El Hijo Santo

Gabriel Miró


Novela corta



«...Mas su carne mientras viviere tendrá dolor;
y su alma llorará sobre sí misma».

(Libro de Job, XIV-XXII)

I

—¡Quietud, por Dios! ¡Quietos! No es lícito, en este instante, ni un comentario, ni una palabra... Quietos... quietos.

Y don César, rendido, descansa la frente en sus manos.

Tose ruidosamente un viejo y flaco eclesiástico, de hábito brilloso de saín y gafas muy caídas de recios y empañados cristales. Golpea la tabla con sus fuertes artejos y murmura: —¡Paso!

Otro sacerdote jovencito, recién afeitado, polvoreados los hombros de caspa, dice también que pasa.

Don César muestra las cartas al conserje del Círculo y a otro clérigo que miran la partida.

—Mi compromiso era muy grande, ¡señores!

—¡Sí que es verdad! —afirma el conserje.

—¿Se ha fijado, don Ignacio?

Don Ignacio no se había fijado, pero le contesta que sí para que don César no le desmenuce el compromiso. Es que este señor, sabiendo sobradamente que don Ignacio desconoce el tresillo, le hace la glosa y censura de toda jugada.

Estaban en el Círculo Católico, reunión de clérigos y seglares gregarios de Cofradías y Juntas piadosas. Sucedía la partida en un cuartito abrigado con esterones viejos de la Colegiata de San Braulio. Las paredes como los divanes son cenicientos; las sillas, de espadañas. En sala inmediata está el billar de paño remendado. León XIII y Pío X presiden el taquero. Y en la llamada cantina se guardan los tarros de licores de café, menta, curaçao legítimo de Holanda, jarabes; y mediada la tarde —los días horros de ayuno— se sirven panecicos torrados, untados de aceite.

—¡Al fin! ¡Juego! —exclama gozosamente el curita mozo.

—¿Qué juega? —dice don César abriendo los brazos—; me cuidaré de ello; aunque es inverosímil si no lo hace a copas.

No era a copas; y le pesa mucho por si la contradicción lastima a don César.

—Juego oros —balbucea tímido.

—¡Cuidado, por Dios, cuidado!

Al curita se le nota que lo tomaba gravísimo sobre sus gordos hombros en cuya blancura sopla servicialmente el señor conserje.

—¡Paso! —murmura tabaleando, otra vez, el de las gafas, varón desdichado.

—Me duele, me aflige —dice don César—. Atiéndame, don Ignacio; fíjese bien —Y le enseña el abanico de sus naipes—. ¿Qué haría usted; qué le parece?... Éste sería mi más grande enemigo... Ahora, que si yo saliese de rey de bastos...

Los demás aguardan su decisión. Le admiran, le respetan. Es un rico invernante venido de Burgos, que compró casa en Castroviejo. Gusta de la llaneza, y prefiere este Círculo al principal Casino. Ama el tresillo sobre todas las cosas, considerándolo ceremonia, faena, estudio, más que solaz y pasatiempo. Tiene cabeza de emperador romano ya provecto; nariz poderosa, enérgicas cejas de zarzal, boca grande y delgada; la cara celosamente rasurada y el cráneo rapado.

«¿Cuánto, cuánto tendrá usted, don César?» —le había preguntado, una tarde de plática expansiva, el conserje, hombre reducido, bizco y codicioso. «¡Siempre les tocará medio milloncete a cada sobrino!» —Y brillaba de contento la mirada de don César, y fluía su blanda y picaresca risita viejecita, única denuncia de sus años; y todos los del grupo rieron también como si fueran los venturosos sobrinos. «Es innegable que hay una sabia gobernación o presidencia de la vida —había dicho don César— porque si mis hermanos no tuvieran hijos, ¿para qué entonces mi pobre dinero?». —«¡No le angustie ese pensamiento, que no faltaría a quien amparar!» —le argüía el conserje añadiendo: «¡Qué más sabia hubiera sido esa gobernadora haciéndole padre en vez de tío!».

«Nunca, nunca... Bien estamos como somos... ¡Y no enmiende ni proteste, amigo mío, no!»...

No protestaba el señor conserje...

—Y bien, ¿qué hacen ustedes? Díganlo; hablen con verdadera prudencia...

—Me parece que dije que yo jugaba oros, ¿no?

—Lo dijo usted —le concede don César.

—Y yo, que pasaba —suspira el viejo eclesiástico.

—También es cierto —vuelve a sentenciar don César.

Aviene largo silencio. Al cabo cruza sus manos el caballero; y solemnemente hace esta revelación: —Paso, señores. ¿Ha visto usted, don Ignacio? Es incomprensible... Tenía yo cuatro reyes; los cuatro reyes...

—Pues, yo, mi querido don César, llevaba un entro que reu...

—...cuatro reyes, los cuatro reyes...

—...reunía mi espada...

—...cuatro reyes, señores, los cuatro...

—...mi espada, basto y...

—...reyes, cuatro re...

El reloj del billar da las cinco, y el desventurado curita no logra decir su entro, porque don César se levanta.

—Mi hora de merienda... ¡Si ustedes probasen el lomo y los chorizos de este año! ¿Recuerdan los del año pasado? Pues iguales, iguales...

No lo recuerdan, y dicen que sí como todos los años. Es que llegaban a dudarlo y aun hablaban con efusión de la excelencia de los embutidos que trae don César de Castilla, el cual lo agradece mucho; pero, en verdad, no viene para los ilusos amigos el dichoso momento de comerlos. Este año es mayor la confianza, y en esta tarde miran la boca de don César, copiando involuntariamente sus gestos felices por lo cercano de la suculencia.

El eclesiástico flaco avanza su mirar sobre las gafas, y le pregunta ansioso: —¿Dice usted de ese lomo ancho, corto, colorado de pimentón que...?

—¡Ancho; muy gordo y colorado, pero no corto! Es el lomo entero de un cerdo —Y don César se señala desde la nuca hasta el coxis—. Un lomo tan sano, tan curado y, sin embargo, tan tierno que se le resbala a uno al comerlo... ¡De ese no venden en las salchicherías!

—Sí que es verdad que no venden, don César.

Luego, el cesáreo varón, volviéndose a don Ignacio, dice: —¿Nos marchamos, catedrático?

Entonces, los resignados clérigos tresillistas piden al conserje que les sirva los humildes panecitos con aceite y sal.


* * *


Salen del Círculo. El sacerdote abre su morado paraguas, y para proteger a don César de la menuda y desgranada lluvia ha de humillar su brazo hacia la izquierda.

—¿De veras que es camino de su casa?

—¡No importa, don César; lo es de mi lección!

—¡No comprendo mi descuido!, ¡cómo no tomé el paraguas! ¿Usted se lo explica, don Ignacio? ¡Mire que la agricultura me impuso la enseñanza y consulta del barómetro y del cielo; y, además, mi mujer, mi mujer que es avisada como nadie...!

Don Ignacio siente mojado todo su hombro, e invita a su amigo a proseguir andando.

—¡En fin, tiene usted previsión de catedrático!

Don Ignacio sonríe sencillamente.

—Aunque podía referirle lo que oí a un maestro mío —Y don César se detiene...—. Debió usted de conocerlo. ¿No ha estudiado usted en el Seminario de Valencia? Pues, en Valencia estuvo. ¿Se llamaba... se llamaba? Bien; no me acuerdo.

—¿Hace mucho tiempo, don César?

—¡Oh, sí! Quizás cuarenta años, o más...

—¡Yo he cumplido ahora treinta y dos!

—¡Entonces, imposible!, ¡no; no lo ha conocido usted!

Y siguen. Mas, pronto, don César torna a pararse para decir: «Pues recuerdo que... ¿cómo se llamaba? ¿Suárez? Sí, sí, Suárez; pues solía contar: salen ustedes de clase un sábado por la tarde, miran hacia el Este y encuentran cirrus; al Sud, cumulus —no sé si dijo cirrus al Este o al Sud, pero en fin—; hay depresión barométrica; vientecillo húmedo. Hechas tales observaciones, ustedes afirman: de cien probabilidades, tenemos noventa y nueve de que mañana domingo lloverá. Llega el domingo. Se levantan; salen o se asoman ustedes. Luce un magnífico sol, y se han hecho la... santísima todas las probabilidades...». «Yo me reía bienaventuradamente...».

Y diciéndolo ríe don César haciendo un sonecillo trémulo y atiplado que contagia el regocijo.

—Sí, pero don César; yo soy catedrático de Humanidades... y tampoco catedrático, sino profesor privado del Colegio de Nuestra Señora de la Anunciación.

—¡Pues, también es verdad!

Llueve más espesamente.

—Me parece, don César, que todas las probabilidades son hoy enemigas de usted. Lo digo porque no saldrá más.

—¡Cómo! ¿Y había de asustarme de la lluvia? La primera jornada de esta tarde no tuvo transcendencia. Me entusiasmo y... ¡qué diablos! padezco, créame, padezco, en el segundo juego.

Llegados al portal de don César, hace éste muy grave mesura al joven humanista, agradeciéndole su cortesía.

—¿Quiere acompañarme al refrigerio? Probará maravillas. ¡La matanza de hogaño ha sido una delicia! Salchicheros de Candelaria me juraron no haber visto en su vida cuatro cerdos tan cabales. Yo, tampoco los he visto semejantes. Eran de una igualdad asombrosa en peso, grosura, sangre, entrañas. Lo ha sido también en la sazón de los perniles. Todo parece producido por un mismo animal gigantesco. ¿Y la manteca? ¡Es como nieve apretada, dormida en el fondo de las orzas! Pues sólo pasando por el corredor se huele la hermosura de las morcillas; morcillas de cuatro naturalezas y sabores: secas, blandas, tocinosas, gordas y relucientes de sudor riquísimo, adobadas con piñones y clavo, y cebolla manchega dulcísima... Venga, venga...

—Si no hace falta, don César. ¡Con un trozo de pan que hubiese mordido y su relato, no hay mejor merienda!

—¡Oh, qué sabe, qué sabe usted!... ¡Y hay que levantar ese espíritu! ¡Le veo a usted siempre tan callado y solo!, nada; ¡arriba ese ánimo! ¡Sursum! ¿Es sursum? —Y don César queda con los brazos en alto.

—Sí; está bien —aprueba el catedrático mirando las rollizas y obispales manos del caballero, aún subidas en el bizarro gesto de animación o confortamiento magnánimo.

Una moza ancha, abultada por refajos, abre la cancela. Los dos amigos se despiden, y continúa el profesor su camino, bajo su desgastado palio.

Pronto sale a las afueras de la ciudad. Una espada de sol rompe y traspasa la costra de la nube, y la lluvia cae irisada como una pulverización de diamantes.

Don Ignacio contempla los inundados eriales. A oriente está el mar, inmóvil, gris, como un trozo inmenso de nublado desprendido, y en medio del confín campesino, entre un macizo de árboles, que descienden a la playa, se adivinan las paredes de Villa-Paz.

No descubrió el presbítero la enjutez o firmeza de un sendero, y entrega sus pies al barro y aguazales, diciéndose: «menos preocupación y cuidados, ¡a la buena de Dios!».

«¡Y para qué querrá don César tanto cerdo!... Fácilmente se le conoce lo abundante, craso y metódico de su alimentación... ¿Cómo hará ese chasquido, ese blandísimo trueno con la lengua, que siempre parece gustosa de lomo o de pringue?... El sochantre también lo produce, pero sin esa sonoridad; verdad es que el pobre sochantre no tiene esa abundancia de don César. ¡Señor, cuatro cerdos enormes para él, la esposa, rica hembra piadosísima, dos sirvientes y los cuatro rapazuelos de los sobrinos que se trajo este invierno...!».

—¡Vaya con Dios, don Ignacio! —le grita desde su garita el custodio del Fielato.

Correspondió amablemente el catedrático a la salutación del funcionario. Pronto puede ganar el liso camino de Villa-Paz. Está anocheciendo. En el edificio surge la alegría de ventanas alumbradas.

«...¡Cuatro cerdos cebados! ¡Señor, ni los feroces pretendientes de Penélope devoraban de ese modo!... ¡Medio milloncete por sobrino! ¡Y aquí vinieron cuatro, y aún quedan tres en Burgos!... Bien, mayores riquezas tiene tío Agustín, el solitario de la Mancha, y es él, don Ignacio, su único sobrino, ¡y ni se hablan! ¿Aún estará merendando ese hombre?... Y habré de agradecerle al señor don César el servicio que me ha hecho acompañándome, en la memoria, a las mismas verjas de Villa-Paz...».

Y es cierto, porque, en este momento, tira don Ignacio del mojado cordel de la esquila.

Dentro, ladra un perro arrebatadamente.

—¡Soy yo, soy yo, Turco!

Cruje la grava de los viales y andenes del huerto, y de súbito estrepita la puerta de hierro por el acometimiento del animal. Abre un hortelano.

Fragancia de naranjos floridos y olor de tierra y plantas mojadas llegan hasta el corazón del presbítero, que le parece recibir en lo más íntimo de su vida la gracia de una lluvia de amor.

—¡Y yo he venido pensando en los cerdos de don César!


* * *


—Es usted un héroe admirable. ¡Si ya no le esperábamos! —Y la gentil señora le ofrece un sillón de encendida felpa.

—¿No me riñe por la tardanza? Fue por aguardar que abonanzase el tiempo...

—¡Reñirle, cuando su sacrificio es casi ineficaz por rebeldía de sus discípulos! Se marcharon temprano a Castroviejo, y allí siguen...

—¡Ah, no están!, entonces, doña María... —Y se levanta don Ignacio para retirarse.

—Entonces... toma usted una taza de té conmigo; y cuando vuelvan, en el mismo coche, va usted a su casita, ¿no es eso?

Quería negarse el humanista, pero la misma doña María le sirve delicadamente y le acerca el dorado cestillo de pastas inglesas perfumadas.

—¡Siquiera he debido ser yo quien la sirviera!

—¡Oh, no se apure usted! —murmura ella reclinándose en su butaca. Entorna los ojos, se humedece las flores de su boca, y dice puerilizada:

—¿Sabe que he visto las primeras golondrinas por el huerto? ¡Con qué alegría se las recibe! ¡Son avecitas románticas y santas...!

—Sagradas como todo lo creado —puede decir don Ignacio olvidando sus grandes crímenes de cazador.

—¿No llovía, Ignacio?, ¡digo, don Ignacio, perdóneme! —Y va hacia el balcón; lo abre, y se asoma a la noche exclamando—: ¡Qué delicia! ¡Empezó abril!

«¡Ignacio!, ¡sin el gravísimo don delante! ¡Cuán difícil psicología la de las altas damas! —piensa el sacerdote—. ¿Dónde, su continente de sarao y estrado, la parquedad de su palabra, su retiramiento cuando él daba clase a los hijos, con otras frialdades que manifestaban la distancia de la dama poderosa al eclesiástico-asalariado? La llaneza, el aturdimiento infantil de ahora maravillaban a Ignacio curándole de antiguas aversiones y desconfianzas... «¡Oh, todas, todas las almas eran capaces de fundirse en la llama divina del amor de hermanos! ¡Si era mandato del Hijo de Dios!».

Y el presbítero sale también al deleitoso balcón. Está la noche en quietud de reposo bendecido. De cuando en cuando se desprenden lágrimas de la acabada lluvia retenida en los árboles. El nublado se ha rasgado y caído ciñendo de negrura los confines, y arriba, el cielo azulea, trémulo de estrellas. Sobre Castroviejo descansa una niebla de plata, como nube de aparición milagrosa.

—¡Qué delicia! —repite doña María—. ¿Verdad que toda la noche parece guardada bajo cristales y tiene aroma de recinto de invernadero?... Se huele a brotes maduros, a semillas...

—¡Místicos olores!

—¡Mire qué fantasma en medio del huerto!, ¿no lo ve? Acérquese. Es el espectro de un ciprés acostado sobre un cenador tupido de rosales.

Don Ignacio busca el refugio de la estancia. La tamizada luz de la redonda lámpara baña dulcemente la cintura, la espalda, la dorada cabeza de doña María.

Don Ignacio desvía sus ojos del balcón, y para justificar su apartamiento, silencioso se entretiene mirando el servicio de té. Son delgadas porcelanas Wedgood del Retiro, y los esmaltes azules, tenues como gasas de vapor matinal, de asuntos mitológicos. El humanista toma su taza. Le había correspondido las tres Gracias y... la deja en el plato.

Trepida un carruaje; se oyen ladridos. Pasa doña María.

De súbito entra el mayordomo y un niño alto y pálido. Luego un mastín y un marinerito rubio, inflamado en risa, que se le sube al sacerdote por las rodillas gritándole: «¡No hay lección, no hay lección... y mañana domingo...!».

II

El presbítero don Ignacio Baldeño es alto y enjuto, de mejillas soleadas; su cabello prieto se hiende por la tonsura ancha y pálida como una hostia. Haldea suavemente, y en sus negros zapatos de terciopelo resplandecen las blancas hebillas. Nunca predicó; sólo confiesa a párvulos; estudia el solfeo con artístico entusiasmo; y es beneficiado de San Braulio de Castroviejo.

Castroviejo, ciudad grande y costanera, se tiende bajo la protección de una ancha sierra abierta en su cumbre por un gollizo, nidal de dos viejas aves que pasan todas las mañanas, muy despacio, sobre los tejados y torres y los campos de olivos y paniegos...

Habita el presbítero el piso más alto de una casa estrecha y esquinada de la calle de los Santos de la Piedra; y dicha ya la misa, vuelve a su cuarto, en cuyo balcón fuma cigarrillos. Los gorriones del alero ya le conocen, y no huyen cuando aparece la cabeza tonsurada. El beneficiado contempla siempre lo mismo: en el nicho de un hastial blanco y frontero las milagrosas imágenes de los Santos en azulejos; y como la soldadura de los ladrillos desborda rudamente de yeso endurecido, San Cosme y San Damián se ven despedazados. ¡Es mucha lástima, porque no se les conoce apenas!... Lejos, descubre la negra figura de un gravísimo sacerdote que pasa, pasa... y se oye un saludo cristiano; es que encontrose otro compañero que suele ser enteco, sarmentoso, ágil y, ¡allá va el curita! aleándole el manteo, tropezando en los guijarros. Suenan golpes profundos, fatídicos como de azada en cementerio; los hacen los puntales de un mendigo que arrastra una pierna desnuda, secada y nudosa... Tal vez sigue una beata pequeñita y reumática de las humedades recogidas en los templos. Un perro, barcino y flaco, gruñe ante una puerta cerrada. La puerta gime y se abre; sale un rapaz en cuyas manos brilla una alcuza, y se marcha contando los dineros que le diera la abuela para mercar aceite. Un averío de pollitos zancudos se asoma, se derrama por el peldaño; y los más audaces saltan a la calle; pican la verdura crecida entre los cantos; pero en la casa una gran voz airada de mujer grita palabras fierísimas; el perro huesudo huye dando gañidos, mirando con tristeza hacia el portal; la pollada alborota; entonces una vieja la osea hasta encerrarla. Y truena un portazo... Desde una ventana ensombrecida por una cortina blanca y azul, comienza a verterse en el sosiego matinal la queja vacilante de la lección de piano. La mano que estudia se atolla en una nota; la repite tres veces, empieza y se equivoca en la nota rebelde. El beneficiado conoce a la doncella que estudia, y ya se sabe y musita impecablemente el ejercicio de Eslava. La mano que tañe, duda, se enfurece, golpea y prosigue cobarde; y una voz blanda y débil, la voz de un maestro humilde, viejo y aburrido, amonesta mansamente: «Es que usted hace mi, fa, la; y debe ser: mi, sol, fa»; —¡Lo mismo que yo con los prefijos latinos!, suspira don Ignacio... Cesa la quejumbre del piano; pero luego continúa entrecortada. Dos pordioseros van aldabonando; ya en las entradas invocan el nombre de Dios; salen; se precipitan sobre una punta de cigarro; uno la consigue, y el otro le odia... Y pasa una negra espesura de eclesiásticos como de hormigas afanadas con una espiga seca... De la casa de la cortina blanca y azul surge un hombrecito; es el profesor de piano; su americana de color de pasa le parece al presbítero demasiado larga; las suelas de sus botas azafranadas son de cáñamo. Bajo el dintel abre su sombrilla verdosa, desteñida... Arriba suena tercamente: mi, fa, la. El hombrecito balancea la cabeza resignadamente. Retumba una campana avisando que alzan en la parroquia; entonces, el maestro se destoca, y don Ignacio entra a su aposento y se postra de rodillas...

Vive el presbítero con su madre, señora dulce y grave, de profundas ojeras y arrebatado color; su frente es pálida, hendida en la cumbre por una rosada cicatriz donde la piel brilla; su cabello, albo como el lino, se recoge en ruedo trenzado. Viste la señora el hábito del Carmen. Es cardiaca; y si alguna mañana templada y diáfana sale a misa, al retorno, jadea mucho tiempo hundida en su butaca de respaldar severo de estalo, mientras sumerge las finas manos en agua calentada.

—¡Yo no sé por qué hace usted esas cosas! —le dice suavemente el hijo—, ¿no puede rezar aquí, quietecita? ¿Pues qué, nuestro Señor es ciego o distraído para no hacerse cargo de todo?

Después, mirándola con ansiedad, aguarda callado que el aire penetre dichosamente en los pulmones de la madre, y que el corazón no le golpee con tanta reciedumbre.

La butaca de la señora ocupa un ángulo del comedor cuya ventana no se abre a la calle de los Santos de la Piedra, sino detrás, al campo. Abajo, pasa el agua por una acequia de márgenes herbosas, encendidas de flores caídas de un granado; sigue el cebadal alto, garifo, que ondula si el más liviano viento toca las cañas o rasa las espigas; y las dreceras de olivos suben el monte mientras tiene blanda miga la tierra; después la grama, espesa, reseca, dora las laderas hasta la cumbre.

En la paz de aquella estancia, la madre del presbítero bendice al Señor, hace primorosas labores de realce para imágenes, y goza del paisaje, que es harta recreación para su ánimo, como escribe la madre Teresa de Jesús a la Priora en Salamanca, que la tenía mirando desde su celda de Alba de Tormes el manso río y la amenura pradeña.

Completa el hogar del beneficiado una criada de antaño, murmuradora y fiel.

...Don Ignacio sale de casa a las ocho y cuarto. Pronto se le acerca un pobre; lo socorre. Y halla otro, y también le alivia; y la Divina Providencia le envía otro; y después, dos. Pero a don Ignacio se le agotan las monedas, y ha visto en el cantón una vieja con las haldas pasadas por la cabeza, avizorante como la Muerte, y que plañe y le manda a un muchacho; y advierte a un mozallón que se le hará el encontradizo presentándole un brazo potroso; y repara en un estrecho hombre que ha sido minero en Almadén y ahora le tiemblan cruelmente las manos, las piernas, el cuello y se le crispa la boca; y descubre a un lisiado, y a otro mísero que ha de llegársele en silencio, y de súbito, por un cañutillo puesto en la horadada laringe, le disparará una estrepitosa corriente de aire... Las morenas mejillas de don Ignacio se abrasan de vergüenza; saca su reloj, blanco y grande. Al pasar junto a los menesterosos, se quita suavemente el sombrero y sonríe, y mira otra vez su reloj. ¡Si no sabe dónde mirar! Deja a su espalda parlerías y comentos terribles. Si por acaso halló, después, en su faltriquera alguna ignorada piecezuela de cobre y se vuelve y desanda y llama al que murmura, el malsín acude con ansia, y si éste era el tullido le ve que traba por la mitad las muletas, salta como langosta, y aún con el visaje de la iracundia, hace reverencias y zalemas, bendice la mano generosa y encarga a nuestro Señor que la premie...

—¡Oh, tío Agustín, tío Agustín! —dice en su corazón el sacerdote—. ¡Qué no haría yo con tus caudales! ¡Cómo saciaría yo a esta gente de pan, y a mí de viajes y música y canto! ¡Y aquel viejo solo, aislado, hundido en su pesimismo! Pesimismo, ¿por qué?


* * *


...El mismo prelado, que es el oficiante, no ha podido contener su asombro, y mira hacia el coro. Y los infinitos devotos, que antes descuidaran la preciosa palabra de un fraile de blancas vestiduras, que parecía en el púlpito un peñasco nevado, para mirar afincadamente una fragante y enlutada dama forastera, la olvidan, ahora, por atender ese milagro de voz que ya se difunde y deshace como un copo de incienso, ya vibra atronadora y suprema como si la cúpula se hubiera rasgado y descendiera el acento magno de Jehová.

Cuando la nota postrera de la sacra imploración se apaga, resuena en el templo un zumbido que suple al aplauso de las salas profanas.

Mujeres y hombres se dicen alabando el nombre de don Ignacio.

A doña Leocadia, la madre del beneficiado-cantor, la llevan al claustro desfallecida, agobiosa por el olor de muchedumbre; y en la frescura y mística paz del huerto de la Colegiata, va serenándose lentamente su alma, y se mitiga de los aldabonazos de su corazón lisiado.

La desconocida dama quiere y pide noticias del prodigioso barítono; y las devotas de sus lados se las dan muy gustosas y desvanecidas de que las vean preferidas y consultadas por tan magnífica señora, cuya hermosura y fama de elevación y riqueza ha transcendido en todo Castroviejo.

Viuda debía de ser y reciente, según declaran tan acabados lutos que se extienden a toda la servidumbre, servidumbre portada a lo señoril. El delicado perfume de las ropas de la señora, el rumorcito fino y sedeño de las íntimas, su sencilla elegancia, su donaire y belleza, impresionan por evocación. Quiero decir que mirándola palidecida, pero lozanamente, entre crespones, luego se la fingía en épocas de magnificencia y ventura, resplandeciendo como una soberana en teatros y fiestas.

...Doña María, llana y efusiva, ha dicho a las buenas mujeres de la Iglesia que ni en la capilla de los Reyes de España ni de otras cortes escuchó artista que supere a don Ignacio.

—Sí, señora; cuentan y no acaban; y ya ve, es hijo de Castroviejo.

Terminada la ceremonia, le repugna a la hermosa señora salir prensada groseramente por la muchedumbre, y busca la puertecita del claustro. Allí sigue la madre de don Ignacio cercada de amigas que le ofrecen su parabién; y de ellas, hay algunas de las que departieron con la forastera. Al verla le sonríen ganosas de su amistad y coloquio.

—¡Mire, mire, aquí tiene a la madre del beneficiado!

La enlutada se le inclina graciosamente; y antes de que puedan hablar sale el copioso acompañamiento del señor obispo, un anciano delgado y dobladito que lleva ladeada la brillante faja, y la vista protegida con lentes azules.

Todos se le humillan devotamente, y Su Ilustrísima le da a besar la sagrada amatista a la forastera, a quien saluda por su nombre.

—¿Le contenta nuestro amado pueblo, doña María?

—¡Oh, encantada, encantada, Ilustrísimo señor!

—¿Y ese angelito ha encontrado alivio?

—¡Y muy notable, gracias a Dios! ¡Ojalá hubiéramos venido antes!

—Y aquella presidencia, ¿a quién la encomendó usted?

—¡Oh, me ha sustituido ventajosamente la Generala!

Y los dos sonríen no sabiendo qué más decir.

Luego, viene don Ignacio.

—¡Bien, bien por mi óptimo cantor! —le dice afablemente el obispo.

El felicitado, ruboroso, se le humilla y besa el pastoral anillo.

Todos los clérigos y familiares sonríen muy complacidos, como si le hicieran ellos la concesión del halago de Su Ilustrísima.

—¿Este señor es nuestro admirable artista? —exclama encantadoramente doña María.

—Soy un humilde capellán —responde don Ignacio bajando los párpados. Y adelanta su mano ante la reverencia de la dama; pero ésta no le besa la mano; la toma con sus dedos levemente, curveando su bellísimo brazo.

—Le felicito entusiasmada.

Doña Leocadia siente un agudo pinchazo en la hondura de su corazón. «¡Oh, es que le ha parecido ese saludo, saludo de palco durante un entreacto!». ¿No alabarían nunca al hijo por un sermón o plática?


* * *


Cabalmente acertaron los barruntos y hablas de Castroviejo, porque doña María de Illescas y Sandoval es viuda. Fue su esposo varón de esclarecida progenie, avanzado en años y favorecido de renta. De su vida sólo puede decirse que casó con una mujer lozana; y así, para traer su memoria se hace murmurando: «el casado con doña María de Illescas»; y no se determina nunca a doña María diciendo «la señora o la viuda de...». Importa poco el nombre, que el noble caballero jamás realizó empresa loable ni demasía aborrecible. Nació, vivió y murió sin daño ni emoción de nadie. Tuvieron dos hijos que, desde sus balbuceos, prefirieron a la madre y a ella invocaron siempre. Los criados, a la señora acudían. Las visitas, lo eran por la señora, y si alguna vez se encontraban al señor, que leía periódicos o dormitaba en el rincón de alguna sala de paso, se limitaban a saludarle brevemente y él a decirles: —Pasen, pasen; ahí dentro está. Y cuando salían, el señor ya había desaparecido.

Muerto el esposo, no lo pareció a nadie; se le creía siempre en sus habitaciones. «¿No se le figura a la señora que aún viva el señor?», le decía a la noble viuda su doncella predilecta. Y sucedió que un varón de cuyo nombre no se guardaba recuerdo se hizo inmortal; inmortalidad que equivalía en él a nunca haber vivido.

Mas esto no se opuso a que doña María se hastiara del encierro de su palacio y quisiera pasar el rigor de su luto lejos del escenario de sus fiestas, en lugar humilde, buscando amenidad en el contraste. Su hacienda raíz estaba en tierras de Burgos y Palencia. Mediando agosto trasladose a su arcaica casa de Santo Domingo de Silos. Lindaba su finca con la de un caballero burgalés que vino a ofrecer sus servicios y amistad a la dama. También veraneaba con su esposa, seca, estéril y pajiza señora, retirada y piadosísima que había de luchar con una ristra de sobrinos de los que el marido gustaba rodearse. Acudía el médico hogareño, y en una fresca pieza jugaban, por las tardes, al tresillo, que divertía grandemente a doña María por las contiendas entre el doctor y el burgalés, que no era sino don César.

...Pasó septiembre, y el hijo mayorcito de la hermosa viuda, un niño exprimido, muy blanco, encorvado, de anchos, negros y profundos ojos que lo observaban todo lentamente, se agravó en sus dolores y entristecimiento.

Don César se apercibía ya para invernar en Castroviejo, y dijo maravillas de la luz y templanza del clima de este pueblo levantino.

—Nada mejor para Ramirito que Castroviejo. Tenga en cuenta que ni Madrid ni Santo Domingo son lo mismo en septiembre que en diciembre y enero.

El doctor sostuvo este juicio.

—...Que no es lo mismo el verano que el invierno. Y yo creo, vamos, es opinión mía, yo creo que estando esa criatura quebrantadita del pecho, ha de convenirle más un clima benigno que uno desapacible y crudo... Ésa es opinión mía, ya le digo... Ahora el médico que diga la suya.

No era menester. Aceptó doña María los prudentísimos avisos de don César; el cual, desde Castroviejo, le escribió: «Hay cercano a la ciudad un chalet suizo, entre naranjos y olivares, con dos yugadas de candeal y seis tablares de regadío; tiene vistas al mar... La casa es preciosa; ya ve, es un chalet suizo. ¿Le conviene, mi respetable amiga?». Le convino. Y ella, Ramirito y Luis, y servidumbre, llegaron a Castroviejo en los comienzos de noviembre. En la estación esperaba don César.

—¡Oh, señora, me he enterado de que no es suizo el chalet!

—No importa, amigo mío.


* * *


Santo día de la Inmaculada. Don César no tiene tresillo en la primera mitad de la tarde, dedicándola al apacible paseo por la playa con la esposa, los sobrinos y la fámula. La esposa, de muy frío continente, vestida lisamente de negro y con mantilla caída y repulgada; los chicos, gordos, con trajes, medias, botas y gorras de visera, todo muy recio; la criada, maciza y colorada, de ojos humildes.

Los sobrinitos van pisando en la arena, con desagrado de la señora, para imprimir la huella de su calzar herrado y verla luego lavada por una lámina de agua, que llega y se aparta haciendo un dulce latido.

Duerme el mar liso, pálido y desierto. Avanza la tierra por oriente, pelada, estrecha, rizándose en colinas suaves y arenosas, resplandecientes de sol.

—¿No percibes olor riquísimo a marisco? —dice don César tragando la respiración del mar—. Éste es el Mediterráneo, mar histórico, según se afirma...

—¡Sí! —suspira blandamente la señora.

El menudo de los rapaces grita como azotado, hundido en el agua hasta las rodillas. Los hermanitos ríen tirándole conchas y pellas de arena.

—¡Desventurado, desventurado! ¡Y cómo te entraste tanto! —sigue la señora tía—. ¿Y no viste llegar el agua?

—¡Sí que la vería, mujer, pero es como un costal de pesado!

La moza, para amparar al caído, se arregaza faldas y refajos, manifestándosele, entonces, toda la poderosa grosez de sus caderas.

—¡Qué atrocidad, hija mía! —murmura don César.

Y todos se sientan en la playa para enjugar los pies del chico.

Un coche se acerca, lento, con obediencia a un grupo enlutado que viene por la orilla.

—¡Doña María! —grita jubiloso don César; y se levanta y besa a los hijos, y a ella le da la mano, y al mayordomo le golpea cariñosamente en la espalda.

La señora tía refiere suspirosa la cuita del chico. Ramiro, asido al mayordomo, contempla a los niños rollizos y picarescos.

—¿Sabe que el enfermito medra? —prorrumpe don César, en tanto que la esposa sigue gimiendo: «¡Qué desgracia, qué desgracia!... ¡Es no descansar un momento!».

Le dice doña María que no se angustie, y les propone que regresen todos los pequeños en el carruaje y ellos andando. Y así lo hacen.

...Acaba la tarde. Una gaviota se remonta gozosamente; su grito se expande en las soledades.

...Resuena pisada la arena; se vuelven los paseantes y encuentran al presbítero Baldeño que viene de rezar en los peñascales del cabo.

La esposa de don César acude a besarle la mano. Y doña María le saluda como a un exquisito abate.

Pensando en sacerdotes de hábitos de seda, de manos adamadas y palabra fluida, pasa una niebla de tristeza por el corazón de don Ignacio. ¡Qué diría aquella ilustre señora de clérigo tan lugareño, de aludo manteo y sombrero de felpa traída, motilada, que no sabía dar la mano con gracia cortesana y la dejaba blanda, tímida, cobarde!

El recuerdo de su triunfo artístico en la misa le mitiga de ese espontáneo pensamiento de su inferioridad. ¡Quizás se comente la excelsitud del sermón del dominico y luego se llegue a hablar de los cantores!

Don César les ofrece que merienden en su casa. Luego, mirando el cielo y el mar, prorrumpe ardientemente:

—¿No parece increíble que estemos en diciembre? ¡Si es primaveral la tarde! Mucho sentiría engañarme, pero yo creo que nuestros amigos de Burgos y Madrid han de tener otra temperatura.

—No, no se engaña usted, don César —murmura sonriendo el eclesiástico.

—Claro; por eso digo...

—¿Y su amado tresillo, don César? ¿Lo tiene usted también en Castroviejo?

—Lo tengo. Aunque con grandes inquietudes y trabajos he podido conseguirlo.

—¿Y nuestras partidas, podríamos reanudarlas? Don Ignacio que ocupe la sede vacante del Doctor de Santo Domingo... ¿Quieren? Es juego finísimo...

Don Ignacio enrojece.

—¿Quién, don Ignacio? me entristece decirlo: don Ignacio no sabe el tresillo. Mis afanes no han tenido eficacia.

Don Ignacio balbucea que no le dejan tiempo el culto, las clases en el Colegio de Nuestra Señora...

—¡Ah!, ¿da usted clases? ¿De segunda enseñanza? —Y doña María se duele del abandono de sus hijos, singularmente de Luis, porque al mayorcito sería crueldad fatigarle; y acaba pidiéndole que se encargue de esta lección.

—¡Con grandísimo gusto ha de hacerlo! —replica el caballero de Burgos—. Por las tardes, ¿verdad, don Ignacio?

Y el presbítero consiente.

Ya en la ciudad se despide de ellos, sin haber gozado la caricia de una palabra halagadora... aunque la hubiese pronunciado don César.

—Le espero desde mañana, a las cuatro —le dice doña María. Y la mira alejarse distraída, lenta, nimbada de cielo.

«¡Ya como a un eclesiástico de servicio doméstico, Señor!».

III

Muy temprano ha venido don Ignacio a su habitación. Es que no halló a doña María ni a sus hijos en Villa-Paz. Estuvo en el archivo de la Colegiata leyendo un tomo de La Ciudad de Dios, mientras el Vicario de semana examinaba de Doctrina a dos novios campesinos, y en el huerto gritaban los pájaros dentro de un limonero doblado por el fruto. Un peral, blanco de flores, hervía de abejas, y todo el árbol resonaba como una guitarra tañida por el viento.

Fue al Círculo Católico. El conserje y un presbítero velludo decidían en el billar el coste de las gaseosas, que sorbían de las mismas botellas. Don César estaba ya en sus pinares de Santo Domingo, y sin él, las estancias del Círculo tenían ambiente de sacristía; y don Ignacio, que lo aspiraba harto, sale y busca su retiro.

La madre queda maravillada viéndole llegar tan pronto. Doña Leocadia y Ana, la fámula, se contemplan suspirando, y la mirada de la señora se enciende de alegría.

Don Ignacio entra a su aposento. Por el abierto balcón pasa la frescura aromosa y la gloria del azul de mayo. Estrépito de alas se pierde por las inmensidades.

¡Qué ansias deliciosas siente el presbítero! Ansias que luego se deshacen dolorosamente en su misma concepción, sin haber tenido vida en la Vida.

Al tomar el breviario descubre en el clavo del añalejo como una sierpe muerta. Se acerca y ve una soga nudosa y húmeda; y después de contemplarla muy despacio, llama a la criada.

—Llévese esta cuerda.

—¡Que me la lleve, don Ignacio!

—¡Es claro! ¡Yo para qué la quiero!

Ana acude a la señora.

—¡No lo ha comprendido! ¡Dice que para qué la quiere!

Doña Leocadia recibe con amargura las palabras del hijo y guarda el cilicio.

Desde el cuarto del presbítero viene una dulce escala de vocalizaciones.

—¡Canta! ¡Ana! ¿No iba a rezar don Ignacio?

—Eso me pareció.

La campanita de la puerta voltea con alborozo de aleluya. Y al abrir se esparce en el obscuro pasillo, como una claridad celeste, la voz de doña María, voz que tiene fragancia, aleteos, tentaciones de mujer y candores de niña.

—¿Están, verdad, están? —pregunta con donoso aturdimiento; y asomándose a la escalera dice al lacayo—: Llévense a los niños y vuelvan por mí, tarde.

Después, susurra la riqueza de sus ropas por el piso y paredes que sólo conocen la humildad de alpargatas y suelas recias, y de anascote y paño de sotana.

Estallan en las mejillas de doña Leocadia dos besos frescos y olorosos como dos flores.

—No quiero que se levante; así, quietecita... He merendado con mis hijos en la playa, y vengo a acompañarla un buen rato. ¡Oh, pícara, si no la he visto a usted desde aquella tarde que pude tenerla en mi hotelito!

La madre del presbítero sufre en presencia de doña María atamientos de timidez y recelos. La noble, gentil y opulenta viuda trae a doña Leocadia ráfagas de juventud, de alegría y donaires. Le enviaba las mejores frutas y flores de su huerto, y raras confituras y lindísimos libros de devoción recibidos de su palacio de Madrid. Las llanas visitas y efusivas palabras de la que tuvo en las grandes ciudades el rendimiento de los más calificados y poderosos, a ella tan humilde, únicamente a ella en todo Castroviejo, hubieran conseguido abrir de par en par las puertas de su corazón, si el recuerdo y opinión de lo peligroso de algunas damas cortesanas no fueran guardas y centinelas despiertas y armadas de temores.

Pero la acoge siempre con apacible rostro y contentamiento, aunque escasea el pago de estas visitas con las suyas, acogiéndose a su mal de agobios.

—¿Es nuestro capellán quien canta? ¡Oh, debo tenerle enojadísimo! ¡No le avisamos nuestra salida!

Y se levanta para verle.

—Iba a rezar, me parece, doña María —le advierte con severidad la madre.

Mas en el mismo instante se ha abierto la puerta, y asoma don Ignacio.

—¡Aquí usted, doña María! —exclama gozoso. Y rápido mira a su madre—. ¿Y mis rebeldes discípulos?

—También de vacaciones. ¡Abusan del maestro! —Y le sonríe encantadoramente hasta que don Ignacio baja su mirada a los ladrillos.

Doña María habla apenada de su Ramiro.

Ha venido dulcemente la noche.

La rancia criada sale y enciende la lámpara; luego comienza a vestir la mesa para la cena.

—Ana, retírate ahora —le ordena doña Leocadia.

—De ninguna manera. Yo no quiero impedirles sus costumbres. ¡No me trate así!

Entonces, Ana tiende el blanquísimo mantel.

La paz del cielo constelado, y la ternura de los coros trémulos y suaves de la menuda fauna campesina penetran dulcemente en el corazón de doña María. Contempla la noche y dice, señalando un astro azulado, limpio y palpitante: —¡Aquella estrella grande parece una flor azul estremecida por la lluvia!

La madre del presbítero alza la mirada y suspira dolientemente:

—¡Cuánto le gustaban las estrellas a mi Carlos! Y los ojos de la señora, un instante húmedos, se secan como si la lágrima asomada hubiese resbalado por una brasa.

Con voz delgada y lenta prosigue: —Una noche me preguntó Carlos qué eran las estrellas. ¡Madre mía!, ¿qué le diré yo a esta criatura?... Carlos tenía entonces cuatro años...

Ana, que corta raciones de pan, interrumpe:

—Aún no los tenía; había de venir la víspera del Padre San Francis...

—...Da lo mismo, Ana... Yo no sabía decirle lo que fuesen las estrellas. «¿Qué son las estrellas, dices?»... «Sí, sí, mamá, ¿qué son?»... «Pues... son... lucecitas que tienen los niños buenos cuando se mueren y suben al cielo». «¿Y yo tendré?», me preguntó él entonces. «¿Que si tendrás? ¡Una en cada manita!», le respondí. Pero de pronto me horroricé: «¡No, ángel, no las tengas nunca; no quiero que las tengas!». «¡Pues yo sí quiero, sí quiero!» —Y el pobrecillo comenzó a llorar...— ¡Figúrese, doña María...! Y ya todas las noches, al dormirle era preciso hablar de las estrellas...

Del mar llega el aullido de la sirena de un buque.

—¿No le contamos nunca la muerte de Carlitos?

—Usted, nunca —pronuncia dulce doña María.

—¡Madre, y si se fatiga y le daña!

—No; ya sabes qué días tan buenos y tranquilos llevo. Además, hablaré despacito.

Y doña Leocadia dice: —Fue en noche como ésta, sosegada, muy hermosa, llena de estrellas. Hace ya veintidós años... ¡Cuántos, Señor!, pensará usted. ¡Y yo aún vivo dentro de ella! ¡Y es que el tiempo pasa sólo sobre lo ajeno! Ignacio tenía doce años, y Carlos cuatro y medio... Ignacio era muy seriecito, siempre junto a mis faldas. Carlos, más impaciente para todo, más travieso... Dormía ya Ignacio, y yo salí con el pequeño al jardincito; porque entonces aún teníamos casa nuestra, grande, con huerto. Yo me senté en un banco para arrullar a mi hijo. Recuerdo que por las rejas del escritorio donde mi marido trabajaba salía la luz de su lámpara esparciéndose en el racimo de flores de una acacia. Sin yo explicármelo me sentía muy contenta. Había un gran silencio. Me imaginaba que toda la noche, todo el mundo era de mi marido, de mis hijos y mío. Hasta sonreí al cantarcito de los grillos de las matas y de los sapitos de la fuente rústica; me parecía que cantaban por mi alegría y porque yo buenamente les dejaba... Bajo el quinqué veía la cabeza de mi esposo. Llevaba, el pobre, muchas horas trabajando y quise entrar para distraerle y descansarle; pero Carlitos no se dormía; miraba las estrellas; lo preguntaba todo; después, se empeñó en bajar de mi brazo y obligar a sus patos, ya refugiados en la grutita de la pila, que salieran al agua. —«¡Déjalos, los pobrecillos quieren dormir como tú!» —«¡Si yo no quiero dormir!», contestó—. Y yo me sentía tan dichosa que me dio lástima contrariarle; y lo dejé; y me fui con su padre...

...Se apagaba la voz de la señora, y al esforzarla, prorrumpía ronca.

—¡Madre, se está fatigando y sufre!

—¡Si ya termino!

Doña María no le pidió que callase. Alma aturdida y vehemente, la recoge, la atrae abismándola, el dolor como la alegría.

La estrella azul declina sobre el hosco perfil del ancho monte.

—...Cuando salí al huerto, le llevaba a mi hijo un gusanito de luz que paseaba por los papeles de la mesa, desprendido de la rama de acacia. No vi a Carlos; lo llamé, y creyéndole dentro, lo esperé en el banco. Miraba yo la noche y la ventana iluminada y los árboles que olían frescamente y la gotita de luz verde y viva, y todo estaba lleno de la dicha de mi alma. Y el cantar tan dulce de los sapitos llevó mis ojos a la fuente; y al rato de mirarla distinguí como dos hojas largas, de esas plantas de agua, que salían por los bordes de la pila. Seguí mirando, mirando... ¿Hojas?, ¡no son! Y me levanté; y fui cobardemente... ¡Cómo me golpeaban las sienes, el corazón, la garganta! Me acerqué más... Oí la huida de las ranas sumergiéndose en el agua negra, muerta. Me acerqué... ¡No; no eran hojas de planta!... ¡Eran las piernecitas de mi hijo frías, dobladas! ¡Mi vida!

Y suena un sollozo roto de doña Leocadia; doña María ve la luz del aposento enmarañada, loca, y unos hilillos y zarzas de oro que brotan desde la lámpara a sus ojos... y es que está llorando. Y el presbítero guarda amoroso entre sus manos las nobles manos de su madre.

—...Yo sola, sin gritar, ¡no podía!; saqué a mi hijo... Su cabecita tenía una corteza pegajosa de cieno... Me caí con él; y cuando lo sentí muerto, ahogado, encima de toda mi carne, miré al cielo; ¡y yo le juro que en el cielo había para mí dos estrellas nuevas, muy blancas y tristes!... ¡las de sus manitas!

En el silencio, sube el borbotar del agua de la acequia.

Doña Leocadia ya aliviada termina: —Tres años más tarde perdí a mi esposo. Agustín, su hermano, un solitario opulento, ni escribió... Y lo fui perdiendo. ¡No! ¡Todo no!, que me quedó la mayor riqueza: este hijo.

Doña María, ruborosa, lo envuelve en rápida mirada.

—...Pero Ignacio me parecía ya siempre amenazado. ¿Qué dicha podía yo prometerle y mostrarle en la vida, si cuando me consideré anegada de felicidad, el dolor hacía su morada en mi alma? Y me volví a Dios. «¡Que Ignacio sea vuestro, Señor!». Y desde entonces para el servicio de Dios lo he educado. Ignacio, vacilante al principio, creyó en mí, vio el camino de la única ventura y fue del Señor: ha sido sacerdote... Yo me he retorcido en angustias supremas, pero las he soportado, y vivo... Y es que hablé mal antes, porque el tiempo no pasa tan sólo sobre lo ajeno; pasa sobre todo, sobre todas las cosas y a todas las almas mitiga y las resigna...

Entonces el presbítero se levanta y esparce su mirada en la noche. Tiene la mirada húmeda y augusta como si sus manos alzasen la hostia. ¿No ofrecerá la del holocausto de toda su alma y de toda su carne a la tierra dormida y al cielo estrellado?

La tierra respira blandamente la música trémula y suave de los amores que goza la fauna bajo la ternura de las estrellas palpitantes...

IV

La gentil señora rocía de azahar el oro de su té; y el sacerdote, entristecido, aspira un delicioso perfume nupcial...

Durante el almuerzo, doña María ha dicho de su viaje inmediato. Don Ignacio le ha pedido con timidez que lo retarde, siquiera por el enfermito que tanto le agrada la holgura y soledad de este retiro provinciano. Mas ella le repuso que se marchaban singularmente por Ramiro. Iban a Madrid; arreglarían equipajes, y luego a Alemania para encomendarse en manos de un especialista, del que se contaban milagros.

...El profesor bebe su café ya enfriado. Han estado largo tiempo silenciosos, y sus pensamientos distraídos, remotos.

—¡Se heló mi té! —Y sonríe encendida la señora, porque advierte la ausencia de su alma acompañada de otra alma resignada y amiga.

Se vuelve don Ignacio y encuentra dos ojos inmensos, quietos, dolorosos que le estaban mirando, mirando.

—¡Pobre mío! ¿Qué haces ahí detrás solito? ¡Ven! —le grita doña María al hijo enfermo.

Y el niño desaparece.

Fuera, en la dorada tarde de junio resuena el bullicio y rumor del hermano y un perro.

Del discípulo alegre fuera el deseo de que don Ignacio almorzase y estuviese todo este último día en Villa-Paz.

Sale el presbítero para mezclarse en sus carreras, y lo halla derribado bajo el enorme mastín que le está pasando su lengua de llama por el cuello, por la frente, por la cabellera de sol...

...Lejos, toda la llanura se estremece entre un vaho azul. De una alberca con sombra de olmos cae sonora y resplandeciente el agua. Y don Ignacio siente un dulcísimo anhelo de felicidad... ¡Por qué la canción del agua, la delicia y frescura de los verdes olmos, la vaporosa lejanía de los campos estivales, le había de presentar ansiedades que no se quedan y reducen en el goce preciso y beatífico del agua, de los árboles y sembrados, para amarlo todo en ellos como un San Francisco! Y don Ignacio, ganada su memoria por otro ardentísimo y elegido poeta, recita mentalmente: «¡Oh, fuente de huertos; pozo de aguas vivas que corren con ímpetu del Líbano!».

Y se aleja entre frutales de fronda nueva, tierna, penetrada de claridad de la tarde... Abre el varaseto y pasa a los trigos, ya maduros, revueltos y acamados. De la olorosa espesura salen las alondras; dejan en el azul su canto de quejumbre, y se rinden a la mies como heridas por dichosa muerte de dulzuras...

Los sembrados crujen ruidosos hendidos por la valiente carrera del mastín; detrás, el niño grita...

En la senda aparece doña María, protegida por la cándida espuma de su sombrilla. El profesor se queda inmóvil, esperándola. Ella viene perfilándose en el cielo y en los árboles, ceñidas sus plantas y la fimbria de sus ropas por el flavo oleaje de espigas.

—¡Qué comienzo de estío tan triunfal! ¡Quiero llevarme sol de estos campos! ¿Ve, don Ignacio?... ya se me han dorado, de estos días, los brazos, las manos, el cuello, la frente, toda; tengo la ilusión de estar hecha de trigo...

Don Ignacio rinde los ojos al sendero; el ambiente se ha llenado de fragancia femenina. Y como palomas dóciles a los labios de la doncellita, su dueña, vienen a la boca de don Ignacio palabras del libro del santo rey-poeta... «¡El olor de tus vestidos como olor de incienso; el olor de tus perfumes sobre todos los aromas!».

—¿Seguimos hasta sus árboles predilectos? —le dice la acariciadora voz de la mujer.

Son dos almeces, anchos, robustos, cuyas últimas ramas muy finas y rubias se recortan en el cielo. Y estos grandes árboles nacidos en tierras llanas y ardientes, tan conocidas y humildes para don Ignacio, rodeados de almendros y oliveras, árboles solos, sin hermanos suyos en todo el paisaje, árboles que viera siempre el presbítero en estampas de países agrios y fríos, le evocan lejanos horizontes...

—Le advierto, don Ignacio, que el almez no es tan raro y precioso como usted se figura.

—Pues yo los amo; no puedo explicarlo; ¡son tan distintos a los olivos y almendros que veo en todos los bancales de las huertas estas!

Doña María, reparando en el breviario que tiembla en las manos del presbítero, le dice pretendiendo retirarse:

—¡Oh, iba usted a hacer sus rezos!, ¿verdad?

—¡No importa; ya rezaré! —Y la deja pasar; y afanándose por mirar en el azul la aparición de la simbólica esposa, piensa embriagadoramente... «¡Amiga mía, suave, dulce y graciosa como Jerusalén; terrible como un ejército de escuadrones ordenados!».

Toda la llanada, el mar celeste, de horizonte glorioso, los labriegos cantores de las pomposas hazas, doña María, tan ondulante, dorada y gentil como una espiga, y él, todo él lo ve y se siente como envuelto en cándida llama de vida... ¡Oh, fuerza estival de placentera vida! ¡Y cómo se padece y goza, en esta tarde, de su encendimiento y virtud! ¿Y era él mismo, el que en frecuentes días invernales, doblada, reducida, acerba el ánima, trémulo hasta en las más hondas raíces de su vida, presentía la muerte, imaginándose deshecho, solo, solo, y se entregaba a su fingido acabamiento, juzgándolo principio de vida suprema y diciéndose que «morir no era sino romper los lazos que nos unen a la muerte»? ¿Y era su alma la que buscando la no gastada quietud y ansiando la áspera subida al Monte Carmelo «en una noche obscura, estando ya su casa sosegada», se hería el corazón con los martillazos de aquellos opresores y durísimos avisos del místico?: «Para gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada...; para venir del todo al todo, has de negarte del todo en todo». ¡Si ahora la lumbre de los cielos y el aire campesino y la alegría de las criaturas le dejan en los ojos y en la boca encantos de Paraíso y gusto de mieles, y lejos de negarse y de negarlo todo, todo es para él jugosa afirmación de bienaventuranzas!

...Doña María, el hijo y el mastín, agrupados bellamente, se inclinan mirando dentro de los panes.

Las risas de la señora se esparcen y desgranan en la tarde como un trino arpegiado de peregrina avecita.

Don Ignacio llega al grupo. Mira los trigos, heridos de sangre florida de amapolas. Doña María le enseña un hermoso brazado de púrpura, y el hijo le da una flor ancha, obscura, profunda, de largo tallo velludito como de terciopelo verde y jugoso. El maestro la toma; y el discípulo le pide que la prenda en los cabellos de la madre. Ella, risueña, finge reprender la imprudencia. Las mejillas del presbítero se inflaman; doña María ríe infantilmente; y el hijo insiste aplaudiendo gozoso y picaresco; ¡malicia de rapaz, que más que sus ojos la tienen los ojos de los grandes que la miran!

A don Ignacio le golpea el corazón como en trance de pecado, y se le nubla el pensamiento y la mirada; y doña María, pueril, con inocencia y rubores de Cloe, le presenta su adorable cabeza, ensortijada, áurea, esperando el fuego de la amapola en su trigo aromoso...

Acerca el presbítero su estremecida mano... Vacila... y de entre sus dedos vuelan, como gotas de sangre, los leves pétalos de la flor tentadora.

—¡Cómo suda, don Ignacio! —le grita su discípulo.

El sacerdote se vuelve para ocultar su angustia. Cerca, por el sendero, viene el enfermito; sus ojos inmensos, muy abiertos, desventurados, penetran en las entrañas de don Ignacio...


* * *


...El presbítero se asoma a su balcón. En la negrura de la calle agoniza la lucerna de San Cosme y San Damián.

En lo alto cruza la banda pálida fosforescente de la vía láctea.

Doña Leocadia, recatada en otro balcón de la sala, mira ansiosamente a su hijo. «¿Qué pensaba?, ¡no reza, tampoco!, ¿no se acostaba? ¿Qué tenía?».

En los labios del hijo fulgura la brasa del cigarro. Después, la lumbre se desprende girando en las tinieblas. Y don Ignacio entra a su aposento, enciende luz. Ve, pendiente del clavo del añalejo, la hirsuta cuerda rechazada; y sonríe entristecido. «¡Para qué, Dios mío, ceñirse este cíngulo de mortificación, si toda su carne se retuerce en martirio!». Por su memoria pasa el recuerdo del Santo Francisco Xavier, despertando, con las venas de su cuello ensangrentadas, transido de luchar con el demonio, en sueños.

Y don Ignacio se arrodilla.

Ana, apagando sus pasos, llega a la señora.

—¿Qué, qué hace?

Doña Leocadia se aparta de la cerradura del cuarto del hijo, y suspira.

—¡Ahora está rezando!

Y las santas y cuitadas mujeres se recogen en sus dormitorios.

V

No ha querido don Ignacio aceptar el sermón votivo que le ofreciera muy sumisamente el anciano párroco de Los Ibáñez, lugar vecino de la finca heredada por Baldeño. No sosegaba éste de graves asuntos, de expensas, ganancias, cuentas, discusiones.

La negativa del hijo aflige a doña Leocadia. «¡Ahora que podía él darse al estudio y ejercicio de la predicación, ensayándose en aquel púlpito humilde que le brindaban y subiendo a otros dos pueblecitos, sin mirar de dineros ni sufrir agobios de tiempo para prepararse!».

—¡Ahora menos que nunca, madre, si he de trabajar en lo que yo deseo y con lo que puedo, también, servir mucho a nuestro Señor!

Doña Leocadia pasa a otra estancia; y el sacerdote se sienta junto a la reja, rasgada hasta el piso. Mírase desde allí la ribera del espacioso Júcar, espesa de álamos y chopos viejos, altos, agudos, que parecen traspasar el azul. Entre sus ramajes, sobre la lenta corriente, se mueven los gancheros, que con sus pértigas conducen la armadía de pinos bajada de Cuenca.

A la izquierda ondula apretadamente el pinar. En la soledad campesina vive don Ignacio desde la muerte del tío Agustín, que, en sus postrimerías, se reconcilió con doña Leocadia y su sobrino, y les dejó sus bienes, que eran cuantiosos. Renunció el presbítero a su beneficio de Castroviejo, y él, la madre y Ana han venido al lugar de la herencia, muy dilatado y hermoso: colinas suaves y pinosas, hazas paniegas, huertas abundantes de riego, olivar y viña; y en lo hondo, junto al casón, el río Júcar que por allí se desliza ancho y despacio, como dormido al abrigo de los grandes árboles... Doña Leocadia recibió miedosamente la riqueza. «¿No está cerca de aseglarse un sacerdote rico? ¿Es su vida holgar en las soledades?».

El hijo, en cambio, no se apesadumbró.

Ha transformado un desván en oratorio, y acabada la misa, se pierde en la espesura, y caza o se tiende y lee a sus poetas latinos. Después, en su vasto despacho (que es también laboratorio para el estudio y cata de vinos y aceites) examina con su administrador cuentas y documentos. Y por las tardes, recorre su granja conversando con labriegos, leñadores, almazareros y guardas.

Hizo en los primeros días de su llegada, melancólico y recogido, repaso de su conciencia y vida, y en él quedaron rotas sus antiguas esperanzas. «¡Para qué sus ansiedades de músico cantor cuya gloria jamás podría saber cumplidamente, porque su manifestación emotiva, magna, ruidosa, no era para barítono tonsurado! ¡Sus otros anhelos eran todavía mayores enemigos de su estado!». Ruinosos, pues, han quedado sus ideales. Otros le ofrece la nueva vida, que pueden mitigar y curarle de los dolores de un ayer. Y esta nueva vida no la reduce a lecturas y al vagar, según sospechaba medrosamente doña Leocadia.

El presbítero ha concebido un generoso pensamiento. Es rico, amigo de estudiar las almas; tiene a su obediencia una copiosa colonia de familias campesinas. Estas gentes deben ser sencillas, como nacidas y crecidas lejos de las falacias de la ciudad. «¿Por qué no ha de labrarse y conseguir una miniatura de humanidad dichosa, bienaventurada, almas para sufrir el suelo, lo mejor posible, y ganar el cielo?».

De esto, algo manifiesta al señor administrador, llamado García, hombre craso, bermejo, afeitado y calvo, de ojitos de lumbre, nariz de pellizco y boca siempre sesgada por burlas y malicias. Y acaso sea buen hombre, incapaz de toda maledicencia; pero la astucia de su gesto y palabra, muy comedida para don Ignacio, trasciende demasiado a raposo administrador.

No le contradice el señor García a su amo.

—Aquí, la lepra que más duele es la usura.

—¡Cómo la usura!

—Sí, don Ignacio, la usura... Casi todos los que trabajan en la hacienda tienen sus tierrecitas de viña, de oliva, de zumaque, de trigo, de cualquier cosa. Los domingos y fiestas que aquí descansan, faenan lo suyo. Pero llega que tienen menester de dinero y van al pueblo, a Los Ibáñez, y allí hay quien les anticipa a peseta por duro, hasta la cosecha, ¡y claro!

No quiere escucharle más el presbítero. «¡Oh, bajo su patrocinio no se han de cometer tan abominables rapacerías!».

Los ojitos del administrador brillan como dos candelas.

Y escriben cartas, y repasan unos libros muy gordos. Y al despedirse el señor García, su hija Jacinta, que entrara al servicio de doña Leocadia, aparece y anuncia a Diego Tolosa, el del Erial de la Rambla.

—¿Diego Tolosa del Erial de la Rambla? ¿Y quién es?

—¡Si habló con usted el domingo, don Ignacio; después de misa! —le recuerda el administrador.

—¡Sí, sí, ya sé: aquel viejo flaco, vestido de pardo y gorra de piel! Sí; dígale que pase.

Le juzgó don Ignacio como hombre cabal, respetuoso, muy cristiano, su semblante doloroso... ¡Sencilla y desdichada gente, la campesina!

—Siéntese, amigo Tolosa, y diga lo que quiera.

Lo que Tolosa hace, luego de una profunda reverencia al sacerdote y señor, y de rascarse el cráneo, es quejarse de la perdición de un pegujal por culpa de los voraces conejos y otras alimañas de que tanto abundan las tierras de don Ignacio, y que pasan a su pobre haza y se meriendan la sementera, —¡no queda ni un grano de centeno!

—¿Allí plantaste centeno, Tolosa? —pregúntale admirado el señor García, que a todos tutea—. ¡Pues si siempre lo tuviste yermo! —Y se tuerce su boca por sonrisica, que pincha el corazón de Tolosa.

—Señor García, yermo estaba, pero ahora lo tengo de centeno, y basta que yo lo diga. ¡Y ya ve, don Ignacio, que uno sude, trabaje, gaste lo que no tiene para que aluego vengan esos animaluchos...!; ¿no basta con el añublo?

Don Ignacio le consuela y manda a García que le abone a Tolosa el daño.

Sale el pegujalero. Y el administrador sostiene que lo de Diego Tolosa es socaliña y bellaquería, y que si sembró lo hizo conociendo de antemano el perjuicio, para abusar del nuevo propietario colindante. Jacinta interrumpe, y entrega una carta recién traída de la diligencia de Los Ibáñez.

Mucho le admira a don Ignacio que le hayan entregado cerrada la carta. De todas se enteraba previamente la madre para alivio del hijo y ahorro de su tiempo. Pero no ha sido muy grande el descuido de la señora, que pronto asoma inquiriendo. Antes de comenzar su lectura, le entrega el pliego. Es de don César.

El párrafo inicial inquieta profundamente.

«¡Cuánta vanidad, amigo mío! ¡Cuantísima vanidad! ¡Treinta años o más de treinta, luchando!... Y créame, no es posible hacerse ilusiones. Diariamente se presentan aspectos nuevos; desconocidos problemas. Y nada. Yo, a usted se lo confieso; usted que me ha visto tantas veces; usted que ha presenciado mis ratos de meditación, de compromiso, puede juzgarme con serenidad».

Y acaba el párrafo y la página. Madre e hijo se preguntan ansiosos con la mirada. Y vuelven la hoja.

«¡Yo; yo aún no puedo decir que sepa verdaderamente jugar al tresillo! Ayer tarde hube de convencerme. Figúrese que salgo de...».

Aquí, don César hace el minucioso relato de su convencimiento.

Respira doña Leocadia; y ella y el hijo lo pasan. Siguen pronósticos de cosechas y felices auspicios de la matanza última, de cinco cerdos; uno más que la pasada. Y la carta finaliza ofreciéndole «un racimito de noticias», entre las cuales se lee ésta: «En septiembre vi en su hacienda a nuestra amiga doña María, que me enteró de la muerte del pobre Ramirito. Pero sospecho que la madre encontrará alivio con un buen mozo madrileño, rico y noble, que suele visitada. ¿Huele usted a casamiento? Yo le confieso que lo huelo...».

Doña Leocadia observa a su hijo; y de súbito exclama:

—¡Dime!; ¿y si nos fuéramos a visitar a Nuestra Señora de Lourdes?


* * *


...Tarde húmeda, cerrada, recogida entre nieblas.

Don Ignacio se abisma en el pinar que trasciende generoso y fuerte. Padece el alma de don Ignacio la recia torcedura del remordimiento. En todo el paisaje ve la figurita blanca, silenciosa, del niño enfermo, ya muerto, y aún le mira incansablemente con aquellos ojos grandes, suaves como dos flores negras...

La gracia y la hermosura de la madre, la alegría y desenfado del discípulo sano, le cautivaron y distrajeron de pensar y compadecerse del triste. ¡Ahora comprende todo el abandono de su almita! ... El niño enfermo no se reía, no jugaba nunca; salía siempre con un criado aburrido, que le hablaba en presencia de alguien, fingiéndose entonces amoroso. Y él, don Ignacio, ¡cuán escasamente le diera el alivio de sus caricias y palabras, sin fijarse en la desventura fatal asomada a sus ojos, y en su frente sellada por el Misterio y la Muerte como los niños predestinados del libro de Maeterlinck!...

La imagen de la madre, gozosa de amor, entregándose a bodas placenteras, se mezcla, tentadora y lancinante, al recuerdo de compasión que había traspasado, como un dardo mojado en hiel, el corazón del presbítero.

...Y se angustia, y quiere sentir voluptuosa y romántica mancilla por sí mismo, y el espectro del niño muerto la rechaza dejándole desdén...

...Sale a un claro del pinar. La tierra es gruesa, rojiza, pelada; su único cultivo es un grupo de viejas oliveras.

Oye don Ignacio voces de disputa. Y entre los troncos aparecen dos hombres: el cachicán de sus podadores y otro desconocido. Le saludan, y aquél se duele de lo seguido y peligroso de las contiendas que han de mantener con ese hombre, dueño de los olivos.

Don Ignacio le llama, y, juntos, se alejan conversando de este modo:

—Usted se llama... se llama... —no lo sabe; pero aparenta sólo vacilar en su recuerdo, porque han hablado otras veces, y confesar el completo olvido de su nombre es grande mortificación para estas gentes sencillas.

—Me llamo Alonso Cejudo —replica el de los olivos, ancho, bajo, apersonado, remiso de habla y movimiento, de ojos claros y oblicuos.

—Eso es. Bien, señor Cejudo.

Alonso Cejudo se pasma oyéndose tratar señorilmente.

—...¿Y no sería preferible, señor Cejudo, la tranquilidad a los disgustos y malas palabras?

—¡Ya lo creo que sí, don Ignacio!

Y pronunciadas otras razones de concordia, el presbítero le pide que le haga la venta del pequeño olivar. Lo mismo quiere obtener de todos los humildes propietarios que tienen dentro de la finca retazos de tierra, que más llevan enemistades y desabrimientos, que frutos gustosos.

Alonso Cejudo sonríe sin mirarle.

—¿El olivar, quiere que le venda, don Ignacio?

Ofrécele don Ignacio doblar el precio que tasen los entendidos.

—¡El olivar, quiere! —¿Ignora que el olivar es lo más sagrado de los Cejudos? Lo recibiera él de su padre y éste de su abuelo, y el abuelo del suyo. Redobla don Ignacio el precio. Y Alonso Cejudo, siempre sonriente, exclama—: ¡Líbreme el Enemigo de perjudicarle! ¡Bien estamos como estamos, don Ignacio!

Y al separarse, el de las oliveras va rumiando: «¡Para la venta tiempo hay! ¡La cuestión es que yo, Alonso Cejudo, estoy dentro de su finca!».

...Cerca de la casa-heredad, en una rasa planicie donde están las eras, se levantan algunos olmos añosos; de esos árboles que suele haber en plazuelas aldeanas, protectores de juegos de muchachos y de siestas y descansos de viejos; olmos que soportan buenamente sogas para tender pañales; olmos frondosos que en los resisteros hierven de cigarras.

Bajo estos árboles pasa don Ignacio cuando recibe el saludo y sonrisa de Cristina, la hija de Diego Tolosa; hembra maciza y blanca; sus dientes son brillantes y sus parleros ojos llenos de tentación. No se deforma ni carga con pesadumbre de refajos y recias tocas, como estilan aquí las mujeres; antes le agrada vestirse de modo que confesare la gallardía de su carne joven y poderosa.

Cristina, al besar la mano de don Ignacio, descubre la nuca y el nacimiento de su espalda de leche. Le pregunta por la salud con palabra sumisa, pero sus ojos son insaciables y su corpiño tiembla. Don Ignacio aparta su mirada refugiándola en las ventanas del casón; y también le pregunta de la salud y de su marido, el Pilongo, un labriego lívido, tercianoso.

La mujer se aparta riéndole, mirándole y cantando; su voz tiene frescura y arrullo de fontana.

«¡Oh, doña María, doña María, tú estás en todas partes de la tierra como el sol y el cielo!...».

...En el portal le aguardaba doña Leocadia, y en el despacho el señor García y hasta ocho de los más afligidos por los logreros del pueblo vecino.

—Nos dijo el señor García que viniéramos...

—Es verdad. Siéntense, amigos —Y les refiere puntualmente cuanto piensa emprender para librarles de la usura. No ha de pesarle el sacrificio por grande que sea. Fundará una Caja de socorros que anticipe cantidades a los campesinos y humildes propietarios agrícolas sin exigencia de intereses, de rehenes o fianzas. También desea introducir mejoras y progresos en los cultivos para bien de la tierra y de los mismos braceros, los cuales participarán de los rendimientos. Construirá casas, iglesia, farmacia, sufragará un médico; en fin, una verdadera colonia de hombres fuertes, contentos, sanos de alma y cuerpo... Todo lo traza, lo explica, lo comenta y ofrece. Y espera el entusiasmo de oyentes. Y éstos se contemplan, se ríen, balancean sus testas rapadas. Y uno, al despedirse, murmura:

—¡Mucho es lo que quiere don Ignacio; mucho quiere!

Y el coro añade: —¡Sí que es verdad, sí que es verdad!

Todos se marchan. Y don Ignacio queda asombrado y herido de la frialdad de los hombres.

Detrás de las ventanas pasan ellos murmurando; pronto desaparecen en la noche. Y el señor García vuelve para verterle los comentarios escuchados entre los olmos. Dice que se esperaron cuando salieron; y un viejo murmuró: «¿Qué querrá don Ignacio; pensáis algo?». Y volvieron a caminar... García los siguió. Y otra vez se detuvieron; y alguien dijo riendo: «¿Qué buscará el cura?»... A la vera del camino del río se pararon: «¡Esta gente cuando tanto da... no sé, no sé!». Y el viejo de antes añadió: «¡A buen seguro que no andará el negocio de la Caja y de los cultivos muy limpio de política!».

Don Ignacio se derriba en un sillón, y el señor García, restregándose las manos, exclama:

—¡Ya se lo decía yo! ¿No lo negará?... Su tío don Agustín (que en gloria esté) conocía mejor a éstos...

El presbítero, para distraer la plática, le pregunta:

—¿No iba entre ellos ese de la Solana que, recién venido yo, pidiome aquel dinero?

—Sí, señor, que iba. Y no hace mucho que le recordé su débito, aunque usted no me lo mandó. Supe que había mejorado con algo de herencia y la ganancia de la venta del zumaque; y fui y le dije que ¿cómo no se acercaba a cumplir con el señor?

—Mal hecho, García, mal hecho.

—Aguarde, aguarde... Y él contestó que sí que era cierto todo, pero que ahora estaba pagando lo del prestamista de Los Ibáñez, que en ello había réditos, y luego pagaría lo de usted que se lo dio gratis... ¿Qué le parece?

—¡Sabe que el de la Solana es un grandísimo lógico!

Y ahora don Ignacio sonríe, y hunde su mirada en el paisaje hosco, abismal. Quizás por la negrura de la noche o de su pensamiento, le parece el campo angosto, agobioso como las calles de los pueblos...


* * *


...No ha venido aún el señor administrador, y ya comenzó el crepúsculo; crepúsculo de nubes grietosas, incendiadas, sobre las que destaca el pinar negro, fiero.

Sale don Ignacio hacia la casa del señor García, apartada en una eminencia, presidiendo los vastos casones de las cillas y bodegas. Jacinta no sabía del padre, pero lo sospechaba en Los Ibáñez llevado por algún negocio.

Los trabajadores que tornan del tajo se descubren viendo a don Ignacio.

—Y el señor García, ¿no lo han visto?

—El señor García, ¿dice? Malo, malo está desde por la mañana —Y a socapa se ríen, aunque de modo que el amo puede alcanzarlo.

No comprende don Ignacio la rebozada burla de los simples labriegos. Y un pastor, que lleva el ganado a los establos, se lo explica.

—¿El señor García? ¿Qué, no lo sabe?... Pues el señor García está todo hecho una bizma, porque la Cristina y el marido lo aporrearon a coces y puñadas.

—¡Pero!, ¿qué hizo?

—Hacer no es que pudo hacer nada... Vaya... la calidad del señor no le deja a uno... —Y el pastor mira a la sotana de don Ignacio.

—¡Oh, cuente lo que sepa!

—...Pues, como hacer no pudo hacer nada; pero a lo visto le gustaba la Cristina, que si el señor la conoce, ya habrá reparao, vamos, es de lo mejor que por aquí se cría... Pues dicen que el señor García se entró en la su casa de cierta manera; y el Pilongo, ya enterado por la misma mujer, estaba detrás de la banca... Salió, y aunque está flaco, sus manos son dos manojos de varas; y el puño de la Cristina es de plomo. ¡No hay que decir más, don Ignacio!

También el pastor se ha marchado riendo. Y en la paz del crepúsculo tiembla dulcemente una esquila.

Otros que encuentra el presbítero le confirman la afrenta y el dolor de García. «¡Aquí, en el regazo de la soledad campesina, se aborrece lo mismo que en las ciudades!». Y pensándolo llega a la casa.

El señor García está postrado; todo es un vendaje que lo envuelve como un sudario; su cabeza aparece monstruosa, repugnante.

«¡Señor, qué bárbaros han sido!». Y lo contempla afligidamente.

García oye su voz y reconociéndola ansía hablar y no puede; se le ha hinchado la lengua y se le desborda sanguinolenta y pesada como la de un buey muerto...

Después, don Ignacio regresa entristecido. Le acompaña un collazo para alumbrarle con una vieja linterna. Los pinos tienden sus sombras delante del presbítero. La noche aroma tenuemente. Todo el cielo es una escintilación de diamantes. Y una intensa congoja se va apoderando del corazón del sacerdote...

En la planicie de los olmos despide al guía que se aleja silbando tangos. «¡Silba los mismos tangos que los mozos alegres y rondadores de Castroviejo!».

...Mes y medio ha estado el señor García a poder de manos curanderas.

Se presenta en la Casa-heredad. Aún guarda su rostro, grande y carnoso, vestigios de tumefacciones, de livores, de hondos aruños y otras reliquias de la sañuda pasión.

—¡Ay, amigo García! ¿Y es posible? —prorrumpe lastimero don Ignacio.

Con voz sibilante de odio niega el administrador todo pecado deshonesto.

—...Y sin embargo señor García, las gentes de estos campos y de Los Ibáñez hablan de sus audacias y aficiones impropias de su cargo y edad.

—¡Yo le digo, don Ignacio, que ha sido venganza y traición! ¡Tiene uno tantos y tan malos enemigos!

Pero la suavidad de don Ignacio, propicia siempre a la absolución de las humanas flaquezas, le mueve a confesarse con silencio y miradas.

—¡Verdaderamente fue bárbara la manera empleada por Cristina y el Pilongo para avisarle!... Pero lo que más debe apurarle, señor García, es el escándalo y sus consecuencias... Pensando en ello, he comprendido que dada la autoridad de su cargo y la abundancia de sus relaciones, debiera usted, por ahora, ausentarse de estos lugares... Yo tengo amigos; y aunque no los tuviera, mi fortuna me permite apartarle de aquí, sin que nada le falte...

No ha podido acabar don Ignacio de descubrirle su generoso propósito y queda pasmado de la interrupción del señor García. No ha sido de lágrimas, de imploraciones, de hacimiento de gracias. Ha sido una risotada sonora, escandalosa, nacida en todas las entrañas del administrador, risotada que parece verse redonda, estruendosa como platillos de música.

—¿Se ríe, usted señor García, se ríe?

—¡Vamos, quite usted! ¡Pues no me he de reír!... Mire, eso que dice viene de no conocer la gente de acá... ¡Su tío don Agustín (que en gloria esté) era otra cosa!... ¡Ha de ver! antes de una semana se perdió mi asunto como se deshace el humo de una rastrojera. ¡Si aquí no hay quien no esté limpio de mi culpa! ¡La mayoría no puede meter la cabeza por el portón de la cochera para que no se la quiebren! ¡Pues, don Ignacio, es por algo; y lo practica quien tiene cargo de más importancia que el mío!... ¡Créame, no hay quien pueda levantar el dedo!...

Y el señor García yergue el dedo cordial de la siniestra mano, un dedo robusto, pingüe, de negrísima uña.

«¡Dios mío —piensa don Ignacio—, por qué no ha de levantar este pobre hombre el dedo índice que tiene más decencia y nobleza!...».

VI

Vuelto don Ignacio al ara, ya pronunciado el Ite misa est, ocúrresele a la vieja criada reparar en lo tupido y descuidado de la tonsura del oficiante; y ya iba a decirlo a doña Leocadia, cuando, súbitamente, se tuerce todo el cuerpo del presbítero y se derriba sobre la alfombrada tarima... Gritan las mujeres; el señor García, que ayudaba la ceremonia, sale para avisar al médico de Los Ibáñez; y doña Leocadia y Ana recogen y amparan al caído vertiéndole las vinajeras.

Los brazos, las piernas, todos los músculos de la cara de don Ignacio tiemblan y se contraen con fuerza dolorosa; y de su garganta brota un incesante y ruidoso hipo... Aún accidentado y revestido lo llevan a su cama. Viene el ansiado médico, que es un jovencito rubio, afeitado, muy serio, de semejanza británica o de eclesiástico. Pregunta; ausculta con gran detenimiento...

Don Ignacio se recupera de su parasismo, pero encendido de fiebre.

Por la tarde le repite el acceso. Y el médico, consultado su Vademecum Clínico-terapéutico, diagnostica el mal de ataque de uremia.

Ha prescrito dieta láctea, y completo sosiego.

En el casón no suena la más leve pisada.

La señora reza al lado de su hijo. Ana entra murmurando agriamente:

—Dice Jacinta que se queda ella velando esta noche a don Ignacio. Yo me creo que eso no es decente, señora. Entonces, ¿para qué estoy y para qué sirvo yo?


* * *


Mañana luminosa de octubre.

Don Ignacio ha salido, apoyado en el brazo de la madre, por la planicie de los viejos olmos. Apenas hablan. Cruje, al pisarla, la hojarasca de oro de los árboles.

El mal ha entorpecido hemipléticamente medio cuerpo del enfermo, nublándole un punto del cerebro, obscurecimiento que se le presenta con errores tristísimos de lenguaje.

Las gentes que se le acercan sienten compasión; pero algunas veces oyéndole no tienen más remedio que reírse. Y don Ignacio, angustiado, se hunde en silencio, y su espíritu se asoma al abismo de su nueva vida, y se conturba y desfallece, y... llora.

Pasan los labriegos, los guardas, los pastores y le saludan lastimeros y se alejan, volviéndose para mirarle, y se dicen la reciente equivocación de don Ignacio...

—Al señor García, dicen que le llamó ayer: «amigo Pilongo» y que aquello fue morirse de tanto reír.

—Pero todo el mal es de la lengua que discurrir, discurre como tú y como yo.

Desierto el paisaje, don Ignacio lo aspira con ansioso deleite como si recibiera alivio de la soledad... «¡Oh, los campos despoblados! ¡Entonces tienen inocencia y grandeza de Creación!».

Pero en el crepúsculo ha sufrido deliquios y congojas inefables; y todo el campo le parece un cementerio inmenso.

—¿No mira estrellas? —dice balbuciente, sollozando.

La madre se abraza a él contemplándole angustiada por investigar su pensamiento y poder dictarle la verdadera palabra imaginada y rebelde.

—¡Estrellas!; ¿si miro estrellas, dices?

—¡Sí, de Ramiro, de Ramiro!

—¿Estrellas? Eran de Carlitos, de tu hermano, ¿no te acuerdas?

—Sí, de Carlitos, ya lo sé. No, estrellas, no. Cruces, muchas cruces en la tierra, aquí, allí... como un camposanto. ¡Qué pena, Dios mío!

...Por la noche, don Ignacio pide que lo lleven a su ciudad natal, a Castroviejo.

Lo aprueba el médico. El invierno aumentará las melancolías y el padecimiento de don Ignacio. Y se decide el viaje.

Al saberlo el administrador se le enciende una hoguera de alegría en su alma. Y acercándose a la butaca donde su señor descansa le dice repulgadamente:

—¡Conque nos abandona, don Ignacio! ¡Válgame y qué poco le agradamos!


* * *


No vive, ahora, don Ignacio en la umbrosa calle de los Santos de la Piedra, sino en la plaza de la Independencia, amplio y soleado lugar, cuyo título dicta una leve sonrisa a los marchitos labios del presbítero.

El médico de Castroviejo, que no ha podido modificar el diagnóstico del compañero de Los Ibáñez —como fuera su deseo—, ha extremado la severidad del tratamiento.

Don Ignacio mejora, pero la disciplina de su vida es de hombre decrépito, y... está en la cima de la juventud.

Los alimentos de don Ignacio son: arroz con azúcar, tortilla de yemas con azúcar, verduras con azúcar, leche, sustancias.

Estos dulces y reducidos manjares no los aprueba don César, que le visita las tardes ociosas, sin tresillo, y le acompaña, en carruaje, por las afueras y costas.

—Créame, don Ignacio —le dice una mañana de febrero, cálida, lujosa de sol, de mar raso y pálido—. Créame, el estómago es la oficina de la salud y ese médico se lo está trastornando y convirtiendo en una confitería. ¡Si va usted a criar lombrices! ¿Que no? mire; yo le doblo la edad y he desayunado una hermosa morcilla cebolluna, asada, y seis dedos míos de lomo y todo con su pringue dentro de medio pan tierno, aún caliente... ¿Se lo figura usted ya, don Ignacio?... Este año hemos sacrificado también cinco cerdos; parecían los mismos de la anterior matanza. Bueno; se explica fácilmente la semejanza. Se crían todos lo mismo; iguales cuidados y pastos...

Don César baja el vidrio del coche, y grita:

—Siga usted hacia la izquierda.

El enfermo recibe la alegría del llano paisaje verde de sementera recién brotada inundada de sol. Sobre el macizo de olivos y naranjos aparece la techumbre cenicienta y aguda de Villa-Paz; detrás, sube el fino ramaje de los dos almeces amados.

—Quiero yo que le vea su antigua protectora en carruaje propio, como un arzobispo.

—¡Pero está ella! —pregunta angustiándose don Ignacio.

—Está, no; están, están ellos. ¿No se lo dije? Casó con el rico y apuesto madrileño. Yo le trato; es buen chico. Ahora, como tresillista no es prudente, tiene unas audacias, unas arrogancias... vamos, no es prudente. Figúrese, don Ignacio, que la otra tarde hago yo un solo indiscutible, sanísimo. Arrastro...

—¡Don César, si a mí ya sabe...!

—Atiéndame; arrastro de mala.

El enfermo dobla resignadamente su cabeza. Y don César le va explicando terco, inexorable, toda, toda la jugada...

Lejos, por la senda de los bancales paniegos, cruzan los desposados dichosos y gentiles. Contemplan el mar. Un barco de vela, alto, blanco, rubio de sol, aparece entre las delgadas nieblas del horizonte, como un ángel.

Doña María, envuelta en cándidas y rozagantes ropas, señala la bella aparición a su compañero; y luego se miran deseándose.

Don Ignacio piensa que ese hombre es fuerte, hermoso, sano. Y dedica un recuerdo al marido muerto, el varón inmortal que, ahora, las gentes si alguna vez lo mientan lo hacen diciendo: «el casado con la mujer del Barón***».

Y don Ignacio pasa de esta memoria a la del tiempo de sus vedados anhelos. En tanto, don César enlaza la plática de su género de comidas.

—Yo he de comer todos los días cocido; pero cocido castellano; mejor dicho, cocido mío. Sólo con los blancos y chorizos que le ponen, hay para hartarse...

Don Ignacio va pensando en la ruina de sus ideales: el canto, el amor, la colonia de hombre felices... Y sigue oyendo: «tocino rancio, jamón frito con setas, lomo colorado que se le resbala a uno al comerlo de puro tierno...».

Y el enfermo acaba por escuchar ávidamente a don César. Las palabras del caballero burgalés tienen tufo y sabor de grosura. Habla don César, y don Ignacio ve sus frases como ristras apetitosas de embutidos... «¡Oh, la delicia de comer eso tan sabroso y prohibido ferozmente por el doctor Pedro Recio de Agüero de Castroviejo!».

...Ya en su casa, la madre le sirve un blanquísimo arroz con guisantes azucarados y la tortilla de yemas con azúcar.

Y don Ignacio se enfurece y grita:

—¡Basta, basta por Dios! ¡Yo quiero morcillas negras de cebolla, lomo colorado, encendido de pimentón, chorizos!...

—¡Morcillas de cebolla; lomo colorado! ¡Ignacio! —gime espantada doña Leocadia.

—¡Además, si es Cuaresma! —advierte Ana.

—¿Qué pasa, señores? —dice entrando el médico. Y saca su reloj y pulsa a don Ignacio.

La madre le cuenta la rebeldía del enfermo.

—¿Conque morcillas de cebolla y lomo colorado? ¡Vaya, vaya! —le dice festivo Pedro Recio golpeando cariñosamente en la abatida espalda del sacerdote. Luego, fruncidas las cejas, añade con solemnidad:

—Señor Baldeño, no seamos criaturas. Usted es un hombre sensato y se le puede decir todo. Usted, óigalo bien, usted no comerá ya nunca morcillas, ni lomo ni otras porquerías semejantes...

—¡Tantos desgraciados que se tomarían lo que a usted le dan! —murmura Ana compungida.

Y don Ignacio rinde su cabeza y solloza...

—¡Ignacio, Ignacio! ¿Y es posible? ¿No tienes otro anhelo?

—¡Probarlo, nada más, probar... de lo que me envíe don César!

Doña Leocadia se retira a su aposento. Cierra. Y cae de rodillas ante un crucifijo traído de Jerusalén.

Doña Leocadia levanta sus consternados ojos a la preciosa imagen; abre los brazos y de sus labios brota este plañido:

—¡Oh, Señor! ¡Lo hice sacerdote; pero no puedo, no puedo hacértelo santo!


Publicado el 28 de julio de 2020 por Edu Robsy.
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