Delfín

Francisco A. Baldarena


cuento


“Hasta que no hayas amado a un animal, una parte de tu alma permanecerá dormida.” 

Anatole France


Por fin, Sergio Agostini emprendía las tan postergadas vacaciones. 

   Hacía tres años que no sabía lo que era un descanso; entre la gerencia de la empresa y la ONG protectora de animales, de la cual era miembro activo, su vida era poco menos que vertiginosa. Pero desde un mes antes, había comenzado a sentir pequeñas punzadas en el pecho y a cansarse al menor esfuerzo. Por cuenta de eso fue a hacerse ver con un cardiólogo. 

   En la última consulta, el doctor le había dicho: “¡Pare con todo ya, o se muere!” Y eso significaba una sola cosa: olvidarse de la empresa y la ONG, por lo menos durante dos semanas, y pensar en su corazón. Después, bueno, delegar obligaciones y no tomarse tan a serio las acciones de la ONG. “Y nada de salvar pingüinos embadurnados de petróleo ni ballenas encalladas”, también eso le había advertido el doctor, antes de abandonar el consultorio. 

   El destino, elegido por Sergio, para el descanso fue Pinamar; lugar apacible en ese fin de temporada, y de acuerdo a lo que necesitaba. 

   Llegó temprano al hotel, antes de las seis de la mañana, y alrededor de las ocho ya estaba a camino de la playa, distante dos cuadras, cargado como un ekeko boliviano: silla plegable, sombrilla, botella de agua, libro, protector solar, toallón, hielera de telgopor, frutas, un yogurt light y los prismáticos. 

   Todavía había poca gente en la playa, con lo que le fue fácil conseguir una buena ubicación. Enterró la sombrilla en la arena, desplegó la silla debajo de la sombra, extendió el toallón sobre el respaldo, acomodó la hielera de un lado y la bolsa de plástico para las cosas chicas del otro lado. Después de todo eso, se pasó protector por todo el cuerpo, se sentó, agarró el libro de la bolsa y, finalmente, se puso a leer. 

   Para las once, sin embargo, la playa ya era cualquier cosa menos un lugar donde pasarla bien; ni parecía tempoprada baja, más bien, hervía de gente. El bullicio infernal provocado por gritos, risotadas y música demasiado alta, las salpicaduras de arena de los chicos, incansables, que pasaban corriendo y saltando a todo momento alrededor de Sergio era para sacar de quicio a cualquiera, sin dudas; pero la gota que rebalsó la copa, fue el pelotazo que le hizo volar el libro de las manos. 

   —¿Pero, por qué mierda no me fui a las sierras cordobesas? -masculló, malhumorado, entre dientes. 

   Así que, juntó sus cosas y se apartó de la muchedumbre en busca de una ubicación alejada de la agitación; es decir, un sitio con menos gente, donde solamente pudiera oír las olas rompiendo en la arena y así leer en paz. 

   Y tenía toda la razón: ¿por qué no se fue a las sierras de Córdoba? 

   Apenas se había alejado de la muchedumbre un par de metros, vio lo que le arruinaría definitivamente el descanso tan merecido: a unos ochocientos metros, un tipo sosteniendo un palo en la mano, el cual agitaba amenazadoramente, arrastraba a un niño lejos de la orilla. Sergio imaginó lo obvio: que el tipo estaba a punto de apalear al niño, pero como enseguida el tipo empezó a señalar con insistencia hacia el agua, dejó caer los bultos en la arena, y hacia allí dirigió los prismáticos. 

   Al instante, sintió una punzada en el pecho: lo que el tipo señalaba era un delfín, seguramente un delfín herido que había sido arrastrado a la playa por la corriente. En ese momento, unos niños se interpusieron adelante y Sergio tuvo que hacerse a un lado para ver mejor. Ahora el tipo caminaba hacia el animal herido, balanceando el palo. 

   —¡El cobarde va a matarlo a palazos! —gritó Sergio y, largando los prismáticos, salió corriendo hacia el conflicto. Como las ojotas se le enterraban en la arena floja, impidiendo que corriera más rápido, se las sacó a los sacudones, en plena carrera, mientras gritaba a todo pulmón: 

   —¡Asesino, asesino! 

   Las personas que estaban más cerca, lo miraban a él y hacia donde él señalaba con los brazos y se echaban a reír. 

   —¡Pedazos de mierda, hagan algo! —le gritó a unos muchachos que habían dejado de jugar a la pelota y en lugar de socorrer al animal, se lo quedaban mirando con caras estúpidas; no al animal, sino a él, como si fuera de otro mundo, un marciano. 

   Cuando Sergio volvió a mirar adelante y vio que el tipo ya había empezado a apalear al delfín herido, el corazón empezó a decirle con pequeñas punzadas que parara de correr. Cualquier persona sensata se hubiera detenido al instante, no así Sergio, que no le hizo caso y apuró las zancadas. Pero como en los sueños, sentía que corría y no avanzaba y que no iba a llegar a tiempo de salvar al indefenso animal. 

   Mientras tanto, el tipo seguía moliendo a palos al delfín, delante de la gente que presenciaba la cobardía sin siquiera mover un dedo, y el corazón insistiendo en que se detuviera. 

   —¡Pará, pará, hijo de puta! —gritó Sergio, cuando ya no vio más el bulto del animal, pero el tipo o no lo oía o no le hacía caso, porque seguía, incapaz de sentir piedad, dale que dale con los palazos. A esa altura, Sergio ya veía todo turbio, los músculos de las piernas le dolían y el corazón le decía “Hasta aquí llegamos, Sergio”. 

   Ya estaba a pocos metros del tipo, cuando no dio más y cayó, exhausto, en la arena. Con un resto de fuerzas que le quedaba, empezó a arrastrarse lastimosamente hacia el asesino, y a pedirle, con una gota de voz, que parara de una vez por todas con la cobardía; pero solamente él oía sus palabras como se oyen los pensamientos. 

   Al menos el tipo lo había escuchado caer. 

   Al darse vuelta y ver a un hombre caído, que quería decirle algo a través de gestos, largó el palo, que en verdad era la parte de abajo de la sombrilla, y fue a socorrerlo. Enseguida, abriéndose paso entre los curiosos, llegaron los salvavidas. Mientras le prestaban socorro, Sergio oyó al tipo que le explicaba a uno de ellos: 

   —No sé qué le pasó. Yo estaba agarrando a palazos este delfín inflable de mierda, de rabia nada más, porque recién se lo había comprado al nene y se le pinchó con no sé qué, cuando sentí un tropel a mis espaldas. Entonces me di vuelta y vi a este señor caído ahí.




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Publicado el 21 de octubre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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