Una en Otra

Novela de costumbres

Fernán Caballero


Novela corta



A la Excma. señora doña Josefa Marín de Pérez Seoane, condesa de Velle, etc.

En testimonio de gratitud por haber acogido con tanta benevolencia mi primer ensayo, favoreciéndolo con sus elogios, y revelándome en su alma todas las simpatías que deseaba encontrar en las rectas y puras

Fernán Caballero

Prólogo

Lectora amable, benigno lector: Sírvanse ustedes prestarme atención por unos instantes. Aunque traigo con ustedes tres pretensiones, de las dos primeras pronto salimos.

¿Van ustedes a leer las dos novelitas de FERNÁN CABALLERO, comprendidas en este volumen? Pues háganme el obsequio de omitir por ahora la lectura del prólogo; después hablaremos.

Pongamos aquí unas cuantas líneas de puntos en primer lugar para gastar papel, y en segundo para indicar el tiempo que se ha de invertir en leer una y otra novela.

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Enterados ya de ambas, ¿quieren ustedes concederme la segunda súplica? Es ésta: Ya que no leyeron antes el prólogo, no lo lean después.

La lectora amable se conviene sin dificultad, confesando paladinamente que jamás había leído prólogo de novela ninguna.

—Porque, mire usted: las novelas me gustan; pero como los prólogos no forman parte de la novela...

Si fueran como unos cuentecillos breves, que sirviesen de introducción a la novela principal, entonces no digo que no pasaría la vista por ellos.

Y también me enteraría de un prólogo donde se me diesen noticias del autor, de las cuales apareciese que era joven, soltero, buen mozo, y héroe de varias aventuras, parecidas a las que iba a leer.

Pero ¿qué falta me hace un prólogo en que se me diga que la obra es buena, de sana doctrina, y que va dirigida a tal o cual fin? Déjeseme verlo, y decirlo si me parece, y si no, lo contrario.

Beso a usted la mano, señor prologuista.

—Señorita, a los pies de usted.

El lector benigno se me acerca entretanto, con la frente arrugada, contraídos los labios por un espíritu de benignidad que da miedo.

—Hombre, ¿sabe usted lo que se me ocurre? Que maldita la necesidad que hay de novelas.

—Algo más necesario es el pan, y puede no obstante suplirse con tortas.

—¿Para qué se escribe esta clase de libros?

—Para que se lean, supongo yo.

—Y ¿qué fruto puede sacarse de tal lectura?

—Y ¿qué perjuicios causa?

—Desde luego se pierde tiempo, que se pudiera emplear mejor.

—Y peor también. Cuando toma usted un sorbete, cuando merienda, cuando pasea, cuando va a ver una parada, ¿no podría emplear, más ventajosamente aquel dinero y aquellas horas?

—Amigo, esta carne pícara necesita ciertos placeres que la bondad del Señor le permite: el cuerpo necesita descanso.

—También lo necesita el espíritu.

—Y luego el hombre es por su naturaleza curioso, aficionado a ver, a oír, a comparar; a saber, en una palabra.

—Para dar pasto a esa curiosidad, se escriben novelas; para satisfacerla, se leen.

—Para eso se escribirá y se leerá la historia, que refiere o debe referir la verdad; pero ¡las novelas!... ¿Qué son en resumen? Una colección de mentiras.

—Una representación de la verdad, una colección de cuadros históricos.

—A ver, a ver: eso necesita comento.

—¿Tiene usted por suceso histórico la destrucción de Numancia?

—Como nadie lo ha puesto en duda...

—¿Culparía usted a un pintor que lo figurase en un cuadro?

—¿Por qué le había de culpar? ¿No es una acción lícita?

—Sin embargo, el pintor habría de mentir irremisiblemente, porque nadie le puede proporcionar los retratos de los numantinos que murieron allí. El general, el sacerdote, la madre, la doncella, los niños, cuantas figuras introdujera en su lienzo, serían otras tantas figuras de capricho, otras tantas mentiras. Y por eso ¿dejaría de ser verdad, como dice el buen P. Isla, que


Numancia, horror de Roma fementida,
más quiso ser quemada que vencida.
 

El novelista hace lo que el pintor.

—Pero ese pintor se fundaba en un hecho cierto, y el novelista finge el hecho, y además las figuras. ¿O querrá usted decirme que la acción de Una en otra es verdad?

—Cabalito: eso es. Las novelas de FERNÁN CABALLERO, y ésta particularmente, sólo son novelas (es decir relaciones fingidas) porque los acontecimientos descritos en ellas no se han verificado, todos en el mismo orden, ni con intervención de las mismas personas, ni en los propios lugares donde se dice; pero todos han sucedido: de las personas introducidas en Una en otra, unas viven, otras vivieron, muchas vivirán siempre. Usted mismo, señor lector, ¿no ha oído en alguna diligencia, una conversación como la que da principio a la obra? ¿No se ha encontrado usted en alguna partida de campo, exactamente igual, o parecida por lo menos, a la que se describe en la carta quinta?

—Sí, señor, eso sí: más diré. Conozco a dos sujetos, que son pintiparados la segunda edición de D. Judas Tadeo Barbo y D. Pedro de Torres.

—Pues yo pudiera enseñarle a usted desde ese balcón la casa donde vive una preciosa joven, que hubiera podido servir de modelo para dibujar la figura de Casta, si los lances de sus amores, terminados con un feliz casamiento, no hubiesen ocurrido después de escrita la novela de FERNÁN CABALLERO.

—Lo creo muy bien, porque las aventuras amorosas de Casta y Barea nada tienen de extraño: habrán sucedido, y se repetirán millares de veces. Pero ese Diego Mena, que conoce al matador de su padre, no habiéndole visto sino una vez, y veinte años antes, y cuando el tal Mena era todavía un niño...

—Pues eso es histórico, mi querido lector.

—¿Y aquel Marcos Ruiz, que mata a su pobre mujer por unos celos tan infundados...?

—Histórico también.

—Entonces no extrañaré que sean igualmente personajes históricos el tío Antonio y la tía Juana, porque en efecto están presentados en el libro con todas las apariencias de la verdad.

—Como que no hay cosa más parecida a lo verdadero que la verdad propia. ¿Querrá usted creer que también es histórico el hecho que forma el rápido y oportuno desenlace de la novela?

—¿Lo de la mina? Demasiado sabido es. Tiempo ha que oí hablar en Madrid (y aún no sé si los periódicos publicaron el nombre) de un buen eclesiástico, a quien había enriquecido, lo mismo que a otros compañeros suyos, la fecundidad pasmosa de una mina, de la cual en un principio nadie hacía caso. Con todo, me parece que no convendría mucho divulgar semejantes acontecimientos, por no fomentar esa afición funesta a las minas que tantos caudales ha consumido.

—No hay peligro en ello, porque nuestro autor únicamente dice que en negocios de minas alguna vez se acierta. Esto, que es innegable, no autoriza las quiméricas esperanzas de millares de millares de personas, que creen firmemente en abriendo un pozo, que van a salir de allí ríos de metal preciosísimo. Quedamos pues en que las novelas que representan fielmente cuadros de la vida real, merecen los honores de la lectura, porque son como historias en mosaico, hechas de fragmentos de historia.

—Algo más que eso necesitan para que su lectura no ofrezca peligro.

—Ciertamente, que una colección de hechos muy verdaderos, pero muy repugnantes y escandalosos, constituirían un libro altamente perjudicial. Pero no están formados con materiales de esta especie los escritos de FERNÁN CABALLERO.

—Es verdad. Allí no se transige con el vicio de ninguna manera: las acciones buenas van revestidas de todo el brillo que debe circundar el trono de la virtud; el vicio y el crimen aparecen estigmatizados con los colores que más deformes pueden hacerlos. Pero hay otras cosas a que atender en una novela. ¿A qué viene por ejemplo, el mezclar los sucesos de actualidad correspondientes a Casta y Barea, D. Judas y D. Pedro de Torres, con, la historia anterior de Paz y de Luz, de sus amantes y de sus hijos?

—¿Son interesantes esos sucesos?

—Mucho: de lo más interesante del libro.

—Pues entonces, ¿qué daño le hacen? Interrumpida, parada de propósito a veces la acción de la novela con respecto a Javier y Casta, ¿no es natural, no es absolutamente preciso llenar con episodios entretenidos el vacío que resulta en la acción principal? En nuestro Quijote, en las novelas extranjeras mejores, en epopeyas como la Eneida y la Jerusalén, ¿no abultan, no valen los episodios tanto como la acción en que estriba la fábula? Si esta razón no satisface, considere usted la obra como si constara de dos novelas distintas; por eso el autor le ha dado el título de Una en otra. Una y otra son dos.

—La novela es una obra de arte, y por lo mismo debe cumplir con todas las condiciones de tal. FERNÁN CABALLERO prescinde a veces de estas condiciones; hace un libro o cuaderno según se le antoja, y sólo atiende a conseguir que le lean con gusto.

—Ése es el arte amigo mío; todo lo demás es conversación.

—Pero, hombre, no sea usted tan obstinadamente apasionado del autor de Una en otra, que no deje sin contestación un reparo siquiera. En esta novela, que me gusta, que es buena, y cuya lectura permitiré y aconsejaré a mi mujer, y a mis hijos, hay algunos cabos sueltos, hay ciertas superfluidades que se hubieran podido atar y omitir. Aquel general carlista y su hijo, que aparecen en la diligencia con los personajes más granados de la novela, ¿para qué sirven?, ¿qué papel desempeñan?, ¿qué falta hacen para la acción principal, ni para los episodios? Ni aun llegan a ser personajes de episodios si quiera.

—Usted se ha equivocado en la apreciación que ha hecho de esas dos figuras. Usted ha creído que eran actores de la novela, y no son sino viajeros de una diligencia, donde siempre que uno camina se reúne con algunas personas que jamás vuelve a ver. Describiendo Cervantes la familia de su Ingenioso Hidalgo en el primer capítulo de su obra inmortal, estampó estas palabras: «Tenía un ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.» ¿Quiere usted decirme en qué aventura de don Quijote vuelve a remanecer aquel pobre mozo?

—No ha faltado quien acuse a Cervantes de ese defecto.

—Tampoco ha faltado quien demuestre que no lo es. Cervantes describía la casa de don Quijote: naturalmente debió expresar las personas de que constaba. FERNÁN CABALLERO, describe una diligencia; debió dar una idea de las personas que en ella se suelen juntar. ¿Es tan raro en España que en la berlina de una diligencia se reúnan un diputado y los militares?

—No señor, no es raro; convengo con usted y retiro mi objeción, relativa a esos dos individuos; pero usted en cambio va a convenir conmigo en otras dos objeciones que no tienen respuesta. Yo estoy interesado en una empresa de diligencias, y soy gallego: figúrese usted ¡qué gracia me habrá hecho ver en la segunda página de Una en otra llamar a la diligencia de Sevilla castillo feísimo, y más adelante, en la segunda carta de Javier a Paul Valéry, calificar sin ton y sin son a un pobre sirviente de gallego ridículo! ¡Caramba!, ¿tan bonitos son los carros y galeras y demás trasportes, perezosos o acelerados? ¿Tan elegantes eran los coches de colleras antiguos, que tardaban quince días para caminar cien leguas, costando seis mil reales el viaje dichoso? Y, ¿por qué ha de ser ridículo un criado gallego? El gallego, amo o criado, no vale menos que el andaluz.

—¿Tiene más que decir usted, lector benignísimo?

—No señor, porque a la otra novelita de Con mal o con bien, a los tuyos te ten no le hallo pero. Es un cuento que encanta.

—Y Una en otra ¿carece de ese mérito?

—No diré tal; pero el encanto se interrumpe más de una vez. No puedo atravesar el epíteto de feísimo, que me parece hasta calumnioso para mi coche, y me ofende en el alma la ridiculez atribuida a mi pobre paisano. Porque no es éste el único libro de FERNÁN CABALLERO en que se nos ridiculiza.

—Pero, señor lector, ¿pierde una diligencia porque a un novelista le choque su aspecto? Sea ella diligente en primer lugar, para cumplir con su título; sea sólida y vaya bien servida, para que no vuelque por esos caminos: y désele a usted un ardite de lo demás: bonita o fea, no lo faltarán parroquianos. En cuanto al criado o criados gallegos que introduce FERNÁN en sus obras, vea usted cuántos son, y dígame en conciencia si no habrá producido Galicia (como cualquier otro país) un número bastante mayor de individuos extravagantes. Pues unos de esos pocos son los que pinta FERNÁN CABALLERO, respetando profundamente a todos los demás naturales de la provincia. Don Judas Tadeo Barbo, que no es de Galicia, se presenta harto más ridículo que ningún gallego de cuantos ha pintado FERNÁN. Si no tiene usted más reparos que hacerle...

—Sí, señor, sí tendría; pero como todos vendrían a ser de la misma especie...

—Ha hecho usted entonces el más completo elogio de la novela.

—¿Quiere usted ahora decirme cuál era la tercera pretensión que tenía con los lectores de Una en otra?

—Que uno de ustedes me declarase su opinión acerca de este libro, para prolongar con ella mi prólogo: la mía está reducida a estas pocas palabras. Una en otra y A los tuyos te ten, por el argumento son interesantes, por el fin útiles, por todo muy dignas de leerse. Para que las novelas reuniesen la enseñanza con el recreo, deberían ser como éstas; y de ahí arriba, como los autores, quisieran.

JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH.

Advertencia

La presente novelita, cuyo título es debido a estar en ella entretejidos dos distintos argumentos, ha sido traducida al francés, separando a éstas y presentando a cada una de por sí, lo que, a nuestro entender, les ha quitado el fin y objeto que al entretejerlas nos propusimos.

Cada libro, por insignificante que sea, tiene su historia; y por más que hayamos evitado en lo que hemos escrito cuanto nos fuese personal, lo referido nos obliga a manifestar el móvil que nos indujo a presentarla así, que no fue ni un capricho, ni el deseo (muy general y muy permitido) de dar alguna novedad al libro.

Reconvenidos por algunos amigos poco afectos a las cosas populares, porque empleábamos nuestra pluma en pintarlas con preferencia a las que ofrece la sociedad culta, les hicimos observar que ésta era bastante parecida por todas partes, y que en la época presente, sobre todo, habían los intereses materiales y las pasiones políticas sofocado la parte poética y de sentimiento que eran las que constituían los argumentos para novelas; que, por el contrario, en el pueblo se hallaba aun originalidad, pasiones de corazón, buenas y malas, y drama, dimanado de éstas; y para probar este aserto, pusimos al lado una de otra dos argumentos reales (si no en la hilación, en los hechos), procurando que la insipidez del uno fuese compensada por la energía del otro, que el ánimo, descansase de la aglomeración de escenas violentas, de éste en las escenas ligeras y vulgares de aquél, y haciendo ver a nuestros amigos el contraste de ambas sociedades, la culta y la popular.

Además nos propusimos otra cosa, que es harto difícil en España, y fue bosquejar la clase media, clase casi ilusoria en un país como el nuestro, en el que nadie quiere ser menos, y en el que la clase media, en lugar de constituir un núcleo digno y de darse una respetable personalidad, como sucede en otros países, se afana por colocarse deslucidamente en los últimos escalones de la jerarquía de la clase más elevada.

EL AUTOR.

Una en otra

Voyez la société pour la peintre: c'est une galerie où vous trouverez de quoi couvrir votre album.

Observad la sociedad para pintarla: es una galería en la que hallaréis con que llenar vuestro prontuario.

EMILE SOUVESTRE.


A une époque où toutes les empreintes s'effacent sous le double marteau de la civilisation et de l'incrédulité, il est touchant et beau de voir une nation se conserver un caractère stable et des opinions immutables.

En una época en que toda huella de lo pasado desaparece bajo los golpes del doble martillo de la civilización y de la incredulidad, conmueve y admira el ver a una nación conservar un carácter estable y opiniones inmutables.

VICOMTE D'ARLINCOURT.


La Religión y la guerra se mezclaron en los españoles más que en ninguna otra nación. Ellos fueron los que con incesantes combates echaron a los moros de su seno, y se les podría considerar como la vanguardia de la cristiandad europea. Conquistaron sus iglesias a los árabes; un acto de su culto era un trofeo para sus armas. Su fe triunfante se unía al sentimiento de honor, y daba a su carácter una impotente dignidad. Esta gravedad mezclada de imaginación, y aun sus chistes y humoradas, que no quitaban nada a lo profundo de sus afecciones, se notan en la literatura española, toda compuesta de ficciones y poesías, cuyos objetos son la religión, el amor y los hechos guerreros. Diríase que en aquel tiempo en que fue descubierto el Nuevo Mundo, los tesoros de otro hemisferio enriquecían las imaginaciones, así como el Estado; y que en el imperio de la poesía, así como en el de Carlos V, el sol no cesaba jamás de alumbrar el horizonte.

MAD. DE STAFF.


¡Lo que va de ayer a hoy!

CALDERÓN.


A fines de febrero del año 1844, salía de Madrid con dirección a Sevilla, una enorme diligencia, rodando pesadamente al empuje de diez y ocho caballos de la bella raza andaluza, adecuada para llevar a la ligera y gallardamente su jinete, pero poco a propósito para arrastrar el feísimo castillo ambulante llamado diligencia, que es una de las preciosas creaciones modernas, una especie de falansterio móvil, ante el cual se extasía el vulgo.

La berlina estaba ocupada por un diputado y dos oficiales de graduación. En el testero del interior, se hallaba una señora anciana con su hija; y junto a ésta, estaba sentado un señor de edad, chico y gordo, de ojos pequeños y vivarachos, nariz de loro, cara rubicunda y satisfecha.

En la delantera iban un caballero pobremente vestido de negro, de aire grave y sencillo, que se conocía era sacerdote, y dos jóvenes, de los cuales el uno parecía ser extranjero. Para dar a conocer estos personajes, bastará dejarlos hablar.

En España el carácter social es natural y lleno de cordialidad. No se conoce esa reserva altiva que engendra la vanidad. Esto hace se viva, como quien dice, transparentemente. En todas partes cada cual habla a su vecino sin conocerle, y sin comprender que esto pueda ser contra la dignidad de nadie; no hacerlo, en lugar de inspirar consideración, tendría por resultado hacer del que adoptase ese sistema, un paria impertinente y ridículo.

En el momento de partir, la señora anciana se persignó: el individuo sentado frente de ella abrochó su levita negra, y dijo a media voz algunas palabras latinas, uno de los jóvenes encendió un cigarro, el otro se quitó el sombrero y se puso un gorro griego, y el señor viejo y gordo dijo a la joven:

—Apóyese Vd. sobre mí, señorita, no tema usted incomodarme: al contrario; soy viejo, pero los ojos siempre son niños. En mi juventud —prosiguió—, cuando se venía a Madrid, era en un coche de colleras; se echaban quince días: ahora se echan cuatro; pero se llega tan molido, que se necesitan ocho para descansar; de suerte que allá se va. Eso sin contar que, si se tuviese una vecina como Vd., se desearía que el viaje no tuviese fin. ¿No es así, señores? ¿Y adonde va Vd., señora?

—Nosotras vamos primero a Sevilla y luego a Cádiz, respondió la señora anciana. Los médicos han mandado a mi hija los baños de mar. Tengo en Cádiz una hermana, casada con el tesorero de la Aduana: por eso he elegido ese puerto de mar, aunque más distante de Madrid que otros.

—¿Y qué es lo que tiene su hija de Vd.?

—Ha crecido mucho, y en poco tiempo; lo cual le ha ocasionado una gran debilidad nerviosa, que, al decir de los médicos, podría terminar por una consunción.

—¡Qué disparate! —dijo el señor viejo—, ésas son tonteras de los médicos, que no saben ni dónde tienen las narices; ¡cásela Vd.! que eso es el sánalo todo de las muchachas, y la señorita... Vd. perdone, pero, ¿cómo es su gracia de Vd.?

—Casta, —respondió secamente la joven.

—¡Servidora de Vd.!, —añadió la madre.

—Pues, como iba diciendo, —prosiguió el viejo—, a Castita no le faltarán pretendientes; eso es seguro. Y Vd. señora, ¿cómo se llama?

—Mónica Mendieta para servir a Vd.

—A Dios por muchos años. ¿Es Vd. viuda?

—¡Ay! ¡Sí señor!, mi marido era contador de rentas en Canarias, en donde murió poco ha.

La señora sacó un pañuelo para enjugarse los ojos llenos de lágrimas.

—¡Dios tenga su alma!, señora: el muerto al hoyo, y el vivo al bollo.

—¡Ay señor!, eso es fácil de decir, pero...

—¿Qué, qué?, ¿va Vd. a llorar ahora por los difuntos?, ¡pues tendría que ver! Vaya, no piense Vd. más en eso. Yo no me acuerdo de mi mujer (que también soy viudo), sino para mandarle decir misas. ¿No es verdad, padre cura, —prosiguió dirigiéndose al caballero vestido de negro—, (porque supongo sois sacerdote), ¿no es verdad que eso es lo mejor que hay que hacer?

—Ciertamente, —respondió éste—; sobre todo si las misas se mandan decir con viva fe y tierno recuerdo.

—¡Hombre!, —dijo el señor gordo—, ¡me parece usted cura romántico! ¿Va Vd. a Sevilla?

—No señor, me quedo en Jaén, desde donde pasaré a **** en la provincia de Granada.

—¿Ha estado Vd. mucho tiempo en Madrid?

—Tres meses.

—Y ¿por qué vino Vd. a Madrid?

—Porque fui desterrado de mi curato, y me formaron causa como carlino, por haber dicho en uno de mis sermones que cualquiera que leyese libros prohibidos, estaba excomulgado y fuera del gremio de la Iglesia.

—¡En lo que hizo Vd. muy bien!, —observó doña Mónica.

—¡Muy mal!, —se apresuró en decir el señor gordo—; ¿a qué santo comprometerse e ir a chocar con las gentes que escriben, hato de chisgarabís, sin un real en la faltriquera, y que a fuerza de insolencia mangonean tanto hoy día? Ande Vd. y créame; diga su misa, y coma su olla en paz, y deje Vd. rodar al mundo.

—Pero señor, mi deber, mi conciencia...

—¡Qué conciencia, ni que calabazas!, ahora se parece Vd. con su conciencia a los otros con su filantropía. ¡Míreme Vd. a mí!, no me meto en nada. No tengo opiniones, ni principios; de ello me vanaglorío. Las opiniones y los principios, ¡malditos sean!, son los que han perdido a España. Así, véame Vd. libre, alegre, gordo y tranquilo. Caballerito, ¿me da Vd. el cigarro para encender el mío?, siempre que el humo no incomode a la señorita Casta. ¿Eh?

—Me es indiferente que Vd. fume o deje de fumar, —contestó la joven sin mirar al viejo galán.

—¡Buenos cigarros por cierto! ¿Cuánto han costado?

—Me los regaló un pariente mío, —contestó el joven.

—Baratos son; ¿va Vd. a Cádiz?

—No señor, me quedo en Sevilla.

—¿Sevilla?, quien no vio a Sevilla no vio maravilla, dice el refrán. ¿Va Vd. a ella por gusto?

—No señor, voy de fiscal a uno de los juzgados.

—Muy joven es Vd. para ser fiscal; esto no es decir que no sea Vd. muy capaz de llenar bien sus deberes. ¿Tiene Vd. conocimientos en Sevilla?

—Soy de allí y conozco muchas gentes.

—Lo pregunto porque iba a decirle que si acaso necesita de aconsejarse con alguien, (como debe por fuerza suceder), que lo haga Vd. con mi abogado, un famoso Licurgo que sabe más que Merlín; hombre de bien, aunque abogado; rico, y viejo como Matusalén: D. Justo Barea.

—No dejaré de hacerlo, pues es mi tío abuelo.

—¿Qué? ¿Es Vd. aquel tunantillo de Javierillo, que tantas veces hice bailar sobre mis rodillas? ¡Caspitina, y cómo se va el tiempo! No; nosotros somos los que nos vamos; que es lo peor. ¿No enviaron a Vd. a la universidad de Santiago?

—Sí señor; y al salir de allí pedí a mi tío y tutor licencia para hacer viaje a Francia.

—¿Y se la dio a Vd.?

—Por supuesto.

—¡Buena tontería hizo mi amigo! Si no me engaño, tiene Vd. una hermana casada con un diputado, que está ahora en Madrid.

—Sí señor.

—¡Ah!, por eso ha logrado Vd. la fiscalía; ¡si es sabido!, me alegro. Su tío de Vd. ya no ejerce; y lo siento, porque aunque hacía valer sus puntadas, por cierto que era el mejor abogado de Sevilla.

Por largo tiempo siguió así la conversación. Varias veces el señor gordo se dirigió al joven sentado enfrente de él; pero éste miraba al campo por la portezuela, y parecía cuidarse poco de lo que se decía. Sólo algunas palabras en francés había dirigido a Javier Barea, con el que parecía estar en relaciones de amistad.

Al fin, no pudiendo sacarle una palabra el señor gordo, se encaró directamente con él y le dijo:

—Señor, yo me llamo Judas Tadeo Barbo; soy un rico hacendado y labrador de Jerez, para servir a Vd. ¿Y Vd. quién es?

El francés no respondió.

—¿Acaso no me ha oído? —dijo D. Judas a Javier Barea.

Éste tradujo la pregunta a su amigo.

—¿Es el señor de la policía? —respondió éste con aire altivo.

Barea tradujo la respuesta a D. Judas.

—¡Yo de la policía! —exclamó éste—. ¡De la policía! No, señor, —prosiguió dirigiéndose al francés y hablando recio, puesto que los españoles vulgares no pueden concebir que su idioma no se comprenda; y así instintivamente creen que no se les oye, y no que no se les entiende—. ¡Yo de la policía!, ¡cuando todos los ladrones del término saben que tienen un refugio seguro en mi cortijo! Dígale Vd. por Dios, fiscal, mi querido Javier, que no soy de la policía. ¿Qué dirían en Jerez, en el puerto, en Cádiz, donde todo el mundo me conoce, de semejante suposición? Que pregunte en la feria de Mairena, donde un potro con mi marca se paga en 10.000 reales. Que pregunte en la plaza de toros de Madrid, Sevilla y Cádiz, donde mis toros se pagan a 5.000 rs., ¿quién es D. Judas Tadeo Barbo? ¡De la policía! ¿Tengo yo facha de ser de la policía, ni de tomar paga de nadie, ni del Gobierno? Diga Vd., ¿acaso en Francia tienen los empleados de la policía cincuenta talegas en sus arcas; veinte mil fanegas de trigo en sus graneros; mil botas de vino de Jerez en sus bodegas; diez mil cabezas de ganado etc.?

Así prosiguió D. Judas la enumeración de su inmenso caudal, la que no produjo efecto alguno en los españoles; pero el extranjero mudó grandemente de maneras.

—Perdone Vd., señor, —le dijo—, era una chanza, y sentiría la creyese Vd. un epigrama. Yo no sabía con quién tenía la honra de hablar.

—Si es una chanza, ¡anda con Dios! —repuso don Judas apaciguado—; a nadie le gustan las chanzas mas que a mí. Pero dígame Vd. Castita, ¿por qué se está Vd. riendo sin cesar, hace un cuarto de hora?

—¿No se puede una reír en la diligencia, señor don Judas Tadeo Barbo? —respondió Casta sin cesar de reír.

—¿Pero por qué se ríe tanto la señorita? —preguntó el francés a Barea, que hacía los mayores esfuerzos para contener la risa que se le iba pegando.

—Yo se lo diré a Vd. —interrumpió D. Judas que comprendió la pregunta— : sabrá Vd. que hay un pescado que tiene una cabeza muy grande y una barriga muy gorda, y se llama, por desgracia mía, barbo, como yo. La señorita encuentra, pues, muy risible y muy gracioso que llevemos el mismo nombre. Pero, Castita, ¿no es Barbo un nombre como otro cualquiera? ¿Otra? ¡Dale! ¡Vamos andando! ¡Ría, ría Vd.!, que yo me alegro de tener un nombre que para Vd. equivale a un sainete. Vean Vds., —prosiguió levantando los hombros—, ¡las mujeres, las mujeres!, ríen y lloran con la misma facilidad. Así es, que cuando mi mujer (q. e. p. d.) me armaba una rifi-rafa sobre celos, y lloraba como un becerro, le hacía el mismo caso que a las golondrinas, y tocaba de suela. ¡Fiscal! ¡Fiscal!, ¡no se case Vd.!, acuérdese Vd. que el Señor todo lo quiso sufrir, menos el ser casado ni el ser viejo. ¡Dichoso Vd., padre cura, que se ve libre de las asechanzas de las hijas de Eva! Dicen que es un hermoso país el de Granada, rico y fértil.

—Rico, sobre todo en minas, —contestó el cura.

—¿Minas!..., —exclamó D. Judas—, ésas son engaña tontos.

—Perdone Vd., —observó el cura—, lo que Vd. dice es una vulgaridad, que se repite cual axioma, como muchas otras. Vd. no puede ignorar el resultado de la mayor parte de las minas de nuestra provincia. En mi pueblo nos hemos unido cuatro socios, y con nuestros pobres recursos hemos llegado a un resultado inesperado. Tenemos ya el más hermoso mineral; pero nuestros recursos se han agotado, y busco algunos accionistas, pues tengo evidencia de que con unos cuantos miles reales, es segura una enorme ganancia. Nuestra mina está bajo el amparo de Nuestra Señora de la Esperanza, y lleva su nombre.

—¿Esperanza?, —dijo D. Judas—, yo he perdido cinco mil reales en una que se llamaba la Positiva, y juré que no me cogerían en otra.

En esto llegaron al parador, y se sentaron a comer. El testero de la mesa lo ocupaban el diputado y los dos oficiales de graduación; D. Judas se sentó entre la madre y la hija; frente de ellos se pusieron los dos jóvenes, y el cura; a los pies estaban varias personas que venían en la rotonda. Entre éstos se veía un impasible inglés, todo vestido de géneros a cuadros a la escocesa, y un joven delgado, pequeño y pálido, que llevaba una larga barba y bigotes; su pelo largo y liso caía sobre sus orejas y sobre el cuello de su paletot. Este joven afectaba una gravedad imperturbable, que contrastaba con su juventud, y un aire decidido y altivo, que hacía que se extrañase verle en compañía de algunos hombres visiblemente ordinarios y soeces. —¡Ah!, —exclamó al ver a D. Judas, con gravedad y calma—. ¡Oh!, D. Judas (¡Tadeo, y no Iscariote!), querido paisano mío; yo no sabía que vinieseis en ese interior egoísta, que por espacio de horas me ha privado de tan buena vista.

—¿Vuelve Vd. a Jerez?, —respondió D. Judas—; ¡pues peor para Jerez!

—Siempre el mismo D. Judas Tadeo, y no Iscariote; ¡siempre amable y fino como un erizo! ¡Vamos!, ¡vamos!, ¡que todos somos hijos de Dios!

—Y de nuestras obras, D. Pedro de Torres.

—Eso constituye la nobleza, D. Judas Tadeo, y no Iscariote; por eso yo soy hijo de la conquista de Jerez, y Vd...

D. Judas se apresuró a interrumpirle.

—Lo sé, lo sé, —dijo—. Sé que sois de las primeras familias de Jerez; pero yo creía, según vuestras máximas, que no debíais ponerle precio.

—Cierto es, que no le pongo precio ninguno, y que sólo me acuerdo de quién soy, cuando veo a un D. Nadie echarla de orgulloso y de caballero. En 1255 Fortun de Torres, uno de mis abuelos, defendió las murallas de Jerez contra los reyes moros de Granada, Tarifa y Algeciras. Vencido por el gran número, jamás quiso soltar la bandera que llevaba; los moros le cortaron las manos; pero él se abrazó con sus brazos sangrientos a la bandera, la apretó con las rodillas y los dientes, y sólo después de muerto pudieron arrancársela1. En punto a nobleza esto es oro puro; lo demás es cobre sobre dorado. ¡Señor Barbo!

—¡Y es Vd..., Vd. el exaltado, el republicano rabioso, dijo picado D. Judas, el que viene en un parador, en público, a hacer ostentación de su árbol genealógico! ¡Curioso es esto por cierto!... No se puede, amigo mío, repicar y andar en la procesión; es preciso herrar, o quitar el banco. ¿O es acaso que os han dado en Madrid alguna cruz, o alguna dignidad en palacio para convertiros?

Pedro de Torres, sin salirse de su flema, no respondió sino por un gesto de alto desprecio y asco a esa pregunta.

—Sepa Vd., —dijo—, que, cada día más idólatra de la libertad y de la igualdad, vengo a fundar en Jerez un falansterio, según los ha instituido el inmortal Fourier.

—¿Un qué...?, —preguntó D. Judas

—Un falansterio..., —respondió Torres.

—¿Es acaso, —prosiguió D. Judas—, alguna nueva junta republicana, como la que ya otra vez habéis fundado con esa patulea de quien erais el jefe?

—No; ésta es una democracia pacífica, —respondió Torres con calma.

—¿Vd. fundar algo de pacífico? Si lo viera no lo creyera.

—Sí, sí, D. Judas Tadeo y no Iscariote; estoy ahora por la armonía.

—Siempre lo habéis estado; más cuando os veía en la ópera, creía que más os llevaban a ella las cantarinas que no la música.

—No digo que no; pero ahora no se trata de ésos sino del falansterio. En él todo es común y todo igualmente distribuido: casa, trabajo, mujeres, niños, dinero...

—¡Dinero!... —gritó D. Judas—; vaya al demonio vuestro falansterno.

—Ya veréis, —prosiguió Torres, sin dejarse interrumpir—, este admirable resultado de la filantropía os entusiasmará, y prestareisle mano.

—No prestaré nada, —respondió D. Judas—; nada pondré en él; ni los pies. Pero doña Mónica, ¿Vd. no come? Vamos, vamos, coma Vd.; es preciso comer, aun para llorar a su marido. Estas berzas se quieren ir a la huerta. ¡Eh!, muchacho, ¿está el carbón muy caro aquí? Castita, beba Vd. una copita, por Dios: no bebe Vd. sino agua. No hay nada peor para el estómago. El agua acaba con los caminos reales; ¡mire Vd. qué no hará con los estómagos!

—¿A Vd. no le gusta el agua?, —dijo Mónica.

—Sí que le gusta, —respondió Pedro de Torres—; sería el primer labrador que no la quisiera. Un caminante halló junto de un río a un labrador ahogado: —éste es, —dijo—, el primer labrador que veo harto de agua.

—Es cierto, —dijo D. Judas—, que aquí cada rayo de sol es una sanguijuela, que chupa tanto la tierra, que se necesita mucha lluvia en invierno para estancarle la sed; no sé lo que sucederá en las demás penínsulas, pero en la nuestra un invierno seco nos pierde.

Pedro de Torres, a pesar de su gravedad, soltó la carcajada.

Era evidente que D. Judas, oyendo siempre nombrar a España por península, había tomado península por una palabra genérica, equivaliendo a país; y así le dijo Torres:

—Señor Barbo, en la península Francia llueve demasiado; en la península Alemania nieva demasiado; en la península Inglaterra, hay muchas nieblas y poco sol; así pues, cada península tiene su inconveniente.

—¿Conoces, —dijo en voz baja el joven francés a Javier Barea—, a esos dos militares?

—Sí, —respondió éste del mismo modo—; los conozco de vista. El de más edad es el general Peñafiel, que acaba de volver a España. Viene de París donde se hallaba desde el convenio de Vergara, en el que quiso tomar parte; el otro es su hijo, el coronel don Fernando Peñafiel, que no se ha separado de su padre.

—Jamás he visto, —repuso el francés—, dos hombres tan perfectamente bellos y tan exactamente parecidos. Es curioso el observar, al mirarlos, lo que el uno ha sido, y lo que el otro será.

—¿Y a qué santo ha venido Vd. a favorecer a Madrid con su amena presencia?, señor D. Judas Tadeo, y no Iscariote, —preguntó Pedro de Torres.

—¿A Vd. eso que le importa?, ciudadano del globo, como se firmaba Vd. en sus malditas proclamas, —respondió D. Judas encolerizado.

—¡Vamos, cachaza!, no se enfade Vd. paisano, apreciado. Comiendo del modo que Vd. come, y privado como Vd. lo está de la parte del cuerpo que separa la cabeza de los hombros, es peligroso.

—Dicen, —repuso D. Judas—, que las gracias son para una vez, y que repetidas pierden su chiste. Mire Vd. pues, D. Pedro de Torres, si desde diez años ha que Vd. repite su sempiterno Judas Tadeo, y no Iscariote, habrá perdido esa gracia su chiste, caso que jamás lo haya tenido. ¿A qué se cansa Vd. en hacer esa distinción? Cada cual sabe que mi patrono S. Judas Tadeo, que se celebra el 28 de octubre, es el apóstol hermano de Santiago, que predicó el cristianismo en la Potamia.

D. Judas hablaba de la Mesopotamia.

Todo el mundo se echó a reír, y D. Pedro de Torres dijo:

—¿En qué os ha ofendido Meso?

—¿Meso?, —repuso D. Judas—, en nada. ¿A qué viene esa pregunta?

—Entonces, ¿por qué le rayáis del número de los vivos?

—¿Yo?, vamos, está loco, —dijo D. Judas sacudiendo la cabeza.

—¿Por qué, —prosiguió Torres—, le desterráis cruelmente? ¿Acaso tiene la desgracia de ser un honrado republicano como yo?

—¿Me quiere Vd. dejar en paz?, —repuso D. Judas, con impaciencia—. Os digo que no le conozco ni de vista. Pero yo os pregunto, ¿qué derecho tenéis de darme dos nombres, uno afirmativo y otro negativo?

—El mismo que tenéis vos, y no os contesto, de llamarme Pedro de Torres, y no el Cruel; o Pedro de Torres, y no el Grande.

—¿El Grande?, —exclamó D. Judas—, ¡tendría que ver!, eso sería como si a mí me dijesen D. Judas el flaco, ¡ha, ha, ha, ha!

En un momento de silencio que siguió, el cura tomó tímidamente la palabra, habló de su mina, de la cual hizo con sinceridad y buena fe los mayores elogios, celebró igualmente el mineral, y ofreció con pocos auxilios ponerla en breve en productos.

—El furor de las minas va pasando, —dijo sentenciosamente el diputado, que se ponía espejuelos para aparentar tener más edad de la que tenía—. Fray Gerundio ha hecho de su D. Frutos el D. Quijote de las minas.

—Estimado paisano, —dijo Torres—, ¿queréis que tomemos una acción a medias?

—Las medias son para los pies, —contestó D. Judas—; aborrezco las compañías tanto como las minas. Cinco mil reales perdí en la Positiva maldita. ¡Una y no más, señor San Blas!

—Eso es, —repuso Torres—, porque es Vd. desconfiado como un ladrón, y está Vd. apegado a su dinero, como todo aquel para el cual el dinero es cosa nueva; ¿quiere Vd. prestarme la suma, y yo tomo una acción?

—No presto nunca, —dijo D. Judas—; ni a mi padre.

—¿Es ése el lema de vuestro blasón? —preguntó Pedro de Torres.

—No señor, —contestó colérico D. Judas—; es una máxima de vuestro difunto padre, que sería tan caballero como Vd. (aunque sin ser republicano lo pregonaba menos) y decía que quien prestaba a un amigo, perdía el dinero y el amigo.

—Omite Vd. decir, —repuso Torres—, generoso paisano, que si mi padre no prestaba, era porque daba. No obstante, el vuestro debía saberlo.

—Bien está, bien está, —interrumpió D. Judas—; pero, el resultado es...

—El resultado es, —prosiguió Torres acabando la frase—, que hizo ingratos y empobreció; si eso es lo que Vd. quiere decir, yo le ahorro el trabajo, pues lo digo a boca llena.

—¡Éstos de sangre azul, —murmuró D. Judas—, hacen gala hasta de su pobreza!

—Como una estatua griega, de su desnudez, don Judas, —dijo Pedro de Torres con verdadera dignidad—. Usted sabe el refrán popular: «sirve a un rico empobrecido, y no sirvas a un pobre enriquecido.» El dinero de Vd. puede irse tan pronto como se vino, don Judas, en llegando a otras manos; pero la mitad de mi mayorazgo que no he podido vender, pasa a mi posteridad.

—Entonces, señor, —dijo D. Judas—, ¿a qué trabaja usted tanto para con los mayorazgos?

—Porque, —repuso Torres volviendo a su tono fanfarrón y sentencioso—, porque los principios deben mirarse antes que los intereses privados; porque el bien general debe buscarse antes que el individual: eso es lo que Vd. no entiende. Pero mirad a ese inglés; me está pareciendo entre todos con su imperturbable silencio y sus cuadros, una palabra borrada y rayada en todas sus direcciones.

En este entretanto Javier Barea, que estaba al lado del cura, le decía:

—Señor cura, del dinero que me fue enviado para mi viaje, me queda lo suficiente para tomar una acción en vuestra mina; yo la quiero.

—Mucho me complace, —respondió el cura—; dos me han tomado en Madrid unos amigos; otro creo poder afirmar que tomará una en Jaén; con la vuestra serán cuatro. Esto nos habilita para poder proseguir los trabajos.

Javier sacó su bolsillo y contó en oro los dos mil reales, precio de la acción.

—¡Javier, Javier, fiscal del demonio!, ¿en qué piensa Vd.?, —gritó D. Judas—, ¡dar así el dinero sin recibir en cambio títulos, ni garantías, ni siquiera un recibo!

—Hace muy bien, —dijo Casta.

—En efecto, —dijo el cura—, el Sr. D. Judas tiene razón; yo entiendo poco de negocios de dinero; recoged el vuestro, señor fiscal. Yo os enviaré los títulos a Sevilla, y cuando Vd. los tenga, me mandará el dinero.

—¡No!, —respondió Javier Barea—, suplico a Vd. se quede con él, y no hablemos mas de eso.

—El señor será un santo, —murmuraba D. Judas—, no digo que no; pero no es así como se hacen los negocios, Castita. Además las gentes se pueden morir...

—Si el señor cura necesita un fiador, yo soy su fiador, —dijo Pedro de Torres.

—Más vale pagar sus deudas, —observó D. Judas—, que hacerse fiador de nadie.

—¿Os debo algo por ventura, señor Gran Tacaño Segundo, —dijo Torres.

—¿A mí? ¡No, gracias a Dios! —respondió D. Judas—. Todos los despilfarrados pródigos y gastadores llamaron siempre tacaños a la gente de orden y método; eso es sabido. Y mire Vd., ahora que hablamos de eso, ¿piensa Vd. vender su cortijo del Burro grande, que está pegado al mío de Pan y pasas?

—No.

—Cuando Vd. piense en deshacerse de él, como de los otros, acuérdese Vd. de mí

—Siempre me acuerdo de Vd. cuando se trata del Burro grande.

—Me alegro; desde ahora ofrezco a Vd. la mitad de su aprecio, es mucho para bienes amayorazgados.

—¡Gracias, generoso!

Torres sacó de su faltriquera su petaca, y ofreció cigarros a las personas sentadas en lo alto de la mesa, las que saludaron dando gracias. Dio a sus vecinos y presentó la petaca al inglés, que abrió los ojos tamaños haciendo un gesto negativo, y dijo dirigiéndose a su paisano:

—¡Un cigarro!, D. Judas Tadeo, y no Iscariote.

—Gracias.

—¡Vamos!, suplico a Vd. tome un cigarro habano, de la Vuelta de Abajo.

—No fumo sino papel.

—Tome Vd. mi cigarro y píquelo.

—He dicho a Vd. gracias.

—¿Va Vd. a hacerme un desaire, paisano muy amado?

—¿Me quiere Vd. forzar a fumar?, paisano cansado.

—Pido a Vd. que tome mi cigarro, que no es republicano, noble, ni gastador, como su amo.

—¡Tan!, ¡tan!, ¡tan!, ¡tan!, —dijo D. Judas impaciente.

—Mire Vd. que soy terco: sea Vd. complaciente; tome Vd. el cigarro.

—¡Dale!, ¡dale!, ¡y qué chicharra!

Pedro de Torres puso el cigarro sobre mi plato, y lo hizo pasar de mano en mano, hasta que hubo llegado a Casta, la que puso el plato delante de D. Judas.

—Este joven, —dijo el francés a media voz a su amigo Barea—, es un raro conjunto de anomalías, con su cara juvenil y su gran barba de gastador viejo; su afectada gravedad y su natural humor chancero; sus bravatas y sus travesuras; su democracia y su aristocracia.

—Le conozco, —respondió Javier Barea—, es un buen muchacho, con pretensiones a ser un Robespierre; un cordero con pretensiones de tigre; un aturdido adocenado, que quiere copiar a D. Juan: todo esto es el resultado de malas compañías, de ideas mal dirigidas y peor digeridas.

—Paisano amable y galante, —decía Pedro de Torres—, dejad de dar tormento a la oreja izquierda de esa señorita, y bebed conmigo a la prosperidad de mi falansterio.

—No bebo a tales tonteras, —respondió D. Judas—, bebo a la de Jerez, mi patria; pues han de saber Vds., señores, que un amigo mío que ha viajado mucho por el extranjero, me ha dicho: «amigo Barbo, el mundo es una col, y Jerez el cogollo».

—Yo, —dijo el diputado—, ¡brindo por nuestra España, por la paz, el comercio, y la agricultura!...

—¡Bien dicho!, —exclamó D. Judas—, bebo con Vd.; pero os lo digo, que mientras consientan Vds. estos republicanos, con sus patuleas, falansternos y juntas secretas, y que dejen Vds. las puertas abiertas de par en par a los carlinos, no se logrará nada. ¿Cómo ha de andar un arado, si un buey tira a la derecha, y otro a la izquierda? Si me hicieran ministro, pronto habría acabado con ellos: a los unos los encerraba todos en su falensterno, a los otros todos en la Cartuja de Jerez, que es grande. Me dijeron en Madrid que ha vuelto el general Peñafiel, y ese general tiene...

—Un hijo, —le interrumpió el más joven de los dos militares, pronunciando lenta y enérgicamente cada palabra—, un hijo que lleva una espada bien afilada para cortar la lengua a aquél que se atreva a hablar con poco respeto de su padre.

Tenedor y cuchillo cayeron de las manos temblorosas de D. Judas.

Son el general Peñafiel y su hijo, —le dijo al oído doña Mónica—. Se puede hablar de las cosas, D. Judas; pero no se debe jamás nombrar a las personas.

—Cierto, cierto, —suspiró D. Judas—, soy un pollino. ¡Mire Vd. yo, el más pacífico de los hombres, sin opiniones ni principios! Las opiniones y principios han perdido la España. ¡Yo, ir a chocar con personas de tanta categoría! Debió Vd. avisarme, doña Mónica, debió Vd. pisarme el pie, sin cuidarse de mis callos.

En esto el mayoral se presentó; se levantaron de la mesa, y ya cerca de la puerta, D. Judas se volvió atrás, y se guardó el cigarro ofrecido por D. Pedro de Torres, que había quedado sobre el plato.

Carta primera

Paul Valéry a Javier Barea

Ya me tienes aquí en esta nueva Tebaida, aquí, en donde no desperdicio el tiempo, caudal precioso, cuyo valor no conocéis aún en vuestra España, que os mima como una madre rica.

Tengo bastante adelantados los trabajos preparatorios para la empresa de que he sido encargado por mis socios los ingenieros.

Este país es bonito; pero para mí es un sepulcro color de rosa, en el que estoy encerrado, y desde el cual comunico con el resto del mundo, sólo por cartas. Así, pues, mi querido amigo, te suplico que me escribas a menudo. Para hacerte más fuerza, te lo rogaré en la manera especial y expresiva vuestra, esto es, asegurándote que escribiendo tus cartas, haces dos obras de misericordia: la una, la de enseñar al que no sabe; la otra, la de consolar al triste.

Me he propuesto, en los ratos que me dejen libres mis quehaceres, el escribir algo sobre España; porque desde que me hallo en ella, he reconocido cuán inexactas son las ideas que de España tenemos, debidas a las descripciones que de ella nos han hecho.

¡Cuánta razón tenía el novelista francés, que rehusó venir a España, diciendo que si venía, ya no podría describirla! De lo cual se deduce que estos escritores hacen de vuestra patria un país en parte fantástico, en parte edad media, que por tanto pertenece sólo a la imaginación; o bien un país vulgar, bárbaro, incivilizado, país de transición y sin fisonomía, que no es digno de estudiarlo ni de pintarlo. Mucho se engañan; y debemos sentir que Teófilo Gauthier, Mr. de Custine, y otros, cuyo gusto y voto hacen ley en Francia, no hayan visto a vuestro país sino de paso, notando lo bastante para apreciarlo, pero no lo suficiente para conocerlo.

No obstante, hay abundante cosecha para la observación; y basta alargar la mano para coger. Por ejemplo, mi querido Javier, nuestro viaje, nuestras comidas en el parador, ¿no son por sí solos un cuadro, una pintura? Ese grosero enriquecido, que con toda su vulgaridad se coloca a sus anchas en un mundo dejado e indiferente, que se ríe de él sin acogerle ni rechazarle, ese joven noble, que sin convicciones, ni ambición, se hace socialista por capricho, por ocio, por espíritu de contradicción, por el placer de la rebeldía, y reúne los dos orgullos, el aristocrático y el democrático, sin tener ni la dignidad del primero, ni la energía del segundo; esa joven tan graciosa, sin coquetería; tan altiva, sin vanidad, sin afán alguno de hacerse valer; sin ser por eso desgraciadamente tímida, ni afectadamente modesta. ¿No son igualmente tipos de raza los dos fieles y nobles realistas, tan llenos de dignidad en su desgracia? Ese cura tan sencillo y confiado; ese diputado tan nulo, erigiendo vulgaridades en sentencias, ¿no son specimens o muestras bastante caracterizadas de vuestra sociedad actual? Tú mismo, que a todas las bellas cualidades que te son propias, unes la ilustración de una educación moderna, y la de los viajes, ¿no eres el tipo de los actuales jóvenes distinguidos, que no han viciado ni su corazón ni su entendimiento? Pero a pesar de esto, desde que estoy aquí en tan íntimo contacto con el pueblo, me he convencido de que en él es en quien reside toda la poesía de la antigua España, de las crónicas y de los poetas. Las creencias del pueblo, su carácter, sus sentimientos, todo lleva el sello de la originalidad y de la poesía.

Su lenguaje, sobre todo, puede compararse a una guirnalda de flores. Comparaciones finísimas, refranes agudos y de profunda verdad, cuentos llenos de chiste, o de sublimidad si son religiosos, coplas y cantos de la más delicada poesía; de esto se compone casi siempre. El pueblo andaluz es elegante en su aire, en su vestir, en su lenguaje, noble en sus sentimientos, enérgico en sus pasiones.

Quisiera pintarlo tal cual lo veo, para que lo conocieran mis paisanos. Pero para esto, querido Javier, es preciso que me ayudes: sin eso, me sería imposible lograr el fin que me propongo. Tu tío, ese abogado anciano, habrá visto tantos eventos grandes y chicos, que debe ser en este género una mina que puedas explotar. Los abogados saben el fondo de las cosas, como los confesores.

Habiendo tú dicho que deseas perfeccionar tu estilo francés, se te presenta una ocasión para llenar tu deseo. Hazme un relato circunstanciado de cuanto puedas sonsacarle a tu tío, yo corregiré tus cartas. No omitas el más mínimo detalle; mientras más minuciosos sean tus relatos, más te los agradeceré. De este modo iré formando mi colección, que llevaré conmigo a Francia.

No dejes de darme noticias de nuestros compañeros de viaje, si es que los vuelves a ver. Deseo que esto suceda, sobre todo en cuanto a tu vis-a—vis, (y dime como se dice esa expresión en español). Digo esto, porque me parece, querido Javier, que la graciosa Castita no te parecía a ti costal de paja, como decía don Judas Tadeo cuando hablaba de ella.

Aguardo tus cartas con impaciencia, y cuento con tu condescendencia, como tú puedes contar con mi amistad.

P. VALÉRY.

Carta segunda

Javier Barea a Paul Valéry

Mi querido Paul: por fin he recibido carta tuya, y por ella veo con gusto estás ya adelantando los trabajos preparatorios para tu puente.

Admito con gusto la proposición que me haces: no porque halle ni placer, ni diversión en estudiar al pueblo, que tú miras con el entusiasmo que pudieras tener por una querida, realzando hasta las nubes sus méritos, y siendo ciego a sus faltas. Pero tengo dos razones harto más fuertes para hacerlo: la una es complacerte, y la otra el perfeccionarme en el francés, ya que te brindas a ser mi maestro. Haciéndome de repente contador o novelista, y eso en una lengua extranjera, te daré bien a menudo pábulo a que te rías; en cambio, escríbeme en español; para que yo halle desquite.

Debería empezar, mi querido Paul, por hacerte una descripción de Sevilla la actual, que he hallado muy distinta de la Sevilla de mi infancia y de mis recuerdos. Difícil me sería decirte si ha ganado o perdido. Tú, y las gentes en quienes la imaginación predomina, y para quienes los sentimientos son jueces, estoy seguro dirías de ella lo que de las iglesias viejas que ves encalar, el color local, la fisonomía nacional va desapareciendo, gracias a ese moderno Procusto que llaman civilización. Mas esta opinión no puede darse a luz sin ser sofocada desde luego, ante la de la generalidad imbuida del principio moderno del bienestar material que todo lo rige. Haciendo alguna reflexión sobre esto a un amigo mío hombre de luces, (término consagrado), me miró un rato, y me dijo: «¡Hombre de Dios!, no saque Vd. tales razones en una conversación formal: póngalas usted en verso y las leeré con gusto.»

Una señora, amiga mía, me contaba que cuando estuvo aquí el príncipe ruso Dolgorowsky, exclamó lleno de entusiasmo: «¡Oh!, ¡qué lástima será que la España se desnacionalice!» —¡Quiere Vd. creer, —me dijo la señora—, que todos estaban furiosos por ese dicho! «¡Vaya!», —decían—, «¡ese cosaco, ese moscovita desea hacer de nosotros los parias de la Europa!, ¿quiere que sirvamos de diversión a los viajeros, mientras que ellos están gozando de todas las ventajas de los progresos morales y materiales?» En vano quise probarles que ese dicho, en un hombre tan ilustrado, contenía el más bello elogio; puesto que prefería y ensalzaba nuestra nacionalidad sobre todas las ventajas y adelantos de otros países menos estacionarios: nada les hizo fuerza, ni pudo aplacarlos.

Esto te pinta el estado de la sociedad actual. Moralmente estamos a la altura de todo; materialmente, estamos atrasados. Nos sucede como al joven, cuyas facultades vivas y tempranas están del todo desenvueltas, cuando su cuerpo enervado por males, golpes y heridas, no ha podido aún llegar a todo su crecimiento y desarrollo.

Yo, mi querido amigo, que no soy poeta como tú, estoy en un medio entre los extremos; y te confieso no me disgusta un poco más de bienestar, aunque sea a costa de unas pocas antiguallas. En este punto no estoy de acuerdo con mi tío. Y no porque éste sea poeta ni artista, como puedes inferir; sino por la razón natural de que nada de lo que es moderno puede gustar al que es antiguo; porque a los ochenta años, la costumbre todo lo ha arraigado; y a esa edad, (en que todo lo de aquí abajo es recuerdo, y nada esperanza), lo pasado es el todo. Mi tío anatematiza lo moderno en general. Por mí no le contradigo, aunque pienso de distinto modo, porque respeto sus ideas, sin participar de ellas, como respeto sus canas sin yo tenerlas.

No obstante, mi fin no es hacerte una descripción de Sevilla, que verás por tus ojos, y observarás mas imparcialmente que yo, que tan pronto me hallo conmovido por un recuerdo, y tan pronto enajenado por una útil y vistosa mejora.

Mi tío, que ha tiempo ha dejado de ejercer la abogacía, se ha retirado a una casita que ha labrado cerca de San Juan de Acre, en un barrio muy retirado. Esta casa, que ha arreglado con amore para acabar sus días en ella, es, como él mismo lo dice, un neceser inglés; es decir, que encierra en poco espacio y en chico, todos los comforts o comodidades de una habitación de Sevilla.

El pequeño patio está enlosado de mármol; la cancela, labrada con mucho gusto. En medio del patio murmulla una fuentecita, saliendo de la base de una pirámide del tamaño de un pilón de azúcar. Alrededor hay macetas, del tamaño de pocillos, con pensamientos, albahacas y reseda. Detrás de la casa se halla un huerto grande, que es para mi tío su Edén, y para mi tía su arca de Noé. Una hermosa parra forma un emparrado que coge el frente de la casa. Mi tía hace unos sacos de malla, que su marido arma con alambres, para cubrir con ellos los hermosos racimos de uva, y libertarlos de los furiosos ataques de las encarnizadas avispas. De cuando en cuando se organizan exterminadoras cacerías, en las que tu amigo se ha visto precisado a tomar parte. Mi tío, el Nemrod de las avispas, abre la marcha llevando una caña de un largo exorbitante; mi tía le sigue con una vela encendida y provisión de estopa. Un gallego ridículo cierra la marcha llevando un enorme pisón o maza, por el estilo de la que se pone en manos de Hércules.

Llegados que son a algún racimillo, que no ha participado del honor del vestido de malla, y que por consiguiente, se ve cubierto de un ejército enemigo y devastador, mi tío enciende en la vela un puñado de estopa afianzada en la caña; el racimo se ve, cual Sodoma, envuelto en llamas, y el suelo se cubre de cadáveres y moribundos enemigos. Entonces el farruco con su maza les cae encima, como Sansón sobre los filisteos, como Santiago sobre los moros: la mortandad es espantosa, y los héroes, se retiran triunfantes a descansar sobre sus laureles.

En el huerto ves, aquí un cuadro de violetas, rodeado de coles, que parecen feísimos enanos custodiando princesas encantadas; allá magníficos naranjos, árbol aristocrático, con sus hojas de terciopelo y sus flores de armiño, bajo las cuales mi tía extiende esteras de palma, para recoger las flores que caen, y venderlas en la botica. Enormes moreras formarían una cueva sombría y fresca a la noria, si el farruco no tuviese orden de despojarlas de hojas para los gusanos de seda de mi tía. En la hermosa alberca, nadan pececitos colorados y amarillos, en amor y compaña con los rábanos y lechugas, que allí se refrescan para la hora de comer. Aquí verás un magnífico mirto, en el que canta un ruiseñor a dúo con unos patos, que se asustaron al vernos llegar. Allí, un laurel, sobre el cual silbaba un mirlo divinamente, mientras que debajo del árbol, una gallina publica a voces que ha puesto un huevo para la cena de mi tío.

Cuando veo estos contrastes reunidos, no puedo menos de sonreír, pensando que describiéndote esta habitación, acaso te habría descrito a la actual Sevilla mejor que lo había hecho al principiar mi carta.

Mi tío come a las dos, y hasta las cuatro duerme la siesta; a las cinco voy a verlo, y me quedo allá hasta la hora del paseo. Le hago hablar cuanto puedo. Felizmente, el placer de contar, tan general en la edad avanzada, la necesidad de actividad de cabeza, la locuacidad que requiere todo abogado, le hacen no pararse en el interés vivo y minucioso con el cual le escucho y le pregunto. Su memoria es tan fiel y exacta, cuenta con tanto fuego y escrupulosidad, que yo seguramente olvidaría, al escucharlo, el paseo, a no ser, ¿por qué no decírtelo, mi querido amigo?, ¿por qué no te he de confesar que es porque en el paseo veo a Casta, es por lo que no puedo dejar de concurrir a él? No puedes creer el bien que le han hecho el viaje y la estada en Sevilla. Su palidez enfermiza ha desaparecido; es elegante, graciosa: aquí ha llamado la atención de todos, y no se habla sino de la linda madrileña.

Me han llevado a casa del administrador de *** en donde se reúne una numerosa tertulia; se juega, se canta, se baila; pero sobre todo... ¡ella concurre allí!...

Por desgracia, ahí encontré también a nuestro compañero de viaje D. Judas Tadeo: parece que tiene aquí algunos negocios, por lo cual debe aún permanecer unos días. Este ente insufrible persigue a la pobre Casta, que no sabe cómo verse libre de él.

Al pasar por el café del Turco, vi a Pedro de Torres predicando sus doctrinas socialistas, haciendo prosélitos, y pagando el gasto a todos los que le rodean.

He visto en casa de la marquesa de *** al general Peñafiel y su hijo, festejados, obsequiados, y tratados con un respeto y alta consideración, que causarían envidia a todos los magnates del poder. Me alegré, aunque no soy de su opinión; porque nada hace más bien al corazón que los homenajes rendidos a la desgracia: ¡es la más bella y noble de las oposiciones!

Carta tercera

El mismo al mismo

Muy grato me ha sido, querido Paul, el placer que me dices te ha causado mi carta; añades estar impaciente por recibir otra, en que empiece por fin a referirte los recuerdos de mi tío. Así, sin más preámbulo, empezaré la tarea prometida.

Antes de ayer, habiendo caído la conversación sobre la dicha y la desgracia, mi tío me dijo:

«Es singular cómo la desgracia se encarniza sobre ciertas familias, y las persigue de generación en generación. ¿Es acaso alguna culpa de un antepasado, que pesa sobre su descendencia? ¿Es predestinación, es fatalidad? Defínelo como cristiano o como pagano: ello es que la cosa existe. He conocido desde mi primera juventud una familia marcada con este incomprensible sello de desgracia; he sido testigo, y a veces actor, en ese prolongado drama. Y conservo un recuerdo tan doloroso, una impresión tan destrozadora, que evito cuanto puedo pensar en ella.»

Comprenderás, Paul, que hice a mi tío las más vivas instancias para que me comunicase esa historia de tan trascendental infortunio.

Instábale de tal suerte, que no me fue difícil lograr vencer su repugnancia, y decidirle a complacerme. En cuanto a mí, estaba tan contento de hallar la ocasión de cumplirte mi oferta, que mi tío debió agradecer el extraordinario interés con que me puse a escucharle.

«Yo era muy joven, —así empezó mi tío—, apenas tendría veinte años, cuando mi padre, que era amigo de cacerías, me llevó consigo a Dos Hermanas, pueblecito que, como sabes, está a dos leguas de aquí. Fuimos a parar a la hacienda de uno de sus amigos, y me envió al punto a avisar a un cazador de profesión, que los acompañaba siempre, y dirigía la cacería.

Yo conocía mucho a aquel hombre, porque venía muy a menudo a Sevilla con su mujer, a la que mi madre quería mucho.

Tío Antonio Ortega era un hombrecito flaco, que hablaba poco, se movía con despacio, pero era incansable y hacía ocho leguas en un día sin cansarse. Se notaba en él una especie de paralización moral y física, que formaban el más vivo contraste con la viveza, la petulancia, y la locuacidad de su mujer. Tía Juana era pequeña y delgada, y tenía el corazón de una tórtola, y el entendimiento y agudeza de un estudiante; siempre alegre y festiva, siempre de broma, todos la buscaban y la querían. Eran las gentes mejores que se puede dar; honrados, generosos, de nobles y cristianos sentimientos. Jamás, en la larga serie de años que los traté, se desmintieron ni una sola vez estas virtudes. Pero prosigamos; que ya aprenderás a conocerlos en el discurso de mi relato.

Cuando llegué a casa del tío Antonio, hallé en el umbral de la puerta a una joven. Estaba liada en una mantilla de bayeta amarilla, guarnecida con una cintilla de terciopelo negro, que llevaban entonces las mujeres en lugar del pañolón que llevan hoy día.

Esta mantilla la tapaba de modo que sólo se veían su frente y sus ojos, negros como el terciopelo de su mantilla; estaba apoyada contra el quicio de la puerta. Sus pies pequeños y bien calzados, estaban cruzados, de modo que el uno tocaba el suelo tan solo con la punta. Escondía sus brazos debajo de la mantilla para abrigarlos.

Esta postura le daba un airecito desvergonzado y altanero, bastante general en las mujeres españolas.

Cuando llegué, no se movió, no dijo una palabra; no hizo sino echarme con sus negros ojos una mirada tan poderosa y altiva, que hubiese causado envidia a una reina absoluta.

—¿Vuestro padre?, —la dije.

—No está aquí.

—¿Dónde está?

—No sé.

—¿Cuándo vendrá?

—No sé.

—Tengo que hablarle.

—Búsquele Vd.

—¿Y dónde le busco?

—Qué sé yo.

—Mire Vd., —la dije picado de su desabrimiento—, que yo no vengo a pedirle nada.

—Es que no está ahí ni para los que traen, ni para los que llevan.

Le volví la espalda e iba a alejarme, cuando llegó su madre. Tía Juana era el reverso de la medalla de su hija. Jamás vi una mujer más naturalmente amable, agasajadora, amiga de servir y complacer.

—Bien venido, D. Justito, —me gritó desde que pude verla—. ¿Su señor padre ha llegado? ¿Van Vds. mañana de cacería? ¡Dios mío, y Antonio aún no ha vuelto! Iba lejos el pobrecillo; iba al río en busca de gallinetas; pero no puede tardar. Entre Vd., entre Vd., descanse Vd.; Anica, ¿por qué no hiciste que entrase el señorito y se sentase?

Mas cuando su madre se volvió, Anica había desaparecido.

Tía Juana se quedó suspensa, volviendo la cabeza a derecha e izquierda, y dijo a media voz:

—¡Vaya con la política!! Pero eso es ese diablo de Serrano, que la oprime siete veces más que pudiera hacerlo la regla de un convento.

—¿Qué Serrano?, tía Juana

—Su novio, su novio, D. Justo. ¡Mal haya su pelo!, que es más celoso que Mahoma.

—¿Se va a casar?

—Ellos quieren casarse; pero su padre no quiere, ni yo tampoco.

—¿Y por qué?

—Porque se la quiere llevar a Zahara, a la Sierra de Ronda, y no queremos separarnos de ella.

—Pero esa no es razón, tía Juana, para impedirles que se casen, si se quieren. ¿No hay otra?

—No señor. Él es un muchacho bueno, joven, de buen parecer, de buena gente, que está acomodadito. No tiene un pero.

—Pues entonces, tía Juana, no hay nada que decir.

—Hay que decir, repuso la tía Juana, que su padre no quiere; y que tío Antonio, que parece una luz a medio apagar, en diciendo que no, es más terco que un mulo.

—¡Tía Juana!, tío Antonio perderá el pleito.

Ya se lo he dicho; pero, ¿sabe Vd. lo que me contesta?, que le doy alas a la niña. ¡Mas ahí está! Entra, entra aprisa, Antonio; que parece, que te vienen apretando los zapatos. ¡Suelta, anda!, ¡qué paverío!, a ti te ha de ahogar una viveza; te lo tengo dicho. Aquí está D. Justito; mira ¡seis gallinetas!..., ¡qué hermosura! Aquí las tiene Vd.; se las llevará Vd. para cenar, D. Justito.»

En este instante, amigo mío, y cuando más interesado estaba con los dos buenos esposos y su picante hija, la puerta se abrió, y vimos entrar, adivina a quién: a D. Judas Tadeo Barbo. No puedo decirte hasta qué punto me incomodó su visita.

Mi tío le recibió como a un conocido antiguo, pero con un poco de esa sequedad que da el deseo de acortar la entrevista con una persona majadera por naturaleza, y grosera sin saberlo.

—¡Cuánto siento, D. Justo, —dijo—, que haya Vd. cerrado su bufete!, no hallo abogado que me llene; y así vengo a pedir a Vd. un consejo como amigo.

—Estoy a vuestro mandato, —contestó mi tío.

—Sabrá Vd., pues, amigo y dueño, —prosiguió don Judas—, que hay en Jerez un farsante, jugador, derrochador, socialista, malísima cabeza, que me ha tomado a mí por blanco de sus pesadas chanzas. He querido pagarle en la misma moneda; pero como todos los pilluelos están de su banda, siempre quedo debajo; y ha logrado hacerme objeto de risa para todos.

—Pero, señor D. Judas, —contestó mi tío—, ¿qué quiere Vd. que yo le haga a eso? No puedo sino aconsejarle que no dé importancia a esas majaderías.

—¡Que no les dé importancia!, —repuso D. Judas—, aguarde Vd., aguarde Vd. que se las cuente. Vd. verá; y si sus ochenta otoños no han helado la sangre de sus venas, veremos si piensa que no tienen importancia.

Debo advertir a Vd. que me han dado la cruz de Carlos III. El otro día, domingo, salgo todo vestido, de nuevo, y llevando mi cruz; entro en el café; por desgracia, la primera persona que me echo a la vista, es él. ¡Él! ¡Ese Pedro de Torres que Dios confunda! —¿Qué es eso? —me gritó desde que me vio—; ¿qué es eso?, apreciable paisano, D. Judas Tadeo, y no Iscariote, —(¡siempre me llama así!)— ¿Desde cuándo tiene Vd. la pretensión de hacer de su abdomen un calvario?

Yo temblaba de rabia y de miedo de que me fuese a hacer en público una escena a su manera; pero por no parecer intimidado, le contesté:

—Desde que el diablo me persigue.

—¿Está Vd. aún con supersticiones? ¡No le faltaba sino ese perfil a su estupidez! Pero digo a Vd. que nos participe las razones que ha hecho valer para obtener esa cruz de mérito.

—No tengo, —respondí—, que darle a nadie cuenta de mis méritos. Pero Vd. que ha estado en Francia, debería saber que S. M. Luis Felipe da cruces a los criadores y engordadores de ganado. Y siendo Vd. de Jerez, no debería ignorar que yo soy el primer criador de ganados, y que mis toros... mis potros...

—¡Ah! ¡Eh! ¡Ih! ¡Oh! ¡Uh!, —replicó, haciendo en cada exclamación una mueca, la una más horrible que la otra—. ¿Y danse también cruces a los que crían y engordan los mejores pavos? En ese caso reclamaría una para mi capataza. ¡Oh, Carlos III! ¡Gran zoquete de rey! ¡Si supieses a dónde ha venido a parar tu condecoración! ¡Nene! ¡Nene! ¡Daca el juguetillo, que lo veamos!

—Déjeme Vd. en paz, —le dije furioso—. No estamos todavía en vuestro fatansterno, donde todos son iguales; estamos en donde un hombre que el Gobierno premia, vale y supone más que otro a quien destierra, (pues debe Vd. saber que él ha sido desterrado de Madrid.) Me lisonjeaba de haberle picado y herido; pero me engañé, porque me respondió con su maldita flema y su gran fachenda:

—Mi destierro, respetable condecorado, es más honorífico que vuestra ridícula cruz, que os pone en el número de los hombres serviles, vanos, bajos y dependientes.

—¡Servil!, ¡dependiente yo!, —exclamé fuera de mí—, ¡yo, que poseo un millón de duros! Vd. que cacarea más que un gallo, ¿sabe Vd. lo que he hecho yo? Yo, Judas Tadeo Barbo, que no ha tenido ningún abuelo matado por moros; yo, que no ando metiendo pergaminos por los ojos a nadie; yo, que no miro por cima del hombro a nadie, sino al que debe y no paga. Pues sepa Vd., señor independiente, que cuando el rey Fernando VII estuvo en Jerez en el año 23, le hablaron de un caballo que yo tenía, y que era por cierto el mejor de Andalucía; quiso verlo y le gustó. ¿No le había de gustar? Me lo dijeron con idea de que se lo ofreciese; pero yo le mandé a decir al Rey, al Rey absoluto con su corona puesta, que el caballo estaba muy para servir a su amo. Eso he hecho yo, ¡yo! ¿Lo haría Vd. con toda su arrogancia?

—No; me respondió el insolente, no; porque para hacerlo, es preciso haber nacido gañán; y yo nací caballero.

Difícil me sería, Paul, pintarte la impresión que este rasgo bajo, grosero e insolente de D. Judas, hizo en mi tío, anciano, criado en todos los sentimientos monárquicos, generosos, corteses y caballerosos de la vieja España. Hizo un gesto de impaciencia, y dijo:

—Pero, señor D. Judas, ¿qué puedo yo hacer en todo eso? ¿En qué pueden mis consejos seros de utilidad? Las leyes, ¿qué tienen que ver con esa ensarta de chanzas pesadas e insolencias mutuas?

—Lo que va referido, —contestó D. Judas—, no es sino el preámbulo; ahora sabrá Vd. lo esencial: Ha pocos días estaba yo en la ópera; representaban la Sonámbula; y el sueño se me pegó. Eché un sueñecillo, y me desperté al oír una risa general; abro los ojos, el telón estaba echado; me levanto, la risa aumentaba. —Pero..., ¿qué es lo que hay?, —pregunté a mi vecino, que era persona formal—. —Llévese Vd. la mano a la cabeza, —me contestó. Me apresuro a hacerlo, ¿qué es lo que hallo?: un tremendo gorro de granadero, de papel. ¡D. Justo!..., tenía escrito con grandes letras:


«JUDAS TADEO, Y NO ISCARIOTE,
RECOMPENSADO POR EL DIFUNTO CARLOS III,
POR LA HERMOSURA DE SUS BUEYES Y DE SUS BURROS.»
 

Y a esto, oía la risa grave en el patio, solapada en los palcos, ruidosa en los segundos, y chillona en la cazuela. Ahora, ¡figúrese Vd. mi vergüenza y mi furor! Cogí el maldito gorro, y me fui al palco de la autoridad a quejarme al alcalde. ¡Fue en vano! Al impertinente alcalde ¡poco le faltaba para reírse en mis barbas! Pero estoy decidido, aunque me cueste dos o tres talegas, a que se me haga justicia por vía de los tribunales; y vengo a pedir a Vd. que me dirija en este asunto.

—Don Judas, —dijo mi tío—, busque Vd. un abogado más avezado y más joven que yo, que tenga más nervio y más conocimientos. Yo por mí sólo puedo aconsejar a Vd. que olvide lo pasado, y no se exponga más en lo sucesivo.

—¡Bonito consejo! —exclamó D. Judas—; se ha puesto Vd. muy viejo D. Justo; y ha hecho Vd. bien en cerrar su bufete. Conque me manda Vd. a paseo como ese zoquete de Alcalde moderado lo hizo... ¡Alcalde de chichinabo! ¡Moderado por fin! Porque moderados, exaltados, republicanos y carlinos, tan buenos son unos como otros, y pueden arder en una hoguera. ¡Por eso es que yo no tengo opiniones ni principios! De ello me vanaglorío.

—Os he indicado, —dijo mi tío—, el único medio razonable que veo para un hombre de edad, de contrarrestar las vejaciones de un joven de poco seso.

—Entonces, —repuso D. Judas—, ya sé lo que me queda que hacer; y es cortarle el pico y las garras a esa ave de rapiña. Yo le aseguro que no se ha de divertir más con el hijo de mi madre. Y para volverme de esta suerte, ¿valía la pena, —añadió cogiendo su sombrero—, de venir a buscar a Vd. aquí, donde Cristo dio las tres voces, y donde se ha metido Vd. a vegetar con sus coles?

Carta cuarta

Del mismo al mismo

¡Cuánto siento, amigo mío, que la interrupción que causó D. Judas te haya impacientado y aburrido!

Lo mismo me sucedió a mí; pero yo te cuento las cosas tal como van pasando. Ya que les has tomado cariño y tienes interés por nuestros amigos de Dos Hermanas, proseguiré en la relación que mi tío me hizo al siguiente día:

«Un año había pasado desde la cacería de que te hablé, cuando vi un día entrar en el estudio de mi padre a la tía Juana y su marido; estaban de luto rigoroso.

La pobre mujer echó a llorar amargamente, mientras su pobre marido bajaba la cabeza para ocultar sus lágrimas.

—¿Qué es eso? —dijo mi padre levantándose, y yendo al encuentro del afligido matrimonio.

—¡Qué!, —dijo la tía Juana—, ¿no sabe Vd.?

—No, ¿el qué?; pero vengan Vds., —dijo mi padre, para sustraerlos a la curiosidad de los pasantes—, y se los llevó a los cuartos de mi madre; yo le seguí.

Cuando mi madre hubo hecho beber agua a la pobre mujer, y se hubo calmado algún tanto el acceso de dolor que la sofocaba, nos hizo la relación siguiente, mil veces interrumpida por sus lágrimas y sollozos.

—Hay un año que mi hija, habiendo por fin logrado el consentimiento de su padre, se casó con su novio, que se la llevó a Zahara.

Sabíamos a menudo de ellos; vivían felices hasta no más; prosperaban, habían puesto una tiendecita, que mi yerno abastecía trayendo en sus viajes de retorno cuando iba a Sevilla, todo lo necesario. Mi pobre Anica se hallaba en meses mayores. Un día, estando sentada cosiendo la canastilla detrás de su mostrador, vio entrar en la tienda un mendigo forastero. Era horroroso. ¡Ay, señor!, ¡me lo han descrito tantas veces, que os lo podría dibujar! Era alto; sus cabellos ásperos como crines, se erizaban en su cabeza, como cerdas de jabalí. Sus ojos hundidos y su nariz aplastada, daban a su cara el aspecto de una calavera. Llevaba un tosco sayal hecho jirones, y atado a su cuello desnudo por un hilo acarreto. Sus piernas rojas e hinchadas, estaban envueltas en trapos manchados de sanguaza. Al llegar frente de mi hija, se paró, abrió la boca cuanto pudo, formando al mismo tiempo una especie de rugido hueco e inarticulado; entonces pudo ver que no tenía lengua. ¿De qué manera o por qué accidente había sido privado de ella? Esto es lo que nunca se ha podido saber. ¿Fue una operación que un cáncer hizo necesaria? ¿Fue qué siendo soldado una bala se la partió? ¿Era un castigo? ¿Era una venganza? ¡Dios lo sabe!

Mi hija, a su vista, se sobrecogió tanto, que quedó aterrada; pero habiendo repetido el pobre su rugido lastimero, Anica se levantó precipitadamente, entró en la trastienda, en donde abrió con priesa y ruidosamente un cajón en que guardaba el dinero que hacía en su tienda, tomó una moneda, y volviose a la tienda para dársela al mendigo; pero éste había desaparecido

Mi hija extrañó ese repentino desaparecer; abrió la puertecita del mostrador, y salió a la puerta de la calle; pero por más que miró, no vio al pobre.

—Parece que se lo ha tragado la tierra, —pensó—; pero quizás habrá entrado en casa de alguna vecina.

Volviose a su sitio y se sentó; pero séase que la vista de aquel hombre fuese realmente aterradora, o séase efecto de su estado de preñez, el horrible aspecto del pobre la persiguió como una horrible visión.

Pasó el día agitada y calenturienta, repitiendo sin cesar: —Pero Dios mío, ¿cómo pudo desaparecer ese hombre?

A la noche entró su marido. Jamás seguramente en su vida se halló más feliz, viendo a su lado a un joven tan hermoso y tan fuerte, que con una mano paraba a un mulo reacio y asombradizo, y con la otra sostenía su carga de diez arrobas.

La casa tenía otra puerta cerca de la principal, por la que entraban las bestias, las que, siguiendo un corredor o callejón largo y angosto, llegaban al corral de la casa, donde se hallaban las cuadras.

En la trastienda, que era también cocina, había una escalerita de ladrillo que llevaba al soberado.

Éste estaba partido en dos; una parte era la alcoba en que dormía el matrimonio; la otra, un granero.

Cuando mi yerno hubo dado el pienso a sus mulos, el matrimonio se puso a cenar; pero la cena, por lo regular tan alegre, fue triste.

Mi pobre hija no pensaba, no hablaba sino del mendigo. Estaba tan atemorizada, que a cualquier ruido se estremecía, y miraba por todas partes con ojos despavoridos, estrechándose contra su marido.

—Anica, tú estás loca, —le dijo éste riéndose—; ¿es éste el primer pobre feo, mudo y jarapastroso que has visto en tu vida? Ese pobre podrá servir para meter miedo a tu niño cuando nazca; pero que asuste a una mujer de razón, eso parece mentira.

—Es, —respondía mi hija—, que se desapareció como una visión.

—Desapareció a tus ojos. Claro está que entraría en alguna casa vecina, o que se echó a descansar en algún zaguán. Vamos a acostarnos, mujer; mañana ya no te acordarás de ese infeliz.

Subieron y se acostaron. Mi yerno, cansado, no tardó en dormirse.

Desde que mi hija aguardaba su parto, dejaba una mariposa encendida sobre una mesa que estaba cerca de la puerta. La infeliz no podía dormir. Rezaba todos sus rezos; los acababa y volvía a empezar; porque tenía ante sus ojos al pobre, y en sus oídos su ronco graznido.

Así pasó tres horas. En el pueblo reinaba el más profundo silencio, pues en los pueblos de campo el trabajo del día prepara profundo reposo de noche.

—El gallo no canta, —pensó Anica—, y deben de ser ya las doce. ¡Cuándo, Dios mío, vendrá el día, como un amigo querido y largo tiempo esperado! ¡Cuándo saldrá el sol de Dios!

A poco le pareció oír un leve ruido a la puerta; su corazón saltó como una mina. Se estrechó a su marido, clavando los dedos en su brazo con fuerza convulsiva.

Mi yerno, que esta opresión lastimó, se quejó entre sueños, y se volvió hacia la puerta sin despertar.

En este momento se abrió ésta poco a poco y sin ruido. Y mi hija, a quien petrificaba el asombro, vio asomarse la horrorosa cabeza del mendigo, el que miró con despacio el cuarto, fijó la cama, y apagó la luz de un soplo.

Mi hija oyó pasos acercarse. El instinto de la conservación se despertó en ella en aquel instante fuerte y enérgico. Se dejó resbalar de la cama al suelo, y arrastrándose como una culebra, se fue hacia la puerta. Oyó un golpe. ¡Virgen Santísima!, ¡aquel golpe era el de un puñal, que atravesaba el pecho a su marido! Cayó de cara contra el suelo con un hondo gemido. El asesino la oyó, y dio un paso hacia ella; pero en este instante, mi desgraciado yerno, en las fatigas de la agonía, se echó fuera de la cama, gritando: —¡Jesús me valga!, ¡soy muerto!

Aquí la desgraciada madre no pudo seguir; los sollozos la ahogaban. Tío Antonio se tapaba la cara con su ancho sombrero. Mi madre lloraba a lágrima viva, y mi padre y yo no estábamos menos conmovidos.

—¡Oh!, ¡qué infame!, ¡qué inicuo!, —exclamó mi padre—. ¿No hubiera podido robarlos sin asesinarlos?

—Por desgracia, —respondió la pobre madre—, se habían traído el dinero a su cuarto, y mi yerno no era hombre de dejarse robar fácilmente. El monstruo, —prosiguió—, se dirigió hacia su víctima, y la volvió a echar sobre la cama. Mi hija pudo entonces llegar a la puerta, se precipitó por la escalera, corrió a la calle dando gritos desesperados, y vino a caer moribunda sobre el umbral de la puerta de una vecina.

Al oír sus voces desesperadas, los hombres del lugar se levantaron, y salieron armados de cuanto a mano hallaron: chivatas, escopetas, hoces, garrotes o cuchillos. Así pudieron apoderarse del forajido, que reiterando su graznido, ya no lastimero, sino furioso y amenazador, blandía el puñal, por el que chorreaba la sangre caliente aún de su víctima.

Entretanto, mi desgraciada hija, en el delirio de una calentura mortal, entre convulsiones y ademanes desesperados de dolor, expiraba dando a luz dos ángeles, que han entrado bajo terribles auspicios en este valle de lágrimas.»

El dolor de la infeliz redobló al concluir su cruel relato, mientras la consternación que había producido en nosotros, helaba sobre nuestros labios toda palabra de consuelo.

—Señores, —dijo al fin la pobre madre—, yo abuso de vuestra piedad, haciendo tan larga una relación tan triste. Voy a decir el motivo que nos trae a molestar a Vd., con pedirle un favor.

El inicuo facineroso fue llevado a Ronda, en donde se le sigue su causa. Hace dos días, se presentó en casa una mujer; esta mujer era la suya.

—¿Del asesino, del malvado?, —preguntó mi padre.

—Sí, señor. Venía a pedirnos un auto puesto por un abogado y firmado de tres escribanos, en el que constase nuestro perdón. Lo necesita para la defensa de su marido.

—¿Y Vd. quiere?... —dijo mi padre.

—Que nos haga Vd. el favor de extenderle, —repuso la tía Juana.

—¿Y Vd. concede el perdón, tío Antonio?, —preguntó mi padre, volviéndose al anciano.

—¿Y qué?, señor, —contestó el tío Antonio—; ¿es acaso el perdón cosa que se niega?

—Y si no, —añadió la tía Juana—, ¿con qué boca le diríamos a Dios todos los días: «perdónanos, así como nosotros perdonamos?»

Carta quinta

Del mismo al mismo

Me vi forzado, querido y buen amigo, a concluir de trompón mi carta anterior. Me alegro que te haya interesado, y también prevenido en favor de nuestra tía Juana y de su marido.

Tienes razón en decir que los modernos filántropos se revuelcan voluntariamente en el fango de la sociedad, para buscar en este fango y ostentar a la vista del público, todos los vicios, aun los más ocultos, que por respeto a la dignidad social deberían cubrirse con un velo; mientras que si, por casualidad, pintan la virtud, es para hacerla víctima del vicio. ¡Acaso piensan hacer un bien a la sociedad, con esta nomenclatura de vicios, bajezas, picardías e infamias! Es difícil el comprenderlo. Pero es sobre todo una injusticia. Se puede afirmar sin temor de equivocarse, que hay más bien y más virtudes ocultas, que maldades y vicios; por la sencilla razón de que el mal hace ruido, y el bien no lo hace. Da de comer a un infeliz que se muere de hambre: nadie lo sabrá. Pero que éste mismo te robe a la puerta de tu casa: ese hecho será pábulo de conversación para toda la sociedad; y no contento con eso, vendrá a lucir entre las noticias interesantes de los papeles públicos.

Si hubiese tribunales para recompensar el bien, como los hay para castigar el mal, estarían seguramente más ocupados que los otros. Goethe, que no era por cierto demasiado optimista, lo ha dicho: «¿A qué andas buscando el bien cuando tan cerca lo tienes? Quiere hallarlo, y lo hallarás.»

La triste historia que mi tío me contó, llenó toda mi carta anterior, y nada pude añadirte de mis propios asuntos.

Reclamo mi parte en tu interés, sobre todo ahora que padezco, y siento necesidad de desahogar mi corazón en el de un amigo. Mi querido Paul, yo he sido en un día el más feliz, y el más desgraciado de los hombres.

Pero, para enterarte bien de todo, te contaré una gira a que hemos concurrido todos los contertulianos.

Una gira es lo que Vds. denominan por la voz inglesa pic-nic, banquete al cual cada uno contribuye con su plato.

Esta clase de diversión me disgusta a lo sumo, aunque por eso me llames puritano en placeres, como sueles hacerlo.

Se decidió que iríamos un domingo embarcados a San Juan de Alfarache, un lugar pequeñito al borde del río, cerca de aquí.

Salimos ayer, domingo, a las diez de la mañana. Me hallaba en el mismo barco con Casta y su madre. Era el último, apenas nos habíamos alejado de la orilla, cuando vimos llegar a D. Judas, todo sofocado llamándonos, y graznando como un cuervo. Tuvimos que volvernos atrás para que entrase en la lancha.

—El caso es, —gritaba—, que soy, como Vds. saben, el encargado de los dulces. El confitero no sabía como enviarlos a San Juan, y he tenido yo mismo que correr con eso. Ea, ya estamos todos. Rema, animal anfibio. ¿No se dice así, fiscal? Mira, si llega otro atrasado como yo, hazte el sordo; ¿oyes, fondillo embreado? Buenos días, señores. Castita, a los pies de Vd. ¿No puede Vd. hacerme un ladito?

—Lo siento, —respondió Casta—; pero ya ve Vd. que no hay sitio.

Es de advertir que Casta estaba sentada entre su madre y tu amigo.

—¡Ya veo!, ¡ya veo!, —dijo D. Judas—. ¡La plaza está cercada! Por un lado la defienden; por el otro la atacan. ¡Ha!, ¡ha!, ¡ha!, ¡ha!, me pondré al frente y formaré el cuerpo de observación.

Yo estaba volado; ¿pero qué había de hacer? ¡De buena gana hubiera zambullido en el río al insolente!

Al llegar, hallamos a los muchachos encargados de recibirnos y llevarnos a la casa que se había preparado. Era chica; pero tenía un buen comedor abajo; arriba, una sala bonita con una azotea y vistas al río, de las más bellas del mundo. ¡Ahí está Sevilla!, —exclamé—, cuyo nombre solo conmueve al poeta, al historiador, al artista. ¡Sevilla que con su vestido moruno, y coronada de la grandiosa torre de su sublime catedral, parece una hermosa sultana convertida! ¡Sevilla, que se señorea con sus recuerdos, y se perfuma con sus naranjos!

Uno de los jóvenes, que era poeta, me dijo:

—Y pronto, sólo recuerdos le quedarán; porque el moderno vandalismo va destruyendo todas sus antigüedades, y borrando su fisonomía. Han quitado la Cruz de la Tinaja en la Alameda vieja...

—¡Buen disfraz era!, —dijo D. Judas—; hicieron bien.

—¿Usted ignora que era un monumento histórico del tiempo de D. Pedro el Cruel, —repuso el joven—, y que, éstos son sagrados en todos los países? Han quitado, bajo diferentes pretextos, la magnífica Cruz de la Cerrajería, el arco fenicio de cerca del Alcázar, etc., etc.

—¡Bien hecho!, ¡bien hecho!, —dijo D. Judas—, eso es arrancarla las canas.

El joven alzó los hombros, y prosiguió mirando a Sevilla.

—¡Pobre Matrona, reina de dos mundos en tu día, y gloria de España! ¡Sí!, ¡de noche gimes con tus ruiseñores, suspiras con tus auras, y lloras con tus fuentes!

—¿Qué llora Sevilla?, —exclamó D. Judas—. ¡Ha!, ¡ha!, ¡ha!, ¡ha!, sí, por sus husillos; ¡ha!, ¡ha!, ¡ha!

—No tiene Vd. precio para poeta, —dijo Casta—, volviéndole la espalda.

—¿Qué es poesía?, —dijo D. Judas—; doy cuatro cuartos al que me lo explique. Lo mismo es esa palabra meliflua que el ave Fénix, de quien todos hablan, como dice la copla, y nadie lo ha visto.

El calor se hacía sentir; las señoras entraron en la sala, se quitaron sus velos de tul negro, y se pusieron flores en las cabezas. Casta se retorció por su rodete una rama de yedra, entretejida con rositas. ¡Ay Paul, qué bonita estaba!

Formaron partidas de tresillo y de ajedrez. Don Judas se puso a hacer una multitud de suertes para divertir a la gente moza. Casta se salió y se sentó en un banco de ladrillo, que estaba en la azotea a la sombra. Sobre este banco estaba una señora de edad, que hablaba sobre un asunto que parecía interesarle mucho, con el administrador. Me sentó junto a Casta. En este feliz momento parecíamos separados y olvidados del universo entero.

¡Qué magnifica vista!, —le dije—, ¡qué delicioso es San Juan! ¿No os parece, Casta, que tiene sus flores para perfumar, sus ruiseñores para cantar, y su cielo para sonreír a un amor mutuo? Pero todo lo que nos rodea y ensancha el corazón, si bien debe exaltar la felicidad, debe igualmente acerbar los dolores del que padece.

—¿Para qué —respondió Casta—, pensar en goces exaltados, ni en dolores acerbos? ¿No es preferible dejar correr la vida tranquila como ese río?

—Si en ello pienso, Casta, —la contesté—, es porque para mí no hay alternativa, y porque no me levantaré de aquí, sin ser el más feliz o el más desgraciado de los hombres.

Se sonrió, deshojó una rosa de pasión que tenía en la mano, gustó la miel que tenía, y me dijo:

—Deme Vd. un duro.

—¡Un duro!, —dije dándoselo—, ¿y para qué?

—Vamos a jugar la suerte de Vd. a cara y cruz.

—¡Casta!, ¡Casta!, —exclamé—, ¿así se hace Vd. la desentendida? ¿Es acaso para no herirme con un desprecio, y desesperarme con un no?

—¿Qué sí, ni qué no?, —preguntó con una maliciosa y graciosa sonrisa.

—¿Ahora estamos ahí?, —exclamé exasperado y levantándome.

Me detuvo por un ramo de lilas que yo tenía en la mano.

—¿Teme Vd. un no de mi madre?, —me dijo—; hace Vd. mal. Mi pobre madre no es interesada.

Poco me faltó para caer de rodillas ante ella. Esas dos palabras, tan buenas, tan sencillas, tan naturales habían, por decirlo así, fijado y aclarado nuestra situación. Sin hallar palabras para contestarle, llevé a mi boca y besé el ramo de lilas que ella había tocado, y con el que me había detenido a su lado.

Figúrate, amigo mío, una sala de ópera, en la cual en una abstracción completa, el público escucha alguno de los divinos trozos de Rossini, y que en medio de esta celestial armonía, se desplome el techo del edificio con estrépito: lo que ese público debió sentir lo sentí yo cuando de repente oí cerca de mí la voz ronca de D. Judas que decía:

—Pero, señores, ¿dónde está metida Castita? Se ha perdido de ver todas mis suertes. Saque Vd. un naipe, Castita..., mírelo Vd..., vuélvalo a meter en el juego, y baraje aunque sea hasta mañana, que yo lo reconoceré entre todos, tan solo por haberlo tocado esos deditos. Por lo que toca a Vd., amigo fiscal, abandonad el puesto; que viene el relevo... embargo a Castita. Ya la requebró Vd. bastante en la lancha..., a cada uno su vez. Soy viejo; pero los ojos son siempre niños.

—Vaya, D. Judas, —dijo el administrador, contentísimo de zafarse de las plegarias de la anciana señora—, no sea Vd. como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer.

—No viene al caso vuestro refrán, señor administrador, respondió D. Judas; pero sí el que dice «a gato viejo, rata tierna.»

Uno de los jóvenes encargados en la comida, llamó a D. Judas, y le dijo: —nos vamos a poner a la mesa, y el mayordomo me acaba de decir que los dulces y tortas no han llegado.

—No tenga Vd. cuidado, —contestó D. Judas muy en sí—; pongámonos a comer, cuanto antes mejor, que los dulces no faltarán a su debido tiempo.

Nos pusimos a la mesa. De cuando en cuando echaba D. Judas a hurtadillas, una mirada por la ventana, pero como el camino que se veía estaba solo, murmuraba entre dientes: —¡malditos gallegos!

La comida se acercaba a su fin; ya traían la fruta, cuando se oyó un grande estrépito a la puerta de la calle.

—¿Sois vos, gallegos malditos, tortugas del demonio? —gritó D. Judas.

—Sí señur..., sí señur..., respondieron cuatro voces de mandaderos gallegos.

—Entrad, pues, ¡por todos los santos del cielo!, autómatas estúpidos...

Un gallego, negro de colorado y chorreando sudor, metió su cabeza cubierta de un gorro de lana colorado por la puerta entreabierta, y dijo: —Señur, es que la que trallemus non puede entrare pur la puerta.

D. Judas se levantó consternado. Todo el mundo hizo lo mismo; unos corrieron hacia la puerta, y otros se asomaron a la ventana.

Ruidosas y alegres carcajadas formaron un coro general, entre medio de las cuales se oía la voz de D. Judas, disputando con los gallegos, y haciendo esfuerzos por ver si podía colar por la puerta una torta monstruosa, un promontorio de dulces, que merece una descripción particular, puesto que no se puede uno formar idea de ella sino habiéndola visto. Cinco o seis tortas de diferentes pastas y diferentes tamaños, estaban sobrepuestas unas a otras, formando una pirámide que concluía por un piñonate; que a su vez era coronado por una figurita bastante grotesca, que creo representaba a la Victoria, y que en una mano tenía una bandera, y en la otra un enorme corazón de azúcar color de rosa, atravesado por una flecha disforme, cuyas plumas habrían salido de la cola de una gallina del confitero.

Sobre los escalones o gradas, que iban formando las tortas a medida que se iban achicando, había ido colocando el confitero muestras de cuanto su tienda contenía. La mayor la rodeaba una orla de canarios de tamaño natural, rellenos de anises. A las otras, frutas de todas especies, adornadas de sus hojas hechas de papel; pastillas de todas clases; yemas compuestas de mil maneras; botellitas de azúcar transparente llenas de licores de diferentes colores; frutas encaramelas; canastillos de alfeñique llenos de anises y grajeas; mazapán; merengues, innumerables especies de golosinas se aglomeraban como un ejército en un castillo. El todo, estaba adornado de banderitas, de arcos y de flores contrahechas, de hechuras y colores incalificables. Esta pirámide de Egipto no había hallado ni plato ni batea proporcionados a su tamaño; así, había sido colocada sobre unas tablas, debajo de las cuales pasaban fuertes sogas, que las suspendían a las palancas de los gallegos.

—¿Qué burro de albañil ha labrado esta casita?, —gritaba D. Judas—, ¿y dado la medida para esta puerta al tamaño de sus alcances?

Don Judas exasperado ya por este contratiempo ridículo, que quitaba todo el lucimiento a su grandioso obsequio, se acababa de desesperar con una turba de pilluelos, que formando círculo al monte enconfitado, trataban con el mayor descaro de apoderarse de lo que pudiesen, mientras que los gallegos sofocados los apartaban a voces y a puntapiés.

—Nu hay más, mi amu, —decían—; o mande agrandare la puerta o achicare la turta. ¿Quieres, maldito, sultar la bandeira, u te partu en dos comu la turta?

El chiquillo ya estaba lejos, devorando una pera, blandiendo una bandera por cima de su cabeza, cual trofeo victorioso.

—En fin, mi amu, ¿qué determina?, —decía otro de los mandaderos; que nus teneimos que volvere a la villa, no nos pudemos entretenere. Ese rapaz se lleva un pajariñu y una rusiña. ¡Aguarda, aguarda!, fillu de Barrabás, que voy a te enseñare a rubar, antes que aun sepas te presinare.

El hijo de Barrabás se había subido ya a la cumbre de un vallado alto, se había colocado la rosa sobre su sombrero viejísimo, y le enseñaba al gallego el pájaro, cantando: —¡quiquiriquí!

—Me van a volver loco, —gritaba D. Judas—, tapándose con sus manos ambos oídos, ¿qué hacer, Dios mío?, ¿qué hacer? En fin, partan la torta, antes que esa echadura del infierno se la lleve toda a trozos. Vamos, gallego, dame, ante todas cosas, la muñeca que está allá arriba, para obsequiar con ella a quien compete.

El gallego, alzándose sobre las puntas de los pies, alcanzó la figurita con su gran corazón y su pequeña bandera, y se la entregó a D. Judas. Éste, con su caricatura en la mano, se volvió con galantería hacia Casta; pero apenas hubo echado la vista sobre el estandarte, cuando exclamó:

—¿Qué es esto?... ¿Quién ha puesto esta bandera en manos de la muñeca? Decid, decid, ¡tunantes, responded! ¿Os queréis burlar de mí, gaznápiros?... ¿Os han pagado para jugarme esta jugarreta?, es seguro: ¡lo afirmo! ¡Estáis vendidos al partido socialista!, servís a su jefe. ¿Conque es así?, ¿estáis en la conspiración contra mí? ¡Idos al demonio!, que yo no os pago.

Los gallegos habían escuchado aquella furiosa salida, con la boca abierta, y sin comprenderla, ni adivinar su causa; pero al oír las últimas palabras, terrificantes para ellos, empezaron a gritar y a quejarse en coro de una manera desesperada.

Los muchachos, que vieron el promontorio abandonado, se echaron sobre él con tal furor, y tales gritos de alegría, que D. Judas, al verlos daba tales clamores, que por un momento fue aquello la torre de Babel; todos quedamos atolondrados.

Por fin pagamos a los gallegos, e hicimos que los criados entrasen la obra maestra del confitero, medio arruinada por el terrible ataque que había sufrido; y el sosiego se restableció.

Antes de proseguir es preciso que te diga lo que de tal manera había irritado y sacado de sus casillas a D. Judas.

El señor Barbo había puesto su entendimiento en prensa para hallar un letrero galante, entendido y expresivo dirigido a Casta; el cual había de ponerse sobre la bandera en cuestión.

Se presentó muy ancho con su letrero en casa del confitero. El hijo de éste, que iba a la escuela, y tenía la letra clara, escribió, pues, bajo la inmediata dirección de D. Judas este lema:

CONQUE GUSTE A CASTA, BASTA.

Esta dedicatoria, bastantemente grosera para los demás, había sido sustraída seguramente por Pedro de Torres, y en su lugar había colocado otra con este lema:


No necesitas, Tadeo,
para empalagar a Casta
tanto dulce; porque creo
que con tu presencia basta.
 

Después de comer, fuimos a dar un paseo; me apresuré a ofrecer el brazo a Casta, y seguimos la orilla del río, por medio de olivares. ¡Dios mío! ¿Quién ha podido decir que el olivo sea triste? Entramos en naranjales, cubiertos de tantas flores, escondiendo tantos ruiseñores, que formaban una atmósfera de perfumes y armonía, en que nos cerníamos Casta y yo, elevados de la tierra cual dos pájaros armoniosos.

Llegamos a la preciosa hacienda de Valparaíso, en la que hasta el nombre es poético.

La habitación está asentada en la loma del monte; a su espalda el jardín se eleva como una gran escalera de flores. Varias sendas llevan a una gruta, en el fondo de la cual una fuente parece haber buscado la sombra y el silencio.

Entramos todos a beber; Casta y yo nos quedamos los últimos, e íbamos a salir, cuando la poco armoniosa voz de D. Judas, nos hizo retroceder, y por un impulso espontáneo e irreflexivo, nos escondimos detrás de un velo verde, que pareció formar una enredadera para ocultarnos.

Don Judas se acercaba, trayendo del brazo a una señora.

—Esta Vd. más ciega que la noche, doña Mónica, —decía—; pues no ve Vd. lo que todo el mundo ve; y es que el fiscalito está enamorado y obsequia a su hija, y que ésta le demuestra una preferencia que salta a los ojos.

—Y bien, aunque eso fuese, —contestó doña Mónica—, es un excelente sujeto, que todo el mundo celebra y aprecia, un joven...

—Que no tiene más mérito, señora, —interrumpió D. Judas—, que llevar vestidos hechos por Utrilla, botas barnizadas del Aragonés, y la cintura cinchada como un mulo. No tiene nada sino su miserable fiscalía, que le dará unos ocho mil reales, que no ha obtenido sino por ser su cuñado diputado, y que le quitarán cuando deje de ser del Congreso el cuñado. ¡Buen partido para Castita, a fe mía!

—Pero, señor, —repuso doña Mónica—, Javier Barea tiene mucho mérito...

—¡Sí, mérito!, ¡mérito!, —repuso D. Judas—; que mande con él a la plaza; como puede hacerlo ese insolente de Torres con sus pergaminos!

—Tiene, —prosiguió doña Mónica—, buenas relaciones en Madrid; un tío rico en Sevilla.

—¿Rico?, ¡qué pamplina!, riquezas de Sevilla, en donde, como en el reino de los ciegos, el que tiene un ojo es rey. Señora, su hija de Vd. es una niña, que no sabe aún nada de mundo, ni conducirse; a Vd. le toca alejar de ella esos mosquitos, que son como el agua por San Juan, que quita vino, y no da pan.

Pasaron.

¡Pero figúrate mi rabia y mi indignación! Casta se reía a carcajadas.

—Yo haré ver a ese deslenguado..., —exclamé.

—¿Y qué lograría Vd. con eso?, —me respondió Casta—. Vendernos, haciéndole ver que le hemos escuchado; y ¿qué le haría Vd. a un hombre anciano y con canas?

—Abusa en extremo de ese privilegio. Además, Casta, ama a Vd., la persigue y rodea de continuo, y cuando se ama como yo os amo, Casta, se tienen celos...

—¿De D. Judas?, —preguntó ella riendo y dando palmadas.

—Sí, Casta, —contesté—, ¡aun de D. Judas!

—Vaya, —dijo ella sin cesar de reír—, eclipsa Vd. a Otelo como el sol a la luna.

—Soy de compadecer, Casta, —repuse—; pues no comprende Vd. mi posición. ¿Sabe Vd. que es más humano despedir a un amante, que no el detenerle para darle tormento?

—¡Vamos, vamos! Javier, por Dios, no tome Vd. el tono trágico, que detesto de muerte. Le prometo a Vd. alejar de mí, no a ese mosquito, sino a ese moscón.

—¿De verás, Casta mía? ¡Tenga Vd. caridad, no me engañe Vd.!

—Tenga Vd. fe, si quiere que yo tenga caridad.

Esto diciendo, se echó a correr para reunirse a su madre.

Di una vuelta solo, para calmar los violentos y diversos sentimientos que me agitaban. Cuando llegué de vuelta a Valparaíso, estaba todo el mundo reunido sobre el terraplén al frente de la casa.

Casta estaba sentada en un banco al lado de su madre. Después me ha contado la conversación que tuvo lugar entre ellas, y que te pondré aquí.

Luego que la vio su madre, la mandó que se sentase a su lado.

—¡Válgame Dios, madre!, —dijo Casta—, ¡qué cariño tan tierno le ha entrado a Vd.!

—No es eso, señorita; sino que veo que desde que estás en Sevilla, vas sacando mucho los pies del plato. Te vas poniendo muy sacada de cuello, y esto no me acomoda; como tampoco que des el brazo, ni hables con Javier Barea.

—¡Jesús!, madre, ¿y por qué?

—Porque se particulariza contigo. Esto lo han notado ya hasta las personas respetables, y no puede sino perjudicarte.

—Pero, señora, ¿por qué puede perjudicarme el que Javier Barea me prefiera y me quiera?

—Porque siempre perjudica a una joven dar alas a unas relaciones que no le convienen.

—¿Y por qué no me convienen, señora? ¿Porque no es rico? ¿Qué importa?

—Hablas como una niña que eres. Lee la comedia de Gorostiza Contigo pan y cebolla.

—¡Madrecita mía!, alguna madre cicatera se empeñó con el señor Gorostiza para que hiciese esa comedia.

—Vamos, Casta, te repito no seas niña. Un excelente partido se presenta para ti, y espero que no despreciarás el bello porvenir que te sonríe, y que Dios nos envía en nuestra triste situación.

—¿Un brillante partido, dice Vd.?

—Sí, hija mía: vivirás en grande, arrastrarás coche, y serás dotada con 50.000 duros.

—¡Jesús!, ¡Jesús!, —dijo Casta con su airecito burlón—, ¿de dónde sale, quién es, ese maravilloso pretendiente?

—Es D. Judas Tadeo Barbo.

—Casta soltó una carcajada tan espontánea y ruidosa, que la madre, que vio a D. Judas venir hacia ellas, dijo a su hija:

—Casta, modera esa risa inoportuna.

Pero eran vanos los esfuerzos que ésta hacía para contenerse.

—¡Eres una chiquilla mal criada!, —murmuraba doña Mónica en sumo mortificada.

El sol estaba cerca de ponerse, y como el crepúsculo es corto en este país, nos volvimos a San Juan, donde debía bailarse algunas horas.

Casta cogió el brazo de su madre. D. Judas se acercó, y ofreció ponerse entre madre e hija.

—No, no señor, —dijo Casta.

—Pues, y ¿por qué no, señorita?, —preguntó don Judas.

—Porque, —respondió Casta—, parecería Vd. una alcarraza.

Don Judas tuvo que contentarse con el brazo de la madre; yo les seguí a corta distancia.

Casta dejó caer su pañuelo, su quitasol, su ramo, para darme el placer de cogérselos. Cogía ella las ramas de los olivos, las detenía, y luego las soltaba, enviándomelas como mensajeros de acuerdo y de paz.

No quiso bailar, y se sentó junto a una ventana que cerraba una persiana. Pasé al jardín, y me puse junto a la persiana, de modo de poder verla y hablarla, sin ser visto de nadie. Por desgracia vino D. Judas a sentarse junto a ella.

La madre a poco se durmió.

—Parece, Castita, —dijo D. Judas—, que la proposición que he hecho a su madre, y que creo le ha comunicado, ha hecho a Vd. reír.

—Un poco, —respondió Casta.

—¿Es acaso tan risible, —repuso el viejo pretendiente—, que yo quiera ser marido de Vd., y hacerle una de las mujeres más ricas y felices de Andalucía?

—Por cierto que sí, —respondió ella.

—¡Cáspita!, —dijo D. Judas—, ¡me gusta la frescura! Y, ¿me hará Vd. el favor de decirme por qué es risible?

—Por la sencilla razón de que podría Vd. ser mi padre o mi abuelo.

—Eso quiere decir, —preguntó con una risita sardónica y rabiosa D. Judas—, que ¿soy demasiado viejo?

—Usted puede que no sea demasiado viejo sino yo demasiado muchacha; allá se va. Sepa Vd., D. Judas, que me han dicho que no hay fiesta más celebrada en los infiernos, que la que tienen el día que se casa un viejo con una muchacha; aquel día se visten los diablos de la discordia, de color de rosa.

—¿Quiere decir, pues, que Vd. me rehúsa?

—Claro está, D. Judas.

—Pues mire Vd., Castita, voy a contarla un cuento, pienso que de él se acordará Vd. para toda su vida,

Le dijeron a un pobre que para hacer fortuna era preciso ir a Méjico, donde había tantos pesos duros, que no había sino bajarse para cogerlos. Mi pobre se puso en camino, lleno de esperanza con esa dulce ilusión. Al llegar, quiso la casualidad que en el muelle se hallara un peso duro; pero echándola de buche y escupiendo por el colmillo, dijo al mirarle: «Ya empezáis a perseguirme» y pasó de largo. No se halló otro. ¿Me comprende Vd., Castita?

—Comprendo, —dijo Casta—, que yo soy el pobre, y Vd. el peso duro. Bien está; pero contestaré que jamás iría yo a América en busca de pesos duros. Si fuese, sería por hallar los bosques, las flores, los ríos, la naturaleza tan bella.

—¡Ta!, ¡ta!, ¡ta!, ¡ta!, —dijo D. Judas—. ¡Qué retahíla! ¿Es Vd. poeta como aquéllos?...

—Mi corazón lo es, respondió ella; y en seguida, como inspirada por una repentina idea prosiguió: Sí, lo soy; pero no se lo diga Vd. a nadie. No quiero que mi nombre suene, sino después de obtener los triunfos que ambiciono. He hecho imprimir ya algunas de mis obras; pero bajo nombres supuestos, que han querido prestarme mis amigos. Así es que las poesías de Martínez de la Rosa, no son de él, sino mías.

El mayor y más estúpido espanto se había pintado en la cara de D. Judas. —¿Vd. ha compuesto impreso libros?, —exclamó.

Casta, encantada con el buen resultado de su treta, prosiguió:

—He hecho también piezas para teatro; obras dramáticas que han sido sumamente gustadas y aplaudidas, y que pasan por ser de las mejores de nuestro repertorio moderno. Así los Solaces de un prisionero, que se atribuyen al Duque de Rivas, no son suyos son míos.

—¡Una literata! ¡Ave María! ¡Una mujer que escribe e imprime! ¡El pecado sea sordo! ¿Sabe usted, Castita, que eso es cosa contra la naturaleza, y que una mujer que da un libro a luz, es como un hombre que diera a luz un niño? ¿Quién hubiera creído eso, viendo a Vd. tan joven y bonita, tan mujeril y tan primorosa? Porque una mujer que escribe, debe ser necesariamente vieja, fea, descompuesta; un marimacho.

—Ésas son preocupaciones, D. Judas; créame Vd. El genio no tiene sexo; eso lo ha dicho Buffon, y lo ha repetido el padre Masdeu.

Don Judas hizo un gesto, como de quererse tapar los oídos.

—Oiga Vd., D. Judas, —prosiguió Casta—, oiga Vd.: ¿conoce Vd. mi Tell?

—¿Miguel? ¿Qué Miguel? ¿Miguel el medidor?

—No; mi Tell, mi novela histórica, mi obra maestra.

—Jamás leo, —dijo D. Judas—, que eso daña a la vista.

—Pues oiga Vd. el extracto de ella, y admirará Vd. mi erudición.

—Soy como Napoleón: el gran Napoleón no admiró en las mujeres sino su fecundidad, dijo D. Judas sentenciosamente.

—Lo mismo que Vd. aprecia en sus vacas y yeguas, prosiguió Casta; pero escuche Vd. el extracto de mi obra.

Casta quería irritarlo, aburrirle, sacarle de tino, a punto de hacerle levantar y alejarse.

—Guillermo Tell era un noble montañés de Escocia, que rehusó saludar el sombrero de castor que el general inglés (Marlborough) Malbruc, clavó sobre una estaca con ese fin, de aquí provino la insurrección y guerra de Treinta años, en que por fin mi héroe salió vencedor, y fue proclamado rey de Inglaterra con el nombre de Guillermo el Conquistador. Ajó sus laureles, haciendo decapitar a su mujer, la bella Ana Bolena. Para expiar este crimen envió a Palestina a su hijo Ricardo Corazón de León. Cuando, Ricardo volvió, fue aprisionado a causa de su celo religioso, por Lutero, Calvino, Voltaire y Rousseau, que formaban el directorio en Francia, directorio revolucionario, que condenó a muerte e hizo ajusticiar al santo rey Luis XIV. Entonces fue cuando para evitar iguales males en España, estableció el rey don Pedro el Cruel la Inquisición, por lo que le quedó el nombre.»

No puede darse cosa más cómica, querido Paul, que la seriedad y aplomo con que Casta recitó esta sarta de desatinos, sin rozarse ni titubear. Tanto más cuanto que, habiendo cogido Casta nombres y hechos históricos a la casualidad, y según se los sugerían recuerdos de óperas, sermones, folletines y conversaciones, conocía que su relación era inexacta; pero no sospechaba lo enorme de sus desatinos, ni lo monstruoso de sus anacronismos.

D. Judas quedó pasmado; no de los disparates, sino de la erudición de Casta.

—Ya veo, señorita, —le dijo—, que no hay sino uno los siete sabios de la Grecia que esté a la altura de Vd. y sea digno de ser su consorte. ¿Qué diría, —añadió bajando la voz—, Javier Barea, si conociese semejante ridículo?

—¡Se pondría fuera de sí! ¡Me adoraría!, —contestó Casta—; aunque jurisconsulto, le gustan las artes y la literatura, como a todo hombre de gusto. Le he oído decir que Temis es la décima musa.

Al oír a Casta atribuirme tan extraña proposición, me fue imposible retener la risa, y solté una carcajada.

—Me parece que oigo risa en el jardín, —advirtió D. Judas.

—Por todas partes ríen, —respondió Casta—; entre tanta gente alegre, no hay sino Vd. y yo que no lo estemos. ¿No se diría sino que se aburre Vd. de oírme?

Doña Mónica, que despertó entonces, celebró con una sonrisa complacida el ver a su hija en conversación con D. Judas.

Emprendimos la vuelta. Casta empaquetada en capa y pañolones, tuvo que sentarse en la lancha entre su madre y D. Judas.

La luna derramaba su triste luz sobre aquellos mismos sitios, que por la mañana iluminaba el sol con tanta brillantez, ¡y aun la música que había quedado lejos en la última lancha, parecía un recuerdo!

—¡Ay Casta!, —la dije al pasar, mientras D. Judas encendía un cigarro antes de embarcarse—, Casta, ¿conservo la fe?

—Y la esperanza; me contestó.

Así acabó para mí un día que tan felizmente había empezado. Puedes compadecerme y envidiarme a un tiempo; pero sobre todo, perdóname de no haberte hablado en esta carta sino de mis propios asuntos. En cambio te doy palabra de no ocuparme en la próxima, sino de los recuerdos de mi tío, según deseas.

Carta sexta

El mismo al mismo

Cumpliendo con mi promesa, entro sin preámbulo alguno, por referirte la relación que me hizo mi tío.

«Cuatro años después de la visita que te referí del buen matrimonio, en el año 1800, estalló la epidemia que fue denominada la Grande. Mi padre había muerto, yo me había casado, y me refugié en Dos Hermanas, con mi familia, huyendo del azote.

Mi primer cuidado a mi llegada fue el ir a ver a la tía Juana.

Era ya de noche. Jamás, sobrino mío, olvidaré el encantador espectáculo que se ofreció a mi vista al llegar allí.

La tía Juana tenía sobre cada una de sus rodillas a sus nietecitas, casi en cueros, y las hacía rezar. Jamás Murillo pintó dos angelitos tan divinamente bellos. Eran parecidísimas: sus rizados cabellos negros caían sobre sus hombros, formando una orla a sus rosadas caras; levantaban sus grandes ojos negros para mirar a su abuela; y mientras que sus boquitas rojas repetían su oración, sus manitas estaban cruzadas sobre sus pechos redondos, y sus piececitos descalzos colgaban como unas bolas de hojas de rosa.

Cuando concluyeron de rezar por sus padres, la tía Juana prosiguió rezando en voz baja, mirando alternativamente, ya a las niñas, ya a una imagen de Nuestra Señora, bajo cuyo amparo parecía ponerlas.

En este entretanto, los ojos de las niñas se apagaron; sus largas y rizadas pestañas se abajaron; sus manitas se soltaron, y colgaron con gracioso abandono a su lado; sus cabezas cayeron sobre el pecho de su abuela. Estaban dormidas.

No podía apartar mi vista de aquel cuadro encantador; y desafío a las más felices y brillantes concepciones poéticas, a crear sobre el lienzo o en versos, un cuadro como el que se ofrecía a mi vista.

Tía Juana besó la frente de las niñas, y las llevó a la alcoba.

Yo entré.

—Acechaba a Vd., tía Juana, —le dije—; he oído a Vds. rezar.

—Espero, —respondió la buena mujer—, que Dios nos habrá oído también.

—¡Qué hermosísimas son las mellizas! ¡Qué cuadro formaban Vds.!

—Dos rosas en un tarro viejo de barro, respondió sonriéndose la tía Juana. Venga Vd. a verlas, prosiguió tomando el velón, y llevándome a la alcoba.

Como hacía calor, estaban echadas casi desnudas, se tenían abrazadas. Me quedé embelesado.

—¡Bendígalas Vd.!, —dijo la tía Juana—. Jamás se debe mirar un niño sin bendecirle. ¿Cuál será su suerte?, —prosiguió suspirando—; ¿heredarán la desventura así como han heredado el bien parecer de sus padres?

—¡Qué cavilación, tía Juana! ¿Por qué no ha de pensar Vd. que serán felices, como lo es Vd., y el tío Antonio?

—¡Cúmplase la voluntad de Dios!, —dijo la pobre anciana—; pero no las mire Vd. más. Dicen que el mirar mucho a un niño dormido, le hace mal.

—Te digo esto, sobrino, —añadió mi tío poniéndose el dedo sobre las narices—, porque cuando tanto se ha hablado de magnetismo, me he acordado muchas veces de esta creencia arraigada en las mujeres del pueblo.

El día siguiente, llevé a mi mujer a casa de tía Juana, para que conociese a sus encantadoras criaturas. Se llamaban Paz y Luz. Luz era más viva y despierta; Paz más suave y tímida.

Jamás he visto, —decía la tía Juana—, dos criaturas más parecidas de cara, y más distintas de genio. Cuando Luz ríe a carcajadas, Paz sólo sonríe; cuando Luz grita y patalea, Paz llora callando. Luz corre y canta; Paz no se mueve de su sitio y no se la oye. Luz siempre dice a la hermana: «¡anda!», Paz siempre responde: «¡aguarda!». Luz es un grano de pimienta; Paz una hoja de malva. Así es que su abuelo, que está bobo con ellas, las llama Luz del día y Paz del cielo.

Escuchaba a mi tío con el mayor interés, cuando éste fue desagradablemente distraído por un criado, que entró a decirme que un ministril estaba allí con orden del juez para que me llegase a su tribunal. Ya ves, querido amigo, que los relatos de mi tío tienen desgracia.

Cuando entré, me dijo el juez: «Creo a Vd. sabedor de un arresto que se hizo ayer, con motivo de una delación que me han hecho. Puede que conozca Vd. los sujetos. El acusado es un joven de Jerez llamado Pedro de Torres; goza de mala reputación, y ha sido ya anteriormente desterrado de Madrid. El delator es D. Judas Tadeo Barbo, labrador de Jerez, persona respetable y acaudalada.»

¡Me indigné!

—Desconfíe Vd., señor juez, —le dije—, de esa delación hecha por un bajo espíritu de venganza, y por un hombre que es demasiado nulo para tener una sola idea ni principio en política. Don Pedro de Torres pertenece a una de las primeras familias de Jerez, y le creo un loco poco peligroso.

—No obstante, —repuso el juez—, la acusación es explícita. Pedro de Torres no se contenta con hacer los discursos más subversivos e incendiarios en los cafés y otros sitios públicos, sino que tiene en su casa un club o junta revolucionaria. Que el mal se haga por maldad, o por locura, no por eso es menos mi deber impedirlo.

En este instante compareció Pedro de Torres. El juez había mandado también a D. Judas que concurriese.

La fisonomía de estos dos hombres era la misma de siempre.

La bajeza de su acción en nada disminuía la necia osadía de D. Judas; así como lo crítico de la situación de Pedro de Torres en nada alteraba su estúpida arrogancia, ni su imperturbable y desdeñosa calma.

—¿Qué voluntad despótica y arbitraria, —dijo dirigiéndose al juez—, me ha hecho arrestar? ¿Hemos llegado ya al despotismo musulmán y moscovita?

—Caballero, —dijo el juez—, aquí está Vd., no para interrogar, sino para ser interrogado; interrogatorio autorizado por las leyes vigentes y la Constitución que nos rige. Requiero a Vd. a que responda a los cargos que gravitan sobre Vd., tocante a hechos de que es el señor testigo.

El juez señaló a D. Judas.

¡Quisiera poderte pintar la mirada de altivo desdén que Pedro de Torres dejó caer sobre D. Judas!

No pudo, sin embargo, turbarle.

—¿Y qué dice ese hombre?, —preguntó.

Al oír la denominación de hombre, D. Judas brincó de indignación.

—El señor dice, —prosiguió el juez—, que Vd. amotina cuanto pillo y hombre perdido y vagamundo encuentra, contra el poder establecido, diciéndoles que el reinado de la igualdad es llegado, que tanto o más valen ellos que los que los gobiernan; que por lo tanto no deben obedecer, sino ponerse en el lugar de éstos, para que cada cual tenga su vez.

Es cierto, —dijo Pedro de Torres—, lo he dicho, no lo niego; que jamás mentí. Mis simpatías son por el pueblo, como lo son las de Fourier, Proudhon, y otros hombres grandes; de ello me glorío. Y si algo o alguien pudiera convencerme de que la plebe no debe salir de su lugar, sería ese hombre, —y señaló a don Judas con un movimiento de hombros.

—¿Qué quiere Vd. decir con eso?, —exclamó D. Judas—, temblando de ira.

—Quiero decir, —respondió de Torres sin salir de su calma—, que la esfera en que Vd. ha nacido, le conviene más que aquella en que se ha introducido.

—¿Qué significa esto?, —tartamudeó D. Judas—, sofocado de coraje.

—Significa, —contestó Pedro de Torres con la misma flema—, que su padre de Vd., que era arrumbador, no habló jamás al mío sino en pie y con sombrero en mano; y que Vd., porque se ha empinado sobre sus talegas, se atreve a ser el delator de su hijo.

—Señor, —repuso D. Judas, morado de ira—, preveo que en consecuencia de la conducta de Vd. y de la mía, sus hijos hablarán a los míos, como Vd. dice que mi padre habló al suyo.

—Mis hijos, —dijo Pedro de Torres—, tendrán bastante sangre noble en sus venas, y sentimientos de independencia en sus almas, para hablar a la Reina sentados y con la frente erguida. ¿Cómo quiere Vd. que se humillasen a un Barbo?

El juez intervino, y Pedro de Torres, convicto y confeso de los cargos que contra él gravaban, recibió orden de salir de Sevilla y de trasladarse a Huelva.

D. Judas le aguardaba a la salida.

—¡Buen viaje!, —le dijo con sorna—; ¡viento en popa, señor de Torres! Un ciudadano del globo no está nunca desterrado, pues su patria es en todas partes.

—Hasta más ver, D. Judas, esta vez Iscariote y no Tadeo, contestó Pedro de Torres sin inmutarse. Haga Vd. valer este otro mérito para que nuestro equitativo Gobierno le premie con otra cruz.

Carta séptima

Del mismo al mismo

Espero hoy, mi querido amigo, indemnizarte de las interrupciones continuas que sufre mi narración, y de las que te quejas de una manera tan amable. Haré, pues, todo lo posible para seguir, sin interrumpirlos, los recuerdos de mi tío.

Ayer fui a comer a su casa. El buen señor sacrificó valerosamente su siesta y volvió a tomar el hilo de su relato de esta suerte:

«Hacia el año de 1814 padecí una grave enfermedad. Un día que convaleciente ya, me hallaba sentado en mi poltrona al sol, pues era invierno, vi entrar a la tía Juana. Su vista me causó gran placer: nunca había dejado de mandar a saber de mí, y sabiéndome convaleciente, venía a cerciorarse por sus ojos de mi mejoría.

—Tía Juana, —la dije—, ¿cómo están vuestras preciosas mellizas?

—Luz, D. Justo, —contestó la abuela—, está hermosa y robusta; Dios la envía salud para dar y que le quede. Paz está delgada y endeblilla, aunque no se puede decir que tenga mal alguno; pero nuestro médico que sabe mucho... como que Vd. le conoce.

—Sí, sí, —respondí—, D. Gaspar: ¿el que manda sangrar al que sueña que se cae?

—El mismo, D. Justo, porque dice que la impresión es la misma, y a veces aun mayor en sueños que en la realidad. Pues como iba diciendo, D. Gaspar opina que Paz está amenazada de una enfermedad de corazón. Ello es que la ha prohibido todo ejercicio y toda emoción violenta; no se la ha de incomodar ni contradecir en nada. La fortuna es que ella tiene el genio de un ángel, pues si no, ¡quién la aguantaba con tanto mimo! La tenemos como una joya entro algodones; no hace sino coser y bordar. Sobre Luz carga todo el trabajo; pero esa, en un santi-amén, todo lo tiene a la vela; es alta, robusta, sonrosada como la aurora.

—¿Y tienen novios?, —pregunté.

—¡Ay señor!, —contestó la tía Juana—. ¿Hay sol sin arreboles, ni muchacha sin amores? ¡Los tiene, don Justo!, ¡y es cosa que pesa sobre el corazón como una piedra de molino! Por enterarle a Vd., le contaré lo que ha pasado esta mañana.

La tía Juana me hizo una larga relación, que te repetiré con sus propias palabras, puesto que me hizo tanta gracia que jamás se me ha borrado.

Sabes que a media distancia de Sevilla a Dos Hermanas, el camino desciende a un pequeño valle, para beber en un arroyito que en invierno se pasea, pero que en verano se duerme sobre su lecho de guijarros, donde yace tan transparente y tranquilo, que sería su existencia ignorada, a no ser porque los rayos del sol, reflejándose en él, le hacen aparecer cual un incendio sin llamas. A la derecha se alza sobre una eminencia el castillo morisco de una hacienda que el rey D. Pedro donó a doña María de Padilla, la cual conservaba el nombre de doña María; al frente de este gran recuerdo histórico, en el fondo del valle, está una venta. El pasajero campesino halla allí cuanto su sobriedad necesita: agua, vino, pan; en invierno naranjas; en verano uvas.

Pasada la venta, el camino se alza sobre una cuesta arenosa, hasta llegar a Buena Vista, altura bien denominada, pues a su frente se extiende Sevilla en su llano, bañando sus pies en el río, recostada su cabeza en azahares, y levantando sus brazos al cielo. Subían esta cuesta aquella mañana tres seres, que hacía gran número de años formaban un todo, como los dedos forman la mano.

Era el primero un viejecito seco, enjuto y fuerte como una correa; el segundo, una viejecita ágil y viva como una ardilla; y el tercero, una burra anciana, lenta y pesada, pero vigorosa aún, caminando sin tropezar, con paso grave y uniforme como la péndola de un reloj: por lo que toca al trotar y galopar, las nociones que pudiera tener, eran recuerdos de juventud, confusos y casi borrados.

El día era tan hermoso, tan calmoso y tibio, que parecía impregnado de opio: ¡tales eran el bienestar y la calma que producía moral y físicamente!

La viejecita, sentada a ancas detrás de su marido, se había dormido, dejándose mecer por las ondulaciones lentas y uniformes del paso de su cabalgadura; cuando de repente fue despertada por estas palabras, que pronunció su marido con voz grave.

—¿Por lo visto creéis vosotras que Dios no me ha puesto los ojos en la cara sino para que me sirvan de adorno?

—No, por cierto; que no son bastante buenos para eso, —respondió la apostrofada.

—¿Pues entonces pensáis que no me los ha dado para nada?

—Te los dio para ver.

—¡Ah! ¡Bueno!, eso es lo que quiero que tengáis presente.

—¿Y a qué viene esa salida pie de banco, con la que tu voz me ha despertado de mi arrastradillo como lo hará la trompeta del día del juicio?

—Para advertirlo, Juana, que no se me escapa nada.

—No, nada se te escapa, sino las perdices y los conejos cuando vas de cacería.

—¡No te hagas la desentendida, camastrona! Lo que te digo y vuelvo a decirte, es que no se me escapa nada.

—¡Lo que a mí se me escapa es la paciencia! ¿Me querrás explicar el sentido de tus palabras preñadas, que, cuando más y mucho, vendrán a parir un ratón, como hizo el monte?

—Haces que no me entiendes; te haces la tontita, y eres capaz de contarle los pelos al diablo. Y ya que necesitas cuchara de bayeta, te diré que los paseos de Marcos Ruiz y la guitarrita de Manuel Díaz por mi calle, no me acomodan.

—¿Y yo qué le remedio, si pasean y tocan por la calle, que no es tuya, sino del rey?, ¿no tuviste tú tus veinte, y paseaste también la calle a las muchachas?

—No paseo más que la tuya, Juana; de sobra que lo sabes. Pero vosotras las mujeres hacéis la vista gorda a los enamorados, como el cura vinatero a los borrachos.

—Y bien, ¿por qué no la haría, si los muchachos se quieren?

—¿Y os parece que con mi venia no hay que contar?

—Ya se te pedirá cuando llegue el caso.

—¡Qué caso, ni que demonio! Desde ahora digo, y antes de que los muchachos se tornen voluntad, que no quiero.

—¿Y por qué no quieres?, ¿qué tacha hay que poner a Manuel Díaz, que es un muchacho de los pocos; que mantiene a su madre y hermanitos; que gana bien su pan?

—¡Sí!, ¿y qué va a buscar entre la cárcel y el presidio?; trata en contrabando, y anda el camino... No me acomoda.

—Vamos a ver, ¿y qué pecado mortal es hacer contrabando?

—Roba, mujer, roba; roba al Gobierno.

—¿Y el Gobierno acaso no nos roba a nosotros, con sus derechos y contribuciones? Ya sabes el refrán, que el que roba al ladrón, tiene cien años de perdón.

—No respondo a tus sutilezas. Vosotras las mujeres sois capaces de enredarle las ideas a un cristiano, como una madeja de seda. No digo sino una cosa: no quiero por yerno a un contrabandista; y con eso, basta.

—¿Y qué falta tendrías que ponerle a Marcos Ruiz, el arriero, que tiene los mejores burros de Dos Hermanas, y que gana su vida bien y honradamente a la faz del sol?

—Tengo que decir, que buenos son sus burros; pero que como no caso mi hija con los burros, sino con él, él es el que tiene que acomodarme y no me acomoda.

—¡Caramba, Antonio Ortega!, y ¿dónde entierras?, ¡vaya que ni un duque es más dificultoso! A ese paso ya puedes echar tus hijas en escabeche. ¿Y me querrás decir por qué no te acomoda Marcos Ruiz?

—No quiero emparentar con esas gentes que llaman Caínes, porque uno de sus abuelos mató a su hermano. Marcos es pendenciero y gasta navaja; no le quiero, y con eso Ite, missa est; no hablemos más. Sabes que soy tribunal sin apelación.

La tía Juana, aunque era viva y tenía despejo, estaba sumisa a las costumbres inviolables de su país, en donde el marido gobierna patriarcalmente y como amo absoluto. Así no pensó en contrariar un mandato definitivo: era además buena, dulce, quería a su marido con ternura; conocía que en parte tenía razón, y así se contentó con decirle:

—¡Vaya que estás hoy que se te pueden encender dos velas: más agrio estás que un limón verde! No se puede discutir contigo.

—Eso es cabalmente lo que quiero, —respondió tío Antonio.

Callaron.

Pero la tía Juana a quien la última frase había impacientado, se puso a canturrear a media voz:


Cuando Dios crió al erizo,
le crió de mala gana;
¡por eso el animalito
tiene tan suave la lana!
 

El tío Antonio, que estaba mal templado, y aún bajo la impresión de su triunfo, teniendo la última palabra, no se lo quiso dejar arrebatar, sino completarlo cantando la última copla, y con una voz cascada y temblona, se puso a canturrear:


De la costilla de Adán
crió Dios a la mujer,
para dar así a los hombres
ese hueso que roer.
 

Habiendo quedado absortos en sus pensamientos, no vieron del lado del río el cielo embozarse en nubes como en una capa; y sólo cuando se pusieron éstas debajo del sol como un toldo, y algunas gotas de agua les cayeron en la cara, fue cuando se apercibieron de que el tiempo había repentinamente cambiado. La tía Juana saltó ligeramente de la burra abajo, se tocó sus enaguas sobre la cabeza, y corrió hacia la venta de Guadaira, que estaba cerca. El viento que soplaba y la ayudaba a correr, la ceñía un zagalejo de bayeta amarilla, de modo que descubría más de lo regular sus piernas, para las cuales parecía haberse inventado la común denominación de palillos de tambor.

—¡Juana!, —la gritó el grave tío Antonio indignado—, ¿has echado la vergüenza atrás?, ¡mira que se te ven las piernas!... ¡Juana, mujer!

Es de advertir que ni un alma pasaba por el campo; y así tía Juana siguió corriendo sin hacer caso.

Tío Antonio, renunciando a inspirar a su mujer la debida compostura, hizo aligerar el paso a Fragata (que así se llamaba su burra, aunque nunca había visto la mar) dándola golpes vigorosos con los talones en la barriga. Recogió las alas de su sombrero, pasó por encima su pañuelo, que ató debajo de la barba, para que el viento no se lo llevase; cubriose con una manta, sacando la cabeza por la abertura que en medio tenía, y prosiguió paso entre paso su camino, murmurando: ¡mujer sin vergüenza!, ¡burra maldita!, ¡cada pata te pesa diez arrobas, y a tu ama no le pesan más que una pluma! ¡No sirves tú, Fragata del demonio, sino para cargar estiércol, y las dos sino para condenar a un cristiano!

Entretanto, la tía Juana había llegado a la venta, donde se hallaban varios caminantes, que el chubasco había forzado a guarecerse en ella. El primero que la tía Juana apercibió, fue un hombre de mediana edad, robusto y ágil; estaba toscamente vestido, mas cuanto llevaba era bueno y en extremo aseado, aunque ajeno de todo ese lujo bonito y elegante que ostenta el andaluz. Su cara bondadosa y jovial llevaba el sello de la hombría de bien; en su acento se conocía era gallego.

Era éste Juan Mena, capataz de un rico hacendado de Dos Hermanas. Su amo había generosamente recompensado sus buenos y largos servicios; le había dado la mano, y Juan Mena había llegado a ser hombre bien acomodado, y sobre todo, bien quisto.

Cuando vio venir a la tía Juana, le salió al encuentro con mucha cordialidad. Todo el mundo quería y buscaba a la buena mujer, pues siempre la hallaba servicial, graciosa y parlera.

—¡Tía Juana!, —le gritó desde que la vio—, ¿cómo tan sola? ¿Y el tío Antonio?

—Ahí viene con su burra, —contestó ella—; parece que tanta prisa trae el uno como la otra. Mírelos Vd., ahí vienen: con las orejas, los ojos y las cabezas gachas, con facha de sauce llorón.

—Un vaso de licor, tía Juana, un vasito de anisete para el resfriado que hubiera Vd. podido coger, —dijo Juan Mena presentándole el vaso.

—Siempre he oído decir, —respondió la tía Juana, tomando el vaso que le ofrecían—, que es poco cortés rehusar el primero, y poco fino admitir el segundo.

En este momento llegaba el tío Antonio, mojado de malísimo humor.

—Tío Antonio, —le dijo Juan Mena (el cual, como todos sus paisanos, tenía una irresistible y desgraciada pasión por hacerse gracioso sin serlo, arremedando a los andaluces)—, ¡tío Antonio!, ¡vaya que está Vd. ahí, bajando la cabeza y las alas como una gallina mojada! ¿Es Vd. acaso de azúcar, para temerle tanto al agua?

—Vd., señor Juan Mena, que tiene una buena mula manchega, puede reírse; ¡pero ya se le quitarían las ganas, si caminara con una mujer y una burra viejas! Son capaces entre las dos de quemarle la sangre a San Paciencia. ¡No lo aguanta ni Job! ¡Me han desesperado tanto, que estoy por dar de cabeza contra aquella esquina!

—Cuidado, ventero, —dijo la tía Juana—; que va a echar a bajo la esquina; que no será de cierto tan dura como su cabeza.

—¡Dichoso Vd., señor Juan Mena!, —repuso el tío Antonio—, sacudiendo su empapado sombrero. ¡Dichoso Vd., que no tiene ni burra vieja, ni mujer, ni hijos!

—No sabe lo que se dice, señores, —dijo la tía Juana—; más envanecido y más ancho está con sus niñas, que el rey con su corona.

—¡Y a fe mía que tiene razón!, —repuso Juan Mena—; pues no tiene el cielo dos estrellas como ésas, ni hay rosal en que tales rosas florezcan. Como me llamo Juan Mena, que si alguna le pesa, que cargo con ella; y lo dicho, dicho, tío Antonio.

Tío Antonio y tía Juana abrieron los ojos tamaños, pues Juan Mena era una colocación como no hubieran podido esperarla para sus hijas.

Tío Antonio con sus ojos pequeños y apagados lanzó una mirada a la tía Juana, con la cual parecía decirle:

—¡Anda a paseo tú, con tu pendenciero de Caín, y tu contrabandista de mala muerte!

Iba a contestarle a Juan Mena, pero su mujer lo previno:

—Haga Vd., —dijo—, que quieran ellas. Por lo que toca al tío Antonio y yo, le damos un sí como una casa.

Había pasado el chubasco; los caminantes se volvieron a poner en camino.

Tío Antonio trató de persuadir a su mujer que era preciso se cuajase esa boda.

—No entres, —le dijo su mujer, echando la puerta abajo—; acuérdate que más vale maña que fuerza; dejar tiempo al tiempo. Déjame a mí; que más se hace con una cucharada de miel, que con una arroba de vinagre.

En este entretanto, habían llegado a Sevilla, en la que entraban por la puerta de San Fernando.

Según la costumbre andaluza, les decían una porción de dichos. Le era imposible a la locuacidad y viveza de la tía Juana, el no contestar; con lo que se desesperaba el serio y formal tío Antonio.

—Ahí están, —dijo una gitana—, Matusalén, su mujer, y la burra de Balaam, que se creían difuntos. La burra de Balaam hablaba, hija mía; ten tu lengua pues, si quieres dejarla a esta la gloria de la resurrección, —respondió la tía Juana.

—¡Vaya, —dijo un albañil—, una trinidad de nueva invención!

—Pero que no forma un todo como lo hacen lo feo, lo tonto y lo desvergonzado, para formarte a ti, hijo mío, —replicó la tía Juana.

—¿Habrase visto, —dijo tío Antonio—, vieja más chilindrinera, y que menos honre sus canas? ¿Vas tú, charlantina, a contestar a todas las sandeces que oigas?

—Y, ¿a qué tengo el uso de la palabra, —contestó su mujer—, uno de los más bellos dones del Señor, sino para servirme de él?

—¡Y el Señor sabe si abusas de sus dones!, —suspiró tío Antonio.

—Esa burra no puede con la carga, —dijo un estudiante—; lleva a saecula y saeculorum.

—¡El término de tu necedad, hijo mío!, —repuso la tía Juana.

Tío Antonio indignado dio un fuerte talonazo a la burra para hacerla andar más aprisa, el que acompañó de un varazo.

—No le pegue Vd. así a ese animal, D. Pedro el Cruel, —dijo el estudiante—; el animal no ha hecho nada.

—Y lo que es más, —saltó tía Juana—, nada ha dicho, ventaja que no tienen todos los burros.

—¡Maldita sea tu lengua, cotorra, parlanchina!, —exclamó tío Antonio exasperado.

—Vaya, no te enfades, Antonio; ya no chisto; tendré mi lengua más quieta que la burra su cola.

—¡Quién pudiera hacer ese trueque!, —suspiró tío Antonio.

Habían llegado a la catedral. Tía Juana se apeó; se puso un pañolón por la cabeza, y entró a rezar a la Virgen de los Reyes, que está en la hermosa capilla de San Fernando. Tío Antonio fue a llevar la burra a un mesón.

Cuando la tía Juana acabó sus devociones, se vino a verme. La pobre concluyó diciéndome estaba muy apurada, porque jamás había visto a su marido tan decidido, tan en sus trece, y tan de mal talante; y porque preveía la resistencia de sus nietas a la voluntad de su abuelo.

—Yo, —decía—, pondré todo de mi parte; pero, ¿qué razones convencen, ni qué argumentos hacen fuerza a dos cabecitas y dos corazoncitos de diez y ocho años enamorados? ¡Ay, D. Justo!, —prosiguió—, ya que se viene Vd. al lugar a convalecer, bien pudiera Vd., con ese piquito de oro, que convence a los jueces en la Audiencia, ver de traerlas a las buenas; pues su abuelo lleva razón, ¡vaya! Y aunque no la llevase... ¡si es su padre!

Poco después fuimos al campo.

No puedes pensar, sobrino, lo hermosas que se habían puesto las niñas. Luz era alta, y tenía las bellas formas de una Diana; sus ojos ostentaban la brillantez, y su mirada la firmeza del azabache. Sus labios de coral, dejaban entrever dos hileras de dientes, que brillaban como dos sartas de brillantes; su ademán era altivo, su andar garboso.

Paz era diminuta; su talle delgado se inclinaba adelante, como si estuviese cansada; inclinaba la cabeza a un lado, cual si la agobiase el peso de su hermosa cabellera; sus manos eran finas y blancas como jazmines; sus ojos tenían el negro apagado y la suavidad del terciopelo; sus labios finos, parecían dos hojas de rosa cubriendo unas perlas. Sin embargo de estas diferencias, ambas se parecían siempre, como el arroyo al torrente; como una estrella tranquila al sol brillante, como la viva y fuerte sonada que lanza el clarín, a su suave repetición que gime el eco.

Según lo había exigido tía Juana de mí, puse en juego toda mi elocuencia para persuadirlas a obedecer a sus padres. Luz me respondió con un gracioso gesto de desdén, que si Juan Mena, no encontraba otra que ella con quien casarse, que bien podría que dar soltero toda su vida. Paz lloró mucho, y me dijo que si se empeñaban en separarla de Manuel Díaz, se metería en un convento.

¿Lo ve Vd., D. Justo?, —me dijo la tía Juana—. ¿Ve Vd. esos pájaros que quieren volar, sin tener aún plumas? ¡Ésta es una potranca sin domar que necesita un buen freno! Ésta es una mojigatilla, que parece que no rompe un plato, y desobedece a su padre con el mayor descaro. Pero, ¡no hay cuidado, no! Yo no las pierdo de vista; y ¡hábil será la que a mí me la pegue!, ¡ya, ya! Cuando con sus novios hablen, ¡por mí la cuenta!

—No quieren, —dijo Luz—, que me case con Marcos Ruiz, porque uno de sus abuelos mató a su hermano; fue sin querer lo que hizo, D. Justo. Pero demos el caso que lo hiciera a sabiendas y fuese malo; ¿por qué su abuelo lo fue, lo había de ser Marcos, Dios mío? Mire Vd.: el padre de mi abuelo iba un día de camino, montado en un burro; llegó a un arroyo, en el que se puso el burro a beber. Su mercé miraba entre tanto al agua, en la que se reflejaba el sol, como en un espejo; dio la casualidad que en aquel instante se nublase. ¡Ay!, ¡Jesús, Jesús!, —dijo mi bisabuelo asustado—; mi burro se ha bebido el sol. Desde entonces le llamaron Bebe-sol; el mal nombre le quedó, y hoy día a mi abuelo le dicen Bebe-sol; a Vd., madre, la Bebe-sol, y a nosotras las Bebesolillas.

—No lo crea Vd., no lo crea Vd., D. Justo: es muchísima mentira; ¡habrá insolente!, ¡decir que su abuelo tiene mal nombre!

—De sobra que lo sabe Vd., ¡de sobra! Pues vamos a ver; porque mi bisabuelo fuese tonto, ¿seguirase de ahí que lo sea mi abuelo?

—¿No le digo a Vd., D. Justo, que esta Marisabidilla es capaz de darle tres vueltas al diablo? ¡Qué descaro, María Santísima!, y ¡qué ingratitud! Porque sabía Vd., D. Justo, que nadie les dice en el lugar sino como su abuelo les dijo de chicas: Paz del cielo y Luz del día. ¡Bicho de luz debían decirle a esta rala! Desde que están enamoradas no parecen las mismas. ¡Luz, Luz!, ¡que me pican las manos por sacudirte el polvo!

—D. Justo, —dijo tímidamente Paz—; ¡no quieren que me case con Manuel Díaz, un muchacho tan bueno y que tanto me quiere!... ¡Y tan sólo porque hace un poco de contrabando!

—¡Como quien no dice nada!, —observó la tía Juana.

—Pues a mí me han dicho, D. Justo, —prosiguió Paz—, que en Madrid y otros pueblos grandes hay gente muy encopetada que hace contrabando, y muchos ricos y poderosos que al contrabando deben su fortuna.

—A eso te responderé, —le dijo su abuela—, lo que le respondió la manola de Madrid al que preguntaba que por qué llevaban a ahorcar a un reo que pasaba por allí: Porque robó poco. Sépaste, además, que para todo es preciso ser rico, hasta para robar. Y sobre todo, parlantinzuela, tu abuelo no duerme con la conciencia de nadie sino con la suya.

Aquella noche el tío Antonio se fue a una cacería que había de durar varios días. Después supe lo que aquella misma noche pasó.

Tía Juana, sentada a la copa con sus hijas, rezó el rosario. Concluido que fue, el suave calorcito del brasero la fue dando tan dulce sueño, que acabó por dormirse profundamente.

Un silbido agudo y fuerte resonó. Luz hizo un movimiento para levantarse; pero su abuela entreabrió los ojos, y dijo con grande oportunidad:

—Sicut erat in principio et nunc et semper.

Luz se volvió a quedar sentada, cerrando los ojos, cruzando los brazos.

De ahí a un rato una voz clara y sonora cantó:


A un alto pino lo troncho,
a un álamo lo blandeo,
a un toro bravo lo amanso;
¡y a ti, muchacha, no puedo!
 

Luz se levantó, y sobre la punta de los pies se fue a una de las ventanas, y la entreabrió sin ruido.

La luna dio de lleno en su rosada cara y en sus brillantes ojos. Un rápido diálogo se estableció entre ella y un hombre apoyado en la reja de la ventana.

Este hombre alto y esbelto, de cintura quebrada, de andar garboso y firme, de alta frente, mirada altiva, labio desdeñoso, era Marcos Ruiz el arriero.

—Ocho días ha que no sales a la reja.

—Mi padre no quiere.

—¿Y por qué? Oye: ¿tengo yo acaso un hierro en la cara, o la mula detrás de la puerta?

—No; pero dice que gastas y tiras de la navaja.

—La navaja es el abanico de los hombres. ¿No hay más?

—Sí: dice que sois de mala sangre; que uno de tus abuelos mató a su hermano, y que por eso os llamáis Caínes.

—Tu abuelo chochea; es mentira lo que dice. Y si tenemos apodo, ¿no lo tiene su mercé como cada hijo de vecino?

—Yo bien lo sé; pero ¿qué hago?

—Lo que sí es cierto es que quiere que te cases con Juan Mena. ¿A qué andar con aquí la puse?, ¿es o no?

—Y si su merced lo quiere desear, ¿quién se lo impedirá?

—¿Y tú te casarás, falsa?

—¿Estás loco, o te burlas? ¡Yo, yo, con ese gallego!... ¡Fácil era!

—Es que si sucediese... ¡tú y él os habíais de acordar de Marcos Ruiz!

—¿Amenazas? Si te oyera mi padre, diría que razón le dabas.

—Es que te quiero, Luz; es que no quiero perderte; es que tengo celos; es que no quiero que seas de otro, sino mía.

—Y lo seré; lo seré porque quiero serlo, porque te tengo voluntad y no porque me amenazas, ¿estás?

Entretanto, Paz, que había quedado pensativa y con la cabeza baja al lado de su abuela dormida, había oído una voz clara, suave y triste, que cantaba con una tonada melancólica, esta conocida canción popular:


Me han dicho de que te casas,
así lo publica el tiempo,
¡ay de mí!
Dos cosas habrá en un día:
mi muerte y tu casamiento:
¡Ay de mí!
Primera amonestación
que la Iglesia te leyera,
¡ay de mí!,
ha de ser dolor de muerte
que a mi corazón se diera:
¡Ay de mí!
Segunda amonestación,
que te lo voy a advertir,
¡ay de mí!,
que tú te vas a casar,
y yo me voy a morir:
¡Ay de mí!
Tercera amonestación,
pásate por San Antonio,
¡ay de mí!,
por caridad, dile al cura
¡que me traiga el santo óleo!
¡Ay de mí!
El día que a ti te digan
«¿recibe usted por esposo?»,
¡ay de mí!,
a mí me estarán cantando
los clérigos el responso:
¡Ay de mí!
Aquel día te pondrán
tu vestido colorado,
¡ay de mí!,
mientras que a mí me pondrán
un hábito franciscano:
¡Ay de mí!
Te estarás todo aquel día
en compaña de tu gente,
¡ay de mí!,
a mí me acompañarán
¡cuatro cirios solamente!
¡Ay de mí!
A ti te estarán echando
ricas sábanas de olán,
¡ay de mí!,
a mí me estarán echando
unas espuertas de cal:
¡Ay de mí!
Irás a misa de novia,
con tu maridito al lado,
¡ay de mí!,
no serás para decir
«¡Dios le haya perdonado!»
¡Ay de mí!...
Tres años después de muerto
la tierra me preguntó,
¡ay de mí!,
que si te había olvidado
y yo le dije que no:
¡Ay de mí!
Si pasas por mi sepulcro
diez años después de muerto,
¡ay de mí!!!,
y me nombras por mi nombre,
te responderán mis huesos:
¡Ay de mí!!!
 

Al oír las primeras coplas, Paz lloró; al oír las que siguieron, se agitó y vaciló; al oír las últimas, abrió la ventana. La luz de la luna dio sobre su cara pálida y bañada de lágrimas, como sobre una azucena cubierta de rocío.

Un joven de persona fina y facciones delicadas, de gracioso y airoso porte, la aguardaba: era Manuel Díaz.

—¿No quieres ya hablarme, Paz?, —la dijo.

—Me lo han prohibido, Manuel.

—¡Prohibido!, ¿y por qué?

—Porque andas al contrabando.

—¡Válgame Dios!, y ¿qué delito es ése? ¿No sabe tu padre que es para mantener a mi madre y mis hermanos?

—Sí sabe; pero dice que la causa no justifica los medios, Manuel.

—Pues bien, Paz, dejaré de hacerlo. Pero no dejes de abrirme la ventana, que sin eso no puedo vivir.

—¡Qué!, ¿no harás más contrabando?, ¿jamás?... ¡Oh!, ¡quisiera creerlo! Pero padre dice que el contrabando es como el fuego, que engríe; y que una vez que se le toma el gusto, siempre se vuelve a las andadas.

—¿Tienes fe en mis palabras?..., pues te la doy. Con lo que llevo ganado, mercaré unos bueyes y una carreta, y así ganaré mi vida.

—¿De verdad, Manuel?, ¿desde hoy?

—Desde hoy no. Prometí al amo ayudarle a meter cuatro cargas de tabaco que tiene escondidas cerca de aquí, y cumpliré; no le dejaré plantado.

—¿Tabaco? ¡Dios mío! ¡Manuel, Manuel!, por la Virgen Santísima, ¡no vayas!

—Tengo que cumplir con lo prometido, Paz. Eso te probará que lo que ofrezco lo cumplo; y puedes descansar para de aquí en adelante. ¿Pues no dicen que Juan Mena te pretende?

—No sabe que te quiero,

—¿Y si se empeña?

—Yo no querré.

—¡Paz, Paz!, ¡tú eres tan suave, tan incapaz de resistencia!, ¡si te persuaden!, ¡si te vuelven!

—No lo temas; ¿tienen acaso otra razón que oponerme que tu contrabando?

Mientras las muchachas hablaban cada cual en su ventana, la tía Juana, a quien se le había entumecido el pescuezo, se despertó, se dio una friega en la nuca, y abrió los ojos tamaños, cuando al notar los asientos de sus nietas vacíos, alzó la vista y las vio cada una en una ventana, de rodillas en el poyete, la punta de un pie ligeramente apoyada en el suelo, el cuerpo echado adelante, y teniendo el postigo con la mano para poderlo cerrar a la menor señal de alarma.

Las madres del pueblo en España, tiernas, apasionadas, entusiastas en su cariño materno, tienen a pesar de eso, la idea de que no hay lección que aproveche, sino la graba en la memoria un golpe o un porrazo bien dado.

Así es que la tía Juana, después de haber mirado bien a una y otra, dijo: —¡Bien, bien!, ¡me gusta! ¡Ya os cogí, bribonas! Y levantándose, se acercó andando sobre las puntas de los pies, a Luz que no notó su llegada, sino por un buen porrazo que recibió en el hombro.

Luz cerró de golpe la ventana, se volvió hacia su abuela a quien llevaba una cabeza, cogió la mano que le pegaba, y dijo:

—Abuelita, se va Vd. a lastimar la mano: ¿por qué me pega Vd.?

—¡Y lo preguntas, pícara, cuando te cojo en la reja!

—Mirando la luna, madrecita, que parece un sol, mírela Vd., dijo abriendo la ventana de par en par.

Tía Juana metió las narices por las rejas; pero a nadie vio.

—Y ¿crees acaso engañarme, buena alhaja, porque Marcos Ruiz corre como un gamo?, —dijo a su nieta. Se volvió hacia Paz, pero ésta había oído a su abuela y se había vuelto a sentar en la copa bajando la cabeza.

—¡Mire Vd., mire Vd. la mojigata, que parece no ha perdido la gracia del bautismo, y se la está pegando a su abuela!

Tía Juana, diciendo esto, levantó su manita; pero Paz cruzó las suyas, y le dijo:

—¡Madre, me ha dicho que no hará más contrabando!

Tía Juana dejó caer su mano, y contestó:

—¡Ea, bien!... pues eso, componlo allá con tu padre.

Al siguiente día de esta escena, vino al pueblo una partida; el oficial que la mandaba, fue alojado en la casa en que yo paraba.

—Yo mandé convidarlo a cenar aquella noche.

—He venido, —dijo el oficial—, por la denuncia que hicieron de un contrabando de tabaco.

Un presentimiento me advirtió que alguna desgracia había sucedido; y así fue que, fuertemente conmovido, pregunté al oficial si habían cogido el contrabando.

—No sólo el contrabando, sino a los contrabandistas, —respondió el oficial.

Volví a poner con mano trémula sobre la mesa la copa que iba a llevar a mis labios.

—Imposible es, —prosiguió el oficial—, acabar con el contrabando en un país en que los contrabandistas son hombres valientes hasta amar el peligro; entendidos, hábiles, incansables, aventurosos, que se rastrean y esconden por el país que conocen a palmos, como culebras, y en donde ninguna idea de ignominia se une al contrabando. No obstante, hay entre los presos un muchacho que me ha inspirado mucha compasión... Parece tener vergüenza y ser honrado; se conoce no es del oficio. Desde que le cogimos, bajó la cabeza, y no habló palabra. Apenas habíamos llegado a las casas capitulares, cuando entró una mujer con aire enfermizo, con los ojos desencajados, pecho latiente, y vino a caer a mis pies, arrancando de su corazón un grito que decía:

—¡Soy su madre!

Una niña de doce años y dos niños la seguían sollozando.

En cuanto al joven, en quien la vergüenza había contenido toda demostración de dolor, cuando vio a su madre, cayó al suelo, y el golpe de su cabeza sobre los ladrillos retumbó hondamente. Me apresuré a alejarme de un desastre que no podía aliviar.

—¿Y qué le espera?, —pregunté con angustia.

—Ocho o diez años de presidio, —respondió el oficial.

—¡Su existencia perdida!, —exclamé—, ¡su madre muerta de pena y miseria!, ¡sus hermanos mendigos o perdidos!...

—¿Y qué puedo yo hacerle, —respondió el oficial—, siendo las órdenes terminantes para llevar los presos a Sevilla?

—¡Oh señor!, —dije sin saber lo que me decía—; ¿no habrá algún medio?...

—¡Que yo haga un contrabando de otra especie, —contestó el oficial—, dejando fugar un preso! ¿No sabe Vd. que tendría para mí el mismo resultado que Vd. lamenta en el contrabandista?

Carta octava

El mismo al mismo

Mi última carta, querido amigo, era tan larga, y estaba tan cansado de escribir, que te la remití sin decirte nada de los nuevos pesares que me afligen; y ya que me dices que tanto te interesas en ellos, te los comunicaré antes de proseguir en la relación de mi tío.

Como me es imposible hablar con Casta todas las noches, entre dos luces paso por su calle. Como es verano y se habita lo bajo de la casa, Casta puede sentarse en la reja de su ventana baja. Al pasar, introduzco por entre las persianas una carta que enrollo en forma de bastoncito; ella, al mismo tiempo, deja caer una esquela que recojo al paso. Hay pocos días que al pasar, introduje mi carta por la celosía, como siempre; pero en vano busqué la carta de ella; y como no siempre le es posible escribirme, me persuadí que no había ninguna, y me alejé, sin parar la atención en un chiquillo que se había arrinconado debajo de la ventana, y que se echó a correr que bebía los vientos.

Una hora después, me fui, como siempre, a la tertulia.

Estaba yo muy abatido, tanto a causa de no haber tenido carta de Casta, como por la causa de la insufrible persistencia de D. Judas en perseguirla. No sé si el papel de media azul (bas-bleue como dicen Vds.) que había jugado Casta para alejarle, no ha bastado a vencer su obstinada inclinación o si persiste en su intento por amor propio, o por el gusto bajo de hacer mal tercio. Ello es que la persiste como su sombra, sufriendo los desdenes de ella con paciencia y sin retroceder un paso, ni desistir de sus pretensiones.

Estaba yo en un balcón, donde hallaba silencio y sombra que me ocultase.

Casta halló medio de acercarse, con pretexto de buscar sobre el piano, que estaba cerca, una cancioncita andaluza que está de moda, la Jaca de terciopelo. Mientras ojeaba los cuadernos de música, me dijo a media voz y sin mirarme:

—¿Mi esquela?

—No la he hallado.

—¡Dios mío! La eché al suelo como siempre.

—Corro a buscarla.

—Aguarda que me aleje.

En este momento entraba D. Judas con aire triunfal, cual un general romano, echando sillas al suelo, pisando el perrito faldero de la señora de la casa, y tropezando con los que se hallaban en su camino. Así llegó hasta el administrador, al que dijo, entregándole un papel, que se lo acababan de dar, que creía era una broma, y que pedía que lo leyese en voz alta.

—Apuesto cualquier cosa, —dijo el administrador—, a que es copia de algún programa de fiesta en Sanlúcar, en el Puerto o en Cádiz, en el cual los caballos y toros de Vd. serán puestos en las nubes; ¿Es eso? Veamos.

Se hizo un gran silencio, y el administrador leyó:

«Cuando se ama con constancia se sufre con firmeza. Jóvenes somos, y tenemos una eternidad delante; aguardemos. ¡Aguardar es tan dulce cuando lo que se aguarda es la felicidad! Crié un rosal que tardó en echar rosas: pero ¡cuánto gocé con cuidarlo, regarlo, ponerlo al sol! No temas, por Dios; el viejo grosero y malísimo... (aquí hay una inicial) me inspira el alejamiento y causa el horror de un sapo. Mi madre pronto se desengañará: el oro, ese vil metal, puede deslumbrarla, pero no engreírla; mi buena madre no quiere sino mi felicidad, y esa no existe para mí sino unida a ti.»

Mientras duró esta lectura, en la que sin duda habrás reconocido la esquela de Casta que yo no había podido hallar, y que aquel pilluelo, sin duda apostado allí por D. Judas, había arrebatado, Casta había ido a refugiarse al lado de su madre, y contenía a duras penas las lágrimas que se agolpaban a sus ojos. Yo sentía el frío de la palidez que cubría mi rostro, y destrozaba entre mis encrispados dedos mi pañuelo; pero ¿qué hacía? ¡Siempre las circunstancias ponían esposas a mis manos, mordaza a mis labios!

Por lo que toca a D. Judas, dejo a tu consideración graduar el cambio repentino que se hizo en su rostro, que resplandecía del innoble placer de una baja y necia venganza, cuando el administrador leyó el párrafo que indudablemente le concernía.

Aunque a nadie nombraba la esquela, la risita de D. Judas, y sus guiñadas señalando a Casta, hubiesen enterado a todos, aun cuando la situación de la pobre Casta no lo hubiese hecho. Al oír el epíteto viejo, se apagó su risa de repente; al oír grosero, abrió los ojos tamaños; y cuando se oyó apellidar sapo, exclamó involuntariamente: —¡Desvergonzada!

Al oírle, un murmullo confuso de risas sucedió al embarazado silencio que reinaba. Las señoras se cubrían la boca con sus pañuelos, y doña Mónica, que empezaba a enterarse, echaba a su hija miradas amenazadoras.

—Deme Vd. ese papel, —dijo D. Judas furioso al administrador.

—No haré tal, —respondió éste, acercando el papel a una bujía, cuya llama consumió en el acto la hojita.

—Hay nombres, y aunque me son desconocidos, algún otro podía conocerlos, y los suaves y tiernos desahogos del corazón esas flores de juventud, sinceros y exaltados como ella, necesitan el secreto, como la violeta la sombra, y se deben respetar como la inocencia.

—Es que no hay solamente, —repuso D. Judas—, suaves y tiernos desahogos, como Vd. dice; hay sendas desvergüenzas que no creo se deben respetar como la inocencia.

—Tanto más en mi abono, —dijo el administrador—; razón más para impedir que se sepa a quién son dirigidas. Crea Vd., señor D. Judas, que sí hubiese podido sospechar el contenido de la esquela, no la hubiera leído. Creí cuando Vd. me la entregó, que era una broma; pero no pensé que fuese una vergonzosa indiscreción. Mucho celebraría poder presentar a los interesados mis excusas sobre la parte involuntaria que en este vergonzoso lance he tenido.

¡Yo estaba fuera de mí! Mucho tiempo había ido mi indignación contra ese hombre odioso; pero ahora, la publicidad que había dado a su proceder me autorizaba a dar libre curso a mi resentimiento.

Le aguardé a la salida.

—Caballero, —le dije—, es Vd. un insolente botarate, un atrevido entremetido. Vd. sabía quién había escrito la esquela; Vd. sabía a quién era dirigida.

Don Judas volvió la cara a todos lados, y no viendo a nadie, se puso a temblar, y quiso disculparse, negando el haber sabido de quién era la esquela.

—Dé Vd. gracias a Dios, —le dije sacudiéndole por el hombro—, de que soy bastante moderado y caballero para no hacer pedazos mi bastón sobre las espaldas de un hombre, demasiado viejo para poder, demasiado torpe para saber, y demasiado cobarde para querer defenderse. Pero sepa Vd. que esta moderación cesará desde el instante en que sepa que la señorita Casta tiene en lo más mínimo que sufrir por causa de Vd.

—No hay cuidado, señor; no tema Vd. D. Javierito; mañana mismo me voy a Jerez. Usted comprenderá que renuncio a unirme con quien me designa el papel de sapo.

Al día siguiente, el señor Barbo partió en el vapor Rápido, el cual deseo que haga honor a su nombre, y que no afloje su carrera hasta llegar a los antípodas.

Libre ya de aquí en adelante, de este ente odioso, podré proseguir con más sosiego los relatos de mi tío, que con tantas instancias me pides. Continuolos así:

«En el año 1822, fui a cazar unos días a Dos Hermanas.

Ocho años habían pasado y traído considerables cambios en la familia cuyas desgracias te refiero.

La suave Paz, después de haber amargamente llorado su perdido amor, había cedido a las instancias de sus padres, casándose con Juan Mena.

Luz, contra la voluntad de sus padres, había sido sacada por la Iglesia, y era mujer de Marcos Ruiz el arriero.

Tía Juana y tío Antonio hacían la segunda edición, corregida y aumentada, de Filemón y Baucis. Fui a verlos a todos.

Paz, siempre suave y modesta, siempre endeble y caída, vivía en una especie de lujo campesino con el que la rodeaba su marido, que se miraba en ella como en un espejo.

Tenía una casa grande y buena, cuyo patio rebosaba de flores y enredaderas. Su sala en nada se diferenciaba de la de los demás habitantes acomodados del lugar, sino en su excesivo aseo. Los ladrillos del suelo parecían tener barniz a fuerza de aljofijados; las paredes tenían el blanco inmaculado de la nieve reciente; las cortinas de los huecos no desdecían de las paredes; sillas bastas de paja las rodeaban. En el testero, frente a la ventana, había una mesita de caoba, sobre la cual se hallaba una imagen de la Virgen con su pedestal de cabecitas de ángeles; a su lado, dos vasos grandes de cristal llenos de flores.

Paz, sencillamente vestida con un traje listado violeta y blanco, y al cuello un pañuelo de muselina bordado por ella, estaba sentada en una silla baja cerca de la ventana entornada, y cosía.

Al verme, se sonrojó; pues en su tranquilo interior había adelantado tan poco en la vida, que había quedado la suave y sencilla joven que conocí.

Me habló de su marido con una ternura en la que se mezclaban veneración y gratitud.

En el curso de la conversación me arriesgué a decirla: ¿Y Manuel Díaz?, ¿se acuerda Vd. de él?

Un ligero sonrosado se extendió despacio y suavemente sobre su blanca cara, cual se ve sobre una concha a la que extraen la perla que en su seno abriga, y respondió:

—Me acuerdo para rezar por él, y tan sólo en la iglesia.

—¿Ha muerto?, —pregunté.

—¡Para mí, sí!, —contestó.

De ahí a un rato añadió:

—¿Puede Vd. creer, D. Justo, que le dijeron al infeliz antes de partir, que era mi pobre marido el que había dado el soplo? ¿Mi pobre Juan, que mantuvo a su madre, y que costeó el entierro y la enfermedad de que murió, cuando condenaron a su hijo? Pero fue uno de los contrabandistas quién dio el soplo, y se lo achacó a mi marido.

—¡Qué infamia!, —exclamé.

En este instante entró Juan Mena con su hijo.

—Aquí tiene Vd. a mi Diego, —me dijo después de saludarme cordialmente, y presentándome un hermoso muchacho de seis a siete años.

—Se parece a su madre, ¿no es verdad? Hace bien; porque yo no soy bonito.

—¡Oh!, no, —exclamó Paz—, debe parecerse a su padre en todo. En todo, ¿lo oyes, Diego?

El niño se sonrió. Bajó la cabeza en señal de asentimiento, y luego miró a su padre con una indecible expresión de ternura.

Era dulce el ver este niño colocado así y apareciendo iluminado de esos dos cariños: el de su padre, activo y fuerte como la luz del sol; el de su madre, suave y tranquilo como la luz de la luna.

—No tenemos más que un pesar, prosiguió Juan Mena, y es el que nos causa la situación de nuestra pobre hermana Luz. Marcos Ruiz siempre la hizo la vida amarga con sus celos; pero, en fin, ganaba su vida; y su mujer y sus hijos no sufrían hambre. Mas desde que cegó...

—¿Qué, cegó?, —exclamé.

—¡Ay!, sí señor, y de gota serena, que no tiene cura. Desde entonces, ¡sólo Dios sabe lo que están pasando! Sus celos son ya una pasión de mimo, que devoran el corazón como la gangrena. Hacemos lo que podemos por ellos. Pero Luz, que es más orgullosa que una reina, no quiere tomar nada de mí. Dios sabe las tretas de que se tiene que valer Paz para socorrerlos; y sólo por medio de madre Juana se logra. Pero ¡admire Vd. su fuerza y su valor! Todos los días, que llueva, que ventee, que se asen los pájaros en el aire, va a los Palacios, a dos leguas de aquí, y trae tabaco que revende con corta ganancia. ¡Y hasta este único recurso su marido se lo quiere quitar por celos! Cada noche a su vuelta la arma una pendencia, ¡que ya...! Esto lo sabemos por los vecinos; porque lo que es ella, nada dice ni hecha trizas. Ésta es su vida.

—¡No, su purgatorio!, —dijo Paz secándose los ojos.

—Algunas veces, —prosiguió Juan Mena—, se la pegamos; ¿no es verdad, Diego? Nada menos que ayer: yo y Diego fuimos a ver las cabras, y le dije al cabrerizo: lléname ese cántaro de leche, harás menos quesos hoy. Cuando llegamos a casa le dije a la moza: anda, toma, y veme por arroz y azúcar, y con esa leche hazme una fuente de arroz con leche como para un regimiento. En seguida va Diego por sus primos; yo me traigo a madre Juana que tenía allá los dos más chicos, y que es su merced golosa como todas las viejas. Cuando estuvieron ahí, les di a cada uno su cuchara de palo; puse la fuente sobre una mesilla baja, y les dije: —Ea, hijos míos, en nombre de Dios, ¡comed!, y cuidado con dejar la fuente vacía. ¡Qué felices estaban!, ¿no es verdad, Diego?

—Y nosotros, ¡qué contentos!, ¿no es verdad, padre?

—Fui entonces a buscar a Paz; pero mi mujercita se me echó a llorar, cuando vio el ansia con que los angelitos se engullían el arroz. Porque es más buena mi Paz, ¡mi Paz del cielo, que así ha entrado y así permanece en esta casa!... y la quiero..., ¡la quiero, D. Justo, que me parece que el aire la ofende! Quisiera meterla en un relicario de oro como una reliquia! Y vea Vd. que por tal que ella y mi Diego comiesen bizcocho, comería yo pan negro toda mi vida!

Al alejarme de este suave cuadro de felicidad y virtudes domésticas, me fui a casa de Luz. Vi a Marcos. Sus grandes ojos negros estaban abiertos y muertos como los de las figuras de cera. Su vista, que no se esparcía a fuera, se concentraba adentro, a fijar todo aquello que su imaginación cavilosa y desconfiada creaba: quimeras y fantasmas y visiones, tan lejanas de la verdad como de la razón; ¡era una vista destrozadora!

—¿Conque nada veis?, —le dije.

—No señor, —me respondió con voz sorda—, no hay para mí sino noche! ¿Hay aún luz del día? ¡Oh!, la hay; ¡pero yo no la veo!

—¿No sois feliz?, —la dije a Luz cuando vino a acompañarme hasta el umbral.

—¿Es posible serlo, —respondió—, viendo a un hombre, de poco más de treinta años, en quien Dios paró la vida, sin darle el descanso de la tumba?

—¿Os atormenta, Luz? ¿Es celoso?

—¿Quién ha dicho eso?, —exclamó echándome una mirada altiva y enojada. Me callé.

Estas dos mujeres jóvenes y hermosas habían formado según su naturaleza, carácter y suerte, dos tipos igualmente marcados y admirables.

Paz, tan blanca, suave, delicada y retirada, parecía una de esas lánguidas y aéreas castellanas de la Edad Media, guardadas entre terciopelo y piel de cisne, en sus castillos inaccesibles, como los pintores de la patria de Ossian las dibujan sobre el arrasado papel de sus Keepsakes. Mientras que Luz, con las carnes doradas al sol y endurecidas por el ejercicio, que andaba con paso firme y ágil, con la cabeza erguida y frente altiva que no doblaba la miseria, era el tipo de una de esas estatuas de amazona, fundidas en bronce dorado, por un escultor del carácter y fuerza de Benvenuto Cellini.

Un día que yo estaba sentado en el patio de la hacienda, mirando en su fachada una parra que la cubría, y que podada por el jardinero, formaba alrededor de las ventanas esos arabescos de troncos y ramas secas que hacen hoy día los dibujantes con una gracia tan original, oí a mi criado (que acababa de llegar de Sevilla, donde le había yo enviado), decir al capataz:

—Es verdad, señor Miguel, que he venido hoy más tarde que otros días; pero es porque en la venta de Guadaira he tenido un encuentro que me detuvo.

—¿Qué encuentro?

—Un hombre, que con una ensarta de preguntas me ha detenido.

—¿Y qué clase de sujeto era?

—Un hombre de pobres trazas; sus vestidos eran viejos y estaban desgarrados; una de sus piernas tenía una señal colorada alrededor; pero era joven y bien parecido.

—¿Y qué te decía?

—Principió por preguntarme si venía a Dos Hermanas. Le dije que sí.

—¿Conoce Vd. las gentes de allí?

—Sí conozco, que vengo a menudo.

—¿Conoce Vd. a la gente de tía Juana Ortega?

—¡Como mis manos!

—¿Se casó una de las hijas con Marcos Ruiz?

Sí, y la otra con Juan Mena el capataz.

El hombre dio un brinco sobre el banco en que estaba sentado, como si le hubiese picado una víbora.

—¡Es cierto, pues, por eso me delató!, —murmuró entre dientes.

Al oír estas palabras, —prosiguió mi tío—, mi sangre se cuajó en mis venas. ¡No me quedaba duda! El hombre que había hablado con mi criado, era Manuel Díaz. Manuel Díaz que acababa de llegar de presidio, después de cumplir su condena; Manuel Díaz bajo la influencia de una falsa convicción, ¡creyendo a Juan Mena su delator! ¡Desgraciado!, que por ocho años había reprimido su ira y sus celos; que por ocho años arrastró la cadena, la ignominia y el trabajo, teniendo siempre ante sus ojos la impunidad de su bajo enemigo y la dicha de su competidor; que al llegar, lo primero que veía era la confirmación de sus sospechas, y que se convencía de que la que amó, fue el premio así como el motivo de una delación, de la cual él había sido la víctima! ¡Me estremecí!

El criado prosiguió:

—Yo le dije: —¿qué estáis allí gruñendo de delación, amigo?

—Nada.

—Y luego prosiguió:

—¿Conoce Vd. a la familia de Manuel Díaz?

—¿El presidiario?

El hombre hizo otro movimiento tan brusco, que meneó la mesa y los bancos, y dijo:

—Sí. ¿Su madre?

—Muerta.

El hombre se inmutó, y se puso como de cera. Pensé que le había dado algo y le dije:

—¿Está Vd. malo?

—No, —respondió—; un mareo; esto pasará. Pero... responda Vd. ¿Y su hermana?

—¿Su hermana?, —me eché a reír.

—¡Su hermana!, —gritó aquel hombre, cogiéndome por el hombro, y sacudiéndome con fuerzas de loco.

—¡Eh!, —le grité—, ¿qué perro rabioso os ha mordido, o que yerba venenosa ha pisado Vd.? ¿Qué derecho tiene Vd. de preguntarme, ni yo qué obligación de contestarle, mucho más cuando me viene preguntando por mozuelas perdidas y sin vergüenza?

El hombre me soltó, y se puso cárdeno; sus labios temblaron, rugió como un toro, dio una vuelta, en derredor como un trompo, y se salió.

El ventero y yo nos miramos.

—¿Está borracho?, —le dije.

—¡O loco!, —contestó el ventero.

Un momento después volvió a entrar; parecía más sosegado.

—Yo, que lo que quería era largarme, me iba a salir; pero me detuvo.

—Por el amor de Dios, —me dijo—, contésteme Vd. ¿Y sus hermanos?

El uno salió soldado, el otro se desapareció; no se sabe de él.

—¡Gracias!, —me dijo con voz sorda.

—¿Va Vd. a Dos Hermanas?, —le pregunté.

—Sí, —dijo—, voy a pagar una deuda que tengo allí.

Pidió al ventero su escopeta, y le dejó en rehenes un relicario de plata. El ventero le dio un fusil, pues comprendió que tenía miedo le robaran el dinero que llevaba para pagar la deuda.

Algún tiempo caminamos juntos; a medio camino me preguntó si Juan Mena tenía todavía sus viñas junto al Hoyo del Negro.

—Y otra junto, que ha comprado, —le dije—; todos los días va a ellas.

Se separó de mí, según me dijo, para correr tras de una liebre que se metió en un olivar. Yo me pienso que ese hombre está tocado.

—¡Oh, Dios mío!, haced que llegue yo a tiempo, —exclamó arrojándome fuera y corriendo a casa de Paz.

La halló tranquila como siempre, sentada en su silla baja cerca de la ventana.

—¿Y Juan Mena?, —le grité.

—En su viña, D. Justo, —respondió con su dulce y baja voz.

—Voy a la viña, Paz; tengo que hablarle en este mismo instante. ¿Hay un mulo en la cuadra?

Paz levantó la cabeza y me miró con sorpresa.

—Juan ya vendrá, —me dijo—, ya es hora.

—¡Un mulo, un caballo!, ¡pronto, pronto!, es preciso que le hable.

—¡Dios mío!, —dijo Paz, con su calma—; ¿qué priesa trae Vd., D. Justo?

—¡Paz!, —exclamé—, hay ocho años que Manuel Díaz fue a presidio. Un hombre ha llegado hoy; ese hombre ha preguntado por Juan Mena, a quien llama su delator; ese hombre, Paz, lleva una escopeta.

—¡Oh, Virgen Santísima de las Misericordias!, —gritó Paz—; id, id, D. Justo, voy con Vd.

Quiso levantarse; pero a la infeliz le faltaron las fuerzas, y volvió a caer sobre su silla, pálida como una mortaja.

En aquel instante la puerta se abrió; varios hombres entraron; llevaban en brazos y pusieron en el suelo a un niño cubierto de sangre.

—¡Jesús María!, —exclamó Paz cayendo de rodillas ante el niño—, esa sangre...

—¡Es la sangre de mi padre!, —dijo el niño con voz sorda y pausada.

—¿Y tu padre?

—¡Muerto!

—¿Por quién?

—No sé; un hombre que salió detrás de un vallado, le dijo: «Juan Mena, no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague!...» ¡Levantó la escopeta!...

—¡No mates a mi hijo!, exclamó mi padre; el tiro salió...

La infeliz mujer cayó de cara contra el suelo, con un grito penetrante y agudo.

—¿No conociste a ese hombre?, —pregunté al niño.

—¡No!, —me respondió—. Pero de aquí a cien años, entre cien asesinos, reconoceré al de mi padre. Y le encontraré; sí, ¡le encontraré! Porque él lo ha dicho: «no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague!»

—Y el estupor en que el espanto y el horror habían sumido al niño, disipándose por grados y sucediéndoles el dolor, sus miembros temblaron, su oprimido pecho lanzó gritos, y en ademanes desesperados se arrancaba a tiras la camisa, gritando: ¡Ved, ved!, ¡ésa es la sangre de mi padre! ¡La sangre de mi padre!, de mi padre... ¡de mi padre!

Paz sobrevivió poco a una catástrofe que no tuvo fuerzas físicas ni morales suficientes para resistir.»

Al recuerdo de esta escena, mi tío se halló tan profundamente conmovido, que no pudo proseguir, y me hizo seña de dejarle solo.

Carta novena

El mismo al mismo

¡Más de un mes he estado sin escribirte! Las reconvenciones que sobre esto me haces, lisonjean tanto al amigo, por el interés que tomas en mi desgraciada situación, cuanto al narrador, por el interés que te inspiran mis relatos. No he tenido humor para nada; y ¿me creerás cuando te diga que Casta se fue! La época de los baños se acerca, y su madre se la ha llevado a Cádiz. ¿Te diré acaso que Sevilla, que ha poco me parecía la reina de las ciudades, coronada de azahares y olivas, me parece hoy una triste viuda coronada de cipreses? Te sonreirás con lastimoso desdén, desde la roca de tu indiferencia, pues no se comprenden las penas del amor y de la ausencia, sino amando y ausente uno mismo.

Además, mi buena tía ha estado mala, y mi tío ha sido entretanto su inseparable e incansable enfermero. No puedes pensar cuánto se quieren. Podrás observar que España, donde todos los casamientos se hacen por amor, es el país en donde se ven los más felices matrimonios. Aquí son raros los divorcios, aunque son autorizados en ciertos casos por las leyes del Estado y de la Iglesia. Aquí no se estilan habitaciones separadas, ni aun en la extrema vejez. Aquí no hay cuentas ni intereses separados; el mío y el tuyo no existen. Aquí, en el caso de una infidelidad (caso raro) se prefiere casi siempre el perdón al escándalo, porque parece que con la bendición nupcial, la religión que la da, impregna un cariño que santifica con su fuerza y la pureza de los cariños de la sangre.

Vas a decirme que soy tan entusiasta del matrimonio porque amo a Casta. Puede. Y es cierto que si me la dieran por querida, la rehusaría. Sólo llamándola mi mujer, mi compañera ante Dios y los hombres, la estrecharía sobre mi corazón y me atrevería a llamarla mía.

Pero es fatigar bastante tu atención con mis penas y mis propios asuntos. Vengo a mi tío.

Éste volvió a coger el hilo de su narración de esta suerte:

«Pienso, hijo mío, que lo que te cuento está de tal manera lleno de eventos trágicos, que se van enlazando como una cadena, cuyos eslabones fuesen cada cual una calavera; pienso, digo, que podría parecerte un cuento inventado a placer. ¡Pluguiera a Dios que así fuese! Pero créeme, hijo mío, en punto a desgracias y sufrimientos, la realidad sobrepuja a veces a la invención; y el destino tiene complicaciones y acasos, que no podría crear la imaginación más activa. Para que lo que te voy refiriendo sea cierto y posible, es preciso toda la energía de los pueblos del Mediodía; es necesario que el hombre no haya aún entibiado sus pasiones, buenas y malas, por la civilización social; es preciso que un instinto primitivo le sugiera y grite que es su derecho hacerse justicia por sí mismo; es indispensable que una fuerza de carácter que el tiempo no pueda debilitar, ni la razón calmar, grabe la injuria, como la marca de un hierro ardiente, imborrablemente sobre su corazón, y que creyendo en Dios y en su justicia, sacrifique su eternidad, así como sacrifica su existencia, (esto es, con indómita premeditación), a la necesidad imperativa de hacerse justicia. Por desgracia, las leyes no juzgan sino el delito; yo quisiera que se juzgasen también las causas que lo hacen cometer.

Pero esto es una digresión hijo mío, que si bien es necesaria para aclararte o hacerte comprender la continuación de esta historia, podría parecerse a uno de esos modernos panegíricos en favor de los criminales y de la clase pobre, que no son sino una nueva arma, o semilla revolucionaria que llevará sus frutos como las otras. Prefiero con mucho, mi querido Javier, el maravedí de la viuda, a esas vocingleras filantropías, que en lugar de esparcir buenos sentimientos de moderación, paz y conformidad en el pueblo, no esparcen sino una mala levadura, que rebela al pobre contra su situación, sin mejorarla. Ten presente igualmente, que los eventos que te refiero, lejos de seguirse uno tras otro, han tenido entre sí largos intervalos, tan dilatados que han llenado mi larga vida. Ahora, pues, prosigo:

Algún tiempo después, un día que salía para la Audiencia, al llegar a la puerta de la calle, oí gritos, gemidos, aullidos tan atroces, que me quedé parado y absorto; porque jamás, seguramente, habían llegado a oídos humanos tales sonidos.

—Se acercaban; y tal era mi asombro que me paralizó, y no pude ni proseguir, ni retroceder.

Entonces vi llegar a una mujer a la que otras seguían, que no podían o no se atrevían a alcanzar. Esta mujer, lívida, con los ojos desencajados, cuyos cabellos blancos pendían en desorden, que se desgarraba con sus uñas el pecho, tan pronto levantaba los brazos y los ojos al cielo como pidiéndole auxilio, tan pronto los dejaba caer hacia el suelo, como implorándole se abriese bajo sus pasos para sepultarla. Esta terrificante imagen de un dolor que no podía tener semejante, pasó por junto de mí, cuando ya su voz quebrada no podía formar sino el hipo o estertor del moribundo. Una muchedumbre compasiva la en silencio taciturno, con el que involuntariamente respeta aún la hez del pueblo un gran infortunio.

—¿Qué es eso?, —preguntó la criada que se había asomado a la puerta.

Una de las mujeres que seguían llorando a la infeliz, contestó:

—¡Acaban de condenar a su hijo a muerte!

Volví a entrar en mi casa; aquel horrible espectáculo me había trastornado.

Pero, ¡cuál sería mi sorpresa al verse formar grupos ante mi puerta y penetrar en casa, trayendo a su cabeza al alcalde de Dos Hermanas!

—¿Qué se les ofrece a Vds., señores, —les dije—, y en qué puedo servirles?

—Venimos, señor D. Justo, —contestaron—, a pedir a Vd. nos haga una representación, que firmaremos todos para presentarla al tribunal...

—¿Y qué piden Vds.?

—Que la ejecución que han decretado los jueces, con cláusula de que se haga allí mismo donde se hizo el delito, no se lleve a efecto... No queremos justicias en Dos Hermanas; es una ignominia... ¡quedaría el pueblo deshonrado!... Ponga Vd. que no hemos de pagar justos por pecadores; y añada Vd. que estamos resueltos a irnos todos del lugar si esto se lleva a cabo.

—¿Pero quién va a ser ajusticiado?, —pregunté—; ¿qué delito se ha cometido?

—¿No lo sabe Vd., no vio Vd. pasar a esa infeliz?

—¿Qué infeliz?

—¡Su madre!

—¿De quién?

—De Marcos Ruiz.

—¿Qué ha hecho, justo cielo?

—¡Él es el reo... el asesino...!

—¿De quién... de quién?...

—¡De su mujer, de la pobre Luz!

Caí anonadado sobre una silla cubriéndome la cara con ambas manos.

Por una de esas ojeadas lúcidas que en un momento de angustia y de dolor parecen atravesar e iluminar lo pasado con la claridad y rapidez del rayo, vi a aquellas dos desgraciadas criaturas nacidas con igual belleza, para sufrir igual infortunio; ¡ambas, víctimas del hombre que habían amado!...

Las vi de edad de cuatro años, bellos ángeles que dormían y rezaban, entre las dos espantosas catástrofes, la de su nacimiento y la de su muerte. Las vi a los diez y ocho años, jóvenes, mellizas en hermosura y suerte; amando y creyendo en la felicidad, confiando en aquellos hombres que las amaban, ¡y que habían de ser sus verdugos!

En el fondo de este cuadro, la pobre tía Juana; cuyo carácter parecía formado por un vivo y alegre rayo de sol y por un claro y puro chorro de agua, para atravesar sin obstáculo un tranquilo y florido valle; ¡la pobre tía Juana, que había extendido la mano a la vida como a una amiga, y que la vida había quebrantado y deshecho con su pie de hierro!

Después de haberme sosegado un poco, inquirí los pormenores de esta desgracia; y esto supe:

Los celos, que como volcán subterráneo, abrasaban y consumían a Marcos Ruiz, no sólo le volvieron misántropo y cruel, sino que acabaron por hacerle insensato, porque este hombre tenía treinta años, amaba con pasión a su mujer que era soberanamente hermosa, y dudaba de todo, pues la convicción no podía llegar a él, ¡porque los celos cegaban su alma, y la sus ojos! Era poderoso en fuerza, en voluntad, este vigor y energía, encadenados y concentrados, ¡le ahogaban!

Había dicho a su mujer: «No quiero que vayas a los Palacios.»

Su mujer se encogió de hombros y dijo:

—¿Y os he de dejar morir de hambre?

Fue.

Aquel día los vecinos vieron a Marcos afilar un cuchillo.

A la noche su mujer volvió.

Dio de cenar a sus hijos y se acostó. Estaba tan cansada, que no tardó en dormirse.

¡Su marido no dormía!

A media noche, Marcos sacó el cuchillo que había escondido debajo de la almohada.

Se acercó a su mujer para cerciorarse de que dormía.

—¡No volverás a los Palacios!, —dijo con voz sorda—, y clavando con mano firme y segura el cuchillo en su pecho.

—¡No se gozarán en mirar tu hermosura, ni aun después de muerta!, —prosiguió partiendo aquel hermoso rostro de arriba hasta abajo.

Ella no se movió, ni profirió una queja, pues Marcos Ruiz tenía la mano segura. El golpe había sido bien dado. La muerte de Luz fue como sus demás sufrimientos; aislada, silenciosa y secreta.

Marcos Ruiz se sentó a la cabecera de la cama y aguardó.

Llegada la mañana, los niños se levantaron y se pusieron a jugar en camisa a la puerta de la calle. Los vecinos hablaban, cantaban, reían.

Marcos Ruiz impasible no se movió.

—¡Chiquillos!, —dijo la tía Juana llegando a la puerta—. ¡Hijos míos! Aquí traigo un pan tamaño como un melón, y un melón tamaño como vosotros. Vamos a almorzar. ¿Y vuestra madre?

—En el aposento.

—¿Qué? ¿No está levantada? ¡Luz! ¡Luz! Pues a ti no se te suelen pegar las sábanas.

—¿Y Luz?, —dijo la pobre madre a Marcos, a quien halló tranquilamente sentado.

—¡Apagada como la de mis ojos!, —respondió con voz firme Marcos.

Tía Juana se precipitó a la cama y gritó:

—«¡Misericordia! ¡Misericordia!», cayendo al suelo murmurando:

—«¡Caín! ¡Caín!»

No necesito añadir, hijo mío, —prosiguió mi tío después de un rato de silencio, que ni quise ni pude interrumpir—, que Marcos Ruiz fue preso y condenado a muerte. Ni tampoco que la pobre anciana, la tierna madre, fue llevada a su casa,¡ella también herida de muerte! ¡Me es penoso, aun después de tantos años, fijarme en tan terribles recuerdos! No obstante, antes de morir la excelente mujer, me escribió una carta que he conservado siempre, como la expresión de su alma suave y cristiana, y el resumen de aquella pura y desgraciada existencia. Llévatela y léela; pero con la expresa condición de volvérmela a traer mañana, porque la conservo como reliquia, y no quiero separarme de ella!

—Te incluyo, mi querido Paul, la copia de esa carta.

Señor D. Justo:

Esta carta que me escribe el sacristán, Dios se lo pague, se dirige a Vd., (a quien siempre he hallado propicio a servirme) para pedirle el último favor, y es, que con los seis reales que le envío, me mande a decir una misa al Señor de los Desamparados, que está en el Salvador, para que me de su Divina Majestad una buena muerte. Quisiera que se dijese el viernes, día de su gloriosa muerte, en cuyo día tengo esperanza me lleve al eterno descanso.

Quiero también, señor D. Justo, dar a Vd. gracias por tantos favores como le he merecido y decirle mi último adiós, el primero que le digo con gusto.

Por más que me hice corcho, D. Justo, para no ir a fondo en este mar de sangre y lágrimas que ha sido mi vida, ¡no he podido! Este golpe me hundió: ¡el asesinato de mi Luz me abre la sepultura! Desde que murió mi Antonio, no he vuelto nunca a reír, D. Justo; pero vivía llorando y rezando. ¡Pobre Antonio! Desde que la vista y el pulso le faltaron, y no podía ir a cazar, se entristeció como un pájaro del campo en una jaula; se apagó tan despacio y sin sentir, como la luz del día cuando se acerca la noche. Si Su Majestad no hubiese venido por su infinita misericordia a mi pobre morada, nadie hubiese sabido que un cristiano iba a comparecer ante el tribunal supremo. Antes de morir me dijo: «Juana, ya ves lo que ha sucedido; y verás lo que aún sucederá con estos dos hombres, a los que me opuse desde que se acercaron a nuestras niñas! Eso te enseñará, mujer, que en la voluntad de un padre, aun dado caso que tenga menos alcances que los que le deben obediencia, hay la inspiración del cielo y la sanción de Dios.»

Me eché a sollozar.

—No llores, Juana, —me dijo—, sino reza. Yo rogaré allá arriba por ti. El rezar es el lazo que une a vivos y muertos.

Después de decirme esto, se durmió para no despertar sino en el seno de Dios...

Me he quedado, pues, la última y ¡sola! No tengo a nadie de los míos para llevarme a la tierra... ¡Una mano extraña me echará la cal que ha de consumir mi cuerpo! Voy a rogar a Dios por aquellos que tanto mal me han hecho; y no por eso olvidaré a mis bienhechores, sobre todo, a Vd., D. Justo; que agradecer es aun más dulce que perdonar.

Viva Vd. muchos años, D. Justo. La vida es buena, aunque por mí no quisiera volverla a empezar. La muerte con un padre a la cabecera y un crucifijo en la mano, no espanta; créalo Vd., sobre todo cuando los propios se fueron por delante, no se quiere uno quedar atrás.

Dígale Vd. a la señora, que se quede con Dios, y me encomiende a la Virgen de los Reyes, de quien tan devota he sido, y que tantas veces me secó las lágrimas con una mirada. ¡Madre mía!, ¡también quedó sola!

Ya Vd. ve, D. Justo, que soy una parlanchina, como decía mi Antonio, y que charlo aun teniendo ya un pie en la sepultura.

El sacristán ya no tiene más papel.

Acuérdese Vd. alguna vez, y récele a la pobre vieja,

TÍA JUANA ORTEGA.

Carta décima

El mismo al mismo

CÁDIZ.

No podía vivir sin ella, sufría demasiado, querido Paul; pedí licencia por quince días, y hay ocho que me hallo aquí.

Ven a ver Cádiz, amigo mío: ven a ver esta masa de piedra blanca e inmóvil, en medio de esa masa de olas azules siempre agitadas. Bien pueden repetir los gaditanos que no es Cádiz ya sino un sepulcro blanqueado; no se les puede responder sino que Cádiz, como el Fénix, resucita de sus cenizas. Cádiz tiene una fisonomía peculiar y de un atractivo infinito. Bajo la elegancia extranjera que la adorna, chispea la sal andaluza, y brillan la gracia, y viveza del mediodía. Alegre como el cielo que la cubre, activa como la mar que la rodea, brillante como el sol que la alumbra, agasajadora, como mujer de trato, burlona como niña rica y bonita, nadie cual ella supo hacer brillar el oro, y adornar con flores el caduceo de Mercurio.

Estuve dos días sin poder hallar a Casta; paseos, teatros, baños, todo estaba vacío, pues en ninguna parte estaba ella. El tercer día, un amigo a quien vine recomendado, me llevó al Casino. Estaba abatido, inquieto, agriado; gradúa, pues, el efecto que debía causarme la vista del primer objeto que me eché a la cara: era D. Judas. Quise al pronto huir; pero la idea de que era imposible hallar un hombre bastante descarado y sin vergüenza para hablarle a otro que le hubiese tratado como yo le había tratado a él, me retuvo; mas me había engañado. Apenas me vio, cuando se puso a gritar: «¿Vd. por acá? ¡Hola! ¿Desde cuándo, amigo? Bien venido, querido fiscal; ya, ya estoy: ¡la cuerda tras el caldero! Donde va el rey, va la corte. Pero sepa Vd., amiguito, que a muertos e idos no hay amigos: la ausencia es madre de desengaños. La señorita Casta tiene otro pretendiente. Ése, amigo, es bocato di cardenali; tenemos que cederle el paso los dos, pues es rico como yo, y joven y currutaco como Vd. Sus pantalones están más estirados que los de Vd.: apuesto mis narices a que sus tirantes son de cuero de Rusia; sus botas brillan más que las de Vd.; su cabello riza más, su raya está mejor sacada, y sus bigotes (detesto los tales bigotes) más retorcidos que los de Vd. Es hijo de un peruano, que tiene minas en Quito, y más dinero en los bancos del que Vd. jamás ha visto junto. Así, pues, amigo fiscal, haced lo que yo: media vuelta a la derecha, y Vd. a Sevilla a poner sentencias.»

¿Qué hacer ni qué decir, mi querido amigo, a ese estúpido grosero, que seguramente tiene demasiado miedo para tener la intención de insultarme, y que me decía tales monstruosidades, sin darles la menor importancia? ¡Me ahogaba la ira! —Señor, —le dije—, dad vos media vuelta a la izquierda, y dejadme en paz.

—No se incomode Vd., fiscal susceptible. Como soy, que creía hacerle un favor; porque al fin, a uno le gusta saber el terreno que pisa: hombre prevenido nunca fue vencido; el que te quiere te dirá las verdades. ¡Caramba!, querido fiscal, futuro Regente de Sevilla, que viene Vd. en zancos, y tan subido de punto, que no se le puede hablar. ¿Ha heredado Vd. cien mil duros? ¡Y qué poco agradecido es Vd.! Bien dicen que de desagradecidos está el infierno lleno.

—También se dice, —le contesté—, que está empedrado de buenas intenciones, D. Judas. Dejemos esto.

—Escuche Vd. una palabra, y no lo tome por la tremenda, hombre de Dios; que no le pesará darme oídos. No creo que doña Melindrosa se case con su nuevo paje. Papá Millón no ha de querer por nuera a una hija de un interventorcillo cualquiera. Apostaría un duro a que tendrá a la mira alguna hija de grande de España, porque la gente de América se muere por esas fachendas. Entonces Castita la remilgada se quedará como la novia de Rota, vestida y sin novio, o como el que se quiso sentar sobre dos sillas, y se cayó al suelo. Acá nos reiremos, fiscal, nos reiremos hasta reventar. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!

Creo que iba a echarme sobre él y despedazarle, cuando de repente se volvió y acercó a una mesa en que hablaban varios sujetos, y dijo:

—¿Qué están Vds. allí diciendo de las poesías de Martínez de la Rosa?; ¿que son qué?...

—Líricas, —respondió uno de los señores.

—No son líricas, —dijo D. Judas.

—¿Pues qué son?, —preguntó sorprendido uno de los caballeros.

—Son, —respondió D. Judas—, son ajenas.

—¿Ajenas?, —exclamaron todos.

—Sí, señores; lo sé de buena tinta. Y porque vean Vds. toda la fachenda de esa gente escritora que se denominan inspirados de Polo e hijos de las musas (de las musarañas lo serán)...; esas poesías decantadas, lo difíciles que serán de hacer, que quien las ha hecho es una chiquilla de diez y siete años, que no sabe donde tiene las narices. ¡Eh!, y bien, ¿qué dirán Vds. ahora?

—¡Señor!, ¿está Vd. en su sentido?, —dijo uno de los caballeros.

—Y tan seguro es lo que digo, —respondió D. Judas—, que días pasados entré en casa de un amigo del señor Martínez de la Rosa, y viendo sobre la mesa el libro de poesías, escribí al frente bien claro: Aunque tuerto, no es nuestro.

Unos reían, otros rabiaban, y otros creyeron a D. Judas, viendo lo seguro que parecía de lo que afirmaba.

No sé en lo que hubiera parado la disputa si un conocido de D. Judas no le hubiese interrumpido diciéndole:

—D. Judas, ha poco que un sujeto se presentó aquí preguntando por Vd.

—¿Por mí?, —dijo D. Judas.

—Por Vd., —contestó el amigo—, es un joven delgado y pálido con barba larga; parece que acaba de llegar de Huelva.

La cara de D. Judas había cambiado repentinamente: se iba alargando a medida que su interlocutor hablaba; sus ojos se habían puesto grandes y redondos como dos pesetas, porque tu habrás reconocido, como él, en el mencionado joven a Pedro de Torres.

—Diga Vd. a ese sujeto, si volviese, —dijo D. Judas—, cogiendo el sombrero y dirigiéndose hacia la puerta, que me he ido al Puerto, donde me están aguardando para tratar sobre ocho toros para la próxima corrida.

—¿Y dónde os aguarda quizá alguna muchacha guapa?, —dijeron algunos que conocían su flaco.

—¿Quién sabe?, todo puede ser, —contestó el Barbo cogiendo la puerta—; porque aunque soy viejo, los ojos siempre son niños. Señores, a más ver.

Libre de tan insufrible majadero, me senté, siendo mi corazón y mi cabeza presa de mil crueles torturas. No había preguntado a nadie por Casta, pues no tenía valor de profanar su nombre echándolo así a volar entre indiferentes. Mi resentimiento me dio valor: quería verla antes de partir; a lo que estaba resuelto. Pero antes quería decirla: ¡Casta, pueda el que habéis preferido, amaros como el que habéis abandonado!

Así, pregunté a mi amigo si conocía a aquellas señoras.

—¡Vaya sí las conozco!, —me dijo—; son amigas íntimas de mi hermana, que lo es de la hermana de doña Mónica, en donde paran.

—¿Ah sí, las ve Vd. a menudo?

—Todas las noches paseo con ellas en la Alameda. (—¡Y yo que las buscaba en el teatro!)

Convidé a mi amigo a comer en la fonda del Casino por no separarme de él y tener un pretexto para acompañarle a la Alameda.

Llegamos a las ocho.

No puedes figurarte, Paul, el encanto que tiene la Alameda en una noche de verano, cuando las estrellas brillan en el cielo y las mujeres sobre la tierra; cuando la brisa pura y fresca de la mar nos acaricia la frente como el beso de una madre; cuando las olas que dora la luna y cuya espuma platea, parecen correr unas tras otras entre las rocas, como alegres chiquillos alrededor de sus amas; cuando el día calla para escuchar las suaves voces de la noche, y cuando entonces se vuelve a hallar a la mujer que se ama, fiel, tierna y firme; entonces, Paul mío, la Alameda es un paraíso.

Ese Barbo mentía. Casta no da oídos al millonario que la pretende. Es cierto que su madre desea que no rechace a ese joven, de prendas recomendables, exterior distinguido y brillante posición. Pero Casta es firme, noble, desinteresada; no concibe la felicidad conyugal sino en el amor; ¡y me ama!

La veo de noche en la Alameda, donde viene con la hermana de mi amigo; pero no me quedan sino ocho días de esta felicidad. Pasado este término, me será preciso volverme a mi puesto. Mas llevo en mi corazón la fe en lo presente, la esperanza en el porvenir.

(Continuación de esta carta algunos días después.)

He olvidado del todo, amigo mío, echar esta carta al correo. Mi felicidad es egoísta como todas las felicidades, y se ha ocupado exclusivamente de sí. Pero antes de cerrar mi carta, voy a incluirle una que he recibido de D Judas, al pie de la cual, te copio mi respuesta.

Jerez, 14 de agosto de 1814.

Señor y amigo fiscal

Como sé que está Vd. íntimamente ligado con el Comandante General, puesto que estudiaron ustedes juntos, (otras veces no se veía que esos señores de tan altos puestos se tratasen sino con títulos, gente de categoría o millonarios) he pensado que nadie mejor que Vd., que me conoce y que podría responder de mí, puede hacer comprender a Su Excelencia las atroces injusticias de que soy víctima.

¡Puede Vd. creer que he recibido un oficio del Comandante General, en los términos más insultantes, en que se me dice que soy un hombre intrigante, temible, traidor, vendido a los intereses del emperador de Marruecos! Se me acusa de haber prometido a las tropas acantonadas en San Roque y Algeciras una recompensa con condición de que no se embarcarían para África. ¡Yo, prometer semejante cosa! Bien sabe Vd. que no estoy tan mal con mi dinero. Puede Vd. jurar que es falso.

Dígale Vd. al Comandante General, y repítale mil veces, que yo soy un hombre sin principios ni opiniones; de ello me vanaglorío; las opiniones han perdido a España. No soy ni carlino, ni exaltado, ni moderado; pero menos que nada, marroquista. Es un nuevo partido que se ha formado, y del que juro a Vd. no tenía noticias. ¡Pobre España!, era lo único que le faltaba! Pongo mis narices a que eso es cosa de los republicanos malditos.

El oficio del Comandante General ¡me pone preso!, y me da la ciudad por cárcel. No puedo ni aun ir a mis cortijos; ¡y estamos en la recolección! Así los tunantes de los criados del campo me roban que clama al cielo.

Es cosa inaudita el tratar así a un caballero de la orden de Carlos III, ¡al primer criador de ganados de Andalucía! De toros, que van a electrizar al culto público de Madrid, Sevilla y Cádiz, por lo bravos, feroces y valientes que son; mientras que su amo es conocido por todas las cualidades opuestas.

No puede Vd. figurarse lo que la gente se espanta de mi arresto; pero más se espantan cuando les digo que es porque soy sospechado de marroquismo. No lo pueden comprender; ni yo tampoco.

Asegure Vd. a nuestro excelente y amado Comandante General que soy un buen español, cristiano viejo, enemigo declarado de ese partido mahometano que Dios confunda. Que no he tenido ninguna comunicación con ese emperador con chinelas, cuya existencia he ignorado hasta ahora.

Querido Javierito, como cada uno en este mundo trabaja para sacar de ello utilidad, (no hacerlo así es cosa de tontos), si Vd. logra que se me levante pronto este escandaloso arresto, le enviaré a Vd. una jaca perla que vale un Perú, y que montará Vd. en memoria de un antiguo amigo que B. S. M. y desea servirle.

JUDAS TADEO BARBO.

Ésta es mi respuesta:

Muy señor mío:

El oficio del Comandante General es fingido, y el arresto un chasco. Puede Vd. ir por todas partes sin temor de que nadie se meta en sus asuntos. ¡Ojalá pueda Vd. hacer lo mismo con los ajenos!

Soy de Vd., etc.

J. BAREA.

Tú te has hecho cargo, como yo, de donde ha salido el tiro. Es, a no dudar, una venganza, a su manera, de Pedro de Torres; pero que no podrá nunca probarle D. Judas, dado caso, como es probable, que lo sospeche. De qué manera Pedro de Torres ha podido procurarse el papel con membrete de la Comandancia General, esto es lo que probablemente no se averiguará jamás.

Carta once

El mismo al mismo

SEVILLA.

Ya me tienes aquí de vuelta, más tranquilo, aunque no menos desgraciado. La situación de Casta y de su madre es terrible. No cuentan sino con la viudedad, malísimamente pagada. Es, por consiguiente, natural, que la pobre madre desee establecer bien a su hija. Hay, pues, mucho egoísmo en mi amor: yo, sin bienes de fortuna y al principiar mi carrera, ¿qué compensación puedo ofrecer a Casta en cambio de lo que me sacrifica? Le hice, con el corazón partido, estas reflexiones. ¿Sabes lo que me respondió mi adorable Casta?, que tenía una tía que había aguardado quince años a casarse con el hombre a quien quería, y que es la mujer más feliz que conoce.

Ahora, para distraerme, voy con más afán que nunca a explotar en obsequio tuyo los recuerdos de mi tío. Tanto más, cuanto veo por tu última que te interesan cada vez más.

Le dije, pues, al buen señor el mucho placer que me causaban sus relatos, y le supliqué me comunicase algunos otros que tuviese tan bien conservados en su memoria como los anteriores.

—Te referiré uno, —me contestó—, bastante reciente, para no tener que escudriñar mucho en mi memoria.

«Habrá cuatro años que vi entrar un día en casa al tío Anda-mucho.

Tío Anda-mucho era un serrano de Aracena, hombre de sesenta años, alto, robusto, jovial, y dispuesto. Había adquirido su apodo por el género de vida que llevaba, que era el de arriero y corsario; poseía buenas mulas, con las que surtía las tiendas de Aracena, y traía a Sevilla la cecina, frutas y demás productos de la sierra. Desde infinidad de años, a entradas de invierno, surtía nuestra casa de jamones y chorizos. En verano y otoño, nos solía traer castañas, bellotas y melocotones; así no extrañé verle. Lo que sí extrañé fue verle acompañado de una muchacha de unos diez y siete años, muy bonita. Sus facciones eran tan finas y delicadas, su tez tan fresca, que se hubiese creído que era una niña, si sus ojos negros, profundos y altivos, no hubiesen revelado la mujer, la mujer española que se cree reina, no por ser hermosa, joven, ni entendida, sino por ser mujer.

—Vaya, tío Anda-mucho, —le dije—, que trae usted ahora en sus mulas una carga más ligera que vuestra cecina, más hermosa que vuestros peros, más delicada que vuestros melocotones.

—¡Y que me da más que hacer, —contestó el serrano—, que todas las demás juntas!

Sabrá Vd., D. Justo, que esta niña es mi ahijada. Sus padres son gentes bien acomodadas en Aracena, que no tienen más hijos que ella. Así es, que están que no saben dónde ponerla. Su padre está bobo con ella; y así la niña hace lo que quiere con todos, incluso con su padrino, a quien lleva de reata a donde se le antoja. Ha de saber Vd. que se le antojó el venir a Utrera por la Virgen de Consolación, en casa de una tía, hermana de su madre; tuve, pues, que traerla. Ha estado allí un mes; y verá Vd. lo que ha pasado, y el motivo por el que hemos venido a hablar a Vd., a tomarle consejo, y pedirle que medie en el asunto.

Entonces, entre la ahijada y el padrino, me contaron lo siguiente:

Pastora la serrana, o la flor de la sierra, como la llamaban en Utrera, había venido a casa de su tía.

Por las tardes se sentaba con sus primas y otras muchachas en la puerta de la calle. Muchos jóvenes pasaban con el elegante vestido, el porte airoso, la mirada viva, inteligente y atrevida de los andaluces. Miraban a la bonita serrana; pero ésta volvía su fresca cara con más desdén que modestia.

—¡Vaya!, —dijo una de sus primas—; Pastora a todos hace fo. Pastora; ¿son en Aracena los mozos serafines?

—Ni siquiera los he mirado, —contestó Pastora.

—¿Quieres ser monja?, —dijo la una.

—¿Le has echado el ojo a un marqués?, —dijo la otra.

—No han dado Vds. en lo que es, —dijo la mayor de las primas—: Pastora mira a uno, y yo sé quién es.

—¿Qué me dices?, —exclamó la serrana, cuyas mejillas tornaron un sonrosado más subido, fuese por impaciencia, pudor o encogimiento—. ¿A quién miran mis ojos?, pues a mí no me lo han dicho.

—¿A quién?, ¿quién es?, dilo... —gritaron a un tiempo todas las muchachas.

Un muchacho, contestó la interrogada, que no ha levantado en su vida los ojos sino una vez, y esto para mirar a Pastora.

—¡Ya!, ¡ya!, ¡ése es Diego Callado!, el que se vino aquí de Dos Hermanas. ¡Vaya! ¡Mucho has podido, Pastora, si arrancaste a sus ojos una mirada!, ¡pero hábil has de ser, si arrancas una sonrisa a sus labios!

Mataron a su padre, y de resultas murió su madre; era chiquillo, pero le pudo tanto aquella desgracia, que se ha quedado parado, y más adusto y metido en sí que una tortuga.

—¿No saben Vds., —dijo la prima—, que el fuego ablanda las piedras en los hornos de cal?

—Eso podrá hacer el amor en Diego

—¡Atiza, Pastora, atiza!, que vale la pena; es bonito y muchacho como un San Sebastián...

—Y Vds., —dijo Pastora—, ven visiones como San Juan. Ni conozco a ese Diego Callado, ni él me conoce a mí... Dejadme en paz, si no queréis que me enoje.

Algunos días después de esta conversación, se prepararon para la fiesta de Consolación.

Esta Señora se halla en una capilla en medio de un olivar, a alguna distancia de Utrera.

La tradición enseña que esta señora, cuya efigie primitiva está en Jerez, fue traída allí por unos navegantes, entre los cuales se hallaba uno de nombre Adorno, de la ilustre casa de los condes de Monte-Gil. Iban a perecer en una espantosa tempestad: se arrodillaron todos, y se encomendaron a la Virgen. Las olas se apaciguaron de repente, y vieron que se separaban y abrían respetuosamente para hacer lugar a una imagen de la Señora, que otras olas traían, y pusieron suavemente al lado de la embarcación. Los marinos la recogieron con gratitud y respeto, y a su llegada la trajeron en una carreta a Jerez. Los bueyes que la trajeron, murieron de repente cuando descargaron la santa efigie.

Se la hizo una capilla y altar en el convento de Santo Domingo, cuyo frontal es de plata, como igualmente la carreta y bueyes, que sirven de pedestal a la Señora, que es pequeña. En Jerez se la tiene una devoción grande; y esta devoción, ardiente y pura llama del corazón, por más que quieran apagarla, no lo lograrán, porque el entendimiento podrá, con nombre de razón filosófica o de análisis, sublevarse como Satán, pero no logrará como aquél, sino crear un infierno, sin poder destruir el principio del bien, que viene del origen eterno de Dios.

La imagen venerada en Utrera, en memoria de su origen, tiene en la mano un navío de plata.

Habían dado a Pastora para la romería un borrico viejo, que a causa de ser negro, era llamado Mohíno.

Mohíno hizo cuanto pudo para dar a entender que ese paseo matinal no era de su gusto; pero fue en vano. Le pusieron las jamugas y cincharon de modo de hacerle hacer contra su grado, algunos entrechats o cabriolas a derecha e izquierda con las piernas de otras. Pastora saltó ligeramente sobre su espalda, y Mohíno, más mohíno que nunca, bajó la cabeza, dejó colgar sus orejas como dos sacos vacíos, echó una última y triste mirada a la cuadra, suspiró, y siguió en silencio la caravana.

Cuando hubieron llegado, todos se apearon. Se ataron los caballos a los olivos, y dejaron pastar libremente a los borricos. Mohíno se fue, como los demás, a alguna distancia, y después de un rato, levantó la cabeza, empinó sus dos orejas como dos atalayas, paró sus grandes ojos impasibles hacia el sitio donde quedaban sus amos, observó un rato, y convencido de que todos habían entrado en la capilla, volvió la espalda, y como quien no quiere la cosa, sin decir oste ni moste a sus compañeros, cogió paso entre paso el camino del lugar, sintiendo el necesitar para andar, de sus patas de delante, y no podérselas cruzar a su espalda, como otros graves pensadores.

En este entretanto, Pastora y su gente habían oído misa, rezado sus oraciones, habían almorzado sobre la yerba seca y perfumada, habían cantado y reído, y veían con pena los rayos del sol ya oblicuos, atravesar las delgadas hojas de los olivos, y herir los ojos con flechas de luz.

—Vamos, es preciso volvernos, —dijeron las madres—. La noche que camina más de priesa que los burros, nos va a coger en el camino.

Los hombres fueron a buscar los borricos.

—¿Y Mohíno? ¡Mohíno! ¡Toma! ¡Ruch! ¡Malditas sean tus velas latinas, que no te sirven para nada, sino para hacerte bajar la cabeza por lo que te pesan! ¡Mohíno!

¡Nada!

—¡Dios mío!, —decían las mujeres—, ¿y qué se hace? ¿Cómo se vuelve Pastora al lugar?

Todos los hombres que habían ido a Consolación a caballo, habían traído a ancas a sus madres, mujeres o hermanas.

—Señores, —dijo un muchacho—, ¡ya caigo! Diego Callado está ahí, ese cena a oscuras no ha traído a nadie en ancas.

—¡Diego! ¡Diego!, —gritaron los muchachos corriendo hacia donde estaba Diego—. Al burro de tío Blas le pareció mejor meterse el camino bajo las patas de vacío, que no llevar una buena hembra, como lo es Pastora la Serrana. Pasó la flor de la Sierra, de la caballería a la infantería. Es preciso, que la lleves a ancas.

El joven a quien se dirigían quedó tan cortado y confuso, que un vivo rojo se extendió por su cara al contestar con voz turbada:

—Mi caballo no aguanta ancas.

Uno de los muchachos dio tres pasos atrás, corrió y saltó con ligereza sobre las ancas del caballo.

El noble animal, fogoso y manso a un tiempo, no se movió.

—Vamos, —dijo otro—, que esto te viene como guante en mano, y te alegrará esa cara de carcoma.

—¡Vaya que hay casualidades que parecen providencias!, —dijo otro.

—Le mandarás decir una misa a la Virgen de Consolación, porque te ha consolado, —dijo un tercero.

—A quien no tiene hambre, Dios le llena los graneros.

—Sacaste a la lotería sin haber puesto.

—Mandarasle dorar las herraduras a tu jaca.

Mientras estas chilindrinas pasaban y se cruzaban por los oídos de Diego como cohetes, habían los muchachos, colocado a Pastora a ancas del caballo. Ésta, que no presumía el embarazo de Diego, ni la resistencia que había hecho, se acomodaba a su placer, arreglaba sus enaguas, cogía con una mano el pañuelo que habían atado a la cola del caballo, y pasaba la otra sin ceremonia y naturalmente alrededor de Diego, de modo que la apoyaba sobre el corazón del joven, que latía fuertemente, bajo una emoción desconocida.

Pusiéronse en marcha, y pronto el hermoso caballo de Diego hubo adelantado a todos.

Diego Mena, que en el pueblo era sólo conocido por Diego Callado, sobrenombre que había adquirido por su taciturnidad y lo aislado que vivía, había llegado a los veinte y seis años de edad, bajo la influencia de la atroz catástrofe que parecía haber paralizado todos sus sentimientos, y haberlos concentrado bajo la doble impresión de la pena y el horror. Había quedado tan solo en el mundo, que nada había interrumpido este frente a frente en que se hallaba con su dolor y su espanto.

Era Diego como el árbol en quien un frío invierno ha preso el savia que le da la vida, y que desnudo, triste y negro, parece no vivir.

Pero apenas puesto en contacto con aquella bella joven, tan pura, tan suave, tan llena de vida, pareció que un tibio y vivificante aliento de primavera viniera a reanimar su existencia. A los rayos de ese sol de vida y amor, se estremeció, sus hojas brotaron, sus flores se abrieron; y el árbol se vio en toda la fuerza de la vida, toda la hermosura y lujo de la primavera.

Largo tiempo callaron.

Al fin dijo Diego:

—¿Permanecerá Vd. aquí todavía?

—Un mes.

—Poco tiempo es.

—A mi padre le parecerá mucho.

—¡Otros habrá que deseen su vuelta!

—No, que yo sepa.

—¿Pues no tiene Vd. novio?

—Yo, no.

—¿No tienen ojos en Aracena?

—¿Y si yo no tuviese oídos?

—¿Es Vd. delicada de gusto?

—Sí, y no.

—No es ésa una respuesta; son dos y opuestas.

—¿Interesa a Vd.?

—Ésa no es una respuesta, ni dos; que no es ninguna.

—¿Tiene Vd. priesa en dar un no?

—Vd. no la tiene en lograr un sí.

—¿En la incertidumbre hay esperanza.

—La incertidumbre es el Limbo.

—¿Me conocía Vd.?

—Conocía a Vd. y Vd. a mí.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Un amigo que no engaña.

—Este amigo me dice a mí que no puedo agradar: ¡soy tan triste!

—Y yo, que soy tan alegre, debía no agradar al que no lo es.

—¡Ojalá así fuese!

—¡No lo quisiera yo!

—Pues qué, ¿quiere Vd. agradarme?

—¿Las estrellas no quieren acaso brillar?

—¿Quiere Vd. ser mi estrella?

—No no quiero ser, sino soy lo que soy.

—No, me presento sin que lo consintáis.

—Consentimiento no se pide, se merece.

—¿De qué manera?

—No se dice, se adivina. Llegaban.

—Hay, —dijo Diego muy conmovido—, hay una ventana en el corral del tío Blas, qua da a la callejuela; ¿la abrirá Vd.?

—Veremos.

—¿No más que una esperanza?

—¡Vea Vd.! ¡Y no está contento!, —dijo Pastora saltando del caballo abajo—. Gracias, Diego; por cierto que anda bien vuestro caballo.

—Demasiado de priesa, Pastora.

La Serrana le saludó con la mano, y se metió corriendo en la casa.

Diego se alejó llevando el cielo en su corazón.

Algún tiempo después, tío Anda-mucho volvió para llevarse a su ahijada.

El Serrano era jovial, bromista, chusco: pronto supo sonsacando a los muchachos y muchachas, el noviajo Pastoral.

—¿Conque, Pastorcilla, —díjola un día—, parece que le das a mascar hierro a Diego Callado?

Pastora hizo un gracioso gesto de impaciencia, y respondió:

—¿Es Vd. acaso Merlín, o tiene ojos de gato, para saber quién de noche se acerca a la reja, y quién a oscuras la abre la ventana?

—¿Y vosotros creéis tener tocado el sombrero de dicho Merlín, que hacía a la gente invisible? Pero tú has sido siempre reservada, Pastora, una arquita cerrada. Y bien, ¿qué hay en que Diego Callado quiera a Pastora, la Flor de la Sierra, que es más bonita que las pesetas?

—¡Bonita!, ¿se quiere Vd. burlar, Padrino?

—¿No eres bonita, chiquilla?

—No.

—Pues tú agradas a Diego.

—Eso prueba de que más vale caer en gracia que ser graciosa.

—Bien está, ¿agradas, pues?

—¡Válgame Dios!, padrino; ¿por qué fatigarme con tanta pregunta?

—Hija, por cariño, por interés por ti. Ya me he informado; Diego Callado es completo, no hay tacha que ponerle. Dile, pues que yo, tu padrino, me encargo de hablar a tu padre.

—No, padrino, no; eso no puede ser, —respondió Pastora.

—¿Qué?, ¿que no puede ser?, —dijo el tío Anda-mucho con la mayor sorpresa—; pues en España, sobre todo entre el pueblo, es cosa tan sencilla, natural y segura que un joven no enamora a una mujer sino con la intención de casarse con ella, que el viejo padrino no supo qué pensar.

—Ya sabe Vd., —respondió su ahijada—, que su padre fue alevosamente muerto...

—Sí, sí, —interrumpió el padrino—. ¿Qué tienen que ver las asentaderas con las témporas? ¿Qué tiene que ver el cómo murió el padre, con el cómo se casa su hijo?...

—Es que ha jurado, —prosiguió Pastora—, no establecerse, casarse, ser feliz, ni vivir tranquilo, hasta que haya cumplido con los deberes de hijo; hasta que haya encontrado y entregado a la justicia el asesino de su padre.

—¡Toma!, ¡toma!, ¡toma!, ¡toma!, —exclamó el tío Anda-mucho—, si para allá me la guardas, ¡estamos frescos!; ¡eso es como si hiciera promesa de no casarse! Después de cerca de veinte años, ¿cómo cree poder encontrar a ese hombre, que nadie conoce ni sabe quién es? Ese malvado, o está muerto, o está en presidio. ¿Y acaso se va a fiar de su memoria de siete años para reconocer después de tantos, a un bribón a quien apenas vio? Vamos, vamos, Pastora; tu novio está loco o le falta poco.

—¿Qué quiere Vd., padrino? No desistirá; no hay quien le convenza; dice que le ata un juramento, y que le obliga su honra. Se desespera, pero no ceja.

—Venimos, pues, —añadió el tío Anda-mucho—, a pedirle a Vd., D. Justo, que hable a Diego, y vea de disuadirle de su insensato propósito. Sabemos que Vd. se interesa por él, y que él tiene a Vd. mucho respeto y consideraciones, sabiendo cuánto le apreciaban a Vd. sus padres. Ésa, señor, es una manta que le hará infeliz, y lo que es peor, a mi niña también. Casarse será el único medio que le saque de esa pasión de ánimo en que vive como una lechuza en un cementerio. Vea Vd. algún teólogo que le desvíe de ese voto temerario, hecho por un niño en un acceso de dolor; hará Vd. bien, como siempre, D. Justo, a los que acuden a Vd., y secará Vd. esas gotitas de lluvia sobre esta rosa, —prosiguió, cogiendo con su tosca mano la preciosa cara bañada en lágrimas de su ahijada.

Prometí hacer cuanto estuviese de mi parte para lograr lo que deseaban, que me pareció justo y razonable, y cumplí lo prometido.»

Mi tío estaba cansado; me despedí, aunque con sentimiento, y me fui al paseo. Acababa de llegar el vapor de Cádiz. Sentí que me abrazaban; me volví, ¡y figúrate mi alegría, cuando reconocí al amigo de quien te he hablado, y que de cierto me traía noticias de Casta!

—Vengo, —me dijo—, con motivo de un pleito que deberá verse esta semana en la Audiencia. Mucho me alegro de haberte encontrado al desembarcar porque tengo muchas cosas que comunicarte. Aunque ansíes por saber antes de todo, de cierta persona, no te hablaré de ella hasta llegar a tu casa; bástete por ahora saber que está buena. Por el camino lo que te contaré es una escena de que la casualidad me hizo testigo, y en que juegan varias personas conocidas tuyas.

Me contó lo siguiente.

«Entré hace algunos días en un café, que goza de no muy buena reputación. Lo primero que vi fue a tu conocido Pedro de Torres, sentado en una mesa, con un cigarro en la boca, tamaño como una zanahoria, y rodeado de algunos hombres de mala traza. Estaba yo cerca de una ventana en pie, hablando con un sujeto a quien había venido a buscar, cuando la puerta del café se abrió con estrépito, de par en par, y vi entrar a tu amigo D. Judas Tadeo Barbo.

¡Estaba desconocido! Su gran barriga había caído, y pendía como una vela a quién ha faltado el viento; su cara estaba amarilla como un membrillo: su papada colgaba floja debajo de su barba como las guirnaldas que cuelgan debajo de las caretas que sirven a los pintoresy escultores en los ornamentos del gusto griego. Su sombrero, que siempre llevó D. Judas echado atrás, le estaba ancho y le caía hasta los ojos: atravesó el café con paso firme y largo, y se puso delante de Pedro de Torres con el aire el más terrible que pudo imprimir a su vulgar fisonomía.

—¿Qué es lo que ha pasado, generoso paisano, —dijo Pedro de Torres, repantigándose en su silla—, que os conocí el gordo y jovial Sancho Panza, y os veo ahora el Caballero de la Triste Figura?

—¡Y Vd. es quien lo pregunta!, —contestó D. Judas—, Vd. que ha sido mi verdugo, o poco le ha faltado! Porque sepa Vd. que cuando supe su infamia, de rabia tuve una apoplejía, y sin diez u once sangrías, era alma del otro mundo.

—Ande Vd. a que le hagan la duodécima, —dijo Pedro de Torres—, porque todavía tiene mala sangre.

—¡La que me ha hecho Vd. criar!, —gritó D. Judas—. Señores, sepan Vds la infamia de que he sido víctima; —y D. Judas contó lo que te había antes escrito.

Todos se echaron a reír, y Pedro de Torres le dijo:

—¡Qué simpatía nos une! ¡Yo desterrado! ¡Vd. preso! ¡Enternece!

—¡El caso es, —exclamó D. Judas—, que es Vd. un falsario, delito enorme, un tirano asesino! ¿Cree Vd. que podrá impunemente haber hecho lo que ha hecho? ¡Hay leyes, D. Pedro de Torres, hay galeras, para tales delitos, Vd. verá si le es dado valerse de semejantes medios, para pisar, ajar, y turbar el reposo de un hombre, que goza de él, sobre un millón de pesos!

—Respeto menos el reposo del que lo goza sobre las talegas, que el reposo del que lo goza sobre un lecho de paja, —respondió Pedro de Torres con un tono declamatorio, y echando al techo flemáticamente una nube de humo de cigarro—. Vaya Vd. a imponerle a otro con su oro, ese vil metal que desprecio, que lo que es yo, me río de él y de Vd.

—¡Ría Vd., ría Vd.! Pero sepa que la cosa no quedará así, ¡yo se lo juro!

Uno de los amigos de Pedro de Torres, con tremenda patilla, bigote y pera, se acercó a D. Judas, y le dijo, medio en español y medio en italiano:

—Si necesitáis de un testigo, estoy a vuestras órdenes. ¿Pistolas o espada?

—¿Está Vd. loco también?, —gritó D. Judas—. ¡Yo, yo batirme! ¡En eso estoy pensando! ¡Dejarme matar de un balazo, cuando por milagro sobrevivo a otro asesinato! ¿Tengo yo facha de saber tirar la pistola, o jugar la espada? Diga Vd., ¿le han comprado a Vd. acaso mis herederos? ¿Tengo yo facha de espadachín como Vd.? ¡Yo, hombre respetable y sensato, uno de los labradores más fuertes de Andalucía! ¿Qué dirían de mí, si me batiese, la Reina, el Obispo y toda la gente sensata? Vaya Vd. con Dios, señor oso, a ofrecer sus servicios a otro traga-balas como Vd.

—¡Todo delator es cobarde!, —dijo en tono sentencioso Pedro de Torres.

—¿Quién es delator?, —preguntaron a un tiempo varias voces—. ¡Fuera, fuera el delator!

—Voy en casa del juez, señor de Torres, —dijo don Judas.

—¡Fuera, fuera el delator!, —gritaron los amigos de Pedro de Torres.

—¡Caramba, caramba!, —gritó furioso D. Judas—, ¿estamos en país de cafres?

—Usted será el cafre; ¡fuera, fuera, fuera el delator!

Vi que aquellos hombres iban a cometer alguna tropelía, y aunque me agrada poco tu amigo D. Judas, me dio lástima; le cogí por el brazo, y me lo llevé, echando espumarajos de rabia y pestes contra Pedro de Torres y sus secuaces.»

Habíamos entretanto llegado a casa; y yo ansiaba por saber de Casta. Dejamos, pues, echar pestes a D. Judas, para sólo ocuparnos de lo que más interesaba. Mi amigo me refirió lo siguiente.

«Ha pocos días, estando mi hermana de visita en casa de doña Mónica (la que estaba afligidísima por las últimas noticias recibidas de Canarias, que la quitaban toda esperanza de cobrar los sueldos o pagas atrasadas de su marido), entró de visita el joven Miranda, que es el pretendiente de Casta. Venía más elegante, mejor parecido, más fino que nunca; le acompañaba un señor de edad, de exterior vulgar, y modo de vestir descuidado y ramplón.

Le presentó a las señoras.

Era su padre.

Después de los primeros cumplidos, el señor de Miranda padre, dijo dirigiéndose a doña Mónica:

—¿Supongo, señora, que esta señorita es su hija de Vd.?

—Servidora de Vd., —respondió doña Mónica.

Casta no levantó la cabeza de su costura.

—No soy, —prosiguió el peruano—, hombre que hace discursos: me gusta venir cuanto antes al grano. Así, sin más preámbulos, señora, sepa Vd. que a lo que vengo es a pedirla su hija para mi muchacho. Usted esto lo extrañará; pero ¿qué quiere Vd.?, el hombre propone y Dios dispone. Tenía otra boda para él a la vista; eran otras mis miras; pero el señorito dice que no: se ha puesto triste y malo. ¡Qué demonios! Es mi hijo único; y cuando le veo triste o enfermo, no sé decirle que no.

Mientras el viejo Miranda pedía de esta manera humillante la mano de Casta, ésta se había puesto alternativamente encendida como el sol, y pálida como la luna.

Doña Mónica fuera de sí de alegría, respondió algunas palabras, corteses, mirando a su hija con inquietud. Estaba ésta impasible, y sin levantar los ojos de su costura.

No se hallará, quizás, entre las jóvenes españolas criadas en el mundo, esa ciega inocencia, esa temblorosa timidez, esa exagerada circunspección de las jóvenes del norte. Tiene la española el entendimiento demasiado penetrante, el carácter demasiado enérgico, la imaginación demasiado viva; el alma demasiado vasta para poder quedar en ese capullo de seda. La idea de afectar una sencillez infantil, cuyo atractivo no concibe, la haría encogerse de hombros, y se reiría de usarle; como una princesa, de ponerse el traje de una pastora de Arcadia.

En lugar de aquel suave velo rosado con que se cubren las vírgenes del norte, tiene ella su orgullo. Con su orgullo la española no se encoge, sino que se alza. Por su orgullo no es coqueta, porque desdeña los homenajes que no halagan su corazón: a su orgullo confía su virtud. Y esto hace que ninguna mujer comprenda como ella la dignidad de la mujer. Así ella hace de los españoles los hombres más apasionados, más galantes, más delicados, más respetuosos y fieles del mundo.

—Hijo mío, —dijo el viejo Miranda después de haber mirado a Casta—, por lo que toca a la persona, no hay pero que ponerle: esto está a la vista. Doña Mónica, me parece, que sin que nos ciegue la parcialidad, los nietos nuestros serán bonitos. ¿Qué está Vd. ahí cosiendo, Castita?

—Un vestido de guinga, —contestó Casta.

—Vamos, vamos, suelte Vd. la costura, —dijo el suegro futuro—. De aquí en adelante no coserá Vd. no gastará Vd. más vestidos de guinga.

—¡Ay!, ¡sí señor, los gastaré!, es la tela que prefiero.

—¿Y si su marido de Vd. no quisiera?, ¿si no quisiere sino que gaste Vd. vestidos de seda?

—No llegará ese caso, —dijo Casta con voz firme—, pues que no pienso casarme.

Al oír esta brusca y terminante declaración, el señor Miranda quedó estupefacto; su hijo miró a Casta con angustia cruzando las manos; la pobre madre palideció gritando: ¡Casta, Casta!; y mi hermana la dijo al oído: ¡por Dios Casta, no partas de ligero, y piénsalo antes de decidirte!

Casta seguía cosiendo tranquilamente y sin levantar cabeza.

—¿Qué es esto?, —exclamó al fin el señor Miranda—. ¡Mi hijo es rehusado! ¡Mi hijo! Mi hijo, el mejor mozo, el más distinguido de los muchachos de Cádiz, criado en Londres y París, que debe heredar mi caudal, Gentil-Hombre de S. M...

—Que por consiguiente, —dijo Casta con sonrisita burlona—, gasta una llave de oro que abre todas las puertas. ¿No es verdad?

—¡Señorita!, —interrumpió el viejo Miranda encendido en cólera—, ¿cuáles son vuestras miras? ¿A qué aspira Vd.?, ¿al infante D. Francisco o al infante don Enrique?

—No aspiro a cosa tan alta, —respondió Casta con calma—; no aspiro sino a ser feliz.

Al oír esta respuesta, el joven Miranda se levantó, y dijo con dignidad:

—Basta, padre; vámonos.

—¡Bien dicho, hijo mío, bien dicho! Ya hallarás muchachas bonitas cuantas quieras, que se llamarán felices con ser tu mujer. Pero un novio como tú, eso sí, que no se halla todos los días. No te apures, por vida de... que a rey muerto, rey puesto.

Cuando se hubieron ido, la pobre doña Mónica se dejó ir a todo su dolor, que estalló en lágrimas y quejas contra su hija. Era en vano que Casta y mi hermana tratasen de calmarla.

—Señora, —decía Casta—, ¿quiere Vd. que sea una mala mujer, casándome con un hombre, queriendo a otro? ¿Quiere Vd. que sea infeliz casada con uno a quien no quiero?

En este instante de pena y confusión, se apareció de repente, y como llovido del cielo D. Judas.

—¡Ave María!, —dijo sorprendida e impaciente Casta—, ¿por dónde ha entrado Vd.?

—¡Válgame Dios, Castita, y qué cara de despide-huéspedes me pone Vd.! ¿Que por dónde he entrado? ¡Por la puerta!, como todo hijo de vecino; en el momento que salían el Peruano y su hijo. Pero Dios mío, ¿qué pasa aquí?, ¿qué tiene Vd., doña Mónica, mi amiga? ¿Le han dado a Vd. un chasco como a mí?

—Sí señor, y es mi hija quien me lo da, —dijo doña Mónica fuera de sí—. Mi hija, D. Judas, que me está labrando la sepultura, y acabará conmigo!

—Nada de eso, créame Vd., doña Mónica. No me han matado a mí, aunque poco le ha faltado; ha sido Pedro de Torres, ese bribón, con el que podía cargar el diablo, y con todos sus amigos también.

—¿Quiere Vd. creer, D. Judas, que esa niña necia y obstinada?...

—¿Quiere Vd. creer, doña Mónica, que ese infame falsario?...

—Acaba de destruir el más bello porvenir.

—Acaba con una orden falsa de tenerme preso un mes.

—¡Una niña sin un recurso!

—¡Un hombre de mi importancia!

—Es preciso ser ciega.

—Es preciso ser un atrevido malvado.

—Lo llorará toda su vida.

—Espero que Pedro de Torres también.

—Se arrepentirá; ¡pero será tarde!

—Eso mismo le he dicho yo a ese barbudo.

—¡Don Judas!, ¡quiere Vd. creer que ha rehusado al joven Miranda!

—¡Miranda! ¡Rehusado!, —exclamó D. Judas, a quien el bastón se le cayó de las manos al suelo—. Pero añadió bajándose para recogerlo, ¡y de qué me espanto! ¿No me rehusó a mí?

Casta se acercó a D. Judas y le dijo, haciendo alusión a su conversación en San Juan: —Tengo que contar a Vd. un cuento de otro gallego, que era un gallego mucho más extravagante y necio que el de Vd.; pues éste, después de haber hallado el duro, que no quiso y dejó donde estaba, halló una onza de oro, e hizo lo, mismo.

—Eso probará, señorita, —contestó D. Judas—, que la fortuna no es para quien la busca, sino para quien la encuentra. Probará que tiene Vd. más suerte que juicio; porque es preciso tener muy poco para encapricharse de un fiscalillo de mala muerte, y despreciar por él los mejores partidos. Pero bien me sabía yo que una mujer erudita, que se mete a escribir libros, ni sirve para nada, ni sabe conducirse. Se mete, como los que escriben, a ambicionar gloria. ¡Gloria! ¿Qué es la gloria? ¡La gloria! No lo saben; pero se ponen a correr tras ella, y dicen es la que vale, y llaman al oro vil metal, como Vd. y el inicuo Pedro de Torres, que despilfarra todo el suyo. ¡Vil metal!, ¡si siquiera lo dijeran del cobre, de la calderilla...! ¡Pero el oro vil metal! ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!, ¡ah!; ¡Vil metal! ¿Cómo quiere usted que haya un átomo de juicio en persona, que llama vil metal al oro. No es dable.

—¿Qué está Vd. ahí diciendo de libros, de escribir, ni de gloria?, —dijo doña Mónica picada—; yo no comprendo a Vd. Lo que sí comprendo es que acusa groseramente a mi hija de falta de juicio, porque no quiere casarse contra su gusto, y que quiere a un joven completo, lleno de mérito y distinguido, que no tiene contra sí, sino el ser pobre. Este amor es una desgracia; pero de ninguna manera una cosa falta de juicio, y no hay, sino su madre, quien tenga derecho y razón para quejarse de ella.

—¡Hola!, —dijo D. Judas—, ¿ahora va el agua por ahí? ¿Usted aprueba ese obstinado capricho de su hija? ¡No me queda más que ver! ¡Bien se conoce que ha seguido Vd. siempre ese sistema! ¡De esos polvos nacen estos lodos! ¡Anda con Dios! ¡Castita, estará Vd. más ancha que una alcachofa, y con más orgullo que el Emperador de Marruecos, que Dios confunda!

—No tengo sino un orgullo, D Judas, —respondió Casta—, y es el de tener bastante peso y razón, aunque joven, para saber distinguir y preferir lo que vale de lo que relumbra. Y añadió con su acostumbrada gracia y chuscada: Martínez de la Rosa me dijo que esto era filosofía.

—¡Filosofía! ¡Virgen del Pilar de Zaragoza!, —exclamó D. Judas cogiendo el sombrero y echando a correr.»

Carta doce

El mismo al mismo

He recibido tu carta, mi querido Paul, y veo por ella que no esperabas, mi epístola anterior. Tú hallas que mi relato se hace lo que los ingleses llaman too rich, esto es, demasiado lleno, demasiado sustancioso y aglomerado. No es culpa mía, ni lo es de mi tío; lo es de la materia que trato. Hubieras querido concluyese en la carta de la tía Juana, que tanto te conmovió; pero mi tío, que cuenta la verdad, no se cuida de producir efectos, ni de seguir reglas. Me ha contado todo lo que te he referido para probarme como se hereda y prosigue la desgracia en ciertas familias. Cuando yo escriba una novela, lo pondré todo a mi gusto y capricho; por ahora doy lo que me dan, y como me lo dan.

Comprenderás, querido amigo, después de lo que te he escrito sobre Casta, que si bien mi amor debe haber llegado hasta la adoración, el dolor que siento al considerar mi desgraciada posición, es un tormento intolerable: por todo consuelo no tengo sino esperanzas lejanas y dudosas. Soy de compadecer, mi querido amigo; y estoy más abatido y descorazonado que nunca.

Ahora no te escribo solamente para complacerte, sino para hallar, entregándome a este entretenimiento, alguna distracción a mis pesares.

Mi tío prosiguió su narración en estos términos:

«Quince días después de la conversación que te he referido, el tío Anda-mucho salió de aquí para Aracena, llevándose consigo a Diego Mena, convencido por mí, y más aun por su pasión por Pastora, de que debe desistir de sus tétricos pensamientos.

Como se estaba en verano, se pusieron en camino a las seis de la tarde; atravesaron el llano por el lado de Triana, siguiendo el camino real de Extremadura.

Cuando se puso el sol y un poco de fresco, suave aliento de la noche que se acerca, pasó sobre la tierra como un bálsamo, todo pareció tornar un aspecto dulce y apacible. La irritación del calor se calmó, y un bienestar general se hizo sentir.

La larga fila de mulos, siguiéndose unos a otros, andaban con la regularidad de una péndola. Las esquilas, que pendían de sus cuellos, formaban un sonido monótono y grave, que miles de grillos acompañaban con su canto agudo y sonoro. Estos ruidos tenían el encanto indefinible y poético que tiene todo sonido monótono oído de noche en el campo. Los grillos gustan infinito en Andalucía; se venden en jaulitas en los puestos de flores; y para que a un balcón en verano no le falte nada, se necesitan la cortina de crudo, las macetas de albahaca, la alcarraza de agua fresca, y el grillo que cante el calor.

Sobre uno de los mulos que hacían cabeza, iba el muchacho que servía al tío Anda-mucho. Este muchacho, excelente jinete, iba tendido a la larga sobre el mulo, de manera que su cabeza apoyada sobre la del animal, parecía no formar con éste sino una, como los camafeos antiguos, que vistos de un lado forman una cabeza de mulo, y del otro la cabeza del rey Midas.

Cantaba con voz clara y hermosa sobre uno de esos aires, o tonadas populares tan lindas, estas coplas:


Es el cielo de Aracena
el más puro y más azul;
y por eso las mujeres
tienen el mirar de luz.
En el sol están sus rayos;
la mar, perla y coral;
en las flores, la hermosura;
y todo en tu cara está.
Trabaron rosa y jazmín
por tu cara una pendencia;
con amor triunfó la rosa,
triunfó el jazmín con la ausencia.
 

La música y la poesía nacen del corazón; el entendimiento, el arte, el ingenio mismo no harán sino pulir y perfeccionar sus inspiraciones. La poesía se halla mucho y bella en el pueblo; porque la pobreza no desilusiona como la sociedad; porque en el campo la imaginación tiene camino ancho, y no se encoge y avillana como en las ciudades, donde se roza con el vicio y la miseria; que le arrancan sus alas.

Tío Anda-mucho, sentado sobre su mulo, dejaba colgar sus piernas cubiertas de polainas de pano negro, y hacía cachazudamente un cigarro. Diego Mena montado en el que le precedía, se desesperaba de no salir del paso.

—Ten paciencia, —decía el viejo arriero—. Tu hermoso caballo haría diez leguas en seis horas, pero luego no podría seguir; y tenemos que andar veinte. Los mulos las harán sin aflojar el paso, y casi sin descansar. Déjalo a él, que sabe los malos pasos, y conoce el camino, como yo mis manos.

La noche cerraba, cuando llegaron a las ventas de la Pajanosa. Allí se apartaron del camino real, y siguieron una senda angosta y tan cubierta de monte bajo, que no se la veía sino debajo de los pies de los mulos.

Poco a poco todo se fue poniendo más solitario y silvestre, el suelo pedregoso, el silencio absoluto, porque al débil viento de una noche de verano, no le era dado mover las hojas fuertes, tiesas y espinosas de las carrascas y encinas enanas que cubrían el suelo.

No puede darse cosa que más agradablemente interrumpiese el silencio solemne de la noche y de la soledad, que oír de repente murmurar suavemente un arroyuelo, haciéndose camino por entre las piedras. ¡Pobrecillo!, escapado del monte que lo encierra para reír alegremente con su vestido de plata un día al sol entre las flores, y, arrastrado por su destino, correr a ser presa del mar!

Caminaron así toda la noche sin que los mulos aflojasen el paso. A las diez de la mañana llegaron a una venta solitaria, única habitación que encontraron, y que está, poco más o menos, a la mitad del camino. Hállase situada en una hondura entre dos pequeñas alturas; cerca de ellas corre uno de los mil arroyos que cubren la sierra como una red de plata: frente de la venta, entre los dos barrancos que se separan, alcanza la vista a ver el pueblo del Castillo de las Guardas. Detrás de la venta hay un pequeño valle verde, que en medio sostiene un pino enorme como un quita sol; bajo el pino rumian echadas unas vacas; sobre el pino está inmóvil un cuervo, como un vigía.

Alrededor del valle se levanta el terreno cubierto de encinas, como un ejército de defensa. El arroyo se pasea por el valle con pasos lentos antes de llegar a la estrecha salida entre los barrancos, donde está la venta; sepárase allí en dos, y abre los brazos para estrechar en ellos una islita, que más bien parece un florero de adelfas, ¡de tal manera se aprensan en ella! En medio se alza un viejo sauce llorón, antiguo Jeremías, que está tan cubierto de yedra, que no se puede decir si sus ramas se inclinan por tristeza, por amor al arroyo que besan, por vejez, o por el peso de la yedra que las abruma. Jamás cosa tan silvestre lo pareció menos: se creería en ese sitio tan espontáneamente bello ver jugar amorcillos y ninfas, o al menos ver volar entre las flores y mirarse en el cristalino arroyo, los colibrís, esa joya alada, o pájaros del paraíso, ese adorno vivo. Pero no se oye sino un mirlo que silba, ni se ve sino un lagarto tomando un baño de sol.

Nuestros viajeros no eran hombres que admiraban paisajes. Así, después de haber descargado y dado un pienso a sus bestias, almorzaron pan y chorizos, bebieron un trago, y tendiéndose sobre los aparejos, se durmieron profundamente.

A las dos de la tarde el primero que estuvo de pie fue Diego; al ver a sus compañeros dormidos aún, saliose y se sentó delante de la venta. No lejos de él, sobre unas ramas de jara, estaba sentada una niña de siete a ocho años, como una reina sobre su trono: arrancaba a la jara sus flores blancas, y poníalas en su cabeza formando una corona adecuada al trono. Un delicioso olor, perfume que envidiarían los elegantes de la corte para sus gabinetes, embalsamaba el aire. Diego preguntó a la niña de qué provenía:

—Mi madre, —dijo la niña—, está encendiendo el horno, y serán las cornicabras o la jara que quema. ¿No sabía Vd. que la jara olía tanto? Y huele tan bien, —prosiguió la habladorcilla—, porque suda sangre como Nuestro Redentor. Las flores tienen cinco hojas blancas, y cada hoja una mancha colorada y sangrienta, como las llagas del Señor. ¿Las ve Vd.?, —dijo acercándose a Diego y presentándole una flor—. ¡Mire Vd., mire Vd.! Cinco son.

Diego cogió la flor y fijó largo rato sus ojos en ella: cual dibujada por un pintor, se veía una herida sangrienta en cada hoja. ¡Cosa rara! Pero aquella inocente, suave y perfumada florecilla fascinaba su vista, montaba su imaginación, y le iba causando un sentimiento de horror y espanto. Por el contrario, la niña, las miraba con amor y complacencia.

—¡Dichosa tú, —dijo Diego—, que sólo viste las heridas en flores! Si las vieses en el pecho de tu madre, ¿qué harías a los que se las hubiesen hecho?

La niña se quedó un rato parada y contestó.

—El Señor perdonó, ¡señal de que debemos perdonar también!

—¡Tú no quieres a tu madre!, —dijo Diego levantándose bruscamente.

—Más que Vd. a su padre, —respondió la niña picada alejándose.

En este momento, el tío Anda-mucho apareció en la puerta de la venta bostezando y estirándose de modo que tapaba toda la entrada.

—Ese Nicolás, —dijo—, duerme como un muerto; ¡le he despertado dos veces! Le digo: levántate, hijo Juan, y serás bueno; pero me responde: «Más quiero ser malo y estar quedo.» ¡Arriba, Nicolás, arriba!, el tiempo pasa, y el camino queda.

Un cuarto de hora después, el largo cordón negro que formaban los mulos, resbalaba como una larga culebra por la vereda caprichosa que daba mil vueltas y revueltas, no pudiendo seguir la línea recta a causa de lo accidentado del terreno. Las encinas, castaños, robles, alcornoques y nogales se veían ya formando bosques en toda su fuerza y vigor; los arroyos se multiplicaban, seguidos a todas partes por las adelfas, que forman sobre ellos un toldo color de rosa como para conservarles su frescura. No puede encontrarse cosa más linda en esta naturaleza severa y grandiosa de rocas y altos árboles, que esas guirnaldas de rosas colocadas en festones al pie de los montes; a no ser el ver la yedra de las sierras fresca y frondosa, trepar sobre las rocas desnudas y los árboles calvos de vejez, como lo hacen niños mimados sobre las faldas de ancianos austeros. Se dispone o agrupa de una manera tan graciosa, que no parece, como la yedra de los llanos, un velo sino un adorno.

Después de pasar por la aldea de Val de Flores y por el pueblo de la Higuera, divisaron por fin a Aracena.

Aracena, labrada en forma de media luna al pie de una elevada roca, parece una hoz de piedra intentando cortar el monte por su base. Sobre esta roca hubo en tiempo de los moros un inmenso y formidable castillo; hoy día es el cementerio, donde yace como el primero de sus muertos, el esqueleto caído del castillo guerrero. Una iglesia con su santo, dulce y pacífico aspecto, ha sucedido a aquella masa amenazadora.

—¿Ve Vd. aquella altura que se va a conversación con las nubes?, —dijo el tío Anda-mucho—. Pues allí es el campo santo pues acá no se bajan los muertos a la tierra, sino que se suben. Allí tenían un castillo los moros, y era tan grande, que cuando venían los cristianos, toda la gente del pueblo se encerraba en él. Una vez el jefe cristiano le mandó decir al moro que entregase el castillo. El moro lo contestó con mofa que sí; que viniese a entregarse de él, y que le aguardaba para la cena. Al oír esto los cristianos se irritaron, y cogiendo sus armas el jefe, les gritó: —«Ea, pues, valientes, a la cena!» —¡A la cena!, —repetían todos al subir al asalto, que fue tan esforzado y vigoroso, que tomaron el castillo, y quedaron dueños del pueblo, al que pusieron por nombre su grito de guerra A la cena que andando el tiempo, ha venido a parar en Aracena.

Diego Mena cuya timidez se iba aumentando a medida que se acercaban, estaba azorado y daba poco oído a los conocimientos históricos que el tío Anda-mucho ostentaba.

—¿Me asegura Vd., pues, —le dijo—, que seré bien recibido?

—¡Carambola!, —respondió éste—, ¡quisiera saber en dónde no lo serías! Hombre, no se debe ser tan desconfiado en este mundo. ¿No sabes el refrán, que ruin es quien por ruin se tiene? ¡Vaya si estarán contentos; ya lo creo! Ya saben por mí que eres joven, bien parecido, de buena nota, buena gente, y que tienes con qué pasarlo bien. A fe mía que serían descontentadizos si no les acomodase Diego Callado.

—Tampoco me llamo Diego Callado, —dijo éste—; me llamo Diego Mena.

—Lo mismo da, —respondió el arriero—; yo me llamo Curro Moreno, y nadie me conoce sino por tío Anda-mucho. ¡Hombre de Dios!, levanta esa cabeza; que eres un novio de los pocos.

—Tío Anda-mucho, me mira Vd. con muy buenos ojos.

—¿Y Pastora?

—¡Pastora... ya!, ésa me quiere y quien a feo ama, hermoso le parece.

—Vamos, vamos, Diego; Fray Modesto nunca fue guardián. Yo respondo: ánimo, y no seáis niño.

Apenas llegaron, cuando el tío Anda-mucho mandó aviso de su llegada a la familia de Pastora, y nuestros viajeros, habiéndose afeitado y vestido como correspondía a la circunstancia, se pusieron en camino para la casa de Pastora.

Tío Anda-mucho precedía triunfalmente a Diego, cuya bella presencia y buen aire llamaban la atención de todos los que lo encontraban. Iba más turbado que una joven de quince años.

—Tío Anda-mucho, —decía el uno—, no se hubiese metido en eso, si su recomendado no le dejase lucido.

—Al tío Anda-mucho, —decía otro—, las muchachas le van a rezar novenas como a San Antonio, si trae a menudo tales cargas.

—Tío Anda-mucho, —añadió un muchacho—, el viaje que viene, que no sean calzones, sino que sean enaguas.

—Haz que quieran venir, —contestó el viejo y jovial arriero.

Llegaron en esto a casa de los padres de Pastora. Era esta grande y buena: a la derecha de la entrada había una sala con dos pequeñas alcobas paralelas: unas sillas de paja con espaldar recto, alto y tieso, guarnecían las paredes; al testero se apoyaba una gran mesa de nogal, negra y brillante a fuerza de años; encima se veía un enorme velón de ocho mecheros, que brillaba como si fuese de oro. Al frente de la puerta de la calle, la desigualdad del terreno hacía preciso subir algunos escalones para entrar en la cocina, que era la pieza enque se habitaba. Una enorme chimenea ocupaba el fondo de esta pieza. En el techo colgaba una gran cantidad de jamones, chorizos, morcillas y embuchados que se curaban al humo. Una puerta llevaba a un corral, donde estaban el horno, los lavaderos, las cuadras y demás oficinas de la casa.

Cuando entraron, toda la familia, entre ella el alcalde, estaba reunida. Al ver tanta gente, el pobre Diego sintió un penoso mal estar. Pastora, retirada detrás de su madre, se sentía cual él mortificada; no porque cual él fuese tímida en sí, sino porque el amor ama el secreto como el ruiseñor la noche; y porque en todas las clases de la sociedad hay una delicadeza en el amor, que una mirada azora, un cumplido irrita, una chanza hiere, y una vulgaridad indigna.

No obstante, Diego y Pastora cambiaron una mirada, que les dio tanta felicidad, que su embarazo disminuyó, y su situación se les hizo más tolerable.

—¿Y mi compadre?, —preguntó el tío Anda-mucho, queriendo ante todas cosas presentar el futuro al padre.

—Ahora vendrá, —contestó su mujer—. No estaba ahí cuando avisó Vd. su llegada; no aguardábamos a Vd. tan pronto.

—Es que yo tenía un buen arriero, —respondió tío Anda-mucho, guiñando para señalar a Diego.

En este instante se oyeron los pasos de un caballo; poco después entró un hombre joven aún. Le hicieron lugar y se adelantó, llevando en una mano sus alforjas y en la otra su escopeta.

—Aquí tiene Vd. a su hijo, José Ramos, —dijo muy ancho y con la cabeza erguida el tío Anda-mucho—; pienso que hallará Vd. que Pastorcilla tiene buen gusto.

—Bien venido sea en esta casa, —respondió José Ramos, y tomando a su hija por la mano, añadió—: Aquí está mi hija: vuestra es, pues os ama. ¡Es lo que yo más quiero en este mundo! Y Dios os bendiga como os bendice vuestro padre.

Diego dio un paso adelante, levantó la cabeza, que tenía bajada desde que el tío Anda-mucho le había cogido por la mano, y miró al hombre cuyas palabras le habían conmovido.

Su mirada se clavó en él, y no pudo separarla. Una palidez mortal cubrió su rostro. Sus ojos se agrandaron, y expresaron el asombro y el espanto.

—Habla algo, —le dijo al oído el tío Anda-mucho—, no seas tan encogido, que esto pasa de castaño oscuro. ¡Van a creer que eres mudo!

Diego Mena estaba inmóvil; su rostro causaba espanto.

—¡Por vida del Dios Baco!, —dijo el tío Anda-mucho fatigado, viendo que todo el mundo se agolpaba con sorpresa alrededor de ellos—, ¡por vida del Dios Baco! ¿Qué ves en nuestro bueno, honrado y querido vecino José Ramos, que te pone hecho estatua como a la mujer de Lot?

—Veo, —dijo Diego con voz sorda, sin apartar su terrible mirada del padre de Pastora,— veo... ¡al asesino de mi padre!

Un grito general fue seguido de un silencio de estupefacción.

—¡Qué te atreves a decir!, —exclamó al fin el tío Anda-mucho—. ¿Estás loco?

—Que echen de mi casa a ese insolente loco impostor, —gritó la mujer de José Ramos.

—¿Impostor?, —dijo Diego con agitación convulsa—. ¡Vedle! ¡Miradle!, y ¡ved como él no se atreve a desmentirme!

José Ramos había bajado la cabeza sobre su pecho, y se apoyaba sobre su escopeta.

—Diego... —dijo el arriero, queriendo llevársele—, has perdido el juicio. Tienes una manía que descompone tu cabeza. ¿No ves todo lo extravagante y disparatado que es querer reconocer después de cerca de veinte años a un hombre que no hiciste sino entrever cuando eras chiquillo?

—¡Lo dije entonces!, —exclamó Diego Mena exaltado hasta el delirio—. De aquí a cien años, entre cien asesinos, reconoceré al de mi padre. Y él mismo lo dijo; ¿no es verdad que lo dijisteis? Lo dijisteis al apuntar la escopeta al pecho de aquel hombre honrado: «¡No hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague!»

Al oír estas palabras, la escopeta, sobre la que se apoyaba José Ramos, cayó al suelo, y él mismo hubiera caído, si su viejo compadre y otros no lo hubiesen sostenido en sus brazos.

—Ya lo veis, —prosiguió Diego con la misma exaltación—, no puede sostener la acusación. Alcalde, en nombre de la ley, os requiero de arrestarle. Ustedes sean testigos de que no puede negar el hecho. ¿No es verdad, asesino de Juan Mena, que reconocido por su hijo, no puedes negar el delito?

José Ramos quedaba anonadado.

—En el nombre del Dios de la verdad, yo, hijo de Juan Mena te pregunto: ¿Has matado a mi padre?

José Ramos se incorporó; levantó al cielo su pálido rostro, cruzó sus manos, y dijo con voz firme:

—¡Yo lo maté!

—¡Virgen Santísima!, —gritó su mujer cubriéndose la cara con sus manos.

—¡Sí, pobre mujer!, ¡has vivido engañada! Pero lo sabes; no fui yo el que te solicité. Sabes que rehusé cuando tu padre me ofreció a mí, pobre criado, el ser su hijo, y sólo cuando una pasión de ánimo amenazó tu vida, consentí en unirme a ti y hacerte feliz. ¡He cumplido mi palabra, mujer!; he hecho por lograrlo cuanto he podido; pero no me era dado borrar lo pasado, y lo pasado era, ¡gran Dios!, ¡el presidio!!!, y después un crimen...

—¡Presidiario! ¡Presidiario! ¡Justo cielo!!!, —murmuró su mujer, cayendo como una masa inerte, sobre una silla—. Las mujeres presentes la rodearon.

—¡Oh!, ¡llevadme de aquí!; ¡llevadme, y escondedme bajo de tierra!, —les dijo.

Se la llevaron desmayada.

Pero cual una joven leona, Pastora, vuelta en sí de su primer estupor, se había echado sobre su padre y puesto la mano sobre su boca diciéndole:

—¡Callad, callad, padre mío! ¡Os calumniáis, os perdéis! ¡Vos, mi tierno, mi amado, mi santo padre! ¡No!, ¡jamás, jamás habéis hecho, no habéis podido hacer cosa mala! ¡Mientes, mientes, vil calumniador!; ¡no ha muerto a tu padre!

—¡Hija! ¡Hija de mi corazón, —dijo José Ramos—, no puedo mentir! Sí, yo soy el que guiado por mi desesperación ¡le maté! Porque él, su Padre, me había perdido, y conmigo había perdido a toda mi familia; ¡porque él, su padre, me había quitado la mujer a quien amaba con un amor sin límites! Pero desde entonces no he tenido ni un solo día feliz, ni una noche tranquila. En mis coloquios con Dios, le decía que yo usurpaba mi bienestar. Siempre lo he mirado como un préstamo, que tendría que devolver el día que Dios asignase. Sabía que yo también tenía una deuda que pagar, que la justicia divina reclamaría. Ese día es llegado. Estoy pronto. Vamos, —prosiguió dirigiéndose al alcalde—, llevadme; acortad mi causa.

—¡No!, ¡no!, —gritó Pastora—, no os le llevaréis, no. No; eso es imposible, ¡imposible! Eso no será. ¿Acaso no sabéis que él es el mejor entre los buenos, el padre de los pobres, el modelo de todas las virtudes! Si le quitó la vida al que todo se lo había arrebatado, ¿por qué sería más criminal que aquél que le hizo más daño aun? Si una injusticia le envió a presidio, ¿por qué le deshonrarían como a un culpable? ¡Las señales de los grillos yo las borraré, padre mío, con mis lágrimas y cariños!

Pastora se había echado al suelo; abrazaba y cubría de besos y lágrimas los pies de su padre.

—¡Hija mía!, —la dijo éste levantándola y estrechándola sobre su corazón—. ¡Oh hija!, ¡dulce y sola flor que haya florecido sobre la senda árida de mi vida! Tú has sido mi única dicha, mi alegría y mi gloria; flor divina que debería brillar en el cielo con las estrellas; ¡y que yo, desgraciado, ajo con la deshonra!

—¡Die...go... Die...go!, —gritó la infeliz joven entre sollozos.

—Diego, —dijo a su vez el viejo padrino con lágrimas en los ojos y en la voz—; ten piedad de ella, desiste; di que una semejanza te indujo a error. Ve el interés general que inspira; desiste, en el nombre de Dios, ¡desiste!

Diego Mena, cuyo recuerdo y misantropía distraídos un momento por su amor, sufrían ahora una cruel y profunda reacción, respondió en voz sorda:

—¡Juré la expiación de la muerte de mi padre!

—Diego, —dijo Pastora arrancándose de los brazos del suyo, y cayendo a los pies de su amante—; ya que tanto amaste a tu padre, ¡debes saber cómo yo amo al mío! Por todo lo que has sufrido, ¡no quieras hacerme a mí sufrir dolores mil veces más desesperados aun! Diego, miente por generosidad, ya que mi padre no quiere mentir por honradez.

—Tuvo él piedad de su inocente víctima?, —dijo Diego sordamente y volviendo la cara por no ver a Pastora.

—¡Basta, hija!, —dijo José Ramos, levantando a su hija—, la vida no vale una bajeza.

—¡Anda!, —gritó Pastora, levantándose derecha y erguida; altiva y bella en su dolor como una lacedemonia—. ¡Anda, arrogante y satisfecho, pues trocaste los puros y dulces goces del amor por los nobles placeres de la venganza! ¡Anda! ¡Y ya que no has tenido piedad, puedan Dios y los hombres rehusártela, aquí abajo y allá arriba!

Aquella misma tarde fue empezada la sumaría del proceso de Manuel Díaz, conocido con el nombre de José Ramos. En su interrogatorio declaró su verdadero nombre y su crimen: añadió que después de haberle cometido, anduvo algún tiempo errante por la sierra nutriéndose de bellotas. Un día se halló cerca de un arroyo, muy crecido por las lluvias, el cuerpo de un hombre ahogado. Este hombre había echado su sombrero a la orilla opuesta antes de echarse a nado; en este sombrero había un pasaporte con el nombre de José Ramos, pobre soriano que venía a buscar trabajo a Aracena. Lo tomó, y en su lugar puso el que le fue librado en Ceuta. Este hombre fue enterrado en el pueblo inmediato como Manuel Díaz, presidiario cumplido, mientras Manuel Díaz llegaba a Aracena y bajo el nombre de José Ramos entraba a servir en casa de su suegro, en donde se condujo de manera que se hizo apreciar de todos y querer dela hija de su amo, sin pretenderlo ni desearlo.»

Dispénsame, sobrino, los detalles de lo que me queda que decirte. Bástete saber que Manuel Díaz, acusado de muerte a traición, hecha sobre un hombre indefenso, según él mismo confesó, fue condenado y ejecutado.

Cuando le trajeron a Sevilla, su hija, a quien la familia tenía encerrada por hacerlo así preciso su exaltado e insensato dolor, se huyó echándose por una tapia a riesgo de su vida y siguió a su padre a pie, hasta que su padrino que salió a alcanzarla, la halló a medio camino, echada debajo de un árbol, con los pies ensangrentados y medio muerta de dolor, de cansancio y de necesidad.

Se vio precisado a traerla a Sevilla; yo la recogí en mi casa. Pero a pesar de todo nuestro esmero y cuidado para dulcificar la horrible impresión de una desgracia que no se la podía ocultar, no la pudo resistir. Sus nervios destrozados le causaron una epilepsia incurable, y dicen es difícil el reconocer hoy día a Pastora la Serrana, la flor de la Sierra, en la miserable y pálida epiléptica que llaman la Hija del ajusticiado.

Por lo que toca a Diego a quien un terrible remordimiento y un destrozador pesar por su perdido amor, advirtieron tarde que había obrado mal, perdió su razón ya alterada. Puedes verle en San Marcos, donde está, y te dirá que le hacen verdugo sin querer él serlo. Allí los loqueros le pegan, y los curiosos se ríen de él, cumpliéndose así parte del anatema que sobre él pronunció la inocente víctima, de su inexorable resentimiento, de sus falsas ideas de justicia y necio orgullo, al creerse instrumento de expiación, cuando ésta sólo compete a Dios y la Ley.

Carta trece

Del mismo al mismo

Paul, querido Paul; si tú crees que en el mundo entero hay un hombre más feliz que yo, te engañas. De aquí a media hora salgo de Cádiz. No puedo decirte más; mi pulso tiembla, mi corazón me ahoga.

La carta que te envío, te enterará de todo. Adiós, te abrazo de corazón y quisiera abrazar al universo.

JAVIER.

Carta de don Bernardino Bueno a Javier.

Muy señor mío y dueño:

Hay cerca de ocho meses que hicimos un viaje juntos en diligencia. Usted recordará que todo el mundo se burló de una mina de que yo hablé y de la cual sólo Vd. tomó una acción.

No he querido hablar a Vd. sobre ella hasta el día en que mis esperanzas se hubiesen realizado. Este día es llegado; y con la mayor satisfacción y alegría, se lo hago saber.

Tenemos fuera de tierra una inmensa cantidad de mineral, y éste se halla ser tan argentífero que da la enorme cantidad de...

Hemos realizado una suma, de la cual tocan a Vd. cuatrocientos mil reales, que están depositados en la casa de Granada, y de los cuales puede Vd. disponer.

Como no tengo ni necesidad ni ambición de tanto dinero, estoy labrando con mi parte un capilla a la Virgen.

Me han encargado que ofrezca a Vd. un millón de reales por la de su acción. El sujeto que me ha hecho el encargo, me suplica encargue a Vd. que conteste cuanto antes.

Hágame Vd. el favor de decir a nuestros compañeros de viaje, si los viese, que es cierto que muchos se han engañado poniendo sus esperanzas en minas; pero que otros muchos han acertado, y dígales Vd., sobre todo, que nunca se engaña nadie poniendo su confianza en un hombre honrado.

Soy de Vd. etc., etc.

Bernardino Bueno, cura de...

FIN

Con mal o con bien a los tuyos te ten

Y sólo el hombre pervierte
sus justas obligaciones,
si no vence sus pasiones
como valeroso y fuerte.

(JUAN RUFO A SU HIJO).
 

Nosotros, insensatos, hemos hecho del matrimonio un miserable espantajo, que tratamos incesantemente de ridiculizar: ¡como si no fuera al contrario!

(JULIO SANDEAU).

I

Quien por los años de 183*** hubiese paseado por la muralla de Cádiz, ese paseo de piedra apropiado a aquella ciudad compacta, que parece haber salido de una cantera en una sola pieza, fuerte, bella y armada, como Minerva de la cabeza de Júpiter; quien en esa época hubiese pasado por el trozo que corona la puerta del mar, hubiera podido notar dos mendigos, que, arrimados al pretil, imploraban la caridad pública, más con su triste aspecto, que no con descompasadas voces. Era el uno soldado, según lo demostraban los restos de una casaca militar que llevaba; faltábanle ambas piernas, y sentado sobre un pedazo de corcho sujeto a su cuerpo con correas, se movía, merced a sus manos que apoyaba en el suelo. A su lado una mujer joven, pero avejentada, y conservando a pesar de su decaimiento un doble tipo de belleza, se cubría parte de su rostro con un pañolón desteñido por la intemperie, que llevaba sobre la cabeza, meciendo en sus brazos a un niño pálido y enfermizo como su madre; mientras el lisiado enseñaba a una niña de seis años aquellas palabras más apropiadas para mover el corazón del hombre, y aquellas bendiciones más adecuadas para incitarle a merecerlas; esto es, la hermosa deprecación: «¡Señores!, ¡por la sangre de Nuestro Redentor y por los pechos que le criaron, muévase su corazón a piedad hacia estos infelices, sin más amparo que el del cielo y el de las buenas almas! ¡Así Dios les libre de un malvado, de un testigo falso y de una mala lengua!» Y la pobre añadía suspirando: «¡y les dé salud para criar a sus hijos!»

Algunos ricos pasaban respondiendo así a este clamor de la miseria:

—¡Qué plaga! ¡Qué repugnante aspecto en un paseo público! ¿Por qué no habrá aquí como en otras capitales del extranjero, asilos forzosos para la mendicidad? ¡Qué atrasados estamos! ¡Miren Vds. eso; un ente así, casado y con hijos! ¿Debería eso permitirse? ¡Aquí todo anda como Dios quiere!

Pero otras buenas almas, —generalmente mujeres, clérigos o niños,— se paraban, y daban limosna.

—¡Ahí tiene Vd., —decían los primeros—, la limosna mal entendida, el ochaveo, el maldito ochaveo, que es el que mantiene a esos vagos, a esa lepra! ¿Y sabe Vd. por qué dan esos beatos? Para que los vean dar; por pura hipocresía.

Y lo que vosotros hacéis en no dar, detestables cancerberos de vuestro dinero, ¿cómo se llama?

La muralla que ostentaba tales hombres, que harían bueno, al socialismo, —si por fortuna no fueran raros y contados—, ostenta también otros seres encantadores, que a su albedrío ríen, saltan, corren, caen, se vuelven a levantar y a formar grupos, parecidos a los que forman los amorcillos en las escenas pastoriles de Boucher.

Estos seres son los niños, que primorosamente vestidos a la inglesa, envían sus madres, en compañía de sus amas, a esparcirse a la muralla, mientras éstas, sentadas en el ancho parapeto o en los escalones que separan unos de otros los cañones que asoman por fuera del recinto su formidable ojo negro, se entretienen en conversación unas con otras, sin perder de vista su rebaño.

Hacen allí, como es de pensar, gran papel los rosqueteros, los que, con sus canastos en las manos, pasan como una tentación viva por entra aquellas hordas lilliputienses.

Tenemos, por reata del pecado de golosina de nuestra infancia, afición a los rosqueteros, que nos parecen dulcísimos miembros del cuerpo social, a pesar de que, por una rara anomalía, suelen tener cara de vinagre. Aún hoy día nos parece que adornan mucho más graciosamente la muralla que no los soberbios cañones, y creemos infinitamente preferibles los anises de los primeros a los de los segundos. Ello es que son entrambos, los cañones y los rosqueteros, accesorios necesarios de la muralla de Cádiz: sin los niños, los rosqueteros y los cañones, pierde todo su prestigio y toda su fisonomía.

—¡Quero uno otro rosquete!, —dijo a su ama una rubita de tres años, cuyos rizos volaban al viento por sus hombros, debajo de una capotita de raso color de rosa.

—Y yo un merengue, —añadió su hermana, decana de la tropa, que ostentaba con dignidad siete años.

—No sería mejor, —respondió el ama envejecida en la casa, (pues lo había sido igualmente de la madre de las niñas)—, no sería mejor, pues ya os compré esas chucherías, que dieseis ese dinero a aquella pobrecita niña, que quizás hoy no habrá comido pan?

El ama tenía dos fines, el caritativo y el higiénico.

—¿Que no habrá comido pan?, —dijo asombrada la niña mayor—. Y sin volver siquiera la cara al incitador canasto del rosquetero, tomó los dos cuartos de manos de su ama, corrió hacia la pordiosera y le dio la moneda.

—¿Y tú, Lolita, no le quieres dar limosnita a la pobre?

—Quero uno otro rosquete, —respondió en tono decidido y firme la de la capota rosa.

El ama se lo compró.

—¡Quiere Vd., ahora, —dijo refunfuñando el viejo rosquetero—, que los angelitos de Dios dejen de comer dulces! Si eso sucediese, mujer de Dios, ¿de qué viviríamos nosotros? ¡Caramba con Vd., que desnuda a un santo para vestir a otro!

—¡Cicatera, golosa, mal corazón!, —decía entretanto la mayor a su hermana—; esa pobre niña no ha comido pan, y tú has comido muchísimo, y budín y postres. Anda, dale tu rosquete, corre; —y agarrándola por la mano, la llevó de remolque a paso redoblado hacia la pordiosora, le cogió la mano que llevaba el rosquete, y la puso en la de la niña pobre.

Ésta no se atrevía a tomar la dulce e incitadora ofrenda.

—Tómalo, tómalo, —dijo la niña mayor.

—¿Me lo das?, —preguntó la pobrecita con ese encantador tuteo de los niños, compañero de su inocencia.

—¡Sí, sí, cógelo, anda!

La pobrecita lo tomó tímidamente, diciendo:

—¡Dios te lo pague!

Toda esta escena había sido una sorpresa para la de la capota rosa, que no comprendía bien lo que pasaba, y a la que la veloz carrera a remolque había aturrullado. Pero apenas vio pasar su querido rosquete a manos extrañas, cuando abrió su poderosa hora, y se puso a berrear como un becerro.

—¡Qué fea estás! ¡Qué feísima estás!, —le dijo su hermana echando a correr y dejándola plantada enmedio de la muralla.

Entonces subieron los berridos al fortísimo, acompañados de un copioso aguacero de esas lágrimas que brotan y se secan en los niños instantáneamente.

El ama acudió, y también la pobrecita, que quiso devolverle el rosquete. Afortunadamente el rosquetero, que giraba alrededor del grupo de las niñas como un abejorro alrededor de las flores, acudió, atraído por una seña del ama. La de la capota rosa, metiendo su blanca manita en el canasto, con el mismo íntimo placer con que un avariento mete la suya en un talego de onzas, cogió un rozagante rosquete, en el que hincó, con triunfo y denuedo, las blancas perlitas que adornaban su boca.

Satisfecho su primer anhelo, el de la golosina, trató su señoría de satisfacer el segundo, que era el de vindicar el derecho sobre su propiedad, con ese apego y potestad sobre ella tan instintivo e innato, que han sido precisas toda la fuerza y autoridad del Cristianismo para crear el desprendimiento. Pero la niña, que era aún demasiado chica para comprender la dádiva, ni hacerse cargo de la necesidad ajena, corrió hacia aquella que graduaba de usurpadora de su rosquete y le aplicó bien aplicada, con todas las fuerzas de que podía disponer, una palmada en el brazo.

—¡Ah, pícara!, —exclamó sacudiéndola por el hombro su ama, que corrió tras ella—, ¿qué se entiende, pegar y pegar a una pobrecita que no te ha hecho nada? Pídele perdón ahora mismo, o si no, se lo digo a tu madre!

—¡Niña mala, niña mala!, —dijo su hermana—; pide perdón al instante a la pobrecita.

—No quero, —recalcó a voz en grito y con magnífico aplomo la culpable incontrita.

—¡Bueno, bueno! ¡Pegona, soberbia y arrogante!, —dijo su hermana.

Cierto que, si la de la capota rosa hubiese leído a Bernardo del Carpio, habría contestado lo que el moro contestó a aquél:

¡La arrogancia toda es mía!

Pero a falta de voces, expresó eso mismo en una altiva y firme mirada.

—¡Vaya!, pedir perdón a una mendiga, —dijo remilgadamente una niña de medio pelo, que lucía una peineta, un velo, el cual estiraba furiosamente, y un abanico, que parecía en sus manos un soplador de cocina.

—A todo el que se ofende, se pide perdón, —contestó el ama—; a eso las tiene acostumbradas su madre. Si te cuesta pedir perdón a un pobre, pizpireta, no le ofendas. Mis niñas saben que, sin perdón, está la ofensa siempre viva, y como una mancha en la conciencia, y que sin tener la conciencia limpia nadie puede vivir contento, sino que está dejado de la mano de Dios. Pero tú dile a tu madre, que en lugar de abanico, te compre un libro de doctrina, así perderás los humos, que a todos les están mal, mi alma; pero a los pobres, peor que a los ricos; ¿estás?

La niña a quien iba dirigida esta filípica, dio un nuevo estirón a su velo, y puso en movimiento acelerado, a un tiempo sus pies y su abanico.

—Pido perdón a la pobre, Lolita, mi corazón, —prosiguió en tono suave y suplicatorio la buena mujer—; si lo haces, te llevo a la Alameda, donde verás a tu mamaíta.

—¿Hay muca?, —preguntó la niña.

—Sí, hay música; la de la tropa.

Lolita volvió su carita que engarzaba la capota rosa hacia la niña mendiga y le dijo:

—Pedón, poecita. Y en seguida, como tanto en la senda del bien como en la senda del mal, el primer paso es el que cuesta, según dicen muy bien los franceses, dado éste, Lolita entusiasmada alargó su rosquete a la pobre niña, con el ademán y expresión de rostro de Escipión al devolver a Alucio su hermosa novia hecha esclava en Cartagena. Verdad es que faltaba al rosquete la mitad, y que el ansia de Lolita había sido mayor que su apetito.

A la noche la niña mayor refirió a su madre cuanto había pasado.

Esta señora, verdaderamente ilustrada, y que tenía los buenos sentimientos que la verdadera ilustración ennoblece y refina, tuvo un pesar real por la acción de su niña, y al día siguiente fue ella misma con sus hijas a llevarle a la pobre, ropa y socorros. Le gustó tanto la niña, que ofreció a su madre vestirla y costearle la escuela, y por eso hemos referido el anterior incidente, puesto que la impertinente palmada de Lolita tuvo para su pobre víctima incalculables resultados. Pero no anticipemos sobre lo venidero: preciso es saber antes de todo, quiénes eran aquellos mendigos que presentamos al comenzar este relato; y esto es lo que vamos a referir, si nos queréis prestar atención.

II

El día de San Juan del año de 1821, se notaba en el muelle de Cádiz un gran y alegre movimiento, debido a que era día de toros en el Puerto.

Presentaba seguramente dicho muelle una bella y animada perspectiva a los ojos; en cambio eran destrozados los oídos por una descomunal y destemplada gritería, con la que el barquero de la bahía de Cádiz abusa espantosamente de sus pulmones y de los tímpanos de los que le oyen. Ciertamente se debería poner coto, por orden de buen gobierno, a esta licencia de garganta, que, unida a la de expresiones, incomoda, aturde, escandaliza e indigna al público indígena y asusta al exótico.

—Señorito, —dijo uno de los patrones de falucho, que se agitaba, gritaba y se movía sin cesar, y cuya voz ya estaba ronca, a un joven, agarrándole por un brazo—, venga su mercé acá, mi amo; que en este mismo instantito doy la vela y pongo a su mercé en el muelle del Puerto en lo que canta un gallo, sin que haya siquiera notado que va surcando el charco...

—Y sin saber ni cómo ni por dónde, nuestro joven se halló sentado en el falucho, o, por mejor decir, preso en un pontón, pues una vez en el barco, ni se hizo a la vela éste, ni pudo volver a tierra aquél.

—Patrón, ¿hay buen viento?, —preguntó acercándose medrosa e indecisa una vieja.

—En popa, como un puntapié. Ande Vd., que nos vamos. Iza, Miguel. ¡Eh, vosotros! ¡A izar, a izar, que nos vamos!

Por de contado los marineros no se movieron, pero el patrón había cogido a la vieja por los hombros y la había empujado en el falucho, como un fardo.

Apenas bogaba el barco, cuando, conociendo la vieja que el poco viento que hacía era contrario, exclamó desesperada:

—Patrón, ¿no me dijo Vd. que el viento era en popa?

—Ya ha mudado.

—¡Si me acaba Vd. de decir que era en popa!

—Como que no tiene ajuar, pronto se muda, —contestó el patrón.

Servando Ramos —tal era el nombre del joven de quien hicimos mención—, hijo de un rico comerciante de Cádiz, había sido educado en Inglalerra; y a su reciente regreso a su patria, habiendo muerto su padre, se hallaba poseedor de una brillante herencia. Llevaba en su expedición el elegante traje de majo serio, que los jóvenes gaditanos habían adoptado para ir a los toros. Consistía en pantalón, chaqueta y chaleco, blancos y finos como los copos de la nieve; una faja de seda celeste ceñía su cintura; un pañuelo del mismo género y color rodeaba su cuello, pasando los picos por una sortija, en la que brillaba un solitario de gran valor; calzaba zapatas de rico ante, para semejar a las de vaca de los majos cruos; sobre su cabeza, que adornaba una ensortijada cabellera, llevaba un sombrero calañés algo inclinado a la derecha; en una mano una chibata visualmente pintarrajeada, y en la otra, (esto es, del conjuro) un abanico de caña o calaña, en que estaban reproducidos con los más primitivos rasgos del dibujo, el tío Nones, el tío Perniles y el tío Conejo, gitanos que vendían o habían vendido por las calles trébedes, tenazas y otros cachivaches, y cuyo tipo original se explota en el teatro hoy día con los tíos Caniyitas y otros personajes de zarzuelas y sainetes, que, si bien no serán tipos romanescos ni estéticos, son indisputablemente cómicos y genuinos.

Aunque, por su larga ausencia de la tierra de María Santísima, le fallase a Servando Ramos algo de la soltura y gracia necesarias para llevar bien el traje que vestía, (que sólo se adquieren en el país y con la costumbre de llevarlo), no obstante, sentaba este traje muy bien a su linda persona; tanto, que habría podido servir de modelo a un pintor que hubiese querido ilustrar con adecuados tipos una novela de costumbres andaluzas.

Fiel a los hábitos contraídos en el extranjero, Servando, lejos de mezclarse en la conversación general que sostenían los demás pasajeros, se recostó sobre el codo, y se puso a mirar hacia el mar.

Esta tiesura e incomunicación, que nace generalmente en los ingleses de su cortedad de genio y de los hábitos de su país, son en ellos cosas naturales, y no ofenden. Mas aquellos que en nuestro país imitan esto, sin que a ello les autorice la costumbre, ni los disculpe la cortedad de genio, se hacen insufribles, porque demuestran desdén. Ahora bien, de todos los insultos, ninguno hiere cual el desdén; pues que los demás insultos recaen sobre algo y nacen de una causa; pero el desdén germina y se eleva sin que se siembre, como la mala yerba.

Servando miraba la hermosa vista que a sus ojos se ofrecía, por no mirar a otra parte, y no porque le llamase la atención. Hay seres que a no moverlos una pasión, nada miran con interés ni detenimiento, a no ser su espejo cuando están ellos delante. Son los tales instrumentos sin melodías, en los que no vibra sino una sola cuerda. No obstante, la vista era magnífica y grandiosa, como todas las que ostenta en su composición el mar, que es la vista más admirable y conmovedora después de la del cielo. Aquel día uno y otro rivalizaban en esplendores; la atmósfera que entre ambos se movía suavemente, brillaba como un fluido cristal.

Veíase en lontananza a Rota, rústica jardinera, que con las manos llenas de frutas y de legumbres, es la primera en dar la bienvenida a los barcos, que cansados y exhaustos de la travesía del líquido desierto, llegan a los puertos recogiendo sus velas, como los pájaros sus alas al llegar a sus nidos. Mientras más avanzaba el falucho hendiendo las aguas, que en aquel día hermoso levantaban suaves murmullos y melodiosos gorjeos a su paso, más se iba destacando la imponente mole abandonada del castillo de Santa Catalina, detrás del cual se iba retirando modestamente Rota, cual si se volviese a sus huertas, a sus viñas y a sus melonares. El fuerto coloso se alza aún, haciendo frente al embate de las olas, aunque sin su vida de fuego y su corazón de bronce; como un valiente y fuerte centinela que, aun desarmado y herido, no abandona el puesto. Entró el ligero surcador de la bahía en el Guadalete, a cuya orilla izquierda se tiende y estira el Puerto de Santa María. Lo primero que a la vista se presenta, son sus magníficas bodegas, que surten a Europa de su mejor vino; y algo retirado de la orilla, ese circo magno, esa plaza de toros, teatro de la extraña y bárbara diversión, por desgracia anexa al nombre español. Añeja diversión, que el tiempo poderoso no embota, que la civilización no modifica siquiera; en la que sólo es necia y toscamente grande el hombre que por lucro expone su vida, e impiadosa e inhumanamente pequeños los que, sin riesgo y seguros, la aplauden y lo animan, sin poder socorrerle si sucumbe. Esto hace que tan repulsante regocijo no halle más disculpa ante el juicio de la razón, ni ante el sentir del corazón, sino la embriaguez que produce, trastornando al hombre que ambas cosas posee, entendimiento y corazón; como lo hace la embriaguez del vino. Quítese, pues, la causa para evitar el efecto, y así probará al mundo la España moderna que no cifra todo su pensamiento civilizador. en suprimir los monjes y dejar arruinar los conventos.

Servando, con su propensión inglesa al aislamiento, había venido solo a los toros del Puerto, lo que le privaba de disfrutar con todos sus accesorios de aquella afamada romería, como lo hacían los demás jóvenes que reunidos hacían el viaje, comían y paseaban. Así fue, que andaba las calles del Puerto, tan alegres y animadas en semejantes días, como pájaro bobo, según la expresión del país.

Llegada la hora de los toros, siguió al tropel de gentes que se encaminaban ruidosamente hacia la plaza; entró y se colocó cerca de un grupo de jóvenes gaditanos, en el que se hallaban varios conocidos suyos.

Servando, que fue muy pequeño a Inglaterra, nunca había visto los toros, y tenía inculcadas las ideas que infunde la educación en los países extranjeros, sobre la indisculpable inhumanidad que hay en maltratar y hacer padecer a los pobres animales, puesto que no hay sana razón que pueda admitir que los crease el Dios de bondad sólo para sufrir y ser víctimas del hombre. Sabía que en la ilustrada Inglaterra, en aquellas cámaras formadas de los hombres más notables del reino, que van a ellas por interés al país y no por el propio; sabía, decimos, que aquella asamblea de hombres superiores no se había desdeñado de discutir esta materia, formando benéficas leyes que ponen coto al bárbaro abuso del hombre sobre los pobres animales, que padecen el dolor físico y sienten la angustia moral, sin un amparo, sin un consuelo, ¡sin una compensación! ¿Qué es, Dios mío, toda la cultura del entendimiento sin la del corazón? Un brillante sol sin calor, una linda flor sin perfume, una bella voz sin modulaciones, un hermoso rostro sin lágrimas y sin sonrisas.

Así fue que, aunque no era Servando por cierto, una persona de sentimientos delicados y tiernos, ni tenía uno de esos corazones fervientes de caridad henchidos de compasión, que pasan por este mundo cruel como las ovejas por entre los abrojos, dejando, cual ellas copos de su suave vellon, lágrimas de compasión en cada espina, aunque no tenía sino las más sencillas y cotidianas ideas sobre la humanidad y cultura, al ver salir la acosada fiera y arrojarse cobre el primer indefenso caballo que, dócil al hombre, aguardaba a pie firme la espantosa embestida, al ver al toro destrozar sus entrañas, al ver al jinete en peligro de muerte, y que este atroz espectáculo era saludado por una algazara general, sintió todo su ser sublevarse, y se preguntó si estaba en alguna diversión o en una carnicería. Hasta su físico se resintió al ver por el suelo enrojecido de caliente sangre las entrañas de un animal, aún vivo en la doble agonía de la muerte y del espanto; palideció, y se levantó.

—¿Estás malo?, —preguntó uno de sus amigos.

Servando contestó afirmativamente, y se salió.

Alejóse de la plaza, entrando en el pueblo por aquellas calles, poco ha tan bulliciosas y animadas, ahora silenciosas y desiertas. Este silencio y soledad le hicieron bien al alma, cual lo hace un baño tibio a un cuerpo molido y cansado. Siguiendo rectamente la primera calle que se le presentó, que era la de Santa Lucía, se halló en la plaza de la Iglesia Mayor.

Posaba ésta grave y tranquila sobre sus gradas de piedra, como sobre un pedestal. Su vista causó al disipado joven un inexplicable sentimiento de bienestar moral. Nunca está el ánimo tan ansioso por sensaciones suaves y más dispuesto a gozarlas, como cuando ha sido conmovido por sacudimientos fuertes. Servando se sintió irresistiblemente impulsado a entrar en aquel lugar, cual el fatigado nadador a descansar sobre una firme peña, alrededor de la cual se agitan las olas del mar en su incesante movimiento. El templo estaba en aquella hora desierto; algunas lámparas ardían tranquilas ante las aras, cual vigilantes guardianes de aquellos lugares, derramando una suave y meláncolica luz, semejante a la de la luna, sobre los altares a que daban culto. En aquel silencio dulcemente solemne, ni aun sus propios pasos oía Servando: ¡tal era el instintivo respeto con que pasaba, cual una pequeña sombra, bajo aquellas augustas y elevadas bóvedas! Así dio la vuelta al coro, y, siguiendo la fila de capillas, que separan de las naves grandiosas verjas de hierro, llegó a la última, que está al frente y es colateral al presbiterio. Venérase en ella la santa imagen de María Santísima de los Milagros, patrona del Puerto, que lleva su nombre.

La reja estaba abierta, y así pudo entrar Servando en aquel hermoso santuario, asombro de dignidad y riqueza, como los labra y solemniza el culto católico en España.

Cuando estuvo en él, notó que no estaba solo. Ante el altar de la Señora había una mujer arrodillada, que con los brazos en cruz y el rostro alzado hacia la Imagen oraba como oran los que oprime el dolor o ahoga la angustia. Servando se paró. A pesar de ser un hombre de los más adocenados, sentía, por el concurso de extrañas y conmovientes circunstancias, elevarse su espíritu a la contemplación. —¡Qué contraste!, —pensó—, ¡ésta llora y reza; aquéllos se solazan con horror y ríen! ¿Cuál es, pues, el estado más perfecto? ¿No será el del dolor, que atrae a la criatura a los pies del Criador? ¿No son quizás un don de atracción las lágrimas si hacen levantar los ojos que bañan al cielo?

Tales escenas como la que hemos descrito se deberían presentar al hombre disipado, para hacerle pensar, pues hay muchos que pasan su vida en una continua actividad mezquina y estéril, sin caer en que el hombre debe pararse alguna vez y, separando su mente del círculo estrecho de intereses mundanos, elevarla a más altas esferas, esferas en que todos concordaríamos, y en las que se realizaría el bello ideal de igualdad y convergencia, si todos de buena fe nos esforzáramos para alcanzarlas.

De cuando en cuando, algún nuevo lance de horror suscitaba en el circo una de esas inmensas griterías, de las que en otros países no se tiene ni aun remota idea; la que con golpes, palmadas y silbidos forma ese aturdidor conjunto, extraño y anómalo, que es a un tiempo lúgubre y triunfal, asombrado y delirante, desatinado y lógico, divergente y compacto, compasivo e inhumano, aterrador e incitativo.

Servando notó que cada vez que bramaba esta tempestad de humanas voces llegando en su ímpetu a aquel augusto santuario, ante el cual hay una valla que respetan el ruido y el movimiento del mundo, aquella mujer arrodillada se estremecía y un acongojado gemido brotaba de su pecho.

Silenciosa y lentamente avanzó algunos pasos, arrimado siempre a la pared, hasta que pudo distinguir el rostro, que sólo miraba a la Virgen. Era una joven de correcto perfil griego, con ojos árabes; tipo que se halla con frecuencia entre las mujeres del pueblo andaluz; flores preciosas y delicadas y que por lo mismo, se ajan al primer contacto de la vida sin el concurso de los años.

En sus grandes ojos negros brillaban lágrimas, que corrían por sus mejillas aprisa, como corren las lágrimas cuando son muchas.

Al verla tan bella, debió redoblarse en el joven que la observaba, el interés que le había inspirado. La hermosura es un gran favor de la naturaleza, que expende a sus predilectas a unas para su bien, ¡a otras para su mal!

Oyose entonces en el silencio el ruido que producían las ruedas de una calesa, que en lenta vuelta tocaban contra las chinas del empedrado. Apenas llegó este ruido a los oídos de la arrodillada joven, cuando se levantó con desaliento, y con rápido paso, atravesando las naves de la iglesia, se dirigió a la salida. Servando, sorprendido de aquel brusco arranque, siguió a la joven, y se halló casi a la par de ella en las gradas de la colegial. Hallábase en este momento la calesa enmedio de la plaza; llevaba el calesero el caballo del diestro; en la calesa estaba sentado un picador; su cabeza estaba caída sobre el hombro; sus brazos pendían inertes a sus costados; su chupa de tisú de plata y sus calzones de ante estaban enrojecidos de sangre; una mortal palidez cubría su rostro.

El griterío se oía en la plaza, más vivaz, más animado, más atronador que nunca.

¡Qué!, ¡tan poco vale la vida de un hombre!, —respondió mentalmente Servando a aquellas alegres y exaltadas aclamaciones, mientras que a su lado resonó el grito más destrozador que puede lanzar pecho humano con la voz: ¡PADRE!!!, y la joven se precipitó hacia el carruaje, que apenas pudo el calesero parar a tiempo para que no fuese atropellada aquella infeliz, ciega y desatentada de dolor.

—¡Dios nos asista!, ¡es su hija!, —dijo el calesero conmovido por ese profundo respeto y alta consideración, que siente y demuestra el pueblo al tierno y santo amor a los padres.

—¿Está muerto?, —preguntó Servando, que había seguido a la joven.

El interrogado hizo un gesto que significaba que si no estaba muerto, en breve lo estaría.

¿Dónde le lleváis?, —tornó a preguntar Servando.

—Al hospital, —contestó el calesero.

—No, —dijo Servando—; llevadle a una posada.

—Y subiendo a la calesa a la infeliz hija, que estrechaba en convulso abrazo las rodillas de su padre, la sentó al lado de éste, que yacía sin sentido, y marchando junto al funesto carruaje, atravesaron las desiertas calles hasta llegar a una posada. En ella hizo Servando preparar un lecho al herido; mando a varios emisarios en busca de un hábil facultativo, y, ayudado por los criados, subió y acostó en el lecho al infeliz moribundo.

A pesar de que ninguna esperanza dieron los cirujanos, todos los medios de curación y de alivio fueron practicados por disposición y bajo la inspección de Servando, en vista de que el herido permanecía en un completo letargo, y su hija fuera de sí de dolor, incapaz de disponer nada.

Antes de proseguir, referiremos lo acaecido en la plaza al infeliz picador.

El tercer toro estaba inmóvil en medio de la plaza, en su reconcentrada ira. Veía pasar ante él a los chulos desplegando sus capas de visuales colores, como pájaros de diversos plumajes, sin hacer más que seguir a esos mezquinos y temerosos provocadores con una despreciativa mirada, clavando en seguida su negra y ardiente pupila en los jinetes, fuertes campeones que, con su lanza en ristre, se le presentaban como adversarios más dignos de sus poderosos bríos, y aguardando, como un hábil táctico y prevenido veterano, el ataque en que no se le pudiese escapar el enemigo.

Los picadores, que conocían el inminente peligro, aguardaban a su vez que los chulos trajesen a la fiera a la cercanía de un lugar de refugio en la inevitable catástrofe.

El caballo en que estaba montado el padre de Regla, se bamboleaba bajo el peso de su pesada carga, puesto que el miserable ser era de aquéllos que se denominan en los compte-rendus de estas cultas fiestas jamelgos, mosquitos, arañas, esqueletos y otros burlones y despreciativos epítetos, sin que jamás les proceda, el epíteto de pobres, que demostrase hay compasión en los corazones, como en un día de borrasca, tal cual rayo de luz entre los nubarrones, prueba que hay sol en el cielo.

Este estado de inacción, tranquilo y siniestro preludio del espantoso drama, se prolongaba. El público, ansiaba por el excitante y ameno desenlace, y cuantos insultos contiene el soez repertorio de groseros improperios y denuestos, eran lanzados por este público a los infelices picadores, hombres valientes si los hay, y pundonorosos en su oficio de toreros, tanto como el valiente militar en su noble carrera de las armas.

—¡A él, cobarde; a él! ¿Para qué te metes a picador, si te pega mejor la rueca que la garrocha?

—Bien se deja ver que no es el toro una caña de vino; que no te vas a él.

Estos apóstrofes y otros que no son para estamparlos nuestra pluma, ni para presentarlos a nuestros lectores, lanzaba el público a los picadores, como clavan los chulillos las banderillas a los toros para desatinarlos.

La algazara se hacía estrepitosa, y la autoridad, olvidando su misión, y abusando de sus poderes, mandó al padre de Regla que fuese a picar al toro.

Es sabido que en esta suerte, el toro debe ser el que tome la iniciativa, si ha de quedar en la lucha un medio de salvación a su contrario. El picador, con todo el derecho que le prestaban las leyes establecidas, protestó. Entonces el bárbaro instrumento de la cruel autoridad y del inhumano público, descargó un palo sobre las ancas del caballo, que asustado vapor aquella vocinglería infernal, abierta y ensangrentada la boca por el freno con que le sujetaba su jinete, y con los ojos vendados, partió desatinado y sin dirección, se echó encima de la fiera, cayendo traspasado el pecho por sus astas, y arrojando al picador sobre el lomo del toro, de donde rodó a sus pies. Éste bajó la cabeza, introdujo su asta por la ingle de su enemigo, y levantándole en alto, le presentó al público como un ligero trofeo, y como diciéndole: —¿Estáis contentos? ¿Os he divertido? ¿Me perdonaréis la vida por esta hazaña, con el fin de que propague mi casta para vuestro solaz? Después, como si le incomodase aquel colgajo, sacudió la cabeza; pero gravitando el picador con todo su peso sobre el asta, se le había estado introduciendo en el cuerpo hasta atravesarle y salir por la espalda, y siendo el asta curva, no lo despidió; así fue que permaneció el infeliz vivo en su cadalso. El toro entonces volvió a sacudir la cabeza, como para ensanchar la herida; después, bajándola y alzándola con violencia, lanzó a gran distancia a su víctima, que cayó en el suelo boca abajo como un costal de arena. Aquel hombre enérgico se levantó erguido, su lívido rostro estaba cubierto de sangre que vertía una herida que al caer recibió en la frente; alzó un brazo con el que señaló a la autoridad y al público, como citándoles ante el juicio de Dios; llevó la otra a la enorme herida, de la que a borbotones se precipitaba la sangre, y cayó al suelo para no volver a levantarse más.

Algunas voces de las gentes del pueblo se alzaron indignadas. En los demás, aquel homicidio, aquella atroz agonía, aquella solemne acusación y protesta de un moribundo, aquella terrificante responsabilidad ante Dios y la humanidad, todo aquel conjunto de asombrosos horrores pasó como un incidente, la fiesta siguió con la misma animación y el mismo regocijo. ¡Y os lavareis las manos diciendo que el torero se presenta voluntariamente! ¡No, no!, ¡que no se adormezca la conciencia con ese subterfugio! ¡No! Si no pagaseis con vuestro oro, sino animaseis con vuestros embriagadores aplausos a esos hombres, no habría toreros. ¿Decís que sois diez mil? ¡Inválida disculpa!, puesto que la sangre de un hombre se compone de bastantes gotas para que haya una que manche cada una de las monedas que habéis dado para costear ese sacrificio humano, y la culpa de la muerte de un hombre es tal, que aun repartida en diez mil partes, hasta la que os quepa, para que en su día os diga el gran Juez: «Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?»

Ésta es la ocasión perentoria de hacer una digresión. El autor tiene todo derecho para hacer cuantas quiera, así como el lector tiene el de no leerlas. El romanticismo, que define Victor Hugo diciendo que es la libertad en literatura, nos da derecho a hacer digresiones, así como se lo ha dado a Karr, tan querido del público, y a otros, que llaman novelas a un conjunto de digresiones diversas, y que a veces no tienen la más mínima relación con el fondo ni con la idea del asunto primordial, ni aun giran sobre puntos de interés ni de crítica. Empero la digresión que vamos a hacer es de un interés grande, trascendental, y tiene la más patente relación con el asunto,

En el periódico L'Artiste del mes de setiembre de 1853, hemos leído un articulito ligero y lleno de chiste, escrito por Teófilo Gauthier, en el que se entusiasma con toda la furia francesa, por las corridas de toros.

Lejos estamos de acriminar al señor don Teófilo su afición a los toros, que tienen, cual él, tantas otras personas apreciables por su mérito y distinguidas por su talento; y le agradecemos que, más justo que anteriores escritores, no condene a la nación entera al estado de barbarie sólo por las corridas de toros, sino que reconozca lo grandioso y fascinador de este espectáculo. Pero sentimos ver que después de tantos años en que los extranjeros han colgado a España sus corridas de toros como un sambenito, en el momento en que la opinion de las gentes cultas y de buenos y humanos sentimientos, principia a darse a luz contra ellas; cuando empiezan a caer en la prensa estas gotitas del agua pura de la moral, de la humanidad y la cultura, que a fuerza de repetirse y con el auxilio del tiempo, acabarán por filtrar el duro ladrillo; sentimos que escritores extranjeros, más españoles que los españoles, vengan haciéndose paladines de este espectáculo inhumano, cuando en España misma no los ha hallado en la prensa. ¡Tal es el buen sentido de esta nación, enemiga de la paradoja y llena de respeto a los sentimientos morales! Al leer aquel artículo escrito por uno de los hombres más cultos, de uno de los países más civilizados del mundo, no hemos podido menos de preguntarnos: ¿si será la decantada civilización de nuestro siglo, un fuego fatuo, un barniz, un dorado roulz, que cubre el hierro y no lo penetra?

De este artículo pequeño sólo copiaremos unas pocas líneas, que ponemos a continuación, aunque no sea más que para defendernos por nuestra parte del ridículo que echan sobre los que claman contra una diversión, que se compone de tan horrorosos hechos, y tiene moral y materialmente tan perniciosas consecuencias. Dice así:

«Dígase lo que se quiera; pero ese noble y católico desdén por la vida, tiene una grandeza que siente vivamente el pueblo, y que no podrán rebajar las sensiblerías lacrimosas de los retóricos (rhéteurs). Suprimid las corridas de toros, y ciertamente se hará un cambio grande en el timbre moral de la España. Ciérrense las plazas, y caerán los españoles en la inepta adoración de los castratos y de los tenores, en el insípido enervamiento musical, en la apoteosis de la arieta y de la cavatina; en lugar de España habrá Italia.»

¡Nunca hemos visto más, ni más brillantes paradojas acumuladas en menos palabras! Al ver hasta qué punto puede una rica y florida imaginación extraviar a un hombre de talento tan superior y de cultura tan distinguida, se pregunta uno si será la imaginación, cuando se emancipa de la razón, la sirena de los bellos cantos del mito griego.

¿De dónde habrá sacado Mr. Gauthier que el desdén a la vida sea católico? Equivocándolo con el ansia por el martirio de los santos mártires?

Llama Mr. Gauthier retóricos o declamadores a los que se han pronunciado contrarios a los toros. Nunca hubo epíteto peor aplicado, y la prueba está en los tres escritos que, bajo los auspicios de El Heraldo y reproducidos por otros respetables órganos de las opiniones reinantes, vieron la luz pública; fue el uno un grave y razonado artículo que resumía los perjuicios materiales de tan destructora fiesta; fue el otro una composición en verso que llena de chiste y de gracia, ponía en relieve todo el tosco ridículo de tan heterogénea reunión de hombres y de cosas; y por último, el tercero una sencilla llamada a los más comunes sentimientos del corazón, y a las más cotidianas nociones de cultura, escrito por la pluma que traza estos renglones. Ninguno de los tres necesitó acudir a la retórica, ni a su verbosidad y artificio, para exponer sus razones profundamente morales, altamente cultas, incontestablemente religiosas y humanas.

Suprimidas las corridas de toros, Mr. Gauthier no halla otro estado posible para España que el insípido enervamiento musical: en su opinión no hay alternativa. Los franceses pueden ser franceses; los ingleses, ingleses; los alemanes, alemanes, sin toros ni enervamiento. Pero España sin toros, está amenazada de una furiosa melomanía con todas sus más fatales consecuencias.

No nos detendremos ni cansaremos al lector con la refutación de éstos y otros parecidos asertos, que estampó sin duda el señor don Teófilo en la embriaguez de la alucinación, que causa al hombre de más mérito la fascinadora atrocidad. Pero no podemos menos de decir que creemos que todo hombre de razón y de buenos sentimientos debe anteponer a la atracción que arrastra hacia inhumanos espectáculos, la represión de los incultos instintos del hombre, el pudor de la moral, y la delicada decencia del buen gusto. La rienda suelta en las acciones, así como en los pensamientos, forma los calaveras de hechos y de ideas. Dice su paisano Desmahis, que el talento es como el oro: dale su valor el uso que de él se hace. Así es que la misión del hombre de talento crítico y escritor público, no nos parece que es adular las pasiones públicas y de la plebe, aunque en su fuero interno participe de ellas; sino que es más severa, más culta y más civilizadora esta misión, y creemos que tiene más mérito, más desprendimiento y mejor intención el que las combate. Hombres como Mr. Gauthier, a los que dotó Dios de un gran talento, lo deben emplear como faros, en seguras y floridas márgenes, y no como antorchas de saturnales. ¡Qué bien pensaba Condé cuando decía prefería un bon esprit a un bel esprit, esto es, la sensatez al chiste, lo que tan bien expresa nuestro refrán popular: más vale adarme de razón que libra de talento.

III

Volvamos a la cabecera del desgraciado agonizante, donde gemía su hija, a quien iba a dejar su muerte huérfana y desamparada.

Hasta entonces, cuanto había hecho Servando era la noble acción de un corazón generoso y compasivo. Pero, por desgracia, no era sólo la compasión la que le movía, y la que le detenía al lado del moribundo; era el encanto que tenía y la atracción que ejercía sobre él aquella hermosa y pura joven, tan interesante en su inmenso dolor, y tan abstraída por él, que ni aun se le había ocurrido rehusar ni agradecer los cuidados y la costosa asistencia que procuraba a su padre aquel bello y elegante desconocido. Servando había querido avisar la desgracia a Medinasidonia, pueblo de naturaleza del herido; pero Regla, —así se llamaba la hija del picador—, le había objetado que no existía su madre, y que no tenía ningún pariente cercano allí.

Servando, pues, en vista de esto, no quiso abandonar a la pobre desvalida. Rico, mimado por su madre y dueño de su voluntad, escribió a esta señora que agradándole el Puerto de Santa María, pensaba permanecer en él algunos días.

Servando era como son hoy día muchos jóvenes, que con una apariencia afectadamente fría, y erigiéndose neciamente en propagandistas del indiferentismo en todas materias, —indiferentismo desdeñoso que establecen como punto culminante de la superioridad moral del hombre—, siente, a pesar de sus teorías, una gran efervescencia sanguínea o nerviosa, sin perjuicio de su gran sequedad de corazón. Así fue que se apasionó de Regla. No obstante, al verla tan pura y tan cándida, tan amante de su padre, tan ciegamente abandonada a la caridad de un extraño, Servando no osó premeditar un plan, porque no era un malvado, ni era un seductor.

Ese horroroso tipo es desconocido en España, aunque lo nieguen aquellos que nos querrían al nivel de todo lo extranjero, hasta al de su más refinados vicios. Seductor de profesión no lo es en primer lugar ningún hombre joven: todo tiene que aprenderse en este mundo, ¡hasta la perfección en los vicios! Y por lo regular, el mal hombre que escoge una víctima para seducirla, es un hombre frío y gastado, que desea por atractivo, por vanidad o por testarudez, y no ama de corazón; que así, todo lo calcula y nada siente; y que gozando en triunfar y no en ser amado, hace derramar lágrimas premeditadamente y ofrece su amor como el asesino vil que envenena ofreciendo una emponzoñada flor.

Un incidente vino en breve a dar más vehemencia a la efervescente, aunque efímera visión, de Servando. Una mañana, que estaba sentado con la hermosa hija a la cabecera del moribundo, que yacía siempre sin conocimiento, se abrió la puerta y entró un mozo bien portado en traje de campesino, en cuya franca fisonomía, se veían el sello de la honradez y la entereza, de un carácter enérgico.

Al verle Regla prorrumpió en sollozos, exclamando:

—¡Sebastián, Sebastián!, ¡se muere! ¡Al padre de mi alma me lo han matado!

Pero Sebastián, estático, sólo contemplaba al elegante joven, sentado con tanta franqueza y libertad al lado de Regla.

Quizás en este momento, y no antes, Regla consideró claramente una situación que hasta entonces había visto confusa, al través de sus lágrimas. Levantose como asustada, y cogiendo a Sebastián, que permanecía inmóvil, por la mano, le arrastró tras sí al lado del postrado herido.

—Padre, —dijo acercándose a su oído—, aquí está Sebastián; Sebastián, vuestro sobrino.

El moribundo no dio señal alguna de haber oído.

—¡Lo ves!, —exclamó Regla torciéndose las manos. ¡No te conoce, no te conoce! ¡Se muere!, ¡se muere!

Entonces Sebastián, llevándose a la desconsolada joven al extremo opuesto del cuarto:

—¿Qué hace allí ese Usía?, —preguntó con la severidad de la honradez y la aspereza de los celos.

—¿Ése?, —contestó Regla—; si no fuera por eso, ¡qué sería de mí! ¿Acaso estabas tú aquí?

—¿Y necesitas, —repuso con reconcentrada indignación Sebastián—, quien haga mis veces cuando yo ausente esté?

—Yo no sé lo que ha pasado, —contestó angustiada la pobre niña—. Pero sé que nada podía yo hacer ni disponer; que él todo lo ha hecho por mi pobre padre, y que es un ángel que Dios me envió en mi tribulación.

—¿Un ángel, eh?, —dijo con rabiosa sorna Sebastián—. Mira, Regla: nada puedo decirte ahora, porque la garganta se me anuda; pero sábete y créeme: CON MAL, O CON BIEN, A LOS TUYOS TE TEN. Voyme, porque no soy dueño de mí, y no quiero que haya un desmán. Voy a hablar con el contratista de la plaza; dentro de una hora estoy de vuelta, y ten entendido que si he de entrar yo, ha de haber salido ese señorito; que aquí no hay lugar para los dos. O él, o yo; estás prevenida. Dueña eres de tu voluntad, que puñal no te he de poner al pecho para que a mí me la des. Pero ten presente, Regla, lo que a decirte vuelvo: CON MAL O CON BIEN, A LOS TUYOS TE TEN.

—¡Sebastián!, —exclamó Regla—, Sebastián, óyeme. —Pero Sebastián había desparecido sin añadir ni un adiós.

Regla se volvió ahogada en llanto a la cabecera del herido. ¡Padre mío!, —exclamó la pobre niña—. ¡Padre mío! ¡No os vayáis, no me dejéis desamparada!

—¿Qué tenéis?, —preguntó Servando.

—Es que no quiere volver.

—¿Quién?

—¡Sebastián!

—¿Y qué le hace?

—Mucho, señor.

—¿Pues quién es Sebastián?

—Es mi novio.

—¿Y le amáis mucho?

—¡No tengo más amparo que él!

—¿Y yo?

—No sois mi novio.

—Pero puedo serlo.

—¡Qué, señor!, los ricos no son novios de las pobres.

—¿Qué lo estorba?

—Aquello de que cada oveja con su pareja.

—Parejas son los que se aman, Regla.

—Señor, no hagáis burla; no es sazón hacerla de una hija a la cabecera de su padre moribundo.

—Es que no me burlo, Regla, pues te juro que te amo con toda mi alma.

—Eso no quita que queráis hacer burla de mí, señor.

—Sí tú me amases a mí, Regla, no serías tan desconfiada. Serlo conmigo, prueba que eres una ingrata.

—¡No soy ingrata, no, no!, —exclamó la pobre niña, que dio otro sentido a la frase—. Lo que os agradezco lo que por el padre de mi alma estáis haciendo, Dios lo sabe, que es el que conoce los corazones. ¡Ay, Jesús, Jesús! ¡Padre, no me dejéis desamparada!

Los sollozos desgarraban el pecho de la infeliz Regla.

Todos los corazones son accesible a la compasión en ciertas circunstancias, y más cuando el objeto que la inspira reúne a una situación destrozadora el encanto de la juventud y de la hermosura.

—¿Por qué te desconsuelas así, Regla?, —dijo con voz conmovida Servando—; ¿por qué ese desasosiego y congoja?

—Porque dice Sebastián que se va y no hace más caso de mí, si os halla aquí cuando vuelva, —contestó la atribulada niña.

—¡Y bien, que se vaya!, —respondió con rabia y desdén Servando.

—¿Y qué será entonces de mí?

—Una mujer rica y feliz.

—¿Cómo?

—Eso es de mi cuenta.

—Os equivocáis, señor, que es de la mía.

—Te doy desde luego, y por ahora esta posada, que está de venta.

—Yo no tomo regalos de un extraño, —repuso Regla con esa dignidad femenina, la más pura y la más noble de todas las dignidades.

—¿Me rechazas, Regla? Me iré, pues, —dijo Servando.

—¡Y qué otro remedio!, —exclamó la pobre niña, volviendo a verter un torrente de lágrimas que le arrancó la próxima separación de su bello y generoso protector.

—Dejarle ir a él, —contestó éste.

—Eso es una mala partida, señor.

—¿Y no lo es echarme a mí?

—No señor.

—¿Y por qué?

—Porque vos, señor, me dais mala sombra, y él, aunque pobre, me la da buena.

Servando, vencido en sus argumentos por la sencilla lógica de la honradez, dio indeciso algunos pasos por la habitación. Mil sentimientos diversos le agitaban. Su pasión exaltada por los celos, su orgullo ajado por verse echado de allí por un rústico campesino, la impresión de felicidad que le causaba la inclinación que dejaba traslucir por él aquella sencilla e ingenua joven, a quien dos hombres venían a acongojar a la cabecera de su moribundo padre: todas estas cosas le afectaron profundamente. Conoció que no había alternativa. Debía alejarse, o debía amparar honradamente a aquella inocente y bella criatura. Así fue que, después de un rato de reflexión prefiriendo como hombre débil y voluntarioso, lo presente a lo futuro, la satisfacción al sacrificio, Servando se acercó a Regla y le dijo con ese tono de sinceridad que no se imita:

—Regla, ¿quieres ser mi mujer?

Regla contestó con la misma sinceridad:

—¡Tanta dicha para mí!

—¡Tanta dicha para ambos!, —repuso él.

—Y acercándose al lecho del picador, asido de la mano de Regla:

—Vivid, —le dijo—, ¡vivid para vernos felices!

Regla dio un agudo grito, pues en aquel instante abrió el picador desmesuradamente los ojos, dio un gemido, y espiró.

Regla se echó sobre el exánime cadáver de su padre.

En este momento llegaba Sebastián. Servando le salió al encuentro y le atajó el paso.

—Murió, —le dijo, y alargándole un bolsillo de dinero, añadió: —disponed el entierro.

—El cuidado será mío, —respondió Sebastián sin tomar el dinero—. Y para costearlo tengo los medios; que no ha menester que se entierre mi tío de limosna.

Dio en seguida unos pasos para entrar en el cuarto mortuorio.

—¿Qué queréis?, —preguntó con sequedad Servando.

—Llevarme a mi prima.

—Es que me la llevo yo.

—¡Usted!, —exclamó Sebastián encendiéndose sus ojos como dos hogueras—; eso está por ver. Regla, al perder la sombra de su padre, no debe estar, ni estará, ¡por las llagas de Cristo lo juro!, sino a la sombra de su marido.

—Y así será, porque su marido soy yo.

—¡Usted!, —exclamó palideciendo el pobre joven. ¡María Santísima, qué desatino!

—Si desatino se comete, —repuso con altivez Servando—, estará de mi parte.

—¡De ambas, señor, de ambas!, —exclamó con dolor Sebastián.

—¿Y en qué fundáis tan insolente aserto?

—Lo fundo en que ha de ser Regla más infeliz que la nave que naufraga por llevar mucha vela; y Vd. como la que no camina a gusto por llevar a remolque un cuerpo extraño. Porque extraños sois y lo seréis, y siempre aconsejó el refran «que con mal o con bien, a los tuyos te ten», y dijo la sentencia «que a quien de los suyos se aleja, Dios le deja».

Diciendo esto se alejó Sebastián desesperado.

Servando depositó a la desconsolada Regla en casa de la hermana de la posadera, que era una mujer muy honrada, y mientras a su lado le prodigaba consuelos y halagos, Sebastián, con otro pariente y dos de la cuadrilla, llevaban sobre sus hombros el cadáver del picador al cementerio, último, tierno y respetuoso tributo de cariño y aprecio que da el pueblo a sus allegados.

IV

Algunos días después de las escenas que hemos referido, estaba Servando una mañana en su cuarto en Cádiz, echado sobre su sofá, pasando revista a un frac y chaleco que le habían enviado de Londres.

Estas remesas de vestidos enviados de Londres a los currutacos de Cádiz por los paquetes, sea dicho entre paréntesis, fue lo que les valió el nombre de paquetes.

Abriose la puerta, y entró un caballero francés, amigo suyo, sujeto que definiremos roué, como él se definía con complacencia a sí mismo, lo cual quiere decir liebre corrida. Es de advertir que esta liebre había sido corrida, no por vergeles, sino por bastos matorrales; lo que no impedía que vistiese con suma y aun exagerada elegancia, que no siempre están en armonía lo interno y lo externo.

Mr. Artur Folichon, éste era su nombre, no era el tipo del francés alegre, vivo, amable, chistoso, valiente, bondadoso, tan dispuesto a dar una estocada como un abrazo, tan apto para el placer como para el estudio, a los goces como a los sacrificios, a llorar con el triste como a reír con el alegre. No, ¡nada de eso! Mr. Artur Folichon era un francés parlamentarizado, serio, sentencioso, echándola de importante, aunque maldita la importancia que tenía. Estaba este ciudadano alzado sobre su opinión en todas materias, como sobre un pedestal. No creía en la infalibilidad del Papa pero creía en la suya, lo cual hacía honor a su despreocupación pero no a su modestia. Entre varias anomalías que ostentaba, era una la de detestar e imitar todo lo inglés, pero sobre todo la afición a viajar y a la ironía; en este ramo era una especialidad, y rayaba en lo sublime, como la gran cómica Mlle. Rachel.

Poco tiene la biografía de semejante sujeto: sólo diremos en globo que, habiéndole hallado a mano en una revuelta política un personaje, le dio una misión secreta y poco propia para salir a luz; que la desempeñó perfectamente mal; que el personaje, para quitarse de encima aquel moscón que podía zumbar desagradablemente, le proporcionó la regencia de un periódico, cuyos fondos desaparecieron con Mr. Artur Folichon, que se los comía en la agradable vida de touriste, esto es, viajero que viaja sin más objeto que el de divertirse. Soberbias existencias, llenas de boato y de goces, que hace brotar a centenares el siglo XIV por ensalmo, como transformaciones de comedias de magia, ante cuyo resplandor instantáneo se quedan algunos papamoscas con la boca abierta, incluso el que esto escribe.

—¡Oh!, —dijo al entrar—, por lo visto el Puerto es un Versailles poblado de Lavallières, Montespanes y Fontanges, puesto que no es posible que sean los ojos de los toros los que hayan detenido allí a un Lovelace como sois vos. ¿Habéis dejado a alguna ninfa del Guadalete vuestro corazón tierno y juvenil?

—¡Por qué no he de confesarlo!, —exclamó Servando con expansión—; ¡se ha fijado par siempre!

—¡Para siempre! Querido, ese aserto en punto a amores, y por regla general en todas materias, ha caducado con el despotismo y la Inquisición. Pour toujours, no se halla más que en los lemas de los sellos, con las florecitas, pensamientos y eternas, que han perdido toda actualidad y elegancia.


Ni jamais ni toujours
c'est la divise des amours.
 

—Me indigna, —repuso Servando—, que los indiferentes se burlen de un lenguaje que mañana les harán usar unos bellos ojos.

Mr. Folichon se levantó y dio algunos palos hacia un elegante botiquín que Servando había traído de Londres.

—¿Qué hacéis?, —preguntó éste.

—Quiero prepararos unas gotas de digital, —respondió el interrogado—. La digital es un medicamento que tiene la virtud de calmar la efervescencia de la sangre.

—No estoy malo, —dijo Servando.

—¡Oh, y de peligro!, —repuso su interlocutor—; tenéis calentura de más de cien pulsaciones por minuto.

—Si lo estoy, no quiero curarme.

—¿Sois, pues, feliz?

—Lo seré.

—Las esperanzas son los modestos goces de una virtuosa juventud.

—Sabréis, para que no creáis ilusorias mis esperanzas, que me voy a casar; pero es un secreto. No quiero que lo sepa mi madre.

—¿Casarse? ¡A los veinte y dos años!, ¡quelle folie! Pero locura que hace honor a vuestra moralidad. Sólo nosotros, los hombres de mundo, esto es, los corrompidos, como dicen las mamás, miramos con una detestable carga el santo vínculo.

De cierto que si la madre de Servando u otra persona sensata y sencilla hubiese estado oyendo a Mr. Folichon, hubiese tomado esta fina y graciosa ironía por una verdad de Pero Grullo.

—No tengo el mérito de casarme por moralidad, —repuso Servando—, lo tiene aquella divina criatura, tan imposible de seducir, como imposible de olvidar.

—¿Una Lucrecia? ¡Qué casualidad! ¿Hay muchas por aquí?

—Averiguadlo, —respondió Servando soltando una carcajada.

—Me guardaré, me guardaré, —contestó picado Mr. Folichon—; no me quiero exponer a dar con tan inexorable vestal, que me hiciese perder la cabeza hasta el punto que la habéis perdido vos. ¡Guarda, Pablo!, como dice mi Gil Blas cuando limpia las pistolas que me sirven para mis desafíos.

—Pues, amigo mío, cada cual busca la felicidad a su manera. Por mí, me uniré a aquel ángel, sin el que no podría hallarla.

—Buscad otra vez; el ángel ha pasado de moda; equivale a Cloris, y es espantosamente rococó.

—¡Si vierais qué bella es!

—¡Ya!, las feas no entran en juego.

—¡Qué pura y qué virtuosa!

—¡Ah!, ¡ah!, ¡tanto peor!

—¡Qué corazón tan amante!

—A los que tengo la más decidida antipatía.

—¡Antipatía! ¿Y por qué?

—Porque un corazón amante es el más despótico y egoísta tirano, es la caja de Pandora, es un manantial de lágrimas, un ventisquero de suspiros, un repuesto de exigencias, un arsenal de quejas y reconvenciones. Pero a todo esto, ¿quién es la dichosa?

—No me desdeño de decirlo: es la hermosa hija del picador a quien mató un toro en la corrida del día de San Juan.

—¡La hija de un picador!, —dijo sin alterarse el confidente de Servando. Una mesalianza es una cosa muy fashionable, amigo mío pero es muy tonta.

—¡Tonta!

—Sí, sí; es, como dice nuestro profundo Talleyrand, peor que una culpa; es una pifia.

—Es que vos hacéis del casamiento un asunto de cabeza, y para mí es un asunto de corazón.

—Ése es el lenguaje de una cándida y sentimental colegiala de Saint-Cyr.

—¡Ah! ¡Si la vierais!

—Por vista. Será una Venus; pero toda la belleza del mundo, no hace conveniente a un partido.

—Es la virtud misma.

—Cálculo, amigo, cálculo. Sois muy novicio, extremadamente novicio, mon cher.

Don Arturo Folichon se creía padre maestro, porque siempre pensaba lo peor. Muchos hay que tienen esa misma convicción y que suelen equivocarse en sus fallos, con lo Mr. Folichon en la referida circunstancia.

—Mi palabra está dada, —dijo resueltamente Servando para cortar una polémica que le era enojosa.

—¡Palabra a mujeres!, —exclamó Mr. Folichon alzando los hombros, allons don!!

—¡Me casaré, sí señor, me casaré!, —repuso exasperado Servando.

—Tened, presente, —dijo su interlocutor—, que es para toda la vida, según las sabias instituciones que nos rigen. Supongo que así como sois un tortolito en el amor, seréis un fénix en la constancia; un segundo Adán en el exclusivismo.

—Ello es, —contestó riendo Servando—, que no sería malo el poder renovar la mercancía cuando se avería o cuando cansa.

—Ved ahí por lo que no quiero casarme, —dijo el solterito de cuarenta años, el calavera rancio, el enamorado gastado, el mariposón valetudinario, el petimetre a régimen confortativo, arreglando delante de un espejo el casquete que adornaba su cráneo calvo y vacío. No me he casado, por no ser un mal marido; porque siempre perdiz hasta al obispo cansó, cuando se las hizo servir diariamente Luis XIV.

El señor Folichon colocaba en la misma calificación el estómago y el corazón, el paladar y los sentimientos; en lo que lógicamente seguía las inspiraciones de su escuela materialista.

—Creedme, mon garçon: desistid de esa locura, —prosiguió el consejero.

—¡Oh, imposible, imposible!, —exclamó Servando—, sin aquel ser encantador no puedo vivir.

—Pues haced un casamiento fingido, ya que sólo la grave ceremonia puede humanizar aquel dragón de virtud: eso es novelesco, y es un golpe digno de un legítimo D. Juan Tenorio, héroe poetizado, cantado, popularizado y admirado, y cuya gloria es imperecedera.

—Eso es una felonía, —exclamó Servando.

—Y vos, con vuestros grands mots y severos principios, un tipo de moralidad, digno de recibir el premio de virtud instituido en mi país por el benemérito, Mr. de Monthyon. Venid acá, inocente; ¿no veis que esa mujer, esa mijaurée, esa marisabidilla, os quiere arrastrar a cometer un disparate? Considerad que cuando se desengañe de la estratagema, estará hecha a la buena vida, y que con tal que se la proporcionéis, estará contenta, y habréis pagado vuestra deuda. No os faltará un ayuda de cámara que cargue con ella si la dotáis. Mon cher, celá se voit tous les jours.

—En otras partes puede, —dijo Servando—; pero aquí no.

—Pues es preciso, querido, —repuso Mr. Folichon—, que os despreocupéis y entréis de lleno en la senda de la libertad universal, de hechos, de sentimientos, de pensamientos, de palabras, de cultos, y sobre todo, de conciencia. Mientras la libertad no reine sola y universalmente, no hemos hecho nada.

Servando tenía una de esas naturalezas como por desgracia tienen muchos, que son semejantes a las materias absorbentes e inodoras, que se impregnan desde luego de la esencia de aquéllas con que se ponen en contacto; naturalezas fluidas como los ríos, impetuosas a veces, pero que siempre acaban por seguir la senda por donde se las quiere llevar. Por eso los buenos padres cuidan y deben cuidar tanto de las relaciones que hacen y de las sociedades que frecuentan sus hijos.

El amigo de Servando, no sólo logró con su perversa fraseología persuadir a Servando a cometer el más inicuo fraude, sino que le ayudó en todo a llevarlo a cabo, haciendo en esta sacrílega farsa de testigo y su bien adiestrado Gil Blas, de sacerdote.

Pasaron los presuntos esposos algunos meses felicísimos, que, fueron para ellos esa luna de miel, como llaman los alemanes e ingleses al tiempo que nosotros denominamos comer el pan de la boda, y que tiene su mayor encanto para los que se aman, en la dulce certeza que encierran aquellas palabras que horripilaban a Mr. Folichon, y son: ¡PARA SIEMPRE! ¡Cuán lejos estaba del amante y honrado corazón de Regla el falaz engaño de que había sido víctima! Pero digamos en honor de la realidad, puesto que los tipos enteramente malos son raros, y mucho menos cuotidianos que los enteramente buenos, digamos que Servando, que amaba a Regla, abrigaba el propósito firme de lo legitimar a su mujer e hijos, si los tenía, cuando faltase su madre. ¡Qué poco tienen presente los que difieren un buen propósito, un refrán que sabiamente dice, que por la calle de DESPUÉS se llega a la plaza, de NUNCA!

V

Sebastián, aquel hombre honrado que se había visto expulsar del lado de su prima por otro nuevo amor, y por la brillante e inesperada suerte que éste la ofrecía, siendo así que él la amaba con tan profunda pasión; Sebastián, herido en sus sentimientos, y abatido, no quiso volver a su pueblo: se contrató por sustituto en un regimiento, envió el dinero a su madre y se marchó.

La entrada de las tropas de la intervención francesa, que por aquel entonces se verificaba y ofrecía la perspectiva de una guerra, le afirmó en su propósito.

Servando, imbuido por su amigo en las ideas más ultra-exaltadas, se comprometió ostensiblemente en los sucesos que tuvieron lugar por entonces, que no es del caso referir y es triste recordar, como todo lo que son disturbios en una familia, tan feliz, tan gloriosa, ¡tan respetada cuando era unida!

Servando, pues, con su energía de fósforo, gritó, escribió, actuó, gastó e hizo cuanto es dable para ponerse en evidencia, y lo logró tan a deseo, que en cuanto el Rey salió de Cádiz, tuvo él que esconderse por no ser arrestado.

En cuanto al interesante Arturo, desde que se acercaron a Cádiz las tropas francesas, había desaparecido como por ensalmo.

Desde luego los amigos de Servando, le aconsejaron que emigrase por algún tiempo, mientras estuviesen vivos y activos los resentimientos, esos resentimientos con que cada partido recrimina al contrario, cual si estuviese libre de ellos. Se habló al capitán de un buque inglés, para que recibiese a su bordo a él y a Regla, de la que no quería separarse. La dificultad que se presentaba, era el cómo trasladarse a bordo, siendo Cádiz una plaza cerrada, cuyas tres únicas puertas se cierran de noche.

Está Cádiz minado por magníficos husillos, muy conocidos de los contrabandistas en grande, que en todos tiempos, a pesar de la vigilancia, han entrado por ellos contrabandos en escala mayor. Aun cuando están estas galerías subterráneas provistas de trecho en trecho de enormes rejas, se sabe superar este obstáculo cuando el interés excita la voluntad, atiza el entendimiento y triplica la fuerza del hombre; así es que dichas rejas han sido limadas cuando las circunstancias lo han requerido. La salida por un husillo fue, pues, el medio adoptado para la fuga de Servando, y se fijó una hermosa noche de luna para emprenderla.

En aquella misma noche, Sebastián, cuyo regimiento había venido de guarnición a Cádiz, estaba colocado de centinela en uno de los puestos de la muralla. La luz de la luna, que hace aparecer los objetos menos distintos y más bellos, como aparece el rostro de una mujer al través de un suave velo de gasa, daba a las hermosas y uniformes casas de Cádiz el aspecto de mármol. El mar parecía hallarse en uno de sus pocos momentos de completa calma y sentir placer en dejarse platear por la luna. Los barcos que poblaban la bahía estaban inmóviles, cual si estuviesen presos en un mar helado. Alrededor de la vasta ensenada yacían tranquilos los pueblos que la circundan como blancos campamentos de un dormido ejército. ¡Nunca la naturaleza preparó una noche más muda para el silencio, más tranquila para el sueño! Sólo oía Sebastián el ruido de sus propios pasos y el anhélito angustioso de su pecho, cuando tendía la vista en lontananza y la fijaba en el Puerto de Santa María, aquel lugar de funestos recuerdos, de acerbas memorias, en donde su destrozado corazón había aprendido cuánto dolor podía contener sin quebrarse y cuánta sangre podían derramar sus heridas sin dejar de latir.

—¡Allí, —pensaba—, allí está aquélla que tan pronto aprendió lo que nunca sabré yo, el olvidar su primer amor! Se deslumbró como mariposa cuyos ojos se presenta una luz. ¿Quemarase en ella, o será feliz? ¡Si siquiera supiese que lo es! ¡Si la viese una vez siquiera!

Pareciole en aquel instante que oía al pie de la muralla el chapaleteo de un remo que con precaución hendiese las aguas. Sebastián se paró sorprendido. El ruido, aunque lento, continuaba.

¿Qué podrá ser esto?, —pensó—, será algún pobre mariscador, que buscará mariscos entre las rocas que la marea deja a descubierto.

El ruido no era interrumpido y parecía acercarse.

La curiosidad movió a Sebastián a asomarse por una tronera. ¿Cuál no sería su sorpresa al ver que en una pequeña lancha que se había arrimado a la muralla, se preparaba a entrar un hombre, que una vez dentro, hacía señas a una mujer, que cual una sombra pareciole que salía de la base de la compacta muralla?

Sebastián creía soñar. No quería creer a sus sentidos, cuando una voz queda, pero que la completa calma hacía llegar distinta hacia él, pronunció estas palabras:

—No temas, Regla.

El corazón del soldado despertó sobresaltado y con todas sus pasiones al oír aquel nombre, cual el dormido león por la bala que le penetra.

—¡Regla!, —repitió, cual un apagado y lúgubre eco—. ¡Ella! ¿Es ella?

Saltaba en este momento la joven, de roca en roca, sostenida por la robusta mano del barquero.

El espesor de la muralla era tan considerable que Sebastián no distinguía bien toda la escena. Ansioso, fuera de sí, suelta el fusil y sube al ancho reborde que hace declive: el fusil suena con fuerza al dar contra la argamasa del piso; al oír aquel ruido la joven, que ya está sentada en la lancha, alza la cara, la que entonces alumbra la luna de lleno. Sebastián la ha reconocido. ¡Ella! ¡Es ella, la mujer que tanto ama, la que al fuerte empuje de los remos se aleja en aquella embarcación, que huye ligera sobre la superficie del mar, deslizándose pronta, como mi trineo sobro el resbaladizo hielo!

Un vértigo oscurece la vista y hace perder el equilibrio a Sebastián, que resbalando en el plano inclinado de la tronera, cae desde aquella inmensa altura sobre las rocas.

El infeliz se ha quebrado en la caída ambas piernas. No puede moverse y en vano implora su voz auxilio, en aquel paraje desierto: dos horas faltan hasta el relevo de los centinelas. Para colmar el horror de su situación, la marea empieza a subir, agitada e inquieta, y no descansará hasta que llegue a la muralla, cubriendo a su paso las rocas. Ya en su ascenso va golpeando las más avanzadas, con lo que hace imposible oír a distancia el clamor del desvalido. En vano los redobla: ¡nadie responde! Y el agua sube, sube, sin que poder conocido, sin que circunstancia eventual haya jamás detenido un instante, su periódica y pujante invasión! El infeliz ensaya el rastrear so sobre sus manos; ¡vano esfuerzo!, pues no puede arrastrar sus destrozadas piernas. ¡Y el agua sube sin detenerse, sin vacilar, sin descanso!, y llegará a su límite, pasando sobre el desvalido, fría, amarga, brutal, inexorable como la crueldad! Quiere, en su agonía, asirse a una roca más elevada que las que la circundan, no puede y cae con un gemido de dolor: ¡y el agua sube todavía! ¡Ya ha cubierto sus doloridas piernas; ya ha salpicado su pecho; ya murmura la sentencia de muerte en sus oídos! Entonces Sebastián, que era un buen cristiano y un hombre valiente, se resigna: cruza sus manos y levanta su corazón a Dios en actos de fe, pues en Dios cree a puño cerrado; en actos de caridad, pues a todos sus hermanos perdona y abraza en un último adiós; y en actos de esperanza, pues implorando y confiando en su misericordia, ¡en manos de su Dios entrega su alma!!! y en el horizonte asoma el alba, tranquila, suave y pura como si el día al cual trae de la mano, hubiese de dar la vuelta de este miserable globo, ¡sin alumbrar horrores y sin oír lamentos! Acompañábala una fresca brisa que henchía las velas de una fragata inglesa, mientras al compás de la monótona cantinela de sus marineros, levaba el ancla que aún la retenía.

Llegaba entonces a la bahía el Seronero del Puerto, esto es, el falucho que antes de abrirse las puertas, trae al muelle de Cádiz frutas y legumbres para su abasto. Los marineros divisaron al infeliz que había renunciado a la vida, le recogieron y llevaron exánime al hospital.

¡Qué cadena de casualidades eslabona a veces la fatalidad! ¡Acatémosla como piedra de toque, para no maldecirla como cruel enemiga!

VI

Había Servando, al llegar a Londres, alquilado una casa pequeñísima (y ponemos el superlativo porque allí son todas pequeñas). Estaba situada esta casa pasando Bedlam, que es el hospicio de los locos, y el jardín zoológico de Surrey, en el arrabal de Kensington, por ser menos caros allí los arriendos. Entrábase por la puerta de la calle (que en Londres están todas cerradas, como signo de inhospitalidad), en un corredor largo, que, al frente tenía una escalera angosta y de madera, como son todas allí, cubierta de un paño o lienzo de alfombra, que sujetaba en cada escalón una varita de metal. En el hueco de la escalera estaba la bajada de otra que conducía a la cocina, despensa y demás oficinas interiores, colocadas allá en sótanos, que reciben la luz por zanjas abiertas delante de las casas, por verjas de hierro. Ala izquierda del corredor había dos puertas: la primera era la de una salita cuadrada con dos ventanas a la calle; la segunda daba entrada al comedor, que tenía dos ventanas al jardín; jardín pequeñísimo, frío y estéril, en el que un solo árbol, triste como un cautivo solitario, delgado y lánguido, se estiraba, a fin de sacar sus ramas por cima de la tapia, buscando el campo. Arriba tenía la casa dos habitaciones, iguales a las de abajo, que servían de dormitorios. El tercer cuerpo se componía de boardillas, en una de las cuales dormía la sola criada que tenían.

Por las mañanas, según allí se acostumbra, llegaban a la puerta el carnicero, el panadero, el lechero, y el que traía la hortaliza; lo demás necesario para la vida y los géneros ultramarinos los traía la criada de una tienda vecina. En este local, que aquí llamaríamos tabuco (en lo demás, bien y cómodamente alhajado), instaló Servando a Regla, y en él permanecía completamente sola y aislada, porque hasta el mismo Servando, con motivo de la gran distancia del centro de la ciudad, no tardó en pasar todo el día fuera de su casa.

Cuando alguna vez se quejaba Regla suavemente de su completo aislamiento, eran los usos del país, el ignorar ella el idioma, y las pocas relaciones que aseguraba tener, suficientes pretextos a Servando, para convencerla de que no podía ser otra su vida de la que era, mientras estuviese en Inglaterra. Pero ¿quién podría explicar la profunda melancolía, ese, llamado por los suizos que de él enferman y mueren, mal del país, que se apoderó de la hija de la bella y resplandeciente Andalucía, en aquel país mustio y encapotado en sus neblinas, de la expansiva y afectuosa española, entre aquellas gentes esquivas y reconcentradas: gentes que despiden de sí cuando no conocen, cual si por cada poro arrojasen, al modo de la penca del cactus, una sutil púa? ¡Cuántas veces buscó la pobre niña separada de sus semejantes, la mirada de una vecina, joven como ella, cuya fresca y sonrosada cara asomaba bajo una profusión de dorados rizos, o la de alguna grave matrona, cuya blanca, tersa y serena frente, parecía el trono de la virtud clemente! ¡Con el corazón en ella, les salía al encuentro la dulce mirada de la reclusa, implorando una recíproca señal de benévola atención! ¡Mas era en vano! Las miradas inglesas no se fijan en nadie; lo que si bien tiene mucho de fría sequedad, tiene también no poco de circunspecto decoro. Pero esto no estaba al alcance de la pobre hija del picador, ni mucho menos podía figurarse que fuese el contacto con ella, uno de los casos que autorizan y hacen loable esa circunspección. Veíase, pues, sola y estacionaria entre aquel inmenso gentío en constante movimiento. Y nunca es más amarga la soledad, que enmedio del bullicio; no sólo por el contraste, sino porque de esta suerte pierde su dulce calma y su suave tranquilidad, sin una compensación.

Como por consuelo, tuvo Regla por aquel entonces una niña, cuyo nacimiento y bautizo pasó tan solitaria y calladamente como pasaban todos los demás incidentes de su triste vida.

A los tres años dio Regla un hermano a su hija, sin haber variado su vida en nada sino en el alejamiento cada vez mayor de su marido. Levantábase éste a las dos; salía a las tres, a cuya hora pasaba un ómnibus por su puerta, y no volvía a entrar en su casa hasta la madrugada. Así fue que este niño nació y se crió entre lágrimas, pues Servando, no sólo demostraba a Regla falta de cariño, sino un despego que tocaba en desdén.

En esta época había encontrado allí y se había vuelto a intimar Servando con Mr. Arturo Folichon, pues hay entes que parece pone el mal Espíritu en la senda de los que quiere perder, en los momentos oportunos para ejercer su maléfica influencia.

El señor Folichon había querido visitar a Regla. Pero Servando había sabido sustraerse a esta exigencia, porque en los hombres de mucho amor propio, sobreviven los celos al amor, y Servando conocía a un tiempo que Regla era una rara belleza y el señor Folichon un hombro corrompido, que ignoraba absolutamente lo que era respeto en concepto alguno. Menos corrompido que él, era Servando más vicioso. Juntos jugaban en las odiosas casas de juego. Servando se arruinaba y su amigo, siempre impasible, nunca perdía. Juntos bebían; pero jamás se privaba el ex-agente. En sus bajos amores, nunca prodigaba éste su dinero, ni sus halagos; y mientras el egoísta calculador andaba boyante dándose tono, y con ínfulas de diplomático, comprando cosméticos, Servando había destruido a un tiempo en aquella gran Babilonia, su salud, su caudal, su juventud, su honra y su bella parte moral, y descendido gradualmente a la ignominiosa cloaca a que conducen los vicios. Habíase efectuado este fatal descenso, empezando por despreocupado, y acabando por cínico. Así, aquel joven tan bello, tan rico, tan querido, que había sido la gloria y la esperanza de sus padres, arruinado, exhausto, embrutecido y mortalmente enfermo, fue preso un día por disposición de sus acreedores y detenido en la prisión por deudas, The Fleet.

Dos días había que Servando faltaba de su casa. La pobre Regla lloraba, aunque no era ésta la primera vez que había sucedido: pero ¡temía!, temía instintivamente algo.

Tenía una mañana su niño en brazos y, para dormirle, le cantaba en suave y triste voz las estrofas siguientes de una antigua letrilla que recordaba:


Que no quiero amores
en Inglaterra
porque otros mejores
tuve yo en mi tierra;
que cuando allí vaya,
¡a fe, yo lo fío!,
buen galardón haya
del buen amor mío;
que son desvarío
los de Inglaterra,
¡pues otros mejores
tuve yo en mi tierra!
 

Su canto acabó en lágrimas; pues Regla, cual un pájaro de clara y brillante atmósfera, había perdido en aquella tan fría y tan densa en que vivía, sus alegres gorjeos y ligeros voleteos.

Abriose en aquel instante la puerta y Regla fue agradablemente sorprendida por la vista de un antiguo amigo de su marido, que éste había escogido por testigo de su casamiento. Así fue que le hizo una cordial acogida.

Mr. Folichon, pues él era, manifestó a Regla, con expresiones harto familiares, que la hallaba embellecida y más linda que nunca. Preguntole en seguida, si le agradaba aquel país y si no echaba de menos el suyo. Al oír nombrar a España, los hermosos ojos de Regla se llenaron instantáneamente de lágrimas.

—Esto os parece muy triste, —dijo su visitante—; es natural. Aquí, en lugar de naranjas, hay patatas; en lugar de vino, cerveza; en lugar de sol, gas; en lugar de guitarra, maquinarias, y la hija de las riberas de la bahía gaditana, que es el trono de la luz, no puede aclimatarse en el país de la triste oscuridad; así, es una inaudita barbarie el dejaros tan sola.

—Me acompañan mis niños, —dijo Regla, mirando a su hija sentada a sus pies sobre la alfombra, y a su hijo, dormido en la cuna.

—Esto no basta, —repuso el visitante—; a vuestra edad se desea disfrutar de otras compañías; de simpatía y de amor; del mundo y de sus placeres.

Mr. Folichon, diciendo esto, se acercó a ella atrevidamente y añadió:

—Siempre he sido vuestro apasionado, Regla. No os lo he podido demostrar, porque Servando, con sus feroces celos españoles, os ha tenido secuestrada de todo trato, con lo que os ha proporcionado una vida triste y descolorida. ¡Oh!, yo haré vuestra existencia brillante y divertida; no languideceréis oscura y solitariamente. Erguid vuestra cabeza, quebrad vuestra cintura, colocad un puñal elegante en vuestra liga, y os prometo que, la bella andaluza, hija de un picador de fama, la adquirirá europea bajo mis auspicios, sólo con esa mano que Servando desdeña.

Regla apoyó el pie en el suelo, y con este empuje hizo retroceder el sillón de rodajas en que estaba sentada a una conveniente distancia.

—No quiero, ni deseo más amor que el de mi marido, —dijo—; más compañía, ni más distracción que la que me proporcionan mis hijos.

—¿Pero acaso poseéis el amor de Servando?

—¿No lo había de poseer su mujer, la madre de sus hijos?

El señor Folichon se echó a reír. —Vamos, Regla, —prosiguió—, descended de vuestros zancos al terreno llano de la realidad y contestadme a la proposición que os he hecho.

—¿Os olvidáis, señor, que estáis hablando con una mujer honrada, que lo es de un amigo vuestro?

—¿Con la señora de Ramos, eh?

—Con la mujer de don Servando Ramos.

—¿Habláis formal, cara de rosa?

—Habéis venido a insultarme?, —exclamó indignada Regla—; ¡esto es inaudito!!

—No, no; he venido, como vienen los buenos amigos, en la necesidad; y cuando puedo seros útil.

—¿Desbarráis?

—No desbarro; pero desbarro sería en vos desechar la suerte que os brindo. ¿Amáis, pues, tanto a ese perdido que no hace caso de vos? ¡Vamos!, ¡si no hay como tratar mal a las mujeres, para tenerlas sumisas, amantes, fieles y satisfechas!

—No se trata de si estoy satisfecha o no; se trata de mi deber. ¿Úsase acaso en Francia que las mujeres abandonen a sus maridos?

—Maridos como el vuestro, sí.

—Pues las españolas no abandonan ni a los buenos ni a los malos.

—Pero, señora, un marido como el vuestro, es de quita y pon, y no incurriréis en el delito de bigamia por tomarme a mí en su lugar.

—No os comprendo, ni sé lo que queréis decir. Lo que sí sé es que deseo que concluyáis tan escandaloso tema.

—Pero ¿será posible, —repuso con impaciencia su interlocutor—, que hace tanto tiempo viváis, como el primer día, en el error craso de creer a esa buena pieza de Servando vuestro legítimo marido?, ¿que tengáis aún aquella farsa, en la que por complacerte hice el papel de testigo, y mi ayuda de cámara el de sacerdote, por lo que vosotros los religiosos llamáis un santo sacramento y la pulcra ley un contrato indisoluble? ¿Os fingís ignorante, o lo sois realmente?

Regla, al oír estas palabras, por un violento impulso se había puesto de pie; pero faltándole las fuerzas para sostenerse, se apoyaba con una mano en el brazo del sillón.

—¡Famosa actriz!, —pensó el señor Arturo contemplando aquel rostro lívido, aquellos ojos asombrados y el temblor nervioso que se iba apoderando de la infeliz—. Conque, —le dijo—, ¿qué determináis? ¿Seréis por más tiempo, con vuestra belleza y juventud, la víctima de ese déspota?

—¡Salid!, —dijo con honda y ahogada voz Regla.

—Y ¿acaso sabéis que Servando está en The Fleet preso por deudas, y que no tenéis a quien volver la cara?

—Dejadme y alejaos, —tornó a decir la infeliz con sus trémulos y descoloridos labios.

—Tened presente, —prosiguió el buen amigo—, que en Londres no tendréis, como en vuestro país, el Mesón de la Estrella que a todos cobija. El de aquí, cuyas estrellas son de gas, es un soto vedado. Cuando os echen de esta casa el día que no la paguéis, seréis severamente perseguida por vaga.

—¡Idos, idos!, —gritó en su desaliento y desesperación Regla—; ¡idos, o pido socorro!

—Vamos, hermosa ¡cachaza!, como se dice en vuestra tierra, —repuso su interlocutor—; no os exaltéis, ni irritéis vuestra sangre; que eso hace criar mala tez, y la vuestra ha ganado mucho con las frescas nieblas del Támesis. Dejaré que se calme esa vuestra sangre andaluza mousseuse como el vino de Champagne, y volveré cuando estéis más serena y en disposición de apreciar lo que en vuestra situación vale un amigo; —y se levantó.

Cerca de la puerta se volvió y añadió:

—Lo primero que debéis hacer con esos niños... —el señor Arturo iba añadir: «es llevarlos a un hospicio», pero al notar que Regla había cogido a su niña en uno de sus brazos, y que echada de rodillas ante la cuna apretaba con el otro a su hijo contra su pecho, salió murmurando:

—No es sazón ahora. Vamos, estas españolas son energúmenas en toda especie de amores. Dejemos pasar la ráfaga. La necesidad me la traerá atada de pies y manos.

¿Qué extraño es que aquel hombre vagabundo, sin casa ni hogar, sin lazos domésticos, no comprendiese siquiera los hermosos sentimientos de los vínculos santos de familia?

Regla no tenía hacia su marido uno de esos amores obstinados, que ningún comportamiento entibia, que ningún desvío aleja, y que ninguna repulsa rechaza: amores que por cierto no nos simpatizan, porque no nos gusta el amor que es ciego, ni el que se impone a la indiferencia. Pero si no amaba ya con ternura y pasión al hombre cruel y vicioso que la había abandonado, le conservaba un profundo apego, pues era su marido y el padre de sus hijos. Todo lo hubiese sacrificado por él, y conservaba la esperanza, que tienen las mujeres virtuosas casadas con calaveras, de que la vejez, los padecimientos o las desgracias les volverán a traer a los extraviados, recibidos entonces por ellas como hijos pródigos. ¡Cuántos casos de éstos se hallan! Pero el mundo ni los ensalza, ni repara siquiera en ellos: miles de plumas se emplean en poetizar los sufrimientos y combates de la indigna mujer adúltera. Pero, ¡cuán pocas en pintarnos el común, aunque sublime tipo de la mujer de virtudes domésticas!!

—¡Madre, madre!, —repetía la niña abrazando a la inerte Regla.

Pero Regla no respondía.

Entonces la niña empezó a llorar con corazón encogido.

Al oír el llanto de su hija, Regla sacudió su postración y tomó a la niña en sus brazos con apasionado cariño. —¡Pobre mía... pobre mía!, —exclamaba ahogada en sollozos—. ¡Pobre mía! ¡Qué suerte te han hecho tus padres! Tu madre te deshonra; tu padre te reniega. ¡Extraños pasaréis en la sociedad, hijos de mi alma!; porque en ella no os proporcionaron lugar los que os dieron el ser. Huérfanos morales, sin nombre, sin raíces, sin filiación ni consanguinidad, sin más amparo que el de vuestra pobre madre; ¡que nada os puede dar, nada sino la sangre de su corazón!

Regla se hizo desde luego cargo de su situación y de su completo desamparo; sabía de atrás que Servando caminaba a su ruina; que despegado de ella y de sus hijos, enfermo, estragado y embrutecido por los vicios, y por último, encarcelado, nada haría ni nada podía hacer por ella. En breve sería expulsada de la casa; ¡en breve no tendría pan para sus hijos! A una sola persona conocía en aquella inmensa Babel, ¡y esta persona sólo se había acercado a ella con el fin de abusar de su desgracia! Pero Regla tenía aquella energía innata en las almas honradas, que les da el noble valor de arrostrar la vergüenza para huir del oprobio.

—Acudiré, —pensó—, a su familia, para que ampare a estos inocentes, ajenos a la infamia de su padre, y si me rechazan, alargaré la mano para mantenerlos, a la caridad pública allá en España, donde no hay una inhumana ley que lo prohíba. ¡Oh España, madre mía!, ¡muera yo en tu suelo, y ampara a mis hijos!, —exclamaba, asiéndose su alma a su última esperanza.

¡España!, país benéfico para los necesitados, en que la pobreza anda libre y honrada como la vejez, y en donde se halla el magnífico tipo del pobre altivo, no porque conozca la modernamente vulgarizada palabra de dignidad del hombre, sino porque sabe las antiguas y rancias máximas y sentencias cristianas, tales como éstas:

«No hemos de socorrer a los pobres como a necesitados, sino rogarles como a patronos e intercesores.»

«Más merced te hace el pobre en recibir tu limosna, que tú en dársela.» (Lo que quiere decir que el provecho espiritual es para el que da.)

«Cuando un pobre te pide limosna, considera a Jesús que te dice: Dame lo que te di.»

¡España!, conserva tu religiosidad como antorcha de Dios; mientras que todas las que encienden en otras partes los hombres, son fuegos fatuos, mudables, inconsistentes y sin calor.

Tres días después recibió Regla por un elegante groom (especie de paja caballista) la siguiente esquela:

«Servando ha sucumbido anoche de unas calenturas tifoideas; estáis pues, libre, pero aun más desamparada que antes. ¿Rehusaréis todavía el amparo con que os brinda un hombre que os ama?

ARTURO FOLICHON.»

Regla hizo entrar al enviado; le presentó la esquela, que en seguida echó sobre las brasas de la chimenea y le hizo seña de que llevase esa respuesta a su amo.

VII

Pagó Regla un sincero tributo de dolor a la muerte de aquél que tan inicuamente la había engañado; pero que había sido su tierno amor y el padre de sus hijos, y pensó en poner cuanto antes por obra la determinación que había tomado de volver a su patria. Vendió para el efecto cuanto tenía, por medio de la criada; acudiendo en seguida al cónsul español, que compadecido de su desamparo, de su falta de saber y experiencia, se encargó él mismo de proporcionarla su pasaje a bordo de un buque mercante inglés de los que hacen la travesía de Londres a Cádiz.

El capitán de este buque era una masa estúpida e inofensiva, que en toda la navegación dio cuenta de su persona; tomó el meridiano, mandó la maniobra, comió con buen apetito carne salada y patatas, durmió profundamente como angelito proporcionado a la cuna y a las mecidas que le arrullaban el sueño, y no habló una palabra.

Quince días duró su largo y penoso viaje; quince días en que las más amargas penas y acerbos cuidados asaltaron sin cesar el corazón de aquella infeliz mujer, con la misma constancia con que las amargas olas del mar asaltaban al barco, a quien no dejaban un momento de sosiego.

Al llegar a Cádiz se destrozó aun más dolorosamente su corazón, pues en Inglaterra sólo dejaba recuerdos de sus desgracias, pero aquí hallaba todos los de su corta felicidad.

Al saltar en tierra, trémula y avergonzada, se cubrió la cabeza y parte del rostro con un gran pañolón; tomó a su niño en brazos, a la niña de la mano, y con el corazón palpitante se dirigió a casa de la madre de Servando. Pero aquí la aguardaba un nuevo desengaño: la madre de su marido había muerto. Entonces Regla se presentó al marido de la hermana de Servando, hombre muy rico, pero tan positivo, que sin documentos ni papeles legalizados, rehusó reconocer en ella a la mujer y en los niños a los hijos de su cuñado, a quien calificó de disipador, de mala cabeza, de vicioso, añadiendo que había hecho muy mal en tener queridas, y mucho peor en quedarle a deber unos cuantos miles de reales que salía alcanzando en la cuenta de la testamentaría; que así, era justicia distributiva la que le había arrestado en Londres por deudas.

Regla salió de allí aterrada. ¡Era cierto que la infeliz, ni un documento, ni siquiera una carta tenía que presentar en comprobación de lo que decía! ¡Estaba perdida! ¡Hundida en la más profunda miseria!

Si Servando hubiese muerto en su país, con un sacerdote a la cabecera que le ayudase a bien morir, ciertamente que en el lecho de muerte se hubiese casado legalmente y legitimado así a esas pobres criaturas. De esta suerte, aunque hubiese disipado todo su caudal, les habría proporcionado, además del nombre y del nacimiento, el amparo de su pudiente familia, y dado el derecho a herencias que en lo sucesivo pudieran haberles tocado. Mas nada de eso había sucedido; ¡y Servando había muerto solo, sin consuelo, sin guía, sin solemnidad, cara a cara con el horripilante esqueleto que tan propiamente simboliza la muerte!

Nos hemos valido de la frase vulgar de bien morir, porque cuando más queremos elevarnos para pintar en su exacta luz los más altos puntos de la religión católica, tenemos que acudir, con preferencia, a las voces e imágenes de que se sirve la cultura literaria, a las expresiones comunes y usuales de que se sirve el pueblo español, pues ningunas expresan la idea católica con más propiedad, concisión, exactitud, profundidad, poesía y elevación.

El cuñado de Servando vivía frente a la muralla. Al salir de allí Regla, sin saber qué hacer, ni atinar dónde refugiarse, huyendo de las gentes que se cruzaban en las calles con la febril agitación comercial, se subió por la primera rampa o escalera que se le presentó a la muralla. Era por la mañana y estaba este paseo de la tarde casi desierto. Regla andaba desatinada. Su misma angustia la hacía no poder estar parada, y así seguía andando, llevando siempre en brazos a su hijo, débil y macilento, y teniendo de la mano a su niña, que no había probado aún bocado y le pedía pan. Sus ojos ardían con el fuego de una calentura lenta que minaba su vida, y era hija de la tisis, mal que tan fácilmente se adquiere y desarrolla en la fría y variable atmósfera inglesa. Su pecho se partía de dolor a un tiempo físico y moral. ¡Cuánto había decaído, cuánto había envejecido aquella pobre joven en pocos meses! ¡Cómo había tronchado el huracán aquella hermosa y lozana planta, que se ajaba y secaba inclinada sobre sus tiernos retoños!

Llegado que hubo al paraje de la muralla que cubre la bulliciosa Puerta del Mar, se paró exánime, y miró aquella plaza de San Juan de Dios, en que bulle con tan incesante actividad el hombre; en la que se ostenta el gran acopio de comestibles, que sustenta a un tiempo al que los compra y al que los cría; al que los transporta y al que los vende. Recapituló cuán magna y benéfica es la institución del dinero, cuán universal su poder y su acción, pues une el hombre al hombre, los países a los países, y hasta el hombre a su Dios, si de su dinero hace buen y benéfico uso. De aquí recayó en la contemplación de sus desgracias recordando al autor de todos sus males, que sin ser un hombre perverso, ni un consumado bribón, había llegado a ser un criminal y un ente desnaturalizado, sólo por esa indiferencia hacia el bien, esa falta de respeto a la religión y a las instituciones, esa carta blanca dada a las pasiones, llamándolas instintos de la naturaleza, y a éstos, incontrarrestables, pretendiendo que el Criador, pues que las dio, no pudo hacer una ley de la virtud, ni constituir en deber el dominarlas y vencerlas.

—¡Ah!, —exclamó—, ¡qué de oro echaste a tu vanidad y a tus vicios, y tus hijos no tienen pan ni lo pueden aún ganar!

—¡Tengo hambre, madre, tengo hambre!, —repetía la niña llorando.

—¡Hija, si no tengo que darte!, —respondió la madre desesperada.

—Toma, pobrecita criatura de Dios, —dijo alargándole un pedazo de pan un pordiosero pobre soldado, que privado de ambas piernas se arrastraba por el suelo.

La niña se abalanzó al pan; la madre volvió la cara para dar gracias al compasivo mendigo y ambos, al encararse, quedaron cual dos estatuas, fríos e inmóviles.

—¡Regla!, —exclamó al fin el soldado con asombro.

—Sebastián, ¡oh, infeliz!, —gimió Regla, prorrumpiendo en un acerbo llanto.

—Menos de compadecer soy que tú, —repuso el lisiado con amargura—; yo no tengo sobre mí desventuras ajenas.

Regla redobló sus sollozos.

—¿Y tu marido?, —preguntó el mendigo.

—El padre de mis hijos murió.

—¿Y nada ha hecho por vosotros?

—Murió encarcelado por deudas.

—¿Y su gente?

—No nos quieren reconocer.

—Pues ¿qué te queda, infeliz?

—¡Nada!, —respondió la desdichada, dejándose caer anonadada sobre el pretil de la muralla.

—Te quedo yo, Regla, —dijo dolorosamente compadecido Sebastián. Soy un pobre lisiado, y poco puedo por ti; pero me queda voz para pedir limosna, y oídos cristianos que me oigan.

—¡Pedir limosna!, —exclamó Regla sollozando.

—¿Y qué mal ni qué ignominia hay en eso, para aquellos a quienes otro recurso no queda? Alza tranquila la frente; que lo que Dios no prohíbe, no es deshonra. Seis años ha que soy un miserable lisiado sin poderme valer; y ni un día, Regla, me ha faltado el pan. No me he acostado una noche con hambre, y sin rogar a Dios por las almas caritativas, que no se desdeñan de alargar su limosna a un pobre.

Desde aquel día prohijó el pobre lisiado a aquellas criaturas abandonadas; les dio pan y hogar, su cariño y su amparo. Pero caminaba con paso rápido al sepulcro, a pesar de los cuidados y esmero de su primo, que redoblaba con angustia sus apelaciones a la caridad pública.

En uno de esos días de tribulación fue cuando acaeció la escena que hemos referido al principiar, con la niña de la capota rosa, y que tuvo por resultado el interesar a su madre por la pobre niña, a quien vistió y puso en la escuela. Entonces Sebastián pudo dedicarse con más desahogo al cuidado de Regla, que cayó potrada. Pero todo su esmero fue en vano; el mal de Regla no tenía remedio, así como su pena no tenía consuelo.

La enferma se preparó a morir con la calma del que mira una buena muerte como un descanso, pero también con la angustia de la madre, cuya muerte rompe el solo lazo que une sus hijos al género humano. Solos, desconocidos, pobres, repulsados, ¿qué iba a ser de ellos?

—¡Oh, mis pobres hijos!, —dijo la infeliz estrechando a ambos contra su pecho.

—Tus hijos son hijos míos, —la dijo Sebastián—; descansa; que cuenta te daré de ellos ante el tribunal de Dios, cuando en él comparezcamos todos.

—¡Sebastián!... ¡Sebastián!, —exclamó con débil voz la moribunda—; ¿cómo pagarte cuanto por mí haces y has hecho?

—Y yo ¿qué he hecho, pobrecita mía?

—¡Sellar cuanto puede hacer una criatura por otra, con no poner precio a sus beneficios!, ¡Dios te bendiga, como lo hago yo en la hora de mi muerte para premiarte, porque las bendiciones de los moribundos llegan a Dios con sus almas. Sebastián, tú hubieras hecho de mí una mujer feliz y respetada, y cuando todos me faltaron, has sido mi único amparo. Tarde conozco cuán cierto fue lo que me dijiste en aquel entonces, y a lo que por mi mal no atendí: CON MAL O CON BIEN, ¡A LOS TUYOS TE TEN!

A los pocos instantes aquella infeliz joven era cadáver. Cuando la señora que había amparado a la niña, supo la muerte de su madre, la recogió y crió con mucho cariño en su casa, y después de ser una linda y bien criada joven, la casó con un dependiente de su casa, sujeto modesto y honrado, que la hace feliz.

Sebastián puso todo el cariño de su corazón en el niño; le crió con esmero y dedicó a la carrera de la marina mercante; le embarcó temprano en un barco, perteneciente a uno de sus favorecedores, al que había interesado por el huérfano. Éste es en el día, un joven y entendido piloto de la carrera de Manila; su capitán, que le quiere mucho, pronostica al buen marino una lucida carrera y un rico porvenir.

Todo lo referido prueba que en esta alternativa de opuestos principios que se disputan el corazón del hombre y el predominio del mundo, si muchas veces triunfa el mal, otras triunfa el bien, y que si vemos al vicio abandonar a sus hijos, vemos a la caridad ampararlos.


Publicado el 14 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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