Danza española
Yo tendré un puño negro.
Yo seré fino, acerado y terrible.
Yo seré un puñal español.
Tú danzarás lentamente.
Tú llevarás las manos en las caderas.
Tú me llevarás entre los dientes.
Tú me apretarás en tu mano nerviosa.
Tú me guardarás en tu pecho caliente.
Tú amarás mucho a tu extraño amigo.
Yo recibiré en mi filo el fluido de tus nervios.
Yo lo acumularé todo en mi puño negro.
Yo soltaré de mí, corrientes de presagio.
Yo tendré un puño negro.
Yo seré fino, acerado y terrible.
Yo seré un puñal español.
Poema de un próximo libro (1)
He ido a la memoria a juntar hechos
Alrededor de los hechos han crecido pensamientos.
Esos pensamientos tienen muchas palabras.
Son pocos los que he podido arrancar.
Aquí se encontrarán.
Hace poco tiempo la vida se me detuvo en una mujer.
Tiene una manera de ser rubia: es rubia nada más que como ella.
Tiene ojos azules: pero son de un nuevo azul.
Yo no quería detenerme: pero acortaba los pasos.
Yo alargaba los pasos: pero tardaba mucho en darlos.
Yo miraba el suelo firme y me dirigía hacia otro lado:
El camino tenía una curva muy disimulada y yo volvía hacia ella.
Un día ella caminaba a mi lado.
El sol le daba de frente.
Para poder mirarse hacía una gran guiñada.
El otro ojo muy abierto parecía haber visto
la alegría.
Esta historia la quiero mucho.
Más bien volveré a la memoria y arrancaré
los hechos.
Hoy he vuelto a la memoria,
No he podido arrancar ningún hecho.
Junto a ellos ha crecido mucha otra cosa.
Aquí no se encontró.
Ella tiene un sombrerito negro.
Sus alas son muy angostas.
Debajo de él acomoda sus cabellos.
Parece un nido dado vuelta.
La vida es maravillosa
Hoy nos envolvió de otra manera
Nos llevó por otros lugares.
Plantemos nuevos hechos.
Hoy estábamos cansados.
La vida nos llevó a la memoria.
Descansamos a la sombra de los hechos de antes
Estaban cargados de palabras extrañas.
Espero un momento oportuno para preguntarle una sola cosa.
Ella también espera y no me ha preguntado nada.
Ella suspira.
Yo disimulo los suspiros.
Estamos muy contentos.
Sin embargo no nos hemos preguntado nada.
Poema de un próximo libro (2)
Debajo de un árbol y encima de un césped vivía un silencio
de cuerpo de aire y de vestidos de luz, que el sol le hacía
todos los días y la luna le regalaba todas las noches.
Siempre que iba a vestirlo lo encontraba con vestidos distintos,
y me abrazaba tan fuertemente que enseguida yo me quedaba lleno de silencio.
Él es el único que sabe qué bella eres y cuánto te amo.
Él pasa su mano por mi frente y mis ojos, y a pesar de que
su mano es suave como una brisa, despierta mis recuerdos y
ellos se prenden a mis vestidos.
Cuando vuelvo a mi casa él me acompaña un trecho largo.
Después con su mano de brisa, despide lentamente mis queridos recuerdos.
Y todos ellos, los que llevan tu nombre, tu imagen, tu belleza,
tus movimientos, tus palabras, tu almita y tu amor, vuelven
a dormir en el rincón más caliente del corazón.
El fray
Éste no es un ministro de Dios: es un Dios que se ha disfrazado de ministro de sí mismo. No es extraño que un periodista de campaña tenga que disfrazarse de director, redactor, cajista, maquinista, etc. Pero Don Juan Paseyro Monegal se ha disfrazado de Fray y de otros personajes que hacen de su diario un maravilloso teatro de acontecimientos y que a diferencia de la obra de Pirandello, todos los personajes han encontrado autor.
Como Fray, Dios no le ha impuesto la lucha contra los impulsos de su naturaleza, y por otra parte él no ha hecho fraude con sus impulsos, pues este Fray o Padre, es un Padre con prole.
Como Dios, no ha dicho “Creced y Multiplicaos” y después ha hecho un barro con forma de hombre, y a éste le ha restado una costilla para hacer un Adán y una Eva. Don Juan ha empezado él mismo por crecer en inteligencia, intensidad y voluntad, y se ha multiplicado en muchos hijos y muchos libros de páginas libres.
Su vida es sencilla como la de muchos grandes hombres. Se le puede encontrar a la vuelta de una esquina, darle la mano, ir a su casa, tomar mate amargo con él, y hasta muchos imbéciles podrán pensar por esto que no es tan grande como dicen. No está con el concepto corriente en que un escritor debe ser desaseado y negligente; en la calle viste con sencillez correcta y si en su taller se le encuentra con un traje sucio es porque trabaja entre los maquinistas como cualquier obrero. Tampoco cree que el hombre célebre debe forzosamente emborracharse y este Fray no toma vino ni en la misa ni en la mesa: en la misa porque si quisiera tomar no pondría la misa por pretexto y en la mesa porque un literato en nuestro país no puede permitirse el lujo de tomar vino bueno.
En su obra es tan sobrio, fuerte y fecundo como en su vida. Carece de la falsa modestia y cuando se habla de su obra la comenta como si la inteligencia fuera una lotería que tanto le tocó a él como le podría haber tocado a cualquier otro. No rebusca la originalidad en asuntos raros; es original donde es más difícil serlo: en las cosas comunes. Compone sayos para tipos comunes y al que le caiga que se lo ponga. Su estilo es tan agudo, claro, natural y de tal fuerza, que enseguida se reconocen los tipos que pinta. Este Dios no manda a los malos al diablo, pues él es pródigo en buenas palabras y buenos palos. Las imágenes de su literatura son tan sencillas y conocidas como puede serlo una salida de sol en un cuadro de una mañana; pero en él se vuelven originales por su fuerza y por su justeza.
¡Ah! me olvidaba de que me propuse no hablar de su obra, pues ésta se recomienda sola, y así este Dios tiene ministros por todas partes, de sincera vocación, que transcriben sus artículos y que extienden sus prédicas sin ir al tanto por ciento. Mi misión termina, al informar a alguno que no lo sepa, que la vida de este gran hombre es como su obra.
Filosofía del gángster
Dedicatoria
Este futuro libro lo dedicaré a mi persona “como muestra de profundo aprecio intelectual”. No sé precisamente a quién he tomado esa frase que transcribo; posiblemente la debo haber visto en muchos lados. En esta oportunidad pienso, que pasándole la mano a la vanidad, me deje tranquilo por un rato. También pienso, que si me deja muy tranquilo, tal vez no escriba el libro. Pero, de todas maneras, ya veréis cómo escribo el libro: no sólo siento desconfianza de la vanidad sino que hasta me vislumbro una cierta fe en ella. Por una parte soy tan presumido que no quiero que se me vea la vanidad, ni aun quiero vérmela yo mismo; y por otra parte no quisiera matarla del todo, porque ella me suministra, o es en sí, un cierto placer. A lo mejor ese cierto placer es tan grande que llena la vida entera y me hace vivir iluminado de dicha. Pero esa dicha puede ser contenida y concentrada en un punto microscópico; y ese punto podrá tener irradiaciones tan grandes que a lo mejor la vanidad se me conoce mucho. A lo mejor ese punto es como un resorte que cuando más trato de achicarlo, más concentra su fuerza y más fuerte me salta a la cara después. Otras veces me parece que la vanidad ni siquiera tiene la fuerza violenta de un resorte, sino que graciosamente me tapa los ojos y me pone en ridículo. La he sorprendido en medio de una conversación, como si distraídamente, al apoyar la mano en una mesa, la hubiera puesto encima de un “Tangle-foot” —papel para cazar moscas. El primer movimiento, el más espontáneo, sería el de sacármelo con la otra mano y cambiar de mano la vanidad; después, si aún la persigo pisando el papel para sacar la mano, entonces saldría con el papel pegado en la base, como si el papel fuera para mí y no para las patas de las moscas. Ahora no hay que pensar, que porque la vanidad es inmortal, no la siga persiguiendo: yo también seguiré siendo presumido; ni hay que pensar, que esta franqueza mía es encomiable: por vanidad, al escribir un libro, podemos llegar a ser hasta impúdica y cínicamente francos, con tal de ganar la gloria de una buena observación. Claro que diré que escribir es una necesidad fatal: si es fatal, tantas veces, el placer del alcohol o cualquier alcaloide, siendo elementos venidos del exterior, ¿cómo no va a ser fatal el placer de la vanidad cuya materia prima la extraemos de nuestras entrañas? Claro es, también, que hay muchas clases de vanidades, que por vanidad se hacen cosas muy interesantes, que la vanidad suele ser fecunda y que es muy distinto el placer de la vanidad que se justifica con una creación estética, al placer que hace perder lo estético de la moral. Veis, ya estoy aflojando, ya estoy justificando la vanidad. Cuando el placer de la vanidad le pide al pensamiento que le haga justicia por más que ni el pensamiento se entere que la vanidad se lo pide, él la justifica solícito. Y si se niega, suele ser a costa de grandes sacrificios. ¡Además, él tiene tantos medios! ¡Y el tenerlos, implica tantos deseos de emplearlos! Y emplearlos, si se piensa además que se hace con talento, ¿no es un placer más? Bueno, pero éstos son chismes, objetos o funciones de la razón, y ésta me es bastante desconocida. (¡Oh, lector, ya lo habrás pensado!) Como yo observo poco mi razón, cuando la observo —estas observaciones suelen ser separadas por largos períodos— ella se me aparece como una estrella que trae cola, es decir como un cometa, y me es tan desconocida ella como su cola: no sé si tocará mi planeta y lo asfixiará con gases que tengo a bien suponer, o en qué forma lo destrozará: ni siquiera sé si ya me habrá destrozado, porque yo tengo una manera de suponerme el destrozo —en forma violenta, de choque, o de asfixia— y ella bien puede destrozarme de otra manera: lenta, disimulada, y hasta como persuasiva. Ahora se me ocurre que la razón es como hija mía; yo le estoy pegando con alguna violencia en una parte que no le hace mucho daño; pero yo soy padre, al fin, y la quiero; y ella de cuando en cuando me hace algún mandadito.
—¡Cómo! ¿Qué tiene que ver esto con los gángsters? ¿Me dirás que no has visto todavía desaparecer una cabeza detrás de una esquina?, ¿una sombra en el hueco de una puerta?, ¿no has visto hasta que te han apuntado a la cabeza? o —escucha bien— ¿dónde quieres que te apunten? o ¿cómo quieres que sea la trama? Si tienes alguna idea de cómo te gustaría que fuera lo desconocido, o si ya te imaginas cómo será la obra, mándamelo decir, que te haré escribir por un personaje a sueldo (¡oh lector, acaso ya mismo!) lo que tú te imagines.
Por otra parte te pediré que interrumpas la lectura de este libro el mayor número posible de veces: tal vez, casi seguro, lo que tú pienses en esos intervalos, sea lo mejor de este libro. ¿Visteis qué modesto? Bueno ahora quita la modestia y quédate con el hecho: ésta es una de las veces que encontrarás algo detrás de la modestia.
El taxi
Estimado colega: sí, sí, me refiero a ti lector, que te miro por los ojos, agujeros, cuerpos y desde los ángulos de estas letras. Tú pretenderás hacer lo mismo y aparentaremos el inocente juego de la “piedra libre”, si al movernos entre las letras, escondemos las armas. Y ¡guarda con el que tropiece primero! ¡Si vieras con qué sonrisa cargué esta madrugada mi Parker! ¡Si supieras, si yo te pudiera decir, si yo supiera, lo que hay detrás de esa sonrisa! Porque sabrás que yo quiero trabajar con el que está detrás de la sonrisa. (Para mis adentros: qué sé yo con quién, ni con qué ni por qué quiero trabajar.) ¡Ah, sí, sé, es decir, quién sabe! Bueno, si no echo mano a la cintura y agarro una seguridad, estoy perdido. Tengo la última palabra en seguridades: ¡qué linda forma de arma! Es celosa, repetidora y va lejos; pega en un punto solamente y puede matar.
He tomado una metáfora de alquiler y me dirijo a “la oficina”. La metáfora es un vehículo burgués, cómodo, confortable, va a muchos lados; pero antes tenemos que decirle al conductor dónde vamos y concretar el sitio: si le digo que quiero ir a lo incognoscible sabe dónde llevarme: al manicomio. ¡Siquiera se perdiera! Fugazmente puedo ver algo mientras el otro dirige. Pero hasta la velocidad está organizada: si vamos más lentamente que los demás, nos rompen los oídos con alaridos artificiales los que vienen detrás; si vamos más ligero podemos chocar, y no hay que olvidar que llevamos un número detrás, y como tenemos número, forzosamente alguno tendrá que ser culpable. ¡Si yo inventara un vehículo! Pero tengo que patentarlo después que una comisión esté de acuerdo. Perdería tiempo, y nada menos que el tiempo convenido en todos los relojes. A algunos lugares iré a pie. Además, puedo robar un vehículo con chapa de prueba. Y estaré predispuesto a encontrarlo útil: no hay como utilizar una cosa para encontrarla útil. La metáfora pasa por lugares parecidos a los que yo he recorrido a pie y sin atenderlos mucho, pues en esos momentos atendía a tipos determinados; es una coincidencia feliz que la metáfora pase por lugares parecidos a aquellos que no sé bien del todo por qué me han hecho feliz; estos lugares, a veces y en parte, me hacen recordar a aquéllos; la metáfora tiene la ventaja de la síntesis del tiempo, y de la provocación de recuerdos; de acuerdo con mi profesión, aquellos lugares tenían muchos rincones en sombras; las sombras que veo ahora no son iguales, pero me hacen recordar a aquéllas y misteriosamente, y a pesar de la comparación geométrica de las calles, me despiertan sombras que he visto y me hacen ver otras nuevas, peculiares. Sin embargo, antes crucé por una cantidad mucho más grande de sombras —esto de las sombras me sugestiona sobremanera. No siempre pienso que las cruzo y las miro, sino que siento que ellas me invaden. En este cruzar rápido de la metáfora, hay algo que no me concluye de conformar, ni mucho menos: por un lado me infla de satisfacción, pues me encuentro que mientras perseguía a tipos determinados, también me invadieron sombras que ahora tengo cierta ilusión de comprender; con respecto a la ilusión, no sé bien hasta qué punto es, y cómo ésta se siente y se comprende; con respecto a comprender, no sé bien qué sentido tiene comprender; con respecto a sentido, no sé bien qué es sentido; con respecto a saber, no sé qué es saber; y muy especialmente no sé, ni tengo el sentido, ni comprendo, ni tengo la ilusión, de lo que quiero; y así sucesivamente; sin saber bien, tampoco, lo que es ignorar, tal vez aspire a ignorar artísticamente o graciosamente; tengo terror a ignorar con seguridades, quiero ignorar sin seguridades, y lo que más me asusta es ignorar con una sola seguridad; tal vez si algún día me suicido me suicidaré con una seguridad-síntesis, y la peor manera de morir la considero ésta, atended bien: que sea otro el que me mate con una seguridad-síntesis. Ahora, mientras voy en metáfora, siento que contengo mejor muchas sombras, que me las meto en el bolsillo y me aprieto fuertemente unos dedos contra otros, porque de pronto me creo que la sombra tiene cuerpo; y, sin embargo, ¡cuántos cuerpos me he encontrado en la sombra! Ahora, miro las calles, y veo que por otro lado, la metáfora, en su velocidad, en su síntesis de tiempo en el espacio, en esta ilusión de achicar el espacio, tiene también algo de provisorio que me exaspera; atropella demasiado al cruzar las calles; tendría que pensar y sentir con otro ritmo y con otra cualidad de pensamiento; el misterio de las sombras se transforma demasiado bruscamente en el misterio de lo fugaz. Pero ¿qué diablos quiero atrapar yo? ¿Será simplemente que me ataca el instinto de atrapar? Estoy un poco incomodado y no sé por qué, a veces, cuando lo descubro, me quedo tranquilo; pero al rato, zas. ¿Será el instinto que olfatea a la policía? No, yo quiero estar más allá de la policía, y, sobre todo, de donde me encierra la policía. Ya esta metáfora me inquieta y me predispone exageradamente en contra de ella. Esta metáfora la usa el burgués —la usa pero no la inventó; ¡y cómo hace penar a los que inventan! y todavía ciertas cosas parecen más del que las usa que del que las inventa, ¡qué gángster es este burgués!—, bueno, esta metáfora acostumbra a ir por caminos que previamente ha construido el burgués; con altoparlante tenemos la síntesis del tiempo y del espacio, ¡lástima que en él suenan palabras que también oímos de cerca y que tan poca cosa nueva nos traen! Arrellanados en la falsa oscuridad del cine vemos la falsa claridad de la pantalla, donde tan falsamente viven otros. Pero algo olfateo entre tanta oscuridad y tanta falsedad: la gente que concurre lleva “cosas” en los bolsillos de afuera, y ¡qué cosas en los bolsillos de adentro! Claro que hay muchas clases de metáforas. ¡Caramba! parezco un paisano que nunca hubiera andado en metáfora. Y eso que he subido en metáforas que andan por el aire y que me han empequeñecido las cosas mostrándomelas desde una altura inconveniente, ¡y eso que he andado en subterráneos de gran profundidad donde no se ve nada para los costados! Bueno, ahora trataré de arrellanarme en esta metáfora y de recordar las sombras: una de las ventajas positivas de la metáfora, es que uno puede pensar en cosas que no tienen nada que ver con ella. Es posible que lo que me incomodara hace un momento fuera la intención de relacionar lo que ahora veo y las sombras anteriores: quería aprovechar el viaje en metáfora; y cuando el hombre se pone a intencionar los hechos es terrible, es peor que Dios, acaso él es el mismo Dios. Sin embargo, hay que intencionar. Si no intencionas, te intencionan.
El precio de la metáfora ha aumentado demasiado para mi bolsillo. Aprovecho las circunstancias de que el “varita” hace señal de que los vehículos se detengan; pero mis ideas siguen: ellas han comprendido que ya han estado demasiado tiempo adentro y que si no quiero que me encierren, deben trabajar para afuera. Entonces, he abierto de pronto la portezuela del taxi y me he perdido entre la multitud.
Juan Méndez o Almacén de ideas o Diario de pocos días
El primer día
Me llamo Juan Méndez. Un poco más adelante diré por qué escribo. Me parece que tendré originalidad. Esta sensación de originalidad la he experimentado muchas veces: he ido a hablar con un hombre que entiende más que yo en un asunto determinado: le he confesado que yo no entiendo mucho de eso; pero... sin embargo, me he atrevido y le he hablado con esa fe que tenemos todos de tener alguna originalidad que de pronto sorprenda al mundo.
Al ponerme a escribir pensé en el título. Esto es muy bravo porque el título significa la síntesis de todo lo que se va a decir y la síntesis del sentimiento estético del autor. Muchos no leen un libro por el título; muchos lo leen por el título, y muchos se han educado leyendo los títulos y desconfiando de todo lo que se dirá sobre ellos. Yo he elegido tres porque uno solo no alcanzaba a conformarme. Además, serán más eficaces porque se adaptarán a distintos lectores y discutirán entre ellos sobre el que les parezca mejor; unos dirán que uno, otros que otro, otros que uno combinado con otro, otros sacarán un promedio de los tres, otros dirán que eso no es serio, a otros les interesará porque no es serio, a otros no les interesará a pesar de saber que lo interesante no tiene nada que ver con lo serio ni con lo risueño, etc.; pero yo seguiré adelante por si llega a salir una obra interesante, y entonces se diferenciará de las demás obras interesantes en que publicaré los ensayos, pues a veces nos interesa mucho saber los caminos que tomó un autor para llegar a tal lugar y que él por vanidad se los guarda. Yo me arriesgo a publicar esto aunque mañana piense que está mal, y mañana no negaré lo que era el día anterior para que sepan el proceso de mi pensamiento. En caso de que la obra valga poco, tampoco les extrañará que lo que valga menos tenga más proceso y más comentario. Yo quiero rellenar bien mi equivocación y, aunque sepa por experiencia ajena que una cosa es vulgar y yo en realidad no la sienta así, la confesaré y la gustaré hasta que espontáneamente mi espíritu la elimine y la desprecie. Si mi obra no resulta seria creeré que he tenido la disimulada vanidad de escribirla en broma para que se tome en serio que es lo que les ocurre a muchos de los que escriben en broma. En tanto a lo trascendental estoy curado de espanto al pretender decirlo con palabras, además que no hay por qué decirlo, porque hoy resulta vulgar decir muchas cosas que para sentir son verdaderas. Es cierto que también depende de cómo se digan, y entonces llega Wilde diciendo que “A ningún artista la obra lo toma desprevenido”. Por eso yo quiero prevenirme contra todos y sobre todo contra mí mismo y he aquí que estoy como si diez dedos me amenazaran a hacerme cosquillas y los tuviera que esquivar. Otra cosa de la cual tengo que prevenirme es del vicio de catalogar. Es cierto que la disciplina es buena como medio aunque mala como fin, pero todos se pasan y del medio que es disciplinar los pensamientos, lo hacen fin.
Bueno, ojalá que poniéndome en guardia y todo no caiga como caen muchos de los que se ponen en guardia. Pero en este momento he caído en una sensación superficial: es el placer del cuaderno en que escribo; quisiera llenarlo enseguida y después leerlo ligero como cuando apuran una cinta cinematográfica; y para llenar el cuaderno y hacer el juego del cine me servirán muchas prevenciones contra mí, contra los vicios y contra muchas ideas filosóficas. Sé que todo esto es superficial pero lo superficial está más cerca del implacable destino de las cosas porque lo superficial es muy espontáneo y se le importa menos de las cosas y se va pareciendo al destino. Pero entonces veo llegar hasta mí los hilos de las miradas filosóficas de los “hondos” y me parecen otra pretensión tan ridícula como los superficiales, porque tanto unos como otros son objeto del destino, con la diferencia que a los “hondos” les interesa más averiguar la importancia del destino, porque la importancia la crean ellos. Demasiada importancia tendremos que darle al dolor cuando llega. Es cierto que los “hondos” prevén el dolor y muchas veces lo evitan, pero otras veces, preverlo es la manera de tenerlo más pronto.
Ahora quiero agarrarlos a todos, los “hondos”, los superfluos y pasarlos por mi máquina cinematográfica a todo lo que da, ya me detendré cuando me canse. Pero antes tengo que decir qué fue lo que me impulsó a escribir esto.
Un día me di cuenta que estaba próximo a perder la razón. No me atrevía a afirmar si debía tener razón o si la debía perder. Entonces me decidí a vivir espontáneamente: si espontáneamente la perdía bien y si espontáneamente no la perdía también. Tampoco escribo esto para que los demás sabiendo mi caso prevean y eviten el de ellos: sería una pretensión que no me perdonaría atreverme a opinar si sería o no conveniente que los demás perdieran la razón. Escribo esto porque siento el deseo de escribir lo que me pasa, lo mismo que ahora siento la necesidad de decir por qué lo escribo. Este deseo me atacó hace mucho tiempo y tiene su pequeña historia. Todo esto me parecía raro, porque si bien yo sospechaba que me ocurrían cosas horribles, en realidad no sabía bien lo que me pasaba. Entonces decidí observarme: no me perdía de vista ni un momento. Al poco tiempo de compararme con los demás me encontré con que me ocurrían cosas mucho más horribles de lo que yo me sospechaba. Además pensé que por más que me observara nunca entendería bien nada de mí, nunca lo podría escribir, y si lo llegara a escribir no tendría ninguna utilidad ni ningún placer. Entonces me decidí a no cumplir mi deseo. Pero mi deseo, a medida que pasó el tiempo, insistió con tanta realidad y tanta violencia, como si hubiera nacido adentro de mí un personaje con una absurda y fatal existencia.
Hoy es otro día
Mi personaje me ha dicho hoy: “Ante todo escribir con franqueza”. ¡Qué disparate! Hay una franqueza que la tienen los hombres fuertes pero ignorantes, hay otra que es la franqueza consigo mismo y que es decir lo que francamente le conviene a uno decir: esto es de los fuertes-cínico-inteligentes. Una de las defensas de los débiles, puede ser también que nos prometen decir las cosas francamente, aun en contra de ellos; pero todo no es en contra, quieren que los perdonen porque son francos y no pierden la esperanza de asombrar con su franqueza. Yo dejaré de ser franco y también lo seré en mi estilo, después veremos, al último todo se puede disculpar: si un hombre no tiene miedo es un héroe, si tiene miedo es porque tiene conciencia del peligro y es un sabio. Pero después vendrá la buena filosofía diciendo que es tan necesario el miedo como el coraje y que hay que tener las dos cosas. Pero yo soy enemigo de transar porque entonces las cosas irían bien y esto sería ir mal porque no habría emoción. Con respecto a esto hay el sentido de la perfección y el de la emoción: yo prefiero el de la emoción. Hay quien quiere transar y juntar los dos, pero yo no tengo tanta serenidad como para eso. Hoy me levanté con la maquinita de la velocidad, tomaré un aeroplano y viajaré por encima de las ciudades de los pensamientos ajenos, pero sin detenerme a pensar porque si se detiene la máquina me caigo. Con lo de escribir tampoco quiero transar: unos quieren escribir con lentitud para que las cosas salgan hondas —yo no me puedo detener—, otros harán promedios de escribir con cierta espontaneidad y pensando un poco despacio cómo realizarán la espontaneidad. Esta transacción me enfurece. Yo no puedo detenerme ni un momento porque me caigo. A veces, cuando hago una afirmación, o termino o redondeo un concepto, siento instintivamente el error como si el avión encontrara en su marcha un pozo de aire. Pero no importa, sigo, quiero realizar la aventura de la velocidad, sentir el movimiento de las ideas con error y todo. Además sería una vergüenza descender de golpe cuando se va por encima de las ciudades de los pensamientos de los demás. No, no me detendré a prever. Una mujer había previsto la forma de seducir y se dejó el escote más grande que las demás, pero al hacer un movimiento se le salió un seno y ella, con su mano divina tuvo que tomarlo delante de todos y volverlo a guardar. No, no pensaré despacio. Me detendré a prever cuando me levante con la maquinita cinematográfica y vea la cinta pasada con ralentisseur; entonces los pensamientos me marcharán tan lentos como las patas de los caballos cuando van a dar un salto. Eso fue lo que hice antes, pasé la vida como vista con ralentisseur. Ahora yo ando lento y me parece que todo anda ligero, y después mis pensamientos volverán a pasar a todo lo que da, y me reiré de ellos y otro día pasarán lentos y otro día ligero, y crearé el poema de lo absurdo y asombraré, que es lo que quieren los espíritus vertiginosos. Iré a un café, diré muchos disparates seguidos a mis amigos; después que se rían, se cansen y me desprecien, entonces lloraré y creerán que estoy loco; después me reiré y me sentaré a conversar tranquilamente y les diré que no estoy loco, que lo que quería era asombrarlos, que tengo una vanidad asombrosa, que necesito ser actor y llamar la atención. Después me iré a pasar las cosas lentas y a prever, que es la escuela del miedo, porque yo me eduqué en la escuela del miedo previendo lo fantástico, y para prever siempre lo fantástico, siempre lo estuve creando: prever la crítica, el miedo, es una de las bases de la obra maestra. Es cierto que ésta no es toda la verdad, pero me parece poco inteligente querer decir toda la verdad de golpe. El mundo es tan grande que cualquier cosa que se diga puede calzar y ser parte de la verdad, la cuestión es decirla con una vanidad inteligente. Además la verdad me hace acordar a un choque de vehículos: a todos se les antoja que un conductor es culpable y el otro no, como si no pudieran ser los dos o tener culpa, en parte, cada uno de ellos. Bueno, ahora me estoy cansando y la máquina se me está deteniendo; ya estoy sintiendo vergüenza de haber dicho cosas gruesas; pero en la velocidad se pasa por todo y hay más posibilidad de ser oportuno; y si no hubiera sido así me hubiera caído. Ahora seré sabio y sentiré la vanidad lenta. Me sentiré superior a todos aunque ellos y yo mismo me pruebe que es una imbecilidad. Pero muchas veces triunfa esta obstinación en sentirse superior aunque no se sea. Esto es propio de los fuertes y es el poema que utilizamos para las mujeres. El poema está en sentirse superior porque sí, sin explicar el porqué; aquí la lógica sería inoportuna y nos demuestra que no siempre se debe proceder por lógica, sino que se debe proceder por sensación. Yo ahora me siento superior aunque no lo sea y vencería muy fácilmente a la mujer que se diera cuenta que no tengo razón. A este encanto corresponde la mujer con el encanto de darse por vencida y más adelante triunfar con su fuerza secreta que es más imprecisa, pero que es tan real como la exterior. Yo seré fuerte, tendré el armazón de la disciplina, porque ella necesita apoyar su persona y su espíritu para poder volar en lo maravillosamente fantástico. Yo no seré el instrumento de pensar y de decir la verdad. Para llegar a lo metafísico se tendría que ser impersonal, teniendo varias personalidades que analizaran todo de distinto modo. Esto no le conviene a la mujer; ella necesita que tengamos una personalidad bien definida, para que cuando ellas nos empujen tomemos una inercia firme, segura y lleguemos donde ellas prevean. Si fuéramos impersonales y comprendiéramos su propósito nos daríamos vuelta a la mitad del camino, no seríamos tan fuertes, sobrios y seguros y les descubriríamos sus pensamientos: y esto es lo que ellas no quieren entregar, aunque en realidad nos entregaran su sangre y su corazón.
Ahora he pensado lentamente y esto será el regocijo de mañana cuando pase los pensamientos a todo lo que da.
Otro día más
Hoy mi personaje me ha visto tranquilo, ha pensado que estoy cuerdo y ha encontrado el momento oportuno de preguntarme dónde voy a parar con todo lo que escribo; que si alguien leyera esto y preguntara qué quiere decir, yo no podría responder nada formal; y precisamente como me ha visto formal quiere que escriba una obra que aconseje algo, que después de leer sus páginas se saque en consecuencia una moraleja, o una nueva frase que encamine algo de la humanidad, y así yo quedaré en un concepto bueno, y me sentiré superior a los demás, y de cuando en cuando frunciré las cejas y me quedaré pensativo...
Entonces me he animado a explicarle lo que no puede entender; que escribo sin tener interés de ir a parar a ningún lado —aunque esto sea ir a alguno—, el más próximo sería sacarme un gusto y cumplir una necesidad; que esta necesidad no tiene en mí el interés de enseñar nada, y si la consecuencia de lo que escribo tiene interés por lo que entretiene y emociona, bien, pero no me propongo otra cosa que llenar este maravilloso cuaderno que poco a poco se irá llenando y que después que esté lleno lo leeré a todo lo que da.
Bueno, ya hice algo lento: dar explicaciones y hacer lo que no quería, pero como mi personaje me acosaba tenía que sacármelo de encima fuera como fuera. Pero no quiero estar más lento, saldré a la calle y trataré de enamorarme y de que mi amor no sea trascendental; quiero que sea sin pretensión, que sea ligero, sencillo, fino, que me enferme poco; claro, también quiero que se cumpla una necesidad espiritual y así tendré el espíritu ágil y saludable; no importa que haya algo de cinismo, eso está más cerca de llegar a lo que conviene más a cada uno, es decir, esto es arriesgado, mejor diré: a lo que conviene a la mayoría de los jóvenes de este siglo; me enamoraré al estilo de este siglo, puesto que los jóvenes de ahora estamos de vuelta de los amores tan enfermizos, trascendentales y ridículos.
Mientras me vestía para salir pensaba que quién sabe si me enamoraré al estilo de este siglo: es cierto que los otros amores, los lentos, los enfermizos, son pedantes, cargosos, polarizan demasiado, son inoportunos y con pretensión de lo trascendental; pero son también más nobles, más hondos, más responsables, y el hecho de estar de vuelta de ellos no quiere decir que no los prefiramos: muchas veces preferimos no estar de vuelta de muchas cosas. En fin, estas cosas de pensar cómo me enamoraré, son cosas del personaje que me observa. Yo viviré espontáneamente. Lo que sí que el personaje que me observa contribuye a que llene el cuaderno, y ese deseo es muy mío.
Un día de viento
Hoy me han ocurrido cosas muy extrañas: salí para enamorarme y me encontré con que una señora se había puesto un gorro que le quedaba muy bien de frente, pero muy mal visto de perfil y de atrás: se lo había puesto de una manera especial que parecía que no le calzaba bien, que le incomodaría un poco y empecé a sentir una impaciencia loca por hundírselo un poco más hacia la nuca. ¡Qué tortura con ese poco que le faltaba para que le calzara! No dejaba de pensar y de obsesionarme por eso; pensé también que nunca podría ser rico, porque en aquel momento le hubiera ofrecido mi fortuna porque se dejara hundir el gorro aunque fuera un poco más de atrás; pero seguro que yo habría exagerado y se lo habría hundido hasta la nuca. También pensé en la impaciencia que tenía por llenar este cuaderno. Quise reaccionar de la obsesión del gorro. Fui a la playa y empecé a pasear cerca de la orilla: pero seguía contrariado por no haber podido hundir aquel gorro. De pronto vino una ráfaga de viento muy fuerte, me llevó mi sombrero y me echó el pelo hacia adelante. Este hecho me salvó de la obsesión anterior, porque empecé a meditar sobre el viento y tenía dos proyectos: uno, escribir lo que pensaba sobre la impresión del viento en un tratado de psicología, y el otro, escribir sobre el viento en forma de cuento; en el tratado diría: cuando una persona tiene el pecho o el cerebro oprimido, está predispuesta a sentirse inferior a cuanto le rodea; en cambio está menos predispuesta a creer que la explicación de las cosas es sencilla o que no debe importársele la explicación; el espíritu se le oscurece y la explicación de cualquier cosa es trascendental; lo mismo le ocurre a un niño que de noche siente ruidos y tiene miedo: cuesta convencerle que ha sido una puerta con el viento o que aunque no sepamos las causas físicas que lo producen debemos dormir tranquilos: cuanto más sanas son las personas, más tranquilas duermen; como el viento me tomó desprevenido y dio la casualidad que se produjo el hecho de volarse mi sombrero cuando pensaba en aquel gorro, mi espíritu ensombrecido aprovechó a volar en el misterio; y si yo hubiese estado con el pecho abierto y sin obsesión, hubiera pensado que el viento me tomó, que hubiera sido una imbecilidad buscar las causas físicas de por qué sopló más fuerte en aquel momento. Bueno, si con el viento hubiera hecho un cuento, hubiera dado la impresión del misterio en la casualidad del gorro de la señora y mi sombrero; y que a pesar de haberme querido explicar que lo que me había llamado la atención era la descoincidencia rítmica de mi marcha por la playa con la marcha del viento, en realidad sobraba algo con la ridiculez que el viento me dio tirándome el sombrero y echándome el pelo hacia adelante, que al quedar en ridículo había desconfiado del propósito del viento como si hubiera sido un ser humano el que me hubiera hecho quedar en ridículo. Bueno, el cuento quedaría abierto y misterioso, y el tratado sería limitado. Y claro, aquí empezaría a pensar qué me enorgullecería más, si descubrir una verdad o hacer una cosa bella; yo me quedaría con las dos cosas, como si me pusiera dos trajes: un día de profesor de psicología y otro de literato. Pero, sin embargo, ocurrirá otra cosa mejor; iré llenando mi cuaderno.
El día de la gran obra
Hoy es el día de una gran obra, de una obra que dará la vuelta al mundo —y ganará muchos concursos. Apenas me levanté de la cama me di cuenta de lo importante que sería este día; me sentí brillantemente inspirado y tuve el presentimiento que anuncia las grandes cosas. El título de la gran obra surgió de la manera más natural, aunque todavía no pensaba ponerle el título, porque eso hay que pensarlo mucho. La historia de cómo se me ocurrió es tan extraña, como el nombre que le han puesto los padres a un personaje célebre; y no porque el nombre sea solamente feo, sino que tiene una intención ridícula y superficial que más tarde contrasta con su obra y con su vida. ¿No os ha ocurrido a veces que una persona con el nombre que tiene da la sensación de que no puede valer y después resulta ser un gran hombre? ¡Y con qué angustia y ganas de poner la cara avinagrada lo llamamos por su nombre las primeras veces! Pero después uno se acostumbra y asocia de nuevo el mismo nombre a un gran tipo en vez de a un imbécil. Sin embargo, esa descoincidencia de la etiqueta de un hombre con su interior es torturante y desencanta, como muchas vidas de grandes creadores, como muchas fisonomías de hombres geniales, como muchos pensamientos de grandes actores y grandes recordistas de algo. Bueno, esta mañana me di cuenta que realizar la gran obra era fácil, que dependía de cómo lo tomara a uno el tiempo y la vida, que sintiéndose tan seguro de que sería así no podría fracasar. La inspiración iba acompañada de un deseo inmediato de empezar, y entonces fui al almacén de la esquina a comprar un cuaderno. Este hecho que parece tan superficial podría ser de mucho comentario si la obra resultara; todo el mundo está de acuerdo en que a veces, de las cosas más tontas, salen las cosas más grandes. Cuando estuve en el almacén y pedí los cuadernos para verlos, estaba lejísimo de pensar que dentro de un momento resolvería el título que le pondría a la gran obra; pero sucedió así: me gustó mucho el color de las tapas de uno de los cuadernos, decidí comprar precisamente ése, el nombre del cuaderno era “Adelante” y así como los jugadores presienten la suerte en el primer número que ven, así presentí yo que si le ponía a la obra “Adelante” acertaría a realizar la gran obra: el título “Adelante” era la cábala para que saliera la gran obra. Fue una gran sorpresa; me di cuenta con qué naturalidad ocurren las grandes cosas; me pasé todo el día pensando en lo que me ocurrió en la mañana y pensando que hoy, aunque no se me ocurriera nada más ya había hecho bastante: había encontrado el nombre que diferenciaba mi obra de las demás y que tenía la cábala de ser la gran obra. Ahora es de noche y tengo mucho sueño.
Al otro día
Hoy me he dado cuenta de muchas cosas: primero —y esto tiene poca importancia—, que todo lo que se me ocurrió ayer fue una novelería infame; después, que tuve un principio de infidelidad para este cuaderno porque me empecé a enamorar de otro. Aquí mi personaje me habla de la fidelidad; pero yo recuerdo la fidelidad que muchos hombres han tenido a sus ideas, doctrinas, teorías, etc., y le he puesto una cara que creo que nunca más me hará esta observación. De lo último de que me di cuenta es que la infidelidad a este cuaderno y el deseo de escribir en el otro me han hecho ver algo muy interesante, la marcha de éste: parece que la máquina tiende a detenerse y que debo terminar, y que es inútil que me prevenga contra el personaje que me observa, que ya caeré cuando menos piense que me observa. Pero también pienso, con un resto de optimismo ante lo que no puedo seguir, que bastante me hice el gusto llenando este cuaderno y que en él habré soltado muchas ideas malas: esto tiene mucha importancia porque, aunque nuestras ideas valgan poco, siempre buscamos la ocasión de meterlas en alguna parte, y de esta manera ya las maté.
Rocha 1929