal vez si hubiera doblado para el otro hubiera estado más cerca de mí; pero sencillamente descoincidía. Si yo hubiera sentido placer en crear un medio para que ella lo utilizara y le sirviera para despreciarme, tampoco ella lo hubiera utilizado, ella descoincidía, sencillamente descoincidía conmigo. Tampoco se daba cuenta ella cómo la amaba yo y con qué ganas deseaba que las cosas no fueran así. Si los hechos hubieran sido amigos míos yo les hubiera hecho una pequeña seña y ellos hubieran entendido.
V
Una mañana Ester caminaba por la plaza. Yo caminaba muy cerca y muy detrás de ella; parecíamos un ferrocarril; yo sentía cómo era, tanto el aire que le daba en el ala de su sombrero doblada para arriba como el aire que le doblaba las puntas de su saco para atrás. De pronto no vi a Ester extraordinaria, ni tampoco tenía pena por no verla extraordinaria. No me di cuenta cuándo fue que mi destino tuvo la esquina: debíamos haber parecido que el ferrocarril se enloquecía y que yo era un vagón que se desprendía y tomaba por otra vía. Al mucho rato yo estaba sentado en un café y seguía sintiendo lo imprevisto; pero con un poco de tranquilidad, además la tranquilidad era también un poco extraña y además yo me rebelaba otro poco.
Hace dos días
I
Ahora, escribiré la historia de unos momentos extraños. Me parece que tengo simplemente la ocurrencia de escribir esa historia y el deseo de realizar esa ocurrencia, como si los momentos ésos no me hubieran pasado a mí. Pero cuando ellos pasaron, yo no tenía simplemente esa ocurrencia y ese deseo: tenía la violenta y desesperante necesidad de que esos momentos quedaran como fotografiados con el mayor número de detalles, para que después, ella, a quien amo, los supiera, y entonces yo podría hacerle las preguntas que se me salían en esos momentos.
II
Ahora, me parece que eso pasó hace mucho tiempo; pero eso pasó hace dos días y al poco rato de oscurecer. No sé si a ella, a quien amo, le habrán pasado momentos parecidos, y esto precisamente, era lo que más me desesperaba en aquellos momentos. Yo estaba solo y en mi casa; ella estaba lejísimo y no sé si estaría en su casa. Los dos estamos en plena enfermedad de amarnos; hace dos días mi enfermedad recrudeció de pronto y tuve un ataque tan agudo como si me fuera a morir. En ese ataque, me parecía que la vida se me salía del cuerpo para que ella la tomara en sus manos; pero ella estaba lejísimo y no sabía, y no sé si presentiría lo que a mí me pasaba. Yo, en el ataque, quería saber si ella me amaría tanto, y si habría tenido en momentos que yo no supiera, ataques parecidos. Entonces, me golpeaba la cabeza con la punta de los dedos y me preguntaba: “¡¿Qué cosa sentirá ella en esta misma cosa?!”.
III
Ahora podré acomodar tranquilamente el mayor número de detalles; pero hace dos días y al poco rato de oscurecer, yo andaba entre las paredes de esta pieza y creía que con un solo detalle que pudiera quedar, estaba todo arreglado; pero ese detalle tendría que ser tan justo, tan verdadero, tan igual, que ahora, pensándolo despacio, me parece monstruoso. En aquel momento yo pensaba que si ella, a quien amo, viera y sintiera cómo era el color verde de estas paredes, estaría todo arreglado; pero yo no podía darme cuenta de la cantidad de cosas que en mi desesperación, me hacían ver este color verde así. Además el color verde era lo que más veía, pero no lo veía con una impresión definitiva de la visión: recuerdo que cuando quise concretarlo, elegí para concretar otra cosa, y entonces pensaba: haré un rayoncito en la mitad de un papel y después le diré: “¿Ves este rayoncito?, cuando lo hice te amaba espantosamente”. Pero enseguida me chocó que el rayoncito fuera en la mitad del papel, porque me imaginé ese papel en un cuadro con marco y vidrio. Yo sentía que todo eso se me iría y yo no lo podía concretar, como que tenía mucho tiempo y lo desperdiciaba con mi imprecisión. Pero ocurría otra cosa, y era que la condición de ese estado de espíritu, casi implicaba no poder concretar de él otra cosa, que lo que después sería recuerdo; y por eso me golpeaba la cabeza con la punta de los dedos y pensaba: “¡¿Qué cosa sentiría ella en esta misma cosa?!”.
IV
Ahora, yo recuerdo, y me vuelvo a excitar un poco; pero en aquella excitación, también quise escribir: andaba alrededor de este mismo escritorio y empecé por escribir dos veces el monosílabo “ya”; pero en el momento que escribía la segunda vez “ya”, me venía dando cuenta de que “eso” pasaría, y me pregunté, si precisamente cuando había decidido escribir, era porque el ataque me disminuía; pero enseguida me di cuenta que no, que el ataque me duraba, que tenía una inercia muy grande, que la necesidad de hacer algo que quedara no podía detener “eso”, que alguien que observara no podía notar el grado en que se detenía o entorpecía esa marcha. Sin embargo, tuve miedo de que “eso” se detuviera, y decidí no escribir y que no quedara nada; pero empecé a pensar cosas, que fatalmente detuvieron “eso”. El escritorio me parecía un burgués que me obligaba a acomodar todo con calma, porque yo en mi fiebre no podría decir de golpe cómo era todo aquí y en ese momento. Si yo hubiera sido un empleado con méritos de mil años, y hubiera pedido en compensación una sola irregularidad; si hubiera pedido el avión más veloz para ir hasta ella, tampoco hubiera llegado a tiempo; y además, todo hubiera sido distinto. Entonces me empezó a parecer absurdo lo de los ferrocarriles y las cartas y los carteros: todo había que hacerlo lento, medido y como con odio.
V
Ahora, yo recuerdo cosas que no son de tanta violencia interior, que son más exteriores e inconscientes, pero que son mucho más bellas. Cuando yo andaba por entre estas paredes verdes y tenía el ataque de amarla, llegaba hasta la puerta, y aunque no la abría, sentía cómo era afuera la calle que pasa por mi casa y los árboles de enfrente; y todo esto, junto con ella. También, a veces, caminando en sentido contrario, cruzaba una cortina amarilla y llegaba hasta el patio que tiene paredes de color naranja, y que en ese momento estaba un poco oscuro. En ese patio, al dar vuelta en la semioscuridad, también tuve momentos extraordinarios. Poco después que pasaron aquellos momentos extraños en que andaba por esta pieza y el patio, y sentía cómo era la calle que pasaba por mi casa y los árboles de enfrente; después que estuve en el escritorio y quise escribir; después que sufrí la traición de lo lento y lo medido; entonces, después, al mucho rato, pensé suavemente en ella y en mí: me imaginaba cómo sería cuando nos diéramos el primer beso, cómo sería de ancha su cara cuando yo estuviera hundido en ella, y cómo sería el silencio de alrededor de ese beso.
Elsa
I
Yo no quiero decir cómo es ella. Si digo que es rubia se imaginarán una mujer rubia, pero no será ella. Ocurrirá como con el nombre: si digo que se llama Elsa se imaginarán cómo es el nombre Elsa; pero el nombre Elsa de ella es otro nombre Elsa. Ni siquiera podrían imaginarse cómo es una peinilla que ella se olvidó en mi casa; aunque yo dijera que tiene 26 dientes, el color, más aún, aunque hubieran visto otra igual, no podrían imaginarse cómo es precisamente, la peinilla que ella se olvidó en mi casa.
II
Yo quiero decir lo que me pasa a mí. ¿Y saben para qué?, pues, para ver si diciendo lo que me pasa, deja de pasarme. Pero entiéndase bien; me pasa una cosa mala, horrible: ya lo verán. Sé que por más bien que yo llegara a decirla, ocurrirá como con la peinilla y lo demás; no se imaginarán exactamente, cómo es lo malo que me pasa; pero el interés que yo tengo, es ver si deja de pasarme tanto lo malo que se imaginarán, como lo malo que en realidad me pasa.
III
Elsa no es precisamente, una de las tantas muchachas que no me aman: ella no me amará dentro de poco tiempo, porque ahora ella me ama. Nos hemos visto muy pocas veces; ella está muy lejos; nuestro amor se mantiene por correspondencia; pero yo tengo la convicción, yo afirmo categóricamente, yo creo absolutamente —ya explicaré ampliamente por qué tengo esta fiebre de afirmar—, yo vuelvo a afirmar que dada la manera de ser de ella, dejará muy pronto de amarme, porque ella no podrá resistir el amor por correspondencia. Yo sí, pero ella no.
IV
De lo que ya no existe se habla con indiferencia o con frialdad; pero yo hablo con dolor, porque hablo antes que deje de existir y sabiendo que dejará de existir: recuérdese cómo lo afirmé.
Cuando espero algo, siento como si alguien —llámese Dios, destino o como quiera— tratara de demostrarme que la cosa que espero no llega o no ocurre como yo esperaba. Entonces, cuando yo tengo interés en que una cosa no ocurra, empiezo a pensar que ocurrirá, para burlarme de ese alguien si la cosa llega u ocurre, para hacerle ver que yo la preveía; y él por no dar su brazo a torcer no me da ese gusto y la cosa no ocurre; pero he aquí que al final triunfo yo, porque precisamente lo que más deseaba era que no ocurriera. También debo decir, que ese alguien suele sorprenderme dejándose burlar, y que yo triunfe aparentemente y quede derrotado íntimamente: pero esto ocurre las menos de las veces.
Para ser franco, diré que yo no creo en ese alguien, que a ese alguien lo creamos, y para crearlo lo suponemos al revés y al derecho. Pero cuando nos encontramos frente a un gran dolor, volvemos a pensar al revés y al derecho por si llega a ser cierto que existe. Ahora yo pienso que a lo mejor existe, y que a lo mejor no da su brazo a torcer, y por llevarme la contra hace que no ocurra lo de que ella deje de amarme, puesto que yo afirmo que ocurrirá. Asimismo tengo temor de que ese alguien se deje vencer y la cosa ocurra como en las menos veces: pero yo tengo más esperanza del otro modo: al revés que al derecho. Tendría esperanza aun cuando viera que estoy a punto de que ella no me ame; pues con más razón tengo esperanza ahora que ella me ama normalmente.
Bueno, en total quiero dejar constancia de que tengo la convicción, de que afirmo categóricamente, y que creo absolutamente, que Elsa se diferencia de las demás muchachas, en que ninguna de las otras me ama, y que ella dejará muy pronto de amarme.