El Mar: el Barco

Gabriel Miró


Cuento


Mi ciudad está traspasada de Mediterráneo. El olor de mar unge las piedras, las celosías, los manteles, los libros, las manos, los cabellos. Y el cielo de mar y el sol de mar glorifican las azoteas y las torres, las tapias y los árboles. Donde no se ve el mar se le adivina en la victoria de luz y en el aire que cruje como un paño precioso.

En mi ciudad, desde que nacemos, se nos llenan los ojos de azul de las aguas. Ese azul nos pertenece como una porción de nuestro heredamiento, una herencia enteramente romántica si no tenemos barcos ni mercaderías.

Y llegó una mañana en que el mar, tan entregado siempre a nosotros, tan dócil a través de todo, se alzó cara a cara de nosotros. Estábamos en la costa. Claridad de distancias vírgenes, de silencio, silencio entre un trueno de espumas, un temblor de brisa que aleteaba en nuestras sienes, en nuestros párpados y en nuestra boca. Un contacto de creación desnuda que calaba la piel y la sangre. Carne de alma, y el alma como un ala comba, vibrante, dolorida y gozosa de doblarse y distenderse, pero hincada en la peña. Sensación olorosa de firmamento. La mirada y el afán cogidos en nuestra vida, y alejándose encima de las aguas, aspirándolas, tocándolas sin tropiezo, como alciones hermanos. Un pasmo, una congoja del ámbito eterno y del horizonte que nunca gozaremos. Un dolor frío que quema los ojos. Y el cielo y el mar se levantaban delante de nuestra frente, se alzaban tendidos, sensitivos y duros.

De pronto tuvimos la conciencia de la soledad; de la soledad de nuestro cuerpo, de su latido caliente junto a la soledad de las aguas, soledad que no es un estado como en nosotros, sino un concepto sin realización humana, y se avivó el de eternidad sin nosotros, el de la naturaleza sublimada en sí misma.

Mis ropas, mi pulso, mi piel, mis huesos, el sabor de mi lengua, todo en mí participaba de la sustancia del mar y de lo que es mar sin serlo, como su aliento, su retumbo, su sol derretido y roto, los azules y blancuras, los horizontes, el tiempo, tiempo sin sentir su actualidad.

La angustia de imaginarnos el mar sin nosotros, cuando no vivíamos y cuando no viviremos. Parece que nada más seamos nuestros ojos, como si en la visión estuviéramos también nosotros hechos ya de naturaleza separada, fuera de la nuestra de criatura; proyectados encima del mar, en sensación de mar. Entonces, por un aturdimiento infantil, o por un egoísmo específico, delirantemente, apreté dentro de palabras lo que yo más amaba, lo que creí más mío; y las pronuncié y se me deshacían, y para no perderlas las escribí en piedras con un esfuerzo recóndito, como si las tallase; y no las arrojé, sino que las puse en la faz de las aguas, y al sumergirse sentí un ruido de ascua y de corazón. Yo no me acordaba del Dux y de su sortija de desposorios con el Adriático. Si lo hubiese recordado, no lo habría hecho. La pureza del dolor legitimaba la ingenuidad. Porque siéntese sufrimiento de la revelación de nuestra breve intensidad. Lo inmenso iba a ser un instante recordado. Las piedras de palabras nunca serían reeditadas. Me lo vedaría el rubor de la misma simplicidad, o la certidumbre de la incapacidad de la misma emoción. Pero entonces dejaban en todo el mar un fermento de humanismo, y el mar palpitaba gloriosamente con pobre vida mía.

La espuma se quedaba deshaciéndose hirviente y fresca en los peñascales. Me saltaba una gota de iris, se derretía, se pulverizaba en mis pestañas, en mis labios. Todo embebido en la amargura de la sal; una queja de la sangre ávida y cansada de no hacer mía la sensación del mar aun dándole al mar las piedras selladas de hombre.

Lo que sobrecoge a la humanidad primitiva, lo que la postra en una atonía interior, en una mudez fervorosa y hace de las aguas como del fuego y del vendaval soplo, grito y forma de Dios, aquel pasmo sumiso y religioso de la criatura reciente, era en mí, carne ya vieja nacida de carne vieja, una rebeldía y un sollozo de humanidad retrocedida, desoída y olvidada.

Surgió un barco. Es posible que no fuera blanco; pero lucía candentemente como cincelado de sol y de blancura. Fué el mar para él como el cielo para el ave. ¡Qué grito callado de todas las entrañas de las ansias! Las aguas se abrían en rutas infinitas y gloriosas dando un aliento de razas, de épocas, de pensamiento y de delicias. El mar, que nos había rendido y nos hizo suyos en una absorción cósmica, se recogía en una copa para nuestra sed. Ya no era la glorificación de su dinámica pavorosa de soledad, sino belleza al servicio de los hombres, idea de forma; todo se caldeaba en forma de formas de emoción: el aletazo frío del viento libre; la alegría de la claridad, la claridad hecha mundo de aguas y de cielos, la inquietud perdurable. Y el barco solo, remoto. frágil y descuidado en lo inmenso y precisando lo inmenso.

De un brinco se metió mi corazón en el barco. ¿Por qué, Señor? Porque me marchaba, y me marchaba a gozar concretamente de una idea infinita del cielo queriendo ser el filo de un ala de águila, y apoderarme del mar desde la proa de una nave. El mar era mío desde el barco. Pero el barco no se marchaba, sino que venía al puerto de mi ciudad. Llegó a los muelles antes que yo a mi casa.


Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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