Flor de Olvido

Gabriel Alomar


Cuento



Boceto para un “film“

I

Crióse en la montaña, entre peñascos y encinas. Sus padres tenían en arriendo la Cueva, pequeña porción de tierra que apenas les daba para vivir, oculta entreriscos, en el corazón de la sierra. Descalza, con las crines al viento, la faldilla hecha un pingo, mostrando la pierna curtida por el sol, saltaba como un chivo, de peña en peña. En dos horas de camino á la redonda de su casucha no había otra morada. Juana, en medio de aquella soledad, creció como una salvaje. No sabía que hubiese en el mundo otras personas que sus padres, su hermanito pequeño y un porquerizo de siete años traído de la villa para cuidar la pobre manada de cochinos que hozaban entre las bellotas caídas del encinar.

Las noches, en aquellas alturas, tenían una infinita paz, que penetraba vagamente aquella alma primitiva y rústica. Bajaba del cielo un silencio elocuentísimo. Ella había aprendido á conocer las estrellas; y muchas veladas, tendida sobre el poyo de la puerta, canturreando, su mirada se perdía en la bóveda serena é iba siguiendo el vuelo imperceptible de las constelaciones ó la carrera sin fin de las nebulosas. El aura nocturna le acariciaba mansamente las greñas que le caían sobre los ojos, cabellos de un rubio de estopa, ensortijados ásperos como un vellón.

La luna ejercía sobre ella un gran encanto, como si despertase en su pecho no sé qué misteriosa transmigración de antiguas hechiceras. No veía sólo en el disco divino la apariencia vulgar de una cara redonda, como la de un pastor joven, sino una amiga esperada, una confidente sin palabras. Falta de compañeras, la niña no podía bailar a la claridad blanquísima la danza lunar de las criaturas de aldea, en la calleja humilde ó sobre la era, trepidante aún de la trilla y oliente á las mieses simbólicas. Pero sentía la luz de aquel astro infundirle en las carnes un nuevo espíritu, envolverla en una ola de voluptuosidad incomprendida. Una noche, por el impulso de una tentación extraña que no podía entender, desvistióse sobre una roca, y exponiendo como una ofrenda á la diosa lejana su desnudez impúber bajo el rayo ferviente, se sumergió en él como en un baño de delicia jamás sentida. La claridad era un amplio beso sobre la blondez de aquellas formas en capullo. Enhiesta sobre el peñasco, destacándose en aquel ciclo de noche placidísima, parecía un Eros, dominando la tierra. Tal vez, obscuramente, adivinaba en aquel acto un espasmo prohibido, y encontraba en él la sensación deleitosa de una imaginada condenación.

Y así fué creciendo. Abrióse, como una flor purpúrea, su adolescencia. Su pecho fué alzándose como una marea creciente. Un fuego desconocido rebullía en su cuerpo. Subía en ella la savia de una ardorosa primavera. A veces, por la noche, insomne y febril, abiertos los ojos en la tiniebla, entreviendo fantasmas imprecisos y quiméricos, sentía su alma sabática una sed de bebidas ignoradas.

Sobre el terruño familiar caía un sol de estío. Asomándose á la llanura veíase la innúmera extensión de las gavillas, semejante á un rebaño inmóvil, con una tonalidad rojiza de cabelleras rústicas, como la de Juana. La joven, con los rizos mariposeantes sobre las sienes, bajo un gran sombrero de palmas, las enaguas bermejas levantadas hasta la rodilla, los pies descalzos, el talle en blanca camisola, que al azar de los movimientos descubría la sombra de su carne bruna entre los senos, dejaba por un momento su trabajo, alzaba la testa sudorosa y, con la vista extraviada en las lejanías, ensoñadora, contemplaba el eterno no sé qué de las juventudes, en placentera pérdida de toda sensación; se incorporaba á la Naturaleza, tornábase una cosa, una rama de aquellas higueras que desbordaban por las heridas de su tronco henchido, ó una de aquellas espigas rubias que se rendían bajo el peso de los granos, ofrendas en un invisible altar.

Ella, la pobre, no se sentía digna de gozar las grandes apariciones, aquellas Vírgenes de manto azul que en el claro de las selvas madres sorprenden á las jóvenes escogidas y les hablan con voz fraternal, transmitiéndoles el secreto profético y convirtiéndolas en iniciadoras de futuras y nuevas adoraciones. Pero sentía subir del surco removido y de la tierra ungida por las lluvias una emanación de vida que los otros no perciben, un vaho fecundo y vigoroso, el sahumerio místico del amor. Con los brazos caídos, la vista fija, un extraño desfallecimiento la invadía; el corazón le palpitaba sonoramente; la mirada se le enturbiaba; palidecían sus mejillas; volvíanse terrosos sus labios; temblaba de pies á cabeza, sacudida por un viento misterioso; y á punto de caer como un plomo, agobiada por aquel espíritu que se infundía en el suyo, un gran estremecimiento la retornaba.

II

En mitad de una ladera, no lejos de la casita, abríase la boca de una gruta inexplorada. Juana, con inconsciente audacia, se había aventurado más de una vez en aquellas profundidades tenebrosas. La cueva virgen había revelado sus secretos á aquella otra virgen que penetraba en el misterio de la tierra como en un reino familiar. Diríase que algo superior á la casual contingencia ofrecía á Juana el dominio de aquel antro de maga primitiva. Alumbrábase la moza con antorchas silvestres, que formaba retorciendo hierbajos resecos por el sol. Aquella luz fulguraba siniestramente en las honduras desconocidas, danzaba removiendo sombras bajo el dosel de las innumerables estalactitas, en las que relucían como gemas las gotas expectantes; sacaba reflejos del lago inmóvil y terso, que se perdía en un recodo que nadie pasó jamás, sobre el cual parecía dibujarse, á veces, la estela de la barca suprema... ¿Qué obscuras ascendencias obraban entonces sobre el alma de Juana? La cueva parecía, ante ella, el oculto refugio de los aquelarres.

Una tarde, Juana, vagando por el interior de la inmensa gruta, creyó haber oído, á través de un muro granítico, desesperados lamentos. Un calofrío de terror la sacudió; por unos instantes quedó inmovilizada y jadeante. Luego huyó hacia la salida, sin volver la vista, creyendo sentir tras ella un galope de espectros, ó en sus hombros la sensación de una garra invisible. La antorcha temblaba en sus manos, aumentando á su entorno la ficción de la danza de fantasmas gigantescos. Pero Juana se repuso rápidamente; y un nuevo impulso, una generosidad desconocida y reconfortante, la obligó á penetrar de nuevo en la negra hondura, hacia el sitio donde habían sonado las voces desesperadas y gimientes. Pronto volvió á percibirlas más angustiosas todavía. Parecían sonar más allá de los lugares accesibles, como si saliesen del vientre de la tierra. Pero una rendija abierta entre dos pilastras le franqueó el paso á una sala donde nunca había penetrado. Una blancura purísima la deslumbró. Altas columnas erguían su talle esbelto y se abrían como palmeras, abrazando á modo de arcadas góticas el ámbito de un templo que hasta entonces nadie profanó jamás. La joven alzó en su mano la antorcha, y su figura se alzó coronada de fuego y luz. Su gesto renovaba la gracia ancestral perpetuada en los mármoles clásicos. Al azar de su movimiento, uno de sus senos desbordó; y al cubrirlo de nuevo, su convexidad de copa le rebotó entre los dedos como un pájaro, y descubrió su piel obscura, aterciopelada como un albérchigo, tenuemente venosa como un alabastro.

Ante ella, en una hondonada, dos formas extáticas y mudas la contemplaban. Juana acercóse á ellas. Eran un hombre y una mujer. Su porte los revelaba como extranjeros. Jóvenes ambos; ella era rubia, el talle y el color espigados, alta y esbelta; mostraba él un torso atlético y su cabeza se orlaba con la caída armónica de largas guedejas obscuras.

Las dos jóvenes, por un movimiento impulsivo, se abrazaron. La extranjera no encontraba fórmula para expresar su gratitud. Ni una ni otra dominaban la lengua en que se veían forzadas á entenderse; pero el balbuceo era más expresivo que todos los discursos.

Juana los condujo á la salida. La luz y el aire libre fueron para los dos extranjeros un segundo nacimiento. Diéronse á conocer. El era un pintor francés, Augusto Lenormand que había venido á la isla atraído por sus maravillas. Ella era su esposa, la compositora Berta Gervais. Aquella tarde, vagando por el campo, se habían atrevido á entrar, sin guía, en las cavernas, y pronto se habían extraviado en aquel laberinto.

Juana y la pareja de artistas, á pesar de la profunda divergencia de educación y temperamento, sintiéronse ligados por una simpatía cordial. ¿Qué mejor guía podían encontrar? Vagamente les parecía ver en ella algo así como la personificación del genio de la isla, graciosa y dulce, con la depurada feminidad de una diosa...

III

Juana, pedida á sus padres por Augusto y Berta, quedó al servicio de los dos extranjeros. Con Juana recorrieron las cercanías admirables, extasiándose ante la transfiguración que bajaba del cielo sobre las montañas en la hora ambigua de los crepúsculos, consorcio del día con la noche. Visitaron, ya con seguridad, toda la cueva; y en el lugar mismo donde Juana les había traído la salvación, Augusto se entretuvo en contarle, en forma adecuada á su inteligencia primitiva y virgen, el mito de Ariadna. El artista hallaba en esta explicación un placer desconocido. ¿No había en aquella joven de líneas puras una misteriosa reencarnación de la propia virgen cretense? El encanto del lugar comunicaba al pintor una sugestión penetrante y vivísima. ¿No sería aquel el sentido inmortal de las grandes revelaciones? ¿Habría en aquella contingencia de su trágico extravío en la cueva un privilegio de artista concedido á él para que el mito pudiera revivir en aquella isla clásica?

Desde entonces fue una modelo excepcional y simbólica para el pintor. Destacando sobre el fondo mágico de la isla, la joven payesa surgía como su trasunto humano, como su «feminización». Augusto la pintó sobre la roca de la cueva, levantando su antorcha salvadora; la pintó erecta sobré la proa de la barca en que recorrieron la costa brava, bordeando las cuevas llenas de resonancias perdidas en oquedades sin fin, entre cuyas aguas parecían flotar cabelleras verdes. Bandadas de palomas silvestres se levantaban al batir de los remos, bajo la mole de los promontorios, que avanzaban como esfinges. Caía del cielo sobre las calas una gran sombra negra...

En una de esas tardes, al golpe de una racha imprevista, Juana lanzó un grito despavorido y se hundió en el mar. Augusto se arrojó tras ella. El marinero que conducía la barca hubo de sujetar fuertemente á Berta, que, dando alaridos de horror, quería seguir á su marido. La escena fue rápida y bella. Los dos cuerpos desaparecieron bajo las aguas; una angustia suprema pasó, como violenta palpitación del tiempo. Pero pronto vióse emerger á Augusto sosteniendo en brazos el cuerpo desmayado de Juana, cuyos cabellos desenlazados, se removían entre las olas, á modo de medusas. Las ropas, ceñidas al cuerpo esbeltísimo, lo modelaban como un torso de divinidad marina, con palidez marmórea. Parecía la diosa protectriz caída de una antigua proa de navio helénico, al azar de primitivas travesías.

Juana, ya en el fondo de la barca, retornó á la vida en brazos de Berta. Y su primera mirada, al cruzarse con la de Augusto, refulgió con extraño centelleo... En el contragolpe violentísimo de su terror latía una oculta complacencia por deber su salvación al hombre que por ella arrostró el peligro. Y Augusto sentía en su acto la devolución del gesto salvador de Juana en la cueva. En adelante, uno á otro se deberían la vida, y esa compenetración los enlazaba como una mutua maternidad... Pero en los ojos de Berta relució, al mismo tiempo, un relámpago de recelosa ira, como una revelación.

La fiesta de la aldea ofreció á Juana un nuevo marco para su belleza representativa y fascinadora. Bajo la noche cálida, en la plaza flameante de antorchas y tederos, salió á bailar las danzas populares de su estirpe, henchidas de prestigio extraño y ritual, cómo restos incomprendidos de viejos cultos. Una estridencia de ingenuas tonadas ritmaba los movimientos de la danzarina, en la tosquedad primitiva de la dulzaina, la flauta y el tamboril. Augusto, flor de artificio brotada en las metrópolis caducas, bebía como un filtro de nueva juventud la gracia inefable de aquella danza. Humeaban las fogatas como piras de ofrenda, y el perfume de la leña resinosa traía una sugestión inmemorial de sacrificios.

Berta, en silencio, devoraba la creciente amargura de sus celos.

IV

Pocos días después, Juana les guiaba, á través de la sierra, á las alturas de un santuario lleno de leyendas infantilmente piadosas. El camino bordeaba despeñaderos enormes. Las montañas enlazaban sus sombras gigantescas hasta perderse en lontananzas cubiertas de pinos y encinas. Remansos de agua inmóvil dormían entre los barrancos, y en el fondo se miraban, desde el infinito, las estrellas.

Pernoctaron en una hostería humilde, sobre una ruta de contrabandistas. Allá, en lo hondo, se recortaba la costa, erizada de cantiles; subía de ella el golpear de las olas y el hervidero de las espumas. Berta, rendida de cansancio, se acostó. Augusto quedóse contemplando la noche, profunda y sonora, sobre la cual descendía la interrogación profética del creciente.

De pronto, una sombra se recostó sobre la miranda de la hostería. Era Juana. Augusto sintió la sacudida de un impulso irresistible. Su pecho batió fogosamente; la tentación le penetró como una sagrada embriaguez. Y acercándose á la joven, bajo la noche confidente y propicia, deslizó en su oído las palabras alucinantes:

—Juana, Juana, ¿por qué resistir ya? Uno á otro nos hemos salvado de la muerte, uno á otro debemos darnos la vida. Yo te ofrezco llevarte á un mundo que tú no conoces, donde te espera la felicidad para que has nacido, sin sospechar tu verdadera naturaleza... Tú eres una mujer desterrada en un país que no es el tuyo, y yo vengo á darte la libertad y á devolverte esa patria que has perdido sin saberlo...

En el alma primitiva y sencilla de Juana la tentación tomaba formas ambiguamente fascinadoras. En una lontananza imprecisa, se le ofrecía la extensión luminosa del mundo desconocido; un esplendor de vías triunfales y resonantes se abría ante sus pasos, y ella avanzaba, apoyada en el brazo de su libertador... Aquella era la Montaña de la Tentación, y desde su cumbre sonaban al oído de Juana las palabras diabólicas, ofreciendo el amor y la plenitud de vida á cambio del pecado, con la dulzura inmortal de la fruta paradisíaca... Los humildes vestidos de Juana, como bajo la varita del hada de Cendrillón, se transfiguraban en una riqueza no soñada de ropajes deslumbradores. El mar, á lo lejos, parecía abrir la estela de una nave imaginaria y suntuosa...

Pero algo le decía que era una engañosa ilusión aquella fantasía. El encanto que había ejercido sobre Augusto, ¿podría persistir cuando estuviese separada de su marco habitual, de aquella isla que se había encarnado en ella como un trasunto humano de la divina Naturaleza? ¿Sobreviviría ella, con la integridad de su belleza, á su transplantación desde el bosque nativo á los jardines artificiales y cloróticos de la gran ciudad febril? ¿Hasta qué punto el artista se había enamorado de ella, y no de la tierra mágica que la rodeaba, no sabiéndose bien si era ella misma quien completaba esta tierra maravillosa, ó si era la isla quien complementaba su belleza genuina de mujer?

Además, una honradez instintiva y fundamental la llenaba de repugnancia por la traición. ¿Cómo podría decidirse á causar la desdicha de la mujer que á pocos pasos de ellos reposaba? No. Tímidamente, poniendo en sus palabras trémulas la honda vibración de su alma amorosa, consciente de su renuncia, Juana rehusó.

—Escuchad —le dijo—; no continuéis ni levantéis la voz en esta soledad, porque alguien que no sospecháis podría oiros... Si pasáis aquí la noche, acaso veréis subir de esos barrancos el espectro de la Bella Dama, que muchos caminantes han encontrado por ahí. Algunos de ellos han muerto de terror. ¿No sabéis quién fué la Bella Dama? Yo os lo contaré. Hace muchos, muchísimos años, un matrimonio iba en peregrinación al Santuario de la Virgen. El marido, hombre tosco y brutal, estaba enamorado de otra mujer, y al llegar á uno de esos miradores, en un recodo del camino, despeñó á su esposa en el precipicio. Pero el remordimiento le asaltó en cuanto hubo cometido su crimen. Espantado de sí mismo, subió como un loco hasta el Santuario para implorar de la Virgen el perdón imposible; y en el momento de arrojarse á los pies de la divina imagen, lívido y sollozante, encontró postrada ante la Virgen, sana y salva, á su propia mujer... La Virgen la había recibido en sus brazos al caer en el abismo. La esposa pasó el resto de su vida en un convento, consagrada á rescatar con su propia penitencia el crimen de su marido. Y se cuenta que por estos parajes se la ha visto pasar, de noche, cuando sube al Santuario á renovar su gratitud eterna y su oración de penitencia, que no terminará jamás...

Dejando á Augusto bajo la impresión de estas palabras, Juana entró en la hostería y se recluyó, agitada y llorosa, en su pobre aposento.

V

Llegaron al Santuario. Augusto encontró, en la austera grandeza de aquellos lugares, asuntos admirables para su inspiración. Pero su inquietud aumentaba, obligado á devorar su pasión en la soledad, y constreñido al tormento de disimular, entre Berta y Juana, su fuego interior.

Una tarde, Augusto y Berta se arriesgaron á subir hasta uno de los riscos que coronaban el viejo Santuario. En la estrecha meseta, contemplaban los valles inmensos y feraces. La gradación de las vertientes hasta el mar. Un aura de serenidad y paz bajaba del cielo en aquella hora ferviente. Pero en el almá tormentosa de Augusto germinaba la tragedia. Sentía, como por la infusión de un incubo, que el alma se le enajenaba y una fuerza extraña actuaba en él. ¿Acaso se le había contagiado el espíritu feroz del marido de la Bella Dama, á través de la propia narración inocente de Juana? Berta, inmóvil sobre mi picacho, al borde del abismo, contemplaba en silencio la inmensidad, divagando entre la amargura y el ensueño. Crecían las sombras; subía la noche desde los valles en éxtasis, adorantes. La luna, cerca ya de su plenitud, vertía en las cañadas su luz como una unción divina. Pero Augusto, ciego, frenético, sentía la suprema impulsión de su crimen...

Súbitamente, la luna se ocultó; esfumáronse los valles en una luz neblinosa y Augusto vió con terror, allá en lo hondo del barranco, una sombra de mujer trepando por la vertiente. ¿Sería ella, la Bella Dama, que acudía á los pies de la imagen sagrada para continuar su oración interminable, en expiación del ajeno delito? ¿No iría también á orar por el delito que estaba á punto de cometerse de nuevo en aquellos lugares mismos que ella regó con su sangre?

Avanzaba la sombra por la estrecha y peligrosa vereda; se acercaba al repecho en que los dos artistas se encontraban. Augusto, serenándose, respirando ampliamente, la reconoció. Era Juana; Juana, que, inquieta y recelosa, acudía á buscar á los excursionistas, creyéndoles de nuevo extraviados en las quebraduras de la sierra. ¿Sintió además un secreto aviso en su corazón, vibrátil á todas las emociones?

Regresaron á la luz de la antorcha guiadora que nuevamente levantaba en sus manos la joven. Pasaron entre las breñas, avizorando a lo lejos el amontonamiento caótico de las montañas y las dispersas lucecillas de los caseríos.

Un momento, inclinando su antorcha hacia fuera, Juana señaló un despeñadero.

—Por aquí —dijo— se precipitó una joven que se mató por amor. Y dicen las gentes que desde entonces nace en esas rocas una flor encarnada, teñida en la sangre de aquella mujer... El perfume de esa flor tiene la virtud de curar las pasiones más fuertes y de hacer olvidar... La llaman flor de olvido...

Llegaron al pueblecillo. Aquella noche Augusto apenas durmió. Levantóse con el alba; subió, con su ajuar de artista, á una altura cercana, y buscó en la pintura el apaciguamiento y la serenidad perdida. Estaba agobiado por el hundimiento de su sentido del bien; por el contagio de una brutalidad para la cual se creía indemne; por el despertar de una bestia interior que él desconocía y que dormitaba en él como legado de vagas ascendencias.

De repente, como en la noche anterior, vió con espanto la figura de Juana trepando por las peñas bravias en dirección al pico que mostraba en su flanco inaccesible la mata roja de la leyenda, la planta en que brotaba la flor del olvido...

Augusto, jadeante, loco, iba siguiendo la ascensión inverosímil de la muchacha. A cada momento le parecía verla vacilar, perder pie, caer y destrozarse en las hondonadas pedregosas. ¿Recibirían las flores un nuevo rocío de sangre, para colorear sus pétalos de una púrpura regia y adquirir valores nuevos de leyenda y virtud mágica? Las manos de Augusto, impotentes, trémulas, se tendían hacia la lejana visión como queriendo recibir el cuerpo delicioso pronto á desplomarse. La propia imposibilidad de todo auxilio clavaba los pies de Augusto en la tierra y le condenaba á presenciar desde lejos la inminente tragedia...

Pero al fin Augusto pudo sacudir su terror. Lo abandonó todo y lanzóse hacia el camino que subían las vertientes. Corría desolado, ardoroso, estallándole el corazón en violentos latidos. Los recodos de la vereda le ocultaban el sitio por donde subía Juana. Grandes ramajes que se tendían desde lo alto encubrían la visión de las simas... ¿Qué habría pasado? ¿Se habría consumado la horrible caída? ¿Iba á distinguir Augusto en el fondo de las torrenteras el cuerpo sangriento de la joven?

Marchó durante mucho tiempo. Sin aliento ya, extraviado en su ruta, iba á tenderse en tierra, prefiriendo ignorar... En aquel instante oyó pasos que hacia él se dirigían. El camino que bajaba de las cumbres formaba allí un recodo. Y Augusto, absorto, extático, vió de pronto avanzar hacia él la figura gentilísima de Juana. Una sonrisa inefable iluminaba su rostro. Sus mejillas se encendían por el esfuerzo, aunque el corazón se hubiese mantenido indiferente al peligro; centelleábanle los ojos con el rubor del propio heroísmo... Sin hablar, tendió su mano á Augusto, en la cual mostraba un gran ramo de flores silvestres de un rojo vivísimo... Augusto, como obedeciendo á un impulso ajeno á su voluntad, tomó una de las flores; la acercó á sus labios; la besó, después, con triste y significativa lentitud, como quien sorbe un filtro de muerte, aspiró largamente su fragancia... Parecióle que ese aroma le restituía á las purezas primitivas...

Juana, sin decir palabra, siguió su camino hacia el pueblo. Augusto, largo tiempo inmóvil, regresó también. Abajo, en su casita lugareña, encontró á Juana y á Berta en plácida armonía, conversando junto á la puerta, al beso del sol. Berta mostraba sobre su corazón la mancha roja, de las flores ungidas de heroísmo... En un jarrón de arcilla rústica y graciosa, sobre la mesa familiar, Juana disponía el resto de sus flores, sobre cuyos matices de fuego habían posado su eterna sombra gemela el Amor y la Muerte.

VI

A los pocos días Augusto y Berta dejaban la isla encantadora. Juana los acompañó hasta la cercana villa, desde donde marcharían al puerto de embarque. En el momento de la despedida. Berta abrazó fraternalmente á Juana, y las dos confundieron sus lágrimas. Augusto, al estrechar la mano de la joven, no pudo reprimir un casto impulso de reconocimiento; y acercándola á sus labios, besó delicadamente aquella mano que le había salvado de la muerte y del crimen.

Y mientras se alejaban definitivamente, vieron, hasta el primer recodo del camino, á Juana que se erguía á lo lejos, saludándoles; su figura destacaba sobre el cielo, al aire los cabellos rubios, como la encarnación de su isla maravillosa.


Publicado el 1 de febrero de 2022 por Edu Robsy.
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