Figuras de la Pasión del Señor

Gabriel Miró


Cuento, religión



A mi madre, que me ha contado muchas veces la Pasión del Señor.

Judas

«Y dijo uno de sus discípulos, Judas Iscariote, el que le había de entregar: "¿Por qué no se ha vendido este ungüento en trescientos denarios para socorrer pobres?"».

(S. Juan, XII, 4, 5)

Levantaron las mujeres sus ojos al azul de la tarde, y prorrumpieron en palabras de júbilo y bendiciones al Señor.

Muy alto, entre Cafarnaum y Bethsaïda, venía el gracioso triángulo de una bandada de grullas.

Doce aves vio María Salomé. Y las contaba con nombres: Mateo, Tomás, Felipe, Bartolomé, Simón el Zelota, Santiago el Menor y su hermano Judas, Simón Kefa y Andrés su hermano, y Santiago y Juan. ¡La de la punta, el Rábbi! ¡Sus hijos, sus hijos volaban al lado de la grulla cabecera!

La madre de la mujer de Kefa sonrió descreídamente, porque sabía que su Simón guardaba la promesa de las llaves del Reino de los Cielos. Pero pronto olvidaron sus querellas para recibir devotamente el anuncio de la llegada del Maestro y los suyos. El Señor les enviaba su mensaje con las aves de cielo, porque todas las criaturas le pertenecían.

Y cuando bajaron los ojos a la tierra se les apareció un caminante entre las barcas derribadas sobre la frescura del herbazal.

Era un hombre seco, de cabellos rojos, que le asomaban bajo el koufieh de sudario mugriento; su mirada, encendida; sus labios, tristes.

María Salomé le gritó con gozoso sobresalto:

—¿Vienes también tú de parte del Señor?

El hombre se detuvo.

—¡El Señor! ¿Quién es el Señor? ¿Es el solitario que come langostas crudas de los pedregales y miel de los troncos, y camina clamando por el desierto?

Las mujeres se miraron pasmadas de la ignorancia del forastero.

—¡Ese fue Juan! Y lo degolló el Tetrarca en Mackeronte.

—¡Ese justo ya dijo que no era digno de desatar la sandalia del Señor!

El caminante agobió pensativamente su cabeza. Mordía la punta del ceñidor de cuero de su sayal, y murmuraba:

—¡El Señor! ¿Quién es, quién es el Señor? ¿No será el Maestro de los que viven en la ribera de las aguas podridas de Sodoma?

Y ellas reían.

—¿Tú dices de esos que son enemigos de las mujeres y traen su azadilla para hacer un hoyo y enterrar sus inmundicias?

Y añadió la suegra de Pedro:

—¡Ese tampoco! Mira: el Señor nuestro es el que da la salud y libra a los poseídos. Se acercó a mí estando yo postrada de calentura, y me levanté a servirle.

Y el hombre dijo:

—¿Es que lleva en su mano el anillo con raíz de Baaras, la raíz del color de la lumbre que limpia de todo mal?

Entonces, una moza blanca, de ojos de dulce pereza, de dientes de nardo, de pechos de palomas asustadas, alzose gloriosamente, y todo lo que la rodeaba parecía penetrado de su hermosura.

El hombre de los cabellos rojos se estremeció mirándola, y tuvo que encorvarse para ocultar las brasas de sus pupilas.

—¡El Señor me arrancó con el poder de su voz siete demonios inmundos que me devoraban las entrañas!

Y el caminante envidió a los demonios que se habían sustentado del aliento delicioso de aquella vida.

Salomé aun le dijo:

—Si no sabes del Rábbi, ¿qué buscas entre nosotros?

—Busco a Simón de Jona. Yo me llamo Judas, hijo de Simón el curtidor. Mi pueblo es Kerioth. Han muerto los míos; soy pobre, y pido faena en las barcas.

La suegra de Kefa le advirtió:

—Mi Simón y su hermano son ahora pescadores de hombres. Aguárdate, si quieres, hasta la noche, porque hoy han de venir. El Rábbi nos avisó con el vuelo de las grullas.

Y alzose, y trajo medio ruedo de pan de cebada y leche de camella.

Judas recostose a la sombra de las barcas, y engullía con ansia, y se paraba para bendecir la mano que le dio alimento. Y decía:

—Judío soy, que está mi aldea a la otra parte del Hebrón, casi a la linde del país idumeo; mas, allí las gentes son duras como sus montañas, montañas que hieren al tocarlas; llagas se me hicieron en las manos de agarrarme.

Comenzó a beber, y le resonaba desde el pecho al vientre, como un cántaro que se llena. Y con la boca y media faz dentro de la vasija, barbotaba tragando:

—¡Y no tenéis hambre, no tenéis hambre vosotras!

Su barba taheña quedose toda prendida de nata y de espuma de la leche.

Ellas sonreían, y le prometieron:

—Aun comerás más, comerás con nosotros cuando llegue el Rábbi.

Y Judas repetía:

—¡Judío, judío soy, pero todo mi país es de cardos y quebradas; no así la Galilea, tierna de pastura, gozosa de frutales, y las gentes agradables a Jehová por su misericordia!

La mujer hermosa le reconvino:

—¡Reniegas de la tierra, y es tierra de los patriarcas, tierra de Israel, prometida por Dios!

Relumbraron los ojos del forastero.

—Mucho tiempo caminé por el desierto. Y seguía el rastro de las caravanas para roer sus desperdicios que buscan los chacales; y comí el pan que les sobraba a los legionarios.

Las mujeres le miraban adolecidas de su desamparo. Y no quisieron que les ayudase a cubrir con las velas los cañizos de peces que se secan en el solejar —que ya caía la tarde, y los daña la serena—. Curábase allí la última pesca que sacaron las jábegas de Simón y de Andrés, de Santiago y de Juan para llevarla a los mercados de Jerusalén y Jericó. Allí se mostraba el ialtry, casi redondo, que también nada encendidamente en las viejas aguas del Nilo; todas las especies de los cromis, recamados de iris como una dalmática preciosa, los que guardan vivas las crías en la recia bolsa de sus fauces; el bolti, que vive apretado con los suyos y semeja fundirse y cuajarse palpitando bajo las calmas, como un tesoro; el blennius, de subido sabor; la corvina, que se parece a la de Alejandría; el cachuelo, el sollo, el barbo...

Judas llegose al enjambre de mujeres, y también guarecía los cañizos.

Salomé le apartaba.

—¡Aun resuellas de cansado!

Y él porfió en trabajar, que así tocaba la túnica y las manos de la mujer hermosa.

...Se doraba de sol viejo la ribera de Genezareth. En la paz de las aguas y del aire se deslizaba el vuelo de plata y de rosa de las garzas. Y el casal encalado, los barcos, las redes tendidas, un mástil que subía por el muro, entre la pureza de los manzanos floridos, el humo del horno, todo se copiaba en el sueño de la mar de Galilea.

...Judas acostose en el establo, dentro del heno, junto a las nasas olvidadas, rotas por las pezuñas de los bueyes. Y se durmió estremecido de fiebre mirando la noche, que caía en bóveda de astros sobre el Tiberiades.

Había remendado las sandalias de seis discípulos del Rábbi. Había molido tres almudes de trigo para el pan de la familia apostólica. Le goteaba el sudor en la piedra harinera. Y llegose el Rábbi a mirarle; le pasó su mano por las sienes, y el hombre de Kerioth sentía una suavidad de reposo y refrigerio.

Vinieron también mujeres con el profeta. Adivinábase a su madre entre todas; siempre callada y triste. El hijo tenía el ímpetu, el fervor y la luz, el embelesamiento, las melancólicas postraciones del elegido. La madre, la contenida ansia, el miedo al gozo, el resignado silencio y la sombra trabajada de la predestinación que se cernía sobre él. Su dulce belleza de nazarena se iba consumiendo en los rudos caminos y en inquietudes no comprendidas por nadie. Todo lo miraba con padecimiento. Judas tembló traspasado del recelo y afán de los ojos grandes, profundos y amargos de María.

Despertó soñándolos. Y hallose a los pies del Señor.

Los discípulos contemplaban la cabeza del Rábbi coronada de sol, que salía glorioso por encima de un otero azulado.

Y oyose la palabra de Jesús, firme como un mandato de Jehová.

—¡Judas, sígueme y participarás del reino de mi Padre!

Y se alejaron por el camino de la playa, murado bravamente de piteras.

La costa oriental, tierra de Gergesa, se desplegaba abrasada, roja, llameante.

Tadeo, Felipe y la redimida de los siete demonios iban por la orilla hincando sus bordones en la arena bañada, y daban un grito jubiloso cuando el agua ceñía sus tobillos con ajorcas vivas de claridad. El Rábbi les sonreía al lado de Juan y de Kefa. Le seguían la madre, Salomé, Susana, Juana de Chouza; después, los otros discípulos, y el postrero, Judas, que no apartaba sus ojos de la imagen de la hermosa espejada en el mar. Y Judas se dijo que él era como el mar, porque aquella mujer se reflejaba en el fondo de sus pensamientos.

Apagose el ruido de las sandalias. Callaron todas las risas y palabras, y subió la voz de Jesús:

—...Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal perdiere su sabor, ¿con qué será salada? Vosotros sois la luz del mundo. ¿Y, por ventura, se enciende la lámpara para esconderla debajo del celemín o para que brille sobre el candelabro? ¡Así vuestra lumbre ha de brillar delante de los hombres y guiarlos a la casa de mi Padre!

Se entraron a las sombras de los senderos campesinos.

De las granjas y aldeas salían atropellándose las gentes, y agitaban báculos y lienzos llamándoles. Aplastaban los vallados, arrastrando de sus andrajos y vendajes a los tullidos, a los furiosos, a los mordidos de sierpe, a los lisiados, a los llagados, a la prole canija. Removiose la costra humana y se calentaron los hedores bajo el sol. Clamaban las mujeres presentando los pomos y vasos de aceites y vino, para que el Rábbi tomara de allí con sus dedos y pronunciase sobre sus hijos la fórmula de la salud. Los ciegos, postrados en las orillas del camino, se volvían hacia la voz de Jesús gimiendo: «¡Ábrenos los ojos, ábrenos los ojos!». Y, apartados, esperaban los inmundos dando el chiflar de sus laringes hendidas por la lepra.

El Rábbi iba tocando y ungiendo piernas retorcidas, manos secas, pupilas calcinadas, lenguas gordas, babeantes, de mudos, de rabiosos, llagas escondidas entre racimos de amuletos.

Era la humanidad semita sin socorro para su desventura; ni los colirios, ni los bálsamos, ni las hierbas de los esenios, que poseen el texto del Sefer Refuot —el libro salomónico de las curaciones—, han podido remediarla. Porque su mal es castigo de las culpas propias o de pecados de los padres. Sus cuerpos están poseídos del Espíritu de la Sangre enferma, del Espíritu del Silencio, del Espíritu de la Ceguera, del Espíritu de la Fiebre, del Espíritu del Maleficio. Son los endemoniados, y sólo el mago, el rábbi, el taumaturgo piadoso sabe las palabras de exorcismo que libran del demonio. Y en todo lugar se acecha el paso de estos Hombres que llevan el prodigio en su voz y en su mirada, y apenas se nubla la lejanía con el polvo de su cortejo, la muchedumbre se exalta, y amontona y desnuda sus miserias, y las ofrece bajo la sandalia de los profetas.

Rábbi Jesús descollaba entre todos. El mismo Abba Chelkia y Rábbi Chakina-ben-Dossa, tan colmados de saber, se pasmaban de las maravillas del Rábbi Jeschoua Nazarieth, hijo de Josef.

...Acercábase un centurión, seguido de la soldadesca resplandeciente que venía de jornada. De sus picas colgaban ramas tiernas de terebinto, varas de cidras, támaras de dátiles.

Un legionario blandió su lanza voceando:

—¡Paso al centurión!

Y mordía una naranja, que goteó de dulce oro la úlcera de un niño.

Judas humillose ante el caballo del romano, y todo temeroso, porque Jesús no se cuidaba del arribo de los amos de Israel, balbució:

—¡Es el Señor, el Señor, que anda predicando la Buena Nueva, y cura los males de los hombres!

—¿Dices el Rábbi Jesús?

Y el soldado hundió los dorados carcañales en su potro, y avanzó gritando:

—¡Rábbi, Rábbi, sana a mi siervo, que aúlla y se retuerce en la estera como atormentado!

Todos quisieron apartar a una vieja hinchada, monstruosa, para que Jesús atendiese al guerrero. Y el profeta la retuvo amorosamente, hasta que tocó su podre y la consoló.

Después volviose y dijo:

—Iré a curarle.

Mas, el centurión le repuso:

—Mándalo con tu palabra, como yo hago con éstos, diciendo: Id, y van; haced esto, y lo hacen. Así, tú, si quieres, ordena su salud, y mi esclavo sanará.

Los ojos del Rábbi se alzaron llenos de alegría y de sol. Luego, mirando a sus discípulos, exclamó:

—¡En verdad os digo que no hay en Israel fe tan grande como la de este hombre!

Y dirigiose al romano, otorgándole la gracia:

—¡Ve, amigo, y como creíste así te sea dado!

Levantó el centurión su varilla de cepa saludando a Jesús, y alejose entre la calina y el polvo. Centelleaba su casco, y el viento le abría la clámide, y traía las dulces canciones del Lacio.

Y Judas oyó a la redimida de los siete demonios, que miraba al Señor diciéndose:

—¡El Cristo, el Mesías es, que hasta el gentil, altanero con el Pontífice, a él le pide beneficios!

Atravesó el Rábbi los sembrados, y una multitud le seguía.

La mies estaba alta, apretada y comenzaba a cuajarse. Salían del verde oleaje las alondras y daban su cantiga como si soltasen del pico un grano de oro que revibraba en el cristal azul de los cielos.

Jesús se quedaba atendiéndolas.

Acababan los panes en la ladera de un monte, tierno de ciclamas, rojo de anemonas que teñían de frescos jugos los pies de la muchedumbre. La cima se rasgaba en dos picos como las dobladas puntas de una tiara.

A la mitad de la cuesta descansó Jesús. Todos le rodearon. Dos hormigas le subían por la sandalia. El Rábbi las tomó blandamente, y las puso dentro de una flor. Bajaban, de nuevo, los pájaros a la abundancia de la llanura. Y decía Jesús:

—¡No viváis acongojados pensando qué comeréis, ni de qué modo vestiréis vuestros cuerpos! ¡Mira a las avecitas que no siembran ni allegan en trojes! ¡Ved los lirios del campo que no trabajan ni hilan; pues yo os digo que ni Salomón pudo cubrirse con vestiduras tan gloriosas como las suyas!

Y quitose el koufieh para recibir la gloria del día en toda su frente, y tornaba sus ojos a los magnos horizontes y le temblaba de emoción el pecho.

El lago era un óvalo candente; y en el aire de oro tendían sus alas las barcas pescadoras, y pasaban los pelícanos grandes, lentos, y se precipitaban las golondrinas delirantes de luz. El confín se cerraba con la rubia serranía de Djaulan. Más a la izquierda asomaban los sienes de nieve del gran Hermón; a la diestra, el llano pomposo; y lejos, el Thabor ancho, desnudo, fuerte, semejando la cúpula de la patria hebrea.

La mirada del Rábbi fue imprimiendo el silencio en la multitud rumorosa, y derramose su voz por la ladera:

—¡Bienaventurados los pobres, pobres como vosotros, porque de ellos es el reino de los cielos!

Y ascendía un clamor devoto que iba repitiendo la promesa.

—¡Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra!

Y las palabras del Rábbi se veían cinceladas en la excelsitud del paisaje.

Y resonó un sollozo de ansiedad y esperanza mesiánica.

—¡Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados!

Todos los ojos se alzaban buscando los de Jesús. Y el hombre de Kerioth miraba al Rábbi y se volvía a los discípulos y a las gentes, retorciéndose en su anhelo para no gritar, y murmuraba:

«¡No dicen que es éste el Cristo, el Mesías, el hijo de David! ¡Pues cómo bendice las aflicciones si cuando él lo mande será Jerusalén toda de oro; sus casas, de piedras preciosas; su Santuario, el centro del mundo; y todos los príncipes se prosternarán en su presencia; y viviremos en las felicidades de un Sábado perpetuo, y la tierra producirá el lino ya en lienzo y el pan cocido!».

Y la voz del Rábbi seguía sonando en la paz de la ladera:

—¡Bienaventurados cuando os maldijeren y os persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros, calumniándoos por mi causa!

Juan tendió su manto sobre un mullido de grama para que el Rábbi reposara en su collado.

La arboleda y las granjas del recuesto iban penetrando bajo la sombra blanda y húmeda que venía del hondo como un humo.

En el crepúsculo de vendaval, de cielo amarillo, turbio, cegado de arenas enviadas por el desierto, Jerusalén hincaba los contornos de sus torreones, de sus cúpulas, de los macizos de mármoles del Templo, de la fortaleza Antonia.

Encima de la ciudad, surgiendo de una banda de niebla, se estremecía la dulce ascua del lucero de la tarde.

Los discípulos parecían escuchar en el silencio el latido del costado de Jesús.

Juan les señalaba con los ojos el arrobamiento y la tristeza del Rábbi. Y Judas ladeose para evitar la mirada del «preferido».

Juan le acusó un día de ladrón de los dineros que ministraba como mayordomo de la secta. Y nadie le había defendido; ni siquiera el Rábbi. El Rábbi le perdonó, le perdonó sin mirarle.

Judas caminaba siempre solo y zaguero. Les seguía como en otro tiempo a las caravanas, tomando ahora los mendrugos del apostolado y del amor. Y pensaba: «A mí nunca me llama el Rábbi a su lado. ¿Me desprecian por mi oficio? ¡Pues él me lo confió; y yo me cuido de su desnudez, de sus fiambres y de su acomodo; y por mí pueden darse al goce de sus pensamientos y quimeras! ¿Por ventura no ha dicho él mismo que el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo, y a un mercader que busca buenas perlas? Pues esas comparanzas arrancadas parecen de mi codicia. ¡Qué tengo yo en mi sangre para que me aborrezcan! Las mujeres alaban y miran a Juan, y en él nada es amable, porque su gentileza tiene un afeminamiento pagano, y sus ademanes y palabras son pobres remedos del Rábbi. Las mujeres atienden a Simón Kefa, y es rudo como los peñascos, como el nombre que el Maestro le puso. Con todos hablan y de mí huyen. María de Magdala me mira como si yo fuese uno de los demonios que salieron de su cuerpo. Las hermanas de Lázaro me dan lo más ruin de su mesa».

Judas levantose y corrió para alcanzar el grupo que bajaba hacia Bethania. Nadie se acordara de llamarle. Y el hombre de Kerioth jadeaba hiriéndose en la breña. «¡Soy como el perro que busca al amo! ¿Y he menester yo de amo?».

Esa noche cenaban en la casa de Simón el leproso. La cámara alta estaba alumbrada y ruidosa de gentes de las haciendas vecinas, que vinieron a ver al Señor y a Lázaro el resucitado. En su alegría y parabién daba Simón el festín.

Marta no sosegaba previniéndolo todo.

Su hermana recogía la gracia de los labios y de los ojos del Señor reclinado en el lecho, rodeado de amigos. Y Judas sentose en lo postrero de la tarima. No pudo tenderse, que no le dejaron holgura.

El Rábbi otorgaba al discípulo amado el don de su sonrisa y de su elogio.

Las mujeres también sonreían a ese hombre porque mereció la privanza del Señor, y agradadas de su hermosura y vehemencia.

Acabada la cena, alzose María, y derramó en la cabeza de Jesús un vaso de ungüento de nardo de espique.

La sala, las viandas, las ropas y hasta la respiración de todos y la noche campesina, todo quedó redundado de fragancia. Y María quebró el alabastro, y enjugó al Maestro con el suave cendal de sus cabellos.

Judas acercose; vio el bálsamo esparcido, y el pomo, roto; y dejó que su corazón hablase, pensando congraciarse con el Rábbi que enseñaba el bien de la pobreza. Y dijo:

—Mas de una libra de ungüento ha desperdiciado, que pudo venderse por trescientos denarios y socorrer a los menesterosos.

Juan y las mujeres se miraban mofándose de su avaricia. La encendida boca de María se dobló con gesto de repugnancia.

Y el Rábbi decidió de este modo:

—¡Judas, Judas, por qué das pesadumbre a esta mujer que hizo obra de ternura conmigo! ¡No ves que sus manos se adelantaron a ungir mi cuerpo para el sepulcro! Tú te vales de la memoria de los pobres. Yo os digo que a los pobres los tendréis siempre entre vosotros; mas a mí... ¡a mí pronto podéis perderme!

Y palideció, y afligiose.

Judas se maldijo; y en el fondo de su alma se desanillaron las dormidas serpientes de los malos designios. Se sentía tan humillado, que le pareció que las sandalias de todos le pisaban en la sangre. Salieron; y él perdiose en la noche.

El más viejo del festín, movía su cráneo venerable pronunciando:

—¡Malaventurado ese hombre! El justo Hillel ha dicho: «¡Nunca te apartes de la comunidad!».

Y los discípulos murmuraban riéndose.

—¡No el de Kerioth, no el de Kerioth, que ha de buscarnos siempre, según la hizo, porque guarda nuestros bienes y granjea con la confianza de nosotros!

El Rábbi se paró. Viose su brazo sobre el cielo de luna. Y les dijo:

—¡No afrentéis al hermano! Recordad mis palabras: Al que tomare lo que es tuyo, no se lo vuelvas a pedir. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?

...Y subía Judas por el camino de Bethania; y resollaba tan fuertemente que el aire abrasado de su pecho le aserraba su boca.

Descansó. Y se palpaba las secas ijadas buscándose los dineros entre los pliegues del cíngulo. Y decía: «¡Más sudo y me canso que la noche en que el Rábbi me viera moler el trigo de su pan!... ¡Yo no sabía de ese hombre; y él me mandó que le siguiese! Se llama a sí mismo el Cristo; y el Cristo ha de esconderse en las casas aldeanas. Sin ese profeta fuera yo venturoso con mujer y con hijos, artesano como mi padre o pescador con barca mía; la misma barca de Kefa pude ya comprar. Falsario es y enemigo de nuestro pueblo, porque le aborrecen los sacerdotes del Señor, que no maquinarían contra el Hijo de David; ni me darían por su sangre mismo precio que dispuso Moisés por «la sangre del esclavo que el buey acorneara».

Y sacó el de Kerioth los treinta siclos de plata, y fue mirándolos a la postrera claridad de la luna; todos bruñidos; en la faz: la vara florida de Aarón y la leyenda: Jerusalén la Santa; y en el reverso una palma y la copa de maná, y los trazos que dicen: Siclo de Israel.

Helkías, que custodiaba el sagrado Tesoro de Corbán, los tomó del primero de los trece troncos de orificia por donde caen los tributos y ofrendas a los arcaces del Templo. Y en tanto que los contaba, le preguntó riendo con mueca de náusea:

—¿Y tú, cuándo nos darás a tu amo y maestro?

Judas revolviose y gritó:

—¡Yo no tengo amo ni maestro! ¡Perdí mi alegría desde que me llamó ese nombre!

Y los escribas que le llevaron de la casa de placer del Pontífice hasta el recinto del Santuario, le hacían grandes halagos, ensalzándole:

—¡Tú salvas a Israel, tú salvas a Israel!

Judas se ató las treinta monedas en lo más fondo de sus ropas. Y murmuraba: «Dentro de mi carne quisiera ocultarlas. Pueden verlas y recelarían, que dan un relumbror como no tienen los otros dineros. Recién labradas parecen. Mías son, mías son de justicia. Yo estoy solo entre todos. El Rábbi dispone de amigos».

Y Judas pasaba la cuesta, dejando un furor de ladridos en todos los casales de la montaña.

Apagose la luna, enrojecida y aciaga. Y la madrugada quedó fosca.

Entonces llegó Judas a Bethania.

Muy lento, descalzo, sigiloso, fue subiendo la escala de la azotea de Lázaro.

Acercose a la cámara donde Jesús y los suyos se retiraban de noche. Ya sentía la respiración de ellos. Acomodaríase entre todos; y cuando despertasen, nadie sospecharía de su partida.

Empujó la puerta cautelosamente.

Y el frío del miedo penetró en sus entrañas. Una sombra rígida vino hacia él. Y estremeciose Judas bajo la mirada de unos ojos profundos y amargos; y dijo en su alma:

—¡Nunca duerme la madre del Rábbi!

El Padre de Familias


«Y envió a Pedro y a Juan diciendo: "Id y aparejadnos la Pascua para que comamos"».

(S. Lucas, XXII, 8)


«Y llegada la tarde, fue con los doce».

(S. Marcos, XIV, 17)


Asaf descansó el cántaro en la caliente pedriza de la rambla, y quedose mirando el camino que subía, socavado entre escombros y cardenchas, hasta la Puerta de los Esenios. El agua temblaba en los frescos labios de la vasija, agua gozosa y penetrada de claridades; dentro tenía color de panal; y, a veces, se trocaba en azul de la mañana.

Asaf miró también el agua, fina, graciosa y fuerte. En verdad el hombre le pertenecía de servidumbre. La recogía de la madre santa de Siloé; la llevaba sobre su hombro, sobre sus doblados riñones. En medio del torrente seco, de la profecía de Joel, donde se acostaban las sombras de las sepulturas, Asaf oía el resuello de su vida cansada y el brinco cristalino, la placentera animación del agua, riéndose y mandándole como la delicada hija de un señor en la giba de su camello. Asaf era el viejo camello del agua. Y hallábala tan desnudita, tan palpitante y frágil, que hablaba manso y bueno con ella y le sonreía.

Una tarde dio por el agua su dolor y su sangre. Otros siervos quisieran arrebatársela. Y él amparó, denodado y terrible, a su virgen. Una oreja desgarrada del camello quedose sangrando. Y el agua, asustada, salió regaladamente y le curó. Y Asaf la bendijo...

...En aquel día, cuando llegaba a lo alto del barrancal, le pararon dos hombres que traían bastones largos de acacia y las vestiduras polvorientas. El uno era mozo, dorado y enjuto; mordía una flor de mirto; el otro, recio, de carne de escoria; la barba áspera, abandonada y el talante súbito.

Miraron al azacán descogiéndose lienzo del koufieh para darse sombra. Miráronse también ellos; y el más rudo decidiose y le ordenó:

—Llévanos a tu casa, porque venimos en nombre del Rábbi.

Se les humilló el viejo, y ofrecioles el cántaro.

Y entrambos bebieron, con la sed de la jornada de Bethania.

—Con miedo y codicia hemos bebido, porque viene la tarde y tendrá huéspedes tu señor. ¡Acuérdate del justo que murió de sed antes que consumir el agua de los ritos!

Asaf les respondió sonriendo:

—Siete caminos de sábado ando de sol a sol para llenar las hidrias, y nunca se agota la cisterna para las abluciones.

Y tomó el ánfora; le siguieron, y a poco se detuvo el siervo delante de un portal enyesado que cegaba.

Pasaron los forasteros; sus mantos, en la espalda, como un oleaje de lumbre, y sus ojos acogidos por la regalada umbría de la casa. De lejos comenzó a llegarles otra claridad de patio, cernida por una lona de color de limón. Muy hondo se deslizaba un ruido de tahona, entre un cantar fenicio de la esclava que rodaba la muela.

Y los dos caminantes evocaron sus días en Sidón, cuando la sinagoga repudiara a Jesús. Sidón la florida; sus jardines, más pomposos que los de Damasco; sus naranjales, de más dulce abundancia que los de Jaffa. Las piedras y el aire de toda la ciudad, penetrados de olores de delicias. Sus peces, más numerosos que las arenas de sus playas, donde el monstruo devolvió al profeta que dudaba. Los collados de conchas de la púrpura resplandecen como tesoros. Las calles tiemblan por el tronar de los telares. Sidón, la profanadora, la maldecida por Jeremías, «la que ha de beber toda la copa de la cólera de Jehová»; casa y madre de mercaderes galanes y aventureros, acostada entre el monte y el mar; la que diera sus cedros, «gloria del Líbano», que techan el Santuario del Señor; la que trabajara en sus obradores el bronce de los sagrados dinteles, recibió la sonrisa de misericordia del Maestro, porque los hijos de la ciudad gentil se maravillan de sus palabras y las atienden con más ahínco que los hombres de Israel. Y salía Jesús a la costa, envolviéndose y llenándose de la gloriosa alegría del Mediterráneo, y su manto azul le volaba gozosamente. Delante del mar, subiendo y pasando su mirada hasta el confín, como un arco iris encima de las aguas, quedaba el Maestro pálido, callado, y se le hinchaba de dulzuras el pecho. Apartados, le aguardaban, mirándole, los discípulos. Fueron en aquellas tardes escasas sus palabras, y le salían temblando como palomas. Y otra vez caminaba, y de cuando en cuando volvía la cabeza hacia el mar. ¡Oh, no podía apartarse el Rábbi de su hermosura! Se alzaban las gaviotas, entrándose en los horizontes como siguiendo las rutas de emoción abiertas por los ojos de Jesús... Y en la ribera cantaban los hombres fenicios, previniendo sus naves de proa afilada y enemiga. Y llegaron, entre palmares y marismas, a Tiro, la sabidora de galanías, de invenciones y molicies. Sus hijos cuajan el fuego en primores de vidrio. En las huecas columnas de cristal de sus templos paganos, arden luces perennes; y, de noche, Tiro semeja labrada de piedras preciosas... Y he aquí una mujer cananea que les sigue, implorando para su hija endemoniada las migas de la gracia caídas de la mesa del Señor. Y Jesús le dio su amparo. Y luego salieron. Y cuando ya subían las tierras abruptas de Decápolis, se paró el Maestro y volvió sus ojos a la infinita desnudez del mar. Suspiró, y entrose para siempre en las ciudades confinadas.

...Recordando la jornada mediterránea, sentía el forastero mozo y dorado la delicia del oleaje hirviendo de espumas en la costa fragosa, y la calma azul en las playas rubias y en los muelles que llamean de riquezas. Las aguas grandes y libres prometían una tierra clara, virgen siempre para un semita...

Pero el otro caminante, de piel trabajada, arrebatado más por el fervor de lo presente, sintió, desde lejos, los pasos y los golpes del báculo del Padre de Familias, y adelantose para darle paz, y pronunció:

—Somos de los que siguen al Rábbi Jesús. Yo soy Simón Pedro, y éste, Juan.

Llegose el anciano vestido con túnica suelta del color de la amatista; sus barbas, como de toisones; su cabellera, lisa; su cayado, de naranjo, y, desde la curva hasta en medio que coge la mano, tenía esculpido el salmo de la confianza en el Señor contra todo maleficio. Sobre el amplio pecho le resonaban los talismanes y el enorme anillo de su cifra, colgados de un collar de bronce y calcedonia verde.

Les hizo reverencia, y murmuró:

—Sé quien sois. Marcos, mi hijo, ha caminado algunos días con vosotros. Y os vi la noche que Nicodemus y yo buscamos al Cristo para avisarle de peligros.

Entonces Juan dio su mensaje:

—Rábbi Jesús nos encomendó: «Aparejad la Pascua». Y como nosotros le preguntásemos: «¿Pues en dónde has de comerla, Maestro?», él estuvo mirándonos a todos; y nos llamó a mí y a Simón Pedro, y dijo: «Id a la ciudad; hallaréis un hombre con un cántaro subiendo la cuesta de la fuente; preguntadle por su señor y seguidle a la casa; y cuando saliere el Padre de Familias, confiaos diciéndole: Esto dice el Maestro. Mi tiempo se acerca. Muéstranos la sala donde recogernos para celebrar la Pascua».

Y el anciano se humilló pronunciando:

—Así sea.

Y les llevó fuera de las paredes del huerto; y montaron por la gradilla de la terraza, cuyos travesaños de pino de Alepo, calientes de la mañana primaveral, destilaban la resina olorosa.

Las eminencias de la ciudad santa ardían como antorchas de sol. La torre Hippicus, que sube ochenta codos; la torre Fasael, que evoca el faro de Alejandría; la torre Marianne, trono de recreación de la amada del gran idumeo; lejos, la torre Antonia, que prorrumpe de una raíz de peñascales pulidos como jaspes; y al lado, los altos y pináculos de la Casa del Señor, todas las cumbres de Israel relumbraban como frentes ungidas, llenas de emoción gloriosa de todo paisaje, coronadas de guirnaldas de golondrinas y palomas. De los vergeles y granjas del collado de los olivos, y de los jardines de poniente, llegaban olores de abundancia y de suavidad. Jerusalén resplandece de una azulada blancura. El cielo intenso de Palestina semeja venir y redundar la cal y la piedra... Como en un descanso del éxodo, el aire está traspasado de un polvo dorado y de balidos de los rebaños pascuales. Por las afueras se esparce la muchedumbre, y suenan como torrentes en crecida los barrios angostos de los bataneros y lañadores devorando las últimas horas de la faena que ha de callar siete días, desde que comience el santo de la Preparación...

...Juan hallose solo en el goce de la mañana. Simón y el huésped aderezaban la sala. Y juntose con ellos.

Ya estaban mullidos los tres escaños y tendida la alfombra, y encima el ruedo de piel para recibir la mesa parada con estofas de Sidón.

Y Juan dispuso las tres cabeceras: la de la banca de en medio, del Rábbi; la del lecho de la diestra, de Kefa; la del siniestro, de Santiago el Mayor.

Y subieron la paila, el lienzo y ánfora para la ablución; y la copa de dos asas para las libaciones de precepto; y las vasijas y escudillas de bronce —que son impuras las de alfar—; y la crátera de vino bermejo de la Judea.

Y en tanto que Marcos cocía en el hogar del kiraim las almendras, las nueces, los higos, los dátiles y cidras con canela y vinagre del Kharóset, hasta que todo se fraguara tomando la forma y la roja color del ladrillo —que recuerda los trabajos del cautiverio—, el Padre de Familias lavaba el coriandro, la endibia, la lechuga, la achicoria salvaje, el cardo y el marrubio, que componen las hierbas del Merorim de la Ley de Moisés, y los dos discípulos molían el candeal, la espelta, el sekale, la avena y la cebada para los ázimos.

Asaf encendió el horno. Luego fue derramando granos fermentados en lo retraído de los aposentos. Porque en la casa israelita se recoge ese día toda lexadura. Y para que el hallazgo se cumpla siempre, antes se esconden semillas y masa que se hinchan.

Y prendidas las lámparas de mano, recorrieron las estancias; y el viejo huésped iba invocando:

—¡Alabado y glorificado sea Jehová, nuestro Dios, Señor de eternidades, que nos santifica por sus mandamientos y nos ordena hoy destruir lo que fermenta! ¡Que todo fermento y levadura que hay y pueda haber en mi posada se desestime y quede como el polvo de los caminos!

Y bajo todos sus techos se escucharon las palabras rituales.

Y acabada la ceremonia, y saliendo al hortal, quemaron la pasta y las simientes prohibidas. Y allí los discípulos escogieron las dos ramas más verdes de un granado, porque con ellas, que sufren mejor el fuego que las de otro árbol, está dicho que se ate o cosa al cordero muerto.

Después, Juan y Simón fueron a mercar en las ferias de la Pascua la res más blanca y perfecta. Y la llevaron sobre sus hombros, y ya cercanos a la Puerta de Sussa, surgieron los alaridos délas trompetas de oro que tañían los sacerdotes desde su atrio, abriendo la hora de las inmolaciones, y los levitas cantores entonaban los salmos de triunfo y de gracias del himno de Hallel:


¡Ensalzad, hijos de Jehová,
ensalzad el nombre del Señor!


* * *


...Cuando el Padre de Familias y Marcos, su hijo, sacaban del horno los panes cenceños, vino Asaf anunciándoles que Jesús y los suyos habían atravesado el torrente.

Asomose el anciano, y el siervo, con el brazo tendido, le señalaba el grupo apostólico: delante, el Rábbi, en medio de Juan y de Kefa, que salieron a esperarle al pie de la inmensa gradería de Sión.

Pronto fueron surgiendo en lo último del áspero camino. Y descansaron.

Desde allí aparecía toda la casa elegida para la Pascua, grande, blanca y sencilla, perfilada sobre el crepúsculo, reposada en el silencio de su retiro y en la pureza del cielo como en un regazo. Y de dentro de la ciudad llegaba un vaho y ruido de gentes y rebaños apretados en las calles profundas.

Subió Jesús a la terraza, y quedose contemplando la tarde. Las sueltas puntas de su turbante y las bandas de sus cabellos aleteaban llenas del último sol, redondo, viejo y estremecido.

Y tornose al oriente, porque allí estaba su montaña, montaña pingüe, ancha y regada. Todas las veredas tienen el sello de su pie; sus árboles han tocado sus hombros y sus sienes, dándole sombra y alimento. En lo remoto se abren las palmas de Bethania; conoce las que amparan el portal de sus amigos... Gethsemaní levanta sus cipreses inflamados de ocaso, y sus generosos olivos dan el resplandor de su fronda de plata. Luego se derraman los cebadales. Señalada está la porción de la garba pascual para que el Pontífice la siegue permitiendo la cosecha. Junto al camino de Jericó, que se tuerce por la ladera, desborda el alborozo de los Bazares de Annás; sus dos cedros centenarios mueven los brazos de oro traspasados de tórtolas y palomas. De ellas fueron los pichones que ofreció María de Josef por el nacimiento del Rábbi. Y sobre el talud de margas del Cedrón se amontona la barriada aldeana de Betfage; el pámpano nuevo de sus higueras se cuaja en lancillas de sol como las candelas de un tabernáculo campesino...

Ya salía foscor de los hondos y cañadas, y se enfriaban los olores. Olor de viña verde, olor de sembrado maduro, de frutales y promesa...

Y Jesús recordó los avisos de sus recatados adictos; y sus ojos buscaron a Judas.

Judas plegó la frente.

Y sintiendo el Maestro que se le empañaba la mirada, dirigiose al cenáculo, en cuyos umbrales se le postró el Padre de Familias y le dijo:

—Deja, Rábbi, que yo y mi hijo te sirvamos.

Y pasaron todos.

Humeaban, crepitando, las lámparas recién encendidas, y eran de una lumbre amarilla y flaca que traía emoción de noche murada, y temblaban sobre fondo de cielo, cielo de placidez de tarde.

Avanzó el grupo al triclinio. Y Judas el de Kerioth quedose reacio entre dos ventanas.

Entonces Jesús le convidó a que fuese.

—Dejaste que tus hermanos escogieran lugar; pero mira que la última almohada está a mi lado, y serás como Juan: él, en un costado mío, y tú, en el otro.

Así se acomodaron: el Señor, Juan y Andrés, en el lecho de en medio. A la cabecera diestra, Pedro; después, Felipe, Bartolomé, Tomás y Mateo. Y a la de la izquierda, Santiago el grande, y en pos, Santiago, hijo de María Cleofás, y Tadeo, su hermano, y Simón el Zelota, y Judas.

Oraron sentados, y se descalzaron las sandalias y se tendieron.

Trajo el huésped la gran copa, y puso vino de sus lagares de Engaddi y agua de la acarreada por Asaf.

Y alzose la voz de Jesús pronunciando:

—¡Bendito sea nuestro Dios y Padre mío, que ha creado el fruto de la vid!

Y probó del cáliz y lo dio a Juan, suspirando:

—¡Con qué ahínco he deseado estos instantes! ¡Mi Pascua de despedida!

Y en sus ojos y en su frente, frente de cumbre que recibe el primer sol, pasó un apagamiento de inquietud.

Acercaron la vasija de la ablución, y la delicada mano del Rábbi se hundió en el agua.

Judas halló su diestra de tan recia villanía, que la fue apartando de la tabla.

De improviso, irguiose el Maestro.

Kefa y Tomás tenían muy asida la copa, y miraban con enojo a Santiago, el Hijo del trueno, que la exigía como debida a su rango. Para él y Juan pidiera su madre Salomé la privanza del Señor. Pedro gritole que el cáliz había de pasar a la redonda. Cundió la discordia de banca a banca.

Jesús sonreía con amargura. Y ellos, no entendiéndole, se querellaban, y algunos también se reían lo mismo que rapaces. Mas, Santiago y Pedro disputaban sañudos.

El Padre de Familias iba ofreciéndoles el agua y el paño del rito; y los arrebatados apenas sumergían los dedos ni se enjugaban por la prisa de bracear, que en Israel es súbito el enojo y la injuria fácil.

Y la voz de Jesús, voz sin grito ni bravura, pasó serenamente encima de todas las voces, y redujo todas las voluntades y quedose sola en el silencio de la cámara:

—¡Hasta cuándo seréis con apetitos y altiveces de otros hombres! Las gentes se avasallan; no así vosotros; antes el que es mayor hágase como chiquito, y el que precede y manda, como el que sigue y sirve... Recordad que todos vosotros habéis permanecido conmigo en las tentaciones, y las hollamos. Yo dispongo del reino para vosotros como mi Padre dispuso de él para mí; y juzgaréis las doce tribus del pueblo elegido. ¿No estoy yo en medio de todos vosotros? Pues ved lo que hago.

Y levantose, y quitándose el manto, se ciñó el lienzo de enjugar a manera de esclavo. Vertió agua en el barreño, y postrose y tomó los pies del discípulo amado.

Pero Juan los encogía diciendo:

—¿Qué quieres, Señor?... ¡Deja, deja, Rábbi!

Y como Jesús insistiese con supremo mandato, Juan pasose delicadamente la fimbria de la túnica por sus plantas, para entregárselas limpias de la tierra.

Todos se habían incorporado mirándoles.

Y la sangre del de Kerioth criaba como un humo de desgracia y de aborrecimiento viendo a Juan, pálido de dolor delicioso porque se le comunicaba a toda su piel la grandeza abatida del Maestro. Y tuvo congoja y se conmovió todo su cuerpo cuando Jesús, humillándose más, le besó los pies, todavía húmedos.

Rugió Pedro y derribose en los tapices.

Desde allí voceaba:

—¡Y tú, Juan, y tú has consentido!

Sonrió el Rábbi, y se puso delante de los hinojos de Judas.

Palpose Judas su rostro, porque sentía un ardor tan espeso que creyó que se le hinchaban las mejillas. Quiso también sonreír, y dobló su boca con gesto de sollozo.

Desde el suelo le subía la mirada de Jesús, que le balbució muy despacio:

—¡Judas, Judas, aun padeces por mí!

El de Kerioth tragaba resollando un aire amargo.

Y el beso del Maestro quedó en sus pies como una brasa que le llagaba la vida.

Acercose Jesús a Simón Pedro.

Y el apóstol se revolvió encrespado de una humildad hirsuta. Y miraba reciamente a sus hermanos, queriendo que de él recibiesen su austera enseñanza en contra de Juan y de Judas.

Por eso gritó:

—¡Nunca, Señor, lavarás mis pies! ¡La tierra y la podre de mi carne tocada por tus manos, Rábbi!

Mas, el Señor levantose, grande y severo, avisándole:

—¡Mira que si no te lavare, no participarás de lo mío!

Entonces, Kefa doblose muy dócil y medroso, y gimió:

—¡Señor: toma mis pies y mis brazos y mi cabeza, y toma mi alma para que la sumerjas en tu gracia! ¡Señor, Señor, no me apartes de ti, que yo quiero ser limpio!

—¡Limpios estáis; pero no todos!

Se contuvo Jesús; y volviendo un poco la mirada, añadió con palabras del salmista:

—¡Conmigo parte el pan el que ha levantado su calcañar para derribarme!

Y después lavó a Mateo, de sutiles claridades y elegancias de su pasada vida entre paganos, el que dejó por Jesús los bienes de su oficio; y a Felipe, tierno y asombradizo; y a Bartolomé, que tenía la frente como una losa vieja, el que vino a la familia apostólica traído por Felipe; y a Tomás, que se paraba pensando toda palabra y la seguía en silencio como si atendiese el volar de las aves, y siempre pedía más razones; y a Santiago, inflamado y adusto; y a Tadeo, mocil, brioso y alborozado; y a su hermano Santiago, enjuto, menudo y devorado por la penitencia, el que nunca se ungió ni bañó ni rasuró su carne; y a Andrés, el que creyera en Jesús antes de verle, sólo por predicciones del Bautista; y a Simón el Zelota, intonso, callado, de una humildad generosa de tierra labrada...

El Padre de Familias y su hijo Marcos acudieron a levantar al Maestro, llevándole a la mesa.

Y todavía respirando cansadamente dijo Jesús:

—Me llamáis Maestro y Señor; pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, también vosotros debéis humillaros los unos a los otros, mas sin rencores, sino amándoos. Es mi nuevo mandamiento que os améis: ¡que os améis como yo os he amado!

Y desfalleciole su voz de tanta ternura. Y recostose.

Trajeron los panes y las hierbas amargas.

Escanció Marcos la segunda libación.

Y ya todos bebieron, esperándose como buenos hermanos.

Suavemente cantaron los salmos del rito, que comienzan:

«¡Alleluya!... ¡Salió Israel de Egipto; salió la casa de Jacob de un pueblo bárbaro!».

Y acaban:

«¡El Señor ha librado mi alma de la muerte; mis ojos, de las lágrimas; mis pies, de atolladeros... Agradaré al Señor en las regiones de las beatitudes eternas!».

Después, Santiago, el que fuera esenio, el más austero y sumiso a todo dictado de la Ley, propuso a Jesús las consultas de la comida pascual. Porque allí era entonces Jesús padre de familias.

Y las preguntas fueron de este modo:

¿Por qué en esta noche comemos panes sin levadura?

¿Por qué en esta noche comemos hierbas amargas?

¿Por qué en esta noche comemos el cordero asado, y en las otras es permitido cocerlo según nuestro acomodo y gusto?

¿Por qué hoy participa toda la familia de la misma mesa?

Y todos se alzaron para recitar el Hagada del Deuteronomio.

Sirvieron la res dorada y olorosa.

Y Jesús fue contestando.

Pero mientras contaba la partida de Egipto, cuando la masa no había subido en los añacales y artesas; y el recuerdo de las amarguras de la servidumbre; y el tránsito del Ángel del Señor segando con la hoz de la peste la vida de los primogénitos, cuyas casas no tenían la señal de sangre del sacrificio; y el caminar de toda la familia de Israel a la holgura de la libertad y posesión de la tierra prometida, «tierra de arroyos y de fuentes», «tierra de trigo, de cebada y de viñas; de higueras, de olivos y granados; tierra de aceite y de miel, donde gozará abundancia de pan y de todas las cosas...»; mientras glosaba el relato mosaico, Jesús se paró algunas veces, y miraba a Judas...

Judas sentía todo el recinto herido por el latir de sus arterias. Y quitaba el brazo del cojín, porque su codo parecía apoyarse en un corazón cansado; y quitaba la mano de la tabla, porque sus dedos también dejaban las duras palpitaciones de su pulso. ¿Y no verían los otros su miedo y su culpa?

«¡Ese nombre —pensaba— ya sabe mi engaño! Cuidé yo siempre de ellos; y hoy llamó a Juan y a Simón Pedro para que preparasen la Pascua; los hizo sus emisarios, y ocultó el nombre del huésped. A mí me retuvo, y nunca me atendió tanto su mirada. Al lavarme, oprimía mis pies entre sus manos y su seno; mis pies tocaron su vida. Me sonríe; me buscan sus ojos para sonreírme; si ahora me volviese, me recibiría su sonrisa... ¡Yo no me volveré! Su sonrisa, su sonrisa se deshace en mi alma como una queja ¡Yo no me volveré!...».

Y Judas tornose hacia Jesús.

Todos miraban calladamente al Maestro.

«¿Estaba llorando el Señor?».

Y los discípulos se tiraban del manto, se tocaban en el hombro preguntándose:

—¿Qué tiene, qué tiene el Señor?

En aquel instante, Marcos ministraba la tercera de las libaciones.

El Rábbi pasose los dedos por los párpados; se alentó en sí mismo, y tomó de las hierbas amargas la porción de la «grosez de una oliva». Rompió un ázimo para untar pan en el suco de las frutas cocidas. Pero se contuvo; y respirando con anhelo dijo:

—¡Cuando se levantaba el sol, y nosotros conversábamos a la sombra de las palmeras de Bethania, los levitas pronunciaron la execración de muerte contra mí delante de todas las sinagogas de Jerusalén...! ¡Proclamada ha sido mi Shammata!

Y Simón Pedro profirió espantado:

—¡Tú morir, Señor!

—¡Escrito está! ¡Y uno de vosotros ha de entregarme!

Y creyeron que su voz se afondaba en soledades infinitas.

Todos aguardaban que pronunciase un nombre. Y el silencio del Maestro les acongojaba y empavorecía. Bramaron de ansia; se removían sus lechos recrujiendo; se hincaban los ojos en los ojos, acechándose. Llegaron a la duda de sí mismos. Y angustiados de caer en la ruindad, gemían:

—¡Rábbi!, ¿soy yo?

—¿Acaso seré yo, Señor?

—¿Y yo, Maestro?

Y fueron levantándose y preguntándolo todos.

Judas dobló la frente, y también tuvo que decir:

—¿Seré yo?

Entonces Jesús allegose a su mejilla y le susurró:

—¡Tú solo lo has dicho, Judas!

Juan le llamaba. Atrajo el cuello del Rábbi, y reclinose sobre su hombro.

—¡Maestro, dímelo; dime quién es!

El Señor le repuso esfumadamente:

—Mira a quien yo dé el pan untado.

Y redundando un trozo en el kharóset, ofrecióselo a Judas, diciéndole:

—¡Lo que hayas de hacer, hazlo pronto!

—¿Quién ha dicho? —rugieron los otros.

Judas salió engullendo atropelladamente el manjar.

Desde el último peldaño de la azotea se detuvo a saber si le seguían; pero del cenáculo sólo bajaba un dulce recogimiento. Y el huido arregazose la túnica y el manto, y corrió al refugio de la casa del Pontífice.

Había cerrado la noche.

La mirada de Jesús buscó la pureza de los cielos. Comenzaba a subir la gran luna sobre la montaña de su reposo. Imaginó su Bethania, toda blanca de la suave lumbre, y toda aromada como hecha de los nardos de María, la que siempre se embelesaba escuchándole. Y el Rábbi bebió de la postrera copa de la vieja Pascua.

Por las abiertas ventanas se acercaba a su vida la caricia de la noche. Y probó en sí mismo los sabores de la grandeza del escogido... Se hallaba en la hora del íntimo deleite del héroe antes del sacrificio. Le rodeaba una Creación perfumada, vaporosa, de sueño de jardines y luna. En todo pasa un delicado temblor de goce. El cielo y la tierra se complacen en su hermosura con una inocencia de hermanos. Todo se presenta rendidamente al elegido. Lejos, asoman las aflicciones. Todavía puede contemplarlas como un horizonte. Aquel apartado sufrir es suyo. Y él avanzará solo para tomarlo como si alzase una gracia para él guardada. Está serenamente en presencia del sacrificio aceptado.

Y Jesús se exalta fuerte y dichoso.

¡Ya estaba con amigos!

Marcos y su padre se habían retraído en el umbral. Desde allí vigilaban la mesa y atendían al Cristo.

Los discípulos se van recodando en sus almohadas, regalados con el habla del Rábbi. Juan parece adormecerse recogiendo la tibieza y el grato olor de las vestiduras del Maestro.

Ven ya al Rábbi muy remoto de todo daño. Aquellas palabras y aquel desfallecer no fueron sino un presagio para distancias que acaso nunca tengan término. A todos nos conturban tristezas que, al deshacerse, se nos antojan que no hayan traspasado nuestra vida. Nos olvidamos de nuestra misma muerte. ¡Y cómo ha de entregarle nadie de los que le aman! Descansaban en Jesús. Nada más Kefa se distrajo de sus encendidos conceptos para acordarse de Judas. «¿Adónde había ido el de Kerioth?». Y Juan hizo un visaje desdeñoso. Y Tadeo pensó que por los menesteres de mayordomo quizá Judas fuera a cumplir mandados del Rábbi. Había empezado la vigilia de la gran fiesta. Bulle Jerusalén de gentes patricias, pero también de menesterosos que llegan siguiendo a las caravanas. Judas habrá salido para dar socorro a algunos galileos pobres. No les olvida el Rábbi.

En tanto, Jesús les anuncia palpitantemente la glorificación de la obra mesiánica. Ya se cumple. Se les acerca el reino. El Padre les abrirá las puertas de su Casa de bienaventuranzas.

La palabra del Señor va dejando una claridad gozosa. Sus amigos, acostados, le escuchan contemplando las promesas como un paisaje bajo un amanecer purísimo. En verdad sienten que ven y tocan la magnificencia que les será dada. ¡Oh, es más grande que la que rodea al Tetrarca en Tiberiades; más gustosa que la hartura de bienes del romano en Cesárea del Mar, vedadas siempre a ellos! ¡Y surgía de su misma pobreza por el triunfo del Rábbi! El Rábbi lo dice sin nieblas de parábolas ni proverbios. No tiene su voz el misterio de lejanía que antes exhalaba.

Por eso palidecen asustados y se mustian de desesperanza cuando Jesús, entornando los ojos y conturbándose, les previene que él ha de dejarles, que él se adelanta para prepararles el lugar prometido en la mansión del Padre, y ellos irán a su encuentro, que harto conocen el camino.

Fue Tomás el que atropelladamente le interrumpió:

—¡No te marches, Maestro! ¡Mira, Señor, que nosotros no sabemos adónde quieres ir! ¡Cómo podremos conocer el camino!

Jesús mostrose sobre el recodadero, y golpeándose el costado dijo:

—¡Yo, yo soy el camino, y la verdad, y la vida! ¡Nadie viene ni alcanza a mi Padre sino por mí!

Entonces Felipe, sobrecogido, desalentado porque el lenguaje del Señor se sutiliza místicamente, alejándoles de las realidades columbradas, y porque oye que han de ir a la casa del Padre a quien nunca han visto, Felipe le pide, balbuciendo de cortedad:

—¡Al menos, Señor, enséñanos tú al Padre!

Y volviose el Rábbi, y pronunció con amargura:

—¡Tanto tiempo a mi lado, escuchando, presenciando mi vida, y no me comprendiste! ¡Pero si el que me ve a mi ve también a mi Padre!

Y les miró mucho; y adivinó la orfandad en que quedarían.

Vibraba su ánima de lástima por la flaqueza de aquellos hombres. Necesario era que se uniesen queriéndose en sí y en bien de la nueva evangélica.

—¡Amaos, amaos como yo os amé! —le ahogaba un sollozo inmenso. No le era dado evitar ya su partida. Huir de ella o retardarla derrumbaría su obra, apagaría las visiones de los profetas.

Los discípulos escarbaban dentro de la voz, buscaban dentro de los ojos del Rábbi, ceñudos del esfuerzo, empujándose con el corazón por entenderle.

La frente de Pedro era una borrasca de arrugas. La de Simón el Zelota semejaba atada por un pliegue gordo, trenzado como un cordel. Las cejas de Felipe subían trabajosas, rompiéndose. Las de Tomás se juntaban tirantemente. La cabeza de Bartolomé se doblaba, abovedándose pelada y fría. Mateo la descansaba suave y triste en su mano. Juan imaginaba siempre, perdiéndose su mirada en los rizos de luz de las lámparas. Todos esperaban, esperaban en el Rábbi.

Y Jesús, transido de piedad, les sonrió pálidamente ofreciéndoles que nunca habían de perderle. Tendrán su espíritu, que les fortalecerá en todo momento.

Entonces ellos aun se apuraron más por comprenderle...

¡Había de darles una prenda efusiva y corporal de su memoria! Miraba y atendía en su torno y dentro de sí mismo. Se derretía el tiempo como un aroma. Todo rumor, toda pisada resonaba en su alma. Los avisos de Nicodemus, del Padre de Familias y del varón de Arimatea, podían ya cumplirse. Cerca estaba la casa de los enemigos; y el de Kerioth habría fraguado la celada. Estaba acechado por el aborrecimiento. Lo aspiraba, lo recogía del mismo aire de la noche acendrada, ¡tan dulce y deliciosa, oh, Padre!

Había pasado la hora de la Pascua, la deseada como su último contento. Ya sólo le esperaba el sufrir, seco y cauteloso.

Y de nuevo se contempló, y miró toda la olvidada mesa. Quedaban dos ázimos cabales. Y le resplandeció su faz y dijo entristecido:

—¡No estaréis sin mí, porque quiero quedar conmemorado entre vosotros!

Y tomando un pan, lo quebró en once trozos con sus dedos finos y dorados del sol de las jornadas de sus predicaciones; puso los fragmentos encima del otro ázimo, y exclamó:

—¡Aquí está mi carne! Vedla bajo estas apariencias. Ya el pan es cuerpo y vida mía. ¡Comed y alimentaos de este manjar nuevo. Y lo que yo hice, haced vosotros siempre en mi memoria!

Todos tomaban de aquel pan mirándolo mucho, y después comían.

Jesús llegose la copa, apartada porque habían cesado las libaciones del rito. Y acudió el anciano huésped y sirviole.

El encendido vino quedó quieto y centelleando bajo las luces, con la densa color de la sangre.

Y oyose al Señor:

—¡No beberé más del jugo de la vid hasta que estuviere al lado de mi Padre! —y alzó de las dos asas el cáliz, que era de ágata y se traslucía rojamente, y pareciole una herida suya.

—¡Mi sangre; es mi sangre que sella una alianza perdurable entre la tierra y el cielo! ¡Bebed todos de ella!

Y se le rompió de pena la voz, la voz que fervorizaba las muchedumbres, que caía sobre las aguas y los campos como una gracia.

...Y habiendo bebido los discípulos, entonaron el salmo de las alabanzas y aflicciones:

«¡En las riberas de los ríos de Babilonia nos sentamos llorando, porque pensábamos en ti, Sión!
Colgamos de los sauces nuestras arpas y cítaras.
Y los fue por fuerza nos llevaban, dijeron:
Cantadnos canciones de vuestra patria y de nuestro Dios.
¿Cómo cantaremos cánticos del Señor en tierra ajena?».


...Salió Jesús bajo los cielos, y alzó la frente hacia toda la noche.

La cumbre de la montaña de los Olivos exhalaba un humo de plata, y de la hosquedad de la ladera iban surgiendo alumbrados los contornos de los casales. De toda la espesura prorrumpían los dos cedros de Annás, escarchados de luna.

En el hondo, al abrigo de las puentes del Cedrón y de los muros, temblaban las hogueras de los peregrinos que ya no hallaron casa, ni parador, ni bóveda, ni reparo en el recinto de la ciudad.

Jerusalén había tendido en sus techos y cúpulas un tocado de novia, de nieblas y de luna. Era como un inmenso almendral en flor.

Lejos relumbraban los atrios del Templo sobre los horizontes todavía privados del plenilunio. Y las estrellas, desnudas y grandes, palpitaban entre las recias fantasmas de los torreones...

Jesús tuvo frío; y él mismo se oyó el gemir de su vida.

Ya no estaba la noche de Nisán delante de sus padecimientos; ahora avanzaba la aflicción sobre el fondo de la tierra dormida y olorosa. Todo estaba habitado por sus dolores. Y se le conmovió el pecho como si recibiese la pujanza de un amargo oleaje. Y oró sublimemente:

—¡Padre, Padre, viene ya el momento! ¡Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti! Yo te he ensalzado por la faz de la tierra. ¡Comienza lo postrero de la obra que me encomendaste!

Acudieron los discípulos a su lado y le contemplaban en su arrobo trágico.

Estaba el Rábbi rígido y blanco de luna. Le llamaron, y él les sonrió sufriendo.

Abandonó sus brazos en los hombros amigos y clamó:

—¡Padre, Padre, míralos! Tuyos eran y me los diste a mí. ¡Y han creído! ¡Por ellos pido, Padre! ¡Yo ya no estoy en el mundo; pero ellos se quedarán solos! Guárdalos como yo los guardé. Nada más me falta el hijo de perdición... Como tú me enviaste, así yo los envío a las gentes. ¡Padre, Padre: yo en ellos como Tú en mí! ¡Padre justo: el mundo no te ha conocido; pero éstos, oh Dios, éstos me han amado!

Le habían rodeado refugiándose como hijos chiquitos al amparo de su vida. Allí, muy junto a su cuerpo, sintieron cómo brotaba el manantial de la plegaria, exaltada de toda la sangre del Maestro; y llegando a su boca, florecía en palabra. Y la palabra de Jesús se derramaba, se expandía dentro del silencio y de la pureza de la noche; y todavía produciéndose la voz en los labios semejaba oírse muy remota, elevada en el cielo, penetrándolo todo. De súbito calló, y crisposele la frente y convulsionaron sus manos como las de un hombre, como las de otro hombre espantado.

Juan sintió en su carne el abarramiento pavoroso de los dedos de Jesús.

Una nube baja, escapada como un monstruo de los abismos de Gehenna, había cegado la luna, y apagó la noche.

Se entenebreció todo el grupo, y resaltaron las llamas aciagas de las lámparas del cenáculo; y la voz del Rábbi sonó conturbada y ronca:

—¡Quien guarde dineros en su ceñidor, que los tome, y vended también la túnica y comprad armas!...

Simón Pedro y el Zelota mostraron sus espadas breves y agudas.

—Hay dos sicas, Maestro. ¡Tenlas!

Se había fundido la nube, y la luna apareció más limpia y excelsa. Y el Señor quedó iluminado, y parecía muy exprimido, muy débil, y suspiró:

—¡Venid!

Otra vez volviose a toda la noche. Pero luego se arrancó de la última dulzura de su deliquio. Y, abrazando al huésped, comenzó a bajar la escala de la azotea, todo lleno de luna.

El anciano, su hijo y Asaf le miraban desde la acitara.

Ladraban perros que devoran las inmundicias de los arrabales. Y de una almena vino, entre la bruma, el chiflar helado de un búho.

El Rábbi adelantose a la gradería de Sión.

Todos se le juntaron mirando el valle. Había lumbres de caminantes sin posada, y tránsito de rondas del Palhedrín y del Pretorio.

Retrocedió Jesús, seguido de los suyos; y bordeando el torrente por lo obscuro de las murallas, fueron ahondándose hacia la Puerta de los Rebaños, bajo cuya bóveda se detuvo un sábado, y con polvo humedecido de su boca ungió los párpados parados de un ciego y se los abrió al júbilo del día; y como los fariseos porfiasen entre sí de lo lícito del prodigio, él les reconvino: «Porque os obcecáis en el pecado permanecéis como este hombre estaba antes de que yo le sanase, y no me veis. Yo soy la verdadera puerta de las ovejas. Quien por mí entrare será salvo y hallará pastos sabrosos. Yo soy el buen pastor que da la vida por sus corderos...».

...Ahora, cuando pasaba bajo el saledizo del adarve, también se paró.

—¿La recordáis?... ¡Esta era mi puerta!


* * *


...Hasta que el Rábbi y sus discípulos se sumergieron en la noche profunda de las afueras muradas, hasta fundirse su voz y perderse el hollar de su pie, estuvieron atendiendo su camino el anciano, su hijo y Asaf.

Les dejó el siervo para mirar unas sombras que se recataban en los tapiales.

Y a poco tornó diciendo que eran gentes de la casa de Annás y guardas del Sanhedrín, y que habían rodeado el huerto, espiándoles.

Pidió el anciano su cayado; y antes de ir a su aposento quiso asomarse al cenáculo.

Se habían agotado dos candelabros del triclinio, y la luna se acostaba en las losas y subía al lecho que tuvo el Rábbi.

Soltose el Padre de Familias del hombro de su hijo, y fue avanzando con las manos juntas, estremecidas y frías; sintió que sus sandalias retumbaban como en un recinto muy hondo; que se remontaba la bóveda recia y triste sobre su cráneo. Y penetró en su sangre y en sus huesos el filo de una emoción desconocida, emoción de lo que no se ve y sale de todo lo que miran los ojos; emoción de una presencia que no está y atraviesa los muros, y el aire nos toca como unos dedos impalpables; emoción del primer hombre pisando las piedras del primer templo cristiano...

El mancebo que abandona su vestidura


«Mas él le respondió diciendo: "Maestro, todo esto he guardado desde mi juventud". Y Jesús, poniendo en él los ojos, le amó y le dijo: "Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y ven y sígueme"».

(S. Marcos, X, 20, 21)


«Y un mancebo iba en pos de él cubierto de un lienzo. Y le asieron. Mas él, soltando la vestidura, se les escapó desnudo».

(Ídem, XIV, 51, 52)


Salió Elifeleth de la cámara familiar, y sus padres se miraron. Las tres hermanas, recostadas en los almohadones, se desbrochaban las armillas de sus muñecas y las ajorcas de esquilitas de plata, y las cadenicas de los codos, y las que atan los tobillos entre sí para que el paso sea menudo —que es el andar patricio de las hebreas—; y también se quitaron la delgada toca de lino, y los partidores de las trenzas, y el thorim de torzalejos con sartas de gemas y brinquiños y pinas de oro que caen por las mejillas, y resbalan en la garganta, y bajan y se mueven en la dulzura de los pechos; y como algunos dijes y lunetas se prendían tenazmente en el tocado, las hermanas se socorrían riendo y besándose en el delicioso nudo de la trenza y la joya. Pero en su recreación no se olvidaban de mirar a los padres, sino que para ver su callado dolor y descansarles de su presencia, hacían las doncellas el gracioso bullicio a punto de recogerse en su aposento.

Cuando se volvía la madre a contemplarlas, se le mitigaba la pena por Elifeleth, el primogénito, que parecía consumido por el espíritu del mal.

Les sonrió, y las hijas se alzaron como flores, y en todo el recinto se conmovieron las fragancias de sus cuerpos de miel, y de sus túnicas inmaculadas, y de sus íntimos cendales. Con suavidad de tórtolas daban sus dedos perfección a las galas de la madre, mujer de mantenida hermosura, morena y fuerte, celebrada de todos y gloria de Elisama, su esposo.

Claro varón de la doctrina de Hillel era Elisama, y sus designios brillaban en el Sanhedrín, entre los de los ancianos, que, según la Mischna, tienen el privilegio de desposar a sus hijas con los sacerdotes.

Siendo mozo, y encendido por la palabra de Judas, hijo de Seforeo, y de Matatías, hijo de Margaloth, juntose a la revuelta que derribó la abominable águila de oro, puesta por Herodes el Grande, ya viejo y roído de podredumbre, en los magnos portales del Templo. Y sólo Elisama librose del suplicio del fuego que devoró con lentitud horrible las vidas de los puros creyentes.

Y hallándose en sus tierras de Jericó, porque llegaban los días en que se cuaja y mana el precioso suco de los árboles del bálsamo, y las palmeras y los manzanos y los azufaifos tejen un ámbito de paraíso, y florece la planta de la rosa, de aquella que, sintiendo el amor del agua, abre siempre su tejido como una mano de suavidad, en los días de beatitud y llenura, fue Elisama puesto en prisión por las guardas del Rey.

El Rey aborrecido estaba en su quinta Cypros, porque también buscó la templanza de la «Ciudad de los perfumes». Y allí agonizaba exhalando en vida el hedor de la muerte, en medio de los aromas de la tierra y del júbilo de todas las criaturas.

Y Herodes lloraba. Adivinó que sus gentes se holgarían de su muerte. Y ya, más que vivir, codició las lágrimas de los felices. Y mandó prender a los primogénitos de la Judea de más limpia prosapia, y que fuesen crucificados cuando él expirase, para que el llanto de Israel le acompañara al sepulcro.

No se cumplió su postrera ferocidad, y otra vez quedó libre Elisama, el hombre bueno.

Conoció mujer de estirpe del sacerdocio, del linaje de Azarias. Vino sobre ellos bendición del Señor, y Elisama engendró hijos; un hijo y tres hijas: Elifeleth, el primogénito, y Abigail, Lía y Noema.

Los bienes y dulzuras de su hogar y la memoria de los peligros y adversidades le apartaron de la exaltación y de la discordia. Y fue amado del fariseo indomable y del saduceo helenista, y sentose «al continuo convite de la tranquilidad». Era fácil al socorro de toda laceria; nunca maltrató al siervo ni escarneció al samaritano. Y los camelleros y pastores, y los jornaleros de viña, de olivares, de mieses, de pradería y de árboles de aceite de aroma, y los artesanos de telar, de fragua, de cerámica y de todos los menesteres acudían con más diligencia a su casa que a la del Príncipe.

Tres casas tenía el varón justo: en Jerusalén, al lado del Jardín de los Rosales, único jardín consentido dentro de la ciudad; en Jericó, rodeada de las palmeras que dan los dátiles alabados por Plinio, dátiles de jugo lechoso que producen la miel y el vino; dátiles enjutos, arrugados, pero grandes, tiernos y dulcísimos; dátiles de corteza sutil que se regaña y cristaliza de azúcar; dátiles largos, leves, que se curvan graciosamente como dedos de mujer. Y después de las palmeras, campos paniegos y de los que llevan el lino y el mirabolano; y otra casa de placer en la ladera del monte de los Olivos, con lindes a la calzada que baja de Bethania.

Y aquí moraban desde que Elifeleth sufría. Fue el principio de su tristeza en una tarde luminosa, cálida, parada, de cristal del invierno de Jericó.

Allí el mancebo daba el apoyo de su hombro a la mano cansada del padre, y recorrían los cultivos, y vigilaban la siembra, la poda y el jirpear de las vides. Porque obedecía Elifeleth los documentos de la ancianidad, y se inclinaba a la voz de la sabiduría, y era temeroso del Señor. Regocijábase en su hacienda, y entendía hasta del gobierno de las yuntas y de escoger el pasto de más frescura y crasitud para sus ganados, y avisaba prudentemente al mayordomo. Nunca secó sus huesos en los lupanares ni atendió las supercherías de la cortesana, huyendo de sus dejos, amargos como el ajenjo y agudos como espada de dos filos. Las alcoholadas y halagadoras le esperaban por lo obscuro de los cantones, requebrándole: «Sacrificios ofrecí por tu salud, y hoy he cumplido mis votos. Por eso he salido ganosa de verte, y te hallé. Mi lecho está encordado y revestido de cobertores de Egipto, y he rociado mi cámara con mirra y áloe. ¡Ven y embriaguémonos de amores hasta que amanezca el día!». Y las que comen y limpiándose la boca dicen: «¡No he hecho maldad!», le convidaban a las prisiones de sus brazos, susurrándole: «Ven a mi casa, porque las aguas hurtadas más dulces son, y el pan escondido más sabroso».

Pero Elifeleth agradaba al Señor.

Y he aquí que aun fijando en las tablas de su ánima los consejos de la sapiencia, marchitose su carne como en ajuno y cilicio sin término.

Y clamaban los padres:

—¿Qué tiene nuestro hijo Elifeleth? Le rodean todos los bienes, descansa en el amor de nosotros, los mancebos le envidian, los ancianos le ensalzan, las doncellas de Israel le celebran por escogido entre la mocedad, y Elifeleth se apaga en pesadumbre.

Y plañían las hermanas:

—¿Qué tiene Elifeleth, nuestro hermano? Nosotras le labramos los ceñidores y orlas de sus vestidos, le renovamos las almizcleras, le ungimos los cabellos y le servimos hasta que duerme, y la boca de Elifeleth se cierra a todo coloquio y sonrisa porque padece en su corazón.

Y el padre se acuitaba por averiguar del hijo, consultando exorcistas y sabedores de cabalas y sueños, y preguntaba a las gentes de sus heredades y a las extrañas. Y halló un hombre, que fue endemoniado y ya estaba sano, el cual le dijo:

—Esto supe de Elifeleth, tu primogénito. Un profeta pasó por el camino que sube a la ciudad del Señor. Lleva cortejo de hombres y mujeres; se comunica con gentiles y pecadores, y aun come de su pan. Pero la palabra y los ojos de este Rábbi guardan un fuego que derrite los males. A mí me curó acercándome su mirada a la frente. Se revuelve contra los hipócritas. ¿No se quebranta el sábado si quitamos los escombros caídos sobre un hombre que no sea nuestro prójimo? Pues Rábbi Jesús hizo beneficios a los de Samaria, que son más ruines que los paganos. Y, por ventura, ¿no se peca también el día del Señor si traemos tanta paja como puede tomar un buey o tantas espigas como puede coger un cordero? Pues los discípulos del Rábbi arrancan y comen la mies que se les antoja, y su Maestro dice que «el sábado se hizo por el hombre y no el hombre por el sábado».

Elisama interrumpió:

—¡Anatema tiene!

Y el otro:

—Yo te digo que es profeta amado de Jehová... Y le hallé una tarde entre niños, a los que imponía sus manos para darles gracia de bendición, y vino Elifeleth y encorvado le pedía: «Maestro, Maestro bueno, ¿qué haré para alcanzar la vida eterna?...». El Rábbi volviose, advirtiéndole: «Ninguno hay bueno, sino sólo Dios. Y si en verdad quieres poseer la bienaventuranza de los siglos, necesitas cumplir los mandamientos: no matarás, no hurtarás, no fornicarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre». Y Elifeleth gritó gozoso: «¡Todo esto he guardado yo siempre!». Entonces el profeta le miró como amándole mucho, y le dijo con sonrisa de ternura: «¡Todavía te queda vender tus propiedades y repartir su precio entre los pobres, y después que lo hicieres, abandona tu casa y ven y sígueme!».

Elisama crispose de dolor y de odio, y atormentando las filacterias de sus pulsos rugió:

—¡Maldito el que embauca y seduce los corazones!

Y el hombre que fue librado del espíritu inmundo le gritó:

—¡Rábbi Jesús es santo! Rábbi Jesús esperó que hablase tu hijo. Pero Elifeleth afligiose y se apartó del Rábbi, del Rábbi inspirado por Jehová.

Mas, Elisama rompió sus elogios, preguntándole:

—¿Pasará de nuevo tu profeta por nuestros lugares?

Y busco sombríamente su casa. Y a poco partiose con su mujer y los hijos al huerto del monte de los Olivos.

...Las mujeres, desde las celosías, y Elifeleth y el anciano desde la azotea, vieron una muchedumbre de romeros de la Pascua y de gentes del arrabal de Betfage que alzaban ramos y daban aclamaciones. Y como era tiempo aciago de tumultos, marchó un siervo de Elisama para saber de ese súbito ruido. Y trajo estas nuevas:

—Rábbi Jesús ha montado en la cría de una jumenta; y los discípulos y los hombres de Genezareth, que vienen para la Pascua, y los amigos de Lázaro el de Bethania, se le juntan bendiciéndole como a enviado de Dios, y así quieren entrarle en la ciudad. Han salido fariseos pidiéndole a Jesús que reprendiera a los que alborotan; mas él ha dicho: «¿Si éstos callaren, las piedras gritarían!». ¡Y ya le ensalzan con «¡Hosanna, hosanna al Hijo de David!», y van tendiendo sus mantos en el camino para que los huelle la cabalgadura del Maestro!

Pálido de encontrados afanes, le escuchaba Elifeleth contemplando el grupo de Jesús, ya lejos, entre follaje, cánticos y sol, como una fiesta rústica de aldeanos.

El padre bajó al huerto, y paseaba entre sus higueras; y siempre se volvía para mirar a su hijo, diciéndose: «¡Pudo ser corona de mi senectud, y es amargura de mis años!».

...Otro día subió Elisama al Templo. Y estando en la cámara donde los sacerdotes departen y esperan la tora de sus ministerios, llegó del atrio de los gentiles un frondoso vocerío.

Y Elisama y los levitas salieron a mirar.

Los skourim —custodios de umbrales y pasadizos— señalaban hacia los pórticos de Salomón pronunciando el nombre del Rábbi Jesús. Y el padre de Elifeleth, acometido de una exaltada ansia, encaminose al lugar donde estaba el Profeta.

Siniestro, desfigurado y raudo hendía el anciano la quietud de la casa de Jehová. Los ámbitos de las salas de los panes, de la sal y de las entrañas de las reses, se quedaron repitiendo el trastorno de sus pasos.

Descendió del muro de Hell por la Puerta de la Oblación, y corrió al abrigo de los artesones.

Junto a los quiciales de la Puerta de Sussa, que entalla de cedro y de oro el fondo de montaña, iban remansando las gentes.

Allí surgía el rotundo acento jerosolimitano entre el habla gutural y densa del galileo y el claro júbilo del latín de los recaudadores del fisco. Mezclábase la gracia helénica con la bulla de los mercaderes fenicios y árabes; el grito siriaco con el hebreo de los escribas y de las disputas de los hillelistas y schammaïstas; el aviso de los skoterim —que guardan el Templo— con el áspero exclamar de los rábbis para atraer a sus escuelas esparcidas en la confusión. Acudía el saduceo exquisito, blando, irónico; el fariseo rígido, exclusivo, de ropas recias, pesadas, con los largos cordones de los tsisits, y las frentes monstruosas por el estuche de las filacterias; el esenio, hermano de los solitarios de la Mar de Sodoma, con túnica blanca y lisa, la cabeza rapada y el escardillo colgándole del cíngulo.

Entre las almenas de la Torre Antonia resplandecían los cascos y picas de los pretorianos. Y fue acercándose Elisama, y la estridencia de una voz, de un ruido le herían tan agudamente como si tuviese en carne viva todo su cuerpo. Hundiose entre la multitud, y vio al Rábbi nazareno encendido de sol y del ímpetu de la contienda.

Entonces, un escriba le preguntaba:

—...Pues dime ahora, Rábbi Jesús, ¿cuál es de todos el primer mandamiento?

Y habló Jesús en su dialecto arameo, con una sonoridad cálida, de arranques y blandezas provincianas, que se insinuaba, que parecía tener la fuerza de los ojos que miran muy de cerca. Y dijo:

—El primer mandamiento es el del amor al Señor, tu Dios, amándole con todo el corazón; y sigue el del amor a tu prójimo, amándole como a ti mismo te amas.

—¡Amar de esta manera-repuso el escriba conmovido—, mayor virtud es que todos los holocaustos y sacrificios!

Y el Rábbi le sonrió como a un amigo; tocole en el pecho con su índice, y exclamó:

—¡No estás ya lejos del reino de Dios!

...Fue Elisama a su hogar; y recatándose de su hijo, habló del Profeta.

No reposó aquel día, porque pensaba: «¡Puede Elifeleth escucharle de nuevo y acaso le perderíamos para siempre, porque terrible es el imperio de la dulzura y del enojo de ese hombre!».

De los olivos del Gethsemaní salía, traspasando el crepúsculo, el grito oxidado y lúgubre de las cornejas. Graznaron estruendosos los ánsares de la balsa de Elisama; resonó el camino.

Asomose el anciano al soportal, y halló dos guardias que escoltaban a un Maestro de la Ley, consejero del Sinedrio, montado en la mula blanca y sardesca que tienen los de su oficio y dignidad.

Habláronse con mucho sigilo. Y después Elisama pidió su talith y su caballo, y siguió al sanhedrita.

Toda la noche estuvo la esposa en vigilia, oyendo los pasos del hijo, que caminaba en su aposento las eternas jornadas de su cavilación.

Se removían blandamente los árboles por el oreo del alba cuando vino el padre.

Nunca le viera su mujer tan enflaquecido y viejo. Se le sumía el turbante devorando sus cavadas mejillas, y una livor de cansancio rodeaba sus ojos de calentura.

Postrose en su estrado, y dijo:

—Decidida ha sido en la quinta de Kaifás la prisión del Rábbi Jesús. Uno de sus discípulos promete entregarlo. Gamaliel, Josef de Arimatea y Nicodemus, quisieron salvarle; mas el Pontífice ha gritado: "¿No pensáis que debe de perecer un hombre antes que todo un pueblo se pierda?". Y muchas voces loaron a Kaifás, y denostaban a Gamaliel, a Josef y a Nicodemus, aborreciendo al Rábbi.

La mujer balbució:

—¿Y tú, Elisama?

Elisama escondió el rostro dentro de sus manos, y gimió:

—¡Yo he callado!

Y levantose; y fue asomándose al aposento del hijo.

Entonces Elifeleth dormía...

...Mostrose el mancebo alegre y lozaneado como un árbol tierno junto a las aguas. Conversó dulcemente con sus hermanas, y las halló hermosas. Y permitió a su vieja nodriza que le contase el arribo de Pilato, que había traído de Cesárea amistades de Roma para agasajarlas en Jerusalén. La Puerta de Jaffa retembló mucho tiempo por el pasar de los dromedarios brumados de manjares y riquezas para los festines abominables del gentil.

Y Elifeleth sonreía; y los padres se miraban con sobresalto de la súbita mudanza del hijo. No se atrevían a quitarse de su lado; y no osaban pedirle la confidencia de su gozo. Y sólo tuvieron sosiego cuando, llegada la noche, llevaron a Elifeleth a su estancia, porque se dormía, se dormía libre ya de sus penosos pensamientos; se dormía lo mismo que siendo chiquito. Y, como entonces, quisieron los padres acostarle. Fueron siguiéndoles las hermanas y la sierva que le crió hasta el tapiz de la puerta, y le arrullaban entre risas. Soltole Elisama el ceñidor de recamada estofa, mientras la madre abría los broches de la túnica tejida en Magdala. Y luego de besarle mucho le dejaron.

El mancebo se cubrió con la ancha vestidura de dormir, el blanco sindon que envuelve dulce y tibio todo el cuerpo, y penetró deliciosamente entre almohadones de plumón de garza y pieles de recentales como espumas. El lecho era grande, de sicomoro del Jordán, que nunca lo hiende el tiempo ni lo rosiga la oruga. Encima, en un jaspe saledizo del muro, ardía la lámpara de óleo con zumo de juncal de aroma y de hoja tierna de cinamomo; y a la diestra, una lámina de alabastro congelaba la visión del paisaje.

Elifeleth abrió la hostia de piedra; y tendido veía un temblor de sembrados bajo la luna de Nisán, y el camino de losas de Jericó, y las cercas de Gethisemaní...

...¡Gethsemaní, Gethsemaní fue el Aser bendecido de su alma! ¡El Señor le condujo al viejo olivar en el día que principia la conmemoración del tránsito a la tierra prometida! ¡Oh, santo, santo el nombre del Señor de Abraham! Porque Elifeleth salió ruin de su casa, y vino a ella gozoso y sano, prometiéndose el desasimiento de todo lo que antes le cautivara como único bien... Había un olor caliente de las higueras retoñadas y de los vallados de hinojo y de cactos; y dentro del aire corría la frescura de riegos de jarrajín deleitoso. La calma y la pureza de la mañana desnudaban el monte, el infiesto, las sendas, la ciudad. Y el chasquido de una rama, el zumbar de una abeja, las alas de un pájaro raían la faz del silencio.

Jerusalén se acumulaba en sus collados, magnífica y poderosa; su cintura, entre humos de caravanas que pueblan todos los caminos; su frente de almenas, apoyada en el azul.

Y Elifeleth le sonrió como hijo y enamorado. ¡Sólo pudo labrarla una raza creada para ella! Y ya era la ciudad como la destilación de una sangre que manaba perpetuamente de sí misma, cristalizando en pueblo, en rito y Dios.

...Y cuando Elifeleth quiso seguir su vagar por la ladera, reparó en un hombre que le miraba asomado a la tapia de su casa. Era un hombre duro, como de cortezas de árboles; de ojos fríos, overos. Descabezaba langostas de bancales, y después las molía en un mortero de pedernal.

Elifeleth puso un sido de oro en la mano del campesino, gorda y áspera, como la pezuña de un buey.

Y dijo la voz del humilde:

—¡Elifeleth, hijo de Elisama: has socorrido al pobre largamente sin que nadie te viera para celebrarte! ¿Te llegó alguna vez la palabra del Rábbi Jesús?

Palideció el mancebo, y acercose al hombre de la tapia hasta sentir el vaho de su miseria y la rudeza de su sayal.

—¿Por qué me nombras al Rábbi Jesús?

El campesino mezclaba el polvo de langostas con harina de cebada y leche de camella; luego puso la pasta encima de una piedra pulida; y en tanto que la tendía y heñía, goteándola de aceite, murmuró:

—Rábbi Jesús se compadece del hombre manso y pobre. Cuando sube por el camino para ir a Bethania, Rábbi Jesús descansa en mi casa y se sienta en mi celemín; y dispone que Judas, el mayordomo, me dé limosna; y si le anochece en Jerusalén, viene a esta almazara, y reposa bajo las oliveras, y hace oración en el sepulcro de sus muertos, de la casa de David.

Elifeleth le pidió:

—¡Llévame a los sitios que ama el Profeta!

El de la heredad aspiró con avidez el olor ácido y amargo de la torta; tornó a bañarla de leche; y viendo que su horno ya daba un humo seguido y bueno, lo recogió todo, y fue a la cancilla del cercado, y desató el cierre de correa, diciendo:

—También tú puedes entrar a la granja por ti solo. Rábbi Jesús pasa su mano por ese roto de la piedra y abre; y yo, desde mi tarima, oigo su voz de amparo que dice: «Amigo, paz en tu casa»; y entonces yo, que a nadie tengo que me cuide, soy tan venturoso como si me rodease una familia de patriarca.

Y Elifeleth seguía al fellath de Gethsemaní astroso y descalzo, y hallábale vestido de la grandeza del amor de Jesús, en tanto que él sentía frío de desnudo.

Y tocaba los troncos de los olivos y las cepas renacientes, y cogía pedrezuelas y terrones de la besana, y hundía su mano en la hierba menuda y en los arbustos, y a toda parte se tornaba codicioso de verlo y de sentirlo todo, y siempre decía:

—¡Rábbi Jesús también habrá tocado esta rama! Rábbi Jesús mirará también esta raíz que aquí revienta del suelo y allá se entierra toda atormentada... ¿Y este renuevo? Míralo. ¿Lo habrá visto Rábbi Jesús?

Y al hombre de la heredad se le agrietó el rostro sonriendo, como una vasija que se hiende. Y le respondió:

—El Profeta ve hasta lo más oculto de la vida y de sus criaturas, y no se mueve la hoja del árbol sin la voluntad de su Padre. A ti mismo no te deja ahora su pensamiento.

Llegaron a la casa, cuadrada y blanca como un cubo de cal. Vio Elifeleth las dos muelas que oprimen la oliva, morenas y sudadas; la lámpara, el yugo, el celemín y el cántaro; el lecho de pleita, los armadijos que se esconden junto a la viña para coger las raposas que buscan en agraz los racimos; y en lo profundo estaba el hogar, y se abría la ceniza como un hollejo, y parpadeaba el rescoldo.

Todo lo iba mirando Elifeleth muy despacio, y buscaba enternecido la huella de la presencia de Jesús entre aquellas humildades.

Les distrajo una voz del camino, y el de la granja salió atropelladamente, y también voceó a dos hombres que pasaban. Y dijo:

—Son discípulos del Rábbi que bajan de Bethania: Juan y Simón Pedro.

Los dos caminantes movían sus cayadas de viaje, saludándole:

El de Gethsemaní proseguía:

—El más mozo inclina a un lado la cabeza, como hace el Maestro para mirar. Y por seguirle abandonó las barcas —que eran suyas y tenía pescadores a salario—, y él y su hermano traían los peces al Pontífice y al viejo Annás. Dejó su ganancia y su casa; y ahora también su madre acompaña al Rábbi Jesús.

La mirada de Elifeleth siguió celosamente la figura de Juan hasta que los discípulos se perdieron en la cuesta del Cedrón..

Y suspiró Elifeleth: «¡Mejor pudieran decir de mí!».

Atravesaron por el olivar, y cuando el habla del labriego se sumió en una umbría de cipreses, removiose el asno de la noria, y empezaron a manar los arcaduces entre un gemir de torno cansado.

Después había más tierra de olivos; y al fondo, la roca viva murando la granja. Los cardos y zarzas ahogaban bravamente los roídos pilares de un sepulcro, cuya punta de yeso resurgía en el azul y el sol. Al lado se rasgaba la peña, y en la gruta se iba exprimiendo el olor de heno recién segado, y una gota de claridad de la mañana sacaba relumbres del filo del dalle y de los escardillos.

Elifeleth contempló la sepultura; aspiró el ambiente y el silencio de la cueva donde Jesús hacía muchas veces oración. Salía, rodeaba todos los sirios de la privanza del Maestro, y exclamaba:

—¡Me llamó a su lado mirándome como mirará a Juan, y yo me aparté ruinmente de él!

Y abrazose llorando al humilde; y sentía que se corroboraba su pecho en la congoja. Y la palidez de su postración trocose en llama de esforzado y de alborozo de sí mismo.


* * *


...Ahora, en la callada noche, sumergido entre cendales y pieles, repasaba ese principio de su vida, y anticipábase la recompensa dando por cumplido el renunciamiento de lo que todavía gozaba... «¡Iría siempre a la diestra del Rábbi Jesús!... Cuando todos durmieran, el Maestro y él velarían en coloquio de rey y de valido. ¡Oh, más amado que Juan; señalado entre todos! Si el Profeta se enojare con algún discípulo brusco, de los antiguos, su charla o su ruego enternecería al Señor. ¡Maravilla de las gentes la potestad comunicada a su palabra! Jerusalén diría: "¡Es Elifeleth, primogénito de Elisama, el privado del Cristo!"».

Y Elifeleth brincó de su lecho y paseó por su cámara. Recibía la sumisión del sacerdocio, los halagos del príncipe y de los capitanes. ¡Veía el embelesamiento de las vírgenes de la Judea y el asombro de toda la ciudad magna, redimida de Roma por el poder del Profeta lleno de gloria!

Elifeleth se detuvo frente a la ventana de alabastro. Le ahogaba el latir y el susto de su vida, y sollozó de felicidad. ¡Rábbi Jesús se acercaba! Oía su voz, ondulando suave y triste. ¡Rábbi Jesús venía; venía a recogerlo para presentarlo al mundo en la noche sagrada de la luna de Nisán!

Y Elifeleth salió a su encuentro para adorarle postrado bajo sus ojos.

Y hallose solo en el camino de Bethania, desamparado, blanco, frío de luna.

¿Y el Rábbi? ¿Dónde estaba el Rábbi Jesús?

Elifeleth volviose buscando en toda la noche, como si se hubiese perdido en un desierto nevado.

Mas de nuevo se alentó. Percibía un susurro de palabras entre los árboles de Gethsemaní. Y se arrimó al vallado.

Rábbi Jesús y sus gentes iban pasando a la almazara. La mano ruda y enorme del campesino tenía en alto la lámpara, alumbrándoles el portal. Después apagose la vivienda, y quedó el huerto íntimo de luna.

Elifeleth desató el travesaño del muro, y entró al refugio de las oliveras, y su sombra se tendía y tocaba el umbral de la granja.

De improviso tuvo que recatarse, porque otra vez apareció el brazo y la lámpara; y presentose Jesús seguido de tres discípulos. Juan se puso al lado del Señor; y se alejaron a lo foscor de la cueva y de la sepultura.

Elifeleth volvió a caminar.

Dos aves grandes de ruinas le dejaron sobre su frente un rápido apagamiento y un frío de alas calladas.

Crujía la breña bajo las sandalias del grupo del Rábbi. Y súbitamente se paró. Jesús y los discípulos levantaban sus brazos y abatían la cabeza reverenciando al Templo, que surgió, a lo lejos, como una lumbre de río helado.

El Profeta desapareció en las tinieblas de la gruta. Y los suyos se recostaron al amor del olivar.

Siguió Elifeleth. Se arrastraba, desollándose las manos y las rodillas. Se contuvo. El Rábbi volvía; buscó a los discípulos y los abrazó, suspirando:

—¡Triste está mi alma hasta la muerte!

Elifeleth se dijo: «¡Iré a que me reciba!».

Y se agarraba el pecho con los dedos grifosos para aplacar el sobresalto de su sangre, que no le dejaba oír ni ver porque estremecía toda la noche.

El Señor se apartaba solo, lento, agobiado.

Y Elifeleth avanzó siguiendo las blancas apariciones de Jesús entre la fronda. Y ya cerca del sepulcro necesitó descansar. Toda su piel le sudaba de fatiga y de miedo; y pensó: «Aguardaré que salga, y le pediré su gracia besando la orilla de su túnica».

Salió y volvió Jesús a su retiro, y el mancebo se apretaba en la tierra y en la hierba para que no le viese.

Alzose viento; gimió la arboleda; rauda y afilada corría la gran luna deshilando una nube. Ladraron los mastines de todas las caserías y majadas del monte. Y a lo hondo de la granja se asomó un fuego de antorchas de humo rojo. Y como un hachazo en rama tierna, así sonó un alarido partiendo el silencio:

—¡Rábbi, Rábbi!

Ofreciose Jesús en la claridad; su manto, henchido por la violencia de la carrera; sus brazos abiertos... Y removió y llamó a los amigos dormidos.

—¡Rábbi, Rábbi, huye! —le avisaban desde el casal.

Y retembló el huerto de estrépito de sembrados hendidos, de cepas chafadas, de ramajes rotos. Y venían, recruzándose, sombras de hombres empujadas por el temblor de las teas llameantes, que crujían como si encendiesen la brisa jugosa de Gethsemaní; y los espectros de los troncos se derrumbaban en los bancales; y las fantasmas de las mulas de dos escribas subían a pedazos por las viejas paredes.

Retrocedió Elifeleth; parecía escapado de la sepultura. Y hallose rodeado de brazos, de espadas, de báculos... Vio a Jesús lívido de antorchas y de luna, retorciéndose entre manos crispadas. Pasaron gentes huidas. Y el Rábbi volviose mirándolas; y ellas corrieron más y salieron y se extraviaron en las barrancas.

Y sintió Elifeleth que se le congelaba la espalda y la raíz de su cabello, y que el corazón le revertía del costado subiendo y sonándole en la boca. Unos dedos le agarraron de la falda de su vestidura. Gritó enloquecido. Y volvió Jesús su cabeza, sacudiéndola para apartarse el lienzo enfangado de su koufieh; y el mancebo recibió una mirada húmeda de pena que destelló de confianza bajo el súbito recuerdo de Jericó.

Y Elifeleth temió más, y soltose el blanco cendal y huyó desnudo.

Dentro de su cráneo le aleteaban como aves horrendas las sombras de la turba y de los árboles de Gethsemaní; y corría despavorido, y a su lado corrían también estruendosos los campos, las tapias, los rediles. Todo huía y todo sonata de palpitaciones. Le dolían las sienes como si se le estuvieran pudriendo, y sentía el dolor prolongado, transmitido a todas las cosas.

Unos brazos le cogieron de los suyos. Y Elifeleth gritó como en el huerto de los Olivos. Revolviose, y suspiró dichoso. ¡No le miraba el Rábbi! Eran esclavos de su casa que salieron en su busca.

Lo llevaron al lecho. Acudieron los padres, pálidos de infortunio; vinieron las hermanas, cubriéndose rápidamente con las trenzas esparcidas la desnudez de sus gargantas.

Permanecía abierto el alabastro, y se asomaba toda la luna redonda, metálica, glacial.

Y tembló Elifeleth, y dijo entre sollozos:

—¡Me ha mirado, me ha mirado como en Jericó! ¡Cerrad la ventana, que se está parando la luna y también me mira!

Desde el camino, guardas del Sanhedrín llamaron a Elisama. Un siervo le pasó el aviso de Kaifás para que asistiese al Consejo de Justicia contra Jesús.

Y el anciano gritó:

—¡Elifeleth, Elifeleth, mi hijo! ¡Míranos! ¡Ya no está él! ¡Seamos dichosos en el amor nuestro y en el amor del Dios de Abraham!

Y Elifeleth refugiose en el pecho del padre y gemía:

—¡No me dejéis, para que él no me vea; no me dejéis, porque yo quiero ser dichoso, y el Rábbi, el Rábbi me miraba como si no pudiera serlo nunca!

Kaifás


«[...] Y le buscaban el día de la fiesta diciendo: "¿En dónde está aquél?"».

(S. Juan, VII, 11)


«[...] Mas él callaba... Y volvió a interrogarle el sumo sacerdote, y le dijo: "¿Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios, cuyo nombre sea siempre bendecido?"».

(S. Marcos, XIV, 61)


Jerusalén está enramada de palmera y de sauce, que fueron los árboles que ampararon al pueblo escogido en los cuarenta anos de peregrinación.

Es la fiesta de los Tabernáculos. Y las bóvedas, las terrazas, las costeras, los arrabales y encrucijadas se techan de lonas, de paños, de guadamaciles y verdura, recordando las tiendas y cabañas del desierto; y toda la ciudad insigne tiene sombra otoñal, y un ambiente de caravana, y un abrigo de familia andariega.

Es el tiempo maduro de la plenitud y reposo de la tierra parida. Ya están colmados los lagares que hierven de abejas, gordas y mojadas de tanto azúcar de racimos; y los trojes y almijares sudan las mieles de los cofines de frutas y la crasitud de toda cosecha.

Dulces y olorosas, como la piel regañada de los higos y ciruelas, y rubias como la parva son las mañanas y las tardes del mes de Tischri, el «sábado de los meses».

Y, por las noches, el cielo es una espada inmensa, desnuda, corva, limpia, llena de joyas. Jerusalén relumbra gozosamente, como almenara del Señor. No hay portal sin vaso encendido, tienda sin antorcha, ni alijah sin lámpara, ni granja del contorno sin hoguera de pámpano, que aun cruje de tierno.

Pasó el día de las Expiaciones. Permanecieron las multitudes en ayuno y silencio, privadas de baño, de atavío y de unción de olores, «menos el rey y la nueva desposada, que debe agradar al esposo». El Pontífice fue llevado al abrigo del Templo, lejos de todo contacto y palabra de impureza. Le rodeaban los ancianos, leyéndole los Libros Santos; y habían de fortalecerle con aromas, y hacer recia la voz, y tirarle de la túnica de lino para abrir sus ojos, porque el gran sacerdote no se alimenta ni duerme en la vigilia de la propiciación, purificándose para penetrar en el Sancta Sanctorum. Pero Kaifás era de rebultada cerviz y le pesaba muellemente la sangre. Brillábale la grosura del rostro, y sus pies mollares y desnudos dejaban humedad en las losas como si se le derritiese la corpulencia.

Los «maestros de la física», que permanecen en el santuario para socorrer al sacerdocio del mal levítico, mal de las entrañas, que se les quebrantan del hollar descalzos los suelos de mármoles, remediaron muchas veces al heredero de Aarón en la noche de su penitencia.

Y vino Annás, el que antes ciñera la tiara de la lámina de oro que dice: Santidad al Señor; y apareció en la Sala del ayuno, y su yerno, el Pontífice, sintió su presencia, y alzaba las piedras de sus párpados, mirándole.

Y he aquí que de la cámara donde se hacina la leña de los holocaustos que no puede ser mordida de gusano, salió un alarido de suplicio. Y tembló Kaifás y acogiose a su séquito.

El prefecto del Templo había aplicado la llama de su antorcha al custodio de la leñera que fue hallado dormido.

Sosegose el sumo sacerdote; prosiguieron los ancianos las recitaciones del Éxodo, del Levítico y de los Números; y fuera, el hombre que ardía bramaba, golpeándose contra los cornijales del altar, y se precipitó enloquecido en el baño de bronce.

...Y después de la vigilia del Perdón, sigue el alborozo de los Tabernáculos.

Romeros de toda la Palestina acuden a la Casa de Jehová durante ocho días, y llevan ramas recién cortadas y cantan alabanzas.

Bajo los pórticos del Patio de los Gentiles, de columnas de jaspes, de vigas de cedro y piso de mosaico rojo y azul, se amontonan los mercaderes, todos con la insignia de su oficio o lonja; los cambistas, que truecan la moneda pagana por el medio siclo judío del tributo santo, traen un denario colgando de la oreja; los tintoreros, un copo de lana de vivos colores; los orífices y percoceros, un sartalejo de abraxas, un zarcillo de relumbres; los alfayates, una aguja enhebrada; los perfumistas y drogueros llevan atado al capuz, como borla de su ropón, un potecico de ungüento, un pomo de hierbas de olores. Pasan los hortelanos con sus cuévanos de cidras, de naranjas, de dátiles, de granadas, de cermeños. Gritan los recoveros entre sus jaulones de tórtolas y palomas, traídas de los árboles del Kanujoth para las ofrendas de la mujer parida, y las mallas trémulas de gorriones para los leprosos purificados; y junto a las aves están los canastos de huevos de garzas, de gallinas, de ocas, pintados de añil, de púrpura, de oro...

Los pasteleros mueven su haz de plumas oseando las moscas y abejas de las esterillas donde manan las lasañas de miel y flor de harina; las tortas de pasas, de higos y algarroba; los panes de aceite y finojo. Vocean su pregón los alcalleres delante de sus tablas de amuletos de barro, de colodras, de marmitas, de cántaras recias y lisas, de ánforas cipriotas. Y fuera de los muros, junto a las puertas, los ganaderos aúllan sus injurias entre el balar fatigoso de las ferias de ovejas y cabrones...

Sigue el Azarath Naschim, el atrio de las mujeres. Hasta allí penetran las hebreas; y las columnas de la Ley de la castidad detienen el paso del extranjero. Los israelitas circulan por el muro de Hell, donde se abren las trece bocas del Tesoro. Las losas gotean de jugos de las hierbas pisadas. En los labrados balaustres del angosto Atrio de Israel, Azarath Yisraël, se horadan las orejas del siervo, se lustra el inmundo, bebe las aguas salobres la acusada de adulterio, entrega a las brasas su cabellera el nazareno.

Los devotos se oprimen, remueven sus ramajes nublados por los perfumes santísimos.

Resplandece el Azarath Cohanim, atrio del sacerdocio. A lo último, sube el Ierón de mármol y oro.

Y las arcadas del Pórtico Real y de Salomón, las planchas de bronce y de cedro, los árboles de jaspe, los gigantescos sillares de color de rosa que fueron hincados y cosidos en silencio, las gradas, los muros, el cielo, todo resuena torrencialmente como una bóveda herida por la violencia, por el grito y la emoción de todos los hombres.

Y el sol desnudo, abierto, en la mañana enjuta y caliente del otoño oriental, semeja descender sólo para la cumbre del Moriah. Parece que si un ave atravesara por el azul, caería ahogada, rebotando en las piedras y techumbres de fuego y de polvo.

De la hoguera de carne, de riquezas, de ropas, de sol, se levanta el humo purísimo de las oblaciones, del perfume quemado de la mirra virgen, la que produce libremente el tronco sin herirlo, y de la concha onique, del gálbano y del incienso de Sabea. Brota retorciéndose, ancha y ruidosa, la bruma de sebo de los trece bueyes del sacrificio. Y aparece Kaifás, relumbrante de sudor y del tesoro de su mitra, del carmesí bordado de su efod, de las doce gemas del racional, de las recamaduras de su cíngulo.

Calla el Templo, y se oye el temblor de las campanillas de oro y las granadas de púrpura que orlan la túnica del magno sacerdote.

Kaifás va subiendo cansadamente los doce peldaños del vestíbulo del Ierón.

Su corva tiara, sus doblados hombros empiezan a destacarse sobre el velo de Babilonia, tejido de los colores imágenes del Universo, porque «la grana representa el luego; el leonado, la tierra, el cárdeno, el aire, y el carmesí, la mar».

Ciega el oro de la enorme viña esculpida en el dintel del Santa; sus racimos, como el cuerpo de un hombre; sus pámpanos, como alas de avestruz.

Humean los trece aromas del incensario sacrosanto. Y la multitud se postra con un duro ruido de hinojos y sandalias.

Otra vez resuena la túnica del Pontífice. Y surge Kaifás bajo un trueno de trompetas y salmos.

En el atrio de los gentiles, un oleaje recial de nuevos devotos hiende los bosques de la muchedumbre. Son las últimas caravanas galileas. Entre los llegados hay parientes de Jesús. Y muchos le buscan.

No vino el Rábbi nazareno en la pasada Pascua, y le aguardaban en esta fiesta. Y los que le aborrecen, recordando que sanó al tullido en sábado, dicen:

—¡Se oculta el embaucador temeroso de la ciudad!

Mas los que le aman responden:

—¡No así, porque ese profeta es justo!

Y todos rodean a las nuevas gentes preguntándoles:

—¿En dónde está aquél?

Y el murmullo alcanza a los otros lugares, y los levitas desatienden las ceremonias para mirar a los forasteros. Ellos se sonrojan, intentan sumirse dentro de los pórticos.

Los rábbis y sus discípulos, los ministros del santuario, los hombres pomposos de Jerusalén, les siguen instándoles con zumbas:

—¿En dónde, en dónde está aquél?

Entonces los otros, que todavía jadean del camino, se buscan y se juntan recelosos; se miran, pasmados de la magnificencia que les aboga; sienten toda su cortedad de lugareños y toda la seca malicia de los que andan y pronuncian y se comportan con la ufana firmeza de su ciudadanía. Y se encogen y piensan de Jesús como del deudo que trae oprobio y saña para los suyos. Y ya malsinan de él y tuercen sus intenciones. De ellos, uno que tiene la mejilla acuchillada murmura:

—Nosotros le dijimos: «Sube a Jerusalén; viene la fiesta. ¡Si tanto es tu poder, pruébalo allí!». Pero Jesús siempre nos contestaba: «¡Aún no se cumple mi tiempo!». ¿Qué os parece? ¡Aún no se cumple mi tiempo!

Y da entono a su gesto y su voz remedando al Rábbi.

Su público repite:

¡Aún no se cumple mi tiempo!

Y muchos brincan, golpeándose las nalgas.

Y añade el de la faz rasgada:

—Pues yo llevé a la madre de Jesús a la casa donde él estaba enseñando. Parecía enajenado. Y le avisé: «Mira que tu madre y los tuyos se afligen de no tenerte y han venido en tu busca». Y Jesús nos negaba: «¿Mi madre y familia? ¡Mi madre y mis hermanos son estos que me escuchan!». ¿Qué pensáis de aquél?

Un judío con ojos de odio le grita:

—Bien hizo en rechazarte, que eres como una piedra rota de sepultura.

Y un mancebo de túnica perfumada le dice cimbreándose:

—No piedra, sino que lo van devorando los peces y sabandijas del Genezareth.

...Ya vuelven todos a sus posadas de follaje; hacen sus abluciones, se regocijan comiendo los panes de aceite, los guisos de pichón y de carnero añal, los peces en salmuera, y se pasan la copa y los odres de vino de trigo y de frutas, de vino de dátiles de Jericó, de vino de uvas de Engaddi.

Los parientes de Jesús han caminado mucho tiempo por Jerusalén. Traen las manos colgando sobre los lomos; sus pies se acortezan de basuras de la hondonada de Tyropeon; suben por el arrabal de los queseros; atraviesan la vieja puente tendida entre la ciudad alta y la planicie del Moriah; bajan maravillados al fausto de la plaza del Sanhedrín y del Gimnasio de Herodes; se entran por las columnatas del Xystus; rodean los barrios de los tablajeros, de los tejedores. Sienten en su cráneo toda la pesadumbre de la enorme ciudad, apretada, rumorosa. Se les pega el turbante a las sienes; llevan los ojos cansados, puestos en tierra. Después, en su parador, sacan de su fardel pasta de higos y panizo, granadas y redrojos de los últimos campos vendimiados, y todo lo devoran encima del estiércol de su camello, que no para de roznar, doblado junto al pesebre, con las dulces pupilas entornadas. Y cuando terminen andarán de nuevo por Jerusalén, oyéndose sus pasos que se arrastran dentro del polvo de las callejas hórridas y retumban en los pasadizos. Merodean por los mercados, y los tábanos se les agarran a los dedos gordales. Se hunden en la frescura de las calles abovedadas, y vuelven al sol, que parece zumbar sobre ellos. Buscan los toldos de los bazares, y el griterío de los buhoneros y los empellones de los esclavos y asnos cargados de verdura y de ánforas de vino de miel los arrojan contra los muros, y se recuestan en las gradas de los palacios. Si viene un romano se apartan contemplándole; si es un rábbi, un escriba, un fariseo, con sus mantos solemnes y los pergaminos sagrados encima de las cejas, se levantan y se encorvan humildes. Salen de la ciudad resistiendo la chanza de las rameras que bullen junto a la caserna, y se tienden al pie de los torreones, y miran aburridos la calzada de basalto que se aleja entre barbechos y se pierde entre montes tostados, y a lo hondo del confín, montes azules, montes de humos...

Doblada la tarde, vuelven al Templo.

Dos candelabros inmensos de oro alumbran y perfuman el atrio de las mujeres. Danzan lánguidas y silenciosas las doncellas de Israel, y los graves varones, ahítos de licor de frutas y de cereales fermentados, empuñan teas encendidas y se mezclan en las guirnaldas que tejen los bailes litúrgicos. Los levitas cantan y tañen sus cítaras y címbalos. La multitud entona sus himnos. Dos sacerdotes alzan hacia el crepúsculo los tendidos cuellos de las trompetas sagradas, y tocando descienden los quince peldaños de la magna Puerta, cuyas hojas macizas de bronce han de arrastrarlas cuarenta hombres escogidos. Llegados a la entrada oriental, mueven los dos ministros sendas antorchas de resina fragante, y se tornan al ocaso y gritan:

«¡Aquí, nuestros padres, de espaldas al Templo, cometieron pecado adorando al sol. Mas nosotros nos volvemos a Occidente y bendecimos al Señor, nuestro Dios!».

Entonces resuenan gloriosamente todas las trompetas del santuario.

...Y en el segundo día de los Tabernáculos se inmolan doce toros, y once en el tercero, y diez en el cuarto.

Ya el aire y el ramaje y las ropas de los devotos están penetrados de olor de leña, de sebo y de carnaza.

Los sacerdotes humildes, que nada más pertenecen al sacerdocio por venir de la sangre de Aarón, los que tienen hambre de mendigo porque no participan de las primicias, ni de las porciones, ni de las ofrendas, ni de los diezmos; los olvidados pasan fatídicos y altivos entre la plebe, arrastrando sus andrajos por el mármol de su casa, y maldicen y señalan las ironías y concupiscencias del saduceo, que sonríe en los oficios. Y claman: «Vanos y caducos son los actos y designios del saduceo: acepta al gentil; cifra la vida en los días de la carne; abomina los símbolos de la castidad, de la rectitud, de la sencillez y de la prudencia de sus ornamentos».

La masa fastuosa del Pontífice se hunde entre las nubes del altar de los holocaustos.

Y un fariseo, envejecido en la austera creencia, fariseo de los que medirá el Talmud dentro de la séptima especie, «fariseos de los que aman al Señor y son semejantes al padre Abraham», yergue proféticamente su brazo llevándose su capa bruna y lacia y ruge con Isaías:

—¡De qué me sirve a mí la muchedumbre de vuestros sacrificios, dice el Eterno! ¡Harto estoy de la grasa de los carneros y de los bueyes cebados y de la sangre de las ovejas! ¡Cómo trocose en ramera la ciudad fiel!

Y se pierde la voz del anciano dentro de los clamores de los atrios.

Turbantes y follajes se retraen, se revuelven y ondulan como un campo tierno con vendaval. Y la multitud se abre, y aparece Rábbi Jesús blanco de fatiga, los ojos recogidos, la boca trémula, las manos sumidas en el manto. Y va dejando una emoción de soledad, como algunos árboles, aunque les rodee un bosque, semejan únicos y lejos. Después pasan los discípulos volviendo inquietamente la mirada, y las mujeres que le creen y le asisten: María Salomé, huesuda, rígida, abrasada, las pupilas profundas con un fulgor azul, el velo doblado bajo el anillo de oro de su nariz anhelante. Susana, cetrina, enfermiza, ahogada por la negrura invasora y áspera de sus cabellos. Juana, esposa de Chouza, criado del Tetrarca, curtida, brava, de sonrisa fría y aguda como un acero. María de Josef, la madre del Rábbi, marchita, envejecida, que se alza y ladea buscando el koufieh de su hijo. María y Marta de Bethania, que sólo muestran los ojos largos, dulces y mociles entre el blancor del tocado y la resplandecencia de los joyeles. María la Magdalena, de carne de manzanas y de ámbar, que mueve, que infla como una brisa de gracia su túnica y su manto cenicientos.

El Rábbi se distancia, seguido de los skoterim y romeros. Desde el estrado de las bendiciones le acechan los sacerdotes, y entre las columnas de los rótulos que vedan el tránsito de los gentiles bajan las miradas de los ancianos y escribas.

Y Jesús se vuelve hacia todos y abre sus brazos y habla conmovidamente. Mas su voz no es la voz cálida y confiada que pasa por el sol de la viña y de la senda, que se asoma al recuesto, que se entra por un portal artesano, que remansa sobre la tabla de una íntima comida. No es la voz que se oye en las tardes del lago y de los vergeles galileos. Allí, cuando el Rábbi tiende su mano y señala el agua, la mies, un fruto, un hombre, hay en su diestra un gesto de voluntad tan firme y augusta que parece entonces crearlo. Aquí le muran las asechanzas de la ciudad homicida de los profetas. La ciudad es angostura; trueca la amistad en recelo. No se quieren ni aun los hombres de sencillos pensamientos. De estos mismos hombres que pudieran amarle le hiere una lengua de escorpión:

—¿De dónde tú, Jesús, hijo de Josef, sabes doctrina y dices de las Escrituras, si vienes de lo obscuro?

Y el Rábbi le responde:

—¡Mi doctrina! ¡Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado! ¡Si vosotros os acercarais al calor de mi Padre, si cumplieseis sus palabras, comprenderíais si yo hablo de Dios o de mí mismo! ¡El que de sí mismo habla apetece su propia gloria; mas el que, como yo, glorifica a otro, éste no dice engaños!

Annás, pálido y fino, cubierto de estofas que dan vislumbres de piel de serpiente, se acerca al Pontífice. Kaifás parece despertar del sueño de su grosura, y va volviendo su cabeza suntuosa, de barba ancha y lisa.

Acude el prefecto del Templo. Los tres murmuran avizorando a Jesús.

Y Jesús, contristado, exclama:

—¡Por qué maquináis contra mí! ¡Por qué me aborrecéis y deseáis mi muerte!

Y unos hombres que vienen a espiarle se paran al oírle y se miran cautelosos.

El Rábbi prosigue:

—¿Qué hice yo para que me odiarais? ¿Por ventura fue beneficiar en día santo a un hermano que sufría? ¿Pues vosotros no circuncidáis, por mandamiento de Moisés, dentro del sábado?

Ya todos le atienden con mansedumbre y le piden enseñanza.

Los escuchas arrojados contra él vuelven a la presencia de Kaifás y le dicen:

—¡Habla y mira ese hombre como ningún hombre!

Y añade Jesús:

—Vosotros sabéis de dónde soy. Mas yo os digo que no vine de mí mismo. Me envía aquel a quien vosotros nunca conocisteis...

Es la hora sexta, y la plebe y el sacerdocio se agolpan en los portales. Todos miran los humos que se elevan de los ejidos y ribazos. Porque en los postreros días de las fiestas de los Tabernáculos auguran para el israelita los humos campesinos. Si suben hacia el Septentrión, se alegran los pobres y se amohínan los poderosos: es promesa de grandes lluvias en el año que sigue y de muchos frutos, pero aguanosos y desaboridos. Si buscan el lado austral, se regocijan los ricos y se afligen los humildes: la lluvia será escasa, pocos los frutos, que retendrán todo su dulzor y perfume. Si van al Este es signo de contento para todos; si al Occidente, presagio de malaventuranza...

Y el Rábbi y sus discípulos caminan por la cuesta de Bethania...


* * *


...La turba que traía a Jesús escogió los sitios más despoblados, porque recelaba el Sanhedrín que las caravanas de la comarca de Genezareth pudieran alzarse contra la prisión de su profeta.

Y penetró en la ciudad por las ruderas del collado de Ofel; atravesó entre viejos paredones de las calles hondas, y refugiándose en la negrura de los arcos de Tyropeon, subió a la casa de Annás.

La esclava de la janua, el primer portal, de olmo forrado de bronce, puso los troncos traveseros cuando pasaron al Rábbi, y ya no abría sino un postigo, celando antes por la saetera.

Llamó Juan, y consintió que entrara, porque Juan y su hermano proveían de peces la mesa del viejo patricio, y era grato a todos sus familiares. Mas aquella noche venía con un hombre desconocido, muy cubierto. Y la mujer le paró, preguntándole:

—¿No será éste de las gentes del Rábbi?

Y Juan siguió, y empujó el ostium, la puerta del atrio, y el nuevo, por no quedarse fuera, apartó a la criada, diciéndole:

—¡Déjame, mujer; no entiendo lo que hablas!

Pero ella se le agarraba a la ropa como un cardo, y llamaba a otros que le viesen.

Desde dentro gritó Juan a su amigo.

Y Simón Pedro escapó buscándole. Y hallose solo entre las gentes del patio, y sintiose más extranjero, muy apartado de lo suyo, recelando de los demás y sospechoso para sí mismo. Los fanales de las hondas arcadas, las altas galerías, el rumor de la pila de alabastro, todo tenía para él una insolencia cortesana, porque si estaba inmóvil, todo se le burlaba por mediación de su mismo pensamiento, que le decía: «¡Miedo sientes aquí hasta de andar!». Y si se movía, todo le acechaba por su misma mirada, advirtiéndole: «¡Caminas como un ave con ataduras; te pisas el sayal!».

Y Simón tuvo que arregazárselo porque de veras se lo estaba pisando. Y entre la angustia de su apocamiento, una angustia con náusea y sudor pegajoso, pensaba siempre: «¿Y el Rábbi, y el Rábbi? ¡Aquí tienen al Rábbi sin nosotros! ¡Ya no va a Bethania; no se sienta en medio de todos! ¿Por qué no habíamos de estar en la playa de mi casa, tendidos en la hierba? El Rábbi pasaba los dedos por la hierba como si acariciase la frente de una hermana dormida. Y algunas veces no quería que hablásemos por oír un rebullicio de los pájaros que se despertaban en mis frutales. ¡Aquí está el Rábbi! ¡Yo me moriría!».

Y Pedro dio un vivo repulso. Es que la esclava de la puerta y un criado que se calaba la almocela de su sayo rígido le tocaban para avisarle, y Pedro sintió un frío húmedo como si le mordiesen salamandras.

La vieja porfiaba:

—¿No será éste de los que seguían al mal profeta?

Y el habla del hombre, fonda, floja, de aliento de pozo, exhaló:

—Bien piensas, que hasta hoy nunca vino. Del Rábbi que han cogido es éste.

Y Simón hizo una sonrisa hinchada y movió las espaldas.

Ellos se juntaron con otros que encendían los carbones de un mangal, un brasero panzudo de cobre con asas de correas, porque en Jerusalén las noches de Nisán se bruñen de heladas, y en aquélla era menester pasarla a la serena.

Crepitó la chispa; se avivaron llamas breves y azules, y los rostros de los servidores se amorataban como la carne de los muertos, de muertos que se reían del advenedizo.

Pedro miró a lo hondo de las pilastras fronteras. De allí salía claror y vocerío; después, silencio, un silencio de gentes ansiosas de bramura. Pasó, rápida entre todas, la cabeza de Juan. Y Simón quiso ir, y apenas se movió notose más torpe y acechado. Y no osando quedarse ni escapar ni buscar al amigo, y ganoso de saber del Maestro, creyose fuerte y se acercó a los que rodeaban la lumbre. Dentro del corro se ovilló, descansándose sobre sus calcañares; tendía las manos al brasero; miraba humildemente.

Y un viejo roído de viruelas, que tenía la barba de mechones y escabros como la piel de un morueco tiñoso, le preguntó:

—¿Viste ya a tu amo el profeta? ¡Mozo es ese Rábbi, y yo casi hiedo a tumba; mas no cambiaría el tiempo de mi vida por el suyo!

Y como el discípulo callase, los otros le instaban:

—¡Mira que contigo habla! ¡De tu maestro dice!

Simón arrebatose.

—¿Mi Maestro? ¡No sé de él!

—Pues tú, galileo eres como toda su gente, y si no di: hámor (asno) y llamar (vino).

—Y que diga también: têî'ôkelik (ven, yo te daré de comer) y tôkelîk (tú te darás de comer).

Y Pedro obedecía. Y todos gritaban:

—¡Galileo, galileo es este hombre, que dice siempre, siempre hámor y tôkelîk porque su lengua se le aprieta ronca y pesada!

Y le mostraban sus risas, alargando el cuello, dándole el olor de sus estómagos.

Simón les odió. Le rechinaban las quijadas, le crujían los recios goznes de su osamenta, necesitando abrirse y girar como un molino de rabia.

Poblose el patio; se alumbró de hachos y de lámparas. Y un sollastre, con el hierro africano en la frente, trasquilado y pringoso, vino brincando a la lumbre, y se rascaba la breña del pecho y decía:

—¿Se sintió desde aquí el zurrido de su cara? Más poder que una ballesta tiene la mano de Javan el de la guardia. ¡Tan señalado como yo se queda el pobre Cristo!

Juan apareció entre la soldadesca. Y corrió Pedro siguiendo el azul de su manto, doblado sobre los hombros según lo llevaba siempre el Rábbi.

—¡Juan, Juan!

Y el amigo volviose. Le sudaban las mejillas terrosas; le ardían los ojos; le temblaban los labios, blancos, mordidos, y la barba, de una pelusa virgen como un musgo tostado.

—¡Juan! ¿Y el Señor?...

Juan retorciose las manos y humilló los párpados gimiendo:

—¡Le han pegado, le han pegado al Señor!

Llegaron a la janua. Desde los umbrales se veían las luminarias del palacio del Pontífice.

El suelo de peña de Sión, helado de luna, iba enrojeciéndose bajo una fogada de antorchas.

Y los dos discípulos tuvieron que apartarse alcanzados por un ímpetu de gentes, un vendaval de luces, de humos, de mantos y bulla.

Juan y Simón se apretaron contra sí mismos diciéndose:

—¡Nos ha visto! ¡Nos ha mirado el Rábbi!

En los escalones de la casa de Kaifás les salió un esclavo, acercándoles la linterna.

Juan retirose el lienzo de su turbante para que le reconociese, porque también trajo allí capachos de pesca de Genezareth.

Penetraron en el atrio, de pórticos lisos, recogidos, claustrales. En medio, un viejo naranjo se espejaba en la alberca, y un lucero como un azahar caído del árbol se deshojaba, se abría, se oprimía dentro de la blanda palpitación de las aguas.

Recudían custodios y hombres de oficios de la cámara sacerdotal; se agrupaban levitas y maestros de la Lev arrebujados en sus ropones de pliegues devotos. Se asomaban los guerreros de Cesárea, recién venidos en la legión de Poncio, y ante la calma austera y triste del patio salían a proseguir su ronda, recios, sonoros, altivos del resplandor de sus grebas y de su espada, de su pierna desnuda y de su clámide en tierra de hombres talares. Entraban gentes de Jerusalén, que lo miraban todo murmurándose. Porque los siervos del portal habían mitigado su requisa, no temiendo ya tumultos. Los amigos del Rábbi habían huido, escondiéndose en los fosos y torrenteras de los valles, y la presentación y el escarnio en la morada de Annás acabó de probar el desamparo de Jesús... Bien podía tener su proceso el público ejercicio y majestad del Gran Sanhedrín.

...No se soltaba Kefa del hombro de Juan. Andaban muy despacio y volviéndose a todo rumor. Y al levantar los ojos a las estancias altas y terrazas, recogían de la cúpula de los cielos la dulce memoria de las noches galileas, y los dos discípulos lloraban.

De los campos remotos venían rasgando distancias, contestándose, los primeros cánticos de los gallos, aves prohibidas en la ciudad. Y de las torres de las murallas salía el pregón clamoroso de las vigilias del buccinator romano.

Se encendieron de reflejos los pilares y vigas del claustro.

Llegaba Annás rodeado de sus hijos, de varones del Concilio y de siervos que abrían la foscura con sus luces. Annás era entonces Ab Beth-Din, Padre de la Casa de Justicia, el que sigue en gobierno al Nassi o príncipe del Sinedrio, que lo era Kaifás, el Sumo Sacerdote.

Las negras sedas, recamadas de plata, del turbante del anciano vislumbraban lúgubremente. Uno de los soferim, escolar de la magistratura, que le traía el báculo jerárquico, de madera incorruptible de setín y nácar, habló en su oído, y Annás ladeose mirando a los galileos.

Ellos se inclinaron y siguieron en pos del séquito, que también les miraba. Y por un pasadizo de rampa de baldosas montaron a una estancia de paredes pulidas, de techumbre colgada de paños de hermosura como el tendal de Salomón. Ardían candeleros de aceites de olores.

Y cuando Pedro entraba, le cogió del cíngulo una mano seca, y la voz del viejo de barba tiñosa le dijo:

—¡No fuerces, que no te soltaré!

Y lo llevó a los pórticos. Cerca del naranjo había otro corro de servidores escuchando a Javan el de la guarda. Una mujer quemaba ramaje de olivera. Y el grupo se recortaba torvamente en el fuego; los cráneos y ropas tenían la ondulación íntima de la llama. Y dentro de las aguas encendidas de la alberca bajaba la imagen del árbol verde y fresco, y comenzó a copiarse la del discípulo empujado por el esclavo.

—¡Mirad a uno del Rábbi nazareno! ¡Estuvo con nosotros en la casa de Annás, mi señor, y yo adiviné que vendría y le seguí como a un raposo huido!

Y Javan llegole un leño encendido para mirarle.

—¡Yo lo vi, yo lo vi en la granja del olivar!

Entonces Pedro revolviose rojo de hoguera y de furia, y se apuñazaba las mandíbulas y las sienes rugiendo:

—¡Mientes, mientes, que maldito sea yo si conozco a ese hombre!

Y masticaba repugnancia; le tronaba la sangre, hinchándole el cuello. Hubiera despedazado a los ruines que no le creían. Y como no le creían, gritaba; y como se oía a sí mismo, gritaba más.

Y ellos, fingiéndose medrosos, le increpaban:

—¡Bramas como un lobo en el cepo!

—¡Ay! ¡Endemoniado estás! ¡Éntrate en un sepulcro!

—¡Que te libre tu profeta!

Y se le apartaban escupiendo en la lumbre.

Vinieron otros y contaron agoniados por la prisa de volverse:

—¡Está mortecino! ¡Ya no es aquel que andaba vanagloriándose por el Templo!

—¡Ahora llamarán entre el pueblo por si le saliere defensa!

—¡Mas no ha de salirle, que todos le abominaron hoy cuando se leía su anatema en las sinagogas!

En los lejanos casales cantaban los gallos de la madrugada.


* * *


El humo de los hacheros y el vaho de la gente cegaba el aula de Kaifás.

Del estrado sólo se veía un temblor de turbantes y de cuernos de tisú de las tiaras.

Sobresalía el koufieh roto y lacio del Rábbi entre las cabezas terrenas de los guardas.

Deslizábase la figura sutil de Annás, que hablaba con los jueces, y en medio lucía quieta y lardosa, como una esponja de unto, la frente del Nassi.

Muy despacio iba subiendo la recitación de un escriba. Paró, y en el silencio resonaron dos golpes del báculo de Kaifás.

Proseguía el salmodiar del escriba. Se apagaba; daba el báculo en las losas.

Y de nuevo la misma palabra y los mismos golpes, permitiendo las declaraciones en bien del reo. Y silencio.

Juan hundió contra sus puños la frente avergonzada.

Otro maestro de la Ley convocó a los testimonios de las culpas y pronunció dos nombres: Hananias y Akazias.

Entonces aparecieron dos nombres: el uno, menudo y ágil, de una inquietud viscosa de murciélago, subió sin ruido, naciendo zalemas rápidas, y se puso al lado de Jesús. El otro, bronco, velludo, escondía las pupilas bajo la falla o capellina mugrienta de su túnica, y ya en la grada de mármol estuvo balanceándose pesadamente. Y aquél volvió su mano vibrante Lacia el reo, y avanzando su barba afilada le acusó:

—Este ha dicho: «Yo destruiré el Templo de Dios en tres días y alzaré otro sin obra de hombre».

Y todos clamaron, adolecidos de contrición por la blasfemia:

—Iniquidad de iniquidades, ¡oh, Señor!

Se agitaron los turbantes y las tiaras.

Los ojos de los juzgadores y de la plebe devoraban a Jesús.

Jesús tenía entornados los párpados, y de tiempo en tiempo subía sus manos atadas para apartarse los cabellos de las mejillas, y al descubrirlas mostraba un pómulo hinchado y lívido.

Y el segundo testimonio proclamó:

—Yo oí que éste dijo: «Yo puedo destruir el Templo de Dios y reedificarlo en tres días».

Y ahora fue grande y distinto el rumor. Porque en los juicios de Israel han de avenirse de modo tan cabal las palabras de los delatores, que si «un judío fuere acusado de idolatría de las fuerzas luminares del cielo y un testigo dijere: Yo le he visto rendir culto al sol, y otro afirmare: Yo le he visto adorando la luna, no tendrán sus acusaciones valimiento de justicia».

Y disputaban entre sí las gentes:

—Amenaza contra el Señor y blasfemia de muerte es: Yo destruiré el Templo; mas no así: Yo puedo destruirlo, pues todavía lo acaban los artífices de Herodes el Grande, ya podrido. ¿Y acaso no es posible que un hombre derribe lo que otro hombre levanta?

Y miraban a Jesús.

Jesús permanecía con los ojos inclinados, la cabeza recta, fría, inmóvil. Bajo su manto temblaban las puntas de sus codos.

De nuevo se movió el negro turbante de Annás. Y crecieron las voces de los ancianos, de los levitas, de los escribas. Quedose barbullando la del Príncipe.

Y otra vez hablaron los testimonios, y ahora dijeron entrambos unas mismas palabras.

Y gritó aquél:

—¿Nada respondes, Jeschoua Nazarieth, hijo de Josef?

Y la respiración cansada del Rábbi pasó encima del silencio ardiente de la cámara.

Annás y Kaifás se miraron. Y el Pontífice comenzó a incorporarse, y fue apareciendo sobre todos, con retumbos de sus plantas y un crujir de ricas vestiduras. Y llegando junto a Jesús alzó los brazos diciendo:

—¡Yo te conjuro a que respondas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios, cuyo nombre sea siempre bendito!

Y al pronunciarlo humilló su frente, y todos se doblaron en reverencia al nombre del Señor.

Estremeciose el Rábbi, y con voz empañada dijo:

—¡Yo soy!

Y le contuvo una tos seca, penosa. Después, evocando a David y Daniel, añadió:

—¡Yo soy! ¡Y llegará un día en que veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Padre sobre nubes de Gloria!...

Los jueces, en pie, hacían visaje de espanto; se cerraban las orejas con sus puños, y repetían:

—¡Abominación! ¡Abominación!

Las manos de Kaifás se engarfiaron en su pecho, y todos se conmovieron de terror escuchando el ruido estridente de la desgarradura de su túnica santa.

Annás suavizó el rasgado ropaje de su yerno, porque habían quedado sus pliegues como el vientre abierto de un buey.

Y el Nassi gritaba:

—¡Blasfemó ese hombre en nuestra misma presencia! ¡Qué más testimonio de su culpa!

Y se levantaron austeros y tristes los escribas y sacerdotes, pronunciando:

—¡Reo de muerte es, reo de muerte!

...Juan salió, cayéndose. En el portal se le colgaron a su cuello los brazos de Kefa, convulso de sollozos.

Amanecía. Jerusalén despertaba gozosamente.

Los requejos y sendas del hontanar de Gihon se poblaban de mujeres y de esclavos con sus ánforas desbordantes; volvían los caravaneros que guiaban sus bestias, de cuyas angarillas goteaban los odres hinchados. Las puertas de las murallas comenzaban a enjambrarse de vendedores, de peregrinos, de legionarios.

Y en el Templo saludaban las trompetas al nuevo día, que iba abriéndose por la cumbre de rosa del Hebrón.

Un nazareno que le vio llorar


«Y se levantaron y le echaron de la ciudad, y le llevaron hasta la cumbre del monte para despeñarlo...».

(S. Lucas, IV, 29)


En los días de los Ázimos, Jerusalén es del Señor; y el Señor abre las puertas de sus hogares, como brazos de patriarca, y acoge a todos los hijos de Israel. Pero no caben sus familias en las casas ni bóvedas; y revierten de los muros, y apuntalan sus tiendas y cobertizos al abrigo de los fosos y puentes y en todo campo erial de las afueras.

Aun en los años de peligros y sediciones que ya presagian su asolamiento, Jerusalén rebosa de gentes que conmemoran la Pascua. Quiso el rey Agripa saber su número, y dijo a los sacerdotes: «Apartad un riñón de cada cordero inmolado» (Porque de su cena pascual participan desde cinco hasta veinte comensales). Y fueron separados seiscientos mil riñones.

...Los mensajeros del santuario recorren la Palestina pregonando la fiesta.

Los artesanos dejan sus talleres; los labradores, sus heredades; las mujeres, sus haciendas; y reparan los caminos y quitan las losas de los pozos para mitigar el cansancio y la sed de las caravanas, y encalan los sepulcros para que resalten y así los eviten los romeros y no contraigan impureza.

El monte, la vera y el desierto truenan de cánticos. No quedarán en poblado ni en casal sino los tullidos, los sordos, los ciegos, los enajenados y longevos, y las criaturas chiquitas «que para subir la cuesta del Moriah y de la montaña de los Olivos, necesitan que el padre los lleve de la mano o encima de sus hombros».

Y la Judea, «cuyos guijarros son hierros y en sus montañas se cava y beneficia el cobre»; montañas rotas, fragosas, desolladas; montañas encendidas; montañas como osarios de mundos ya remotos. Mesetas de colinas lisas, cónicas como tiendas de guerreros. Tierras indomables; cárcavas y llagas de wadis y torrentes enjutos. En su silencio infinito, las hordas bravías de los cactos y cardenchas crepitan de lagartos y escorpiones, y se retuercen y van estilizándose sobre un cielo calcinado. País de cenizas y escorias, de aljezares, de pedregal bueno para la vid y la higuera. El desierto duro, rígido, de peña baja con palmito y cañar, y el desierto cegado de torbellinos y olas de arenas humeantes. Y después, cerros calcáreos, cerros velludos de oro de hojas, sobraqueras umbrías, márgenes de basalto, tajadas, profundas, y márgenes de henar, de zízifos, de juncos y papirus; y el Jordán, ancho, limoso, espeso, que se para cuajándose entre islillas de ovas y médanos.

En las raigambres colgadizas de los pobos y tamarindos, se agarran los alciones, que miran inmóviles y voraces la corriente, y, de súbito, se precipitan y sumergen, y salen rompiendo un pez palpitante entre las aristas de su pico, y rasan veloces y callados las aguas... Veras blandas, sembradura, pueblos de cal y de adobes, la labranza, el frescor de los herrenes; y otra vez el río ya rápido, grande, de plata oxidada y cortezas de fungo; roquedales áridos, salitrosos; y la mar de Sodoma, hinchada, oleosa, tan densa que soporta al hombre aunque no nade. En sus orillas se maceran y meditan los esenios de ojos sin mirada, ojos ahondados en las desolaciones del infinito... Y de los peñascos y escombras, y de los vados someros, suben las siluetas de melancólica monstruosidad de los pelícanos que, de cuando en cuando, asierran el silencio con su croar de rebuzno de onagro. Tribu de Judá, la fuerte y dominadora; solar de reyes y profetas; fundamento de Gaza, la victoriosa; de Jericó, la regalada hija de la luna; de Engaddi, que destila vinos y bálsamos; de la excelsa Hebrón, tumba de los patriarcas; de Joppe, que baña sus rodillas en el azul del mar; de Jamnia, la venerable escuela de rabinos...

Tierras verdes pastorales; tierras morenas de labradores; tierras muradas, tierras impetuosas de peñascal guerrero, y tierras mediterráneas; toda la Judea sale a las rutas que empedró Salomón y a los caminos cavados en la roca, y a la raída faz de los desiertos. Todos los confines se ciegan de un hervor de multitudes y bestiajes; y por las noches aúllan las fieras erizadas, enloquecidas por los fanales que guían las caravanas; y suben los cánticos de los peregrinos que saludan sus fuegos, recordando el índice de lumbre que caminó delante de Israel...

Y la Perea, asilo y almáciga de razas; porque allí están los moabitas y los ammonitas, y los grecianos que vinieron de Macedonia, y los que pasan de la Siria, y toda casta de gentiles entre creyentes... Suelos almarjales, campos de oliveras y algarrobos; arideces abruptas, valles del Jordán. Ciudades con mirtos y templos idólatras: Páneas, donde el dios de los cabreros tiene su imagen y su gruta. Macizos de fortaleza que vigilan todos los contornos: Mackeronte, en cuyos peñascos alfombrados goteó la sangre de la cabeza del Bautista. La Perea, semita y pagana, recude a los caminos que atraviesan el río, la abundancia y el yermo, para llegar a Jerusalén en los días de los Ázimos...

Y la Samaria, fresca de prados idílicos y de pomares que desbordan olorosamente por las blancas almacerías; región abominada del judío, que dice: «Un trozo de pan del samaritano, más inmundo es que la carne del cerdo». Porque el rey Salmanasar la pobló de advenedizos de Babel, de Cuthra, de Hamath, de Safarvaim... Los cuales se dieron dictado de israelitas, y siguieron sus creencias y reverenciaron el Pentateuco; mas, alzaron su santuario en la cumbre del Garizim, desdeñando el Templo de Jerusalén; y sus sacrificadores se desposaban con extranjeras. Implacable es la saña entre judíos y samaritanos. No pasarán por sus rutas las peregrinaciones; pero se enjambran de gentes de Decápolis y Egipto, que buscan la fiesta Pascual, propicia a la ganancia de los bazares y ferias, y al tráfico y refocilo de las mancebías, y a la brava emoción de los suplicios, que entonces se ejecutan porque quiere el Deuteronomio «que todo el pueblo los presencie y tiemble». Y los hombres y mujeres de Samaria suben a sus terrados, y se asoman a sus términos y ejidos y miran sonriendo el tránsito de mercaderes y artífices, de tañedores de crótalo y flauta, de fulleros, encantadores, bayaderas y cortesanas.

Y pasa la corte de Antipas; y la calzada de cantos rojizos y el aire azul resplandecen de magníficas estofas, de paramentos enjoyados, de tronos de camellos, de picas floridas como tirsos, de mitras y turbantes de tisús como plumas de aves sagradas. Los campos de Samaria se truecan en jardines de aquella humanidad fastuosa y placentera. Y las samaritanas palpitan contemplándola; y vuelven a la sencillez patriarcal de sus hogares, pálidas y tristes. Se ha cerrado de nuevo el silencio que abrió, como la faz de un lago, la proa de oro de la galanía. Y queda para ellas un aroma de felicidad que ya se aparta, como si la hubiese dejado un hombre hermoso.

...Y la Galilea, criadora de todo veduño de árboles y plantas: de los de tempero craso y hondo y de los que agarran en fragas y calveros; de los que crecen en la calma de la llosa o de bancal arado; de los que bajan mansamente por la ladera y se miran en la mar... Los troncos, los ramblizos, la miga de la tierra, el sol, el agua, todo trasciende de jugos de verdura. Se derraman los olores de la alheña y del naranjo florido; el olor sutil, pulverizado del mirto; olor espeso de la goma del cisto de Creta; olor de miel de rosadas de frutal; olor de raíces frescas y de tierra madre... No hay en sus fines lleca ni porción ociosa; y no tiene la Palestina campos que lleven frutos tan gustosos como los campos y no tiene la Palestina campos que lleven frutos tan gustosos como los campos galileos. Vedad os se hallan en Jerusalén durante las fiestas del Señor, para que los que moran en las comarcas áridas no los codicien y celebren diciendo: «Aun vendríamos sólo por catar de esa fruta»; fruta de perfumados sabores de suelos calientes, y se riegan con las nieves derretidas del padre Líbano, filtradas y acendradas entre peñas y tierras aromosas de hierbas de salud. Montes y llanura de Zabulón y de Genezareth; toda la Galilea está gozosa de pueblos tan juntos que se oyen uno a otro, y todos se cogen como de los brazos de sus veredas y de la cintura de sus huertas. El alma y la mano del galileo se abren pronto a la confianza y a la largueza. Allí la viuda queda amparada en el Logar del esposo muerto. En la Judea la rechazan, devolviéndole su dote. Allí un anciano de Bet Sche'an —de la que dice un rabino: «Si el Paraíso está en la Palestina, Bet Sche'an es su puerta»— tenía muchos caudales; salió a negociar y vino pobre; y todas las mañanas le traen los lugareños las pechugas de un ave, porque ésa fue su mantenencia en sus tiempos de holgura. Súbito es el galileo a toda emoción; como un niño se enoja, se regocija, vibra, se persuade. Mas cuando entra en Jerusalén, se apoca, se encoge, se apesadumbra; porque el judío, altivo, sutil y escrupuloso, desdeña su simplicidad. Y viene la Pascua, y olvida las sequedades y humillaciones; y resuenan de caravanas todos los caminos de la Galilea. ¡Jerusalén, Jerusalén la santa, revive impetuosamente en su ánima!

...Sube de Nazareth al cielo, que ya da claror de alba, un estruendo y tibieza de establos removidos.

Dromedarios y bueyes, asnos y mulas vienen al pilón de la fuente, y beben estirando el cuello bajo los costales de ropas, de víveres, de familias amontonadas que les cuelgan por los lomos. Rebrincan las crías junto a las ancas de la madre; ladran los mastines villanos; se tiende el rugir de muchas voces, acordadas para juntar la fuerza de los que aúpan y atan la carga de las acémilas. Los gritos y salutaciones tienen la bronquedad del sueño. De todo portal sale gente con báculo o cayada, con alcarrazas y odres, con manojos de teas, con alforjas que palpitan de aletazos de aves y de criaturas que lloran. Son de las mujeres que han de cumplir promesa y purificarse del parto en la Casa del Señor. A las terrazas se van asomando los que no pueden caminar: inmundos y decrépitos que descubren su carne lacerada y lívida entre los pliegues del sudario.

Las vírgenes nazarenas vienen rodeando al anciano príncipe de la sinagoga, el Rosch hakeneseth, seguido del Hazzan, que han de gobernar la caravana.

Dos cansadas higueras, que se tuercen en la plaza, crujen y vibran de rapaces y mendigos que esperan el paso de la peregrinación.

Se abre el día; cae el primer sol en la montaña. Y el viejo de la sinagoga levanta el leño de su mano, y su voz de gañido se queda cernida como un cuervo sobre Nazareth:

¡Alleluya! ¡El Señor guarde tu entrada y tu salida! ¡Alabad al Señor, que hizo las grandes lumbreras!

Y clama la multitud:

¡Porque su misericordia es para siempre!

Y repiten todos:

¡Porque su misericordia es para siempre!

Arriman el camello del guía, que dobla sus patas, y se vuelve y lame mansamente un racimo de cabritillos colgado del arzón de las jamugas. Y monta el Príncipe. Es todo blancura de albornoz velludo, de barbas, de turbante; sólo muestra el hueso amarillento, frío y afilado de su nariz, y los vidrios negros y menudos de sus ojos.

Trepidan las callejas y vallados de voces, de mugidos, de cascos, de pezuñas; vuela el polvo; se esparce el olor de gente y de pienso; y va pasando la caravana pascual, lenta, apretada, ruidosa. Y sale a los campos. Un sol ancho, rojo como de lumbre de leña, se estampa en las pieles estercoladas de las bestias, que aun llevan colgando del belfo una hebra de agua babosa, una espuma de leche; y se regocijan las tocas retorcidas de algodones jarifos, los koufiehs, los lienzos, los mantos azules, rayados, pardales, vinosos; y sobre la viña tierna, y las mieses granadas, y los muros y ribazos, se precipitan, abriéndose y hacinándose, largas y zancudas, las sombras de la caravana...

En una revuelta del camino surge todo Nazareth, crudo, recortado; sus casas desnudas, cuadradas, encendidas; los domos de las azoteas y de los aljibes, como pechos alzados al azul. Nazareth se hinca arrebatándose por los pliegues de peña blanca. En seguida reposa al amor de un coro de colinas verdes. Delante se tienden las eras; bajan los bancales de márgenes de pedernal y zarzas.

Entre las vides y sembradura, en los terrones de las almantas, en los claros de los algarrobos y de los almendros, crecen apretadamente, reventando de sucoso color, los gamones de oro, los iris morados, las escabiosas de matiz de fresa, los ranúnculos de púrpura...

Se hincha un ribazo; azulea la calina de un rastrojo; sube una senda, una palma, la bóveda de un sepulcro. Y Nazareth, blanco, vivo, luminoso, asomándose, escondiéndose en un tumulto de tierras frescas, grises, violetas, encarnadas; de árboles y mieses, de pitas, de lirios, de anemonas. A lo último, un monte dorado; y en el remanso de la cuesta, la sinagoga, con sus dos pilastras encaladas que cortan el que cortan el retamar florido, y, a un lado, el pozo de la lustración.

El anciano se vuelve señalando el pórtico con un temblor de su báculo, y todas las frentes se humillan. Y él les dice:

—Mirad la última vivienda abandonada y roída. ¡Los murciélagos viven en el taller del siervo de Dios! Yo los he visto colgados de los tedios rotos. Los yugos de vuestros bueyes, las artesas en que trabajáis el pan, el celemín, el arca, los aros de las cribas han salido de las manos de aquel hombre piadoso. Más abajo comienza a verse la casa de su hogar también desamparada. No queda ya entre nosotros nadie de la familia de Josef, hijo de Jacob, nieto de Mathan. Todos sus parientes han huido del escarnio y encono que les trajo Jesús, hijo del siervo de Dios...

Y, otra vez de camino, va refiriéndoles:

—...Cuando yo subía a la sinagoga, Josef venía a mí; sus manos daban olor de madera fresca y de trabajo. Era menos viejo que yo, y su espalda y sus hinojos se encorvaban más que los míos, y siempre me presentaba su hombro como un cayado, sin pensar en su fatiga... La voz se le secó; y había de dejar su torno y asomarse a la puerta para tragar aire tierno y limpio... Una tarde me buscó su mujer; y me llamaba sólo mirándome, mirándome porque estaba muda de congoja... Y vi sin el velo a María, la hija del varón justo que presentaba dobles ofrendas al Señor, afligido porque no daba retoño de posteridad a Israel. Y vi el rostro de María y tuve compasión. Porque fue de una hermosura suave, de una gracia amplia y emanadora que se comunica a lo demás como el vuelo, como las aguas corrientes. Y estaba entonces en lo gozoso de la vida, y ya tenía un cansado pesar todo su cuerpo. Siempre le jadeaba el corazón por su hijo Jesús. Y llegué a su casa. Y el esposo, moviendo sus brazos como dos alones heridos, nos pidió que le alzásemos en su lecho de esteras para mirar a María. Y mirándola, se le dobló la cabeza y murió... Zackay, el que fue maestro de Jesús, me dijo: «Mucho tiempo trabajó con angustia; y su garganta, que había sido de fuego para consumir el alimento, ya no tragaba el agua ni el pan...».

...La caravana se hunde bajo los boscajes viciosos de la Galilea. Suben aromas de las matas y de los renuevos hollados. Encima de su ruta, vuelan las picazas. Los perros nómadas la siguen desde lejos.

El hazzan, cobrizo y flaco, que cabalga a la diestra del arquisynagogo, murmura:

—Jesús, hijo de Josef, blasfemó en nuestra Casa de oración. Yo le di el rollo de pergamino de la Haphtara... Le perseguimos para despenarlo. ¡Cómo no fue hallado de nadie!

El anciano quita los ojos de la mirada de ese hombre.

La caravana se aparta hacia los campos de la Perea para no pisar el camino de riesgo y de pecado de Samaria. Y la dora el sol de la tarde, y la envuelven las tolvaneras de polvo.

La voz aciaga del viejo se levanta de cuando en cuando:

¡Alabad al Señor que hirió a Egipto en sus primogénitos!

¡Al que sacó a Israel de en medio de sus enemigos!

Y la multitud entona la antífona del salmo:

¡Porque su misericordia es para siempre! ¡Porque su misericordia es para siempre!

...Aparecen humos, cúpulas, árboles anchos, viejos, de poblado; almenas y claridad de paredes, un torreón como una brasa, columnas, obeliscos de deidades... Oteros de cuestas peladas, resabiadas de mucho subirlas. Muladares y mendigos nimbados de sol poniente, entre un hervor de moscardas. Plátanos podados que rebrotan. Ancianos que platican entre bojes, con el amplio amictus alzado sobre un hombro. Mancebos que doman sus caballos. Literas de matronas que se pierden bajo los rosales de sus quintas...

Y la caravana va parándose delante de Skythópolis, la gentil.

Pronto las recias argollas de sus muros se traman de cabestros de cabalgaduras. Los peregrinos cuelgan sus tendales. Las hijas toman las ánforas y buscan la cisterna y el hontanar. Y todos evocan la fuente patriarcal de Nazareth: son las mismas doncellas, con la delgada cántara descansando en una corona de lienzo. Bullen los fuegos de los anafes de piedras... Y al hundirse el sol, da un grito el hazzan; se junta la muchedumbre y recitan la plegaria de la tarde, la ¡Schema Yisraël! ¡Escucha, Israel!

En los jardines cae como una llovizna sonora de los sapos de las albercas; se arrullan sufriendo las tórtolas; se desgarra el clamor de los pavos reales. Y en lo hondo de la noche pasa el rugido, frío y trémulo de voracidad, de las hienas...

...Han caminado otras dos jornadas las gentes de Nazareth. Y cruzan los valles del Jordán; los huertos y praderas de ciudades recientes, cortesanas y graciosas: Arkelais, del hijo de Herodes; Fasael, del hermano, a quien el rey amó entre todos los suyos. Y duermen bajo las palmas de Jericó, cuyos mármoles y vergeles esconden las ruinas de la ciudad madre derribada por Josué.

Luego la caravana se aprieta para seguir el camino angosto, rápido y abismal que a veces se sepulta en hoces pavorosas, y sube entre peñascos abruptos, verticales, haciendo una escala tallada en la roca, camino de acechos de facinerosos que inspiró un día al Rábbi Jesús la parábola del buen samaritano... Todo retumba por el paso de la muchedumbre. La luz azulada de las altitudes cae sobre las frentes. Se rasgan los costados del monte, y la caravana se inunda de cielo; se ofrecen inmensidades de otras cimas, de precipicios devorados; y en el negror del hondo hierve de espumas el Cedrón, allí grande y raudo. Y de nuevo la ceguedad de la ruta cavada; el día alto, como una lámpara; el gritar de enterrados enloquecidos. Y, al fin, la holgura de la sierra mullida de grama y de lirios, con cielo que baja, que la rodea y toca... Bethania, como un redil entre palmeras. La cumbre, la otra vertiente..., y ¡Jerusalén! Jerusalén sobre un sol glorioso de ocaso; Jerusalén blanca de cúpulas de sus cuatrocientas ochenta sinagogas. Ciegan los jaspes y pórfidos de sus palacios, de la fortaleza Antonia. Se recortan en fuego las setenta y cuatro torres de sus murallas; y prorrumpe como un himno la llama de mármol y oro del Templo, con sus techos de púas cinceladas para que las aves no se posen; con sus columnas y portales de bronce de Corinto, que para fundirse necesitó el incendio de la ciudad que cuenta Floro; el Templo, augusto y encandecido bajo el sol y la luna, como un «monte nevado». ¡Jerusalén, Jerusalén la santa arranca una alarida a las gentes de Nazareth!

La voz del anciano la saluda:

¡Montes en su cintura, y el Señor alrededor de su pueblo desde ahora y para siempre!

Y la caravana se precipita retronando por la cuesta...

...Las trompetas de los levitas iban anunciando las inmolaciones. Hervía el Templo de peregrinos, todos con el cordero pascual pasado por sus hombros. Entraba el pregón de los vendedores de ázimos y hierbas amargas, contenidos aún en los portales por la reciente furia del Rábbi Jesús que fervorizó los escrúpulos de algunos fariseos y zelotas.

Y, de súbito, cayó de la ciudadela el ancho y aciago rugir de las bocinas romanas.

La multitud olvidose de la liturgia para mirar a los guerreros del César.

Estaba el Procurador en Jerusalén, y era arrebatado en su odio al judío. Los mismos legionarios, que mitigaban la dureza de su regimiento durante la estancia de Poncio en Cesárea, se transformaban cuando ese hombre venía, apercibiéndose veloces y crueles a reprimir el más blando bullicio.

Todas las torres del Pretorio se habían coronado de almetes y lanzas. Pero entre la soldadesca pasaban con académico reposo los caballeros romanos, huéspedes de Pilato; y su descuidada presencia y sus ropas cortesanas, mejor prometían solaces que peligros.

El centurión les traía de cuando en cuando los avisos de las atalayas de los muros; y entonces ellos, asomados a una almena, contemplaban el hondo, y sus manos se movían con elegancia señalando hacia los blancos intercolumnios del Xystus.

Muchos romeros salieron de los atrios a lo alto de la rampa de Occidente.

El profundo arrabal de Acra, donde están las tiendas de los herboristas y lapidarios, y tienen su obrador los pelaires y forjadores, que en los días de los Ázimos permanecen callados, estaba negro y estremecido de gente que venía de las callejas apeldañadas y de las cuestas de Sión y de Ofel.

Lejos se abría, como una mirada dulce y azul, el arco de la Puerta de los Jardines. Bajaba del Pretorio una cohorte; y el ruido de sus caballos y el centelleo de sus armaduras fueron apagando las voces y el bracear exaltado de las multitudes orientales.

Era el tiempo de las ejecuciones. Tres reos aguardaban el suplicio. Y aquella mañana se juntaba el Gran Sanhedrín para acabar el proceso del Rábbi Jesús y someter las sentencias al romano. Juzgado estaba el Rábbi en el aula del Pontífice; pero era menester que el fallo de muerte se pronunciase de día en la Casa de la Justicia, y tras doble jornada.

El Gran Sanhedrín, que antes oficiaba en recinto del santuario, en el Gazith o Conclave caesi lapidis —sala de las piedras esculpidas, al lado del Conclave ligni y del Conclave scaturiginis— abandonó su asiento del Moriah, y residía en la ciudad baja. Porque Roma arrancó el jus gladii de las manos de Israel, y era profanación para los suelos sagrados que la voluntad de los setenta y un jueces del Tribunal de los Asmoneos quedara sin eficacia por antojos de los procuradores del Imperio. Pero, aun con todo poder en sus fallos, tampoco le fuera lícita al Sanhedrín su antigua morada. Enflaquecía su rigor, quebrantaba la ley, temeroso del pueblo, que en los homicidios de los sicarios y zelotas veía siempre un perdonable arrojo patriótico, una merecida venganza contra los amigos del extranjero.

Mas, algún decreto de muerte había de cumplirse para que no fuesen enteramente menoscabados los libros mosaicos, y no careciese la Pascua de uno de los más gustosos regodeos de los hombres.

...Apartose la multitud bajo los varales de los soterim, ministriles del Sinedrio, vestidos de moradas dalmáticas. Y pasaron los aparitores con sus túnicas rojas y bastón de almendro, que retoña de oro en lo alto, y los dos escribanos, que traen los rollos de pergamino curial y sus tinteros de bronce y el cálamo colgando de la faja de correa. Detrás iba Jesús: su manto, plegado y ceñido por la misma soga que se retorcía en sus muñecas; su cabeza, desnuda; los cabellos lacios, apelmazados, caídos por las mejillas. A su lado caminaba el Ba'al rib, el jurista de la disculpa o defensa, un hombre macilento, de mirada fosfórica, de cuello afilado, de manos flacas. Y lo último, servidores de justicia con espada en el cíngulo.

Cerrose la gente en pos del reo, llamándose con risadas y hablas de distintas razas, y la rechazaron los heraldos del Sinedrio, y prosternose ante Kaifás seguido de los sumo sacerdotes, que llevan vestidura corta de carmesí, calzón de lino, mitras de brocado. Indeleble es el título de su antigua jerarquía pontificial. El pueblo pronunciaba sumisamente sus nombres: Joazar y Eleazar, hijos de Simón Boëthus; Eleazar, primogénito de Annás el poderoso; Josué—ben-Sich, Simón, hijo de Kamithos, que dejara el Principado a Josef Kaifás: Helkías, clavario del Tesoro, y los hijos de Annás, sacerdotes y después pontífices: Jonatás, Matías, Teófilo y, entre ellos, Ismael-ben-Fabí, famoso por su molicie y su gula. No se vistió dos veces una misma túnica, y todas costaban centenares de minas, y en un mes devoraba su vientre los pescados, reses, aves y vinos que saciarían una mediana aldea.

Después venía el Ab-bëit-din, que lo era Annás, presidiendo a los veintitrés zeqenim, ancianos de Israel de rancio linaje de Judá, doctos en los setenta dialectos, poseedores de riquezas maravillosas como Nicodemus-ben-Gorion, «que —según el Talmud— podía mantener él solo, durante diez años, a toda la ciudad santa»; Josef de Arimathea, de tan pulida cortesanía y grandes caudales, que mereció el aprecio de Pilato, desdeñoso con el semita; Elisama, dueño de las tierras más pingües de Jericó, codiciadas por la misma reina amada de Antonio...

Y el Hâkân, que dirige a los soferim o escribas, levitas y seglares, teósofos, hermeneutas, exégetas, cuyos estudios y escolios componen la Mischna, la Midras, el Hagada. A esta cámara pertenecía el justo y dulce Gamaliel, hijo de Simeón, nieto de Hillel y maestro de Saulo; Samuel, el que escribió el Birhat-Hammirium; Jonatás, Rábbi Zadok, Honkelos, Hananías-ben-Hischa, Ismael Elija, Rábbi Nahum... Y, finalmente, los tres grados de discípulos de la Judicatura, descoloridos y rígidos, imitando ya en su juventud la austeridad farisaica, trabajando siempre su memoria para retener toda palabra de las enseñanzas «como cisternas endurecidas de cemento que no pierden una gota de sus aguas».

Annás avanzaba encogido, blando, felino entre los muros de la plebe que rodeaba la Casa del Sinedrio. Una amenaza, un grito de un partidario del Profeta podía traer la exaltación de los galileos. Las picas de Poncio llegarían al mismo estrado de la Justicia, como en otra Pascua penetraron hasta el altar de los holocaustos y corrieron juntas las sangres de las reses y de los devotos. Hollados quedarían los últimos señoríos de Israel, y quizá el Rábbi enemigo quedase libre y trocado en caudillo de multitudes.

Las multitudes seguían humilladas bajo la pompa de los jueces.

Y abriose el Sanhedrín. Su trono de orificia que se calaba sobre paños de recia púrpura; el severo continente de aquellos varones reclinados entre almohadas y tapices fastuosos; sus frentes pálidas y cansadas que guardan el saber de toda la heredad del Señor; el purísimo origen de su estirpe, que se manifiesta en el labrado marfil de su carne, y el renombre de su poderío y de sus tesoros, almacenados en hórreos de pedrería y barras macizas de metales, todavía agobiaron más el ánimo del pueblo semita, que ama y acata sus tradiciones, y se adueñaron del extranjero oriental, que voluptuosamente venera la visión y hasta los conceptos de la magnificencia.

Y aun temió Annás. El Rábbi no era el Cristo; pero por escondidas fuerzas de magia podía realizar un prodigio o decir una palabra, y tener un gesto gallardo y audaz que removiese de su silencio y quietud de grey a la muchedumbre, dócil para recibir todo fermento de rebelión.

Presentaron a Jesús.

Y entonces descansó Annás, y ya miraba y atendía plácidamente como si se hubiese sumergido en las dulces suavidades de un baño. ¡Rábbi Jesús era sólo un reo, un reo resignado, enfermizo, de pasivos desdenes!

Una cuerda de esparto bastaba para atarle. Y la chusma recordó que en el reciente juicio de tres facinerosos, uno, llamado Barabbas, hizo gemir sus cadenas y le sangraron los pulsos en las losas...

Un mozo tablajero brincó para ver a Jesús, y dijo:

—¡Pues si a éste lo soltaran, ya caminaría siempre como un sentenciado!

Y un viejo que engullía cuajada de oveja y daba un agrio olor de calostros, le repuso:

—Este remeda al raposo que se hace el muerto en la trampa.

Y todos se aupaban para mirarlo.

El Hâkân, sabio entre los sabios, le interrogaba de su doctrina, complaciéndose en sus palabras, reposándolas, repitiéndole las preguntas acicaladamente. Y luego entornaba los ojos esperando.

Jesús callaba. El Ba'al rib volviose con hastío hacia el reo, y su mano amarilla le apartó de la boca un haz de pelo sudado.

Jesús le miró cansadamente. Tenía su rostro una palidez verdosa, manchada por acometidas sanguíneas; su cuello semejaba muy largo, muy débil, y se le señalaba el afán de sus fauces. Se pasaba la lengua por los labios flojos, torcidos, y en seguida había de respirar anhelantemente.

La multitud se encrespaba de impaciencia.

¡Para qué inquirir más de ese hombre obscuro, que pecó contra el Señor, Dios de Israel, queriendo abrogar sus leves y levantándose como el Ungido! Hartos y arrepentidos estaban de haberle aclamado, y los más generosos se apartaban del Sinedrio, perdonándole sus engaños y compadeciéndole, pero aprobando su condenación para bien de la raza.

Se asomaban y salían, renovándose, comiendo, riendo, murmurando, dejando los suelos hediondos de sandalias y vestiduras roñosas, de mondaduras y salivas aplastadas.

Sonó un clamor y golpearon báculos en el trono. Acudió la gente del ágora. Y los de dentro decían:

—¡Ha blasfemado el Profeta!

—¡Que chafen al ruin!

Avanzó estruendosa la cohorte.

Desde el Tribunal bajó el mandato del Pontífice:

—¡Al Pretorio!

Y retumbó la mañana de gritos que repetían la sentencia.

Entonces venían por la cuesta del Moriah los peregrinos de Nazareth. Sus lienzos blancos, de franjas azules, atados al cráneo con tiras de piel de cabra, flameaban ruidosos.

Y cuando arribaban al pórtico del Sanhedrín los contuvo la lanza de un legionario.

Sacaban al reo.

Y oyose la voz del anciano de la sinagoga nazarena:

—¡Jeschoua, Jeschoua, hijo de Josef! ¡Yo te vi llorar en nuestro monte!

Le rodearon los de su caravana y hombres de Jerusalén, mirándole con ansiedad, pidiéndole que les refiriese de Jesús.

Y el viejo sentose en las escalinatas del Xystus, y movía su cabeza repitiendo:

—...¡Yo le vi llorar!

Y después contó:

—...Fue un sábado del mes de Sivan... Lydia y Asia, hermanas de Jesús, hijas de Josef, trajeron esa tarde las ramas de menta y de juncia para los suelos de la sinagoga. Nuestros fieles habían ya depositado sus dones en los dos troncos de los portales. Cerrada estaba la verja que aparta a las mujeres de los hombres. Ocuparon los diez ancianos su sitial, y nos sentamos los dignatarios en las gradas del Tabernáculo, delante del velo de la Theba... Abrió el hazzan el arca sacratísima y tomó los cilindros de la Thora y de las Profecías. Y cuando nos volvimos hacia Jerusalén para decir la plegaria, entró Jesús y quedose orando bajo la lámpara que arde perpetuamente en nuestra Casa. Llegada la lectura, Jesús pidió que le dejásemos subir a la cátedra. Y muchos murmuraban pasmándose de que osara ese hombre leer estando los libros escritos en la lengua madre de los hebreos, que ahora sólo conocen los doctos. Y apareció Jesús en el estrado; desenrolló una franja de pergamino y leyó las palabras de Isaías, que dicen: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado ungiéndome, y me ha enviado a predicar la Buena Nueva a los humildes, a sanar al que tiene el corazón afligido, a redimir al que padece cautiverio, y dar vista al ciego, y libertad al que yace en prisiones, y a consolar a todos los que lloran, anunciándoles el año venturoso de la reconciliación con el Señor...». Devolvió Jesús el canon profético al hazzan, que lo era este mismo que viene con nosotros, y sentose, manifestando que quería hablar de la lectura. Como así fue... ¿Lo recordáis? Y dijo de este modo: «¡Hoy se cumple la profecía en vuestra presencia! ¡Enviado he sido por mi Padre para traeros consolación, y vengo a vosotros, que conocéis mi hogar, amigos de mi vida en la aldea y bajo los cielos de nuestros campos; os busco entre las primeras gentes anunciándoos mi Reino!...». Y todos nos mirábamos diciendo: «¿No es éste el hijo de Josef el artesano? ¡Pues cómo quiere realizar la obra del Cristo! ¿No afirman los suyos que hizo portentos en Kaná y Cafarnaum? ¡Pues hágalos aquí en su patria!». Y Jesús irguiose terrible, increpándonos: «¡Sé lo que habláis! Vosotros decís: ¡Médico, cúrate a ti mismo! ¡Maravíllanos! Y yo os respondo: ¡Jamás profeta alguno fue acatado en su pueblo! Os digo, en verdad, que en los tiempos de Elías muchas viudas habitaban dentro de Israel, cuando se cerró el cielo al beneficio de la lluvia, durante más de tres años, y padeció hambre la tierra, porque idolatró Achab. Y Elías, el hombre del Señor, guareciose en las quebradas del torrente Carith; dos cuervos le traían con qué mantenerse. Y después, por mandato de mi Padre, se amparó en la casa de una viuda de Sarepta, prefiriéndola a todas las israelitas... Y hubo muchos leprosos en los días de Eliseo; mas no limpió el profeta a ninguno de Israel, y apiadose de la laceria de Naaman, extranjero de Siria...».

Y todos se le arrojaron gritándole: «¡Tú te tienes entre los predilectos de Dios y a nosotros nos juntas con los maldecidos, execrados por los profetas!...». Y le derribaron de su silla; le sacaron de la sinagoga y le persiguieron con guijarros. Jesús huyó por el monte, y le buscaban para despeñarle, y era terrible la saña del pueblo, porque no la contenía la santidad del sábado. Yo me extravié en lo fragoso y me rindió el cansancio sobre la peña. Venían rugidos de los barrancos. Entonces comenzaba a bajar el sol. Nazareth era todo una lámpara del paisaje. ¡Y en el silencio de mi lado escuché como una fuente de sollozos, y fui levantándome y vi al perseguido que contemplaba su casa, su sinagoga, todo su pasado, y lloraba el abandono de su vida!

Reposó el anciano, y luego volviose al hazzan, y sonriéndole con pena le dijo:

—Cuando veníamos a la Pascua y os mostraba el taller del padre de Jesús, tú exclamaste: «Jesús blasfemó, y le acosamos por el monte. ¡Cómo no le halló nadie para despeñarlo!...». Yo sólo le hallé y le abrí mis brazos, y él descansó su cabeza en mi pecho; yo le amparé de vosotros, porque lloraba, y llorando se parecía a su madre, la dulce hija de Joaquín y de Ana, los cuales la consagraron al servicio divino, y la doncellita moraba en el Templo, y recibía el alimento del sacerdote como una paloma que viene a picar el trigo en nuestra mano... ¡Yo vi llorando a su hijo, y le amé!

Y lloró el príncipe de la sinagoga nazarena, y muchos se apartaban de él, diciéndose:

—No es de justos apiadarse del que merece la ira del Gran Sanhedrín. Vedada está su misericordia...

Y corrieron por las callejas que iban a la ciudad alta.

Entonces pasaban los legionarios y la muchedumbre hacia el palacio de Herodes Antipas.

Annás


«[...] Uno de los ministros que estaban allí dio una bofetada a Jesús...».

(S. Juan, XVIII, 22)


Por las tardes acudía bajo la ventana de la cámara de Annás la hija de Rohab el leproso que la miraba desde su manida de adobes, junto al torrente de la mandrágora, aguardando la limosna.

Annás —a quien proclama Flavio Josefo el hombre venturoso entre todos los hombres de Palestina— tiraba un denario que caía como una gota de lumbre dentro de los herbazales, apretados en la fundación de los fosos.

La rapaza era flaca y rígida; iba descalza, esquilada y ceñida de un harapo de franjas pardas y ocrosas.

Se arrojaba, cogía la dádiva, y con los brazos tendidos y vibrantes se iba crispando en una reverencia de gracias que presentaba trenzado todo su esqueleto y le socavaba más las oquedades de sus axilas y de su vientre. Después daba un grito de pardal de laguna y se despeñaba retozando por la ladera de Sión.

Annás se doblaba para mirarla. Le parecía que, aspirada por uno de sus brincos, pudiera quedarse la mendiga en el aire azul, serena, aguda y leve como un dardo.

La niña pasaba junto al padre inmundo, dejándole la moneda, y se perdía entre los vertederos de las torres.

Las soledades de Hinnom se recortaban limpiamente sobre el claro cristal del cielo. Prorrumpía un collado de abundancia, con gradas de hortalillos y felpas de alcaceres, y la desolladura de una cantera. Encima se asomaba, blanca y gozosa, una quinta de placer de Kaifás, y en el ocaso, los cincelados sillares ardían como un ámbar. A la izquierda, en la montaña sativa de los olivos, se alzaban los dos viejos cedros de la «familia sacerdotal».

Venían los cinco hijos de Annás, que fueron también pontífices, y su yerno Josef Kaifás, que en aquel tiempo gobernaba el Santuario, y humillando la frente y los ojos le advertían al padre:

—Mira que murmuran de ti porque te complaces en la misericordia de un hombre extranjero y llagado del mal aborrecido. Todos los leprosos viven lejos de Ofel y del Monte Santo, y de todo camino de gentes por mandamiento de nuestros libros, y sólo el egipcio mereció tu gracia.

Se encendían las doradas pupilas del anciano y le temblaba sobre el carmesí de su túnica la rizada nieve de su barba olorosa de bálsamo y esencia de azafrán, y les decía:

—Más menudo es vuestro corazón que un grano de mijo. Yo me afano por vestiros de grandeza delante de todo el pueblo, y a vosotros os devora mi pecado de lástima por un inmundo.

Y como otro día le porfiaran de su complacencia, Annás dejó salir su mirada a la tarde, y contó:

—...¡Quince años estuve en Alejandría, la maravillosa! Cien mil judíos moraban al lado de la mar. Israel, que sólo ama y sabe las montañas, pueblo de cumbres, pueblo de tristeza de predestinación; Israel era dichoso junto a las aguas anchas, libres, tendidas entre mundos. Vi las naves de Europa henchidas de telas y de frutos, de pedrería, de especias y perfumes, y de todas las hermosuras del Egipto, de la India y de nuestros padres, traídas a la ciudad por caravanas que atraviesan los arenales eternos. Yo salía por la Puerta de la Luna, toda de jacinto, a la llamarada jovial del Muelle del Arribo Feliz, y pasaba el Heptaestadio, de losas de color de naranja, y bebía la dulce agua del Nilo que viene por acueductos de mármol venerable. La isla surgía delicada, augusta y graciosa como Bethsabé en el baño cuando David la miró... Un siervo me mullía la almohada sobre las rocas donde brilla el fanal de Faros, que alumbra trescientos estadios. Y recostándome, estudiaba en Platón dictados de nuestras máximas. Siempre me distraía alguna abeja, porque allí todo el aire está cuajado de miel. Y la miraba como si hubiese salido de las palabras del filósofo; la miraba hasta perderse en la lumbre de la ciudad. Toda Alejandría se presentaba a mis ojos, magna, sabia y tentadora como una diosa del paganismo. En lo alto, la corona de oro del Anfiteatro; en sus pechos, los joyeles de su Museum, de su Lonja, de su Soma sagrada, donde los sepulcros de sus monarcas rodean filialmente la tumba del glorioso mancebo de Macedonia. Pero sobre todas sus delicias y maravillas se alzaba Israel. Porque en la tierra de su antiguo cautiverio florecía como un rosal. Acatado su Sanhedrín, terrible su Armería, deslumbradores sus arcaces, cien mil egipcios le sirven, y su sinagoga de pórfido, de sándalo, de alabastro, con setenta sillas de oro macizo, culmina entre todas las opulencias gentiles. Y aquí, en la tierra prometida, nos pisa y nos exprime Roma como racimo en lagar.

Los ojos del anciano se detuvieron en los de Kaifás, hundidos entre grosura. Después prosiguió:

—...Aquí puse los fundamentos de mi casa. Y por mí pasáis al Sancta Sanctorum y el pueblo se prosterna para mirarnos... Un sábado, al salir del Templo, un hombre inmundo me gritó postrándose: «¡Salve, Annás, hijo de Seth, mi señor!». Amigos y esclavos quisieron rechazarle, y yo no lo permití, sino que antes quise que se alzara del polvo para que me hablara. Y la úlcera de su boca me dijo: «Apiádate de tu antiguo siervo, porque juntos veíamos aparecer en los espejos de Faros los navíos de Occidente, y te llevaba el cojín y los rodillos de pergamino donde tú leías a Platón y Tucídides...». Ved que ese leproso es para mí más amable que muchos viejos sórdidos que vienen a mi cámara...

Así habló Annás con sus hijos.

...Y una tarde no fue la rapaza mendiga bajo la fenestra del sacerdote.

La choza del padre aparecía cerrada con troncos de palma.

Hizo Annás que los buscasen. Y un esclavo le dijo:

—Esta nueva supe: Rohab el leproso y su hija se fueron en busca del Rábbi Jesús.

Y Annás estuvo mirando la hierba crecida en la raíz de sus muros, hasta que la noche cegó todo el paisaje. Y al recogerse vio sobre un fondo de estrellas el perfil de la quinta de Kaifás, y sus labios sutiles se doblaron por una sonrisa de altivez, y su barbilla de espuma le temblaba sobre la grana de su túnica.


* * *


...Y al comenzar la hora sexta llegaron los principales varones de Israel a la casa de Annás.

Annás reposaba en su lecho de sedas y alcatifas.

Y le rodearon muy junciosos, diciéndole:

—¡A ti te debemos la salud y el bienestar de nuestra raza!

—¡Porque tú nos quitas todos los peligros y mantienes la grandeza del sacerdocio!

—¡Porque son sabias las veredas que abres delante de nuestros pasos!

—¡Seguimos tus avisos, y Pilato ha temido de ti, y el pueblo maldice al Profeta que antes ensalzara!

Annás les oía distraído, desdeñoso y cansado.

Cuando salieron llamó a su primogénito y le ordenó:

—Que le corten los pulgares a Javan, el ruin que le pegó a Jesús en la faz porque dijo..., ¡ya no sé ahora qué dijo el pobre Rábbi!

...Y quedose dulcemente dormido el hombre venturoso entre todos los hombres de Palestina...

Barabbas


«Por la solemnidad de aquel día, se dejaba libre el preso que el pueblo escogiese. Y había entonces uno muy famoso que se llamaba Barabbas».

(S. Mateo, XXVII, 15, 16)


Tierras de Neheleskol, comarca del Hebrón... Allí todas estaban plantadas de higueras y de viña que empezaban a retallecer frescamente.

Era un llano labrado y pedregoso, y lejos se hinchaba como un pan, haciendo un alcor blando y moreno. En su solana había una aldea con sembradura tierna delante y viejos sicomoros y granados amparando las norias de los huertos. Cambroneras y albarradas rodeaban los bancales; en medio, todos tenían la choza o torre para guardar el viñedo cuando se maduran los racimos. Porque son campos predilectos de Israel. El amor y la ancianidad suspiran por la sombra de la viña y de la higuera. La mujer fuerte trabaja el lino; no dejan sus dedos el huso; se levanta de noche para prevenir todas las haciendas, que con el fruto de este ahínco quiere mercar una tierra y plantar su viña.

...Había llegado el tiempo de la cava de los alcorques, de ahondarlos y apretarlos para que las lluvias de primavera remansen junto a la cepa y calen bien la raíz.

Tan grande era el reposo campesino, que se oía el croar de los cuervos remontados en el azul, sobre los barrancos del Hebrón, donde siempre se deshace la carroña de una mula o de una res despeñada, y las azadas de los viñadores resonaban frescas y profundas como dentro de un aljibe.

Entre las bardas de dos heredades pasaba el camino de los rebaños, liso, seguido hasta la aldea. Entonces todo recibía el sol poniente, y las moradas sombras de un grupo de caminantes se tendían pesadas y largas. Andaban despacio y parándose mucho; a veces se hacía un rebullicio del hablar de todos; y después quedábase sola una voz que resbalaba en el silencio como si la tarde fuese un recinto y estrado de intimidad, y era una voz caliente y sencilla que hacía sentir con más pureza el vuelo manso del aire, el olor de la tierra cavada y el goce de la holgura, y daba sabor de jugos de sementeras, de claros hontanares, de mieles de frutos.

Y decía esa voz:

—...Ved también otra semejanza del reino de los cielos: un padre de familias salió muy de mañana y ajustó trabajadores para su viña por un denario de jornal...

Sobre la cerca alzose una azada, y estuvo resplandeciendo en el hombro del cavador que se había quedado escuchando.

Uno de los caminantes exclamó:

—¡Maestro, son los campos de Canaán!

—Fue aquí donde vinieron gentes de Moisés, y cogieron higos y granadas y cortaron un sarmiento con su racimo, y tanto pesaba que lo llevaron dos hombres atravesado en un varal.

Y mediaban, se interrumpían y disputaban todos:

—¿Por ventura es éste el «torrente del racimo»?

—¡Llévanos, Rábbi, adonde está la tierra bermeja con la que amasó tu Padre al primer hombre!

Y el Maestro esperaba, y después seguía su parábola:

—...Y a la hora de tercia atravesó el padre de familias por la plaza, y llamó más hombres que estaban...

Otro del corro, de barba rojiza, que traía remendada la túnica, llegose al vallado. Y el viñador le dijo:

—Os cogerá la noche por el camino si no andáis más ahína.

Y aquél le respondió:

—¡No teme el Rábbi el descampado aunque no halle donde reclinar su cabeza! ¡Y esos se piensan que puede uno mantenerse de las palabras de ese hombre!

—¿Cuál es el Rábbi?

—El de manto azul y turbante rayado que ahora se lo sube para verte...

—¡Me mira como nadie me miró!

Y el viñador sentía el latido de su cuerpo, más hirsuto que un lobo de Galaad. Sus ropas y su carne eran de la misma color de la tierra, y en su rostro, que semejaba de recia talla de encina, siempre avanzaba el frío de la blancura feroz de sus dientes.

Y prosiguió cavando para apartarse de los ojos que le penetraban en sus entrañas y en sus pensamientos. Y cuando se alejó el ruido de las sandalias de los caminantes, asomose con cautela de chacal. Una mano del Rábbi se recortaba sobre la gloriosa hoguera del crepúsculo, y aun se oía su voz en la quietud:

—Y llegada que fue la noche, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: «Llama los trabajadores...».

De súbito volviose el cavador y salió al camino. Venía un anciano montado en su jumenta; de los arzones colgaban las dos talegas de los jornales.

El anciano estuvo mirándole con la mano encima de su frente de bronce, y le preguntó:

—¿No eres Jesús Barabbas, el que vino pidiendo trabajo a la hora de prima?

Y como el siervo se le humillase, todavía dijo el de la cabalgadura:

—¿Por qué estás lejos de los otros trabajadores y saltaste la albarrada?

Y doblose más el criado para decirle:

—No vayas, señor, rodeando la heredad, porque los enemigos de tu casa te celan, sino que entra conmigo y en la torre te juntarás con tus gentes.

Y cuando el anciano bajaba de la jumenta para seguirle, Barabbas hiriole con su azada, todavía húmeda y olorosa de lo tierno de la tierra, y le mató.

Luego arrancó de la bestia las bolsas de los dineros y escapose buscando los hondones, atravesando granjas...

...Los viejos palmares daban sombra a los pozos salobres abandonados. Delante iba subiendo, polvoroso y cansado, el camino de la ciudad. La ciudad se asomaba encima de tres oteros, ceñida de vergeles; todos sus muros, insignes y hermosos; todas sus casas, blancas, y el sol, grande y bueno, la besaba en su cumbre, que tenía la graciosa desnudez de la mañana.

Y unos hombres miserables se removían como gusanos en la tierra del palmeral.

Y miraban la ciudad, aborreciéndola y codiciándola, lo mismo que el esclavo mira a una mujer bella y patricia, sorprendida en sus encantos de tentación, porque acaso no siente ella pudor en la presencia de quien no puede ser gozada.

Y cuando aparecían gentes por el camino, clamaban los hombres de los pozos:

—¡Parte con el hambriento tu pan!

—¡No despreciéis vuestra misma carne!

—¡Acordaos de que todos servimos en Egipto; y el Señor os dará reposo y regará vuestros huesos!

Y sus alaridos atravesaban la mañana y abrían el silencio como un graznar de grajos sobre las hazas sembradas.

Llegábanse los criados de los viajeros y les arrojaban óbolos y las sobras de su comida.

Los afligidos besaban el polvo, y después subían sus brazos al Señor Dios bendiciendo la dádiva. Y devoraban los mendrugos, resonándoles las quijadas insaciables.

...Y a la mitad del día apareció entre las palmeras una muchedumbre de jornaleros andrajosos, de frentes aciagas, de labios crispados. Y un nombre roblizo, de dientes de nieve, de túnica rozagante, en cuyo cíngulo brillaba desnuda la hoja de la sica, les gritaba, sonriendo con altanería:

—...Jehová permite vuestra hambre y abominación, porque vosotros consentís, como perros castrados, que los amos quebranten la Ley. ¿No recordáis que Moisés mandó: «No negarás la paga a tu hermano menesteroso»? ¡Pues vosotros no osáis levantaros contra la iniquidad!

Entonces, uno de los jornaleros, sumido, lívido, desdentado, dijo con voz que silbaba:

—Engaño hay en las palabras de Barabbas. Nosotros trabajamos toda la noche en los albañales, y al venir el día nos despidieron de esta manera: «Volved cuando ya caiga el sol, y recibiréis vuestra ganancia». Porque escrito está: «No negarás la paga a tu hermano, sino que en el mismo día, antes de la puesta del sol, le darás el salario, no sea que alce su grito contra ti al Señor». ¿Y por ventura no es éste el mismo sol que nos alumbraba cuando salíamos de la faena?

Y difundiose el rumor de la muchedumbre como si un recio viento menease el palmar.

Barabbas hizo una risada de burla.

—¡Merecido tenéis vuestro oprobio como estos ruines que mendigan revolcándose junto a los pozos amargos y se alimentan de las inmundicias de las caravanas! Un día, otros hombres hambrientos quisieron escucharme y se tornaron fuertes contra los que escarnecen nuestros Libros Santos, y gozaron hartura.

Relumbraron de ferocidad algunas miradas.

Muchas voces aullaban:

—¡Sea éste el caudillo! ¡Que él nos guíe y nos remedie!

Y el viejo desdentado brincaba por los brocales y se hería el cráneo con sus manos flacas, repitiendo:

—¡No matarás, no matarás!

Los otros subieron al camino. Las gentes les huían abandonándoles sus dineros y su manto. Y penetraron en la ciudad, y los siervos y los que odiaban el regimiento de Roma y la dureza y la abundancia de los poderosos se juntaban a la revuelta.

Acudieron los legionarios; hundían sus lanzas en los cuerpos harapientos, que retumbaban como losas de bóveda y crujían como el bálago en la era, y sonaron blasfemias y rugidos, y hedía el aire por la miseria removida. La espada del facineroso se hincó hasta el puño en la boca de un pretoriano que derribose clavándose en la muralla. Un decurión arrojó su potro contra Barabbas. Y él huyó por los ramblizos. De una granja le tiraron piedras, y los mastines le alcanzaron, desgarrándole la túnica. Le sangraban los pies y un hombro. Vinieron los enemigos y lo ataron a las crines del caballo del decurión, que le punzaba con el hierro de su cáliga, y le decía:

—...Una cruz de pino fresco te guardamos. Era para un incendiario que no quiso sentarse en el «cuerno» ni colgar de las ramas, y se quebró la frente golpeándosela contra sus rodillas.

Barabbas escupió en la pierna depilada y gorda del romano.

...Y sentía el reo en su frente una caricia sutil como de aire, de humo, de niebla, de cabellos fríos. Y vio que de la bóveda de su cárcel colgaba y se mecía una araña, dejándole una hebra de lumbre blanda, como no cuajada todavía.

Y Barabbas recordó sus bancales aldeanos. En los terrones tiernos de pelusa y hierba recién nacida, en la margen de las acequias, en los nudos de las higueras brillaban los telares de las arañas con un menudo aljófar del relente o del riego que luego se derretía bajo el sol... ¡Y aquí, en la cueva se afanaba tejiendo esa desventurada rugosa y peluda! La odió. Y como tenía atadas las manos, recogiose con la lengua una lágrima, y brincó y reventó entre sus dientes al pobre insecto. Una red levísima y helada se le deshizo por las encías, por las fauces sedientas.

...Ya muy tarde desgarrose la entrada de su prisión y penetraron dos hombres. Quiso acostarse uno, y el otro se dobló gimiendo, porque estaban atraillados con correas de camello. Se les oía resollar y herirse en las baldosas y morderse las ataduras.

Barabbas les tocó y removió los andrajos con su pie desnudo, y pareciole que se le había hundido en un fosal. Y los dos hombres se fueron encogiendo y anillando en una rinconada. Pero él les dijo:

—No temáis de mí, porque acaso juntos hemos de beber el «vino de la misericordia», y veremos los mismos cuervos sobre nuestras cruces...

Y una voz fonda le respondió:

—Ahora te conocí; tú eres el que mató al de la cohorte, y a mi lado estuviste, un día del mes de Tischri, mirando cómo crucificaban a un hermano entre dos árboles, y a las dos tardes volvimos y aun vivía; pero se iba rajando por los muslos y se le habían podrido los ojos de moscardas de estercolero...

Barabbas le maldijo, y el otro se reía, y era su risa siniestra, de locura, como si alguien que le aborreciese a él mismo se riera dentro de sus entrañas.

Llegó el balar de los recentales que pasaban para el mercado de la Pascua. Después rugió un vocerío de turbas, y cerca de la reja una mujer gritaba:

—¡Es la sandalia del Rábbi; se le ha caído al Rábbi!

Y ya hundiose la noche en una quietud desoladora.

Cerca del alba, un reo tuvo la pesadilla del suplicio.

...Y caminó Barabbas mucho tiempo, y llegó a la tierra toda plantada de viña.

Ya estaba crecido el pámpano, y los viejos sicomoros y los altos sembrados cegaban de verdura la aldea.

Oía en la paz de la mañana unos golpes hondos y cansados de azadón que le cavaba la vida, porque era el palpitar de su costado y de su garganta. Y se afligió. Y miró al cielo. En el cielo hilaban arañas de cárcel. Llevose las muñecas a sus ojos, todavía creyéndolas atadas, y sonrió de sí mismo. Se le mojaron los dedos. Barabbas lloraba con infantil congoja. Porque se vio hijo y se vio desgraciado y solo. ¡Nunca había sentido la soledad, Señor!

Y llorando comenzó a redundarle el abrigo y la luz de una mirada; todo su cuerpo henchido de la tristeza y claridad de unos ojos como un vaso traspasado de sol. Los ojos del Rábbi estaban en el camino, y en la viña, y en todo el aire; los ojos del Rábbi bajo el turbante alzado para verle; los mismos ojos que recogieron su terror en el pasadizo del Pretorio. Pilato, envuelto en su toga, que semejaba de piedra pulida, le mostró a la plebe. Rebramó la multitud, aclamándole. Y el Rábbi le miraba. Una turba le arrebató sobre sus hombros; las mujeres le daban peces ahumados y pan tierno, y agua de miel y de aromas. ¡Y otra vez los ojos del Rábbi, desnudo, tendido en su cruz! Todos se fueron apartando de Barabbas, y braceaban, y algunos arrojaron cortezas de naranja al Rábbi.

Bajó el libertado del cerro de la ejecución, y aquellos ojos le miraban. Le acompañaron toda la noche y estaban en todo el azul del día...

Y Barabbas contempló el paisaje. Tenía en su frente y en su mirada una dulce resignación. Acercose las manos a la boca, y besó las desolladuras que le dejaron los cordeles en los pulsos.

Después prosiguió caminando, muy despacio, entristecido y bueno.

Un perro lisiado le seguía, y él lo tomó, llevándolo en brazos hasta la aldea.

...Y pasó los umbrales de una casa, y su cabeza de oso derribó la mesusa o arquilla que cuelga del dintel y guarda los pergaminos con las palabras que dispone el Deuteronomio.

Salió un hombre voceándole, y él le dijo:

—¡Se ha cumplido el año que mataron y robaron a tu padre!

Y llegándose más, ofreciose sonriendo serenamente:

—¡Mira aquí su matador!

El huérfano dio un grito, y revolviéndose tomó una hoz que había entre los aperos y la clavó en el vientre del homicida.

Revolcose Barabbas, sin un quejido, sin secársele la sonrisa, y exhalaba:

—¡Los ojos del Rábbi me miran!

Y temblábale el pomo del arma por el regurgitar de la sangre y las convulsiones de sus entrañas segadas...

Herodes Antipas


«En aquel tiempo, Herodes, el tetrarca, ovó la fama de Jesús y dijo: "Este es Juan el Bautista que resucitó entre los muertos, y las virtudes de lo alto obran en él"».

(S. Mateo, XIV, 1, 2)


«Y Herodes, cuando vio a Jesús, se holgó mucho. Y le despreció, y, escarneciéndole, le hizo vestir de una ropa blanca».

S. Lucas, XXIII, 8, 11)


Mar de Galilea. El azul de sus aguas, como la claridad de los cielos. La lumbre azul y la sensación de su frescura venían entre todos los árboles y se desposaban con el mármol inmaculado de la casa de Herodes y con los rubios caminos. El azul se esmaltaba en el blancor de los cisnes, en el mismo azul de los pavones de Ofir, subidos a los velarios y cisternas, en el recio plumaje de los avestruces que desdoblaban sus cuellos sobre los bojes y mirtos. Todo azul: la faz de las albercas, la de los céspedes, las sombras de las estatuas, los misterios de los jardines... Y en los términos del lago, las rocas de Gergesa iban sangrando el poniente en la ribera

De los naranjos, de los alfóncigos, de los sicomoros y cipreses, que guardaban todo el sol de la tarde, caían los olores como una fruta caliente.

Un águila resplandeció en la calma del crepúsculo, quieta y augusta, sobre Tiberiades, y semejaba el broche de un solio.

Herodías asomose a un peristilo de alabastros, y se alzó la columna magnífica de su carne para mirar el vuelo.

Bajo los cidros en flor llegaba Antipas, entre maestros del Sanhedrín de Jerusalén que se atropellaban hablándole. Y él vio a Herodías y no pudo atenderles.

...Los movimientos más breves y sutiles de la mujer imprimían en el aire como unas ondas de la belleza suya.

Antipas la acechaba, poseído de todos los instantes de ella. Se la arrancó a su hermano, el humilde Filippo Boeto, que vivía recogidamente en Roma; se la quitó porque la codiciaban los caudillos, los patricios, los filósofos, los esclavos y las mismas mujeres, aunque la aborrecieran.

Enloqueció de celos de todos, menos del esposo. Se amaba en Herodías su carne y lo que ella tocaba haciéndolo suyo como nimbo de su figura. Sobre todas las gracias, la de su paso. Los tapices, los jaspes, los senderos no recibían su huella como la de las otras mujeres; porque al andar Herodías todo semejaba florecer bajo la perfección y la gloria perversa del ritmo de su vida. Andaba sintiendo la plenitud de sí misma; y sin dejar de ser ella, se vestía de todos los encantos de la castidad, de la lascivia, de la timidez, de la audacia como de túnicas de naturalezas tejidas para su cuerpo y dóciles a su antojo para la tentación. Nada comparable a sus pies, a sus rodillas, a su cintura, a sus codos, donde se resume el donaire y el estilo del paso. Ofrecía sus pies en sandalias de gamuza morada, ceñidas con una escarcha de gemas. Encima de su estola, una piel de armiño le modelaba tirantemente las caderas, y luego continuaba la túnica plegándose a sus hinojos y prometiéndolos. Sus brazos y su garganta desnudos, sin una luz de joya; sus pechos, firmes, alzados; su vientre, hundido, sin regazo, huyendo de la opulencia nacida en la cintura; las mejillas, doradas; los ojos, de un resplandor enjuto, agrandados por el antimonio; la boca, con el jugoso encendimiento de algunas flores; la frente, interrumpida por una senda de amatistas que se extraviaba en su cabellera de brillos de acero, repartida sobre los hombros en trenzas de una íntima ondulación. No era de una hermosura cabal, y las mujeres habían de referirse y parecerse a ella para alcanzarla; porque no residía su hechizo sólo en su cuerpo, sino en su poder de armonía con lo que la rodeaba, haciéndolo fondo suyo y sellándolo. Como la goma que da el perfume, como el escudo que deja la vibración, así Herodías, en sus ademanes, después de realizados; en su voz, después de pronunciada la palabra. Mirándola inmóvil, se sentía lo mismo que mirando las aves paradas, que se imagina y apetece que vuelen. Se deseaba que caminase, no por su movimiento, sino por su emoción. Lo mismo que las aves; no como mueven sus alas, ni como tienden o recogen sus pies, ni como espadañan y gobiernan su cola, sino toda el ave volando y la delicia que desprende en el cielo y en nuestros ojos. Toda Herodías estremeciéndose. Ave y sierpe. La serpiente de Antipas.

Antipas la recorría toda con ojos ávidos y tristes, y se volvía a los demás, recelando hasta de los mendigos; y reparaba en su figura, en su paso de siervo, porque eran enormes sus rodillas y se le doblaban pesadamente. Los enemigos de su padre dijeron del gran Rey: «Es un esclavo idumeo; sirve a César; los tesoros y los productos de la tierra del Señor, los devora el gentil; la crianza de los hijos y el gobierno de la Casa del Rey, tributarios de Roma...».

Si hubo sangre plebeya en Herodes el Grande, descendió toda a las venas de Herodes Antipas. Sus músculos, gordos por esfuerzos de otros hombres pasados, y va sin empuje en él; su espalda, cansada; su rostro, blando y pálido; sus cabellos, de una lana sudada y descolorida; y su andar, su andar de caminante, y se lo aborrecía a sí mismo. Subía los pies para hincarlos reciamente, y se le pegaban al tapiz o a la piedra cautelosos y mudos; pies de de obediencia, de espionaje y de silencio. También su voluntad quería prorrumpir con ímpetu feroz o con deseo de obra buena, y todo se trocaba en astucia y desconfianza.

Traía siempre la cabeza sin ningún tocado; pero se arracimaba de sartas de preseas sus ropas de púrpura, y la púrpura adquiría pliegues de sayal en sus hombros.

Grueso y agotado, codiciador de empresas y placeres que no resistía. En cambio, la espuma de la sangre, los audaces designios, las magníficas perversiones, la fortaleza de los sentidos y la majestad del viejo Herodes reaparecieron en su nieta Herodías, hija de Aristóbulo, el príncipe ajusticiado, de una hermosura de limpia modelación, engendrado apasionadamente en la reina Marianna, la más amada de las esposas del gran Herodes; y la mato por celos, y después se retorcía y aullaba deseándola, buscando en todas las mujeres el cuerpo de la muerta.

Junto a Herodías veíase bastardo el Tetrarca. Y la quiso como herencia y paradigma de lo que no estaba en él, gozándolo en un refocilo acre, denso y fatal de casta propia y enemiga, aborreciéndola villanamente y amándola para elevarse sobre sí mismo. En ella, la grandeza, la afirmación de raza de los Asmoneos; en él, la duda y el temor obscuro que le dejaron en su infancia las desgracias del hogar del padre: odios entre los hijos de las mujeres asesinadas, parricidios, voces y silencios de tragedia, escondido bajo el triunfo y las maravillas de la casa de un rey heroico.

La madre, la dulce samaritana Maltacea, elegida para evocar otros perdidos amores, murió luego, dejando en el hijo el apocamiento y el sobresalto de sus entrañas.

Pasó Antipas sus años jóvenes en Roma, al lado de César. Nunca sintió su vida clara y gozosa. No fue mozo ni príncipe; semejaba enfermo en la salud y un huido entre amigos y vasallos. No daba el sol en su ánima.

Para evitar las amenazas de invasiones de los árabes, se desposó con la hija de su rey, Aretas IV, una princesa flaca, áspera y encendida como un zarzal del desierto. No fue ella de Antipas, sino él de su salvajismo, de su sequedad devoradora, de sus huesos insaciables, de sus ojos con lumbres siniestras. La temió como a todo su pueblo. Quería evitarla, y acudía temblando a sus brazos. Una esclava de Lybia le trajo ponzoña de reptiles, que podía verterse en el baño, y la menuda herida de un broche o de un beso abriría el camino del veneno en la sangre. Y Herodes agarró el pomo de la muerte; fue llegándose a la cámara de la esposa; sintió su grito, y huyó de la fuerza de los ojos, que le arrancarían el secreto del crimen.

Al apuntar el alba, mostró letras apócrifas del Senado, y partiose a Roma. Entonces le poseyó Herodías hasta inflamarle contra todos los hombres que la miraran, y dándole denuedo para llevarla a su patria y repudiar a la hija de Aretas. Buscó la esposa refugio en las tiendas de los árabes y sus bravíos guerreros avanzaron sobre el peñascal de Mackeronte.

...Mackeronte, macizos de muros de rocas fundados en quebradas. Montes rotos de Moab, paisaje de dólmenes, desierto de Judá... Mar de Asfaltite, sepulcro viscoso de ciudades maldecidas por el Señor. Una banda espumosa como una ola inmóvil, eterna, cruza las aguas rudas de sal. Los caminos, tallados en piedra, se recortan claramente hasta las últimas lejanías.

Los ganados para el mantenimiento del castillo vienen de lo más profundo de la Idumea, dejando un estruendo de pedregal removido, de ecos de barrancas, y las aves rapaces les siguen rectamente en la calcinación del cielo...

En este nidal de guerra refugiose Antipas con Herodías, que trajo a Salomé, hija suya y de Filippo. Allí, el Tetrarca quiso que predominara su figura resplandeciente de acero y bronce, y encima la capa blanca de combate. Su paso resonaría en las bóvedas heladas y recias de Mackeronte; y gustó la esperanza de surgir poderoso delante de la mujer; y, fingiéndoselo, resbalaba medrosamente por los pasadizos para acecharla.

El silencio adusto, de peña y de hierro, parecía callar con otro recogido silencio cuando ella se ofrecía a las soledades desde las almenas de las murallas, desde lo último de las torres.

La fortaleza fue estrado de cortesanía. Y Salomé añadió, a las gracias de la dominadora, la de la suavidad y ternura de madre en las postraciones del deleite.

Todavía más ella esa mujer rodeada del país desolado y candente. Fuera, la inmensidad abrupta, metálica, requemada; las aguas de maldición; los clamores litúrgicos, pavorosos de los esenios; los alaridos de las fieras hambrientas, el crascitar de los cuervos, que aguardan que se derrumbe una res para descarnarla aun viva; y en lo hondo de los muros, la miel de la galanía, más gustosa allí, como el panal en la roca.

Pero una voz tronó en el desamparo, la voz de un hombre que cubría su desnudez con pieles velludas. La penitencia y las tempestades habían esculpido su carne. Subió del Jordán, como un león de su bañadero. Le seguían algunos discípulos andrajosos, secos, torturados; y él trepó a las altitudes para acercarse a Mackeronte, y todo el roquedal era peana de la indomable escultura. Y cuando Antipas, roído por sus pensamientos, salía al paisaje de piedra, se agigantaba el nómada bramando:

—¡Inmundo es vivir con la mujer del hermano! ¡Arráncate de su cuerpo, que te llaga! ¡Aun puedes ser venturoso! Apareja el camino del Señor. ¡Mira que vienen los tiempos prometidos: todo valle se henchirá, todo monte será abajado!

Llegó también su rugido a Herodías, y vistiose una sola túnica de cendal purísimo que la desnudaba gloriosamente dentro de su niebla, y presentose al solitario cuando el crepúsculo incendió todas las cumbres.

La siguió Antipas, escondiéndose por lo fragoso.

Y el león del Jordán y la hermosa se miraron.

Los ojos del nombre pasaban iracundos sobre la mujer, y parecía crepitar la breña de su cuerpo; ella durmió los suyos como palomas en aquel árbol virgen, sintiéndose chiquita, femenina, dulce, menesterosa.

Herodes mordió la roca, bañándola de lágrimas.

Sonó un clamor del hombre vestido de fieras ahogadas con sus dedos. La mujer le llamaba, arrullándole.

Una risa de alarido se arrastró por los torrentes y la prolongaron las cavernas.

Y sintiose Herodías desdeñada por toda la tarde. Quiso saber la guarida del nómada. Lo acusó al Tetrarca, porque el pregón del incesto ya resonaba en todo el país. Y le dijo:

—Mientras tus huestes y tus siervos se humillan en mi presencia, se alza libremente una boca para escupirme.

Herodes dobló su cráneo, y le respondió:

—Nada haré contra ese hombre; es un esenio enloquecido por el ayuno y la penitencia. Y obligados se hallan los Herodes a proteger a los esenios.

Ella hincó sus pupilas en los ojos mansos y tristes del Tetrarca.

Y prosiguió él:

—En los trastornos y desventuras de la Casa de mi padre, sólo un viejo descalzo, vestido de lino, pasaba serenamente sobre la hoguera de perdición sin recibir ningún daño. Ante su voz callaba el rey. El rey fue custodio de su libertad y de su vida. Y este viejo era Manahem el esenio.

Herodías alzó desdeñosa sus hombros.

—...Porque Manahem halló un día a mi padre, entonces un rapaz obscuro, y le golpeó en las nalgas y le sonrió diciéndole: «El Señor te subirá a un trono. Acuérdate de estos azotes, y que ellos te representen las mudanzas de tu fortuna. Serás glorificado, pero no virtuoso. Y la cólera del Señor estallará sobre tu frente ungida». Nunca lo olvidó el rey, mi padre. Perseguía a muchas gentes y sectas; pero siempre amparaba a los esenios y les temía como a una fuerza de la divinidad. ¡Así haremos yo y todos los de la misma sangre en memoria de Manahem!

Herodías escondió su saña, y averiguaba insaciablemente del vagabundo; y le dijeron:

—Es Juan, el que bautiza en el río, profeta justo de Dios. Su palabra, palabra de ira y de misericordias; porque hoy dijo: «Ya está puesta la segur a la raíz de los árboles; todo árbol que no diere buen fruto, cortado será para que arda». Y le preguntamos nosotros: «¿Qué haremos, maestro?». Y Juan nos respondió: «El que tiene dos vestidos, dé al que no tenga, y el que haya de comer, remedie al necesitado».

Bajó Herodías a las casernas para oír lo que se hablase de Juan. El vaho de los hombres la estremeció; y allí supo de los soldados:

—Fuimos a él pidiéndole: «¿Qué haremos nosotros?». Y Juan nos dijo: «¡No maltratéis, no calumniéis, contentaos con lo que se os diere sin hacer fuerza a los débiles!».

Herodías lo recorría todo, buscando la emoción del profeta, y sepultaba sus oídos y sus sollozos en el lecho cuando el grito implacable atravesaba las soledades y los muros repitiendo: «¡Inmundo es vivir con la mujer del hermano!».

Y su terror y su odio traspasaron a Herodes, apoderándose de su voluntad.

La única voz contra ellos, la voz del nuevo Elías. Mackeronte temblaba escuchándola. Calló en la noche del 10 de Ab. Tembló el hacha al segarla. No pudo rebanar a cercén la garganta del Bautista; necesitó muchos intentos, porque nunca daba el filo en el mismo corte.

Apollo de Alejandría, discípulo de Juan, recogió devotamente el tronco y las astillas del cuello desgarrado.

Y sintiose más el silencio de las montañas.

La vida de Herodes, de una blandura de limaza, se adhirió, se aplastó a la carne triunfal de la mujer. Y Salomé aun sirvió para poseerle con el pasado, porque la hija le evocaba a la madre en su virginidad que no fue suya.

Y lejos, en el oleaje de roca, se juntaban las manadas de Aretas...

...Volviose Antipas hacia Mackeronte. Todos los macizos y peñascales semejaban el espectro de Juan, subido a las cumbres para mirarle.

Pronto se alborozó la tierra bajo los vergeles de Genezareth. Las aguas azules de su mar espejan su ceñidor de pueblos felices. De todo prorrumpe la gloria de Tiberiades, la ciudad de Antipas, labrada rápidamente con mármoles preciosos. En la monda del solar de las fundaciones se arrancó y renovó la piedra más profunda para impedir los riesgos de las impurezas legales y la repulsión de las gentes, porque allí estaban las sepulturas de Emmaus, de termas insignes, cuyos manantiales, según el testimonio de Estrabón, corroían la piel, las uñas y la cuerna del ganado.

Aun con el rigor y pompa de los ritos de purificación, y con mercedes de campos y casas que atrajesen moradores, se apartaban todos del lugar nuevo; y tuvieron que venir a poblarlo familias asalariadas de Antipas y gentiles de la Perea, de Samaria y de la Decápolis. La holgura y los regocijos lo hicieron después apetecible a todos, menos al judío, que siempre murmuró de la ciudad que consentía imágenes de abominación y todo pecado. El animal impuro para el creyente, vedado también al egipcio, al etíope, al fenicio, al indio y al árabe, se criaba allí, en piaras gobernadas por siervos paganos, y se vendía y guisaba en todos los hostales y figones.

Su Gymnasio nunca reposaba de fiestas helénicas y, como en los días nefandos de Sión, muchos israelitas participaban de los juegos, ocultando su carne circuncidada con un torpe artificio.

Y la ciudad creció. Florecieron después familias de clara prosapia, como los Miari, los Compso, los Pisti. Entre todos los palacios de la tetrarquía —el de Bethabara o Livias, en honra de la mujer de César; el de Seforis, cuyos jardines beben las dulces venas del Thabor, y además el de Sebaste y el de Jerusalén— escogió Antipas el de Tiberiades para residencia perenne de su corte, corte de artífices y retóricos, de galanes y músicos, de juglares y aventureros venidos de todas las repúblicas; y en su torno, la guardia gigantesca de tracios, germanos y galos, que escoltó a Cleopatra hasta su muerte, y pasó después a los Herodes por voluntad del vencedor de Antonio.

Corte de ingenios muelles de cánticos y triclinio. La adúltera y su hija aparecían entronadas, lentas, hieráticas, con misterio de divinidades; o entregaban delirantemente al festín todos sus encantos, bajo la sonrisa flaca y dolorida del príncipe.

Y vino ahora del frescor de los vallados, de las blancas aldeas, de las playas luminosas, la voz de un hombre que conturbó la vida del Tetrarca.

Y le dijeron de él:

—No se llama profeta este Rábbi, sino prometido por los Profetas, enviado de Dios. Tu siervo Levi, el que se enriquecía cobrando tus tributos en Cafarnaum, le convidó a su casa, y después dejó su oficio y su caudal por seguirle. Irresistible es la potestad de la palabra y de los ojos del Rábbi: suelta la lengua de los mudos y los miembros de los tullidos; los endemoniados se le postran dócilmente con la dulzura de un niño que duerme. Exalta al humilde y enseña contra el poder y el engaño de los saduceos y fariseos.

Y temió Antipas y aumentó las guardas para impedir

Mas, el Rábbi desdeñaba las magnificencias de la ciudad, siendo pobre; y decía que no se trajese para el camino ni alforja, ni dinero, ni muda de vestido, ni de sandalia, sino un cayado.

La nueva de cada prodigio hacía palidecer el rostro pesado de Herodes, y le trababa de flojedad las rodillas, y gritaba en sueños el nombre de Juan.

El Sanhedrín de Jerusalén le envió maestros de la Ley pidiéndole que extrañase de sus términos al que se había alzado como Hijo de Dios.

Y Herodes y los mensajeros se asomaron al pretil de la azotea.

Lejos pasaba la multitud rodeando al Rábbi.

Retrocedió Antipas, empavorecido, sudándole las sienes, colgándole el belfo. Y les pidió:

—¡Lleváoslo y reducidle con vuestro saber! ¡Porque es Juan el que subió del río y se me aparecía en todos los peñascos de Mackeronte! ¡Lo degollé por Herodías, y Herodías agarró la cabeza, que aun goteaba sangre, y mirándole las pupilas, alzadas horrendamente, le atravesaba la lengua con un agujón de oro! ¡Es Juan que ha resucitado!

Y huyó por lo fosco de los pasadizos, y escondiose bajo los árboles de sus vergeles para mirar el encuentro de los sanhedritas con el profeta.

Los doctores de la Ley buscaron sus mulas blancas, y salieron menospreciando al príncipe.

El Rábbi se había parado en un camino abierto entre frutales. Las gentes, postradas en su torno, veían resplandecer su manto azul en el azul de los cielos. A sus pies le dejaban los hijos, los ancianos, los lisiados para que pudiesen recibir su mirada y consolación.

Los labradores hincaban la reja en el surco y corrían a escucharle; y en los callados campos quedaban inmóviles las yuntas, mirando hacia el camino, yuntas de buey con buey, de jumento con jumento.

El Rábbi se esperaba. Y después decía:

—...¿A qué podré comparar el Reino de Dios?... ¡Es como la semilla de la mostaza, que la tomó un hombre y la sembró en su tierra, y el grano creció, se hizo árbol y las aves del cielo reposaron en su copa!

Las mujeres dejaban su horno, la piedra de moler, el huso; y sin reparar en velarse, acudían con un vuelo llameante de vestiduras.

Y el Rábbi también las aguardaba. Los suyos se revolvían con enojo; y él glosaba el mismo pensamiento, acomodándolo a las recién venidas.

—...¿A qué diré que se asemeja el Reino de Dios? Pues mirad: es como la levadura que tomándola una mujer la escondió en tres medidas de harina, hasta que toda quedase fermentando... Un cavador no pudo reprimir su ansia.

—¡Rábbi, Rábbi; dime si serán pocos los que se salven!

Los discípulos reprobaron la impaciencia del nuevo. Y el Rábbi les reconvino con la mirada y dijo:

—¡Bien hace! ¡Porfiad, porfiad en llegaros a la puerta, porque es angosta y muchos los que se atropellan para pasarla!

Y volviose. Se acercaban las gentes del Gran Sanhedrín.

No fue menester que los servidores, los virgiferi, abriesen sitio, porque la solemnidad de la presencia de los maestros y sus ropas y sus insignias se anticipaban al mandato de la voz.

Una mujer descolorida, de cansada belleza, se puso junto al Rábbi y le colgó los brazos a los hombros, haciéndose su escudo, y miraba recelosa a los de Jerusalén.

Entonces se destacó un anciano cenceño, de ojos recónditos, de barbas de hebras claras y lacias como el heno marchito, y tendió un índice frágil, transparente, increpando al taumaturgo:

—¡Sal de aquí, porque ya es conocida del príncipe tu obra de perdición! ¡El Tetrarca desea tu muerte!

Se apretaron los discípulos. Y el expulsado irguiose y gritó:

—¡Decidle a la raposa que yo doy la salud y libro a los poseídos! ¡No muere un profeta lejos de Jerusalén!

Y miró afligidamente hacia la ruta de la ciudad del Señor, y abrió sus brazos pronunciando:

—¡Jerusalén, Jerusalén, que persigues a los que te han sido enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, refugiándoles en mi amor, como el ave que protege sus crías bajo sus alas!

...Los doctores del Sanhedrín tornaron en busca del Tetrarca. Y el viejo de las barbas secas profirió:

—¡Todo lo de nosotros tiene escarnio en su boca!

Y Herodes se apuñazaba la frente murmurando:

—¡Es Juan!

—Peligrosa su doctrina, porque ya muchos le han oído: «¡No traigo paz, sino discordia! ¡Fuego vine a poner en la tierra; y qué quiero yo sino que arda!».

—¡Es Juan que ha resucitado! ¡Así en Mackeronte puso fuego contra mí; y yo tuve que hundirle en prisión; mas, no le maté sino por ella, porque ella se lo inspiró a su hija, que nos había enloquecido danzando y tañendo su nebel!

Un fariseo menudo, de huesos aceitosos, levantó su brazo siniestro, retrenzado con las badanas de las «filacterias», y le interrumpió infamadamente:

—¡No sé qué dices; sólo sé que Rábbi Jeschoua afirma que limpia los pecados; y también el agua que lava nuestro cuerpo hace fango; se envanece de alumbrar con sus enseñanzas, y yo te digo que con una antorcha se deja en pos más negrura!

Y quedose su puño erguido y trémulo.

—¡Poderoso fue Ptolomeo Evergetes, y también en un festín humillose a los antojos y gracias de una extranjera tañedora de nebel! ¿Y por ventura aventajaría ella a Salomé?

Los sanhedritas le contuvieron, ceñudos, cerrándole entre ellos; y mezclaban su desdén por Herodes con su violencia contra el Rábbi.

—¡Si urdió rebeldías a su príncipe, justo fue el suplicio de Juan; mas ve que sus creyentes siguen ahora al nazareno!

—¡Ha resucitado el que subió del río, y atraviesa mis campos como un león!

—¡No subió del Jordán, sino que baja huido de Nazareth!

—¡Gentes tuyas le acatan, como Levi, el publicano, y Juana, esposa de Chouza, tu mayordomo de Cafarnaum!

—¡Porque embauca con el poder de la magia! ¡Se dice el Cristo, y la multitud se le rinde, que el afán por un Mesías en sí mismo lleva la fe!

Herodes se balanceaba dentro del grupo farisaico, mirando inquietamente. Todo rumor de los árboles le anunciaba la aparición del profeta decapitado.

Salieron a las llanadas de tréboles y anemonas. Había también bosquecillos de adelfas y laureles, habitados por dioses de mármol; cisternas junto a los velarios de grana y de rosas que subían enguirnaldándose a los bambús; fuentes de gruta y estanques de los que emergían los lotos azules y blancos, de carnosos sépalos, y en lo íntimo del cáliz estaba la luz como un agua de lluvia. Y en todo resbalaba un coloquio de riegos, de abejas y de tórtolas, interrumpido por los aleteos de los pavos reales...

Y surgió el corro de sanhedritas; y el viejo trasijado todavía dijo:

—Nosotros quisimos apartarle de tus comarcas, y en tu nombre le amenacé. Mas él se mofó de tu cólera y te comparó a la raposa, que teme el atacar y sale de noche y camina callada para devorar la viña.

Herodes se detuvo; vio sus hinojos en el sueño de una alberca. Y se preguntó con amargura:

—¿Es que andaré yo como las raposas?

Comenzaban un vial de limoneros floridos entre el mar de Genezareth y los pórticos del palacio.

Sola en todo el cielo pasaba un águila.

Apareció Herodías, roja de púrpura y de ocaso, en la terraza de la ribera.

Y la vio Antipas, y se le hincharon los ojos mirándola; toda su carne semejaba una pupila de monstruo.

Ya no escuchó más a los ancianos del Sanhedrín.

Ella le llamaba. Y corrió Herodes; subió pisándose, tropezando con las pilastras y con las frámeas de sus bárbaros crasos, adormecidos por la caliente quietud del crepúsculo.

Herodías lo acercó al mar. Descansó en su brazo vibrante y oloroso la nuca sudada, blanda y débil del príncipe, y fue elevándole la frente.

En el azul ya frío del horizonte se apagaba el oro del águila.

Y apasionadamente le dijo:

—¡Mucho tiempo voló tejiendo una corona sobre nosotros! ¿No será un presagio, oh Herodes?

Herodes hizo una sonrisa hueca. En su garganta doblada le resonaba el afán de la laringe.

De súbito, se incorporó jadeando:

—¡Cuán bien pudieron degollarme ahora!

Ella le miró con desdén el cuello.

—¡No ahí, sino en tus hombros, debiste sentir el peligro desde que el reino del gran Herodes tuvo que rasgarse, porque no quedaron fuerzas de hijo para llevar todo su manto!

Antipas esquivó la mirada de la mujer.

—¡Un trozo de ese manto es mío!

—¡Y de Roma! —le gritó Herodías.

—¡Otro, de mi hermano!

—¡Y de Roma también! ¡Y sólo de Roma la Samaria, la Judea y cuanto amó y glorificó vuestro padre junto al mar de Siria!

El Tetrarca, con risa plebeya, le advirtió:

—¡Mira que aun sobra manto, y hay hombros de hijos del rey que traen una túnica tan parda como la de los menestrales de Roma!

La injuria al esposo de Herodías mordió en el corazón altivo de la adúltera, que se retorció toda en sí misma como una sierpe dentro de su piel. Y ahogándose de despecho, con el vaho magnífico de su sangre más que con voz, fue exhalando:

—¡Ruin es tu frente! ¡Filippo, al que abandoné por una gloria que sólo está en mi vida, Filippo tuvo la firmeza de su humildad: es lo que quiso ser, y a nadie remedó! ¡Mas tú y tu hermano, el otro Tetrarca, os ponéis ropas de revés, y habéis de salir con las sienes desnudas, porque perdisteis la corona dentro de vuestra casa! ¡Y aun en ella necesitáis del romano; sin su auxilio serías tú ahora esclavo del árabe! Filippo arrinconose a sí mismo. ¡Qué sois vosotros arrinconados en tetrarquías por César y por vuestro pueblo!

Herodes pegaba sus mejillas en los pilares, buscando la frialdad de la piedra. En la obscuridad amarga de su ánimo se había perdido su ímpetu de amante y de príncipe, quedándole un desconsuelo de abandonado, una postración de decrépito.

Toda la noche latía de astros. Sonaba claramente el ruido de pezuñas y aparejos de la caravana de bálsamo y de miel que venía de Jericó.

Suspiró Herodías y fue acercando las brasas de sus ojos a Herodes, y, dulcificada, le dijo:

—¡Adónde habrá llevado el águila esa promesa de gloria que no hemos recibido nosotros! ¡Oh, no me huyas!

Y lo ciñó, besándole muy despacio en los párpados.

—¡Sé rey de lo que ha sido nuestro! ¡Pídeselo a César! ¡Yo deseo Jericó más que lo quiso Cleopatra! ¡Sé grande! ¡Me tienes toda! ¡Mírame, Herodes! ¡Me tienes toda y no ansias un reino poderoso!

Antipas, angustiado de delicia, contuvo un sollozo y la apartó bruscamente para acechar en las tinieblas.

Le estaba mirando una cabeza cortada...

...Al comenzar la tarde entró en Jerusalén la escuadra primera de tracios, corpulentos y rubios.

Su presencia anunciaba el arribo de Herodes; y las gentes de las caravanas pascuales y las del arrabal de los queseros y de los artesanos invadían el ágora, apretándose entre las columnatas y en las graderías que suben, en hemiciclo, tallando la ladera de Sión. Arriba del collado está la residencia del Tetrarca, que fue de los asmoneos, y sus terrazas salen sobre los techos de Xystus.

Las familias saduceas, partidarias de los Herodes, iban por la puente de Tyropeon a los altos atrios, y desde aquí, por la escalinata guardada de la plebe, descendían para dar la bienvenida al Príncipe, bajo el baldaquino de venerables paños faraónicos.

Llegó Antipas en una mula relumbrante de gualdrapas rígidas de oro; todo el animal crujía de riquezas, solemne y deforme como un ídolo. A su lado, en una stramenta de sándalo y lacas con dosel carmesí, llevada por tres camellos uncidos, venían Herodías y Salomé, que estaba prometida al hermano de Herodes, Tetrarca de la Traconítida, de la Batanea y Páneas. Y en pos seguía toda la corte, los siervos, los caballos y carros del señor y la escolta bárbara, de viejos y mozos, hijos ya de estos gigantes impasibles, tardos, dóciles como leones castrados, relucientes de bronce y de grasa, con su cola de cabellos de un rojo lacio y frío cayéndoles de la nuca.

No daba la muchedumbre un signo de júbilo ni de sumisión, ni aun de acogida. Sólo aguardaba por ver.

Tetrarca de la Galilea y de la Perea, Herodes Antipas equivalía para la ciudad de David a un príncipe extranjero, avenido con los gustos de Roma, la metrópoli execrada que proyectaba su gobierno ávido y duro sobre toda la Palestina.

Quedábale a Herodes en Jerusalén la amistad de algunas casas patricias y el palacio de Sión; los otros, engrandecidos por su padre: el de la fortaleza Baris o Antonia y el de las torres Marianna, Hippicus y Fasael, de mármoles blancos, pertenecían a César.

Sus escrúpulos le llevaban a participar como romero de las fiestas sagradas de la Pascua, en el mes de Nisán; de los Tabernáculos, en el mes de Tischri; de la Dedicación, en el mes de Kisleu; de los Purim, en el mes de Adar, cumpliendo entonces episódicamente con los ritos mosaicos.

Intentó un día atraerse el amor de la Judea, intercediendo con Poncio para impedir sus sacrilegios, y el romano malogró los designios políticos de Herodes rechazando su mediación.

Y al llegar a Jerusalén, seis decurias bajaban la cuesta del Pretorio; pero el continente de los legionarios antes presentaba el aviso de la soberanía de Roma que el acatamiento al Tetrarca.

Desde el último domo de la ciudadela vigilaba el Tribuno como un balcón en su roca.

Esa noche, en los intercolumnios de Xystus, arden lámparas quemando aceites aromosos. Sión resuena de sambucas, de sistros, de pífanos, de crótalos, de symfonias o gaitas que dan el viento de su odre a la caña del oboe y de la siringa. Los cánticos y tonadas escandalizan a los fariseos, que pasan encorvándose para no ver la mansión de pecado.

Y cuando las trompetas proclaman el nuevo sol, acude Antipas al Templo levantado por su padre y deposita su tributo.

Los ocho travesaños de cedro para colgar y desollar las víctimas no pueden tener todas las ofrendas del Príncipe. Hasta la hora tercia rebullen sus esclavos transportando los cuévanos y ánforas con los diezmos de las heredades de la tetrarquía. Y en las tres plegarias subirá Herodes el Atrio de Israel —Azarath Yisraël— con escribas y levitas, mas sin ninguno de su cortejo, porque las estelas de la Ley de la Castidad condenan el tránsito de los gentiles.

Quiso mostrarse Herodías en el santuario, y fue a la Schema Yisraël de la tarde; pero no resistió los mezclados olores de sudor, de perfumes litúrgicos, de sebo y de inmundicias de las reses de los holocaustos. Y retirose sin orar; y se mofaba el pueblo.

Y al salir por el Portal de Occidente, vio toda la hondonada de Acra henchida y rumorosa de multitud. La soldadesca precipitaba sus potros sobre los torrentes humanos; los rebaños pascuales huían despavoridos por las callejas de escalones abruptos.

Jerusalén vibró de clarines y trompas.

Poncio Pilato venía de Cesárea.

Y los que miraban a Herodías y al Príncipe, les olvidaron por ver al procurador aborrecido, que traía amistades de Italia convidadas a la Pascua.

Herodes apresuró el retorno a su palacio.

Estaba entonces Sión en sosiego y soledad de collado campesino. A lo último de la ladera, un grupo de hombres humildes subía hacia un casal blanco y rudo como una granja.

Un judío herodiano deslizó al oído de Antipas:

—¡Es el Rábbi Jeschoua Nazarieth con sus discípulos!

Herodías sonrió, recordándole al Tetrarca sus antiguos terrores.

Y él dijo:

—¡Mejor hablara con Rábbi Jesús que con aquél!

Y quedose indicando la litera de Pilato, que avanzaba sobre las espaldas de seis númidas por el cauce de picas y broqueles de la cuesta del Pretorio. Y lejos de la ciudad, nublados de polvo rojo del crepúsculo, aun venían los dromedarios del bagaje, las eternas «naves del desierto».

Pasó Herodes sus pórticos, y entre las maravillas acumuladas por el gran rey se le deshizo la enojosa inquietud que siempre le dejaba Poncio.

Todos los muros del palacio estaban bruñidos de sillares sonrosados, y en los cantones se acuchillaban con ventanas angostas como saeteras. Dentro se sucedían las cámaras de estuco asirio, donde corren enormes figuras bermejas siluetadas de negro y ojos de triángulo asombradizos y crueles; en los frisos de cerámicas, los dragones y reptiles de la visión de Ecequiel se enroscan a la pulpa rosa y azul de los anchos lotos; las salas hipóstilas, separadas por paños de púrpura, de pisos y pilastras de esmalte reproduciendo los tejidos de Sussa, que brillan con una pálida tonalidad bajo la luz destilada por la piedra.

Y la magnificencia estalla en los aposentos Cesareion y Agrippeion. Sus artesones miran con pupilas de crisólito, de carbunclos, de granates, de amatistas, de feldespatos, de esmeraldas. Por los capiteles de toros alados, por las cartelas y arquerías circula un respirar de aguas del berilo, del lapislázuli, de lacas, de cristal de roca, del prasio, de la obsidiana, del ónice, de la cornalina, de todos los matices del ágata tallada en óvalos, en estrellas, en rosas, en losanges y círculos.

Las columnas dan una convulsión de cuerpos desnudos, enjoyados. El viejo Herodes volcó en las carnes de los alabastros y ámbares las caravanas de lapidarios de Saba y de Rehema; y todo el recinto parece articulado y ondulante de escamas de pedrería, y tiene un frío íntimo, una sensación de pena y de misterio de tesoros de tumbas, de densidad subterránea.

Entre las estancias se abren los patios de jaspes con toldos amarantos, verdes, anaranjados, sanguinosos y crudos, que tamizan el sol. Se desgranan los collares de agua en piscinas de vidrio rodeadas de columnas que se envían sus grecas de manzanas, de granadas y uvas de cobre. En cuencos profundos de mármol crecen los dulces árboles de Eubea, que traen fruto y olor; los arrayanes, en cuya tupida frescura resaltan las estatuas helénicas. De los claustros cuelgan los pebeteros, hechos de gloriosos escudos, donde se derriten las gomas de sándalo, de almáciga, de cisto, la mirra, la pasta del azafrán de la India y de la flor del cinamomo, la raíz del jengibre...

Y en el fondo, se ofrecen los triclinios de bronce de Iberia y de cidro de la Mauritania, con mesas sobre caimanes y jumentos de plata, alcatifas de Persia, pieles de dugongo alma gradas como las que techaron el Tabernáculo, recodaderos de plumón de francolín; y los cien lechos insignes de orificia bajo pabellones de grana como los de Holofernes, y vigas de sabina, de naranjo, de olivo, de ébano, con taraceas de nácares, de turquesas, de calcedonias...

...Todos los peristilos y acitaras se poblaron de bayaderas y tañedoras, de cortesanos, de servidores y guardias.

El intendente de la domus, con la insignia de la llave en su cíngulo de cuero, previno a Herodes de la llegada de un centurión seguido de sacerdotes y turbas.

Palideció Antipas.

En aquel punto, presentose alborozadamente su copero, un doncel de Mytilene, de brazos tatuados, que se le postró diciendo:

—¡Roma te ama siempre, oh Basileus! ¡Poncio te manda a Rábbi Jeschoua!

—¡Roma! —balbució el Tetrarca; y le vacilaron los hinojos.

Después pudo añadir:

—¡Que lo sepa Herodías! ¡Decídselo!

Y él dirigiose a la cámara de audiencias.

Entre las dos últimas pilastras se hallaba el trono de su padre, casi oculto de tirsos, de coronas marchitas, de crótalos, de salterios, de pomos de olor y túnicas de festines.

Una bandada de siervas quitó rápidamente la escombra de las orgías.

Era un trono labrado a semejanza del de Salomón, con las seis gradas de marfil y los dos leones para los codos, la silla formada por la grupa de un buey, y la cuerna, sirviendo de respaldar, de oro macizo.

En derredor acomodaron los divanes y almohadas para los dignatarios. Se erizó un bosque de lanzas de puntas retorcidas. Y las dos columnas se cerraron hasta la mitad de sus fustes con paños recamados, verdes, cárdenos y de rojez de cereza.

Antipas subió al solio. Y fue pasando su corte y el hervidero de sus oficiales, de sacerdotes, maestros y ministriles del Sanhedrín, de fariseos, de rabbinos y la escuadra pretoriana que arrastraba a un hombre lívido; y después se amontonó la plebe.

Avanzó el centurión.

Pero Herodes resbalose del sitial para asomarse a los tapices.

A través de los aposentos próximos venía un rebullicio femenino. Y vio a Herodías desnuda, gozosa, infantil, atravesando estancias, derribando trípodes, saltando sobre escabeles y braserillos; y sus esclavas la seguían tendiendo los cobertores que ella apartaba en su carrera. Y llegó al estrado y asomó su cabeza entre los pliegues de las estofas. Se la adivinaba todavía húmeda del baño, corriéndole los perfumes de la unción matinal. De súbito crispose el cortinaje, y nada más quedaron sus ojos fulgurando como dos gemas.

Herodes la miraba arrebatadamente, porque esos ojos separados de toda la mujer tenían una lumbre y una promesa desconocidas.

Un cortesano le recordó que el centurión esperaba.

El centurión inclinose pronunciando:

—Lucio Poncio Pilato, Procurador de Tiberio César en Judea y Samaria, a Herodes Antipas, Tetrarca de Galilea y de Perea: salud y amistad.

Herodes volviose a la mirada de los tapices y recogió un destello que iluminó su vida.

Lucio Poncio, continuaba el pretoriano, sometía al Tribunal de Herodes la causa que el Gran Sanhedrín de Jerusalén le presentara contra Rábbi Jesús, ciudadano de Galilea.

Y ladeándose, apareció el reo.

Herodes exhaló algunas palabras de amor a Roma y de elogio y de gratitud para Poncio.

—Porque yo y mi corte deseábamos ver a este mago y presenciar sus prodigios...

Se produjo un rumor hostil entre los sanhedritas.

Y el Tetrarca sonrió al centurión y miró a su escolta de gigantes y a las pupilas de ascuas entonces fijas en Jesús.

Le distrajo un susurro de burla difundido entre sus cortesanos.

Detrás de los reposteros también se oía un sofocado reír de las mujeres. ¡La risa de ella se desgranaba sobre todas como un sartal de agua viva!

Y desconfió Herodes, porque nunca alcanzaba nada por sí mismo. Fue tan amargo su ceño, que algunos se le llegaron explicándole:

—¡Repara en los visajes de los fariseos!

Entonces el Tetrarca fingió reprimirse su bulla; pero todavía miraba receloso a los demás, sin cuidarse del Rábbi, atado, rendido, solo en un círculo de clámides rojas y crestones de cascos.

Los jueces de secta farisaica subían su brazo enrejado por las correas del tefillah, que les ataban los dedos índice, anular y cordal; se descogían el sudario de la cerviz, el paño recio de los hombros, el lienzo de enjugarse en las lustraciones, y se cegaban todo el rostro; y brincaban retrocediendo, y se paraban abrazándose doloridos, y quisieron salirse, horrorizados de las imágenes de dioses, de hombres y bestias de las pinturas murales.

Sus enemigos los saduceos, que en estos días se les habían juntado para perseguir al profeta sedicioso, impidieron el escándalo de la huida, recordándoles que no era gentil la casa del Tetrarca, siendo del hijo del que reedificó el Templo del Señor, y ofreciendo él mismo holocaustos, pagando el tributo devoto y pudiendo orar en el atrio privado de los creyentes.

De su voluntad había de venir la sentencia para bien del pueblo.

Tornaron los fariseos, con la cabeza hundida en el embozo de sus ropones.

El Hâkân, segundo vicario del Sanhedrín, el que gobierna a los juristas, desdobló las fojas de la causa y exclamó:

—¡En el nombre del Señor Dios de Israel!

Pero el Tetrarca abandonó de nuevo su trono, y recostándose entre sus validos les consultaba, y todos le celebraron mucho sus razones; y él dijo:

—¡Oye, Rábbi Jeschoua, muéstranos un portento!

Otra vez murmuró el sacerdocio.

Rábbi Jesús permanecía callado, liso, inmóvil. Y el centurión le tocó con su junco de viña.

Entraba de los pórticos una espada de sol, y traspasó los rizos vírgenes de la barba de Jesús, dorando su piel, sus ojeras verdosas, sus párpados caídos.

Herodes le repitió su mandato con tono de llaneza y de merced.

Al Rábbi le temblaron levemente los ojos y la boca. Y no respondió.

Antipas volviose muy pasmado a los suyos. Les confesaba que nunca sospechó tanto apocamiento en esos nombres que se apoderan de las multitudes. Y le buscó el contorno de las rodillas.

Un cortesano dijo:

—¡Ved que viene de las aldeas y de las barcas de Tiberiades a la presencia del Príncipe!

Herodes asintió y lo fue diciendo a los otros para que lo oyese Herodías. Después dispuso que desatasen al reo. Y al mirarle halló los ojos de Jesús abiertos sobre él, esperando los suyos, que se le doblaron con la misma sensación que le doblaba siempre sus piernas. Los fue subiendo; y aun estaba cayéndole toda la mirada ancha, quieta, desbordándole. No le respondían, no le temían, no le suplicaban los ojos del Rábbi; ojos sólo, ojos vibrando de voluntad.

Y esforzose el Tetrarca para salirse de ellos; y adivinó en todas las frentes: «¡No has podido! ¡Son los ojos del que te llamo raposa! ¡También hoy te desprecia!».

Y quien más se lo decía eran las ascuas del tapiz.

Quedose encogido, y los jueces, que le acechaban, alzaron sus voces contra Jesús.

Surgía de la acusación el Rábbi como un hombre rebelde, denodado, forjador de una corona sacrílega.

Y la mirada de la mujer escondida le gritaba a Herodes: «¡Es más que tú! ¡Tú no tienes fuerza ni sobre su silencio!».

Se incorporó el Tetrarca. Vinieron hacia él los sanhedritas encendidos por el encono y el ansia, y braceaban y repetían las culpas.

La corte, la escolta, y ella ya no se fijaban en el reo. El mago retaba al Príncipe con su desdén; ahora la emoción había de darla el Príncipe.

Y el Tetrarca sintiose golpeado por todas sus venas; se precipitó, apartó al sacerdocio, fue hacia Jesús y profirió un chillido rajado por el esfuerzo, un chillido sin palabra, sin soberanía, sin rencor. Y quedose resollando cansadamente, hincado en las losas, como apercibiéndose a resistir un ímpetu.

Jesús ladeose contemplando el camino de sol que ya se abría encima de sus hombros, el sol grande, gozoso y bueno que secaba las redes de Bethsaïda.

Herodes no podía avanzar ni osaba volverse. Se miraba a sí mismo hundido en un cepo de torpeza. Crujió el paño de las columnas. ¡Le vencía Rábbi Jeschoua! Y... comenzó a reír. Señalaba con su mano gorda y cerrada la boca de Jesús. Jesús apartó su faz; y él reía siguiéndole con el puño tendido; y llamaba a sus cortesanos para la burla que le librase de su soledad con el Rábbi.

Fueron sus amigos; y tuvo que sonar su carcajada de sumisión y de halago.

Salió un bramido de la multitud exigiendo la sentencia.

Y el Tetrarca aullaba de risa ahogándose, salivando; y, ya entre sus gentes, volvió al trono.

No estaba la mirada de Herodías.

Recios y altivos esperaban los legionarios.

Clamaron los sacerdotes.

Y Antipas les increpó:

—¡Qué buscáis, si me habéis traído un ruin que hasta se cree hijo de Dios y rey de todos!

Interrumpiose hablando con sus gentes, y redobló el bullicio.

Salió de la cámara su copero, y a poco torno arrastrando un lienzo gordo de lona.

El Tetrarca lo presentó gritando:

—¡Es la vestidura del rey! ¡Con ella se lo devuelvo a Poncio!

Y sus oficiales enfundaron a Jesús dentro de la hopa blanca, que remedaba el manto regio de los persas, atavío también de sus dioses; la veste que ciñen sobre el hierro los varones de clara progenie romana al entrar en combate; la túnica ceremonial de los augustanos, la ropa «cándida» de presentación que traen los que aspiran a la preeminencia de las cuesturas, y de ella reciben el nombre de «candidatos»...

El centurión reforzó los cordeles de las muñecas del Rábbi, y tradujo el escarnio en fórmula de justicia, diciendo fríamente:

Forum apprehensionis!

Y se llevó al reo.

Herodes tendía sus brazos y después se apretaba los ijares, y riéndose, balanceando el cráneo, desapareció entre las colgaduras de las pilastras.

Fuera, rugió un viejo desdentado:

—¡Hijo de perros!

Estaban solitarias las salas que antes atravesó Herodías toda desnuda. Sobre los tapices quedaron olvidados los cendales, los justillos y partidores, las ajorcas, los alabastros de perfumes. Recogió el Tetrarca el espejo de ella, un disco de plata con mango de ébano y frutillas de marfiles, y vio allí su risa convulsa de enfermo, una risa sólo de piel crasa, sudada, amarillenta, fría. Y arrojó el espejo; y su risa iba saliéndole en los medallones de calcedonias, en los rombos de ámbar, en las pulidas maderas, en el bronce de los braseros, en el mármol de las estatuas, en el agua de los estanques. Se apretó la faz, y sus manos palparon la mueca de la risa. Todo estaba lleno de su risa, y le dolían las entrañas de humillación, de obscuridad, de desamparo, de congoja.

Y cautelosamente se iba acercando a las terrazas.

Su corte, sus guardias, sus siervos, y ella, vestida de púrpura, miraban al Rábbi...

Y él se sentó en una losa, como un mendigo...

Pilato


«[...] Siendo Poncio Pilato procurador de la Judea...».

(S. Lucas, III, 1)


En el año XII de la exaltación imperial de Tiberio, siendo Aelius Lammia legado de Siria, le fue encomendada a Lucio Poncio Pilato la procuratura de Judea.

Poncio era amplio, vigoroso y súbito; su cabeza, redonda, de cabellos grises, apretados y cortos; la frente, baja, de recia sien; los ojos, metálicos, inquietos y menudos, que aun se reducían más cuando miraban con ahínco; los labios, rasurados y carnales; la nariz, gruesa; salediza la barba; la mejilla, depilada y robusta, y las manos, muelles, enjoyadas con pulseras de oro pálido y el ancho anillo de caballero como una gota de luna.

La violencia de su porte y de su voz caían en cansancios y hastíos; y dentro de esta quietud, quedaba su ímpetu hecho plástica, vibrando en el pliegue de sus cejas, en el enojo de su boca, en la línea rotunda, estallante, de su mandíbula, como los bronces de Myron contienen el esfuerzo y el brío de la palestra.

Era terco en la idea y se le deshacía la voluntad. Atormentó a un esclavo que le quebrara una copa thericlea y, después, lo manumitió dándole bienes más grandes que la joya partida. Tenía por oficio de parásito el de poetas y filósofos, y entregábase con avidez al conceptismo del epigrama y de la epístola. Dolíase de que las Escuelas de Grecia se hubiesen apoderado de los gustos y del espíritu de Roma, coloquio de la esposa por escuchar a su lector el abejeo de los parrales de Anacreonte o la sabiduría desleída del panal platónico.

Claudia le reprochaba sus olvidos con la caricia de su mirada.

Y Poncio se defendía evocando:

—¡No hay sienes tan sabias y eternas de mocedad como las del buen viejo de Teos; la uva que cerró su garganta mana siempre el vino de la leticia!... ¡A Platón, cómo no amarle! Fue dilectísimo de Cayo Poncio Herenio, de mi estirpe, y juntos conversaron al amor de las calladas frondas de Academo.

Le agradaba hacer donaire de los fracasos divinos en la tierra, proclamando de más subido valor la vida de las criaturas que la de los dioses, y luego, a hurto de todos, postrábase bajo la edícula del padre Jove, arrepentido de sus audacias. Pero sobre el poder del Pantheon romano estaba para Poncio la oculta fuerza de la adivinación y de la magia. Recogía y estudiaba todos los documentos de Crisipo, de Posidonio, de Panecio, y su adivino asalariado, de faz sumida, amarga y astuta, llagado de tormentos y expiaciones, resplandeciente de ropas chapadas de pedrería, vigilaba los signos y barruntos de presagio, previniéndole si la corneja graznó hacia la siniestra y el cuervo hacia la diestra; si el buey tomó huelgo levantando las calientes narices a las nubes de tempestad... Porque en aquel tiempo la palabra afilada de los magos de otras tierras se hundía en las entrañas de Roma. Se les odiaba, se ensayaba en sus cuerpos magros, ascéticos por rigores de su ciencia, todo ingenio de crueldad, y se codiciaban sus oráculos y prodigios; y hasta el César, hediondo de lujuria como un macho cabrío, revolcándose en los placeres de Capri, que relata Suetonio, palidecía de angustia bajo la mirada cobarde de su agorero...

...Llegó Poncio al país de Israel aficionado de las alabanzas de aquellas naturales hermosuras y despreciando a sus gentes por noticias de Marco Tulio: «¡Raza abyecta, nacida para la servidumbre!...». Sus vergeles, sus frutas, sus bálsamos, dignos de Roma.

Desde su Pretorio de Cesárea del Mar envió una cohorte de escogidos que llevase a Jerusalén las enseñas gentiles, execradas por los hijos de Jacob.

Entraron los pretorianos en la ciudad ya muy honda la noche. La techumbre y el pináculo del Templo recibieron sombras de maldición. Los perros y los leprosos que hozan y rebuscan en los vertederos, en las cavas y puertas del muro, huyeron por los barrancos de Betfage. Todo el monte de Bethania pareció desgarrarse de ladridos. Y un endemoniado, que se guarecía en un sepulcro del Cedrón, vio una estrella de sangre atravesar el cielo, y un ave hinchada, de alas inmundas, membranosas, que brincaba por el torrente siguiendo el surco rojo del astro...

Vino el día, y entre el humo de las primeras inmolaciones y oblatas subió un grito pavoroso de los levitas victimarios y de los que abrasan el perfume de Jehová.

En las cornisas de la ciudadela, mostrándose a todo el recinto del Templo, brillaban los manípulos con sus guirnaldas y la abierta mano de oro, el águila y los escudos con la imagen de Tiberio.

Tronó Jerusalén convulsa de sollozos:


«¡Por qué se multiplican los que me atribulan!
¡Vinieron los impíos a tu heredad, oh Señor; contaminaron tu Casa, y devoran a tu pueblo como manjar de pan!
¡Derrama tu ira sobre los que no te conocen! Líbranos por la gloria de tu nombre, no sea que murmuren entre sí diciéndose: ¿En dónde está el dios de ellos?
¡Pueblo tuyo somos, pueblo tuyo, y ovejas de tu majada!».


Y la multitud redunda por los collados, cubre los caminos de Cesárea. Se le juntan los labriegos, los pastores, Poncio pidiéndole que se arranquen de las piedras del Señor las efigies vedadas.

El romano los oye cansadamente, removiéndose en su bema o púlpito de ciprés y sardios.

Tornábase al mar mirando el rumbo dichoso y el baño de luz de las gaviotas; volvíase a los senderos que temblaban entre el vapor azul de la labranza. Se impacientó. Levantó su cráneo, sudoroso y duro como un bronce mojado; cruzose la toga, y adelantándose encima de la muchedumbre, rápido, sin mirarla, dejó caer su palabra negando la súplica.

Un trujamán fue esparciéndola con gritos nasales.

Rugieron las bocinas.

El Procurador dejaba su estrado. Y comenzó a subir la escalinata de su residencia de mármoles, fresca y luminosa como una concha, entre macizos tiernos de cidros, de plátanos, de palmas.

Ya pisaba el último peldaño; y revolviose brusco, rígido; descansó su codo en un pilar, y espero. Su anillo resplandecía como la pupila de un tigre. La vela de púrpura que entoldaba la terraza le bañó de sangre.

Venía un trotar bronco, terronoso de pezuñas de camellos, un estrépito de caballos. El azul cegose de arenas. Y aparecieron las mitras felpudas, las crines tendidas y rojas de la guardia bárbara del Tetrarca.

Los pálidos gigantes de Herodes doblaron sus frámeas; y el faraute, con tiara amarilla y puñal desnudo en el cíngulo de piel de leopardo, ofreció a Poncio un pergamino enrollado en un marfil de antílope.

Herodes intercedía por la Judea. Los ojos de Poncio resbalaron fríamente en la mirada de vidrio del mensajero; y sonó su grito.

Un aparitor le trajo la foja de membrana pulida, el cálamo recién cortado, la redoma de sepia, en cuyo negror espeso se cuajaba el relumbrar de los labios del vaso. Y de pie, sobre la espalda de un legionario, escribió Pilato su respuesta pomposa, rechazando los oficios medianeros del Tetrarca.

...Durante seis días, el claro retumbo del mar golpea entre la opaca quejumbre de Israel. La playa, rubia como las eras en colmo, los peristilos y arrayanes, las estatuas de los pórticos hieden a miseria, a humanidad remansada. Pastas hirvientes de moscas torpes, blandas, húmedas, propagan la inmundicia. Sobre el cielo magnífico, latino, se revuelve fermentando la costra parda y agria de túnicas y carnes hebreas.

Y Poncio se arrebata; surge encima de un friso de desnudos; su brazo hiende el azul; y el huracán de la legión siriana se precipita, chafa y desgarra la multitud que solloza por el oprobio de sus piedras venerables y tiende impávida su cuello a la cuchilla. El primer centurión avanza hundiéndose y amoratándose en el lagar humano; saltan dedos, pechos y frentes al tajo de su espada goteante; tiemblan en su casco jirones de sudarios, de sayales, de cíngulos, de cabelleras con piel que aun sangra...

Poncio empuja a Claudia, blanca de congoja, y le grita:

—¡Mira mi centurión! ¡Parece aquel valeroso Domicio que peleaba atándose una antorcha a sus sienes, y la brega le esparcía y doblaba el fuego como si ardiese su cráneo!

La elegancia del atrio, la graciosa perversidad de los mármoles, el júbilo de los jardines, bañados en una lumbre de miel que les deja suavidad de pulpa de sol, reciben los espectros de los moribundos. Las tazas de las fuentes se van acortezando de sangres; los cisnes se arremolinan abriendo ruidosos el armiño de sus plumas; de los bojes y lauredos sale el voznar de infortunio de los pavos reales; se remontan espantadas las palomas, y el carnero blanco, fino, velludo, de cuerna de oro, la bestia cuidada por las manos de Claudia, con quien retoza derribándose sobre las anemonas y asfodelas, brinca ahora enloquecida, imprimiendo sus pezuñas rojas de matanza en la blancura de las graderías, en el esplendor de los tisús, en el regazo de las esclavas...

Y Poncio odió a Israel hasta por la náusea del suplicio. Sentíase murado de padecimientos. Se hastiaba, y salió; tendió su insignia, y la soldadesca se contuvo.

Y Poncio permitía que se quitaran las imágenes de la abominación.

Israel alzó sus manos crispadas y sus preces eucarísticas.


«En mis tribulaciones invoqué al Señor.
Y ha escuchado la plegaria desde su Templo.
¡Vuélvete, alma mía, a tu reposo, porque te ha hecho bien el Señor!».


Y apartose goteando de sangre los senderos. Sobre los hombros de los fuertes se iban pudriendo los hermanos heridos. El aire crepitaba de salmos...

Poncio sube a Jerusalén.

Ha de seguir el avisado gobierno de sus antecesores: Coponius, Marcus Ambivius, Annius Rufus, Valerius Gratus, que acudían a todas las grandes fiestas. Entonces Jerusalén recrece de mercaderes, de pastores trashumantes, que dejan sus ganados en los rediles comunes de las afueras; de artesanos y labriegos, de marineros de los puertos de Ascalón, de Joppe, de Cesárea, de Ptolemaida, de Sidón y Tiro; de rábbis que juntan y traen sus escuelas... Jerusalén es pueblo tumultuario; urde el engaño y la resistencia enroscándose a los hinojos de Roma...

Pasado Rhama, por la enlosada ruta de Samaria, la escolta de Pilato ciñe su litera.

Y Claudia murmura entristecida:

—¡Cómo nos aborrecen!

El esposo la rodea con sus brazos, y sus dedos toman un perfume tibio de ámbar, de intimidad primorosa, palpitante.

—¡Amiga mía: Israel nos acecha! Es la fiera del desierto que no sabe obedecer ni mandar... Varus, el que crucificó en Jerusalén dos mil hebreos —un Líbano de cruces con un vendaval de alaridos—, Varus domeñó bravamente la Germania. Mas confiose en el terror que inspiran las «águilas» de Roma, y los rebeldes le espiaban. Fue su acometida súbita, un brinco de hienas. Le cosieron la boca con pelos de caballo después de arrancarle la lengua, y un bárbaro la exprimía entre sus garfas rugiendo; ¡Ya no silba la víbora! ¡Oh Claudia, yo quiero que mi lengua silbe, mate y goce!

Y sumerge sus labios en los pechos redondos de la mujer, mientras pasan la bóveda de la Puerta de Jaffa, exaltada de color de frutas, de telas y cenachos de peces, resonante de esclavos, de guardas, de pregones de la alcana.


* * *


Está el Pretorio de Jerusalén en la Torre Antonia, encima del peñascal de Baris que aparta al Templo de un altozano donde creciendo los edificios se le llamó Bezetha, que se traduce por «ciudad reciente».

Tuvo esta fortaleza principio del Rey David; la glorificaron los Macabeos; hincó y subió más su fábrica el valeroso Hyrcan, que traía siempre la loriga bajo el bordado efod. Fue arca de las vestiduras litúrgicas de los pontífices asmoneos. Herodes el Grande cavó abismos en su torno, inundándolos con las aguas de la Piscina Probática; talló la roca en facetas, forradas de lanchas de mármol tan cosidas y bruñidas que reflejaban el cielo; las sierpes de los fosos resbalaban, los pájaros no podían posarse. Labró una torre en cada cantón, y entre ellas los caminos de ronda, almenados y recios, esconden y protegen los pensiles y regaladas estancias del Rey. Y luego, la casa de David, escudo del Santuario, se consagra a Marco Antonio, trocándose en residencia del procurador del Imperio y en amenaza de Israel, porque sus gradas llegan a los atrios del Señor, y sus minas bajan a los trece sótanos del Tesoro de Corbonam y penetran en los fundamentos del Monte Moriah.

Por Occidente salen las galerías de columnas. Una escalinata torrencial de mármoles blancos remansa en el patio del Pretorio. Al abrigo de los claustros, morenos y desnudos, están los nomos, las trojes, las mosteleras y cavas; el ergástulo, los tormentos, la armería, los pesebres y la castra pretoriana.

Por las escamas y jaqueles del encendido mosaico corre el júbilo del sol que centellea en la cátedra de la Justicia, un óvalo de abeto, liso como un jaspe, con la «sella» y las gradillas de bronce y las cuatro argollas de los varales.

Y la honda entrada se resuelve en tres arcos, grande, de cintra cabal el del centro, y breves y graciosos los mellizos de sus costados.

Fuera sigue el Lithóstrotos o Gabbatha, planicie empedrada de guijas rojas y azules, como los pisos de los pórticos del Templo. A la izquierda, el puente de Tyropeon; y en medio, la rampa de lomo de basalto, que desciende a los barrios y obradores de Acra.

...Poncio ha recorrido toda la fortaleza Antonia: desde los ocultos caminos que pasan al santuario y salen de las murallas, hasta las bocas de los aljibes que se abren en las últimas cúpulas esperando las lluvias del mes de Marcheschvan, las que hinchan los racimos y calan el tempero para la siembra, y las lluvias del mes de Nisán, las que granan las mieses y cuajan la rosa de los frutales.

Recostado en una almena, Poncio va esparciendo su mirada. Le sube un vaho caliente de cárcavas y barrancas desoladoras. Le abrasa los párpados la lumbre cruda de la cal. La ciudad se le ofrece apretada, grietosa, desollándose de reseca; árida, blanca, de un blancor que, ayudado de los relentes, pudre los ojos del judío. Jerusalén tiene sed.

Y a trescientos estadios, en la cuesta del valle de Etham, los estanques de Salomón oprimen la frescura de sus aguas ociosas. Más alto nace el hontanar, dulce y limpio; mana de una roca de pliegues de túnica, y lo guarda una piedra que tiene el sello del hijo de David. Es la «fuente sellada» del Cántico de los Cánticos, que regaba el vergel «plantado de viñas y de toda especie de árboles», el «hortus conclusus» ceñido de almacería y de montes. La hija del Faraón desfallece de amores, esperando al rey, que venía en su carro egipcio, leve y gracioso, con sus gloriosas vestiduras doradas por el primer sol, tendidas al vuelo de sus corceles, seguido de sus jinetes, veloces y magníficos.

...Ahora llamean las sierras metálicas de Judea, raídas, descarnadas.

Y Poncio se promete una nueva Jerusalén, recogida y dulce como otro «huerto cerrado», con deleitoso ruido de riegos y de frondas, con viales de mirtos y cipreses para el ingenio y el amor. ¡Florecerán las peñas de David como Roma con los jardines que plantó Julio César! Y trae arquitectos y aguaños fenicios, y él les guía por oteros y ramblas; su jabalina va trazando la ruta de los acueductos, el asiento de los embalses; y para las expensas toma el oro del Gazofilacio que duerme en los subterráneos sacrosantos, como el agua baldía de las albercas salomónicas. Pero es oro del Señor Dios de Israel. Los sacerdotes lo exigen. La multitud invade el Pretorio, se agarra a las pilastras, hunde sus uñas en el mosaico y resuena su gemido.

Aparece Poncio; y hollando carne y vestiduras, sube a su púlpito y dice sus propósitos: la ciudad insigne por santidad será también ensalzada por Hermosa.

Israel no le atiende. Plañe, ruge, solloza, se revuelca y reza.

Vibra la voz del romano. Acuden los centuriones. Truenan las trompas de la legión. De improviso se oculta la guardia. Dentro cubren sus armaduras con ropas largas orientales, y salen por los escondidos pasadizos, rodean la ciudad y van viniendo como gentes placeras que participaran del tumulto.

Se alza el puño de Poncio, y la disfrazada soldadesca arremete y hiende las espaldas judías con báculos, con almocafres, con fustes de picas, con los pomos de sus puñales. El atrio cría un fungo de sangre, da un hedor de entrañas abiertas y pisadas.

Pero Israel, inmóvil, gime pidiendo el tesoro de Dios.

Cae la noche, y Poncio, pálido de repugnancia y odio, se recoge en su cámara.

Bajo, se arrastran los salmos y alaridos del pueblo. Sobre los cadáveres aplastados avanzan y se renuevan los judíos, vestidos de penitencia, que lloran el despojo sacrílego sin mirar el brazo que les aguarda para herirles. Es la obstinación del semita que agota la rabia del amo.

Y Poncio renuncia con menosprecio a sus quimeras.

Entre el procurador y las gentes judías ya sólo queda un mando de furor implacable y una humillación rencorosa. La litera del extranjero va dejando un rastro de silencio miedoso, de sonrisas frías, de miradas oblicuas.

Se ha difundido en Jerusalén una historia ruin. Llegó como un vendaval de arenas del desierto que penetra en todos los hogares... «Poncio es liberto de un soldado de Iberia... Sirvió a Roma con deslealtad para los suyos; medró con delaciones. Claudia trajo a sus bodas la dote del favor de Tiberio, que premia las complacencias del esposo con destinos rapaces en las provincias. La Procuratura de la Judea, antaño reducida a la cobranza de los tributos, a la guarda del Fisco en Oriente y a un corto mando militar, logra con Poncio Pilato la magnífica preeminencia, la jurisdictio et imperium merum de los lugartenientes del Emperador en la Mauritania, en la Tracia, en la Nórica. Por Claudia se olvida la Ley Oppia, que vedaba a los procónsules y legados llevar sus mujeres a las comarcas de su regimiento... No tiene medidas el poder de Claudia. Tampoco ella las tuvo para sus gracias y travesuras como pececillo del acuarium de César. Porque fue del cortejo de delicias, niños-peces que se bañaban con el Emperador, deslizándose entre sus muslos, mordiendo sus pechos blancos y afeitados como los de una cortesana, mientras seis vírgenes presentaban el cuadro lúbrico de Parrhasio».

Los escuchas de Poncio le refieren la difamación, y por las noches, en el ergástulo, los lictores amputan con su segur la lengua de los malsines cazados.

Entre todos los patricios israelitas, sólo un varón de los Zequenim fue agradable a los ojos del romano. Era suyo el lugar de Arimathea, y a su hacienda pertenecía la solana del Ebal, de terrón pingüe, caliente, reventado por la raíz de zarpa de los algarrobos y las josas y mieses de Bethel, «casa de Dios», cuyas montañas descienden en peldaños muy fértiles, donde vio Jacob la escala de los Ángeles.

Josef de Arimathea, el justo sanhedrita, vivía retraído en su huerto del camino de Damasco. Apuraba su ánima en la austeridad y en la meditación. Como Attalo y Séneca, pudo Josef decir que su cuerpo leñoso no hundía la enjutez de su lecho. Era su vida como una lámpara de un sosegado recinto. Poncio y Claudia paraban algunas tardes su litera para mirar el jardín.

Josef leía entre sus naranjos y rosales. A veces dejaba el estudio de la Thora o de los papyrus de Alejandría por remediar de su violencia una rama doblada, por ver la obra de su sepulcro, que iban cavando sus fellaths en una peña roja como un pecho en carne viva.

Y una tarde se hallaron Poncio y Josef. Y el procurador, descuidándose de lo que nunca olvidaba un jerarca romano, abandonó su silla para conversar con el judío.

Josef le respondió en la irisada lengua del Lacio. No recogió farisaicamente los ojos, sino que le miró a la faz, celebrando lo ajeno con bondadosa polideza.

Exaltose Pilato por la alegría del amigo hallado en tierra de asechanzas.

El israelita se le insinuaba ciñéndole con las sutilidades de su ingenio y de su porte. Y Poncio creía que su claridad y eminencia de ciudadano de Roma entraban victoriosamente, como águilas de César, en el ánimo recóndito y hermético de Israel.

Volviose a la mole insigne del Pretorio. Una nube rubia, velluda, como una piel de león, magnificada por el ocaso, pasaba sobre las almenas.

Sonrió. Todo le parecía sometido al sentimiento de su voluntad apasionada. Y quiso que Josef le acompañase en sus ocios y comidas de solitario.

Tornó el hebreo a elogiar el atuendo gentil, sin admitirlo, porque se lo vedaba el rigor de su Ley.

—¡Tu Ley! —Y el rugido de Poncio se estampó en la tarde, y sus puños estrujaron la túnica del anciano. La memoria de las calumnias enconó su sangre; y balbuciente de dolor y cólera fue repitiéndolas, volcándolas, dentellándolas al decirlas.

Se descogieron los doseles de grana de la litera, y apareció Claudia, pálida de inquietud.

Josef escuchaba compadecido, porque dentro del grito de Poncio se oía la queja íntima y cerrada del desamparo, que sobrecoge algunas veces a los poderosos, el miedo de niño a la soledad, soledad de extranjero.

Y le dijo con serena palabra:

—¡Pie de soberbia no pise mi corazón y mano de pecador no me conturbe! No pasan, oh Poncio, mis umbrales las voces de infamia. Yo, de ti, sé que vienes de la familia de los Telesinos; que un Poncio rompió el asedio de Roma, atravesando el Tíber en la corteza de un árbol; que te llaman Pilato por la insignia del pilum ganada en muchas guerras; que tu mujer participa de la estirpe sabina de los Claudios, los que tienen sepultura en el Capitolio desde los tiempos de Atta. Y yo y todos los de la Casa de Justicia sabemos que eres eques illustrior, que presupone el dictado de «Amigo del César». Ahora, que mi respuesta suave y justa quebrante tu ira, según se promete en los Proverbios.

Hablaba como si recitase la ejecutoria de un ausente, pronunciando con frialdad, sin añadir entono ni gesto, ni hazañería de lisonja.

Claudia, apoyada en el esposo, miraba al anciano y le sonreía.

Y Poncio puso sus brazos en los hombros huesudos y frágiles del hebreo, diciéndole:

—¡Por qué permitieron los dioses que nacieses judío!

El varón de Arimathea recogió sus manos en el seno, como si orase; hizo una exquisita mesura, y con apacible aticismo le repuso:

—¡Deja, señor, que a mí, en cambio, me pese tu origen pagano!

Y apartose rápido y sutil.

Semejaba resbalar como una aparición. Tornose para verles; y, de súbito, se perdió en las frondosas albarradas de su huerto.

Pasado el bullicio de la fiesta, que entonces fue la de los Tabernáculos, volvió Poncio a la paz de Cesárea.

Y en este invierno del año cuarto de su poder le llegaron cartas privadas del César advirtiéndole de las querellas que recibía de Israel «contra el mando violento y confuso del Procurador».

César no le nombraba; no le mostraba enojo ni desabrimiento. Recordábale con su melosidad viscosa las virtudes y habilidades de la política romana, «que semeja apoyarse, y pisa; que oprime, y no destace; que transfunde su substancia, y se incorpora la ajena». «Nunca agarréis al lobo por las orejas; seríais su cautivo. ¿Cómo soltarle sin que os devorara?». Sus palabras: «Esquila sin desollar a la res», no sólo se encaminaron a moderar codicias, sino que alcanzaban a toda empresa de gobierno.

Retorciose Pilato de temor y de odio.

Tiberio no le tocaba en sus avisos; parecía aconsejar con anchura doctrinaria. Pero nunca sus escritos exigieron ni castigaron con exactos contornos; y al leerlos, siempre se sentía la mordedura de una escondida ponzoña y la proyección de una obscuridad de desgracia...

Poncio tuvo desde entonces el tormento de la incertidumbre. Lo que antes era para él una renovación de designios, volviose en conciencia recelosa de todos sus pensamientos. Se acechaba a sí mismo; y el acecho le abría más la duda de su voluntad.

Pensó con sobresalto en el retorno a Jerusalén. Venía la Pascua, que por las evocaciones de la salida del cautiverio avivaba los rescoldos de sediciones.

Y Poncio imaginose entre las multitudes aborrecidas y tuvo miedo de sus impulsos de amo.

Se lo confesó a Claudia; ella le propuso rodearse de amigos y testimonios de Roma, que le mitigarían su hosquedad, renovándoles el dulce ambiente de Italia.

Y ya sólo se cuidaron de redactar mensajes, de prevenir festines y regocijos para sus huéspedes.

Y en vísperas de la partida a Jerusalén, una nave, enviada hasta Cnido, puerto de la Caria, trajo los convidados del procurador.

Eran cinco caballeros romanos:

Q. Cayus Stertinius, atezado, duro, corpulento; el cráneo hendido a la redonda por el surco indeleble del yelmo de guerra. Vestía la trábea militar; el amictus doblado encima del hombro siniestro para esconder su mano lisiada; y el arrojo, la reciedumbre y prisa en todo lance de su diestra ocultaban su manquedad mejor que la vestidura. Asistió con su hermano L. Stertinius a las gloriosas jornadas de Germanicus; y él descubrió, en los saladares fangosos del Norte, el aquila enmohecida, abandonada por la legión Decimonona. Tuvo que ayudarse de su boca para recoger la enseña: le colgaba una mano rasgada por un hacha de pedernal. Contempló en las selvas de Teutherg las escuadras de Roma, que cegaban como escombros de cal. Vio armaduras oxidadas, huecas, enteras, caídas, como pieles viejas de serpientes, al derretirse podridos los legionarios; esqueletos en actitudes de vida de los que murieron de hambre y se descarnaron en los breñales; masas de carroñas, de huesos astillados, dedos retorcidos con rosarios de vértebras, quijadas dentellando fosas de nariz, de los que se desgarraron bestialmente; cabezas roídas por los buitres, clavadas con dardos y tizones en sus mismos vientres y en los troncos de los abetos; ruinas de altares, donde fueron degollados los centuriones y tribunos de Quintilius Varus... Las tierras foscas y malditas de Germania estaban siempre en los ojos gruesos, calientes, que daban como un vaho de ferocidad de este gigante mutilado.

Junto al guerrero desembarcó Fosidio, senador y camarada de T. Cesonio Prisco, entonces Intendente de los Placeres de Roma, cuestura que creó Tiberio. Era devoto de poetas, muñidor de sus certámenes; viejo y menudo, adobado como una matrona; su paso y acción, medidos por una severa disciplina eurítmica de retórico; su pecho, emblandecido con mielecillas aromáticas; su voz, modulada según el tono de su flautista; su túnica, desceñida, como la trajo siempre Julio César.

Vinieron también los hermanos Antisticio: Mario y Celio; aquél, regocijado y hermoso, bulla de los pórticos de Livia y de Pompeyo, palomares de Venus, «más fértiles en amor que en uvas Metimna y en trigo los pingües campos de Gárgaro». Y Celio, curioso de todo origen y experiencia de sensibilidad. El tacto de un suave tejido, el goce de un perfume nuevo, de un sabor aun no catado, producíanle un placer que le demacraba rápidamente. Supo la invitación de Poncio en el segundo día de haberse abandonado a morir de hambre. Ocurriósele el suicidio sin apetecerlo. No fue suya la voluntad de la muerte. Sintió que se le posaba como un avecita ligera que descansa en una rama, sin doblarla. Esforzose Mario en deshacer sus intentos. Le trajo hetairas, que le prometieron agotarle con dulzuras aprendidas en cultos y lechos remotos. Le lloraban las siervas nacidas en la casa, las fidelísimas vernas, que le atraían el sueño acariciándole los pies y los ijares con la titilación de sus pestañas. No le faltó el grito ni la zumba de Tricongio, prodigio de la mocedad, que, en presencia de Tiberio, vació sin pararse tres congios de moscatel de Samos. Familiares y amantes, clientes y bardajas exaltaron todos los apetitos viciosos, sin curarle su desgana de vivir. Un filósofo pudo distraerle toda una vigilia, proponiendo el tema de la emoción misteriosa, que abriese el «primer cadáver entre los primeros hombres». Y la carta de Poncio le oseó de pronto su designio de suicida... Le llamaba un amigo desde lugares vírgenes para sus ojos. Y se incorporó como si mirara un vuelo que se le fuera apartando. Después dijo: «¡Quizá vuelva algún día!». Y aparejó sus galas. Lánguido, cansado, sostenido por Mario, llegó al pie de la torre de Drussio. Sus dedos, huesudos, rígidos de sortijas estivales, se pasaban una bola de cristal para impedir el sudor de su flaqueza.

Bajó postrero Bílbilo Capitón, afilado y ágil, vestido de crudos colores. Era el mercader suntuario de más ingenio y audacia de Roma. César le tuvo en su triclinio por oírle el cuento de sus aventuras logreras atravesando mares y países enemigos; él proveía la Italia de lanas de Mileto, de caballos astures, de metales de Chipre, de púrpuras del murex brandaris, que se cría en Cytherea, y del murex trunculus, de las costas de Tiro, de cerámica de Corinto, de preseas y muebles del lujoso Agrigento, de aljófares recogidos entre las arenas de las necrópolis egipcias y desgranados de los collares de las momias, de marfil de Etiopía; y como agotara una vez los preciosos colmillos y fuesen escasos para su ansia, aserró, dentro de los bosques, toda la osamenta de quince elefantes...

Grato y magnifico fue el tránsito de la gentil caravana.

Al salir de Cesárea, Fosidio, de pie sobre el trono de su camello, cantó la gloria de Herodes, fundador de la ciudad de mármol, que aparecía inmaculada, de una carne lechosa de magnolias abiertas entre los azules del mar y del cíelo de Siria. Surgían los tallos de las columnas, los fastigios de los obeliscos y monumentos, las estatuas y torres de los muelles, de asilo más amplio y seguro que los del Pireo, con rompientes como canteras recién cortadas para reducir las olas, que allí siempre las hinchan los huracanes de África. Asomó la rubia colina donde está el templo consagrado a César, y su pórtico semejaba esculpido sobre el ópalo de una nube. Más en lo hondo se desplegaba graciosamente la cumbre del Carmelo, «viña de Dios», monte de abundancia.

Juró el senador, llorando de blandeza retórica, que sentía en su sangre toda la magnífica sensualidad del viejo Herodes.

Mario Antisticio, embriagado de lumbre y de «indómito Falerno», aguijó a su dromedario con la pina de su tirso y entrose en la playa, hasta que la salada espuma le roció los cobertores y su boca.

Mirábale Celio sonriendo desde el fondo de su litera, llevada junto a la de Poncio y Claudia.

El valeroso Cayus Stertinius prefirió el ímpetu de un potro de la legión a la dócil andadura de un rumiante.

Y, apartado, Bílbilo conversaba con unos mercaderes de Dora, que iban a Joppe, llevando en sus asnos velludos cargas de abalorios, terrazas cipriotas, telas tenidas, plumas de somormujos y avestruces.

Después, el camino se retraía de la playa, que empezaba a quebrarse de peñascos ferreños, con ámbitos de hoz y un perpetuo rugir de mar atormentado.

Perdiose el paisaje ancho, tendido; de cactos y palmeras; paisaje penetrado de la fresca luminosidad de la marina; y sucedió una comarca densa y obscura; un tránsito a un invierno de Occidente. Cañares, tamarindos, sargas en fangal verde; y la laguna temerosa de Cesárea, morada del Leviathán de Job, del monstruo que tiene el cuerpo «de fundidos escudos, apiñado de escamas, burla de la piedra de ballesta y de honda y del filo de la lanza; de sus fauces salen teas encendidas; su resuello hace arder carbones; sus ojos, como párpados de la aurora».

Juntose toda la caravana.

Las siervas tendían tapices y cojines, y preparaban la refacción matinal: pasteles de setas y especias, cecina de jabalí umbriano, madreperlas y mariscos cogidos en el creciente de la luna; mirlos rellenos de pistachos, pavos reales lardeados —para que Fosidio tributara su cántico al divino Hortensio—, uvas ahumadas y tarros de licor de almezas y de vinos como almíbares traídos en odres de nieve. En tanto, Poncio, Claudia y los forasteros, con la guardia privada del Procurador, subían por las márgenes briosas de cepas de enebros, hasta el tajo pantanoso, donde las aguas se despeñan blancas, gordas, tronando como los aludes de los puertos.

A la tierra alta, pelada, lugar de olvido, se agarraba un templo. Las vigas de su pórtico se iban doblando hinchadas; costras de fungo roían los pilares; se descarnaba el bastial, y en la convulsa desarticulación de las piedras, en las adrajas centenarias, dormían los búhos, arropándose en sus plumas con un gesto cerril y penoso de hombre, y al aparecer las gentes de Pilato destaparon sus órbitas de ciego, redondas, frías, gelatinosas.

La luz penetraba despedazadamente en la nave; y, a lo último, en la enorme ara de cuarzo, Belo, con dos alas tendidas y dos alas plegadas, dos ojos anchos, ávidos en la frente, dos ojos vacíos en la nuca y las manos devorándose los muslos, se iba cubriendo de llagas, se le abrían los costados, le caían piltrafas y cortezas de herrumbre como carne de leproso.

Avanzó el grupo romano, alzando el aleteo de los ecos.

Un grito de Claudia rasgó el aire como una hoja de oro.

Junto al dios habían surgido dos fantasmas, que comenzaron a venir mudos y fatídicos. Tenían la cabeza rapada a navaja; la piel, del mismo color de sus túnicas apergaminadas y andrajosas. Iban descalzos, y se sentía el ruido de todo su esqueleto; miraban afiladamente, y en seguida les bajaban los párpados uzulosos como el telo de las aves dormidas.

Poncio dijo:

—Acaso son filósofos que habitan en las ruinas y substituyen a la divinidad.

Los solitarios miraban humildes y sobrecogidos las rizadas alículas, los amictos o mantos rozagantes, las leves estolas, los peplos y pallas que hacían un revuelo de perfumes, todo glorificado de sol, que no era el mismo sol que mostraba sus harapos y sus miembros corroídos como la leña mordida del gorgojo.

Los cortesanos se hundieron en las crujías que rodeaban el edículo, derramando su aturdido goce por los escombros, contentos de sentirse fuertes y descuidados en lugares donde, en otro tiempo, el misterio de un dios hizo estremecer a los hombres.

Las primorosas sandalias, los borceguíes de gamuza violeta, las recias cáligas militares, hollaron los lechos de heno de los filósofos, y salía un vaho de pesebre húmedo; brincaban sobre el mantillo duro de basuras y sirle, sobre osarios de palomos, de cabras, de bueyes; aplastaban odres rugosos, vasijas exhaustas de vinos y aceites, braseros calcinados de las pasadas ofrendas. El hogar olía a pavesas y humos envejecidos, a horno helado que coció pan.

Los del yermo les seguían atropellándose, crujiéndoles las quijadas, y en sus cavados ojos fosforecía una centella de iracundia. Polvorientos, erizados y tristes, dejaban una frialdad pegajosa de sepulcro.

Claudia sintió en su piel de nardo la mirada puntiaguda de los míseros. Volviose en busca de Poncio, y le llamaba con una voz de quejido. Salió todo el cortejo.

Poncio se había recostado en la mota de la laguna, mirando el hondo, impaciente de reanudar la jornada. Cerca, su primer centurión le guardaba como un mastín.

Tardaba Mario. Y el fastuoso mercader le avisó con el rugido de un caracol gigantesco que le colgaba de un sartal de calcedonias.

Apareció el mancebo sobresaltado y rápido. Todas las ruinas repitieron el alboroto de su carrera.

Y contó que aquellos dos hombres no eran dos filósofos, sino dos sacerdotes de divinidades vivas, porque entre aquellas rotas paredes «donde la araña colgaba su cendal y envejecía la hierba como en los templos de Júpiter y de Juno Sospita en los principios de Augusto», y en aquellas aguas clamorosas habitaban Belo y el dragón, el cocodrilo sagrado, el saurio de Siria...

Fosidio le interrumpió conmovidamente:

—¡El campsas de Egipto, que menciona Herodoto!— y añadioles las palabras de Cicerón—: «Piscem Syri venerantur!».

Bílbilo gritó riendo:

—¡Pero los sirios pasan ahora cantando himnos a Adonis, sacrifican en los altares cesáreos y prosiguen su rumbo, y el aire del mar se endulza de fragancias de sus mercancías que se consumen en los placeres de Italia!

—Los sacerdotes —dijo Mario— tienen hambre, huelen a hambre. Se alimentan de raíces, de lirones y culebras de las aguas.

Comentándolo bajaban a lo umbrío del soto. Y empezó el refrigerio. Las bayaderas componían danzas de dryadas y pastoras en un suelo verde y cencido. Una esclava había de poner en los labios de Celio los manjares y la copa empañada de fresco zumo.

En la altitud, asomados a las rasgaduras del pórtico, les acechaban las peladas cabezas de los sacerdotes.

Claudia pidió que les subiesen socorro.

—¡Cúmplase el ruego de la piadosa domina! —recitó Fosidio.

Stertinius propuso que se les enviara el alimento en la punta de dos flechas.

—¡Por la voracidad de Kronos, que se engullan a su dios! —dijo Pilato. Y llamó a un legionario.

Intercedió Prócula.

Y el más duro, pero el más exorable de los procuradores, levantose y fue regocijadamente con los amigos donde pacían las acémilas, y alcanzó un manojo de ánsares, dos cabritos y tortas de flor de harina, y todo lo colgó de los hombros de dos siervos.

También los patricios quisieron ir.

A la mitad de la cuesta, Mario voceó:

—¡Ved que os traemos hostias sabrosas! Los servidores de Belo se precipitaron para tomarlas; sus zancas hórridas y peludas, como las patas de los búfalos, estrujaban sus sayales.

Poncio los rechazó. Mudose su generoso contento en una frialdad sarcástica.

—Nosotros —pronunció calmosamente— quisiéramos ver cómo el monstruo divino devora nuestras ofrendas.

No le entendían los sacerdotes, y el afán por saber sus palabras les plegaba el rostro, como calaveras de hueso arrugado.

Un decurión lo tradujo al siriaco.

Y se le postraron aullando. Imploraban que les entregasen los dones. El cocodrilo se ocultaba del claror y de las gentes. Ellos le imprecarían para que subiese en medio de esa noche, y apenas apuntase la mañana podrían venir y mirarlas huellas sagradas en la ceniza de las baldosas...

Poncio volviose a sus esclavos y dijo riendo:

—¡Adelantemos al dios la noche! Y precipitó en el abismo las aves, los panes y las reses.

La faz de los hambrientos se rompió con una mueca horrible.

Todos se asomaron.

Las aguas rebramaban. Lejos, en un remanso, comenzaron a palpitar rajándose sus costras verdes. Se oía un profundo crujir. De súbito se descuajó un trozo de la laguna; estalló sangre, cieno y un hedor de moho y de carne manida. Fue asomando lerdamente una coraza viscosa, nauseabunda, de cartílagos vidriados que soltaban pringues y cuajadas almizcleñas. Y cerrose el agua con un hervor de burbujas enrojecidas.

Los sacerdotes se hundieron llorando en sus escombros...

...La caravana desapareció alborozadamente bajo los bosques que van desde la ribera a la serranía de Efraim, comarca de los ferezeos y de los rafaimitas, simiente de hombres desaforados. Y, atajando, salió a la llanura de Sarón. Los lirios, las anemonas, las escabiosas, esparcen su gracia en el herbazal jugoso donde pasturaron los rebaños y vacadas que dieron ciento veinte mil ovejas y veintidós mil bueyes para los holocaustos de la dedicación del Templo, y veinte bueyes y cien carneros —sin contar la caza de ciervos y corzos, y las aves y los diez toros cebados— que proveían todas las mañanas la mesa de Salomón.

...De cuando en cuando, los dromedarios se paraban y removían con el belfo los pedregales de las orillas del camino. Entonces, los esclavos hundían el dorban o aijada para descubrir las bocas de los pozos, las gamellas de argamasa o de peña que los pastores nómadas cavan y fraguan y las ocultan de otras tribus.

Después, las tierras llevan higueras y algarrobos, anchos, ubérrimos; y de un poblado hórrido salía un fuerte olor de almíjar y de arrope.

Otra vez venía la lumbre gloriosa del mar hinchando y calando el verdor de las huertas de Joppe, que desbordan de naranjal maduro y florido, de granados con frutas de ascuas, de morales sucosos, de parras que suben sus racimos, como pechos de madre, al amor de las higueras.

Las palmas abren sus manos en el azul y recogen el vuelo cansado de las palomas que van de camino, las palomas de pupilas de luz, la columba Palaestinae del elogio de la Sulamita.

Campos de pan, de sésamo, de añil; alfóncigos que destilan su resina mantecosa. Corona de cristal son los montes de la lejanía. Y en la ribera surgen las murallas blancas y las cúpulas, como turbantes de lino, de Joppe, puerto de Israel que se llenó del olor generoso de las armadías de troncos del Líbano para los cabrios, artesones y alfarjes del Templo salomónico y de Zorobabel.

Lo saludaron los viajeros exaltados de perfume de azahares y madreselvas, de claridad y júbilo de creación. Todo semejaba tierno, de formas vírgenes, de colores originales, calientes, de una cerámica purísima.

Poncio llamó a Fosidio, y señalando las rocas, que palpitaban como cachos de sol, le dijo:

—Poeta: ¡allí estuvo desnuda y encadenada la dulce Andrómeda, hija del argonauta Cefeo y de Cassiope, la que se creyó más hermosa que Juno; y ahora refulgen los esposos en la noche, junto a la Ursa menor!

Quedose Fosidio contemplando la costa; y luego, pidiendo tono a su músico, profirió con arrogante lástima:

...«¡Oh mujer, no merecedora de esos lazos de suplicio sino de sentir aquellos que Amor ciñe a sus rendidas criaturas! Di tu nombre y tu patria, y qué hados pusieron tu belleza en ese trance».

Y fue recitando estrofas del sublime amigo, que murió en la soledad del destierro y quiso siempre morir en las proezas del deleite.

Atravesaron la calzada de la ciudad.

Los muelles que calcinó la hoguera expiatoria de Judas Macabeo sacaban sus brazos trémulos y joviales de multitud y de blancura de toldos de las lonjas, de vislumbres de mercaderías y de pieles sudadas de siervos y de bestias.

Entre las naves culminaban las de Tiro, de madera de abetos de Sanir, de proas esmaltadas; sus mástiles, de cedros; sus remos, incrustados de marfiles. Las que trajeran a los artesanos fenicios dirigidos por Hiram, «hijo de una mujer de Dan», «sabio en toda obra de oro, de plata, de piedra y de bronce, y en todo linaje de talla de cedro, de enebro y de olivo, y en el labrado y pureza de la escarlata, del lino, del jacinto y de la púrpura», el cual modeló las maravillas de la casa del Señor.

Frente al mar colgó la caravana sus tiendas para la noche. Cien legionarios rondan y alumbran con hachas de resinas.

La luna de Nisán deshoja sus rosales de luz en el reposo de las aguas y de los vergeles.

Y antes que despierte el día, alza su campo la comitiva de Poncio.

Tomó la ruta que se aleja por Lydda, camino de pórfido entre quebradas y terrazgos de siena, donde se crispa la viña y el sicomoro.

En todos los términos humeaba el polvo de rebaños y caminantes que acudían a la Pascua de Jerusalén.

Mario y Bílbilo todavía comentaban la feracidad de los huertos y las riquezas de Jaffa. Entonces, el primer centurión de la cohorte auxiliar celebró, sobre todos los países y pueblos, la comarca y ciudad de Cafarnaum... ¡Cafarnaum, en la llanura de Zabulón, tierras de Gennesar que crían el olivo, el mirto, la palmera, la morera, el nogal, el milgrano, el índigo, el pistachero, el manzano, el naranjo y el cidro. Sus melones aromosos maduran más tempranamente que los de Damasco; sus higueras soportan las bóvedas de la vid, cuyas uvas se hinchan y doran como dátiles. Cafarnaum, junto al arroyo de las aguas de la Consolación, que vienen del padre Nilo por recónditos cauces, prodigio de algún mago, frente al mar de Genezareth, predilecto del Dios de los israelitas, porque sus rabinos afirman: «Esto dijo el Señor: Siete mares he creado en el país de Canaam, y yo escogí el de Genezareth para mi complacencia». Cafarnaum, entre quintas estivales de los ricos galileos; albergue y tránsito de las fastuosas caravanas de Arabia, de los perfumistas de Jericó, de los cortesanos de Tiberiades, de los mercaderes de las Indias y de la Tetrarquía de Filippo de Iturea y Páneas; porque allí se juntan las calzadas de Jerusalén, y la que deriva del Éufrates, y la que cruza el valle del Jordán por el puente de Jacob, y la que pasa por Damasco y sale al Mediterráneo y llega a Egipto. Cafarnaum y Tiberiades eran los jardines del pecado de todas las razas.

Mario y Bílbilo corrieron a repetirle a Celio las noticias del centurión; y como recogiesen una sonrisa cansada del convaleciente, le disparó Bílbilo el alboroto de su bulla diciéndole:

—¡Nunca falta en mi bagaje el piñón y la miel del Hymeto, el bulbo de Tesalia y el pelitre con vino de una centuria, que enardecen al más olvidado de la diosa Voluptas!

Mario le gritaba a Fosidio que acudiese.

El senador no podía escucharle. Tenía alzadas pomposamente sus manas recitando:


¡Jerusalén entre collados secos!
¡Jerusalén apagada y siniestra!
¡No tienes dioses que en ti se deleiten,
pero te alcanzan los ojos de Tiberio!


Y todos aclamaron al César:

—«¡Oh Padre de Roma, el mejor entre todos los hombres!».

En el confín oriental se desnudaba la frente de piedra de Sión...


Pilato y Cristo


«[...] Mas los judíos gritaban diciendo: "Si sueltas a ése, no eres amigo de César"».

(S. Juan, XIX, 12)


Una esclava de Alabanda —memorable solar de los mimos y bayaderas—, con túnica verde y cerquillo de cobre en la greña indomable, postrose bajo los robustos hinojos de Pilato y le calzó la sólea, pasándole entre los dedos las bridas de color de jacinto. Volviose Claudia, y apareció el contorno magnífico de su cuerpo de una íntima palidez de fruta, y sus piernas desbordaron graciosamente del tálamo de limonero y de marfil. Subió los brazos y trenzó las manos en la delicia de su nuca; y prosiguió diciéndole su sueño.

Los dos copos de luz aromosa de la lámpara avivaban una circulación de sangre de resplandores en la imagen de Júpiter Óptimo Máximo, y en las telas de Pérgamo, que vislumbran y crujen frías, apretadas como un musgo.

—...¡Dejan sus ojos un pesar que va resbalando con la blandura de un ungüento precioso, y queda nuestra vida tan delgada que parece que vuele encima de sí misma, como un ave cerniéndose sobre su nido! Yo sentí una congoja y un bien, que no trae el dolor ni la salud. Y si me dijesen: «Besa de amor a ese judío», y yo le besara, no besaría en él lo que de él me cautiva, que si a ti, Poncio, te beso, beso a Amor y a lo amado; mas, si por besar la música beso la cítara, no besaré la música, que ya está en mi carne y permanece fuera de mi cuerpo y de la cítara. ¡No recuerdas a ese hombre, oh Poncio!

Poncio sonrió, y alzose envuelto en su amfimallum de paños dóciles, blancos y felpudos.

Abrió la esclava los tapices. Por un vidrio de Siria penetró el día azul, y al pasar el romano a su terma se produjo un relámpago de vestiduras.

Oyose la inquietud del agua, rasgada por las piernas de Poncio.

Claudia se expandía desnuda dentro del sol, «el esposo rubio y fuerte», recién ungido de los campos, que llegaba a reposar en el tálamo de la hermosa. Ella se complacía mirándose; pero la memoria de su sueño le apagaba la delectación de sí misma; y entornaba los ojos, y hablaba muy despacio, como si fuese escogiendo y tomando cada palabra de la imagen aparecida en su interior para formarla fuera corporalmente.

—...Tiene su barba dos puntas de rizos, que semejan los brotes del acanto... Su boca, siempre dolorida, se entreabre de cansada. Trae el turbante muy subido, y se le descubre toda la almena de sol de su frente; los cabellos le bajan apretados por su tez de color de trigo. Cuando ese hombre mira, todo lo que está delante de sus ojos parece que palpite desnudo. Su túnica es ancha, de un tejido moreno de hebras rojas, y del manto azul le caen los cordones que le señalan por maestro de gentes. Camina un poco encorvado, parándose, volviéndose a todo lugar. Tiende sus manos, y se le ve el dibujo perfecto de sus dedos. ¡De qué son esas manos, sus manos cinceladas!

Crujió la faz del agua herida por las palmas de Poncio, que dijo con zumba:

—¡Oh, Prócula, y cuán ahincadamente le miraste!

—¡Toda la noche estuvo a nuestro lado! Dormida, comencé a verle; y desperté, y seguí mirándole sin engaños de sueños, porque yo oía el pregón de las vigilias. Las luces del bilychnis doraban su cabeza, quedando en una sombra morada sus pómulos y sus órbitas, y esa obscuridad me miraba, me miraba sin pupilas. Era el hombre que, por vernos, no reparó siquiera en el paso de Ismael-ben-Fabí, el acatado por el esplendor de sus galas y de su mesa...

La bóveda del baño palpitó de risas de Poncio.

—¡Yo tampoco, amiga mía, yo tampoco me vuelvo cuando pasa ese vientre de podre, que despreciaría Edusa! Nada más me enoja que sea su cocina más grande que la nuestra. Afirman que mide ciento cuarenta y ocho pies de longura. ¡He de derribársela; se lo juro a la graciosa deidad del Triclinio!

Claudia prosiguió:

—...Ismael y su cortejo y cuantos hallábamos se doblaban ante nuestra litera, torvos y duros; sólo ese Rábbi levantó su frente para mirarnos. ¡Parecía que contemplara en nosotros toda Roma!

De nuevo rodó la risa de Poncio; pero llegaba desleída en la mañana ancha y libre, porque las siervas habían abierto la azotea para la insolatio. Desnudo y tendido sobre pieles, untado de aceites y bálsamos de flores, que el sol iba exprimiendo sin apoderarse de los aromas, Poncio murmuraba, trémulo por la fricción de las sabias manos de los adobistas.

—¡Por Jove, nunca, nunca... escuché una lisonja de tanta elegancia! El cantor de mi linaje... —Y se detuvo para recoger toda la caricia que le esponjaba la espalda—... ¡El cantor de mi linaje mordería de celos su estilo!... ¡Contemplar en nosotros toda Roma! ¡Oh, fervorosísima, que no sospeche ese elogio Aelius Lammia, porque aun reside más Roma en él que en Poncio Pilato!

Todavía dijo ella:

—...Antes de perdérseme la forma de ese hombre se me acercó mirándome con agonía... ¡He sentido su cuerpo; se agarraban sus dedos a mis hombros; le colgaba la cabellera mojando mi carne de sudor de moribundo!

En las torres vibraron plenas, clarísimas, las trompas de las atalayas, y el sonido frío, luminoso, parecía abrir el azul y alejarse como una bandada de aves.

Por la crujía de los aposentos del Procurador comenzaron a oírse unos pasos macizos, que troquelaban el silencio de las losas.

Llamó la voz del tribuno.

Poncio enviole un siervo; y supo que una multitud, guiada por sanhedritas, pedía el consentimiento de una sentencia de muerte.

Desperezose, volcándose por la blanda solana, y con su grito acerado mandó que se contuviera al pueblo hasta la hora tertia, en que siempre principiaba la de la Justicia.

Las pisadas volvieron a hundirse en los pasadizos; después, las piedras se cerraban en su reposo mural.

Pero, bajo, rompió contra la ciudadela un oleaje tronador de muchedumbre. Era un estallido de la Jerusalén peligrosa, desbordada y fanática.

Resonó descarnadamente el Lithóstrotos por la carrera de la caballería pretoriana.

Irguiose Poncio. Claudia le llamaba. Las siervas se asomaron pálidas y medrosas.

Venían entonces de los adarves los huéspedes del procurador, y hablaban con sosiego. No había tumulto, sino impaciencia popular. Y acercándose a la cámara vestuaria de Pilato, le pedían, remedando los gestos y voces de Israel, que bajase al Pretorio.

Poncio sonreía, y decidiose. Trocó la levísima suela por el calceus patricio, múleo de cuero escarlata y bridas negras que se cruzan y abrochan en el tobillo con una media luna de marfil; se vistió la túnica íntima y corta de hilo de Egipto; encima, la laticlavia, y colgose sobre los hombros, dejando libre el brazo diestro, la toga pretexta, blanca, franjada de púrpura, de gordos pliegues y cauda ampulosa; enjoyó sus muñecas, tomó su insignia, y bajo el dintel de sicomoro esculpido, recibió el salve de sus invitados.

Junto a una pilastra esperaba el tribuno de la fortaleza.

El Procurador retrajo las salutaciones para mandar que se abriese el Pretorio; y salió con reposado continente a la cumbre de la gradería.

Sus amigos corrieron por los techos de los pórticos y se asomaron a la ciudad desde los arcos.

Poncio se paró en el primer peldaño.

La plaza centelleaba de yelmos, de escudos, de picas y brazales, de la cohorte de Cesárea, perteneciente a la legión «fulminata», legio duodecima gemina. Rodeando el púlpito subían los medallones de los manípulos y los cuatro mástiles del velario.

Fuera se encrespaban las voces y los relinchos. Volvió el prefecto de la torre. La cabeza de Poncio se ladeaba escuchándole. Y sonrió desdeñoso.

El pueblo se negaba a pisar las piedras de la casa del gentil para no contaminarse en la vigilia de la Pascua.

Poncio recogiose la vestidura, y ceñudo y rápido comenzó a bajar la escala de mármoles. En el último tramo le aguardaba el séquito de Justicia. Le precedieron los lictores, de uno en uno, con toga delgada, cerquillo de laurel de oro en las sienes y, encima del hombro izquierdo, el haz de abedules, atado con la roja correa, donde reluce la lengua de la segur. Después iban los tabularios, con sus garnachas lisas, llevando junto al seno las dos láminas enceradas, tabula dealbata, para la absolución o la condena; los pregoneros, de piernas desnudas y el sayal cruzado por la banda del cuerno de cobre; el trujamán, con turbante rebultado de telas amarillas y verdes y plumas y abalorios, la dalmática morada y recias bragas medas; los cuatro mílites de las ejecuciones, con su apex de bronce, el pectoral de unas cobrizas, y cayéndoles del costado el sagum o clámide, tenido de púrpura de coccus.

Cruzó Poncio el inmenso patio. Un aire tibio le abría un ala blanca de su toga. Su jabalina de marfil señaló hacia la gran arcada; y ocho númidas hercúleos, de piel callosa de elefante, pasaron los horcones por las argollas del púlpito, arrastrándolo a los portales. Avanzó el centurión con una escuadra de caballería. Gritó la muchedumbre.

Y apareció Pilato sobre la viga forrada del umbral, frente a Jerusalén de cúpulas gozosas, tiernas de sol, y ceñida por el vaho de las callejas sórdidas de Acra.

El silencio fue ondulando hasta cerrarse en toda la planicie.

Se adelantaron los sanhedritas y sacerdotes, y al deshacerse su grupo en fila reverente quedó solo Rábbi Jesús, jadeando entre el aliento de humo de los caballos.

La mirada de Poncio le rozó distraída al hundirse con dureza en el pueblo. Y sin subir a su cátedra levantó la insignia, permitiendo que le hablasen.

Un escriba salmodió el proceso, y el intérprete trasladaba al latín las acusaciones: blasfemias, embaucamientos, adaptación de las profecías, con daño de Israel...

Goteaba la voz en el claustro solitario del Pretorio, con un eco roto y frío.

Poncio se cansaba de aquel relato de culpas, donde no había para él ninguna realidad humana. Y volviose a su séquito.

Sonaron las trompas. El sanhedrita enmudeció, plegándose. Y Pilato exclamó:

—¡Juzgadle vosotros mismos, según vuestras leyes!

Traducidas las bruscas palabras, las enviaban los corros próximos a los apartados, tejiendo un rumor sañudo.

Poncio, que ya pasaba los claustros, retrocedió impulsivo y siniestro.

—¿Qué quieren? —Y quedó inmóvil, mirando la multitud.

Sobre un fondo de voces surgía el grito metálico de un viejo curial.

—¡Rábbi Jeschoua es digno de muerte; mas a nosotros ya no nos es dado el poder de esa sentencia! ¡Rábbi Jes...!

—¿Y qué hizo? —le cortó impaciente y adusto el romano.

Simón-ben-Kamithos, menudo y pálido, le repuso:

—¡No te lo traeríamos si no fuese culpable!

El viejo prosiguió:

—Rábbi Jeschoua se ha rebelado contra el Señor Dios nuestro, contra nosotros y contra ti mismo. ¡Se llama rey!

—¿Rey?

Y la mueca altiva de Poncio acabó en un pliegue de recelo. Se fijó en Jesús y miró al centurión, que arrojose de su potro, dejando las bridas a un esclavo de las cuadras.

Poncio dijo:

—Súbelo.

Y él adelantose.

Detrás le aullaban las turbas. Y no se volvió. Comenzaron a llegarle los pasos del soldado. En el sol del mosaico veía caminar la afilada sombra del reo, y la sombra cojeaba.

Pilato se detuvo para mirarle. Rábbi Jesús tenía un pie descalzo, y le sangraban las uñas; el otro llevaba sandalia, una sandalia reventada de subírsele y aplastarle otros pies, gorda de fango y estiércol.

Los palomos de los torreones volaban rodeando el Pretorio, y la proyección de su vuelo se rompía rauda y graciosa en el sol de las murallas.

Pilato apoyó su diestra en el breve pilar que partía la aguda ventana. Era un aposento hondo, vestido de paños, donde millares de siervas labraron figuras de monstruos y vegetales de Egipto y de Libia. Colgaban de los artesones cuencos de pedernal para las estopas de las luces, racimos de aljabas y de clavas, adargas de pieles polícromas, que envió el Gran Herodes de sus guerras con los parthos. Los lechos de ciprés y cornerina formaban un estalo bajo los tapices. En medio de la estancia reposaba una gigantesca loba de bronce sobre un cubo de mármol negro, por el que se trenzaba, reproducida en esmalte, la viña de oro de 500 talentos, «encanto de los ojos», según los judíos, que Aristóbulo regaló a Pompeyo. Y frente al animal sagrado, en una mesa délfica, brillaba una ampolla de vidrio con peces de Aretusa.

Pilato contempló la gloria del día de primavera, los campos tiernos, los montes esculpidos por el cincel de la luz; y junto a su palacio, las manadas de hombres greñudos y foscos, amontonándose tercamente en la planicie. Les odió tanto, que sintió el latido atropellado de toda su sangre.

Asomose el centurión; luego, Jesús, el trujamán, el asesor.

No lo advertía Poncio. Recordaba las pasadas matanzas, las letras de Tiberio... ¡y se maldijo porque las antiguas crueldades le impedían ahora machacar esa muchedumbre...! ¡Nunca, nunca se le había deparado una costra de humanidad tan densa de israelismo como entonces!

Venían las risas de los caballeros romanos.

Tornose Poncio, y llamó al tribuno.

—¿Qué nuevas tienes tú del Rábbi?

Y el tribuno, recio y pecoso, sonrió como un chico mazorral... Había visto al Rábbi en el Templo». Bajó él con una escuadra, porque Jesús acometía a los mercaderes de los atrios... Fue después del día de su triunfo en las calles...

—¿Su triunfo?... ¿Cuántos le aclamaban?

Y el custodio de la fortaleza quedose cavilando. Se veía en su frente ruda el ahínco de torpe y de escrupuloso para el recuerdo. Parpadeó mucho, resolló y dijo:

—Eran todos pobres y forasteros. Menos que los que él sanaba; gentes galileas y algunas del arrabal de Bethania, de Bethfage y de Ofel.

—¿Es éste el mago a quien Addaï, rey de Edesa, llamó a su casa?... ¡Empújalo aquí!

Y Poncio sentose en un dorado bisellium, de espaldas a la claridad. Sus pupilas de cobre se contraían acechando a Jesús. Y de improviso le gritó:

—¡Cuéntame lo de tu reino!

Aun llegaba el Señor, y su frente, sus pómulos, el hueso de su nariz, su barba, iban recibiendo la luz de la estrecha ventana.

El trujamán, pesado, rollizo, repitió en siriaco lo que dijo Poncio, y reparaba soezmente en las basuras de la sandalia del Rábbi.

Pilato apartó al plebeyo, Hincándole en la pierna la punta agudísima de su calceus.

Jesús les miró; pasose la lengua por sus labios terrosos, y contestó en habla greciana:

—¡Mi Reino no es de este mundo!...

El judío dice: «Tres idiomas hay: el hebreo, para la plegaria; el latín, para la conquista; el griego, para la elocuencia y la plática».

El Rábbi valiose del griego en sus jornadas por Skythópolis, Gerasa, Hippos, Pella y todas las ciudades helenizadas de la Judea oriental; en algunas de Galilea y de Samaria; en sus disputas con helenistas. Y Poncio, como caballero y magistrado romano, hablaba el idioma oficial de la sabiduría de su tiempo.

Ya no era menester que la boca mercenaria obscureciese el coloquio.

Y sin darse cuenta, Pilato arrastró su asiento y Cristo se le acercó más.

Los invitados del procurador comentaban gratamente la pronunciación del Rábbi. Fosidio tomó de la cintura a Celio. ¡Oh, prefería este visionario a la hez israelita que le acusaba! Después no pudo reprimirse y suspiró:

—¡Qué no diera yo por haber escuchado a Cleopatra, sabidora de todas las lenguas! ¡Su garganta se acomodaba a los acentos, como la del ruiseñor a los trinos!

Insistió Jesús:

—¡Mi Reino no es de este mundo, porque si de aquí fuese, mis gentes me librarían victoriosas de vosotros!

Irónico y rápido, le dijo Poncio:

—¿De nosotros, o de esa chusma que te agarró?

Y quedose mirando las manos de Cristo. Los cordeles las hendían, subiéndole los bordes de la tumefacción amoratada. No eran manos cortas y rudas de artesano, ni untuosas, cadavéricas, rapaces, de mercader semita... Y se las indicaba a sus amigos. El senador juró por la «Aurora de rosados dedos», que los dedos del Rábbi eran de una pureza verdaderamente latina.

Pilato se acariciaba sus pulidas uñas.

—...¿Luego te crees rey?

Jesús contestó:

—¡Tú dices que lo soy!

—¿Yo? ¡No, por tus dioses y los míos! ¡Yo no! ¡Lo dicen los que te traen y tú mismo lo dices!

Se alzaron las risas de los caballeros, y el centurión, el tribuno, los curiales se daban de codos y también reían.

Jesús prosiguió con una firmeza amarga:

—...Yo para ser Rey nací y para testimonio de la Verdad. ¡Todo aquel que ama la Verdad escucha mi voz!

Poncio, con las piernas tendidas y cruzadas, movía los pies, recreándole el brinco del sol en las lúnulas de su calzado.

Los patricios repetían en su torno las palabras del reo.

Se incorporó Poncio, y en tanto que se subía la toga dijo bostezando:

—¡La Verdad..., la Verdad! ¿Y qué es la Verdad?

Agrupados los amigos, olvidándose de Jesús, se cambiaban los conceptos aprendidos de los sofistas y de sus lecturas.

Pilato los desdeñaba todos; en cada pueblo y en cada nombre había visto florecer una verdad. Hacía tiempo que su esposa triunfaba del anagnostes... Y cansado de vanas sutilezas de adomenos, apotegmas y definiciones, soltose de Fosidio y de Celio, de más atildaduras y remilgos de erudición que los otros, y bajó al Pretorio.

Rugieron las trompas. Y en el silencio que dejaron se oían los toquecillos que daba Poncio con su jabalina sobre el oro de sus brazaletes.

Onduló la muchedumbre. Y el romano la miraba distraído, impenetrable.

Venía Jesús muy despacio. Y Poncio, señalándole, gritó:

—Yo no hallé culpa en ese hombre. La justicia del Imperio no puede confirmar vuestra sentencia.

Se elevaron los brazos de los sanhedritas. Y el pueblo, que aun no entendiera al Procurador, también alzó sus manos y agitó sus cayadas.

Salió del todo Jesús.

Fue tan estridente el vocerío, que hería el aire y los muros con sensación de piedras que rebotasen.

Bajaron afanosos los invitados de Pilato. Todas las galerías se coronaron de cubicularios y siervas.

A un signo de Poncio cabalgó el centurión, y se removieron estruendosos los corceles.

Los sacerdotes iban a las turbas para aquietarlas, y volvían junto al Procurador. Allí, en un ruedo, se consultaban, con ademanes resbaladizos, con sonrisas incisivas; se estregaban sus manos enjutas; aparentaban sumirse en una consternación sigilosa y ritual. De sus frentes pendían las cajuelas de boj y badana, donde llevan las palabras del Éxodo y del Deuteronomio, que deben acompañar todos sus pensamientos. Y compungidos repetían a Poncio los delitos de Jesús, instándose, enmendándose, dándose aletazos con los codos: y cuando alzaban sus miradas, Pilato las pisaba con la suya... «Muchas veces buscaron a Jeschoua Nazarieth para apartarle de sus maquinaciones con la mansedumbre del consejo, con la aspereza de la amenaza, con el aviso del enojo de Antipas y de Roma. Y el Rábbi les menospreció. Toda sumisión peligraba por su doctrina. Revuelto estaba su país de la Galilea, y ahora traía el mal a Jerusalén...».

Poncio contuvo al intérprete. Denotaba una vivacidad propicia.

—¿Por ventura es galileo ese Rábbi?

Y como ellos se lo confirmasen, cerró la causa:

—No tengo poder sobre él. Su foro es el de origen. En su palacio de Sión está ahora el Tetrarca; que Herodes os lo juzgue, y yo consentiré que se cumpla su fallo en la Judea.

Luego dictó a los tabularios:

Forum originis vel domicilii!

Tendió su insignia, resonaron los cuernos y desapareció, seguido de los atributos y oficiales de la jurisdictio. Detrás, los enormes esclavos le llevaban el púlpito.

La caballería abrió un vado en la riada de muchedumbre. Y Rábbi Jesús se fue alejando por la puente de Tyropeon, entre picas, yelmos, tiaras y turbantes.

Poncio y sus amigos buscaron la umbría de los claustros, haciendo un grupo de claridad y elegancia bajo las rudas bóvedas.

Bílbilo apartó los comentarios del juicio, renovando el propósito de recorrer la Galilea.

Pero Cebo pidió ir a Jericó, donde se hunden las rodillas en las mieles de los dátiles y en el suco delicioso del mirabolano.

Mario gritaba:

—¡A Cafarnaum y Tiberiades! ¡Un centurión me ha prometido hebreas que tienen todo el recato de la virgen de Oriente y la oculta y sabia liviandad de la mujer de todos los países! ¡Ellas componen para sus cuerpos un aroma, cuyo secreto no descifraron todavía nuestros perfumistas! ¡Tiberiades!

—¡Tiberiades reciente, pulcra y perversa! —dijo casi cantando el senador— ¡Tiberiades, la concubina de un príncipe que le ha dado por baño un mar diminuto! ¡Tiberiades, sagrada por su nombre imperial!

Stertinius confesó que le agradaría más quedarse en Jerusalén.

Celio puso sus pálidos dedos, cuajados de anillos, en la boca del héroe.

—¡Por el dulce ceñidor de Venus, que no atienda nuestro huésped tu antojo de soldado!

Y Poncio imitaba los fervores de Mario Antisticio:

—¡Tiberiades, Tiberiades, casa placentera del Tetrarca, en cuyos jardines se ofrece Herodías tan poderosa para la tentación, que hasta los cisnes la miran amándola como si cada uno escondiese un Júpiter!

«¡Qué palabras se escaparon del cerca de tus dientes!» —recitó Fosidio.

Y Mario, encendido, rugía:

—¡Magistrado cruel que estimulas nuestra hambre de delicias y nos dejas entre gentes ensayaladas! ¡Oh, Bílbilo, cómprate un reino con tus riquezas y arráncanos de Poncio y de Stertinius!

Poncio sonreía.

—¡Acaso realicé hoy, valiéndome del pobre Rábbi Jeschoua, una obra política que abrirá las puertas de Tiberiades para vuestro gusto!

Le acometieron todos preguntándole.

Y él contó:

—Rompiose mi amistad con Antipas por las matanzas que hice de sus súbditos amotinados en el Templo; la sangre de los galileos se juntó con la de los bueyes y ovejas de los holocaustos. En Cesárea tuve también que acuchillar a los judíos. Intercedió Herodes, y no pude oírle. Hoy el Procurador del Imperio le cede un reo en presencia de Jerusalén. ¡Basta una lisonja para trocar en amigo al adversario vano!

Mario le abrazó diciéndole:

—¡Dos tórtolas de las palmeras de Magdala he de ofrecerle a Lubentina para que César te nombre su Legado en Siria!

—¡No, por todo el Olimpo, no pidas mercedes a las divinidades, no fuera que se asemejasen a los hombres que cuando remedian se comportan con el protegido de modo que evitan la gratitud!...

Pasaban por el ergástulo. Celio se estremeció y tuvo que buscar el sostén de su hermano,

Entre dos sillares del zócalo se erizaba una reja, y dentro fosforecía una mirada.

El tribuno les dijo que allí estaban los reos guardados para las ejecuciones de la Pascua. Los suplicios se habían retrasado esperando al Procurador. Ya sólo podrían cumplirse en aquel día, «antes de que apareciesen dos estrellas en el cielo», según comprueba el israelita el tránsito de la tarde a la noche, o después de la santidad de los Ázimos.

Quiso verlos Stertenius; y dos esclavos desempotraron los travesaños, sumiéndose en lo profundo con sus linternas cilíndricas de cuerno y las virgas de acebo enfundadas de cuero de toro. Sonaron los varazos abriendo la piel, rebotando en los cráneos. Acercose un ruido de prisiones y losas, y salió arrastrándose un hombre velludo y fornido que traía en las nalgas la paja y la inmundicia de la yacija. Luego asomó un costal humano, una masa rezumante con dos cabezas: dos reos atados juntos; el lodo y la mugre se les agrietaba en la boca, en los párpados, en las orejas, en el vientre.

Mandó Pilato que desgajasen el montón; y los custodios lo fueron desliando, volcándolo brutalmente bajo el sol del Pretorio.

El tribuno leía en una rodaja de pino colgada del cepo del carcañal los nombres de los sentenciados. Para mostrarlos apoyaba su pie en las frentes; y subía un hervor de moscardas verdosas.

—«Genas, incendiario y ladrón. Gestas, ladrón y homicida».

—¿Y aquél? —preguntó Stertinius señalando al hombre peludo.

El soldado doblose y el reo le miró como las ratas cuando las ahogan, y le dio sus lomos.

—«Jeschoua-bar-abbas, ladrón, dos veces asesino y sedicioso».

Les interrumpió el estrépito de las trompas de los vigías previniendo de proximidad o sospechas de disturbios.

Y subieron precipitadamente a las terrazas, Poncio se asomó al pasadizo. Al verle, los pretorianos que guardaban el Lithóstrotos se apercibieron para acometer. Conocían el ceño de sangre de su amo.

Retornaban las turbas, conmoviendo la mañana de rumores, nublándola con humo de carne y de tierra. Desde lejos adivinó el centurión el afán de Poncio; su caballo botó, y se produjo una llama de hierro, de oro, de púrpura. Pronto estuvo bajo el recio arimez; y en tanto que refería todos los lances del fracasado juicio en la cámara herodiana, fue enjambrándose la muchedumbre al pie de los muros.

Rábbi Jesús traía una ropa blanca, inflada de viento, llena de sol, como la vela de un navío.

Y esa vestidura cándida podría simbolizar tan sólo el oprobio de una quimera; pero Pilato recordaba su significación jurídica en los procesos de Israel. Porque allí el acusado presentábase a los jueces con sayal negro; y reconocida su inocencia, se le ataviaba con vestiduras blancas.

Abrió sus brazos sobre el azul y exclamó:

—Yo no descubrí delito en ese hombre. Su Tetrarca tampoco puede condenarle...

Apenas vertidos sus conceptos saltó unánime el aullar de la plebe, como si viniese ensayada y decidida a la revuelta.

Pilato se sintió acechado de odios. Y brilló en sus ojos un destello de crueldad. Pero, dentro de sí mismo, Roma le observaba.

El grupo de jueces era ya más copioso, y lo presidía el Pontífice, asistido del Hâkân.

Y fue el Sumo Sacerdote el que arredró la multitud, subiendo su báculo de curva enjoyada.

Destacose pesadamente, y dijo en lengua latina:

—¡Pido justicia a Poncio Pilato! ¡Y la justicia traerá júbilo a la ciudad del Señor y paz al gobierno de Roma!

Poncio sonreía heladamente.

Kaifás esforzó su voz de cortesano.

—Los tres anatemas de la Synagoga han caldo sobre Jeschoua Nazarieth. Y el Sanhedrín, en mi aula y en su cámara, le ha condenado a que muera. Porque ha escarnecido la Ley Santa y quebrantó todos sus preceptos; y se llamó el Ungido, el Mesías, que descenderá de David y será tanto como el rey glorioso que redujo a los sirianos y domeñó a los ammonitas. Mas todo impostor que se alce por mesías, «¡muera de muerte!».

Y rugió el pueblo:

—¡Muera de muerte!

—Roma —acabó el Pontífice— no puede oponerse a nuestra sentencia. Jerusalén acusa al falsario que puso asechanzas contra su Templo, y yo soy el testimonio de la ciudad, yo el Sumo Sacerdote desde los primeros tiempos de Valerius Gratus, sin que éste ni tú hallaseis engaño en mí. El Tetrarca no le condena porque aquí aun tiene menos poder que nosotros. El derecho a la muerte, el jus gladii, sólo es del Imperio.

Y volviose Kaifás, y todas las tiaras se humillaron acatándole.

Los amigos de Poncio se asomaban y escondían. Se les juntó el Procurador, y los cinco le acogieron imitando con el índice y el pulgar de entrambas manos el pico de la cigüeña, ademán de burla en Roma.

Mario gritaba:

—¡Se nos revienta la esponja de la risa, la «pulpa lienis», según diría nuestro Senador, mirando al hierofante de Jehová!

—Yo he visto —dijo Stertinius—, yo he visto en Germania bestias como ese Pontífice: su misma barba, sus orejas, sus ojos, sus ancas, sus pies.

—Tú la tienes, carísimo, en tu atrio —prorrumpió Bílbilo.

Y le recordó la pintura de un bisonte lamiéndose.

Celio gimió:

—¡Oh Poncio, que desuellen y asen todo ese sacerdote de grasa, o que le den eléboro!

Y Fosidio olvidose de sí mismo para recitar el adagio.

Ventris obesitas non gignit ingenium!

No participaba Pilato del regocijo. Se le había endurecido la mirada; se oía el temblor del eburno dije de su calceus que golpeaba nerviosamente los balaustres.

¡Un pueblo y un sacerdocio con el Pontífice Máximo acusando a un curandero!

Y se inclinó para mirarle.

Kaifás, que seguía todos sus impulsos, le dijo:

—Ahora está encogido y medroso. ¡Desconfía de él! Examínale más por ti mismo, si quieres, siendo cauto con el astuto.

Moviose la mano del Procurador. Y el centurión empujó a Jesús dentro del Pretorio.

Corrían los viejos del Sanhedrín, buscándose, espesándose. Descollaban Kaifás y un escriba lívido, caroñoso, cuya osamenta se le señalaba espantosamente bajo su túnica rajada de verde y ocre.

La multitud llamaba a los vendedores de agua de miel, de bergamotas y ponciles, de pasta de higos; y la disputa y el bocado les hinchaba la faz pringosa.

Un viento cálido esparcía sobre el Lithóstrotos los humos de los sacrificios.

En la hondonada cruda de sol se desarrollaban largas sierpes de rebaños conducidos por pastores árabes, con sus albornoces rígidos como pieles de tiendas.

Poncio y Jesús se encontraron donde principia el pasadizo de los arcos.

El Rábbi se pisaba el lienzo y la soga de la befa de Herodes.

—¡Quitádselo! —rugió el romano.

Y Jesús le miró.

De una colgada azotea salió un grito de mujer. Pasaron perezosamente los patricios, y antes de entrar en la cámara de la loba, llamaban a Poncio.

—¡Prevén a Herodes de nuestro viaje!

—¡Oh, ya basta, dilectísimo!

—¡Aconseja al pobre mago que se humille al bisonte!

—¡Que dispongan la comida viaticia! Poncio sorprendiose de la mirada firme y austera del nazareno. Pero en seguida los ojos del Rábbi quedaron en una quietud soñadora, como si contemplaran un abierto confín.

La liberta de Claudia vino, presentando al esposo una tablilla que decía:

«¡Nada hagas tú contra ese justo! ¡Es el que se paró a mirarnos; es el de mi visión!».

Los trazos del estilo rasgaban, retorciéndose, la faz de la cera.

Poncio sentía en su frente el ahínco de Claudia, asomada entre dos leves pilares.

Leyó otra vez su aviso; se fijó en Jesús. Y tuvo una sacudida de protesta, porque le cansaba y le violentaba un hombre que era un reo, y un reo de Israel, como los que se revolcaban en su miseria, avivada por el sol del patio.

Y, de improviso, mirando a los ruines, se suavizó su gesto; dio un breve mandato al centurión, y salió sobre las arcadas.

Su voz comenzó a caer recortadamente:

Est autem consuetudo vobis ut unum dimittam vobis in Pascha.

Kaifás y los sanhedritas que sabían el habla latina, se sobresaltaron, barruntando que el anuncio del jus aggratiandi fuese entonces una destreza de magistrado para librar a Jesús.

Este indulto sancionado por el pueblo, derivado de la fiesta romana del Lectistemium y de la griega de las Thesmophorias, lo traía Roma a sus provincias para dejar en sus sometidos una ilusión de poder; y los hebreos se incorporaron la gracia a su cerrada vida, tomándola como memoria del término de la servidumbre de Egipto.

—Costumbre tenéis vosotros que os suelte uno en la Pascua —tradujo el dragomán al arameo.

Esperó Poncio.

Se le acercaba un hollar de pies descalzos, un resuello convulso, un rumor de argollas.

Y apareció Barabbas; y a su lado, Jesús, frágil, exprimido entre la corpulencia bravía del preso y la blancura estatuaria del romano, cuya palabra revibró:

Quem vultis vobis de duobus dimiti: Barabbam an Jesum, qui dicitur Christus?

—¿A cuál de los dos queréis que os suelte? —voceaba el mercenario— ¿A Barabbas o Jesús, que se dice el Cristo?

Los codos de Barabbas retemblaron; crujieron sus quijadas y se le desgarró la boca en un mugido de buey. Dos lictores le contenían estrangulándole los cordeles de los riñones con el astil de su destral. Súbitamente los ojos del homicida, de una esclerótica de coágulo, quedaron fijos a la mirada de Jesús.

—¡Barabbas! —pronunció el Pontífice. Y lo repitió el sacerdocio, y lo aclamó la plebe.

Pilato estrujaba la orilla de púrpura de su toga. En su frente hendida, en la palpitación de sus labios se fraguaba un arranque de ferocidad. Pero abatió su cráneo y retirose del pretil. Se le estremecían las mandíbulas y las sienes como si estuviera mordiéndose las ataduras de su sangre.

Y en todo el hondo seguía resonando:

—¡Barabbas, Barabbas, Barabbas!

Los ejecutores abrieron la carlanca y los hierros del facineroso, que al sentirse aflojado hinchó su tórax, se trenzaron sus músculos, saltaron rotas las cuerdas y escapó enloquecido, arrastrando de un talón un trozo de cadena que chacoloteó en todas las gradas y rebotó contra los eslabones de los reos del patio.

Todo el Pretorio llenose del relincho y del trueno de su huida.

El romano y Jesús se miraron. Y pareciole a Poncio que resalían en el Rábbi los rasgos firmes, angulosos, de terquedad y sigilo de la raza odiada.

Y murmuró con lástima dura y zumbona:

—¿Y tus partidarios, Cristo? ¡No ha venido nadie de los que te quieren! ¡No, no es de este mundo tu reino! ¡Mas, por las sombras del Báratro, en este mundo es donde matan los hombres a los hombres!

El Rábbi contempló desoladamente los montones de humanidad seca, enemiga: judíos que le aborrecían; gentiles gozosos de tumulto; galileos humildes que se recataban de los altivos jerosolimitanos, o celebraban sus insultos confesándose engañados por el mal Profeta; mujeres, lisiados, viejos y hasta criaturas chiquitas, los niños que él descansaba con lástima en su pecho y se le incorporaba la palpitación de su vida. ¡No tenía a nadie!

Una tristeza de hombre, de hombre desamparado, comenzó a reducirle y angustiarle; se le plegaba la piel a sus huesos agudos de un temblor frío y trágico. Un extranjero le recordaba su soledad. Y sintiose extranjero en la tierra judía, agria, quebrada, obscura. ¡Oh Padre, si él hubiese vivido siempre entre estos hombres de Judea! Lejos, sobre un remolino de koufiehs y turbantes, osciló la espalda sudada y hercúlea de Barabbas. Poncio gritó:

—El daño que Rábbi Jeschoua os hizo lo expiará con la flagelación.

Y ordenó el suplicio que aplacase a Israel y sirviese de tortura, quaestio per tormenta, para arrancar revelaciones al obstinado galileo.

Los lictores bajaron a Jesús a la rinconada de los Pórticos, donde estaba la columna flagelatoria, un pedestal mutilado, cortezoso de sangres viejas, de sudores y mugres.

Rápidos, expertos, calzaron con cepos los pies del Señor; le descolgaron las ropas hasta los hinojos; le enfundaron la cabeza con la máscara de paño rígido y amargo de pringue, de salivas, de espumas y lágrimas; el capuz que ciega a la víctima y ahoga un poco sus bramidos. La espalda del Señor crujió al doblarse; y quedó inmóvil y curvo, con las muñecas y la garganta atadas en manojo a una argolla.

El lictor Proximus conversaba con un viejo rapado y bisojo, de piernas cortas y el vientre desbordante del cíngulo de esparto, mientras los demás deshacían los rollos de varas. El viejo arrastró un tajo de higuera, subiose, y fue tentando con su pulgar, todo córneo, los flacos ijares, la quilla de vértebras, los huesos de las axilas de Jesús.

Un tabulario llamó al centurión.

Poncio no quería que golpeasen al Rábbi con las virgas; quebraban ocultamente el hueso; y él prefería que se rasgara la carne para saciar la multitud.

Bílbilo propuso el flagrum, correas retorcidas que acaban con mendrugos de osecicos, de plomo y de vidrio.

También lo rechazó Poncio. El flagrum dejaba llagas asquerosas y, a veces, una semilla de infortunio y aun de muerte ya inútiles; muchos azotados con el flagrum quedaban idiotas, y otros, después de cerrárseles las heridas, pasado tiempo, morían enrollándose como virutas.

Celio confesó que nunca había visto tan curiosa agonía en ninguno de sus esclavos, y prometiose verla.

El procurador se desciñó la toga, y se alejaba y volvía por el hondo aposento. Se paró frente al tribuno y le dijo:

—¿Y Melio?

Trasudó el tribuno. No comprendía, no recordaba.

—¿Y Melio?

Y el grito de Pilato le hizo apretar los ojos.

El centurión intervino: Melio pertenecía a la cohorte de Cesárea, y en el Pretorio de Jerusalén nada más se sabía el apodo del lorarius de la otra residencia: «Sísifo».

Ya descansó el custodio de la Antonia.

Sísifo. Sísifo se hallaba entonces con los lictores.

Y Poncio decidiose por el flagellum, haz de trallas hendidas y sutiles que desgajan la carne en hebras, y, si no es hábil el lorario, pueden sumirse y enroscarse a los nervios y a las entrañas.

—¡Que lo flagele Melio! —Y dirigiéndose a sus amigos, añadió—: «Sísifo» desuella los cuerpos con más goce y sapiencia que los asirios a sus prisioneros; ¡los descorteza de modo que se les ve la vida desnuda, y no mata!

Aun aguardaba el centurión.

Le miró Poncio, y el soldado preguntó fríamente:

—¿Cuántos?

—¡Es verdad, cuántos...! Si hablase, un cuarenta menos uno, según dicen en este país Hórrido y falaz hasta para el suplicio. Y si no hablase, si no hablase, acordad vosotros el número. ¡Yo no quiero que ese hombre muera!

Y comenzó la flagelación de Jesús. Los patricios, recostados en los pilares de la escalinata, presenciaban el tormento y gritaban sus comentarios al Procurador, que seguía cruzando la profunda sala.

Stertinius exclamó:

—¡Puño de oro! ¡Cuán perfecta la red de surcos que teje en un espinazo seco!

Pero Celio pidioles que callasen, y dijo dulcemente:

—¡Exquisito dolor, que nunca agota la sensibilidad ni la resistencia! ¡No cambia el golpe ni el gemido! ¡Atended como yo!

Y todos escucharon.

Rechinaba la argolla de la columna, y bajo la tela retesada que cegaba el rostro de Jesús, se producía siempre el mismo quejido, y siempre exacto con el movimiento de la tralla; una queja íntima, aspirada y rota contra el paladar.

Fosidio copio su tono y recitó la frase de la tercera sátira de Horacio:


Ne scutica dignun horribili sectere flagello!


Ya cansados, buscaron a Poncio, y se tendieron en los almohadones que se estremecían como espaldas deliciosas.

Mario inició una plática de aventuras de matronas ilustres.

Y Poncio, reclinado sobre la mesa deifica, sumergió sus dedos en el fanal de peces de Aretusa; fue doblándose su mano, y recogió en su hueco un latido frío que le produjo una risa violenta.

—¡Cómo rebulle el pobre pez! ¡Mirad que no me es dado abrirle la cárcel ni cerrársela más! Esta palpitación helada...

Calló. Subía un cántico entonado a la manera de un coro litúrgico:


Salve, salve
Rex Judaeorum!
Saaalve!


—...Esta palpitación helada me recuerda el temblor caliente de una golondrina que aplasté con mis manos. Fue la tarde que me quitaron la toga cándida y la bula de oro de la puericia para vestirme la libera. ¡Aun siento aquella agonía en mi piel!

—¡Tú apretarás ahora, oh Poncio!

—¡Yo lo estrujaría si lo tuviese mucho tiempo; y no por maldad, sino por hastío!

Y soltó al pez, que retorciose inflando las agallas en el agua de luz.

Del Pretorio a la planicie se volcaba el croar de la chusma romana y judía.

En medio de los claustros, los lictores guardaban un hombre postrado. «Sísifo», con una rodilla en tierra, le abría la clámide andrajosa.

Llegaban los mílites; y apareándose frente al grupo, hacían media genuflexión y elevaban las espadas diciendo:

Ave, Caesar!

Y se tornaban, subían un calcañar, sacaban las corvas.

Precipitose Poncio entre las columnas, y su voz de imperio rechocó terrible en todos los muros.

Se esparció la soldadesca. Y quedó Jesús doblado al tajo de higuera. No podía incorporarse.

Una vara de bambú marino le retorcía las sogas de los talones, subiéndole rectamente a la gafa del sagum.

Mandó Poncio que lo alzaran; y viose entonces el cráneo de Cristo enjaulado de ramaje.

El centurión contó todo el improperio. Dieron cetro, manto y corona al Rábbi; y por trono, el escabel del lorarius. Y como no podía tenerse, se revolcaba sellando el piso con la llaga de su espalda. La hechura de la diadema antojósele a «Sísifo». Pero las caídas y los golpes del cetro de bambú fueron hundiéndosela, y ya le rasgaba las orejas.

Trajeron a Jesús. La congestión le había roto los vasos de las encías, de los oídos, de la nariz. Estaba tejida su corona con un aro recio de juncos, y del borde salían combándose, en forma de alcartaz o mitra de los reyes caldeos, las zarzas de zizifus y cambroneras, erizadas de espolones de púas. Un tallo verde, al desplegarse, le arrancó un trozo de párpado, que le colgaba de una espina, delante del mismo globo del ojo desnudo.

Celio iba rodeando al Rábbi, y profirió admirado:

—¡Qué suprema púrpura!

Hizo el tribuno que el reo se volviese. Y tuvieron que separarse los cortesanos, porque todo el cuerpo de Jesús desgranó sangre. Poncio removía dulcemente su insignia para quitarle una moscarda.

Estuvieron mirándole la espalda, abierta en un latido de granas con descarnaduras de costillas y músculos descuajados como filamentos de raíces, que daban orientes de perla. En cada gota de sangre renacía otra, sorprendida en su origen, con un punto convexo de sol, y ya espesada, caía apagándose, brillando, escondiéndose.

Fosidio murmuró:

—¡Oh Poncio, bien dijiste: esto es la vida por dentro, y tan maravillosa que parece que no deba sufrir!

Poncio se fijó en un codo del Señor: la lora o tralla abrió la piel, dejándola como una felpa que se deshila; y en el arrastramiento del rodillo, el mosaico, menudo y áspero, fue aserrando la carne hasta mondar todo el gozne del olécranon.

Convulsionaba sinuosamente Jesús como si respondiese a torceduras del hueso, y muy hondo crepitaba su quejido. Rendía la cabeza con un crujir de leña, y le salían las moscas, y en seguida le bajaban a los mismos grumos que estaban chupando.

Se hallaba el sol casi en medio del cielo. Y hervía el Lithóstrotos como una tierra agusanada.

Los sacerdotes se deslizaron entre los grupos, suscitándoles la saña contra el impostor que había acatado al extranjero en sus predicaciones. «¡El ungido verdaderamente por Dios exaltará a Jerusalén en trono del reino mesiánico; todos los pueblos traerán sus ofrendas; se alimentará el judío de pan y de bienes de los gentiles! ¡La casa de Israel será señora de los que la hicieran su cautiva! ¡Y Rábbi Jeschoua mintió a los humildes y quiso malograr las promesas de la plenitud y «ahuyentar la gloria del Señor como un ave»!

Estalló el enojo de la multitud en un clamor de injurias, injurias rebañadas de los muladares de la lengua, con el goce de lo hediondo que siempre habita en las entrañas de la plebe y engendra el aborrecimiento, sin ajarse en el aborrecido, y se desea ciegamente el mal.

Presentose Pilato sobre el pasadizo.

Y se agitó una masa de pupilas voraces, de dentaduras frías, de carnes bazas, de risas ruines, de brazos peludos, de sudarios pegados a las frentes aceitosas.

Relumbraron los crestones y lorigas de los mílites y apareció la cabeza ensarmentada de Cristo.

El estruendo del escarnio sacó otra vez de la querencia a los palomos.

Escasa es la risa de Israel. Sus libros sapienciales la reputan por error y descubren el llanto en los extremos del gozo. Sobre la frente de cada judío se proyecta el agobio de la patria. Y en esa mañana de Nisán, la evocación que trae la Pascua de una jornada venturosa, el júbilo cosmopolita de las ferias, de los lupanares, de las caravanas, de los paradores; el vano de vinos, de ropas, de frutas, de primavera; el apretamiento de toda la sensualidad de Oriente amontonada en Jerusalén, exaltaba al hombre judío que se fundía en multitud, y el fervor y el odio y el grito se rompían en risada.

Los jueces daban chillidos y silbos de corneja, esforzándose por reprimir la algazara que trocaba la justicia en un lance chocarrero de hampa de lonja.

Y Poncio lo advirtió y quiso valerse de la burla. Asomose; tendió su mano; y en el súbito reposo se oía el rico y grueso desdoblar de su ropaje. Y dijo sarcásticamente:

Ecce Homo!

Lo repitió el intérprete mirándose el caño de su boca grotesca de gárgola.

El escriba huesudo se precipitó hacia el portal, estirando los brazos, que semejaron colgarse de dos garfios, y rugió al pie de la muralla:

—¡Poncio: la cruz para ése!

Brincó la muchedumbre, y se fijaron todos los puños en el cielo:

—¡Poncio: la cruz!

Y la planicie trepidó bajo la danza ominosa de la canalla, que venía delirante, con los brazos tendidos, como una espesura de buitres de alas podridas.

Poncio apartose de aquel abrazo hediondo, y le dijo al Señor:

—¡Qué hiciste que así te odian!

Recudían más gentes de las puertas del Templo, de la plaza de Xystus, del arrabal de los obradores, y todas llegaban imprecando:

—¡La cruz, la cruz!

Stertinius torció con repugnancia la boca.

—¡Nuestro pueblo brama y acomete como una fiera colosal y horrible; mas este pueblo hebreo es una manada de chacales flacos!

Poncio gritó a los lictores:

—¡Retirad al Rábbi, que no lo vean esas hordas!

Agrandose tanto el vocerío, que semejó hincharse el Lithóstrotos, y que el pueblo fuese a trepar por las cornisas.

Salió Poncio. Y porfió Kaifás:

—Nosotros tenemos nuestros mandamientos de justicia, y, según ellos, debe morir Jeschoua Nazarieth. ¡Escrito está por Moisés en el Levítico!

Y Pilato comentaba: «¡Mísero de Moisés atravesando el horno de los arenales en la corcova de su camello, acosado perpetuamente por una raza de heces de tribus, sin una prenda de ciudadanía!».

Clamó el Pontífice:

—¡El ruin se dice Hijo de Dios, y se obstina en su blasfemia!

—¡Hijo de Dios! —murmuró Poncio volviéndose a sus invitados—. ¡Un dios humano les asusta, y en las florestas de Roma habitan más dioses que hombres!

Pero luego se nubló su frente. Y miró al Rábbi:

—¿Quién eres?

Kaifás y sus familiares se alejaron hacia la residencia de Annás para pedirle consejo, temerosos que el Procurador retardase la causa y viniese el crepúsculo y con él la santidad de los Ázimos, que impide todo suplicio.

—¡Quién eres! —insistía Pilato.

El Rábbi se quejó.

—¡No me respondes a mí, que tengo poder para protegerte de tus enemigos o para empalarte en la cruz!

Y oyó a Celio Antisticio:

—¡Todo debió acabar con el flagrum! ¡No queda ya reo!

Entre las zarzas y la sangre cuajada se produjo una sonrisa, y gimió Cristo:

—¡No es tuvo ese poder, sino que lo recibes de lo alto!

Se le arrojó Poncio, y los ojos del Señor le esperaban.

En aquel instante llegó aturdidamente una sierva de Claudia, y huyendo de Jesús, le dijo:

—¡La dómina llora!

Fue Pilato a la cámara, y su esposa se le abrazó sollozando:

—¡No matarás al justo! ¡Yo sentí su agonía en mi visión! ¡Poncio, no lo mates!

Y le dejaba el perfume de su boca y de sus cabellos, y de las magnolias de sus manos y la amargura de sus lágrimas.

Llamaba el tribuno. Y Poncio se arrancó de las caricias de Claudia.

Habían venido los hijos de Annás, el que fue pontífice y engrandeció su casa, y mantenía amistad con el Legado de Siria.

Y cuando apareció el procurador, embraveciose el tumulto y gritó Eleazar, el primogénito del «hombre venturoso».

—Esto dice mi padre: ofendes a Tiberio amparando al que se levantó por rey de los judíos.

Los sacerdotes murmuraban:

—¿Te recordaremos nosotros al César?

Y seguía Eleazar:

—¡Título tienes de Amigo del César, y Rábbi Jeschoua se rebeló contra Roma!

—¡La cruz! —bramó la muchedumbre.

Pilato sonreía cansadamente.

—¿Crucificaré yo a vuestro rey? —y pronunciándolo, volviose a sus amigos, que recibieron con frialdad su chanza.

Se había invocado a Tiberio, y los patricios se apartaban cautelosos de la contienda.

Los sanhedritas, escandalizados, se golpeaban la faz.

El Sumo Sacerdote levantó su báculo.

—¡Todavía no tenemos más rey que Tiberio!

Y muchos voceaban:

—¡El «amigo de César», el «amigo de César»!

Sobrecogiose Poncio. Jerusalén se le ceñía para derribarle. Se enjugó las sienes y pensó: «Sudo como el Rábbi». Y apartose de él. En el grito de amigo de César resbalaba el ludibrio y una amenaza de delación. Buscó la compañía de los caballeros romanos, y con tono de zumba, tan forzado que desconoció su misma voz, les dijo:

—¡Le acusan de rey, y no tiene a nadie!

No le respondieron.

Poncio lo repitió:

—¡No tiene a nadie el rey desollado!

Y cuando se afanaba por sonreír, le hincó Bílbilo sus ojos de gavilán.

—¿Nadie? ¡Y tiene toda Jerusalén que le acusa!

Enrojeció Poncio, porque el logrero mejor semejaba advertirle: ¡Tienes toda Jerusalén que te acusa!

Y vio la patria romana: se hundía en las nieblas de los más apartados confines del mundo; pero la conciencia de la soberanía de Tiberio se prolongaba como una raigambre viva, sustentándose de la tierra de las colonias más remotas y sintiendo todos sus latidos.

Poncio se sorprendió mirando rencorosamente a Jesús. Cebo dijo verdad: ¡No quedaba ya reo! Y seguía llegándole la mirada de padecimiento y de firmeza del acusado. Se odió y lo odió todo: Jerusalén, César, la figura de Jesús, sus amigos, su insignia, su sudor, el cielo magnífico de la mañana, el llanto de Prócula...

Tropezó consigo mismo, obscuro, murado, inepto.

Y todo pesaba sobre su vida. Reducido, atado a los otros, y todos sometidos a su voluntad.

Avanzó, y le seguían sus gentes; se retrajo, y se apartaban. ¡Era él; era amo! Y abrió su puño y retronó su voz:

—¡Bajadlo al Pretorio!

Y él corría delirante, con la toga desplegada; y su cortejo saltaba ágilmente los blancos peldaños. Abriose la cohorte para recibirle, centelleando de sol. Sol, bronce, clámides, retumbos y alaridos de trompetas y multitud; el púlpito arrastrado como un carro triunfal por sus gigantes de acero; las insignias moviéndose gloriosamente en el azul. Y Poncio se deslizaba dentro de lo magnífico, de lo gallardo y fácil de su pomposa jerarquía.

Se halló sobre su estrado de la Justicia. La ley romana quiere que la sentencia se pronuncie desde un lugar eminente, y él lo había subido.

Un anhelo precipitado le calentaba su diestra, apoyada en el recodadero de la tribuna.

Junto al sitial se doblaba Jesús crujiéndole su aro de púas.

Poncio se dijo: «¡Así debió derribarse en los hombros de Claudia!».

Para no verle, sentose en la cátedra; la cauda de su vestidura desbordó espumosa por la gradilla. Y aun asomaba el erizo de ramas.

Y mandó que le quitasen al Rábbi la corona.

Lanzas, broqueles, cascos, báculos, tiaras, quedaron esplendiendo quietamente. Jerusalén calló.

Le esperaban. Y hundió la mejilla en su puno nervioso, dilatose su nariz, se le hundieron los ojos y parecía mirar con la crispación de sus cejas.

Después, ladeose. Un legionario recogió su rápida palabra. Y le presentaron un escudo por el lado cóncavo y un jarro de oro de cuello alongado y fino como un cisne de luz.

El tribuno le desnudó los brazos, y fue vertiéndole el agua, que asperjaba sus pulseras y se rompía entre sus dedos, y saltaba fresca y sonora en el broquel. La emoción sagrada del símbolo en las viejas edades segaba como una hoz todos los rumores.

Concepto de pureza inspiró siempre el agua. El sabio de Mileto la puso sobre todos los orígenes de las cosas; y el cantor tebano la ensalzó como gracia primera de la vida. Y surgió el rito y el remedio lustral. Había lustraciones para expresar la inocencia; la proclamaban antes que el discurso; porque aun no se penetraba en toda la íntima fuerza de la palabra, y un acto simbólico comprendía más cabalmente lo que yacía dormido en la mudez. La voz del nombre fue dando forma dócil y perenne a los pensamientos; pero siguió practicándose el símbolo, porque con él los jueces avisaban el peligro de una injusticia y se eximían de su pesadumbre con más pudor y eficacia. El vocerío de la multitud, que apagaba la palabra del prudente, no vencía el silencio mímico de la ceremonia.

Poncio Pilato se descansó en el símbolo. Y Jerusalén temió. Un gentil evocaba la voz del salmista: «Lavaré mis manos entre los inocentes»; y la solemne severidad del Deuteronomio: «Cuando fuere hallado un hombre muerto, y no se supiere quién le mató, saldrán los ancianos de la Judicatura y medirán la tierra desde el sitio del cadáver hasta las ciudades del contorno; y los jueces del lugar más inmediato tomarán una ternera añoja que no haya traído yugo ni roto el campo con la reja; y llevándola a un valle árido, le quebrarán la cerviz. Y los ancianos lavarán sus manos sobre la res, diciendo: «Nuestras manos no derramaron la sangre de ese hombre ni nuestros ojos lo vieron. ¡Sé propicio, Señor, a tu pueblo, a quien rescataste, y no le imputes la sangre inocente!». Y será apartado de los jueces el reato y peso del homicidio».

Y la Glosa de Sôtah resume y cifra el texto mosaico: «Tan puras y limpias como nuestras manos lustradas, están nuestras conciencias de toda sangre».

Poncio tendió sus brazos, y el agua goteó en la cabeza lacia de Cristo. Y dijo el romano:

—¡Inocente soy de su sangre!

Se adelantaron los sacerdotes, los escribas, los ancianos de Israel, formando un círculo en torno de la cátedra. Y el Príncipe del Sinedrio y el Hâkân subieron sus frentes, y no pronunciaron la fórmula pavorosa de descargo: «Caiga la sangre de ese hombre sobre él», sino que dijeron dándose en prenda de su verdad:

—¡Caiga la sangre del Rábbi sobre nosotros y sobre nuestros hijos!

Lo repitió el cortejo volviéndose a la multitud; y ya todos rugían la maldición con un ahínco que les rasgaba las bocas y les inflaba las fauces como gañiles de perro.

Poncio quedó inmóvil, supremo, duro sobre el oleaje de sayales, de sudarios, de cayadas, de gestos y aullidos de plebe; plebe de astrosos, de lisiados y vagabundos; plebe de artesanos, labradores y camelleros; de rábbis, juristas, mercaderes y devotos; de gentes honradas y poderosas, sin un ímpetu de rebeldía, todo desconfianza, odio y obediencia; plebe que pastura el camino estercolado por todos los rebaños humanos.

Y Poncio la miraba con una frialdad señoril, complaciéndose en sentirse él, y él solo, blanco, prócer, togado, esculpido en la excelsitud de su jerarquía y de su raza.

La muchedumbre llegó a los pretales de los caballos, enloquecida por el cansancio; y daba ya hedor de entrañas agotadas, de lenguas secas.

Moviose Poncio. Había sentido en sus hombros los dedos de los romanos remedando el crepitar del pico de la cigüeña. Y no estaban. No estaban, pero recibía sus miradas; y ya no eran sus ojos los ojos agradados del poder del amigo. Le miraban los decuriones, el centurión, el tribuno, y ya no le miraban pendientes de su ceño o de su insignia. Y detrás de todas las miradas se abrían los párpados blandos de Tiberio, que le observaba con una fijeza glacial, sin ira ni lástima; los ojos de Tiberio parándose sobre un delatado de lesa majestad, acusación que aparta el amor del hermano, del hijo, de la esposa.

Levantose con indolencia. Acaso hiciera un ademán muy sabido de sus tabularios, porque acudieron apercibiendo sus láminas. Ya estaba todo: el pueblo, que pedía un fallo en nombre del Emperador; el reo, desfallecido, desangrándose; los curiales, los ejecutores... Y la fórmula jurídica externa, enjuta de piedad, se deslizó en los labios del magistrado.

Después prosiguió dictando el fundamento de la acusación:

—...Jesum Nazarenum, subversorem gentis, contemptorem Caesaris...

Y acabada la sentencia alzose, señaló a Jesús y sin mirarle dijo:

Ibis ad crucem!

Rápidamente recogiose la cauda, descendió del púlpito por la gradilla frontera a la del Rábbi y mandó al lictor Proximus:

I lictor: expedi crucem!

Poncio subió lentamente. Las piedras de los muros y torreones humeaban de calina. De las cúpulas, de los umbráculos bajaba un convite de silencio y reposo de siesta.

En el azul de dos almenas se recortaba la blanca figura de Claudia.

Y Pilato sumergiose en la penumbra de la sala del Pretorio.

Los patricios dormitaban en los grandes lechos.

Y él desabrochose la vestidura pretexta y la arrojó entre las patas de la loba de bronce.

Despertó Celio, y sonriéndole dijo:

—¡Procurador implacable que te mustia una cruz! ¡Blando es tu ánimo!

Poncio arrebatose.

—¡Blando soy porque no alcé esa cruz en cada azotea!

Se había incorporado el fastuoso mercader.

—¿En cada azotea? ¡Carísimo: toma mis bosques de Sicilia!

Mario rodó por las almohadas, mordiendo las estofas de carmesí.

—¡Cafarnaum, Tiberiades! Los brazos de Herodías, más dulces que las manzanas de Tíbur... ¡Yo quiero exprimirlos!...

En la paz del Pretorio tronaron las bocinas, pregonando la hora sexta.

Simón de Cyrene


«Y obligaron a uno que pasaba, Simón de Cyrene, padre de Alejandro y de Rufo, que venía de una granja, a que cargase con la cruz de Jesús».

(S. Marcos, XV, 21)


Vistiose Simón su sayal de la muda de fiesta, que era recio y azafranado, y las mangas de las que se rasgan por el codo. Fue doblándose a los riñones la ropa ancha, que le servía de talega y cíngulo, y entonces se le descubrieron más sus piernas, vibrantes de músculo, con vello como el esparto, domado por las ataduras de las ferradas sandalias, de piel de hiena. Tomó el sudario, que se ciñe a la barba, y salió a bañarse en la pila. Y se llenó de luna. Parecía forjado de metales y mármoles bruñidos; y su cabeza, pequeña y rizada, tenía los dulces rasgos de la raza libia.

Rufo, ya subía el agua; y la herrada tronaba fresca y ruda, desbordándose dentro del aljibe. La volcó desde el brocal; y el agua caía como una trenzada barra de luz. La luna, grande, redonda, lo penetraba todo, como si fuese un ascua que derretía el sahumerio de claridad esparcido dulcemente en todo; hasta los insecticos que hilan entre los árboles eran gotas y hebras de plata.

Alejandro abrió la cancilla del aprisco; y fue apareciendo el rebaño, que brincaba ganoso de salir, porque recogía los olores de la hierba nueva y mojada del relente.

El padre escogió un cordero blanco, de patas todavía sonrosadas de desnudas; y Rufo, que siempre se quedaba en la heredad, moliendo el grano y cuidando la casa desde que la madre muriera, agarró a la res de los tiernos ijares y la volvió al establo, caliente del vaho de toda la noche, guardándola para celebración de la Pascua.

Lavose Simón; tomó su cayada y apartose con su hijo Alejandro delante del rebujal, que hacía un áspero raído de pezuñas, de topadas y retozos, y un balar alegre de la holgura y de la promesa del collado y del hondo de aguas vivas. Sonoreaban las esquilas, desgranándose en la paz del alba, llenándola de la inocencia y gracia de aquellas auroras de bendición en que Moisés mostrara a su pueblo, desde el monte de los Pasajes, el monte Abarim, el principio de la tierra prometida, «cuyas rocas destilan la miel, el aceite y la sangre purísima de las uvas».

Simón cantaba y miraba sus bancales mullidos. Y había de volverse para llamar una oveja que se quedaba roncera y se paraba balando.

Desde el casal venía un quejido roto de la cría encerrada.

Alejandro le pidió a su padre:

—¡Cuéntame de Cyrene, que yo nunca vi!

Y dijo Simón:

—¡Cyrene, Cyrene! Sus muros, su tierra, sus casas tenían un color de mies y de manzanas maduras; sus montes, como panales. ¡A una moza rubia la comparábamos! Más que el Jordán era de grande el camino que venía del puerto de Apollonia, siempre apretado de mercaderes; y bajo los velarios, en presencia del Rey, se pesaba y vendía el silfion, caña codiciada de los griegos que le extraen su jugo para especias y drogas. Fuera del recinto, camino de las huertas que crían la cidra y el azafrán, manaba una fuente de tres canos, al pie de un cabrahígo, en cuya sombra podía sestear un buen rebaño. Y cuando abrevaban las camellas se nos aparecía un viejo giboso y desnudo, gritando como si ladrase y moviendo su tirso de pieles de víboras. Escapábamos los pastores; y entonces él, escondido bajo los vientres de las camellas, les chupaba las ubres, y después se iba, volcándose, beodo del hartazgo. Amenazonos el amo con la tortura; cobramos ímpetu, y una tarde caímos sobre el viejo, arrojándole piedras y escombros. Un canto le quebró los hinojos. Los alaridos del lisiado sacaron de la muralla a la gente. Y todos se holgaban apedreándole, y decían:

«¡Es vampiro, vampiro de la enjundia de las hembras!».

Y el viejo bramó: ¡La sed os seque las entrañas y os pesen más que estos guijarros, porque matáis al dios de vuestra agua!».

Muchos se asustaron; pero el rabadán de nosotros gritó:

«¡Rematadle, que ya se hiende y sangra por todo el cuerpo! Rematadle aunque sea dios, que alguna vez habíamos de poder nosotros».

¡Y sus palabras y el olor de la sangre embravecieron las manos, que arrancaban las losas de la misma fuente, y aplastaron al dios como un alacrán!...

A poco vino sequía; menguaban los caños. Y toda la ciudad nos culpó. Se buscaron y recogieron todos los pedrales de la maldición, y con ellos labrose un ara bajo el árbol para hacer de nosotros un sacrificio de desagravio al viejo giboso.

Pudimos huir. Pasamos muchos pueblos de deleites y magias feroces, donde se trasmudan las personas en bestias; y así, había damas principales que agasajaban mulos y carneros en estrados floridos. Pues los brujos se apoderan, desde muy lejos, de la voluntad de los hombres; clavan agujones invisibles, encendidos de antojos, en el corazón de las mujeres, haciéndoles aborrecer lo galano y amar lo inmundo. Con un trozo de la ropa de una enamorada, embebido del olor y de alguna sangre de su cuerpo, fraguan encantos que nadie resiste. También componen de cera unas imágenes de la hechura de quien se quiere gozar o se odia, y todo lo que en ellas se comete lo siente la persona representada. Llaman Thot a la divinidad de la magia, y es cruel y propicia, porque a Thot se le pide el daño de los hechizos, y a Thot se le invoca para los remedios y los sortilegios. Hay, además, unos seres que dicen demonios. Tienen macho poder. Algunos aparecen como sabandijas con alas; se ciernen en el viento, se juntan con el polvo, se cuajan en el vapor de las marismas, buscan los lagares cuando hierve el vino, se sumen en la humedad de las praderas. Son los genios de la fiebre y de la locura; son los trasgos y los duendes, que traen la desgracia de las esposas y de las hijas; son las gulias, de mirada pegajosa y voraz, que, hartas de la podredumbre de los sepulcros, se pegan a la piel de los caminantes y les chupan la substancia de las venas y del hueso, dejándoles desjugados, y se les ve arremolinarse en las polvaredas de las encrucijadas como hojas secas...

Llegamos a un país que adora a una deidad desnuda, que se coge los pechos. Sus sacerdotes no pueden conocer mujeres, y las sacerdotisas mueren hartas de amor. Transpusimos más fitas de naciones, y nos acomodamos en las majadas del Líbano. Desde allí se veía toda la anchura del mar como un prado azul, y el reposo de la tierra, y sus ciudades dóciles y menudas como un hato de recentales. Yo cantaba la tonada de la muerte de Adonis, que aprendí de mi madre; nunca la acabé, recordando el tormento del viejo de Cyrene; y les preguntaba a los otros: «¿Sería un dios?». Ellos se reían de mi espanto y de mi lástima; ¡y a ti te digo que yo deseaba que fuese alguna divinidad, porque me daba más compasión el sufrir que tuvo como hombre!...


* * *


...Cuando llegaban a los majanos y muladares de Bezetha, asomó el sol como una rodela ensangrentada. Se inflamaron las cúpulas, los hizanes, las eminencias y torres de Jerusalén. Pasaban las palomas que anidan en los techos y capiteles de los palacios, y al recibir la llamarada del cielo, semejaban heridas. Los vellones del lomo de las reses se tiñeron de una púrpura siniestra, y sus sombras y las de Simón y Alejandro se tendían oblicuas y lívidas por los recuestos.

Desde un adarve de la ciudadela, un pretoriano disparó su arco contra dos buitres que se remontaban y luego volvían a la querencia del Cedrón. El Cedrón rugía hinchado de las aguas gordas y de las sangres de los vertederos del Templo.

Se entraron por el camino de Damasco, que allí se recoge entre cercas desbordantes de frescura de los huertos patricios. Los granados y laureles sueltan sus frutillas, se doblan bajo el abrazo de la madreselva y del jazmín; y la calzada queda íntima y umbrosa, con un rumor de norias, de arcaduces desbordantes. De cuando en cuando surgen los adelfos, los magnolios y las oleadas de rosales del huerto de Josef de Arimathea. De una acacia en flor siempre salía la trova de los ruiseñores; y hasta las ovejas miraban el árbol apasionado», que era como un salterio tañido por la brisa primaveral. Después acababa el deleitoso cercado, y la tierra parecía crepitar de sol. Camino entre cactos y eriales; camino de Jaffa, que rodea un cerro polvoroso, con cardos que se quiebran de sed y semejan vaciados en cal. Una cisterna abandonada abría sus fauces rotas; la peña, en lo alto, huesuda, lisa, gorda, se va oprimiendo como una sien y después se levanta, abovedándose como la frente de un cráneo enorme. Es el Gólgotha, hórrido y viejo, entre la feracidad y juventud de las quintas señoriales de placentería; su vereda ardiente roe la ladera y baja a lo llano del Efraim o Puerta de los Jardines.

...Simón y su hijo descansaron a la sombra de los muros. La grey pacía las matas menudas de los fosos. En los yermos, bajo los olivos, se hacinaban los aduares de las caravanas.

Y mientras venían los mercaderes de ganados, Simón, tendido hacia el azul, recordaba de su vida.

En estos mismos parajes descansó otras mañanas de Pascua para vender rebaños de su amo. Entonces ya se le deshacía la memoria de los dioses cartagineses, y mezclaba en sus imploraciones a Allah y Elohim, coincidiendo su ánima intonsa con las sutilezas de los etimógrafos.

Revolviose; se acodó en la tierra, y dijo:

—...Fue tu madre la que me pasó del todo a Israel. Aquí nos vimos un día de Parasceve. La seguí por toda la ciudad para mirarla. Subió al Templo, y yo también subí. Se apoyó en un pilar de los pórticos, y yo toqué esa piedra como se acaricia una cordera recién parida. Se marchó a su granja, que ahora es nuestra casa, y yo caminé detrás, y siempre la miraba...

Pero yo era pobre; yo no tenía todos los dineros del Mohar que me pidió su padre. Y entré al servicio de sus campos, hasta pagar en sudor el precio de la boda. ¡Ensalzada sea la mujer que me hizo venturoso y me dio hijos fuertes! ¡Ella me bendijo, sonriéndome en su agonía; y su mano se fue enfriando dentro de mi pelo! ¡Y yo entonces, entonces vi el pilar del pórtico donde ella se recostó siendo moza! ¡Y la besé llorando, y besándola, besándola, se derribó en mi hombro, muerta! ¡Vosotros jugabais con un cabritillo que estaba mamando de su madre!

...Llegaron los mercaderes de rebaños, cuyas túnicas olían como la piel del macho cabrío.

Sacaron discos de pan de maíz, habas tostadas y un tarro de vino fermentado de Media. De todo les dieron a Simón y su hijo; y les desmenuzaban el cuento de sus pérdidas y malogros.

Simón y Alejandro les atendían con desconfianza. Y los otros, muy falagueros, les llamaban hermanos y amigos de bien. Y uno, seco de años y avaricia, de rostro sumido y húmedo como una rata de albañal, guiñaba de ojos, murmurando:

—¡No hay mujer extranjera ni creyente que pase sin miraros! Apostura hermosa y buen sino hallarán todas en vosotros. ¡Amigos: no necesitáis de la prenda que yo traigo!

Y descubriéndose el seno peludo, sacó un amuleto fétido de mandrágora.

Alejandro lo miraba, ávido de saber su razón.

Y el vejezuelo le dijo con risa de vicio:

—Esta planta da el ardor y la fuerza que tiene el morueco. ¡Bien apeteció Raquel su fruta! Y para que aproveche, ha de arrancarla un perro en la luna nueva, y se oye el llanto del hombrecillo que vive en lo profundo, y le deja su figura humana. ¿No sabéis que los elefantes se alimentan de mandrágoras en el Paraíso?

Y cuando ya sintió que el mozo y su padre se desfruncían de recelos, profirió el precio de las reses.

Simón quitose el alimento mordido de la boca y sacudió los relieves y migajas del enfaldo de su sayal, agraviado de la codicia de aquellos hombres de ojillos insaciables.

Los mercaderes engullían sin alzar la frente. Y murmuraban gangosos:

—¿Acaso piensas doblar la ganancia en las ferias del Templo de Dios?

—El profeta Jeschoua vino otra vez como una tempestad del desierto y trastornó los bancos de los cambistas y derribó los puestos de los vendedores.

Porfiaba el cyreneo en entrar su ganado. Y los negociantes se reían heladamente, advirtiéndole:

—El profeta golpeó nuestras espaldas con una jáquima que recogió del muro, toda pinchosa de ortigas, y gritaba: «¡Mi casa es casa de oración y no madriguera de ladrones!».

Y el viejo rijoso alzó sus manos de raíces podridas, exclamando:

—¡Pero maldito ha sido su improperio, maldita su audacia! «¡El Señor hace misericordia a todos los que sufren agravios! ¡El Señor es mi auxilio, y no temeré lo que el hombre me haga!». Preso está ya ese Rábbi. Cuando salíamos lo subían atado al Pretorio. Yo le vi una mañana, resistiendo, con injurias y burlas, las palabras de los sacerdotes.

Simón y Alejandro se acercaron más al mercader.

—...Oraba yo en el Templo. Y vino Rábbi Jesús con sus discípulos, y aprovechándose de la soledad, llegaron al vestíbulo. Yo les miraba espantado y aun les llamé. Y Jesús no quiso oírme y se adelantó con altanería a las gradas santísimas. Pero Jehová les envió un sacerdote. Terrible como el unicornio me pareció su ministro. Y resonó su voz en todo el santuario: «¡Cómo osasteis llegar hasta aquí! ¡Cómo pisasteis ni una de estas losas sin bañar siquiera vuestro cuerpo, cuando nosotros no pasamos sin lustrarnos y sin trocar las vestiduras!». Y el Rábbi no temió. El Rábbi, enfurecido, le dijo: «¿Acaso tú estás puro?». Y el sacerdote gritó: «¡Lo estoy. Yo me he bañado en la piscina de David, y descendí a las aguas por unos escalones, y subí por otros para no recoger las inmundicias que al bajar dejaran mis sandalias. ¡Mira mis pies y mis manos; mira mi túnica inmaculada!». Entonces Jesús movió su cabeza con menosprecio y dijo: «¡Desventurados los que tienen ojos y no ven! ¡Tú te has bañado en agua que corre por cauces donde pueden arrojar perros y cerdos muertos! Tú te has limpiado la piel, te has lavado por fuera, como las cortesanas y tañedoras se limpian y ungen para despertar los deseos de los hombres; mas, por dentro estáis avivados de escorpiones y de todo mal. ¡No así yo ni los míos, que nos purificarnos en aguas de vida eterna!».

Calló el ganadero y quedose señalando hacia la ciudad.

Llegaba una alarida pavorosa esparciéndose por el paisaje.

Los mercaderes prorrumpieron en maldiciones; se herían la frente con sus puños crispados, se retorcían las barbas y las vestiduras, se agobiaban hasta el polvo, y después elevaban sus brazos implorando al Señor.

—¡Ya no hay término en nuestros males! ¡Jerusalén gime en la revuelta por la obra ruin de Jesús!

Y Simón, temeroso de que el tumulto malparase el mercado del día, consintió en el precio que antes desdeñara.

El hijo llevó las ovejas madres a la verde blandura de una bobada.

En tanto, Simón se acercaba a Jerusalén, contando su ganancia. Corta había sido; pero ya se sentía descuidado, y con ella podía aguardar hasta que vendiese sus cebadas y avenas. Ahora compraría los panes y frutas de la Pascua; después de los Ázimos remendaría los muros de la heredad, que se iban desgarrando, y de noche entraban las sierpes, que buscan los rescoldos del Kiraim y la tibieza de los pesebres.

Le distrajo el habla bárbara de dos esclavos negros que subían la vereda del Gólgotha, escoltados por un pretoriano.

El cyreneo quedose mirándoles.

A poco, aparecieron en la cima. Brillaba como un basalto esculpido la carne atezada y desnuda de los siervos; sus brazos se levantaban y caían pesadamente, abriendo la roca. Sobre el crudo azul se perfilaba la silueta perezosa del soldado, reclinándose en su lanza.

Pasó Simón bajo el arco de la Puerta de los Jardines.

La cuesta y las calles bajas de Acra temblaban de turbantes, de palios, de lienzos. Los cantones, escombros y peldaños de algunas calles traveseras hervían de andrajos de mendigos y rapaces, que se revolcaban en basuras, entre patas de jumentos atados, inmóviles, sobre los que se aupaban sus amos, de pie, para mirar.

A trechos, la rampa se hacía angosta; avanzaba la muralla ruda, húmeda; se tendía una bóveda apagando la mañana, apretando los hedores. Retumbaban delirantes los gritos. Después cegaba la cal y el azul. Se desplomaba el sol anaranjado, recto; parecía que resquebrajase el aire. La hora sexta. El mediodía del arrabal hondo de Jerusalén. Los terrados y cenáculos eran hormas humanas; desaparecía la piedra bajo la gente. Y de celosía a celosía saltaban los surtidores de risas y coloquios de las esposas, de las hijas, de las esclavas. Alguna vez no podían soportar su ansia; y asomaba una cabeza velada, caía una palabra, y entonces sabían los ojos y fisgas de la multitud. Pasaban mancebos egipcios, pintados y lascivos, con las cejas y cabellos de añil, ofreciendo en sus cestillas de mimbres limones dulces, almendras verdes, meollo de palma, quesos de Bythinia. Un árabe hercúleo, de muslos de oso, con una camisa azul y una hoz rota atada a su frente como un asta, vendía en una cántara bermeja vino de misericordia, el mesek, vino con granos de mirra, que aturde a los reos. Por un óbolo, la gente regocijada podía catar el último sabor que queda en la lengua del crucificado.

Le llamó una moza, vestida de un oleaje de colores; y desde un portal le avisaban:

—¡Engaño, engaño, porque la libra de mirra vale más de veinte denarios!

Y el árabe rugió:

—¡No beberíais lo que cabe en el hueco de las dos manos sin desfallecer!

Le cayó entre los ojos una plasta de estiércol.

—¡Raka! ¡Pones amargo tu vino con aguas de asno!

Bramó, ya cerca, la retorcida bocina del pregonero. Redoblaron los clamores. Tronó el suelo por el brío y fortaleza de Roma. De todos los callejones que vienen precipitándose a la ruta grande se descolgaban racimos de plebe, que ya viera el paso de los condenados, y se adelantaba para presenciarlo de nuevo. Chillaban enardecidas las viejas malagoreras que se refocilan en la visión de la muerte; las que pasan arrastrándose bajo la muchedumbre, y les crujen los huesos pisados, y se revuelven entre perros, que les desgarran el capuz, y llegan junto a los sentenciados; les siguen, les toman el aliento de su angustia; oyen el pregón de su crimen, se muestran horrorizadas para agradar a los ejecutores. La soldadesca las incrusta brutalmente en la costra del público; y ellas refieren que las miró un reo, que tocaron su piel, y esa piel estaba erizada y se movía como la de los mulos cuando se les paran los tábanos en las mataduras.

Simón bajaba, ahogándose, por la cuesta. Quiso volverse; buscar a su hijo; correr al apartamiento de su granja, y no pudo; le atropellaron, le injuriaron, resollándole encima de su boca. Le hincaban los codos en las ijadas. Surgió el caballo del centurión. Un heraldo levantaba en el astil de una pica los títulos que habían de colgar de las cruces. Comenzó Simón a leerlos, y apartole el golpe de una rodela que ardía de sol.

Entre los legionarios descollaba un reo rollizo, de cráneo chato, trasquilado; un anillo verdoso le taladraba su nariz, en cuyas fosas se le había cuajado la sangre. Los dos tablones de su cruz, atados por una punta, le cabalgaban sobre el cuello como un yugo.

Una correa le atraillaba con el collar de otro reo lívido, mugriento, flaco, de barba de pelusa de panizo. Traía sus maderas como una horca, aplastándole un hombro. Las moscas les buscaban la humedad de las llagas de la flagelación, que iba acartonándoles los harapos.

Seguían los esclavos sirianos de la cohorte y sanhedritas sentados en sus mulas, cubiertas de paramentos de plata. Asomaban las trozas cercenadas de la cruz del Rábbi, y súbitamente oscilaron, derribándose. Se ovó un gemido.

Una vieja hedionda voceaba:

—¡Lo chafa el peso, porque ya está el Mesías como un gato canijo!

Acudió el centurión, grande, blanco, cruzado por la banda de oro de su balteus, de cuyo broche de púrpura pendía la centella de su espada. Brincó su bestia sobre un torbellino de carne, y el jinete quebró la punta de su vara jerárquica de vid, golpeando frentes.

Salía entonces del cerco de Jesús un legionario, y reparó en Simón.

—¡Eres como un árbol de fuerte! ¡Ven, y probaremos tu rejo!

Y lo empujaba hacia el caudillo.

Estuvieron hablando. Su amo, para oírle, se inclinaba encima de las crines rizadas de su potro.

Luego irguiose gritando:

—Cargádsela a él.

Y el soldado agarró del sayal al cyreneo. Intentó rechazarle el campesino. Vibraron las risas. Y una voz dura, extranjera, le increpó:

—¡Anda, llévale la carga a ése, o te clavamos en la muralla como un murciélago!

Simón llegose temblando junto al Rábbi. Le alzó su cruz.

Y caminaron.

El hombre de Cyrene se sentía traspasado por la mirada del reo. Ladeose para verle. Tenía un párpado rasgado; las sienes, hondas; y al quitarse la sangre dura de las órbitas, su mano herida se dejó sangre fresca en su boca, estirada por el asma. Y esa boca le sonreía...


* * *


...Rufo y Alejandro lavaban y buscaban en el cuello de su padre.

Y decía el hijo pastor:

—¡Debe de ser una pincha como una jara, según te quejas; y no se te ve de tan menuda!

Mucho tiempo pasaron para arrancársela. Era como la arista de un cascabillo de cebada. Y se la dieron. Simón lloraba mirándola...

Mujeres de Jerusalén


«Y le seguía una multitud, y entre ella un grupo de mujeres que le lloraban».

(S. Lucas, XXIII, 27)


«Salió para aquel lugar que se llama Calvario, y en hebreo Gólgotha. Y allí le crucificaron, y con él a otros dos, a un costado y a otro, y Jesús en medio».

S. Juan, XIX, 17, 18)


Hacendera de bienes y virtudes es el hogar de la mujer prudente. Las hijas labran túnicas y ceñidores; las siervas mozas bullen al sol del patio, blanqueando el tejido con la planta jabonera; algunas hilan y devanan; otras muelen, hiñen la masa, hurgan el rescoldo. Las esclavas de oreja horadada, porque renunciaron a la libertad del ano sabático, venden labores al cananeo, vigilan el escriño donde se guardan las joyas: las armillas, el thorim de hebras de aljófares, el añazme, los zarcillos, las cadenicas con gálbulos y almendras y lirios de orificia y ámbar, que resuenan en los pies. La madre previene la costura, renueva el perfume de los pomos de alabastro que traen las hijas en el pecho y las redomas del stibium y sus agujas de marfil, que agrandan y perfilan los párpados y cejas; toma el huso, mide el lienzo», alimenta la lámpara «que arderá toda la noche», aconseja los preceptos del Señor, «porque abrió su boca a la sabiduría», y cuida de las arcas del vestuario del esposo y de los hijos, acomodando las mudas, que trascienden de limpias: los mantos, las túnicas, el cíngulo externo y fuerte y el cíngulo íntimo y dulce que se cine a la carne; los sudarios de los hombros, los paños para las abluciones, las codas y las calzas, el sadin, el turbante, el kouneh y el bonete de fieltro... Repasa las vestiduras de las mujeres: túnicas blancas, túnicas con bordados y velludos, cendales, velos, tocas, los mantos que pueden envolver seis medidas de trigo... Ella se viste de fortaleza y decoro. Atiende y conoce las veredas de su casa; abre su mano al desvalido, y es ensalzada en las puertas de la ciudad, las puertas de la ciudad que, en Oriente, son el husmo y el obrador de la infamia, el asiento de la fisga, de la pendencia y de la injuria, que no tiene entredicho en Israel; el arbollón de las lavazas y podres de todos los hogares y arroyos. Allí trae el esclavo la intimidad del lecho de la señora, desmenuza el cliente la sordidez del patrono, cuenta el parásito los festines y el rabino escurre su memoria para sellar el lance que se refiere con la marca de su escuela; allí se pregona el fraude, el adulterio, las lágrimas de la estéril; recude el soldado, el batanero, el forjador, el azacán, el levita andrajoso, que no participa de diezmos y ofrendas; el hijo desgarrado de casa ilustre, la manceba y el jornalero, que aguarda dormitando que le arriende un mayordomo. Al abrigo de las bóvedas pone el fenicio sus bazares y el lisiado clama su laceria, y el portitor o aduanero acecha desde su tarima, despreciado de todos; hasta el inmundo, que lleva roto el sayal para prevenir de sus úlceras, rechaza su limosna, y el caminante que pide posada urde el embuste contra él, y se celebra su engaño si pasa al siervo por hijo, y jura que lo de su fardel no ha de tributar, porque viene destinado al santuario, aunque luego lo granjee y lo consuma con rameras. Puertas de ciudad, plaza, carava, cata y embalse de todas las vidas; y concurso y harzón de ancianos doctos, de vecinos principales, que vienen en las horas de sol del invierno y al oreo de las tardes de estío; y también roen y desnudan la desgracia y el vicio, y exaltan la gentileza de la casada que fue sorprendida sin velo; y se dividen sus pareceres comentando un repudio, porque los partidarios de la doctrina de Schammaï sólo lo aprueban si la mujer cometió adulterio y consienten el divorcio para que el varón busque prole en esposa fecunda; mas, los que siguen la escuela de Hillel lo tienen por justo, siquiera se funde en servir al esposo un manjar desaborido. Y el que oye alabanzas para la madre de sus hijos repite con el sabio que «la pérdida de ella fuera más amarga que la ruina de Jerusalén».

Un día llegó en que estos hombres, los tolerantes, los rencilleros, los mozos, los ancianos, se alborotaron contra un Rábbi que perdonó a una adúltera.

El perdón les escandalizaba más que el mismo pecado.

Los escribas, los sacerdotes, los fariseos «que prolongan la oración al lado de las viudas para devorar sus bienes», maldijeron al que pretendía derrocar los mandamientos del pueblo escogido.

Y las mujeres descuidaban sus haciendas escuchando; y en el baño y en la plegaria se preguntaban por el Maestro, cuya palabra de amor tenía un filo de espada y de luz que iba penetrando en muchas voluntades. Porque su secta, que principió con doce discípulos en el país de Genezareth, se había derramado por la Decápolis y Samaria, y entraba en el recinto de Judea, murado y desdeñoso aun para las relajaciones de las mismas comarcas israelitas. Sesenta eran sus emisarios, como el número de las familias de Israel; y surgían adictos en la ciudad del Señor y en las granjas del contorno.

El nombre de Jeschoua Nazarieth fue execrado por las Synagogas, pero ya se pronunciaba en todos los hogares; y las siervas, apostadas en los canceles, traían el aviso del paso de ese hombre. Venía por los callejones ahumados de las fraguas; atravesaba la plazuela tronadora de los batanes; salía por el arrabal de los tahoneros, oloroso de harinas y de leña; se alejaba hacia Sión.

Y las mujeres, a hurto del padre o del esposo, se asomaban a las celosías para ver al Profeta, enjuto y triste, de mirada vigilante y ancha; algunas veces tendía sus manos sobre las sienes de un niño, sobre las angarillas de un paralítico que llevaban a esperar el hervor de la Piscina. Y sonaba la voz de Jesús, cálida y conmovida, que daba la gracia.

Tornaban las mujeres a su recogimiento, con un dulce sobresalto, un ansia nueva, dolorida y gustosa.

Cada palabra del Rábbi era como un regazo que adormecía el corazón herido. Frente a los hombres, ásperos, desjugados, duros de egoísmo, otro hombre, que se llamaba Mijo de Dios, se adolecía de la mujer y había perdonado a la más abyecta. Rábbi Jesús condenaba hasta el pensamiento del pecado, pero menospreciaba la injusticia de los acusadores concupiscentes «que no podían arrojar la primera piedra». Entre la mujer y Dios estaba siempre el esposo, el padre, el dueño, la sombra del Doctor de la Ley «que oprime a los otros con un peso que no pueden soportar, y él no toca ni con una mano esa carga». Y el Rábbi Jesús no las arrancaba de sus deberes, y ponía la mujer al lado del hombre para que a entrambos les llegase la claridad y el amparo del Padre que está en los Cielos.

Junto a la oración farisaica, de labios enjutos y rencorosos, de piedad artera y ufana, Jesús renovaba la plegaria de los tiempos patriarcales, enseñando el coloquio íntimo y tierno de la criatura con el Criador, del hijo necesitado que pide pan a un Padre que perdona.

Y cuando la judía confiaba en la promesa de su palabra, la voz adusta de los hombres la hundió en sequedades recelosas: Rábbi Jesús hollaba la Ley, omitía sus ritos, trastornaba la verdad, participaba de la mesa de aventureros y gentiles.

Pero se dijo que Nicodemus-ben-Gorion, maestro de Israel, fariseo justo y puro, había buscado al Profeta pidiéndole enseñanza; y que Josef de Arimathea, sanhedrita sabio y rigoroso, le agasajaba y escuchaba devotamente.

Y vaciló el alma de las mujeres temiendo y esperando.

Y vino una mañana de primavera, tan jubilosa que parecía que se hubiesen alzado las bóvedas y las puertas de la ciudad. Jerusalén era un campo rebrotado, un monte verde, lleno de sol.

—¡Hosanna, hosanna al Hijo de David! —gritaba un grupo campesino, dejando olor de ramaje fresco de palmera y de olivo. ¡La alegría de Nisán penetraba en los cerrados hogares! ¡El Rábbi de Galilea triunfaba de la ciudad enemiga! ¡Y contemplándola y escuchando las bendiciones de las gentes, lloraba el Maestro de pena de amor!

Los cánticos se iban deshaciendo como una niebla encima de los muros del Templo; y los que habían glorificado al Rábbi regresaban esparcidos por las calles lóbregas, cansados, silenciosos, arrastrando por las vilezas de la tierra las ramas de olivo y de palma que resplandecieron sobre la frente de Jesús.

Jesús volviose a Bethania, andando, con los doce discípulos.

Y se nubló la felicidad de las mujeres.

Siguió otro día, otro día de exaltación. De los pórticos del santuario bajaban las aclamaciones al Rábbi. Prorrumpían los hosannas de lenguas de gracia y de pureza, de los coros de niños consagrados al Señor. Pero los cánticos infantiles, que subían como un humo de perfume, se tornaban en bramara, como una hoguera roja y aciaga. Escapaban las gentes dejando un estrépito de mesas y vasijas volcadas, de jaulones rotos, de aves huidas, de monedas y balanzas, de brincos y balar de reses. Y el grito de Jesús cruzaba como una centella por todos los claustros.

La mujer judía pronunciaba confiadamente el nombre del denodado nazareno; y la mirada del esposo o del padre conturbó y apagó su fe. El nazareno se vanaglorió de una austeridad que arruinaba a los mercaderes humildes; y en su ímpetu había proferido una blasfemia abominable contra el Templo del Señor.

Ni sus mismos discípulos osarían encubrirle.

...Después siguió el afán de la fiesta de la Pascua, el estruendo de sus multitudes y caravanas, el fausto de la corte de Antipas, la elegancia y majestad del Procurador de Roma.

Todas las familias aderezaban galas y convites, apercibían los aposentos para dar albergue a los peregrinos. Lo aconsejan las Escrituras: «El Señor Dios vuestro ama al caminante. Amad y acoged al extranjero, porque vosotros lo fuisteis en Egipto».

Se iba secando la huella de la emoción de Jesús. Algunos comentaban rápidamente sus apariciones y disputas en los atrios. Su triunfo veíase ya muy remoto, como un episodio rústico y obscuro.

Y una noche se supo su prendimiento. Fue en una almazara. Todos sus partidarios lo desampararon. Y al amanecer, el profeta, que hizo aletear el corazón atado de la judía, pasaba más encogido y andrajoso que los que antes se le postraban buscando su misericordia.

Las damas enviaron sus siervas a los alrededores del Pretorio. La tardanza del proceso las inquietó. Se equivocaban en sus menesteres, las irritaba el hablar de un esclavo, las espantaba el batir de una puerta. Se sobrecogían oyendo las trompas y rugidos del Lithóstrotos... Y el fallo de muerte las acongojó; pero fue pacificándolas. No podían resistir más las torceduras de sus quimeras. Acababa ya el ansia escondida en sus entrañas, el sobresalto de sus pensamientos. Ahora el dolor remansado, la resignación de sus vidas sin remedio y el afligirse por la desgracia del pobre Rábbi: una caridad de lágrimas muy dulces. Les acudió el recuerdo de la madre de Jesús, anhelando saber dónde se hallaba, si era hermosa, si asistiría al suplicio; y se imaginaban a sí mismas en su trance, y besaban sollozando a sus hijos, y habían de apresurar los cuidados de su casa, casa de limpia estirpe, de abundancia venturosa. Y bendecían al Señor Dios de Israel.

Menos podían recogerse en su tristeza las que residían a lo largo de la ruta de la ejecución. Tres calles: una honda y larga, con trechos abovedados por pasadizos y estribos en arco de las fachadas, con toldos de figones y tiendas; otra, que se sume hacia el Tyropeon, y en los dinteles, junto a la mesusa que guarda los mandamientos, cuelgan tarros de óleos y drogas, y atadijos de plantas de los herbolarios y perfumistas, viejos descoloridos y halagadores, de manos femeninas, de oculto caudal; y la calle que sube encalada y abrupta a la puerta de los Jardines, con amplitudes de tapias de casales agrícolas. Por los muros bajan desde la azotea las escalas de yeso, de troncos de palmera y trozas de pino. En el portal, en las bardas, en los cenáculos, se agitan los forasteros y amigos que vienen a ver los sentenciados. Y dentro, las mujeres encerradas, ansiosas en la penumbra y sofocación de los aposentillos que huelen fuertemente a ropas almizcladas, a humos de braseros, a hierbas de virtud, a cedro del tálamo y de los arcaces, a miel de cofines de frutas... La voz, la risa del arroyo las empuja a la herida de luz de las rejas avaras. Imaginan peligros; suspiran, se besan, se oprimen, disputan, resplandecen las almendras de sus ojos, vibran sus cuerpos enjoyados. Y cuando la audacia de una frente o de una mano abre la estera de juncos de la celosía, estalla el susto y el enojo de todas, mezclados con el regocijo de mirar; entonces se comenta el lujo y los afeites de las cortesanas que pueden solazarse por todo el tránsito, la desenvoltura de los mancebos de las colonias griegas, el ingenio de los nombres ágiles de Fenicia que vocean mercancías de todos los países, desde los monos de piel verdosa de lo profundo de Asia hasta el ámbar amarillo del Báltico y las telas recamadas de la Jonia; la timidez de los pastores libios, grandes, blancos, tatuados de azul, hermosos y tristes, con sus cabellos partidos en dos colas trenzadas sobre las orejas y cortados en la cerviz y las plumas de avestruz en las sienes...

Los pasos terribles del esposo precipitan el agobio de la obscuridad, y todas se sumergen en los divanes. Se oye más cerca el alarido de la bocina. Y vuelve a presentárseles la imagen del reo. Hablan de él compungidas, sonrojadas del aturdimiento que les traen sus memorias; se avisan para no gritar. Se repiten el abandono en que le dejaron sus discípulos. Entonces piensan en las que han de ofrecerle el «vino de mirra».

Siempre lo llevaban a los sentenciados las damas esclarecidas de Jerusalén, y luego consolaban el hogar roto por la pobreza y por la infamia, remediando a la viuda, a los hijos, a los padres, para que pudiesen salir de la tierra que vio la desnudez y la agonía del ajusticiado.

Vino de caridad que se menciona en los Proverbios; vinum languidum, que permite el Gran Sanhedrín, vino de solera rancia con un grumo de la goma del balsamódendron myrrha que enturbia y adormece los sentidos; el «sopor», de gusto de hiel que apaga el entendimiento del que muere lentamente en la cruz.

Mas, si el delito fuere de una repugnancia ominosa, no asiste al culpable la mujer hebrea; y los mismos ejecutores le dan el vino amargo.

No quisieron acudir al suplicio de Jeschoua Nazarieth las esposas del principado del sacerdocio. Ninguno de los sanhedritas aventurose a negar este socorro ni a ofrecerlo de sus hogares. Y Elisama, varón prudente, padre de Elifeleth, de aquel mancebo que amó al Profeta y huyó de su mirada y de los peligros de Gethsemaní, sólo Elisama fue esforzado y piadoso consintiendo que su mujer se presentase en las ejecuciones de la Pascua. Se lo dijeron llorando los esposos. Y, escondiéndose del hijo, dejó ella su quinta del Monte del Olivar, y en Jerusalén buscó la compañía de algunas mujeres de menestrales y hacendados.

Caminaron por las traveseras retraídas, sintiendo el latido de sus pechos y de sus pulsos en la soledad. No hablaban porque se oía muy fuerte su voz en la angostura de los callejones; pisaban despacio.

Delante de un portal, un camello viejo volviose roznando, y ellas huyeron medrosas. Se agoniaban por salir; y en seguida tenían que reprocharse su paso menudo, no ciñendo sus tobillos las ajorcas que encogen el andar. Ni adorno ni joyel en sus ropas, perdiéndose sus figuras bajo los paños morados o de color de ceniza, gordos, lisos, que ciegan la gracia del talle. La toca les suprimía la frente, y desde los pómulos les bajaba rígido y tupido el velo.

La esposa de Elisama, por su patricio apartamiento, y las demás mujeres, por su humildad, nunca practicaron esta ceremonia lúgubre. Se hallarían entre la soldadesca; habían de recoger en sus ojos la mirada de los condenados, sentir el temblor de sus cuerpos que aun pisan la tierra junto al mástil ya hincado que les aguarda.

Y se apretaban en torno de la madre de Elifeleth, cuyos dedos crujían convulsos sobre la copa de hierro que había de poner en los labios del hombre que rasgó la juventud de su hijo.

Desde una azotea, donde se curaban pieles de chacal, les sonrió un esclavo. Y el grupo se precipitó como un hato de ovejas por un pasadizo de escalones. Salieron a una calle roja de sol y de muros viejos con alcaparrales, cuya semilla ácida adoba y come el judío.

Una ráfaga de gritos ya próximos les disipó el miedo de la soledad para traerles la angustia de la multitud y del principio de su obra.

Menguó un instante el vocerío, y se sobrecogieron escuchando unos pasos horrendos. Les alcanzó un mendigo agarrado al dogal de una rapaza descalza, greñuda, enfangada y seca como una perra hambrienta. Aplastaban todas las inmundicias. Se sintió el empuje de los puños seniles en los hombros canijos de la moza que iba cogiendo y rosigando pezones y cortezas de frutas, y, de súbito, se precipitó sobre una algarroba ya mordida. Rugió el viejo escupiéndole en la nuca pelada; le hundía en el oído la nariz de guadaña.

Era un hombre agigantado y corvo, con turbante duro como una soga amarilla, la faz de cazcarrias y mechones; la túnica, recia, cruda, atada por un cincho de pleita; las zancas, de res, y las sandalias, enormes, de pellejos y fibra de palmera.

Se les apartaron las mujeres, y al pasar les dejó el anciano el horror de sus ojos vacíos, mutilados por el punzón candente de una justicia bárbara.

Les vieron hender los montones humanos; oían el gañido del ciego, y su turbante avanzaba y cejaba con un cabeceo pesado, terco, furioso.

Desapareció. Llegaban también ellas a la calle clamorosa.

Ondulaban; creían perderse en hervideros de un río podrido. La esposa del patricio levantó el vaso del Mesek. Las reconocieron. Se hallaron entre siervos del Pretorio. Abriose un portal; sonó un grito; apareció una anciana de mirada aguda y azul; sus manos de marfiles desplegaron un sudario y enjugaron el rostro de un reo.

Revolviose la plebe, aullando y mofándose de su compasión.

—¡Es de la secta del Rábbi! —chillaba un mercader.

Todos querían mirarla.

Y el centurión, el exactor mortis, arremetió protegiéndola. Se supo su nombre: Berenice; una extranjera que vino a Jerusalén para ver a su hijo, mercenario de la guardia del Tetrarca...

El grupo de mujeres llegó a la umbría fonda, retronante, de las Puertas, entre un jadear de hombres atados. Se abrazaban cerrando los ojos, palpando los sillares resbaladizos. Gimieron asfixiándose. Y la cuna humana las arrojó a las afueras...

Campos de sol, el azul inmenso, toldos, ropas tendidas, humos y camellos de los aduares. Oleadas de la muchedumbre del cortejo que hacían regolfar a los que salían por caminos y atajos. Botes de cabalgaduras, resplandor de armas, cayadas en alto protegiendo rebaños. Esquilas, balidos, flautas de encantadores, gritos injuriándose, llamándose.

Las calzadas de Jaffa y Damasco se congestionaban de viajeros contenidos, trémulos, cerrados por una escuadra de la cohorte. Las bardas de las huertas bullían de fellaths y mujeres labradoras.

Se alzó un rumor de júbilo. Cedían los caballos hacia las escarpas del Gólgotha, que miran al Norte. Las otras laderas que bajan en mansos dobleces arcillosos se iban avivando de chusma que braceaba, riendo, apedreándose, quebrando cardenchas y escombros, removiendo andrajos y basuras de aquel vertedero y letrina de todas las miserias del barrio de Acra, de todos los vagabundos y caminantes que se acogen en los fosos; y, por la noche, suben los perros, animal salvaje en Israel, y se despiojan y rebuscan en los despojos de ciudad acumulados dentro de las dos cisternas del cerro. Cerro descarnado como una carroña, que humea de vaho y de moscas de sepultura.

Muchas gentes no quisieron hollar sus repugnancias, y se quedaban esperando por los alrededores. Escasa es su altitud, y termina en una peña lisa y calva. Todo el surco de la vereda palpitaba de resplandor de legionarios, de tiaras y ropas solemnes. El centurión hacía brincar su potro sobre cardos y muladares. Se ocultaba en una revuelta, surgía encendido, flameándole la clámide, su codo cincelado en el azul, su puño, descansando gentilmente en la cintura, y el arrial de su espada como una antorcha. Y luego, semejando las antenas del gusano hediondo de sayales, de túnicas de albornoces, iban moviéndose las aspas de las cruces...

Se detuvo todo hinchadamente.

Las mujeres que traían el «vino de misericordia», subiendo por otro sendero, se presentaron en lo último de la cuesta. Pero la varilla del centurión señaló a la cumbre. Ellas se apartaron, y comenzó a envolverlas la mirada, el estrépito, las risas de la cohorte. Pasó un reo viscoso, cayéndose, empujado por los esclavos; su cruz les dejó la sombra horrible en la frente; y en seguida, otro sentenciado, de lomos blandos de acémila cansada.

Y apareció el pastor de Cyrene, roblizo, bravo en su servidumbre, con un crujir de maderos, de músculos, de sandalias ferradas y peña raída.

Acababa la vereda abriéndose en una rampa pedregosa hasta lo alto.

Los sanhedritas aguijaron sus mulas. Acababa de surgir un grupo encubierto, guiado por un hombre pálido, de barbilla de vello tierno y el labio desnudo; sus dedos retorcían el turbante, y su cabellera cobriza aleteaba como un águila joven.

El potro del romano le escupió la espuma de su freno, y él avanzó y asomose por el tropel, sollozando:

—¡Rábbi, Rábbi!...

Ofreciose todo su grupo. Los mantos abiertos, desceñidos, mostraban la carne en una torsión pavorosa; los ojos, dilatados; las bocas, con una mueca infausta y sublime, y sus manos alzadas al azul, que seguía amparando los huertos jugosos, las sierras joviales, los caminos de la tierra de Promisión...

La muchedumbre se paró mirando a la madre del Rábbi, lívida, muda, inmóvil.

Y la madre de Elifeleth rindiose agotada entre sus amigas. Pasaba Jesús; los cabellos le caían por toda la faz, costrosos, goteantes, como pelo de un ahogado; alargaba el cuello con ansia; le subían los hombros por la violencia de los brazos atados brutalmente a la espalda... Y estalló el plañir de las mujeres de Jerusalén, voz de congoja contemplando el infortunio del nombre glorificado y temido por el pensamiento de la judía; clamor de lástima ante las desventuras de otra madre.

Acudieron los rabinos, avisándoles que el Gran Sanhedrín vedaba el llanto por los reos. Y ellas les rechazaban, les odiaban, les huían siguiendo a Jesús, exaltadas y poderosas en su pena. Toda su vida, siempre cerrada, se abría ya en lágrimas. El ímpetu de los sollozos les golpeaba fieramente su pobre carne. El contenido terror, el cansancio y angustia del camino por las calles y la cuesta del Gólgotha se recruzaban con recuerdos de su juventud, de humillaciones, de agobios, de ternuras de maternidad; y saltaba ahora todo de sus entrañas, todo hecho de lágrimas. Sentían acometidas de dolor en su costado, de dolor recóndito y duro, y un goce expansivo de llorar y de llorar por él, como una venganza contra los otros hombres...

Y la mujer de Elisama, que le había temido y le había odiado por su hijo, y había confiado en él por sus hijas, lloraba como las otras mujeres, como todas las madres llenas de amargura...

Jesús las miró. No vieron ellas sus ojos, pero les penetraban en la llaga viva del corazón. Y la mirada del Rábbi tendiose por la ladera, y su boca amoratada gimió con desconsuelo de niño. Veíase subiendo otro monte, «tierno de ciclamas, rojo de anemonas que teñían de frescos zumos los pies de la muchedumbre»... «Dos hormigas le subían por la sandalia; y él las tomó blandamente y las puso dentro de una flor». «Bajaban cantando las alondras a la abundancia de las mieses». Y él se había quitado el koufieh para recibir en toda su frente la gloria de la mañana de sol y de miel de frutales, y entonces, oh Padre, extenuado de súplicas, les dijo: «¡Bienaventurados los pobres, pobres como vosotros, porque de ellos es el Reino de los Cielos!...». Ahora le lloraban de compasión las mujeres de la ciudad que se ensañó afrentándole.

Y Jesús revolviose, sacudió su cabeza para apartar los cabellos que le cegaban, y se torcieron sus labios en un alarido ronco:

—¡Ya no lloréis por mí! ¡Llorad por vosotras mismas!

Y ellas clamaron delirantemente.

La voz se arrastraba:

—¡Llorad por vuestros hijos! Porque vendrán días en que diréis: ¡Dichosos los vientres estériles!

Y la voz del Rábbi, rota de estertor y de sed, iba alejándose por la rampa. Aun hizo un esfuerzo, y rugió las palabras de Oseas:

—Y pediréis a los montes: ¡venid sobre nosotras! Y a los collados: ¡aplastadnos!

Llegaba a la cumbre, recortándose su busto huesudo en el cielo. Detrás caminaban los esclavos sirianos, la soldadesca, los sacerdotes, con un ruido bronco de pies y de correas y una dureza de testuz en sus frentes sudadas.

Arriba, entre los legionarios, que ya guardaban la roca de la ejecución, surgió tercamente el turbante amarillo del ciego.

De súbito, esparciose la multitud trepando por lo abrupto. Habían aparecido dos mástiles; estuvieron vacilando, y quedaron fijos, pesados y rudos. Brincó la canalla, y el centurión movía su bestia regodeándose en derribar a los astrosos, rasgándoles con el hierro de sus carcañales. Salía, se paraba al borde del cráneo del peñascal. Los cascos de su caballo astillaban la losa, y el jinete se arqueaba bizarramente mirando el fondo rumoroso; se alzaba de pie sobre los estribos, crasos de espuma; contemplaba los horizontes, se volvía hacia la ciudad.

Llegósele un siervo, mostrándole la esportilla de los garfios que cosen la boca de los crucificados para ahogar sus blasfemias contra la justicia del Emperador.

Movió el romano con desdén sus hombros modelados por la malla.

—¡No injuriarán a Roma! ¡Que se maldigan ellos!

Y al ladearse, reparó en las mujeres del narcótico. Les gritó que viniesen, y él mismo las guió al ruedo del suplicio.

Todavía los esclavos cavaban para hincar la cruz del Rábbi. El ciego aullaba lamiendo, tentando con las cuencas de sus ojos la frente sumida de Genas, el sentenciado enjuto. Un hipo de agonía golpeaba la laringe del reo; la rapaza se entretenía mirándola; después le buscó las manos hinchadas, trémulas, abiertas y los pies chafados, que humedecían la roca.

Genas torciose en una queja caliente y convulsa. Un soldado le arrancaba el sayal, renovándole las llagas de la flagelación. Todo desnudo, semejó más débil, estrecho, de un argadijo roído. Cruzaba sus brazos angulosos, rayéndose la miseria y las mataduras; pateaba, rodaba; el ciego seguía hablándole y ya no estaba él; y se reía la moza de la mano que palpaba ávida en el sol.

Cuando las mujeres llegaron junto a Jesús, estaban desciñéndole la túnica; él mismo sacó su pie de la sandalia que le quedaba. Después tomó el sabor amargo de la copa, y la apartó mirando dentro de los ojos de la patricia.

Una lágrima de ella hundiose en el vino como otra gota de mirra. Y ofreció el vaso al hombre enjuto, que se le abalanzó tragando con un ansia de bestia, mordiendo los bordes, que resonaban contra sus quijales verdes. Tosió, se dobló de náuseas y se lo vomitó todo en las ingles.

El otro ya tenía atados los pulsos al travesaño para que las sacudidas del dolor no entorpeciesen el taladro de las palmas; y con el anillo verdoso de la nariz se volcó el cáliz en su seno de odre.

«¡Le sobraban hígados para cantar en la cruz mientras las hijas de Jerusalén se refocilaran encendidas de vino de la Pascua!». Y les arrojó su risotada de aliento fétido. Aproximose un ejecutor, y sonriente y ágil le abrió la diestra y sonó un golpe blando.

Al segundo martillazo oyose penetrar el clavo en el madero. Crujían los riñones del ejecutado, le salían las pupilas, gordas, vidriadas, y bramaba con la mueca que le dejó la chanza.

El viejo huyó, revolcándose; se arrancaba la zalea roñosa de sus barbas; se hería su frontal de muerto, se cerraba los oídos con los puños.

Y el ciego seguía derrumbándose, agarrado a los cardizales, a los escombros, a las plastas de podredumbre, llorando por las fístulas de sus órbitas, y se le hinchaban las pieles de su cuello como las agallas de un pez moribundo.

Los mílites, desde sus escalas, elevaban con correas el leño, en cuyos remates se estremecían las manos clavadas de Gestas. Después le alzaron los muslos, cabalgándolos en la «sedila», el escabel que surge a la mitad del árbol y soporta la pesadumbre del cuerpo para que no se desgarren las heridas; le doblaron las piernas hasta que la planta del pie se adhirió al tronco de la cruz; y entre los golpes de martillo se oía el rascar de las uñas, la crispación de los dedos por los que se deshilachaba la sangre de los colgajos.

Dos siervos izaron rápidamente el harapo de Genas. Quedó en una quietud de síncope. Las piltrafas de sus labios se prolongaban en una sonrisa, se arqueaban en un sollozo, se fruncían balbuciendo como la boca de una criatura que exprime el pecho de la madre. La gente le rodeó, esperando que despertase, comentando sus alucinaciones infantiles. Y tuvo que huir, porque el reo comenzó a estercolar la cruz.

Apareció Barabbas, que quiso ver en los otros su ejecución. Faltaba la del Rábbi: la suya.

Levantaron a Jesús, ya clavado; una sierpe de soga se anillaba por todo su cuerpo.

Las tres cruces hacia la ruta del sol de la tarde. Mas alta y en medio, la cruz del Señor.

Un aire cálido, oloroso de jardines, movía dulcemente las cabelleras y el vello de los reos, desvanecidos por el dolor y la hemorragia

Pero los mismos clavos fueron oprimiendo las venas rotas. Se oyó un quejido. Se les inflaban los costados con un espantoso crepitar de costillas. Y los desataron. Venía la conciencia del suplicio y de su inmovilidad.

Pasaban nubes blancas, rizadas, magníficas, y se apagaba fríamente la carne de los ejecutados. Después, el sol volvía a desnudarles.


* * *


Algunas de las mujeres piadosas regresaron a Jerusalén. Habían de preparar el cenáculo, acomodar a sus forasteros.

En torno de las murallas, en el júbilo de las ferias, encontraban a sus esposos, a sus padres, a sus hermanos, dándose un saludo recatado y breve, porque todos acechan a la judía y murmuran de la que se para a platicar con los hombres.


María Cleofás


«Y estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena».

(S. Juan, XIX, 25)


María hilaba a la sombra de la vid.

Cleofás, sentado en el peldaño, colgándole por las rodillas sus puños de labrador, miraba a sus hijos Simón y Josef, que miraban la tierra cansada; y los cuerpos doblados a la mancera de olivo, y los hueves, tardos, rojos, peludos, pasaban y volvían sobre el fondo azul y encendido de sol de las aguas del Genezareth.

María era menuda y graciosa. Llevaba una túnica ondulante y rubia como el trigo maduro, y sandalias de piel de oveja, cosidas por Cleofás, que ya llegaba a la senectud, y su carne de sarmientos resaltaba entre el lino de su sayal, que le tejió la esposa, y de sus barbas de patriarca.

Callada o conversando, trajinera o embelesada, María siempre estaba sonriendo. Su boca, húmeda y casta, semejaba en todo instante que hubiese acabado de exprimir la miel de sus uvas o de beber del agua de su aljibe, blanco como un cordero; y en sus ojos, del negror aterciopelado de sus trenzas, siempre moraba una luz de lejanía.

Y el esposo suspiraba mirándolos.

Bajaban los palomos de la azotea y venían de la besana recién mullida, y picaban blandamente en los dedos de los pies de su ama.

Ella tomó en su regazo una hembra gordezuela, inmaculada y suave como el copo de su huso, y le acarició el pico de flor de almendro, y después se la dio a Cleofás.

Cleofás murmuraba besándola:

—¡Su olor campesino, como el olor de tu cabellera; sus plumas, como tus sienes!

Y abrió su mano de callo para que volase.

Se alzaron todas las palomas con un gozoso estrépito, y el parral se glorificó de alas y de arrullos.

—¡Bien quisieras subir y volar para caer en medio de tus pichones! Pero Jesús, el hijo de mi hermano, ha dicho: «Aquel que dejare padre y madre, mujer, hijos y hacienda por seguirme, recibirá ciento por uno y poseerá la vida que nunca perece».

María recataba su pesar apresurando la rueca.

Y siguió él:

—Nuestro Judas es andariego y resiste con júbilo las jornadas. No así Santiago, que se consume como la antorcha; y sus hinojos, tiernos como tus lirios, envejecen en la oración y crían cortezas de patas de camello.

La mujer pronunció recogidamente:

—¡El Señor los ha elegido para su obra!

Y levantose; besó como una hija la frente enjuta del esposo, y subió la escala de la azotea.

Simón y Josef la saludaron desde la labranza; los bueyes también se volvieron a mirarla, y su cuerna rota se recortaba sobre el horizonte glorioso del mar, mar amado de Jesús, con vuelos de pájaros de heredad y de aves bravas y solitarias, con peñascos abruptos y alcores de pastura, y pueblos que salen a verse en las orillas; Corozaim, la hacendada rica de pan. Bethsaïda, «mansión de pesca», con temblor de velas y mástiles, ruido de tornos de alfarería que modelan las orzas de la salmuera; redes secándose en los muros de adobes, remos descansando en las tapias agobiadas de frutales. Cafarnaum, grande, tostado, con su vieja synagoga entre saúcos floridos. Magdala, tejedora de túnicas y cíngulos, arrullada por las tórtolas de su castellar y por las aguas que limpiaron la lepra de la hermana de Moisés; sus mujeres miran y andan indolentes y dulces y arden de ansia de delicias. Tiberiades, de un blancor de diosa desnuda entre cipreses y mirtos... Lejos, Gamala, como un dromedario echado junto a la cisterna de un oasis; y el roquedal de los Gerasenos, del que se despeñó la piara poseída por la «legión inmunda»...

...Y los ojos de María buscaron por lo más escondido del paisaje.

De tiempo en tiempo se espesaba el humo de polvo de una caravana. Y detrás se iba desamparando el camino.

Surcaba un pájaro el azul. Y después era más honda la soledad.

Entre la calina de los campos se tendía, se doblaba un sendero.

María lo caminó contemplándolo... Fue su ruta de recién desposada, en el mes de Ab, cuando las doncellas, con túnicas blancas flotadoras, salen al goren o ejido y al alborozo de la viña, y pasan delante de los hijos de los hebreos cantando:


¡No te cautive tan sólo la gracia y la hermosura,
que suelen engañar!


¡Habían rodado veinticinco años!... Josef, el padre de Jesús, se presentó con su hermano Cleofás en la granja donde ella estaba recogida, porque era huérfana.

Regaba su hortalillo de rosales. Asomose el matrimonio que la crió, y le dijo: «Mira que ha llegado un hombre que te quiere de esposa. Nosotros consentimos. ¿No vendrás tú a verle?».

Y entró María, y como ya supiese quién era Josef, porque le halló muchas tardes en la plegaria, reparó más en el otro. Y recordando que a Rebeca la pidió para Isaac un viejo mayordomo de Abraham, pensó María: «Este hombre es el que viene para llevarme al esposo». Pero Josef la tomó de las manos y la besó entre los ojos, diciendo: «¡Bendito el Señor Dios Nuestro que nos ha conducido a tu presencia para alegría y posteridad de la casa de mi hermano! Recibe de él amor de esposo y ternura y vigilancia de padre». Y la huérfana les sonreía llorando... Danzaban las vírgenes de Israel sobre un triunfo de pámpanos. Los hijos de los hebreos las miraban galanamente... Los cabellos de Cleofás, todavía más blancos con la guirnalda florida de desposado... Josef, el paraninfo de bodas, repartía entre los rapaces los confites de nueces y los granos de cebada, símbolo de la fecundidad... La madre de Jesús puso a la novia el zarcillo que cuelga de la frente, le recogió las trenzas, le pasó el velo por la faz, y así se veían sus ojos más dulces y mociles... Y las diez vírgenes, con sus lámparas atadas al tirso de álamo, cantaban el elogio de la esposa:


¡No ha tenido sus párpados de azul,
no ha tenido sus mejillas de rojo,
no atormentó con artificios sus cabellos,
y está llena de gracia!


* * *


...Se iba cerrando la tarde.

Y bajó María; despertó la brasa del hogar, y volviéndose a sus dos hijos labradores, suspiró resignadamente:

—¡Hoy tampoco veremos al Señor ni a vuestros hermanos!

...Y como Cleofás era viejo y no podía llegar al terrado de la granja, su mujer y sus hijos pusieron los turbantes a lo último de sus bordones, agitándolos para que el anciano les viese. Y cuando se perdieron entre los últimos cactos de las lindes, postrose Cleofás en su portal, y sus puños huesudos se balanceaban sobre sus doblados hinojos.

Salía del establo un ancho mugido de los bueyes.

Y él les hablaba:

—...¡Todos, todos se partieron para ver al Señor y a los otros hijos, que pasarán por Bethsaïda! ¿No os acordáis de Santiago y de Judas? ¡Pues bien que les topabais si no os daban del pan de su merienda!

Venían las palomas, y se entraban por el aposento, y se subían a la rueca parada, aleteando junto a Cleofás y mirándole como si le pidiesen al ama.

Y él tomó en sus rodillas la hembra más blanca del averío, y la besó suspirando.

Después avisaba a las otras:

—¡Dejad, dejad quieta la lana, que ya la esponjo María! ¡Aun no os salgáis; se han ido ellos, y en tanto que retornan habéis de hacerme compaña todos vosotros!

Por la tarde pacían sueltos los bueyes en el henar de la ribera, y levantaban el hocico, verde de jugo, para sorber el olor de lo remoto. Y volvían mordiendo las matas, abrevaban en los dornajos del aljibe, se tendían al refugio de la vid, y en sus pupilas gordas, quietas y dulces, también se copiaba la soledad del anciano.

Sobre el azul sublime del horizonte del Genezareth seguía inmóvil el viejo timón del arado.

...Y una mañana volaron los palomos por el camino de Bethsaïda.

Levantose Cleofás agarrándose a los pilares de la parra. Su flaqueza le doblaba la espalda y le empañaba los ojos; pero sintió que sus campos, su horno, su era, sus muros, todo se regocijaba y olía a heredad suya. Y tomando su báculo, adelantose por la senda, y halló a su mujer y a su lado un mendigo. Se abrazaron y dieron gracias al Señor; y como mirase Cleofás buscando a los hijos, María gimió:

—El Rábbi ha enviado setenta discípulos para que siembren su palabra, porque es muy grande la viña y pocos los jornaleros. ¡Y no vuelven Simón y Josef!... Ahora, yo y este hombre labraremos tus tierras.

Y tornó a besarla el esposo, dio paz al caminante y bendijo el nombre del Señor.

Y aquella noche, mientras el anciano dormía, la esposa lloró calladamente recordando su jornada... Vio a Jesús pálido, extenuado de imploraciones, de quejas, de rugidos de una humanidad delirante; y desfallecía la voz del Señor, y le sudaban las sienes, y se le veía en su boca, en sus ojos, en sus pómulos febriles el ansia del esfuerzo para fijarse en todos los infortunios.

La Magdalena redimida, Susana la que se desposó en Kaná; Juana, la mujer de Chouza, y entre todas Salomé, la madre de Juan y de Santiago el Mayor, se transfiguraban oyendo y mirando al Rábbi. Se sentían particioneras de la sabiduría y mediadoras de la gracia del Ungido; pero tan suyo le querían, que a veces semejaban aborrecer a los mismos glorificadores del amado. A ella la acogieron con desconfianza. Y Jesús advirtió su cortedad y las sequedades de las otras mujeres, y la llamó amparándola en su pecho. Y entonces ella, fortalecida, pudo balbucir: «¡Señor, Señor, tú dijiste: "Cualquiera que dejare hermanos, padres, hijos, mujer, esposo y bienes por mi nombre, ése poseerá la vida eterna!". ¡Señor: dos de mis hijos te acompañan, y los otros dos que me quedan te traigo! Y yo, yo te sigo desde mi casa; colgada llevas mi vida a la tuya; pero yo no puedo abandonar a Cleofás, tan viejo, tan cansado, tan solo. ¡Mira bien en mi ánima, Señor!...».

Y el Rábbi tomó a Simón y Josef como emisarios de su Reino, y a ella le sonrió; y cuando iba a responderle para alentarla en el sacrificio, vino Salomé, amarillenta, trémula, y adorándole le porfiaba: «¡No olvides, Señor, lo que ya me tienes prometido: que mis dos hijos se sienten el uno a tu diestra y el otro a tu siniestra!».

Y fueron saliendo de Bethsaïda. Y María se volvió a la humilde quietud de su retiro.

...Se quejaba en sueños el esposo. Su sombra de patriarca solitario se tendía por el muro de cal.

La lámpara crujía...

...Un labrador de Corozaim les vendió su camello. Y Cleofás, María y su hijo Simón, que vino en busca de los padres, se juntaron con la última caravana galilea de la Pascua.

Les llamaba la madre del Señor.

Se había obstinado Jesús en sembrar los pedregales de Jerusalén. Realizaba prodigios y decía palabras victoriosas que afirmaban el advenimiento de su Reino... Y después se postraba su alma, y se le iba demacrando la faz, y se ocultaba de todos. Ella le había seguido y le sorprendió llorando, mientras sus gentes disputaban de los bienes triunfales. Todos se descansaban en su hijo. Ni silencios de amargura ni presentimientos ni exaltaciones les hacían temer por el Rábbi. El Hijo de Dios, el Hijo de Dios no podía recibir daño de los hombres. Y pensándolo quedaban libres de tristezas, olvidándose que siendo Hijo de Dios era hijo de entrañas de mujer, hijo también todo de dolor suyo, y en el dolor le amaba, y sufriendo amándole sentía miedo de todo. Estaba sola. Le rodeaban, le cuidaban muchos; pero sólo ella podía recelar y guardarle, porque era la única en temer por el hijo... Y su miedo habla de recatarlo de los demás, y singularmente de Jesús. Por eso pedía que viniesen los que podían temer por su hijo sin dejar de creerle.

Se lo confió a Simón una tarde que esperaban a Jesús en lo alto del camino de Bethania.

En la fragua del ocaso, Jerusalén resaltaba amenazadora, magna y negra, con un contorno de fuego.

Y ella gimió horrorizada: «¡Trae pronto a tus padres; diles muchas veces que tengo miedo: miedo de la alegría de los que le aman, de la faz roja y seca de Judas el de Kerioth, de todos los pasos que se oyen!... ¡Mira la ciudad que no le cree, qué fuerte es aún! ¡Mira sus sombras, que suben como chacales por los olivos!... ¡Y nuestra Galilea cuán lejos de aquí, cada noche más lejos, como si ya no pudiésemos llegar en nuestra vida!...».

...No sosegó María en toda la ruta de la caravana. Entonaban los romeros la plegaria y los salmos de las peregrinaciones, y ella le pedía a su hijo que le contase más de sus hermanos y del Señor.

Todas las heredades removían en el esposo la aflicción por el abandono de la suya. Y recordaba su vid, ahora retoñada; un dornajo roído, donde siempre venían a bañarse las palomas; la quejumbre de vejez bondadosa de su puerta... Y Cleofás suspiraba con Job:

—¡Mis días son cortos, y voy andando un camino por el que no volveré!

Su mujer, tendiendo las manos hacia el horizonte calcinado y áspero de Judea, le decía sonríéndole:

—¡Nos acercamos al Rábbi y a nuestros hijos!

Y se doblaba sobre el aparejo del camello, y le preguntaba a Simón:

—¿Cuánto nos queda de caminar?

...Apareció Bethania; y María sintiose traspasada de ternuras y angustias. No pudo contener su anhelo; dejó toda la pobre stramenta al anciano, y ella tomó del ronzal a la bestia y se apartaron de la caravana.

El hijo les llevó a la casa de Lázaro. Estaba cerrada.

Simón y su madre subieron la gradilla. En el cenáculo colgaba una túnica como un muerto; un candelero caído goteaba de aceite una losa. Todo quedó en un trastorno de huida; y aun flotaba un olor remansado de gente, del último sueño de la familia apostólica.

Desde la acitara se asomaron a la huerta. Salía un piar de nido de los follajes nuevos; zumbaban abejas, y en una herida del muro les acechaba un lagarto.

Gritó María, y perdiose su voz en el desamparo.

Silencio en toda la aldea. Bethania dormía, blanca, plácida y graciosa bajo sus árboles. A trechos cortaba el azul el filo ardiente de un bardal con sol.

Solos, inmóviles, Cleofás y el camello aguardaban oyendo los cánticos de la caravana remota.

Acongojose la madre. El hijo le recordó que mediaba el día de la Preparación de la Pascua, y Lázaro y los suyos y muchos aldeanos habrían ido a las ferias de Jerusalén.

Cuando bajaban repararon en un hombre tullido que les estaba mirando desde la estera de su portal. Acudieron a él.

Y él les dijo:

—Vino el de la almazara de Gethsemaní, y contó que anoche prendieron a Rábbi Jeschoua... Todos se marcharon.

Simón acogiose a su madre, mirándola con ojos atónitos.

Cleofás agobió la frente entre sus puños, y su plañido atravesó la aldea como la voz del viento. María, trágica, sin lágrimas, levantó los brazos diciéndole al cielo:

—¡Nada harán contra el Señor!

Y ciñéndose las vestiduras, le gritó a su hijo que les guiara a Gethsemaní. Y ella corría delante, buscando los atajos más rectos de la cumbre.

Apareció Jerusalén en la llama de la siesta, cegadora y triunfal.

Y la odió.

El camino bajaba solitario entre tapias, tojos y olivares.

María envidió todos los pies que ya lo habían hollado, y buscaba un caminante que supiese de Jesús; y le prometía al esposo:

—¡Nada harán contra el Señor!

Y le decía ahogándose a su hijo:

—¿Y Gethsemaní; se ve ya Gethsemaní?

Simón señalaba a lo hondo de la ladera.

—...¡Tiene un vallado viejo; salen muy altos los cipreses de la noria!

De los casales subían los humos; se asomaban niños de piel de adobe, con brazados de hierba; volvía una junta por un rastrojo...

Y la cuesta se desdoblaba solitaria.

—¡Gethsemaní!— y Simón mostró con su cayado las paredes de la almazara, de blancor intenso entre una fronda vetusta.

María contempló la granja, aspirándola como un aroma. Y corrió sonriéndole tranquila y dulce. Gethsemaní era bueno. Gethsemaní permanecía en su reposo sencillo, familiar.

Y precipitose a las tapias, y golpeó su cierre.

Se alzó un hombre entre los árboles. Llevaba las mejillas fajadas con un lienzo cortezoso de miel y de aceite.

Sonaban recias y cansadas las pezuñas del camello, y el ropaje del anciano volaba hinchado por la brisa del monte.

María le imploró al campesino:

—¡Dinos dónde está Rábbi Jesús!

Y él apartose la venda descubriendo la llaga de su rostro.

—Me abrasó una antorcha de los que vinieron con el de Kerioth. Rábbi Jesús se paraba donde tú pisas. Y desde ahí decía: «¡Amigo: paz en tu casa!». ¡Y se descansaba a la sombra de las oliveras, y se sentaba sobre mi celemín, y disponía que Judas, el mayordomo, me socorriese!... ¡Y yo pienso que bien pudo hurtar de mi limosna el que ha vendido a su Maestro!

María porfiaba:

—¡Dinos del Señor! Nos ha llamado su madre...

—¡Yo no sé de tus hijos! —le respondió el de la faz quemada.

Y después, cuando supo que eran discípulos de Jesús, murmuró:

—Yo fui a Bethania y conté la prisión del Rábbi. Todos los que se albergan en la casa de Lázaro bajaron a la ciudad... Juan se nos apareció en el torrente, y postrose delante de María diciéndole: «¡Ya no me esconderé; no me apartaré de la madre de mi Maestro!». Entonces Salomé gritó con arrogancia: «¡Mirad el que merece la recompensa prometida!». Y se revolvía buscando al otro hijo suyo. Pero yo le dije: «¡Todos huyeron anoche de Gethsemaní, sin padecer ningún daño por amor al Rábbi; y mi carne la devoró una antorcha de los enemigos!».

—¿Y el Señor, y el Señor?

—Al Señor se lo llevaron a la presencia del Pontífice... Poncio Pilato lo ha condenado al suplicio de la cruz. Ahora lo subían al Gólgotha. Pero yo te digo...

María temblaba pálida y sublime. Aun sonrió, esforzando al esposo. Se lo encomendó al hijo.

Y alejose por el barranco de Betfage.

Cleofás sollozaba mirándola.

Y el labriego de Gethsemaní voceó tercamente:

—¡Lo sacaban al Gólgotha! ¡Pero yo te digo que no se mueve la hoja del árbol sin la voluntad del Padre que está en los Cielos!...


* * *


...Subió enloquecida, atravesando la ladera, agarrándose al pedrizal.

La requebraron desde el corro de ejecutores, que se lavaban con una esponja rojiza la sangre seca de los brazos y de los hinojos.

El centurión, que había pedido la jarra de la posca, el agua con vino agrio, que alivia el ardor de las jornadas militares, dejó de beber para mirarla.

Un legionario levantó el yelmo donde resonaban los dados.

Bajaba un bramar cavernoso de las cruces.

Juan, de pie, rígido, cayéndole el manto, iba siguiendo la agonía del Rábbi, que se retorció en el «cuerno», haciendo crujir las cuñas del hoyo.

Acercose un custodio; le tocó las rodillas, y se volvió enjugándose los dedos en su cráneo.

—¡Es el frío de la fiebre!

María derribose bajo una mano del Señor. Y sintió en su nuca un golpe de humedad caliente. Se estremeció adorando... Y una gota de sangre anegó un gusano que salía a la luz de la peña.

Y María quiso ser como el gusano; y llegose más, y de tiempo en tiempo, la sangre goteaba en sus mejillas, en sus ojos, en sus sienes, en su boca...

Sonaba rudo, leñoso, el resuello de Jesús. Se oía su lengua revolviéndose contra el paladar, exprimiendo las encías; y con las mandíbulas apretadas exhaló:

—¡Qué sed tengo!

De una granja venía el balar de una oveja parida y el fresco ruido de una balsa llena...

Sanhedritas amigos de Jesús


«Y he aquí un varón llamado Josef, que era sanhedrita, varón bueno y justo. Éste llegó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús».

(S. Lucas, XXIII, 50—52)


«Y Nicodemus, el que había ido de noche a Jesús, trajo como unas cien libras de mirra y áloe».

S. Juan, XIX, 39)


Pasaba Josef por sus maizales recién regados, que oprimían la senda. Todo verdor tierno, movido mansamente sobre el azul. Después, el muro de frescura se abría en planteles de centeno, de sésamo y de cártamo en alcacer. Relumbraba el alboroto de las acequias, y salía el agua en láminas de sol derretido, anegando los fríjoles, que se suben a sus horquillas; ciñendo los troncos desnudos de las escalonas y coles que crecen libres, recias y fecundas para madres de las almácigas.

Luego venían los frutales, prendidos juvenilmente de flores, como brisa cuajada; duraznos, bergamotes, ciruelos, cerezos y toda la variedad de los manzanos de Samaria, desde los que llevan el fruto harinoso y ácido, hasta los que dan las pomas de carne translúcida como un alabastro de mieles.

Arriba del otero de la huerta, en un solejar abrigado de los vientos, estaban las colmenas, que estrellaban de oro el azul de su retiro, y se sentía el vaho de sus panales y el rumor de su obra.

Josef sonrió del afán de las abejas, afán sin angustias, afán que participaba del corpezuelo de estas criaturas como sus alas, sus palpos, su vello sudoroso... ¡Cómo debieron vibrar los dedos del Criador cuando hiciesen el germen de la abeja!... Y la mano divina, después que tocó en los orígenes de las cosas los sufrimientos de la creación, hizo al hombre... En todos los seres era posible lo que apetecieran para su bien. Y el más grande bien de los hombres: vivir, vivir sin dolor, no se hallaba en su voluntad... Y sonrió Josef, contemplando sus manos enflaquecidas.

Llegó a las norias; las rodaban las camellas viejas. Los collares de arcaduces iban soltando en las balsas sus canos encendidos de sol, con un estruendo donde ya hervía una idea de feracidad. También sonrió con tristeza el anciano, y se dijo: «¡Todo puesto al servicio del hombre para que tema más en su abundancia!». Y se volvía contemplando la mañana maravillosa, regocijada, infantil. Rebrotaban las tierras y los árboles como en su primer principio; y los montes remotos eran de una tonalidad dulce, de carne húmeda, recién modelada. Y dentro de esta vida palpitante, briosa, sentía Josef su caducidad. ¡Ya se pensaba cansadamente en la vejez de los tiempos; se había llegado a la plenitud de las profecías, y todo empezaba siempre en torno del hombre!...

Josef transpuso sus tierras campesinas, y entró en las de jardines, tierras recogidas, umbrosas. Allí la luz llegaba trabajada, envejecida, pálida, como si la tamizara la frente de la humanidad. Allí recibió más la de Josef los toques y heridas del miedo del dolor. Había una quietud grave que desnudaba la vida; las sendas de los adelfos, de los mirtos, de los cipreses, de los sauces y acacias ofrecían un silencio suyo, que miraba, que escuchaba, que esperaba. Los olores tenían una intimidad y tristeza de lugar antiguo y murado; y en las cantigas de los ruiseñores y mirlos temblaba una queja de ave que ama en el árbol predilecto, y que presiente su partida y conoce su fragilidad, rodeada de lo magnífico y fuerte de todo lo que no es ella. Y había un magnolio grande, frondoso; y estaba mudo. El viejo sanhedrita estuvo mucho tiempo mirándolo. Por las tardes, el magnolio vibraba de pájaros, que ahora picoteaban en el sol de Jerusalén. Sólo se recogían para dormir. Y sonrió el anciano. De la opulencia de un macizo de follaje prorrumpía la frialdad de su sepulcro. La losa, como una muela harinera, le aguardaba reclinada en el quicio, sobre su carril de bronce. Josef se asomó al vestíbulo angosto, crudo; en medio, el banco de jaspe para su mittah, el féretro donde él, ceñido de vendas redundadas de aromas, recibiría el beso ceremonioso, el beso último de los que nunca le habrían besado, las postreras lágrimas alquiladas, el tañir de flautas, el pulido elogio de un anciano. Avanzó Josef. En las tinieblas de la segunda cámara negreaba la tumba cavada para su cuerpo; y palpó las paredes; y su reciedumbre le comunicó una sensación de perpetuidad. Pavorosa es para el semita la idea de su aniquilamiento; la sepultura precaria, el abandono y la cremación del cadáver le angustian de desesperanza.

Al salir, tocó Josef el disco de piedra. ¡Qué mano lo rodaría sobre su sueño! Y se fijaba en las manos de sus esclavos agrícolas, los fellaths hercúleos, descalzos, con su ropa bermeja que cubre sus ingles, y un nezem enorme, el anillo que traspasa el cartílago nasal y les cuelga en el revuelto labio. ¡Cuán semejantes todos en su carne y en su vida! ¡Cualquiera de ellos, que sería lo mismo que los otros, contemplaría su rigidez; pero nadie de su sangre, de su conciencia, de la substantividad suya!

Apareció su casería, de una serenidad clásica, nítida, entre el verdor de los naranjos y laureles.

La túnica amaranto del viejo patricio prendiose en un sarmiento de rosal de flores pálidas; al lado se abrían las rosas carnales, las rosas flavas, las jaspeadas, las de un rojo de púrpura...

El cráneo fino y desnudo de Josef inclinose, aspirándolas. Eran las rosas de una mujer que había pecado, y un hombre elegido la perdonó.

De las manos del Rábbi la tomó Josef, protegiéndola hasta dejarla en su quinta de la Perea. Desde allí había enviado ella los rosales diciéndole: «Son los más regalados de mi huerto; los busqué de trece castas y trece aromas distintos como trece son los perfumes del brasero sacrosanto». Que florezcan en tus tierras, y su fragancia os traiga al Rábbi y a ti el recuerdo de las rosas humildes de mi gratitud».

Volviose Josef. Crujían aplastadas las guijas del vial. Y asomó una figura larga, seca, impetuosa, con el manto esparcido y la faz oculta por una capellina parda.

Todavía lejos gritó exaltadamente:

—¡He oído la perdición de Jesús! Recelan de nosotros, y vinieron siguiéndome. Eran escuchas de Kaifás. Yo les arrojé los mendrugos de unos siclos, y me dejaron. ¡El gran pontífice se hubiera también revolcado en el camino para recoger mi oro! Movía sus manos grifadas sobre el cielo purísimo; le temblaba la barba rizosa, negra, ungida, picuda, por la violencia de su palabra ronca.

El anciano le dijo:

—Kaifás acaso se doblase para disputar tus riquezas a los siervos que te espiaban. Mas no es del príncipe de quien puede temer el Rábbi, sino de Annás, que gobierna desde su casa nuestro pobre pueblo.

Y se descansó en el hombro de su amigo y le llevó a su aposento de estudio; y él mismo puso las almohadas para el coloquio y trajo los vasos de hidromiel y las fazalejas para enjugarse.

Nicodemus, o Bonai-ben-Gorion, era recio, huesudo, inflamado. En su palabra, en su mirada, en sus ademanes ponía todo el fuego, toda la verdad y toda la inocencia de su alma recta, vehemente y cándida. Sus sienes se enrojecían como dos ágatas sutiles penetradas de sol. Poseía caudales tan inmensos, que no menguaban ni por sus larguezas ni por sus ostentaciones y arrebatos. Dos siervos le precedían en la synagoga para tender tapices en el sitio de su oración, y después los cedía a los devotos pobres. Se rodeaba de lujos envidiados de los más poderosos saduceos, y mentaba sus bienes con una vanidad candorosa.

Josef le aconsejaba, reprimiendo sus nobles audacias, y defendía su fragilidad de las rudezas de las gentes.

Le pidió que descansara, y Nicodemus no admitió el cojín, ni paño, ni refrigerio. Cruzaba atropellado la estancia, removía las alfombras, ahogaba de resinas los pebeteros, se asomaba al camino. Rendido, se detuvo; quitose el manto, lo pisó, se estrujó las manos, hizo un visaje de rabia, de designios de violencia, y dijo:

—¡Lo matarán! ¡Lo vende uno de los suyos; yo le he visto, escuché su oferta, y no he rasgado la boca del ruin!

Josef levantó sus párpados, marchitos por las vigilias.

Y murmuró fríamente:

—Irán a prevenirle en mi nombre. Yo puedo ocultarle en mi Arimathea, blanca, tranquila como un rebaño.

Nicodemus golpeose el costado y bramó:

—¡Yo puedo comprar treinta cohortes que le aclamen; yo puedo comprar toda la Galilea y dársela para que allí viva, según su palabra; yo puedo llevarle a la casa de mis abuelos, mi casa de Jericó, para que la habite pomposamente, y en la sala Bethgadia, donde Hillel tuvo su escuela, vierta el Rábbi sus enseñanzas, y Jerusalén vaya a escucharle y en el esplendor se le rinda...! ¡Yo lo puedo todo, todo menos comprenderle! ¡Le amo y le creo sin entenderle, como el hijo chiquito ama y cree al padre!

Nicodemus se asomó a los campos, y sus dedos se arrancaron dos lágrimas, como si se quitasen dos pinchas de los ojos.

Josef reclinó la mejilla en su mano de mármol.

—¡Quién contuvo los aires entre sus brazos, quién recogió las aguas como un vestido!

Nicodemus rugió, blandiendo su puño sobre la ciudad:

—Yo podré arrebatártelo, porque si el de Kerioth puede entregarle, yo puedo más, más que todos tus viles patricios: yo puedo comprarte, ¡Jerusalén!

Palpitaron sensualmente las delgadas alillas de su nariz. Le subía una onda cálida de perfumes de rosal.

Y volviose a Josef.

—¡Por qué le aborrecen si hasta las rosas de tu huerto nos presentan la piedad y la gallardía de su alma! ¡Por qué odian al Rábbi Jeschoua!

El anciano le sonrió con tristeza.

—¡Le odian, porque pudo perdonar! ¡Hacer el bien presentando el alma limpia es acercar demasiado la lámpara a las vilezas de los otros!

Exaltose Nicodemus; y enrojecido, vibrándole las brasas de sus sienes, tomó su manto, y rugió:

—¡A tus palabras sólo se acomodarían las de Gamaliel, que siempre dice del Rábbi!: «¡Lástima de hombre!». Mas yo soy fuerte para salvar al que os inspira compasión, y lo salvo.

El anciano le siguió con su mirada fría.

Nicodemus alejose hacia la Puerta de Efraim. Una vena lívida le cruzaba la frente, y sus ojos ardían magníficos y feroces. Se imaginaba guiando escuadras de caballeros, de sacerdotes, de esclavos; se veía volcando sus tesoros en el aula de Kaifás, y sus riquezas desbordaban por las calles de Jerusalén; se miraba a sí mismo rodeado de un pueblo que despedía con cánticos al Rábbi, subido en un navío resplandeciente que le llevaba a una patria comprada con el producto de todas las Haciendas de los Bonai-ben-Gorion; y cada arranque de visión lo corroboraba en sí mismo repitiendo: ¡Le salvo, le salvo! Y fue acercándose a la ciudad. Menestrales, vendedores, Hacendados, dignatarios, escribas, todos se le Humillaban saludándole; y le rodeaban, le bendecían, le sonreían, le consultaban. Machos viajeros dejaban sUs cabalgaduras para besar las insignias de su manto. Los guardias del Sanhedrín se curvaban ante él; los ministriles del Templo le abrían paso entre la muchedumbre, voceando su dignidad de clavario de las aguas sagradas. Desde los palacios salían los mayordomos gritando su nombre hacia los canceles. Y era dulce, fragante y azul la mañana de Nisán...

Y Nicodemus había de pararse, y sonreír, y platicar, y moderar su prisa; y de tiempo en tiempo pensaba: ¡Yo le salvaré!

...Josef, apoyado en su báculo de cedro, escuchaba a un hombre robusto, de barbas viejas torrenciales.

Lentamente subieron entre la frescura viciosa del maíz.

Un grito de ave magna y herida bajó del camino de las norias inmóviles.

Y vieron a Nicodemus que avanzaba espantoso, aleteándole el manto en la paz azul.

Llegó junto a Josef; le besó llorando, y se maldijo y se destrozó el ceñidor de pedrería, que semejaba recamado de luciérnagas.

—¡Yo he sido más ruin que todos, mas que el de Kerioth, más que el Pontífice! ¡El Rábbi cuelga de una cruz! ¡Josef, Josef!

El anciano, frío y dulce, murmuró:

—¡Este es el Padre de Familias, en cuyo aposento comió Jesús anoche la Pascua! Ahora nos llevará para ver donde él estuvo... ¡Me trajo la copa donde él bebió!

Nicodemus gemía:

—¡Yo no he escupido en la frente del Pontífice; no he ahogado entre mis manos al discípulo que le vendió! ¡Yo puedo comprar toda Jerusalén..., y el Rábbi, el Rábbi cuelga de una cruz!

Y esperó convulso y avergonzado que Josef hablase.

En la alegría de la mañana campesina, el cráneo del varón de Arimathea brillaba con una blancura glacial. Su cuerpo, seco, menudo, doblado; su rostro, exangüe; su boca, lisa, apenas señalada en la palidez; sus ojos, de mirada lenta y enjuta; pero de esta postración se exhalaba como una luz misteriosa en su transparencia, firme en su sutilidad.

Desde el Gólgotha llegó el clamor de la plebe.

Nicodemus y el Padre de Familias retrocedieron, semejando huir de sí mismos.

Josef, inmóvil, recogió todas las voces que la brisa le traía, y les dijo:

—¡No iremos al cenáculo donde él estuvo, sino a ese cerro donde él está aún!

—¡Verle morir yo! —balbució Nicodemus, retorciendo sus manos, que crujían como leños rotos.

—Tú y yo. Antes le pediré a Pilato el cuerpo del Rábbi; quiero guardarlo muerto, ya que no supe guardarlo vivo. Y tú, Nicodemus, que puedes, y quisiste comprar toda Jerusalén, compra los aromas para su cadáver. No perfumes de tu casa ni de la mía, perfumes de nuestros ocios, perfumes de nuestra abundancia, sino aromas que tú busques, que cuesten siquiera un ahínco, un momento de voluntad, y que sean de los que compran los otros hombres con sacrificio.

Y como al salir intentara Nicodemus rodear por el hondo camino de Damasco para no ver aun el Gólgotha, Josef le contuvo con su voz helada como el hierro de su voluntad.

—Lleguemos a Jerusalén por donde él ha pasado. Veámosle de lejos, tomando esta contemplación como promesa a sabiendas de la compañía que hemos de hacerle.

Nicodemus besó su mano descarnada, y fueron acercándose al peñascal amarillo, mirando las tres cruces, cada vez más grandes, y más preciso el contorno de los reos.

Rugía Nicodemus entre la muchedumbre, y Josef la apartaba subiendo su báculo.

Pasada la Puerta de Efraim, el viejo sanhedrita alejose con el Padre de Familias por la rampa del Pretorio, y su amigo atravesó por las callejas del valle de Tyropeon. Sus vestiduras patricias barrían los suelos inmundos y se rasgaban en los quiciales y paredes. Hundiose en la soledad hórrida del barrio de los perfumistas. Todas las tiendas tenían las esteras corridas, porque llegaba el principio de los Ázimos. Nicodemus buscó la correa de un portal cegado con un cancel de juncos. Lo golpeó. Derribó la celosía. Abriose un postigo, y asomó la espantada cabeza de un hombre escuálido, de piel untosa con una vedija rubia, húmeda, rala, que le nacía en el hueso corvo del mentón. Sus pupilas de sierpe se revolvieron rápidas, acechadoras; y cruzó sus manos devotamente, y se agobió murmurando:

—La humildad de Elcana se regocija ante la magnificencia de Bonai-ben-Gorion. ¡Ensalzado sea el Señor Dios nuestro!

Le rechazó Nicodemus y arrojose en la foscura.

Trajo el mercader un fanal de asta, y fue despertando la tiendecita, abriendo sus ojos de brillos de urnas, de potes, de alabastros. Era una bóveda como el seno de un aljibe vetusto, toda de vasares y nichos.

Elcana, reverente y juncioso, suspiró:

—Excelso eres entre los maestros del Gran Sanhedrín y los ministros del santuario. Un día el sacerdocio exaltó al droguero Abtinas y dio su nombre a una de las salas santas...

Nicodemus le gritó:

—Dame mirra y xilaloé.

—Todo es tuyo, corona de la sangre de Israel. Acaso hallarás en mi miseria lo que no hubo en casa de Abtinas.

Y alzaba la luz, mostrando los tarros de gálbano, de cinamomo, de zumo de casia, de algalia, de astrágalo o alquitira, de azafrán, de goma de cisto, de resinas de Xilaloé, el Aquilaria Agallocha del Arabia Feliz, de lágrimas y panes de estoraque...

Leve, súbito, felino, llevó la lámpara a una leja de piedra; y alumbraba las anforillas de los ungüentos del junco de Nabathel, de megallium, de malobathrum de Sidón, de opobalsamum de Jericó, de telinum de Telos, de nardum de Persia, de bálsamo encarnado, de bálsamo dulce; y los vidrios de rubios orobias, de incienso cándido, de caracolas del Mar Rojo...

—¡Todo de mi señor, que hoy me levanta sobre Abtinas!

—¡Quiero los aromas para el Rábbi Jeschoua!— repitió Nicodemus, y se senda adormecido de intensos y delgados olores, que le apretaban sus sienes candentes y le empañaban los ojos de un lagrimeo agridulce.

—Ávido fue Abtinas para esconder los secretos de sus mixturas; mas, yo he escudriñado las raíces y los tejidos de las plantas; yo he meditado en las palabras de los nombres de muchos pueblos; he recorrido tentando nuestra tierra; yo compuse substancias ignoradas de los descendientes de Abtinas, y yo también conozco la hierba del Jordán, que hace subir inmaculado y seguido el humo del perfume agradable a Dios, y sé acendrar el aroma del ónix de las impurezas de su origen. ¡Todo de mi señor, cumbre de casas de Israel!...

El murmullo de Elcana, el ambiente blando y cálido, la lámpara sumida en un vaho tembloroso, la quietud, el piar de los pájaros de azoteas y tapias, todo enmollecía los sentidos del patricio.

Y de súbito, el mercader se espantó de su voz y de su gesto.

Josef esperaba en el portal.

Y Nicodemus rugió:

—¡Véndeme los perfumes para el Rábbi! ¡Véndelos antes que me desprecie!

Elcana dijo doblándose:

—¡Yo, como vosotros, reverencio al justo sin ventura!

Y descolgó su balanza.

Nicodemus le ordenó, señalándole un arca de mirra y una urna de resinas y maderas de áloes:

—Llévalas al jardín de Josef de Arimatnea.

Y respondió Elcana:

—Mira, señor, que habrá más de cien libras...

Y el mercader dijo:

—¡Consiénteme que yo añada mi ofrenda!

Y acercose el fanal, y estuvo pesando una libra de aromas; y cuando Josef y Nicodemus se apartaban, los dedos afilados del vendedor pellizcaron dos gromos del platillo y los volvieron al tarro de alabastro...

Un rabino de la Escuela de Jamnia, con los dos escribas relatores de la causa de Jesús, pasaban lentamente entre las cruces. Siempre se detenían en la del Señor, irguiéndose para verle la mirada y oír en su quejumbre. La crispación de un nuevo dolor les acuciaba su acecho. Después, una rápida analgesia dulcificaba la faz del Rábbi; y ellos se iban a la otra cruz... Gestas les escupía una baba de sangre que le iba cayendo por la quijada de lobo, y el ímpetu de salivar ennegrecía su lividez. Echó su cabeza hacia la nuca, buscando el madero. Era su cruz commisa, sin cabezal, como una T. Le asomó la lengua costrosa, y arrastrándola por sus labios de espuma llamó:

—¡Ráabbi... Ráabbi! —Y se paraba, resollando— Ráabbi... ¡Ya que no viene tu Padre a librarte, cháfate el cráneo!

La chusma le aclamó.

Josef y Nicodemus hablaban con los del grupo de la secta.

Incorporose Lázaro, de una demacración que sobrecogía a sus hermanas, y le dijo a Josef:

—Mi casa era su escudo y él la abandonó por recogerse en Gethsemaní. ¡Vanos fueron mis ruegos y tus avisos!...

Calló, porque les había llegado la voz suya.

La madre quiso ir; y la rodearon, conteniéndola.

Un custodio buscó la esponja con que se lavaron los ejecutores; la empapó de posca, la traspasó con un hisopo seco, que aun tenía los hilos rojizos que lustraron lepra, y la aplastó en los labios del Rábbi.

Alzose junto a la cruz la figura de María Cleofás.

Salomé murmuró:

—Nosotros tuvimos que apartarnos. El Señor nos lo pedía con la mirada... —Y volviéndose a Nicodemus, añadió:— Aquél es Juan, mi hijo. No quiso dejarle, y está solo entre las ofensas de las gentes.

María de Magdala balbució en la espalda del sanhedrita:

—¡El Señor resistirá menos que los otros; se le hincha un costado!... Al principio hablaba más... Encomendó su madre al discípulo; después tuvo angustia y gimió: «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?».

Y María lloraba, mirando al cielo cerrado, duro para el Señor.

Siguió Salomé:

—...No quiso el vino de misericordia que le trajo la mujer de Elisama...

Entonces reparó Nicodemus en la patricia, y se abatió en su presencia.

—¡Tú fuiste más valerosa que nosotros! ¡Loados sean tus hijos!

Salomé le interrumpió:

—¡El mío, el mío veló la desnudez del Maestro con un trozo de manto que se rasgó la pobre madre!...

La madre del Señor, postrada en la roca, miraba densamente hacia la cruz. Y semejaba que sus ojos se mirasen a sí misma.

Enmudeció Salomé. Venían los escribas y el jurista de Jamnia; y, al pasar, saludaron sonriendo a Nicodemus y al varón de Arimathea.

Impetuoso y aciago los atropelló Nicodemus, y corrió, gritando:

—¡Rábbi Jeschoua, Rábbi: yo no te abandono, Rábbi!

Su palabra, sus fervores, sus vehemencias generosas decaían, se apagaban bajo el espanto y la lástima de la ferocidad del suplicio... ¡Ya no era el Rábbi Jeschouat! Su cuerpo semejaba de una arcilla pegajosa, con placas azules de los trastornos circulatorios, con coágulos desprendidos de la espalda flagelada, roída por la antena. Le resbalaba un sudor craso por las axilas, por los riñones, por los muslos; palpitaba horriblemente su cuello abotagado, corto, confundiéndosele con las mejillas infladas, blandas, lívidas; las sienes se le hundían, y sus oquedades se juntaban con las cuencas de los ojos; resaltaba la frente roja, el filo húmedo de la nariz anhelante, pulverulenta de una harinosidad amarilla. Los labios, flácidos, amoratados, con arborizaciones venosas, se torcían sobre la escara de los dientes; y entre sus párpados cárdenos se perdía su mirada turbia, cuajada en una lágrima... Agonía del Señor. Agonía del crucificado, que padece las angustias de todas las muertes. Dolor de peso de podredumbre de las meninges, del corazón, de la aorta, de los pulmones, que se estancan, se macizan de sangre parada. Las arterias, que llevan la dulzura de la vida, se vuelven dogales. La fiebre traumática le hunde sus uñas de sed y todo el cuerpo parece una lengua para sentirla. Todos los dolores en el crucificado: dolor de latido foscor, vibrante, de la garra ardiente de la cefalalgia; dolor de punza, de mordisco, de desgarro de todas las vísceras; dolor de peso, de apretamiento de embolias, de dislocación de vértebras, de músculos distendidos, de nervios desgajados... Y el reo se contempla entregado a la exaltación de la sensibilidad, inmóvil, fijo en la sedila, el cuerno, que le gangrena las nalgas; quietud de muerto que asistiese a su devoración. Y de todas las entrañas, engañadas por la inmovilidad, va saliendo la muerte. ¡Y él la ve!

...Juan llamó a la madre del Señor. Y se postró, se amontonó todo el grupo bajo la cruz. La madre quedose alzada, rígida, suprema, mirando a su hijo. Al lado, Josef.

Jesús agonizaba. Balanceó el cráneo, ahogándose. Se veía el ansia del resuello desde el vientre a las fauces. Crepitaban sus pulmones cartonosos; temblaba la blanda hinchazón de su pleura; se rompía su silbo ronco en un colapso; y entonces resaltaba el zumbido de las moscas en sus ojos, en su nariz, en sus orejas, en las llagas de los clavos.

Y tornaba el jadear, el cabeceo de la asfixia. Su cabellera se doblaba, caía, le cegaba, se alzaba; su aliento fue haciéndose ancho, prolongado. Se quejó, y precipitose su ahogo. Sus pupilas vidriosas imploraron al azul; se volvieron a la tierra...

Jesús estaba solo. El Padre lo ha desamparado. Jesús ha de pasar las soledades humanas de la muerte. En la tierra no puede ni el amor vencer la agonía del amado. El que muere está solo. De Dios a criatura era un tránsito de resignaciones, de sencillez, de piedad. De hombre a Dios, había de subir la jornada yerma, cegada, sin tierra y sin cielo; Jesús, solo.

Todo el Calvario estaba lleno de su angustia. Sobre los rumores de la multitud y el aullar de Genas y Gestas, resaltaba el afán del Señor. Y sonó su grito de desgarraduras de toda su vida; y sintiose su silencio, el silencio del pecho inmóvil, desencajado, alto, duro, metálico; la cabeza quedó colgando hacia la roca; y la cruz tembló del peso del cadáver, que se había salido del escabel, y semejaba desclavarse. La madre aun esperó otra palpitación del costado del hijo.

Un custodio le fue enroscando una soga, atándolo al mástil.

Y Josef llegose al centurión para mostrarle la tablilla del mandamiento de Poncio cediéndole el cuerpo de Jeschoua Nazarieth.

Bramaron los otros crucificados bajo los golpes de mazas, que iban quebrándoles las piernas, las ancas, las costillas, los codos...; era el suplicio del crurifragium que infama y apresura la muerte.

...Caía una lluvia olorosa de primavera. Resonaban los follajes de los jardines, removidos por un vendaval de arenas.

La muchedumbre se dispersó hastiada...

...Josef y Nicodemus contemplaban la noche desde la azotea.

Había una profunda bienaventuranza.

El cerro de la ejecución dormía pálido, gracioso, recostándose en las murallas. Y la ciudad se alzaba clara, inocente, como un jardín de lirios, coronada de las dulces lumbres de los techos del santuario y de las torres. En cada cúpula se congelaba una gota de luna.

El huerto de Josef exprimía el olor de sus naranjos y cidros. Cantaban los ruiseñores, y sus arpegios parecía que resbalasen en la peña del sepulcro.

El viejo sanhedrita se acongojó, vencido de ternuras desconsoladoras, de emoción de eternidad. Y quiso ir a su cámara.

Les recibió una mujer vestida de lino y de un cendal de luna, como exhalado de la pureza de su amor y de su carne.

—¡Yo prometí besar la sandalia del Señor cuando retoñaran mis rosales! ¡Mira las rosas en mi regazo; y ya no puedo dárselas!

Josef abrió su cofre de ámbar y olivo, y tomó el cáliz de la cena de Jesús. Sintió que le temblaba la vida, que toda le acudía devotamente a sus dedos.

La mujer se prosternó sollozando, y se esparcieron sus rosas en los tapices.

El varón de Arimathea alzó el cáliz de ágata como una flor encendida.

Asomose un hombre desmedrado, con túnica blanca y un manto leve y rubio.

Nicodemus se le abrazó gimiendo:

—¡Gamaliel, Gamaliel!

Gamaliel reclinose en el estrado, frente a la abierta ventana. Miró un lucero azul palpitante, que subía sobre las agujas de dos cipreses del sepulcro, y suspiró:

—¡Lástima de hombre!

La samaritana


«Vino una mujer de Samaria a sacar agua, Jesús le dijo: "Dame de beber"».

(S. Juan, IV, 7)


Los que venían de las labores, los que estaban en su obrador de artesano, los que holgaban a la sombra del corral de caravanas, el karwânserâi que huele calientemente a bestiajes y pueblos, todos la miraban sonriéndole cuando ella salía con su ánfora, recortándose rítmica, fresca y graciosa en el cielo del camino.

El camino, después de los muros de los pesebres de tránsito, rodeaba el ejido, y volcándose, retrocediendo, brincando, se hundía en la anchura del valle de Sickem.

Campos arados, campos en reposo; sernas de gleba recién desnuda; verdor jovial de manzanos, de morales y zamboas, que se bañan en las fuentes del Garizim; umbrías de terebintos; hazas viejas, calma de olivar, senderos y rediles, humos dormidos... Es la tierra que compró Abraham para tener las tumbas de su casa; la que mercó Jacob por cien corderos, y la retuvo con su espada y su arco y se la dio a Josef como porción de mejora de heredamiento. Allí se levanta la «Encina de la Estela», ancha, solemne, inmóvil y negra sobre el azul; al amparo de su ramaje de forja consagró Josué la piedra del testimonio de la alianza de su pueblo con Dios, y los sichemitas ungieron a Abimeleck, y Zebul mintió a Gaal... Allí está el sepulcro de Josef, que todas las tardes tiende la sombra de su bóveda junto a las palmeras que se curvan dulces y cansadas sobre el pozo que cavó Jacob... Tierra grande, extática en la emoción del paso y de la muerte de los patriarcas. Un aullido, un aleteo, un cántico, todo tiembla en la claridad del silencio.

...Y cuando subía la mujer con su ánfora, que resudaba palpitante de frescura, la llamaban los hombres desde los albergues. Los de Samaria habían ya contado la renovación placentera del tálamo de la hermosa. Y los ricos mercaderes extranjeros, reluciéndoles las pupilas, le mostraban el fausto de sus equipajes y las delicias de los vinos y sabores exóticos de su festín en aquel alto de la ruta.

Pero ella decía:

—¡La plegaria será mi alimento y mi salud!

Y murmuraban las gentes de Sickem:

—Ya no es Fotima ella misma; porque siempre escuchó los deseos de los hombres con una sonrisa de promesa y se le alzaba el pecho glorioso de amor; y ahora sonríe como adoleciéndose de nosotros, y parece que diga las palabras de Noemi, en el libro de Ruth: ¡No me llaméis hermosa, sino amarga! Y no puede llorar muerte de esposo, pues cinco trocó por gusto y hastío de su cuerpo; ni perdió hijo, porque es infecunda; ni se malogró su hacienda, que nunca codició, y que le es dado juntarla a su antojo con el poder de sus gracias...

Sola, desamorada, cruzaba las calles de Samaria dejando un casto aroma de paz. Ya no le ardían los ojos, y daban una lumbre quieta de remanso con luna.

Y cuando un samaritano volvía de caminar, ella le buscaba preguntándole:

—¿Viste al Señor que lee los más escondidos pensamientos, aquel que siendo judío comió pan de Samaria?

Pero los andariegos de su país no hablaban sino con gentiles, y no trataban con los moradores de Israel sino de empresas de logro.

El Deuteronomio dice: «No prestarás por usura al hermano».

Samaria no es tierra hermana de la tierra judía. Samaria se ha prostituido con ídolos bárbaros. Levantó en su monte Garizim un templo de liturgia semejante al culto de Jehová, y le pidió a Antíoco: «Conságralo a Zeus Hellenios, porque nosotros somos sidonianos y nada tenemos con Israel ni en raza ni en usos...».

El creyente desdeña los testigos, la boda, el beneficio, la mantenencia, el descanso y el agua de la tierra que apostató. El creyente sólo admite al samaritano para lucros de tráfico y de réditos de una dureza implacable. Mas, de tiempo en tiempo desborda el rencor de Samaria vengándose de Israel. Israel proclamaba con hogueras en todas sus cumbres la neomenia de la Pascua, o principio de la luna de Nisán; y Samaria alumbró engañosamente todos sus altos, y pasó el aviso de llamas de cima a cima, y acudieron a Jerusalén los devotos que residen en Siria y Babilonia, imaginándose convocados para la fiesta de los panes cenceños. Entonces el Gran Sanhedrín trocó las señales luminosas por los emisarios. Y en otra Pascua de inmenso concurso, porque fue año de llenura, penetraron escondidamente los hombres de Samaria en el Templo de Dios y esparcieron inmundicias y osamentas para impedir las ceremonias; y el alborozo se tornó en plañido.

...Ninguno de los que corrían comarcas extrañas trajo nunca noticia del Señor. Y los de Sickem se pasmaban del afán de la hermosa. Y ella decía:

—¡Aquí le visteis y escuchasteis! ¡Cómo pudo deshacerse su recuerdo! Pasó como el Esposo de los Cánticos por los oteros y vergeles. No disteis posada a sus discípulos, y agraviados ellos le pidieron al Señor: «¿Quieres que digamos que descienda fuego y los acabe?». Mas, él les repuso: «No vine a perderlos, sino a salvarlos».

Todas las tardes bajaba la mujer a la sombra de las palmeras del pozo patriarcal, y se sumergía su alma en el silencio para sentir el latido más hondo de la lejanía... Y esperaba al Señor donde había gozado su presencia; le esperaba devanando sus memorias... Fue en una siesta del mes de Sivan. Estaba el valle rubio, maduro y oloroso del aliento del verano. Todo resonaba de elictras ardientes; y entre el hervor gemía una rueda de alfarero.

Junto al ejido halló la mujer doce caminantes; sus mantos viejos, sus sandalias roídas, soltaban la tierra de muchas jornadas. Siendo pobres, había uno que semejaba siervo de los otros, y hollaba pesadamente como un buey flaco cuando labra el erial; tenía el pelo rojo y los labios de ferocidad.

La samaritana les gritó: «¡Llegaos sin recelo, y si nadie os socorre, tomad de lo que hubiere en mi casa; abierta la hallaréis; es la más blanca de todas; suben los jazmines por el muro!...».

Y se alejó envuelta del gozoso donaire de su juventud. Y ya casi en la vera del pozo, se detuvo asustada con los rubores dulcísimos que siente la mujer exquisita, aun siendo pecadora.

Un hombre extranjero, recostado en el brocal, aspiraba la pureza y frescura del agua, y dentro del cielo reflejado se veía su imagen con un nimbo de sol.

El hombre alzó los ojos; la miró como un hermano que estuviese esperándola, y le dijo:

—¡Paz en ti!

Otra vez asomose al espejo azul de las aguas, y confiadamente le pidió:

—¡Dame de beber!

Ella le contemplaba enternecida de su abandono de niño cansado.

Siempre le hablaron los hombres con ufanía de cortejadores y con rendimiento carnal, viendo sólo en ella las gracias de hembra. Y el extranjero la había mirado como enlazándola con la emoción de la tarde, y la había escogido para recibir de sus manos la inocencia del agua. ¡La había mirado; había visto que era hermosa, y le pidió agua! Y la mujer sintió entonces el encanto íntimo del agua, del cual parecía que participase su vida, y creyó oír el primer elogio de su belleza, renaciéndole un estado de virginidad.

Y le sonrió dulce y tímida, pronunciando:

—¡Cómo siendo judío me pides de beber a mí, que soy samaritana!

En los ojos del caminante pasó un ímpetu de gloria; y alzose transfigurándose de niño sediento en padre magno y fuerte, en señor que visita su heredad, y le dijo:

—Si supieses quién es el que te dice: ¡Dame de beber!, tú acudirías a él pidiéndole: ¡Yo no a ti, sino tú a mí dame el agua de la sed mía!

Salieron en la mujer resabios de malicias de rapaza, y se inclinó graciosamente exclamando:

—¡El pozo es hondo! ¿Cómo podrías tú sacar agua sin mí?

Y le mostraba el cántaro limpio y fresco de juncia y la delgada cuerda ceñida a su talle.

Llegósele el hombre dolorido de compasión. Y la samaritana recogiose en sí misma escuchándole:

—¡Todo el que bebiere de esta agua que tú tomas de la tierra, vuelve a sentir la sed; mas el que bebiere de la que yo alumbro, nunca estará sediento, porque el agua que yo doy se vuelve en el pecho una fuente que salta hasta la vida eterna!...

La mujer se le iba postrando, sin cuidarse de su figura, ni de los pliegues de su túnica, ni de sus trenzas que se le sumían entre el herbazal; y tendida, humilde y casta, toda hecha de corazón bajo los ojos y la palabra del extranjero, le imploró con un quejido venturoso:

—¡Dame, Señor, dame de esa agua viva, que yo no quiero tener más sed!...


* * *


...Agua de amor de caridad emitida por la gracia del amado manaba ya siempre del pecho de la mujer. Sosegada y limpia se sentía de inquietud de pecadora; pero la hondura de su alma se llagaba de sequedades. Saciada quedó la sed de antaño, y bajaba sedienta al pozo de Jacob, buscando en todo el valle... El llano, los alcores, la arboleda y el cielo, todo estaba henchido de la presencia de aquel hombre. ¡Y no estaba él!

Y una tarde que contemplaba su palidez de penitente en el espejo del agua que tuvo la imagen del Señor, sonaron voces y sandalias en el camino de la tierra judía.

Pasaban dos extranjeros sin alforja ni arma. Se apoyaban en un báculo rudo, y traían el manto subido y plegado a los riñones para holgura del pie.

La samaritana corrió llamándoles. Ellos se volvieron, y no sabiendo quién fuese, seguían su camino.

Pero la mujer les alcanzó y les dijo:

—No sois los que vinisteis con mi Señor, y hay en vosotros una semejanza con el porte de su gente. Mas, siendo suyos, ¡cómo pudisteis pasar sin llegaros al agua que el Señor bebió de mi mano, dándome en trueque delicioso el agua viva de su gracia!

—¡Paz en ti, mujer! —le respondieron los dos hombres.

Y ella se derribó sollozando de felicidad:

—¡Le habéis recordado también en su decir! ¡Sois emisarios suyos! Toda mi alma os bendice: ¡dadme ya su nueva, porque estoy pura!

Y el más viejo de los caminantes, abrasado y enjuto, de tosco frontal, murmuró:

—¡Discípulos y sembradores somos de la palabra del Rábbi, el Cristo Señor Nuestro!

—¡Dadme la nueva que me traéis! ¡Decidme dónde se esconde el Señor, porque yo le busco teniéndole siempre en mí, y no le encuentro! ¡Yo le aguardo y le llamo, y nunca acude! ¿Dónde está el Rábbi Jesús?

—¡Paz en ti, mujer, en nombre del Señor! —repitió austeramente el anciano, y quiso apartarla de ellos.

Y la samaritana se agarró a sus vestiduras, clamando:

¡No tan sólo su nombre, sino su voz y sus ojos, su presencia para la paz de mi vida! ¡Llevadme a él para que yo le sirva y le unja!

El otro discípulo le sonrió afligidamente:

—¡Rábbi Jesús se halla en ti como habitará ya siempre entre nosotros!

No le entendía la mujer, y se incorporó afanosa.

Entonces la hirió en todas sus entrañas la palabra inflamada y tronadora del apóstol viejo:

—¡Jerusalén ha matado al Señor! Alzó su cruz delante de sus muros... ¡Dile a Samaria que las almenas de la ciudad homicida serán holladas por pezuñas inmundas!

La mujer miraba con horror la boca que vertió la desdicha. Y les fue siguiendo, dejando sus sollozos como si se deshojase su alma en el silencio de la senda.

De súbito, precipitose llamándoles enronquecida y brava.

—¡Iré con vosotros! ¡Aunque quisierais ahuyentarme como a los perros, yo os seguiría! Iré con vosotros hasta que me hayáis dejado en la tierra que guarda el cuerpo del Señor... Quiero tocar y besar su sepulcro, y besándolo penetrará mi vida como las raíces llegan al agua traspasando la roca...

El viejo la miró fríamente.

—¡Mujer: el Rábbi no tiene sepulcro! ¡Anunciado estaba que el Señor resucitaría! Y el Señor ha resucitado...

—¡Si vive el Señor, llevadme, que yo le cure las heridas! ¡Si tiene mujer, yo seré su sierva!...

—¡El Rábbi ha resucitado, y subió al cielo, a la diestra de su Padre; y desde allí envió a los suyos la potestad de su Espíritu Santo!

Los discípulos se alejaban reposados y firmes, parándose, subiéndose el turbante para mirar, ladeando un poco la cabeza, como hacía el Rábbi Jesús.

La samaritana se fue quedando sola en el camino. Sobre sus hombros se tendía la obscuridad de la tumba de Josef. Sintió frío y miedo de niña desamparada, y buscó el refugio del pozo de Jacob, y besaba su piedra y gemía:

—¡Rábbi, Rábbi! ¡Por qué has resucitado para subirte al cielo!...

Apéndices

I. Figuras de Bethlem

(Fragmentos)

Bethlem


«Y tú, Bethlem, tierra de Judá, tú no serás el más humilde de los lugares, porque de ti ha de salir el que disponga de mi pueblo».

(Micheas, V, 2.— San Mateo, II, 6)


Bethleem sube por dos alcores de laderas plantadas. Tiene una claridad fresca, nítida, salina; una blancura de vallados, de cenáculos, de cisternas, de sepulcros y hornos. Sus viviendas se cuajan de sol como las celdillas de las mazorcas y de los panales. El cielo de su lado recibe un vaho de cal de las rampas y casas. Parece que exhale una pulverización de molino harinero.

Tierno, juvenil, luminoso, está desvalido en las torvas soledades de los montes de Judá.

Bethleem se ha quedado solo en su alegría y su gracia aldeana. Le rodea una tierra huesuda y convulsa. Sobre sus terrados y vergeles, respira la boca amarga y llameante del desierto; pasa el aletazo caliente del siroeco, el gâdim de la Biblia.

De las bóvedas de los muros, de los portales del «Karvan» —parador y corral de caravanas y ganados—, del júbilo del ejido y de los huertos, salen las sendas impetuosas y joviales; pero, se van desollando y hundiendo, trocándose en torrentes areniscos, en «wadis» y ramblas; desaparecen en las quebradas y losas. Los montes se rasgan en una hoz; el silencio cría su ámbito; es como una destilación de tiempo inmóvil. Y las sendas de Betnleem, aunque se rompan y se cieguen, no dejan su jornada: renacen más lejos, brincando desnudas. Semejan esperar al caminante; y le miran y le sonríen convidándole a seguir. Tornan a su retozo, y se tuercen como si se volviesen para saber si el nombre se fía de su promesa. Su promesa será llevarle a una porción agrícola: la viña y las higueras que se agarran a una cuesta calcárea, recogida y tibia; los escalones de bancales de cebada y avena: con márgenes de pedernal para que el terrazgo no se derrumbe; un valle tierno entre lo abrupto; una meseta labrada; un redil en el frescor del pasto; un cañaveral, unas palmas y un pozo que, al removerle la piedra que lo cubre, se queda resonando de onda en onda y abre su mirada trémula y azul...

Donde haya un rodal hospitalario para el cultivo, allí cavará obstinadamente el azadón israelita; la uña de la reja penetrará hasta que toque la roca; la besana se plegará en la ladera dejándole su esfuerzo y su paz.

De sus mismos enemigos recoge el israelita las enseñanzas de labrador. Mientras cuece ladrillos para los faraones en la tierra empapada de Gessén, aprende el cuidado primoroso de los huertos: trae a su casa los métodos rurales de Canaan; y las familias que queden del cautiverio de Babilonia y vuelvan al «país», proseguirán el trabajo mejorando la heredad abandonada. Porque Jehová es el Señor Dios que legisla todo lo de su pueblo escogido, desde la santidad del rito a la salud de su criatura y el producto de su labranza. Es el dueño de la tierra suya sobre todas las que ha criado; ama sus frutos; quiere la primicia de la cosecha. Por eso las fiestas de su altar vienen aparejadas con la plenitud de los bancales, en los días que huelen a madurez, a trojes en colmo, el olor suave y honrado que le llega a Isaac cuando bendice a Jacob: «He aquí el olor de mi hijo como el olor de un campo lleno al que ha bendecido el Señor».

En la «Schema» o «escucha» de la plegaria matinal, el judío invoca a Jehová como Dios agrícola que «cuenta las nubes y cuelga las urnas de las aguas», que «tiene Él solo la llave de las lluvias y no las cede ni a los ángeles», «que extiende el cielo como una piel; riega los montes; sacia la tierra de sus obras; da al hombre el pan que le alimenta, el vino que corrobora su corazón, el aceite que hace relucir su rostro, y el heno que pasturan las bestias»...

«Casa de pan», lugar de abundancia, era Bethleem.

Se apeldañan los huertos, de un cultivo denso y primoroso, como paños bordados en realce.

En su rodal de tierra junta el bethlemita toda la variedad de legumbres y frutales. Cría planteles de cebollas, fríjoles, berzas, endibias, lechugas, chalotes, badeas, escalonas, guisantes, habas y cohombros. Brotan en lo umbrío los hongos y el jenable. Las sandías se revuelcan en suelos apacibles. Por los ribazos y bardas, se cuelgan las calabaceras, las de la cidracayote y las de calabazón angosto y encarnado que resuena como un odre. Crecen los membrillos espalderos, los granados, los bergamotes, los almendros. Las vides tejen con la higuera el toldo que acoge las amistades. Los márgenes y linderos se ahogan bajo la convulsión de las hordas de los chumbos. Se recortan las grises espadas de las pitas, de liseras carnosas. Suben al azul los girasoles doblando sus panes redondos de flor dorada. Cada hortal tiene su torre de piedra cruda para el guarda, y una horca de leños que, al combarlos, sumergen la herrada en el agua dormida y somera del pozo, y vierten el riego atirantándose con un zumbido de arco.

Después de los vergeles, las tierras llevan olivar, viña, mijo, centeno, cebadales... y en los campos segados y en la hierba de la senara, tocan las esquilas de los corderos de Bethleem.

Ruth

Vino el hambre al país del Señor, y hasta Bethlem, la aldea recostada en su abundancia, se descarnó de sufrir. Muchas gentes se alzaron de sus heredades, y entre ellas Elimeleck, siervo puro de Dios, y su mujer Noemí, la hermosa, y sus dos hijos.

Atravesaron la serranía, rodearon las aguas de sal de la mar muerta y se acogieron a la tierra extraña de Moab, que estaba rubia de cosechas.

Allí murió el padre, y se casaron los hijos con mujeres moabitas; la una se llamaba Orfa, y la otra Ruth. Y después de diez anos, ellos también murieron. Entonces Noemí, huérfana de todos los de su sangre, sintiose más extranjera.

Ya el Señor volvía los ojos sobre su pueblo. Las mieses, los viñedos, los frutales de Bethlem daban buen esquilmo.

Y Noemí quiso retornar a su aldea. Aun tenía esta mujer la suavidad y el aroma de una cansada hermosura. Las viudas de sus hijos la siguieron. Y cuando estaban lejos, ella, besándolas, las despidió:

—Marchaos al amor de vuestra madre, y que el Señor haga misericordia con vosotras según la tuvisteis con mis muertos y conmigo.

Orfa y Ruth, llorando, le pedían:

—Deja que contigo varamos a la tierra de nuestros esposos.

Y Noemí, palpándose su vientre seco, les dijo:

—¡Ya están agotadas las entrañas que os dieron marido! Volveos, hijas, porque levantose la mano del Señor contra mí; no alcance también a vuestra mocedad.

Todavía lloraba Orfa; y llorando besó a Noemí y volviose al refugio de su casa.

No así Ruth, que se agarró más fuertemente del manto de la judía.

—¡Vete con Orfa a tu pueblo y a tus dioses! ¡Déjame en mi camino!

Y Ruth le sonrió, diciéndole:

—Yo no me soltaré de ti. Tu pueblo será mi pueblo, tu Dios será mi Dios, y en la tierra que te recibiere cuando mueras, quiero yo también acostarme para siempre.

Noemí se paraba enjugándose su llanto gozoso, y entonces Ruth miraba hacia lo suyo: el humo tranquilo de su horno, los árboles viejos del remanso donde lavaba, un temblor de corderos que salían a pacer... Los recentales siempre venían a su portal, asomándose y rodeándola cuando ella amasaba; y una misma claridad azul daba en los vellones blancos y en sus trenzas negras y en sus dedos de harina...

Poco a poco se ahondaron las dos mujeres en un paisaje de peña. Tragaban una calma salobre del mar de Sodoma. A mediodía reposaron en los tojos y palmeras de los saladares. Ruth pidió agua en un hato de pastores, y pidió pan a las caravanas que traían uvas y bálsamos de Engaddi. Todo se lo llevaba a la madre del esposo muerto. Y ella la bendijo, recordando:

—En esta sombra descansé con Elimeleck y mis hijos; aquí me dieron de beber y de comer lo mismo que tú haces ahora. En ti amo a mis muertos, y en ti me valen y acompañan.

Cuando atardecía se les perdieron las huellas de otros caminantes.

Y la anciana clamó:

—Viniera yo sola y me moriría pudriéndome sin sepultura de cara al cielo, y acudirían al husmo de mi carroña las aves y las bestias.

...Se despertaron llenas de sol. Todo era sol grande y rojo. Se miraban sus enormes sombras moradas.

Arrugas de calveros, breña calcinada que cruje sin moverse, llagas de pedernal, desamparo, calentura de naturaleza, piedra de hierro, surco y arista. El pliegue, el filo, el ápice más sutil, más frágil, más lejano, destacan en el azul.

Asomaba en el aire un ave negra y ardiente, temblando entre sol, y en seguida desaparecía espantada del extravío de su rumbo.

Las dos mujeres escuchaban en su carne/ en su sudor, en sus pasos, en sus vestiduras, el tránsito de su vida dentro de toda la mañana de piedra.

Caminaban sin camino, sin contorno en la lejanía que las aguijase con una promesa de llegar. El horizonte siempre exacto. Les parecía que nunca avanzasen, pisándose sus mismas pisadas, como el siervo que empuja la viga de la tahona. Cansancio de pesadilla en que nos rendimos de huir sin andar. Se sentían ellas aumentadamente, exaltándoseles la sensación de su cuerpo en la inmovilidad de un paisaje de losas. Las oprimía lo inmenso como una zanja. Les retumbaba la precipitación de su sangre en la quietud de escombros socavados; cada gota de sangre golpeaba tirantemente en la piel, como una mano que llamara pidiendo que le abriesen. Las pavorosas alucinaciones de la vida única en las soledades mineralizadas. Los ojos ávidos y enjutos; las pestañas de cardencha. Rocaderos y sol. Desierto de Judá sin el espanto, sin el tumulto de olas de arena. Desierto viejo, duro, petrificado en relumbre.

...Y, de pronto, Ruth gritó, tendiendo los brazos. En el humo del confín se desnudaba el azul gracioso de una montaña. Iba saliendo una coloración húmeda, tierna, vegetal. Se desplegaban los campos labrados. Aire oloroso. Un vuelo de grullas. Polvo, rebaños, una caravana remota, una senda hollada, un herbazal, un pozo, la viña, el suelo grueso de sementeras, follajes regados...

Ruth y Noemí sollozaban de júbilo. Sus pies, sus frentes, sus ojos y hasta su túnica y su manto recogían una deliciosa circulación de la vida del mundo. Ya no eran sus vidas dilatadas en la soledad, sino ellas refiriéndose, comparándose a otras criaturas.

Ruth tocaba la hierba, sumía sus manos y su boca en el frescor. Y Noemí le sonreía; pero alguna vez asomaba en sus ojos la lumbre torva del espanto recordado. Ruth la besaba y se besaba a sí misma, hermosa en la hermosura de una naturaleza con tacto y olor de creación. Sentíase comunicada y hecha de zumos y carnes dulces de las ramas y frutas; las tocaba, las acariciaba, las mordía. Y, sin saciar nunca su ansia, se le recostaba el alma en el claro amor y conciencia de su goce.

(Tierras del valle de Etham, que habían de ser el huerto cerrado, el escogido retiro de la esposa de un descendiente de Ruth).

Y volvíase a mirar en su torno, ya no con el oculto dolor de la despedida de sus campos, sino con una suave gloria en sus entrañas, como si todo lo que contemplaba le perteneciera.

...Atajando por ramblas y veredas llegaron las dos mujeres al camino alto. Es el camino de las planicies. En la frente de las mesetas tiene Judá su refugio. La cumbre enciende la exaltación del salmo y de la profecía, y allí pone su pie y su casa el Señor. El camino alto recoge los senderos y salidas de los barrancales, de las laderías y marismas; toma el tránsito de los mercaderes que van a las ferias y lonjas; de los enfermos y llagados que buscan a los taumaturgos en cuyos dedos reside la gracia. Camino del Hebrón a Jerusalén que descansa en Bethlem. Camino que otea los horizontes y términos del «país del Señor»: las aguas grandes y azules del Mediterráneo y las tierras ajenas; tierras enemigas déla llanura de los filisteos, las de las gentes engañosas de Idumea, las del árabe feroz y duro que «no puede ser combatido sino con otro árabe, como el diamante no puede ser trabajado sino con diamante». Mar y comarcas que desecha el Señor. Y el judío es él por la posesión de lo suyo y por la conciencia desdeñosa de lo que no le pertenece. Toda la tierra prometida: sus montes y hoyadas, la roca indomable y el suelo fértil, la granja y la ciudad, el lagar, el horno, el aljibe, la piedra que maja la oliva, la muela harinera y el celemín, todo lo posee y lo siente el judío dentro de un recinto de familia y de tabernáculo, todo como carne suya y hueso suyo, de la carne y del hueso del padre Abraham.

Viejo camino con bordes de cactos y retamar, entre setos de cambroneras, de vides y girasoles que doblan sus panes de flor negra y amarilla. Los rábbis lo comparan al camino del Paraíso.

...Y apareció Bethlem, de una modelación blanca, precisa. Sus cuestas y senderos, entre tapias de huertos joviales; los palomos y golondrinas rodeando delirantemente la querencia de las balsas, del ejido, de las cúpulas de los terrados de cal.

Noemí besó el aire que le traía el viejo aroma de su aldea.

Las gentes se paraban, diciéndose:

—¿No es ésta Noemí la hermosa, la que fue de Elimeleck?

Y ella les pidió:

—¡No me llaméis hermosa, sino Mara, amarga, porque el Señor me ha colmado de amargura!

Y todas la compadecían, y después miraban a la moza extranjera.

Ruth pasaba inclinada y dulce.

La miraban las mujeres de Bethlem, de túnicas azules y velos blancos, tendidos; de andar rítmico y breve; altivas de su castidad, de su belleza y de su Dios. La miraban los hombres de Bethlem, de recias capuchas dobladas sobre el sayal; sus sandalias con trenzas de cuero enrejándoles la pierna briosa; una tira de piel o de lienzo apretándoles las sienes y las cabelleras; la barba lisa y saliente; adustos, inflamados, con señorío de casta aun en la mirada y en los ademanes de los más pobres. La miraban los niños, de una dorada desnudez entre el vuelo de una ropa encarnada desceñida, ostentando ya en su faz el sello de la perennidad y pureza de su raza.

Y Ruth se acongojó y se afrentó de verse sin hijos en el país del esposo. Sentía lo vano de su juventud y de la perfección de su cuerpo, sin confianza de bien.

Pero había de ser allí el amparo de la madre ajena, y le propuso:

—Ahora cortan las cebadas. Si tú quieres, yo iré al campo y recogeré las espigas que se les caigan a los segadores, y así comeremos.

Salió Ruth a una heredad de Booz, hombre rico, corpulento, de barba ya vieja, pero en sus ojos todavía le quedaba una llama negra magnífica.

Booz pertenecía a la misma sangre de Elimeleck. Tenía en la aldea casa con hortal. Paseaba con mucho reposo en medio de los principales ancianos. Iba a su granja de las afueras en un jumento gordo, de aparejo de frontil de mitra y silla de pieles de cabritos con faldas moradas. Reparó el dueño en la extranjera que cansada y humilde cogía la mies caída de las garbas. Y apiadándose le habló:

—Hija, no te apartes de mis gentes; bebe con ellas de mis cántaros y come de mi polenta, que nadie te agraviará.

Ruth lloró viéndose protegida, y estaba más hermosa, como una virgen que se conturba de haber hallado gracia en los ojos del hombre. Entonces Booz, sonriéndole, le dijo:

—Sé que dejaste tu casa por seguir a la madre de tu esposo muerto. Debajo de las alas de Israel te acogiste, y hallarás recompensa.

Y mandó a sus jornaleros que echasen de las mejores espigas que segaban, para que Ruth las alzara y pudiera aprovecharse sin sonrojo.

Vino la tarde, y la mujer moabita llevose un efí de cebada, del que coció pan durante diez días.

Alabó y bendijo Noemí al que tuvo compasión de su pobreza— Y miedosa de morir, dejándose a la hija sin amparo, le dio consejos de enamorar a Booz.

Cuando estuvo toda la cosecha amontonada en tresnales esperando el aire bueno de la trilla, Ruth se bañó, se ungió y se puso la túnica blanca que había hilado y tejido siendo doncella, y se fue sola a la heredad de Booz. La rodeaba la noche de cánticos de cristal y plata —agua, grillos y ruiseñores— como un cortejo de novia.

En las eras se cuajaba una nieve de claridad; las gavillas resplandecían de tisú de luna.

Dormía Booz entre costales de luz, en un estrado de parva, todo tendido, grande, blanco como un sacerdote rural. Ella le alzó la orla de la vestidura, y acostose aniñada y frágil al refugio suyo.

Estremeciose Booz, y se humilló recordando las apariciones de los ángeles, hermosos como mujeres. Y vio a Ruth modelada en carne de lirios que se le rendía toda casta en su promesa de amor. Bajo su túnica de resplandores de mármol, se desnudaba la perfección de su cuerpo, cuerpo de esposa, con un pudor infantil y delicioso de sentirse virgen ante sí misma, en el misterio del nuevo goce, virgen siempre en su belleza revelada cada vez que se la mira, como la luna siempre recién desnuda cada vez que su forma sale de la nube al azul.

Y Booz amó a Ruth, y, contemplándola, sintió su campo más bueno y más suyo; y pidió la bendición del Señor sobre ella porque fue generosa prefiriéndole a los hombres jóvenes. Pero esta gratitud le traía un dolor de vida compleja bajo el arco sereno de la vida patriarcal. Le pesaba su barba blanca, la jerarquía y el renombre de la prudencia de sus años. Entre su boca, que principiaba a helarse de virtud, y la boca jugosa y encendida de la mujer, pasaba como hecha de niebla, la figura de un mancebo, y este mancebo era él mismo, en su pasado, cuando Ruth no habría nacido.

Mas el israelita busca principalmente en el amor de la esposa hijos que honren y levanten su casa, que practiquen la Ley y sirvan al Dios de sus padres. Y acogido a este pensamiento se va confortando el corazón de Booz. Cortos serán los días de su placer, pero perpetua la gloria de su hogar.

Ruth fue de Booz y concibió y parió un hijo, y le llamaron Obed. Noemí se lo ponía en su regazo para dormirlo, y la rodeaban las mujeres bethlemitas, alabando su ventura:

—Mejor es para ti Ruth que siete hijos; por ella se consuela tu alma y te ha nacido el que te sustente en la ancianidad.

Booz llevó a Ruth por todos sus términos y haciendas; y después, teniéndola abrazada, le dijo:

—Tú eres aquí extranjera y no sabes los deberes de la esposa en Israel: aquí la mujer muele el trigo, amasa y cuece el pan, guisa, lava las ropas, da de mamar a los hijos, para el lecho, hila, teje y remienda las vestiduras; pero si trajere al marido una sierva ya no ha de moler ni amasar ni lavar. Si viniere con dos siervas, ni guisará ni criará. Y si la acompañaren tres siervas tampoco tiene que cuidar del lecho ni trabajar la lana. Y si fueren cuatro sus siervas, entonces la mujer puede quedarse siempre tendida y recreándose en almohadones bajo los árboles de su huerto. ¡Pues tú, Ruth, has venido a mi casa como en medio de un cortejo de esclavas tuyas, y todo te pertenece, y yo soy el que primero se complace en tu servicio!

Obed engendró a Jessé, y de Jessé fueron los mejores olivares y viñedos y las colmenas y majadas más henchidas de todo Judá. De sus ocho hijos, puso a David de pastor de sus ganados. Tenía el pelo como una mata de acanto de oro; la piel prieta del sol y del relente, y era muy gracioso para tañer y cantar. Le miraban las doncellas que acudían a llenar sus ánforas en el pozo dulce de la plaza de Bethlem, y él aguardaba junto a la pila hasta que bebiesen todos los corderos para llevarse en sus hombros la res más tierna y cansada. En sí mismo había de tener la imagen del Buen Pastor y toda la verdad de su salmo, «porque el Señor le gobierna y le trae por lugares de abundancia y de pastos, cerca de las aguas vivas; su vara le protege, su cayado le muestra los senderos de justicia, y su mano le unge con el óleo más pingüe».

David realiza la promesa de Dios en su alianza con Abraham: «Yo daré a tu raza toda esta tierra, desde el río de Egipto hasta las grandes aguas del Éufrates».

Como la grosura separada de la carne, así David de los hijos de Israel.

Saúl fue el vado del régimen patriarcal de los jueces a la realeza. David funda la monarquía de los hebreos, asentándola con la dura y exaltada magnificencia de un Imperio de Oriente. Vestido con el manto de rey y con la llama de profeta, pasa los hondos del pecado y sube a las cumbres de la santidad. Tiene su gloria alaridos de desgracia, y sólo consuela su corazón acostándolo en los callados días de su aldea, en las anchas noches olorosas de heno, trémulas de estrellas y de esquilas. En su majada de Bethlem aprendió a conocer los tonos de las aves y a complacerse en la obra de los cielos. Y ya nunca se quitará de su lengua el gusto de la miel del paisaje idílico, en cuyos horizontes refresca sus sienes para decirle al Señor: «...la hermosura de los campos conmigo viene siempre... Hinches la tierra de arroyos, multiplicas los frutos, se ciñen de regocijo los collados, bendices toda la corona del año, el valle abunda de pan y las gentes cantan himnos de alabanzas...».

Su heredero es el más amado de los hijos de los hombres. No se le envidia, no se quisiera ser él, sino pertenecerle. Mirándole y deseándole, piensan las mujeres en la que pueda glorificarse poseyéndole. Es el ansia de un prodigio nupcial. Nunca el mundo semita ha sentido en su sangre, en sus victorias, en su rito, en toda la tierra suya, la maravilla de júbilo como al ver a su príncipe desposado con la hija del Faraón. La boca y la mirada de las gentes tiembla y luce con un vino gozoso de bodas. Todos los corazones tienen una emoción de enamorados.

Ella es la esposa y la hermana; huerto y fuente, todo en ella; perfecta y única; es hermosa hasta en sus pasos, en el ritmo interior de su vida, en sus delicias y en su respiración de fragancia de fruta, que es ya la flor hecha sangre, carne y forma.

Tan del amado es ella, que se llamará siempre la «Sulamita», y le pedirá que la ponga como sello sobre su corazón. Jamás ha nacido mujer tan predestinada y exactamente bella para la belleza del amante. Al verse, desfallecen los dos en un grito llamándose hermosos; él es para ella un haz de mirra que se le derrite entre sus pechos de egipcia, penetrándola de su aroma; él la aspira toda como a un nardo recién abierto.

Pero algunas tardes la hija del Faraón se contiene en su felicidad recordando sus jardines de Egipto. En sus jardines había limoneros, mirtos y naranjos siempre nupciales; granados de flores de brasas, mimosas de oro; plátanos que le ofrecían sus racimos de mieles y amparaban su cuerpo desnudo y mojado cuando salía de las albercas azules, donde los anchos lotos abren sus cálices de medula de panal. Entre los follajes apretados subían las blancas apariciones de los ibis y las bandas encendidas de los flamencos. Siempre se oía un fresco ruido de norias, una vibración de insectos que deslumbraban como gemas, olorosos de resinas de frutal caliente. Por los brazos del Nilo, de aguas de tapiz, se deslizaban los esquifes de papiros. En las orillas encarnadas de los muelles pasaban hileras de camellos, de carneros foscos, grupos de pastores con ropones de franjas azules y amarillas, todo recortándose hasta la lejanía, miniado, luminoso como un friso cerámico. Bajo las finas palmeras inmóviles, las chozas de los fellaths, amasadas de arcilla del río, se iban torrando al sol como ánforas, y en el azul de los horizontes se empastaba el azul de los pilares y obeliscos y de los gigantescos triángulos de las piedras gloriosas... Todo lo recordaba la hija del Faraón. Y el rey le promete otro jardín de delicias y busca el lugar propicio para la recreación de la esposa.

Ha escogido el valle de Etham, las tierras fértiles que embelesaron a Ruth. He aquí el «hortus conclusus», el huerto cerrado por montes de peña desnuda. Lo planta de toda variedad de árboles. Las aguas de las lluvias y de un hontanar sellado con la sortija del rey se recogen en tres albueras escalonadas.

Allí vuelve a la «Sulamita» el gozo de su infancia; allí espera todas las mañanas al rey que la inunda de caricias como el sol que lo trae. Y Salomón pasa por Bethlem en su carro de luz, y la aldea queda magnificada bajo el vuelo de las vestiduras del descendiente de Ruth, la mujer que alzaba las espigas que se le caían a los jornaleros...

Llegan San José y Santa María

—¡Abrok!... ¡Abrok! —gritan los caravaneros levantando el dorbán, la vara de bambú de anillos de colores, y en la punta el rejón que aguija el portante de la recua.

—¡Abrok!... ¡Abrok! —Y los camellos se van arrodillando, con un ruido de aparejos, de odres, de cántaras; les tiemblan los corvejones, acortezados de callo; les crujen las ancas huesudas, hasta doblarse y postrarse del todo, muy despacio, para no volcar ni una vasija ni un atadijo de la carga. Dóciles y medrosos vuelven al amo sus ojos de niebla, y se les tuerce y eriza el enorme labio hendido como una llaga seca.

Les quitan los costales, y bajan de los «kar» las mujeres, rodeadas de hijos; los ancianos, las siervas. Sus túnicas, sus ropones, sus lienzos, tienen la rigidez del cuero; se han endurecido en los relentes y tolvaneras de los llanos de Samaria, en las hoyadas verdes de Galilea, en las humedades y aires de sal de las vertientes del Hebrón.

Van subiendo caravanas por todas las cuestas de Bethlem; entre los paredones blancos de los huertos, entre las tapias crudas de la viña; entre las bardas de cactos del camino, el camino de basalto, empedrado por los canteros de Salomón; y en el hondo, por las frescas lindes de los herbazales y de la sembradura, por las trochas del pedregal, se mueven las cordilleras de carne polvorienta y sudada de más caravanas...

Salen los bethlemitas; se sientan en ruedos al sol de las rotas murallas para ver el arribo de los caminantes, casi todos de la sangre suya, de la sangre de Bethlem, restos de la tribu de Judá, de familias esparcidas desde el último cautiverio.

Frente a la bóveda de las puertas queda la pila y el pozo con cúpula de cal como un sepulcro, el pozo de David, el rey que pasturó corderos de la aldea. Ahora, en el brocal de las aguas dulces resplandece la lanza-insignia de la Decuria de Roma que guarda a los aborrecidos escribas y alcabaleros de sienes rapadas. Delante de su cálamo se humillan los creyentes del Señor, que llegan desde todos los términos del país porque el César quiere saber el número de sus súbditos y heredamientos en la provincia de Siria.

Los esclavos del Pretorio, que han traído víveres de las casernas de Jerusalem para los curiales; los legionarios, de loriga de escamas que relumbran; los viajeros gentiles con túnicas cortas y amuletos de abominación, se acercan cantando y requebrando a las mujeres veladas y a las vírgenes, que llevan sus ánforas rojas sobre el cojín de sus trenzas recogidas. Y los ancianos de Bethlem ponen el filo de sus ojos amargos en los extranjeros, y se les mueven las quijadas mordiéndose su flaca sonrisa de rencor.

Más caravanas. Otro oleaje de vocerío, de júbilo, de idiomas, de relinchos, de productos remotos y miserias. La caravana de tránsito de las costas, con carga de aromas, de peces, de licores, de higos y dátiles. La caravana de la villa levítica del Hebrón, donde aun quedan descendientes oscuros del linaje de David. Las gozosas caravanas de Alejandría, de mercaderes calvos que tañen la flauta y el crótalo y ofrecen sartales de lagartos vaciados en oro y cabezas de gavilanes de marfil y el pan de medula zumosa de lirio del Nilo.

Ya no caben los viajeros en las casas aldeanas de sus parientes; y hasta en las abruptas callejas de escalones se acumulan sus acémilas con el ronzal tirante, atado a las argollas de los toldos.

Hombres y bestiajes se apartan a los eriales de las afueras en busca del karván, la posada de camino. Tiene portal techado de adobes y galerías de cobertizo donde recogerse los trajinantes; en medio se abre la plaza, muy ancha, de la corraliza, con abrevadero y aljibe; y detrás le sirve de muro un lado de monte, roto por las cuevas de los pesebres de invierno, las cuevas de entrada angosta, de «ojo de aguja», que los camellos pasan tercamente, desollándose despavoridos, las noches de tempestad. En las cercas y portalada se articula el pedernal nuevo con vértebras de vigas y escombros quemados, de los antiguos corrales de Chamaan, hijo de Berzelay, que acompañó fielmente a David y no quiso recompensa, y recibió estos campos, entonces plantados de árboles y mieses y gruesos de pastura, que fueron de Booz. Chamaan edificó un albergue de ganados y caravanas, fundación de caridad semita que resiste siglos, «porque en Oriente antes se derrumba y se pierde todo un pueblo que una caravanera».

A lo largo de las paredes cruje un aleteo de lonas de tendales, entre cardos, pitas, ortigas; encima de la grama vieja, ahumada de fuegos de nómadas, mordida por las reses que suben del saladar del desierto. Los corredores de la hospedería desbordan de familias que se tienden en las atochas, entre sus arcas y cuévanos de frutas y jaulones de aves y corderos de leche, trémulos y ensangrentados de recién paridos; y al raso de la anchurosa majada se aplastan las hileras de acémilas y cabalgaduras que van entrando; mulos foscos y bravíos, de cascos horrendos; bueyes de cuerna torcida, que llevan la tienda de pastor plegada en su lomo; asnos grises, de barriga velluda, con el esquilón y el fanal de guías de la caravana, y en la dulce lente de sus ojos grandes y húmedos se han copiado las soledades y los horizontes; camellos con la diminuta cabeza inclinada bajo el caracol deforme de su corpulencia de hueso, de costras, de correones y cinchas de palma, de laberintos de cuerdas vibrantes como un navío, de fardos y tablas de angarillas que les cuelgan por el costillaje descarnado; gigantescos dromedarios de carga, de piel raída blanquecina, que soportan el peso de una carreta en colmo y llegan al establo con la giba exhausta, arrugada como un lienzo podrido sobre el espinazo, que les sangra de mataduras; camellos de color de café, de doble corcova, de lanas de estiércol que les bajan arropándoles hasta la concha de las rodillas; camellos de marcha, con sus collarones de esquilas y lúnulas y el palanquín de flecos y borlas de felpa: los veloces monstruos que atraviesan cien leguas en un día, avanzando a la vez las dos patas del mismo costado...

Y suben balidos y lloros, retumbos de calderos y tonadas broncas y músicas de flautas egipcias que hacen danzar a los camellos, ya desnudos de sus equipajes, al bochorno de las hogueras y de los hachos de resinas.

—¡Kamalíkamalí! —les aúllan los mayorales; y entonces las bestias dan la mudanza del salto, sus pezuñas resuenan pesadamente y se revuelven en una cabriola mirando a todos, con mueca rencorosa de jorobados que ven su fealdad en las alegrías de los hombres.

Un último brinco saca sus espectros de enormes avestruces desplumados en la luna, que ya cae dentro del patio; y se desploman estruendosos, dejando su olor de pellejo embebido de aceites y pringues de mercaderías, olor de continentes y de muelles, y el olor suyo, el olor de sudores, de cría y de cabrón, el olor que enloqueció a los caballos de Creso.

Todavía se abre el portal, y aparece ondulando en el cielo el contorno de otra caravana.

—¡Abrok! ¡Abrok! ¡Abrok!... —No acaba ese grito. Salió de los valles del Nilo, y resonará siempre en los desiertos, en las marismas, en las cuestas, en los prados, en todas las ciudades, en todos los paradores, en todas las rutas de Oriente. Es el grito que voceaba el pregonero delante del carro de Josef. Porque el faraón le dijo: «Te he constituido sobre toda la tierra mía de Egipto». Y tomó el anillo de su mano poderosa y se lo puso a Josef, el escogido del Señor, para que sellara todas las voluntades con la suya. Le colgó un collar de orificia de peces sagrados, de aves de gemas, de flores de loto, con cerrojillo de filigrana. Le vistió una ropa de lino precioso; y le hizo subir en su segundo carro; y un rey de armas le precedía gritando a la multitud:

—¡Abrek! ¡Abrek! —Y todo el pueblo doblaba la rodilla.


* * *


...Los últimos caminantes llegan muy despacio en la noche callada. Es un matrimonio pobre. El marido es seco, de perfil afilado; le salen los mechones, negros y lisos, bajo el paño atado a la frente con una tira de algodón crudo. La mujer, muy pálida y frágil, va sumiéndose dentro del manto, recostada en el albardón de su jumenta, entre fardeles de víveres y atadijos de herramientas y ropas: todo el ajuar del artesano israelita.

Rodean Bethlem, dormido, blanco, todo cincelado. Se paran mirando las hogueras de los rediles. Y se deciden a llamar en el albergue de las caravanas. Al removerse, sus vestiduras sueltan humedad de luna; vienen llenos de luna, de luna solitaria y fría de los campos, de luna del camino...

...Eran San José y Santa María.

Los tres caminantes

Se les veía en los fríos azules de las bóvedas, en los escalones de sol de Sión y de Ofel, en las costanas arrabaleras, en el trajín de los paradores... Otros vinieron con mitras de pieles, con nutras de lumbres, con mitras de lino y, en medio, el globo de los Sassanidas; mitras armenias, frigias, medas, persas... Se apartaban por las rutas de Ptolemaida y de Ascalón; y, después, las ciudades de Idumea, de Fenicia, de Libia, de Italia se los llevaban para embeberse del poder de sus maleficios, del secreto de su estrellería. Dominaban el Mundo; y el Mundo los devoraba. Ellos no. Balthásar, Gaspar y Melchor no salían de Jerusalem, escudriñándolo todo; embelesándose y desconfiando de todo.

Y bajaron a Xystus, la plaza de claustros blancos, tan íntimos y frágiles entre las combas del puente de Tyropeon y el cubo cimero de la torre Antonia. Los soportales del Sanhedrín, las escarpas del Templo resudan el oro de sus piedras viejas. Encima, la tarde palpita coronada de palomas de los columbarios que fundó Herodes. Pasaban fariseos tenebrosos y oblicuos; saduceos avenidos con los extraños que menosprecian el país del Señor y quieren amistad con la corte judía; mercaderes y contratistas, centuriones de la Castra hiberna de Siria que reposan de sus jornadas financieras y militares; atenienses nómadas que siguen a los patricios en sus viajes, les redactan sus epístolas, les componen tonadas para sus Mimos, llegan a probar que Homero nació en una colina de Roma...— Y la bojiganga griega que representaba en la Parthia «Las Bacantes», arranca del tirso de Agavé el mascarón de Penteo, y clava en la pina la cabeza de Craso que ha traído el sátrapa vencedor de las águilas romanas.

Plaza honda de mármoles; remanso de ocios; brillos de literas, de cotas, de yelmos. Los felats de andrajos y mataduras, paran sus jumentos; abren los cofines de higos y dátiles, las seras de membrillos, de granadas, de melones y uvas de invierno. Y las manos y las ropas de los gentiles se llenan del olor de los campos de las Doce Tribus.

Gritos y diálogos en idiomas arcaicos y colonizadores: el arameo, el syrocaldaico, el griego, el latín, el nabateo... Se ve la pronunciación de cada lengua, de cada dialecto hasta en los ademanes, en la risa, en la vivacidad y atmósfera de los corros de gentes.

Se comentan las actas diurnas recién desenrocadas de las valijas de Italia, los versos de Cátulo, la prosa de Varron, el libro de Cayo Macio copiado para las provincias, el primer recetario de conservas, de guisos y condiduras.

Los magos se asomaban como si empujasen un postigo ajeno. Ahogadero de túnicas, de mallas, de paños duros, de lienzos esponjosos. La multitud se les curvó tocando las losas con los dedos juntos. Les aclamaba con el ¡Salve, Salve!, y, de pronto, hacía un rebote echándoles el conjuro asirio: ¡Hilka, Hilka: Bercha, Bercha!

Y según entraban Melchor, Balthásar y Gaspar, iban los romanos encogiéndose. El romano está siempre en Roma; y en Roma se niega la divinidad con Epicuro y se sacrifica en todos los altares.

Pero Melchor, Balthásar y Gaspar venían tan remendados que todos volvieron a la bulla. Cuando Gaspar dijo que caminaban desde un monte de Oriente en busca de la felicidad de los hombres, se aupó un mancebo gritando:

—¡Buscando la nuestra salimos nosotros de Occidente!

Afirmaron la aparición de la estrella profética; y un tribuno recitó a Horacio:

—...Micat inter omnes / Julium sidus, velut inter ignes / Luna minores.

Los saduceos remedaban una consternación ritual. «El Señor guió a Israel, de día con la columna de nube; de noche, con la columna de fuego». No se complacerían en las estrellas para no caer en el pecado de adorarlas. Podían decir con el justo: «No miré al sol ni a la luna llevándome la mano a mi boca». Y los fariseos les huroneaban desde el agobio de sus ropones.

Se precipitó un filósofo de Alejandría, de piel de difunto. Había mendigado la salud a los esenios que claman como los onagros en las peñas roídas del Mar de Sal, a los que traen la gracia en sus pomos y talismanes. Medianeros entre Dios y el nombre eran los astros. Los magos sirven su culto; que ellos le remediasen o le dijesen por qué si el hombre necesita su bien no lo tiene, y si no ha de tenerlo, ¡por qué lo desea!

Un escriba como un cabrón tiñoso le increpó que siguiera esperando. «El que ha de venir, vendrá».

Y el otro se torcía como los endemoniados.

—¡Quién la retarda, quién la retarda!

—No os fiéis, caminantes, de las gentes del Lacio. Allí, el cónsul, la matrona, el legionario, el esportillero se alimenta del prodigio de los sacerdotes de Asia que les llegan a lomo de las naves piratas, y les teme y les odia. No os fiéis de mí; pero tampoco de los que se atan los pulsos con las tiras de las Escrituras. En Jerusalem os desdeñarán, y se han tendido mostrando las nalgas bajo los dioses corpulentos del Éufrates. Sus frentes son cisternas de sabiduría. A uno del Sinedrio, que porfió en averiguar las ocultas palabras de Ezequiel, le dieron trescientos odres de aceite para su lámpara, y se le secó en vano la luz de sus vigilias...

La burla del retórico embistió las sectas y escuelas semitas. Se aullaban gesticulando, maldiciéndose con el furor de casta que regocija a los gentiles. Y entre roscas de paños les chilló un rabbi:

—¡Vuestros senadores se arrapan y se escupen como rameras! —Y volviose a los magos pidiéndoles noticias de los hebreos que viven bajo los sauces donde Tobías daba su pan al prójimo.

Nikolao declamó:

—Tobías su hijo tuvo a un ángel de maestro de la magia. Sacó del Tigris un barbo que medía tres codos. Quizá fuese el lucio de cabeza cuadrada. Con el humo del corazón y del hígado libró a una mujer del mal que le consumía los maridos, siete maridos, en la noche de bodas. Con la hiel ungió los ojos de su padre, Tobías el viejo, quitándole la nube que se los cegaba...

Se interpuso un patricio de subastas, recosido de cicatrices de gladiador:

—¿Tobías el viejo, Tobías el misericordioso? Socorrió con dineros a un pariente pobre, sin descuidarse de que le firmara la cédula de préstamo ni de cerrarla en su arquilla. ¡Porque no se olvidará Israel de lo suyo!

Se le arremolinaron los ensayalados:

—¡No se nos olvida! ¡No se nos olvida! ¡No se nos olvida! —Y quedose crispada una mano como la pata de un cuervo y se arrastró un gañido de bofes amargos:

—¡Visión de Daniel: cuatro bestias ruines; tres han pasado; la última nos escarba con sus pezuñas inmundas! ¡Pero si el leopardo puede mudar sus manetas y la sierpe su piel, nuestro pueblo soltará su oprobio!

Y gritó un centurión de gordas pulseras:

—¡Así lo suelten los judíos de Roma que viven de sus bancos y balanzas de mugre!

Surgió Rabbi Schammaï con sus escolares flacos, hirsutos como lobeznos:

—¿No estalló la revuelta de la Galia degollando a los banqueros romanos? País de logreros, de publicanos y exactores... Los procónsules llevan las «águilas» para devorar las carroñas de las ciudades hambrientas. ¡De hambre hicisteis morir a los magistrados de Salamina en sus sillas de mármol!

Soldados, funcionarios, negociantes se agrupaban con el entono coral de su raza, como si cada uno tuviese sus lictores y sacase los brazos entre la púrpura de su toga. Las voces parecían vibrar en el Foro: «El universo era provincia romana»... «Roma daba lo que no quiso quitar».

Y reventó la risa de Schammaï.

—¡Craso se arremangó llevándose hasta la sal y los panes de nuestro Templo! ¡Por eso el «héroe», con las manos llenas, no pudo vencer a los parthos! —Y escupió junto al centurión de los puños enjoyados diciéndole:— ¡Se te oyen los grilletes de tu abuelo!

La injuria se enroscó en la sangre latina. La dueña del Mundo reduela la humanidad a servidumbre, y con ella formaba sus cortejos y poblaba sus colonias. Circulación de collares de hombres: Roma los recibía esclavos y los devolvía ciudadanos romanos.

De cada rogle talar subía un clamor:

—¡La viña quedó sin seto ni choza que la guarden!

—¡Vienen pueblos con sus arcos tirantes, las uñas de sus potros como pedernal!

—¡Nuestros príncipes cantaradas de ladrones!

Y los extranjeros, libertos o hijos de libertos, gritaban:

—¡Si no podéis resistir, mataos! —les arrojaron nombres ilustres de suicidas:— Scappula se quemó vivo. Quintilius Varus se hunde la espada de su esclavo. Labeon se cava la fosa, se hiere y cae besando la tierra...

—¡Ninguno como nuestro Razías que se abrió el vientre, se rasgó más con los dedos, se arrancó entrañas y con sus manojos golpeaba las bocas de los gentiles!

—¡Asemejadle vosotros!

Y bramó Schammaï:

—¡Todos los días mueren creyentes en loa patios de Herodes! Los rompen a cincel, los tuercen como cuerdas, los aspan, los taladran...

Algunos saduceos decían:

—También el rey David se sirvió de la sierra, del hacha, del rastrillo, de los hornos de cal, de las ruedas de carro...

Los griegos sonreían junciosos y sutiles a los israelitas y, después, a sus amos. Sus amos soslayaban el tumulto; y los hebreos les seguían compactos, con la terquedad de su rencor y de su desventura.

Judea desbordaba de funcionarios de Italia, como Bithinia antes de ser totalmente romana. Judea tributaba al César; pero vivía Herodes. Llagado, podrido, revolcándose en su estiércol, vivía...

Y los extranjeros buscaron otra vez a los pobres magos.

No estaban. Su desaparición les enfoscó de recelos supersticiosos. Roma exprimía el Oriente, pero se le resbalaba su misterio. Más recóndito aún Israel, intacto siempre como su Dios.

Tampoco estaba Nikolao. Y los porches de Xystus fueron quedándose en una soledad sensitiva, mientras el cielo se incendiaba de luna llena.

Entonces, por los portales de Herodes se hundía un tropel de su guardia bárbara; los galos con máscaras de crestones cornudos rebanándoles la testa, y los hopos de crines cayéndoles de la nuca. Lentos, estruendosos empujaron a Gaspar, Balthásar y Melchor por tránsitos murales, por cámaras de techos translúcidos.

En el fondo de una alcoba, redonda, sin resaltos, sin hornacina ni mueble ni tela que sirviesen de escondederos, en su mullido, el rey comía a puñados con ansia que le pringaba todo, hambre voraz que le hinchaba y extinguía. Dignatarios, oficiales, enfermeros, pálidos por la clausura, apretaban sus fauces para no recoger todo el olor de enfermedad, olor adherido a su túnica, a sus unas, a su paladar, tragándolo hasta con el aire de los jardines que aspiraban escapándose, de noche, a las terrazas. Náusea, hedor y perfumes del rey que aborrecían sumisos.

—¿No buscabais a Basileos? —Y las palabras de Nikolao se oían como un susurro lejano y muelle.

Gaspar adelantose con el ímpetu de su juventud virgen:

—¡Ese no es el rey de la estrella de la profecía!

El lacerado estuvo mirando entre sus mechones desteñidos de adobos al hombre de Ur. De tanto acecharle le creció el ahogo de su calentura. ¡Una profecía! Su reino se originaba en su sangre. ¡Las voces de los agoreros cogidos al manto roto de los reyes de Judea, no llegaban a la Jerusalem suya! Se incorporó, y tuvieron que valerle. Estrujó sus vendas rascándose las ingles que soltaban unas simientes menudas, anilladas; y se le quedó una mirada de ferocidad lastimera, la mirada tan humana de las bestias que padecen sin remedio.

No le importaban los viejos profetas, y se desesperó preguntando el cómputo de la aparición del lucero. ¿Brillaba porque había ya nacido ese rey o porque había de nacer? Los caminantes decían que la estrella estaba prometida desde lo hondo de los tiempos; la estrella brotó una noche en el aire del Mundo, y ellos comenzaron a seguirla. ¿Dónde estaba el Señor?

Un viejo de párpados escaldados se postró ofreciéndole a Herodes:

—Yo podré repetirte las Escrituras.

Y el rey gritó enloquecido que le trajesen las fojas auténticas.

¡Demasiada inquietud por un astro en un cielo cuajado de luces, de constelaciones, de signos divinales! Y Nikolao sonreía suave y fisgón.

—¡Palpé las sienes de esta buena gente, y yo te digo que no sentí las sacudidas que daban las de Zoroastro! Mejor te divertirán refiriéndote de sus reyes antiguos que iban a una fiesta de caza como si saliesen a las guerras de Egipto. No como tú, Basileos, con la túnica y el perfume del triclinio. Tu potro, tu jabalina, tu valor rompían el breñal... ¡Acosabas, matabas por la delicia del peligro!

Herodes se recostó bajo las memorias de los días felices de su salud.

Delante del lecho, de espaldas a los tres magos, Nikolao bruñía las anécdotas, y todo el silencio se tendió dócilmente como un tapiz de su figura.

—...Las ciudades les despedían con plegarias y ofrendas. Sus reyes han de estrangular leones con sus dedos, han de traspasar tigres con su lanza, «la palabra de su mano», porque así confirman su linaje. Escuadras de ojeadores empujan a la fiera. El rey aguarda impasible en su carro de oro, dentro de un valladar. Y el león viene tambaleándose, con las garfas ya roídas, castrado de su furor por el brebaje que bebió en la poza de su querencia. El rey lo ahogará sin caérsele la tiara, sin perder un rizo de su barba, sin torcérsele una joya...

Resonaron las duras sandalias del escriba de los ojos enfermos.

Le arrebató el rey un brazado de pergaminos. Los descogía, los cotejaba mordiendo palabras, y soltaba unos textos y tomaba otros.

«Le veré, pero no ahora. Le miraré, pero no de cerca. Una estrella se alzará de Jacob...».

—¡Oráculo de Balaam! —Y el viejo volvió a enrollar la voluta de membrana.

Herodes abrió los escritos de Isaías, de Jeremías, de Baruch, de Abdías, de Micheas...

«¡Por qué clamas! ¿No hay rey en ti?».

Y buscaba más.

«Ahora se han juntado y dicen: Sea devorada y profanada. Sacien nuestros ojos sus deseos en Sión... ¡Hija de bandas y cuadrillas: con vara golpean el rostro del que juzga a Israel... Mas, tú, Bethlem, Efrata, párvula entre millares de Judá, tú no serás siempre la humilde porque de ti ha de salir el que domine a mi pueblo!».

—¡Bethlem! ¡Bethlem! —Lo dijo muchas veces, preguntándoselo a sí mismo. Se le colgó ese nombre de su risa floja. De tanto repetirlo tuvo a la aldea bajo su parpadeo de estupor. Nunca había reparado en Bethlem. Y lo aborreció por eso. Lo aborrecía temiéndole porque nunca desconfió de su calma pastoral. En Samaria, en Galilea, en Judá, en la Dekápolis, al borde de los desiertos y del mar, en las quebradas abruptas, en la vera del Jordán había lugares facciosos, chafados siempre por sus cohortes, y siempre revueltos como sacres. Pero Bethlem dormido en las calladas claridades de su inocencia...— ¡Ahora, de esa inocencia se desprendía la culpa! —Bethlem tan frágil, tan dulce...— Así pudo disimular el secreto, un secreto tan envejecido que venían a contemplarlo desde un país remoto... Y odió a los tres caminantes. Les miraba en la boca, en el cuello, en el costado... Y sus validos y su guardia también les miraban en la boca, en el cuello, en el costado... y rápidamente se volvían al rey esperando su ademán feroz que precipitaba en la muerte...

Silencio con un temblor de ojos y de respiraciones. Y el silencio acercó los alaridos de las casernas. Melchor, Balthásar y Gaspar se acordaron de Schammaï: «Todos los días mueren creyentes en los patios de Herodes». No morían, como los romanos, por vanagloria, «porque se amaban a sí mismos más que a su propia vida», sino por la indomable pureza de su pueblo y de su cielo.

De pronto, apareció un árabe como un cobre verde, recremado. Y el rey se acogió a ese hombre, el curandero nuevo, auténtico o astuto que los herodianos cogían de todas las comarcas.

El ismaelita desnudó los fermentados ijares de Herodes. Estuvo catándole blandamente las postemas. Se inclinó a Nikolao, y le habló de las aguas de Callirrhoé que exprimen la podredumbre. «Haná, el hijo de Sebeón, pasturando los asnos y mulos de su casa, descubrió los hontanares milagrosos. Nacían hirviendo entre rocas de basalto; se derrumbaban por margas moradas donde crecen los orobanques de color de azufre, las crucíferas de las murallas y se petrifican los troncos de los palmitos que se van desmenuzando en arenas...».

—¡A Callirrhoé!

El árabe siguió sin reparar en el grito de Herodes. Conocía los diez ojos de las fuentes. Llevó a extranjeros que ya manaban el tuétano por los bubones, y volvían con el gozo de la salud...

—¿Romanos? ¡Romanos antes que yo, valiéndose de lo mío! ¡A Callirrhoé! ¡A Callirrhoé con ése atado a mi litera! —Y en seguida se olvidó de todo gritando de hambre, de hambre de perro que le roía las entrañas. Engullía vomitándose con la avidez y saciedad de su vientre abrasado, hinchado, podrido.

—¡Echadles que me miran como a un lobo, y ellos llevan el cielo estrellado en las palmas de sus manos!

Un siervo guió a Melchor, Balthásar y Gaspar por los pasadizos rojos de teas. A veces se contenían escuchando.

—Son los que derribaron hoy el águila de oro del dintel del Templo. Han de durar hasta la madrugada. Les quitan, un rato, los escudos candentes, pero les hurgan en las carnes derretidas y así no mueren y no paran de bramar; y el rey les oye...

Poco a poco se perdían los rugidos entre los pliegues y curvas de sillares empapados de un sudor de albañal.

Luna de enero que cincela con frío la tierra. Los cactos, los terebintos, las aradas, todo hilado de claridad; y el camino de Bethlem desnudo en el helor del aire inmóvil.

Pasó estrujando la quietud el galope de una cuadrilla del rey. Ráfagas de acero y crines, aletazos de mantos, humo de jadeo y polvo.

Después las tres figuras blancas más lentas y solas en la noche de luna.

Por las ciudades, por los yermos, por todas las vertientes del Mundo se precipitaban los afanes de los hombres. Camino de Bethlem les rodea la paz como un nimbo de lámpara. Y la estrella en medio de la creación para sus ojos. Únicamente para ellos se les apareció en la soledad celeste de la cumbre que les ha dejado en la soledad humana.

Resaltaron las piedras que amontonó Jacob sobre la sepultura de Raquel; y la sombra tan vieja se tendía concretando el desamparo. Temblaba el silencio como un corazón. Y cuando pasaron de allí, la blancura de los tres caminantes parecía más tierna, y sus palabras y las pezuñas de los camellos se oían exactas, bruñidas de rodar hasta los últimos hondos y rasos de la noche; la noche de una inocencia, de una respiración de felicidad como si ya no fuese menester el lucero divino.

¿No sentían ya una dicha que no es realidad gozosa sino su transparencia en un momento bueno, callado, intacto hasta de la estrella que les ha traído? Fortaleza de la misma fragilidad. Desincorporarse su deseo, hiriéndolo por afirmarlo. A la vista de Bethlem la estrella les palpitaba tan suya que nada más abriendo su mano la perderían...

Ellos solos, cerca del prodigio. Y se les plegó la frente mirándose. ¿Sería una estrella como todas las estrellas? Las estrellas eran idea y signo de Dios para los magos, mientras otros hombres tallaban imágenes de dioses y las coronaban de rosas, y Dios permanecía invisible para todos. ¿Sería una estrella que traspasó el firmamento y volvería a hundirse y volvería a lucir para otros ojos cuando los suyos estuviesen ya vacíos como los ojos de los profetas que la prometieron?

Blancos, solos en medio de la salina de luna. Parados. Y la estrella también. ¿Se han parado ellos antes o la estrella?

Calma de Bethlem cerrada entre paredones, terrados y bóvedas.

La pureza de su cima, la gloria de sus países, sus jornadas, todo lo iban recordando junto a la aldea dormida en la humilde blancura de la cal. ¡Y si se volviesen sin llegar del todo! No se lo dijeron; pero como si lo hubiesen oído pensaron entonces que los siglos de mirada humana a lo recóndito del cielo, la expectación de los corazones, el pasado suyo, todo era verdad por la verdad del lucero.

Ansiedad de los corazones... Tardes en la estepa del Éufrates; arribo a Tapsaco; noche de Tadmor, cuando se decían: ¡Qué lejos aún de la tierra deseada! Ya estaban: recibían su olor, su relente, su luna. Y se imaginaban en el comienzo del camino pronunciando: ¡Cuánto falta!

Lo recóndito del cielo... Miles de fojas de ladrillos contenían las enseñanzas astronómicas, arrancadas de generación en generación al firmamento para desceñir el misterio de las criaturas... Y ya no les quedaba sino un instante, un poblado rural, el filo del límite...

Tan sabios de astros y miraban el cielo como los demás hombres.

Les pareció que toda la noche se les echaba en brazos asustada por el viento del amanecer. Nubes redondas, translúcidas en las frentes de los montes. Plateaban escarchados los olivares; se estremecían las higueras y las vides cristalizadas de frío. Y pasó por la soledad un plañir de mujeres. Escapaban las voces de la aldea y volvían desde los ecos de las piedras de Raquel: «Voz fue oída en Ramá. Clamor y sollozo. Raquel lloraba sus hijos desde su sepulcro».

Aguijaron sus camellos. Crujían las correas y carcasas. Volaban las esclavinas de armiños remendados. Les retumbaron los pulsos. Y al entrar en Bethlem crecieron las imploraciones y encima botó un estrépito de caballos.

La noche se velaba y se desnudaba de nieblas, con una hermosura siempre virginal, sin tocarla el rencor ni la desgracia de los hombres.

Desde las azoteas, desde los setos y tapiales asomaban grupos de mujeres llevando a sus hijos pequeños crispados por la agonía, con las ingles abiertas, con las gargantas rasgadas como corderos de leche, y la sangre enfangaba la tierra de luna.

Gaspar, Balthásar y Melchor subían las manos, y las familias les maldijeron. Les veían demacrados y pobres, pero invocaban la misma estrella que la turba del rey señalaba cuando degolló a los hijos.

Lejos, en el albergue, se torcían los rojos corazones de las hogueras. Y en el portal se les cayeron las carroñas exhaustas de sus bestias. Llamaron los tres caminantes. Les recibió un husmo de castas, un tufo de hachones y fogariles, un olor agrio de frutas que se derretían, un aliento de intemperies cobijadas toda la noche». Ganados y recuas rodeando los posos. Judíos en oración, inmóviles, hacia Jerusalem. Soldados, mayorales, trajineros disputándose armas, aparejos, rameras. Despertaban las caravanas a punto de abrirse en una rosa de rutas y climas. Como en todos los paradores. Seguir; comenzar; volver en curvas de río por la misma planicie. Ahora estaría la cumbre de ellos ungida de las esencias de la madrugada, como en los tiempos de su quietud, antes de la aparición de la estrella. Como entonces y sin ellos; sin poder retornar a entonces. Se internaron por corredores cavados dentro de la colina que sostiene la obra de la caravanera. Salían hatos, acémilas, familias... Después todo se quedaba recogido, tierno de la flor del alba; y por una pared rota bajaba muy grande el lucero. En lo último del refugio había un rodal de gentes con gallaruzas de vellones, con capuces peludos de olor de majada. Ponían sus manos de cepas a la lumbre despertando el rescoldo no como los magos hacían con el fuego divino de sus losas, sino como fuego terrenal creado para el bien de los hombres. Conversaban mirando a una rinconada donde se guarecía un matrimonio de Nazareth: la mujer lisa, frágil de recién parida, aniñada por la maternidad; el marido tostado, maduro, con sayal foscor y el paño de su frente desatado, y se le juntaban la cabellera aceitosa y la barba que principiaba a encanecer.

Los pastores les daban agua y lienzos con que lavar y aviar el hijo, y después se lo pusieron al pecho de la madre. Todo lo iban reflejando los gordos ojos de la jumenta que les trajo de su país y los de un buey echado detrás del pesebre que volvía su cuerna moviendo despacio las quijadas con un crujido de grama, dejando el humo de su morro caliente; y cuando paraba de rumiar se sentía mamar a la criatura.

Marido, mujer, pastores y bestias se volvieron pasmados a los tres aparecidos.

¿Serían tres ángeles? Tres ángeles de blancuras ajadas, extenuados, envejecidos de tanto caminar. Vendrían de las orillas del cielo, donde el cielo y la tierra tienen un vado de montes azules.

Gaspar, Balthásar y Melchor se arrimaron poco a poco entre garbas de lena y atadijos y vasijas del ajuar de la familia de Nazareth, hasta postrarse en el pajuz.

El hijo soltose del pecho. Y Balthásar le dejó delante un terrón de oro; Gaspar, un alabastro de incienso; Melchor, un pomo de mirra. No dijeron nada. Callando era más clara la suavidad de su cansancio en el descanso. Así, con el silencio de su boca respondían al silencio interior de su vida. Ni se preguntaban si habían venido, si habían bajado de su cumbre lejana para eso. Si habían pasado desiertos, fragas, ríos, naciones para ver un matrimonio artesano con un hijo recién nacido. No se lo reprocharon. Nunca habían sentido esta emoción de humanidad. Buscaron la gloria prometida al mundo, y se encontraban a sí mismos en su alma trémula de ternuras. No se calcinaría el misterio ni el deseo. No se les vería regresar con la estrella apagada.

Siempre los tres magos camino de Bethlem, con el lucero llagándoles los ojos.

II. La conciencia mesiánica en Jesús

La revista España me había encomendado otro tema, que resumidamente era: «El monoteísmo y el culto de los santos locales en España». Leyéndolo, recordé las palabras de San Agustín: «Los ídolos expulsados de sus templos, se refugian muchas veces en el fondo de los corazones». Y después, lo que el Rdo. F. Cabrol ha escrito en «La Oración de la Iglesia»: «Se ha dicho que los dioses del paganismo han sido trocados en santos; o, también: que el vulgo sustituyó a sus ídolos por otros bautizados con distinto nombre. Es rigurosamente histórico que en ciertos lugares, el culto de un dios fue suplantado por el de un santo; mas esta transformación no debe sorprendemos. La Iglesia no ha venido a destruir el sentimiento religioso, sino a purificarlo y ennoblecerlo».

Quizá con esos textos, algunas fáciles citas místicas y hagiografías, y la añadidura de lo que yo he podido recoger por esos pueblos y parroquias de España, el artículo para este número se me daba ya casi modelado. Pero en estos días, cerca de la Semana Santa, me ha parecido de más cristiana actualidad remover y exprimir algunos estudios relativos a la vida del Señor. Sé que el título La Conciencia mesiánica en Jesús, es demasiado presuntuoso y viejo; y, sin embargo, no se me ofrece otro tan sencillo y ardiente.

Hace tiempo, yo le decía a un devoto: Nadie ha podido saciar el ansia de saber la vida de Jesús desde su niñez hasta el principio de su predicación. ¿Cómo vivió, qué pensó, qué hizo Jesús hasta los treinta años?— Y el devoto me contestó arrebatadamente: —¡Y a usted qué le importa!

Sí que les importa a muchos ortodoxos y heterodoxos; y les importa para bien de la sensibilidad religiosa.

Yo, aquí, escogeré cuatro autores de distinto acento de fervor: Stapfer, Chollet, Harnack y Le Camus. Y al renovar su lectura, con la de los Evangelios y la de algunas páginas de Josefo, iré condensando, elementalmente, tres apuntes con estos tres epígrafes: «Infancia de Jesús».— «La plenitud de los tiempos».— «Bautismos y tentaciones».

Infancia de Jesús

Aparte del nacimiento, de la epifanía y del episodio del Templo (San Lucas, II), en que después nos hemos de parar, los Sinópticos callan la vida de Jesús hasta que cumple treinta años. Como nada dicen de su infancia y cada día se comunica más la inquietud de saberla y amarla, los Apócrifos escriben sus relatos con toda la exaltación y complacencia de los orientales en lo ingenuamente maravilloso. Pero, en sus escritos, la niñez de Jesús resulta la de una criatura poseída, obra de brujería popular, un poco cansada. Ni siquiera tienen el calor humano y la gracia primitiva de la historia de María y de Josef, el Carpintero.

Se ha de reconstruir la infancia del Señor acogiéndose a la semejanza de su hogar con los otros hogares nazarenos, piadosos y pobres.

Nazareth resplandece de cal en la ladera de una colina desnuda. Casas cuadradas, con su escalera exterior del terrado y cámara alta para las noches calientes; campos de trigo y de viña; cercas de cactos; higueras y olivar. La Synagoga con sus follajes viejos. Pasada la última cuesta del camino, a la entrada del pueblo, la fuente donde acuden las mujeres y los hijos. María viene a llenar sus cántaros. Más tarde trae a Jesús. La madre, con el ánfora recta sobre su frente; el hijo, con el cantarillo que le va goteando hasta el portal. María le enseña la plegaria. Escucha —Schema—; los versículos mosaicos más precisos —el Dios único, la predilección de Dios por su pueblo. Todavía no hay verdaderas escuelas en Palestina—. La única Beth Hassepher —Casa del libro— está en Jerusalén. Del año 60 al 70, después de Jesucristo, principian las fundaciones escolares con carácter obligatorio. «Perezca el Santuario antes que los niños dejen de ir a lección», dice el Talmud.

Pero, en los tiempos de Jesús, el Hazzán o encargado de la Sinagoga rural, luego del servicio del Sábado, retiene a los hijos de los aldeanos; les cuenta las historias de los Patriarcas, las jornadas salvadoras de Moisés; les explica los preceptos más elementales de la Ley; les va glosando algunos salmos que ensanchan la oración aprendida de la madre. Y oyéndole, pasan delante de los ojos atónitos de Jesús, las hermosuras de la Creación, los primeros rencores, los primeros ímpetus y desfallecimientos de los hombres.

Cumplidos los doce años, Jesús queda obligado por la Thora al ayuno y peregrinación de la Pascua. José y María llevan al hijo a Jerusalén en la caravana nazarena. El camino es lento. Jesús ve de cerca las ciudades de los gentiles, algunas fundadas por Herodes; los términos de las tierras aborrecidas de Samaria; los valles gozosos y profundos del Jordán, todavía en silencio; los jardines de placer de Jericó.

Después, el camino se vuelve torvo y abrupto; sube el monte de los Olivos. Desde lo alto se asomará Jesús a Jerusalén. Tanto lo desean sus ojos que no reparan en Bethania, la aldea clara, menuda y tranquila, ni en Gethsemany, el olivar y tuerto, que serán sus refugios íntimos de amistad en los días de persecución y congoja.

Jerusalén. El Templo como una fortaleza de lumbre y de oro. Las torres de las grandes murallas. Palacios, graderías, toldos y bóvedas. Resuenan las trompetas de los sacerdotes, las bocinas de los legionarios de Roma. Levitas, guerreros, cortesanos, mercaderes... José, María y Jesús atraviesan todos los arrabales; salen por todas las puertas de la ciudad para que el hijo presencie el trajín de las rutas que vienen de todos los países: la del Hebrón que pasa por Bethlem, donde Jesús ha nacido; la de Damasco, que llega entre tapias de huertos señoriales. Para verlos, quizá se suban a un peñascal de vertederos y cardos que se llama el Gólgotha. Entre todo, maravilla el Templo a Jesús. Ferias, disputas, vocerío, lujo y hambre. La pompa del sumo sacerdote; los corros de los doctores de la Ley; la liturgia de las inmolaciones... Y acabadas las fiestas, los nazarenos se juntan, y su caravana vuelve a subir el monte de los Olivos, hacia su aldea. María y José buscan al hijo entre los hijos de sus amistades y parientes. No está Jesús; no sienten su risa ni su voz; no se les aparece el vuelo de su vestidura, que ha cosido María para su primer viaje ritual.

Y escribe San Lucas: «Y como no le hallasen, se volvieron a Jerusalén. Y tres días después, le vieron en el Templo, sentado en medio de los doctores; oyéndoles y preguntándoles. Y la madre le llamó: Hijo, ¿por qué te portaste así con nosotros? ¡Mira cómo tu padre y yo te buscábamos con aflicción! Pero Jesús les respondió: ¿Para qué me buscabais? ¿No sabíais que he de cuidar de los asuntos que son de mi Padre?».

No; no lo sabían María y José; o no le comprendían. Lo dice el evangelista: «Mas, ellos no entendieron la palabra que les habló».

Aquí, según San Lucas, Jesús habla del Padre. La «buena nueva» que ha de sembrar diez y ocho años después, se cifra en la proclamación del Padre. Dios ya no es Jeovah terrible, sino el Padre que está en los cielos y no se olvida ni de los lirios del valle ni de las avecitas, y da al hombre el pan de cada día. Pero sorprende que el Evangelio de San Juan, el Evangelio Teológico, no haya recogido esta jornada.

Después, añade San Lucas: «Y descendió con ellos —con José y María— y vino a Nazareth; y estaba sujeto a ellos. Guardaba su madre todas estas cosas en su corazón».— José muere pronto; ya no se le nombra, «y Jesús crecía en saber, en edad y gracia delante de Dios y de los hombres».

La plenitud de los tiempos

Con la plegaria y el concepto del Dios único, el judío recibe de los padres sus convicciones políticas exclusivistas. La Patria es el «país del Señor». La tierra, sus frutos y los hijos a Él le pertenecen. Jeovah es el Dios de los ejércitos, que aparta al extranjero, y el Dios agrícola, que tiene la Dave de las lluvias y ama y exige la primicia de las cosechas. Un pueblo, un Dios, un caudillo, un dueño, un altar. Cada vez que los hebreos cometen el pecado de la fornicación religiosa, volviéndose a divinidades gentílicas sanguinarias y muelles, Jeovah permite que las gentes extrañas los opriman o los deporten a países remotos y duros. Los hebreos claman. Entonces, surgen los liberadores. Cada juez que se levanta, significa ya el arrepentimiento de un contagio politeísta. Cada profeta es un medianero del Señor, que avisa el mal y el castigo; que promete el triunfo mesiánico. Con la Monarquía se ha perdido la inocencia patriarcal que aun quedaba en la época de la judicatura. Ocurre el cisma de las tribus. El tránsito de Alejandro deja un surco de paganismo. La Galilea se va poblando de gentiles. El habla Greciana se oye tanto como el arameo. Hay estatuas inmundas, convites y galas abominables; teatros, gimnasios, certámenes. Algunos hebreos participan de las luchas y carreras; y como han de presentarse desnudos, ocultan su circuncisión con un prepucio artificial. La ortodoxia tiene distinta palabra en cada una de las tres sectas: essenios, fariseos, saduceos. Finalmente, el trono de David pasa a un linaje advenedizo. Un idumeo, Antipater, se apodera de la voluntad apocada de Hyrcan, el príncipe y pontífice legítimo. El hijo de Antipater, Herodes, es proclamado rey por el imperio y fuerza de Roma, que ya no levanta su pie de la tierra elegida. Se enciende la revuelta contra los sacrilegios del rey y de la intervención romana. Un águila de oro, puesta por Herodes en los portales del Santuario, remueve la ira de los creyentes, que arrebatan el emblema y lo destrozan. Los héroes, cuarenta fariseos puros, son quemados vivos. Un decreto del Emperador, ordenando el censo de las familias y propiedades de Israel para regular los tributos, desata el motín, que acaudilla Judas el Gaulonita. El «país del Señor» no ha de tributar sino al Señor. Judas muere en el suplicio. Dos hijos suyos, herederos de su rebelión, son crucificados. Después de Herodes, Varus, el legado del César, cuelga de la cruz a dos mil judíos. El reino se reparte en tetrarquías. Es una provincia romana. Y el asesinato patriótico se comete en la ciudad, en la granja, en el camino. No puede resistir más el devoto. Y vuelve su mirada a los textos apocalípticos: Ha de venir el verdadero caudillo que consuele a Israel, que realice todas las promesas mesiánicas. Será de la sangre davídica; ante su aparición, se purificará la patria de injusticias y contaminaciones. El Ungido humillará todos los pueblos; se le arrodillarán todos los reyes; se volverá Jerusalén de oro, de púrpura y de cedro; y los hebreos, todos los hebreos, vivirán ya siempre en las delicias de un sábado abundante y eterno del Reino de Dios...

Los rabinos lo repiten inflamadamente. Llega el Mesías, porque había de venir en la hora de las más grandes desgracias, y éstas han ido cumpliéndose. He aquí la plenitud de los tiempos. La exaltación de las esperanzas es como una espada encendida de gozo, que traspasa desde la serranía del Hebrón, desde las nieves del Hermón, desde la cumbre redonda del Thabor a las aguas azules del Tiberiades. Todo aguarda el grito del mensaje divino. Y los ancianos y las mujeres y las criaturas que acuden al hortal y a la fuente callan y se vuelven esperando cuando pasa un caminante forastero o ven subir el polvo de una caravana.

Nazareth ha redoblado su plegaria y su ansiedad. Jesús se para entre los grupos lugareños; se recoge en la oración y en la lectura de los escritos proféticos; se aparta en la quietud de los campos, bajo la gloria y soledad de los cielos. Y parece que inclina su oído hacia su corazón y en él escuche el corazón del mundo.

Bautismo y tentaciones

Desde que Jesús cumplió doce años —la mayoría de edad religiosa— asiste a las grandes fiestas rituarias. En el trastorno de Jerusalén se le renueva el panorama del mundo. La patria, cerrada por los antepasados, se abre, estos días, a todas las proyecciones de Oriente y Occidente. Desborda de extranjeros y de hermanos judíos que llegan de Alejandría, de Grecia, de Italia, de lo profundo de Asiria... Y entre los placeres, el júbilo y el tumulto, Jesús descubre siempre un aturdimiento infantil en los hombres que se cansan y gozan sin ser felices. Pasión y tristeza; sequedad y olvido de todo valor humano. Y en el templo del Señor, ferias de ganados, de aves, de frutas, de amuletos, de ropas; mesas de cambistas; ruedos de tañedores. Humos apretados y olorosos del brasero de los perfumes y de las reses quemadas. La plegaria, los cánticos, las disputas, se juntan en grito sin emoción de palabra. Y, arriba, pasa el cielo desnudo, solitario y azul, separado del todo de la tierra...

Cuando Jesús se vuelve a Nazareth, tiene un desabor, una fatiga de la enorme ciudad; y los campos, el silencio, los horizontes suyos le acogen más íntimos. Gobierna el obrador de carpintero que le dejó su padre. Labra yugos, cribas, bieldos, arados, celemines, vigas, postigos. Acude a las casas y heredades para remendar las techumbres, las escalas de los terrados, las tarimas, los cofres, los aperos agrícolas. En sus marchas de artesano rural aprende las más escondidas veredas; se para mirando la faena de los jornaleros de la labranza, de la viña, de los huertos; el cuidado de los pastores, la labor de las mujeres hacendosas, el vuelo y las costumbres de las aves, la hermosura olvidada de algunas plantas: las anémonas, las ciclamas, los ranúnculos. Todo lo atiende, todo lo aspira, todo lo contempla; se le va quedando la imagen y la sensación exacta de la vida de los hombres y de las cosas en la calma de la naturaleza; y de todo ha de valerse cuando trace la visión del Reino de Dios.

No le basta el oficio del sábado en la Synagoga, y aprovecha las tardes del lunes y jueves, que también se abre la Casa de la Oración; y como entonces no es obligada la asistencia, hay menos devotos; es posible el diálogo, la lectura entretenida, la glosa espontánea con el buen hombre que guarda los Libros Santos; puede trasladar algunos textos en fajas de pergamino, y quizá un viejo escriba le ayude a copiar. Jesús ha leído los libros de Moisés, de Josué, de los Jueces, de los Reyes, de Samuel, de Isaías, Jeremías, Ezequiel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Micheas, Nahum, Habacuc, Aggeo, Zacarías, Malakias, y el libro de Daniel y los Salmos.

Otras tardes sube Jesús a la colina de su aldea. Desde su altitud se alcanzan los montes de Samaria, el contorno del Carmelo, el confín azul del Mediterráneo; y en la contemplación de las lejanías, la tierra y sus criaturas se le aparecen dulces y necesitadas; el concepto del semejante, del prójimo, revierte más allá de los límites del «país prometido»; y el «no matarás» de las tablas sinaíticas adquiere en su conciencia un acento que cala hasta las escondidas intenciones y se caldea de generosidades, que le harán prorrumpir: «Oísteis que fue dicho a tos antiguos: No matarás, y quien matare será juzgado. Pues yo os digo que aun el que se arrebate en ira contra su prójimo, y el que le injurie, también será juzgado».

Y cada meditación le va dejando una claridad nueva. Es el tiempo en que se aguarda el Cristo, el Mesías victorioso, con manto de gloria. Pero este Enviado no remediará ningún dolor no habiéndolos sentido. No trae ímpetu humano para amar a los hombres y amarlos por ser como son. Seguirá el poderoso menospreciando al pobre, y el humo de los holocaustos sin abrir el cielo. La Religión y la Ética se solicitan en su pecho y se fundirán en su palabra cuando diga: «Si fueres a ofrecer tu ofrenda en el ara, y allí te acordares de que ofendiste a tu hermano, ve por su perdón y vuelve después al altar». De la emoción fraterna entre las criaturas va subiendo a la comprensión de un Criador padre. Ha escuchado en su vida un sollozo recóndito de felicidad. Y arranca de su Reino los signos de fausto, las esperanzas políticas; y las promesas del Cristo le palpitan en su sangre con palabras de Isaías: «Despreciado y el postrero de todos; se incorporará los trabajos y dolores; y en sus llagas se sanarán las heridas de los hombres».

Ninguno sino él admite de antemano los sufrimientos prometidos. Pero un grito sale de las orillas del Jordán. «Voz del que clama en el desierto». ¿No habrá surgido el esperado? El esperado cubre su desnudez con pieles de fieras, y como las fieras es fosco v corpulento. Las gentes se precipitan rodeándole, preguntándole; y el hombre acortezado, húmedo y feroz sumerge en el río a los devotos. Es el clamor, es el bramido de la soledad hacia las multitudes para que se bauticen, se arrepientan, se penitencien. Y Jesús se adelanta. Fue, entonces, desnudo y humilde, arrodillado en las aguas, bajo la mano y la mirada del Bautista, cuando ha oído la voz de los cielos que en él se complace y le alumbra la conciencia de su divinidad; y las gotas del Jordán que le rocían la frente, le caen como un óleo precioso.

Ahora, persuadido de su naturaleza mesiánica, encendido de amor por el Padre que se proyectará en todos los hombres, principian a conturbarle las tentaciones de que sin padecer sea el que es, precisamente por serlo. Y en la soledad de relumbres de peña, donde se hunde para verse y sentirse a la faz del Padre y hacer la penitencia que impone el Bautista, el hambre le roe las entrañas y le alucina los sentidos, y las piedras se le aparecen como panes rubios. Y alguien le dice: «Ya que eres quien eres, manda que esas piedras se truequen en pan tierno y dorado». Y el Mesías sufrido, la divinidad florecida en Jesús, vence a la carne hambrienta, y se recupera a sí misma exclamando: «Escrito está que no sólo de pan viva el hombre, mas de toda palabra de Dios».

Pero el espíritu de la tentación le hará que se asome desde una cumbre y que contemple la tierra dormida y hermosa, las ciudades blancas, los huertos deleitosos; le pondrá en el pináculo del templo desde donde puede precipitarse sin daño porque vendrían los ángeles a sostenerlo y lo dejarían gloriosamente en medio del mundo, y ante el prodigio los hombres le creerían. Y Jesús se ha proclamado con gritos supremos: «Sólo a Dios serviré; y no tentarás al Señor tu Dios».

Pero la tentación no le deja; vendrá del más abrasado de sus discípulos. En un instante de presentimientos de muerte, Pedro le aparta de todos diciéndole: «¡No sean contigo, Señor, estas angustias, siendo tú quien eres!». Y Jesús ha de rechazarle como a Satanás.

La tentación le sigue la última noche, en el Olivar de Gethsemany, lleno de luna. Llega la hora en que se cumpla el concepto del Mesías doliente. Pero, si quisiera aun podría librarse, quizá seguiría siendo el que es, sin morir. Toda su carne es un corazón estremecido; y le pide al Padre que aparte la amargura de su boca. Y Jesús se confortará, y se entregará al dolor.

Ya rasgado y clavado, todavía la tentación le habla desde cada llaga. ¿No habrá sido todo en vano? El Padre que tanto amó, calla oculto en el azul gozoso de primavera. Y con la lengua estrujada de sed, Jesús le dice: «¡Por qué me has desamparado!».

Pero, antes de morir, en su frente, que le quema con la calentura de la cruz, pasa el recuerdo de toda su vida; y su ultimo laudo de corazón de hombre, se rompe y gime en su soledad: «¡Todo está acabado!».


Publicado el 25 de julio de 2020 por Edu Robsy.
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