Antonio, o el Desconocimiento del Amor

Francisco A. Baldarena


cuento


«Y he aprendido que amar a dos 

Es igual a no amar a ninguna.» 

Caramelos de Cianuro 



LA INVITACIÓN 


Mientras no aparecía nadie, yo me entretenía jugando solo a la bolita en la vereda de mi casa, una ya lejana tarde de verano a mediados de los setenta, cuando oí un silbido. Levanté la cabeza. 

   Era Antonio, uno de los hijos mayores de don Nicola, parado en la vereda, delante de su casa. Me saludó con la mano y cruzó la calle apoyado en la bicicleta. 

   —Fran, ¿me acompañas a un par de cuadras de acá? —me preguntó. 

   Le iba a decir que no, pero antes que yo le contestara, adosó un soborno a la proposición: 

   —Te dejo andar de bici —me dijo. 

   Yo, que no tenía bicicleta, pero sabía andar, cambié de idea y le respondí con entusiasmo que sí y después le pregunté: 

   —¿Qué vas a hacer? Le pregunté qué iba a hacer, no por curiosidad ni porque me importase con ello, sino porque creí que algo tenía que preguntarle. 

   —Voy a ver a una novia —dijo, y después me previno que si salía el padre de la chica, le dijera que yo era su hermano. Lo de hermano lo acompañó guiñando un ojo. 

   —Está bien —le respondí,­ aunque no tenía bien en claro por qué tendría que pasar por hermano delante del padre de la chica. 

   Mientras íbamos, yo montado en el caño porque la bicicleta era de varón, le pregunté, desde la inocencia de mis diez u once años, no recuerdo bien, pero por ahí andaría, si no le daba asco besar en la boca, porque sabía que los novios hacían eso. Él lanzó una risotada corta y me dijo: 

   —¡Claro que no!, es rebueno. 

   No dije nada, pero me quedé pensando en el proceso de intercambio de salivas, pues veía en ello un algo de asqueroso, y en ese sentido recuerdo bien que me pregunté qué pasaría, si ambos o uno de los dos, no se cepillaba los dientes. 


LA CASA DE LA NOVIA 


Un par de metros antes de llegar a la casa de la novia, Antonio sacó de un bolsillo del pantalón un paquete de pastillas DRF, se llevó una a la boca y me pasó el paquete. 

   —Agarrá una —me dijo, apuntando sus ojos a la chica, que ya lo estaba esperando en la vereda, delante del portón y también con sus ojos puestos en él, y en sus miradas parecía no haber nada más para mirar que ellos dos, como si todo lo que conformaba el mundo hubiera desaparecido. Yo me aproveché del “momento mágico” y agarré tres pastillas y le devolví el paquete a Antonio que, embobado como estaba, estiró una mano ciega para agarrarlo. Luego, sin apartar la mirada de la chica, me pasó la bicicleta y fue a su encuentro. 

   Encuentro que no llegué a ver, porque enseguida me puse a andar de esquina a esquina; no obstante, cuando pasaba por ellos, les echaba furtivas y oblicuas miradas. Unas veces estaban tomados de las manos, otras, sus cuerpos se rozaban mientras se decían cosas por lo bajo, y de vez en cuando los agarraba mirando hacia una ventana de la casa, seguramente la de la pieza donde estaría durmiendo la siesta el padre de la chica, me imaginé, y, por supuesto, también los agarraba besándose en la boca. 

   El idilio duró una hora, más o menos. Tras un último y prolongado beso de despedida, la chica, unida a Antonio por sus miradas entrecruzadas, entró en la casa, y, sobre el pucho, nosotros volvimos a nuestra cuadra. 



UN AMOR EN CADA PUERTO


Al otro día no lo vi a Antonio, como pensé, pues imaginé que iría a ver otra vez a la novia, pero no. Solo dos días después, también de tarde y mientras yo me encontraba nuevamente jugando solo a la bolita en la vereda, lo volví a ver. Venía con la bicicleta. 

   —Fran, ¿me acompañas? —me preguntó, todo sonriente. 

   —¿Adónde? —le pregunté por preguntar, porque, por la repetición casi calcada del abordaje de unos días antes, era evidente que me invitaba a ir a la casa de la novia. 

   —A ver a otra novia que tengo por acá cerca —dijo, sin dejar de sonreír. 

   Su respuesta me dejó perplejo. 

   —¡¿Otra novia?! ¿Qué, te peleaste con esta de acá? —le pregunté, cabeceando hacia donde vivía la que había ido a ver junto conmigo. 

  —No, para nada, esta es otra —dijo, abriendo más la sonrisa mientras sus ojos se achicaban con aire picarón. 

   —¿Tenés dos novias entonces? Yo continuaba perplejo, o mejor dicho, más perplejo, porque no sabía que se podía tener dos novias al mismo tiempo; creía que el noviazgo era como el casamiento. 

   —No, lo que pasa es que soy como los marineros, tengo un amor en cada puerto —explicó, mirando al final de la calle, como si estuviera viendo un puerto distante. No sé por qué eso de “tengo un amor en cada puerto” me produjo cierta tristeza, como si hubiera sufrido una desilusión. No supe en el momento por qué me sentí así, ya que indudablemente a mi edad, ¿qué sabía yo del amor? Quizás fuese porque algo ya intuía, por ejemplo: que amar a dos no podía ser amor de verdad, porque el amor era algo tan bueno que solo podía ser único e indivisible, y que el amor entre un hombre y una mujer era diferente del amor que se siente por los padres, o por los tíos, o por los hermanos, o por los abuelos. Pensé que, en tal caso, y hoy sé que es así, eso de “un amor en cada puerto” era otra cosa, parecida al amor sí, pero definitivamente otra cosa. 

   Entonces le pregunté, con otras palabras, por supuesto, dónde quedaba el amor en ese juego de adultos que yo aún no comprendía del todo. Antonio se puso serio, y por lo que demoró en contestar tuve la impresión de que vacilaba, como si tratara de encontrar una respuesta que no tenía para el caso, tal vez porque aún no supiera qué era el amor. Pero vaya uno a saber. Hoy, cuarenta y tantos años después, pienso que quizás pudo haber sido que mi amigo sí conociera el amor, al punto tal de saber que no está exento de peligros; que en él habitan lado a lado la dicha y la infelicidad, la gloria y la tragedia, separadas apenas por una línea invisible. De manera que eso de «un amor en cada puerto» fuera para él algo así como un escudo protector, un medio para evitar la monotonía que sobreviene a todo matrimonio cuando el encanto inicial desaparece y lo que queda después es cualquier cosa menos novedad, y es justamente eso, la novedad, lo que realmente motiva. Desde luego, todo esto es mera suposición mía, porque nuestra amistad no prosperó, de manera que nunca tuve la oportunidad de preguntárselo a Antonio para sacarme las dudas. 

   Por fin, Antonio me dijo, con secura: 

   —Está bien, Fran, dejá que voy solo nomás. Y se marchó, inconfundiblemente contrariado. 

   Esa tarde, creo que fue la última vez que hablamos tanto.




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Publicado el 20 de septiembre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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