El Señor Maestro

Gabriel Miró


Cuento


Estaba abierto el portal de la escuela porque ya era verano. ¡Pronto llegarían los gozosos meses de la vacación! Los chicos miraban desde sus bancos la tarde luminosa y callada de los campos dorados y maduros y el cielo descendiendo serenamente en la llanura.

La escuela había sido labrada dentro de los muros del viejo adarve, en lo postrero y alto de la aldea. Algunas cabras de los ganados que salían a pacer en la vera se asomaban roznando las matas, mordidas de las ruderas y grietas; los leñadores, que venían de lo abrupto, doblados por los costales verdes y olorosos, dejaban en el recinto fragancia y sensación de la tarde, de la altura alumbrada, libre, inmensa; la entrada de un diablillo-murciélago, el profundo zumbido de una abeja, dos mariposas blancas que volaban rasando el mapa de España y Portugal divertía ruidosamente a todos. Y el señor maestro no se enojaba.


* * *


Ya era pasada la hora de que los muchachos saliesen, y el viejo maestro no lo permitía, hablando, hablando; pero ellos no le hacían caso, y a hurto suyo se desafiaban y concertaban las pedreas en el eriazo del Calvario o se decían en cuál gárgola de la iglesia anidaba un cernícalo.

Y el señor maestro repetía su amonestación diaria, siembra de piedad. «¿Por qué habéis de coger los nidos? Yo digo que si lo hicierais por llevar a los pájaros chiquitines abrigo y mantenimiento creyendo que en el árbol y en el campo no lo tienen, casi casi se os podría perdonar... Torregrosa, estese quieto... Pero no, señor; agarráis un pobre pájaro; luego lo atáis, arrastrándolo por el aire... ¿Que no?...».

Los chicos estregaban los pies sobre las losas, tosían, golpeaban los bancos..., y el maestro los dejaba libres. Y salían gritando alborozadamente.

Desde el quicial veíalos el viejo subir a las ruinas, esparcirse por los bancales. Un árbol movía sus ramas bajo la pesadumbre de los rapaces. Después los chicos escapaban mirando hacia la escuela.

—¡Han robado otro nido, Señor!

Y los entristecidos ojos del maestro viajaban por el paisaje, que iba quedando en dulce apagamiento.

Entraba; encendía su lámpara de aceite, y dormitaba escribiendo su tratado de Prosodia.

Por los pupitres sonaba un ruido áspero de brincos y golpes recios de alas. La mirada del maestro se hundía amorosa en la penumbra de la escuela.

—Ven, pobrete, ven —decía riendo. Sacaba de su faltriquera un puño de granos de rubión; derramábalos sobre la mesa...

—Ven, hijo Arturo, ven; ya se han marchado todos.

Entonces un pájaro grande saltaba por el suelo con las alas tendidas como haldas demasiado largas; subía a la tarima; resonaba un aleteo, y junto a la rugosa mano del señor maestro aparecía ufanamente un cuervo.


* * *


En la mañana encalmada, caliente y azul, de Jueves Santo, que vino aquel año dentro de la tibieza aromosa de abril, bajó el maestro del collado de su aldea al hondo y ancho campo comarcano. Nunca le pareció el paisaje tan reposado, limpio y bueno como en ese día. No sonaba una voz labriega ni se balanceaba un árbol; apenas se estremecían y rizaban las cimas de los panes, tan altos y granados. La pureza del ambiente lo presentaba todo limpio, próximo, como guardado bajo recinto de cristal.

Ya muy lejos, pasó el maestro la honda zubia, derivada de un pantano, y entrose por tierra pradeña, donde el ganado pacía libremente. Los pastores conversaban tendidos; eran mozos. Distante y encima de la hierba tenían sus hacecicos de esparto para tejer, y sus mantas y zurrones con el repuesto.

Los saludó el maestro con dulzura y sonrisa de abad viejecito.

—¿Tampoco hoy hicisteis fiesta, siquiera para asistir a los Oficios?

—¡Nosotros, no, siñor; que tenemos oficio perenne!

—¿Ninguna cabra es vuestra? —les dijo después viéndoles tirar piedras, no para advertir, sino enfurecidos, con deseo de acertar en la res.

—¡Qué va a serlo, qué va a serlo! Todas son de uno que se está en el pueblo.

Por el azul pasaban tres cuervos. Volaban despacio y redondamente sobre la tierra praderosa. Entonces el paisaje parecía más agreste; su paz más profunda y serena.

Viéndolos uno de los pastores, dijo:

—¡No hay animal tan galopo como ése!

—Todos —repuso el señor maestro—, todos tienen su malicia; pero también su bondad. Y en este día todo ha de parecernos santo —y alzó su mirada.

—¡Si es que son merenderos! —gritó sañudo el mozo—. ¡Hay de ellos que solo pasan del companaje que nos roban!

Los negros pájaros se habían apartado, bajando, cayendo. Dos pastores se hundieron en la espesa verdura, deslizándose. Luego una piedra rasgó el azul; corrieron los hombres, tirando sus cayadas; volaron dos cuervos; en el cielo se perdía un gañido de dolor, y una voz de júbilo, fuerte, encendida, gritaba:

—¡Cayó uno; pero aún, aún está vivo el ladrón!

—¡Déjalo, déjalo que lo remate la perra mía!

Fueron todos a verlo; tenía tronchadas las alas, una garra rota y el plumaje costroso, amasado de tierra, sangre y zumo de yerba.

No consintió el maestro que lo acabasen; lo pidió para curarlo y tenerlo, y con el ensangrentado pájaro volvió a su escuela, hablándole como a un amigo enfermo, y uniendo y calentando con sus manos los destrozados huesos.


* * *


Y el cuervo daba fidelísima amistad y compaña al maestro, que éste vivía solo. Su mujer había muerto, y su único hijo, sacerdote, estaba de ecónomo en una humilde parroquia de la diócesis valenciana.

Curó el animalito, aunque quedó lisiado de una pata, y torpe, casi impedido para el vuelo. Nada más llegaba a las eminencias de la mesa y cama del señor maestro.

Y el cuervo, no solo fue amigo, sino discípulo. Sabía dos palabras: «Pan y Pepe».

Salía donde estaban los chicos, gritando y alegrándose con ellos.

Eran estos recreos y bullas muy del agrado del profesor, y aun entraban en su sistema de crianza y pedagogía, por creer que amando y compadeciéndose de los animales se domaba la fiereza o animalidad del niño. Pero andando el tiempo, un maldecido rapaz dio en enseñar al cuervo una mala palabra, que fue la ya preferida; después le hicieron crueldades. Y el animalito los odió; y apenas oía el vocerío de los muchachos se retraía a la cámara del amo y por la ventana saltaba y se iba a picotear y espadañarse entre las ruinas de la cumbre del otero.

Mucho pensó y dudó el señor maestro antes de dar nombre a su amigo. Y un domingo de invierno, estando aquél sentado en su umbral recibiendo el abrigo del sol, y el cuervo sobre sus rodillas, bajó a la memoria del anciano piadoso la gracia de un recuerdo legendario, y la lisiada ave tuvo nombre.

El señor maestro había pronunciado gravemente:

—Tú te llamarás Arturo, en memoria de otro sagrado cuervo de remotas edades.


* * *


—¡No hay escuela, no hay escuela esta mañana! —gritaban los muchachos viéndola cerrada.

Y es que venía el hijo del maestro. Años duraba la separación. Y el padre, gozoso, conmovido, salió muy temprano para aguardarle; y cuando llegó, cuando tuvo al hijo, no se hartaba de contemplarlo. ¡Qué gordo y hermoso estaba!

Era el señor vicario un mozallón moreno, de grandes mandíbulas, labio azulado por el rasuramiento, los ojos pequeños y encendidos y el cabello crespo y negrísimo.

—Pues yo a usted, padre, también le encuentro bueno, aunque un poco blando; pero en esta temporada tengo que endurecerle esa carne. Ya verá qué paseos y correrías... ¿Qué tal anda esto de caza?

No lo oyó el maestro porque llegaban a la escuela y entrose con presura para animar a la vieja que le guisaba.

Comieron pronto. Después el hijo se retiró a su alcoba para abrir su cofre y acomodarse, y el padre fuese por la aldea buscando a los chicos que no acudían creyendo cabal la fiesta.

Vuelto a la casa con algunos rapaces, no halló al hijo. Y comenzó la clase; no había quietud; todos murmuraban. Cansado el profesor de la lectura, empezó a predicarles el provecho y virtud de la lástima. «Yo os he visto desplumar a redropelo un pájaro. Figuraos que a vosotros os desollasen...».

—Señor maestro —prorrumpió una vocecilla oscura—, esa tarde que usted nos vio me lo culparon a mí; pero no era yo, fue el señor Torregrosa.

—¡Diga que es mentira, que sí que fue él! —gritó otro rapaz de cabeza trasquilada, vestido con delantal negro.

—¿Que es mentira? —replicaba el otro amenazándole, y apagando la voz no sé que le dijo de su madre, y de que cuando saliesen...

—¡Basta, basta; silencio! —ordenó cansadamente el maestro, dando una débil palmada sobre su tabla.

Fuera, en la paz de la cumbre, sonó un disparo.

—¡Otra crueldad de los hombres! —murmuró el señor maestro.

Y enlazaba su plática; pero el desmentido proseguía con ardimiento:

—Mire si fue el señor Torregrosa, que cuando usted se marchó, va y le arrima el pájaro, que era un gorrión, a la trompa del Canelo, ese mastín sarnoso del alguacil, hasta que el perro se lo fue tragando vivo...

—¡Qué horror, madre mía! —murmuró angustiadamente el anciano.

De súbito obscureció el portal una negra figura. Pasó el señor vicario.

—¡Tú con escopeta, tú!

—¡Y ya ve usted, toda la tarde andando para matar allá arriba este pobre bicho!

Y el clérigo arrojó desdeñosamente al suelo un cuervo muerto.

—¡Hijo Arturo, hijo Artu...!

Y el señor maestro sollozó...


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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