Segunda guerra mundial. Un agente de inteligencia, un ladrón romántico confundido con un espía y una cuenta pendiente que no quedará en el olvido.
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Mulligan apagó el motor y, antes de bajarse del automóvil, contempló su casa por un momento —en silencio le decía adiós—; al fin y al cabo, ahora como aspirante al primer ministerio, debía vivir en un barrio más acorde a su nuevo status social.
EL LADRÓN
Percy Black se especializaba en robar casas y mansiones, siempre y cuando sus dueños se encontrasen fuera; lo prefería así porque detestaba la violencia del tipo cuerpo a cuerpo.
«Ese tipo de inconveniente, no es bueno para los negocios», solía decir. Tampoco le agradaban los daños innecesarios a la propiedad, cuando la cosa se ponía difícil, recogía las herramientas, daba media vuelta y partía hacia otra casa.
Pero no todo lo que robaba Black, terminaba en las manos de anticuarios y receptadores, objeto u obra de arte que encantaba a su corazón, no había dinero en el mundo que lo hiciera desprenderse de ellos. Su casa en los suburbios, modesta y bien cuidada, no poseía nada que hiciera sospechar que allí dentro su propietario guardaba verdaderos tesoros, principalmente porque no era frecuentada por nadie. Black no tenía amigos y tampoco había conocido a ninguna chica, por la cual llegase a sentir suficiente amor como para abrirle las puertas de su corazón, y de su casa. Ni prisa en conseguir una tenía, la guerra podría extenderse más de lo que se pensaba, con lo que muchas familias pasaban muchos meses en el interior, donde la guerra no se hacía sentir con tanto rigor, viniendo a ver sus propiedades por unos pocos días a cada tanto. Por lo tanto, en sus treinta y cinco años, nunca le había ido tan bien. La chica ideal entonces podía esperar a ser encontrada, de cualquier manera con la guerra en tránsito el amor no era propicio. No creía que las chicas estuvieran con muchas ganas de enamorarse de verdad, al amor en tiempos de guerra siempre lo acecha la sospecha de una necesidad, no necesariamente la de amar y ser amado. En definitiva, enamorarse en ese momento era lo mismo que equivocarse.
8 págs. / 14 minutos.
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Publicado el 22 de agosto de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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