El Juego del Diablo

Francisco A. Baldarena


cuento



LA MUERTE 


La tarde en que Remigio González fue asesinado parecía que el sol hubiera evaporado hasta la última gota de aire. Nada se movía, a no ser el asesino, a camino de su destino aniquilador.  


II 


UNA VUELTA EN EL PUEBLO 


Los pinos delante del rancho iban fundiéndose imperceptiblemente en el azabache de la noche que ya caía, cuando Pedro Campos sintió ganas de dar una vuelta por el pueblo. Era viernes. Pensó en lo duro que había trabajado en los últimos días en la estancia, y, por lo tanto, que merecí­a distraerse un poco. Se afeitó la barba de varios días, emparejó el bigote y se dio un baño sin muchos retoques. 

 «Las horas del patrón pasan rápido, las nuestras no», reflexionó, mientras se secaba. 

 Vistió ropa limpia: la bombacha negra de salir, una camisa inmaculadamente blanca y un pañuelo rojo, que anudó al cuello con parsimonia y esmero; luego calzó las botas de cuero, negras y lustrosas, se ciñó firmemente la faja, también roja para combinar con el pañuelo, y se acomodó el facón de plata por detrás de la cintura. Finalmente, dobló el poncho bordó y se lo acomodó sobre el hombro izquierdo. Antes de salir al patio, agarró el rebenque y el sombrero de fieltro negro, que siempre dejaba colgados detrás de la puerta de entrada, y, dándole un beso en la frente a su esposa, le dijo: 

 —Ya vuelvo, voy al pueblo. Enseguida salió hacia el fondo, allá, en el corral, ensilló el caballo y, al rato y al trotecito manso, tomó el rumbo del pueblo. 


III 


EL BOLICHE 


A través de los amplios ventanales, Pedro Campos vio que el boliche estaba a medio llenar, como siempre a esa hora. Ató el caballo al palenque y entró, saludando a los presentes mientras se acercaba al mostrador, donde pidió un tinto y se puso a armar un firme. 


IV 


UN POCO DE DISTRACCIÓN 


El sol había caído, pero el aire aún estaba caliente y pesado. Remigio González, sentado sobre un tronco en el patio, tomaba mate cuando vio pasar a Pedro Campos a caballo rumbo al pueblo; se lo quedó mirando, esperando un saludo que no hubo. 

 —Gaucho engréido —dijo, por lo bajo. 

 Era viernes y desde el domingo pasado que no salía; pensó que distraerse un poco no le vendría mal. Entró al rancho —una tapera vencida por el pasar de los años y que un día habí­a sido una casa, cuando aún vivían sus padres, don Rigoberto González y doña Luz—, agarró la cuchilla, el raído poncho, descolorido a tal punto que ni él recordaba qué color lucía cuando lo adquirió, y el sombrero de fieltro, otrora negro y ahora color pardo de tanto llevar sol. Ya en los fondos, ensilló el caballo y, al rato, salió sin apuro, siguiendo las huellas de su antecesor. 



EL ENTREVERO 


Por la cantidad de bicicletas estacionadas en la vereda y unos cuantos caballos atados en el palenque, desde la esquina, Remigio González supo que el boliche estaba lleno. 

 Pedro Campos conversaba con el dueño del boliche cuando la puerta se abrió. Remigio González saludó a la gauchada presente, pero la reciprocidad fue mínima, pues Remigio no era muy bien visto en el pueblo, su fama de buscarroña y pendenciero tras un par de copas era harta conocida. 

 Se acercó al mostrador y pidió una ginebra, que embuchó de un solo trago, y atrás pidió otra. Mientras apretaba un firme, desde la sombra del ala del sombrero, fichaba el ambiente con ojos ladinos, como maquinando algo; en las mesas los parroquianos seguían en lo suyo, jugando al truco, conversando y riendo ruidosamente. De pronto, de una de las mesas se levantaron dos gauchos y salieron a la calle. Remigio ladeó la cabeza y le preguntó a Pedro, que estaba a su lado, si se animaba a un truquito contra los dos que habí­an quedado en la mesa. Pero Pedro no andaba con ganas de jugar esa noche, solamente tomar unas copas y conversar un poco; sin embargo, Remigio González no era el tipo de gente con la que se juntaba, pero esta consideración se la guardó para sí, de modo que negó la invitación: 

 —No gracias, amigo. Vine a tomar unas copas nomás y dentro de poco ya me estoy yendo. 

 Remigio, a quien no le gustaba que le llevaran la contra, lo miró fiero e insistió: 

 —Dale che, no seas cagón, que aquellos dos no son de nada y los pelamos enseguida. 

 A Pedro Campos tampoco le gustaban ciertas cosas, como, por ejemplo, las confianzas ni los confianzudos, y, mucho menos todavía, que le faltaran el respeto llamándolo de cagón. 

 —Oiga, amigo, ya le he dicho y bien claro que solo quiero tomar unas copas nomás, o por acaso usté e´ sordo —contestó Pedro, ya bastante molesto. 

 —¡Güeno!, ¿qué te pasa paisano, no dormiste la siesta o la mujer te sacó rajando del rancho pa´ que no le estorbes? —objetó Remigio, como sobrándolo. Ahí mismo los presentes detuvieron el juego y el bochinche y pararon las orejas. ¿Remigio González había enloquecido o la ginebra, habiéndole hecho efecto ya, no le dejaba ver la proximidad del peligro? Porque a un hombre como Pedro Campos nadie, en su sano juicio, le hablaría de esa manera, pues había que tenerlas bien puestas y ser muy macho para atreverse a tanto. 

 Pedro lo miró con fiereza y le soltó: 

 —Si dormí o no dormí la siesta e´ asunto mí­o y lo que pasa o deja de pasar dentro de las casas también, ¡qué carajo! 

 Remigio, pareciendo no darse cuenta del barrial en donde había metido las alpargatas, siguió embarrándose hasta las rodillas. 

 —¡Güeno, Güeno!, parece que acá tenemos a un renegao —respondió, con altanería, mientras miraba a Pedro de lado. 

 —Mire paisano, que el que abre la jeta pa´ decir lo que no debe, acaba oyendo lo que no quiere —retrucó Pedro, que ya estaba perdiendo los estribos. 

 —Y a mí me parece que… —empezó a decir Remigio, pero Pedro no lo dejó terminar la frase. 

 —A usté no le parece nada, ¡carajo! Y es mejor que se vaya pa´ otro rincón a molestar a otro, que hoy no estoy pa´ oír sonseras. 

 A esas alturas, todos ya olían a cuero sobado con antelación. 

 —¿Me estás llamando de retardao o escuché mal? —retrucó Remigio, plantándose delante de Pedro en clara actitud belicosa. 

 —Escuchó muy bien, lo que da pa´ver que por lo menos las orejas las tiene limpias —contestó Pedro. La consideración de Pedro suscitó la carcajada general, lo que hizo que Remigio mirase con fiereza a la platea, pero nadie se intimidó con su mirada, ni se calló, por lo que Remigio volvió a encarar a Pedro y siguió buscando camorra. 

 —¡Y encima me llamás de sucio también! —dijo, acariciando la cuchilla en la cintura. Tal actitud con seguridad le habrá hecho pensar a más de uno que si Remigio González tuviera un poco más de sesos, todavía estaba a tiempo de zafar y salir ileso. Pero el sujeto era más porfiado que gallina atorada con lombriz. 

 —Sucio y además desubicao —aclaró Pedro. 

 —Güeno, yo creo entonces que… 

 Pedro lo volvió a atajar. 

 —Usté cré en perinolas, y si sigue molestando lo saco a la calle y le muelo los huesos pa´ que deje de ser malcriao. 

 Estas últimas palabras de Pedro Campos, al tratarlo como a un chico, enceguecieron a Remigio de tal manera que sintió hervir de rabia la sangre y ya sacó a relucir la cuchilla, y mientras enrollaba agilmente el poncho alrededor de la otra mano, desafió a Pedro: 

 —Pero pa´ que dir tan lejos, si lo podemos arreglar por acá mesmo. 

 «Güeno, parece que la cosa va a ser acá nomás», pensó Pedro, al tiempo que sacaba el facón y le tiraba el poncho en la cara al pendenciero. 

 Remigio, enredado en el poncho que le cayera de sorpresa sobre la cara, empezó a dar chuzazos ciegos y patadas al aire a dos por cuatro. Los paisanos, que se habían quedado más serios que perro arriba de un bote, puesto que la cosa iba en serio, al ver las piruetas titiriteras de Remigio, volvieron a espatarrarse de risa. 


VI 


LA JURA 


Pedro esperaba que Remigio se deshiciera del poncho para dar el próximo paso, pues no era hombre de aprovecharse de la desventaja ajena. Lo del poncho en la cara había sido por puro reflejo. Pero Remigio siguió dando cuchilladas a la marchanta hasta que pudo deshacerse del maldito poncho, entonces salió hecho un loco corriendo a la calle, entre maldiciones dirigidas a Pedro, a la virgen María y al mismísimo Dios, mientras la borrachera que tenía encima no le dejaba encajar el pie en el estribo, que caprichosamente se deslizaba para los lados. Esto arrancó nuevas carcajadas en el gauchaje amontonado en los ventanales y detrás de Pedro, parado en la puerta del boliche. Nuevamente, Remigio maldijo a Pedro y le juró que se vengaría, y a los otros, que ya todos iban a ver quién era él. Pedro se lo tomó como cosa de borracho con el orgullo herido y pensó que por la mañana, ya con la cabeza fría, se le pasaría. Aunque con Remigio nunca se sabía, porque el hombre era más sucio que palo de gallinero y era muy probable que por un tiempo no se conformase con dejar las cosas así­ como habían quedado. 

 Y habiendo ya doblado la esquina, Remigio siguió jurando y perjurando, cuadra tras cuadras, que se vengaría con una que a Pedro jamás se le iba a olvidar, mientras atropellaba la noche hasta que esta lo desintegró en sus entrañas tras las últimas luces del alumbrado público. 


VII 


EL FORASTERO 


El boliche volvió a llenarse de voces y risas, pero ahora el tema central de todas las conversaciones era el altercado entre Pedro Campos y Remigio González. Al rato, un hombre que nadie había visto en su vida entró al boliche. Vestía de negro, ropa, botones, zapatos, y hasta los ojos, el pelo y el bigote eran negros. El hombre saludó y se acercó al mostrador, al lado de Pedro, donde pidió vino blanco, y ya en el primer vaso entabló conversación con el dueño del boliche y con Pedro. Dijo que estaba de paso en el pueblo, por asuntos agrarios, y, como el primer colectivo a la capital pasaba a las seis de la mañana, decidió tomar algo y conversar un poco para matar el tiempo. Tanto el desconocido como Pedro tenían en común el mismo interés por las cosas del campo, lo que enseguida creó cierta afinidad entre ambos y la conversación pasó del mostrador a una mesa, extendiéndose hasta las tres y media de la mañana, cuando el dueño del boliche anunció que estaba cerrando por hoy. 

 Ese día Pedro iría a trabajar sin dormir, pero había valido la pena, pensó; no todos los días aparecía por el pueblo alguien interesante con quien conversar sobre asuntos camperos. Después de despedirse, el desconocido se perdió en una esquina y Pedro Campos, sin saberlo aún, en la vida. 


VIII 


LA VOZ AMIGA 


Apenas puso un pie dentro del rancho, Remigio González se tiró en la cama y los párpados, incapaces de oponer resistencia, le velaron el mundo real cuál telón tras el último acto, haciéndolo caer al instante puertas adentro de la inconsciencia. Al rato, una voz, en la cabecera de la cama, se le metió de prepo en el subconsciente y le contó muchas cosas. La voz, mansa y amigablemente, le susurró ideas que él nunca hubiera sido capaz de tener por cuenta propia y, poco a poco, la voz fue guiándolo por regiones desconocidas y tenebrosas de su ser, donde dormitaban sus instintos más bajos. 

 «Debes vengarte», le decía la voz, «y de la manera que más duele, la que hiere el alma más que al cuerpo; la que quita la esperanza; la que mata las ganas de seguir soñando. Porque un hombre sin sueños es un hombre muerto. Debes matar a Pedro Campos por dentro, Remigio. Es necesario arrancarle lo más preciado que tenga en la vida». Remigio intentó levantar los párpados, pero parecían haber adquirido la cualidad del plomo. 

 «¿Y sabes qué es lo que le duele al hombre más que todo en este mundo?», insistió la voz. 

 «No, no sé», murmuró Remigio, desde las profundidades de la inconsciencia. 

 Entonces la voz le susurró la respuesta. 

 Cuando Remigio despertó se sintió diferente; no recordaba la voz que vino a meterle cizaña en sueños, pero sentía que algo, incomprensible, le había sucedido durante el transcurso de la noche, más allá del sueño. 


IX 


LA SOSPECHA 


Si bien era cierto que Remigio González vivía en una brutal miseria moral, cuerdo o borracho, jamás tendría el coraje de hacer lo que hizo con la esposa de Pedro Campos, mientras este se demoraba en el bar con el desconocido. Pero no fue su «yo» consciente, el cobarde ejecutor de la atrocidad sufrida por la inocente mujer; la semilla del mal había sido magistralmente introducida por el visitante nocturno, que supo sembrarla con eficacia en la desprovista mente de Remigio, valiéndose de su cuerpo para que ejecutara por él el hediondo crimen. 

 A pesar de los sucesos que antecedieron a la muerte de la esposa de Pedro Campos, entre él y Pedro, la policía no encontró ninguna evidencia que apuntara a Remigio como el autor del crimen. Finalmente, sin testigos ni huellas que indicaran lo contrario, todos los caminos condujeron a un callejón sin salida. 



TODOS LOS DOLORES DEL MUNDO 


Al depararse con el cuerpo destrozado de su esposa, Pedro Campos sintió en carne propia todos los dolores del mundo, y supo en ese instante que nada de lo que hicieran los hombres, Dios y la ley juntos le devolvería las vidas de su esposa y la propia, porque ya se sentía muerto por dentro, y que, además, hiciera lo que hiciera nunca podría apagar de la memoria la imagen de la fallecida, que lo seguiría, porque tal atrocidad nunca se olvida, hasta más allá de la muerte. 

 Cuando tuvo la certeza que iba a hacer algo imperdonable y que eso lo igualaba al asesino de su esposa, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, pero ya no había vuelta atrás


XI 


EL CULPABLE 


Remigio González, por la parte que le tocaba, tampoco andaba pasándola bien con sus pensamientos. Era verdad que sí pensó y dijo que se vengaría de Pedro Campos, pero estaba más que seguro que no había sacado un pie del rancho para practicar aquel acto abominable contra la pobre mujer, del cual fue apuntado como principal sospechoso. Sin embargo, a pesar de haber salido limpio de la investigación efectuada por la policía, la sospecha de la gente no disminuyó ni un poco; seguían mirándolo de lado y, seguramente, llamándolo de asesino por detrás. Con lo que ni necesitaba intuir que Pedro, tarde o temprano, vendría por él; estaba cantado que así lo haría. 


XII 


MATAR O MORIR, LO MISMO DA 


Pedro Campos llegó por el callejón de los fondos; se apeó del caballo y ató las riendas en una cina cina que crecía junto al alambrado. Pasó por entre los alambres de púas y se encaminó hacia los eucaliptos, detrás del rancho de Remigio González, sorteando cardos, abrojos y hormigueros y haciendo crujir el pasto reseco debajo de su peso, lo único que se oía en aquella tarde infernal. 

 No tenía ningún plan, y, la verdad, ni lo necesitaba: todo se resumía a encontrarse cara a cara con su enemigo y después ver qué pasaba; pues a esa altura ya le daba lo mismo quién mataba a quién, y si por acaso le tocara a él, bien que le haría el olvido que la muerte trae consigo. 

 Iba con la vista puesta en el rancho, cuando se deparó con lo que buscaba, justo a unos pocos metros: haciendo la siesta detrás del rancho, espatarrado debajo de la sombra de los eucaliptos mudos e inmóviles, como casi todo en aquella tórrida tarde, Remigio González se consumía en un letargo aplastante, insensible al cosquilleo del andar inquieto de las moscas sobre la piel grasienta. 

 Pedro desenvainó el facón y se enrolló el poncho en la otra mano. 

 Remigio no escuchaba nada, pues sus ronquidos sonaban más alto que el crujir del pasto bajo el peso del que, dentro de pocos segundos, lo mataría. 

 Pedro llegó junto al cuerpo de Remigio, se arrodilló, apretó el mango del facón como si fuera a retorcer el cogote de una gallina y enterró la hoja hasta la guarda en el pecho grasiento de su enemigo. 

 Apenas sintió la hoja penetrar en la carne, Remigio agrandó los ojos como para abarcar con la mirada el mundo entero y abrió la boca como para decir algo, sin embargo, exhaló un quejido moribundo. Aferrado con débil fuerza al brazo que le inmovilizaba la cabeza y a la mano ceñida al cabo del facón que le llevaba la vida, sentía que las fuerzas se le iban de a poco, hasta que empezó a escupir sangre… 


XIII 


EL GAUCHO ERRANTE 


Pedro había pensado en todo lo que le diría a Remigio, mientras miraba cómo la vida de su enemigo se le apagaba en los ojos, pero llegado el momento crucial, las palabras se le quedaron trancadas en el garguero. ¿Qué decir, si al final los dos, cada uno a su manera, ya estaban muertos desde aquella fatídica noche en el boliche? Ni decirle que se fuera al infierno hubiera tenido algún sentido, porque ambos ya transitaban por los tenebrosos caminos que conducen a él desde hacía mucho. Consumado el hecho, Pedro limpió el facón en el pasto, volvió donde su caballo, montó con desgano y salió al trote, rumbo a ningún lugar; gaucho errante, sin una querencia ni un pedazo de tierra donde caer muerto. 


XIV 


EL ARTÍFICE 


Mientras Pedro Campos mataba a Remigio González, cerca del rancho, a la sombra de una higuera, un hombre vestido de negro de la cabeza a los pies, sonreía maliciosamente.



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Publicado el 10 de junio de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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