Invisibilidad

Francisco A. Baldarena


cuento


Exactamente el mismo día que le declaró su amor a Corina y ella le dijo que lo quería apenas como amigo, Tadeo decidió hacerse mago. ¡Y con tantas ilusiones que se había hecho!, pero la respuesta de Corina fue como una patada en el hígado y el inesperado hecho le dio a su vida un giro de ciento ochenta grados. Y aunque el rechazo de Corina tenía todo lo necesario para hacerlo caer en una profunda depresión, o cosa peor, como por ejemplo el suicidio, Tadeo se zambulló de cabeza en los oscuros meandros de la magia. La extraña decisión no tenía como principal intención distraer su mente y así mantener a Corina alejada de sus pensamientos, y mucho menos la de olvidarla totalmente, sino la de ser el medio por el cual conseguir invertir los sentimientos de la muchacha hacia él. 

 Por un buen tiempo en el barrio, poco o nada se supo de él; salía de casa muy temprano y regresaba al oscurecer, pasando todo el día recorriendo bibliotecas y librerías en busca de libros relacionados con el tema. “Pero de magia verdadera”, les aclaraba a los encargados de las bibliotecas o a quien lo atendiera en las librerías, “no de trucos de esos pseudos magos que embroman a los niños, o entretienen a los adultos que aún no han crecido mentalmente y se comen cualquiera. No sé si me entiende”. Y cuando regresaba a su casa, se encerraba en su habitación y, robándole horas al sueño, devoraba con avidez libro tras libro. Meses más tarde, se supo que había viajado al interior del país, y en el barrio enseguida se corrió la voz de que el motivo principal no era conocer otros lugares del país, sino olvidar a Corina. Nada más lejos de la verdad, porque Tadeo había estado viajando a distintas provincias para entrevistarse con curanderos y brujos. Se le había ocurrido que si la magia fallaba, un gualicho infalible no le vendría nada mal. 

 Lo primordial es pensar en todo. Con base en ello, al regreso, Tadeo probó con distintos tipos de fórmulas que, más con genuina viveza criolla que con ingenio de mago, conseguía que Corina las ingiriera sin notarlo; pero todo el esfuerzo aplicado fue inútil, la chica continuaba queriéndolo apenas como amigo. 

 Pero no está muerto quien pelea. Y Tadeo continuó perseverando en la conquista de su amada, probando nuevas fórmulas que siempre con novedosas artimañas se las hacía llegar a la boca. Hasta que una noche, después de volver de un trance cósmico, Tadeo notó que no podía ver su sombra. Tras el susto inicial, corrió a verse en el espejo y solo vio lo que estaba a sus espaldas, como si él no estuviera ahí. O fuera transparente. 

 —¿Transparente? —se preguntó, más que perplejo, asustado. Sí, había conseguido hacerse invisible. Sin saber cómo, había conseguido lo que ni Houdini había conseguido en toda su vida. Pero el increíble hecho trajo consigo un problema; un problema no, un problemazo, porque por más que lo intentó de todas las maneras que se le ocurrió, no consiguió volver a su corporeidad visible; o más allá incluso, una tragedia. Sí, porque si antes, cuando podía verlo, Corina lo había rechazado, qué esperanzas le quedaban ahora de conquistar su corazón, si toda su existencia se reducía a una voz fantasmal; y aunque pudiera tocar y ser tocado, lo que comprobó al palparse cuando no se vio reflejado frente al espejo —su segunda reacción—, no hacía ninguna diferencia, continuaba pareciéndose a la nada; continuaba siendo una voz como salida del más allá. 

 Y una vez más, Tadeo evitó los caminos de la depresión y ni se le pasó por la cabeza, por ejemplo, irse a vivir como un ermitaño en la cima del Aconcagua, donde poder llorar su desdicha lejos del mundo, en total soledad. No. Tadeo se dijo que si Corina no podía ser suya, tampoco sería de ningún otro hombre, y de ahí en más se dedicó a seguir los pasos de Corina a sol y sombra y a hacerle la vida imposible a los hombres que osaban poner los ojos encima de ella. De manera que por donde pasaba la bella Corina, dejaba el tendal tras de sí, como el paso de un huracán devastador. Hombre que la miraba con lascivia, Tadeo que le metía los dedos en los ojos; al que le decía algún piropo, Tadeo que le aplicaba un golpe de karate en la garganta. Pero si lo que le decían era subido de tono, a esos directamente los dejaba revolcándose en el suelo con un buen patadón en los huevos. 

 ¡Y cuando Corina quería ir a la playa, entonces! Los neumáticos del colectivo donde iba se pinchaban misteriosamente (Tadeo); o los trenes cambiaban de dirección, porque algún gracioso (Tadeo) había hecho de las suyas cambiando las agujas; de manera que si Corina quería ir a Mar del Plata, terminaba en un descampado. Pero Tadeo no se limitó solamente a escarmentar a los hombres, tuvieran malas intenciones o no, ni a impedir a cualquier costo que Corina fuera a la playa, sino que hasta elegía la ropa que ella debía usar, de modo que no llamara la atención. Cuando Corina entraba a una tienda y la ropa que escogía no se adecuaba al gusto casi amish de Tadeo, mientras ella se la probaba, él la iba rasgando por detrás. Con ello, había dos explicaciones para las rasgaduras: por parte de Corina, que la ropa, independientemente si se vendía en una tienda de renombre, en la capital, o en una modesta tiendita de barrio, era de mala calidad, como la fabricada en China o en algún reducto clandestino gerenciado por textileros peruanos o bolivianos. Y por parte de la vendedora de turno, que Corina la rompía de propósito. De manera que no le quedó otra que vestirse con recato y sobriedad, y de paso transitar por la senda gris de las solteronas, ya que la muchacha parecía tener un ángel guardián bastante celoso. 

 Y sobre eso de que Tadeo seguía a Corina a sol y sombra, no fue dicho en sentido figurativo sino literal, porque veamos: cuando Corina regresaba del trabajo, él, después de cerciorarse que ella entraba al edificio donde vivía, iba hasta el baldío que había detrás y ahí se quedaba de guardia toda la noche, vigilando la ventana de su habitación. Y para no aburrirse mientras no le venía el sueño, se entretenía contando las estrellas y cuando estaba nublado, las ventanas con las luces prendidas y las con las luces apagadas, tanto del edificio de Corina como del que tenía al otro lado del baldío. En una noche nublada, justamente, fue que Tadeo se dio cuenta de algo que sucedía siempre, pero que nunca le había llamado la atención: cada vez que Corina prendía la luz de su habitación, la ventana del edificio de enfrente que estaba, a la misma altura que la suya, se apagaba. Para cualquier distraído lo de las luces podría tratarse apenas de pura coincidencia, pero no para Tadeo, que pensó que ahí había “gato encerrado”; quizás un sátiro que espiaba a Corina mientras ella se cambiaba de ropa. Estirar el pescuezo o saltar para ver quién estaba protegido por la oscuridad, estaban fuera de cuestión porque Corina vivía en un segundo piso; por lo tanto, solo tenía dos modos de averiguar la verdad. Uno era entrar al departamento de Corina cuando ella llegara del trabajo y desde ahí tratar de ver lo que sucedía en la ventana de enfrente (para salir no tendría problema porque podía hacerlo mientras Corina andaba por otro cómodo); y el segundo, sería llamar a la puerta del otro departamento, escurrirse dentro cuando abrieran la puerta y ahí, in situ, ver qué carajo hace el ocupante mientras Corina se cambia de ropa. Entretanto, esto suponía un inconveniente: si veía algo raro, no iba a poder contenerse y tendría que romperle los huesos al sátiro ahí mismo, entonces se correría la voz de que un fantasma había atacado al vecino y el chisme no demoraría mucho en llegar a los oídos de Corina; y si a ella se le daba por atar cabos (las ropas que se rompían solas, los hombres que a su paso les pasaba de todo, las ruedas pinchadas de los colectivos y los cambios de dirección de los trenes), ¡ay, mamita!, ahí mismo se pudría todo. No, no y no, Tadeo tenía que pensar, y con urgencia, en otra cosa; algo más práctico y menos arriesgado, y más efectivo, como por ejemplo, cascotear la ventana que lo tenía con la pulga atrás de la oreja y ver quién asomaba la cabeza; después, dependiendo de lo que le transmitiera la cara del que se asomara, sea hombre o mujer, hacer lo que correspondiera al caso; es decir: rajarle el marote con otro cascotazo o no hacer nada. Y como en todo baldío, Tadeo encontró muchos cascotes, como para romper los vidrios de las ventanas de los dos edificios juntos. 

 Un estruendo retumbó en el baldío y estremeció la noche; el primer cascotazo dio de lleno en la ventana, provocando una pequeña lluvia de vidrios rotos; y el segundo, le rajó la cabeza al tipo que se asomó a ver quién le había roto el vidrio. Sin embargo, la acción desesperada y más bien infantil de Tadeo, no le esclareció si el tipo era un degenerado o no (aunque por ser animal hombre, ya lo era), pero una cosa le quedó en claro: de ahí en adelante la luz de su ventana nunca más se apagó cuando la de Corina se prendía, sino que, como para alejar sospechas o malos entendidos, se mantenía toda la noche prendida.



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Publicado el 20 de octubre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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