Pompón

Francisco A. Baldarena


cuento


Aquel día quedaría en la memoria de Pompón, el rechonchudo gato persa de doña Marcelina, como un día inolvidable; infelizmente en el peor sentido, porque en dicho día le salió todo mal, como si hubiera despertado con la pata izquierda. 

 Con seguridad fue un ronquido como de volcán a punto de hacer erupción, dentro de la barriga, eso que lo despertó.  

 Antes de abandonar el sofá e ir a la cocina a desayunar, se irguió perezosamente y se tomó unos buenos minutos en los tres estiramientos básicos: primero —que todo gato que se precie de tal, hace quién sabe cuántas veces por día—, con movimientos propios de un perezoso arqueó la columna lo máximo que pudo; segundo, estiró las patas delanteras y traseras, respectivamente, llegando hasta el límite donde empiezan a doler músculos y tendones, y por último, lo que más le gustaba, enterrar con ganas las uñas en el almohadón donde dormía. 

 «¡Epa!», dijo, alarmado, cuando entró en la cocina y vio el plato de la comida vacío. No así la vasija del agua, pero «¿desde cuándo agua llena la barriga? Engaña, pero no llena», pensó, pesimistamente. 

 Por lo silencioso que estaba el departamento, calculó que su dueña había salido; y de prisa, si no, ¿por qué otra razón habría olvidado llenarle el plato con la ración, algo que ella nunca olvidaba? Tal vez a modo de respuesta, las tripas ahora rugieron como un león hambriento. 

 Luego de una rápida verificada en la mesada, la mesa y encima del aparador, y constatar la total ausencia de algo comestible, abandonó la cocina; atravesó en línea recta el comedor —pasando por debajo de las sillas y la mesa— y salió al balcón. Desde allí, proyectó una mirada gatuna al ambiente; esto es, a las cornisas, a las terrazas y techos vecinos, a las ramas de los dos pinos frente al balcón, a los cables de electricidad y del teléfono, a las antenas de televisión. Nada de nada. Ninguna paloma, ningún pajarito; en fin, la nada más absoluta delante de sus ojos, ahora, de mirar desquiciado. En eso, las tripas volvían a mortificarlo. ¿Qué hacer entonces? No le quedaba otra que bajar a la calle y hurgar en los tachos de basura, como cualquier gato callejero. 

 Pese a la gordura, bastó un salto —no tan elástico como en otros tiempos, pero pasable— para alcanzar con facilidad la barandilla y, con la habilidad de un equilibrista de circo, llegar sin inconveniente alguno al final del balcón; de donde saltó a la terraza de la casa vecina, y de allí al árbol de laurel, hasta que por fin llegó al jardín. Pero con tanta mala suerte, que fue a caer justo al lado del perro de la casa, un dóberman de casi un metro de altura, al cual no había visto por encontrarse, el perro, acostado detrás de una hilera de inmensos macetones de cemento con bellas de las once de múltiples colores en todo su esplendor. 

 Y para peor de males, lo que el perro tenía de grande, también lo tenía de bravo. ¡Y cuánto! Porque apenas cayó a su lado esa bola peluda y amarilla, procedente quién sabe de qué lugar, en un abrir y cerrar de ojos, gruñendo ferozmente y mostrando los afilados colmillos, se puso de pie y en un relámpago, como catapultado por una fuerza invisible, se tiró encima del gato invasor dispuesto a comérselo vivo. 

 Ahí, digamos, fue el comienzo del infierno para Pompón. En la lucha cuerpo a cuerpo, no faltaron temerarios ladridos y desesperados mordiscos por parte del perro; mientras él daba zarpazos, no menos desesperados, a diestra y siniestra y maullaba como, hipotéticamente, maullaría un gato de bruja condenado a la hoguera junto con su maléfica dueña. 

 Por suerte, a cierta altura de la paliza, Pompón consiguió zafarse milagrosamente de su verdugo, escurriéndose por entre las patas traseras hacia el portón. Lástima que estuviera tan gordo, porque el pobrecito quedó trancado entre las rejas de hierro. Para todo esto, el perro, que se había dado vuelta en el mismo momento en que Pompón huyera de él, se lanzó como un misil contra aquel trasero gordo y peludo y le dio una tarascada certera en una nalga. 

 Así que sintió los colmillos rasgarle la carne, Pompón salió disparado hacia la calle como corcho de botella de champán; con lo que fue a parar casi al medio del asfalto, donde fue atropellado por una camioneta que pasaba en ese momento y por la fuerza del impacto, lanzado por los aires, yendo a parar sobre el tendido eléctrico clandestino, del otro lado de la calle. 

 Pompón fue cayendo, desarticulada y lentamente, agarrándose de donde podía por aquella maldita maraña eléctrica; cortando a su paso cables que, al tocar entre sí, provocaron un chisporroteo infernal y una humareda oliendo a plástico quemado y pelo chamuscado que lo envolvió completamente; y del centro de ese pandemónium de fuego y humo se oía a Pompón pidiendo desesperadamente ayuda con disléxicos maullidos: «mi-u-a», «u-a-mi», «u-mi-a», «a-u-mi», «a-mi-u», cualquier cosa salía de su boca pastosa menos los «miaus» normales. Y cuando, finalmente, se libró del infierno eléctrico porque ya no quedaba más ningún cable que cortar, ¡¡¡plaft!!! Casi se mata de un golpe al caer planchado contra las baldosas de la vereda. Y así se quedó, inmóvil, como muerto, humeando, por casi medio minuto. 

 Le dolía todo el cuerpo, hasta el último pelo de la cola; donde lo había mordido el perro, las heridas provocadas por las quemaduras del tendido eléctrico y todos los huesos, por causa del choque contra la camioneta y por el golpazo casi mortal contra la vereda. 

 Aturdido, tembleque y desorientado, se levantó y salió andando, torpemente, apoyándose en las tapias y paredes de las casas para no caer, hacia una de las esquinas, sin noción a cuál de las esquinas de la cuadra se dirigía. Grave error, porque, como muchas veces sucede, que detrás de una desgracia viene otra, así que Pompón llegó a la esquina —que, en verdad, debía evitar a toda costa, y a continuación se sabrá el motivo de esto—, la cosa para su lado se puso más negra todavía. 

 «¿Qué más me va a pasar ahora?», se preguntó, más angustiado que aterrado, cuando se vio rodeado por las siniestras sombras gatunas de La Barra de la Esquina; la cual se la tenía jurada por causa de un asunto pendiente: un tacho de basura en su jurisdicción al cual Pompón, por vivir en la otra esquina, no tenía derecho; pero asimismo, el porfiado fue a meterse dentro del tacho a hurgar en los desperdicios ajenos. 

 En un abrir y cerrar de ojos, Pompón se encontró debajo de treinta y seis garras armadas de corvas y agudas uñas y nueve pares de rabiosas mandíbulas de afilados dientes. Pobre Pompón, mientras era arañado y mordido incesantemente por todo el cuerpo, no hacía otra cosa que suplicarle a la divinidad egipcia protectora de los gatos, la diosa Bastet, que lo socorriera en esa (tan amarga) hora de extrema necesidad. 

 La Diosa Bastet, a diferencia de los dioses que la mayoría de los hombres adora, no se hizo de rogada y se presentó inmediatamente, encarnando en el cuerpo de una vecina, que con un solo baldazo de agua fría, libró al gato en apuros de la turba asesina formada por sus congéneres enemigos. 

 Pretendiendo parecer corajudo, Pompón erizó los pelos del lomo, puso cara de asesino despiadado y rugió un rabioso miau, que enseguida derivó en un vergonzoso acceso de tos; y hasta ahí llegó su demostración de macho felino. Sin saber dónde meter la cabeza, después de la fallida demostración de bravura, no le quedó otra cosa por hacer que huir con la cola entre las patas, delante de las miradas furiosas de los otros gatos y de espanto, el de la señora. 

 Pompón cruzó velozmente la calle, y, así como iba, siguió hacia su esquina; y, así como venía, trepó por el poste del teléfono; y, con las últimas fuerzas que le restaban, saltó al balcón y se zambulló de cabeza —y con el corazón en la boca— al interior protector de su hogar. 

 Esta desastrosa aventura de Pompón sucedió hace dos años; y desde aquel día hasta la fecha nunca más salió de casa, ni al patio; y ni hablar del balcón, que con solo mirar hacia allí siente una puntada en el corazón, que piensa que va a morirse ahí mismo. Su dueña, como lo ama demasiado, le ha puesto una caja de madera con arena para sus necesidades, dentro de la cocina. Pero que nadie se eluda creyendo que el encierro voluntario de Pompón se debe a un trauma psicológico, provocado por las nefastas circunstancias que casi acabaron con todas sus vidas de una sola vez; ni por haber caído —por las mismas nefastas circunstancias—, en un estado de profunda depresión. No, nada de eso. Sucede que él sabe muy bien que solamente le quedan dos vidas, y que su duración dependerá, en buena medida, de lo tanto que pueda evitar cualquier riesgo innecesario.  



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Publicado el 27 de agosto de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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