El Inmortal

Francisco A. Baldarena


cuento



EL VELORIO 


Aníbal Pérez tendría unos cinco o seis años, cuando le agarró un miedo terrible a la muerte. Todo se originó el día que su tío Manuel murió y al pobrecito de Aníbal le hicieron besar al muerto, frío como el mármol. Como su abuela, que lo criaba, no tuvo con quien dejarlo, se lo llevó al velorio con ella. Además del beso al muerto, que fue como darle un beso a la misma muerte, la parentela se pasó toda la noche entre accesos de llanto —de los lastimosos y de los histéricos—, quejidos moribundos y lúgubres lamentaciones. ¡Y todo alumbrado a trémula luz de velas! Con lo que Aníbal, todavía tuvo que vérselas con siniestras sombras fantasmales, moviéndose temblorosas sobre las paredes grises del living donde velaban al pariente. Y para terminar de completar el trauma, al otro día se lo llevaron al cementerio bajo una lluvia fina que, caprichosamente, se le había antojado caer justo esa mañana. El aterrado Aníbal, como una garrapata, no soltaba la falda de su abuela ni para ir al baño. Y la cosa no paró por ahí: de yapa, pesadillas aterradoras lo persiguieron durante casi un mes. 



CATALEPSIA 


La abuela de Aníbal tenía una amiga del alma que la visitaba todas las noches. Doña Juana se llamaba la amiga y vivía enfrente, cruzando la avenida. Mientras ponían los chimentos del día en día, tomaban té negro en bombilla en una taza enlosada amarilla con el borde verde, el famoso «Chupe y Pase». Cinco de las siete noches de la semana, después de los chismes y la sacada de cuero a medio pueblo, recordaban, sin obviar el detalle más sórdido, oscuras historias: «la luz mala», accidentes fatales en la ruta, apariciones de fantasmas en las cercanías del cementerio, casas asombradas, los asesinatos más terribles, los suicidios más dolorosos. En esos momentos Aníbal, sin escapatoria, porque la casa de la abuela constaba de una habitación y la cocina —el baño era un excusado en los fondos—, no tenía más remedio que oírlas. De todos los tipos de muerte de las que hablaban las viejas, dos lo aterraban sobremanera: morir ahogado y morir quemado. Esto fue así hasta que una noche oyó a las viejas hablar de algo más macabro todavía que morir quemado y ahogado, y que se tornaría, de ahí en más, en la tercera más terrible muerte que le pudiera suceder a cualquiera: la catalepsia. ¿Acaso había otra forma de morir más atroz y terrorífica que de esa manera? Si se buscaba, seguramente que sí; tal vez destripado por el cuchillo de un asaltante, o partido al medio en un accidente automovilístico, o comido vivo por un tiburón, un león, un cocodrilo o un cardumen de pirañas, y la lista podría seguir y llenar varias páginas: pero por alguna razón que Aníbal ignoraba, morir ahogado con tierra en lugar de agua, era la muerte más terrible. 

 Todas las noches, antes de dormir, Aníbal le pedía a Dios que cuando se lo llevara al cielo no utilizara la catalepsia como medio de transporte y, de ser posible, que lo hiciera morir mientras durmiera, como Juan Filloy, cosa de no sentir nada. 

 Así, Aníbal creció oyendo a cada tanto sobre alguien al que le había dado la tal catalepsia y al otro día encontraban la tumba con la tierra removida por donde asomaban sus manos heridas con las astillas de la tapa del cajón, partida en mil pedazos, tal la desesperación del desgraciado por escapar de allí dentro. Cuando esto ocurría, ahí mismo Aníbal volvía a pedirle a Dios lo de siempre, no fuera a olvidarse, por una distracción cualquiera, de hacerlo antes de dormir. 



EL AMIGO DE TODOS 


Por causa del miedo atroz a la catalepsia, Aníbal era amigo de todo el pueblo, hasta de los perros; creía que cuantas más amistades tuviera era menos probable que la catalepsia lo fuera a sorprender, al final, pensaba: «Amigos son los amigos». Se explica: la amistad con todo el mundo, la verdad, tenía una finalidad práctica que funcionaba así: cuanto ya agarraba bastante confianza con tal o Pascual, le confesaba su miedo y después les pedía que cuando muriera —si lo hacía antes que el amigo o la amiga, se entiende— no dejase en circunstancia alguna que sellaran el ataúd; y por las dudas, se las ingenió para hacerse amigo de todos los médicos y todas las enfermeras que trabajaban en el hospital, y a todos ellos también les confesó su temor y les pidió que, si él moría antes que ellos —claro—, no le taponaran la boca ni la nariz con algodón, por las dudas, no vaya a ser que le diera catalepsia. Después de un tiempo se le ocurrió perfeccionar su pedido y se hizo redactar un documento en el registro civil que luego les hizo firmar a todos. En dicho documento constaba que dentro del ataúd deberían ponerle una barreta, por las dudas, no vaya a ser que le diera catalepsia y debido a los nervios no pudiera abrir la tapa. 



EL VELORIO MULTITUDINARIO 


Cuando ya su mayor temor en la vida era harto conocido por todos los habitantes de Santa Carmen y aledaños y Aníbal contaba con veintidós años, le sobrevino la muerte, de repente; un ataque fulminante al corazón lo mató en el acto mientras limpiaba la habitación que había sido de su fallecida abuela y que él, obsesivamente, mantenía tal cual ella la había dejado el día que fue llevada al hospital para no volver jamás. Rápidamente, los amigos íntimos de Aníbal tomaron cartas en el asunto y no se separaron del finado en ningún momento, supervisando que no le fueran a poner algodones en ningún orificio, en el hospital, y que no sellaran el ataúd ni se fueran a olvidar de poner dentro la barreta, en la funeraria, etcétera. 

 El velorio de Aníbal fácil pudo haberse comparado al de una eminencia; todo el pueblo compareció en masa a la funeraria porque todos querían ver y tocar al amigo tan querido por última vez. Con tamaña multitud atascando el tránsito en la avenida principal, al intendente se le ocurrió interrumpir el velorio y trasladar el muerto al gimnasio del club Recreación, para eso se cerraron las calles que daban acceso a la plaza principal. Y allá fueron todos, detrás del amigo tan querido. Los amigos más íntimos del finado no se separaban del cajón bajo ninguna circunstancia —esta eventualidad también constaba en el tal documento que Aníbal le había hecho firmar a medio mundo—, por las dudas, no vaya a ser que alguien se apoyase con mucha fuerza sobre la tapa, haciendo que por algún capricho inexplicable de naturaleza mecánica las bisagras no pudieran girar ni con la ayuda de la barreta; siempre y cuando la muerte de Aníbal no fuera tal, sino un ataque cataléptico. 



POR LAS DUDAS 


En medio del velorio, allá por las once de la noche, una vieja, de repente, soltó un alarido tal que las chapas del tinglado rechinaron y las redes en los tableros de la cancha de básquet temblaron: Aníbal se había enderezado de golpe y enseguida empezó a desperezarse como si recién despertara de la siesta; después tensó los brazos hacia adelante con los dedos de las manos entrelazados, como hacen los pianistas antes de un concierto. Algunas viejas, incluida la del alarido, ahí mismo cayeron desmayadas, a otras se le subió la presión y a algunos viejos se les bajó, y el beataje que no se impresionó tanto con el fenómeno al punto de desmayarse, empezaron a con los aleluyas y los agradecimientos a Dios por el milagro. Entretanto, hubo alguna que otra reclamación, principalmente por parte de la gente del campo, que como es sabido se levanta temprano, pero en general todos se alegraron con la resurrección de Aníbal, que fue como volverlo a ver regresando de un viaje; al final, el muchacho era amigo de todo el mundo. 



EL HOMBRE QUE RESUCITÓ DE LA MUERTE 


Aníbal agradeció a Dios y a la gente reunida en su honor, pero más tarde le confesó a sus amigos más íntimos (los mismos que vigilaban el ataúd) que todo había sido una prueba, un ensayo para ver si su velorio, en caso de que lo sorprendiera la catalepsia, corría tal cual él lo había previsto; no fuera a morir de verdad por alguna falla inesperada. Otro amigo de Aníbal, Estebares, el cual tenía familiaridad con la palabra escrita y siempre andaba atrás de historias que transformaba en cuentos, aprovechó la milagrosa resurrección del amigo y escribió un cuento que intituló: «El hombre que resucitó de la muerte». A propósito del título, alguien le dijo que le parecía redundante, a lo que Estebares alegó que había pensado en poner «volvió», pero como al dramaturgo Narciso Ibáñez Menta ya se le había ocurrido antes, quedó «volvió» nomás. 

 —¿Entonces, por qué no usó otro verbo con el mismo significado, como por ejemplo: regresar? —preguntó la persona. 

 —En el momento no se me alumbró la lamparita —respondió Estebares—, solo me di cuenta después, cuando era demasiado tarde para modificar el título porque ya había mandado a imprimir el cuento. 

 De cualquier manera, si alguien se dio cuenta de la redundancia o no, el cuento se vendió como pan caliente. 

 Entretanto, Aníbal, siempre por las dudas, creyó mejor modificar el documento; ahora, en lugar de la barreta, que no lo terminaba de convencer, deberían ponerle dentro del ataúd dos criques hidráulicos botella, a cada lado del cuerpo y con las palancas ya puestas y sujetas a sus manos; no vaya a ser que allá abajo el miedo le quitara fuerza, en caso, siempre, de que le diera catalepsia. 



EL HOMBRE QUE RESUCITÓ DOS VECES 


Cuando la resurrección de Aníbal iba a camino de convertirse en el principal evento del folklore local, ocurrió que, antes de finalizar el mes, la muerte, la muerte verdadera, le sobrevino. 

 Los amigos íntimos de Aníbal acudieron a la morgue del hospital munidos de plumas, de esas que abundan en carnaval. Al ser interrogados por las plumas por el personal del hospital, dijeron la verdad: que tenían la finalidad de hacerle cosquillas en las costillas y en la planta de los pies del finado, para estar seguros de que estaba bien muerto; por las dudas, quién quitaba que Aníbal de nuevo se hiciera el muerto para certificarse de que todo marchase bien en un segundo ensayo. 

 El intendente ordenó que esta vez lo velaran directamente en el gimnasio; y, como se esperaba, no solo todo el pueblo concurrió al velatorio, sino gente de los pueblos vecinos también; nadie quería perderse el velorio del hombre que había muerto dos veces en un mismo mes. A pedido del intendente también, varias mesitas fueron distribuidas estratégicamente en diferentes puntos del gimnasio con alcohol y analgésicos, por las dudas, no vaya a ser que al finado se le diera por volver a resucitar y a alguna vieja le diera un síncope cardíaco. Pero Aníbal esta vez no resucitó. 

 No resucitó ese día, porque dos mañanas después el casero del cementerio lo trajo, «vivito y coleando» y con tierra hasta en las orejas, al pueblo en su camioneta; dijo que le había dado lástima ver al pobre resucitado cinchar como loco con los criques. 

 Estebares, ni lerdo ni perezoso, se apresuró a escribir otro cuento: «El hombre que resucitó dos veces», ya que la falsa muerte quedó guardada a siete llaves entre los íntimos, con lo que para todos los efectos Aníbal había muerto y resucitado dos veces. El nuevo cuento fue un verdadero éxito local, y, además, recibió innúmeros pedidos del cuento anterior, por parte de muchísima gente que no lo había comprado por distintos motivos cuando la muerte anterior de Aníbal y ahora quería tener los dos. 



EL HOMBRE QUE NO PARA DE RESUCITAR 


Y como una desgracia repetida del destino, aconteció que al otro mes Aníbal volvió a morir. Esta vez vino una comisión médica de la capital para constatar si ahora Aníbal de una vez por todas había muerto de verdad. Hecho los exámenes pertinentes, el vocero de la comisión dijo que Aníbal estaba tan muerto como los coterráneos que yacían un metro bajo tierra en el cementerio local. 

 Los amigos íntimos de Aníbal no se despegaron en ningún momento del finado, acompañándolo a la morgue donde dijeron: «Nada de algodones en la boca ni en la nariz». Después fueron en la ambulancia acompañando el cadáver hasta la funeraria provistos de los criques botella y las respectivas palancas. 

 Y nuevamente la multitud llenó el gimnasio y acompañó al muerto hasta el cementerio. 

 Al segundo día, cuando la tapa del ataúd empezó a levantar la tierra que la cubría, los amigos íntimos de Aníbal, que habían tenido una corazonada, ya lo estaban esperando. Y como no podía ser de otra manera, también estaba Estebares, provisto de un grabador de bolsillo, listo para grabar lo sucedido y que le serviría de argumento para el nuevo cuento que vino a llamarse, unos días después: «El hombre que no para de resucitar». El dueño de la funeraria aceptó de buena gana guardar el féretro para el mes siguiente y la comisión directiva del club no quiso programar ninguna actividad deportiva para la misma fecha, por las dudas, no vaya a ser que a Aníbal se le diera por morir otra vez. 



ANÍBAL, EL INMORTAL 


Y dicho y hecho: al otro mes Aníbal, caprichosamente, volvió a morir y nuevamente una multitud llenó el pueblo y en esta ocasión hasta un canal de televisión capitalino vino a cubrir el evento, o mejor dicho, los eventos, porque el equipo se quedó hasta el segundo día, donde transmitió en vivo para todo el país la increíble nueva resurrección de Aníbal. 

 Pobre Aníbal, respondió como quinientas veces las mismas preguntas. “¿Es cierto que hay un túnel?” “¿Vio la luz?” “¿Habló con Dios?” “¿Qué cara tiene?” A las tres de la tarde Aníbal consiguió eludir los micrófonos, argumentando que tenía ganas de ir al baño. Cinco días después, Estebares lanzaba el cuarto cuento: «Aníbal, el inmortal», otro suceso de ventas. 


10 


EL ENIGMA ANÍBAL 


Para cuando sucedió la nueva muerte de Aníbal, al mes siguiente, ya dada por sentada de antemano por todo el mundo, un equipo de científicos alemanes apareció por el pueblo, cargando aparatos modernos que nadie sabía para qué servían, pero que los alemanes dijeron que era para estudiar el «Enigma Aníbal», como llamaron al fenómeno recurrente operado en Aníbal. 

 En esta nueva muerte de Aníbal, el clima ya no era de tristeza como al principio, sino más bien festivo. Alrededor del club se llenó improvisadas parrillas y de carritos vendiendo globos, cigarrillos, sanguches de milanesa, choripanes, empanadas, entre otras delicias de la cocina criolla, y solamente licor. Un vendedor de sanguches de milanesa tuvo la idea de bautizar a su producto, escribiendo en un pedazo de cartón: «Chegusán, como le gustaban a Aníbal» y, enseguida, el vendedor de choripán de enfrente, ni lerdo ni perezoso, se apresuró a copiar al vecino escribiendo, antes que a otro se le ocurriera: «Choripán, como le gusta a Aníbal»; desde luego, un eslogan más acertado que el del vecino, ya que Aníbal nunca moría completamente, sino por unas pocas horas, como unas mini vacaciones en el más allá. Ya en la entrada del club, Estebares había montado un puesto donde vendía como loco los cuentos del «no muerto del todo».  

 Al segundo día, cuando Aníbal volvió de nuevo de la muerte, una multitud lo esperaba afuera del cementerio con los cuentos en una mano y lapiceras en la otra para que se los autografiara. Aníbal ya era una toda celebridad. 


11 


MÁS PORFIADO QUE LA MUERTE 


Aníbal pensó que amigos son los amigos y todo lo demás es negocio, así que tendría que conversar seriamente con Estebares, que ya escribía las primeras líneas del próximo cuento: «Más porfiado que la muerte». 

 Después de pasar quince días sometiéndolo a exhaustivos exámenes, los alemanes dijeron que Aníbal moría y resucitaba sin ninguna razón aparente, luego reunieron sus equipamientos y nunca más se les vio el pelo. 

 Como era de esperarse, al mes siguiente Aníbal, ya socio por partes iguales de Estebares, volvió a morir. Para este velorio la humareda del festín fue tan grande que la nube de humo cubrió los cielos de varios pueblos vecinos, actuando como aviso, porque cuando el olorcito de las achuras en las brasas llegó a su nariz, todo el mundo pensó o dijo casi lo mismo: «Aníbal ha vuelto a morir otra vez». 

 Esta vez Santa Carmen fue invadida por centenares de ómnibus. Uno de ellos, exclusivamente con turistas chinos. 

 «Qué lo tiró», dijo más de uno.

   —¿Cómo fue que se enteraron? —le preguntó el intendente a uno de los chinos, que más o menos machucaba el español. 

 —Fue pol el olol de los cholipanes que llegó hasta Belglano «ELE», mientlas lecolíamos el balio chino —dijo el chino, confundiendo la «R» con la «C», que es el nombre de la otra estación de tren del mismo barrio, y que, por cierto, no tiene barrio chino. Con la desconfianza natural de todo pueblerino ante lo foráneo, pocos fueron los que se tragaron el cuento chino del olor a choripán; porque pensaron que los chinos fuesen, en realidad, científicos, y como una cosa lleva a la otra, recayó sobre los asiáticos la sospecha de que su extraña e inusitada aparición se trataba, nada más y nada menos, que de una operación secreta que encerraba un secreto mayor aún: hacer resucitar a Mao Tse Tung. Entretanto los chinos, ajenos a la sospecha sobre ellos, entre sonrisas complacientes, típicamente chinas, seguían alabando los «liquísimos cholipanes». Ya entre los que no creían en conspiraciones descabelladas, las preguntas que se hacían giraban alrededor de la resurrección de Aníbal. Para la mayoría no había otra explicación que un milagro de Dios, pero don Esteban el Sabio, un viejo gaucho contador de historias del pueblo, discordaba y declaraba a los cuatro vientos que la única explicación posible era que Aníbal sufría de catalepsia crónica, pero que nadie debía preocuparse, resaltaba, que cuando se muriera de verdad se le iba a pasar. 


12 


UN AÑO DESPUÉS… 


Un año después de la primera muerte de Aníbal, el pueblo ya era otro. ¿Comprar zapatos, ropas, muebles?, solo yendo a otro pueblo, porque casi todos los comercios, menos los de salud, alimento, mecánica, electricidad, construcción y, claro, los que ofrecían servicios funerarios, que ahora promocionaban ataúdes con dos criques hidráulicos botella incluidos, vendían los suvenires «Aníbal». Llaveros, estampitas y lo más buscado por la gente: la foto de Aníbal dentro del ataúd, guiñando un ojo y con los pulgares hacia arriba. Mientras tanto, Estebares ya producía los libros de cuentos sobre Aníbal a escala industrial en la imprenta de ambos socios, ya sea de nuevos cuentos o de los mismos, pero con ligeras alteraciones, al final, la gente ya los compraba como recuerdo más que por la lectura en sí. «La parte más difícil es ponerles los títulos», le confesó en una oportunidad el autor, con falsa modestia, a un primo, y, quizás con algo de rencor, señaló a seguir: «Porque lo único que hace Aníbal es morir y resucitar».  

 Para todo esto, los amigos íntimos de Aníbal, a principios de año, habían abierto una innovadora agencia matrimonial; porque todas las chicas, las solteronas y alguna que otra viuda que, no conforme con haber enterrado uno, deseaba repetir la experiencia, querían, como un antojo, como un capricho, casarse con Aníbal. La innovación matrimonial consistía en que era un casamiento de un mes de duración, con derecho a álbum de fotos del casorio y luna de miel en alguna estancia de los alrededores incluidos, hasta la próxima muerte de Aníbal, donde una nueva agraciada era elegida —lógicamente, por el propio Aníbal; por las dudas, no fuera a tocarle aguantar un bagayo fulero durante un mes entero—, para ser la esposa del inmortal. Esto acarreó que Santa Carmen y los pueblos vecinos empezaran a llenarse de ex viudas momentáneas, pero lejos de crear una antipatía subjetiva por parte de los varones contra Aníbal, como se esperaría que sucediera, al contrario, lo veían como una honra porque Aníbal les confería a las falsas viudas una especie de pedigrí que las hacía especiales; y, además, pudiera ser que alguna hasta viniera premiada. Pero eso nunca sucedería porque, a esas alturas, Aníbal ya había perdido toda inocencia y sabía que vivos a la pesca, los hay de a puñados en todo lugar.

   Y como una plaga amarilla, o asiática, nuevos chinos, o probablemente los mismos —¿cómo saberlo, si son todos iguales?— se establecieron en el pueblo y abrieron supermercados —como no podía ser de otra manera—, suscitando la vieja sospecha por parte de algunos fantasiosos, de que era otro plan de los chinos para descubrir el secreto de la inmortalidad de Aníbal, y cuya finalidad era la de resucitar al «Gran Timonero», aunque ellos, sonriendo achinadamente, negaban siempre con la misma disculpa: que habían venido a instalarse en el pueblo por causa de los «licos cholipanes». 


13 


EL ELEGIDO 


El boom, lo que se llama boom, de Santa Carmen se dio al segundo año, cuando fueron abiertos grandes complejos hoteleros, porque ya no cabía una aguja en ningún lugar en los días en que moría y resucitaba Aníbal. Para esas fechas las parejas llegaban a raudales a Santa Carmen no solo para casarse, sino también para pasar la luna de miel —pensaban que pudiera ser que concibiendo un hijo en Santa Carmen, le saliera inmortal como Aníbal—; y matrimonios traían a sus hijos recién nacidos para el bautizo, movidos por la esperanza de que la catalepsia de Aníbal se les contagiara y vivieran para siempre; y parientes traían a sus muertos para ser velados y enterrados en el pueblo, con la misma esperanza: que imitaran a Aníbal y volvieran al seno de la familia. Así que después del entierro de los difuntos foráneos, sus familiares se quedaban haciendo guardia delante del cementerio, pero ningún difunto volvió del más allá para contar la historia, ni a los dos días ni ningún otro, solo Aníbal era el elegido. 

 Para ese entonces, Aníbal ya vivía del diez por ciento de todo aquel que lucrara con su nombre, menos de Estebares, con el cual el negocio entre ambos era del tipo «miti y miti», cincuenta por ciento para cada. Pero hacerse rico por morir y resucitar tenía también sus problemillas. 

 Un día Aníbal tuvo que presentarse en la oficina regional de la AFIP, en una ciudad cercana. Cuando se presentó, la empleada le preguntó por su profesión. 

 —Autónomo —respondió Aníbal. 

 —¿Autónomo, pero de qué rubro? —insistió la empleada. 

 Aníbal se quedó helado sin saber qué decir. ¿Decirle qué? ¿A qué profesión correspondía morir y resucitar, al final? Optó por la corta: 

 —Trabajo de morir y resucitar, señorita. 

 Y como la empleada le dijera que eso no era profesión, sino un don solo concedido por Dios a Su hijo Jesucristo, Aníbal dejó el asunto en manos de sus abogados. 

 «Ser rico es más difícil que ser pobre», se dijo y volvió a Santa Carmen enseguida, porque la fecha de volver a morir estaba cerca. 

 El nuevo intendente, que era uno de los íntimos amigos de Aníbal, ese año inauguró la primera «Fiesta Anibalista» —que se repetiría cada mes, luego de la resurrección de Aníbal—, con lo que Aníbal, imposibilitado de negarse a recibir su parte de la torta, volvió a decirse que ser rico era más difícil que ser pobre; y, como atracción principal de la fiesta, andaba de aquí para allá como maleta de loco, posando para las fotos por aquí, repartiendo autógrafos por allá, y «Un besito para mi nene, don Inmortal, dele, por favor». Una verdadera locura. 

 Al tercer año vino al pueblo una comitiva de un partido vecino, ofreciendo varios millones de pesos para que Aníbal se fuera a vivir a la cabecera de dicho partido. Pero Aníbal pensó, sin tomarse demasiado tiempo, que su suerte podría cambiar si se mudaba de pueblo, por eso no aceptó la millonaria propuesta, prefiriendo quedarse en esa especie de cinta de Moebius en que se había convertido su vida. 

 «Por las dudas, no vaya a ser que en otra tierra me muera de verdad, y para siempre», dijo para sí.



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Publicado el 8 de julio de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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