El Río y Él

Gabriel Miró


Cuento


Desde su origen, el río se amó a sí mismo. Sabía sus hermosuras, el poder de su estruendo, la delicia de sus rumores de suavidad, la fertileza que traía, la comprensión fuerte y exacta de su mirada.

Lo cantaban los poetas; las mujeres sonreían complacidas en sus orillas; los jardines palpitaban al verse en sus aguas azules; los cielos se deslizaban acostados en su faz; las nieblas le seguían dejándole sus vestiduras, y bajaba la luna, toda desnuda, y se desposaba con cada gota y latido de su corriente.

Era muy bueno. Quizá fuese tan bueno en fuerza de amarse tanto, porque se amaba amándolo todo en sí mismo. Es verdad que algunas veces consentía que se le incorporasen otros caudales extraños, unos arrabaleros de monte que le daban sus sabores y siniestros, hinchándolo y apartándolo de la serenidad de la madre. Entonces cometía hasta ferocidades. No veía ni poetas, ni mujeres, ni jardines. Nada. Se quedaba ciego. Pero, entonces, no era el río, sino la riada. El verdadero río era un lírico de bien. Lo toleraba todo. Cuando más anchamente se tendía por el llano, le quebraban el camino, cavándoselo; tenía que derrocarse; se precipitaba buscándose; se despedazaba y bocinaba torvo y rápido, exhalando un vaho de espumas, un tumulto pavoroso. Unas turbinas le arrancaban la fuerza torrencial. Y él no se enfadaba. Otras veces le salía un caz del molino. Nada tan inocente y tranquilo como un caz. Y el río, tan sabio y grande, le obedecía, dándole un brazo para moler el pan de los hombres. No es que se dejara embaucar. ¡Ni cómo habían de engañarle siendo de una rapidez maravillosa para comprenderlo todo! Se asimilaba todo lo que pasaba sobre su cuerpo y a su lado: aves, nubes, rebaños, praderas, monasterios, cortinales blancos de granjas, frondas viejas, senderos, aceñas, cruces de término, fábricas con chimeneas; hasta el humo de hulla subiendo al azul lo copiaba él atónitamente.

A pesar de su magnífica fortaleza, le agradaba lo menudo y humilde. Sin que nadie le sintiese, se entraba entre carrizos, juncos y espadañas, y allí, recogido, se dormía. De tanto dormir criaba unas costras verdes, donde brincaban los sapos de calzas de posadero, de manecillas de brujo, de ojos hinchados de miope y una palpitación en toda su piel resbaladiza. Y al entornarse la tarde, estas pobres criaturas, que semejaban hombrecitos gordos, virtuosos y solterones, tocaban un flautín de oro. Tenían una novia como una flor que siempre se estaba mirando en el espejo de un remanso. La veían muy cerca y no podían besarla. Nunca supieron que fuese la primera estrella; el río sí que lo sabía; y ellos la cortejaban tañendo su trova, muy ocultos, para que las ranas no se burlasen de sus románticas aficiones. Porque las ranas se les reían volcándose en el agua y en la ribera, cogiéndose los ijares para no reventar croajando de risa, y por el más leve ruido se sumergían en el cieno, dejándose al aire sus nalgas seniles. Salían de los tamarindos las cigüeñas, enjutas, impasibles, y las buscaban, las sacaban, las tenían exquisitamente en su pico; después, se las comían vivas, despacio, remilgándose mucho, encogiendo una zanca en el tibio plumón de la pechuga.

Ávido de saber, callado y sutil, traspasaba laminándose la carne tierna de las márgenes, calando las raíces de los álamos, de troncos de cortezas harinosas con nudos que parecen ojos egipcios y follaje sensitivo de plata; atendía el fresco temblor de los chopos, que remedaban el ruido suyo; subía para tocar las puntas de los cabellos lisos, desmayados, inmóviles, de virgen primitiva, de las salgueras y lianas, y los cabellos impetuosos y trágicos de los zarzales.

Luego de lo humbrío del soto venía la tierra pradeña, jugosa y embebida de claridad, con realces y vislumbres de brocado. Pasaba una carreta de heno, y el agua del río brotaba rota entre las gordas pezuñas de los bueyes.

Surgía una ciudad. Muros vetustos, campanarios joviales, obradores foscos, llamas de naranjas, de panojas y trigo, cuévanos de verduras, mercaderes detrás de sus oleajes de paños, artesanos y caballeros, quietud de callejas, una forja, un pórtico, una hornacina, rejas, balcones, solanas con niños merendando, con gallinas y palomas enjaulados, con abuelos dormidos, con mujeres llorando y rezando, con novios besándose, con geranios y rosales, con ropas de cama de un muerto, con un capellán y un escolar dando lección, con un enfermo contemplando su dolor en toda la tierra... Todo se quedaba espejado y estremecido dentro del río. Pasaba el arco de una puente de piedra venerable, llena de oro de sol viejo, y el río se encendía como si fuese de bronce, de carne, de frutas, de tisús. Era muy hermoso.

Y otra vez campos de abundancia, hornos, almiares, colinas de faldas labradas, rebaños, armandías, molinos, arboledas, «el suave olor del prado florecido», un calvario con su sendero de cipreses, leñadores, caminantes, y hasta sabios leyendo y cavilando en la soledad.

Y el río llegaba cansadamente a los saladares de la costa. El filo de la brisa parecía desnudarle de un cendal rizado. Venía el aliento frío y poderoso del mar. Toda la llanada era de calvas de roqueros, de marismas y arenales áridos y amargos.

—Aquí acaba la tierra mía y principia el mar, que es mi muerte, según el poeta, que comparó mi vida a la de los hombres.

Y el río, para tardar en morir, doblóse en una curva lenta, y de súbito tembló ante una visión desconocida. Quiso pararse por gozarla, y ya no pudo; se lo engullía el mar. ¡Oh, lo había gustado y contemplado todo en sí mismo: jardines, astros, cielos, cumbres, bestiajes! ¡Se habían sumergido en sus aguas cuerpos deliciosos de diosas y suicidas desventurados que se hinchaban y se deshacían con los ojos abiertos; conoció el amor y la muerte; probó todos los sabores y tuvo todas las emociones con una clara conciencia de su vida de generosidades; todo lo había sentido menos «eso», eso que se le presentaba en este instante, ya casi derretido! ¡Nunca había visto «eso», Señor, que era como una espada cincelada de imágenes, como un cuerpo vestido de toda la creación! Y el río se retorció angustiosamente, mirándose a sí mismo, mirándose él sin conocerse. Y se hundió en el mar...


Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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