Estampas de un León y una Leona

Gabriel Miró


Cuento



I. El desierto

La leona venía despacio, dulce, tibia, encarnada de sol poniente, un sol redondo, de hierro vivo de fragua, que humeaba al entrarse en el arenal. Caminaba sintiendo el ritmo de todo su cuerpo, la sensación resbaladiza de sus ijares sudados, la condescendencia de su cola, que le pesaba blandamente de anca en anca. Le parecía que iba abriendo el silencio como una hierba tierna.

A media tarde, por el arco del horizonte, pasó una caravana, una larga hilera de camellos flacos, que, al recoger el olor de leona, se precipitaron a grandes zancadas, estampando rápidos triángulos en el azul. Y después, ni una nube, ni un ave, ni una ola de aire había removido la soledad del desierto y del cielo. Todo crispándose, tan seco, tan metálico, que la leona lo sentía vibrar como si tuviese un finísimo abejorro de plata en sus rapadas orejas.

La inmensidad de pliegues, de abolladuras, de aristas, de lomas y planicies, se moraba y enrojecía de crepúsculo. Semejaba que la leona estuviese siempre en medio del mismo ruedo, de un escudo abrasante de arena y de vaho, y en el borde comenzaban a subir unas palmeras diminutas, donde se quedó el león postrado frente al pozo, con los brazos tendidos, rectos, juntos; las garras, cerradas; todo en una actitud arquitectónica de capitel; pero un capitel que fuese lo único del monumento a que perteneció, y ha de seguir resistiendo un conjunto y participando de una armonía que han desaparecido.

La leona le pasó la hoja de lis de su lengua, quitándole la pulverización del desierto que se cristalizaba en su ceño sublime, y le enjugó dos lágrimas envejecidas; pero el león seguía mirando el filo del sol de las dunas, y ella se apartó del oasis sin decirle nada.

Ahora volvía hundiéndose hasta el vientre en lo esponjoso de las hoyadas, resbalándole las garfas con un ardiente crujido en los suelos apretados.

Se deshacía la calina como si se la embebiese el arenal; toda la tarde se ofreció en esa coloración fresca, íntima, de algunos frutos descortezados, de una granada abierta, desnuda del telo amargo de sus gajos. El palmeral presentóse ya crecido y profundo delante de los ojos de la leona, y sin querer hizo un bostezo y le entró la luz que semejaba enternecerle las púas de marfil de sus presas y la pulpa rosa de su quijada. ¡Muchas leguas detrás de sus horizontes redondos, muchos horizontes detrás de los suyos, estarían también desamparados!

Imaginándolo entonces, se confesó que su león no era tan injustamente fosco y codicioso de aventuras como ella le culpaba. Si ahora volviese olorosa de follajes, de frutas, de resinas de un bosque desconocido, acogería sus palmeras con el contento del descanso en el hogar. Pero llegaba toda ruda, vidriada, incrustada de pinchas de arena, y había de seguir bebiendo la misma agua salobre, y había de seguir devorando la misma carroña de camello. Se dió cuenta de que se cansaba de esa carne manida de viejo giboso mal nutrido y de las osamentas rotas, estrujadas y astilladas con demasiado ímpetu por su macho. Y, sin embargo, ¡era tan dulce el sosiego en casa propia y el sentirse reina y tranquilamente hermosa! ¡Las hembras, las hembras tienen en sí mismas la crítica y la complacencia inicial de sus perfecciones!

Y la leona inclinó la cabeza con una gracia verdaderamente femenina y juvenil.

Se detuvo asustada, creyendo que no estaba sola, y se había olvidado erizarse de furor.

Junto a su cuerpo caminaba otra, con primoroso donaire, balanceando su cauda. Había salido la luna, ancha, toda de plata, y la sombra casi azul de la leona se puso a caminar a su lado. Ella la miró sonriéndole, agradada de su compañía, y comenzó a brincar y a revolcarse, como inspirada del placer de su hermosura, de su agilidad, de su elegancia. Y entre dos cactos corpulentos le enviaba el león su mirada encendida y terca.

A poco estaban juntos, golpeándose los frontales, rosigándose las fauces, levantándose para hundirse blandamente las garras en la felpa de sus pieles; se estregaban los costados, rodeaban el mismo tronco, dando los mismos pasos menudos, impacientes; se plantaban hincándose tan recio, que les parecía sentir un brinco interior de su vida, desde la uña, dura como un asta, al ceño rubio y suave como una gramínea.

La hembra se derribó en el verde del aguazal, y descansando la testa encima de su brazo doblado se hubiese dormido inocentemente, con la caricia fría de la lima como un lienzo húmedo en sus ojos; pero la mirada del león le hacía temblar los párpados.

Las gloriosas greñas del esposo se llenaban de sortijas de luz; su lomo destacaba magnífico y estremecido sobre él confín blanco como un paisaje polar. Una gota grande de luna, caída entre las palmas, le iba circulando por la piel, iluminándole rodales de oro. Y volvióse hacia el cielo; lo contempló con dulce regaño y humildad de criatura frágil; dió un alarido que se alejó por las claras desolaciones, y se tendió resollando:

—¡Estoy más harto de ser rey del desierto!

La hembra le miró un instante con amorosa solicitud; ladeóse delicadamente; suspiró un poco, y se quedó dormida.

II. Los cuervos

Al amanecer se pararon dos cuervos encima de la gruta cavada por los antepasados del león y la leona.

Estuvieron mondándose el pico en la doblada lanza de una pitera. Luego se probaban la voz, haciendo un castañeteo áspero de leña y herrumbre, y cuando se cansaron se pusieron a otearlo todo.

La leona alzó perezosamente su mirada, y se encontró los ojos vibrantes y duros de los forasteros. Todo el cuerpo de ella, tan amplio, tan fastuoso: todas sus espléndidas delicias, lucidas en el descuido de su soberanía solitaria, todo se lo iban recorriendo aquellos ojos menudos y fisgones.

Los cuervos la miraban, y después se miraban, ocultándose con una calma aborrecible. De pronto, vislumbraron untuosos y lívidos. Se había rajado el horizonte, y asomaba el sol como un pan de ascuas.

En aquel momento apareció el león, magno, pomposo, con una pelliza de púrpura que le bajaba en toisones por los hombros y el pecho. La mañana del oasis recibió una exaltación de gloria; las palmas, las chumberas, los cactos, los cardizales, el pozo, brillaban ensamblándose en un estrado de bronce.

Desde arriba, los cuervos se doblaban haciendo reverencias. Saludaban muy juiciosos; pero su acento nasal les daba un modillo impertinente.

Decían que estaban deslumbrados; que cuando salió el sol pensaron que era el león que se asomaba a las orillas de su reino, y ahora, al surgir el león, se creyeron incendiados de magnificencias en la casa divina del sol. Preferían haber venido a los abundantes palacios de la majestad del desierto. Mucho tiempo residieron en sepulcros donde sólo quedaban esqueletos de cal; el último que mondaron era un viejecito seco como un papiro retorcido, una miseria de piel que se les ensortijaba en el pico como una viruta. Decidieron buscarse la vida detrás de un ganado de carneros conducido por pastores robustos. ¡Qué cadáveres se criarían de aquellas gentes! ¡Y ni una fiebre, ni una tempestad de arenas, ni una cuadrilla de ladrones de caravanas les deparó el desierto! ¡No había más desvalidas criaturas que los cuervos, que han de mantenerse principalmente de difuntos y no pueden matar lo que más les agrade!... Y como las reses y sus guías caminan también de noche y ellos no, se quedaron solos, y perdieron la ruta. Al rayar el alba descubrieron este macizo de frescura, y aquí buscaban refugio.

—¿Y cuándo seguiréis vuestra jornada? —les preguntó la leona.

—¿Dices marcharnos? ¡Ah, señora; quizá no nos vayamos! ¡Estaremos tan ricamente en estos reales jardines! Os hacemos juramento de que no ha de enfadaros nuestra presencia.

—¿Enfadarles? —le interrumpió el otro pardal, la hembra—. ¡Ni nos sentiréis! Nos contentaremos con roer las carroñas que ya no queráis por desjugadas. Ved que traemos hambre de caminantes; que nos llega el husmo de ese espinazo que se pudre en la despensa de vuestros muladares, y no os pedimos que os apartéis para que podamos bajar a remediarnos. Ya comeremos, ya comeremos cuando nos hagáis merced. Tenemos crianza y espíritu de sacrificio; y con estas virtudes y vuestra nobleza, confiamos vivir muy gustosos a vuestro lado hasta después de vuestra muerte...

Revolvióse el león:

—¿De nuestra muerte? ¿Pensáis, siendo tan ruines, vivir más que nosotros?

El cuervo, gangoso y humilde, le respondió:

—Señor, sí; lo creemos porque es justo. Morir antes nosotros no os traería ningún provecho. Con las negras astillas de nuestra carne no saciaríais la más pobre desgana. En cambio, vuestra carne es roja, crasa, de una preciosa enjundia; vuestro tuétano es una miel de suculencias; y vuestros ojos, de sublimes pasiones; vuestro corazón, tan generoso y valiente; vuestro cerebro, que tanto saber produce, son gollerías dignas de los picos excelsos de las águilas...

—¡Las águilas! —le corrigió la cuerva—. Las águilas no nos aventajan en regodeo. Las águilas, señor, no os picarían con más refinado escrúpulo que nosotros. Ninguna bestia inmunda se aprovechará de vuestros despojos augustos, porque no los abandonaremos hasta dejaros bruñida toda la osamenta...

El león semejó desgarrarse en un bramido que hizo retemblar el día. La leona se encogió con graciosa ferocidad, apercibiéndose para el brinco de ataque.

Pero los cuervos ya se cernían croando en torno de las frondas, y desde el azul les gritaban cortésmente:

—¡Si supierais qué emoción se tiene sintiendo pasar el trueno de vuestra ira debajo de la quilla de nuestra pechuga y de los garfios de nuestras patas!

El león comenzó a salir por los arenales despacio, dolorido, escudriñando las calcinadas lejanías.

Detrás caminaba la hembra, volviéndose para mirar las dos aves, que iban bajando, bajando a los solitarios jardines del rey...

III. La del alba

Cavó el macho la sombra de un hondón buscando frescura, y se tendieron, apoyada la testa en la cruz de las zarpas, y al resollar imprimían un remolino caliente en las arenas.

Pero el bochorno parecía tajarles la piel y cuajar sus entrañas.

—¡Si muriésemos aquí, este aire inmóvil iría en seguida a contárselo a los cuervos!

La leona torció la quijada con una exquisita mueca de desdén:

—¡No valen la pena de que un león los recuerde!

Y un poco aturdida, añadió:

—¿Y no podríamos matarlos?

—¿Matarlos? Pero ¡si tienen razón! Yo no me enfurecí contra ellos, sino contra el sentido común de sus palabras... ¡Nada tan implacable como el sentido común en lengua de ruines!

La hembra se le acercó graciosamente mirándose en sus ojos de zumo de lumbre; y él los paraba, como si estuviese ciego, para que la leona se complaciese en las espejadas miniaturas.

—No me da miedo lo que dicen; me da miedo la luna grande. Parece que a la luz de estas noches veas un mundo que te hace aborrecer la tierra nuestra, ¡tan hermosa hasta por ser de nosotros!

Y el león comenzó a caminar hacia el oasis, que se estremecía entre un vaho de hornaza.

Y ella insistía:

—...¡Reino nuestro tan dulce bajo la luna que promete una felicidad que tú la miras alejada en otros países!

El esposo iba contemplando las inmensidades que le cerraban la vida. Su reino, el desierto infinito de arrugas humeantes, les ataba a un islote de hierba como a la argolla de un pesebre.

Caminaron estrujando y arando el arenal; oyéndose sus cuerpos tardos, gordos; removiendo la flama del viento que volvía a dormirse en el oleaje de escoria.

El león murmuró:

—Tú no amas la tierra nuestra por lo que es; tú la quieres por lo que crees que nos evita contentándonos con su quietud, resignándonos con su soledad.

La leona quedóse zaguera, ocultando su turbación. Y él la esperó, diciéndole:

—Esta soledad profunda tan de nosotros la concretan y la miden ya los cuervos... ¡Yo resistiría a los cuervos hasta en la selva; pero aquí, no; en la íntima soledad de mi reinado, no! ¡La selva! En la selva viven hermanos nuestros gozando delicias de verdadera creación. ¡Esto es reinar en unas afueras del mundo que se le han olvidado al Criador! ¡Todavía no tenemos hijos, y podríamos hacer nuestro camino libres y rápidos!

Subía la luna. El oasis respiraba un olor de polen y de pitera caliente; y la leona se arrimó al macho y consintió en su ansia, ofreciéndosele en la última noche nupcial de su trono.

Irguióse el león. Bajo su piel parecía convulsionar toda su vida, y sacudió su augusta cabeza. Probablemente acababa de arrancarse la corona.

Los cuervos les recibieron graznando, sin moverse del muladar. Es que no podían huir. Agarrados al costillaje del camello podrido, se tambaleaban pringosos y ebrios del hartazgo, con los picos abiertos para alentar, colgándoles ternillas y piltrafas azules, manándoles las boqueras.

Y la cuerva gemía:

— ¡La carroña se trueca en nuestro cepo, y estos reyes se vengarán de todos los descaros que les dijimos!

Pero el cuervo, hinchado de bienestar de vientre satisfecho, se hizo lógico y la confortó:

—¡Oh, quién sabe! Estos animales tan grandes suelen ser inocentes. ¡Si fuesen cuervos! Pero los leones están obligados a la generosidad. Tienen fama de mucha virtud, y la fama de los buenos de algo sirve a los otros.

Escuchaba el diálogo la leona, y no sabía si agraviarse o ruborizarse placida del elogio. Tuvo que sentir el dulce sofoco de amor, porque el macho la requería enloquecido de brama y de quimeras románticas en la hierba empapada de luna.

...Ya tarde bebieron agua de luceros y nieblas, y de un brinco donoso salieron para siempre de su casa.

Los cuervos meneaban escandalizados sus raídas cabezas.

—¡Nunca lo esperé de los leones!

—¿Eso es un rey del desierto?

—¡Ella, ella no tiene ni decencia ni temor de Dios!

—Pero ¿y él?

—¡Ella, ella, que si viviese en los grandes bosques y ruinas, no habría carcavera que la aventajara!

La leona se volvía para ver el contorno de sus árboles. Quizá fuese una locura abandonarlos. Aunque, a la postre, la selva no era ningún delirio de león, sino una realidad también como este oasis...

Y el macho, que acaso le adivinaba los desfallecimientos, las vacilaciones de su dolorido sentir, entonó el himno de la cercana dicha:

—¡La selva!... Nos sumergiremos en follajes tiernos y en bóvedas de oro; nos bañaremos en lagos azules; te cantarán las gargantas de los pájaros, que parecen vestidos de flores; te ungirás de bálsamos de troncos y de esencias de prados; te saciarás de panales que manan en las rocas desnudas... ¡La selva, la selva, amiga mía!

Y la leona avanzaba gallardeándose bajo la caricia de la voz del esposo. Y él aspiraba los horizontes, y se le encrespaba el ceño, y en sus profundos decía:

—¡La selva! ¡La selva!... Pero ¡por dónde se irá a la selva, Señor!

IV. Alas y hombres blancos

Se fue encendiendo la mañana y haciéndose grande. Y los cuervos lograron ya soltarse de la osamenta y se subieron a la gruta vacía.

A lo lejos se arrastraban los leones trasijados, menudos como cachorros.

—¡Parecen chacales canijos!

—¡Caminan como si se escaparan!

Y los dos cuervos se precipitaron en el azul, y sus sombras corrían por la hoguera del desierto. Pronto se deslizaron muy gozosos encima de la tostada piel de los reyes, de cuyas nalgas y de lo cóncavo del vientre les bajaba una espuma de sudor.

Alzó el macho los ojos y llamó a los aborrecidos:

—Vosotros que veis más distancias, ¡mirad si está ya cerca la selva!

Los pardales crascitaban riéndose.

—¿De qué selva decís?

—¡La selva! ¡La nuestra! ¡Nos vamos a la selva!

Todo el día se llenó de lamentos de una bandada de pelícanos, que pareció sumirse en una loma de arena azulada.

Los cuervos se acercaron a los leones.

—Aun no se ve; pero antes de que caiga la tarde podéis llegar a otros palmerales que ya aparecen.

No fué embuste de cuervo. Era otro oasis con escombros de majada y de albergues, y con umbrías de cañas, de datileras y cabrahigos. Aquí se recostaron y bebieron; y en tanto que los cuervos se refocilaban en las viejas inmundicias que dejaron los ganados, bramó el león de hambre y de furia, viendo padecer a su leona. Le salía el clamor en oleadas retumbándole el cuerpo como un aljibe.

La luna fué la buena madrina de sus empresas. Le quitó todas las bascas y los sudores de su angustia. Y alentado, empujó blandamente a la esposa; la cegaba con el rubio mullido de su guedeja, y hasta la topaba, retozando a lo cordero, como si le pidiese de mamar. Luego recuperó su varonía, arrebatado y brioso, y con la mirada encendida por el amanecer y centelleante de su designio, impuso tercamente la ruta.

Los cuervos se descrismaban, no entendiendo los repentinos tránsitos del león, que de las postraciones rebotaba al júbilo y de las zumbas se exaltaba a su altivez. ¿Es que acertarían a ser felices de verdad? Pero a media tarde comenzaron a croar muy socarrones.

El desierto se adelgazaba, se descarnaba; ya consentía sendas y criaba cardos, hinojos, saladares.

Frente a la perpleja mirada de los caminantes, se abría el mundo con una claridad gloriosa, y desde el confín se elevaba encima del cielo otro cielo, otro azul más apretado, más jugoso, y venía un apacible retumbo y un viento de una frescura salada que les zumbaba en los oídos, que se les pegaba como un aceite en los párpados, en la nariz, en las cerdas rígidas de su boca.

Un ave enorme, de alas blancas, se había posado, pasmada y buena, delante de los leones. Y, de pronto, este pájaro tan limpio y gigantesco tuvo un hijo de muchos brazos, y con ellos corría, Acreciéndole de espumas el filo de su pecho.

Los leones se encogieron aguardándolo; movían regaladamente la cola golpeando la mojada arena.

Estaban ya ganosos de volcarse y recibir entre sus patas a la graciosa criatura para lamerla y divertirse.

Y, sin querer, se levantaban, mirándola, mirándola.

Es que el hijo del ave blanca iba criando cabezas.

Y el león quiso reír, y se contuvo porque no podía reírse ni gritar.

La leona le preguntaba asustada y feroz, y él le dijo:

—No te apures. ¡Nos hemos aturdido un poco, y, en vez de ir a la selva, hemos llegado al mar! ¡Tan hermoso es el mar, que casi no me pesa mi engaño ni la bellaquería de los cuervos!

En aquel instante brillaron muchas lumbres lívidas, rojas, seguidas de truenos secos y cortos.

La leona se derribó de ancas, arrastrando las piernas revueltas y tirantes; se sostenía con el brazuelo izquierdo y adelantaba el otro, resaliéndole las garfas desnudas, que se clavaban en la costa, queriendo resistir el dolor de las tres heridas que la transían y quemaban en medio de los hombros, del lomo y de una nalga. Desgarraba las fauces con una mueca humana; se le crispaba el labio y la nariz; se alzaban y torcían las pupilas vidriosas en los ojos dilatados.

—¡Me muero! ¡Tres flechas me traspasan!

Levantóse el macho para arremeter contra toda la tarde del mar, y cayó de bruces en la espuma, con los brazos rotos a balazos.

El arenal se engullía vorazmente la sangre gruesa de los enormes cuerpos, y contemplándola gimió el león con un dulce orgullo:

—¡Nuestra sangre merece toda una playa!

Nuestra vida sólo podía rendirse a otros reyes. Porque, sin duda, estamos en el país de los grandes reyes cazadores de leones que nos contaba nuestra madre la reina...

Pero llegaban unos hombres enjutos que no traían la túnica y la mitra de los asirios, sino casco y cocotera de dril; ni lanza ni arco, sino rifles de llaves relucientes, leves y primorosos como flautas, y prolongaban sus ojos con los cartuchos de los prismáticos de vientre de cuero. Después rodearon a las víctimas; sacaban librillos de memorias, álbumes y carnets, y tomaban apuntes de torsiones, de rasgos convulsos.

Un caballero que se parecía a un cuervo, pero alto y rubio, quitóse el salakof y, enjugándose la calva, pronunció con académicos fervores:

— ¡Aquí tenemos palpitante una exacta reproducción de la «leona herida» de Kuyundjik! Aquí comprobaremos cómo los escultores de Nínive...

Y mientras él glosaba y comprobaba, macho y hembra consintieron que unos mozos atezados y ágiles les enrollasen con sogas y prisiones, y les entrapajasen las heridas, y les entablillasen las patas. Luego, en armadías los llevaron al lado de la nave;, y fueron izándolos entre gritos marineros y un estridor de garruchas.

Los cuervos les despedían cerniéndose sobre las orillas del mar.

—¡Nosotros os hubiéramos disecado cuando murierais de viejos! No quisisteis. ¡Ya veréis los sabios!

No podían oírles los leones. Se iban entrando en el azul, al pie de tres árboles de alas blancas y combas que crujían espumosas y finas.

V. La selva

Los primeros días los pasó el león en un hipo de congoja. No se acordaba del íntimo rugir, un alarido roto como un su mal, o se complacía en sus dolores, trastornado de remordimientos.

Siempre estaba esperando la mirada y el perdón de la leona.

Ella, con la cabeza dentro de sus patas, plegaba la piel de su frente, sacaba de las arrugas los párpados, los abría un poco, y, en seguida, tornaba a hundirlos, y se hundía toda en sí misma, dando un suspiro tan grande que la hinchaba, sacudiéndola, como si le rodara una ola interior por todo su cuerpo fajado.

Entonces el león escondía también el rostro entre su zalea, entre los collarones y cordeles que les ataban a un mástil, y rechinándole los quijales se decía: «¡He sido un canalla!»

...Y sin embargo de la pena, iban cerrándose sus heridas y soldándose sus huesos quebrados: él ya se incorporaba, aunque, al andar, se le doblaban un poco las rodillas. Pero estaba mejor. Y le reforzaron las ataduras y le aferraron los pies con un áncora vieja.

La leona ya pudo levantarse de la paja, y renqueando, torcida, desriñonada, volvíase con austero reproche hacia el esposo. La habían desnudado de los vendajes, trocándoselos por maromas y correas, como si trajese aparejo de servidumbre. No hacía sino suspirar laceradamente; suspiraba casi lo mismo que al principio de su desventura. Porque ¡qué podría decirle el león para desagraviarla y consolarla! Claro que no toda la culpa era del león. Ella reconocía que, algunas veces, apeteció la abundancia y los refinados primores de la selva; y la selva —volvió a pensar—, la selva no era una patraña de que se valió el esposo para quitarle el positivo bien del oasis. La selva existía.

Luego se malhumoraba por sus blandos pensamientos. La selva existía; pero ¡qué le importaba al león que existiese! ¿No tenían ya reino pacífico y heredado? ¡A qué tanto embeleco y plañir y trovar a la luz de la luna, y, finalmente, embravecerse y creer malograda su soledad por el arribo de unos cuervos! ¡Veríamos ahora qué remedios arbitraba el romántico!

Y esperaba humildades y lágrimas de arrepentido.

Y él la miró mucho; y, sin lloros ni balbuceos, como si prosiguiese una tranquila plática, le dijo:

—Estos que nos tienen, no me parecen de la estirpe de los reyes cazadores de leones; pero son hombres, hombres, y no malos, porque, pudiendo acabar con nosotros, nos sanan, nos sustentan, y ¡quién sabe si van llevándonos camino de la selva!

Relamióse la leona, y, mostrando una ingenuidad de virgen, exclamó:

—¡Ah, conocen tus antojos; te han oído en el desierto, y deben entender nuestro lenguaje!

—No conocen mis antojos, según dices —repuso el león, sin salir de la mansedumbre del fracaso—. No los conocen, ni nos han oído, ni aunque nos oyesen nos entendieran; pero no dejan de ser inteligentes, y, siéndolo, ¡cómo quieres tú que se propongan naturalizarnos en un barco o que les rodemos la noria del huerto de su casa! No; los hombres saben que el león fué criado para gozar de la selva, y a la selva nos traen. Y si no, ¡nos iremos nosotros!

—¡Nosotros! ¿Cómo?

—¿Cómo? No sé, ni me apura saberlo. Me inquieta más imaginar que, si nos favorecen, luego resulten bienhechores insoportables.

—¿Y tendríamos que serles agradecidos, como de algunos antepasados nuestros se refiere?

Así conversaban, en tanto que el ave blanca agotó el viento y el azul, y se le marchitaron y encogieron las alas, y fue parándose delante de una ciudad.

—¿Qué será esto? —se preguntó la leona, viendo que las gentes y las bestias se atropellaban y gritaban y padecían y reían, agobiadas, torvas, febriles y secas.

El león, sin sentirse ya lisiado ni cautivo, erguíase anhelante y glorioso. Era un dulce momento de alegría, de confianza de convaleciente, que pronto se apagó.

Tuvieron que agazaparse, porque un monstruo, todo brazo y uña, fué tendiéndose y entrando como si los buscara. Acudieron los bienhechores, deparándoles el refugio de una cueva angosta, que, al recibirlos, se cerró con estrépito. No veían; no podían removerse. Se hubiesen creído muertos y sepultados del todo si su tumba se hubiera quedado inmóvil. Pero la tumba se mecía, y después caminaba. Caminó mucho tiempo, hasta que, de súbito, se detuvo, retumbó, se desgarró, y los leones salieron otra vez a la vida en una tarde gozosa.

El león se arrodilló sobrecogido, extasiado de felicidad, prorrumpiendo:

—¡La selva, la selva!

Frondas apretadas, rotundas, opulentas, de olmos, de tilos, de eucaliptos; perspectivas de chopos; hiedras murales; recintos callados de arrayanes, de bojes, de cipreses, que se proyectaban en aguas azules, encantadas, con apariciones de cisnes, cisnes de armiño, las alas en alto, delicadamente juntas, como manos en oración; cisnes negros, de pico candente; y en estanques más humildes se bañaban, con griterío de arrabal, las ocas blancas, de espátula amarilla; los patos de cabezón bermejo, glanduloso y horrible como una llaga; los patos morenos, grises, tornasolados. En el portal de su guarida se soleaba un caimán de coraza grasienta. Una grulla, con toca erizada y faldellín de color de ceniza, se aburría encaramada al varillaje de sus zancos. Los avestruces desdoblaban su cuello sobre los setos floridos, y una jirafa enviaba su cabeza al azul, y desde allí iba mirando pasmadamente como recién salida del arca del Diluvio. Un elefante, un peñasco de goma arrugada, de ojos oblicuos de una malicia chiquitina para tanta piel, erguía la manga de hocico de cerdo enseñando su boca, toda de pasta tierna de lengua. Y asomaban los tigres, de cuerpos franjados y pupilas de piedras preciosas; las hienas, broncas, obtusas, de andar impaciente; los llamas, con remiendos rojos y blancos y la mirada albina, de un malhumor trivial; los ciervos, que parece que llevan un esqueleto roto en la frente...

Y entre ruidos de árboles y regatos, sonaban los gritos glaciales de los monos, el lamento de los pavos reales, el gruñido nasal de los osos, cacareos, aletazos, relinchos, arrullos y balar; la granja y la égloga; risas histéricas de aves, bufidos, ladridos, clamores, silbos y estruendos cavernosos de furor, de brama, de hambre, de convulsión y júbilo de especies...

En el cielo de la tarde estival se esponjaban las islas de los follajes llenos de sol.

Todo lo miraba el león; a todo se volvía embelesadamente. Pero la hembra se fijaba con un ahinco más concreto, más fragmentario. Vió que los gorriones y palomas volaban y saltaban junto a los animales corpulentos, y les comían su pan, y se burlaban de su fortaleza.

—¡Parecéis empleados de un escritorio! Siendo tan grandes, ¡cómo consentís que os quiten la libertad!

Y un tigre, joven y gordo, parido ya en el sosiego de la «Colección», se desperezaba todo a lo largo y les decía a las avecitas:

—¡Para lo que la libertad os sirve a vosotras!

La leona buscó el arrimo del león, tropezando en todos los hierros de la jaula. Parecía demacrada. Y él alzó el mechón de su barba para que la hembra se reposase encima de su pecho, y entornando los ojos, murmuró:

—¡Qué lástima, amiga mía; qué lástima que la pobre selva esté enjaulada!

La leona quedóse mirándolo, mirándolo.

Después se le apartó; se acostó de espaldas al esposo y la selva, y pensó resignadamente:

—¡Ahora este león ya no tiene remedio!


Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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