El Sepulturero

Gabriel Miró


Cuento


Artistas y eclesiásticos, copleros y filósofos han labrado la biología y estampa del buen cavador.

Sus manos crían cortezas de tierra y substancias humanas; sus uñas hieden a difunto; su mirada tiene la voracidad y la lumbre fría de los pardales ominosos; su carne está siempre lívida y sudada; sus entrañas, secas.

Hasta creemos que se divierte partiendo cráneos de la fosa común.

Y sí que los quiebra o los raja, sin querer, algunas veces. El fosal tiene el vientre gordo, hinchado de cadáveres. No caben más. Allí se amontona y aprieta la vida pasada de un siglo del pueblo. ¡Hay que agrandar el cementerio! Y salta un hueso astillado. Fuera está el paisaje libre, ancho, feraz. La azada se hundiría gozosamente en el tempero dócil, saliendo fresca y olorosa. El mundo se le ofrece al sepulturero como un arca infinita para guardar esos pobres hombres que se mueren, que no son como él.

No son como él. Los dioses, los sabios, los héroes, los místicos presienten la inmortalidad; el sepulturero es el único que puede sentirla. En otro tiempo también pudieren regodearse con ella los verdugos. Los funerarios, no. Los funerarios son mozos mediocres de la Muerte. Los capellanes, tampoco; mantienen su liturgia para los que viven. El sepulturero se queda solo con los muertos. Ha de parecerle que le pertenecen y le necesitan; de modo que a él nunca le será permitido ser difunto. Carece de la idea y de la emoción del sepulturero... No las recibirá de sus camaradas, de los otros sepultureros, porque son eso, camaradas. Inmortales. La divinidad crea la vida y se queda en el cielo. El sepulturero acomoda y encierra la muerte y se queda en la tierra.

...Parte los cráneos de la fosa común. En tanto, los graves varones de la ciudad tramitan expedientes para adquirir los terrenos que faltan. Quizá reconoce el buen cavador la calavera de un compadre suyo; pero no la toma en su mano como el príncipe desventurado, sino que la vuelve al fondo con la punta rota de su alpargata.

Decimos: ¡Es abominable su pan! Y nos acordamos y todo de Carón, que arrancaba de la boca de los difuntos el óbolo para pagar el escote de la barca.

Dadle un salario por su jornada, y ya no codiciará muertos “pasados”, muertos de veinticuatro horas. Vestidle una blusa limpia, larga, y os parecerá un albañil. Que se cubra con gorra galoneada, de uniforme, y se trocará en un empleado, en un mozo de bibliotecas. Es el sepulturero de las grandes necrópolis modernas. Oficinas municipales: los cadáveres son legajos; los sepultureros, ordenanzas. Ya tiene plural. Y nuestro sepulturero ha de ser uno. Aunque sus cualidades de malaventura se hallen en los otros, es uno el hombre de los silencios, el que oye todos sus pasos en la resonancia de las tumbas y todos los latidos de su sangre, de su única vida, en la desolación. Nos complacemos en su repugnancia y horror. No penetrando ni coincidiendo en la idea de la muerte, nos organizamos el espectáculo de los muertos. Y el sepulturero es obra de nosotros. Y queremos mirarla para maldecirla.

Dos hermanitos mayores juegan con otro más menudo. ¿Qué harían para no aburrirse? Y se quedan pensando y maquinando, hasta que deciden hacerle miedo a la criatura. Buscan una toca de la abuela, toman un gabán del padre, y visten un perchero. El chiquito se retuerce y llora espantado de la fantasma. Los grandes se regocijan. Pero han de acallarle. Y le dicen: “¡Si es la toca de la abuela!” Y se ríen. “¡No hace nada!” Y la miran. ¡La han puesto ellos! Y lo gritan para escucharlo de sí mismos. “¡Es el abrigo viejo del padre!” Y se apartan un poco. “¡Pero si es un perchero!” Lo miran más. Y huyen todos, gritando empavorecidos.

No hay categorías de fosadores o sepultureros, sino linajes.

En las aldeas, menos el párroco, y si hubiere maestro, menos el maestro también, todos son labradores, todos cavan su pegujal; de modo que todos podrían ser sepultureros. Y no lo son. Su azada es hereditaria; su casa, la señalada entre todas. Si su mujer amasa y enciende el horno, ¿su leña no será de los ataúdes podridos que estaba cremando el marido? Si la hija sale el domingo con una flor prendida en los cabellos, ¿de qué sepultura habrá hurtado el padre la flor? Y su risa, su grito, su vicio, su frutal, su mastín y su cántaro todo participa de la faena de sus manos.

...Está regando o cavando los barbechos del alcalde. Enfrente destaca el ejido; sigue el abrevadero, la cuesta; y arriba, la aldea, con ropas tendidas. Asoman dos olmos patriarcales, el campanario con la veleta doblada; después, un caminito sin nadie; un cercado; en cada cantón un ciprés, y en medio una cruz pobre, lisa, muy negra sobre el azul. Más lejos, los olivares del rico de la comarca.

Bajan unos rapaces cogiendo sapos de las acequias, buscando nidos, mordiendo la merienda. Y de improviso se tornan corriendo a la aldea. Es que han visto al hombre que no tiene miedo a los muertos.

Resucitados, voces de ánimas en pena, lumbres lívidas que siguen a los caminantes, cuando llegan, de noche, por la parte del camposanto, todas las consejas aldeanas de aparecidos, todos los sustos que agobian a los chicos y enfrían la piel de los grandes se paran, se someten delante del corazón del hombre que está cavando un bancal, y un día le avisan, y él se carga el azadón sobre su hombro y anda, perfilándose siniestramente su figura en el júbilo del paisaje, aunque camine como todos los labriegos cansados. Y entra en su casa y alcanza una llave oxidada y sale y sigue el caminito, siempre solitario, y llega al cercado de la cruz. El gemido de la puerta se oye en toda la tarde. Luego suenan unos golpes blandos y frescos en el herbazal bravío. Zumban las moscas bobas de las lápidas. Un pájaro sube de un nicho roto a la aguja de un ciprés. Por el cielo de los olivares pasan los grajos. Y en la aldea doblan las campanas...

En aquella mañana, nuestra ciudad, clara y sencilla, estaba toda comunicada y gozosa de mar. Olía a puerto y a distancia. Y si alguna mujer dejaba en el aire un camino de aromas, todavía sentíamos más la maravilla de lo lejano, la emoción de los viajes. Estábamos contentos; confiábamos en nosotros. Pero entonces un hombre pasó a nuestro lado, y nos miró rápidamente. Sin embargo, esa mirada quedóse mucho tiempo en nuestros ojos. Y ese hombre era como otro hombre. ¿Dónde le habíamos visto? Y empezamos a devanar nuestras memorias... Habían bajado las nieblas y las nubes encima de la ciudad. Las piedras y los huertos estaban húmedos, parecían viejos, y de lo íntimo les salía un vaho de juventud de verano. Y olíamos nuestras ropas recias, y nos daban una suave promesa de bienestar, de abrigo antes del frío. Ya se acercaba el invierno. Se acercaba, y de súbito, como una paloma huida, venía una onda dulce y cálida de ambiente de colmena; pero luego la rasgaba el aletazo del viento de otoño, viento mojado de lluvia de tardes cortas. Y las campanas, las campanas de todas las iglesias iban cabeceando, pisándose, interrumpiéndose, las finas, las recias, quebrando el tañido a la mitad y esparciéndolo entre el humo del nublado... Las campanas penetraban en todos los hogares... Todos Santos, vigilia de las Animas... Las abuelitas de luto, de ojos empañados y frente de losa, vacian la panilla en un vaso, en una taza, en un lebrillo o en un grial. Cuentan sus difuntos: el marido, un hijo chiquito, del que ya no quedan retratos; la hija grande, vestida de novia; la hermana viuda, la que fué tan desgraciada.

Y por cada alma van encendiendo una mariposa. La llamita crece; en seguida mengua, crepitando; luego, arde parada. Hasta el portal baja el olor de luces de aceite.

Y la viejecita se sienta en la sala, entornada, y duerme, suspira, reza y duerme... Sale la familia muy galana. Ya no trae luto más que la abuela. Llevan crisantemos, una corona y cirios. Siempre olvidan alambre o clavos para colgar las ofrendas; pero se los pedirán al sepulturero.

Truenan los carruajes, todos con flores para los difuntos. Después, la ciudad se queda sola con las campanas y las viejecitas de las luces.

El cementerio es una verbena. Gritan los mercaderes, bulle la mocedad. Algunos buscan al sepulturero; nosotros también. ¿Dónde estará ese hombre? Se nos ha olvidado la tumba de un amigo...

¿Dónde estará el buen cavador?

Aburrido y cansado, se ha salido a la entrada de la verja. Trae ropas nuevas. Tiene hoy un corro de amigos. Aguardan que él les cuente; le preguntan de su oficio y le dan de fumar. Se sienta en un peldaño; se le dobla la espalda; deja colgando sus manos de cortezas sobre sus rodillas.

Acuden familias de los difuntos. Nosotros le preguntamos por el amigo muerto.

El sepulturero se rasca el cráneo, que suena con ruido de leña.

Era jovencito, afeitado, pálido... Y le contamos cómo era nuestro amigo cuando vivía. Entonces el hombre aciago levanta los ojos y nos mira sonriendo. Nada más conoce los cadáveres...

Y nos estremecemos.

Esa es la misma mirada del hombre que ha pasado junto a nosotros en la ciudad. ¡Esa mirada nos ha visto muertos!

Le recordamos más. Ya resaltó enteramente su figura en nuestra memoria... Fue en el entierro del olvidado... Toda la noche de su agonía estuvo lloviendo. Y él sollozaba. Cuando espiró creíamos que no era la lluvia, sino el silencio lo que se había quedado resonando...

Al día siguiente, el cementerio estaba enlodado. Los cipreses aun goteaban muy limpios, tiernos y olorosos.

El panteón familiar era de los antiguos: roído, abandonado; los sillares zumaban. Apareció el sepulturero. Venía despacio, con una niña larga, amarilla; su delantal, corto, remendado; sus botas, muy grandes. Merendaba pan moreno y longaniza.

Miró la caja; se hurgó el quijal con un esparto verde, y dijo, pisando la losa de la sepultura:

—Aquí no podrá ser. Todos los vasares están en colmo. Al último, un viejo, lo dejamos en lo hondo, sin tapiarlo.

Y como porfiásemos, agarró las argollas de la piedra. Y al removerla apareció toda la fosa inundada. Tuvimos un grito de horror... Las aguas habían subido el cadáver del viejo, volcándolo, hinchándolo. Nos miraba con las órbitas vacías, quejándose de dos muertes...

Acudieron mujeres, mujeres-comadres de cementerio, que leen epitafios de nichos y comentan la vida de los enterrados.

Estuvieron contemplando el difunto ahogado. Y, luego de horrorizarse también, como reparasen en la niña, que merendaba asomada a la tumba, se llegaron más al sepulturero. ¿Es que ya estaba buena la rapaza? ¿No fue la de las tercianas?...

Y el hombre aciago acarició con el esparto la hundida nuca de la hija. Sí; mejor estaba. Pero como las fiebres la dejaron canija, y en la casa apenas quería catar alimento, pues la sacaba a divertirse. Y desde que la traía con él que medraba la criatura... ¡Ya la veían comer!...

La niña miraba el cadáver hinchado de las aguas, y engullía pan y longaniza; mucho pan; y sólo rosigaba la longaniza para que le durase...


1910.


Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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