El jubilado Jacinto paseaba cuando se encantó por un sillón puesto a la venta en un establecimiento de muebles usados, no imaginaba él lo que le deparaba el destino.
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Ya en la casa la cosa fue diferente; en el patio nomás, sucumbió al impulso de sentarse y con urgencia de viciado aplastó las posaderas en el sillón.
“¡Ah, qué sensación de bienestar! Si hasta dan ganas de quedarse sentado hasta el final de los tiempos”. Pobre Jacinto, no sabía él lo premonitorio que había en tales pensamientos.
Pero como veremos a seguir, no todo es paz y sosiego en la vida de un jubilado. Los problemas para Jacinto comenzaron horas después, cuando ya había oscurecido y principiaba a caer el rocío, con miedo de contraer un resfrío, en el mejor de los casos, o en el peor, una pulmonía, quiso levantarse y descubrió que, como si estuviera colado al sillón, no podía hacerlo. Intentó despegar el culo, sacudiendo el cuerpo, pero solo consiguió erguirse con sillón y todo, permaneciendo inclinado hacia adelante, como los viejos achacosos, cuando adquieren una postura encorvada permanente y así se mueven por la vida hasta que se mueren. De nada sirvió la ayuda de sus hijos y de Enrico, el vecino halterofilista, nadie consiguió desprenderlo del sillón, todo lo que pudieron hacer por Jacinto en esos momentos fue un orificio por debajo del sillón y tajear los fondillos del pantalón y del calzoncillo. No es necesario que se diga para qué.
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Publicado el 21 de julio de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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