I
—Caballero, os aseguro que vuestro discurso me ha probado que sois hombre de ciencia y hombre de mundo. Pero, al mismo tiempo, os digo también, que mi hija no se casará con vos.
—¡Pero si yo amo a Ernestina!
—No lo dudo. Ernestina, sin embargo, es muy joven, y por otra parte, yo tengo ofrecida mi palabra a otro.
—¡Es posible!
—Muy posible. De manera que, con harto sentimiento mío, me veo en la necesidad de no aceptaros por yerno.
—¿Es esa vuestra última resolución, señor don Pancracio?
—La última, amigo Luis. Esto no impedirá que seamos buenos amigos, y que vengáis con frecuencia a mi casa.
—No vendré más, don Pancracio. Por el contrario, pienso poner el diámetro de la Tierra, entre esta casa y mi persona.
—¿Partís?
—Al otro mundo.
—¿Vais a mataros?
—No, digo al otro mundo, refiriéndome al otro hemisferio. Voy a visitar a los senegaleses de Yolof, a los mandingas del Sudán, a los árabes del desierto, a los cafres y los hotentotes, a los enanos de las selvas del Congo, a los zelandeses y a los habitantes de Papuaria.
—¡Me traeréis un álbum con los retratos de todos aquellos tipos de pueblos raros!
—No volveré, don Pancracio. Mi pensamiento era casarme con Ernestina. Y como vos os oponéis, voy a dar la vuelta al mundo, una vez en cada paralelo, tanto al Norte como al Sur, y estar así viajando, constantemente, hasta que llegue la hora de pasar al…
—¿A dónde?
—Al gran cristalino.
—¿Qué es eso del gran cristalino?
—Es un círculo, una zona, un espacio, que se encuentra después del tercer móvil.
—¿Tercer móvil? ¿Sabe usted, que estas palabras son nuevas para mí?
—Porque es usted un hombre poco instruido en Astronomía. Si usted conociera el sistema de Tycho-Brahe, sabría que el sol, ocupa el tercer lugar. Primero Mercurio, segundo Venus, tercero el Sol. Y alrededor del Sol, Marte, Júpiter, Saturno y Urano. Después de esta combinación de círculos, viene el primer móvil, enseguida el segundo móvil, y después el tercer móvil. A continuación se hallan los dos cristalinos, y por último, la morada de los bienaventurados. Pero todos los bienaventurados, tienen que pasar por el primer cristalino. Allí esperaré que se muera Ernestina, para verla al paso.
—Y cuando yo pase…
—Usted no pasará por allí, don Pancracio.
—¿Y por qué no pasaré?
—Porque su ruta es diferente. Su itinerario será otro.
—¡Tendría curiosidad de saber mi itinerario!
—Muy fácil. Una vez muerto usted pasará primero por los terrenos Cretáceos.
—¿Qué quiere decir cretáceo?
—Quiere decir compuesto de creta.
—Siga usted.
—Después penetrará en los Jurásicos, más adelante en los Carboníferos. Allí se transformará usted y se volverá negro.
—¿Y para qué, hombre?
—Para variar. Continuará usted a los terrenos de transición, y más adelante llegará a los terrenos estratificados primitivos.
—¿Todo esos son también círculos?
—Pues, sí. Son círculos, puesto que dan la vuelta al mundo.
—Bueno. ¿Y cuándo vuelvo a blanquear?
—Cuando llegue usted a los terrenos graníticos, que son los últimos, vuelve a cambiar de color. Entonces se volverá usted rojo.
—Hombre ¡qué cambios!
—Nada tiene de particular. Como se va usted acercando al fuego central.
—¿Al sol?
—Al sol u otro fuego. El hecho es que usted llegará a un gran fuego líquido, y se embarcará en una lancha de amianto.
—¿Para qué?
—Para hacer la primera visita al rey de esos dominios.
—¡Curioso viaje!
—Muy curioso. Después de tres veces veinte y cuatro horas de marcha, llega usted a una gran puerta, que se abrirá apenas toque, y se encontrará en presencia de…
—¿De quién?
—De Satán, amigo mío, de Satán.
—¡Se ha lucido usted! ¡Me viene con muchos preámbulos y prólogos y preliminares y advertencias, para darme a entender que me he de condenar! ¿Y así se atreve usted a pedirme mi hija?
—Pues, porque usted me la niega, es que va a realizar tal paseo. ¿Por qué se opone usted a hacer mi felicidad, y la de Ernestina y la suya misma? Yo amo a Ernestina, Ernestina me ama, y por consiguiente, este matrimonio hará la dicha de ambos.
—¡Calle usted! Nunca se la concederé, puesto que ha tenido la insolencia de hacerme volver negro, cuando pasaba por los terrenos carboníferos, y rojo cuando estaba en los graníticos.
—No importa. Eso lo ve usted todos los días.
—¿Cómo que lo veo todos los días?
—Sin duda. Usted conoce a los camaleones. Esos cambian de color tres veces por día. Al amanecer, son blancos. A mediodía, son rojos y de noche, negros.
—¡Es decir que yo soy un camaleón!
—No he dicho eso.
—¡Hum!
—Por otra parte, don Pancracio, usted es un hombre pobre, y yo soy un joven rico. Ofrezco a usted que dotaré a Ernestina con cien mil pesos.
—Eso no. El otro joven que la pretende, también es rico, y la dotará con doscientos mil.
—¡Pero ella no le ama!
—¿Quién se lo ha dicho a usted? ¿Ella?
—No señor. Pero puede usted preguntárselo. En este momento, el paje anunció, con voz solemne:
—¡El señor don Anacleto de Contreras!
El señor don Anacleto de Contreras, entró saludando primero a las consolas. Avanzó, lentamente, dando pasitos cortos y estudiados, hasta que llegó donde estábamos.
—¡Oh!, don Anacleto, ¡cuánto gusto de ver a usted en mi casa! —dijo don Pancracio.
—El honor y el placer son para mí, don Pancracio.
Don Anacleto era un hombre entre dos edades y podría tener treinta y cinco años, como sesenta. Largo como un bambú, amarillo como un limón, llevaba una cadena de oro, que parecía un grillete. Vestido irreprochablemente, pero sin gracia alguna, parecía un maniquí vestido.
—Aquí nos tiene usted, mi querido amigo, abogando en su favor.
—Gracias, mi buen amigo. ¿Y qué ha dicho la señorita Ernestina? ¿Acepta mi mano y mi corazón, que le tengo ofrecidos hace ya algunos meses? Desenredemos este asunto de una vez. Usted sabe, don Pancracio, que soy el hombre de las resoluciones activas e inmediatas. Los matrimonios, soy de opinión, deben hacerse pronto. Pero observo que aquí hay un tercero que no tiene nada que ver en este asunto.
—¿Lo dice usted por mí, caballero? —dijo Luis.
—No se necesita ser lince para descubrirlo. Habemos en esta sala tres personas: el señor don Pancracio, que es el padre de la niña. Yo, que soy el novio y, luego, el tercero…
—Soy yo, sin duda alguna. Pero está usted en un error, pues tengo que ver en este asunto.
—¿Cómo?
—Soy también pretendiente, señor mío.
—¡Hombre! ¿Y qué pretende usted?
—Pretendo casarme con la señorita Ernestina.
—¡Hombre!, repito que no se exponga usted porque lo deshago. ¿No ve usted que el padre quiere casarla conmigo?
—Hombre —repitió Luis—, ¿no ve usted que la señorita Ernestina quiere casarse conmigo, y yo con ella? Aquí tenemos que resolver la incógnita, y es preciso que…
—Uno de los dos tiene que morir hoy —dijo bufando don Anacleto.
—Corriente —contestó Luis—, muérase usted que en cuanto a mí, procuraré vivir lo más que pueda.
—¡Un duelo! —agregó don Anacleto.
—Un duelo —agregó Luis— ¡es imposible!
—¡Atención! —gruñó don Pancracio. Esto pasa de castaño a oscuro. Si quieren romperse el alma, rómpansela, pero en la calle. En mi casa, no. Lindo modo de hacer la corte a mi hija, amenazándose como dos matasietes. Don Anacleto, en usted me sorprende mucho, porque le he creído un joven moderado y prudente.
—Pero don Pancracio, ya ve usted que no es muy agradable, encontrarse uno, de repente, con un rival a cuestas.
—Eso es cierto, pero hay que tener paciencia y no atufarse.
—Don Anacleto —dijo Luis—, hagamos un arreglo.
—¿Cuál?
—Usted es pretendiente de la señorita Ernestina, y yo también.
—Sí, señor.
—Pues bien. Partamos, y al que traiga un obsequio más raro, a don Pancracio, para su hija, ese obtendrá la preferencia.
—Ya esto se compone —observó don Pancracio— Ya no es lucha de fuerzas, sino lucha de fortunas. Esto me conviene más.
—Es decir —dijo don Anacleto—, ¿algo así como la alfombra misteriosa, el anteojo milagroso, o la manzana cuyo olor sanaba a los enfermos? Pero ya no es tiempo de las hadas, ni estamos en Bagdad, ni en Bassora.
—Iremos a Bagdad o a Bassora.
—Aun cuando fuéramos, ya no hay de venta esos objetos. Eso fue en aquel tiempo en que las semanas tenían tres jueves.
En esto entraba en la sala un tercer personaje, en el cual poco fijaron la atención. Era un joven de veinticinco años, distinguido, inteligente, instruido, pero pobre. Era un sobrino de don Pancracio, llamado Carlos. Conocía a don Anacleto, y sabía que era un tonto, y conocía a don Luis, y sabía que era un fatuo. Por otra parte, era el elegido de Ernestina, y por consiguiente, el verdadero novio.
Oyó las últimas palabras, y dirigiéndose a don Anacleto, dijo:
—Pues todavía hay semanas de tres jueves, y por consiguiente hay hadas.
—¿Semanas de tres jueves? —replicó don Anacleto.
—Sí, señor. Puedo demostrárselo.
—Demuestre, joven.
—La demostración es muy fácil, pero necesito para ello, diez mil duros.
—Yo doy cinco mil —dijo don Anacleto.
—Yo los otros cinco —añadió don Luis.
—Y yo —dijo don Pancracio— doy mi hija al que me pruebe que hay semanas de tres jueves.
—La demostración se hará dentro de tres meses. El jueves 25 de Septiembre de este año, os encargo estéis en esta casa a las doce en punto del día.
—¡Aceptado!
—¡Aceptado!
II
—No hay duda, Ernestina mía. Venceré en esta cuestión y probaré a tu padre, que hay semanas de tres jueves. Ya tengo tomadas todas las medidas y solo queda el tiempo.
—Pero si es imposible, Carlos.
—Es evidente. No te lo digo, porque quiero también reservarte la sorpresa.
—Mi padre ríe, cada vez que se trata de esto, y dice que ni las hadas pueden hacerlo.
—Pues yo no soy hada, y sin embargo lo haré.
—¡Dios lo quiera!
—Y ¿qué dirán tus pretendientes don Anacleto y don Luis?
—Ellos creen que triunfarán, pero yo tengo confianza en ti, Carlos.
III
—Señores —dijo Carlos a los dos individuos— he aquí de lo que se trata. Usted va, simplemente, a dar la vuelta al mundo, por el derrotero que le indicaré, llegando, dentro de noventa días, a la isla de Puná, de regreso de su largo viaje. Allí espera usted al señor, que va, igualmente, a dar la vuelta al mundo por otro derrotero, llegando a Puná en el mismo tiempo, donde esperará al otro, si llega usted primero. En Puná es absolutamente prohibido permanecer sino el tiempo estrictamente necesario para esperar al que debe llegar.
—Segunda condición. Es absolutamente preciso que lleve cada uno de ustedes, un cuaderno en blanco, donde vaya apuntando sus impresiones, día por día, sin faltar uno, hasta el mismo día de su regreso a Guayaquil. En este diario hay que anotar, forzosamente, el día de la semana. Por consiguiente, debe comenzar, cada día, de este modo:
Sábado 10 del presente junio. Domingo 11 de id.
—Tercera condición. Una vez encontrados en Puná, vendrán
inmediatamente a Guayaquil; y sin hablar con nadie, se dirigirán a mi
habitación que es en la que se hallan este momento. Advierto, por
último, que ningún día dejarán ustedes de hacer alguna anotación en su
diario, y si nada nuevo ocurre, consignen en ese día, alguna observación
meteorológica o astronómica. El hecho es, no dejar un solo día, sin
consignar algo.
—Veamos los itinerarios —dijeron los dos viajeros.
Carlos desarrolló un plano sobre la mesa.
—He aquí el planisferio —dijo—. En líneas rojas el primero, y en líneas azules el segundo, están trazados los itinerarios. Helos aquí:
Itinerario No 1.
Salida de Guayaquil al Callao.
Tomase la línea de vapores que del Callao va a Australia. Pasa enseguida a Ceilán. Viaje de Ceilán al mar Rojo y entrada a Europa por el canal de Suez. Regreso de Europa por Panamá. Llegada a Puná.
Itinerario No 2.
Salida de Guayaquil a Panamá.
Viaje a Europa. Embarco en Marsella para la India y Australia. Viaje al Callao, regreso a Guayaquil. Ultimo punto de escala, Puná.
—He aquí los itinerarios y las condiciones. Espero las vuestras.
—Son muy sencillas. Cinco mil pesos cada uno.
—Aceptado también y ¿cuándo la salida?
—Mañana.
—Asunto concluido.
IV
Había llegado el 25 de Setiembre, día jueves, en el Calendario y este nombre aparecía en enormes letras en lo alto de las paredes, de la casa de don Pancracio.
Don Pancracio ocupaba el centro de la sala, a su derecha don Anacleto y a su izquierda don Luis, conversaban tranquilamente con él.
Faltaban solo cinco minutos para las doce y esperaban con impaciencia a Carlos.
—No vendrá, dijo don Pancracio. Hace tres meses no lo he visto y creo que se ha ausentado. Apuesta inútil, agregó, puesto que es absurda.
Dieron las doce. En este instante Carlos subía las escaleras de la casa, acompañado de dos hombres. El uno estaba vestido de chino y el otro de turco.
—Señores, buenos días. Aquí estoy.
—Sí señor. Aquí está usted, pero esos dos caballeros, ¿quiénes son?
—Son los otros dos jueves. Yo soy el tercero.
—¡Cómo se entiende eso! ¿Los señores se llaman jueves?
—Entendámonos y veremos claro. ¿Tendría usted la bondad de decirme, don Pancracio, en qué día estamos?
—En día jueves —dijo don Pancracio.
—¿Y usted, señor Turco, qué dice?
—Digo que hoy es viernes, y por consiguiente, ayer fue jueves.
—¿Y usted, señor Chino?
—Mucho me sorprenden esas afirmaciones. Siendo hoy miércoles, el jueves será mañana.
—Absurdo, absurdo. El jueves es hoy, y lo sostendremos a pie, y a caballo, con las armas en la mano.
—Paz, señores. Esto no es lucha de armas, sino lucha de la ciencia. Tan cierto es que hoy es Jueves, como que lo será mañana para el señor, y como lo fue ayer para el turco. Paso a demostrarlo.
—El hombre a quien Uds. ven, vestido de turco, acaba de dar la vuelta al mundo, con dirección al Este, es decir, ganando cada día, en proporción de la rapidez de su marcha, tantas veces una hora, como 15 grados recorridos, de modo que en 30 grados ganó 2, y en 360, ganó 24. Por consiguiente, para él la fecha del jueves, fue ayer, y no hoy. El chino por el contrario, viajando hacia el Oeste, ha ido perdiendo horas en la misma proporción. Por consiguiente, entre los dos hay una diferencia de 48 horas, o dos días, y el jueves es mañana. Estos dos días son los dos jueves, complementarios de los tres, siendo el tercero, el jueves que está escrito en las paredes de esta casa. ¿Me entiende usted don Pancracio? ¿Me entiende usted don Anacleto? ¿Me entiende usted don Luis?
—Todo eso no significa para mí, nada —dijo don Anacleto— y para perder mis cinco mil duros, y también la mano de Ernestina, necesito convencerme, hasta la evidencia, de la realidad del hecho, que estamos discutiendo.
—Nada más fácil don Anacleto. Ahora mismo va usted a entenderlo, aun cuando tenga usted la cabeza más cuadrada que un tablero de ajedrez.
—¿Cómo se entiende eso?
—Comienzo por hacer a usted, y a los dos caballeros aquí presentes, e interesados en la cuestión, algunas preguntas preliminares, a que no dudo contestarán, pues deben haberlas aprendido en la escuela. —Primera pregunta. ¿Cómo se llama el movimiento que hace la tierra alrededor de su eje?
—Movimiento de rotación —contestó don Luis, muy satisfecho con su erudición.
—Perfectamente. ¿Cuánto tiempo dura este movimiento?
—Veinte y cuatro horas —dijo don Anacleto.
—Muy bien, don Anacleto. Ahora háganos el favor de mirar el reloj que está en la pared, y que tiene grande la esfera. Y usted don Pancracio tenga la bondad de poner la hora en las doce en punto.
—¡Pero así se descompone mi reloj! —exclamó don Pancracio.
—No se descompone.
Don Pancracio colocó el minutero y el horario, en las doce en punto.
—Muy bien —dijo Carlos— Ahora, atención.
—Suponga usted, don Pancracio, que este reloj tiene dos minuteros y un horario, y suponga, también, que el uno de los minuteros avanza hacia la derecha, y el otro avanza hacia la izquierda.
—Está supuesto.
—Muy bien. En este momento, en que el reloj señala las doce, y en el cual los tres punteros coinciden, ¿sabe usted lo que significa el verbo coincidir, don Anacleto?
—Caballero —contestó don Anacleto— diré a usted que en el colegio obtuve, como premio, por mi certamen de gramática, un ejemplar de las fábulas de Lafontaine.
—Debieron haberle obsequiado una gramática. Pero continúo:
—Ahora bien, si don Anacleto hace girar el minutero hacia la derecha del reloj, al mismo tiempo que don Pancracio hacia la izquierda, ¿en dónde encuentra don Anacleto al minutero?
—En la una, más un doceavo, del espacio entre la una y las dos.
—Es decir, en términos fijos, y divididos los cinco minutos en segundos, o sean 300 segundos, en la una y veinticinco segundos. ¿Y usted don Pancracio?
—En el mismo lugar.
—Bien. ¿Y cuánto ha recorrido usted de esfera para este encuentro?
Don Anacleto contestó:
—He recorrido diez horas, y doscientos setenta y cinco segundos.
—¿Y usted, don Pancracio?
—Yo, trece horas y 25 segundos.
—¿La suma de los dos?
—Veinte y cuatro horas.
—¿Y la diferencia?
—Tres horas y cincuenta segundos.
—Pasemos a la segunda vuelta. ¿Cuándo encontrará don Anacleto el horario?
—A las 2 y 50 segundos.
—¿Y don Pancracio?
—A las 9 y 275 segundos.
—¿Y la diferencia entre los dos?
—Cinco horas y 100 segundos.
—Va usted, pues, notando, don Anacleto, una diferencia sensible de horas, diferencia que va creciendo, por aumento de un lado, y por disminución del otro. Estas diferencias se notan fácilmente por los viajeros de Estados Unidos a Europa, en cuya travesía tienen que recorrer más de tres mil millas, o sea más de mil leguas.
—Siguiendo el mismo orden, espero que don Luis, tendrá la bondad de escribir esta serie de cifras, que pondrán tan claro este asunto, como una suma y una resta de enteros. ¿Sabe usted don Luis las cuatro reglas de enteros?
—¿Se burla usted de mí, don Carlos? Dicte usted.
—Escriba usted, pues:
12......... 12 13 25...... 10 275 14 50...... 9 250 15 75...... 8 225 16 100..... 7 200 17 125..... 6 175 18 150..... 5 150 19 175..... 4 125 20 200..... 3 100 21 225..... 2 75 22 250..... 1 50 23 275..... 25 24......... 0
—Ahora bien, ¿cuánta es la diferencia entre 12 de la primera columna, y 24 de la última?
—Doce horas dijo don Anacleto.
—¿Por aumento?
—Sí, por aumento.
—Y usted, don Pancracio ¿cuánta es la diferencia?
—Doce horas, don Carlos.
—¿Por diferencia?
—Por diferencia, es indudable.
—Doce horas de diferencia, y doce horas de aumento, hacen 24 horas, o sea dos veces doce. Luego, si en lugar de 12 horas, hubiera tenido el reloj 24, el resultado habría sido de 24 horas por exceso y de 24 horas por diferencia o sean 48 horas, o dos días. Estos dos días son los dos jueves.
—Pero en fin —replicó don Anacleto— ¡esto no es real! porque no creo que el señor turco, o el señor chino hayan vivido un día más o un día menos que nosotros.
—No señor, es real y evidente.
—De modo que si doy la vuelta al mundo, vivo un día más o un día menos, del que hubiera vivido si no me muevo de Guayaquil?
—Días que podemos llamar naturales, es decir, intervalos entre dos apariciones del Sol, sí, pero ni un segundo más de tiempo.
—Ahora lo entiendo menos.
—La razón es clara, porque si gana un día, este día es el resultado de las horas que lentamente ha ido perdiendo durante el viaje en los días que han transcurrido y si pierde un día, es el resultado de las horas, que lentamente ha ido ganando en los días anteriores. Es exactamente lo mismo que si usted divide una recta en 11 partes, en 10 o en 9. En el primer caso, las divisiones son menores que en la segunda, y en el tercero, mayores. Las divisiones son los días, la longitud de la recta, igual en los tres casos, es el tiempo.
—¡Como que me voy convenciendo! —dijo don Pancracio— ¿Qué dice usted, don Anacleto?
—Yo digo que usted solo pierde cuatro horas, mientras que yo pierdo cinco mil duros y una lindísima novia.
—Y yo también —dijo don Luis—. Lo que no me explico es cómo en el caso de las horas, el uno gana y el otro pierde y solo para nosotros hay pérdidas, pues ambos perdemos.
—Pero yo gano —declaró Carlos triunfante.
—Y nosotros también, dijeron el turco y el chino, pues hemos ganado experiencia en el viaje.
—¡A costa de nuestro dinero! —replicaron a un tiempo los dos pretendientes.
—Alguno ha de ser el que paga. Felizmente han pagado la mitad cada uno y la pérdida no es considerable.
—Una última pregunta, Carlos. Supongamos que de Londres viniera una noticia importante a Guayaquil, por ejemplo, hoy a las dos de la tarde, ¿a qué hora se sabría en Guayaquil?
—A las 9 y ½ del día.
—¡Pero si esto es imposible! ¿Cómo puede saberse una cosa antes de que suceda? ¿Cómo pueden saber en Guayaquil, a las diez de la mañana, lo que ha pasado a las dos de la tarde en Londres?
—El instante es el mismo don Anacleto, pero la hora es diversa. Usted no sabe, ni antes ni después, viniendo la noticia instantáneamente por cable, lo sabe en el momento que ocurre. Solo que su reloj señala una hora, y el de Londres otra, debido a la diferencia de meridianos.
—¡De horas! dirá usted.
—Sí, pero a causa de la diferencia de meridianos.
—Esto es, por la distancia entre los dos lugares —dijo sentenciosamente don Pancracio.
—No es por la distancia, don Pancracio, sino por la longitud. La distancia nada tiene que hacer en esto. De aquí resulta que estando Washington, casi en el mismo meridiano que Guayaquil, la hora de las dos ciudades es próximamente la misma, a pesar de haber una distancia entre ellas de cerca de tres mil millas. Mientras que en Guayaquil y las islas de Galápagos que están al Oeste de la Costa ecuatoriana, a 10°, tienen una diferencia horaria con Guayaquil, de 40 minutos.
—¡Vea usted la importancia de los meridianos, rayitas que creía insignificantes!
—¿Y para qué sirven los paralelos? —agregó don Luis, ávido por instruirse.
—Sirven para conocer la latitud, o lo que es lo mismo, la distancia al ecuador. Y también para saber la distancia de un punto geográfico a otro, medida en este círculo máximo.
—¡Hombre! ¿De manera que, sentado en mi silla, con un mapa sobre mi mesa, puedo saber la distancia entre dos lugares?
—Sí, señor. Basta saber que habiendo 360 grados, en la circunferencia, cada grado vale 20 leguas. Por consiguiente, conociendo la diferencia de grados, se multiplica esta por veinte, y tenemos las leguas.
—Quisiera saber, por este medio, la distancia entre París y San Petersburgo.
—Nada más, fácil, pero advierta usted que esta distancia se mide en línea recta. De París a San Petersburgo, hay una diferencia de meridianos, igual a 35 grados. Calculando esta distancia en el Ecuador y multiplicándola por 20 leguas, nos da 700 leguas.
—¿Luego la circunferencia de la tierra?
—Esta circunferencia, comprende 360 grados, que multiplicados por 20, dan 7200 leguas de 20 al grado. Estas 7200 leguas, comprenden 21.600 millas marinas, cada una de las cuales se compone de 1852 metros. Por consiguiente, la circunferencia del globo es igual a 40.003.200 metros, y he aquí por qué el metro es la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre.
—Completo. Y he aquí por qué el sistema métrico es el mejor, porque tiene por base un submúltiplo del cuadrante del meridiano terrestre.
—Y, dejando de lado, esta discusión científica —observó Carlos— el triunfo es mío, y por consiguiente, mi querido tío, espero me otorgará usted la mano de Ernestina.
—Concedida, sobrino, pero con la condición de que el matrimonio se celebrará en cualquier día de la semana, menos el jueves.