Los vaivenes de la moda decorativa, que en cada época impone á las moradas como á los hombres, distintos perjeños, avecindaron en un saloncito de los duques de Montiél, una Venus de mármol y una armadura de hierro. La escultura, copia fiel de Venus Capitolina, pretende encubrir su desnudez de niña casta, apenas adolescida, en la entibiada luz de un rincón, sobre los tonos marchitos de un tapíz flamenco; su cuerpo tiembla de pudor y sus manos encienden deseos de mirar lo que recatar intentan.
La armadura, esplende al pié de una chimenea tallada en roble. Caladas la visera y ventalla de la celada borgoñona, reluciente la coraza tranzada, de la que penden escarcelas de launas, forradas con terciopelo carmesí; enteros los quijotes y las grebas que rematan en los piés por alpartaces de mallas. Hermoso ejemplar, milanés por la elegancia de las líneas, nurembergo por lo varonil, y sobrío del adorno.
La vida monotona y tristona de aquel viejo palación, se alteró una noche con desusada batahola mundana que rebullía en salones, lejanos del gabinete en que estaba la armadura y la Capitolina.
El rumorcillo de fiesta, resonó tímido de estancia en estancia, llenando por un instante, salones siempre cerrados, desiertos, austeros.
Venus temblaba de verse envuelta en luz, expuesta á las miradas de un mundo frívolo, de gentecillas procaces.
—Vecina, vecina,—exclamó dirigiéndose á la armadura—vecina, por Dios, quite ese ceño tan hosco que me da miedo, humanícese un poco, rompa usted por unos instantes esa tiesura.
Y la armadura, con su continente rígido:
—¿Quién charla ahí?
—Soy yo, vuestra vecinita de hace cuatro días. ¡Qué sola me encuentro! No sé por qué me trasladaron aquí, desde aquella galería tan alegre, tan asoleada, con su alcahaz de aves cantoras, con sus chorrillos de agua, y sus plantas exóticas, que encubrían con los abanicos verdes de las hojas, las líneas purísimas de mi cuerpecito hermoso.
—¡Miren la presumida!
—Aborrezco la hipocresía; recuerdo que en tiempos muy remotos, pasé años y años contemplándome en las aguas de un estanque: su fondo verdoso, reflejaba temblando de gusto mi gentil figura; después, los espejos de este caserón, se disputaron mi imagen, apoderándose de ella en todas partes y por todos lados, sin respetos ni miramientos; las gentes que me contemplan con casto mirar, celebran las líneas de mi cuerpo, que penetran puras en la fantasía, sin que rocen ni manchen los sentidos. No puedo negar que soy hermosa. ¡Nací en Grecia, patria del arte!
—Y yo en Italia, patria del arte también. Dos siglos corrí el mundo entre gloriosas aventuras, hasta arrumbar mis abollados miembros en la armería de los Montieles, venerables dueños mios. En ella encontré descanso á mis andanzas guerreras; pero hace cuatro días me trajeron aquí para dar guardia de honor en la ante-cámara nupcial del duque de Montiél.
—¡Guardia de honor! No tanto, vecinita mía. Sepa usted que hemos venido aquí, para adornar las habitaciones íntimas de los nuevos esposos, con joyas del arte y con trofeos de sus antepasados.
—¡Mentís, vecina, mentís!
—¡Qué palabrotas!
—Que mentís digo. Yo, la que vencí en Italia, la que primero entró en Haarlem, la que sintió dentro de sí palpitar y latir tres generaciones de esforzados caballeros, venir á dar en muñeco ornamental de la antecámara de unos novios.
—Eso, eso, en bibelot recien llegado de París.
—Y todo, quizá, por un capricho de la nueva duquesita; será niña casquivana, capáz de engalanarse con el nombre de Montiél, sin saber del heróico pasado de la casa en que penetra.
—¡Qué lengua! ¡Qué boquirota! Y el duque, ¿porqué no ha prohibido esa ofensa tan grave inferida á su linaje?
—El duque... ¡ah! Ni V. ni yo le conocemos; embebecen sus días los cuidados de la patria, esta patria grande, que sus mayores forjaron á hierro y fuego. Ya vé Vd., es senador y al mismo tiempo es guerrero, guerrero, claro está, á la moderna, un general valiente, según cuentan y gallardo. Si él supiera que estoy aquí, él, que respetará las armas y armaduras de su estirpe sin exponerlas á humillaciones y bajezas.
—Resígnese V. vecina, como yo me he resignado.
—V. está en su lugar; V. nació para ser eternamente objeto de adorno.
—Es verdad. ¡Modesto papel! Y sin embargo, la humanidad entera se rinde ante mí, soy la diosa de los amores.
—Y yo reina de las victorias, en los campos de batalla.
—Tal vez; pero tú, triunfas sobre los cuerpos, yo, triunfo sobre las almas.
—¡Orgullosa Venus! á tí te adoran los hombres; á mi me adoran los pueblos.
—Triste condición la tuya, hueca armadura, solo serviste para matar hombres.
—Y tu, para matar sus corazones.
—Me envidias, implacable guerrera, porque mis triunfos están simbolizados en una cuna y los tuyos en un sepulcro. Yo doy la vida, tu das la muerte.
—Pero es muerte que redime. Yo doy gloria.
—Yo doy más; doy el amor.
A este punto llegaban del animado diálogo, cuando la armadura vió á la luz escasa de la estancia, una sombra que avanzaba.
—Silencio chiquilla, que viene mi señor.
Y era la verdad; el duque de Montiél, vestido de general, colgantes del pecho cruces, arrequives y garambainas, penetró en la antecámara inquieto, husmeante.
Venus, clavó en él su mirada, y al ver á un guerrero achaquiento, encorvado y caduco, volvió el rostro á la armadura, que ya corrida estaba y sin más palabras, soltó una carcajada fresca y sonora.
Cortó la risa burlona de Capitolina, la aparición de una mujer; la duquesita, joven, hermosa como un ángel.
Su presencia estremeció de placer á Venus y de despecho á su vecina.
El de Montiél tambaleando, echó al cuello de la esposa sus alfeñicados brazos y entre melosas caricias le dió un beso de amor.
La armadura, lanzó entonces á la faz de Venus, tan solemne risotada, que hizo tomar tonos de rosa, al mármol blanco de Paros.