El Cadáver del Príncipe

Gabriel Miró


Cuento


El príncipe se moría poco a poco en su aldea natal.

Era joven, y se habían ya cansado sus entrañas, su sangre, toda su vida. Acudieron sabios de muchas tierras: le escudriñaban todo su cuerpo; y el príncipe se pasaba desnudo los días bajo los anteojos de nieve y los dedos flacos de los médicos.

Cortesanos y labradores se juntaban en los portales de la casa aldeana del señor. Como no habían contemplado a su holgura la gloria del príncipe, les embriagaba la fuerte emoción de saber y decirse las intimidades de la augusta naturaleza. Esperaban la salida de los sabios para oírles. Oían y palpaban la enfermedad del señor. Cada médico era un trozo de carne o de víscera de príncipe: uno era el hígado; otro, el corazón; otro, los riñones, según de lo que cada uno dijese que sanaba.

Las gentes iban en busca de sus familias y amistades, y parecían llevar en sus manos un vaso precioso con la desnudez corporal y la desnudez de los dolores del ungido. Y los enfermos se consolaban de su mal, y los sanos se complacían más en su salud.

Pero como los médicos eran de tan grande saber, prolongaban la agonía del príncipe. Estaban preparados los lutos y ceremonias; se habían ya repetido con melancólica reverencia: «vienen los días tristes de la orfandad del reino»; y sonreían al heredero. Sólo faltaba que el príncipe muriese. Palatinos, generales, ministros, magistrados y próceres paseaban su tedio jerárquico por la sembradura, por el encinar, por los prados. No se explicaban el antojo de morir en una aldea. Es verdad que en ella había nacido el príncipe. Viniendo la princesa madre de otras comarcas, le llegó el parto en el camino aldeano. Después, quiso que su hijo conociese el humilde lugar y que lo amase sobre todos los lugares de su reino.

Allí el príncipe-niño comió las frutas más dulces y el pan más sabroso; vió nacer corderos; se torró de sol de los bancales; se untó de vendimia; sudó y se rasgó las galas y la carne buscando nidos en las quebradas de la sierra. Más que la rudeza de los juegos, enojaban a los ayos y pajes las villanas compañías de su señor. Su amigo predilecto era «Gavilán», un hatero de pastores que se comía las sierpes de agua, agarraba vivos a los zorros, se acostaba en los sepulcros, y un día se dejó apedrear de los lacayos sin removerse ni para enjugarse la sangre de una ceja rota. El príncipe lloró y le vendó la herida con su banda azul.

Recordando su fortaleza y su júbilo de criatura rural, quiso también ser todo criatura en la muerte, delante de los campos. ¡Pan, fruta, sol, fuentes y olor de años de infancia!

Acostado lo traían a la reja de su alcoba. Huertos, caminos, ramblas, cuestas, viñedos, arboledas, todos los contornos resplandecían de magnificencias en un seguido tránsito y bureo de nobles, de criados, de cabalgaduras, de palafrenes y carrozas. La aldea y su paisaje se trocaban en feria y estrado de galanías aburridas.

Pidió el príncipe que todos se volviesen a la corte; pero le respondieron que no habían de desampararle. Pidió que le trajesen a su amigo de antaño; pero le dijeron que «Gavilán» era el más indomable enemigo de sus leyes. «Gavilán» vivía en lo fragoso de los montes, perseguido por los justicias; se aparecía en los caminos y ciudades robando a los viajeros poderosos y traspasando a sus delatores con un cuchillo que le colgaba siempre desnudo de su ceñidor de piel.

El príncipe revolvióse hacia el muro de su aposento, y en la blancura de la cal veía sus recuerdos, y mirándolos murió.

Trastornóse la aldea como si no se hubiese esperado su muerte. La cara y la voz de los hombres tienen un segundo corazón inagotable.

Había en la aldea una sala para la junta de los ancianos. Toda la colgaron de paños de luto; ardían candelabros y hacheros; daban olor las flores y los follajes cordados de los jardines del rey. Aquí trasladaron el cadáver del príncipe; y en caballos veloces, vinieron los médicos que adoban a los difuntos.

Comenzó el embalsamamiento. En el cuello hinchado y en las ingles del príncipe se abrían las heladas heridas de los aromas; y sus ojos inmóviles semejaban mirar los vellones de hilas de sangre pálida que iban chafando las abarcas de los aldeanos.

Sólo quedaban ellos y los médicos; pero tuvieron que salirse para dar de beber a sus mulas y ganados. Era ya muy tarde. La plaza y las esquinas y tapias de las callejas parecían modeladas por un niño en cera luminosa de luna.

Los señores de la corte, los guardias, los criados, los familiares del príncipe, todos dormían. Le habían visto mucho tiempo enfermo, y mucho tiempo desnudo y muerto bajo la faena de los embalsamadores. Los embalsamadores también se acostaron en una posada, después de cenar. Todos estaban rendidos como si hubiesen pasado el trance de la agonía: y, además, necesitaban reposo porque, al venir la mañana, habían de volver a la corte el cuerpo del príncipe en procesión de dolor y fausto.

La aldea respiraba buena y tranquila, y desde en medio del cielo la miraba la luna. Entonces se levantó en el valle un hombre que hacía crujir el silencio como un jaral; sus ojos y sus dientes brillaban como el cuchillo de su ceñidor. Los campos parecían tenderse dóciles y medrosos para que el hombre los hollase sin hacerles mal.

Vió la aldea llena de luna y de sueño como la granja de Getsemany. Bajo la luna de Getsemany se durmieron los discípulos y amigos de Cristo, a pesar de que Cristo aún vivía y les tenía prometido el reino de su Padre.

La sombra del hombre se iba tendiendo por todos los vallados y portales. De las casas aldeanas desbordaba el perfume de las riquezas de patricios, de sus vinos, de sus lámparas, de sus vestiduras y de sus mujeres.

Nada codició el hombre gozándose de sentirse solo entre sus enemigos dormidos. Los mastines y lebreles de las jaurías ilustres arrufaban espantados de aquella fantasma de luna. Por encima de las cercas de los patios se alzaban las ávidas cabezas de los caballos de silla y de literas, y sus grandes ojos, en la noche clara, eran de ágatas húmedas, y sus relinchos se sumergían temblando en los horizontes, y rebrotaban en los ecos como si se despeñasen potros enloquecidos.

El hombre atravesó la plaza; se asomó al portal iluminado. Ardían los blandones con una llama inquieta; y toda la claridad caía en las flores y en el oro del féretro. Los paños de los muros ahogaban el recinto y daban su silencio, su silencio angosto bajo el silencio espléndido de la noche lunar.

Y el hombre fué acercándose al príncipe muerto. Estaba casi desnudo. No pudieron vestirle los embalsamadores por la hinchazón del vientre. Para cerrarle el cuello de tisú de la primera túnica le apretaron la garganta como si estrangulasen a un reo; y el brocado le iba hendiendo la carne lívida. Lo dejaron en la preciosa urna, y encima le tendieron todas sus galas.

El hombre lloró de ternura y de compasión. Lo imaginaba perpetuamente ahorcado dentro de su lecho de oro; y con el puñal que rajaba a las fieras y a sus enemigos, cortó el collarín de la túnica, y el cráneo del príncipe se ladeó dulcemente.

El hombre sentóse en la sombra del muerto y le hizo compañía.

Fuera se iba devanando la noche. Se removieron los guardias; sonaron sus armas en las losas. Algunos salieron y llamaron en el parador pidiendo que les diesen de beber. Volvieron al pórtico de la capilla. Uno se asomó, estuvo mirando los hacheros y al hombre que velaba quietamente en la sombra. No le conocía. Bien podía ser un labriego devoto y afligido. Se apartó con sus camaradas: y sintióse recrujir su cuerpo en la estera.

Volvió a helarse todo de silencio.

El hombre contempló los valles tiernos, nupciales, al amor de unas montañas de alabastro. Sólo velaba su pena. De súbito se erizó, escuchando como en una de sus celadas de salteador, y arrancó al cadáver de los ropajes y del arca de oro; pasó entre los guardias tendidos, y huyó a la soledad. En sus hombros, el cuerpo desnudo del príncipe se llenaba de gloria de luna como la carne de mármol de un dios de las praderas.


* * *


Cuando empezaba el alba, llamó el heredero al más valido de sus ministros, y calladamente acudieron a la capilla para que las gentes les encontrasen velando.

Junto al féretro vacío se les apareció un hombre, en cuyo costado resplandecía de cirios la hoja de su puñal. Palidecieron de horror, y él les sonreía.

—Ya no está el príncipe. Es el único hurto que le he hecho: el de su cuerpo olvidado. Escuché en todas las puertas; en la tuya también; todos dormíais, menos yo.

El heredero le pidió arrebatadamente el cadáver augusto.

—Yo os sentí dormir como a una piara cebada...

El heredero le amenazó con gritar y despedazarle en el tormento; pero se lo decía humillando la voz, miedoso hasta de que los guardias despertasen.

«Gavilán» sonreía, mostrando sus dientes de fiera joven.

El heredero le ofreció de las riquezas heredadas; le prometió el perdón de todos sus crímenes a cambio del cuerpo del príncipe.

«Gavilán» se quedó atendiendo el amanecer, y dijo:

—¡Tú podrás perdonarme; pero yo no te perdono! La aldea se va desperezando. Ya se visten de luto los vasallos afligidos... Oigo que vienen más caballeros a presenciar las exequias del príncipe que yo he enterrado bajo la hierba más tierna y olorosa de su reino. ¡Pude escapar, y preferí mi perdición para gozarme en vuestra afrenta!

Entonces el heredero fijó una mirada de crueldad en su ministro, y se apoderaron del cuchillo del hombre y se lo hundieron en la espalda. Rápidamente volcaron el cadáver en la urna de oro; lo cubrieron con la túnica y el manto del desaparecido, y los brocados se embebían de sangre en un oleaje de púrpuras nuevas...

Recudió la gente. Llameaba la mañana de armaduras, de libreas, de estandartes, de arreos enjoyados.

La caja de oro, cerrada y sellada, ensangrentó el tapiz de la carroza fúnebre. Y muchos lloraban, y otros se pasmaban de que ni con aromas finísimos se hubiese contenido la podredumbre del príncipe.

Pero los sabios, después de cavilar, explicaron el prodigio con solemne elocuencia, porque los sabios pueden explicarlo todo.

...Ya desbordaba el maravilloso cortejo por las cuestas. Los campos aparecían atónitos bajo el tránsito de los esplendores del dolor. En todas las encrucijadas y travesías del camino iban saliendo multitudes que reverenciaban y plañían a su príncipe. Salían prelados y abades; sacaban insignias y banderas; salían músicas y lloros, y la inspiración descendió a la frente de los poetas del reino.


Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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