Caballería Bárbara

Gabriel Alomar


Cuento


Hablábamos á la sombra de un parral henchido de racimos, en la terraza de un cortijo de mi país. Ante nosotros, un paisaje espléndido. Montañas azuladas dejaban entre ellas una sierra abierta sobre el rojo encendido de aquella hora crepuscular, sugiriendo la belleza de valles desconocidos. Al pie de la loma donde nos hallábamos serpeaba el cauce de un torrente, orillado por una hilera de robles. Molinos de viento, inmóviles, se erguían sobre otro montículo cercano; y allá lejos, blanca, luminosa, tendíase la villa.

—Figúrate —continuó— que una mañana, bajo aquel sol de Cuba, salíamos del poblado. A cosa de un kilómetro lejos de las últimas casas, nuestras avanzadas nos trajeron dos prisioneros. Eran dos negros, uno de ellos alto, musculoso, fornido: el otro, de media estatura, pero de perfil mucho más inteligente y noble.

Llevaban carabinas, cartucheras, machete. Presentados al cuartel general, fueron intimados en forma:

—¿De qué partida sois? ¿Dónde operan los vuestros? ¿Dé dónde venís y adonde vais?

Los dos prisioneros, doliéndose un poco, desviando la vista, dijeron, con aquel tono gangoso y plañidero tan característico:

—Somos gente pacífica, trabajadores del campo... Tenemos las armas para defensa... Ya ustedes lo saben; aquí es preciso estar alerta... Hay mala gente... No hacemos mal á nadie...

El general, como si nada hubieran dicho, repitió la pregunta:

—¿De qué partida sois? ¿En dónde están los vuestros?

Pero los dos insistieron en las mismas vaguedades mal simuladas, inhábiles del todo.

—Está bien. ¿No queréis decir de qué partida sois? Pues ya sabéis: las cosas claras. Si lo descubrís, yo os prometo, yo os garantizo la libertad inmediata. Si no lo reveláis, seréis fusilados sin remisión. En marcha; os concedo media hora para pensarlo. Idos.

Doblando la cabeza, los dos marcharon al frente de la columna, entre fusiles. Por instantes, el cubano atlético, de reojo, miraba furtivamente á su compañero, y la vista le brillaba con extraño recelo... Pasó un cuarto de hora.

De pronto, uno de los prisioneros, el más alto, solicitó hablar con el jefe de la columna. En el acto le fue concedido.

—Escuchad —dijo—. No más disimulo. Yo os diré, á qué partida pertenecemos. Pero con una condición. Ya veis que si los míos llegaban á saber que les había traicionado, me matarían. Y ser fusilado por vosotros, ser fusilado por ellos, el mal es el mismo para mí. Vosotros me daréis la libertad; pero yo no sé cuál será la suerte de mi compañero. Y él podría descubrir á los demás mi traición. Pido, por tanto, que antes lo fusiléis en mi presencia. Tan luego como lo vea muerto, sabréis de mí cuanto queráis.

El general no vaciló un momento:

—Que fusilen en seguida al otro.

El desgraciado fué conducido á un rincón de la manigua; seis mausers apuntaron á su cuerpo medio desnudo, y pronto cayó en tierra con el pecho abierto por heridas de las que manaban borbotones de sangre humeante. Cayó sin hablar una sílaba, sin alterar la expresión de la cara. La muerte, en aquellas tierras y en aquel campo, era un accidente previsto, sin importancia, un azar de las horas, una ocurrencia del día. Cosa corriente, acostumbrada.

El compañero asistió, impávido, á la terrible escena. Contempló un instante el cuerpo caído, y viendo que un vago temblor removía aún la pierna derecha, dijo:

—No está bien muerto.

Un soldado, lívido, se acercó y con manos inseguras colocó el cañón de su mauser sobre una oreja del moribundo. Disparó. La cabeza se deshizo y la masa cerebral, repugnante, salió de la horrorosa abertura. Ni un estremecimiento en aquel cuerpo miserable.

—¡Alí! Ya puedo decíroslo. No estaba bien seguro de que mi compañero dejase escapar, por amor cobarde á la vida, el secreto que tratábais de arrancarme. Ahora sé cierto que no podrá hacerlo nunca. Y de mí no saldrá, por tormentos que me deis. No es un traidor, como os creisteis, el que está frente á vosotros. ¡Viva Cuba libre!

Un sin fin de brazos, febriles de matanza, le cayeron encima. Fue empujado á un rincón, y pronto su cuerpo poderoso, deshecho á machetazos, quedó abandonado á la presa de los cuervos y de las auras.

Yo callaba. Pero un calofrío intensísimo me removió. Y la sublimidad épica de aquel salvaje heroísmo me sugirió, una vez aún, la bárbara grandeza de los caudillos de las guerras libertadoras, poetas ó creadores de una patria, de una independencia y de una historia.

Bajo la parra en fruto, los racimos colgaban sobre nuestras cabezas en regalos de vida. Una brisa de estío, deliciosa, pasaba.


Publicado el 1 de febrero de 2022 por Edu Robsy.
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