Hace ya algunos años, no precisa la fecha, llegó a esta ciudad un afamado experimentador que metió mucho ruido. Era hipnotizador y al mismo tiempo espiritista, tan competente y diestro que en dos o tres minuto hacia valsar un paraguas, comparecer un difunto o echar a correr un sombrero.
Más todavía. Adivinaba el secreto de las personas presentes y lo que ocurría en lugares distantes; valiéndose de misteriosos procedimientos y combinaciones diabólicas que evidenciaban los resultados sorprendentes.
Un día tuve ocasión de hacerle un servicio importante y él en recompensa me inició en sus secretos, enseñándome el modo de hacer hablar y ponerse en movimiento las cosas, que era su fuerte. Yo procuré aprender algo más de su misteriosa ciencia; pero él no me dejó avanzar.
Me resigné pues, a lo que quiso enseñarme, y fue tal mi constancia en los ensayos, que muy pronto logré tener una mesita cargada de fluido, entre mis manos. Tras de la mesa sometí a experimento muchos otros objetos pequeños; como llaves, navajas, canuteros; siempre con buen resultado y adquirí tal destreza que las cosas se movían y zapateaban al ponerles las yemas de los dedos… ¡Cuántas horas he pasado distraído en constante sesión frente a los objetos, interrogando el alma de las cosas!
He obtenido muchas revelaciones misteriosas dignas de referirse; una de las cuales paso a relatar al lector, no exigiendo mucha fe a mi favor si es incrédulo. Es la curiosa historia de un par de anteojos contada por los mismos cierta noche que tuve la ocurrencia de someter a prueba al óptico instrumento.
Dichos anteojos vinieron a mis manos desde la calle por intermedio del muchacho que me servía, quien los halló en una acequia sin agua y los recogió para aprovechar los vidrios, que parecían ser de talco por lo empañados. Tan viejos eran estos y los arcos de la armadura, que me transporté más allá del siglo undécimo en que se calcula la invención de los lentes… ¿No estarían ya inventados, en tiempo de Matusalén? Confiado en el poder que tenía, cerré la puerta de mi cuarto, decidido a poner en limpio estas cosas.
Ante todo, empecé por poner en limpio los anteojos. Froté con un papel de lija la guarnición, horriblemente enmohecida y lavé los cristales con buen jabón de olor; descubriendo con gran placer que eran de présbita los lentes. Si hubieran sido de miope en vez de présbita, es seguro que no habrían alcanzado a ver muy lejos mis indagaciones…
Pero no adelanto la narración. Aseados los anteojos amarré fuertemente un pedazo de lápiz al extremo de uno de los aros y sujetando el otro extremo con la mano izquierda, deslicé bajo el utensilio unas cuantas hojas de papel.
No necesitó operar muchos pases mi diestra mano. Tan potente era el fluido, tan ciega mi fe, que el artefacto comenzó a accionar a los pocos momentos. Agitose el aro del anteojo bajo una fuerza misteriosa, y el lápiz empezó a moverse, a correr sobre la superficie del papel, trazando en signos admirables cuya clave poseo, la historia que transcribo textualmente, del original que conservo.
El que quiera convencerse de ello, puede venir a mi casa: tendré el gusto de enseñarle el utensilio y los garabatos en cuestión.
Vamos ahora al asunto. El par de anteojos habla.
«Como debéis pensarlo, no siempre han sido parte de mi ser los dos cristales que sostengo. Yo existí independiente mucho más muy diversas, tantos siglos, que mi historia se remonta a los comienzos del mundo.
La historia del vidrio la contarán mejor que yo los lentes. Yo cuento la del hierro, que es la mía; y empiezo por el diluvio, a que asistí. Así seré más breve».
¡Cáspita! —exclamé asombrado—, ¿usted miró el diluvio? ¿Sería una cosa horrible? ¿Señor Hierro?
La cosa fue tremenda. Yo estaba ya forjado en ese tiempo y formé parte del gran cerrojo que puso al arca Noé; de manera que pude verlo todo; o mejor dicho, no vi nada; porque fue un llover incesante de cuarenta días con sus noches que ocultó tierra y cielos.
Desbaratada el arca y abierta a soles y aguas, quedé con otros fierros que para nada servían, en las faldas de la montaña de Ararat, en Armenia: y permanecí entre ellos veinte siglos, aún que nadie me viera. Es el lapso más triste de mi vida.
Ya me desesperaba en la inanición, cuando el año setenta de la era cristiana, acertó a pasear por allí un pastor que tropezó conmigo, cayéndose de bruces.
Aquel trapecio fue mi salvador, pues recogióme ese hombre y tanteando mi peso me puso de badajo, en el cencerro de un carnero que guiaba la manada. Mi forma era una argolla y pesaría seis onzas. Antes pesaba doce; pero la circunstancia de haber pasado dos mil años sin abrigo, me enflaqueció bastante.
Seguí con el rebaño, tocando alegremente, y dos meses después, acampábamos a orillas de un mar vastísimo. Mas pasó que, una noche me desprendí de la esquila que llevaba el rumiante y caí al suelo.
Como nadie me vio, nadie me recogió. El pastor se alejó al día siguiente con sus ovejas; dejándome abandonado… medio siglo: una bicoca.
Entonces fue un pescador el que me alzó del suelo. Le agradó mi presencia y me puse en su red para hacer peso.
Corto fue mi servicio, pues la red era vieja y se rompió a los pocos días haciéndome precipitar al fondo de las aguas donde quedé enterrado entre guijarros y lodo la friolera de trescientos años.
Pasados los tres siglos, un buzo que buscaba perlas me recogió entre una arborescencia madrepórica, y vi la luz del sol con alegría.
Aunque extraño a su pesca, no me arrojó el buen buzo. Antes, me colocó de adorno en la punta de un largo palo; y cuando llegó a su hogar, serví de juguete a los hijos que acabaron por atarme con una cuerda al cuello de un mastín. Y aquí viene el perro: dos meses más tarde el perro murió; pudrióse al día siguiente y me quedé cuidando su esqueleto, cuarenta años; plazo que fijó un desocupado metiéndome en su bolsillo.
Del bolsillo de este hombre fui a pasar al saco de otro que vendía fierros viejos y marché en compañía de muchos congéneres míos hasta parar en manos de un herrero que nos maltrató bastante haciendo de nosotros una cadena.
Esa cadena sirvió de fianza y afrenta de unos esclavos que debían ir a Roma.
Visité la ciudad eterna y me encerraron con mi preso en un oscuro calabozo algún tiempo.
¡Qué buena fue la idea! ¡El preso limó la cadena y vi con gusto que fugó de la cárcel! Yo continué preso ochenta años, sin ver alma viviente.
Hubo entonces un arreglo de cárceles, desbarataron el calabozo en que yo estaba y encontrando los pedazos de la cadena enmohecida me juntaron con otros objetos, inútiles, y en seguida nos arrojaron a un muladar tan inmundo que perdí las esperanzas de que me recogieran nunca.
No fue así felizmente. Pocos días después recogieron aquellas inmundicias… ¡y las arrojaron al Tíber!
Tocar el agua y hundirme fue todo uno, y ya creía despedirme para siempre de la luz, cuando una mano cariñosa me salió al encuentro debajo de las aguas; era un hierro saliente de una nave junto a la cual me arrojaban para mi dicha; pues al poco cuando el barco desplegaba sus velas, recorrí los mares de Sicilia, de Grecia y de África; con esperanza en el porvenir.
Dicha esperanza realizose a medias; pues si es verdad que, al reparar el casco de la nave, me dejaron en tierra pocos años más tarde; también es cierto que esa tierra era una playa desierta de la costa de África y allí me esperaban cien años de abandono.
Fue la mano de un niño que jugaba una tarde la que me extrajo de entre la arena seca y me llevó a su padre. Su padre era un guerrero árabe. Corría el año 645 y empezaba la conquista de África.
En la silla del bruto donde me puso el árabe asistí a los combates, hasta que me tocó la muerte; no a mí sino al caballo, quedando con la montura sobre el campo de batalla.
De allí me transportaron unos ladrones que pasaban y me llevaron a su guarida donde pasé algún tiempo, contra mi voluntad, en medio de esa vida de desorden.
Al fin tomaron algunos de aquellos forajidos y los condenaron a muerte. ¡Yo fui al patíbulo en el bolsillo de uno de esos bribones y me sepultaron con el cadáver del pícaro… seiscientos sesenta y un años!
Oculta cerca de siete siglos, (ya casi no era argolla) sentí que removían la tierra una mañana y el aire fresco me reanimó, hasta que salí a flor de tierra, en una palada. ¡Cuál sería mi sorpresa! Me habían sepultado en un campo y despertaba en medio de una ciudad floreciente. Apliqué el oído y oyendo conversar a las gentes supe que me encontraba en España. Más tarde por el cantar de una mora llegó hasta mi el nombre de la ciudad en que estaba: era Granada.
Permanecí en aquel sitio algunos días y de allí me cambiaron a un canasto donde trabé amistad con muchos otros fierros de diferentes formas, pasando todos juntos a poder de un hombre hercúleo que depositó el canasto en un rincón sombrío de su taller: era el fundidor.
Pocas horas después se cumplió mi destino. Aquel hombre me martirizó horriblemente sometiéndome al fuego, en el fondo de un crisol, con mis compañeros de infortunio. Y nuestros cuerpos derretidos formaron parte de la campana con que subí muy pronto a la torre de una iglesia. Ya el badajo estaba hecho; de modo que nos tocó aguantar los golpes. ¡Cómo nos lastimaban los oídos con dobles y repiques cada día!
Pero ocurrió un terremoto que derribó la iglesia, y yo no sé por qué motivo resolvieron fundir la campana.
Tras los nuevos sufrimientos volvimos a encontrarnos en estado líquido, y por la parte mía, después de construir el cuerpo de diferentes objetos corriendo toda serie de aventuras, pereciendo tragada por un hombre, contra su voluntad, naturalmente. Ese hombre era un templario. Corría el año de 1306 y estaba en Francia. ¡Cómo transcurre el tiempo!
Tragada por el pobre templario (debería prescindir de mi sexo porque ya no era argolla) estuve en su sepulcro quinientos años.
¡Qué de transformaciones experimenta la materia! Al cabo de cinco siglos de dormir en la tumba, desperté a la vida en 1779, más activa que nunca, y formaba parte de un formidable objeto destinado a sembrar la muerte por donde iba: me convertí en cañón.
Me llevaron a Italia y me estrené en Marengo. Esta batalla inició la época más terrible de mi historia, que ya pertenece a los tiempos contemporáneos. He vomitado metralla en todas partes, desde las tropas de Napoleón, haciendo víctimas por centenares de millares entre hombres de todos los países. He cruzado sobre mis ruedas por espantosos campos de combate, como Austerlitz y Leipzig hasta la catástrofe de Waterloo.
Pero todo tiene su término en el mundo. Después de esa penosa gira, de confusión y estruendo, inició en mí el destino otra era de silencio y paz, en la que está la vida de mi historia, que ya toca su fin.
Desde 1815, en que fui abandonado en un reducto de Waterloo, he pasado por innumerables transformaciones, convirtiéndome de cañón en barra, de barra en martillo, de martillo en gancho, de gancho en yunque, de yunque en plancha, de plancha en cerrojo, de cerrojo en llave… hasta que, hace veinte años, de picaporte que era me convertí a la forma actual de guarnición de anteojos y me casé con las lentes.
De esos veinte años hemos vivido una década sobre las narices de un presbítero que era présbita; y otros diez años en el fondo de la acequia de donde acaban de sacarnos.
Esta es la historia de cinco mil años de mi vida, contada a grandes rasgos. La historia de mi infancia, porque recién comienzo a vivir. ¿La ha oído usted con gusto?
—Me parece interesantísima y dramática, pero ¿aún piensa usted vivir mucho tiempo, señor anteojo?
—Ya lo creo. Si estoy en la cuna.
—Sin embargo, se encuentra usted sumamente delgado…
—Pues eso nada importa. Más delgadas se han visto mis compañeras, las lentes reducidas a polvo muchas veces; y sin embargo existen. Pregúnteles su historia que es curiosa.
Aunque ya era algo larga la sesión dirigí la palabra a una de las lentes.
—Nuestra historia no es larga, me respondió la luna. Y eso que tenemos más edad que nuestro compañero…
—¿Es posible?
—Pero no bajo nuestra forma actual. Hablo de nuestros elementos constitutivos.
—Eso es diferente. Y ¿tiene usted cosas importantes que referir?
—Muchísimas. Pero de todas las aventuras que hemos pasado, no le voy a contar a usted más que dos.
—Algo es algo.
—La primera es que, así modestas como somos, hemos estado en las manos de Newton.
—¿De ese hombre inmortal?
—De ese hombre inmortal.
—¿Y la segunda?
—La segunda aventura es… que hemos estado en manos de …U.
—¿Eh?
—Es decir, en manos de un grande hombre y en las de…
—En las de un pobre hombre.
Ante salida tan inesperada y chusca estuve a punto de lanzar una carcajada, pero lo impidió mi amor propio, y lo que lancé fueron los anteojos, contra el suelo.
Esa era la recompensa que obtenía por mi trabajo en restregar los aros y limpiar cuidadosamente los vidrios, sacando el par de anteojos del lamentable estado en que se hallaba.
Pero apaciguó mi disgusto la reflexión de que entre los hombres pasa lo mismo. Levanta un hombre a otro de la miseria y abyección en que se encuentra, y apenas está en pie cancela el beneficio con la moneda negra consabida: la ingratitud.