El Botellón

Francisco A. Baldarena


cuento


«¿Quieres ser rico? Pues no te afanes en aumentar tus bienes, sino en disminuir tu codicia.» 

Epicuro 



1



Primer día de vacaciones de Frank Sandbucket. Vacaciones que pensaba aprovechar al máximo, por eso al entrar en la habitación no se fijó en nada; ni en las comodidades ni en el paisaje que podía ver desde la ventana, sino que se deshizo de la ropa —solo eso quería. 


 «Adiós por un mes a los zapatos, al traje y a la corbata.» 


 Menos de media hora después, descalzo y vistiendo un short de baño y una camisa floreada —que compró, al llegar, en una tienda del aeropuerto—, bajó a la playa y, como cuando era niño, se lanzó a caminar sin descanso hasta que tuviese hambre. 


 Le habían dicho los empleados del hotel que no debía preocuparse en llevar agua, pues varios arroyos cortaban la playa, despejando sus aguas frescas, cristalinas y, sobre todo, puras en el mar; y también que caminara con calma, de lo contrario daría la vuelta a la isla en un par de horas, a pesar de que en su interior había tantas diversiones como para mantenerse bastante ocupado durante el mes que él pensaba quedarse. 


 Cerca de una hora de caminata, Franck se deparó, confundido entre la maleza, con un antiguo caserón destartalado, pero todavía conservando un vago vestigio de lo imponente y bello que fuera alguna vez. 


 —¿Qué tal echar un vistazo? —dijo y se abrió camino por la tupida vegetación que rodeaba la vivienda. La puerta, ligeramente caída a un lado, estaba abierta. 


 Franck inspeccionó cómodo por cómodo en busca de un souvenir, pero después de unos pocos minutos todo lo que encontró para llevarse de recuerdo fue un botellón de vidrio mugriento, que yacía olvidado sobre una opaca y polvorienta repisa agujereada por las termitas. 


 Lo zamarreó. 


 —Vacío —dejó escapar, decepcionado. Tal vez esperaba algunos dedos de licor añejo. De todas maneras se lo quedaría. 


 Al regresar, en el primer arroyo que cruzó, se detuvo a lavarlo, frotándolo con arena para desprenderle la costra pegada de tantísimos años. En eso estaba cuando, tras una enjuagada, vio algo dentro del botellón que lo asustó; lanzó un grito y lo arrojó lejos: adentro había un hombre, en miniatura, y vivo. 


 En el momento que lo vio, el hombrecito, que vestía únicamente un exiguo taparrabos, con la cara angustiada, apoyaba sus manos en el vidrio y parecía mover los labios, como si le hablara. Frank, temblando de miedo, se acercó poco a poco al botellón y miró bien. No dio otra, confirmó su sospecha: el hombrecito gesticulaba con las manos y hablaba, le hablaba a él. Franck reunió coraje y se animó a agarrar el botellón, no así a destaparlo, quién sabe qué intenciones tendría aquel extraño empequeñecido ser. 


 Lo que más afligía a Frank era ignorar la clase de ser que vivía dentro de aquel botellón y la conducta que asumiría al salir de él. Creía haber escuchado a alguien decir, o leído en alguna parte que, independientemente de si se trataba de un genio o de un demonio, los seres embotellados y con pretención de otorgador de dones, no daban puntada sin hilo, es decir, que el pedido concedido hoy, más tarde o más temprano se convertía en desgracia. 


 «¿Será un genio bondadoso?» «¿O un demonio malevolente, como no podía ser de otra manera?» Frank iba de una pregunta a otra, pero de una cosa estaba seguro: que el mundo todavía guardaba muchos misterios, por consiguiente, era mejor tener mucho cuidado con el trato dado al hombrecito confinado en la estrechez del botellón. 


 Cuando pasó por el lobby del hotel, nadie le prestó atención al botellón que llevaba debajo de un brazo, porque los turistas nunca volvían con las manos vacías de sus paseos e incursiones; cualquier caracol, piedra vistosa o semilla rara adquirían en sus manos carácter de recuerdo inestimable. 


 Frank fue derecho a una de las valijas y allí dentro dejó el botellón hasta el término de las vacaciones, aunque todos los días le echaba un vistazo, apenas para comprobar que el hombrecito continuaba allí. A veces lo encontraba durmiendo, otras sentado, como si meditara, o andando en círculos, como persistiendo en una idea; actividades que abandonaba en el acto para apoyar las manos en la pared cristalina y empezar a gesticular con insistencia para el hombre del lado de afuera. Frank, entre indeciso y con cierto temor, simplemente volvía a cerrar la valija. Sabía, entretanto, que cuando llegara a Nueva York en un momento u otro tendría que destapar el botellón y preguntarle muchas cosas al extraño hombrecito. Siempre y cuando consiguiera driblar la vigilancia de las aduanas aeroportuarias, aunque eso conllevase el riesgo de —en el peor de los casos—, ser encarcelado por tráfico de seres humanos, aunque ese humano tuviera diez centímetros de altura. 


 Y el mes pasó y las vacaciones terminaron y Frank y el botellón arribaron sin contratiempos en el Aeropuerto Internacional John. F. Kennedy. Por suerte, o tal vez a propósito, cada vez que el botellón fue examinado en las distintas aduanas por las que pasó, el hombrecito permaneció duro como una piedra, hasta cuando fue sacudido con fuerza en varias oportunidades por los desconfiados agentes aduaneros, cuando el avión hizo escala en Madrid. 


 —Es un muñequito de goma de mi hijo, que lo ha dejado caer dentro por descuido. 


 —¿Y su hijo, dónde está en este momento? 


 —Ah, se quedó con la madre. 


 —¿Y por qué no quebró el botellón para sacar el muñeco de allí? 


 —Porque el botellón es un recuerdo. 


 —Que tenga un buen viaje, entonces. 


 —Gracias. «Gracias y olé», hubiera querido decir Franck. 





El botellón fue a parar a un rincón del departamento; tras una semana de examen a distancia, Franck se animó a destaparlo. 


 Mirándolo con un ojo por el pico, le preguntó al hombrecito: 


 —¿Quién eres? 


 —Un genio —respondió el hombrecito, con la voz amplificada por la concavidad del recipiente. 


 Con que un genio entonces. No, no podía ser real, era humanamente imposible, algo ilógico que iba en contra de las leyes de la naturaleza, algo nunca visto; sin embargo, era tan real como lo era él. 


 —No existen los genios. Es imposible —dijo Frank, más para sí que para el supuesto genio. 


 Lo posible era, aunque nunca lo hubiera visto en persona, que el demonio fingiese ser un genio. De todas maneras, volvió a tapar el pico del botellón. 


 Pero la repentina sospecha de que andaba más de un mes con un demonio encerrado en un botellón de un lado para el otro, y ahora bajo su mismo techo, lo perturbó bastante y lo llevó a arrojar una toalla encima del botellón y, empujándolo con un pie, sacarlo al balcón. 


 Por otro lado, pensó más tarde, si el hombrecito fuera un demonio, ¿por qué no escapó del botellón, cuando lo destapó para hablar con él? 


Por momentos el hombrecito volvía a ser genio y al rato, otra vez demonio. Y así lo agarró una noche; porque cada vez que Frank trataba de desviar sus pensamientos hacia otras cosas, el maldito genio se lo impedía acaparando toda su atención, principalmente con esa boca que no paraba de abrirse y cerrarse y nada decía. 


 Pero hasta los genios se cansan. En un momento en que se quedó quieto, Frank reparó en el estado deplorable del departamento, que ya había tenido días mejores, más esplendorosos; también en el modular, donde dormían bajo el polvo releídas revistas del año del cero y adornos aburridos. «La verdad, es que se vería mucho mejor con buenos libros», pensó pertinentemente. Reparó en el televisor, un trasto viejo que bien podía llevárselo al portero del edificio para que hiciera con él lo que le diera la gana, y en su lugar poner uno de última generación, de 68 pulgadas; y en el sofá de cuerina sintética, gastado y hundido, otro trasto vetusto que merecía ser arrojado a la basura; y en los pósteres en las paredes, que no daban status al ambiente como lo daría una pintura original. De pronto se acordó de las salchichas dentro de la heladera, que dentro de poco tenía que volver a comer y que tendría que seguir comiendo hasta que terminara de pagar el costo del viaje; y en el trabajo que tanto aborrecía; y en las mujeres que ni lo miraban; y en esto y en aquello y en todo. Y todo, al final, lo conducía al hombrecito, la solución de todos sus inconvenientes si fuese el genio que decía ser. ¡Tenía que serlo! Y otra cosa: ¿qué no podría alcanzar, dominar, conquistar, adquirir siendo dueño de un genio? ¡El mundo, con todo lo que hay en el, al alcance de su mano! 


 Frank buscó el botellón y decididamente lo destapó. 


 —¿Por acaso eres capaz de realizar deseos? —preguntó. 


 —Lo que se te ocurra, amo, pero uno solo —respondió el genio. 


 —¿No eran tres? 


 —Solo en las historias fantásticas y Hollywood. Aquí, en la vida real, no. 


 Frank titubeó un instante, pues su cuerpo era recorrido por una fuerza eléctrica. Era, lo del genio, demasiado real para ser verdad; por eso se pellizcó con fuerza el dorso de una mano. 


 —¡Ay! —gritó, y se quedó viendo la marca rosada. Por lo menos el dolor era real, ¿y eso qué? Nada. Por el momento. 


 —Está bien, si es como tú dices —le dijo al hombrecito— quiero que me conviertas en un hombre podrido, repodrido en plata. 


 —Ajá, ¿pero qué me darás a cambio, amo? 


 Frank volvió a estar en dudas. ¿Desde cuándo los genios pedían algo a cambio? ¿Pero cómo saberlo, si nunca había tratado con uno? Es más, recién se enteraba de que, al menos —y eso todavía estaba por verse—, existía uno. ¿Pero qué podría ofrecerle a un genio que supuestamente tiene el poder de dar todo el dinero del mundo a quien se lo pida? Una vez más, Franck paseó la vista por la sala: televisor viejo, estante polvorienta, sofá destartalado. ¿Le gustarían las salchichas, al genio? 


 —No sé qué ofrecerte, quizás si me ayudas… 


 —Quiero la libertad, amo —respondió el genio—. Pues a pesar de ser pequeño, la abertura del pico del botellón lo es aún más. 


 —¿Pero cómo has entrado entonces? —quiso saber Frank. 


 —A través del pensamiento de un genio más poderoso que yo que me tenía envidia. 


 —Eso quiere decir que debo frotar el botellón para… 


 —No, no, no. Eso no funciona, amo. Tienes que romper el botellón. 


 Franck fue tras un martillo. Y mientras lo buscaba en la alacena, otro «pero» volvió a hacerlo dudar: «¿y si una vez liberado de la cárcel de vidrio desaparece en el aire, dejándome apenas la ilusión de haber sido rico?» «¿Y si no lo fuera?», le decía otra voz en su interior. Dudas e incertidumbres rebotaban en la mente de Frank como bolitas de flipper. Por otra parte, tampoco le servía de nada mantener al hombrecito encerrado sin ningún otro propósito. No había salida, tendría que arriesgarse y liberarlo, y si se esfumaba, paciencia. 


 Después de cubrir el botellón con cinta adhesiva, para que los pedazos de vidrio no lastimaran al genio, con pequeños golpes de martillo, Frank quebró el vidrio. Con el máximo cuidado, rompió un pedazo de adhesivo, y dejó salir al genio, que, ante la mirada estupefacta de Franck, inmediatamente se infló hasta adquirir el tamaño de un humano adulto. 


 —Gracias, amo —le dijo el genio, juntando las manos delante del rostro e inclinándose tres veces—. Ahora cierra los ojos por un momento, y cuando los vuelvas a abrir, te garantizo que estarás podrido en plata, tal es tu deseo. 


 Esperanzado y expectante, Frank cerró los ojos, pero al cabo de unos segundos se quedó profundamente dormido y tuvo un sueño. Soñó con una torre de cristal y doscientos subordinados, gravitando a su alrededor, sosteniendo con prodigioso equilibrio en una mano bandejas de plata repletas de manjares; y con anillos de oro y diamante, adornando ocho dedos de sus manos; y con mujeres hermosas esperando, ansiosas, ser llamadas a su lecho de sábanas de seda y almohadas de plumas de ganso; y con… 



Y hasta que despertó. 


 Franck se encontraba dentro de un quirófano, con todos los orificios del cuerpo entubados a una máquina que emitía monótonos «píes» de un segundo de duración, unos tras otros. Quiso moverse, pero el cuerpo no le respondió; y hablar, pero tampoco pudo hacerlo. Todavía luchaba por comprender esa irrealidad que solamente podía corresponder a una pesadilla, cuando un grupo de médicos y enfermeros se acercó a su camilla. La llegada del grupo le arrancó un grito de socorro que nació en su mente y quedó persistiendo en sus ojos como grito mudo, apenas pensado. 


 Uno de los enfermeros preguntó: 


 —¿Qué tiene el paciente, doctor? 


 —Infección generalizada, creo que no pasa de hoy. 


 Los ojos de Frank, desorbitados y suplicantes, iban de uno al otro. Y el grito que no le salía. 


 —¿Y sabe algo de él? —preguntó otro enfermero. 


 —Así como lo ve, es el hombre más rico del planeta —dijo el doctor, con un ligero encogimiento de hombros. 


 En ese exacto momento, en el departamento de Frank Sandbucket, el genio, confortablemente acostado en el sofá destartalado, leía una revista de actualidades vieja, mientras masticaba una salchicha. De fondo, casualmente una voz en la televisión decía algo así como que la ruina del hombre era la ambición y que la vida podía ser bella, incluso con pocas posesiones. 






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Publicado el 18 de septiembre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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