El Sorbo del Heroísmo

Gabriel Alomar


Cuento


La gran ciudad donde vivíamos atravesó unos días trágicos. Una huelga enconada por la estulta dureza patronal y por la inhabilidad parcíalísima del Gobierno ensangrentó las calles. Recuerdo la mañana del entierro de uno de los compañeros, muerto á los dos días de ser herido por la fuerza pública. Era en una pobre casa de los arrabales. En la pequeña sala, un grupo nutrido de trabajadores esperaba. En medio de ellos, dos hombres cerraban el ataúd. De pronto, la viuda, desgreñada, lívida, ronca de imprecaciones y lamentos, salió de la mísera alcoba vacía. En brazos llevaba una criatura de tres años. Dominando su desesperación, acercóse al féretro y sobre la tapa, recién colocada, puso de pie al pequeño huérfano, sobrecogido y sin voz. La madre lo levantó no sé si como una bandera ó como una antorcha, sobre el cadáver del padre, y gritó:

—¡Es su hijo! ¡Vengadlo!

Puedes creer que aquel grito tenía una eficacia mucho mayor que todas las proclamas y todos los discursos.

Aquella noche, Alejo salió de su pisito miserable guardando una bomba en el bolsillo de su blusa. Se encaminó al teatro. Estaba decidido. Sentíase el vengador de los odios seculares amontonados sobre su carne de esclavo. Desde que había tomado su decisión no sé qué bienestar le inundaba, como si fuese el contragolpe de una justicia consumada... ¿La vida? ¿Qué le importaba perder la vida? Vagamente, á través de sus lecturas de azar mal comprendidas, pudo beber el ansia de la gloria como un veneno mortal: y la idea del propio sacrificio le parecía una mísera ofrenda para la humanidad de los suyos, eternamente invengada.

Llegó al teatro. Compró una entrada de quinto piso. Arriba ya, se enquistó como pudo entre un señor en quien se adivinaba al viejo filarmónico, al habituado de cada noche, y un estudiante para quien la asistencia á la ópera nueva de Strauss era un inexcusable deber de snob.

Alejo hundió la vista instintivamente en la platea, como acechando la presa cercana. El patio deslumbraba. Sobre la tonalidad carmesí de las butacas formaban bellas gradaciones de color el blanco y rosa de los vestidos femeninos, el blondo y el negro de los cabellos, la tenuidad de los escotes.

Como de una colmena inmensa subía el rumor de las conversaciones, y la prodigalidad de las luces arrancaba notas estridentes á los dorados y á las joyas.

El vengador no pensaba ya. No se preguntaba, saboreando el placer de la matanza, sobre cuál de aquellas hileras deslumbradoras iría á sembrar la muerte, cuáles de aquellas delicadas cabezas quedarían aplastadas bajo el derrumbe de astillas y escombros. El hombre acariciaba en silencio, con su diestra, el hierro fatal, en el bolsillo de la blusa.

Empezó la ópera. Entre el silencio súbito, la oleada de armonía ascendió victoriosa. Alejo, por unos momentos, permaneció subyugado por el insólito espectáculo. Le parecía que en su cerebro se borraba toda idea y que la música le domaba en sus honduras el alma rebelde. Los primeros aplausos estallaron.

Lentamente, una extraña dificultad tomaba cuerpo en el interior de Alejo. ¿Qué momento escogería para su «acto»? Pensaba que iba á señalar una fecha terrible en la Historia, que, destruyendo, iba á realizar obra siniestramente divina; pero un extraño desfallecimiento le invadía; flaqueaba en él la potencia del gesto, del sembrador de muerte, heroico para él.

Urgía decidirse. La orquesta, en delicadas filaturas, abrió un instante de calma, casi silenciosa. Sobre el recogimiento religioso del público sentíase pasar un calofrío de goce. Alejo, poco á poco, deslizó su mano hacia el bolsillo de la blusa. Por tres veces, vacilante, lívido, fué sacando y volviendo á dejar su artefacto. Al fin lo agarró, crispado, en la mano temblorosa...


* * *


¿Qué pasó entonces? Antes de que el «acto» de Alejo pudiera ser consumado, el telón de fondo, súbitamente, se incendió. Una poderosa llama lo inflamó de abajo á arriba. El teatro se alzó en un solo grito. ¡Fuego! La concurrencia, en un segundo, convirtióse en turba, turba primitiva y bestial, con todo el salvajismo originario de la lucha por la vida. Sobre los cuerpos derribados de las mujeres, pisoteándolas bárbaramente, los hombres corrían hacia las puertas. Los bastones golpeaban las cabezas femeninas. Los fugitivos tropezaban en las butacas, gritando con frenesí de locos. Desde los palcos, en el atropello del pánico, caían los rezagados, que encontraban ya obstruidos los corredores por el gentío... Y la hoguera, la hoguera indiferente y gigantesca, lamía ya las alturas del escenario con su gran lengua de tigre, encuadraba de chispas y relampagueos los bastidores, encendía el maderaje y las telas.

¿Cómo pudo Alejo abrirse paso hasta el piso inferior del teatro? Ni él mismo podía explicárselo. Sin duda le arrastró una ola extraviada de gentío, y fue llevado en volandas sobre la multitud aterrorizada. Una gritería brutal le ensordecía. Las blasfemias más atroces estallaban en las bocas crispadas sobre las caras bermejas, de ojos inyectados y vesánicos.

Obligado á cobijarse en un rincón de pasadizo para no morir aplastado, como tantos otros habían muerto ya, pudo al fin salir á la platea, ya casi vacía. En aquellos momentos la llamarada salía como un inmenso chorro de la boca del escenario, alargaba sus tentáculos humeantes hacia las butacas de orquesta... Alejo contempló la sala. Al extremo de una fila yacía en el suelo una señora con la cabeza hendida, teñida en sangre la rubia cabellera, en la cual lucía una diadema. Arrodillada sobre su cuerpo, gritando con locura, golpeándose la cara, arrancándose los cabellos, una niña de unos doce años insentaba devolverle la vida, indiferente á la hoguera que avanzaba.

Alejo sintió entonces el aguijonazo penetrante de una desconocida emoción. Levantó el cuerpo exánime; se lo apoyó sobre el brazo derecho, y tomando en el otro á la jovencita, echó á correr hacia la salida. Las grandes puertas habían cedido, finalmente, á la marea de carne humana. Y Alejo salió á la calle con su carga; afuera esperaba ansiosa la muchedumbre, aullando, tendiendo los ojos ávidos al reconocimiento de los que lograban salir por la trágica puerta.

Unos brazos arrebataron de los de Alejo á la dama, ya sin vida; la niña, frenética, se abrazó al cuello de un hombre convulso y balbuceante...

En aquel momento misino alguien gritó:

—¡La contralto ha quedado en su camerino y no puede salir ya!

Alejo no tuvo conciencia siquiera de su resolución. Dirigióse otra vez á la puerta abierta sobre la gran sala abandonada, en las fauces del horno inmenso, y desapareció. Las llamas empezaban á salir, con gran humareda, por las ventanas altas. La cúpula, por instantes, vomitaba chorros de fuego, como súbitas erupciones. El rumor trepidante de la hoguera sonaba entre el coro de lamentos, mezclándose al estallido de las chispas.

Alejo marchaba por el corredor circular, porque cuando intentó atravesar la platea apenas tuvo tiempo de retroceder, cegado y sofocado por la humareda. Abrió la puerta del escenario y, en pleno infierno, avanzó. Sus pies se apoyaban sobre la brasa de maderos desplomados, de bastidores que acababan de arder. A su entorno iba cayendo desde el techo, ya sin forma, una lluvia de astillas encendidas. Con un movimiento rápido de su cuerpo pudo evitar que lo sepultase un leño que se derrumbó con estrepito, como una gran antorcha; levantando del suelo una gran estrella de chispas. Los ojos se le inundaban de lágrimas, bajo la incandescencia del aire y el espesor del humo. Su sangre se inflamaba; zumbaban sus oídos; iba á estallar su cráneo. A duras penas pudo atisbar la entrada de una escalerilla, en un rincón. Subió. Arriba, un pasadizo como de convento alineaba á derecha é izquierda una doble serie de aposentos cerrados. Uno sólo estaba abierto, y sobre el umbral, desvanecida, una mujer vestida con túnica oriental, coronada como una reina, tendía su cuerpo esbelto y joven.


* * *


El retorno de Alejo con aquel otro cuerpo de mujer en sus brazos fué una carrera heroica. En éxtasis, substraído á toda sensación, transfigurado, marchaba con aquella blancura yerta y lánguida sobre sus músculos de operario y de vengador cruento. Y á su paso continuaba, impotente contra él, la lluvia de fuego, el estallido de chispas, el desplome del esqueleto del teatro muerto.

Salió por el escenario, en la imposibilidad de hallar la portezuela por donde penetró. Saltó á la platea; cerró los ojos; contuvo el aliento, y corrió por el pasillo central hacia la puerta. La puerta estaba ya ardiendo, y Alejo la atravesó locamente entre las lenguas de las llamas que recorrían su cuerpo como jugueteando con su víctima antes de devorarla. Cuando llegó al portal de la calle, su figura de salvador, destacándose sobre el fondo rojo de la hornaza, tenía un aire fantástico; vagamente, él mismo percibía entonces su semidivina belleza.

El público le aclamaba. Y él, avanzando entre la multitud sobrecogida de admiración y horror, condujo su dulce carga á una sala próxima, donde se había improvisado un dispensario. La cantante, con pocos esfuerzos, recobró sus sentidos. Pero su salvador, que todos buscaban con ansiedad para presentarlo al agradecimiento de la que por él acababa de ser arrancada á una muerte infernal, había desaparecido.


* * *


Marchó, marchó, al azar de las calles humildes, bajo la noche. ¿Qué extraña claridad alboreaba en su alma, dorándola cómo una nueva y desconocida mañana? La ola de heroísmo le había perfumado como un sahumerio, y se sentía confortado con aquel vino generoso bebido por primera vez. ¿Acaso no era aquel el camino de su verdadera y nativa actividad heroica, desbordante como un río? Ahora lo comprendía. Su acción de aquella noche, aquel desborde de sí mismo en una copa de ofrenda para los demás, era un momento capaz de vengar y rescatar centurias de esclavitud, pagando con moneda de rey la injuria secular sufrida por su casta de esclavo...

Caminó errabundo hasta el pie de una montaña llena de abismos. Escaló instintivamente las rocas abruptas. Llegó al borde de un precipicio, y sacando el instrumento de muerte que con minucioso cuidado fabricó, lo arrojó á la hondonada negra... Como un relámpago, la explosión iluminó las tinieblas; el estampido retronó, poderoso, en los ecos nocturnos. Después, el silencio.

Y Alejo, retornando á la ciudad, bebía en el aire de la madrugada el sorbo del heroísmo.


Publicado el 1 de febrero de 2022 por Edu Robsy.
Leído 2 veces.