En el Mar - Vinaroz

Gabriel Miró


Cuento


Las luces de la ciudad se hunden estremecidamente en las aguas negras del puerto.

Va engulléndose el barco a una muchedumbre cargada de hijos, de hoces y azadas, de fardelicos y costales de ropas pobres que huelen a hogar muy humilde; y hay un vocerío de feria aldeana.

Cuando la sirena del vapor ha arrastrado su lamento en el fondo de toda la noche, y comienza a latir la hélice entre un fresco ruido de espumas, Sigüenza sube al puente con su compañero de viaje. Es un ingeniero sencillo y bueno, que trae en cada zapato una piel de novillo andaluz, y parece algo pariente de Tomé Cecial.

Después de mucho tiempo de un recogido mirar las ventanas alumbradas del pueblo, ya remoto, esas ventanitas que son las pasiones y las tristezas y las amistades de los que se quedan, Sigüenza ha dicho:

—Desde que salimos estoy esperando la emoción que siempre imaginamos en los que se marchan. Los barcos que pasan frente a nuestro balcón llevan una carga dulcísima de románticas promesas, y ahora es la tierra, que se nos esconde, y las luces de aquellos vapores más lejanos que el nuestro, lo que me parece que codicio por hermoso. ¿No será esto un halago con que la realidad desconocida o renovada nos va convidando?

—¡Todo es posible! —le responde el ingeniero mirando los fanales y lámparas de la cubierta.

Y a poco añade:

—Te advierto que la instalación eléctrica de este buque es Jimmer; la de este buque y de todos los de la Compañía.

Sigüenza contempla a su camarada Tomé; oyéndole ha presentido que a su lado estaba la realidad.

Los pasajeros humildes dormían amontonados en el suelo húmedo, viscoso y negro; lloraban algunos niños chiquitos; se oía la queja, la voz cansada de una madre. Un poeta hubiese dicho que el cielo tendía sobre sus frentes el amparo de su techumbre, que palpitaba de estrellas. Pero Sigüenza jamás compuso un verso.

Un trozo de luna muestra el contorno de la costa desnuda y ruborosa, porque hay en la noche de la playa una emoción delicada de mujer.

Los faros, de destellos rápidos, inquietos y de ojos fijos, dan como una idea de solicitud, de vigilancia, de intimidad con el pobre barco solo en las inmensidades. Parece que se miren y se quieran como hombres buenos y hermanos, porque los hombres van dejando en las cosas una fraternidad, una dulzura que se olvidan de mantener entre ellos mismos.

...Busca Sigüenza la realidad humanada en su amigo, y la encuentra resollando y dormida dichosamente en la angostura de su litera, bajo el esponjoso blancor de una manta.

Arriba lloran las criaturas asustadas del trueno de las máquinas, y de la noche del mar; se lamentan algunas mujeres; balan los corderos de los rebaños empavorecidos en las hondas bodegas... Van las aguas floreciendo blancamente de luna.

...Por la mañana, el viejo vapor se acerca un poquitín cansado a la costa.

Los pinares se asoman a las doradas eminencias de los montes, como si se hubiesen subido sólo por ver los viajeros. El sol los traspasa y calienta gozosamente. En las laderas se descubre, a retazos, la carne viva de la rojiza tierra labrada.

Y aparece Peñíscola, abrupta y gentil; resplandecen sus casas como vestiduras inmaculadas de doncellas. En el mar, silencioso, liso y azul, se copia toda la diminuta península. Sobre las ruinas del castillo vuela una gaviota.

Peñíscola se funde, se esfuma debajo de un oro ardiente y brumoso; su blanca silueta recuerda los palacios de encantamiento.

Entre tanto, se va ofreciendo el pueblo de Vinaroz.

El ingeniero tiende su brazo hacia dos chimeneas y la blancura redonda de la Plaza de Toros.

Pero Sigüenza no puede inferir ninguna grave filosofía, porque se ha entregado a menudos y sutiles pensamientos.

Este pobre vapor, tan bondadoso, tan abnegado, no ha sido comprendido.

Veréis. Cuando Sigüenza dijo que había de viajar en este barco, hubo gentes que sonrieron algo desdeñosas y le auguraron grandes males. Le advertían que era un vapor ruinoso, casi podrido; su hélice, como aspa de molino decrépito; sus calderas, todas cribadas; iba cojeando por los mares, y cuando se le antojaba, quedábase parado tercamente, como esas viejas mulas que padecen huérfago y les sangra la piel de las mataduras donde hierven las moscardas... Pues el vapor se acostaría en el mar, rendido y devorado por los picos voraces de las gaviotas...

Y apenas entró Sigüenza cuidose de saber si llevaba chalecos salvavidas.

Y viéndole libre de las amarras, llegó a sentir la voluptuosidad del peligro en toda su sangre, y hasta pensó: «¡Oh, no es tan difícil ser héroe!».

Y llevaban navegando una noche y una mañana, y he aquí que el barco hendía brava y gallardamente las aguas; sus costados hacían un glorioso relumbrar de sol y de olas vencidas; sus máquinas resonaban con un firme retumbo de fortaleza, de confianza en sí mismas. La cámara era blanca, abrigada, de una discreta elegancia, olorosa de muebles y tapices ricos y limpios. ¡Pobre vapor escarnecido por esas almas descontentadizas y murmuradoras! Nada más podría tachársele la chimenea flaca y remilgada. ¿Por qué seremos tan fáciles al desdén y a la burlería para quien oculta en su humildad un esfuerzo, una perseverancia, una recatada distinción?

Surgió el ingeniero, y Sigüenza le tuvo por cifra y símbolo de muchos vapores.

—¡Ya estamos en Vinaroz, Sigüenza! ¿No viste esos cables? Son del teléfono interurbano. Vinaroz tiene teléfono. Apostaría algo a que tú no lo imaginabas.

No; no lo imaginaba.

El silencio del sosegado puerto semejaba abrirse y recibir hasta en su hondura y lejanía el balar de los rebaños que iban saliendo del vientre del buque. Algunas ovejas sangraban y no podían caminar, y los pastores las golpeaban con los corpezuelos palpitantes de las crías nacidas en el mar, llevadas a racimos.

Sigüenza y el ingeniero quieren ver la momia de San Valiente, que se guarda en una urna obscura de la iglesia mayor; quieren verla porque es momia y por serlo de un santo de quien no tenían ni barruntos de su vida. ¡San Valiente, Dios mío!

San Valiente está recostado perezosamente en su codo. Viste de centurión, con muchos bordados de realce y lentejuelas; trae una corona de rosas en las sienes rubias y una palma en una mano crispada y menudita. Sin embargo de la santidad y del martirio, su cara es maliciosa; parece que la hayamos visto alguna vez en un tranvía, en una oficina. Tiene un brazo hendido, porque un varón fervoroso le arrancó una astilla de carne para reliquia.

Mientras el ingeniero Tomé contempla resignadamente la diminuta nariz del santo, Sigüenza habla con el sacristán, un hombrecito de gafas recias y cráneo rapado, que asegura que la sagrada momia es muy permanente, que fue traída de Jerusalén —pero él dice Jesusalén— hace doscientos años.

—¿Y es santo de fama?

—¡Huy, si lo es! Un día entró en un convento a robar panes para los pobres. Y el Padre Prior le dijo: «¡Ay, Valiente! ¿Qué haces, Valiente?», y Valiente contestó: «Nada; doy flores a estos desgraciados». Y los panes se trocaban en rosas.

—¿Y en Vinaroz cuántos milagros hizo la santa momia?

—¡En Vinaroz! —murmura el sacristán con una terrible resplandescencia en sus gafas—. ¡Aquí, en Vinaroz, lleva doscientos años, y no ha hecho ni esto!

Y el buen hombre se muerde la uña del pulgar, goteada de cera.

Respetando su amargura, Sigüenza y el ingeniero salen a la alegría de la tarde.

Sobre el azul humean dos fábricas. Tomé quiere visitarlas. Pero por un cantón aparece un hombre enlutado que lleva bajo su brazo una vara de borlas negras, y tañe un cuerno de azófar. Le rodean las gentes, y él, leyendo en un papel un trabajoso rato, que debía de ser mal lector como el cuadrillero que contendió en la venta con el hidalgo de la Mancha, torna a tocar y luego grita: «De orden del señor alcalde —y al pronunciarlo se quitaba la gorra— se hace saber que la contribución industrial, urbana y rústica de este trimestre hade pagarse el día 27 en la calle de Rafael Selis, número 15. Además —y aquí volvía a leer la nota— esta noche debuta en el Gran Café de España la celebrada y simpática bailarina la Isleñita».

Y toca el cuerno y se aleja dando unas zancadas, y su sombra inmensa se quiebra en los tapiales soleados de un huerto callado y melancólico.

Ya Sigüenza y el amigo siguen al hombre del pregón.

—¿Acaso no es un claro resumen de la vida, de la realidad española? ¡Gabelas y baile!

—¡Como tú quieras! —ha murmurado el ingeniero.


* * *


El barco se entra en la negrura del mar. Están las aguas tan paradas, que las estrellas se copian en su quietud como las lumbrecillas de un pueblo infinito y glorioso.

Sigüenza siente un deliquio de ternura, y mira a Tomé, y le dice:

—Yo quisiera ser como tu; eres bueno y sereno, nunca desfalleces y nunca te exaltas. Tú para mí significas la realidad.

Y el amigo le responde casi balbuciente:

—¡Ay, Sigüenza, Sigüenza, pero si yo estoy enamorado, y sufro más!...

—¡Tú, tú! ¡Tú cuitado de mal de amores! ¡La realidad enamorada!

Y Sigüenza se conturba. ¡Oh, realidad era todo: lo suyo y lo del ingeniero y los doscientos años de hastío y ocio de la pobre momia de San Valiente!


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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