Promesa de un Soldado a la Virgen del Carmen

Fernán Caballero


Cuento


Frente al mar Océano
Un templo se alza que con santo celo
El religioso pueblo gaditano
Erigió a nuestra madre del Carmelo,
Do en culto fervoroso y esplendente
La adora y ruega su piadosa gente.

Francisco Flores Arenas


Españoles y españolas
Ya la guerra se acabó,
Demos por ello las gracias
Al divino Salvador.
¡Viva la Reina del cielo!
¡Viva la Reina Isabel!
¡Viva el ejército invicto
Y su caudillo O'Donnel!

Canto popular
 

Los sencillos moradores del pueblo de Dos—Hermanas, se quedaron sorprendidos cuando el camino de hierro que conduce de Sevilla a Cádiz vino a favorecerlos, y estáticos cuando con bronco mugir vieron venir por él el monstruo diforme sin cabeza que volaba sin alas, y arrastraba tras sí una cáfila de galeras.

Una nueva era se abría para esta tranquila y silenciosa aldea que se formó alrededor de una capilla labrada por dos hermanas.

Esta nueva era acabará con el silencio y soledad del lugar; sustituirá en muchas casas techumbres de tejas a las de aneas; pondrá todo bonito, simétrico, renovado pero el pueblo dejará de ser tan sencillo, campestre, y rústico como hoy le es, y por lo tanto no será ya tan poético para aquellas mentes que hallan la poesía y lo pintoresco campestre, en lo natural, sencillo, y rústico, y no en lo ataviado.

En una de las casas situadas al extremo opuesto del que ocupa la estación, sentadas en el patio-corral, se veían en una mañana del mes de junio sentadas varias mujeres ocupadas en faenas domésticas, cuando por la siempre abierta puerta de la calle entró una anciana diciendo:

—Dios guarde a Vds.

—Y a Vd.: por muchos años, contestaron.

—Bien decía yo, añadió una de las vecinas de la casa, que era joven y estaba cosiendo, bien decía yo que veía visita, porque rato ha que el gato se está lavando la cara. ¿Qué trae Vd. de bueno, tía Manuela?

—¡Traer bueno! —repuso aquella—, pues si lo bueno lo vengo a buscar porque no lo hallo.

—¡Ya! como que está en el cielo; pero Vd. no se queje, tía Manuela, Vd. que tiene en Sevilla a la señora que tanto la socorre, y la empresta para que siembre sus matas de melón, que quien te empresta te ayuda a vivir.

—Sí, hija, cuando se empresta como lo hace la señora, a la que nunca puedo devolverlo emprestado y que nunca me lo pide; que a no ser así, cuenta con que cochino fiado gruñe todo el año. Si no fuera así ¿cómo le costeaba yo la enfermedad a mi Juan, que tiene un bulto como medio melón sobre las costillas, y además un dolor en una pierna que dice el meico es de romantismo? hija, como que casa vieja todas son goteras, y mi Juan tiene ya cumplidos los tres duros y medio; mi hijo se ha casado, y ya salió de casa ese jornal; y mi hija que enviudó, se va la infeliz a lavar en casa del estanquero a ganarse la vida, y me deja a mí sus tres criaturas para que las cuide y les dé de comer, por aquello de que tú que no puedes llevarme acuestas. Estaban en cuerecitos y la señora me los vistió. ¡Dios se lo dé a su señoría de gloria! ¡Cuánto no hacen los ricos por nosotros los probes! y más de cuatro no lo conocen y son ingratos con ello. No así yo que bien se me previene lo que merece por lo que hace conmigo, y le digo de apuesta manera: ¿Ay señora, nadie sabe lo que vale un merecido aquí abajo, y allá arriba? asina es que ha dispuesto su Divina Majestad que nos salvemos todos, dando para ello a los ricos el camino de la santa caridad, y a nosotros los probes el de la santa conformidad.

—Tía Manuela —dijo la dueña de la casa—, tengo puesto un guiso de habas, ¿quiere Vd. comer?

—Dios te lo pague, que aproveche, ¿ya vas a comer? ¿pues qué hora es?

—Las todas, y por eso voy a poner la comida, que en dándole a uno las doce comiendo se alcanza la bendición del Papa.

—Mucha verdad que es, y también que son las doce, que están repicando.

—¡Vaya si repiquetean! —dijo la vecina—, ¿qué santo querrá sacar la cabeza mañana?

—¡Hija! ¿vives en Babia? —repuso la tía Manuela—; es Corpus Christi, la fiesta del Señor, y ya sabes que en verano las grandes fiestas son: Trinidad, Corpus Christi y la santa Ascensión.

—Ahí viene tu hijo Roque —dijo a la dueña de la casa la vecina que estaba sentada frente a la puerta y veía la calle, cantando que se las pela. Ende que ha estado en la guerra del Moro se le han espabilado las luces que es un asombro.

—Pues que ¿cumplió ya tu hijo, Isabel? —preguntó la tía Manuela.

—No, señora, sino que ha venido con dos meses de licencia, y está con su padre en la era trillando la cebada.

Acercábase a la casa un gallardo mozo, que con sonora y clara voz venía cantando:


Soldadito soy del rey,
Y, como pobre con honra,
Si el rey me mantiene a mí
Yo mantengo su corona.

Estaba Muley Abbás
En su tienda de campaña.
Lo echó el Conde de Lucena
Gritándole ¡Viva España!

¡Ay que lástima me da
De ver los moritos chicos
Llorando por su papá!

A orillas del río Martín
Una morita decía:
Si ganan a Tetuán
Se acabó la morería.

¡Ay que lástima me da
De ver los moritos chicos
Llorando por su papá!

Al pie de Sierra Bullones
Una morita lloraba,
Por no poderse casar
Con el general Zabala.

¡Ay que lástima me da
De ver los moritos chicos
Llorando por su papá!
 

—¡Hombre! —le dijo la vecina cuando entró el mozo—, como has estado en tierra de África, no cantas más que coplas de por allá.

—Señora, como la guitarra es mía, canto por donde me parece —contestó el soldado.

—Dios te guarde, Roque —dijo cariñosamente la tía Manuela—, ¡parece que desde que no nos vemos no nos conocemos! amigo, desde que has vuelto de la guerra de África has echado fantasía, y una voz que parece la de un ruinseñor. ¿Te han enseñado los moros a cantar?

—No, señora, tía Manuela; los moros no me han enseñado más que a correr tras ellos.

—Oye, Roque, ¿estarían muy embravecidos, ellos que siempre lo están, de ver a la gente de España por su tierra?

—¡Qué si lo estaban! como que un moro mordió a un cristiano, y el cristiano a los cuarenta días rabió.

—Pero ni por esas consiguieron meterles miedo a los de acá, Roque. ¡Qué valientes! ¡qué sufridos! ¡qué denodados! vamos, si han asombrado Vds. al mundo, y se ha dicho que a pesar de su bravura les tenían a Vds. los moros más miedo que a los leones de su tierra. ¿Viste alguno?

—Ninguno vide, más que al español en nuestras banderas, por lo visto, al verlo los leones de por allá huyeron de él como los moros huían de nosotros.

—Oye, Roque —preguntó la vecina—, y los gobiernos, ¡eran tan valientes como los soldados!

—¡Vaya que si lo eran!

—¿Toos?

—Todos y cada uno de por sí, según su genio o su cargo. Asina era que decíamos:


¿Quién tiene la faz serena?
Lucena.

¿Quién es un gran paladín?
Prim.

¿Quién es noble y es humano?
Ros de Olano.

¿A quién no detiene nada?
A Quesada.

¿Quién no le teme a las balas?
Zabala.

¿Quién dice siempre «adelante»?
El sobrino del infante.
 

—Así me place, hijo —opinó la tía Manuela. Los gobiernos se deben acatar siempre, y si se portan como aquellos con más razón acatar y enaltecer, que dice el Santo Evangelio dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César. Pero, Roque, ¡qué de tiempo se estuvo sin tener norte de ti y sin nosotros saber si honrarte vivo o llorarte muerto! —prosiguió la anciana.

—Después cundieron las voces que habías estado preso y que te metieron en consejo de guerra. ¿Qué delito hiciste, hombre?

—Ninguno. ¡Vaya que el lance ese ha metido más ruido que una tronada!

—Pues se te culpaba mucho; Roque.

—¡Toma! como que no hay víboras más emponzoñadas que las lenguas de los hombres.

—No supimos ni yo ni su padre que lo culpaban —dijo con indignación la madre del soldado—. Vaya, vaya, querer culpar a mi hijo es como arrancar los manteles a los altares. ¡Cuidado con lo que se miente! perdida anda la verdad. Razón lleva el Padre Cura, que refiere que cuando acaba de decir misa y el último Evangelio, al cerrar el misal, dice: A Dios, verdad, hasta mañana.

—Pues sepasté, Roque —dijo la vecina—, que tu novia que lo supo te ha dejado y le habla a otro.

—Desde que pisé, la tierra de España lo supe, ya ve Vd. que su noticia es más vieja que el modo de andar.

—¿Y qué dijiste?

—¿Qué dije?


¿Qué cuidado le da al Rey
Que se le muera un soldado?
El mismo se me da a mi
De que ella me haya dejado.
 

—Bien dicho, hijo —opinó la tía Manuela—. En los amores no es menener atollancarse, si no pasar de largo si no pintan bien.

—Cuéntanos el lance, Roque —pidió la vecina.

—Ante todas cosas, hijo —interrumpió la tía Manuela—, tenía pensamiento de preguntarte a ti que has estado por allá, que es la tierra de las golondrinas, si es verdad que, tan parleras y cantoras como son, en llegando el Jueves y el Viernes Santo, no abren su pico y se están calladas como en misa.

—Mucha verdad que es —contestó el soldado—; también yo lo había oído decir, y estando en Tetuán por la semana Santa, me puse en acecho y noté que ninguno de esos animalitos que todos los días nos tenían atolondrados los oídos, (porque allí hay golondrinas para nublar el sol), ninguna se dejó oír; estaban tristes.

—¡Animalitos de Dios! —dijo enternecida la tía Manuela—, que recordaban y honraban más la Pasión del Señor que esos salvajes infieles moros.

—Ahora cuéntanos tu percance, Roque —insistió la vecina—; cualesquiera cosa apostaría yo a que es cosa de pendencia, porque tú, Roque, has sido siempre muy torero.

—Y que allí —añadió la tía Manuela—, como tenían ustedes carne, pan, y vino largo, y hasta café como los usías, estarían Vds. con muchos brios y arrogancia. Por entonces todo estaba aquí sosegado y pacífico, pues el invierno fue de aguas que creíamos que la íbamos a poder beber en pie sin agacharnos; no había dónde ni cómo ganar un jornal; y no hay cosa que más amanse que el no tener, pues el que no junta más que para un cuarterón de pan, no lo gasta en vino, y sabido se es, que todos los desmanes salen de las tabernas, mal haya ellas!

—Por esa cuenta —observó el soldado—, le placerá a Vd. mucho la pobreza, tía Manuela.

—No es decir que me plazca, hijo mío —repuso la buena mujer—, que no todo lo que a nuestra alma aprovecha place a nuestros sentidos que son muy terrestres: pero conozco las ventajas de la pobreza, pues dime, ¿qué ha de pecar ni andar en devanéos, el que se levanta con un ¡ay Dios mío! y se acuesta con un ¡ay Dios mío!?

—Tía Manuela, ¿se ha metido Vd. a predicador? —preguntó con benévola sonrisa el soldado.

—Si hijo, —respondió la tía Manuela— eso es lo propio de los ancianos para enseñar y guiar a los mozos.

—¿Y si no se dejan enseñar y se burlan de Vd.?

—Peor para ellos, Roque, a mí no me han de perturbar por eso, que a quien ara derecho nadie le echa el arado atrás, y que no hay mal piloto cuando el viento es bueno. Pero tal cosa no lo harás tú, hijo mío, que te criastes por buenos padres en buenos principios, a menos que en la guerra del moro no hayas desaprendido a ser cristiano.

—¡Qué está Vd. diciendo, tía Manuela? en la guerra de África, sépalo Vd., éramos todos por un rasero más cristianos que el mismo apóstol Santiago.

—Verdad dices, y así es que fueron Vds. vencedores en las lides, y después bienhechores de los pobres que se morían de hambre, más que fuesen judíos. ¡Cristianos legítimos!

—¡Vea Vd.! —prosiguió acalorado Roque—. ¡Vea Vd. que los moros le pusieron por dictado al general en jefe: el gran Cristiano!

—¡Ay señor —exclamó la buena y religiosa mujer—, y qué satisfecho y ufano debería estar Su Excelencia con ese honroso dictado! mucho más, ¡pues ya lo creo! que con el de Duque de Tetuán que le dio S. M. la Reina; y aun mucho más que por el gran por el Cristiano, pues ¿qué dictado habrá que al lado de este no se oscurezca como las estrellas cuando sale el sol?

—Vea Vd. —repitió el soldado de África—, ¡desaprender a ser cristiano yo! ¡yo, que debo mi salvación en el lance de que se platica a un milagro de la Virgen Santísima!

—¡De la Virgen! —exclamó la tía Manuela—, cuenta, cuéntalo, Roque, que sin saberlo ya estoy llorando.

—Han de saber Vds. —principió el soldado—, como que antes de embarcarnos para la costa del moro, estuvimos unos días en Cádiz. Allí vi una función que en acción de gracias por el amparo que les había prestado, hacia la tripulación y pasajeros de un barco, a la Virgen del Carmen. Sepa Vd., tía Manuela, que la Señora del Carmen es en Cádiz tan querida y reverenciada como lo es aquí nuestra madre del Valme, en particular por las gentes de mar, que la dicen la Estrella de los Mares. —Mi madre y Vd. tía Manuela, si hubiesen presenciado aquella función se mueren de gozo.

—Sí, hijo sí, ¡bendito sea el Señor!

—Allí había más luces en el altar que estrellas enciende el Cielo ante el trono de Dios: ¡Qué de flores, qué de incienso, qué de plata, qué de oro, qué de alhajas en aquel santuario!

—¡Tanto, tanto nos parece a nosotros, siendo todo tan poco para Dios! —dijo la tía Manuela.

—Y sobre todo —prosiguió el narrador—, ¡qué de almas! y al pie del Presbiterio toda la tripulación del barco postrada teniendo puesta ante ella la vela del barco hecha girones, que habían traído como muestra de la furia del temporal del que los había salvado, atendiendo a sus fervorosas oraciones, el divino Ser que para unirse al hombre crió Dios y dio forma humana. Eso dijo el predicador, ¡el que hizo un sermón! pero ¡qué sermón! mejor que los de Vd., tía Manuela.

—¡Ya! como que el que preicaba era un Padre de la Iglesia —repuso la anciana.

—Pero cuando llegó a dar gracias a la Señora por su beneficio, allí fue rebosar los corazones postrarse todos y deshacerse en llanto; yo, tía Manuela, lloraba por mi cara abajo cada lagrimón como un garbanzo: lo que ni antes ni después me ha sucedido en toda mi vida de Dios.

—Llamadas, llamadas, hijo mío, que hace Su Divina Majestad a nuestros corazones —repuso conmovida la anciana.

—Cerca de mí —prosiguió el soldado—, estaba arrodillada una señora muy devota de la Virgen del Carmen, y muy entusiasmada por la guerra de África como todas las señás mujeres de Cádiz.

—Di de todita la España entera —observó la tía Manuela—; arrepara, Roque, que las mujeres nos vamos siempre a lo bueno y a lo ligítimo por propia inclinación, aun sin saber el camino, como los arroyos al río.

—No dice Vd. malamente, tía Manuela. —Pues señor, como iba diciendo, la señora aquella cuando se remató la función se acercó a mí y me dio un escapulario de la Virgen del Carmen, encargándome mucho que lo llevase al cuello, poniéndome con fe y amor bajo el amparo de la piadosa Madre de Dios, y me encomendase a ella en todos los peligros y riesgos que me iban a rodear. Se lo prometí, lo tomé, lo besé, y me lo colgué al cuello.

—¡Puesto lo tiene! —dijo ufana la madre del narrador.

Este prosiguió:

—Ya en la travesía nos cogió un temporal de los más desatados. ¿Tía Manuela, Vd. nunca ha visto la mar?

—No, hijo, ni ganas, pues he oído decir que no se le ve el fin, no se le halla el fondo, que ruge como una manada de toros, y que tiene en sus centros unos peces disformes que les dicen tiburones que se comen a las gentes, y eso no me hace ni chispa de gracia.

—Cuando hay que verla, tía Manuela, es embarcado y en día de temporal. Está la embarcación metida entre montes de agua tan altos como los de Ronda, que todos se mueven y revientan echando espumarajos, y se tiran unos a otros el bajel como si fuera una pelota; y cuenta con que en ese azar no hay que contar con más ayuda ni más auxilio que el del cielo; asina es, que dice bien el refrán; si quieres aprender a orar, entra en la mar. Por mí puedo decir que me encomendé con gran fervor a la Señora, y me sentí después tan reposado de ánimo como si hubiésemos navegado sobre un charco de aceite. Cuando felizmente arribamos le dije a la Virgen: ¡Ea, madre mía! ya has empezado a ampararme; no desvíes, Virgen piadosa, de mí, tu santa protección.

—Oye, Roque, ¿y aquellas playas son como las de por acá? —preguntó la vecina.

—Ahora no es sazón de platicar de eso, que me tengo que volver a la era, y no me detengo más que el tiempo que eche madre en llenar a salud y gracia.

Diciendo esto, alargó el soldado a su madre dos astas de buey pulimentadas, y perfectamente cerradas en su parte abierta por una tapadera de madera o corcho con un botón clavado en medio para poder alzarlas de su sitio, en que llevan los trabajadores al campo el aceite y el vinagre necesario para la confección de su gazpacho, a las que han puesto por nombre Salud y Gracia, por refrescar la sangre el vinagre, y dar sabor al manjar el aceite.

—Mientras hace tu madre esa faena, acaba de contarnos tu percance —rogó la vecina.

—Sí, hombre —añadió la tía Manuela—, no nos dejes a media miel.

—Un día después del rancho —principió el soldado—, estábamos unos cuantos de chacota; yo había bebido un trago y estaba chispoleto; la verdad se ha de decir, tanto más en estas ocasiones en las que no es el hombre el que obra sino el compañero que lleva consigo. Lo había yo emprendido con un lebrijano que no estaba chispoleto como yo, sino calamocano y no paraba de poner por las nubes la torre de la iglesia de su pueblo. Ya se ve, le dije yo, como que están ustedes los lebrijanos tan ufanos con la torre de la iglesia de su pueblo, que cuando se acabó de labrar y llegó el invierno, no sabiendo cómo resguardarla de la inclemencia del tiempo, se juntaron los vecinos del pueblo, mataron cuantas ovejas tenían, y con sus pieles le hicieron una zamarra a la torre; por lo cual se les conoce a Vds. hasta el día de hoy por los de la zamarra.

El lebrijano se amoscó, y me preguntó si por acaso quería yo manifestar con lo que iba diciendo que fuesen las gentes de su pueblo unos bárbaros. —¿Qué habían de ser?— le respondí yo; son muy discretos y advertidos, y sino dígalo la petición que hicieron al Rey en ocasión de subir una arriada grande la vega hasta llegar al pie del cerro en que está el pueblo, pidiendo a S. M. que declarase a Lebrija puerto de mar.

—¡Qué guasón! —dijeron riéndose las mujeres.

—No sabes, hijo —observó la tía Manuela—, que los lebrijanos se atufan con esas chanzas, que las chanzas acaban mal, y que las burlas dice el refrán, que dejarlas cuando más agradan.

—Tía Manuela —dijo el soldado—, después del asno muerto la cebada al rabo. A mi costa lo supe, y también que no hay peor burla que la verdadera, porque el lebrijano se amostazó y me dijo por lo claro y con todas sus letras, que los de Dos—Hermanas éramos unos bárbaros, más gansos que pajares, y más tontos que habas heladas, y yo levanté la mano y le di una guantada de cuello vuelto.

—¡Ave María, hombre! hiciste mal —dijo la tía Manuela.

—Señora, quien no se siente de una mala razón no se siente de una puñalada; me injurió, y hombre honrado antes muerto que injuriado. Salimos al campo desafiados. El lebrijano estaba tan ciego por la ira y por el vino, que me acometía furioso pero sin tino; yo que ni quería matarlo ni que él me matase a mí lo paré con un golpe de plano sobre la cabeza que lo atolondró y lo tumbó de espaldas. Volvíme al campamento dejándolo allí tendido que durmiese la mona. Pero llegó la hora de la lista de la tarde, y faltó él. Tomaron informes, y no faltó quien dijera que nos habían visto salir desafiados del campamento, y señalase el rumbo que habíamos tomado. Mandaron a un cabo y unos soldados a reconocer el sitio, y en él hallaron al lebrijano bárbaramente degollado.

—¡Jesús María! ¡Dios santo! —exclamaron a una vez las mujeres. Roque, ¿mataste a ese hombre sin querer?

—¡Vaya! no que si lo hubiese matado queriendo o sin querer, estaría yo aquí a la presente refiriendo el caso.

—Sigue adelante, Roque, cuenta lo que sucedió, que me tienes como a aquel que está temiendo que se le caiga el techo encima —dijo la tía Manuela.

—Allá iban las cosas vivas —continuó el soldado—; en un santiamén se me hizo consejo de guerra, y cátenme Vds., a pesar de haber jurado que yo no era reo de aquel delito, condenado a ser afusilado, sin más consuelo que acudir a la Virgen Santísima del Carmen que ya me había sacado de entre las olas embravecidas para que me librase en aquel trance, en el que no me quedaba esperanza alguna en lo humano.

Una mañana me sacaron del arresto para llevarme al consejo. —Voy a ser afusilado sobre la marcha, pensé, saqué del pecho mi escapulario, lo besé, y le dije a la Señora: ya que no me hayáis salvado la vida por no ser la voluntad de Dios, alcanzadme, madre mía, una buena muerte, que no niega el Señor al que conforme con su suerte y contrito de sus culpas se la pide. No os pido ánimo, Madre mía, que no me falta, sino que muerto yo consoléis a mi pobre madre; infundidle, Señora, que muero inocente, para que me llore desgraciado, pero no me llore perverso, como voy a aparecer a los ojos de los hombres.

Las mujeres se habían todas echado a llorar con esa blandura de corazón propia de las gentes sencillas.

—¡Hijo de mi alma, de mi vida, y de mis entrañas!; —decía su madre— ¡si le hubiesen quitado la vida afusilado, me la quitaban a mí aquellos mismos tiros!

—¡Pobrecito! ¡qué pasaría, Dios de mi vida! ¡pobrecito! —repetían las otras mujeres.

¡Pobrecito!... dulce y compasiva voz que de mancomún han puesto en los labios de los hombres el ángel del amor y el de la compasión, pues ambos afectos se unen en ella, como se funden sobre la frente del niño doliente, el sonido del beso y del suspiro de su madre.

—¡Pero qué! —prosiguió animándose el hijo del pueblo católico—, ¡la Señora había sacado la cara por mí! Aquella mañana una partida que hacía un reconocimiento, había hallado escondidos entre los matorrales a unos moros que apresaron, y registrados que fueron, le hallaron a uno de ellos una medalla de plata. Aquella medalla la conocieron los compañeros del lebrijano por ser de aquél, que la llevaba siempre colgada del cuello. Entonces los jefes sospecharon lo acaecido, que aquel desgraciado habría sido en su borrachera degollado por los moros. Prometieron la vida a los presos si declaraban la verdad, y decían cuál de ellos había muerto al soldado. —Entonces cantaron de plano y dijeron que el matador lo había sido el moro a quien hallaron la medalla. Ahora bien, ¿saben Vds. qué medalla era la que me había salvado la honra y la vida probando mi inocencia? ¡La medalla de la Virgen del Carmen!

—¡Madre mía! Madre mía! —exclamaron las mujeres con enternecida y entusiasta aclamación.

—Roque —dijo la tía Manuela—, ¿y no hicistes en aquel instante una promesa en acción de gracias a tan piadosa medianera, por el patente amparo que te prestó?

—Sí, señora —contestó el soldado—. Prometíle (así me dé Dios vida para cumplirlo) de proclamar mientras viva su santo nombre más alto que las estrellas; bendecirle agradecido cada día y cada hora y... no fumar nunca en sábado.


Publicado el 30 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.
Leído 11 veces.