Leonor

Fernán Caballero


Cuento


I
II

I

—Conde —decía una señora a un grande de España—, he oído hablar de vuestra galería de retratos de familia, y desearía verla, deseos que abrigan igualmente estos amigos míos.

El conde, que era un hombre tan fino como bondadoso y franco, se apresuró a acceder a un deseo que no podía menos de lisonjearle, y al día siguiente recibía en su galería, a aquellas señoras, acompañadas de algunos de sus amigos.

Mientras recorrían aquel recinto, parando su atención ya en uno, ya en otro de aquellos rostros conservados por la pintura, cuando nada quedaba existente de los originales, como si el corazón hubiese pedido al estable pincel el auxilio que le negaba la frágil memoria humana, dos jóvenes, considerando aquel conjunto de retratos, hacían reflexiones, moneda hoy muy corriente, pero en la que se encuentran piezas falsas, tanto como de buena ley.

—Yo —decía uno de ellos, gallardo oficial de caballería— pondría los ricos trajes, las cruces y las mitras con que se engalanan estos retratos a esqueletos, lo cual, no sólo sería incontestablemente propio y exacto, sino también una justa censura de las antiguallas y la vanidad, dos cosas que son un anacronismo patente en nuestra época y modernas tendencias. ¡Qué poesía y qué filosofía habría en colgar una banda y una cruz de los desnudos huesos de un pecho vacío, y en colocar esas mitras sobre huecas calaveras!

—Sí, por cierto —contestó su interlocutor—; pero tu pensamiento poético-filosófico y palpitante de actualidad, según la expresión moderna, es un plagio.

—¡Un plagio! ¿Cómo?

—Habiéndolo tenido antes que tú nuestro archicatólico y antiguo pintor Valdés, como verlo puedes en el santo Hospital de la Caridad, fundado en Sevilla por el católico don Miguel de Mañara. Desengáñate, capitán; cuanto de bueno pueda decir la filosofía, está dicho antes y mejor en el Evangelio; cuanto pueda hacer la filantropía, lo ha hecho antes y mejor la caridad cristiana. Pero, hablando de bandas y cruces, ¿sabes que me han dicho que te han negado la de San Fernando?

—¿Cómo puede ser eso —exclamó sorprendido e irritado el oficial—, si el juicio contradictorio que se ha instruido me da derecho a ella?

—Porque dice el ministro que esas distinciones son únicamente pompa vana, y que debiendo morirte algún día y volverte esqueleto, no te debes cruzar.

—¿Si habrá salido el tal ministro de la Caridad de Sevilla?

—Tal vez —contestó su amigo—, o acaso de las aulas filosóficas. Pero lo que de cierto no ha brotado de ningún sentimiento caritativo es tu encubierta y pomposa crítica sobre conservar a los retratos las distinciones que merecieron y obtuvieron los que representan. Yo haría más si fuese dueño de esta galería y descendiente del hombre a quien representa el retrato ante el cual nos encontramos en este momento; yo escribiría al pie de esta noble figura de uno de los españoles caballerosos, espléndidos y amantes entusiastas de su país y de sus reyes, que el caballero que está en él representado, y cuyo pecho decora la cruz de Calatrava, modelo de los antiguos españoles, regaló a Carlos III un navío de guerra de caoba y de ochenta y cuatro cañones, construido a sus expensas, y cuyo costo no bajó de veinte millones de reales, porque tales rasgos honran, no sólo a las familias de aquéllos que los hicieron, sino al país de que son hijos.

Mientras discurrían así aquellos dos amigos, estaba parada la señora que había deseado ver la galería ante un retrato del cual no apartaba la vista, y mientras más lo miraba, más parecía agradarle y cautivar su interés. Representaba a una joven en traje de religiosa agustina de la Concepción; su túnica era negra, y celeste el amplio manto que caía de sus hombros; su toca blanca y plegada formaba una punta sobre su frente, y en el semicírculo que describía a cada lado de sus pobladas sienes se veían las bien dibujadas entradas de una rica y negra cabellera. Aunque la pintura mejicana de este cuadro no era buena, por carecer de sombras, tenía aquella minuciosa exactitud de detalles que nada omite y que copia fielmente; así era que los magníficos ojos negros de aquella joven expresaban a un tiempo una inocencia de corazón y una firmeza de carácter tan unidas, que no pudo el pintor trasladar al lienzo la una sin la otra. Sus cejas estaban bien dibujadas, así por la naturaleza como por el pincel; su boca era pequeña y fresca como un clavel, y su nariz, un poco corta, demostraba que a veces el capricho hace más graciosa y linda a la hermosura que una clásica y cumplida perfección.

Habiendo también este precioso retrato muy especialmente llamado la atención de las demás señoras, y preguntado al conde de quién era, díjoles éste que de una tía suya; suplicáronle entonces que les diera cuantos detalles supiese sobre la vida de tan linda religiosa; accediendo galantemente el conde a sus deseos, les entregó un manuscrito en que estaban consignados estos hechos, que una de las señoras copió, y que vamos a comunicar al lector.

II

A fines del siglo pasado, Méjico, la hermosa hija de España, vivía rica y feliz, digna y próspera, asida a su bandera de oro y púrpura, sonriendo a un porvenir de paz y de ventura.

¿Quién reconocerá hoy en la ciudad que desde hace cerca de medio siglo es teatro de la anarquía, del escándalo, del desenfreno y de las malas pasiones, a aquella magnífica capital, honor y prez del continente americano, a quien España dio alma con su santa fe y vida con el noble pendón a cuya sombra creció tranquila, respetada, creyente, culta y agradecida? ¡Sí, ella es la que aún conserva lo que los hombres no le pueden quitar: su suelo privilegiado, su cielo puro, pero profanados ambos con el horrible espectáculo de la ingratitud, de la traición, de las doctrinas disolventes, anticultas y antirreligiosas, que pervierten su índole y destrozan su seno! ¡Qué no sería aquella metrópoli del Nuevo Mundo si hubiese desechado su ingrata emancipación y seguido como digna hija bajo la decorosa y suave tutela de la madre patria!

Pero apartemos la vista de lo presente y retrocedamos a aquellos dichosos días.

Descansaba el mando, en la época en que acontecieron los hechos que vamos a referir, en manos del poderoso virrey don Miguel José de Azanza, a quien autorizaba la madre patria a dar al elevado cargo que ejercía todo el prestigio, toda la fuerza y dignidad necesarias para revestirlo de la altísima importancia que revelaba su título.

Conforme entonces cada cual con el lugar que la Providencia le destinaba en el escalafón que constituye la sociedad humana, la prosperidad seguía su marcha progresiva, sin disturbios ni pretensiones destructoras del orden establecido. Era la alta clase demasiado digna y señora para ser bullanguera, y demasiado prudente para afanarse por alcanzar una flor de un día, sacrificando el arraigado tronco secular, herencia suya, al par que la clase llana estaba lejos de alzarse con pretensiones que condenaba en la superior. Tranquilo se deslizaba el tiempo como un manso río, sin que corrientes fangosas y extrañas enturbiasen sus aguas ni le hicieran salir de madre.

Pero demos principio a nuestro relato.

Hay una quinta inmediata a Méjico, en la que el arte y la Naturaleza se han unido para embellecerse mutuamente. Entre las plantas más bellas y frondosas brotan surtidores de alegres aguas, que brillan al sol, como si sonriesen a las flores antes de ir a besarles los pies. Cerca de una, de estas fuentes, rodeada de jarrones de China, en que florecían las plantas más raras y bellas, veíase sentado una tarde a un anciano sacerdote, de rostro sereno y digno, cuyos negros hábitos condecoraba la roja cruz de Santiago; a su lado se hallaba una señora joven, ricamente prendida, y ambos fijaban con indecible cariño su vista en otra Joven, casi niña, que, vestida de blanco, se entretenía en formar un ramo con las mejores flores que aquellos jarrones contenían.

No podía darse nada más encantador que aquella joven tan engolfada en la confección de su ramo. No era alta, pero sí perfectamente formada. Su cara blanca y sonrosada parecía pequeña para contener sus grandes ojos negros, cuya mirada, alternativamente alegre como el sol y grave como la luna, pero siempre inocente y pura, se fijaba en las flores que cautivaban toda su atención; las manos que las manejaban, notoriamente pequeñas y blancas, parecían jazmines que formasen parten de los ramos. Su alba tez contrastaba con el pronunciado negro del color de su cabello, y sus prominentes y rojos labios parecían retener una alegre y maliciosa sonrisa por respeto a aquel sacerdote. Era éste su padre, el conde de Nerbas, que, después de haber enviudado, había recibido las sagradas órdenes. Tenía dos hijas, que eran las dos jóvenes que acabamos de dar a conocer al lector, la más pequeña de las cuales se llamaba Leonor, estando casada la otra, de muchos más años que aquélla, y que la amaba con la ternura de una madre, con el poderoso conde de Elgra.

—Padre —dijo la condesa al ver que el sol recogía sus últimos rayos—, ya es hora de retirarme y de llevarme a Leonor, pues es necesario que empecemos nuestros preparativos para el baile que da el virrey, al que no nos es posible faltar.

—Es cierto —repuso el conde— Id, pues, y que Dios os acompañe.

Leonor se levantó alegremente, se acercó a su padre y le besó la mano, diciendo con respeto:

—Esto como a sacerdote.

Y luego, saltando a su cuello, lo abrazó, añadiendo con ternura:

—Esto como a padre.

Ambas jóvenes desaparecieron entre los arbustos y las flores, mientras las seguían, como ángeles custodios, las enternecidas miradas del anciano.

La corte virreinal era una semejanza de la de Madrid. El virrey, que representaba la persona del soberano, alcanzaba todo el respeto y todas las atenciones que aquél en España, y los títulos de Castilla gozaban en su palacio las mismas consideraciones que los Grandes en el palacio de Madrid. El que ocupaba el virrey era un vasto edificio, situado en una inmensa plaza; aunque sin pertenecer determinadamente a orden alguno de arquitectura, era digno y notable por su grandiosidad.

Llenos estaban sus inmensos salones aquella noche de cuantas personas escogidas contenía la gran capital americana, cuando se presentaron la condesa de Elgra y su hermana Leonor. Llevaba ésta una túnica o, como ahora se denomina, vestido de dos faldas, de tul blanco, recogida la superior con ramos de jazmines; una guirnalda de éstos en la cabeza, y adornado su albo cuello con un riquísimo collar de esmeraldas. Todas las miradas se fijaron en ella, llenas de admiración. Salió el virrey al encuentro de las hijas del conde de Nerbas, y mientras hablaba con la condesa, acercósele presuroso uno de sus caballerizas, joven teniente del ejército, para hacerle una pregunta cuya contestación urgía. El virrey dio ésta brevemente, pero el oficial no se movió; fija la vista en Leonor, absorto y abstraído, parecía que toda su atención, su inteligencia y su ser se habían reconcentrado en la mirada que tenía fija en aquella encantadora aparición.

—¿Qué os detenéis? —dijo el virrey—. Id, Camino, que nada tengo que añadir.

Alejose el oficial, pero no sin que Leonor hubiese notado aquella mirada del alma clavada en ella, y que tanto lisonjea a una hermosa cuando es hija de la admiración y no heraldo del atrevimiento.

Camino, que había llegado a Méjico con el virrey, y a quien éste profesaba mucho afecto y demostraba gran confianza, era un joven tan modesto y simpático, que se había ganado el aprecio y la benevolencia generales. Contribuía a esto la manera digna y natural con que procuraba huir de todas las ocasiones de figurar en primer término, a pesar de la importancia que le daba la marcada preferencia con que le distinguía el virrey.

Como suele suceder que la sociedad otorgue ampliamente aquello que no se exige, había ésta asignado a Camino un honroso lugar en su seno.

El sarao se animaba. La actividad del baile y la aglomeración de gentes en movimiento y distraídos por él originaban esa clase de inobservancia que suele animar a los tímidos.

Leonor había notado desde que empezó el baile que por todas partes la seguían las miradas del joven favorito del virrey, y aun sin ver al que se las dirigía, sentíalas posarse sobre ella como dos brillantes y ardientes rayos del sol. Merced a la confusión propia del baile, el joven se acercó a ella y le pidió ser su pareja para la siguiente contradanza. Concedióselo gustosa Leonor, y ya no sólo bailó con ella entonces, sino toda la noche.

Leonor, que salía al mundo sin el necesario conocimiento de sus usos, y que tenía bajo aquella suave y tranquila apariencia un carácter singularmente decidido y una voluntad muy independiente en su origen, por más que, muy sumisa a lo que conceptuaba deber estarlo, no conoció que con la preferencia concedida a Camino se singularizaba, ni mucho menos previó que esta misma preferencia debía dar pábulo a las esperanzas de aquel joven, aunque es de temer que si lo hubiese comprendido así no se hubiera detenido ante esta consideración, pues no arredraban a su fuerza de voluntad pequeños obstáculos, del mismo modo que esta misma fuerza de carácter la habría hecho someterlo todo a cuanto juzgase que exigían de ella la razón y el decoro. No es de extrañar, pues, que en aquella noche, en que brotó simultáneamente en dos nobles y firmes corazones una pasión que había de decidir del destino de su vida, quedasen unidas sus voluntades, como a veces lo están en el cielo la luz del so1 y la que de éste recibe la luna.

Con disgusto observó la condesa de Elgra la ostensible preferencia concedida por su hermana al caballerizo del virrey, y apenas se hallaron solas, de regreso a su casa, cuando le hizo notar toda la inconveniencia de su comportamiento.

Oyó Leonor a su hermana con cierta extrañeza y desagrado, contestándole que no comprendía que se pudiera poner objeción seria y fundada a una inclinación cuyo término sería un enlace que no podía causar disgusto grave a su familia.

—¡Cómo! —exclamó la condesa—. ¿Puedes ni aun imaginar que un pobre teniente, cuyos antecedentes se desconocen, sea el partido que convenga a una hija del conde de Nerbas, pretendida por los primeros, más ilustres y poderosos caballeros de Méjico?

—Por lo mismo que tengo bienes de fortuna, no necesito buscarlos en el compañero que elija —contestó Leonor—. Camino es un hombre que por su mérito y valer ha sabido granjearse la amistad del virrey, y por su comportamiento el aprecio general; esto basta para que se hallen en mí de acuerdo mi juicio y mi corazón.

Todas las objeciones que hizo la condesa no pudieron conseguir que variase de opinión su hermana, ni todos sus consejos lograron hacerla mudar de propósito.

Anduvo el tiempo, y viendo la condesa que en todas las reuniones a que concurrían se entregaban los amantes sin rebozo ni recelo a la inclinación que los arrastraba, y que cada día iba en aumento, determinó dar aviso de ello a su padre.

Mucho disgustó a éste la noticia, pues aun en el caso de que su corazón le dictase no oponerse a los deseos de su hija, las exigencias sociales de su época le vedaban consentir que se enlazase con un joven que, sobre estar al principio de su carrera y carecer de fortuna, era de humilde extracción.

Las costumbres e ideas de aquella época lo traían así consigo, y le causó y debió causarle, por tanto, gran sorpresa y dolor que su hija bajase de clase en la elección que había hecho de un hombre para amarlo. Entonces los padres encumbrados exigían, para casar a sus hijas, igualdad, jerarquía y sangre noble; hoy no se exige aquélla, sino posición y dinero. Entonces el orgullo buscaba linaje; hoy la vanidad busca riqueza; ambas cosas son nacidas de malos padres, pero la primera se funda al menos en el respeto a la memoria de grandes hechos, de gloriosos servicios al rey y a la patria, mientras que la segunda sólo tiene por base la codicia.

Llamó el conde a Leonor y la hizo cuantas reflexiones le sugerían su razón, su dignidad y su cariño; todas las combatió y ninguna convenció a aquella niña tan débil, suave y flexible en su físico, y tan entera e inmutable en su parte moral. No trató de persuadir ni enternecer a su padre; sabía que por sus años, por su carácter austero y por su estado, no le movería a variar sus ideas una pasión amorosa; además, Leonor era reconcentrada como suelen serlo las personas de mucha fuerza de carácter; no había leído novelas, no creía compatibles con el retenimiento y la modestia anexos, instintivos al sexo femenino, esos descompuestos extremos, esas escenas trágicas en que, por casarse con un hombre a quien quieren, incurren las jóvenes que no respetan a sus padres, a la opinión ni a sí mismas. Por todas estas razones no trató de resistir ni de desobedecer el mandato de su padre, cuando le ordenó que no volviese a ver ni a hablar a Camino, y esta orden fue tanto mejor cumplida por ella cuanto que entonces la autoridad paterna, lo mismo que la sacerdotal, era un valladar que no traspasaban las humanas pasiones sino muy rara vez.

Pasó tiempo; no se había vuelto a nombrar a Camino, pero la paz y el contento habían desaparecido del seno de aquella familia, antes tan feliz. El conde había envejecido; sobre la severa frente de su hija mayor diseñaban los cuidados su triste sello, y Leonor, alternativamente animada por una, aunque remota esperanza, y abatida por el desconsuelo, y excitada de continuo por esta incesante lucha, había caído al fin postrada en su lecho.

Una tarde entró la condesa de Elgra en la habitación de su padre, Estaba pálida y abundantes lágrimas corrían por sus mejillas.

—¿Qué tienes, hija mía? —le preguntó el conde, que amaba con ternura, así a ella como a su hermana.

—Padre —contestó la condesa—, acabo de hablar con el médico, y me ha revelado que el estado de Leonor es muy grave, y que su pasión de ánimo ataca ya sus órganos vitales; padre, entre un mal casamiento y un féretro, ¿cuál preferís para vuestra hija?

No pudo proseguir, porque consternado el conde, se había levantado y se dirigía presuroso al cuarto de Leonor.

—Hija de mi alma —exclamó al entrar, estrechando a la postrada enferma entre sus brazos—, desecha el mal que mina tu salud. Si la causa es el no ver realizados tus deseos, renuncio a todas mis esperanzas por tu futuro bienestar, y sacrifico el lustre de nuestra familia, que ha sido el anhelo de toda mi vida y el blanco de todos mis deseos, a ver los tuyos cumplidos, toda vez que lo contrario ha de ser para ti una pena sin consuelo y sin olvido, que llegue a poner en peligro tu vida. Por más gestiones que he hecho, tan obscuro y pobre es el origen de Camino, que no he podido averiguarlo; pero voy a dirigirme directamente al virrey para que me informe de los antecedentes de su protegido, y como un obstáculo insuperable no lo impida, te prometo aceptarlo por hijo.

Un suave carmín, una sonrisa aún mas suave fueron la respuesta de la enferma, que cogió la mano de su padre, que besó con apasionada gratitud.

El conde se dirigió sin detenerse, al palacio del virrey, y fue anunciado y recibido al momento.

El triple carácter de padre, de ministro del Señor y de esclarecido prócer de que venía revestido, unido a su ancianidad, aumentaban la dignidad del conde, quien, después de saludar al virrey, le habló en estos términos:

—No es por cierto, señor virrey, una impertinente curiosidad la que me mueve a rogarle como padre, como sacerdote y como caballero, que me informe sobre un asunto cubierto con un velo de misterio para todos, pero que la tranquilidad de una familia y la suerte de uno de sus miembros hace forzoso descorrer. Así es que, bajo el triple concepto de padre, de sacerdote y de caballero, le suplico me diga quien es, cuáles son los antecedentes del caballerizo don Bernardo Camino.

La fisonomía del virrey expresaba un embarazo y un pesar crecientes a medida que hablaba el conde. Por un momento calló, y dijo después:

—Conocí a Camino en Madrid. Sus buenas prendas, poco comunes, me lo hicieron apreciar, y cada día me ha dado nuevas muestras de sus sobresalientes cualidades. Pertenece, como sabéis, a la honrosa carrera de las armas, que le abre un porvenir seguro y brillante. Sus padres son pobres, pero honrados; esto es, creo, cuanto necesitáis saber.

—Bien sabía —repuso el conde—, cuando vine a palacio, el mérito de Camino, su carrera y sus lisonjeras esperanzas para lo porvenir. Vuestra respuesta, señor Virrey, es evasiva y no aclara lo que deseo y me precisa averiguar; esto es, la clase a que pertenece y lo que era antes de que lo llamaseis a vuestro lado.

El embarazo del virrey aumentaba, e iba tornándose en una agitación que no podía ocultar a la enérgica y fija mirada del conde; evidentemente, ni le era fácil, ni acertaba a contestarle, lo que, notado con pesar por su interlocutor, le dijo con sequedad:

—Señor virrey, respeto las causas que podáis tener para no darme más amplios informes sobre don Bernardo Camino; pero sabed, si acaso aún lo ignoráis, que sin tenerlos cumplidos y satisfactorios, no emparentan los caballeros de Méjico con sujetos que, aunque tengan prendas personales y la ventaja de pertenecer al ejército de su majestad, ocultan, sea cual fuere la causa, sus antecedentes. Por última vez —añadió poniéndose en pie para retirarse— os requiero, señor, por esta cruz de Santiago que honra mi pecho como honró los de mis antepasados, y que decora el vuestro, que me digáis lo que era Camino antes de que lo hicieseis oficial del ejército y caballerizo vuestro.

La contrariedad que había expresado hasta entonces el semblante del virrey tornose en profunda tristeza cuando, después de vacilar unos instantes, contestó de esta suerte:

—Me obligáis, señor conde, y con ello me dais un gran pesar, a revelaros un secreto que hubiera querido conservar siempre ignorado de todos; pero ya que me habéis comprometido a ello por cuanto puede obligar a quien tiene honor y conciencia, me veo precisado a deciros que Camino, antes de ocupar el puesto en que hoy dignamente se encuentra, era un servidor mío, era mi ayuda de cámara.

El conde nada contestó; saludó al virrey y salió.

La dolorosa sorpresa que contenía su alma no se notó tampoco en su grave semblante cuando entró en el cuarto de su hija, a la que no creyó del caso dirigir amonestación alguna, contentándose con hacerle en breves frases la misma revelación que acababa de oír de boca del virrey, y alejándose en seguida sin añadir una sola palabra.

El conde conceptuó que Leonor, criada bajo el régimen y la influencia de aquellos tiempos, renunciaría desde luego a su unión con Camino, graduándola de uno de esos imposibles definitivos e insuperables, cuyas consecuencias, semejantes a las de la muerte, no pueden ser modificadas por la voluntad del hombre ni por medios humanos, y que pronto condenaría y desterraría, por tanto, de su corazón un amor reprobado, ilícito y sin porvenir, como un amor adúltero, pues a la verdad esto venía a ser considerada socialmente su pasión, no ya sólo por pertenecer como pertenecían ambos amantes a distintas clases, sino por la calidad de las funciones que había ejercido Camino. Constábale que su hija estaba amamantada en las severas doctrinas religiosas, el recato en el sentir, el freno en la voluntad, la sumisión a la autoridad paterna y la conformidad en los reveses, y creyó, en consecuencia, que no sólo no combatiría con indecorosos extremos los deberes que aquéllos le imponían, sino que se sometería a ellos con suave mansedumbre femenina, muy ajena por cierto del espíritu de emancipación que cunde en nuestros días.

Llévanos este aserto a observar que si hoy no se presencian más escándalos ni se ven más casamientos a disgusto de los padres, es porque las jóvenes contemporáneas se prestan en lo general admirablemente a entrar en los cálculos que forman aquéllos para establecerlas, asignando a la pasión del amor un poder muy limitado y una influencia muy subalterna, disposición que celebramos y enaltecemos mucho en sus efectos, por más que estemos muy distantes de hacer lo mismo en cuanto a sus causas.

El conde no se equivocó; Leonor recibió la comunicación de su padre como habría recibido la noticia de la muerte de su amado.

Cuanto pasó y sintió quedó oculto y sepultado en su pecho, como en el seno de la tierra cuanto es presa de la muerte.

Leonor calló, no por mutismo, sino por el hábito de reserva que en el austero trato de su digno padre había adquirido, así como también por efecto de esa fuerza de voluntad que le era propia.

Avisado Camino por uno de sus amigos de que el conde de Nerbas había tenido una entrevista con el virrey, según había colegido por haber visto el carruaje del primero estacionado ante el palacio, dirigiose hacia allí y penetró, como tenía de costumbre, en las habitaciones del virrey; pero en la puerta del despacho de éste fue detenido por el alabardero que en la antecámara se hallaba de guardia.

—¿La entrada me está vedada? —exclamó retrocediendo y consternado Camino.

—Tal es la orden que he recibido —contestó el alabardero—, con el encargo de entregaros este pliego.

Camino cogió en sus trémulas manos el pliego, y anhelante y poseído de un aciago presentimiento, rompió el sello y lo desdobló. ¡Cuál no fue su asombro al ver en él la orden de marchar a las pocas horas a Veracruz y embarcarse allí en la primera embarcación que se hiciese a la vela para España!

El mandato era apremiante; todo el poder del jefe supremo se ostentaba en él, sin que nada recordase el protector, el amigo.

—¡Así me abandona y desvía de sí el que parecía ser mi segundo padre, el que era mi solo protector! —exclamó Camino dejándose caer sobre un sitial, con ese desconsuelo peculiar del desamparado y ese espantoso vacío del aislamiento.

Escapósele de las manos el funesto pliego, y entonces notó que la cubierta contenía dos; abrió el que aún no había leído y vio que era un despacho de capitán. Cual hiende de improviso un rayo de sol las opacas nubes que obscurecían la tierra, penetró uno de esperanza en el corazón de Camino. La justa guerra contra la república francesa que, feliz en un principio para nuestras armas, guiadas por la vencedora y gloriosa espada del ilustre general Ricardos, y funesta después bajo la conducta del valiente pero desgraciado conde de la Unión, que había de volver a tornarse próspera para España merced a las altas dotes del sabio general Urrutia, tenía abiertas entonces en la Península las puertas de oro de la verdadera e inmarcesible gloria, y todos los españoles de todas clases y condiciones se precipitaban ansiosos por ellas al santo grito de religión, rey y patria, sin necesidad de invocar para nada, la unión, pues unánimes todos en sus generosos sentimientos, no había desunión posible.

Camino comprendió la senda que le marcaba su protector: conquistar un nombre glorioso, adquirir con la espada, genuina fuente de nobleza, el puesto que había de encumbrarlo a la altura de la mujer que amaba, fue lo que le pareció indicarle el despacho que le facilitaba los medios para ello, y en seguir este nuevo rumbo cifró su esperanza, su estímulo y su consuelo, viendo en hacerlo así el único medio, aunque remoto, de que aquella cruel pero inevitable separación no fuese eterna. Todos estos pensamientos, unidos a los dolores de la ausencia, expresó en una larga carta que escribió a Leonor, en la que mezclados formaban como una corona de ciprés entretejida con rosas, y a las pocas horas partió.

Leonor, al recibir esta carta, la quemó resueltamente sin leerla, después de lo cual cayó de rodillas bañada en llanto.

Todo esto fue ignorado de su familia, en cuya casa no volvió nunca a pronunciarse el nombre de Camino.

Leonor no hizo alteración alguna en su modo de ser y de vivir. Salía, entraba, iba a todas partes adonde su hermana la llevaba.

Dos años pasaron de esta suerte. Alentados los pretendientes a la mano de la rica y bella heredera, recibió el conde varias proposiciones, y no mostrando Leonor preferencia por ninguno de los que la solicitaban, determinó su padre hablarla e inclinar su ánimo hacia aquél que le parecía reunir más ventajas y más elementos para hacer su destino feliz. Hízolo así, y Leonor le escuchó con acatamiento y calma; pero cuando hubo concluido, le contestó:

—No he podido ser esposa del solo hombre que he amado y amaré en mi vida, y no lo seré de otro alguno. He querido que una resolución firme e irrevocable, tomada por mí desde el momento en que la suerte nos separó, y que desde aquel día ha sido todo mi consuelo, no os pareciese pasajera y atropellada, y sólo hija de la vehemencia de mi dolor; así es que nada os he dicho hasta el día de hoy, en que se me presenta la deseada ocasión de hacerlo; han pasado dos años desde que ofrecí a Dios, entero, un corazón que no podía ya ocupar otro sentimiento que el santo amor a Él, único amor que proporciona calma y dulzura al corazón, que es inmutable, y que empieza por dar consuelo y acaba por hacer olvidar las penas y dolores de este mundo.

Al oír estas palabras, venciendo el amor paternal a las consideraciones de sacerdote, exclamó el conde, amargamente sorprendido por la perentoria declaración de su hija, que destrozaba su corazón de padre y destruía sus esperanzas de cabeza de familia:

—Nunca consentiré...

—Señor —le interrumpió Leonor con templada firmeza—, no podéis desaprobar una determinación que vos mismo tomasteis... Si el esposo que había elegido mi corazón humillaba a la familia, el que ahora elige mi alma la honra y enaltece; debéis, pues, aprobar esta mi determinación, así como debisteis reprobar la otra.

—Si ha de ser para el bien de tu alma —repuso el conde, vuelto en sí de su primer movimiento de repulsa—, único bien real a que debe aspirar el hombre en su transitoria peregrinación por un mundo cuyos bienes jamás han llegado a satisfacer sino momentáneamente al que logre disfrutarlos, hágase según tu voluntad, y que no sea un padre y un sacerdote el que se oponga a ella cuando va bien guiada. Elévense a la par de las tuyas mis esperanzas y mis anhelos. Persuadido de lo premeditado de tu determinación y de la constancia de tus sentimientos, no me opongo a tu resolución, y si pierdo el encanto de mi hogar doméstico, adquiero en cambio un ángel que a Dios ruegue por mí, y que me retribuya, con oraciones de su candoroso corazón y de sus puros labios, las bendiciones que derramo y he derramado durante toda mi vida sobre tu cabeza.

Leonor entró en el convento de agustinas de la Concepción, y al año profesó con el contento y la alegría que le eran propios en sus primeros años. Todos sus amigos y deudos asistieron al solemne acto de su profesión, y muchas lágrimas de ternura y de admiración fueron vertidas, pues tal es nuestro apego a las cosas mundanas, que el renunciar a ellas por las del cielo nos parece un heroico rasgo de virtud y un doloroso sacrificio.

Una vez monja Leonor, apresurose el virrey a llamar nuevamente a su lado a Camino, quien no se apresuró menos en acudir a este llamamiento, ceñida ya su sien de bien ganados laureles, y lleno además el corazón de dulces esperanzas, por imaginar que el amor y la constancia de Leonor, unidos a la amistosa intervención del virrey en favor suyo, habrían podido vencer la oposición del conde de Nerbas a su enlace con Leonor y sido causa de su regreso.

Llegó a Méjico, encaminose desalado al palacio virreinal, y se presentó gozoso a su protector.

—Ya ves —le dijo el virrey, que en la intimidad favorecía a Camino con el tú paternal que le dictaba su cariño—, ya ves cómo desde que han cesado los obstáculos que se oponían a tu vuelta y motivaron tu ausencia, que era el único medio de prevenir muchos males, me he apresurado a llamarte a mi lado, libre ya de los cuidados y temores que aquéllos me inspiraban.

—¿Y el conde de Nerbas, ha consentido? —exclamó ebrio de alegría Camino, que suponía, como hemos dicho, que el haber cesado los obstáculos a su estancia en Méjico era debido a no haberlos ya en sus amores con Leonor.

—Consintió —repuso el virrey— en el deseo de su hija, y a pesar de que destruía todas sus esperanzas de cabeza de una ilustre y poderosa casa, porque consideró que la primera obligación de un padre es la de mirar por la felicidad de sus hijos, y que debe anteponerse a todas las miras terrenas.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Camino—; ¿así, pues, Leonor me aguarda?

El virrey lo miró asombrado, y tornándose poco a poco su mirada triste y compasiva, le dijo con voz solemne:

—Sí, Camino; Leonor te aguarda, pero en un mundo mejor, no en este, al que ha renunciado, muriendo para él dulce y suavemente en el convento de monjas agustinas de la Concepción, en el que ha profesado.

Camino no oyó más, y sin cuidarse de las reglas sociales, se precipitó, sin añadir palabra, fuera de la estancia de su protector, y sin tomar aliento llegó al indicado convento, en el que pidió que avisasen a la recién profesa, que había en el locutorio una persona que venía con un recado de su padre.

A pesar de la moderación de su carácter, al ver Camino a la que amaba en traje de religiosa, sintió un dolor desesperado que le hizo desahogar su pecho con todo el arrebato y la elocuencia de la pasión, y le impulsó a proponer a Leonor que le facultase a ir a Roma, y, echándose a los pies del Santo Padre, obtener que desatase con su poderosa y autorizada mano lazos anudados tan ligeramente y por razones de tan poco valer en la alta esfera del sentir, y cuyas consecuencias no podían ser otras que causar la desgracia de dos personas que unidas habrían sido felices.

Leonor rechazó con dulzura, pero con alta dignidad, tan descabellada proposición, y aumentándose entonces la exaltación de Camino, por el despecho que le causaba la negativa de aquélla, prorrumpió en amargas quejas, acusándola de no amarle ni haberle amado nunca y de no sentir ni comprender el amor.

—Comprendo y siento —contestó Leonor— que no se ama más que una vez en la vida, y que este amor agota las fuentes que le dieron vida; pero no el que este amor se sobreponga, en una persona de carácter y de fuerza de voluntad, a todas las condiciones sociales, a la razón y al deber de hija. Ese amor de pasión del que pretendéis los hombres hacer casi una virtud, no lo es tal: es sólo una calentura, con todos sus padecimientos y delirios, que, transitoria y fugaz, no se debe fomentar con estímulos, sino serenar con calmantes. Hay otro amor, Camino, de más fuerza, de más duración y de más porvenir, puesto que el suyo es la eternidad. Éste crece sostenido por otros móviles que la pasión terrena, y se satisface muy de otra manera. Decís que no sé amar porque no comparto con vos la violencia que todo lo arrastra, el ímpetu que a todo se sobrepone. Yo creo, por el contrario, que la buena calidad del amor se demuestra más en el exclusivismo y en la constancia que en la pasión, ese fatal estado del hombre que muchos tratan por desgracia de enaltecer, y que es casi siempre el origen de todos sus males. En el siglo, sólo a vos amé; en el claustro, sólo amo a mi Criador y Dueño, y aun dado el caso de que sin pedirlo yo se abriesen de par en par las puertas de este asilo de consuelo y de paz, de esta alegre y tranquila tumba en que nada nos distrae del santo y único fin del hombre, que es prepararse a la vida eterna, nunca, no, nunca resucitaría para sufrir la que murió para descansar21.

—Pues adiós, Leonor —dijo Camino con la calma del dolor sin remedio, sin consuelo y sin olvido—; busqué la gloria, porque creí que me acercaría a vos; ahora buscaré la muerte, puesto que me es inútil la gloria.

Camino regresó a España, hallando años después la gloria que no buscaba y la muerte por que ansiaba en la guerra eternamente memorable de nuestra Independencia.


Publicado el 2 de enero de 2019 por Edu Robsy.
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