Justa y Rufina

Fernán Caballero


Cuento



Capítulo I


Lo bello es lo que agrada a la virtud docta y culta.

De Maistre.


Ni los padres que forman a sus hijos según ellos mismos, ni los preceptores que pretenden desenvolver sólo las inclinaciones naturales, logran sus fines. De este conflicto eterno entre la naturaleza y la vida, se puede inferir que hay una mano poderosa y oculta que educa tanto a las naciones como a los individuos.

Schlosser.


La vida presente no es sino una transición, una prueba, pero no un término.

Desnoiresterres.


La hermosa y distinguida marquesa viuda de Villamencía, sentada en el cierro de cristales de su gabinete, fijaba su triste y lánguida mirada en su hija, que en medio de la habitación estaba jugando con otras criaturas de su edad. Esta niña, que tenía cinco años, era el tipo de una pequeña nilis, con su con su tersa y alba tez y sus rubios cabellos, que flotaban en gruesos rizos sobre sus espaldas desnudas; las miradas de sus ojos azules eran tan dulces, que se volvían tristes cuando se fijaban. No siempre es dulce la tristeza; pero la dulzura por lo regular es triste, puesto que siempre se siente oprimida por la fuerza, o lastimada por la soberbia, o herida por la dureza, o acongojada por la lástima.

Frente a esta niña había otra como de siete años, cuyo tipo era vulgar. Su rostro era basto y moreno; sus ojos negros y grandes hubiesen sido bellos, si la mirada audaz, curiosa, sostenida y molesta que les era propia, y que con desenfado clavaba su dueña en cada persona y en cada objeto, no los hubiese hecho sobremanera desagradables y repulsivos.

Al lado de la marquesa estaba sentada una de esas personas de que con tanta propiedad se ha dicho que quitan la soledad y no dan compaña; entes pesados, inoportunos, que abruman y fatigan como el calor, ¡y tan necios que no lo conocen! Era ésta una señora, viuda hacía muchos años de un administrador de loterías, el que, al casarse con ella, se había adjudicado a sí mismo el premio grande. Dicha señora conocía a la marquesa desde joven, y la trataba, no sólo con la confianza que se tomaba en todas partes sin que se le diese, como una instintiva y genuina socialista, sino también con cierto aire e ínfulas preceptorales.

—¡Válgame Dios, marquesa! —le dijo—. ¡Siempre estás triste! Si es porque se murió tu marido, ¿eso ya qué remedio tiene? Si es porque tu hijo es un cena a oscuras, es hacia la cola y no quiere estudiar, consuélate con que no es el solo de su jaez. Si es porque te sientes enferma, tampoco es ese un motivo para estarlo, porque las gentes enclenques viven tanto o más que las robustas.

¡Qué don de decir cosas desagradables tienen algunas personas! ¿Don dijimos? Pues dijimos mal. Debimos decir falta: falta de educación, falta de finura, falta de delicadeza, falta de benevolencia, y sobre todo, falta de bondad! El primer deber —ya que impulso no sea— que tenemos en nuestras relaciones con el prójimo, es pensar bien de él; la primera regla de finura y de delicadeza en el trato social, es demostrárselo así. Los malévolos juicios y su grosera expresión, denominados hoy mundo y franqueza, conseguirán al fin el que sea nuestra sociedad mil veces peor y más díscola que la de los hotentotes. ¡Y se habla mucho, mucho, de cultura y de civilización! Sí, ¡como el ciego de los colores!

La marquesa, que era una mujer fina, se contentó con responder al impertinente apóstrofe de la administradora:

—Me duele la cabeza.

—¡Ya! —repuso la visitadora—. No es extraño; con el ruido que están haciendo esas niñas...

—¡Pues si apenas hacen ninguno! —dijo la marquesa—. Además, si lo hiciesen, no me molestaría: la presencia de mi hija es todo mi encanto, toda mi alegría, todo mi recreo.

—Anda con Dios —repuso la viuda— en lo que concierne a tu hija: Justita es una buena niña, dócil y bien mandada; pero lo mismo toleras a ésa Rufina, que bien se la puede decir Rufiana, tan suelta de ademanes como de lengua, tan mal encarada como caridelantera. No sé cómo la puedes sufrir a tu lado, ni tolerarla al de tu hija.

—La he criado a mis pechos —respondió la marquesa—; y quizás por eso le deba la vida, pues cuando nació muerto mi penúltimo hijo, la subida de la leche me puso a morir.

—¡Por cierto que tuvieron buena ocurrencia entonces, de traer para que la criases una criatura del Hospicio —dijo agriamente la áspera viuda.

—Yo así lo exigí por muchas razones, señora.

—¿Y cuáles eran éstas? ¿Me lo querrás decir? Pues no acierto cuáles pueden ser.

—La primera —contestó la marquesa—, fue la seguridad de que no pudiesen arrebatarme más adelante la criatura que había alimentado a mis pechos. La segunda, fue hacer una obra de caridad, dando madre al pobre ser que no la tenía.

—Esos sentimientos —dijo la ex-administradora— son muy bonitos impresos en novelas; pero en la práctica, lo que dices es cháchara, y no se puede uno en el mundo guiar por ellos, pues hacen cometer imprudencias que luego pesan.

—Pero, señora —dijo la marquesa al fin, cansada del atrevimiento de una persona que tan agriamente compensaba los beneficios que de ella recibía, y con tanta inconveniencia le reprendía la caridad que con otro ejercitaba—, lo que estáis diciendo son vulgaridades sentenciosas, que son las más insoportables de todas; axiomas a lo Sancho Panza; fallos infalibles de escalera abajo. Si para hacer el bien tuviésemos una seguridad de que de ese bien nos resultaría provecho, ¿dónde estaría el mérito de hacerlo? Cada día vemos a los pobres sacar niños del Hospicio, apegarse a ellos, prohijarlos y amarlos como propios. ¡Triste es decirlo! —añadió la marquesa suspirando—; pero el pueblo nos da continuamente ejemplos de caridad. Los ricos somos los que no conocemos la verdadera generosidad, puesto que ésta no consiste en dar una moneda, sino en hacer el bien sin cálculo. ¡Qué perfectamente ha dicho Balzac, que «la avaricia empieza donde acaba la pobreza!»

—¡Toma! —contestó la viuda—. Los pobres lo hacen, porque cuando son mayores los niños, les ayudan con su trabajo.

—¡Señora, por Dios! Cuando esos niños son mayores, o salen soldados, o se casan; bien lo sabéis.

En seguida se dibujó en el rostro de la marquesa una amarga sonrisa, y añadió a media voz como hablándose a sí misma:

—¡No hay flor en la naturaleza material que no marchite el solano; ni hecho noble y generoso en la naturaleza moral que no aje la malevolencia!

—Mucho habría que decir sobre esto —repuso acerbamente su interlocutora—; lo que únicamente te diré es que has de sentir y llorar lo que has hecho.

—Podrá ser —dijo la marquesa—: un autor francés ha dicho que el diablo se venga siempre de una buena acción.

—Esa muchacha —prosiguió la hostil y cansada viuda— es mala de nativitate. Nadie la puede ver; y acabará por echar a perder a tu hija.

—El cuidado de que esto no suceda será mío —dijo la marquesa con frialdad—. Señora, si os parece, hablemos de otra cosa.

Ambas señoras, poco satisfechas la una de la otra, habían callado, pues la una sentía su malevolencia derrotada, y la otra su delicadeza ofendida.

Las niñas en este momento jugaban, puestas en círculo, a un juego de prendas. Rufina, que tenía don de mando, había puesto el juego, diciendo:

—Ahí está señá Mariquita Gil.

A lo que, según la regla del juego, contestó su vecina:

—¿Quién es señá Mariquita Gil?

Respondió en seguida Rufina señalando a la viuda:

—La que tiene la boca así, el ojo así.

Y puso torcida la boca y el dedo en la mejilla, tirando su párpado hacia abajo, con lo cual quedó hecha una visión, y algo parecida a la viuda, que tenía efectivamente, según la voz vulgar, un ojo remellado.

—¿Y no sabes tú, desvergonzada —dijo encolerizada la remellada señora, que notó el insolente ademan de Rufina—, no sabes tú la máxima que a este juego se adapta y añade? Pues óyela:


Tuerce la boca hasta el mal
quien del prójimo murmura;
es lince para mis faltas,
y topo para las suyas.
 

Cada niña debía hacer y decir otro tanto, so pena de pagar prenda, y era llegado el turno a Justa; pero la niña se negó a poner la boca así y el ojo así. Rufina insistió en que hiciese lo que habían hecho las demás, amenazándola, si no lo hacía, con que no jugaría más con ellas; y la niña, afligida por la amenaza, se vino a refugiar en su madre, en cuya falda se echó, diciendo con el modo gracioso de pronunciar de los niños:

—¡Yo no quiero poneme tan fea!

—Que concluya este juego —dijo severamente y con marcada intención la marquesa a Rufina—. Niñas mías —añadió dirigiéndose a las otras—, decid relaciones, que es más bonito, y os ejercitan en la pronunciación.

Presentose primero Rufina, erguida y haciendo quiebros, diciendo la siguiente relación, que concluyó con una profunda y grotesca cortesía:


Yo soy Doña Ana de Chaves,
la de los ojos hundidos,
casada con tres maridos;
todos fueron capitanes:
murieron en las milicias
donde murieron mis padres,
dejándome por herencia
manos blancas y ojos negros.
Beso a usted las suyas, señor caballero.
 

Siguió a Rufina en la palestra una morenita gordilla y colorada que apenas sabía hablar, pero que no obstante recitó, haciendo de apuntador al principio una hermanita suya algo mayor:


Aquí vengo no sé a qué
con mi barba de conejo:
¡¡Ay!! ¡Quién se comiera un viejo
que fuera de mazapán!
¡Ehé, ahá!
Como soy tan chiquitita, ya no sé más.
 

Ahora era llegado el turno a Justa de decir su relación; pero como era tímida, volviose a negar, alzando su angustiada carita, que se había puesto encarnada como una rosa, y sus ojitos arrasados de lágrimas, a su madre, como para implorar su auxilio.

—¿Por qué no quieres hacer como las demás, hija mía? —le preguntó su madre.

—Porque no sabo, no sabo —respondió la niña con la respiración agitada.

—Sí sabe —sostuvo Rufina.

—¿Y por qué se ha de forzar a la niña a hacer lo que no quiere? —dijo la viuda, más bien por contrariar a Rufina que no por favorecer a Justa.

—Para que sea dócil y no se particularice nunca, y menos por incomplacencia —contestó la marquesa—. Vamos, hija mía, di una relación.

—¡Si no sabo relación! —repitió la niña, haciendo uno de esos graciosos visajes, a los que se ha dado la denominación infantil de pucheros.

—Pues di una oración —dijo su madre—; así probarás tu buena voluntad en obedecer.

—¿La que digo cuando estoy en la cama?... —preguntó la dócil niña.

—Bueno; que sea ésa —repuso su madre.

Entonces dijo la niña, pronunciando graciosamente a medias palabras:


A acostarme voy
sola sin compaña;
la Virgen María
está junto a mi cama;
me dice de quedo:
—Mi niña, reposa,
y no tengas miedo
de ninguna cosa.
 

Capítulo II

Doce años después de la conversación referida, habíanse cumplido parte de los pronósticos de la maliciosa viuda, y muchas lágrimas costaba ya Rufina a la marquesa de Villamencía.

¡Cuánto se envanece el mundo de sus victorias en sus contiendas con la buena fe y la bondad! Más le valiera llorar sus tristes triunfos, acordándose que ha dicho un pensador moralista francés: «No hallo vergüenza en ser engañado por alguno; pero la tendría de desconfiar de todos».

Desde que los malos instintos de Rufina se habían desarrollado en escala mayor, y de manera que nada bastó para contenerlos, había cuidado la tierna madre de Justa de poner gran distancia entre ambas jóvenes; puesto que la marquesa procuraba principalmente conservar pura el alma de su hija, no sólo de toda mancha, sino de todo lo que pudiese ajar la blanca túnica de su inocencia. Creía que no era tal o cuál de los siete vicios capitales el que debía quedar de toda mente pura en lontananza, y como un monstruo medio fantástico, sino todos; pues todos, vistos de cerca, rebajan el alma de su altura; todos ajan la delicadeza del sentir; todos empañan la clara trasparencia de la inocencia; todos profanan los floridos espacios de la imaginación, y todos van desprestigiando la vida real, como las negras y pesadas nubes que van empañando el éter y apagando las estrellas. Así es que vemos con dolor a tantos que son jóvenes, bellos, y ¡Dios mío, hasta poetas! echar con alma vulgar, vieja y materialista, su triste y escéptico fallo sobre lo imposible de una vida pura, abstinente, desprendida, humilde, benévola, activa para el bien y sufrida para el mal, y hacerse con los siete vicios contrarios una corona de hediondas y envenenadas flores, con que se coronan y sientan al banquete de la vida! —Pero por suerte existe hoy una inmensa reacción. En los hombres, y sobre todo entre los jóvenes, hay infinitos que van formando una aristocracia de virtud y religión, y es de esperar que no esté lejos el día en que el cinismo del vicio caiga en la abyección y en el ridículo en que ha caído ya el viejo cinismo antirreligioso, ese cinismo que nada define mejor que una palabra andaluza que no está en el Diccionario, pero de la que por expresiva y adaptable no podemos menos de valernos en esta ocasión; esa palabra es cursi.

No podemos definir a Justa mejor sino diciendo que en ella nada sorprendía; pero que todo atraía, admiraba e inspiraba simpatía. La innata bondad y elevación de su alma la habían llevado a extrañarse de su mala compañera de infancia, sobre todo desde que vio que su madre lo deseaba. Porque Justa tenía la primera virtud religiosa en relación con lo humano; tenia el primer y más puro amor de un hermoso corazón; poseía el principal distintivo de una perfecta educación, no a la francesa ni a la inglesa, sino de toda educación sólida y cristiana, esto es, era buena hija. —Para Justa no había nada en el mundo que contrabalancease el amor santo a la madre que le dio el ser y la crió a sus pechos; ningún respeto en lo humano que sobrepujase al que le inspiraba aquella madre, dechado de virtudes. Esta veneración, este entrañable amor, esta sumisión sin límites que tenía y en todas ocasiones demostraba Justa a su madre, hacían de ella la joven más simpática, más querida y más admirada de la ciudad. Y cuando estos sentimientos se demostraban en los mil elogios que siempre acompañaban el nombre de Justa, decían las madres a sus hijas: «No promete el Señor a los que aman y honran a sus padres solamente la eterna vida, sino que les bendice en ésta, y a su bendición añade la de los hombres. Debe, pues, ser la primera virtud y la más aceptable a Dios, pues es la más premiada».

¡Oh! ¡Cuán cierto es esto! Pero, por el contrario, cuando en las familias engendran la soberbia y otros vicios el monstruo emancipación, y cuando éste se planta como contrario ante la autoridad paterna o materna, repeliendo con el pie el respeto, la sumisión, la obediencia y todas las virtudes filiales, ¡ay de aquella mansión! De ella huyen al punto el aprecio, la consideración y el elogio de los hombres, ese tributo que forma la buena fama, ese galardón que no dan al rico ni su dinero ni sus aduladores; huye la felicidad, huyen los penates, que ven marchitas sus coronas, y huyen del hogar doméstico los ángeles de la paz, cuya presencia tan dulce lo hacía! Y sólo quedan allí, en lugar de estas felicidades ausentes, la severa reprobación de Dios, que podrá perdonar al arrepentido, y la de los hombres, que no perdonan nunca!

Definir los malos instintos de Rufina sería prolijo. Más corto es decir que los tenía todos, sobresaliendo entre ellos la soberbia, la envidia y la crueldad. Era, según la expresión de un autor francés, «una mata de espino»: no se rozaba nadie con ella sin herirse las manos o desgarrarse el vestido. Cuando niña, el placer que hallaba en atormentar a los animales, indicaba claramente esta última perversidad, y fue lo primero que desunió a estas niñas tan diferentes. La marquesa fomentaba la bien entendida y exquisita sensibilidad de su hija; y cuando sus amigos la reconvenían por esto, y hallaban más acertado comprimirla advirtiendo que de esta suerte sería más feliz, porque el que con todos llora se queda sin ojos, la marquesa daba a estos vulgares y triviales axiomas esta magnífica respuesta: «PREFIERO QUE MI HIJA SEA BUENA A QUE SEA FELIZ».

Más tarde, el afán de Rufina por componerse y ser vista indicó su vanidad y descaro; y hostil su competencia con la suave y bondadosa Justa, denotó su orgullo y envidia. El primer ensayo en su vida de liviandad fue el seducir y atraer al joven marqués, que era tímido y corto de luces, e indisponerle con su madre, la que sólo pudo evitar un escándalo valiéndose de un hermano suyo que vivía en Madrid; el que, mediante a ocupar un alto puesto, y por ser aún el marqués de menor edad, pudo arrancarle a la fuerza de su casa y traerle a su lado. Este y otros disgustos empeoraron la salud de la marquesa, quien al reanudar nuestra relación, estaba cerca de sucumbir al horrible padecer de una úlcera interior qué la consumía, y hacía necesaria una asistencia continua, a la que Justa consagraba su vida y su corazón.

Este día hallamos a la marquesa blanca cual el alabastro (como pone a sus pobres víctimas el mal que la devoraba), acostada en un sofá, y mirando con plácida y satisfecha sonrisa a su hija, que de rodillas besaba las albas manos de su madre.

—Vete a acostar, hija de mi corazón —le decía—, que apenas has descansado en la pasada noche.

—No podría dormir, madre mía —contestó Justa tan de quedo, cual si lo que dijese fuera un secreto y hubiese habido otras personas además de ellas en la habitación.

—¿Te acuerdas, Justa mía, cuando eras chica, y que acostadita en tu cama no querías dormirte sino cuando yo te decía: «Me complaces en dormir?». Cerrabas entonces tus ojitos, y un minuto después sonreías en sueños al ángel de la obediencia, que venía a cubrirte con sus alas.

—Sí que recuerdo, madre mía, y la oración que me enseñasteis para quitarme el miedo.

—Verdad es que eras medrosilla, y me decías cuando la noche estaba oscura: «Madre, cerrad la ventana, que entra miedo».

—Pues aún me quedan ráfagas de ese miedo instintivo de los niños. Temo, alguna vez con angustia; y si lo que temo no tiene nombre, y no es ni el cancón ni el coco, es lo que me amedrenta objeto tan indefinido y tan temeroso como aquéllos.

—Pues si no precisas la causa de tu temor, ¿qué té amedrenta, sensitiva mía?

—Temo al mal, de cualquier forma que se pueda presentar, madre. Temo que llegue a mis oídos un gemido, a mi vista un horror, pues ambas cosas abundan tanto en el mundo! Así es que siempre sigo rezando aquella oración que paraba los latidos de mi corazón, cerraba suavemente mis ojos, y traía entonces, como ahora, a mis labios la sonrisa que recordáis; y digo con tanto fervor y confianza:


A acostarme voy
sola sin compaña:
La Virgen María
está junto a mi cama;
me dice de quedo:
—Mi niña, reposa;
y no tengas miedo
de ninguna cosa.
 

—Entonces, como ahora, eras obediente —dijo la marquesa—; y ahora, más que entonces, me complaces en descansar y dormir.

—Madre, entonces nada ahuyentaba mi sueño; pero ahora estáis mala...

—Me encuentro hoy mejor.

—Entonces, madre mía —dijo aún más de quedo Justa acercándose al oído de su madre—, no tenía en qué pensar.

—Ya entiendo, ya entiendo —le interrumpió su madre sonriéndose—. Pero ya que tú no eres presumida, quiero en esta ocasión serlo por ti, y procurar que cuando él venga esta noche, no te halle marchita como una flor de estío, sino fresca como lo que eres; una rosa de Abril.

—No me quiere por mi buen parecer, madre mía.

—Lo sé. ¡Líbrete Dios de inspirar un amor sólo debido al buen parecer! Amor superficial y frívolo, amor de ojos y no de corazón, que podría desvanecerse si desmejoraban tu hermosura una enfermedad, un percance o el tiempo. Pero, hija mía, el bien parecer es, si no un mérito, una ventaja; es un don de la naturaleza, del que no se debe ni presumir ni abusar; pero tampoco se le debe menospreciar destruyéndolo, como hace un niño deshojando una rosa.

—En este momento se abrió la puerta, y apareció la administradora entre aquellas dos hermosas, simpáticas y suaves criaturas, como aparece una avispa entre una rosa blanca y su rosado capullo.

—Ya ves que quedo acompañada —dijo la marquesa a su hija—. Vete, pues, a acostar, hija del alma, perenne ángel de mi custodia.

Justa abrazó a su madre repetidas veces, cubriéndola de besos, saludó a la recién entrada, puso todas las cosas con primor en su debido puesto, y se retiró.

—¡Válgame Dios, mujer! —dijo la administradora, sentándose cómodamente en un sillón—. ¡Fuerte cosa es que sepan los amigos por fuera las novedades de tu casa, y que no los encuentres acreedores a participarles lo que todo el mundo sabe! ¿Con que... se casa Justa?

—Verdad es; pero aún no he dado parte a nadie —respondió la marquesa.

—Acabo de saberlo en casa de Vélez —prosiguió la viuda. «Buena; boda hace! dijo el marido. Es Pepe Arce hijo único de un padre millonario. ¡Qué suerte han tenido esos Arces, y dónde han llegado, con sólo saber sumar, y sobre todo multiplicar! Es, a no dudarlo, el más rico capitalista de la ciudad. —Y como nada les queda que desear, añadió la mujer, sino sangre azul, por eso casan al hijo con la hija de la marquesa. —Tanto más, dijo la suegra, que si muere el primogénito, será Justa la del título y del caudal».

—¡Válgame Dios! —exclamó la marquesa, herida tanto por la hostilidad del juicio, como por la indelicadeza en repetírselo. —¡Válgame Dios! ¡Cuántos y qué lejanos cálculos atribuyen y ven los extraños en un casamiento, sólo y exclusivamente debido a la mutua inclinación de los jóvenes, que en nada han pensado sino en amarse y ser felices, cuando este amor fue sancionado por sus padres!

—¡Qué amores, ni qué amores! ¿Por ventura estamos en tiempos de oscurantismo? Hija, hoy día tenemos muchas luces, y a su resplandor se calcula que es un contento. No hay más que cálculo, nada más.

—Repito, señora —repuso la marquesa—, que ninguno hay en esto. Sabéis que D. Bruno Arce es, hace muchos años, amigo de la casa, y que me visita todas las noches. Cuando volvió su hijo de sus viajes, le trajo a verme, como era regular. Pepe siguió viniendo, porque le atraía Justa; la amó; ella le correspondió cuando se lo permití; lo que hice gustosa en vista de las excelentes prendas de Pepe; y este espontáneo e inocente amor es la sencilla causa de su unión. ¡Y el mundo le halla, en lugar de esto, cálculo, diplomacia, y miras ulteriores!!! Señora, quien no tiene sino un rasero para medir las cosas, no debe juzgar sino de aquellas que son a la medida del rasero.

—No digo que aquí no haya malas lenguas —dijo la viuda—. ¡Jesús, si las hay! En un instante dejan a San Juan sin manto, a San Sebastián sin camisa, y a San Bartolomé sin pellejo. Yo no hago sino repetir lo que oigo. Es regular —añadió la entrometida viuda— que venga tu hijo a la boda de su hermana.

A la marquesa la mortificó esta pregunta, que con ese fin se había hecho, y contestó con frialdad:

—No vendrá, puesto que en consideración al estado de mi salud, esta boda se va a hacer pronto y sin ninguna clase de aparato. Aunque mi pobre hija lo ignora, yo sé que me restan pocos días de vida, y deseo, al morir, dejar casada a la hija de mi alma.

—¡Ya, ya! Si no viene el marquesito —insistió la áspera viuda—, yo bien sé el por qué. Pero todo el que no sepa la verdadera causa lo extrañará. ¡Bien te lo predije! Ahora quiero prevenirte cosas que suceden, y que tú, enferma y encerrada como estás, ni puedes saber, ni puedes evitar. La linda alhaja de Rufina, después de haber tendido cuantos lazos ha podido a Pepe Arce, le ha dado citas en nombre de tu hija, en las cuales en lugar de Justa se halló con ella. Rechazada por Pepe del terreno amoroso, se lanzó al sentimental, asegurándole que era la criatura más desgraciada bajo el despotismo de tu hija y el tuyo. Hallando sus quejas incredulidad, así como sus provocaciones habían hallado desvío, humillado su amor propio, exaltada su envidia, pateando de soberbia al reconocer la impotencia en que estaba de satisfacer sus perversos anhelos, ha escrito un anónimo a Pepe Arce, en el que con inconcebible audacia le dice que no es él el primer amor de tu hija. Todo esto lo sé por el ama de llaves de la casa de Arce, que sabe cuanto pasa entre el padre y el hijo, merced a que es curiosa y escucha detrás de las puertas. Y aunque tanto D. Bruno como Pepe se han reído de esto, yo te lo participo para que sepas de todo lo que es capaz esa serpiente que has criado en tu seno.

La marquesa se había puesto, si es posible, aún más pálida de lo que lo estaba habitualmente.

—No, no, no puedo creerlo —dijo con desfallecida voz—. Señora, siempre habéis aborrecido a esa muchacha, y repetís calumnias de tal magnitud, que sólo la malevolencia puede darles crédito.

—Pues aún hay más —prosiguió la noticiera, sin cuidarse del efecto que estaban produciendo sus crueles revelaciones en la pobre enferma; —aún más. Exasperada Rufina al ver que Justa, teniendo dos años menos, se casa antes que ella, se ha puesto su señoría en relaciones, y se va a casar con un paseante en corte, tahúr, truhán, sin oficio ni beneficio (pero con muchas trampas), bien vestido. (gracias a éstas), al cual ha hecho creer que es hija de tu marido, y que por lo tanto tu familia nunca puede desampararla.

Al oír esta última revelación, la marquesa cerró los ojos y dejó caer su cabeza sobre los cojines del sofá.

La viuda dio voces.

—¡Por Dios! ¡por Dios! —murmuró la enferma—.¡Que nada sepa mi hija, esa inocente!

Lanzó un débil gemido, y perdió el sentido.

Al oír las voces de la viuda, Justa se había echado un peinador blanco, y con su magnífica cabellera suelta había acudido desolada y temblorosa, y se había arrodillado junto a su madre. Rufina, compuesta y ataviada, había venido también, así como algunas criadas, y ambas jóvenes prodigaban sus cuidados a la exánime marquesa: la primera, bañada en lágrimas, como el amor que sufre; la segunda, impasible, como la impermeable indiferencia.

—Cuídala, cuídala —dijo a esta última la implacable viuda—; pero híncate como Justa, sin temor de ajar tus faralaes, a ver si te deja algo en su testamento.

—Lo hará sin eso, pésele a quien le pesare —respondió Rufina con descoco.

—Lo qué te dejará, y debe dejarte, es su bendición por lo que la mereces —repuso su antagonista.

Ocho días después de la escena referida, por expresa voluntad de la marquesa, se unían sin ruido ni boato Justa y Pepe Arce.

Aquel mismo día, y como para acibarar la última satisfacción que en este mundo había de disfrutar la buena madre, desaparecía Rufina de la casa para unirse a su digno pretendiente.

Al mes yacía la marquesa en su féretro, blanca y fría como la nieve que va a absorber la tierra.

Al lado del féretro mezclaba Rufina su mentido e hipócrita dolor con las bellas y sinceras lágrimas de Justa, y obtenía, a favor de su falso desconsuelo, que Justa le perdonase su loca conducta y disparatado casamiento.

Tres meses después, el marido de Rufina, harto de ella, desengañado de la falsedad de sus asertos, perseguido por deudas y otras fechorías, después de disipar la manda que dejó la marquesa a su mujer, había desaparecido.

Capítulo III

Su disparatado casamiento, y las desgracias que de él dimanaron; su loca y desordenada vida, y el incesante hervidero de sus malas pasiones, habían en poco tiempo marchitado el rostro y disecado las formas juveniles de Rufina y acabado de agriar su carácter. Otra cosa contribuía poderosamente a esto, y eran los remordimientos, que son en el corazón lo que las canas en la cabeza: a pesar de que las tiña, el arte del sofisma, el tiempo, que es la verdad, vuelve a tornarlas mustias y descoloridas, y el tinte a nadie engaña. Si las arranca la presunción y el despecho, vuelven a nacer. Así los remordimientos, ese íntimo convencimiento de que hemos obrado mal, no se pueden sofocar, por más que se aparente. El incontestable derecho que tiene cada cual de motejarnos, sin que se lo pueda impedir nuestro orgullo, nuestra posición, ni nuestro dinero, es un torcedor, un buitre, que, como el de Prometeo, nos roe sin cesar ni descanso. De ahí nacen la hostilidad y la misantropía, esos descontentos con los demás y con nosotros mismos. Sólo las personas que a nadie han hecho mal, y que si lo han recibido lo han perdonado como perfectos cristianos, o despreciado como nobles y superiores, tienen el privilegio de no agriarse y de conservar en las situaciones más desgraciadas y vejatorias, como el cielo por cima de las nubes, su hermosa serenidad.

Así era que cuando Rufina consideraba la suerte feliz y brillante de Justa, el amor de su marido, y el respeto universal, que a porfía cubrían de rosas e incensaban su senda, todas las furias de la envidia y del despecho se desataban en su seno. Nunca recordaba, al pensar en la familia a quien tanto debía y tan mal pago había dado, el bien que le había hecho, sino el que pudo hacerle y no hizo. —La marquesa, pensaba, no debería nunca haberse opuesto a que su hijo se casase con ella; ni éste debería haber cedido a la voluntad de su madre, a los consejos de su tío, ni a las advertencias de sus amigos. Este mismo, en las actuales circunstancias, disipado por el marido, que la había abandonado, el legado que le dejó la marquesa, no debería contentarse con pasarle una mezquina pensión, como lo hacía, sino tenerla en el pie en que había estado siempre; y otras locas exigencias. Porque así discurre la ingratitud; así, cegando a la justicia, falsea la razón!

Ni los desengaños ni las desgracias, ni la experiencia; eran capaces de domeñar las violentas pasiones de aquella mujer, que después de maldecir lo pasado, había de lanzarse al porvenir con redoblados bríos y con nuevo furor.

El despecho, la ambición, la envidia y la venganza unidos, debían engendrar un monstruo en aquella cabeza, fecunda en planes satánicos. Y así sucedió.

Rufina, en vista del proyecto que formó, menudeó sus visitas en casa de Justa, aparentando cariño hacia ella, gratitud y amor por su difunta madre, y fingiendo haberse llamado adentro y llevar una vida modesta, ordenada y hasta religiosa. Justa, que era buena, y ademas débil, recibió cordialmente en su casa y en su intimidad a aquella mujer, a quien una señora como ella no debería nunca haber recibido. Cuando su marido le hacía prudentes reflexiones sobre la inconveniencia de este trato, respondía Justa que no era generoso cerrar las puertas a la desgracia, ni el corazón a los recuerdos, y perdonar sólo de boca. Que también la bondad tiene sus sofismas cuando no quiere la miope por lazarillo a la sana razón, sino campar por su respeto.

¡Cuánto se ha hablado sobre indulgencia y tolerancia en los tiempos modernos, y cuánto se ha querido culpar a la religión católica por carecer de ella! Por combatir a la intolerancia, se ha querido hacer, mediante la tolerancia, un completo tratado de paz con lo condenado por malo, y con la indulgencia un elixir de vida que lleve a mirar la muerte, esto es, la culpa, como una cosa natural y sin consecuencia, merced al dicho elixir.

Hay dos clases de indulgencia: la una es divina y religiosa; la otra es humana y filosófica.

Esta última aminora, disculpa, prohíja y casi anonada la culpa antes de cometida; y ésta induce al mal.

La divina o religiosa clama contra la culpa, la vitupera, la condena, la anatematiza antes de cometerla; y ésta aparta del mal.

Así aparece claro que, hasta ahora, está la tolerancia de parte de la humana y filosófica.. Pero prosigamos que el ANTES suele llevar al DESPUÉS.

Después de cometida la culpa, el mundo humano y filosófico moteja, escarnece y desprecia al culpable; no perdona su falta ni la olvida; si juicio condenatorio es sin apelación. De manera que su indulgencia se dirige o ejerce en la culpa, y no en el que la comete.

La indulgencia de la religión divina, si el culpable, postrado y bañado de lágrimas de contrición, la implora, le levanta, le abre sus brazos, le absuelve y le torna puro o inocente, merced a un segundo bautismo con el agua de sus lágrimas. Todo lo perdona y lo olvida, y sienta al hijo pródigo a la cabecera del banquete; con lo cual demuestra su rigor, no con quien comete la culpa, sino con la culpa misma.

¿Cuál es, pues, más indulgente, el mundo filosófico, que antes de cometer la culpa pregona la indulgencia, o la religión divina, que después de cometida la ejerce con el que se aparta de ella? ¡A cuántos no ha desesperanzado el mundo filosófico y tolerante, hasta arrastrarlos al suicidio! Y a cuántos no ha consolado esta religión, que, severa, amonesta hasta hacerlos felices!

Pero aún hay otra tercera clase de indulgencia, que ni es la mundana, pues no disculpa lo malo, ni es la religiosa, pues no hace preciso el arrepentimiento para espontanearse. Y es ésta la de la bondad débil, sin el celo religioso y sin la dignidad de la virtud, aunque ambas cosas posea, religión y virtud. No es, por lo tanto, una virtud esa dulzura fuerte, a cuya cabeza pesa la corona de oro de la dignidad, de cuyas flacas manos se escapa la pesa de la santa justicia, y cuyo blando corazón oprime la coraza del decoro que debe serle inherente; no es, no, una virtud. Es, a lo sumo, una bella flor sin fruto, nacida espontáneamente en un hermoso corazón. Y repetimos que no es virtud, porque suele ser muy perjudicial en las personas que tienen inferiores, puesto que aparta como innecesario al arrepentimiento, y hace del perdón cosa de tan poco valor que lo da de balde, con lo cual falsea el orden moral de las cosas, y por último, autoriza la impunidad, rinde homenaje al orgullo, y obstruye la fuente de que podría haber brotado el arrepentimiento sincero, explícito y confeso. Esta tercera indulgencia, si no induce al mal, como la del mundo, tampoco aparta de él, como la religiosa. La inocencia y la falta de conocimiento de las cosas y de los hombres suelen engendrarla también; y así había sucedido respecto a Justa, porque era un ángel, pero un ángel niño, como los que para pintarlos vio Murillo a los pies de la Virgen pura; ángel que de su lugar había caído a la tierra.

Ambas recién casadas estaban en cinta, y aguardaban su alumbramiento para la misma época.

—Ansío por salir cuanto antes de mi ocasión —solía decir Rufina a Justa—, por hallarme en estado de poder asistirte cuando llegue la tuya; porque no quiero que otra que yo lo haga; pues ¿quién lo ha de hacer con tanta eficacia y cariño? Es claro que nadie.

Los deseos de Rufina se cumplieron, porque a los pocos días de parir ella una niña, asistía a Justa, que con igual felicidad dio a luz otra niña. Al día siguiente, cuando volvieron el padre, los padrinos y los convidados del bautismo, y que poco después se entregaron todos alegres y satisfechos al reposo, inclusa la feliz madre, Rufina que la velaba, y que tenía en la pieza inmediata a su niña, desnudó ágilmente a ambas recién nacidas criaturas, cambió sus ropas, y acostó a su hija en la magnífica cuna que Justa preparara a la suya, diciéndole:

—Serás rica, gran señora y feliz, contra la voluntad de los que mal quieren a tu madre!

Y poniendo en su cuna de pino a la hija de Justa, añadió:

—Tú, sí, tú, hija de orgullosos, ricos y vanos encumbrados, serás pobre y despreciada; tú, sí, tú sufrirás lo que he sufrido yo, y algo más! ¡Tú cobrarás la deuda de agravios y desprecios que debo a tu egoísta y engreída familia!

Apenas consumó aquella mujer su atentado, cuando con leve pretexto, o sin él, se despojó de su hipocresía como de un ya inútil disfraz, suspendió la intimidad que había tenido con Justa, y más desenfrenada que antes, se entregó a la vida airada.

Capítulo IV

La marcha de los acontecimientos sigue su curso, sin cuidarse de la senda que le trazan los cálculos de los hombres, siendo por lo regular ilógica aquélla a los ojos de éstos, porque así lo ha dispuesto todo Aquel que ha restringido sobre ellos el poder de los hombres, a los que no ha dado más luz, en cuanto a lo que a Él pertenece, que la fe, más guía que sus preceptos, ni más punto de apoyo para no extraviarse que la sumisión, cuna de las inteligencias inocentes, lecho de descanso de las trabajadas. El bueno padece; el malo prospera: no hay que extrañarlo. Dios no hizo las felicidades terrestres exclusivamente ni para los buenos ni para los malos; pero sí sus preceptos para cada situación, sus advertencias para las prósperas, y sus consuelos para las adversas. En aquéllas se muestra más severo maestro y señor; en éstas más dulce guía y consolador: Padre siempre, siempre Juez.

Así nada de extraño tiene que veamos al cabo de algunos años un cambio inesperado e inmerecido en el bienestar temporal de la buena y de la mala mujer que actúan en los sucesos que vamos refiriendo.

Pepe Arce, a causa del enlace fatal de los negocios mercantiles, vio su casa millonaria arruinada, y murió de resultas de la pasión de ánimo que esta inmerecida e imprevista desgracia le produjo; Justa, fácilmente resignada a la pérdida de sus riquezas, estuvo inconsolable por la de su marido; pues éste había tenido el mérito poco común de apreciar en cuanto valía a su incomparable mujer, la que conservaba una inocencia de corazón; que en su día había de llevar al cielo, pura como la gota de rocío que absorbe el sol, sin salir del cáliz de la rosa en que la depositó la aurora.

Desde su doble desgracia vivía Justa retirada y humildemente, no queriendo admitir de su hermano sino lo estricto y necesario para conservar la decencia en la pobreza. Su distracción y su consuelo eran educar a su hija Bruna; lo que hacía con el esmero, cariño y santos ejemplos con que había sido educada ella por su madre.

La educación puede combatir y domar una mala naturaleza; trasformarla de mala en buena sólo lo puede la gracia. La educación puede, a no dudarlo, aun sin valerse de más móvil que la vergüenza, esa hoja de higuera, —lo sólo que trajo del Paraíso el que le perdió!— hacer desaparecer los vicios groseros y humillantes; pero no hará nunca espontáneas las virtudes, que a duras penas aclimata. El herrero puede amoldar el hierro; tornarlo en oro, nunca! Por lo cual no vemos esas completas y radicales trasformaciones de malo a bueno sino en la vida de los santos. Así era que Bruna, que aun teniendo rectitud, buen sentido y cierta nobleza de alma, tenía también, y en alto grado, el carácter fuerte, orgulloso, egoísta y áspero de su madre, había amoldado a duras penas estos vicios bajo la excelente dirección de Justa. A falta de dulzura, tenía una calma y dignidad que no era fácil perturbar: no era benévola, pero sí sostén sostenidamente servicial cuando se la ocupaba. Siempre sobre sí, ni tenía ni inspiraba confianza. Su buen sentido cultivado la impelía a amar la virtud sobre todo; pero su orgullo la llevaba a apreciar en ésta más su corona de oro que su perfume de violeta. Así era que sentía más orgullo que dicha en tener por madre a Justa, alrededor de la cual brillaba una aureola de respeto, de simpatías y de admiración. La fama de que gozaba su madre era una herencia de que ya disfrutaba en vida, y quería traspasar ilesa a sus hijos.

Con este bien guiado orgullo, y con su fuerte temple de alma, la pérdida del caudal de sus padres la dejó impasible; y halló una secreta satisfacción de orgullo en trabajar ocultamente por estipendio, para procurar a su madre algunas de aquellas superfluidades de lujo, de las que por virtud y modestia se privaba. Como sucede con un tesoro adquirido a costa de sacrificios, tenía Bruna su virtud en mucho, y le había labrado con la austeridad un atrincherado tabernáculo. De esto se deduce que no debe el mundo condenar ligeramente a las personas secamente austeras, oponiendo contra ellas el que la perfecta santidad no lo es. La mayor parte de las personas a quienes se cree sectarios de la rigidez, son naturalezas domadas, que tienen en mucho el freno a que deben su virtud. ¡Dichosas aquellas naturales selectas que no necesitan de ninguno! Pero son pocas; y esto lo prueba la creación de la palabra desenfreno, que como baldón se aplica a las personas o a sus acciones desordenadas.

De cuándo en cuándo tenía Rufina el atrevimiento de ir a casa de Justa; porque en aquel corazón, en que palpitaba hiel en lugar de sangre, existía el único amor o instinto que cabe en el del tigre: el apego a su progenitura. Justa no tenía el suficiente carácter para prohibir a aquella mujer la entrada en su casa, pues no podía dejar de mirar en ella a la compañera de su infancia, a la niña que crió y tanto quiso su madre.

En estas visitas la suave Justa veía con extrañeza el fugitivo, pero vehemente cariño, que la fría y áspera Rufina demostraba a Bruna; la que rechazaba este cariño sin rebozo, tanto por causa de su carácter austero y poco expansivo, como por las noticias poco favorables que de Rufina tenía.

—No puedo sufrir a esa mujer —solía decir a su madre.

—No digas eso, hija mía —contestaba Justa—; no se deben abrigar nunca, y en tu edad menos, sentimientos de odio ni hostiles contra nadie. La hostilidad es una mala semilla, que echa profundas raíces y ahoga en su germen los buenos y benévolos sentimientos en el corazón, destruye las buenas relaciones de sociedad, y aun con público escándalo, suele acabar con las de familia. Acuérdate de que dice Chateaubriand, en el tomo de sus obras que acabamos de leer, que «la odiosidad que abrigamos contra nuestros adversarios, es más perjudicial a nuestra propia felicidad que a la de ellos». Y sobre todo, hija mía, convéncete de que la benevolencia es la mayor prueba de superioridad, tanto de espíritu como de corazón.

Pero ¿qué pluma podrá pintar los sufrimientos que desde que nació estaban reservados a Piedad, la preciosa, la dulce, la aristocrática y delicada hija de Justa, infeliz víctima de los inicuos sentimientos de Rufina, aquella mujer nacida del vicio y de la maldad, que como una lepra los trajo consigo al interior de la noble casa en que fue recogida y amparada? El angelito, desde pequeña, siempre encerrada y sola en la habitación, en que poco paraba su dueña, nada había aprendido, nada había visto, nada comprendía, y caminaba, como otro Gaspar Hauser, hacia el idiotismo. Una timidez angustiosa, una inerte hipocondría, un mustio decaimiento, reemplazaban en la pobre criatura a aquella expansión, aquella alegría, aquella locuacidad y continua movilidad, que tan naturales son y simpáticas hacen a la infancia.

A los trece años, una grave enfermedad que tuvo atrajo a su cabecera a una compasiva vecina, una buena anciana que ofreció a su supuesta madre asistirla; a lo que ésta no se pudo negar, so pena de promover un escándalo.

Entonces esta buena cristiana, mientras que cual Marta asistía a los males, como Magdalena levantó aquel espíritu inerte, y le enseñó a creer, a amar y a esperar. Como la religión es amada de todos los que la conocen —pero con mucha preferencia de los desgraciados, porque es el universal e infalible consuelo de todo infortunio—, aquel ángel doliente de alma y cuerpo recibió con lágrimas de amor, gratitud y entusiasmo aquella religión que le decía: «¡Los que lloran serán consolados!»

Piedad se apegó, como es de suponer, con ternura a la buena anciana, a quien la religión que le enseñaba había atraído al lecho de dolor, del que huía la impía fiera que se había hecho cargo de ella. Así sucedía que cuando llegaba la noche y la buena anciana se retiraba, aquel dulce corazón de la niña, que con tanta ternura y expansión se había abierto al amor, sentía profundamente esta separación. Ademas, la pobre niña temía! Temía a su madre, temía a la noche, temía a la soledad, a la oscuridad! Entonces la buena anciana la animaba, la sosegaba, y acababa de consolarla enseñándole esta oración:


A acostarme voy
sola sin compaña;
la Virgen María
está junto a mi cama;
me dice de quedo:
—Mi niña, reposa,
y no tengas miedo
de ninguna cosa.
 

Piedad convaleció, y se levantó de su lecho regenerada de alma y cuerpo. Los cuidados de su entendida enfermera, y el buen alimento que le suministraba, de lo cual nunca se había ocupado su verdugo, desenvolvieron su atrasada naturaleza. Había crecido. Su semblante, fino y blanco cual una azucena, estaba como vivificado por una nueva savia de vida. Su razón despejada llegó a comprender cuánto sufría; pero sufrió ya con resignación y con esperanza, porque sabía que sufrir por Dios era complacerle y obligarle. Sus ojos, antes inertes, estúpidos y fijos en el suelo, animados ahora con una nueva luz del entendimiento y del corazón, se levantaban hacia el cielo, puro y celeste cual ellos. Alzaba confiada su cabeza, que ya no abrumaba su corona de espinas, sus blancas y delicadas manos se cruzaban con fervorosa devoción sobre su pecho. ¡Oh! Si entonces hubiese podido verla Justa, habría exclamado, estrechándola sobre su corazón de madre: «¡Esta es mi hija!»

Mas entre ellas estaba una infame mujer para separarlas, como el negro y duro hierro que se introduce entre el nácar y la perla.

Por entonces fue cuando la quiebra y la muerte de Pepe Arce vinieron a exasperar aún más el atrabiliario carácter de la fiera que la infeliz Piedad creía ser su madre. La brillante suerte que había querido proporcionar a su hija se había desvanecido; el amparo que, andando el tiempo, había contado hallar para sí propia, iniciando a su hija en el secreto de su existencia, había fallado. Por manera que de su malvada combinación sólo le quedaba el placer de la venganza, que en su inocente víctima ampliamente ejercía.

Capítulo V

De esta suerte pasó algún tiempo. Bruna se había casado con un primo de Justa, oficial que, después de buenos servicios, se vio en la necesidad de abandonar la carrera por causas políticas, y había regresado a aquel pueblo, que era el de su nacimiento, para cuidar y labrar algunas fincas rurales que había heredado de su madre. Era un hombre digno, altivo y poco afecto a transigir en materias de alta esfera, el cual, hallando en Bruna cualidades análogas, y su mismo gusto por la vida retirada y grave, indiferente, como caballero de los antiguos españoles, a su falta de bienes de fortuna, la había elegido por compañera.

Un día un alguacil del ayuntamiento entró en casa de Rufina, a la que entregó una carta gruesa de letra extranjera, con sello consular, exigiendo dicho alguacil una gratificación por los muchos pasos que le había costado dar con la persona a quien venía dirigida la carta.

Rufina la abrió sorprendida. Era fechada en California, y en ella se le comunicaba que un español que había muerto allí trágicamente había declarado a última hora llamarse ****, ser casado y tener una hija en aquel pueblo; y que a esta hija pertenecía por tanto, de derecho, el dinero que a la sazón poseía como banquero de un garito; dinero que pasaba de cien mil duros, que quedaban depositados en el consulado.

Difícil sería expresar lo que sintió aquella mujer al leer la referida carta. Su hija, la hija de sus entrañas, debía heredar aquel caudal; y esa hija se hallaba en una posición tan modesta que rayaba en pobreza! ¡Y la odiada hija de la odiada Justa vendría por razón aparentemente natural a disfrutarlo! Antes mil veces hubiese preferido anonadar tal herencia ocultando el aviso recibido! Pero ¿cómo renunciar a ella debiendo la misma Rufina disfrutarla en parte?

Por algunos días anduvo Rufina como loca y sin sentido, no sabiendo qué resolución tomar. ¡Bruna su hija pobre, y la aborrecida hija de Justa rica! Esta idea la desatentaba.

Mil planes rodaron en su cabeza, que rechazó por imposibles. Al fin se decidió.

Aunque desde que estaba casada su hija había ido a verla varias veces, no había conseguido ser admitida en aquella casa severa y decorosa. Rufina, aunque fue ahora de nuevo rechazada, no desistió de ver a su hija, mediante a que tenía aquella fuerza de voluntad, que no es la perseverante hija de la paciencia, sino la terca hija de la obstinación. Cual pudiera haberlo hecho un salteador, se introdujo, pues, un día en casa de Bruna, siguiendo los pasos de un menestral que a la sazón trabajaba allí.

El alejamiento que inspiraba Rufina, esto es, la mujer zafia y de malas costumbres, a Bruna, la mujer morigerada, grave y escrupulosa, no era suavizado en ésta, como sucedía en Justa, por la dulzura de carácter y por los recuerdos de la infancia. Así sucedía que no lo disimulaba.

Hay personas tan delicadas, que, como a los perfumes, las desvía un soplo; y otras que lo son tan poco, que, como a los toros, sólo las para la firme y punzante garrocha. A las segundas pertenecía Rufina. Así fue que, sin desconcertarse ni turbarse por la mirada sorprendida y rechazadora que al presentarse clavó en ella Bruna, exclamó, abalanzádose a su cuello:

—¡Hija de mi alma!

—Señora, absteneos de esas familiaridades que me repugnan y reprueba mi marido —dijo apartándose ofendida Bruna.

—No lo hará así tu marido —repuso Rufina cuando sepa que eres mi hija, y que ha muerto tu padre dejándote cien mil duros.

—Señora —repuso con enojo Bruna—, hacedme el favor de no gastar groseras chanzas a que no doy pie, y que me ofenden.

—No son chanzas —dijo con exaltación Rufina—, no, no! Escucha, y te convencerás.

En seguida hizo una extensa relación a su hija de cuanto desde su nacimiento había ocurrido.

Bruna la escuchaba absorta y tan asombrada de cuanto oía, que ni aun intentó cortar aquella cínica confesión de un inaudito crimen.

—¿Qué dices, qué dices, pues? —así terminó Rufina, viendo que Bruna, permanecía callada—. ¿Qué dices de un amor de madre, que por hacer a su hija señora y feliz, renuncia a ella y pone en su lugar a un ser extraño y odioso? ¿Rechazarás aún a esta madre, que ahora se aviene a publicar la sustitución que hizo, por tal de que goces tú de la herencia que es tuya?

Bruna permanecía callada.

—¿Qué dices, hija de mis entrañas? —tornó a preguntar radiante de gozosa animación Rufina.

—Me preguntaba —respondió al fin Bruna— cuál sería el diabólico móvil que os lleva a plantear este nuevo enredo.

—¿Enredo? —exclamó Rufina—. Tú verás si lo es cuando te pruebe la certeza de cuanto afirmo.

—Afortunadamente, aunque pudiesen ser ciertos tan horrendos dislates —dijo Bruna—, no podríais probarlos.

—¿Afortunadamente dices? ¿Pues y los cien mil duros? —repuso Rufina, presentando la carta del cónsul de California.

—Tiene más valor a mis ojos —respondió Bruna, separando de sí la carta sin mirarla— la aureola de virtud de mi madre y la pureza de su noble sangre, que todos los millones que han acuñado los hombres.

—No pensará con ese ridículo quijotismo tu marido —dijo Rufina con el dolor de un tigre herido.

—Mi marido —repuso Bruna—, mi marido es un hombre noble y digno, que pretendió a la pobre hija de la virtuosa señora Doña Justa Villamencía, y hubiese despreciado a la millonaria hija de Rufina, la perversa hospiciana.

—¡Mira que soy tu madre! —rugió sofocada Rufina.

—Mi madre es —repuso con calor Bruna— aquella que a sus pechos me alimentó, que en dulce regazo me crió, y con su enseñanza y santos ejemplos ha hecho de mí una mujer virtuosa; a ésta todo se lo debo. Si dable, si posible fuese que debiera mi existencia al loco y desautorizado enlace de quienes sin desearlo me la hubiesen dado, a padres que me abandonaron, nada les debería, y con nada les pagaría.

—Pero el padre que te ganó y te dejó su caudal —exclamó Rufina—, ¿no es acaso acreedor, hija desnaturalizada e ingrata, a que se lo agradezcas?

—Ese dinero no se ganó por su dueño para la hija que tenía, y de la que nunca se acordó. Si lo dejó, fue porque no pudo llevárselo.

—¡Mira que pierdes tu caudal, insensata! —dijo con voz sofocada por la ira Rufina.

—Gozará de él, como es debido, vuestra infeliz hija, envidiándoselo yo tan poco como le envidio su nacimiento.

—¡Mira, mira que eres pobre!

—Señora —contestó con íntima satisfacción Bruna—, ¡soy rica, soy poderosa!

—Mira que el marqués se va a casar; tendrá hijos, y si su mujer es avara y díscola, podrá influir con él, que es un mandria, para que suprima la mesada a su hermana, en vista de tener una hija casada; y entonces tendrás que mantener a Justa, esa pobre de sopa.

—El día que mi madre honre mi casa entrando en ella y mirándola como suya —contestó Bruna—, será el día que complete sus mercedes y corone sus beneficios.

—¡Y a mí, a mí que te he parido me rechazas! ¡Ingrata! —exclamó Rufina, tan herida como humillada.

—A vos —respondió con un gesto de tedio Bruna—, sin merecer el epíteto de ingrata que gratuitamente me dais, puesto que sois una impostora, os desdeño con todo mi corazón, os rechazo con toda mi voluntad y con toda la autorización de mi marido.

Rufina torció los ojos, estiró los brazos, quebró el cuerpo, dio un rugido, y cayó en una convulsión al suelo.

Bruna llamó a los criados, y les dijo con serenidad:

—Asistid a la señora: que vayan por un coche para conducirla a su casa. Por mi tío el señor marqués que le pasa una pensión, podréis averiguar su domicilio.

Y se salió del cuarto.

Cuando Rufina volvió en sí de su accidente, se halló en su casa sola; mas al volver la cabeza, vio a Piedad, que tenía un vaso de agua en sus manos, las que temblaban tanto, que por ambos lados alternativamente se derramaba sobre el plato su contenido.

—¡Vete! —le gritó.

La pobre niña se apresuró a obedecer.

—¡Ella!... —murmuró Rufina—. ¡Esa hija desnaturalizada no quiere la herencia de su padre porque no era marqués ni yo soy condesa! Pues a fe mía que esta necia y apocada hija de Justa no la disfrutará tampoco. ¡Yo, yo la disfrutaré! Contra siete virtudes hay siete vicios. Todavía estoy yo aquí para impedir que esta herencia pase a una advenediza. ¡Ah, desnaturalizada! Sé pobre; yo seré rica. Pues si tú me desconoces, yo hago más: reniego de ti! Y si llegara el caso de verte morir de hambre, no te tiraré, no, ni un hueso de mi mesa!

Capítulo VI

Algún tiempo después, la infeliz Piedad se sintió indispuesta con violentos dolores de estómago. Se quejó a su buena vecina y maestra, sin que lo supiese su madre; ella le suministró alguna bebida calmante, y su incomodidad se aplacó, pero no quedó buena. A los pocos días el mal se reprodujo. La buena anciana, alarmada, habló sobre ello a Rufina. Esta se incomodó, le dijo que con sus mimos metía en aprensión a su hija, y lo prohibió pisar su habitación.

Entre tanto, los ataques se repetían, y la pobre niña, sufriendo horrorosamente, iba de mal en peor. Cuando salía su madre, que la dejaba encerrada, la buena anciana hablaba con la pobre enferma al través de la cerradura de la puerta, y se enteraba de los progresos de la enfermedad.

—¡Pobre víctima! —decía después a las demás vecinas—. Está mortal. ¡Y se morirá sin auxilio divino ni humano! ¡Esto es una iniquidad nunca vista! ¡Esa mujer sin entrañas no es madre, ni puede serlo! Esto no se debía permitir.

—¿Y quién se mete con esa mujer, que es una fiera? —decía la una.

—Como usted quiere tanto a Piedad —decía la otra—, puede que se alarme usted sin motivo. ¡Pues qué! ¿Está su madre sorda y ciega? Pero usted, tía María, siempre está sintiendo lo de todos, y le ha de suceder lo que al cura de Trebujena, que se murió de sentir penas ajenas.

—¿Cómo te hallas, hija mía? —preguntó pocos días después la buena anciana a la enferma.

Y la voz respondió más tenue y más lastimera que nunca:

—Mal, tía María: los dolores me despedazan las entrañas: me abraso! y cuanto tomo, arrojo.

—¿Y qué tomas, hija de mi alma?

—Agua.

—¿Y nada más?

—No tengo otra cosa.

—¡Qué inhumanidad! ¡Qué heregía! Hija, ¡quién pudiera entrar a asistirte!

—¡Ay, sí! ¡ay, sí! ¡Y un Padre! Porque creo que me voy a morir. Tía María, ¿me perdonará Dios si muero sin confesión?

—Sí, hija de mi vida, sí. Tú no has pecado; pero aunque lo hubieses hecho, basta, cuando no se puede tener un ministro de Dios a su lado, con arrepentirse de corazón, ofrecer al Señor sus sufrimientos, e implorar su misericordia, para que nuestro Padre nos perdone y acoja. Pero, hija, tú no estás en ese caso.

—Sí, tía María, sí; y no siento más sino el no volver a ver a usted. Nadie sino usted me ha querido; nadie sino usted me ha enseñado que hay un Dios en el cielo, que es nuestro Criador y Padre, que promete el cielo a los que aman. Y así me ha quitado usted el horror a la muerte, y llenado mi alma de consuelos. ¡Pero yo no quisiera morir tan sola! Quisiera en mis dolores y agonías los consuelos de la religión santa y dulce!

—Díselo a tu madre, alma mía.

—Se lo he dicho, y no quiere.

—¡Pobre, pobrecita mía! ¡Qué vida has tenido y tienes! Pero recuerda, inocente mía, que la santa rosa ama a las espinas entre las cuales se cría.

La buena anciana se fue desconsolada y estremecida. Aquella noche no pudo dormir; y si no su persona, veló su corazón a la cabecera de la enferma. Le había prometido orar a Dios, para que en caso que falleciese, fuera con todos los consuelos y socorros espirituales; y así lo cumplió, pasando su desvelada noche en oración.

El alba luchaba en el horizonte con oscuros nubarrones, secuaces de la noche, pareciendo éstos negros etíopes que se esforzaban por arrancar a una pura vestal sus velos de blanca gasa. Si bien el gallo había lanzado ya su animada diana a sus compañeras, aún no había descendido del campanario la santa llamada de la iglesia a sus feligreses. Pero abríanse ya las puertas, del santo templo; en él entró una joven pálida y macilenta envuelta en un gran pañolón. La iglesia estaba aún solitaria y oscura; las lámparas de plata, continuas centinelas del tabernáculo, hacían brillar con su luz en la negra oscuridad la plata que cubría el altar del Sagrario, y las ráfagas que alguna vez despedían de sí las santas luces como un suspiro, parecían animar los rostros de los ángeles postrados en adoración ante el Santo de los Santos! La débil y plácida luz del día, que empezaba a asomarse por las altas claraboyas al pie de la iglesia, las hacía aparecer en la austera sombra del templo como alegres ojos de niños que se abriesen sonriendo al mirar a su padre.

Dios habla poderosamente al corazón y a la inteligencia del hombre, en el silencio de su templo, con aquellas palabras que, sin pasar por el oído, suenan en el corazón. Dios es universal, eterno y sin medida. Para Él no hay cosa grande ni cosa pequeña: no hay pasado ni porvenir, ese compás del tiempo: no hay para Él secreto, olvido ni incertidumbre; esas impotencias del hombre! Es Maestro y es Padre; y si como Maestro nos envía los infortunios, que son lecciones, como Padre une el consuelo a la enseñanza, poniendo en cada infortunio el germen de una virtud, la ocasión de un merecimiento.

La joven que con paso vacilante había entrado en la iglesia, la atravesó con el cuerpo doblado y exhalando ahogados y lastimeros quejidos, y vino a postrarse en el Sagrario. Pero era aún tan temprano, que allí se halló sola; y poco después, no pudiendo sostenerse de rodillas, dio un débil gemido, y cayó al suelo.

En aquel instante entraba en aquel lugar una señora. Era ésta Justa, que había pasado una noche agitada, y que, cual la nave que desde el mar inquieto busca un refugio en el puerto, buscaba uno para su alma en la iglesia. Las personas creyentes que han padecido, conocen todas este puerto de refugio.

La señora se acercó a la caída joven, al lado de la cual se arrodilló, y cuando vio aquel rostro tan hermoso y juvenil, descompuesto por la más violenta expresión de sufrimiento, le preguntó asustada y llena de compasión:

—¿Qué tienes, hija?

—Creo que voy a morir —contestó la joven.

—¿Pues cómo es que estás aquí, y no en tu lecho?

—No quería morir sola y sin los socorros de la religión.

—¿Y no te los han proporcionado en tu casa?

La moribunda meneó la cabeza.

—¿Tienes madre?

La joven hizo una señal afirmativa.

—¿Dónde está?

—En casa.

—¿Y qué hacía?

—Estaba durmiendo —contestó la pobre niña.

—¡Esa no es tu madre! —exclamó Justa con vehemencia—. ¡Pobrecita! ¿Qué edad tienes?

—Diez y ocho años —contestó la interrogada.

—¿Y de qué mueres?

—No sé. ¡Ah! ¡Agua, agua, por Dios! ¡Agua! —añadió, torciéndose y agitándose todos sus miembros por el dolor.

La señora hizo seña a un monaguillo, que se apresuró a traer de la sacristía una vasija con agua. La infeliz paciente bebió con ansia, sostenida por Justa, que la había incorporado y apoyado su cabeza sobre su pecho, y por un momento sus tormentos le dieron treguas.

—Quiero confesar —dijo con débil voz.

—Aún no ha venido el cura —repuso con angustia la señora, que veía ya dibujarse la herradura de la muerte en aquel rostro tan bello y padecido—. Ve a avisarle —prosiguió, dirigiéndose al monaguillo.

Y luego añadió alarmada dirigiéndose a la moribunda:

—¿Acaso pesa algo grave sobre tu conciencia, pobre hija mía?

—¡Ah, no! Sólo una cosa.

—¿Y qué es?

—¡Que no amo a mi madre!

—¿Se lo has demostrado?

—No.

—¿No la amas, acaso, porque ames contra su agrado a otra persona que no deberías amar?

—¡Oh, no! No amo más que a Dios, a la buena tía María que me le hizo conocer, y a vos, señora, que me habéis compadecido y asistido; a vos, que sois tan hermosa y tan buena; ¡a vos os amo!

La moribunda llevó a sus labios la blanca mano de Justa, que besó.

—Pues entonces —dijo ésta, abrazando con lágrimas de compasión y de ternura a aquella dulce y doliente criatura—, te digo para tranquilizar tu espíritu, que si murieses, tu alma inocente, que ansía por su Dios, le hallará propicio, pues es Padre de todos; pero lo es con especialidad de los desamparados. Para estar pura y dispuesta a aparecer en su presencia, bastan tus buenas disposiciones, y esta agua bendita, por la cual se te perdonarán tus pecados veniales.

La señora persignó a la moribunda con sus dedos aún húmedos del agua bendita.

Entonces la moribunda levantó sus grandes y puros ojos al altar, y una expresión de éxtasis se esparció como un rayo de sol en su rostro, que le volvió sublime, como el de una de las Vírgenes Mártires, joyas del cristianismo, al que tuvieron la gloria de ayudar a cimentar.

—¡Señora —dijo con apagada voz—, Dios os premie la caridad que conmigo habéis ejercido! Yo tenía miedo, ¡ah! ¡mucho miedo!... ¡Ya no le tengo! Aunque sé que en breve... me acostarán... en un hoyo oscuro y frío... que se irán... y allí me dejarán sola, sola!... Pero vos me recordáis la oración que me enseñó mi buena maestra para no tener miedo, y la que ahora brota de mi corazón a mis labios:


A acostarme voy
sola sin compaña:
la Virgen María
está junto a mi cama:
me dice de quedo...
 

La infeliz no pudo seguir, y Justa, que recordó con viva emoción esta misma ingenua y santa oración infantil que le enseñara su madre, la concluyó, añadiendo:


—Mi niña, reposa,
y no tengas miedo
de ninguna cosa.
 

—¿Sois mi madre la Virgen? —dijo la pobre niña, cuyos sentidos turbaba ya la muerte, fijando en Justa sus ya quebrados ojos.

—No, no lo soy, hija mía. Pero puede que la Señora me haya enviado para auxiliarte.

—Sí, sí; lo sois —murmuró la agonizante—. ¡Madre... Madre mía!... ¡conducid mi alma a vuestro Hijo, pues... en él creo!... a él amo!... en él espero!...

—Que te ha de perdonar y salvar, amén —oró Justa al recibir sobre su seno el último suspiro de la infeliz niña.

En este instante entraron precipitadamente el cura, el sacristán y otras personas, que se apresuraron a llevarse el cadáver a la sacristía.

Justa quedó postrada ante el altar: las lágrimas la ahogaban, y un temblor vehemente agitaba sus miembros: sus manos, que alzaba al altar, se cruzaban convulsas. El profundo dolor que causa la lástima, que no halla más refugio que en Dios, la hacía elevarse con exaltación hacia Aquel que todo lo recompensa; hacia Aquel que, siendo todo amor, es el sublime imán del corazón amante!

Mas su delicada organización moral y física no pudo resistir a la impresión que la desgarradora escena, en la que su valor de católica le dio fuerzas para actuar tan caritativa y valerosamente, había producido en ella; se sintió indispuesta, y se levantó para volverse a su casa.

Cuando salió de la iglesia, ya el sol campaba en el cielo, radiante, despejado como el rey de la alegría. Pero el alma de Justa estaba triste hasta morir! La imagen de aquella suave y hermosa niña, que en su agonía había visto presa de las más crueles torturas corporales, mientras su alma era la mansión de los más puros y dulces sentimientos, la conmovía en opuestos sentidos del modo más violento. Habíase apoderado de su alma una de aquellas profundas y lúgubres tristezas que tan estrecha, tan negra, tan rodeada de horrores hacen al alma su cárcel; una de esas angustias tétricas y agitadas que hacen que el corazón, cual un pájaro azorado en su jaula, se agite en el pecho, ansioso por tomar su vuelo en el espacio. ¿Sería que sentía el corazón lo que al alcance del conocimiento no estaba? ¿Hacíale presentir, sin definirlo, que en sus brazos acababa de morir su hija?

Aquella tarde salía un entierro, solo y pobre, de casa de Rufina; el cadáver no llevaba caja propia, e iba en caja común. Las vecinas que lo miraban salir, murmuraban sordamente, como las olas cuando con serena atmósfera hay mar de fondo:

—¡Qué entierro! ¡Esto es una iniquidad! —dijo una de ellas, dirigiéndose a la tía María, que lloraba sin consuelo—. ¡Ni siquiera lleva palma!

—Vosotras no las veis —contestó la anciana—. Pero lleva esa bendita dos: una de pureza, que le ha puesto la Virgen a un lado; y otra de martirio, que le ha puesto Nuestro Señor Jesucristo al otro.

—Pero ¿por qué no lleva caja blanca y celeste? —preguntó otra.

—Porque con ese cadáver de virgen se entierra un negro atentado! —contestó la anciana.

—¿Qué queréis decir con eso, tía María?

—Nada, nada —contestó ésta—; lo que os encargo es que cuando acabéis el rosario, no olvidéis nunca el Padre Nuestro POR EL ALMA SOLA! Pues aunque nada tendrá que expiar esa inocente, a Dios agradan las oraciones, sobre todo si se hacen por sus hijos predilectos los desamparados.

Epílogo

Si encontrais en la ciudad de Z... a una señora de semblante hermoso y apacible, de talante grave y modesto, de maneras afables y dignas, que viste con humilde pulcritud, encaminándose hacia la iglesia en que está el Jubileo, a quien todos los que pasan dejan con respeto la acera, descubriéndose con reverencia sus cabezas, a quien los ancianos sonríen y los pobres bendicen, esa es la empobrecida doña Justa Villamencía.

Si una tarde de toros veis pasar por el paseo con dirección a la plaza una carretela descubierta, en la que se arrellana un mal cantante italiano, con un cigarro en la boca, y a su lado veis una mujer ahuecada con faralaes y miriñaques, cuya pálida, descarnada y adusta cara aparece entre una aureola de moños, flores y blondas; si veis que al pasar cerca de ellos vuelven los caballeros con disgusto la cara, que los jóvenes casquivanos se ríen, y que las gentes del pueblo los escarnecen con ese desprecio triturador del fallo popular, tan infalible cuando es espontáneo, esa es la enriquecida Rufina.

Algunos años después, disipado su caudal, destruida su salud, robada y abandonada por sus despreciables amantes, moría Rufina en un hospital, conmoviendo y compadeciendo a las santas Hermanas de la Caridad por el modo aterrador con que en su frenesí y en su agonía repetía: «¡Piedad! ¡Piedad!».


Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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