En aquel tiempo pasaba Sigüenza muchas tardes por un lugar callado más hondo y obscuro que todos los lugares de la ciudad, porque allí las calles eran estrechas, los muros altos, el suelo empedrado rudamente como un camino aldeano. Si alguien se quedaba mirando a Sigüenza desde una vidriera, él se decía: Será un enfermo, una mustia doncella, una viejecita que cuida de su hermano beneficiado, segundo organista o maestro de ceremonias de la catedral; será una madre viuda que apenas ve a su hijo, porque este hijo mozo, disipado y alegre, vive todavía en los sitios grandes y magníficos, y cuando se recoge ya es el alba, y la madre suspira en su dormitorio, oyendo las pisadas y las toses de fatiga del hijo entre la pureza de las primeras campanas...
Y todas esas pálidas cabezas que miraban a Sigüenza no parecía que se asomasen detrás de los cristales, sino detrás del tiempo, del tiempo dormido en el viejo lugar, a la umbría de la basílica. Y en esos cuerpos se perpetúa el alma de las primitivas familias que han morado en estas mismas casas venerables y tenebrosas como retablos. Allí la piedad se ha hecho carne y piedra. Habrá matrimonios ricos, reumáticos y estériles. Los domingos les visitarán los sobrinos, vestidos austeramente, sin galas ni joyas, aunque puedan traerlas y las tengan, para que los tíos no sospechen vanidades y les malquieran.
Quizá vive con ellos, de continuo, algún sobrinito porque se ha quedado huérfano o porque así les conviene a los padres. Estos sobrinitos suelen aborrecer los floreros de la cómoda o un álbum de retratos descoloridos, bordado por la señora en los primeros meses de su desposorio, cuando todavía esperaba los dulces afanes de la maternidad, que seguramente le fue negada para difícil prueba de su resignación y mansedumbre; aborrecen a la criada, una antigua criada, morena, seca, desabrida; aborrecen unas llaves de la señora, una toca raída, los botones del gabán del esposo, un cigarro de brea, algo que se halla cerca del cariño y de la vida de sus tíos...
Y Sigüenza se dice que él quisiera vivir en una de estas casas, con unos viejos mañeros, de blanda grosura, y escucharles, comer un día a su mesa, y en seguida abrir la puerta y escaparse gritando...
Y pasaba Sigüenza por aquel lugar, y sentía en toda su vida el tránsito de los sitios anchos, claros, ávidos y rumorosos, al apagamiento y hondura de las calles viejas, como si andando por un paisaje abierto, soleado y alegre penetrase de súbito bajo un bosque profundo de encinas centenarias.
Alguna vez retumbaba el estrépito de un auto que iba como desgarrando el silencio y angostura. Y las gentes y hasta los portales y celosías de las casas y los sillares y gárgolas del templo se quedaban mirando esa máquina opulenta y palpitante como si pasara algún pecado mortal vivo, fuerte y gozoso. Después sonaba muy triste la melodía mundana de un vals, tañido por un quinteto de lacerados, cuyas cabezas inmóviles destacaban en la verde claridad de un claustro de iglesia. En aquel lugar, las tiendas eran tenebrosas, y aunque los mercaderes vistiesen y hablasen a la moderna muy contentos, Sigüenza les veía la túnica y la pena de los hombres dispersos de Israel. Los amigos de los tenderos se sentaban junto a su obrador o al lado de su silla familiar y fumaban y conversaban muy despacito.
Debían de contar cosas pasadas, y si hablaban de las de hogaño serían chiquitínas que pertenecen a todos los siglos. Muchos de estos amigos eran sacerdotes, que después del coro o de confesar entraban frotándose las manos, y tomaban un periódico, y mientras leían mostrábanse pasmados y adolecidos de que todavía se quejase el tendero de su romadizo o mal de ijada. Estas tiendas son de ornamentos y vasos de iglesia. Resplandecen eucarísticamente las custodias con sus espigas de filigranas; los cálices, con uvas de granates; las navetas, graciosas y blancas; las albas, tejidas de espumas; las casullas, pesadas y olorosas de tisú.
Hay cererías pálidas, místicas, femeninas. Dentro, una señora, que parece también de cera, cuelga amorosamente los racimitos de candelas de colores entre los exvotos y un letrero que dice: «Se expenden bulas». Y la casa huele a panal, a hostias y capilla.
Al lado, encuentra Sigüenza una librería religiosa. Y se adormece blandamente, como si oyera el canto de las tórtolas, leyendo los dulces títulos de Chispitas de amor, Rocío Celestial, Ramillete de lo más agradable a Dios, Virginia o la doncella cristiana, Galería del desengaño. Si por acaso hay alguna obra profana, siempre es de mucha inocencia, sin la más leve duda ni inquietud, como El canario, su origen, razas, cría, cruzamientos y enfermedades, o el Manual del Ajedrecista.
Y en aquel tiempo gustaba Sigüenza de pararse delante de una tienda de imágenes de talla porque tenía la paz y la dulzura de un oratorio de monjas. Las paredes estaban colgadas de terciopelo de un color rancio y jugoso de cereza, y en este bello fondo se perfilaba la gentilísima virgen Santa Cecilia, con la mirada de éxtasis de música y de bienaventurada, y una Asunción con rozagantes vestiduras azules y gloriosas, y la beata Margarita de Alacoque, de hinojos en presencia de Jesús, que le sonríe mostrándole su corazón de llamas.
Sentadas en dos escabeles de felpa roja y descansando sus mundillos sobre la dorada rueda de Santa Catalina, tejían randa las hijas del maestro tallista, dos doncellas pálidas, delgadas, vestidas de luto y de gracia, que parecían labrar encajes para la mesa del Señor; y sin corona ni nimbo como las imágenes, compañeras de su vida, las frentes de las hermanas exhalaban la cándida lumbre de los escogidos. Cuando se abría un hondo tapiz, veía Sigüenza el taller, donde un anciano y un grupo de jóvenes discípulos transformaban en cuerpo de mártires, de vírgenes, de arcángeles los troncos de olivo, de castaño, de nogal que les dejaban las gubias y los dedos perfumados de bosque tierno.
Acabada la tarde, vibraba el dolorido timbre del cancel. Las dos doncellas se asomaban al cielo, que se iba deshilando en una blancura castísima. Sus manos aun traían las últimas hebras de la labor; sus ojos, un bello cansancio, y una ansiedad serena. A poco, salían los jóvenes discípulos, enlazándose las chalinas, componiéndose la falda del sombrero; algunos llevaban en su mirada la luz y la emoción de la idea y de la vida que dejaron palpitante en el leño.
Siempre salía el último Juan. Quedábase hablando con el maestro y sus hijas. El maestro le amaba sobre todos los discípulos. Juan era hermoso y apasionado. Sus sienes, su palabra y sus ojos tenían excelsitud y ternura. Terminaba su trabajo maravilloso, y todavía iluminado y trémulo empezaba un dulce coloquio con las suaves imagineras, y contaba las menudas heridas de la aguja en las blancas manos como un niño cuenta las estrellas de los cielos.
Y cuando Juan se alejaba, ellas le miraban quietecitas, devotas y calladas, hasta recibir su saludo, antes de perderse por la negrura de un cantón de la catedral. Y como se fatigaban deliciosamente los ojos para adivinarle en la noche y estaban embelesadas por el espíritu y la gentileza del discípulo, nunca se sorprendieron las dos hermanas su sonrisa de felicidad.
Después ayudaban al padre a cerrar la tienda, y se quedaban los tres solos con las imágenes, que parecían acomodarse en la blanda majestad del terciopelo para dormir humanamente, porque eran hijas de las manos de los hombres.
...Y en aquel tiempo vio Sigüenza todas las tardes un concurso de gentes piadosas y de gentes amadoras de la belleza mirando por los vidrios de la casa del estatuario. Y él también se allegaba, porque había una imagen nueva: Jesús y el discípulo amado. El Señor estaba sentado en una banca; tenía los brazos paternalmente abiertos; en sus labios florecía una sonrisa de misericordia y de tristeza. Juan aparecía recostado sobre el divino hombro y miraba hacia el corazón del Maestro. A sus pies, un águila rubia, de pico anhelante y de pupilas de fuego, que semejaban mirar, sin cegarse, lo Infinito, protegía unas recias fojas de pergamino. Una pluma de las alas había caído encima de unas letras que decían: «En el principio era el Verbo». Y después: «Yo soy el alpha y o mega...».
Y las dos hermanas ya no descansaban su labor en la rueda de martirio de Santa Catalina, sino en la fimbria de la túnica del Evangelista.
Sigüenza veía en esta figura más clara y fuerte la huella de los dolores y anhelos del hombre que el arrobamiento de la santidad. Y una tarde habló con las doncellas y alabó la imagen, y quiso saber el nombre del tallista.
Y ellas le escuchaban medrosas, como si recelasen algún daño, y le respondieron de esta manera:
—Hizo la imagen Juan, el discípulo predilecto de nuestro padre. Y es su retrato porque se inspiró en sí mismo. La hizo antes de marcharse lejos. Juan ya se ha ido de nosotros. Se fue a Italia; después a Alemania. Desde allí escribía. Ahora ya no... Sabemos que está rico y es feliz... Era el último que salía de casa...
Sigüenza lo recordó. Conversaron del artista. Las dos mujeres ya le miraban confiadas.
Y mientras hablaban obscureciose la entrada de la tienda. Pasó una señora enjuta, alta, lisa, toda de negro. Le acompañaba un capellán gordezuelo que jugaba dichosamente con sus pulgares tostaditos de tabaco. Y repetía:
—¡Ay, señora! ¿Y es de veras que nos lo merca?
La señora se esforzaba por sonreír, y no podía. Estaba muy amarilla y sin sonrisa, porque la penitencia había secado su carne.
Y el sacerdote murmuró con la boca muy pastosa de complacencia y de saliva:
—¡Bendito Dios mío, qué júbilo para mi parroquia!
Salió el anciano. Estuvieron mentando la imagen y cifras. Las hijas del maestro palidecieron; siendo frescas y hermosas, parecían haber envejecido. Unos hombres trajeron un carro; agarraron la imagen; se la llevaron.
Las dos hermanas salieron al crepúsculo, y ellas, que nunca se habían visto su sonrisa de felicidad, se sorprendieron sus lágrimas de desventura porque sentían que ahora se alejaba para siempre el discípulo amado...