La Estrella de Vandalia

Fernán Caballero


Novela



Prólogo

Al comenzar estas pobres líneas, miserable fachada que pego con vergüenza a dos tan graciosos monumentos, y al escribir de novelas, según creo, por primera vez, después de tanto como he escrito en este mundo, juzgo que mis lectores no llevarán a mal el que principie confesándome con ellos sobre esta materia, a fin de que conozcan desde luego mis aficiones, mis hábitos, casi iba a decir mis doctrinas, algo de lo que siento y lo que pienso acerca de una lectura tan generalizada en nuestro siglo y en nuestro país.

Declaro, en primer lugar, que soy enteramente de éstos, —de mi país y de mi siglo,— en el particular de que estamos hablando: declaro que la buena novela me enamora, me cautiva, me arrastra; que pocas distracciones tienen para mí un encanto igual; que embebido en saborearlas y aún en devorarlas, he pasado y paso todavía horas y horas, discurriendo con sus autores, viviendo con sus héroes, tomando una activa parte en la ficticia, escogida existencia que son su atmósfera y su terreno. Si éste es un defecto, por ventura; si todas las personas graves y formales que me oyeren lo estiman una aberración de juicio o una puerilidad de carácter, inclinaré la frente y me someteré al rigor de la sentencia común. Pero si hay algunos que conciban semejante ocupación como un decente y provechoso solaz en medio de las pesadas tareas del foro y de las acerbas realidades de la vida pública; si los hay para quienes esa afición a lo distinguido, a lo romancesco, a lo ideal, pueda elevar el ánimo, perfeccionar el gusto, inspirar amor a lo bueno y a lo bello, contribuir, en una palabra, al ennoblecimiento de nuestro espíritu y a la mejora de nuestro ser; permítaseme entonces que me confirme y aferre en mi costumbre, y que ya que no haga gala de una impenitencia procaz, diga sencillamente, pero sin rubor, que tengo pasión por las novelas, como la tienen algunos por las flores o por la música, como la tienen otros, y yo también con ellos, por las estatuas y por los cuadros.

Claro sin embargo está —y apenas era necesario decirlo— que no todas las novelas, ni aún todos los géneros de novela, han de ser ni pueden ser igualmente aceptables para mí. Desde luego, hasta me parece excusado el descartar para condenarlas las que pertenecen a los géneros sucio y tonto; las que se apartan de los ojos con disgusto; las que se caen de las manos por falta de interés, por falta de talento, por falta de estilo. En obras que se dirigen al corazón y a la mente, condenado está por sí mismo lo que ni ilumina la mente, ni tiene que ver con el corazón. En obras que pertenecen al arte, condenado está lo que no tiene condiciones artísticas. Todo el mundo conoce que lo impudente no puede causar sino asco; que lo necio y lo estúpido sólo han de producir fastidio y sueño.

De otra cosa, pues, queríamos hablar cuando hemos dicho que hay novelas, o géneros de novelas, que nunca nos agradaron. Y como estamos en acto de confesión, lo declararemos también tan sincera como ingenuamente.

Me repugnan ante todo, y me han repugnado desde niño, las que podría llamar novelas anatómicas; aquellas en que, no sé si con verdad o sin verdad, se analizan, se descomponen, se reducen a polvo los sentimientos humanos, cual si fuesen nervios o tegumentos, pretendiendo llevar el escalpelo hasta sus principios más recónditos y elementales, y colocando en una especie de microscopio sus partículas, para que nos den por consecuencia monstruos que no se conocen en el mundo, doctrinas que no son las doctrinas de la sociedad. Tales novelas, no necesito de seguro nombrarlas: todos las conocemos; todos hemos tropezado con ellas alguna vez; todos las hemos oído celebrar y recomendar como el límite del ingenio, como la corona de la filosofía y del arte. Pero en cuanto a mí, vuelvo a repetir lo que llevo dicho: siempre me han sido antipáticas tales obras, como me lo es una lección de patología, o como me lo son esas estatuas de cera que nos demuestran al desnudo las cavidades de las vísceras humanas. Puede cautivar, y cautiva ciertamente mi ánimo, la observación delicada y exacta de nuestros sentimientos; mas ésa que pasa a descomposición total, a análisis quirúrgica, ni la sigo con deleite, ni la sufro siquiera con resignación. Suponiendo que semejantes análisis sean verdaderas, paréceme que no es a la literatura, sino a la medicina, a quien corresponden: si a más de ello fuesen voluntarias, mentirosas, creo que no se las deberá colocar sino en la región de los más repugnantes delirios.

Otras novelas, a las que tampoco me he acostumbrado jamás, son las que sirven de cuadro a predicaciones socialistas. Y no porque el socialismo, en mi juicio, carezca de importancia y no deba mirarse con cuidado y con respeto: derivación, aunque sea bastarda, del espíritu cristiano, engendro doloroso de malos incuestionables que no basta cerrar los ojos para no sentir, es algo más que uno de esos accidentes políticos que duran el espacio de pocos días, y que sólo dejan en pos un nombre que se olvida luego, y un pequeño vacío, que bien pronto y de cualquier modo se llena. El socialismo es y vale mucho más. Ni concebimos un hombre de bien que no tenga el germen de su crítica en el fondo del corazón; ni vislumbramos otro medio de combatir y de enfrenar el desbordamiento de sus ideas, tan destructor y tan terrible, sino el de la sublimación de los principios pura y santamente cristianos, la justicia, la libertad y la caridad, que resuelven todas las cuestiones humanas, hasta el punto que nos es dado resolverlas en esta vida de tránsito, de imperfección y de sufrimiento.

Mas aún considerando al socialismo como una cosa grave y seria, hemos tenido la desgracia de encontrar siempre a sus novelistas a la par peligrosos y pueriles; falsos en los caracteres y declamadores en los sentimientos; afectando algo que no nos ha parecido sincero ni real; copiosos en palabras humanitarias, pero que maldisfrazan sólo, y que no pueden encubrir su espíritu de rencor a lo que es digno y respetable. Yo no sé si procede esto de la propia naturaleza de tal doctrina, exageración, caricatura de la doctrina evangélica, y dada, por consiguiente, a caricaturas y exageraciones; si se deriva de la situación hostil en que se halla respecto a las antiguas sociedades, y que la impele a esos extremos de hostilidad y odio; si nace, por último, del carácter personalmente agresivo de sus más renombrados escritores, que se derrama de su pluma en una emanación tan necesaria como natural. Pero sea lo que fuere de la causa, el hecho es cierto, es evidente, si no se iluden mis sentidos y mi razón; y las novelas socialistas, que no son en su fondo obras ni de entretenimiento ni de arte, sino meras máquinas de demolición social, libros de pura y ardiente controversia, se me presentan tan desnudas de lo que debía formar su atractivo, de lo que debía envolver entre sus halagos la enseñanza, que no puedo menos de repelerlas con duro desdén, repitiendo el incredulus odi del eterno legislador en materias de gusto.

Aparte de las novelas tontas, de las novelas anatómicas, y de las novelas socialistas, todos los demás géneros son buenos y aceptos para mí; como que recrean la mente, como que embelesan el ánimo de una manera delicada y apacible. El género descriptivo, el dramático, el histórico; la pintura de caracteres, la narración de sucesos extraños, las combinaciones de imaginación o de enredo; todo ello es verdaderamente humano, y todo suministra un vivo interés a las más nobles facultades de nuestro espíritu. Cuando Chateaubriand nos presenta en Renato el vago refinamiento de unas nebulosas pasiones que son triste consecuencia de la vejez de nuestra sociedad, y cuando Bernardino de Saint-Pierre lo hace en Pablo y Virginia de la candidez de otras que llevan el sello de inocencia propio de las situaciones patriarcales, mi entendimiento y mi corazón los siguen a uno y otro terreno, los acompañan por una y otra vía, y llegan a un placer igual, ora derramando lágrimas de ternura, ora desgarrándose en simpáticos afectos por un dolor que nos penetra hasta el fondo de las entrañas. Si por acaso aparto de allí los ojos, y los llevo adonde Walter Scott nos retrata con admirable lucidez las verdaderas costumbres de la edad media, Lesage las del decimosétimo siglo, Cooper los hábitos de los indios y de los plantadores americanos, Bulwer las finas maneras del mundo aristocrático de nuestros días; adonde Manzoni nos ofrece sus admirables Desposados; adonde Alejandro Dumas, con una incansable facundia, con un talento escénico que tiene pocos parecidos, y con una desenvoltura de imaginación que aturde tanto como embelesa, nos da en sus Mosqueteros un libro real de Caballería como es posible en el siglo decimonono; el contentamiento y la satisfacción quizá no son menores, y el doloroso placer de las lágrimas se ve reemplazado por otros, a veces de tan delicada ley, y siempre igualmente racionales, de análoga dulzura, de semejante y no menos vivo interés.

Y no he querido citar, de propósito, entre esos distinguidos nombres que resumen los diversos géneros de la buena novela actual, otro nombre más claro todavía, y que, consagrado por la unánime aprobación de generaciones y generaciones, se levanta y descuella entre todos

«quantum lenta solent inter viburna cupressi».

Tal es sin duda el del autor del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha: la primer novela que se ha escrito en el mundo; a la que ni en fuerza de observación, ni en verdad de caracteres, ni en profundidad de pensamientos, ni en gala de estilo de colores, ni en lo exacto ni en lo ideal, llega ni se acerca ninguna otra de cuantas ha concebido el ingenio humano; siempre fresca y lozana a pesar de sus dos siglos y medio; siempre leída con el mismo placer y admirada con el propio entusiasmo que en los primeros días; única en el orbe que después de haber llenado plenamente un especial designio, y cuando parecía que no tuviese ya objeto ni razón, sigue deleitando a toda clase de personas, a la par que desesperando a cuantos cultivan estas flores del espíritu, y se afanan por encontrar algo que la imite, ya que no la iguale. De propósito no queríamos hablar de ella; por lo mismo que un profesor ordinario de arquitectura no hablará a sus oyentes de la Gran Pirámide de Egipto o de San Pedro del Vaticano: que hay monumentos, y también hay libros, ante los cuales bajamos la frente los hombres del común, como que son nuestro asombro todavía más que nuestro orgullo; que hay nombres que no se pueden pronunciar en medio de otros nombres, porque es necesario al pronunciarlos descubrir la cabeza, inclinar los ojos, y colocarse en una respetuosa actitud, como delante de reyes de la inteligencia, enviados por Dios de tiempo en tiempo para abrirla nuevos horizontes, y para conducirla por nuevos caminos.

Dejemos, pues, en su incomparable gloria a Miguel de Cervantes Saavedra, blasón de España, y eterno modelo de cuantos se propongan enlazar la realidad a la ficción; limitémonos a algo más compatible con nuestra pequeñez, y fijémonos en luces que puedan soportar nuestros ojos sin deslumbrarse y cegar con su brillo. También son altos y dignos los segundos puestos, cuando es tan ingente el que posee una primacía no compartida por ningún otro.

No sé si, continuando ahora en mis declaraciones, deberé también confesar que, incitado por esta idea, y más aún por mi afición al género, hubo una época en que deseé cultivarle, y pensé muy seriamente en alguna obra, que concebía como de agrado y de interés. Padece sin duda en ello mi pobre amor propio; pero reconozco y declaro con toda humildad que no supe llevar a cabo semejante intención, y que me sentí inhábil para una empresa que verdaderamente me halagaba. Ora fuese porque carezca en realidad de la clase de talento que es necesario para tales invenciones y narraciones, ora porque fija mi idea en ejemplos muy nobles quisiese llegar hasta ellos de la primera vez, y no me resignara a lo que me parecía harto lejano de la perfección, es lo cierto que se negó mi pluma a extender y desenvolver lo que confusamente apercibiera mi espíritu, y que después de varios ensayos inútiles conocí que no había nacido para novelista, y me resigné a carecer de esa gloria, y sobre todo de esa satisfacción que me habría sido mucho más importante.

Lo que resultó de ese conato frustrado, de esa triste percepción de mi inhabilidad, fue que desde entonces estimé en más todavía el título de buen autor de novelas, y admiré más lo que no me encontraba con fuerzas para poner por obra. Ésta es indudablemente una ley de condición humana. Lo que hacemos, lo que nos sentimos aptos para hacer, nos parece siempre obvio, fácil, de menor mérito: lo que escapa o excede a nuestra aptitud, eso es para nosotros lo difícil, lo meritorio, lo grande. Yo he escrito de política, de legislación, de artes, de historia; yo he compuesto poesías y dramas; yo he explicado en la cátedra, informado en el tribunal, disertado en la Academia, improvisado y discutido en el Parlamento: todo eso me parece sencillo. ¿Sabéis lo que encuentro grave, lo que me causa admiración, casi iba a decir envidia? Escribir buenas novelas, porque no he sido capaz de hacerlo; y predicar buenos sermones, porque no concibo que se predique sino de memoria; y yo, ni supe jamás la lección cuando era estudiante, ni he podido aprender en mi vida la suma de veinte palabras.

Llegado a este punto de mi confesión, y habiéndome hecho conocer, según creo, de los que me leyeren, en mis relaciones generales con la novela y los novelistas, razón es que nos dirijamos ya a FERNÁN CABALLERO y a las suyas, y que complete bajo ese punto de vista especial lo que puedo decir en esta fastidiosa adherencia, que con el nombre de prólogo autoriza una mala costumbre.

Hace muchos años que conocía a FERNÁN CABALLERO, aunque no le conociese con este nombre. Era yo un oscuro estudiante de la Universidad de Sevilla, ocupado en revolver el Digesto y la Novísima Recopilación, cuando él —que entonces no era él— brillaba entre lo más distinguido de aquella sociedad por las gracias de su persona, realzadas con lo claro y lo apacible de su talento. Yo no le trataba, y aún juzgo no haberle saludado por aquel tiempo ni una vez siquiera. Le admiraba, como todos los que le veían, porque Dios ha querido que se admire en todas las esferas lo bello y lo simpático; pero ni yo ni nadie, ni él mismo quizá, presumía a la sazón que debiésemos alguna vez admirarle de la manera y por los motivos que lo hacemos ahora.

Abandoné de allí a poco a Sevilla, vine a Madrid, corrieron años y años, y al cabo de ellos apareció FERNÁN CABALLERO en el mundo de las letras, y su novela de la GAVIOTA vino a anunciar a España que poseía un notable escritor, capaz de ponerse en línea con los que honran a cualesquiera otros países. La aprobación, el entusiasmo, fueron unánimes: siguiolos, como era preciso, la curiosidad aguijoneada por un evidente pseudónimo; y roto bien luego éste, —que nunca duran mucho semejantes velos, y menos aún en la época de publicidad que alcanzamos,— hube de recordar con grata complacencia aquella grata aparición de mi juventud, que ostentaba un alma más hermosa todavía, en los puros, interesantes, amables conceptos de su ingenio.

No me incumbe a mí estimarlos ni avalorarlos todos y con detención en este breve trabajo. Vengo después de jueces muy competentes, que lo han efectuado de algunos con plena justicia; y no es, por otra parte, lo que me he propuesto el hacer un prólogo universal para las presentes obras. Cumpliría, pues, diciendo algo sobre la ESTRELLA DE VANDALIA y ¡POBRE DOLORES! que van a encontrar sus lectores en este tomo; que saborearán de seguro con el mismo placer que han experimentado en los procedentes, y que les harán desear otros nuevos, igualmente ricos en emociones tiernas y cristianas. Aún ese algo me parecería demasiado si temiese que pudiera servir para dilatar el conocimiento de las propias novelas, y no creyese, como creo, que la inmensa mayoría del público ve siempre —y con mucha razón— los prólogos, después que tiene vistas y se ha empapado en las obras.

¿Cómo es posible, sin embargo, escribir sobre cualquiera especial de un autor, particularmente cuando se le aprecia, cuando se tiene por él una justa simpatía, cuando se le sigue en todo su camino con amore, y no decir nada sobre sus dotes generales, sobre su manera, su sistema, sus perfecciones, su mérito? La tentación es demasiado fuerte para resistirla; el deber demasiado claro para desatenderle; y como lo que podrá haber en ello es imprudencia a lo más, pero no pecado, ha de permitírseme el consignar aquí en una docena de frases lo que, si se puede ya presumir por la mera lectura de estas dos pequeñas obras, se ve plenamente justificado por la de los seis o siete tomos que las preceden, y que tienen de seguro a la vista los que nos honran con su atención en este momento.

Principiaré exponiendo lo que hiere más la mía en las novelas de nuestro autor, lo que me parece su rasgo supremo y característico: tal es la grande, la completa espontaneidad, que bajo todos aspectos le distingue. Nada hay en él, a mi juicio, que sea efecto de imitación; nada procede, y nace de la profesión literaria; todo es natural, todo es original, todo es absolutamente propio. Sus personajes, sus combinaciones, sus descripciones, su manera misma, emanan evidentemente, ya de su instinto creador, ya de una observación fiel y esmerada de personas y de cosas vivas y reales. Yo no sé si FERNÁN CABALLERO había leído o no había leído muchas novelas antes de escribir las suyas; pero sé, pero siento, pero veo que ninguna novela anterior inspira ni se refleja en las que él escribe; que ni caracteres, ni situaciones, ni cuadros, nada es tomado, nada es copiado por él de otras: que sus modelos son del natural, del más puro y sencillo natural; y que al trasladarlos al papel dándoles esta nueva existencia, no se ha preocupado tampoco de la forma en que lo han hecho o podido hacer los demás escritores, y sólo ha cuidado de que correspondan a los dos principios que deben guiar a todo el que trabaja en verdaderas obras de arte: la exactitud, la verdad en el fondo del retrato; la idealidad en la expresión de la propia figura retratada.

Ignoro lo que pensarán otros; pero confieso que esta circunstancia que acabo de exponer es para mí de gran valor y de una estimación suma y decisiva. Estoy cansado, aburrido, de leer imitaciones y más imitaciones de los buenos novelistas, —y aún de los que no son buenos en mi concepto,— hechas por quienes, no alcanzándoles en mérito o habilidad, deslíen sus propósitos, amenguan sus bellezas, y parodian tristemente sus obras. Veinticinco años hace, era el género de Walter Scott el que diariamente se nos daba con nombres españoles; después ha sido el de Eugenio Süe; hoy es el de Alejandro Dumas, aunque sin su imaginación, sin su talento dramático y sin su gracia narrativa. Se les ha visto célebres, se les ha juzgado interesantes, y se los ha imitado por ello, creyendo obtener celebridad y ganar interés; sin comprender los imitadores que existía un maestro superior a todos esos maestros: la naturaleza; o sin tener ojos para ver, ni corazones para sentir lo que ésta nos ofrece de primitivamente bello, de digno sobre toda comparación de ser observado y retratado. Copiando e idealizando, pues, con lentes que eran de otras vistas, sus copias han resultado falsas, y pueriles y absurdas sus idealizaciones. Pueden agradar por naturales los maestros; pero de seguro no agradan por amanerados los discípulos.

Véase, pues, cómo aprecio tanto en FERNÁN CABALLERO esa originalidad, esa espontaneidad, esa franqueza, que por primera dote le reconozco. Véase por qué la estimo y la señalo, sobre todas las demás del artista y del escritor. Véase por qué comprendo que se cifra en ella su más brillante corona. Escapar al peligro de la imitación y de la escuela en este tiempo; copiar d'après nature, cuando copian tantos de las que ya son copias, y por cierto no muy fieles; desechar esas malas tradiciones; romper esos tristes prestigios; tener valor para empaparse en la pura, en la franca, en la verdadera verdad, y para presentarla sin rodeos como sin afeite: he aquí lo que ya indica por sí solo un espíritu sano, un entendimiento recto, un juicio merecedor de toda alabanza. Y si añadimos a eso, que no sólo ha observado por sí, sino que ha observado bien; que ha escogido con talento, que ha pintado con fuerza, que ha sentido con ternura, que ha pensado con corazón, ¿qué otra cosa más hemos de pedirle, para ofrecerle en cambio de todo nuestra sincera simpatía y nuestros fervorosos aplausos? ¿Qué otra cosa más se pidió ni se ha de pedir, por ventura, al novelista, desde que el ingenio humano halló la novela, y en tanto que acaricie y conmueva esa obra del arte, con sus delicadas ficciones, la inteligencia y el corazón de la humanidad?

No es esto decir que una crítica descontentadiza dejaría de hallar en las obras de FERNÁN CABALLERO leves lunares sobre que poner su fría y descarnada mano. ¿Cuál es, por ventura, el autor que deja de ser hombre, y que no cae como tal en algún humano defecto? Pero ¿qué importa que peque alguna vez contra la exactitud histórica, como cuando atribuye a los Romanos el sic lucet in VANDALIA; o que también peque otras contra el Diccionario de la Academia, usando tal cual palabra que no sea de la mejor ley para los doctores de nuestro idioma castellano? ¿Por ventura hace profesión de cronista, ni se propone escribir unos anales de nuestra nación? ¿Por ventura puede escapar él al contagio que más o menos nos ha alcanzado a todos; o se han de libertar su dicción ni su lenguaje de lo que trae consigo la desaforada volubilidad de nuestro tiempo? Si en lo general son fáciles, claros, castizos; si describen con admirable exactitud; si expresan los afectos con patética sencillez; si son a veces sublimes por esa simplicidad misma, ¿qué importa un descuido, qué importa un lunar o una leve mancha, en esa corriente de naturales y ordinarias perfecciones? FERNÁN CABALLERO no tiene, de seguro, presunciones académicas; y eso no obstante, no sé yo si hay en la Academia muchos escritores que pudiesen, no ya concebir, ordenar, pensar, sino contar siquiera una novela del modo que él la cuenta, ni con la gracia con que él la escribe. En cuanto a mí propio, ya dejo dicho que no puedo, que no sé.

Quizás hay en él, —porque queremos ser completamente sinceros,— quizás hay en él un defecto mayor que los indicados; mayor, por lo menos, bajo el punto de vista del arte, y con relación al propio fin que le mueve y lo anima en sus propósitos. Tal es el de suspender o abandonar a veces el papel de narrador, para convertirse en el de maestro de moral; el de no contentarse con que la enseñanza de ésta se derive naturalmente de los hechos referidos, y que la saque o deduzca de ellos el lector: avanzando, por el contrario, a presentársela, a dársela, y no sólo en alguna exclamación o reflexión corta y breve, sino en razonamientos, en explicaciones, en tono de predicador o más bien de controversista. Yo bien alcanzo que cuando FERNÁN CABALLERO toma ese camino, su doctrina es buena, puro su intento, motivada por lo común su obra; pero aún así y todo, creo que ganarían artísticamente sus libros en que no se dejara ir por esa pendiente que le arrastra, y que de seguro no perderían nada en el propio objeto moral, pues que las consecuencias que él no sacase las sacaríamos todos a nuestra vez, y sin duda con mayor gusto, y sin duda también con mayor provecho.

Permítaseme explicar de todo punto esta idea, acerca de la cual no quiero que quede incertidumbre. De seguro es el complemento de todas las obras de imaginación el que se aspire al disfrutarlas una enseñanza cristiana y sólida; de seguro es el más noble designio de todo novelista el que sus ficciones, a la par que agradables, sean útiles, sean engendradoras de bien. Mala y vergonzosa corona es la del escritor que ve lanzado su libro del hogar de una honesta familia; triste celebridad la del que despierta pensamientos impuros en el corazón de los jóvenes, o tiñe de rubor la mejilla de las doncellas. Pero no es, a nuestro juicio, la predicación directa la que produce lo uno ni la que impide lo otro. La gran prueba de ser bueno, enteramente bueno, un libro de esta clase, no está en las máximas que ostenta y declama, sino en los sentimientos que inspira y produce. Esa gran prueba sólo resulta de que, leyéndose con avidez luego que se ha tomado en las manos, deja el ánimo al concluirle en una disposición mejor, más moral, más a propósito para la virtud, que cuando se lo comenzara. Toda vez que se reúne lo uno y lo otro, no hay que pedir más a las obras del novelista: son interesantes, que es su naturaleza: son morales, que es su ley. Temed que no se tornen, exagerando esta última, en tratados expresos de moral; temed que no pierdan de ese modo su sabor y su atractivo, y que no llegue a nacer de ahí lo contrario de lo mismo que se anhela. No olvidéis nunca la octava del Tasso, suprema norma, en este particular, de razón y de buen gusto:


«Sai che la corre il mondo, ove più versi
Di sue docezze il lusinghier Parnaso;

Succhi amari ingannato intanto ei beve,
E dall'inganno suo vita riceve.»

 

Basta ya, me parece, de juzgar a FERNÁN CABALLERO en este aspecto general que me propuse. Gran narrador, gran pintor, gran observador de caracteres, escritor original y espontáneo, al que si puede señalarse alguna leve mancha, es nacida de su espontaneidad propia, uniendo a todo ello el delicado perfume que los hombres, hombres, no saben dar a sus obras; ocupa, en el día un lugar muy merecido y muy alto, no sólo entre los novelistas españoles, sino aún entre todos los novelistas europeos. No siguiendo las huellas de nadie, dejándose llevar por esa inspiración libre que ha sido una inspiración buena, ha recorrido un camino de aciertos y de triunfos, entre el doble aplauso de las personas de letras y de las personas de corazón. Unas y otras han derramado lágrimas sobre estos libros, sin poder abandonar su lectura, mientras que la madre de familia honrada y diligente los ha entregado y los entrega con toda confianza a los tiernos seres que Dios puso bajo su custodia. Así, la prueba de que hablábamos antes está realizada, está vencida; y las obras de FERNÁN CABALLERO ganando en ella ventaja a otras muchas obras de inmensa celebridad, ocupan a un tiempo los estantes de las bibliotecas, los dorados veladores de los salones, y las pobres camillas de pino, en cuyo alrededor se consumen las largas horas de la noche en el humilde interior doméstico.

Cuando sucede de esta suerte, todo lo que hubiera de decir un prólogo, ya que no sea ridículo, es por lo menos excusado. No diré yo, por consiguiente, más; y si algunos extrañasen que no consagre en especial siquiera unas pocas líneas a las dos preciosas novelas de este tomo, sírvame de excusa, primero, que. lo que he dicho en general de todas se aplica a ellas con tanta exactitud como a las restantes; y en segundo lugar, y sobre todo, que no puedo persuadirme hayan tenido el mal gusto de perder media hora en estas reflexiones, vagas, estériles, desnudas de agrado y de interés, y no hayan leído previamente esos lindos, esos tiernos, esos acabados cuadros, que ha apellidado tan poéticamente su autor LA ESTRELLA DE VANDALIA y ¡POBRE DOLORES!

Madrid 30 de Junio de 1857.

J. F. PACHECO.

A la señora doña Dolores Tamariz

MI QUERIDA AMIGA:

Ha poco que leía en una obra del distinguido autor contemporáneo francés, Paul de Molène, el siguiente trozo que tan magnífica y justamente califica la ridícula tendencia de la literatura moderna, que ha resuelto amalgamar los vicios con el cristianismo, e incluir en un mismo anatema la pura y rígida virtud, a la cual llama intolerancia, y toda autoridad, que llama despotismo. Advertiremos que Mr. Molène pertenece a la escuela liberal sensata.

Dice así:

«Lo falso siempre me ha herido; y las necedades sacrílegas que oía en aquella casa me causaban a veces verdaderos accesos de indignación. Allí se oía hablar de un Cristo amigo de las revoluciones, austero por un capricho místico, pero complaciente con todos los vicios, tierno con toda torpeza; en fin, jefe de una tribu gitana. Cornelia pretendía ser la Magdalena: sólo que reemplazaba por una orgullosa melancolía la humilde tristeza del arrepentimiento cristiano; pertenecía a la escuela de la disolución declamatoria; pensaba concienzudamente que las escenas y francachelas a que había asistido, y los amantes que sucesivamente había tenido y dejado, marcaban su frente con el sello del ángel caído.»

Nosotros los ortodoxos, por la gracia de Dios; nosotros los no contaminados de los modernos sofismas y falsos giros religiosos, si bien tenemos que renunciar en nuestras novelas a los efectos dramáticos y romancescos de dicha escuela libre y declamatoria, y ceñirnos a la sencilla fe del carbonero, esperamos hallar en su puro círculo pinturas y sentimientos que merezcan la aprobación y adquieran las simpatías de las personas que son altamente cultas, sin dejar por eso de ser rígidas en punto a moral y religión.

Esta esperanza me ha animado a tomarme la libertad de dedicar a usted esta obrita, que pot título lleva el dictado y armas de Carmona, esto es, LA ESTRELLA DE VANDALIA.

Si he trasladado al pueblo de usted el teatro de la presente RELACIÓN, ha sido arrastrado por la fuerza y por el encanto de los recuerdos que conservo de ese lindo pueblo. Es, entre esos recuerdos, el más lisonjero y el más grato a mi corazón la amistad con que me honró una persona, que por su clase, por su mérito, por su delicada benevolencia y exquisita finura, ocupa en Carmona, como ocuparía en todas partes, un lugar tan distinguido y preferente.

Este recuerdo me impulsa a ofrecer a usted en estas hojas otro, hijo del primero, que resplandecerá siempre en mi mente, como resplandece en nuestro suelo LA ESTRELLA DE VANDALIA.

FERNÁN CABALLERO.

Capítulo I

Todo hombre que tiene una pluma en la mano, debe ante todo tener algo que decir; es preciso, sobre todo, que sea sincero y crea en su obra.

— Champfleuri
 

A seis leguas de Sevilla, andadas por el hermoso y bien denominado camino real, que aunque ya arruinado, es una de las grandes obras de Carlos III, se encuentra la antigua ciudad de Carmona. Hallase labrada la ciudad primitiva sobre una alta roca, como un bienteveo2 que algún rey de la Andalucía Baja hubiese erigido para abarcar con la vista sus dominios. Viniendo por el camino de Sevilla, se eleva el terreno paulatinamente y casi sin sentir, hasta atravesar un gran arrabal o ciudad nueva, y llegar a la grandiosa puerta moruna, que forma un largo y estrecho callejón, entrecortado por una especie de patio o plazoleta. Esta entrada es ya pendiente, prolongándose la cuesta más o menos suavemente por las calles, hasta el penacho de aquella inmensa roca, desde donde desciende el terreno abruptamente, y principia la magnífica vega que cubren campos de trigo, que en primavera forman un mar sin límites, verde como la esperanza, y en el estío un mar dorado como la abundancia. A la derecha concluye este inmenso paisaje en la sierra de Ronda, y a la izquierda en Sierra-Morena, a cuyos pies caminan hacia el mar las aguas de sus arroyos, que reunidas toman el nombre de Guadalquivir.

Lo magnífico y sorprendente de esta vista tendría en otros países una fama y renombre universales, y habría sido descrita mil veces, tanto en novelas como en poesías. Pero en España es poco común el gusto y la pasión por las bellezas campestres, las que suelen admirar sin que en este sentimiento tomen parte ni el corazón ni el entusiasmo. Una vista, por bella que sea, se suele apreciar, digámoslo así, clásica y no románticamente.

La bajada en la de que hablamos es casi perpendicular, y no la puede arrostrar la carretera, que rastrea penosamente el primer tercio, y ciñe después a la peña como un cinturón, salvando su mayor altura; después de lo cual, vuelve a emprender su ascensión hasta llegar al alegre y activo arrabal, en que se hallan casas nuevas y bonitas, los paradores, los mesones, el correo; en fin, cuanto pertenece a la vida de movimiento; dejando tranquila, gracias a su altura, a la aristocrática y antigua ciudad, con sus casa solariegas, sus iglesias y conventos, sus grandiosas ruinas moriscas, y los trozos que aún conserva de los muros que la ceñían cuando tenía fuerza y mando. Todo en la ciudad es antiguo, bello y digno. Sólo en su parte más alta a la derecha, esto es, hacia el Levante, ha labrado la era moderna un feísimo telégrafo, que lleva la matrona como sello de actualidad en su frente, en la que parece una verruga. No es culpa nuestra si los telégrafos son feos, si son caricaturas de torres, si hacen muecas como decía un amigo nuestro; si, simbolizando la velocidad, son unas moles pesadas y sin gracia; si, significando la publicidad y las comunicaciones, son frondios y mudos oráculos que despiertan la curiosidad sin satisfacerla, envueltos como lo están para los profanos en silencio y misterio. Ni que al pasar por ellos la acción y la vida, queden ellos inertes y muertos, como si protestasen contra ambas; ni, por último, que careciendo de belleza en su forma y de poesía en su objeto, sean grotescas esfinges que solemnizan la cotización de la Bolsa.

No concebirnos el moderno afán por vestirlo todo con la misma librea, y por querer borrar en los países y en los pueblos la nacionalidad que les es peculiar. De todas las tiranías, la de la uniformidad es la que más se resiste a la independencia popular. Arrancar a países, pueblos y personas su ser, su carácter, su individualidad, es la más cruel, la más necia y la más antipoética arbitrariedad. Uniformar a los pueblos como a los como a los presidiarios, diciéndoles: «No seréis lo que habéis sido, no seréis lo que os llevan a ser vuestro suelo, vuestro cielo, vuestro carácter e inspiración espontánea; formaos sobre este modelo único y uniforme en el universo; todos sois carneros de una misma manada, menos nosotros que somos los pastores y zagales, llevando a guisa de cayado la pluma», esto está muy bueno para los que se erigen en pastores; pero para los que se quieren convertir en uniformes carneros no tiene ningún género de seducción y de simpatía.

En España, más que en otro país alguno, tienen las provincias diversas y marcadas fisonomías; así como las tienen distintas entre sí los pueblos de una misma provincia. Todo aquel que haya permanecido en ellos, y los haya observado con cuidado y con amore, podrá haber notado lo que dejamos dicho. Pero ¿qué autor se rebaja a observar y describir material y moralmente un pueblo de campo, para pintar después sus costumbres y detallar su localidad? Verdad es que si a esto uniesen datos históricos, y las tradiciones y leyendas que les son peculiares, harían obras originales, simpáticas y provechosas, dando a conocer y poetizando nuestro hermoso país, que tanto se presta a esto último. Pero hoy día, según dice Mr. Étienne, lo que agrada es poetizar el mal.

Los rasgos peculiares a Carmona son, en lo material, un aseo excesivo, tan general y erigido en costumbre, que no lo ostentan, ni lo pregonan, ni aún lo notan. El famoso aseo de Holanda podrá ser más ostensible; pero ni es tan genuino, ni tan general. Cada casa, cada calle se presenta tan pulcra, que inspira el verlas un inexplicable bienestar; y lo mismo las habitaciones de los pobres que las de los ricos. En las casas humildes vese en los patios rivalizar la cal de Morón y las flores, como para probar que el aseo y el primor, sin ser dispendiosos, pueden prestar a la vida bienestar, encanto y elegancia natural. En lo moral, el rasgo que distingue a la generalidad de los carmonenses es la religiosidad, y por consiguiente, la caridad. Y hemos presenciado allí tales rasgos de ambas sublimes virtudes (que en sí resumen todo el Decálogo: A DIOS SOBRE TODO, AL PRÓJIMO COMO A TI MISMO), que hemos exclamado con entusiasmo, que bien merece Carmona la denominación que le dieron los Romanos y le otorgaron por armas; que es una estrella con este mote: «SICUT LUCIFER IN AURORA, SIC IN VANDALIA CARMONA». (Como brilla la estrella de la mañana en la aurora, brilla en Vandalia Carmona.)

Como prueba de esta religiosidad y de esta caridad, muestra la cantidad y hermosura de sus iglesias y conventos, así como la de sus instituciones de beneficencia, que queremos consignar, para ponerlas al frente de las raquíticas obras de la filantropía.

Hubo en otros tiempos en Carmona escuelas de primeras letras y dos cátedras de gramática al cargo de los Jesuitas, y cátedra de filosofía en el convento de Santo Domingo; todo de balde. Muchas fundaciones de dotes para pobres; una dotación para estudiar en Salamanca, que fundó el arcediano D, Luis Puerto; tres dotes anuales para pago del colegio mayor de Sevilla, que fundó el señor Sarmiento. La marquesa viuda del Saltillo fundó un hospicio para niñas huérfanas. El número de estas niñas no está prefijado, sino que entran cuantas pueden sostener las rentas con que dotó dicha señora al establecimiento que fundó. En época reciente, siendo elegidos administradores el señor marqués del Valle y su hermano el dignísimo presbítero señor D. Juan Tamariz, pudieron sostener dichas rentas 45 niñas internas y 150 externas, a las que se daba enseñanza de balde. Hemos visto aquel inmenso salón, y las 150 sillitas en que se sientan las inocentes, que ha reunido la caridad para enseñarles a conocer a Dios y a trabajar, y hemos pensado con dulce consuelo, que si hay mucho malo en el mundo, hay también mucho bueno.

Tiene Carmona cuatro conventos de monjas, y uno que se demolió para mal situar una plaza de abastos; cinco de frailes, San Francisco (hoy parador de diligencias), San Jerónimo (demolido), y Santo Domingo, extramuros; San José y el Salvador, cuya hermosa fábrica atestigua fue de los Jesuitas en la ciudad. Su iglesia mayor, Santa María, es magnífica, y la labró Antón Gallegos. Su parroquia de San Pedro fue edificada por Andrés Acebedo, natural de Carmona, que murió a los cuarenta años, y fue muy sentido. Su torre y su capilla de Dios son dos obras maestras de arte y de buen gusto, que si estuviesen en otro país tendrían fama europea.

En una de las calles que avecinan a San Felipe estaba situada una casa, la, que, como todas las principales, tenía un zaguán hábilmente enchinado de menudo guijarro. En éste se hallaban las puertas de las cuadras y escalera para subir a los pajares. A la derecha estaba la puerta, por la que se entraba en el gran patio, eu el que naranjos y limoneros encerrados en sus arriates circulares dejaban entre sí espacio a las macetas, que según la estación se renovaban, trayéndoles allí la primavera las bellas rosas, como para obsequiar al suave azahar; el verano la odorífica albahaca y los frescos pinos, que viven de agua como el camaleón de aire, y en el estío hacen tan dulce contraste con la agostada naturaleza en el campo; y el invierno las constantes y monótonas laureolas, abortado laurel de flexibles e inodoras ramas, sin tronco y sin altura.

En un ángulo se hallaba un jazmín, que por sí, y sin ser guiado, había, subido tanto, y se había hecho tan frondoso, que cubría las ventanas alambradas de un granero, formando para el salón de los garbanzos unas floridas celosías, que hubiesen envidiado los gabinetes de las más elegantes beldades.

Este patio tenía una alegría espléndida como la de los niños. Sus corredores habían sido abiertos; mas fuese a causa de las mejoras y comodidades que consigo trae el tiempo, o bien la necesidad, —pues no dudarlo, y según lo afirman ancianos observadores, el clima en España es más frío de lo que fue antiguamente,— estos corredores habían sido cerrados con tabiques, que tenían ventanas y puertas de cristales. El que estaba al frente de la sala formaba una galería que servía de antesala; la casa era espaciosa. A la espalda se hallaban en amor y compañía, y en simpática conversación, el jardín con sus flores que perfumaban, el corral con sus gallos que cacareaban sin aprensión ni timidez, el lavadero cubierto de un espeso emparrado, debajo del cual cantaban las lavanderas, y encima del cual cantaban los pájaros con ellas a porfía; y la puerta de la cocina, por la que se arrojaban. los recios y prosaicos sonidos del almirez, como repicando triunfalmente la fiesta de San Positivo.

Todas estas cosas no se amalgaban; convenido. Una elegante superlativa y un dandi quintaesenciado se horripilarían de esta democracia doméstica. Y no obstante, el aseo y el primor es tal, que formarían un lazo de unión entre estas cosas opuestas, si no lo formase ya el ser el pueblo, así como las cosas referidas, esencialmente campestres.

El segundo piso de la casa sólo se componía de graneros, teniendo, como la tienen allí muchas casas, una torre o mira. Pero la escalera que subía a esta torre se había caído muchos años había; y no siendo ni los anteriores ni los presentes dueños aficionados a las buenas vistas, no había sido reedificada esta escalera, y aquella torre quedaba del todo olvidada, sirviendo sólo de inexpugnable baluarte a las lechuzas y otras aves agrestes.

Capítulo II

Los hombres en general están dispuestos a elogiar las edades pasadas, aún con detrimento de la suya; pero el orgullo de los modernos no ha vacilado en atribuirse la preferencia sobre todos los que les han precedido.

La misma disposición hubo en Roma en los últimos días de la República.

— Santiago Clemente García
 

En esta casa vivía Doña Amparo Figueras, viuda de D. Juan Trigo, rico labrador afortunado y jovial, que murió porque Dios quiso, que por su voluntad no hubiese muerto, como aquel portugués al que pusieron dicha aserción por epitafio.

Doña Amparo era una mujer de más de cuarenta y tantos años, fresconaza, activa, bondadosa y razonable, sin más defecto que el de una economía demasiado inclinada a traspasar sus límites. Criada en casa de sus padres, labradores también, llevaba la labor con inteligencia y acierto desde que murió su marido. Pero en cuanto a educar a dos hijos que tenía, conociendo que no estaba a su alcance el hacerlo, había tomado al efecto, desde la exclaustración, a un religioso del convento de San Jerónimo, que era lejano pariente suyo, y que tenía la merecida fama de ser un hombre, no sólo ejemplar en sus costambres, sino docto y erudito. Efectivamente, el Padre Buendía, que había tenido gran intimidad y exclusivo trato con los libros, tenía mucha erudición, pero poca ciencia de mundo. Conocía a fondo las crónicas; pero lo contemporáneo pasaba para él casi desapercibido. Sabía latín y griego, pero no sabía una palabra de francés ni de inglés; por lo cual en nuestra ilustrada y extranjera corte habría pasado por un Mastodonte o un Megaterio. Nadie cual él conocía la historia en sus faces religiosa, política y guerrera; pero en cuanto al mundo, era un laberinto para su abstraída mente, por el que pasaba conducido por la rutina, como un ciego sordo conducido por su perrito.

Cuando la exclaustración, el Prior de su Comunidad, que tenía gracia, le había aconsejado que al quitarse los hábitos, se hiciese, para reemplazarlos, un vestido de pergamino. Su parienta Doña Amparo cuidó, con poco buen gusto y con mucha economía, de su equipo en aquella ocasión, al traérsele a su casa; de lo contrario, no se puede colegir lo que hubiese sucedido. Unos pantalones negros muy holgados, medias de estambre negras con fuertes zapatos, una levita de paño basto amplia y muy larga, un sombrero de copa muy baja y ala muy ancha; tal fue el equipaje con que se presentó a los sesenta años el pobre Padre Buendía. Y en él se halló, a pesar de estar todo hecho como para un señor mucho más grueso que él, tan atado, que este malestar redobló la profunda tristeza que sentía al salir de aquel precioso convento, situado al pie de la formidable altura en que se presenta la ESTRELLA DE VANDALIA al que del Norte de España baja a Andalucía.

Amargo era el desconsuelo del buen religioso al dejar aquel precioso y tranquilo convento, en el que había pasado casi toda su vida; al ausentarse de aquella iglesia de su más amante devoción; al dejar aquella alegre celda y aquella silenciosa librería del convento, fuente de goces de su vida entera; y al separarse de sus compañeros y amigos. Cuando a los sesenta años la costumbre de toda la vida ha formado en el hombre una segunda naturaleza, perder de una vez y para siempre cuanto constituía esta costumbre, —y especialmente cuando estaba en concordancia con la conciencia y en armonía con las inclinaciones,— es lo más cruel que puede acontecer al individuo; es el trastorno más desgarrador que puede sufrir la existencia. Y así, bien sabido es cuantos de los monjes ancianos arrancados de sus conventos murieron de tristeza, y otros de dolor, al ver profanados, vendidos, derribados aquellos santuarios que levantó la fe espléndida, en gloria de la religión y honra y bien del país. Con el espíritu y el sentimiento que llevaron a construir esas maravillas, mueren los grandes arquitectos, escultores y pintores que las hicieron. ¿En qué se habrían de ejercitar ya? ¿Págalos el desprendimiento grandioso del que da a Dios? ¿Inspíralos la fe de Murillo? ¿Estimúlalos la idea de trabajar para el país? ¿Anímalos la convicción de ser este trabajo para la posteridad?

Era, pues, el Padre Buendía un sabio tonto; especie que se va perdiendo, porque a no ser en alguno que otro alemán, hoy día no se ve sobrepujar lo abstracto a lo concreto. Así es que Doña Amparo, probaba tener mejor tino para elegir capataces y aperadores, que no preceptores. Y era esto tanto más de sentir, cuanto que sus hijos, muy mal guiados hasta entonces y muy dueños de su voluntad, necesitaban un freno poderoso; pues el freno, por más que se diga, es el solo contrapeso al mal. El freno que desde pequeños imponen los padres a sus hijos; el de la virtud, que el hombre que la ama se impone a sí mismo; el del honor, que pone el mundo; el de la política, que exige el trato; el que tiene una sociedad constituida, a saber, el derecho de imponer a los desmanes de los perturbadores de sus leyes: sin contar el suave freno de la Religión, que si verdadera completamente rigiera, haría él por sí solo inútiles a todos los demás.

Mauricio, el mayor de los hijos de la viuda, era desgraciado y enfermo; era flojo, dejado, y tenía horror a todo trabajo, así material como intelectual. Su pasión era la pereza; su estado habitual el decaimiento y la inercia. Su madre, de quien era el predilecto por su estado doliente, le llamaba un bendito.

Raimundo, el menor, era como le denominaba su madre, un toro: violento de carácter, acre en su contacto como en su sentir, grosero en sus maneras y expresiones. Tolerado por su madre, aplaudido por los demás pilluelos que capitaneaba, cada obstáculo que hallaba le parecía un contrario, y legítimos todos los medios para derribarlo. Este desenfreno, este no atender a nada ni a nadie, engendraron en Raimundo el más asombroso y ridículo orgullo, pues que no tenía más base sobre qué fundarse sino sobre sí mismo. Si Raimundo hubiese hablado el lenguaje del día, se hubiese denominado a sí mismo un mocito de fibra; pero como no estaba a esa altura, se contentaba con cantar:


Sobre mi gusto, canela;
sobre mi gusto, azafrán;
sobre mi gusto ha de ser;
sobre mi gusto será.
 

A la persona de Raimundo, muy andaluza, o por mejor decir, árabe, sólo faltaba un turbante, para ser un Almanzor o un Malek-Adhel, y habría agradado mucho, a no ser por la dura y malévola mirada de sus grandes ojos negros y la expresión insolente y grosera de su rostro.

Estos niños, de trece y once años, —edad suficiente para haber podido arraigarse sus respectivas malas tendencias,— fueron los que puso su madre, después de ver medir veinte fanegas de garbanzos, al cuidado y bajo la férula del Padre Buendía.

Apenas vio Raimundo el poco gracioso sombrero, bajo de copa y ancho de ala, que su madre había proporcionado a su pariente, cuando se echó a reír, y le dijo:

—Padre Buendía, usted que sabe tanto, ¿a qué no sabe la solución de este acertijo?


Tamaño como una cazuela,
tiene alas y no vuela.
 

El Padre no respondió al pronto; pero a la mañana siguiente le dijo en el almuerzo:

—Raimundo, hijo, paréceme que en el acertijo que me dijiste ayer te has equivocado, y que no es acertijo, sino un memento popular y tradicional, que necesariamente debe aludir a un hecho histórico anterior a las guerras de Viriato, que, según unos, duraron ocho, y según otros, catorce años. Fue el caso, que en la guerra entre Romamos y Cartagineses, en la ciudad llamada Bética, venció Escipión a Magón, hermano de Aníbal. Éste se retiró, y fortaleció sus reales en la ciudad llamada Careón, esto es, aquí, como punto inexpugnable. Diose una batalla cerca del río Curbión, aquí en la vega, y quedó vencido Magón. Es de presumir que para ir al campo saliesen sus huestes por la puerta más cercana al sitio en que tuvo lugar el combate, que era la puerta de la Acedia, de la que no queda ni aún vestigio. Formaría Magón sus tropas en dos alas, y teniendo que huir ante Escipión, querrían y no podrían volar; lo que daría origen a aquel memento popular, y aludiendo al ejército, diría:


Salió por la puerta de la Acedia,
tiene alas y no vuela.
 

Al oír esta interpretación histórica de su acertijo, de la que no comprendió una palabra, Raimundo echó a reír y repuso:

—Vaya, Padre Buendía, que tiene usted un modo de adivinar más confuso que el acertijo. No se trata del río Carbión, ni del general Matón, ni del otro Animal, sino que lo que es tamaño como una cazuela, tiene alas y no vuela... es su sombrero de usted.

—No dices mal, —repuso el Padre, que tenía buen genio, que en su vida había llevado sombrero y estaba a matar con la nueva cobertera de su cráneo:— no han inventado los hombres cosa más fea ni más incómoda. Pero, ya que habéis concluido vuestro chocolate, vamos a ocuparnos en vuestra enseñanza. Veo que estáis muy atrasados, pues nombras a Magón Matón, y a Aníbal Animal. Es, pues, preciso recuperar el tiempo perdido. Vamos a trabajar, y pronto cogeréis el fruto; que dice San Bernardo: Si labor terret, merces invitat; esto es, «si nos asusta el trabajo, anímanos la recompensa.»

Capítulo III

En las buenas Repúblicas, los individuos viven en chozas, y los dioses en templos magníficos; y no hay peor señal que cuando los templos yacen abandonados, y los individuos habitan palacios.

— Winkelmann
 

Varios años pasaron sin que sacase el pobre Padre Buendía fruto de su trabajo. Por suerte, no le asustaba el trabajar, ni necesitaba que le animase la recompensa, puesto que enseñaba más por el placer de enseñar, que por la gloria de sacar fruto. Sembraba la buena simiente, dejando tranquilamente a la tierra aprovecharla o no.

En Mauricio cayó aquella simiente como sobre una roca, que no penetró. En Raimundo cayó en tierra feraz, pero seca y sin preparar; y las distracciones y desaplicación se la comieron como pájaros; mas la que llegó a prender, brotó robusta. Sólo se aprovechó de la enseñanza de la historia porque le divertía, y de la del latín por emulación con el hijo del alcalde, que se jactaba de saberlo como preliminar de sus estudios en la Universidad de Sevilla.

En los paseos que daban por las tardes con el Padre Buendía, les explicaba éste sobre el terreno la historia local y la de los monumentos que allí existen. Era entre estos paseos el preferido por el Padre, el que conducía a su convento, es decir, al sitio en que estuvo, pues vendido que fue, tuvo el dolor de verlo derribar y llevárselo piedra a piedra, columna a columna, puerta, a puerta... para labrar quizás un mesón, dejando el espacio que ocupara, hecho árido por los escombros, como una cicatriz en aquella frondosa, verde y lozana vega. La iglesia subsiste sola y condenada al abandono; y abandonada estaría, si no fuese por uno de los monjes que ha quedado, el que, ayudado por algunos fieles, mantiene en ella algún culto. ¡Culto sublime que expende la caridad por manos de la fidelidad! ¡Culto que, ofrecido al lado de aquellas ruinas, tiene la humilde dulzura de un desagravio, y que enternece como lo triste, y eleva como lo santo!

Para emprender este paseo solían salir por la puerta de Córdoba, puerta que ha sido reedificada en el año 1608. Baja después el camino dirigiéndose a la derecha para reunirse al camino real, teniendo a un lado el monte, que se levanta perpendicularmente, coronando su cúspide con el viejo alcázar moro, y al otro la vega, que separa a Carmona del río, salpicada toda de hacienda, huertas y olivares. Sobre esta puerta hay un letrero latino, cuya traducción se ha hecho del modo siguiente:


No porque en fuerte levantada altura
situada estoy, o que de ricas mieses
mis vegas me coronan, yo me afano;
ni porque el sol desde su origen alegre
mis muros bañe, o tanto me engrandezcan
de mis vecinos la nobleza antigua.
mas soy tres veces más dichosa y grande
de dos Patronos por la gloria ilustre:
o bien de Teodomiro, el hijo mío,
o bien Mateo Apóstol, por el tuyo.
 

Después de atravesar el camino real, y prosiguiendo el descenso, siempre dirigiéndose a la derecha, se llega al convento.

Como éste está situado en cuesta, delante de la iglesia hay un terraplén o terrado enladrillado al andar, que da vuelta, y por cuyo costado se puede asomar el que lo pasea, y ver una fuente con su pilón, que se apoya en el muro, y parece simbolizar, o por mejor decir, hacer una de obras de misericordia. Al fin de ese terraplén hay una puerta; y bajando por una escalera de muy linda fábrica, se llega a una pequeña cueva oscura y húmeda, en el fondo de la cual brota una cristalina fuente. Sobre esta fuente se ve un nicho rústico muy húmedo.

—Aquí es —decía el Padre Buendía a sus discípulos— donde escondieron los cristianos, cuando la invasión sarracena, a nuestra Santa Patrona LA VIRGEN DE GRACIA, la que ahora veis en su camarín en la hermosa iglesia de Santa María, cuyo magnífico santuario labró Antón Gallego en el sitio en que estaba el famoso templo de Ceres, en cuya ocasión se hallaron tantas estatuas, monedas, lápidas y restos de arquitectura romana.

En el año 1209, esto es, cuarenta y tres después de la conquista de Carmona por el Santo Rey, descubrió un pastor, milagrosamente guiado, la bella imagen de la SEÑORA, tan admirablemente conservada después de cerca de seis siglos en aquella húmeda y desconocida cueva, como sigue estándolo hace otros seis siglos en su santuario.

—¿De suerte que es Carmona muy antigua? —preguntó Raimundo, mientras Mauricio, que había llegado mucho después que sus compañeros, había entrado en la cueva para beber en la fuente.

—Esto no es dudoso, —contestó el Padre.— Pretenden unos que fue fundada por Baco mil trescientos veinticuatro años antes de la venida del Salvador; otros aseguran que Brigo, cuarto rey de España, fue su fundador, pues el Licenciado Juan Fernández Franco pretende que Brigo fue cuarto rey de España, y cita en confirmación al Beroso y a fray Juan Annio, y asegura que reinó mil novecientos diez y siete años antes de la venida de Cristo. Otros dicen que la fundaron los griegos de Arcadia, y que estos la denominaron Carmona en memoria de la población que en su tierra tenían denominada Carmon; y otros atribuyen su fundación a Túbal, nieto de Noé, que vino a España dos mil ciento veinte años antes de la venida de Jesucristo; y según afirma Francisco Tarrafa Barcelonés en su crónica de España, Carmona se amplió por el rey Brigo ciento cuarenta y ocho años después que se fundó por el patriarca Túbal.

Hablando así, habían vuelto a subir al terrado, y se habían seguido paseando en la huerta, donde se encontraron con el hortelano que la tenía arrendada, en el momento en que decía Raimundo riendo:

—Padre Buendía, ¡y que se crea usted como Evangelios todas las cosas que dicen esos cronicones! Ya ha dado usted una docena de fundadores a Carmona. ¡Vaya que es ésta la niña de los muchos padres! Tiene usted las tragaderas untadas de jabón.

—Te he referido las varias opiniones de sabios y cronistas, sin formular la mía, —repuso el Padre.

¡Qué, señor! Todos van descarriados, —dijo el hortelano, que, como buen andaluz, se había impuesto desde luego en lo que se trataba, y quiso echar su cuarto a espadas y lucir su erudición histórica.— Quien le puso nombre a Carmona fue un rey moro.

—¿Un rey moro? —exclamó el Padre Buendía.— En cuanto he leído no he visto nada que se le parezca.

—Y si el padre no lo ha leído, no está ni impreso ni escrito, —dijo lánguidamente Mauricio,— porque cuanto hay escrito e impreso lo ha leído su mercé. ¡No sé cómo tiene ojos ni paciencia!

—At me nocturnis jurat impallescere chartis, —respondió el Padre.— ¿Me has comprendido?

—No señor; ni ganas, —contestó Mauricio.— Ya sabe usted que el latín no me entra, ni yo a él; me da jaqueca.

—¿Y tú, Raimundo? —preguntó el Padre, dirigiéndose a éste.

—Sí señor; dice que a usted le place palidecer sobre los libros. Y ese gusto es rara avis. Pero —prosiguió Raimundo, volviéndose hacia el hortelano— cuente usted cómo y en qué ocasión le puso el moro nombre a Carmona.

—Sí, cuéntanos eso, Nicolás, —añadió el Padre;— pues cuando, merced a la traición del Conde D. Julián, que entró en Carmona como amigo, fue entregada a los moros sus sitiadores, no dejaría de tener ya su nombre.

—Pues señor, —así principió el hortelano su relato,— han de saber ustedes que en tiempo de los moros, que fueron los que labraron los tres alcázares, las murallas y las puertas, estaban ellos aquí tan agarrados y tan seguros, que ni el mismo demonio los hubiese podido echar.

Súpolo esto la reina de Hungría, que era una hembra como un Cid, y se vino aquí con todo su ejército, con intenciones de cantarle al rey moro esta nanita:


Anda vete, morito,
a la Morería,
que mis tropas no entienden
tu algarabía.
 

Pero ende que vio el peñasco ese, al que no trepan sino las cabras, así como el valladito de argamasa almenado, y tras cada almena un moro con un dardo como una lanza, se quedó como toro agarrochado, a medio embestir.

Entonces acudió a la astucia, que para eso las mujeres se pintan solas, Padre Buendía. Mandole al rey moro un mensaje diciéndole que tenía antojo de conocer a S. R. M., y que quería visitarle; que para tener ese gusto había venido de su tierra Hungría. Los moros, como sabrán sus mercedes, eran muy finos y rendidos con las señoras mujeres; y asina respondió el rey moro al mensajero, que le dijese a quien le enviaba que tenía a mucha honra que su real majestad le visitase, y que al día siguiente le tendría aprevenido un recibimiento y un banquete como correspondía a tan encumbrado huésped. Y asina fue; y cuando le estaba el rey enseñando a la reina el real alcázar, —aquel que atodavía está allí en el pináculo a espaldas nuestras, sobre el despeñadero,— abrió un balcón, y abajo en el llano estaban los húngaros. Asomose la reina, y cuando todos la vieron, armaron un griterío y una algazara, que no parecía sino que se hundía el mundo, pues así lo había dispuesto S. M.

—¿Qué es eso? —preguntó el rey.

—¿Qué ha de ser? —contestó la reina.— Mis soldados que se divierten con una mona.

¿Una mona? —dijo el moro, asomándose al balcón para verla.

La reina, que esto aguardaba, le cogió por los pies y le echó por el balcón. Como que la altura es tanta, tardó el desdichado en llegar al suelo, y mientras caía, dando vueltas por el aire, iba diciendo: «¡Cara mona, cara mona!» Y de ahí le viene el nombre, sin que le quede a su mercé duda, Padre Buendía.

—Pues yo te digo, Nicolás, que lo que dices es un sinfundo. Las reinas de Hungría ninguna ha venido a guerrear a España. El Padre Arellano dice que vino Muza a Carmona. Fuele dicho por los que venían con él, que por ningún combate podría ser tomada la villa, por su mucha fortaleza. Envió al Conde D. Julián con algunos cristianos, que aparecieron huir como vencidos en batalla, y recibido el Conde por huésped, dio la villa en manos de los árabes; y quien después la tomó del poder de los moros fue el Santo Rey Fernando, y así dice:


Soy de Túbal fundación,
fui Municipio romano,
debo mi restauración
del dominio mauritano
AL REY SANTO con Girón.
 

En tiempo de los Romanos tuvo Carmona Senado y senadores, que llamaban decuriones. Julio César la sublimó con el título de Municipio, favor concedido a pocos pueblos, y que tenía el privilegio de batir moneda. Las armas de Carmona —atiende, Raimundo, ya que Mauricio se está durmiendo— son una estrella con este letrero por divisa: «SICUT LUCIFER LUCET IN AURORA, SIC IN VANDALIA CARMONA.»

—¿Y eso qué quiere decir en nuestra lengua, Padre Buendía? —preguntó el hortelano.

El Padre contestó:

—«Así como brilla la estrella de la mañana en la aurora, así brilla Carmona en Andalucía.» EL Santo Rey, su conquistador del poder mahometano, le añadió una orla para rodear la estrella, en que alternan castillos y leones.

—¡Vaya! —repuso el hortelano.— Aquellos romanos lo entendían y eran gente de gusto.

—Así, Nicolás, — prosiguió el Padre,— no te trastornes las mientes con la reina de Hungría. El Santo Rey fue el que conquistó a Carmona del poder de los moros. Al otro lado del pueblo, a la derecha viniendo de Sevilla, tenía sus reales en el campo del Real, como se denomina aún hoy día, ahí donde está la capilla que el mismo Santo mandó labrar en honra de la VIRGEN SANTA, que tanto le favorecía. Quédate con Dios, Nicolás.

—Vaya su mercé con Dios, Padre Buendía, —contestó el hortelano.— La conquistaría el mismo rey, no me opongo; pero estoy para mí que el rey moro le dio el nombre. ¡Si el mismo nombre lo está diciendo!

¡Qué zoquete! —exclamó Raimundo cuando se hubieron alejado.— Las tradiciones son disparates.

Te engañas Raimundo, —contestó el Padre.— Lo que nos ha referido Nicolás es un chascarrillo que inventó la chuscada, y que la buena fe prohijó; pero, por lo regular, son verdades y datos perdidos, que no recogidos en las bibliotecas, se han refugiado en la memoria del pueblo, en que se han archivado; y así nunca deben desecharse sin maduro examen, y esto te lo probará un hecho que voy a referirte. —En un viaje que hice a Sevilla vi a un joven, hijo de un amigo mío, hacendado de Vejer. Éste me contó que, habiendo ido a hacer una excursión al Cabo de Trafalgar para ver una magnífica cueva de estalactitas que se halla allí, fue a embarcarse a dos leguas de Vejer, en los límites de la dehesa de Zahara, sitio que llaman los Caños de Meca. La marea estaba baja, y así pudo observar a flor de agua dos, al parecer, peñas de igual tamaño; pero al considerarlas atentamente, reconoció, a pesar del verdín marisco que las cubría, ser estas moles formadas de piedras, y ser obra de manos de hombres. Preguntoles a los marineros, así como a unos cabreros que se hallaban allí, lo que podrían ser aquellas extrañas construcciones, y todos unánimes le contestaron sencillamente que eran los sepulcros de los Geriones. Consta que estos reyes o jefes de las tribus que apacentaban en aquellas fértiles comarcas sus ganados, murieron defendiendo su territorio cuando allí desembarcaron los fenicios, y que fueron enterrados a orillas del mar. Éste ha ido evidentemente ganando terreno, y ha cubierto lo que antes fue orilla, y de boca en boca los moradores de aquellas comarcas han conservado su nombre a aquellos sepulcros desconocidos a la historia. Mariana dice: «Los tres Geriones fueron vencidos por Hércules. Diose sepultura a los cuerpos en la misma isla de Cádiz, donde se hizo el campo.» Ya veis, hijos, cómo la tradicción conservó en sus anales verbales el secreto que ocultó la mar a las investigaciones de los historiadores.

Capítulo IV

Toute ruine a sa grandeur.

(Toda ruina tiene su grandeza.)

— Paul Féval
 

Una tarde dirigieron el maestro y sus discípulos su paseo hacia el magnífico alcázar que se halla a la izquierda en la parte alta de la ciudad. Para eso se dirigieron hacia la iglesia de San José, que fue convento de Carmelitas, pasaron por delante de la magnífica casa de Freyre, marqués de San Marcial, que es la última en aquel extremo del pueblo, y al concluir el pequeño trozo de calle que le sigue, que tiene a un lado las tapias del jardín de aquel edificio, se hallaron en un espacio desahogado, que a la izquierda tiene la magnífica y grandiosa ruina del alcázar.

No hay pluma que pueda describir la impresión que causa aquel sitio siempre, pero en particular la que produce la primera vez que se pisa. Si dice un autor que toda ruina tiene su grandeza, ¿qué se dirá de ésta, que reúne todas las grandezas?... La fuerza del guerrero, la magnitud de un potentado, la altura de un dominador, la nobleza regia de un soberano, la belleza de una hija del arte, la dignidad del que a sí mismo se basta, el decoro del que muere sin debilidad, perseverando, siendo lo que fue, como el mártir a quien despedazan miembro a miembro, sin que varíe de semblante, ni desmaye. ¡Roca artificial sobre la roca natural, magnífica obra de los hombres, que otros hombres van destruyendo y llevándose pedazo a pedazo, para hacer tapias, para hacer cuadras, para hacer zahúrdas! ¡Obra magna de otros tiempos, que desprecia el presente, que labra palacios de cristal! ¡Cuántos siglos has estado en pie, como si el caer fuese para ti una palabra vana de sentido!

¡No hace muchos años, cuando la epidemia asiática pasó por Europa, dejando tumbas por huellas, aún existía entero el suntuoso alcázar, y prestó sus ventilados y frescos salones como refugio a los acometidos del mal; y la época que se jacta de culta e ilustrada, esta época corta, ha podido más en veinte años, que los seis siglos anteriores! ¡Y no obstante, entregada al pillaje, te despedazan, te mutilan, y no caes! ¡Levántanse aún tus torres, sobre las que tantos siglos y temporales se han estrellado, vacías y desnudas como las han puesto, tan dignas, compactas y severas, que no consienten que las acaricie y alegre la compasiva yedra, ni que insinuadora planta parásita corone sus tersas frentes! ¡Torres altas y esforzadas, ruinas de bronce que no sabéis desmoronaros, sois la desolada imagen del abandono! Pero también lo sois de la dignidad en la desgracia, de la fuerza de resistencia en ignominioso vasallaje, de la noble austeridad en la vejez solitaria y despreciada, de la firmeza en conservar vuestro puesto, aunque no interrumpa ya el silencio sepulcral en que yacéis, sino el mugir de los huracanes y el tronar de las tormentas que atrae vuestra encumbrada altura. ¡Y hay manos que os derriben, bella y noble diadema de Carmona! Sí, porque hay gentes para quienes demoler nada significa! Para nosotros, el demoler edificios públicos, propiedad y mayorazgo del país, nos parece contra el derecho de los muertos, crimen de leso patriotismo, el triunfo de la fuerza brutal y material sobre la influencia moral de la cultura; nos parece, en fin, un expolio de lo pasado, una usurpación a lo presente, y un robo al porvenir.

Entrado en aquel alto recinto, abarca la vista con ansia el magnífico paisaje, que a los pies del alcázar se despliega sobre una base de innumerables leguas, puesto que cuando el día está claro, se distinguen desde las altas torres los pueblos siguientes: Sevilla, Cantillana, Brenes, Tocina, Alcolea, Villanueva, Lora del Río, la Campana, Fuentes, Marchena, el Arabal, Paradas, Osuna, Morón y Utrera.

Mas aquella tarde era borrascosa: había llovido mucho los días anteriores, y aún corrían por el cielo nubarrones, que parecían una enorme manada de blancas y negras ovejas que huyesen presurosas del lobo, echando sus oscuras sombras sobre algunas partes, que aparecían graves y melancólicas, mientras otras reían y brillaban bajo los rayos del sol, y otras, sin rayos de sol y sin negras sombras, parecían dormir sosegadas el sueño del justo.

A veces, en una de las vueltas que toma el río, venían los rayos del sol a buscarle y a hacerle brillar sin su anuencia, como suele hacer la Fama alguna vez con la virtud modesta, que sigue perseverante su callado curso. Las sierras y los horizontes se unían en lontananza, coino se unen muchas cosas en este mundo de engaños, esto es, a la vista y no en realidad, pues son incompatibles, así material como moralmente.

Movíanse los árboles impacientes o temerosos, bajo el impulso de las fuertes ráfagas del vendaval que desencadenaba la naturaleza, como para animar su obra; los unos alargaban sus brazos como para implorar protección; otros temblaban; otros, humildes agachaban sus cabezas; otros parecían perderla en convulsa agitación, menos los pinos, que inmóviles, parecían, según dice el poeta norte-americano Longfellow, viejos bardos druídicos envueltos en sus mantos de musgo, apoyados en sus arpas, murmurando de quedo extraños y misteriosos cantos.

Mugía el viento entre aquellas magnas ruinas tan triste y desconsoladamente, como si ellas le impregnasen de su tristeza.

Todo aquel magnífico y expresivo conjunto hubiese entusiasmado a un poeta, y arrebatado a todo aquel que por primera vez lo hubiese visto. Pero el Padre Buendía y sus discípulos no eran poetas, y no contemplaban aquella maravilla por primera vez.

—Ya veis —decía a los discípulos su preceptor, que era más inclinado a la enseñanza que a la poesía— este alcázar, conocido, entre los tres que tuvo Carmona, por el de Arriba. Tenía tres patios; en este segundo donde vamos a entrar, había un estanque cubierto que servía de baño. Mirad el grueso de las paredes: las interiores, que son de ladrillo, tienen dos varas de grueso; las exteriores, así como las torres, son de esa argamasa con la que los moros hacían rocas. Tenía fosos por los costados de Norte y Levante; que existen en parte; por los de Mediodía y Poniente no los necesitaba, por bajar el elevado monte casi perpendicularmente. Para defensa del referido foso, en la esquina que divide los dos costados, se ve una obra llamada el Cubete. Es su construcción redonda, toda de sillería, y se angosta hacia lo alto, aunque no cierra enteramente. Hace, como sobresaliendo a su redondez, cuatro esquinas, y en cada una de ellas hay una garita alta con sus troneras: también tiene troneras en lo bajo; mas todas ellas no pueden servir sino para flechas o mosquetes. En su interior forma un corredor circular, y sobre éste una azotea. Tiene su bocamina, que le servía de pozo; dos puertas, una que mira al foso del Norte, y otra al de Mediodía; tiene veinte pasos de circunferencia, y es obra que ha sido siempre muy celebrada por los inteligentes.

Discurriendo así, habían dado la vuelta a aquella ostentosa ruina, y regresado al primer patio o solar, que aún conserva su puerta de entrada abovedada entre sus murallas de argamasa.

Al frente de la entrada, y cerca de la rápida cuesta o despeñadero, estaban tres niñas. La mayor, que tendría de once a doce años, era altita, y tenía una de esas caras perfectas y como vaciadas en molde, tales cuales con frecuencia se ven en Andalucía, y a las que suele ser aneja una finura de facciones y una expresión de dulzura y de modestia que hace se les denomine caras de VIRGEN. De pie en el paraje más alto y escueto, fijaba sin interrupción sus miradas hacia un mismo punto de la vega. El viento, que se llevaba sus enaguas, su pañuelo y el negro cabello que adornaba su frente, la hacía aparecer como la personificación alegórica de una temprana esperanza, combatida ya por los temores y vendavales de la vida. Si en lugar de bajarlos, hubiese tenido alzados sus hermosos ojos, hubiera aparecido como la Inocencia aislada en el borde del precipicio, empujada a él por el soplo de la maldad, e implorando al cielo en su auxilio.

Las dos más pequeñas estaban sobre la verde alfombra que formaba el menudo césped. Habiéndose en este momento nublado el cielo, decía la más chica a su hermana:

—¡Ya metió el viento al sol en un saco! ¡Va a llover, y pae se va a mojar!

—Pues para que no suceda, —respondió su hermana,— vamos a cantarle al Santo.

Pusiéronse en seguida una al frente de la otra, y posando alternativamente un pie y levantando el otro, se pusieron a repetir en un recitativo que no era canto, ni era habla, esta plegaria:


San Isidro Labrador,
quita el agua y pon el sol.
 

—Niña, —dijo el Padre Buendía, dirigiéndose a las chicas,— ¿qué hacéis aquí solas en esta tarde tan cruda?

—Estamos aguardando a padre, —respondió la menos chica de las dos.

—En aquella torre —dijo Raimundo, señalando una de las que allí se veían— está el moro Mustafá, que se lleva a las niñas a Berbería para que guarden manadas de leones.

La chiquita corrió a su hermana y se abrazó de ella, volviendo su angustiada carita hacia la torre, cuya negra entrada no prometía nada bueno; pero la más grandecita se echó a reír.

—¿Te ríes? —añadió al notarlo Raimundo.— ¡Pues qué! ¿No tienes miedo?

—¿Yo? No, señorito, ni a moros ni a cristianos. No seas tonta, Mariquilla, —añadió, desprendiendo de sí a su hermanita;— el señorito es guazón y ha comido melón, que pone a las gentes pesadas.

—¡Padre! ¡Ahí viene padre! —exclamó la mayor de las tres, echando a correr hacia la puerta de entrada, para ir a buscar la subida más accesible que debía tomar el que llegaba.

—¡Padre! ¡padre! —repitieron con júbilo sus hermanas menores, echando también a correr, aunque no tan rápidamente como pudo hacerlo la mayor.

El Padre Buendía y sus discípulos siguieron su paseo en la misma dirección que habían tomado las niñas, mientras decía éste a los distraídos muchachos:

—Dice el Eclesiástico: «Aquel que teme al Señor, honra a sus padres, y sirve como a sus dueños a los que le han engendrado. Honrad a vuestro padre en obras, en palabras y con vuestra sumisión, a fin de que os bendiga. El que enoja a su padre o a su madre, es maldecido de Dios.»

¡Qué de textos de Escritura sabe el Padre! —dijo Mauricio a Raimundo.

—Yo creo que los inventa, —respondió éste.

Vieron entonces a un hombre subir denodadamente y con paso firme por la áspera pendiente, mientras las tres niñas la bajaban, haciendo a cada paso hincapié, ya en una piedra saliente, ya en una mata recia.

Reuniéronse al fin aquellos seres, que ya unía el más puro, el más profundo, el más tierno, el más santo de los amores; amor el más semejante al augusto amor de Dios; amor a la vez instintivo y razonado, para el que no existe la inconstancia, pues con él nacemos y con él morimos; amor que es a la vez un precepto, una virtud, un lauro y una felicidad: el dulce amor a los padres, que sublimó el Dios HOMBRE en la Cruz.

Detuviéronse el padre y las hijas sobre una roca saliente, que en aquel despeñadero se presentaba como lugar de descanso. Entonces sacó el hombre de una espuerta tres ramos de flores silvestres primorosamente hechos, los que repartió a las tres niñas.

Nada podían oír los paseantes de las palabras que en aquella escena mediaron. Pero sí vieron que la mayor de las niñas cogió la mano de su padre y la besó repetidas veces sin querer soltarla, y que las dos chicas se pusieron a saltar de alegría. Volvieron en seguida a emprender su ascensión, llevando el padre a la menor en brazos, la que alzaba triunfalmente su ramo como un estandarte. Seguía en pos la segunda casi gateando, pero sólo con una mano, porque en la otra llevaba su regalo. Y detrás de todas iba la mayor, que arrimaba las flores a sus labios, besándolas, y respirando su perfume.

No tardaron el Padre Buendía y los niños en emparejar con ellos; y el Padre dijo, sonriendo y dirigiéndose al jornalero:

—Vaya, José Flores, que no te cuadra mal el apellido, pues cargado vienes de ellas para tus niñas. ¡Bien hecho, hombre! Dar gusto a las criaturas en lo que es regular, es de buen padre.

—Señor Padre Buendía, —contestó José Flores,— ¡si parecen las chiquillas éstas abejas o mariposas, por lo que se despepitan por una flor!...

En este momento, Raimundo, que pasaba cerca de la mayor de las niñas, dio con una varita que llevaba, al ramo que ésta tenía en la mano, un golpe de lado tan bien asestado, que las tronchó todas.

La niña prorumpió en amargo llanto.

—Gracia, hija de mi alma, —le dijo su padre,— no llores; que mañana, si Dios nos da vida, te traeré otro.

—Otro mejor le llevará Raimundo mañana, —añadió el Padre Buendía,— como es su deber. Lo que acaba de hacer es contra el amor al prójimo y contra la caridad, y dice San Pablo: «Si charitatem nou habuero, nihil sum.» (Nada tengo, si no tengo caridad.) Y San. Agustín: «Qui diligit proximum, legem implevit.» (El que ama al prójimo, cumplió la ley.) ¿No es verdad que se las llevarás, hijo?

—¡Por supuesto! —contestó Raimundo.— Le enviaré todas las que están en el jardín de casa. ¿Para qué las quiero yo?

La niña, no obstante, no cesaba de llorar sus flores, cuyos destrozados pensiles conservaba en sus manos; y su corazón, encogido por la primera, grosera e inmotivada hostilidad que lo rozaba, permanecía oprimido.

—¡No parece sino que te he dado en los dedos!— dijo impaciente Raimundo.

—Más quería a mis flores que a mis dedos, —contestó la niña.

—¡Pues mire usted la zancona, con vara y cuarta de enaguas, llorar por flores! —repuso Raimundo.— ¿No te he dicho que mañana te llevaré un esportón?

—Pero no serán las que me ha cogido mi padre, —respondió en queda voz y meneando la cabeza la niña;— no serán mi ramo!

—¿Y qué particularidad tenía tu ramo?

—Tenía una estrella blanca.

—Sería —repuso Raimundo con una carcajada— esa famosa estrella de Vandalia, que no es más que una. En el jardín de casa hay un camino de Santiago de todos colores; así, consuélate, comadre llorona.

—Toma el mío, —dijo la chiquitita, que ya estaba cansada de llevar el suyo, y lo quiso echar de potencia medianera.

—Con Dios, José Flores, —dijo el Padre Banda;— niñas, adiós, hasta mañana.

—Adiós, llorosa estrella de Vandalia, —añadió Raimundo con burla.— Guarda tus lágrimas para llorar tus pecados, y así las emplearás mejor.

—Lo que has hecho es una mala acción, —dijo a Raimundo su preceptor cuando se hubieron alejado.

—¿El deshojar las flores? —repuso con burla el reconvenido.

—No: el hacer llorar a tu semejante sin motivo ni razón.

—Pues seré como la cebolla, que hace llorar sin querer.

—Si queriendo prueba esto crueldad, el hacerlo sin querer prueba grosería y dureza. Ve de evitar ambas cosas, pues ambas son odiosas, hijo mío.

Capítulo V

—¿Por qué cultiváis semejante género? —preguntó el comprador.

—Por ser el que más me place, y en el que creo copiar mejor a la naturaleza, —respondió Théniers.

En una de las calles que avecinan el molino de aceite, que se dice ocupa el punto culminante del picacho sobre el que está labrado Carmona, se veía por su abierta puerta el interior de una casa pobre y humilde, pero blanca y florida como la mente de sus moradores

Alzábase en medio de su alegre patio un olivo, modesto símbolo de paz y abundancia, que extendía sus ramas sobre las cabezas de los habitantes de la casa, como un padre sus manos, para bendecirlos. Hallábase a la sazón tan cubierto de esquilmo, como si la Providencia con un hisopo le hubiese salpicado de menudas flores que tornarán los meses y el sol en esa oliva, de poca apariencia, pero de más valor que las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, cuyo zumo nos alumbra, contribuye al culto religioso, y es el Ave María del Pan nuestro de cada día del pobre.

Por su tronco culebreaban, envolviéndolo en sus vueltas, algunas matas de campanillas; las que, lejos de atormentar a este Laocoonte, al llegar a sus ramas le sonreían con sus ojos azules y con sus bocas de color de rosa.

Veíase en un rincón una parra tan vieja, tan arrugada y tan corcovada, que inducía a creer que, así como Túbal era nieto de Noé, fuese ella nieta de la parra que plantó dicho patriarca. No tenía, en verdad, documentos con que probar su antigua nobleza, puesto que todas sus fes de bautismo y demás pergaminos de su propiedad, apenas amarilleaban, se los llevaba el viento revolucionario del otoño, al que nada resiste sino los pinos, que son los militares de la vegetación, derechos, bien guiados, uniformes, inmutables y serenos.

No obstante, la anciana no se daba por jubilada, ni era momia, como parecía a primera vista. Cuando llegaba Febrerillo el loco con sus días veintiocho, asomaban a la calla-callarido en sus extremidades unas hojitas pálidas y tiernas, y detrás de ellas sacaban la cabeza unos racimitos microscópicos. Entonces el sol los acariciaba para animarlos, el viento los sacudía para fortalecerlos, y poco después las lozanas hijas rodeaban a su anciana madre, abrazaban su cuello, colgaban de sus brazos, y le presentaban sus nietos, los bellos racimos de que se gloriaban. La familia de la casa se encontraba su patio entoldado, sin trabajo, ruido ni costo, y la parra decía a su vecino el romero, al que prendía cariñosamente con sus sarmientos: «Yo también cumplo la misión de nuestro Criador», el romero respondía con su grave, suave y perfumada voz: «Gloria a Dios en las alturas y paz al hombre en la tierra», las hojas susurraban, y los pájaros cantaban amén.

Entre las plantas, que tan confortable como sosegadamente vivían en su arriate solariego, sin más incomodidad que la del fastidioso zumbido de tal cuál moscón inoportuno, se distinguía por su serena y perenne hermosura el ya mencionado romero, que es tan simpático y amigo del pobre, que jamás logra el pudiente verlo en sus cultivados y costosos jardines tan lozano como le tiene el pobre en su humilde morada. Nada allí le hace enfermar ni alejarse; ni las bestias que a su paso le rozan, ni los chiquillos que le tiran, le jalan y lo estropean; ni las excesivas contribuciones que se le sacan, ya para remedio en las dolencias, ya para purificar el ambiente quemándolo, ya para confeccionar ramos de flores, hechos o con objeto divino o con objeto profano.

¿Será esta predilección que demuestra el romero por las casas de los pobres, a causa de que en ellas se le considera como planta santa, por haber la Virgen tendido sobre sus ramas, para secarse, las ropas del Niño Dios, y porque agradece más este culto del corazón que el cultivo material del jardinero? ¿O será que, considerándose propiedad de los pobres, le sucede lo que a la yerbabuena, de la que se dice que si su dueño o su encargado no coge sus vástagos, se seca?

Al estampar esta encantadora creencia de nuestro pueblo, así como otras muchas que con tanto amor recolectamos, se nos ocurre que no faltará doctor sabijondo que las califique de superticiones, de supina ignorancia; y hasta profesor de matemáticas que las declare irreverentes dislates.

¡Equivocados estarían los graves y doctos! Y quien se lo asegura con todo el aplomo de la convicción, es el no grave y no docto escritor de estas hojas. No engendraron estas suaves creencias ni la ignorancia ni la superstición; pero sí las engendraron en sus primeros amores la imaginación casta, pura y florida, y el sentir rico y santo! Pues de este pueblo meridional, criado por el catolicismo, se puede decir qne tiene una imaginación que siente.

Entre estas creencias las hay que se toman la libertad de ser ciertas, sin la autorización de la ciencia. Y si se nos pregunta si creemos en ellas, dejaremos a Carlos Nodier contestar, que lo hará mejor que nosotros:

«Me permitiréis —contesta a igual pregunta ese sabio e ilustrado escritor— no pronunciarme tan a la ligera sobre creencias apoyadas por el testimonio del pueblo, que se funda él mismo sobre la experiencia.»

Y en otra parte añade:

«El examen en estas materias es una operación del entendimiento, que demuestra ingratitud y desconfianza.»

Pero volvamos a la casa del pobre; ¡allí donde aún se cree, ama y espera con tan sano corazón! ¡Qué bien se respira allí! ¡Qué paz siente el alma, que está en armonía con cuanto allí la rodea!

Escuchemos a las golondrinas, que son tan queridas que cuando llegan, brotan las flores, y cuando se van, mueren las hojas. Escuchémoslas; pues aunque trabajan mucho, cantan aún más, porque también son pobres! Debajo de cada teja se veía una de sus chozas, labrando así una aldea en una casa. El gato, subido en la escalera del sobrado, con las manos guardadas en los bolsillos y las piernas encogidas, cerraba los ojos, y meditaba sobre los más o menos grados de calor que tenía el sol en tal o cuál paraje, sin dejar por eso de vigilar como buen guardia civil la puerta del sobrado en que había trigo, por si veía algún Caco ratonil echársele encima desenvainando sus aceros.

En el arriate, frente al Mediodía, se notaba un modesto cactus que levantaba en alto como dedos verdes sus penquitas, señalando a sus flores frías y yertas ese sol que tanto ama su dilatada familia, que mira a los trópicos como su tierra de promisión.

Estas flores, llamadas del lagarto son tan idénticas al animalito cuyo nombre llevan, hasta en la frialdad y aspereza de su contacto, que dejan al que las mira en la duda de si en una inobservada metempsícosis se unen las hojas de la flor, y sacando de su cáliz unos ojitos y unas patitas que guardan escondidas, se echan a correr por las paredes como flores calaveras; o bien de si los lagartos, cansados y contritos de su vida vagabunda, curiosa y entremetida, escalando tapias, haciendo lupanares y garitos de las venerables rajas de los muros vetustos, profanando con sus locas carreras las augustas ruinas, forzando a la honrada yedra y al pulcro jazmín a ser encubridores de sus cuitas amorosas, entran al fin en sí, se desprenden de sus ligeras patas, cierran sus curiosos ojos, se encapuchan en su piel, y se vuelven flores frías e inodoras, flores trapenses en su convento de las Pencas. El que las mira, se pregunta, abstraída la mente en las reflexiones investigadoras que engendran: ¿qué será lo que contiene aquel oculto y encerrado cáliz? ¿Será acaso un corazón de lagarto arrepentido, o unas patas de flor de emancipadas y libres ideas, que desean ponerse en rápido movimiento, siguiendo la marcha y doctrinas del siglo?

Por una parte, hay en favor de esta última versión, el que para morir no se deshoja la flor como sus compañeras, sino que envejece, se encoge y se seca lenta, tranquila y paulatinamente, como la vida en el claustro. Pero en favor de la primera versión, esto es, la de que sean lagartos exclaustrados, hay que los lagartos salen de tierra cuando el sol los llama, y desaparecen cuando las escarchas los echan, lo mismo que las flores. Además, en pro de esta aserción es la notoria buena propensión del lagarto a la santidad; pues sabido es que, aún en la fuerza de su vida disipada, nunca se recoge sin bajar antes a besar humildemente la tierra.

Poseemos una maceta de esta planta esfinge, la que nos preocupa como un enigma inacertable. Por más que hemos observado la misteriosa flor al sol y a la luna, que es el astro de los duendes, por si eran flores de su naturaleza, ellas, metidas entre sus pencas, observan su regla, y callan como hijas de San Bruno; y ha sucedido que este arcano ha llegado a ser la constante preocupación de nuestra mente. Si alguien descubre la solución de este problema, agradeceremos que nos la participe.

Mas nos perdimos en un laberinto de flores. Pedimos perdón a los enemigos de nuestras digresiones y adversarios de los laberintos, conio si en cada uno hubiese un Minotauro! Dice Lamennais: «L'esprit revient sans cesse sur ce que le cæur aime». (Siempre recae el pensamiento sobre aquello que ama el corazón.)

Al frente tenía el patio la cocina, por la que se pasaba para ir al corral. Al lado de la puerta de entrada había una salita con su ventana a la calle, y su alcoba interior; al lado de ésta otro cuartito con puerta al patio.

Desde la calle se veía cerca de la cocina una escalera de ladrillo sin baranda y sin techar, labrada sobre un arco de material, que llevaba a un sobrado, en la que hemos visto ya al gato en el desempeño de sus funciones.

Estas escaleras rústicas que aparecen entre matas y flores dan a las casas en que se hallan un aire tan pintoresco, tan genuino, de viviendas pobres, campestres y sencillas, que causa el mirarlas el mismo dulce y simpático efecto que causan las construcciones de los Nacimientos.

Ansía uno por embutirse en aquella linda y candorosa pobreza; le parece a uno que así como el romero halla allí su adecuado y preferente lugar, lo hallaría uno igualmente. ¡Ah, feliz romero! superior en tu noble independencia al imponente Minos social, su alteza el Qué dirán, que con su multitud de ladradores canes, hijos del primitivo Cerbero, preside y dirige nuestras acciones, y juzga por su propia virtud al que quiere y al que no quiere ser juzgado en su tribunal, que por cierto, a pesar, o quizás a causa, de todos los gases modernos, suele estar muy mal alumbrado.

En la aseadísima salita se veían unas toscas sillas; de la pared colgaban unos malos cuadros de Santos, más admirados por ojos fervientes, que los de Murillo y Velázquez por ojos artísticos, y ved por los Santos, como el romero, prefieren las casas de sus amigos los pobres.

Sobre una mesa había una imagen de bulto de la SEÑORA, bastante buena, cuyos flotantes vestidos, que eran también de talla, estaban primorosamente pintados y dorados, y de una manera tan sólida y permanente, que una incalculable serie de años sólo habían logrado amortiguar algún tanto su brillo. ¡Qué artistas, qué artífices, qué menestrales, los de la época del oscurantismo!

Capítulo VI

Los espíritus fríos que no comprenden el encanto de la devoción práctica, me han asombrado siempre.

— Carlos Nodier
 

Saber es quizás engañarse; creer es la sabiduría y la felicidad.

— Ídem
 

A la puerta de la sala estaba sentada una anciana remendando un vestido de niña, reemplazando la destrozada espalda con un pedazo de tela de color y de dibujo distinto al del vestido.

Concluía su último sobrehilado, cuando se oyó bulla en la puerta, y las tres niñas que hemos visto ir al encuentro de su padre entraron presurosas, enseñando a la anciana, que era su abuela, los ramos de flores que traían.

—Y tú, Gracia, —preguntó la anciana, dirigiéndose a la mayor,— ¿no traes flores?

—Tenía el mejor de los tres ramos, que traía una estrella, —respondió Antonia, que era la segunda;— pero ese pícaro Raimundo, el hijo de la viuda de Trillo, se lo hizo pedazos con su bastón.

Gracia presentó a su abuela el destrozado ramo, sobre cuyas estropeadas flores brillaban como gotas de rocío sus lágrimas.

—No le hace, —dijo la anciana.— Con las que traen tus hermanas basta para llenar los floreritos, que para la fiesta de mañana, el Patrocinio de su santo Esposo, pondremos ante la SEÑORA. Aunque las flores, sean del campo, y aunque sean pocas, no importa; porque bien sabéis que la intención basta. Esto os lo probará un ejemplo que voy a referiros.

«Había en una huerta un pobre niño huérfano, que por caridad habían criado en ella. Todas las madrugadas venía al pueblo a traer la berza, y después de entregarla al revendedor, se iba a la iglesia de un convento. Allí se ponía de rodillas ante la imagen de una VIRGEN con mucho amor y fe, y no pudiendo traerle otra cosa como ofrenda, depositaba en aras del altar unas hojitas de las berzas que criaba. Los Padres, que notaron esta extrañeza, parecida a un desacato, llamaron un día al niño y le preguntaron por qué hacía aquello.

El niño contestó que lo hacía por el grande y tierno amor que tenía a la SANTA MADRE DE DIOS, que miraba como suya por no tener otra.

—¡Y qué! —le preguntaron los Padres.— ¿No sabes demostrárselo de otro modo? ¿No sabes rezar?

El niño contestó que no. Entonces le dijeron que todas las mañanas entrase en el convento, y que ellos le enseñarían. Así sucedió; y el niño, en poco tiempo, aprendió a rezar, a leer, a escribir y otras muchas cosas, y ya no le llevaba las hojas de sus berzas a la Señora, porque le daba vergüenza. Pero sucedió que el niño cada día se fue poniendo más triste. Los Padres quisieron averiguar la causa de esta tristeza, y se la preguntaron; a lo que contestó el niño que la Virgen no le quería ya tanto como antes.

—¿Y cómo sabes esto? —le preguntaron los Padres.

—Lo sé, lo sé, —respondió el niño.

—Pero ¿desde cuándo es que no te quiere como antes? —tornó a preguntar el Prior.

—Desde que tanto he aprendido, —contestó el niño.

—¡Pues qué! —le dijo el Prior.— Te mira mal la VIRGEN o te despide cuando formulas tus oraciones o cantas sus alabanzas?

—No, no, eso no, —respondió el niño.

—Pues entonces, —preguntó el Prior,— ¿por qué dices que te quería más antes?

—Porque antes, —contestó el niño,— cuando le traía las hojitas de mis berzas, se sonreía... y ya no se sonríe!»

Ved, pues, hijas mías, por qué dice el SEÑOR: «BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU», pues cuando son ricos de corazón, hay para ellos gracias excepcionales, negadas del todo a los soberbios fariseos y falsos doctores. Gracia, hija, las que más agradece la Señora son las flores cogidas en nuestro corazón, con las que diariamente le tejemos su corona.

En seguida pusieron las niñas las flores en los floreritos de cristal con algunas ramas de romero; hecho lo cual se arrodillaron las tres ante la imagen de la VIRGEN, y la abuela empezó a rezar la siguiente devoción:

CORONA DE ROSAS PARA ADORAR A MARÍA SANTÍSIMA.


Para alabar a María
dadnos gracia en este día,
MARÍA, Reina gloriosa.

Las niñas respondieron en coro:

Mi amor te ofrece esta rosa.

La rosa significa el Ave María, que en seguida empezó la abuela y concluyeron las niñas, siguiendo después de esta suerte:

ABUELA:
Virgen pura y candorosa,

NIÑAS:
Mi amor te ofrece esta rosa.
Ave María.

ABUELA:
En tu concepción dichosa,

NIÑAS:
Mi amor te ofrece esta rosa.
Ave María.

ABUELA:
DE DIOS PADRE HIJA amorosa,

NIÑAS:
Mi amor te ofrece esta rosa.
Ave María.

ABUELA:
DE JESÚS MADRE piadosa,

NIÑAS:
Mi amor te ofrece esta rosa.
Ave María.

ABUELA:
DEL SANTO ESPÍRITU ESPOSA,

NIÑAS:
Mi amor te ofrece esta rosa.
Ave María.

ABUELA:
Luz de los cielos hermosa,

NIÑAS:
Mi amor te ofrece esta rosa.
Ave María.

ABUELA:
Mujer fuerte y victoriosa,

NIÑAS:
Mi amor te ofrece esta rosa.
Ave María.

ABUELA:
Santa la más milagrosa,

NIÑAS
Mi amor te ofrece esta rosa.
Ave María.

ABUELA:
Emperatriz poderosa,

NIÑAS:
Mi amor te ofrece esta rosa.
Ave María.

ABUELA:
Mártir santa y silenciosa,

NIÑAS:
Mi amor te ofrece esta rosa.
Ave María.

TODAS EN CORO
Guirnalda de rosas bellas
pongo en tus sienes gloriosas;
¡oh, MARÍA! logre por ellas
quien te corona de rosas,
vértela puesta de estrellas.
 

¿Quién habrá podido contemplar tres lindas e inocentes criaturitas arrodilladas ante la PURA MADRE DEL HOMBRE-DIOS, y oído sus suaves vocecitas ofrecerle sus oraciones bajo el símbolo de una corona de rosas, sin sentirse conmovido? ¿Quién entonces no habrá considerado, o más bien, sentido, que sólo es verdadera aquella religión que encuentra a Dios y le adora de este modo puro, espiritual, tierno, ferviente, elevado y dulce, con todas cuantas facultades, a su divina semejanza, puso Dios en la criatura que crió para obedecerle y amarle? ¿Qué hacéis vosotros, moralistas falsos, fríos escépticos, amargos filósofos, con estas divinas facultades? ¡Las ahogáis en hiel y en egoísmo!

—Mae abuela, —dijo la más chica de las niñas, volviéndose sin levantarse hacia uno de los cuadros que colgaban de la pared y representaba a Cristo en la cruz, —¿vamos a rezarle un Credito al Señor enclavao para que vuelva presto pae?

—Sí, hija mía, —contestó la anciana.

La que en seguida empezó a recitar el Símbolo de la fe con las niñas. Y apenas lo concluían, cuando, como si el Señor se dignase, sonriendo, conceder en el acto su amante e inocente petición a aquellos pequeños seres que en su peregrinación en la tierra llamó a sí, abriose la puerta, en cuyo umbral apareció la bella y bondadosa persona del que llamaríamos, si pudiésemos hacerlo sin irreverencia, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de aquella familia.

—¡Padre! ¡Pae! ¡Paecito!

Lanzando cada una de las niñas uno de estos gritos, se habían arrojado hacia el recién entrado, colgándose la mayor de su cuello, la segunda de su brazo, y abrazándose la más chica de una de sus rodillas.

—Mae, —dijo éste, dirigiéndose a la anciana,— ya me tienen rendido y sujeto, lo propio que los alanos al toro, ya no soy naide.

—Niñas, dejad sentar a vuestro padre, que vendrá rendido, —dijo la abuela.

—Padre, rogando estábamos a Dios para que volviese usted pronto, —dijo la mayor.

—Sí, al SEÑOR enclavao, —añadió la chica.

—Y diciendo amén, usted en la puerta, —prosiguió la segunda.— ¡Como que es ese Señor más milagroso!...

—Como que es este Señor un traslado del de la Vera-cruz, de quien dijo Juan Espera— en —Dios que era idéntico al Señor, —dijo la anciana.

—¿Quién es ese Espera-en-Dios, madre-abuela? —preguntó Gracia.

—Es el Judío errante.

—¿Y quién es ese judío, abuelita? —preguntó Antonia.

—Ese judío —contestó la abuela— es un zapatero que vivía en Jerusalén en la calle de la Amargura, y cuando el Señor pasó por ella con la cruz acuestas, al llegar a la puerta de su casa, iba tan destrozado y exhausto, que quiso descansar en ella, y le dijo al dueño:

—¡Juan, sufro mucho!

Y Juan contestó:

—¡Anda, anda, que más sufro yo, que estoy aquí cosido al remo del trabajo!

Entonces el Señor, viéndose tan cruelmente despedido, le dijo al zapatero:

—¡Pues anda tú, anda... hasta la consumación de los siglos!

Al punto aquel hombre sintió que andaban sus pies sin él moverlos ni poderlos retener, y desde entonces empezó a andar, a andar... y desde entonces anda sin nunca pararse, y andará hasta la consumación de los siglos, para que se cumpla la maldición de Dios que se atrajo.

Viendo aquello, conoció aquel despiadado que era un castigo del cielo por su dureza, y por aquella palabra cruel de «¡Anda, anda!» que le echara a la cara al maltraído que le pidió descanso, y se arrepintió con el alma de lo que había hecho, y empezó a llorar su culpa y a desesperarse. Y así anduvo, hasta que al año, un Viernes Santo a las tres de la tarde, se le apareció en lo más lejano de los horizontes, y entre los elementos y celajes, un Calvario con tres cruces. Al pie de la más alta, que era la de en medio, estaba una Señora tan hermosa como afligida, tan afligida como mansa. Esta Señora volvió su cara descolorida y llena de lágrimas hacia él, y le dijo:

—¡Juan, espera en Dios!

Entonces sintió un consuelo muy grande, y siguió andando, y anda sin pararse jamás desde hace diez y ocho siglos. Y cuando se ve tan solo y desconocido a las generaciones que ve surgir y caer, sus amigos muertos, su estirpe extinguida, su tierra, que fue la del Dios de Israel, en poder de moros, su pueblo maldecido, desparramado, despreciado y mal visto, y que a pesar de todo, queda impenitente y descreído, con una señal en el rostro como Caín, se acongoja y desfallece su corazón. Pero vuelve el tiempo santo y con él el Viernes Santo, y a las tres se le reaparece el Calvario en los lejanos horizontes, y la Señora, que con su dulce voz le dice: «¡Juan espera en Dios!» Entonces recobra la esperanza, y con ella ánimo para cumplir su condena, y vuelve a andar y andar sin nunca pararse; por lo cual le nombran el Judío errante.

—Y ese Juan Espera-en-Dios, como que conoció a CRISTO nuestro bien, —dijo Gracia,— deberá saber Si el SEÑOR DE LA VERA-CRUZ se parece al que representa.

—Así es, hija mía, —contestó la anciana.— Así acaeció que cuando inauguraron su capilla, y llevaban a ella en procesión a la Santa Efigie, se vio pasar a un hombre, que era forastero y a quien nadie conocía, el que alzó la vista y miró al Crucificado; se le cayeron dos lágrimas por su tostado rostro, y dijo: «¡Cómo se parece al de la calle de la Amargura!» Todos los que lo oyeron se quedaron asombrados; y como aquel hombre prosiguiese andando sin pararse, no faltó quien le siguiese y viera cómo atravesaba el pueblo sin detenerse, y sin relantecer su marcha, ni aflojar el paso, desaparecía en la distancia.

Capítulo VII

La misión del arte es espiritualizar la naturaleza.

— Balzac
 

—¡Qué lastimosa es esa historia, abuela —dijo Gracia.— ¡Pobre Juan Espera-en-Dios! ¡Qué lástima me da!

—¡Toma! Para lo que hizo, bien poco castigo fue, —opinó Antonia.

—¡Ya! —repuso su padre, que se había sentado teniendo en sus brazos a la más chica de sus hijas.— Como que tú no puedas estarte quieta, te parece a ti que eso de andar sin descanso no es martirio.

—¡Ay, pae, que trae usted aquí una pulga! —exclamó la niña.

—Déjala, que pronto viene San Pedro, y se van todas las pulgas a cabildo.

—¡A cabildo! ¿Y por qué?

—Porque ya cobraron la contribución.

—Gracia, —dijo Antonia,— ¿a que no aciertas este acertijo?


Si la tienes la buscas,
si no la tienes,
ni la buscas ni la quieres.

La interpelada no contestó.

—¿No aciertas, chacha? —preguntó Antonia.

—Deja a tu hermana, a la que no divierten los acertijos, —dijo la abuela.— Hijo, —añadió, dirigiéndose al padre de las niñas,— ¿cobraste los garbanzos?

—No señora, madre. ¡Bien me pesa de haberle fiado a ese hombre, y no haber tenido presente que «oveja fuera, duro en la montera!»

—¡Válgame Dios! —exclamó la anciana.— Ese hombre tiene con qué pagar; y no hacerlo, es puramente mala voluntad. Pero debía tener presente el refrán que dice: «El que paga descansa, y es dueño de lo ajeno».

—Los cicateros el refrán que tienen presente, señora, es el suyo: «La vergüenza pasa, y el dinero queda en casa».

—Debías ponerlo por justicia, hijo.

—¡Qué, señora! Ese era el modo de que se fuera el dinero bueno tras el malo.

—¡Pero, hijo, si tu derecho está claro como el sol y tienes por ti la ley!

—Mas que asina sea. ¿No sabe usted aquello de: «¿Dónde vais, leyes? —Donde quieren Reyes». Señora, necios y porfiados hacen ricos a los letrados. Ello es que me ha sucedido como a Sebastián Cebada, que fue y vino y no le dieron nada. Pero no hay que apurarse, que todos los días paren las madres.

—¿Y dónde fue y vino Sebastián Cebada, pae? —preguntó la niña Antonia.

—A Madrid, a ver al rey.

—Paecito, cuéntelo usted, —rogó la niña.

—Pues han de saber ustedes, —contestó José Flores,— que era Sebastián Cebada el más gañán y el más bárbaro de su pueblo, en el que había muchos de su jaez. Púsosele entre ceja y ceja que había de ir a Madrid a pedir un empleo, y no hubo quien le pudiese sujetar, y en Madrid se encampó. Plantose ante el palacio real, aguardando a que saliese su real majestad, y conforme se tocó la marcha real, y se formó la tropa, y vio salir a su majestad, se puso a dar desaforadas voces gritando:

—¡Eh, eh, tío rey, tío rey!

Al oír aquellas voces, se volvió su real majestad y le dijo:

—¡Insolente, rudo, patán!

—Ya va su mercé cercano, pues me llamo Sebastián, —dijo el pretendiente.

El rey se echó a reír de tanta barbaridad, y le preguntó que qué era lo que quería; a lo que respondió éste muy en sí que quería un empleo.

—Bien está, —dijo su real majestad;— hágote administrador de la yesca.

Volviose Sebastián a su pueblo más alegre que unas carnestolendas, y más en sí que uno de los usías ingertos que usan a la presente.

—¿Con que —le dijo su mujer ende que entró— viste al rey?

—¡Vaya si le vide!

—¿Y te habló? —volvió a preguntar su mujer.

—¡Toma! Y me llamó por mi nombre.

—¿Y te dió un empleo?

—Y de los buenos.

La mujer se alborotó y llamó a las vecinas todas para decirles la buena nueva, y después de felicitarla con muchos parabienes, quisieron saber cuál era el decantado empleo.

Cuando les dijo el agraciado que era la administración de la yesca, se fueron riendo y refiriendo que Sebastián Cebada fue y vino y no le dieron nada.

Y yo, hijas, pasé por tres cabrerizas, me dieron tres quesos, y ahí queda eso.

—Padre, —dijo Gracia, tomando entre sus manos la cara de su padre, que dirigió hacia un lado de la pared del patio, en que en una teja, sujeta en ella, se veía un magnifico clavel, —¿le ve usted, medio blanco, medio encarnado, como las nubes a la puesta del sol?

—Ya veo, ya veo, —contestó el padre, mirando a su preciosa hija con inefable cariño.


Un rosal cría una rosa,
y una maceta un clavel;
y un padre cría una hija...
¡sin saber para quién es!

—¡Pobre rosa!, ¡pobre maceta y pobre padre! —murmuró la abuela, que recordó una hija difunta que había casado con un mal hombre.

En este momento entró en la casa un vecino, que era un muchacho de diez y siete a diez y ocho años, no mal parecido de rostro, pero muy pequeño y diminuto; lo que había hecho que le pusieran por apodo Peneque, apodo que le sacaba de tino, contra el que se resistía, se revelaba y protestaba con poquísimo éxito.

Mientras más se obstinaba en rechazarlo, más inherente se hacía el mal nombre; sucediéndole lo que al pobre pez, que mientas más esfuerzos hace por zafarse del anzuelo, más profundamente se le clava. Pocos días antes había acontecido que, exasperado a lo sumo, se había ido a quejar al alcalde: cuya entrevista se refería del modo siguiente. Es de advertir que el alcalde, que le conocía, que sabía que era un excelente chico, que desde pequeño mantenía con incansable afán a dos hermanitos y a su madre, enferma y viuda, le quería mucho, y le recibió con bondad.

Llegado a presencia de la autoridad el diminuto agraviado, diz que le dijo:


—A mí me llaman Peneque,
señor alcalde; ¿qué haré?
—Vete tranquilo, Peneque,
que yo lo remediaré.

contestó el alcalde, incurriendo, por la fuerza de la costumbre, en la demasía que le prometía refrenar.

Al entrar en la casa Peneque, mal y melancólicamente engestado y con un carrillo hinchado, se dejó caer de medio ganchete sobre una silla.

—¿Qué traes, Alonsillo, que parece que has probado vinagre? —le preguntó Flores, que era su padrino.

—¿Estás triste? —dijo Antonia.— Si estás triste, cuélgate un cascabel de las narices.

—¡Qué he de traer, padrino! —contestó Peneque, sin hacer caso de la escaramuza de Antonia.— Las penas se me empalman. ¡Ahora estoy malo!

—¿Pues qué te duele, hombre?

—¡Todo lo que se llama Alonso!

—Que eran treinta, y todos tontos, —observó Antonia.

—Hijo, si son dolores de frío los que tienes, —dijo José Flores,— pronto se te quitarán, pues nada los cura mejor que polvos de Mayo y cáscaras de brevas.

—No son dolores de frío, padrino; ¡es que tengo un golondrino! ¡Y esto en este mes, cuando más apremia la obra de zapatería, que tiene que estar lista para el Corpus! ¡Y el malhadado del maestro, que cuando se lo dije me respondió que era yo como los perros del Padre Lobo, que cuando salía la liebre, se les ofrecía ensuciar!

—Tú eres —dijo Antonia— como la vieja del Olivar, que cuando no tenía sarna, tenía postillas, Peneque.

—¿Qué Peneque? —exclamó éste, poniendo fiero su rostro desigualmente repartido.— No me llamo Peneque, que me llamo Alonso.

—Poncio Berengena, capitán de la manga llena, —repuso Antonia,— ¡bien sabes que todos te llaman Peneque, hasta el alcalde!

Los deslenguados no más, —exclamó el ofendido.— Mira como Gracia no me lo dice.

—¡Ya! —respondió la chiquilla.— Gracia es la paz vobis.

—Y cata ahí —dijo Alonso— por qué la quieren todos, por su angelidad. ¿No me ve usted la cara qué hinchada la tengo, tía Juana Poluceno?

Peneque quería decir Juana Nepomuceno.

—¡Vaya por Dios, hombre! —contestó la anciana.

—Tengo una influción, —prosiguió Peneque.— Cuando se lo dije al maestro, me respondió con burla: «Al que le duela la muela, que se la saque o que rabie». ¿Le parece a usted eso rigular?

—Hijo, toma unas buchadas de romero cocido en vinagre.

—Yo te coceré el romero, —se apresuró a decir Gracia.

—¡Qué había de tomar buchadas, —repuso tristemente Alonso,— si tenemos que velar para concluir la tarea!

—¡Cómo ha de ser, hijo! —opinó la anciana.— El trabajo es la única herencia que nos dejaron nuestros padres desde Adán. Mira a mi hijo José, que se va a trabajar a la luz de la luna a su haza.

—Como que el trabajo es la honra del pobre, —dijo José Flores.

Ya lo sé, —repuso Alonso;— y que Gracia se va con su mercé.

—Como está entonces el campo tan solo, yo acompaño y velo a mi padre, —dijo Gracia.

—Y mira tú, Alonsillo, a un hombre favorecido, que tiene ángeles de guarda a pares, —añadió José Flores.

—¡Ay, pae! —exclamó Antonia.— Lo propio que usted dice la madre de Alonso.

—Así bendecirá Dios a Alonso, como su madre lo hará; y a Gracia como la bendigo yo.

—¿Y a mí, padre? ¿Y a mí, padre? —exclamaron las dos chicas.

—¡A las tres! —contestó el buen padre a sus hijas, que se habían abrazado de su cuello.

Capítulo VIII

Hay personas que no creen en nada.
Preferible es a esto el creerlo todo.

— Vizconde de Arlincourt
 

A la mañana siguiente, cuando vino Alonso a la hora de comer, a casa de su padrino, como tenía de costumbre, antes de entrar en la suya, se quedó sorprendido de hallar en ella al Padre Banda y a sus discípulos que le habían precedido. Mauricio tenía las manos en los bolsillos y bostezaba, y Raimundo en las suyas un hermoso ramo de flores.

El Padre se había acercado a la anciana, y le decía en este momento:

—Ayer tarde destrozó Raimundo el ramo que tenía su nieta de usted; y hoy le trae otro en compensación. El perjuicio que se ocasiona, se, resarce.

Antoñita o Antoñilla, según la nombraban, que, como hemos visto, era viva y despierta y nada tenía de tímida, se acercó el ramo y le echó mano.

—¡Arre allá! —dijo con su díscola grosería Raimundo.— El ramo no es para ti, sino para la otra; para la llorosa estrella de Vandalia, que es más bonita que tú.

—Nadie llora sin causa, ni aún las estrellas, —dijo de repente Alonso, cuya entrada no había notado nadie.

—¡Ay qué cara! —exclamó Raimundo, soltando una carcajada.— Oye, Peneque: ¿es tu madre gorda y tu padre flaco?

—Al pobre le duele una muela, —dijo la anciana;— si hubiese hecho lo que yo le aconsejé, ya estaría curado.

—¿Y qué fue lo que usted le aconsejó? —preguntó el Padre Buendía.

Que se enjuagase la boca con vinagre cocido con romero. Tomando calientes estas buchadas, nunca se pica la dentadura.

—No sabía yo que el romero tuviese esa virtud, —repuso el Padre.

—¡Señor, si las que tiene esa mata bendita son tantas que no se pueden contar! Era en su principio un yerbasco del campo; pero desde que la Virgen Santísima tendió a secar en ella la ropita del Niño, está siempre verde, se hizo oloroso, y adquirió sus muchas virtudes.

—¡Qué! ¿Tendió la Virgen las ropitas del Niño en un romero? —exclamó Raimundo, en quien despuntaba ya el amable, el elegante y simpático tipo del escéptico ignorante, del necio pedante. Juan Niega.— ¿Cómo lo sabe usted, señora?

—Todo el mundo lo sabe y lo ha sabido de unos en otros, —respondió la anciana;— y hasta la copla de Noche-Buena lo dice:


¡Lavando estaba la Virgen,
y tendiendo en el romero;
los pajaritos cantaban;
adoremos el misterio!

Hay más, señorito: desde la muerte del Señor florece todos los viernes, día de su martirio, como para embalsamar su santo cuerpo. Trae ventura y santifica las casas que con él se sahúman la Noche-Buena. Ahuyenta su humo al enemigo, y purifica la atmósfera, evitando los perniciosos contagios: los polvos del romero secados, traídos sobre el corazón, lo alegran. La flor y las hojas, puestas entre la ropa, le dan buen olor y ahuyentan la polilla. Los cogollos más tiernos, comidos con pan y sal en ayunas, fortifican el cerebro y conservan la vista. El romero ahuyenta todo animal ponzoñoso. Bañar el cuerpo en agua en que ha caído romero, conserva la salud y fortifica el cuerpo. La flor del romero mezclada en miel blanca, espumada y hecha lectuario, limpia y fortalece el estómago. Las hojas del romero, cocidas en vino blanco, hacen un emplasto aparente para llagas envejecidas, y este vino sirve también para sujetar las raíces del cabello. El zumo del romero, aplicado en el oído, quita el dolor que proviene de frialdad. El humo que produce al quemarlo, es bueno para aire perlático y para dolores, es...

—¡Señora! —le interrumpió Raimundo.— ¿Por qué no dice usted de una vez que es el sánalo-todo? Por lo visto, el romero este que tiene usted aquí, y que en lo grande parece un lentisco, es el médico y el boticario de esta casa; aquí no habrá males nunca.

—Sí, señorito, que los hay, —contestó la anciana.— Dios, que le dio sus virtudes al romero, no le hizo más poderoso que su voluntad, la que alguna vez se le opone, porque así conviene.

—Niña sensible, —dijo Raimundo, dirigiéndose a Gracia, que tanto por cortedad, como por antipático desvío hacia aquel muchacho áspero y audaz, se había retirado lejos,— aquí tienes un ramo con tus lloradas estrellas. Vienen las mismas que, según dice la copla, hay en el cielo, esto es, mil y siete; con las dos de tu cara y la de Vandalia, son mil y diez. Si no quieres tomar las flores, aquí las meto entre las ramas del romero, por si padecen de algún achaque, que se lo cure. ¡Vaya contigo! que más pronta estás para llorar las flores cuando las pierdes, que para celebrarlas cuando se te brindan.

—Es que aquéllas me las trajo mi padre, —murmuró la niña.

¿Y eran por eso más hermosas que éstas? —preguntó con burla Raimundo.

—No; pero yo las quería más, —respondió Gracia.

—¡Ay! ¡Qué superfínica, superlatívica y supersupínica eres! —dijo Raimundo.

Y dirigiéndose a la anciana, añadió:

—Tía abuela, usted que le reconoce tantas virtudes al romero, que será preciso canonizarlo y rezar a San Romero, ¿me querrá usted decir si le reconoce alguna a las abulagas? Pues por mí no sé que tengan otra que la de quemarles las cerdas a los cochinos difuntos, y la de pincharles por detrás a los gatos cuando se acercan a las macetas de flores, en las que se las coloca a ellas como guardas de honor.

—Nada bueno sé de las abulagas, —contestó la anciana;— sí sólo sé que la calle de la Amargura y el Monte Calvario están hechos un espeso abulagar, desde que por ellos pasó el Señor con la cruz acuestas.

—¿Usted lo ha visto?

Esta muletilla de los sabios y entendidos, que no se las tragan como ruedas de molino, como nosotros los necios e ignorantes, se le ocurrió a Raimundo, a pesar de ser un zoquete. ¡Cosa más rara! Pero a fuer de verídicos, tenemos que consignarlo.

—No, señorito, —contestó la anciana.— Pero si sólo se creyese lo que se ve, los pobres ciegos no creerían nada.

—Bien dicho, tía Juana Nepomuceno,— dijo el Padre Buendía;— y mejor de lo que usted piensa. La fe no entra por los ojos, que entra por el oído: Præstet fides supplementum sensuum defectui. (Supla una fe viva a la escasez de nuestros sentidos.) Hágame usted el favor —añadió el Padre, dirigiéndose hacia el arriate— de darme unas ramas del romero; que me daré, según usted aconseja, un sahumerio en esta pierna, en que me molesta un dolor reumático.

—¡Señor, cuantas quiera su mercé! Ahí está la mata a su disposición.

Y la abuela y sus nietas arrancaban a competencia ramas al romero.

—¡Basta, basta, señora! —dijo el Padre.— Que va usted a despojar al arbusto.

—Pierda su mercé cuidado, —repuso la anciana;— en cogiendo al romero sus ramas con buen fin, mientras más se le arranca, más mete. Le sucede como al rico limosnero, que mientras más da a los pobres, más aumenta Dios su caudal.

—Bien dicho, señora, —repuso el Padre;— que a nadie empobrece la limosna.

Cuando hubieron salido, dijo a los niños:

—¿Veis cómo está al alcance de todos la santa ley de Dios?

—¡Ya! —respondió Raimundo.— La definición de la limosna la tienen los pobres en la punta de la uña; como que les tiene cuenta, pues ellos son los que la cobran.

—Te equivocas, Raimundo, como siempre que habla por tu boca la malicia, —repuso el Padre.— Los pobres dan todos, sin excepción, a otros más necesitados, si a ellos acuden; y no todos, sino pocos, reciben limosna. Avergüenzan, pues, al rico, para el que es un precepto religioso, una obligación social, y la más dulce prerrogativa de la riqueza, el dar a manos llenas y sin contar.

—Todas sus rentas, aunque se queden sin ellas, ¿no es eso? —preguntó Raimundo con ironía.

—No, hijo, eso no. Expresa, el pueblo con su buen sentido en un refrán la justa medida en el dar, de esta forma: «Ni a ti que te luzca, ni a mí que me haga falta». Pero se debe dar cuanto no se necesite. Dice fray Manuel en su Carta portuguesa, traducida por Isidro Fajardo: «Quien gasta menos de lo que tiene, es prudente; quien gasta lo que tiene, es cristiano; quien gasta lo que no tiene, es ladrón». Dice San Lucas: «Dad a todo el que os pida. Haced bien, y prestad sin esperanza de recobrarlo.» Ésta es la ley de Cristo, hijo. Y ten presente que dice San Benito: «No soy cristiano en verdad, si a Cristo no sigo». Tú, Raimundo, —prosiguió el Padre,— eres, no sólo descortés, sino áspero en tu trato, lo que no deja de ser también una falta de caridad; y es preciso, hijo, ser cortés con todos, aunque sean inferiores; que esto, si es honra para quien la recibe, más es para quien la hace.

Antes de irse, y mientras cortaban la abuela y las nietas las ramas del romero para el Padre Buendía, se había acercado Raimundo a Alonso y le había dicho:

—Oye, Peneque: ¿con qué has entrado en la hermandad de la lezna?

Alonso no contestó.

—Como eres tan finito y repulido, —prosiguió Raimundo,— harás zapatitos de tabinete para las mujeres, y de tafilete encarnado para los niños.

—Hago zapatos de vaca para los hombres, ¿está usted, señorito? —respondió Alonso.— Que aunque le parezco yo a usted fino, soy recio para el trabajo y para cuando se necesita serlo.

—Y sobre todo, necesitas serlo para la vida que vas a llevar, —repuso Raimundo,— pues es sabido que los zapateros llevan una vida trabajosa.


Lunes y martes de chispa;
miércoles la están durmiendo;
jueves, viernes, mala gana,
y sábado entra el estruendo.
 

Hoy es viernes; te toca mala gana, y bien se te conoce.

—No es mala la que tengo... —dijo Alonso, cerrando los puños de coraje.

Lo demás de la frase no lo oyó Raimundo, que le había vuelto la espalda.

—Cuando oigo y veo a ese señorito Raimundo, —dijo Alonso así que se hubieron alejado el Padre Buendía con sus discípulos,— se me pone el cuerpo envenenado y con una hormiguilla que me desatienta. Es más raído, más insultativo y provocante que un baratero. Más humos tiene que una hoguera sin llama, porque tiene dineros mal ganados, siendo un don Nadie, y levantado del polvo de la tierra ayer de mañana; que mi abuelo conoció al suyo arriero, andando tras de los burros.

—Calla, Alonso, —le dijo la buena anciana;— que haces malamente en echar juicios temerarios y decir que el caudal de los Trillos es mal ganado.

—Señora, quien dice la verdad, ni peca ni miente.

—No afirmes lo que no sabes, hijo. Tú no conoces a esas gentes de rejas adentro, y nunca han tenido en el pueblo mala nota.

—¡Mire usted que hacer burla de Gracia!... Sólo ese mal alma lo hace. ¡Buena prenda saldrá el niño, ese! Que por las vísperas se conocen los Santos.

—Raimundo es áspero y desamoretado, no digo que no, —dijo la buena anciana;— pero, hijo mío, cada tejadito tiene su jaramaguito. Él se enmendará; que para eso tiene a su lado al Padre Buendía, que es un señor muy docto y muy santo.

—¡Qué se había de enmendar, señora! —exclamó cada vez más exasperado Alonso.— La zorra mudará los dientes, pero no las mientes. ¡Mire usted que después de hacer llorar a Gracia, que es tan bendita, hacer burla de su llanto!...

—Ya ves cómo le ha traído en desagravio un hermoso ramo de flores, —observó la abuela.— Tú, Alonso, eres muy noble, y tienes el corazón muy sano; y así, son tus corajes como la risa del negro que se apaga al instante.

—No lo crea usted, —exclamó Alonso, a quien el golondrino, la muela y Raimundo, en unión y competencia, habían exasperado;— sino que como no tengo dinero, me llamo callar. Pero la procesión anda por dentro. Acuérdese usted de lo que le digo, tía Juana Poluceno. Por ese charran, por ese guapo de esquina, me ha de venir a mí algún mal.

—No seas caviloso, Alonso, —repuso la anciana,— ni abrigues enemistad; que eso es traer un judío en el cuerpo. El señorito Raimundo no te ha hecho mal; pero caso que te lo hubiese hecho, ten presente que dice la ley de Dios: «No tengas odio con quien te ha hecho mal; necia cosa es pecar tú por aborrecer al que pecó; y no se ha de castigar un pecado con otro».

Capítulo IX

Galicia, en realidad,
da de sí la gente honrada;
que aunque es un poco pesada,
guarda palabra y verdad.
 

Pasaron algunos años. El tiempo, ese gran reloj al que Dios dio cuerda, y para el que no hay paradas, los fragua en su incesante andar, y los fraguará mientras el gran poder que le ordenó andar no le mande parar.

Estos años habían pasado sin traer mayor alteración en la vida y circunstancias de la familia de Trillo. La viuda había seguido ocupándose de la labor y de su casa. El Padre Buendía había perseverado participando su saber y sembrando su enseñanza, pero, menos afortunado que su parienta, sin recoger la más mínima cosecha. Sólo un sucedido había marcado la época que pasamos por alto. Había muerto un hermano, viudo, de Doña Amparo, dejando un buen caudal y una hija, y a su hermana albacea del primero y tutora de la segunda, que, dicha señora había traído a su casa.

Esta niña era el engendro de lo indefinido y de la monotonía. En su físico eran su cuerpo y talante un conjunto de líneas rectas sin ondulaciones. Era indefinido el color de su tez, que no era ni blanca ni morena; el de su cabello, que no era ni rubio ni oscuro; el de sus ojos, que no eran ni negros ni azules; y toda ella ni era bonita ni fea. Su trato, de la misma conformidad: ni agradable ni desagradable, pues ni se alzaba a la gratitud, ni alcanzaba a la exigencia. Rodeábala un círculo de atmósfera impermeable. Así era que refería una maldad con severas palabras, pero sin la menor indignación; contaba una cosa graciosa sin reírse, y las más tristes sin inmutarse. Y tan nulo era su pulso interno, que siempre que hablaba sobre lances en los que su intervención hubiese podido ser útil o evitar un mal, y alguna persona le decía con energía: «Pero tú, ¿por qué no hiciste aquello o estotro?» contestaba indefectiblemente sin añadir más palabra ni razón: «¿Yo?»

Este yo, muy usual, es, según el tono con que se pronuncia, altanero, despreciativo, esquivo, tímido, o medroso. En ella no era nada de eso: era simplemente la expresión de la sorpresa.

Nombrábanla Trinidad, aunque habrían acertado mejor en llamarla Unidad. Tenía entonces catorce años, esto es, seis menos que Mauricio, que a la sazón contaba veinte; y era el sueño dorado de la viuda unir con toda legalidad a estos dos pimpollos, objetos de su cariño, y los dos caudales, objetos de su ternura. Pero ello es que la viuda tenía en su mano disponer que los mismos arados penetrasen en las tierras de distintas procedencias; mas no tenía la facultad de disponer que los mismos sentimientos penetrasen en aquellos corazones de diferentes dueños.

Doña Amparo nunca había oído hablar de imanes, de simpatías, de filtros, de atracciones magnéticas, ni aún de sortilegios; ni siquiera de medias naranjas. Todo esto, que en realidad es medio griego, era para ella griego entero; a no ser así... —no quisiéramos hacer juicios temerarios;— pero puede... puede que algún mal pensamiento se le hubiese ocurrido para llevar a cabo uno bueno. A pesar de las pocas esperanzas que le daban el pazguato Mauricio y la pánfila Trinidad de constituirse en amantes de Teruel, Doña Amparo se consolaba, con estas sensatas reflexiones:

—Son muy jóvenes: de aquí a dos años comprenderán lo que les tiene cuenta.

Y en esta confianza, la señora se dormía profundamente, hasta que el despertador de la casa ponía a todo el mundo en pie, con un quiquiriquí perentorio y sin apelación, lanzando en sus barbas a Morfeo.

Lo que es Raimundo, hacía una burla completa de su prima, a la que había puesto por apodo Jaletina, y con este nombre, una banderilla al flemático amor propio de su prima. Por vez primera en su vida Trinidad se había picado; de resultas de lo cual Doña Amparo proscribió en la conversación, como lo estaban de su mesa, toda clase de jaletinas.

Poco después declaró Raimundo un día a su madre que quería ser abogado, y para eso, pasar a Sevilla a estudiar.

La casa se alborotó. La viuda se opuso. El Padre Buendía se retiró de la peliaguda contienda, diciendo: «Velle suum cuique est, nec volo vivitur uno.» (Cada cual tiene su parecer, ni es uno solo el plan y la idea que hay para vivir.) Mauricio apoyó a su hermano mayor por tal que se fuese, y Doña Amparo tuvo que ceder contra toda su voluntad y convencimiento, como sucede a muchos padres de la era presente, de la que ha dicho un autor: «La revolución no modificó sólo las instituciones, sino que alteró las ideas y las costumbres. Debilitose entonces con otros principios el de la autoridad paterna, hasta ser reemplazado con no menos exageración por la tiranía filial. Antes el padre imponía sus opiniones a la familia; ahora obedece». Esto es, añadimos nosotros, que están los frenos trocados. ¡Y así anda ello!

Doña Amparo halló algún consuelo, al partir su hijo, en su consejo privado, que se componía de dos veteranos beneméritos.

Era uno el capataz, que fue de opinión con estudios finos se era un buen alcalde y se les ponía las peras a cuarto a los ensucia-tinta, abogados y escribanos, plagas del mundo; y que aunque la corriese algún tanto el muchacho, no debía apurarse su madre, en vista de que carrera que no da el potro, en el cuerpo se le queda.

El otro consejero, que era un antiguo criado gallego, muy simpático a su ama, fue de la misma opinión, y dijo a su señora: «Déjelu ir, mi ama, si le da jana; la llave se echa a lus cuartus, e non a lus mozus.»

Es preciso decir algunas palabras de este gallego, que era persona de alguna importancia en casa de Trillo. Esta importancia, que él sabía hacer valer, no la debía por cierto, ni a su finura, ni a sus lisonjas. Blas Sampayo no medraba por semejantes medios de mala especie; la debía a sus servicios y a su hombría de bien, y poco le importaba que estuviesen contentos sus amos o no. Lo que le importaba era que marchasen las cosas bien y derecho; es decir, que, como los gatos, amaba a la casa sin querer mucho a sus amos. Habría llorado un peso duro que hubiesen perdido; pero si uno de los niños se hubiese roto un brazo, le habría dicho con mucha indiferencia: «Bien empleado se te está; ¿e pur qué te caes?»

Tenía Blas la fidelidad, pero no la abnegación de los suizos; que la avaricia y el egoísmo son gemelos que crecen a la par. Daba sin que le pidiesen su opinión —la cual era, si bien no siempre entendida, siempre recta y honrada— sobre lo que era de su incumbencia y sobre lo que no era también. Para él no había predilecciones ni oposiciones: eran para él las cosas antes que las personas; el cálculo antes que el sentir. La señora le entendía. Mauricio no le escuchaba, y Raimundo le mandaba callar, a lo que no obedecía jamás el fiel servidor, que había criado muchas alas, sin dejar por eso de ser muy pesado.

Cuando primero se presentó para ajustarse, empezó Doña Amparo por enumerarle las faenas que tenía que hacer; y a cada cosa contestaba: «Está bien, está bien». De suerte que la señora fue cargando la mano de una manera tan extraordinaria, que si hubiese tenido el día cuarenta y ocho horas en lugar de veinticuatro, ninguna hubiese quedado para el fámulo vacante y sin ocupación. Discutiose en seguida el renglón de la comida; pero el gallego le cortó el hilo de la conversación a la señora, asegurándole que en ese particular sólo miraba la cantidad, y no la calidad. En seguida preguntó:

—¿Y la paja?

—¡La paja! —repuso la señora.— ¡Vaya una pregunta! ¿Qué te importa la paja?

—Impórtame mucho, mi ama.

—Pero ¿para qué la quieres?

—¡Tuma! Para mí.

—¡Pues qué! ¿Tienes acaso algún borrico a quien dársela?

—Nun tengo burricu; es para mí.

—¡Extraña exigencia!

Más extraño es querer tener mozos e non darles paja.

—Pues yo no doy paja a mis criados.

—E yu nun trabajo sin paja.

—¿Quién ha visto a un sirviente exigir paja?

—¿E quién ha vistu a un amu querer que le sirvan sin dejar la paja?

La señora se impacientó; el gallego se indignó; y habríanse separado furiosos, a no acertar a entrar el capataz, que explicó a Doña Amparo que la paja era la paga.

Estando en el cortijo por temporada, la señora, que era religiosa, que tenía mucho arreglo y que no permitía se quedasen sus criados sin misa los días festivos, envió un domingo a Blas al pueblo para que oyese la misa de doce, montado sobre una burra, que a su vuelta debía cargar con comestibles.

La burra era vieja, y por más que Blas la arreó, llegó tarde a la puerta de la iglesia, y no pudo alcanzar la misa.

Desesperado Blas, se volvió hacia la burra, y tirándole con coraje el sombrero que en la mano derecha tenía, «¡sobre tu alma va!» le dijo.

Hizo tan buena alianza con Doña Amparo, y se identificó tanto con la casa, —con esa ley y esa buena fe anejas a los gallegos,— que pasaron años y años sin regresar a su tierra, ni acordarse de su mujer, la que al fin mandó una requisitoria para recuperar judicialmente su perdido bien. No hubo escapatoria: Blas tuvo que ir a dar cuenta de su persona a su Dido.

Pero fue el caso que llegó en el fatal momento en que se había acabado de morir una de las dos vacas con las que araba la mujer su campo. Ésta, que era una virago intrépida, puso a su marido, que quiso que no, a ocupar al lado de la vaca viva el lugar de la vaca muerta, y el campo se aró y se sembró. Blas llevó este papel de comodín a regañadientes; pero al fin se conformó. Mas como en seguida los vecinos le quisieron hacer alcalde, con eso no se conformó, y bajo la impresión de su pánico, echó a correr, sin volver la cara atrás, hasta llegar a Vigo y embarcarse en el vapor. Y una vez en éste, se metió en las más profundas entrañas del barco, en amor y compaña con el carbón de piedra, y no sacó su garbosa persona a luz hasta haber anclado el vapor en la bahía de Cádiz.

Así fue que regresó Blas de pésimo humor, merced al resultado de su viaje, que fue dejar en Galicia un campo arado, un hijo más, y una vara de alcalde desairada; todo lo cual le costó seiscientos reales, que lloró siempre harto más amargamente que sus pecados.

Raimundo partió. Llegado que hubo a Sevilla, y siguiendo sus buenas y finas tendencias, se matriculó en la sociedad del tabaco, y no en la Universidad; se dedicó a las francachelas, y no a las cátedras; frecuentó garitos, y no frecuentó aulas; intimó con las cigarreras, y no con los profesores; abrió muchas botellas y pocos libros, hallando para todo dinero; porque el dinero, si ha de servir para vicios, no se hace de pencas, como lo hace cuando ha de servir para buenos fines. No parece sino que esas monedas pálidas y sucias, esos napoleones encanallados, esos pesos, a los que con tanta propiedad se les añade la calificación de duros, se retiran y se niegan cuando se les busca con buenos fines, y que sonríen bailan, se prestan y van al encuentro de los malos.

Capítulo X

Il y a dans ces tableaux un charme d'innocence
à convertir les rebelles.

(Hay en esos cuadros un encanto de inocencia
capaz de convertir a los más rebeldes.)

— Victor Pavie
 

El hombre más feliz es aquél que pone en relación el principio y el fin de su vida.

— Goethe
 

Mientras estos sucesos tenían lugar en la casa de Trillo, la de José Flores era presa de la gran calamidad de los pobres, de la que tras sí arrastra todas las demás, la enfermedad. José, víctima en toda la fuerza de su robustez y actividad, de la parálisis, yacía sin movimiento sobre su lecho.

Sólo los ángeles del cielo vieron y pudieron contar las desgarradoras lágrimas y las selectas pruebas de cariño que el amor materno y el filial prodigaron a porfía, y unas tras otras sin intervalo al paciente. Así es que aquellos ángeles, compadecidos, traían a veces consuelos que se notaban en la dulce sonrisa del enfermo y en la infinita felicidad que estas sonrisas comunicaban a los que le rodeaban.

Quien era el incansable ayuda de estas desvalidas y consagradas criaturas, era Alonso. Siempre que salía del trabajo, se apresuraba a acudir allí; hacía sus comisiones, pagaba la botica, traía de cuando en cuando al enfermo media libra de chocolate o su cuarta de bizcochos, y los distraía y consolaba a todos, contándoles cuanto sabía y cuanto se le venía a las mientes.

Mas los recursos iban escaseando, y un día la pobre anciana llamó aparte a Alonso, y le dijo llorando:

—Algún buen ángel te ha traído aquí, hijo. Sin ti, ¿qué sería de nosotros?

—¿Quiere usted callar, señora por María Santísima? —contestó Alonso, al que se le iba oprimiendo su hermoso corazón.

—Oye, hijo, que tengo que decirte, —prosiguió la anciana.— Ya sabes, Alonso, que donde sale y no entra... el fin se le ve. Ya, hijo, todo se ha ido en la enfermedad, y no nos queda más remedio que vender el haza; y yo quisiera que me buscaras comprador. ¡Cómo ha de ser! Dios nos la dio, y por eso siento tanto más perderla.

—Dios lo da todo, —dijo Alonso.

—¡Verdad es! —repuso la anciana.— Pero has de saber que esta haza vino a nuestro poder de una manera extraña, y que como a son de trompa nos la dio la Providencia. Un día que pasaba yo por la lotería con una vecina, instome ésta a que echase con ella. Yo no tenía más que tres reales, y mi hijo estaba trabajando en un cortijo, y hasta el sábado no venía a holgar, ni había quien entrase un real por mis puertas. Alonso, hijo, me desvanecí, y eché veintiún cuarto con la vecina.

Apenas llegué a casa y me hallé con sólo cuatro cuartos en la faltriquera, cuando conocí mi desacierto, y me pesó en el alma haberlo cometido. Llegó entonces un pobre a la puerta, y le despedí con poco agrado y sin compasión.

Salí poco después para mercar siquiera cuatro cuartos de habas para poner un potaje a mis niñas, cuando al salir, lo primero que me eché a la cara fue al pobre anciano que me había pedido limosna, arrimado a la pared de enfrente, en un rayito de sol, comiéndose un tronco de col. Yo no sé lo que sentí, Alonso; pero mi espíritu se perturbó, y el corazón se me oprimió como puesto en prensa. Corrí a él, y le di los cuatro cuartos. Entonces, Alonso, me dijo por tres veces: «¡Dios se lo pague a usted! ¡Dios se lo pague a usted! ¡Dios se lo pague a usted!» Y si aquella voz no fue la misma de Jesús, fue una voz que llegó a él; que si bien aquella noche nos acostamos sin cenar, a la mañana siguiente pagó Dios la deuda del pobre, con muchas creces, como paga Su Divina Majestad, pues había puesto en mis números un premio de quince mil reales de vellón.

Con ese dinero, hijo, remediamos muchas miserias propias y ajenas; hicimos a la casa aquel soberado, una función de gracias al SEÑOR DE LA VERA-CRUZ, y compramos el haza. ¿Fue o no fue milagro?

—No se descorazone usted, tía Juana, —respondió Alonso.— Dios tiene que dar de lo que ha dado. No faltarán socorros; y el haza no se vende viviendo yo y teniendo desempeñado mi mayorazgo.

Y el excelente joven señaló sus brazos.

En seguida trajo doscientos reales, que a cuenta de trabajo pidió a su maestro. El haza no fue vendida. José, lo supo, y no pudiendo hablar, expresaron su sentir dos gruesas lágrimas; y haciendo seña a Alonso para que se acercase, puso trabajosamente sus manos sobre la cabeza que éste inclinó, y levantando sus ojos al cielo, hizo una oración mental para bendecirle. Así lo comprendieron su madre y sus hijas, porque cuando José volvió a bajar la vista, las vio arrodilladas, y las oyó decir: «Amén».

Alonso salió del cuarto con tal congoja, que después de beber el agua que se apresuró a traerle Gracia, reclinó y escondió su rostro en el seno de la anciana, que le había seguido.

¡Dios mío! ¿Qué es el alambicado, redicho, recalcado sentir y las emociones ficticias de las gentes melancólicas, extremosas, descontentadizas o malhumoradas, comparadas con el primitivo y enérgico sentir de la naturaleza en sus puras y genuinas fuentes?

Si mientras más tiempo pasaba, miraba Alonso con más amor a Gracia, ésta a su vez miraba a Alonso cada día con más gratitud y más ternura, porque no pertenecía Gracia a aquella especie de mujeres de descarriadas inclinaciones, a las que no atrae ni ilusiona lo bueno y lo honrado. No, al contrario; lo bueno y lo honrado era lo que simpatizaba con su noble y puro ser. Añadiose a esto, que cada uno de los cuidados que Alonso prodigaba a ese padre que ella adoraba, era una nueva raíz con la que se profundizaba en su corazón aquel amor, hijo de su gratitud y aprecio.

Una noche entró LA MAJESTAD en la casa del pobre, sin séquito ni apariencia, como para ejemplo de humildes anduvo por la tierra hecho hombre.

Nuestro joven y su hermano llevaban dos faroles; un monacillo tocaba una campanilla. Dios venía pobre como anduvo por el mundo; y como entonces, acudía a los pobres y mansos; como entonces, adorable, consolador, SALVADOR Y GRANDE.

Verdad es que si aún hubiese estado viviendo hecho hombre, por su propia voluntad hubiese venido a aquella pobre casa, en la que con tanto amor se le llamaba, con tanta esperanza se le aguardaba, con tanta fe se le recibía.

Cuando llegó Alonso de vuelta de acompañar a LA MAJESTAD, José, que no podía hablar, le hizo seña de que se acercase. Entonces fijó sus ojos en el altar, que para el augusto acto habían prevenido. La desconsolada Gracia, que con su manso valor de cristiana reprimía su inmenso dolor, por tal de no separarse un momento del lado de su padre, comprendió, o mejor dicho, adivinó lo que deseaba, y puso ante sus ojos el cuadro del SEÑOR DE LA VERA-CRUZ que adornaba el altar.

José movió los labios como si quisiese hablar.

Gracia, que estaba acostumbrada a comprender su mudo lenguaje, dijo:

—Palabras.

José, hizo una señal afirmativa y alzó tres dedos.

—¿Tercera palabra? —preguntó Gracia.

—¡MUJER, VE AHÍ A TU HIJO! —murmuró entre sollozos la anciana, recordando las de la Cruz.

José volvió a hacer una señal afirmativa, y miró con sus expresivos ojos, primero a su madre, y después a Alonso.

Éste, penetrado del pensamiento del moribundo, se acercó a la pobre anciana, a quien abrazó diciendo:

—¡HOMBRE, VE AHÍ A TU MADRE!

En el semblante de José brilló un santo gozo y una tierna gratitud.

Después miró a Gracia, y en seguida a Alonso; ambos comprendieron; Gracia bajó los ojos, y Alonso dijo en queda y conmovida voz:

—¡Si ella quiere!...

José miró al SEÑOR en la CRUZ y dio un suspiro. Gracia alzó la vista y lanzó un grito; la cabeza de su padre había recaído sobre la almohada; sus ojos estaban cerrados; con aquel suspiro de amor y gratitud había volado su cristiana, honrada y amante alma al seno de su Criador. La muerte iba borrando poco a poco con su austero sello aquella dulce y santa sonrisa, última expresión de su buena vida.

Innecesario es, así como es imposible, pintar el dolor de aquellas amantes y desvalidas criaturas, cuando en la casa no quedó ni aún el cadáver del que tanto amaban.

El dolor exalta la juventud y abate la vejez; es más déspota en su reinado cuando lo considera temporal, como sucede con el de los jóvenes, que no cuando lo sabe perdurable, como lo es en los ancianos. Así, la abuela fue la que, ayudada por la conformidad cristiana, vertió sus consuelos y enseñanzas a sus nietas.

—No desconfiemos, hijas mías, —les decía;— que Dios no abandona a quien en él confía. Él es Padre de los huérfanos, y esto os lo probará el ejemplo que voy a contaros:

«Cuando Dios andaba por el mundo, caminaba un día con San Pedro, cuando acertaron a pasar por una casa en que estaba una niña que lloraba amargamente.

—¿Por qué lloras? —le preguntó el Señor.

—Porque se me han muerto mis padres, —contestó la niña.

—Será también, —dijo San Pedro,— porque no tendrás ahora quien te mantenga.

—No pienso en eso, —respondió la niña.

—¿Pues quién te va a mantener? —le preguntó el Santo.

—No me cuido de ello, —contestó la niña;— que Dios me crio, Dios me mantendrá.

Poco después pasaron el Señor y San Pedro por una casa en que estaban dos ancianos, marido y mujer, trabajando con mucho ahínco.

—¿Por qué trabajáis con tanta ansia y afán, si no tenéis necesidad de ello? —les preguntó el Señor.

—Es preciso —contestaron los viejos— pensar en el día de mañana.

Más valiera que pensaseis menos en el día de mañana y más en la eternidad, y que confiaseis más en la Providencia, —les dijo San Pedro.

Cuando el Señor y su discípulo se pusieron a comer, sacó el primero un platito de su comida, y le dijo a San Pedro:

—Anda, llévale este platito de comida a la niña que confió en su Criador, y dile que nunca le faltará.

Así lo hizo el Santo, y cuando pasó por delante de la casa de los viejos ricos y codiciosos, vio que habían entrado en ella unos ladrones, que por robarlos habían muerto a sus dueños.»

Ya veis, hijas mías, que no tenemos que desconsolarnos. Tenemos a Alonso que mirará por nosotros, y ustedes que saben coser y bordar, se ayudarán con sus manos.

Efectivamente, las niñas, en particular Gracia, cosían y bordaban con perfección.

Parece increíble cómo sobresalen muchas jóvenes en los pueblos en estos trabajos de mano, sin más que su buena disposición y la enseñanza que reciben en las pobres AMIGAS, en que se canta la doctrina en aquel monótono e infantil sonsonete, en el que alternan las grandes que preguntan, y las chicas que contestan; en aquellas Amigas en que aprenden las graciosas relaciones tan naïves, esto es, sencillas y cándidas, que desprecia y rechaza la época, y que se van disolviendo en el olvido. ¡Cuán cierto es que el escepticismo hostil y el racionalismo rastrero traen consigo por primer ayudante el prosaísmo, por primer resultado el desencanto, y por consecuencia la preponderancia de lo material sobre lo espiritual!

¿Qué han adelantado aún los menos apóstatas con su Teodicea, sino anular la revelación, extinguir la fe y crear este gran caos de ideas incoherentes, confusas, alambicadas, incomprensibles y contradictorias? ¡Disidentes! no enturbiéis la fuente que estancó vuestra sed.

El tierno corazón de Gracia había hecho, como ya hemos dicho, del aprecio y del agradecimiento que le inspiraba Alonso, un amor puro, suave, modesto como lo era ella, y tan exclusivo, que todo el universo se encerraba para ella en aquella humilde casita en que habían nacido y habían muerto sus padres, en la que se veía rodeada de su buena abuela, de sus hermanitas y de Alonso. Mas desde la muerte de su padre, este amor, que en ambos jóvenes vivía sentido y no expresado, como música sin palabras, se había declarado a todos con la buena fe y franqueza que existe en estas materias en el pueblo de campo. La última voluntad de su padre había consagrado este amor, y Gracia se apresuraba a acudir a la reja, cuando de noche oía la voz del honrado y feliz Alonso, que llegaba cantando:


Oprímeme el corazón
verle vestida de negro
que la sombra de tu pena
a mí me da sentimiento.
¡Malhaya la ropa negra,
y el sastre que la cortó!
Que mi niña tiene luto
sin haberme muerto yo.

Capítulo XI

¿En dónde hallar en adelante esas bellas nociones de moral, que referían nuestros deseos hacia un mundo mejor? Camina el egoísmo con la frente erguida, invádelo todo, desde la juventud trabajada por una ávida ambición, en la edad en que sólo sentimientos tenerosos abrigaba otras veces, hasta la vejez, la que con un pie en la sepultura, especula sobre el alza y sobre la baja, y sueña con un confortable y sólido porvenir para un soplo de vida que le queda.

(Discurso de Mr. Kératry en la Asamblea.)
 

Un día de otoño estaban en casa de la viuda de Trillo, en el comedor, sentados a la mesa de pino sin pintar, esta señora, el Padre Buendía, Trinidad y Mauricio.

Cubría la mesa una mantelería primitiva, tal cual se ven en posadas y paradores; mantelerías que están mandadas recoger y no se recogen; las que, si son de lino, parecen de punto de aguja, y si son de algodón, pueden servir de cobertores, que pesan sobre las faldas, y lastiman los incautos labios que se les arriman. En eso hacen bien; les dan una lección de elegancia, pues los labios pulcros nunca deben estar en el caso de necesitar servilleta.

Cubría el mantel una abundante comida, bien condimentada, aunque sin serlo a la francesa, ni con elegancia, puesto que la viuda dirigía las hornillas de su casa con el mismo tino certero con el que dirigía su labor.

La loza era de la fábrica nueva de Cartuja, extendida ya y usada en toda la provincia.

La cristalería era una legión extranjera, de variadas edades y hechuras. La plata, buena y pesada; el vino, malo y ligero, y el mismo para todas las botellas, en las que estaba como Periquito entre ellas.

Una nube de tristeza reemplazaba la uniforme calma antes aneja al rostro de Doña Amparo. Tres años había que su hijo Raimundo estudiaba en Sevilla, —al menos así lo creía la pobre señora,— y no sólo no escribía a su familia, ni iba a visitarla, sino que no ignoraba del todo su madre la vida de calavera que llevaba, puesto que en varias ocasiones había tenido que pagar por reclamaciones apremiantes, sumas que, aunque no eran muy considerables, visto el círculo ordinario y mezquino a que había descendido su hijo, eran suficientes a demostrar sus extravíos.

Mauricio, aunque había seguido achacoso se hallaba a la sazón un tanto robustecido, merced a los baños minerales de Chiclana, que le habían prescrito los médicos.

Lo que Doña Amparo con su buen sentido había previsto, se había verificado. Fuese por la natural inclinación que engendra el trato, fuese por el apego, hijo de la costumbre, fortalecido por el convencimiento de que le convenía, Mauricio se había apegado fuertemente a su prima. Menos explícitamente había sentido lo mismo Trinidad, a la que la ausencia de su primo en su viaje a los baños había dejado un vacío, así en la casa como en la mesa, que la llevó a desear su regreso, a la manera que desean las personas adeptas de lo cómodo y de la uniformidad, que las cosas que se quitan de su lugar vuelvan a ocuparlo.

Así es que, cuando lo dispusiese la viuda, estaban ambos muy prontos a casarse, sin que entre ellos mediasen ni antes ni después palabras de amor, de pasión ni de celos, estimulantes que graduaba Doña Amparo tan innecesarios en los buenos matrimonios, como el de las especias finas en sus amasijos. Y razón llevaba la señora en su sensata prosa; que el puro arroyo corre siempre claro, tranquilo y sereno, mientras apacible y sin nubes está la atmósfera.

El Padre Buendía y Mauricio acababan de regresar de su expedición al principio de este capítulo, y Mauricio refería durante la comida los pormenores y las impresiones de su viaje; que las impresiones están al alcance de todos los que viajan.

Ya había relatado el viajero las maravillas del vapor, que era un estrado metido en un barco, el que andaba como los molinos, por medio de ruedas; las sacudidas que le dio el mar, que parecía una dehesa de agua que nunca se está quieta, ni de día ni de noche, y echa espuma como ojo de jabón. Había contado cómo las casas de Cádiz tenían al menos diez cuerpos, uno encima de otro como torres; y cómo era Chiclana un campesino muy acicalado, con muchos señores de frac y gabán y muchos toros de cuerda, y los primeros con las lenguas tan sueltas, que era fama intercalaban hasta en el Padre Nuestro voces que en tiempo de nuestros padres jamás manchaban los labios de la gente decente.

—Madre, —añadió,— no sabe usted lo mejor del cuento. Una tarde que estábamos durmiendo la siesta el Padre y yo, nos despertó un alboroto que se oía en la calle; nos asomamos al balcón, y vimos que los que lo causaban eran unos estudiantes de la tuna, que venían cantando con guitarra, palillos y pandereta, y traían un séquito de chiquillos que llenaban la calle. Entre los estudiantes los había buenos mozos. Pero, señora, ¡qué fachas! De propósito se habían desgarrado los vestidos y los manteos, que traían terciados. Tenían atravesados los sombreros de tres picos, y las caras más alegres que unas pascuas. Cantaban con sus voces claras y recias como clarines, y muy bien por cierto, estas coplas que se me han quedado impresas:


Cuando un estudiante llega
a la esquina de una plaza,
dicen los revendedores:
¡Fuera ese perro de caza!

—Anda, vida mía, no comas tomates,
que ésa es la comida de los estudiantes.

Un pobrecito estudiante
se puso a pintar la luna,
y del hambre que tenía
pintó un plato de aceitunas.

—Anda, vida mía, súbete al tejado,
verás una vieja peinando un lagarto.

Dirigiéndose al balcón frente al nuestro, al que se habían asomado unas señoras, cantaron:


Si en el libro hubiese damas
como las que estoy mirando...
Toda la noche de Dios
me la llevara estudiando.

—Anda niña mía, súbete a la torre,
mira la veleta, y el aire que corre.

Viéndonos a nosotros, se encaró uno de ellos con el Padre Buendía, y cantó:


¡Caballero generoso!
Denos usted una peseta;
que tenemos la barriga
como cañón de escopeta.

Pero quisiera, madre, que hubiese usted visto la cara del Padre cuando el estudiante levantó la suya al presentarle su sombrero, que tomó en la mano, para recoger la moneda. ¿Quién piensa usted que era? ¡Raimundo! Raimundo en persona, que conforme miró y reconoció al Padre, se puso a cantar:


Vamos, compañeros.
Larguémonos presto,
que en aquel balcón
esta mi maestro.

Al oír estas palabras, el tenedor y el cuchillo cayeron de las manos de la pobre madre, y un vivo carmín se extendió sobre su honrado rostro.

—¡Mi hijo! ¡Raimundo! —exclamó,— ¡hecho un estudiante de la tuna! ¡rodando por caminos, calles y mesones! ¡viviendo, sin vergüenza ni empacho, de la bolsa ajena! ¿Así se ha avillanado? ¿Así está infamando a su familia por su conducta? ¿Así está perdiendo lo que, una vez perdido, no se recupera: su buen crédito?

Y la pobre madre se echó a llorar amargamente.

El Padre Buendía, que estaba, si cabe, más escandalizado que la señora, y tan avergonzado maestro como ella avergonzada madre, no halló una palabra de consuelo en español; y dijo en latín: «Non pudet ad morem discincti vivere Nattæ». (No tiene vergüenza de vivir como Natta.)

Doña Amparo aseguró que no volvería a ver en su vida a aquel mal hijo que deshonraba a su familia, y que, usando de sus derechos de madre y de tutora, le retiraría la pensión que le daba y que despilfarraba con escándalo. Y como toda persona que tiene la íntima convicción de que obra en razón y según su conciencia, es firme en sus resoluciones, ni el pacífico y condescendiente Padre Buendía, a quien escribió Raimundo para interesarle en su favor, ni otras personas que lo intentaron, pudieron lograr que variase la señora de propósito; de lo que resultó que al cabo de dos meses el hijo pródigo, sitiado por hambre, se cansó, no de guardar puercos, sino de guardar abstinencia, y emprendió la vuelta a sus lares.

Las iras de una madre, por muy mujer fuerte que sea, son tormentas de verano, detrás de las cuales está el sol de la misericordia ansiando por esparcir sus rayos, desde que la lluvia ha ablandado la tierra.

La tierra, que en esta ocasión debía recibir los rayos de misericordia maternos no se presentaba muy blanda. Pero la buena madre le echó otra encima, dio un último, triste y tierno recuerdo a las fanegas de trigo y arrobas de aceite que, convertidas en sonantes especies, había echado su hijo en el pozo Airon de su no debatido presupuesto, y sentó a su hijo en la cabecera de la mesa, mediante a un perdón condicional e interino, que concedió la señora al Padre Buendía, que en nombre, pero sin la anuencia de Raimundo, prometió la enmienda.

Todo entró en su lugar. La borrascosa vida de Raimundo hacía pansa, como el viento antes de tomar otro giro.

Doña Amparo decía con satisfacción: «Quien quita la ocasión, quita el pecado; y a puerta cerrada, el diablo se vuelve».

El Padre Buendía exclamaba con el rey David: «Beati quorum remissæ sunt iniquitates». (Bienaventurados aquellos a quienes son perdonadas sus iniquidades.)

Blas, a quien la escapada de Raimundo con los estudiantes de la legua había hecho gracia, al ver una crecida cuenta de botas de charol, aconsejó a su ama que encerrase al señorito en los Toribios.

Conociendo lo difícil que es volver a traer al orden lo desordenado, murmuraba el capataz: «Escoba desatada, persona desalmada... Quieto se está; pero esto es, en los de su calaña, descansar para tornar a beber».

Lo que es las gentes en general, al saber que después de tres años, aparentemente dedicados a estudiar, volvía Raimundo a su pueblo sin un grado siquiera, fueron de opinión que era éste como otro, que zoquete fue a Madrid, y zoquete volvió a venir.

La parte femenina de las gentes le halló muy mejorado de persona, muy airoso y desenvuelto; y cuando volvió a vestir el traje andaluz, que tan perfectamente sentaba a su cuerpo y a su talante, pareció tan bien, que vino a ser el figurín de modas macareno, el conde de Orset de Carmona.

Capítulo XII

A la fina política del siglo último hemos sustituido nosotros el apretón de manos inglés; así como hemos reemplazado el perfume del ámbar con el olor del cigarro.

— Alejandro Dumas
 

El hombre posee una facultad de venerar, que, más o menos ligada al resto de sus cualidades, las realza todas.

Schlasser
 

Raimundo había regresado hecho el tipo del insolente. Y para darle a conocer en todo el desarrollo que había adquirido en sus tres años de emancipación, haremos la fisiología del insolenle, que es hoy un tipo tan generalizado, que todo el que nos lea pensará que hemos querido retratar a su vecino de la derecha, y copiar al de la izquierda.

El insolente brilló en todas épocas; pero en la nuestra deslumbra y se generaliza como el gas. Ha reemplazado al hipócrita; pues nadie se toma ya la molestia de serlo, desde que no se respeta lo bueno y lo santo. Este respeto a lo bueno y a lo santo originaba en los malos la hipocresía, que llamó La Rochefoucauld un homenaje que rendía el vicio a la virtud. Hoy día el cinismo ha libertado al vicio de todo homenaje, y le ha dicho: «¡Nada de coronas! La gorra; con la cual estarás más a tus anchas. ¡Nada de togas, ni uniformes! La piel de oso. ¡Nada de vara de justicia ni bastón de mando! El zurriago, el látigo. ¡Nada de pulidas ni corteses armas! La porra. ¡Fuera respetos, esos vasallajes morales, relegados a las ominosas épocas del oscurantismo!» Así acontece que el insolente, que encumbra el yo y menosprecia el vos, lleva el cuerpo derecho y la cabeza erguida. Si no es alto, se le figura que lo es; y si lo es, se le figura que es gigante. Si anda unido a otro sujeto, toma por un impulso espontáneo la acera. Cuando encuentra a un amigo, y aunque sea una amiga, y se para a hablarle, él es el que toma siempre la iniciativa de la despedida. Pregunta, no por curiosidad, ni menos para demostrar interés, sino por el gusto de ostentar que ni atiende ni escucha la respuesta. Si se sienta, será el primero en hacerlo, y en el mejor asiento; si es en la mesa, será en el puesto más alto que halle vacante, con preferencia a otras personas de más edad, de más saber, de más categoría, y hasta de más caudal, la más incontestable superioridad en nuestra era positiva.

Si se analizase su derecho a la preeminencia, se hallaría que era éste el ser de él, añadiendo que no reconoce superioridad. Que el rico tiene la suya en la bolsa, el sabio en las academias, el viejo en los consejos; pero que toda superioridad adquirida deja de existir en el trato social, en el que sólo figura la individual, debida al carácter y ascendiente de la persona genuinamente superior, o a la que sabe colocarse de por sí en su puesto; lo que quiere decir: «eso es mío, eso me toca a mí». Por lo cual el insolente lleva a mal que le falten, y lleva igualmente a mal que otros exijan de él que no les falte.

El insolente trata a todo el mundo en su cara con un sans façon en extremo chavacano (a pesar de que por vestir bota charolada y llevar guante nuevo, lo cree en él aristocrático), y a espaldas trata a todas las personas y todas las cosas con un desdén que hiere más que la calumnia. Llama mujeres a las señoras; a las señoritas, muchachas; a las mujeres, tías; a una persona conocida, Fulano; a un título, por su apellido; y así sucesivamente rebaja los tonos de la escala social, representando en ella un enorme bemol. ¡Oh, juventud! ¡Cuándo te convencerás de que es en ti el respeto la mayor prueba de aristocracia moral, de finura, de buen gusto y buen sentir, de pureza, de alma y de corazón, que es el sello de superioridad intelectual, y la que realza y hace amable, mientras que la insolencia rebaja y hace odioso al que lo es!

La insolencia da margen a represalias; y cuando esto sucede, el insolente se echa a reír, tornando en chanzas sus impertinencias; esto es, que hace bailar al oso que antes embestía. Las gentes delicadas huyen del baile, como evitan las embestidas.

Tiene el insolente un repertorio de insolencias groseras, que llama oportunidades y chistes, que desea sean repetidas, lucidas y conservadas en la memoria, como lo son las célebres y entendidas agudezas de un general Castaños, de un Talleyrand.

El insolente tiene para su uso particular unas armas agresivas y ofensivas que le suministraba su osadía, como en los pugilatos ingleses a los luchadores se las proporciona la fuerza de sus puños; armas que a una persona realmente culta y delicada le es tan imposible usar en su defensa, cuando se ve atacada, como difícil sería al armiño revestir las púas del puerco-espín. Consisten éstas en:

Un ksss que silba como una culebra.

Una risa que abofetea como una granizada.

Un desentenderse, interrumpir y contradecir, que ofenden, secan y hostigan como el simoun.

Un ¡qué! que le tira a la cara al más pintado, como un diploma de Juan Lanas.

El insolente está persuadido de que el motor ascendente del hombre es la hostilidad. Y la suficiencia propia y la época que ellos han formado les da razón, siendo hoy las palabras, y no las acciones, las que encumbran al hombre. Derriban por insolencia, y a su vez son derribados por ella.

Siendo las leyes de la finura y de la delicadeza en el trato social realzar a los demás y rebajarse a sí mismo, es evidente que ambas cosas, delicadeza y finura, son para el insolente desconocidas, pues es su tendencia la de realzarse a sí mismo, darse una importancia ficticia y rebajar a los demás. Así es que, creyéndose altivo como un príncipe, es grosero como un patán.

Para el insolente —de que era el tipo Raimundo— no hay respeto de ninguna clase, no hay consideraciones de ningún género; no reconoce obstáculos de ninguna especie a su omnímoda voluntad. Al divinizar la insolencia filosófica, el individualismo ha hallado a todas las malas tendencias dispuestas y oficiosas para vulgarizar y poner al alcance de todos su mal espíritu anticatólico, audaz y rebelde.

Raimundo encontró a su prima mudada en mejor; la jaletina había adquirido consistencia. Había embarnecido, se peinaba y vestía con algún más esmero; en fin, sin que precisamente le agradase, dejó de chocarle como sucedía antes. Los diez y nueve años habían ganado la palmeta a los quince, caros a los poetas, pero que en realidad. tienen todavía un pie en la edad que define el prosaísmo, justa pero antipoéticamente, con la denominación de la edad de la chinche.

Entre calavera y hombre positivo no hay, que sepamos, incompatibilidad. En la época nuestra de toda clase de asociaciones, se ven en este género las más heterogéneas. Entre estos nuevos vínculos, —que se forman a medida que se disuelven otros bellos y santos,— se ven los de la vanidad y de la economía, y los del calavera y el hombre positivo. Estas cosas separadas eran tolerables, porque al menos tenían, si no los defectos de sus cualidades, las cualidades de sus defectos. El vano era espléndido; el económico, sencillo y modesto; el calavera, desprendido, el hombre positivo, razonable y ordenado. Hoy día se han unido, como les sucede a los malos, para acabar de pervertirse unos a otros.

Así sucedió que Raimundo pensó que le tendría cuenta casarse con su prima, cuyo caudal en manos de Doña Amparo, del capataz y de Blas Sampayo, había ganado y se había mejorado en la misma proporción que su dueña. Verdad es que estaba su hermano Mauricio de por medio. Pero ¿qué obstáculo era éste para un hombre sin conciencia, sin respetos ni cariño de familia?

Fácil es colegir que el agraciado y currutaco Raimundo suplantaría a poca costa al desairado y doliente Mauricio en la afición de su prima, que si bien no tenía pasiones ni sensibilidad, tenía ojos y amor propio; cosa que ni aún las jaletinas dejan de tener.

Toda esta intriga se tramó pronta y secretamente; y dispensaremos al lector de sus insulsas peripecias, en las que Trinidad siguió el impulso que con más despotismo que cariño le imprimió Raimundo.

Cuando se empezaron a hacer las diligencias para pedir la dispensa a Roma para casarla con Mauricio, y cuando se hallaban reunidos con este objeto en la sala de Doña Amparo el cura, el escribano y la familia, entró de repente Raimundo, diciendo con la mayor calma que se presentaba allí con el solo objeto de advertir que se pusiese en la solicitud, en lugar del nombre de Mauricio, el de Raimundo.

Grande fue el efecto causado por este golpe teatral, ideado por Raimundo para comprometer públicamente a su prima. Había calculado con su perspicaz criterio, que si el asunto se discutía en la familia antes de hacerse pública la decisión, su madre y su hermano tendrían bastante persuasión para convencer a Trinidad de que lo que hacía era una villanía, una inconsecuencia, un capricho injustificable y una mala cruel partida, a que no había dado lugar, ni era acreedor Mauricio; y que estas sensatas razones tendrían bastante influencia, y poder sobre la inconsistente y blanda índole de Trinidad, para hacerla desistir de su nuevo propósito.

Al oír la perentoria declaración de Raimundo, el escribano se había quedado parado, el cura absorto, el Padre Buendía terrificado; y Doña Amparo, como herida de un rayo, se hubiese quedado muda y petrificada, si en el mismo instante, al agolparse su sangre a su corazón, no hubiese sido Mauricio acometido de una horrorosa hemorragia, causada por el rompimiento de una ignorada aneurisma.

Trinidad se había alejado asustada e inquieta, por el efecto que había causado una cosa que Raimundo le había pintado tan sencilla, como a ella misma, pobre limitada, le parecía. Así fue que cuando Raimundo, sereno e impasible, fue a buscarla, la halló llorando.

Su primer y amable impulso al verla llorar, fue incomodarse, pero lo reprimió, y le hizo notar lo bien restablecido que estaba su hermano, en quien la primera contrariedad producía un vómito de sangre, y que ella habría hecho un desatino sacrificándose a sí misma, si se hubiese casado con semejante valetudinario.

—¡Pero es tan bueno! —dijo Trinidad, en quien el remordimiento despertaba la lástima.

—Cuando estamos enfermos, todos somos buenos, —repuso Raimundo.— Mi madre quiere más a Mauricio que a ti y a mí. Por esto nos quiere sacrificar a ambos a él, en vista de que el egoísmo materno es más feroz mil veces que el personal. Ya que es mi madre tan casamentera, que case a su Benjamín con la Fuente Amarga de Chiclana, que es la que le da la salud.

Mauricio, que había sido siempre uno de aquellos seres tranquilos, cuyas índoles se comparan a aguas mansas y dormidas, había despertado dolorosamente por cuantos estímulos pueden conmover una naturaleza inerte. Su tranquilo amor se alzaba grande e irritado, al verse traidoramente arrebatar a la que amaba, en la que cifraba todas sus esperanzas; pues para Mauricio no existía en el mundo más mujer que Trinidad. La indignación del engaño sufrido, la energía de los celos, la irritación que le causaba su impotencia para impedir su desgracia o castigar la traición, pusieron al enfermo en un estado tan alarmante como cruel.

Que no alterasen su sangre, ni el ejercicio, ni emociones violentas, había sido la primera y más encarecida prescripción de los médicos. Pero ¿cómo procurarle el sosiego y calma moral que requería su estado?

Doña Amparo perdía la cabeza en las extrañas y dolorosas circunstancias que la rodeaban, las que no alcanzaba a dominar su sencillo buen sentido, que hasta entonces tan buen piloto le había sido en su cotidiano círculo de afición.

Como todo alteraba al enfermo, los médicos prohibieron que, a excepción de su madre y del Padre Buendía, ninguna otra persona entrase a visitarle. Mas a pesar de éstas y otras precauciones, a los pocos días murió el infeliz en los brazos de su madre, ahogada su débil vida en la sangre que a borbollones vertía su corazón.

A los seis meses asistía Doña Amparo, enlutada su persona y enlutado su corazón, al casamiento de su hijo Raimundo y de su sobrina. La buena madre quería persuadir a los demás, y así misma, que estaba contenta; ¡pero no lo conseguía! La mortaja que envolvía el cadáver de su difunto y desgraciado hijo, había envuelto para siempre su vida. En vano procuraba separar en su mente la sangre y la culpa. Veíalos siempre unidos en su fuero interno, y culpaba a todos, a Trinidad, a los médicos, a sí misma, por tal de descargar de la cabeza de Raimundo parte de la responsabilidad que sobre ella pesaba; pues el amor de madre es un sublime sofista. Así es que dice el pueblo, ese recto y justo apreciador de amores: «¡AMOR DE MADRE!... QUE LO DEMÁS ES AIRE».

Capítulo XIII

Había tanta armonía en ella, que parecía una música muda.

— Longfellow
 


Tan casta, tan gentil, graciosa y bella,
que el aire en torno se enamora de ella.

— Aldana
 

Doña Amparo había perdido a un tiempo la energía moral y la robustez física, que la prometían una tardía, sana y activa vejez. Había envejecido y decaído en poco tiempo más de lo que habría hecho en veinte años felices. Movida por su decaimiento, y otras razones, había levantado la mano en todo, así en la dirección de la labor, como en el manejo de la casa. Y si algo le sonreía aún en esta vida, era un nietecito, que al año vino, como vienen los ángeles a las casas; estrechando los lazos de la familia, trayendo consigo el amor, la unión, la esperanza y todos los sentimientos dulces.

Cuando se intentó vestir al niño de corto, procuraron las señoras que viniese una obrera hábil para que lo hiciese con lujo y primor.

Con este motivo, fue requerida Gracia Flores, como la más sobresaliente bordadora y costurera del pueblo.

Ésta vino, traída por su abuela, y se encargó con tanto primor como asiduidad a su faena.

Hallábase instalada con todos los avíos y requisitos de su costura en uno de los corredores cerrados, y en el extremo de éste se hallaba la puerta del comedor.

Un día que, como siempre, se estaba sentada en su silla baja, y como siempre, callada y sin levantar cabeza, acabado de comer que hubieron los señores, Raimundo, al salir del comedor, dio sin causa ni razón tal puntapié a un pobre perro de la casa, que estaba acostado en el corredor, que el animal prorrumpió en lastimeros quejidos.

Al oír aquellos aullidos, Gracia, compadecida, levantó la cabeza, saliendo involuntariamente de sus labios una exclamación de lástima.

Raimundo volvió la cara y la miró, y quedó sorprendido.

Gracia, sencillísimamente vestida con un trajo liso de tela de algodón lila, con un pañuelo de seda de la India, a cuadros, fondo carmelita, con su magnífico cabello, primorosamente alisado y sencillamente recogido, tenía una belleza tan cumplida y tan grave, que el verla causaba una admiración profunda y prolongada.

Así fue que por un rato calló Raimundo; pero de repente, sonriendo a un recuerdo, exclamó:

—¡LA ESTRELLA DE VANDALIA!

Gracia volvió a bajar la cabeza con la misma austera gravedad con que la había levantado, y siguió cosiendo, sin que desplegase sus labios ni palabras ni sonrisa.

—Tú eres sí, tú eres —prosiguió Raimundo, acercándose a ella— la que llorabas por las flores que jugando te destrocé. ¡Qué hermosa te has puesto! Si hoy te murieras tú, las flores todas serían las que llorarían por ti.

Gracia no levantó la cabeza, ni contestó.

—Mírame, Gracia, —dijo Raimundo,— que recuerdo que Gracia te llamabas, aunque mala la tienes conmigo. ¡Y qué! ¿Me guardas aún rencor? ¿Por qué no contestas?

Gracia estaba sobre ascuas. Toda la repulsa que había inspirado a su dulce y delicada índole cuando niña aquel muchacho osado e insultante, surgía más enérgica y angustiosa bajo la mirada audaz de aquel hombre.

Las mujeres delicadas y castas tienen instintivas antipatías hacia ciertos hombres que las profanan sólo con mirarlas. Las naturalezas elevadas se encogen en la cercanía de las naturalezas bajas, porque las presienten.

—Mucho me haces esperar tu respuesta, —añadió Raimundo, viendo que Gracia no contestaba.— ¿Será para retenerme?

—No estoy acostumbrada a gastar conversación con señoritos, —respondió la acosada Gracia.— Así, dispénseme usted que no le responda.

—Cuando se es tan hermosa como lo eres tú, —replicó Raimundo,— se tienen las llaves del sacristán. Así, no me ofendo, aunque lo que me das se llama un tapaboca. Pero si no estudias para monja, compláceme en levantar la cara; que te prometo no hacerte mal de ojos.

Gracia ni contestó, ni levantó la cabeza.

—Mira que te pasas de esquiva, y llegas a huraña. Dime: ¿te ha dado Dios la hermosura para que te avergüences de ella? Vamos, alza la cara, a fin de que yo la mire; no temas a mi vista, que no soy basilisco.

—Señor, me estáis mortificando, —repuso Gracia, fatigada por la insistencia de Raimundo.

En este momento se oyó la voz de Doña Amparo.

—¡Que te mortifico! —dijo exasperado y precipitadamente Raimundo.— ¡Pues ahora empiezo! —añadió, con esa mezcla de crueldad que ponía en cuanto hacía y en cuanto decía.

Y así sucedió. Porque desda aquel día Raimundo, primero con la tenaz voluntariedad del indómito, y después con toda la pasión de un carácter enérgico y violento, siguió persiguiendo a Gracia, exaltándose su amor por los mismos insuperables obstáculos que hallaba en las graves y decididas repulsas de Gracia.

Aunque la pobre huérfana huía cuidadosamente las ocasiones de estar sola con su perseguidor, no siempre le era posible evitarlas.

—Gracia, —le dijo éste un día,— ¿con que decididamente... me desprecias?

—Señor, —contestó ella,— lo que hago decididamente es ser honrada y no dar margen ni oídos a palabras, que serían atrevidas en un hombre soltero, y que son criminales en un hombre casado.

—¿Y porque soy casado no me quieres?

—Aunque fueseis soltero no os querría.

—Pero ¿por qué? ¿Se puede saber? —preguntó irritado Raimundo.

—¡Válgame Dios, señor! ¡Qué manera de apremiarme! ¿No tiene acaso su voluntad libre el pobre como el rico? ¿Impónese la voluntad? ¡Dejadme... por Dios! ¡Dejadme!

—No puedo, Gracia, no puedo. Quiero que me quieras, como yo a ti te quiero. Y cuenta que está por ver que lo que yo haya querido no lo haya logrado. Para Raimundo Trillo no hay imposibles.

—El mar es bravo, señor, y la humilde arena lo para, —repuso con modesta firmeza Gracia.

—Serás mía, —recalcó Raimundo.

—¡Antes muerta! —repuso Gracia.

—¡Y no de otro; yo lo juro! —añadió con violencia Raimundo.

—Señor, —respondió Gracia, cuya voz temblaba de indignación,— Dios puso la impotencia del hombre como dique a sus desbarros. Pero yo no volveré a esta casa, en la que se ofende y amenaza a una pobre honrada, no porque se la ama, sino porque se la desestima, en vista de que el lenguaje que gastáis no es el del amor, sino el del desprecio.

—Ves desprecio donde hay amor, porque no sabes sentirlo, —repuso Raimundo.— Gracia, correspóndeme, y te juro y afirmo de no amar a otra que a ti. La necia de mi mujer no puede estorbarte. Pero si así lo hiciese...

—Señor, quien en esta casa estorba soy yo, —dijo Gracia levantándose;— aquí soy yo la piedra del escándalo, y antes que éste se aumente y se divulgue, debo cortarlo de raíz.

Gracia dio por pretexto a las señoras para dejar de venir el que los males de su abuela no la permitían llevarla y traerla, y no volvió.

Como se podrá colegir por las muestras que hemos dado, no era por cierto Raimundo un amante fino, pues lo fino se va extinguiendo hasta en el que por su esencia debía ser su último santuario; pero para la insolencia no hay santuarios. Dice un autor francés, M. Edmond About, hablando de su país, del que con tanta propiedad ha dicho Masegosa que sirve de modelo a todas las pasiones revolucionadas: «El payo caballero es un tipo ridículo de otras épocas: en cambio tenemos en la nuestra el del caballero payo». En España tenemos ahora la ventaja de disfrutar de ambos tipos a la vez. ¡Nuestra época no es estéril, no; es fecundísima en todo: en obras, en pensamientos, y sobre todo... en palabras!

Capítulo XIV

¡Amor loco; yo por vos, y vos por otro!

(Refrán.)
 

Eran las doce de la noche. Todo estaba silencioso e inmóvil, cual si hubiesen dejado de existir a un tiempo el ruido y el movimiento. Miraba la luna a la tierra de lleno y tan tristemente, como miraría una suave y solitaria anacoreta un campo de batalla después del combate.

Gracia estaba en su reja, aguardando con alguna inquietud a Alonso, que tardaba; y aún cuando éste llegó en breve, su inquietud no se disipó, sino mudó de causa, porque contra toda su costumbre, lo halló triste y preocupado.

—¿Qué tienes, Alonso? —le preguntó con su suave voz.

—Nada, —contestó el interrogado.

—Me engañas y me afliges, Alonso.

—¿Por qué te aflijo?

—Porque me quitas una creencia; y cada creencia que se pierde, es una flor del corazón que se aja, —repuso Gracia con su poético sentir y su culto lenguaje; porque hay seres privilegiados que tienen la cultura en su pensar, instintiva, y la tienen en la expresión por intuición.

—¿Y cuál es esa creencia que tenías, y que te quito yo? —preguntó Alonso, que era todo lo bueno, lo noble y lo delicado que es dable, sin salir de su esfera sencilla y campesina.

—La que tenía de que entre tú y yo no era posible que cupiese engaño.

—Pues si quieres que te diga la pura verdad, —repuso Alonso,— hace días, Gracia, que me da el corazón golpes que me sacan de tino. Y has de sabe que decía mi abuela que los golpes del corazón son avisos.

—¿Y qué crees tú que puede avisarte? —preguntó ella.

—Mira, Gracia, desde entonces se me ha clavado en el pensar que, valiendo tú más que yo, yo no te merezco, y que no has de llegar a ser mujer mía.

—¡Que yo valgo más que tú! —exclamó Gracia con expansión y sinceridad.— ¿Quién, quién, dime, vale más que tú?

—Gracia, no se me oculta que mi persona es ruin.

—Alonso, los hombres no valen, ni se quieren por la talla. Además, la bendición de mi padre te hace a mis ojos más alto que hombre ninguno.

—Tú en cambio, Gracia, —prosiguió Alonso,— eres la muchacha más bonita de Carmona.

—Calla, Alonso; deja las lisonjas a los que no tienen amor.

—No son lisonjas; es la pura verdad. Hoy lo decían todos en la tienda, y Antonio Pérez, el oficial mayor, refirió que eso mismo dicen los señoritos, y que D. Raimundo Trillo (pillo, debería decírsele) te había puesto por nombre la Estrella de... qué sé yo que estrella; la que está pintada en los blasones de la ciudad, en esos blasones que le dieron sus moradores remotos a este pueblo. Y otras cosas decían; pero por aprender ésta de la Estrella, las otras las dejé ir.

—Alonso, —dijo Gracia, disimulando la cruel mortificación que le causaron las palabras que oía,— ¿quién hace caso de las burlas y vaciedades de los señoritos ociosos, que, no teniendo en qué pensar, se divierten y pasan el tiempo con palabras vanas?

—¿Quién hace caso? —exclamó el honrado Alonso.— ¡Caramba! Yo, que no quisiera que los tales señoritos pusiesen los ojos, ni menos tomasen en boca, ni para mal ni para bien, a la que ha de ser mi mujer. Y menos que ninguno ese señorito Raimundo, que es más malo que cuantos Barrabases pagan sus culpas en gayola; y como ha estudiado, es un ideísta del demonio.

—Alonso, ¿no sabes que es casado?

—Verdad es; pero tan buen marido es como fue buen hermano.

—No murmures, Alonso.

—No murmuro; digo la pura verdad. «No la hagas, y no la temas. —Quien oculta o disculpa lo malo, no sirve a la caridad, sino al pecado.— La pura verdad no la ataja Dios, porque no quiere; ni el diablo, porque no puede. —El que hizo lo de Caín, podrá hacer lo de David.» Yo no quiero que vuelvas allá a coser. ¡Ojalá... y que nunca hubieras ido!

Ha días que no voy, y que me traigo a casa la costura.

—¿A que ha sido porque te requebró ese mal nacido?

—Fue porque abuela se puso mala, y no podía llevarme y traerme.

—¡Bien hecho, Gracia! Y no salgas más de tu casa; que estarse en su casa es honestidad. Y bien sabes que siempre se ha dicho:


En el cielo no hay faroles,
que todas son estrellitas.
¡Qué bien parece, señores,
la honestidá en las mocitas,
y la razón en los hombres!

—Pues ya ves, Alonso, —repuso Gracia,— que si enseña la copla la honestidad a las mocitas, enseña también la razón a los hombres. Y es carecer de ella dejarte perturbar por habladurías de casquivanos.

—Pero hay más, Gracia, para meterme una devanadera en los cascos y un gusano en el corazón. No me parece que estás contenta ni satisfecha. Muchas veces te veo llorar.

—¡Siempre que hablamos de mi padre!

—Nunca te veo reír.

—Verdad es que me río poco. Alonso, tenemos dos ojos para llorar, y sólo una boca para reír. Así como no tenemos sino un corazón solo para amar, en el que no cabe sino un solo amor.

—¿Me quieres de veras? —preguntó Alonso conmovido.

—Todo lo que hago es de veras. Si no fuera por lo que te quiero, Alonso, entraría en un convento, que es donde en la tierra se está más cerca del cielo.

—¿De verdad? —exclamó Alonso.— Y si yo me muriese, ¿te entrarías monja?

—Tan cierto como lo es el que tú eres el solo hombre que he querido y el solo que querré.

—Gracia, —dijo Alonso con todo su corazón,— bien sé que dicen que yo no te merezco. Pero tan fijo como hay Dios, que menos te merecen ellos. Gracia, casémonos pronto, porque me parece que mientras estés moza, has de andar en boca de esos guardacantones de las esquinas.

—¡Si aún no están las cosas prevenidas, Alonso!

—¿Qué le hace? ¿Qué cosas hay que prevenir para que entre yo con mi jornal en esta casa de huérfanos y desvalidos, y que se sepa que ya no lo sois? Habla con tu madre Juana, y verás como dice lo propio que yo; y mañana mismo empiezo a sacar los papeles y a menear la cosa.

Así sucedió, y el domingo siguiente se corrió la primera amonestación.

Raimundo lo supo, y nunca pudieron la combinación de tan varias y violentas pasiones crear una ira desesperada como la que se apoderó de él. Mas en vano buscó la ocasión de desahogarla; en vano quiso hallar el medio de impedir esa boda que le desatinaba, y que se juraba a sí mismo, como lo había hecho a Gracia, que no se verificaría. Alonso seguía modesto en su perpetuo trabajo. Gracia encerrada en su puro y austero hogar; inútilmente rondó aquel casto nido de humildes palomas. A nadie vio, de nadie pudo dejarse oír.

Así pasó la semana.

El domingo siguiente, que debía leerse la segunda amonestación, Raimundo se levantó antes del alba, se envolvió en su capa, y se puso en acecho en la esquina de la calle donde vivía Gracia.

Lo que había previsto, sucedió. A poco salieron de su casa Gracia y sus hermanas para oír la primera misa. Por desgracia, aquel día la pobre anciana estaba indispuesta, y no acompañaba a sus nietas.

Raimundo les salió al encuentro; Gracia retrocedió sobrecogida.

—Una palabra, Gracia, —dijo Raimundo con voz sosegada;— una palabra, Gracia. Es para un encargo de mi mujer.

Las dos hermanas menores, sin malicia, e ignorantes de lo que oculto había quedado entre Raimundo y Gracia, siguieron adelante.

—¿Te casas? —dijo éste cuando estuvo a su lado en quedas, pero profundas y recalcadas palabras.

Gracia contestó con un sí sereno, modesto, pero decidido.

—¡No te casarás! —repuso temblando de ira Raimundo.

—¿Por qué?

—¡Porque yo lo impediré!

—Dios sólo puede impedirlo, —contestó indignada, pero siempre serena, Gracia.

—¡Y yo, te digo!

—¿Quién os da ese derecho, y cómo hallaréis los medios?

—El derecho me lo tomo; el medio será cerrar con tiempo y para siempre los labios al que se atreviese a decir sí a la pregunta de si te recibe por esposa.

Gracia retrocedió aterrada, y nunca efigie alguna representó cual ella, a laVIRGEN DE LAS ANGUSTIAS.

Es cierto que el semblante de Raimundo asustaba.

La ira, que no se advertía ni en su voz, pues hablaba quedo, ni en sus ademanes, pues estaba inmóvil, se notaba en sus ojos, que ardían cercados de negras ojeras, y en su semblante, que parecía solemnizar esa palidez de cadáver, que a veces usurpan a la muerte el furor y el espanto en sus paroxismos.

—¡Amenazas!...—exclamó con desfallecida voz Gracia.

—Que cumpliré, aunque pierda mi alma. ¡Tú unida a otro! No sucederá en mis días. ¡Desprecias mi amor y te crees por eso libre de mí!... Pues entiende que no lo estás.

—¡Señor, por Dios! ¿Por qué no soy libre?

—¡Porque no se puede inspirar pasión tal como la que por ti siento, y desoírla!

Las hermanas de Gracia, viendo que ésta se detenía, retrocedieron y se incorporaron con ella en este instante, y Raimundo se alejó.

El efecto que esta escena causó a Gracia fue terrible; pero en toda la semana que siguió, se fue borrando su impresión. Considerada la amenaza de Raimundo a la serena luz de su razón, le parecieron bravatas efervescentes y vanas de enamorado, dichas sólo por ver si la retenía de casarse, pero que no podían ser premeditados, ni menos cumplidas. Y acabó por culparse a sí misma de crédula y pusilánime, y de que acaso daba ella más importancia a estas amenazas de la que les diera el mismo que las pronunció.

Al siguiente domingo fue Gracia a misa con su abuela, y a hora que estaban las calles concurridas; y en este día se corrió la tercera amonestación.

Debiendo pasar las veinticuatro horas prefijadas, para meditar entre éstas y el casamiento, se dispuso su celebración para el lunes en la noche.

En la del domingo acudió, como siempre, Alonso a la reja.

—¡Qué despacio viene el dia de la boda!— le dijo a Gracia.— Sobre que parece el tiempo, en su andar, una babosa.

—No arrees el tiempo, Alonso, —contestó ella.— ¡Quién puede saber lo que trae consigo!

—Trae la boda nuestra. Pero tú estás tan parada, que parece no la deseas.

—¡Temo desear, Alonso!... Que los deseos a veces espantan las cosas que quieren venir con sosiego y sin repiques.

—Ello es que tú no estás alegre, Gracia.

—No; pero estoy contenta... que es mejor.

—¿Y por qué?

—Porque la alegría tiene alas, y el contento tiene asiento.

—¡Tú tienes mucho sentido, Gracia! Pero yo, aunque con peores explicaderas que tú, te diré que el contento, cuando es mucho, se vuelve alegría.

Fuese Alonso, y Gracia se recogió a su alcoba. Halló aún a su abuela levantada y ocupada en algunos preparativos de la boda.

—Hija, acuéstate, —le dijo la anciana,— que tienes que levantarte temprano para ir a confesar y pedir a Dios que sigas cumpliendo las obligaciones de tu nuevo estado, tan bien como has cumplido las anteriores.

—Dios me quita el mérito en cumplirlas, haciéndomelas tan dulces, madre Juana, —contestó Gracia.

En este momento sonó un tiro. Gracia y su abuela se arrojaron a la sala y a la ventana, que abrieron. La calle estaba desierta y silenciosa.

—¿Le parece a usted una gracia el descargar una escopeta a esta hora? —dijo cerrando su postigo la vecina de enfreríte, que se había asomado también a su ventana.

—¡Cosas de chavales! —respondió la anciana.— Gracia, hija mía, vámonos a acostar.

Gracia la siguió y se acostó, pero sin que se sosegasen los violentos latidos que en su corazón produjo la explosión siempre siniestra de un arma de fuego.

Un pensamiento que graduó de insensato había atravesado su mente, rápido, fulgurante, aterrador, como un relámpago. Y no pudo conciliar el sueño, a pesar de que repetidas veces oró:


¡Oh, JESÚS, mi dulce Dueño
Y REDENTOR de mi alma!
¡Dadle a mis ojos el sueño,
y a mi corazón la calma!

A la mañana siguiente, de madrugada, se levantó la anciana para traer de la plaza los comestibles que habían de preparar para la cena de la boda. A alguna distancia de su casa, y en una encrucijada, vio, a pesar de lo temprano de la hora, gentes arremolinadas. Apenas se acercaba, cuando destacándose del grupo una mujer, se vino a ella, y le dijo con la brusca franqueza del pueblo:

—Tía Juana, ahí está un muerto; ése le mató el tiro que anoche sonó. Le ha atravesado la cabeza de sien a sien, debió caer sin decir Jesús, pues nadie de los vecinos ha oído otra cosa mas que el tiro... ¡Y es el novio de su nieta de usted, Alonso! ¡Qué dolor de mozo!

Al recibir, cual otro tiro, esta nueva, la pobre anciana quedó trastornada; se sintió desfallecer, y hubo que llevársela entre dos a su casa.

Al verla entrar, Gracia lanzó un grito agudo.

—¡Alonso es muerto! —exclamó— ¡El tiro de anoche le mató!

—Pero criatura, —preguntó una de las vecinas que sostenían a la anciana,— ¿quién te lo ha dicho?

—¡El corazón... que no miente!

—¿Y quién que fuese aquel tiro?

¡El corazón... que no engaña! —respondió la noble criatura, que aún en medio de su desesperación, retuvo con generosa prudencia lo que hubiese podido comprometer al infame que sabía ser el alevoso asesino del compañero que tanto amaba.

La noche antes había entrado Raimundo tarde en su casa; venía embozado hasta las cejas, y no se desembozó sino después de entrar en su cuarto, que cerró con llave. Entonces arrimó a la pared una hermosa escopeta de dos tiros, con la que solía ir a cazar.

—¡Uno bastó! —murmuró.— Tengo la mano certera. Pero si un tiro hubiese marrado, otro quedaba en la escopeta... y firme la voluntad!

Raimundo apagó su luz, y se echó sobre su lecho. Un rayo de luna que descendía de una ventana alta cayó de lleno sobre la escopeta, aún negra del tiro. Un pensamiento pareció ocurrírsele a Raimundo, pues de repente se levantó, cogió la escopeta, salió de su cuarto, subió con precaución al granero; en seguida, trayendo una escalera de mano, la sacó al tejado, la arrimó a la torre de que hemos hecho mención, cuya escalera de material se había desmoronado, la apoyó en la pared, tomó la escopeta, subió, y la tiró en aquel abandonado mirador. Al oír el golpe que dio al caer, una multitud de pájaros nocturnos y de mal agüero levantaron el vuelo graznando lúgubremente.

Capítulo XV

No siempre es poderosa
carrera la maldad, ni siempre atina;
al fin la frente inclina;
que quien se opone al cielo,
cuando más alto sube, viene al suelo.

— Fray Luis de León
 


Gracias a Dios, asegura ya camino
de este valle de lágrimas, mi suelo,
a mi alto fin, al cielo cristalino.

— Pedro de Salas
 

Hay personas cuyas conciencias están oprimidas por graves pesos, y hasta por losas sepulcrales, ¡y se las ve llevar un semblante sereno, hablar y aún reír!

¿Es acaso que se ha borrado de su memoria su culpa?

No. Es que son pocas las naturalezas vigorosas que, bueno o malo, pueden sostener un mismo templo y conservar una misma impresión. Algunas hay o ha habido, es verdad.

Pero los conventos de los Rancés y Franciscos de Borja, las casas de locos y el suicidio, han sido el amparo de las naturalezas elevadas, de las medianas y de las descreídas que no han podido hallar la calma de la debilidad, que es el indolente descuido, el que encubre, aunque no borra, lo que el remordimiento o el pesar estamparon en el corazón con lágrimas o con sangre. Obsérvese al que abriga la convicción de su maldad, aunque sea esta oculta. Por distraído que se halle, dedicado a intereses generales, si por casualidad viene a tocar una palabra, una alusión, una referencia aquel recuerdo desatendido, aquella cuerda aflojada, se verá la instantánea sombra que oscurece su semblante, se oirá decaer su voz, poco antes recia y decidida, y su mirada huir de la de los demás, temiendo que por ella se trasparente el oculto pensamiento que en su mente ha surgido.

Oirásele a veces retar a la conciencia con el cinismo del árido despecho. La conciencia, cual un reloj que obedece sólo a su propio impulso, no contesta a su reto, pero sigue su uniforme y constante golpeteo para sonar a su hora señalada. Pídale el pecador a Dios que esta hora le halle con vida y con voz para clamar: «¡Misericordia!»

Uno de estos retos que daba Raimundo a su conciencia, era éste: El deshacerse de su enemigo es un derecho natural; la sociedad se le otorga, y le hace ley; las naciones le adoptan, le llaman gloria en sus guerras; el individuo le consagra en sus desafíos, y le llama honra. Sólo la Religión dice: «No matarás»; como dice otras muchas cosas muy buenas y santas, pero poco practicadas.

¡Y no obstante!... quien hubiese visto a Raimundo algunos años después de la catástrofe que hemos referido, y cuya causa y autor habían quedado ocultos, no le hubiese conocido. Su manera petulante había desaparecido; su vida bulliciosa y aventurera había cambiado. Aislado, taciturno, brusco, irritable, hostil a toda cosa y a toda persona, en particular a su mujer a quien odiaba, había llegado a ser un ente tan mal visto como temido.

Es cierto que Raimundo era muy desgraciado, y que esto le agriaba; pues sólo las personas que no han hecho mal a nadie, y sí todo el bien que han podido, tienen el excelente privilegio de no agriarse en la desgracia. Lo que verdaderamente agria los caracteres son los remordimientos, esa convicción interna de la culpa y de la maldad, que se desfogan en hostilidad, en descontento de otros y de nosotros mismos, como lo hemos hecho observar en otra ocasión.

Raimundo hacía ostentación de desdén y de indiferencia. Su madre había muerto, sin que una señal de cariño y de dolor por parte de su hijo hubiese dulcificado sus últimos momentos, y sin que éste hubiese vertido una lágrima sobre su sepultura. Había dejado salir de su casa al anciano pariente, al amigo de su madre, al respetable religioso, que con tanta paciencia y bondad había sido su maestro, cuando obtuvo el curato de una miserable aldea, sin procurar retenerle, sin sentir su ida, sin echarle de menos. Hacía alarde de dicha indiferencia y desdén hacia su mujer, como si le fuese en todo inferior; como si quisiese abrumarla con la cadena que a él mismo tanto le pesaba. ¡A este estado de acerba desgracia le habían traído sus pasiones desenfrenadas, esas calenturas de la humanidad, con frenesí y delirio, que la destruyen!

La sola flor que perfumaba aún el devastado y seco corazón de aquel hombre, era el apasionado amor que tenía a su hijo. Aquel niño era la única sonrisa de su triste y adusta vida, la única esperanza de su árido y negro porvenir, la única estrella que lucía en el cielo de su amor, en el que había brillado la ESTRELLA DE VANDALIA, desaparecida a su vista para siempre, absorbida en el gran sol de vida, la religión, en que había entrado.

Gracia había logrado entrar en el convento, ese asilo de la inocencia y de la desgracia, ese amparo de débiles, esa grey de desvalidas que se agrupan humildes alrededor del altar, para pedir a Dios protección, y a los hombres únicamente olvido! ¡Y este rebaño de inofensivas reclusas se ven atacadas y perseguidas en su institución! ¿Puede esto creerse? Anticatólicos, ¿acaso os pesa no haber contribuido o contribuir a que estas santas vírgenes aumenten la horrorosa falange de prostitutas que de otras habéis formado?

Pero Dios vela sobre ellas, y ha puesto como guarda, a las puertas de esos santos asilos de inocentes desvalidas, la opinión pública, tan compacta e imponente, que os hace retroceder y bajar los ojos.

En este refugio respetado había huido Gracia de la infame pasión adúltera, que había perseguido y amargado su existencia; en esta clausura —inviolable mientras haya quien sostenga aunque sólo sea la equidad profana— había ido la infeliz, víctima del despotismo de un amor odioso y criminal, a llorar su soledad y desgracia; allí, que era donde podía permanecer pura y virtuosa, sin persecuciones osadas y criminales.

Raimundo, pues, vio su atentado sin más resultado que el de satisfacer sus celos. Mas esto sólo le hubiese bastado para cometerlo.

Trinidad era infeliz, y cada día se empeoraba y se agriaba más su carácter con la intolerable existencia que le hacía sufrir su despótico y acerbo marido.

Contaminada por la constante hostilidad y contrariedad que hallaba en él, mientras más crecían los extremos que éste demostraba a su hijo, más disminuían los de ella; porque las personas contrapuestas acaban por someterlo todo al espíritu de oposición. Esto, ¡quién no lo ha notado con dolor!

Como ya no se divertía Raimundo con sus amigos, como su interior doméstico le era insoportable, como, en fin, todo le era odioso, pasaba largas temporadas en el campo, dedicándose a las tareas agrícolas, buscando en esta actividad material alguna diversión a la interna.

En estas excursiones llevaba siempre a su hijo, que crecía alegre, robusto y hermoso, y tan travieso y sobre sí, merced a lo que él le consentía, que su madre, no pudiendo sujetarle, siempre veía partir con gusto tanto al hijo como al padre.

Un día que había ido Raimundo al campo sin su hijo, regresó luego por el ansia de verlo.

Apenas se apeó del caballo, cuando preguntó por el niño; pero no pudiendo satisfacer los criados a su pregunta, entró en el cuarto de su madre a preguntar por él.

—¿Qué sé yo? —contestó Trinidad a su pregunta.— ¿Acaso le puedo yo sujetar? Estará en el corral con la cabra, o en el jardín buscando nidos de pájaros.

—¿Es ese —exclamó su marido— el cuidado que tienes con tu hijo? No sólo eres cuerpo sin alma, pero cuerpo sin corazón.

—¡Mire quién habla de corazón! —repuso exasperada Trinidad.— ¡El hijo, el hermano y el marido modelo!

—¡Soy buen padre... y basta!

—No basta, no basta, —repuso su mujer.

—No quiero sino a mi hijo, —prosiguió Raimundo,— porque él sólo se lo merece.

—Pues permita Dios —exclamó desesperada Trinidad— que ese amor te cueste todas las lágrimas que tú has hecho derramar a los que te han querido.

En este momento sonó un tiro.

Raimundo se estremeció hondamente.

—¿Qué es esto? —preguntó, saliendo al patio, a los criados que allí se habían reunido, alarmados por la explosión.— ¿Quién en mi casa ha disparado ese tiro?

—El tiro ha sonado hacia la torre, —dijo el capataz.

Raimundo levantó la cabeza: una lívida palidez se extendió sobro su rostro. Había visto en el tejado, arrimada a la torre, una escalera de mano, tal cual en la noche de funesta recordación la había puesto él, para ocultar allí a sí mismo y a los demás el instrumento de su crimen! La escopeta tenía dos tiros: uno había bastado a su intento; otro quedaba en el cañón... El niño buscaba nidos de pájaros, y éstos abundaban en la torre... Todos estos pensamientos unidos pasaron a la vez como roja exhalación por su estremecida mente.

—¡Mi hijo! —gritó, precipitándose cual el huracán hacia la escalera, subiendo al tejado y trepando por la escalera de mano.

En el suelo del mirador yacía el cadáver de un niño en un mar de sangre, y a su lado se veía la escopeta de su padre... negra como la culpa, inflexible como la justicia, certera como la expiación.

Epílogo

Poco sobrevivió Raimundo a su hijo.

Si en el tiempo que aún vivió sufrió su dolor, agrio y seco como castigo infructuoso infligido por el Destino, a estilo pagano, o si lo llevó mansa y resignadamente como expiación, según el espíritu y la fe cristiana, Dios, su confesor y él lo sabrán.

Pero piadosamente pensando, como dice nuestra hermosa frase familiar, conjeturamos que Dios no pronunció su terrible fallo de justicia distributiva, sin darle su doble misión de castigar lo pasado y mejorar lo venidero para el contrito sumiso. Y son pocos los cristianos que en los momentos supremos de temor, de desamparo y de dolor, no levantan su corazón a Dios, implorando del cielo el socorro, el amparo y el consuelo que no pueden hallar en la tierra.

La noticia de la fúnebre catástrofe penetró las paredes del convento en que estaba Gracia.

Ella fue la sola que vio patente el dedo de Dios en el trágico suceso; y con renovado fervor oró por vivos y muertos, por amigos y enemigos, por el descanso de los buenos y la conversión de los malos, repitiendo cada día con más dulce convicción:


¡Dichosa el alma que en sagrado anhelo
desprecia los engaños de esta vida,
por sólo una verdad... que es la del cielo!


Publicado el 1 de enero de 2019 por Edu Robsy.
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