Tan pronto como llegó de la visita que le hiciera a su abuelo casi moribundo, que vivía solo en las montañas, Gonzalo fue a hablar con el conquistador, traía buenas nuevas para él.
—Tengo buenas noticias, mi señor —le dijo al entrar al recinto de recolección.
El conquistador ni se movió y contestó con un osco gruñido, sin quitar la vista de los montones de oro; y luego, como voz salida de una estatua, preguntó:
—Ah, sí, ¿y cuáles son?
—Mi abuelo, que es muy viejo, en una de esas noches ha pasado muy mal y se ha puesto a delirar. Entonces yo me he acercado al lecho y le he preguntado sobre El Dorado, y él me ha dicho su ubicación.
Los ojos del conquistador se apartaron bruscamente del oro resplandeciente y se clavaron sobre el indio.
—Estás seguro de lo que dices.
—Sí, mi señor – contestó Gonzalo.
—Porque de no ser cierto, ya sabes…
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