Hilván de Escenas

Gabriel Miró


Novela



Preliminares

I. Escenario

Entre dos estribaciones enormes y fragosas del Aylona, serpea el valle de Badaleste, hondo y vicioso.

En el horcajo de tamañas sierras, en altitud bravía está Confines, viejo y parduzco pueblecillo sobre cuyo costroso hacinamiento de tejados verdinegros, eleva la decrépita Abadía su campanario estrecho, amarillento y alto, maculado junto a su cornisa por las rudas y ennegrecidas piedras que deja ver un desgarrón de la fachada.

Las paredes de las últimas casas del pueblo reciben ávidas las caricias de los primeros verdores del valle. Éstos se originan con escalones inmensos de ondulantes mieses, sombreadas de trecho en trecho por redondos olivos y talludos almendros de retorcidos y negrales troncos.

Turnan con los trigos tablares de lozanas hortalizas distribuidas en geométricas figuras; rumorosos maizales; aterronados barbechos; y de nuevo la mies sucede, alta, apretada, undosa, bajando en gradería, afelpando transversalmente en verdes franjas o en oleadas de oro el pie de las colinas.

Es diversa la decoración de la sierra: los manchones espesos de los pinares la obscurecen; almendros de gaya pompa trepan briosos por las laderas y las brochean de un verde claro; erizados espliegos, virtuosos romeros, cortezosos tomillos, punzantes aliagas, la sahúman y arrebozan espléndidamente. Pero la flora se detiene, se interrumpe de cuando en cuando, y aparece el cantorral gris o albarizo.

En los sitios más suaves y bajos de las estribaciones se dilata en prolongadas paralelas el pálido olivar; y arriba, en las más fieras altitudes, se descubren tersas calvicies cenicientas, rojizas gargantas; y entre las quebraduras se retuercen añosas y gemidoras encinas.

Sonorosos raudales nacidos en las sierras, saltan, se deslizan, bullen, espumajean entre guijarros, y ya en el valle, ceñidos entre herbosas acequias, pasan por la aridez ocrosa de los barbechos; se derraman mansamente en los sembrados; cruzan las silenciosas calles de un caserío; ciñen los troncos de la arboleda; se estancan entre lindones; lo vivifican todo con su caricia fría; caen por último en el lecho de una barranca estrecha que hiende el valle, y por esta oquedad, bordeada de erizadas junqueras y enhiestos chopos, discurren espejeantes levantando leve zumbido de colmena que, en las ardientes y calmosas siestas estivales, invita al sueño, muy grato de gozar en la frecuente sombra deleitosa de un pino susurrante o de un galano cerezo.

Cerca de Confines, hacia el norte, se esconde humildemente, en un rincón de lampiña loma, el caserío de Abdeliel, de casitas desiguales, enjalbegadas unas, obscuras y tostadas por el sol otras.

Pasado este lugar se inicia una deseada anchura en el valle. Distanciadas las espaldas de las estribaciones, parece penetrar más luz y descender radiante por las laderas verdes o rapadas.

Alejado del reducido Abdeliel, en la opuesta vertiente y curioseando la entraña húmeda de la barranca, se extiende el pueblo de Benihaldelera, como inmensa estraza que interrumpe y mancha la amenura agreste del paisaje.

Hacia arriba, escalando la sierra, se apelotona Aliatar, como uno de esos majanos formados por mendrugos de platos y retajillos de cántaros y tinajas que en las afueras de las ciudades suele haber. La torre de su Iglesia, amazacotada y blanca, parece recién lavada sábana puesta a secar sobre las peñas.

Desde aquí, se parecen asomados a un liviano cerro, los negruzcos y rígidos cipreses que adornan el calvario de Benifante, alegre y limpia villa que, como Benilhaldelera, se acerca también a la barranca estrecha y tortuosa.

Y como si las ciclópeas hijas del Aylona se hubieran avergonzado allí de abatirse, separarse y formar tan fértil y pomposo valle, erizan un macizo de peñas ingentes y peladas, sobre las que descansan los rojizos y ruinosos muros de la morisca fortaleza de Badaleste, nombre que bautiza al caserío anidado en las quebraduras de tamaño pedestal y a todo el espacioso valle fecundo.

Es la cima de estos roquedos, mirador estupendo desde donde se atalaya despejadamente lo descrito y la continuación del valle, ya anchuroso, suave y exornado por la lujuriante ufanía de los pámpanos.

De trecho en trecho emerge una morena masía, un alargado riu-rau, bajo cuyas arcadas se marchita y cura la arracimada pasa, dulce y rugosa.

Y la turgente serranía se aleja en ondulaciones azules, como olas sin espuma, enormes, mudas, del Mediterráneo pálido, dormido, que, allá lejos, se funde con el cielo lumbroso.


* * *


Únense y comunican estos lugares por una muy cascajosa y delgada senda, que ya se desliza amarilleando entre espléndidos cultivos, ya afeada y peligrosa por sus hinchazones y sinuosidades, sube, bordea las laderas, rayando, como un surco de arado, la felpa que las tapiza; y con ese zigzag violento y atrevido, baja desde Confines y llega hasta Ballosa, lejano pueblo ribereño, del cual arranca suave y rasa carretera que lo enlaza con la capital de la provincia.


* * *


Verde o dorado en los trigales, jocundo, espléndido, sereno y aromoso, aparece en templados días el bravío paisaje de Badaleste, mas


«…cuando el padre Otoño muestra fuera la su frente galana…».


otorgados ya los sazonados frutos, amarilla la fronda, iniciado el esquileo de la tierra, el valle adquiere una suavísima tristura. Parece envuelto por la dulcedumbre de un crepúsculo eterno.

Y en los días invernales sufre una desnudez angustiosa, desoladora, que aflige y constriñe el ánimo.

En los yermos bancales elevan los árboles su rígido armazón negruzco: las cepas, nudosas, retorcidas, como muñones de manos amputadas, puntean a líneas interminables la rojiza tierra.

Vagantes nieblas ciñen las sienes del peñascal, y albeando por las haldas, en jirones espesos, descienden al Valle lentamente.

Y el vendaval silba, vocea, aúlla, recorre la altitud, se precipita por los sembrados, lo azota, lo asuela todo implacable, y a su paso por las laderas, los pinares, de imperecedero verdor, protestan, plañen, murmuran con rumor de oleaje fiero, de muchedumbre impaciente.

II. La Señora

Badaleste, diminuto y blanco, se esparce entre las rocas abruptas, desnudas, inmensas.

Desde el cercano Benifante, sube travieso y jiboso un caminito que, serpeando entre las casas, llega a una muy alta peña horadada por angosto túnel que inició Naturaleza y ultimó el artificio y pujanza del hombre.

Al otro lado de la obscura entraña, acaba el caserío. Quedan sólo unas cuantas casitas extendidas en blanca andana junto a la peña del túnel; y enfrente se alza con pesantez la solariega casa de los antiguos señores del valle; un caserón frío, austero, de apariencia monástica, con sus paredes rudamente encaladas y el negro ventanaje siempre cerrado. A su izquierda sobresale un inquietante risco, liso y estrecho, rematado en su altura por una garita blanca y cuadrada como un dado nuevo, en donde reposa la vieja campana perteneciente a la Iglesia, que se halla bajo, al otro extremo del solar, humilde, silenciosa, sin torre ni espadaña.

Junto al templo nace un pretil, harto maltratado por los años, que, curveando, cierra prudentemente aquel recinto casi llano, espacioso, donde una noguera de anchurosa fronda y enroscada raigambre, descubierta, susurra blandamente en el sereno y solemne silencio de la altura.

Y dominándolo todo, se eleva una caliza redondez, ancha, suave, cercada en su cima por grietosos muros (viejos relieves de la morisca fortaleza) y por modernas tapias de argamasa. Dentro, un constante y puro vientecillo riza y agita la verde y bravía maleza. En el centro, entre un ortigal frondoso, asoman los negros trazos de una cruz.

Es el cementerio de Badaleste.


* * *


En el caserón solariego vivía doña Trinidad Bermúdez Sila.

La Señora (así denominaban todos en el valle a la Bermúdez), era una vieja alta, huesuda, doblada como un garfio; de quietas pupilas acelajadas y frente lisa, amarillenta, cuya cumbre perdíase en las sombras proyectadas por un pañolito de seda negra, ceñido a su cráneo estrecho, casi mondo, y a sus colgantes mejillas cretáceas.

Vestía sencillamente un hábito de los Dolores.

Ella pasaba la vida sentada en un descomunal sillón, junto al antepecho de la ventana del vestíbulo. Es éste una inmensa pieza enjalbegada, cuya techumbre necesita el extraordinario sostén de dos pilastras redondas.

Ante la Señora, había una mesita-camilla cubierta por negro hule y faldas verdes descoloridas, sobre la cual mesa lucía siempre, en búcaro de loza, un manojo de flores odoríferas y frescas en primavera, apagadas y salvajes en invierno. Junto a las flores, y en limpia y panzuda pecera, evolucionaba un rojo y áureo pez.

Un rosario, de quince dieces, graneaba por un razonable rimero de libros devotos.

Frecuentemente, la Señora avanzaba hacia la mesa su sarmentosa mano; empuñaba el sagrado abalorio; deleitábase con la prosa del «Diamante Divino», de «El Ramillete de Oro», del «Despertador Eucarístico»; y en los descansos, contemplaba la tersa peña del túnel o buscaba distracción en dos rubios canarios que, desde sus jaulas, pendientes de robusta viga, herían el silencio del vestíbulo con su vibrante alborozo, manifestado en notas precipitadas, agudas, suaves, cavatinescas.

De cuando en cuando, una mujer alta, gruesa, que hablaba con sordina, acercábase a doña Trinidad, respondía a sus rezos, o mediaba en los comentarios que aquélla hacía sobre los diarios acaecimientos.

Cerca de la ventana, arrancan tres escalones pequeños que conducen a una habitación de paredes inmaculadas, cuyo mueblaje lo formaban: seis sillas vestidas de blanco lienzo, una mesa, adosada al principal testero, y que mantenía enorme fanal continente de un San José, el humilde artesano, cubierto de recamado terciopelo, llevando de la diestra a un niño inexpresivo, carilleno y guedejudo, y soportando con la siniestra un florido tirso encintado de blanco y azul.

A los lados del santo, dos candeleros de plata elevaban sendos cirios babosos, que la criada de confianza (aquella mujer robusta), encendía todas las tardes de marzo.

En un candelero, más pequeño que los anteriores, erguíase el verde cirio ahuyentador de tormentas.

Un espejo, engasado y mentiroso, colgaba de la pared, detrás del fanal, y entre dos retazos de pergamino: en el de la izquierda, esparcía sus ramas apretadas el árbol genealógico de los Bermúdez; del otro, apenas se alcanzaba, sobre fondo azulado, la figura de un guerrero cubierto con armadura gris, y de cuyo casco pendía un sanguinolento airón.

Representaba esta vieja pintura al primer Bermúdez que obtuvo la donación del marquesado badalestino.

Una ventana engulle la luz de la meseta donde el nogal asombra.

De este aposento (en el que la Señora escribía y trataba las cuentas con sus arrendatarios) se pasa a una alcoba, reducida y austera como una celda: dormían en ella doña Trinidad y la sirviente.

Las dos hojas de la enorme puerta del vestíbulo, casi siempre entornadas, abríanse alguna vez, empujadas por un rústico brumado de legumbres o leña; la luz penetraba entonces franca y esplendorosa, pero pronto era rechazada por los rudos tableros de la puerta, al cerrarse, y el hombre perdíase en el fondo penumbroso del zaguán. Allí, envuelta por crasas sombras, sube a los pisos superiores una escalera de macizo barandal y crujientes peldaños espaciosos. Allí están las entradas al comedor, verdadero refectorio de convento, largo, encalado, frío; a otras dependencias, y a un patio donde cacareaban las gallinas y dormitaba, sobre descomunal pira de sarmientos, un mastín blanco encadenado por la carlanca a la argolla de un pesebre.

III. Castellanos y caciques

Los Bermúdez Sila, de empolvada peluca, recamada casaca, corto calzón y hebillado zapato de espejeante pantalia, estimaron que tan cortesanas galas repelían el nido y lueñe escenario de Badaleste.

Otro vivir, más blando, halagador y bullicioso que aquel seguido en el valle, tan sosegado y eremítico, apetecían ellos, y así, arrancando de su solar lo más estimable de su aderezo, y vendiendo no pocas yugadas y algunos pinares, dejaron el abundoso suelo, tan hazañosamente conquistado por sus mayores, y trasladáronse a la Corte, donde podrían espaciar sus ansias de goces y grandezas con los rendimientos aún copiosos de sus restantes tierras badalestinas.

Cerrado y mudo quedó el adusto edificio. Manchas verdosas invadieron las fachadas, y aun osaron costrear por los recortados signos heráldicos del viejo blasón, que descansa sobre el dintel de la inmensa puerta. El sol, la lluvia, el viento y las celliscas ennegrecieron y descascarillaron las paredes con su oleada de fuego y fríos arañazos, y exprimieron y agrietaron el maderaje.

En 1865 la abandonada casa alindose con los cuidados de una restauración. Vistiéronse de cal sus paredes; negra pintura vigorizó las puertas y ventanas, y en las desnudas habitaciones sonaron golpes, se oyeron rechinamientos y quejidos lanzados por los muebles al ser arrastrados por los sucios pisos casi cubiertos de espeso tamo.

Todo se amuebló y compuso, pero parcamente, con severidad y rudeza. El vestíbulo, los corredores, los aposentos todos, amplios, sombríos, silenciosos, parecían dispuestos a ser pisados por la muda sandalia de ensayalados personajes.


* * *


Fue en otoño, cuando llegaron al valle los Bermúdez Sila, descendientes de los guerreros de levantado ánimo, de los altivos feudales, de los muelles y sagaces cortesanos.

Formaban una numerosa familia, que no pudiendo mantener en Madrid los esplendores y exigencias de su añeja prosapia (por los frecuentes quebrantos económicos sufridos desde el siglo XVIII), venían a encerrarse en aquel caserón, donde con los relieves de la hacienda lograrían vida cómoda y admiración y respeto en los intonsos lugareños.

El jefe de la familia, que era adicto a reaccionarias ideas políticas, tuvo por muy llano el ofrecer a su partido la devota sumisión del viejo marquesado de Badaleste en su cabal entereza. Pero tres de los pueblos anidados en las fragosidades de la sierra, Confines, Abdeliel y Aliatar (en cuyos términos no quedaba piedra ni matuja perteneciente al señorío de los Bermúdez), aunque se apresuraron a enviar los mejor hablados y de más altanería de sus lugares, para rendir la salutación de bienvenida a los secos señores, negáronse, sin embargo, a nutrir sus filas. Aquellos pueblos comulgaban otro ázimo político y obedecían gustosos a su particular caudillo; cacique no despreciable, porque su alacridad y risueña y afable condición fácilmente hendían pronunciados surcos en el ajeno ánimo, donde sembraban la estimable semilla de la simpatía.

Un zurriagazo inferido por mano villana en la arada mejilla de don Eusebio Bermúdez, no le habría sido tan ultrajante como el embarazoso no contestado a sus proposiciones de fusión política por los embajadores de Confines, Abdeliel y Aliatar.

Pero tamaño enojo fue decreciendo y curando, porque el ofendido vio con claridad y presteza que la disidencia era más bien nominal que efectiva.

Sobre las ideas políticas, se levantaba gallarda y dominadora la tradición. Y en aquellos sencillos habitantes de los autónomos pueblos, el pretérito de los Bermúdez, tan colmado de prepotente grandeza, gravitó hasta el punto de sustraerles todo arranque o proyecto distintos a los sentidos por don Eusebio.

El cacique de la región de Confines subía todos los domingos al solar, y sonriente, afectuoso, humilde, departía un buen rato con los señores.

Tan singular y reverente acatamiento a la casa, al apellido Bermúdez, lisonjeó a don Eusebio más que si hubiese sido tributado a las ideas del partido.

Pero si todo era de grato paladeo para el señor, en cambio, esa dulzura y armonía, amargaba y punzaba con los alfilerazos del despecho a cierto personaje de Benifante. Llamábase éste Judas Lisaña, viejo de corta talla y menudas facciones en rostro ancho, el cual viejo había sido jefe político absoluto desde Badaleste a Benihaldelera, antes de la llegada de los Bermúdez.

El disponer a todo su talante y antojo del valle entero, le acuciaba incesantemente.

Llegó don Eusebio y tuvo el cacique que abatir la frente ante su señor natural.

Algo le entristeció su forzosa plaza de segundo; pero algo le consoló el verse considerado como favorito, como hombre de confianza de tan principal y linajudo prócer.

Mas el desquite de su descenso, donde pensaba hallarle Lisaña, era en la para él indudable fusión que de los dos bandos realizaría la ingente llama de la influencia señorial.

Conseguida esta alianza, que iría aparejada con la ruina de su émulo, fantaseaba Judas que sólo él compartiría dichosamente con su señor los regalos del poder; y al morir don Eusebio, nada de insólito tendría que los herederos de Bermúdez buscasen habitación en otros más animados y risueños lugares, y, por tanto, permitiesen llegar el suspirado mando a las codiciosas manos caciquescas por el camino más llano, indisputable y cómodo.

Pero el señor, halagado con las lisonjas de los otros, no satisfizo los planes del cacique.

¡Válgame Dios, y qué celos tan despiadados invadieron y laceraron su ánimo, viendo las afectuosas relaciones entre el de Confines y los Bermúdez! ¡Con qué crudeza le lastimaba la locura breve de la ira, cuando junto a él pasaba su contrario, sin dirigirle un saludo, ni dedicarle una mirada, pavoneándose por su amistad con los feudales!


* * *


Una tarde, le dijo el celoso a su amo:

—Lo que debiera hacer el señor, es obligar a los de allá que se ajuntasen con nosotros.

—¿Y para qué? —replicó indolentemente Bermúdez—. Hago lo que quiero de ellos. Me quieren, me respetan… Son míos, aunque lleven divisa contraria.

—Sí, señor —refunfuñó Judas—; pero… ¡sería tan bueno para el valle, el que fuésemos todos unos!

—Bah, bah, bah. ¿Que no estamos bien ahora? —exclamó el otro.

Tornó a insistir Lisaña.

Y don Eusebio, dudando de que fuese sólo generosa ambición del bienestar ajeno lo que inspirase a su segundo, quiso asomarse a la hondura de aquella alma y verla toda cumplidamente. Y así, mirando con fijeza al cacique, mejor dicho al excacique, dejó caer, como con un cuentagotas, estas palabras:

—Bueno, me interesaré por conseguir la fusión que deseas, pero… —y aquí hizo una pausa que irritó de impaciencia al otro— no respondo de quién sacará el mando; pudiera el de Confines conseguirlo.

—¡Que no responde el señor! —aulló espantado Judas—. ¿Que el señor no dispondrá que sea yo? ¿Que acaso no me viene este poder, este puesto, de mi padre?

Y clavó el angustiado sus ojos, que la ansiedad ensanchaba, en las frías pupilas de su amo.

Éste hizo primero un gesto de repugnancia como si le hubiese llegado el olor de una inmundicia. Después, una sonrisilla culebreó por sus pálidos labios, y lentamente aplicó al corazón de Lisaña un rabioso cáustico, diciendo:

—Si tú heredaste el poder, como dices, de tu padre, el otro se lo ha ganado. A él lo han elegido; no le ha impuesto la rutina.

Fríos trasudores mojaron el cuerpecillo del excacique, y su semblante se obscureció y contrajo visajeando de terror y asombro.

El amo continuaba sonriendo en silencio, y Lisaña, que magüer tonto era malicioso, escondiendo su intención artera bajo un dulzacho y lastimero acento, murmuró:

—Como el señor me ha dicho tantas veces que todo se heredaba; que se heredaba la sangre, los sentimientos, el nombre, el poder… yo me creía…

Apagose la burlona expresión en Bermúdez, quedando sólo una gravedad fría y rechazante.

Judas, con la mirada vaga, inexpresiva, estúpida, añadió, al mismo tiempo que se rascaba su cráneo rapado.

—Al señor, así le ha pasao… Todo se lo dejaron; de otra suerte quisás…

No pudo proseguir, porque el señor le ultrajó diciendo:

—¡Qué comparas, villano, las mezquindades de tu caciquismo ruin y sucio, con la limpieza de mi sangre y supremacía! ¿Tú, tú quieres igualarte conmigo, asqueroso, descendiente de esclavos?

…Y sucedió una escena repugnante. Lisaña, para retener la estimación de Bermúdez (pues su pérdida ocasionaría la de sus ensueños y ansias por dominar), se humilló, se arrastró, gimió en la súplica, y el amo gozó brutalmente con las angustias y bajezas del siervo…


* * *


A los dos meses de acontecer tales humillaciones y vilezas, una noche recibió orden Lisaña de subir al caserón de los Bermúdez, porque don Eusebio padecía un ataque que había puesto en confusión a todo Badaleste.

Comezón tuvo el avisado Judas de señalar su gozo con algo de tripudios y algazara.

—Al fin —se dijo—, iba a quedar libre del que le usurpara su independencia y mando, y del que, cegado por lisonjas y acatamientos de bulto, le postergara a sus émulos.

El sereno del pueblo estaba delante, y el futuro jefe absoluto tuvo que solapar su alborozo con la mejor imitada tristeza que pueda producir la disimulación o doblez.


* * *


Murió don Eusebio, y de sus cinco hijos (cuatro varones y una hembra) el primogénito obtuvo, en gracia al meritísimo comportamiento político de su padre, el gobierno civil de una rentadora Barataria.

Los demás, libres de la tirana sujeción paterna, se zabulleron en el ruido y animación de la Corte.

Quedaron en la vetusta casa la viuda y su hija doña Trinidad.

Visitaba Lisaña diariamente a las señoras y dábales noticia caprichosa de los acaecimientos de la comarca. El cacique, lo era entonces acabadamente. Habló con más soltura en aquellas habitaciones amplias y calladas y que tanto le impresionaran en vida de don Eusebio. Se permitió fumar ante las Bermúdez y hasta escupir, entre chupada y chupada, sin escrúpulos, en suelo despejado.

No recibía gusto doña Trinidad de tan sobrada llaneza; y aconsejó a su madre que se lo diera a entender a aquel viejo tan humilde y comedido antes.

Pero la apacible viuda, cuyo carácter había sido castrado por el despotismo de su esposo, contestó que todo era excusable en Lisaña, por su acendrada fidelidad.

Ella quería vivir tranquilamente en aquel retiro y necesitaba de la compañía y estimación de todos.

—¡A qué afanarse —decía— en cepillar las tosquedades y grosuras del cacique y de otros! —A más de la probable esterilidad de tal faena, podían mortificarles sus amonestaciones y advertencias.

Bien estaban así.


* * *


Años después regresaron de nuevo al valle dos Bermúdez: el Poncio y uno de los que a Madrid fueron. Llegó éste último doliente y devorado por las deudas. Y aunque el de la prefectura no nadaba en salud, en cambio trajo caudal horro y brillantes condecoraciones, alcanzado todo durante el tiempo de su mando.

En Madrid murieron los dos hermanos restantes.

Con frecuencia, la viuda de don Eusebio, dirigía sus pupilas tristes al crispado pergamino del árbol genealógico.

Ella pensaba que no brotaría nuevo ramaje en el añoso tronco. Veía un total aniquilamiento de su raza.

De los hijos varones no había que esperar prolongación del apellido: tal era su alfeñicamiento, su pobreza de salud.

Y doña Trinidad era inamante. Seca, angulosa, frisaba ya en los cuarenta años, sin que sus ojos grises y turbios, como dos trocitos de niebla, hubiesen expresado nunca el centelleo de la pasión.

Era inamante e incasable: aunque pudo no serlo, porque uno de los candidatos a la diputación por Badaleste, lo había sido a su mano; pero ella, sañuda y glacial, lo rechazó a las primeras indicaciones de noviazgo.

Doña Trinidad parecía fabricada de intento para vivir en la soledad de aquel caserón austero, empotrado en las peñas como nido de águilas, y a semejanza de ellas vivía, altiva y huraña, pero sin los vuelos serenos y gallardos de estas aves, por el cielo abundoso y esplendente de una virgen.


* * *


Pasaron tres años más, en el discurso de los cuales, dos veces hormigueó la gente, desde la solariega casa, al elevado cementerio, acompañando a un Bermúdez, primero, y a la viuda de don Eusebio, después.

Desde la muerte de su madre, fue doña Trinidad la que diligentemente llevó la dirección de la casa y de los políticos manejos. Su hermano, el exgobernador, pasaba meses enteros sin levantarse de la cama, desde la cual veía, a través de la ventana, el reducido camposanto, por cuyo entapiado sobresalía el ondulante tejadillo de los nichos, donde reposaban tantos Bermúdez.

En las tardes de invierno, acrecentábase su tristeza, contemplando el perfileo de las tapias sobre el cielo pálido o nuboso.

Doña Trinidad colocó tupidísimas cortinas para impedir que los ojos llevasen la aflicción al espíritu de su hermano. Pero en la semiobscuridad que los paños ocasionaron, vio imaginativamente el enfermo, levantarse, dentro del aposento, las tapias, el rizado de las tejas; y al percibir el ulular del viento, sentía que sus rachas heladas y sutiles penetraban en sus huesos como entrarían por las grietas de los nichos; y al escuchar el rumor de la lluvia, filtrábase en su corazón el lagrimeo de las nubes grises, como debía caer sobre las cajas fúnebres atravesando los resquicios de las tumbas.

Un frecuente estremecimiento le agitaba.

—¡Qué lejos de todos! —decía en sus delirios—. ¡Yo no quiero que me entierren allí! ¡Arriba los muertos están más solos que los demás!

Su hermana reprendíale y afeaba tan infantiles y singulares preocupaciones; pero observando que éstas llegaron a ser espanto continuo, le propuso un día, fingiendo bromas, mandar construir, bajo el embaldosado de la contigua Iglesia, una tumba holgada donde pudieran estar todos juntitos, bien colocados, alumbrados por perennal lámpara, como si vivieran durmiendo.

—Sí, sí —contestó el enfermo con una explosión de regocijo inefable—. Pronto, que empiecen pronto las obras.

Y éstas mediaban cuando él se sintió morir. Fueron de un sufrimiento inaudito sus últimos momentos.

Más que la muerte, le espantaba la idea de ser entapiado en la cruda altura.

Gritó, gimió a lo insensato.

—¡Que no me lleven, que no me lleven arriba! —dijo desesperadamente retorciéndose con furia de precito.

Y no habló más.


* * *


Anselmo Lisaña, el mayor de los hijos del viejo Judas, heredó de éste el cacicato. La vara de alcalde quiso todo el bando entregarle también, mas él negose y la cedió a un su hermano, y de esta suerte, gozaba los derechos y dulzuras del poder, sin ligarse a ninguna de las responsabilidades anexas a toda autoridad.

Siguió habitando en Benifante la misma casa de sus padres, por tener cerca sus próvidas yugadas, y en los vecinos montes los amplios corrales donde pernoctaban los más lanudos y nutridos rebaños de todo el valle.

Anselmo era pequeño y nerviosillo; de cara mofletuda, afeitada y roja, agujereada por dos ojos diminutos y claros, como dos cuentas de cristal azul, y por una boca de labios delgados y fruncidos siempre hacia abajo, que parecían prontos a romper en un sollozo amargo. Su voz confusa como el rumor del agua, expresaba con la misma enfadosa monotonía el más regocijado suceso, como la más infortunada y desesperante nueva.

Al día siguiente de morir su padre, Anselmo subió a recibir órdenes de la Señora, cuyo carácter, siempre seco, se había contraído como nervio enfermo desde que vivía sola.

Violentole a Lisaña el acatamiento, prolijo narrar y forzoso informe que diariamente había de hacer.

Tentaciones sintió de romper la atadura del respeto que le sujetaba a la Señora.

Y más que todo, mortificábanle las donosas pullas que, a propósito del servilismo de su voluntad, hacían los del bando opuesto.

Digo, que sintió la voz de la rebeldía en su pecho, pero luego fue vencida y sofocada por el graznar de la codicia.

Es el caso, que Anselmo consideró que la feudal iba envejeciendo sin que las moscas de los sobrinos acudieran a garrapatear por la dulce y gaya miel de la herencia; y coligiendo de esta soledad la escasez de familia, pensó que, manteniendo su lealtad y afecto, podría él suplirlos y adquirir sus derechos.

¡Con qué ansia deseó el villano la posesión de aquel solar! Ya se veía en sus severos aposentos revestido y perfumado con el rancio olor de su grandeza.

Y para conseguirlo, tan humilde y totalmente asentía a cuanto apuntaba la Señora, que ésta más de una vez le dijo, con desabrimiento, lo que el orador Celio a su cliente: «Hazme la contra para que seamos dos»1.

No se desalentaba Anselmo por éstas y otras agrias reprensiones, sino azucareábase más diariamente. Y con tan linda traza supo decir las cosas y mostrarse celoso de los asuntos de doña Trinidad, que llegó a ser influyente y necesario en el vetusto caserón, y consiguió que su dueña se enemistara con los políticos de Confines, Abdeliel y Aliatar, a la sazón acaudillados por un hijo del antagonista del viejo Judas.


* * *


…Y los años fueron acezando el ánimo de la Señora y retorciendo y acartonando su cuerpo, hasta dejarlo como un piezgo desinflado, tieso y rugoso, arrinconado en el vestíbulo inmenso, blanco, frío, sumido siempre en el soberano silencio de un sepulcro…



Parte primera

I. La mañana del Corpus

La Señora, ya enmantillada, se asomó al balcón.

Desde Benifante ascendía el estruendoso clamor de un campaneo solemne.

Los atiplados esquilones parecían burlarse con risas descaradas del grave, lento y fatigoso rodar de una campana grande que, de cuando en cuando, apresuraba su son, pero luego desfallecida tornaba a su primitiva calma, y entonces la gritería metálica de las pequeñas hacíase más apresurada y aguda; bien así como groseras y traviesas chicuelas que arreciasen sus mofas y regocijo al ver impotente la cólera de una mujer gorda por ellas ridiculizada…

Y cuando llegaban estas juguetonas y pausadas vibraciones a Badaleste, la voz cascada que salía del roquero campanario, mezclábase en la disputa, como sensata medianera, y fundidas todas perduraron largo rato en estrepitosa algarabía, hasta que adusto y enérgico habló un reloj nueve veces.

A su tañido enmudeció el bronco de la campana grande y el destemplado de la de Badaleste, y con terquedad de granujillas los esquilones rodaron solos un momento. Pronto perdieron bríos, y al fin, tras de asomar por los huecos de la torre sus enramadas cabezas, rendidos del insultante alborozo, dieron su vibración última, que se extendió temblorosa y se apagó lentamente en el silencio de la mañana…

Doña Trinidad subió a la tribuna de la Iglesia.


* * *


La horadada peña fronteriza al caserón de los Bermúdez, arrojó el último pelotón de lugareños, encogidos dentro de sus trajes de paño negro y calzados con flamantes alpargatas, blancas como enormes pellas de leche.

Penetraron en la Iglesia, pisoteando olorosas espadañas, esparcidas por los umbrales.

El pueblo se estrujaba en la reducida nave del templo. Salpicando la negra oleada de mantellinas y cabezas morenas, se veía la espuma de las cabezas blancas y algunas mondas y otras rubias, como aisladas rocas calvas o enmalezadas, de aquel mar humano.

Esplendía el altar con magnificencia. Entre vistosas flores de trapo verdeaban macizos de romero, moteados de azul, y sobre cuyas espesuras descansaban dalias amarillas, dalias sangrientas, dalias encendidas de un rojo arrebatado y negruzco.

Las cuatro columnas del retablo, enguirnaldadas en espiral salomónico, mantenían en sus capiteles alineadas candelillas.

Las luces del altar imitaban un corazón enorme; en el centro destacábase un flecudo dosel, bajo el que aparecería el Santísimo Sacramento, cuando la cortinilla de damasco rojo que lo ocultaba, ascendiera lentamente, entre campanillazos, nubes de incienso y los acentos solemnes del Tamtum ergo.

En el presbiterio, a la derecha, se veía un sillón de lana roja, prestado por alguna complaciente devota, para que el oficiante dormitase en los pasajes extensos de la misa cantada. Y bajo, junto al primer escalón de la gradería, sentábanse, en rudo banco blasonado, las autoridades del lugar: eran cinco plebeyos, serios, orondos, que aguantaban heroicamente la pesadumbre de las capas, por cuyos embozos asomaban toscas y morenas manos empuñando sendas varas emborladas.

Fundíanse en el templo los olores de sudor y cera; de alhucema y romero, como si a través de los muros penetrase la respiración de los montes vecinos.

El reloj de la sacristía dio una media, y al punto, por la entrada de aquélla, salió un hombrecillo de cabeza puntiaguda y canosa, boca colgante, ojos bizcos, color verdoso y sotana corta; sus manos flacas, agitaban el incensario.

Detrás aparecieron dos monagos: uno escurrido, moreno, de desenfadado talante; con el roquete ladeado y el cirial descansando sobre un hombro, parecía apercibido para una brega entre rapaces. El otro, albino, gordinflón, andaba con lentitud, preocupado en llevar el cirial enhiesto y encendido.

Y por último, venía mosén Vicente, antítesis del Licenciado Cabra.

Era el oficiante un viejecillo regordete, herpético, apacible; entre los pliegues y bastillas de sus complicados párpados azuleaban unos ojillos achinados; sus manos abultadas, con las palmas juntas, descansaban sobre el pecho.

La muchedumbre osciló al verle. Empujáronse unos a otros, buscando suelo para prosternarse. Y al resonar el estrépito de una rueda de diminutas campanas, los fieles cayeron y se amontonaron, hundiendo brutalmente sus rodillas en las ropas y carnes de los vecinos.

De un balconcito practicado a la izquierda del altar, salieron voces nasales deletreando la estrofa Tamtum ergo, con pujanza al principio, pero que luego fue casi apagada por la sonorosa girándula de campanillas.

Mosén Vicente, de perfil al pueblo, quemaba incienso ayudado por el sacristán.

El religioso perfume brotó en densa y alba columna, evocadora de la que guio a Israel.

Arrodillose el sacerdote.

En su cráneo, calvo y bruñido hasta la coronilla, daban las luces un brochazo de fulgurante blancura. Su mirada, en alto, seguía la ascensión del paño rojo, y manifiesta la Custodia, mosén Vicente sintió que su alma y sus pupilas, rebosando fervor, abandonaban el cuerpo y subían, subían también a adorar la pálida hostia que fue sumergiéndose en la flotante niebla del incienso.


* * *


Arrastrándole el alba, llegó mosén Vicente al sillón: los dos pequeños ayudantes le izaron la casulla, y la redonda masa del sacerdote hundiose en la roja lana del asiento.

Las mismas voces que antes pasearan por la Iglesia el trozo del himno sagrado y la letanía de los Kiries, vibraron ahora entonando el Gloria, sin la protección de las notas desgarradas, dulces y majestuosas del órgano.

Solos, secos, guturales, insoportables, brotaban los cánticos; languidecían de cuando en cuando, y entonces el estruendo de las toses dominaba; seguía luego una oleada metálica que retumbaba con fiereza en el templo; y los pilluelos que se habían arracimado junto a los acólitos, reían, jugaban y hablaban libremente, seguros de que su charla, gracias al lírico alboroto, no llegaría hasta el Rector, que con mirar risueño inspeccionaba el atavío del altar, debido a su ingenio y gusto.

Terminado el Gloria, fuese a incorporar mosén Vicente; pero distraídos sus pajes con la demás canalla infantil, no se cuidaron de alzarle la casulla, que enganchada en el respaldo del sillón, retuvo al sudoroso cura. Acudieron en tropel para prestarle auxilio todos los rapaces, monaguillos y seglares, y esta bulliciosa intrusión hizo montar en cólera a los señores del Cabildo, algunos de los cuales, levantándose, repartieron autoritarios empujones y hasta humanas coces.

Disgustado el oficiante por tamaña batahola, se acercó al altar, sin advertir al mover un cirio, que su llama prendió en un enorme florero de azucenas de artificio.

El monago gordinflón subiose al ara para remediar el daño; y el sacristán, que se hallaba en la sacristía renovando el rescoldo al incensario, enterado de lo ocurrido, salió con la bilis puesta en su punto, y tomando al remediador por el causante del peligroso accidente, asiole y derribole golpeándole, con gran vergüenza y despecho del asendereado, que, rojo como su sotana, hincose de rodillas rascándose fuertemente la trasquilada y dolorida cabeza.

Y llegó para el oficiante el momento magno, supremo.

Despojose de la casulla; imploró la gracia divina, y, precedido del atrabiliario sacristán, se dirigió al púlpito, pisando faldas, descomponiendo mantos y derribando a varias devotas.

Mientras subía la escalerilla del ambón y parafraseaba el tema latino, la gente buscó asiento en el suelo o apoyo en las paredes, y diose prisa a toser por anticipado.

La vidriera que cerraba la tribuna de los Bermúdez crujió con aspereza al abrirse.

La Señora disponíase a escuchar la oración sagrada.

Apaciguadas las rebeldes gargantas, mosén Vicente, con gesto embarazoso y voz opaca, empezó el sermón.

No muy fluido salía éste, sino con pausas y limpio de todo afeite retórico.

Y como el orador tampoco era docto en achaques teológicos, y los oyentes estaban muy lejos de la sabiduría, desde lejos también acarició el asunto de la Eucaristía sagrada, y dulcemente, con sencillez, habló del infinito amor de Jesús hacia nosotros, diciendo, con fray Luis de León, que el divino Pastor «asido siempre a la aldaba de nuestro corazón, de continuo y a todas horas, le hiere y le dice, como en los Cantares se escribe: "Ábreme, hermana mía, amiga mía, esposa mía, ábreme; que la cabeza traigo llena de rocío y las guedejas de mis cabellos llenas de las gotas de la noche". "No duerme, dice David, ni se adormece el que guarda a Israel"»2.

Pero a pesar de expresarse con llaneza, dudaba algunas veces de que su palabra fuese lisa y clara para su auditorio, y cuando tal duda le invadía, inclinándose sobre la orilla del púlpito, puesta una mano junto a la boca, a guisa de bocino, por lo bajo repetía bonitamente la dudosa cláusula en valenciano abierto.

Y en verdad que el predicador obraba con maduro entendimiento, porque al punto de traducir cualquier frase al dialecto valentino, se escuchaba un prolongado ¡aaah! que daba manifiesta señal de que entonces era cuando había penetrado la palabra sagrada por los pliegues y rincones de aquellos campesinos cerebros.

En una de las frecuentes pausas, percibieron, los que estaban junto a la puerta de la Iglesia, que fuera, voces extrañas se expresaban en castellano.

Tan asombrosa novedad propagose por el templo


como el fuego voraz rápido corre
por dilatada selva en las alturas
del monte […]


Y todos olvidaron al humilde sacerdote para mirar con ansiedad a la entrada del templo, que, súbitamente, iluminose con luz de oro, al abrirse una hoja de la mampara.

Entraron dos hombres: uno joven, delgado, de expresivas facciones; su cabello rubio, peinado hacia atrás, encuadrábale varonilmente su rostro pálido. El otro era alto, macizo, inmenso; de cuello corto, ancha cabeza y pupilas negras y pequeñas, como dos gotitas de tinta; un verdadero Polifemo, de dos ojos y bonachón talante.

Mosén Vicente, que sufría entonces un momento de concepción difícil, al notar la presencia de los extraños, cuyo porte no era el tosco de los indígenas, sintiose todavía más torpe e infacundo.

Los recién llegados se dirigieron hacia el púlpito; y el más joven montó sobre su nariz unos lentes de oro, cuyo centelleo puso al clérigo en gran confusión y azoramiento.

La pausa dilatábase más de lo conveniente. Era preciso hablar. Y el predicador hizo un supremo esfuerzo imaginativo. Pero ¡en vano! ¡Ni creación propia ni erudición salvadora!

A punto estuvo de repetir la cita del maestro León, no sólo por recurso apremiante, sino también tentado de vanidad inocente. La elegancia del sabio agustino, la pasión del simbólico Esposo, la frase consoladora del salmista, podrían hacer andar el sermón y recomendarle como letrado a los forasteros. Pero un generoso escrúpulo deshizo su propósito.

—No —pensó—; diré algo mío. ¡Mío!

Y quiso hablar y tan sólo exhaló un balbuceo torpe.

Su frente rezumó el licor amargo de las ansias crueles; un sudor pegajoso, craso, que resbaló por la piel de sus batientes sienes.

—¡Ángeles benditos, aquí me muero!

La feligresía toda contempló con extrañeza al atribulado.

Zumbaron cuchicheos; golpearon toses. Y, por fin, mosén Vicente, dijo:

—Jesús, Jesús… es… (¡María Santísima! ¿Qué diré que es Jesús?).

Jamás había sufrido tal penuria de palabras.

—Jesús es… nuestro amigo…

¡Bravo! Se gustó a sí mismo. Pero ¿qué más?

—…Sí, es nuestro amigo… nuestro Padre…

¡Muy dulce, muy hermoso, muy consolador este concepto!

—…Nuestro Padre —siguió diciendo— y nuestro, nuestro Esposo.

Había salido el párrafo. Mosén Vicente quedó satisfecho.

Tocábale ahora la glosa, la explicación del triple aspecto divino respecto al hombre.

Y aunque con sobrados tropiezos, dijo algo de la amistad y paternidad; pero al llegar al desposorio de Jesús con nosotros, sintió que su intelecto se anclaba.

Los lentes del forastero parecieron sonreír en su brillo.

¡Nuestro Esposo! (¿Por qué habría soltado este comparativo concepto?). Y el sacerdote, retorciéndose sus manos regordetas, envidió al grupo de rapaces salpicados por las notas rojas de los monaguillos que, felices y sonrientes, se refocilaban en sus juegos y travesuras; contempló con angustia, con pena, con ansia, el sillón, solo, abandonado en el presbiterio; sus brazos parecían invitarle a descansar entre ellos: oteó el pelotón de los que componían el Ayuntamiento. ¡Qué dichosos eran aquellos rústicos, representando dignamente sus funciones, sin pasar los sufrimientos y sentir las inquietudes que a él le colmaban y combatían!

El joven de los espejuelos, atropellando a la devota muchedumbre, consiguió colocarse junto al altar mayor. Todas las cabezas se abatieron, todas las bocas cuchichearon y todas las miradas convergieron en las piernas del desconocido.

¡¡Llevaba polainas!!

Y ellas fueron la salvación del cura, porque aprovechándose del general barullo, zafose de esclarecer la para él tan comprometida figura del espiritual y divino desposorio; y después de pedir a sus oyentes que adorasen a Jesucristo, ya que Éste, inflamado en amor, nos había dejado su cuerpo glorioso en el Pan Eucarístico, avanzó la diestra y bendijo al pueblo.


* * *


En el zaguán del caserón, Lisaña, las autoridades y los forasteros, esperaban que la Señora bajase de la tribuna para saludarla.

—Ya creíamos que no vendría usted —le dijo Anselmo al joven alto y rubio.

A continuación, y refiriéndose al evocador del amante de Galatea, preguntó:

—¿El señor, será su padre?

El interrogado contestó negativamente y separose del cacique, fingiendo no oír otras preguntas que éste le hizo acerca del parentesco que le unía con el hombre gordo.

Oyose fuera la voz de mosén Vicente, y Lisaña se dirigió hacia la puerta, en busca de aquél.

Este señor es don Pedro Luis, el nuevo médico —le dijo al cura, cuando llegaron junto al aludido.

—Ah, ya: vamos, muy bien; soy su servidor —murmuró dulcemente el sacerdote, desencasquetándose su gorrillo de terciopelo negro—. Dos meses hace que estábamos esperándole.

Y bajando la voz, añadió con jovialidad:

—Gracias a la Divina Providencia, la salud es buena aquí; ustedes en estos rincones son, más bien que médicos, misioneros de la civilización…

Después, como observase que Lisaña no le presentaba al cíclope, temiendo infringir la cortesía, preguntó tímidamente:

—¿Usted, sin duda, será el padre de nuestro doctor?

—Ah, ¿no? —dijo al obtener respuesta negativa.

—Es un tío mío —repuso con alguna inseguridad el médico.

—¡La Señora baja! —gritó el Secretario del Ayuntamiento.

Todos se aproximaron a la escalera. Doña Trinidad bajaba haciendo un pequeño descanso en cada peldaño y apoyada en el firme barandal y en la no menos firme criada favorita.

—Os he hecho aguardar mucho, ¿verdad? —preguntó al pisar el vestíbulo.

Acercósele el cacique, y, del brazo de éste, fue hasta su usual butaca.

Y ya sentada, separó con la diestra el pañolito que siempre cubría su cabeza, y colocando la misma mano sobre sus ojos, examinó calmosamente a los que la rodeaban.

—Señora —dijo el buen cura—, este caballero es don…

No pudo finalizar la frase, porque Lisaña lo rechazó, y adelantándose, expuso con melifluidad:

Aquí le presento a nuestro nuevo médico y a su tío, que han llegado mientras nosotros estábamos en la Iglesia —Y dejó avanzar a los presentados, enviándole al Rector una mirada azul, fría, con reflejos altaneros que parecía decirle: «Estas presentaciones sólo a mí corresponden».

El cura sonrió bondadosamente.

—Avisa —dijo doña Trinidad a su confidente— que hoy comeréis conmigo.

Toda una aurora esplendorosa reflejaron los ojillos del sacerdote al escuchar la orden pronunciada por la feudal. Sintió correr velozmente su sangre por las acequillas de sus venas; y todo él emocionose con igual alborozo que llenó a Sancho al ofrecérsele a la vista las espumosas ollas, los zaques de vino y las enmeladas frutas de sartén del rico Camacho, pues era la comida el único vasallaje que mosén Vicente rendía a la sensualidad; y esto, cuando se sentaba a la mesa de la Bermúdez, o cualquier amigo cariñoso le hacía gracia de alguna bien cebada ave, porque de lo contrario, las aficiones gastronómicas del rubicundo clérigo, habían de contentarse con melva o con truchuela. El curato no daba para más.

Mientras las autoridades departían con doña Trinidad y Lisaña huroneaba por la cocina y otras aportadas dependencias, el cura, recordando las angustias y torpezas sufridas y trasudadas en la Misa, sin usar de artificios que llevasen la conversación donde él deseaba, disparó al médico, que se hallaba sentado a su lado, estas palabras:

—De seguro, Doctor, que se habrá usted reído antes al oír a este pobre capellán. Pero ya comprenderá usted que a mi edad y en estos lugares no se pueden decir lindezas. ¡Y qué caramba, no sirvo para más!

Ya iba Pedro Luis a replicar, tal vez a mentir caritativamente afirmando que había encontrado excelente el sermoncico, cuando don Buenaventura (que así se llamaba el hombre inmenso) lo evitó, diciendo con franqueza:

—Mire usted, señor cura, no se ofenda si le digo que Pedro Luis no debe haberle escuchado ni dos palabras. Y todo por culpa de aquel cuadrazo viejo colgado a la izquierda del altar, bajo el balcón donde cantaban.

¡Qué había de ofenderse mosén Vicente!

—Al rato de haber entrado en la Iglesia —añadió don Buenaventura—, ya notaría usted que éste (señalando al médico) se adelantó atropellando a todos.

¡Y tanto como lo había advertido el atribulado predicador!

—Pues fue por ver el cuadro —concluyó Polifemo.

Pedro Luis, temiendo que a mosén Vicente pudiera lastimarle el poco caso hecho a su oración, repugnándole mentir; y también confirmar lo dicho por el cíclope, trató de distraer la charla sin separase del tema, y dijo:

—Pues me ha gustado mucho la pintura. De lo que no he podido enterarme, es de su asunto. ¿Qué representa?

—La muerte de la Virgen —contestó el clérigo afablemente, y casi, casi, vanidosillo de ilustrar al joven.

—¡Es un buen cuadro! —repitió el médico—. Y parece de la Escuela Flamenca. ¿Verdad? —preguntó con sencillez Pedro Luis.

—¡Oh, no, no señor! —repuso sonriendo el buen mosén Vicente—. Era del Ayuntamiento, pero ahora es de la Iglesia.

II. Dos historias

I

Todos los pueblecillos, aldehuelas y mases que se esconden en los repliegues del valle, se asoman entre los trigos y la arboleda y salpican la serranía, dependen judicialmente de Ballosa, pueblo de risueña y dilatada vega, cuya alma tierra prodiga olorosos y exquisitas fresas, que gozan muy merecida fama.

En Benifante hay Juzgado municipal, que antaño ejercíalo un buen hombre, el cual, dedicado al cultivo de sus terrones, dejaba pesar los judiciales asuntos sobre las espaldas del secretario, tan anchas y poderosas como las de Atlante.

Era áquel un muchachote algo estevado, muy grave, gran supuesto. A él acudían en consulta por su olor de honrado y entendido, autoridades y lugareños.

Este Thales de Benifante poseía un pedazo de tierra asomado a la barranca, y en donde un añoso cerezo eleva su verde y rumorosa cúpula, fertilizada siempre por una pura y dulce fontana, que al pie del árbol nace, tan pura y dulce como la que apresurada riega el huerto que del monte en la ladera plantara nuestro fray Luis de León, ayudado de Horacio.

El docto secretario fue de los primeros en visitar al médico y a don Buenaventura, y concedioles algunas íntimas noticias del antecesor de Pedro Luis.

En pocos días logró el último toda la historia de su compañero. Ella era amarga y erizada de punzantes tristezas.

Es ésta:

Enrique Castilla llegó solo a Benifante. Era enfermizo, menudo, nervioso y alegre.

Desde la calle se le veía estudiar todas las noches en su desnudo cuartito, como un novicio en su celda.

La gente le quiso y distinguió.

Todos establecían comparaciones entre aquel jovencillo inteligente, activo, afectuoso, y los médicos anteriores, verdaderos médicos rurales que se pasaban el día jugando al tute con el cura, o iban de caza con el alcalde.

Invirtió sus primeros ahorros en la adquisición de un botiquín.

Ya los pobres lugareños no se verían forzados a comprar en Ballosa las medicinas.

Él les economizaba tiempo y dinero.

Y pensando en el bien de aquellos rústicos, sentíase feliz, olvidaba su soledad, y hasta desatendía los golpes de tos seca, profunda, que le barrenaba el pecho.


* * *


A los cuatro meses de instalado en Benifante, un domingo por la mañana, cuando la gente salía de la Iglesia, como negro río, que formaba en la plaza remansos de grupos de mozos gallardeándose con su ropa dominguera y saboreando el descanso y la solar caricia, por la calle que toma el caminejo real apareció, cabalgando en desmarrida mula, una mujer joven, con aires de señorona, y asombrada por una traída sombrilla de raso blanco. Detrás de la viajera iba un rústico guiando un asno, brumado por fardos y cofres.

Un manojo de chiquillos les persiguió, y, después de haber visto entrar a la señora en casa del médico, deshízose el rapacesco grupo para esparcir la nueva de que la señoreta y don Enrique se habían besado, abrazado y llorado.

—¿Quién podrá ser? —se preguntaron todos, heridos por el tábano de la curiosidad.


* * *


Benihaldelera, Benifante, Badaleste y cuantas masadas pertenecen a los términos de estos lugares, forman una titular médica.

Para visitar a sus enfermos, don Enrique usufructuaba un jumento, alquilado al sacristán del pueblo.

Desde la llegada de la forastera, no se vio ya solo al médico, ni aun en sus excursiones profesionales. Ella, con los brazos ceñidos a la espalda del joven, se abandonaba sobre la grupa de la paciente cabalgadura, riendo a cada sacudida o tropiezo del vehículo.

Disfrutaban en sus paseos como dos colegiales en asueto. La mujer aficionose a trepar por la sierra; emprendía ascensiones por lo más abrupto de las laderas y corredizo de las vertientes; las piedras rodaban bajo sus pies menudos y traviesos; y el amante, desde abajo, donde quedaba retenido por el miedo a la tos y al asma, gritábale un aviso, asustado de un mal paso o leve caída de ella.

Al descender y reunirse, pegábase al rostro chupado y ambarino del médico enfermo, el lozano de la mujer, arrebatado y sudoroso por la violencia de la ascensión.

Más de un bracero había sorprendido aquellos juegos y caricias.

También, desde la calle, se veía ahora al médico estudiar por las noches en su cuartito desnudo; pero éste ya no recordaba la celda de un novicio, sino la habitación de un bohemio. Ella, cosía junto a su querido.

Ya no usaba las ropas vistosas que luciera a su llegada, sino otras más obscuras, serias y modestas.

Pasaron varios meses.


* * *


Una tarde, Lisaña presentose en casa del médico, y le encargó que a la mañana siguiente subiera al solar de los Bermúdez, porque la Señora quería hablarle.

—Mira —dijo con alegría el joven a su amante—, vendrás conmigo; allí pasaremos todo el día; ya verás, ha de gustarte aquello.

Pero su alborozo fue breve; Lisaña le comunicó que había de ir solo. Así lo deseaba la Señora.

—Bueno —replicó ella con viveza—, no hay que apurarse, que yo no entraré a saludar al ama de usted; pero quiero ir por conocer ese pueblo.

El cacique, dominando su despecho y rabia, murmuró sin levantar los ojos del suelo:

Sin embargo, la Señora quiere que don Enrique vaya solo.

Tuvieron que obedecer.

El médico subió acompañado únicamente de Lisaña.

La vieja castellana no gastó exordio alguno en su amonestación.

Con crudeza, le dijo al médico que estaba enterada de todo. Aconsejole una corrección inmediata, un mejoramiento de costumbres, para cumplir lo cual era indispensable que aquella mujer saliera de su lado y del pueblo.

Ella, la Señora, cumplía un deber preciosísimo velando porque no se enrareciese y viciase el ambiente de pureza e intransigencia que en todo el valle flotaba.

—Yo bendigo mil veces a Nuestro Señor —añadió doña Trinidad— por haber puesto en mi pecho la santa ira contra ciertos pecados tan consentidos hoy en el mundo. Me envanezco poseyéndola y nutriéndola para el bien de esta región, que mis antepasados dominaron tan virtuosamente.

—Perdone usted le confiese que sentí asco, verdadero asco, cuando me avisaron de que ustedes llevaban su impudencia hasta el extremo de acariciarse… (Me he quemado la lengua al pronunciar esa palabrota). Sí, hasta el extremo de… hacer lo que he dicho… públicamente, en sus paseos.

—Yo no puedo hacer más que advertirle, que todo el valle, todo, se levantará contra usted, si persiste en lastimar las costumbres de esta buena gente. Con que ya lo sabe.

Al salir de la casa, el cacique, con su gesto atrozmente doloroso, murmuró:

—La Señora se ha disgustado de veras. Procure, procure obedeserla. A buenas, es más buena que el trigo; pero a malas, también sabe portarse… ¡Puede mucho!


* * *


Un inmenso asombro hirió a don Enrique, cuando al poco tiempo de su entrevista con la feudal, le dijo uno de sus mejores clientes que perdonara si había decidido cambiar de médico, «pero… como conozco de tanto tiempo —tartamudeó sin mirarle—, al de Ballosa, pues… me he vuelto a arreglar con él».

En pocos días se le retiraron las principales igualas.

Un zahiriente desvío, una frialdad amenazadora se levantaban contra él en todo el valle.

Al mes siguiente de iniciarse el cumplimiento del aviso que profiriera doña Trinidad, el médico pudo reunir treinta y ocho pesetas, contando con la subvención del municipio.

En la última semana, los amantes sólo comieron patatas asadas y pan negro.

El médico sufrió dos vómitos de sangre.


* * *


Una mañana, el secretario del Juzgado visitó al enfermo. Lo encontró paseando por el obscuro zaguán de su casita.

Desde una alcoba, llegaba la voz doliente de la mujer.

—Nadie, nadie nos concede ayuda —le dijo el médico al visitante—. Yo ya no sé como suplicar. He recorrido todos los pueblos, buscando una mujer para que nos sirva siquiera sea mientras esa infeliz dé a luz. «Ya le contestaré a usted», me han dicho todas. Y las he visto subir a Badaleste; sin duda a solicitar de la Señora el permiso para entrar en mi casa. Después, cuando regresaban del caserón, sus respuestas tenían el mismo encogimiento, la misma crueldad: «No puedo», y se excusaban de una manera que aún me inspiraban lástima, porque ellas ponían de manifiesto el servilismo de sus almas.

—Pero ¿por qué no acude usted a su familia? —observó el secretario.

—¡A mi familia!

Y un deseo, una necesidad invencibles de expansionarse, conmovieron al mísero.

—Yo no he vivido un momento sonriente —murmuró—. Estudié mi carrera en Valencia. Allí conocí a esa mujer, entonces una mujer pública, una miserable que se hundió en el vicio, aleccionada por su madre. Yo la compadecí y la quise; le brindé mis estrecheces de estudiante, y aceptó.

Estos amores me impidieron la entrada en mi casa.

Todos los meses recibía mi modesta pensión; pero ni una palabra acompañaba al dinero.

Cuando terminé mis estudios, solicité esta plaza, esta titular; y vine solo, abandoné a mi querida.

Yo me creía curado y libre de su amor. Pero al verla llegar; sumisa y tierna despreciando los ruidos y alegrías de la ciudad por vivir conmigo humilde y honrada, me inflamé de nuevo en lástima y cariño.

He pensado muchas veces en casarme; pero soy un cobarde; no puedo decidirme. Ella lo merece, porque es buena, pero ¡su pasado, su pasado…! ¡Cuánto trabaja la pobrecilla por hacérmelo olvidar!

¡¡Tan fácilmente como se borra y pierde el bien que fue!!

Después de un silencio violento, el médico dijo:

—Hace unos días me decidí a escribir a mi padre, y para enternecerle y atraerle hacia nosotros, le anunciaba que muy pronto sería abuelo. Le pintaba también mi soledad, mis angustias, la fría y pasiva agresión de esta gente. ¡Mi miseria!

Mi padre me ha contestado: «Ese hijo que me anuncias, no dulcifica y enaltece a un padre, sino lo tortura y deshonra».

En toda su carta no descubro la lucha, el dolor, la fiebre por apartar a su hijo del mal, del vicio. No me dice: rompe con esa mujer, porque puedes ser desgraciado algún día; porque su liviandad pudiera reproducirse y destrozarte el alma. Sólo habla de lo denigrarte y bajo de estos amores.

En sus palabras vibra el odio contra estas relaciones, porque me han indispuesto con la sociedad, no porque pudieran perderme y sumirme en la desgracia.

Y esa infeliz se afana por concederme un momento de dicha, por regalarme un alivio con sus ojos, con sus cuidados y ternuras. Toda ella sólo alienta para mí. Pues si es buena, ¿por qué la persiguen? ¿Qué pretenden? ¿Que se corrija? Ya es honrada. ¿Que expíe su pasado? Harto ha sufrido.

«Es honrada, porque le conviene» —me dice un amigo a quien he escrito pidiéndole ayuda.

Sin trabajar, come, y esto la sujeta a la abstinencia del vicio.

—¡Que come sin trabajar! ¡Y la pobrecilla ha envejecido! Cada día está más flaca, más amarilla. Cuando era… lo que fue, hasta comía y vestía mejor.

¡Mi amor la habrá redimido, pero la ha colmado de amarguras!

El que sufre, el que lucha, necesita sostén y alientos. Hoy, yo se los presto, pero… ¿y cuando yo muera? Si se desvía, retrocede y cae, yo la disculpo desde ahora. Pero, ¿y el hijo que va a nacer? ¡Y mi hijo! Llego a morirme en vida cuando pienso en esto.

El médico lloraba.

—No sé qué decidir. Me falta valor y voluntad para ir hasta el matrimonio, y para encanallarme despidiendo de mi lado a esa mujer.

¡No quiero, ni puedo salir de este empotramiento en que el infortunio me ha hundido!

…Y parece sencilla, racionalmente sencilla la solución que conviene a mi estado.

Un abandono impío me reconciliaría con mis padres y con la sociedad. Pero ya he dicho que no quiero ni debo hacerlo. Eso será muy sensato, pero nada misericordioso; eso, dentro de la filosofía del amor, llegaría a ser hasta inmoral, más inmoral que es para el mundo el enlazarse con una mujer que no es la propia.

Hizo una dilatada pausa el cuitado; su corazón sangraba.

De improviso, detuvo su paseo; y suplicante, lloroso, mirando con ansiedad al secretario, prorrumpió:

—¡Mire usted mi desgracia! Conduélase de nuestra miseria. De usted espero ayuda. Mándeme a alguien. No nos abandone. Su madre es buena, es cristiana. Yo le pido que venga, que venga, aunque no sea más que para animar a esa infeliz que desfallece; esa infeliz que llegará un momento en que se arrepienta de haber sido honrada, porque al serlo, sintió todo el desprecio, todo el desvío, toda la dureza de los hombres… Ustedes no nos abandonarán… ¡Tengo fe en vuestras almas!

Palideció el hombre jurídico.

Sintió una sacudida de rabia.

Rabia contra el angustiado, porque le imploraba lo que él no se atrevía a otorgarle; rabia contra la Señora, porque su intransigencia sofocaba entonces el ejercicio de la caridad; rabia contra sí mismo, por su pobreza de valor.

Y confuso y avergonzado, dijo:

—Yo no sé… ya veremos… haré lo que pueda…

El médico, a pesar de su tribulación; pudo sonreír desdeñosamente al observar tamaña ausencia de individualidad, de alma.


* * *


Mosén Vicente, Pedro Luis y el Secretario, distraídos con la conversación que mantenían, alejáronse del pueblo.

—¡Y gracias que fuimos mi hermana y yo, y acompañamos y consolamos a los infelices! ¡Daba pena verlos! —dijo con sencillez el sacerdote.

—¿No temieron ustedes las feudales iras? —preguntó el médico.

—¿Cómo? —repuso el cura.

—Quiero decir, si la Señora no se opuso y si a ustedes no les amedrentó, no les atemorizó el disgusto de ella.

—¡Nos dio su licencia! —respondió el anciano—. Se la imploramos con toda nuestra alma. «Es una obra de caridad, Señora», le dijimos; y ella, bondadosamente exclamó: «¿Y ustedes solicitan mi permiso para practicarla? Vayan, vayan pronto. Confieso que no estaba enterada de los sufrimientos de esa… gente».

El secretario iba silencioso; sentía el malestar del remordimiento, cuando en su presencia se evocaba la triste historia del antecesor a Pedro Luis.

—La pobre mujer sufrió mucho. Estaba tan necesitada, tan floja… —añadió el sacerdote—. Me admiro de que pudiera resistir aquello. Tuvo una niña muy menudita.

Tres semanas después se marcharon a un pueblecito de la provincia de Valencia, y allí murió el pobre don Enrique.

—Hablando, hablando, nos hemos adelantado mucho —murmuró el secretario.

—Si les parece a ustedes bien, podemos descansar ahí, junto a mi árbol.

Y dejando el caminillo, saltaron a un bancal encrespado de vides, que ocultaban su dulce y sabrosa pesadumbre bajo los anchos lampazos.

Llegaron a los menguados dominios del secretario. El viejo y robusto cerezo, de apretada y espaciosa pompa, murmuraba apaciblemente, como si contestara al zumbidillo del manantial que, oculto en la espesura de los vástagos y brotes del árbol, le enviaba su beso húmedo.

—Aquí se está muy bien; se domina mucho campo —dijo el sostenedor de la jurídica esfera en Benifante, deseoso de alejar un tema que tanto le mortificaba.

—¡No se portaron cristianamente con los pobres! —exclamó el buen clérigo.

—¡Hombre, no hay que extremar las cosas! —se atrevió a decir el curial.

—La gente es buena.

—Muy buena —dijo con viveza Pedro Luis—, muy buena, muy humilde, hasta el punto de que por no contrariar a la Señora, dejaba morir de hambre a una familia. El ser bueno no consiste sólo en abstenerse de ejecutar lo malo, sino que precisa practicar el bien.

—¿Qué aquí sólo admiten como semejantes suyos a los que tienen sus mismos usos?

—Ellos no han visto más —volvió a decir el secretario—. Son lo que los Bermúdez, tan rígidos, casi frailes, les han enseñado a ser.

Y creyendo haber dedicado a los señores alguna temeraria dureza, dijo en seguida:

—Pero la Señora es buena; y si fue en contra de don Enrique, lo hizo para que la gente no presenciara malos ejemplos.

—¡Eso es! —interrumpió el médico—. Quiso evitar un daño, infiriendo otro mayor. ¡Donosa manera, la suya, de moralizar!

—Bueno, bueno; pero la Señora es buena —insistió el hombre jurídico, por cobardía o terquedad de imbécil.

—Bondad que perjudica, no es estimable —replicó Pedro Luis—. Y además, ella, al perseguir a mi predecesor, lo hizo, no por el celo generoso de desterrar el vicio, sino por una especie de fría vanidad, la vanidad de su virtud. El orgullo de la Señora no podía permitir que, en una comarca puesta bajo su advocación, se infringieran los severos preceptos sembrados por ella y sus abuelos… En fin; dejemos esta historia que mana hiel. Yo he de ir a Aliatar; tengo allí un enfermo. ¿Me acompañan ustedes?

—Sí, vamos —contestó el viejo sacerdote.

El secretario nada dijo.

El mencionado pueblo pertenecía al bando político contrario, y él cuidaba de no menudear sus visitas y paseos a tal paraje, temiendo que Lisaña y la Señora le juzgasen tibio secuaz de sus ideas.

Desmayaba la tarde.

El paisaje se iba sumergiendo lentamente en la opacidad de la noche.

Reposaba Naturaleza.

Mosén Vicente, Pedro Luis y el secretario, pasaron al bancal alfombrado por el viñedo, y de aquí al camino.

De abajo, de los charcos limosos, ascendía una nota intermitente y seca. Arriba, en la senda, entre el ramaje glauco y raquítico de un almendro, una cigarra lanzaba las postreras vibraciones de su chirriar fatigoso. En derredor de la espesa copa de un pino, nubeaban los zumbadores cínifes.

En el cielo pálido, una nube enorme y muy blanca se deshacía caprichosamente. Más arriba, empezaban a brillar tres estrellas de casta luz.

En la lejanía, un perro ladraba furioso.

Casi a ras del camino trinó, con dos ayes quejumbrosos, una alondra.

Al volver un recodo, los que paseaban distinguieron el pueblo agazapado en pardusco montón bajo la sierra.

—Por allí viene su jefe —le dijo el médico al secretario, divisando a Lisaña que se acercaba.

—Irá a recibir órdenes de la Señora —contestó aquél; y despidiéndose fue a reunirse con el cacique, que saludó al pasar.

—Muy amigo somos de esos dos: en cambio ellos nos dan tan sólo el saludo y… grasias —dijo Anselmo.

—No quieren ser políticos —tartamudeó el curial—, y sí, estar bien con todos, según dicen.

—¿No quieren política y andan siempre de visiteo a los del otro bando? ¡Mal practican lo que piensan! —murmuró con prosopopeya el cacique.

—Bueno; el médico va porque le llaman; y el cura por acompañarle y porque a todos conoce.

Una campanada salió de Benifante; elevose serena, resonó suave, parecía andar, deslizarse en el espacio pálido, hasta desfallecer. Y extinguirse temblorosa, como si se diluyera lentamente en el silencio del crepúsculo…

II

Junto a los políticos pasó el peatón que llevaba la valija del correo. Era un viejecillo ético, astroso, manco de la mano izquierda.


* * *


Años atrás, muchos años, Gaspar el manquet (así se llamaba y apodaban en la comarca al mutilado) era un mozo alegre, aunque valetudinario, que residía en una casita de las más encumbradas de la sierra.

Su mujer, una trigueña altiva, orgullosa de su belleza, de su carne incitadora, le esperaba al regreso del trabajo. Y triscando como dos novillos, correteaban por los bancales, hasta caer rendidos sobre un ribazo blando y verde, con asombro de la fauna que enmudecía atemorizada por las travesuras de Amor.

Después, el yantar bajo el emparrado que endoselaba la puerta del mas, tenía intermisiones de dulcedumbres y caricias inefables.

Y así transcurrió el tiempo y el plazo de arrendamiento de la masía.

Gaspar recibió aviso del amo para que abandonasen la casa.

Marido y mujer miraron con tristeza aquella tierra por la que habían sufrido tantos afanes, y en la que habían gozado libremente tantas caricias.

Hasta el menor detalle y escondido rincón conocían y amaban.

La higuera añosa y gris de sombraje extenso; los dos arbolillos raquíticos, descortezados y secos, entre los cuales una soga sostenía, en horas de sol, la ropa enjabonada en la vecina alberca; el pesado rodillo abandonado sobre la calva era, y junto a ésta el macizo de girasoles verdes y esbeltos destacando sobre el cielo sus movedizos discos de oro; el grupo de cerezos, que bajo, cerca de la barranca, ayuntan su fronda con abrazo rumoroso; la sierra, que detrás de la casita, se eleva bravía.

Todo lo amaban.


* * *


Con la sospecha de cercanas escaseces, de días errantes, menguó el amor.

Es íntima, es tirana la trabazón entre el estado del espíritu y la grosera suerte material.

Gaspar tendría que hacerse jornalero; y ella ya no podría lucir el atavío de vistosos zagalejos en el pueblo, durante las mañanas de misa.

No alcanzaban un vislumbre de dicha. Y las pupilas de la mujer se obscurecieron, se tiñeron con la opacidad del desvío.

Pero ¡¡yo qué puc fer!! —exclamaba el marido con angustia, y desesperación.

Y ella, que parecía en su esquivez más adorable, más apetitosa, le replicaba siempre desdeñosamente, que bien hubiese podido prever la desgracia aquélla y no vaguear; le anunciaba que no accedería a vivir en una casucha del pueblo, enseñando a sus envidiosas de antes la desnudez de su miseria.

¡Ah, la egoísta, la despiadada! ¡¡Qué podía hacer él!!

Gaspar pretendía atraerla al goce para sellar la paz; pero ella lo rechazaba briosamente, mirándole como se mira a un extraño que pide en la soledad de un camino.

El marido decidiose a buscar al amo para implorarle la continuación del arrendamiento.

Amanecía cuando salió de su mas. Del cerezal brotaban trinos que se esparcían por la barranca umbrosa.

Al otro lado de la sierra hay otro valle alegre y fértil, y en uno de sus pueblos vivía el dueño de los bancales tan amados por el rústico.

Podría aquel hombre ricacho ser el dueño; pero esa propiedad tan sólo manifestaba un fajo de billetes sucios y manoseados; tal vez ni eso siquiera. En cambio, entre la tierra aquella y Gaspar, ¿no existía un enlace sagrado, íntimo, amoroso? ¿Que no había sufrido con una helada? ¿No había gozado inefablemente viendo verdear lo antes yermo, o fructificar un árbol por su mano plantado? ¿No conservaba cada terrón la energía, el sudor de su cuerpo débil, las dulzuras de sus cuidados? ¡Eso era sentir las inspiraciones de la tierra, atender a sus ruegos, esclavizarse a sus exigencias!

No demandaba Gaspar el señorío, la propiedad de la tierra, como consecuencia de la relación íntima entre ella y el trabajo; pero sí podía exigir ciertos derechos en aquello que había lozaneado a costa de esfuerzos aniquiladores.

Era cruel, era injusto que por faltar un año en el pago de lo estipulado, o por un capricho del propietario, que ni siquiera habría pisado un terrón de su suelo, le fuese arrancado lo que diariamente atendía y trataba.

La tierra debe al que la cuida.

Y entre los títulos de propiedad y las azadas y arados, no debe existir sólo capital y trabajo.


* * *


Gaspar regresó de su viaje abatido y sin haber logrado hablar con el hombre rico, porque éste se hallaba cazando con sus amigachos.

Y el mísero labriego se extrañaba inocentemente de que aquél pudiera divertirse, cuando él sufría con tal intensidad.

Dos días después emprendió de nuevo la marcha al valle contiguo. Pasó la noche vagando como un lobo por la sierra.

El amo tampoco pudo recibir al rústico. No se encontraba bueno, le dijeron a este último, que, furioso, exclamó:

¡¡Me muic yo de angustia!!

Y por tercera vez imploró una entrevista. Un hombretón, que resoplaba como un buey cansado de arar, preguntó al labriego:

—¿Pero por qué importunas tanto? ¿Qué deseas?

—Hablar con el amo —respondió el otro con laconismo espartano.

—¿Y qué quieres?

—Que me deje seguir en el mas.

—¡Que te deje seguir en el mas! —repitió el hombretón, que podía ser algún capataz o administrador—. ¡Que te deje seguir!

Y sonrió felizmente, como hombre de estómago ahíto y cerebro virgen.

—Eso que pides es imposible, ¡vaya! Tú firmaste un contrato por ocho años. Durante este tiempo nadie te ha molestao. ¿No es eso? Bueno. Ha pasao el plazo; al amo no le acomoda que tú sigas por lo que no le acomoda, y te dice: «márchate», y no hay más que largarse.

—¿Y yo, y yo? ¿Y mi tierra, y mi casa? —preguntó Gaspar.

—Figúrate —dijo filosóficamente el sonriente— que te entrega un padre a su hijo; que tú lo crías, lo haces fuerte, sano, todo cuanto tú quieras; pero que al cabo de algunos años el padre te lo reclama, ¿qué has de hacer? Pues dárselo; no hay otro remedio. Los derechos los tiene el otro.

—Bueno, el hijo pa su padre; pero a mí me arrancan aquello, no pa su padre, sino pa que otro lo gose.

—La tierra la pide su amo —dijo el administrador, algo corrido al ver refutada su pomposa parábola.

—¿Que la va a cuidar el amo?

—He dicho que sí.

—¿Él?

—Por su cuenta; mandará uno.

—Ése uno quiero ser yo.

—Vaya, se acabó; largo de aquí —dijo casi apoplético el administrador.

Y la puerta cerrose estrepitosamente.

El rústico la golpeó, gritó, gimió; pero observando que la noche se avecinaba, dirigiose hacia donde, hasta entonces, había tenido su hogar.

La mujer lo recibió con burlas y enojos.

Sí, que paseara cuanto quisiera, pero ella le juraba que no sufriría hambre. Y miró al cuitado con expresión tan fría, tan cruel, que Gaspar, feroz, frenético, se abalanzó hacia ella; pero el hombre rodó por el suelo, golpeado vergonzosamente. La mujer, vigorosa, sana, venció el cuerpecillo flaco y enfermizo del marido.


* * *


Era preciso buscar trabajo.

Gaspar salió una mañana de Benifante, y al atardecer encontró en Ballosa a un su antiguo conocido, que le ofreció faena en sus campos.

El pan estaba conquistado.

Emprendió el regreso a su mas.

La noche era clara. Un viento impetuoso estremecía el valle con su baladro lúgubre.

La manta del bracero flameaba con fuerza y azotaba su rostro.

Los almendros desnudos y rígidos; los pinares negruzcos y apretados le acogían con plañido de víctima, y la queja del viento se extendía por toda la oquedad.

Apuntaba el alba cuando el rústico llegó a Benifante.

Atravesó la barranca, y un estremecimiento y helor intensos le afligieron al notar abierta la puerta de su casa. Penetró en ésta; llamó a su mujer.

Un agobiador aullido del huracán respondió a la voz del hombre.

Dentro, una ventana golpeaba secamente, con ruido de madera vieja.

En el hogar chisporroteaba la leña. Gaspar agachose, empuñó un llameante tizón y recorrió la solitaria y fría casita.

En la alcoba, el arca estaba abierta y casi vacía; algunas prendas viejas esparcidas por el suelo; los pobres muebles echados, revueltos, denunciaban las prisas del robo y de la fuga.

Gaspar, olfateando como una fiera toda la casa, volvió al zaguán.

Fuera se oyó un estrépito horrible; eran las cañas del rígido emparrado que caían destrozadas.

Los gritos que exhalaba el mísero, tenían la expresión de hondos gemidos que el viento recogía y sumaba a los de la arboleda desnuda.

De repente, Gaspar sintió un silencio pesado, angustioso, de sima profunda; le pareció que una niebla tupida velaba su vista… y cayó en golpazo que hizo trepidar las paredes; la mano izquierda del labriego quedó enterrada en las crepitantes brasas.

Dentro seguía batiendo con furia la ventana.


* * *


Dos meses después, Gaspar salió del Hospital de Alicante.

Había sufrido la amputación de la mano abrasada.

Al volver al valle, mosén Vicente le consiguió el humilde destino de cartero de Badaleste.

De cuando en cuando, el mutilado, sufría adormecimiento cerebral, obscuridad en la mirada, el mismo silencio, la misma pasajera muerte que sintiera en la noche de la total ruina de su dicha.

III. De la cima a la sima

La cigarra, de tan regaladora y dulce armonía para los griegos, canturreaba furiosa, ronca, entre la pompa del nogal que vive en lo alto de Badaleste.

En la manchosa sombra del árbol sesteaba enroscado un perro flacucho, anguloso, de vello blanco y lacio.

Reverberaban las peñas; en la hondura yacía el boscaje con quietud y silencio de agostamiento; calmosamente se movían los braceros en los lienzos verdes de los bancales; las casas, con sus puertas y ventanas entreabiertas, no exteriorizaban ni un ruido, ni una voz.

El bochorno, la pesada calentura de la siesta, lo afligía todo, umbrías y solejares.

Por la boca del túnel apareció una mujer soportando sobre los riñones un descomunal fardo de ropa recién lavada, cuyo peso le obligaba a andar penosamente.

Pasó bajo la verde techumbre del árbol soledoso.

Las cigarras interrumpieron su canción áspera.

El perro desenroscose y estiró con lentitud.

La mujer se aproximó al vallado de argamasa, y sobre él tendió sábanas, camisas remendadas, pobres pañales; y con piedras iba afianzando la ropa al pretil.

De cuando en cuando interrumpía su faena; enderezaba su cuerpo seco, y con la diestra, tostada y grosera como terrón de bancal, defendía su cara enjuta, sus ojos hundidos, del cálido gotear del sudor, y apartaba de su frente las greñas aceitosas.

Y otra vez volvía a doblarse para coger ropa, a levantarse para tenderla, mirando desde la altitud el valle con braveza soleado.

Las cigarras reanudaron su estridor, familiarizadas ya con la presencia de la mujer.

Ésta, terminado su trabajo, dirigiose a una de las casitas fronterizas a la noguera: empujó la puerta; al abrirse se oyó llorar rabiosamente a un niño.

Un pájaro pasó negreando por el azul del éter, y sumiose en el alero de la Iglesia.


* * *


El reloj de un campanario dio las tres.

Gimió la puerta de una casa, y Gaspar, con la cartera del correo puesta a guisa de bandolera, atravesó la silenciosa meseta, pasó la peña horadada y ganó el camino. Dejó atrás el desierto caserío, y llegó jadeando al valle.

Dirigíase al encuentro del valijero de Ballosa para tomar la correspondencia de su distrito.

Era una faena pesada, ruda (más aflictiva en él por su constitución débil), que realizaba punzado por el frío en invierno, abrasado por el sol en la canícula.

El manco caminaba, caminaba respirando con fuerza, sintiendo una sed de erial.

Muy cerca de donde iba, verdeaba el musgo de una acequia, de la que se escapaba el rumor de la bullente agua.

Y Gaspar, con ansia de fiera, abalanzose sobre aquélla, hundió sus rodillas en la tierra blanda e inclinó su cabeza para beber.

Pasó algún, tiempo.

De pronto, convulsionaron las piernas del sediento; entre las verdes y enhiestas cañaveras asomose el muñón de la mano amputada; todo su cuerpo se estremeció violentamente.

El agua seguía rugiendo con estrépito.


* * *


Dos rapaces, cuyas cabezas desaparecían bajo enormes sombreros de rubia palma, correteaban por el camino. Y al llegar a la acequia se detuvieron y miraron con espanto; después retrocedieron velozmente hacia Benifante.


* * *


Pedro Luis no estaba en el pueblo.

Había ido a un apartado mas.

Lisaña, Polifemo y el secretario acudieron donde Gaspar yacía.

El barbero, un hombre flaco y zanquilargo, que tenía sus puntas y ribetes de practicante, llegó a tiempo de cortar una aceda disputa entre don Buenaventura y el cacique, sobre si el manco había muerto o no.

—Hay que llevarlo a su casa —dispuso solemnemente el rapista.

Y acomodando a Gaspar en una sera, emprendieron la subida al caserío.

Por uno de los extremos de la improvisada camilla, colgaba la cabeza del mutilado, cuyo pelo hirsuto y gris, destacábase ahora con blancura de vellón sobre la lividez de su rostro.

En la casa hicieron fuego, junto al cual desnudaron y tendieron al valijero. Aplicáronle tejas, piedras, ladrillos abrasantes; le untaron y friccionaron las articulaciones con ajos, pimienta y otros naturales revulsivos.

Polifemo destilaba sudor copioso.

El rígido cuerpo de Gaspar movíase bruscamente impulsado por las enérgicas friegas.

De pronto, el fuego del hogar prendió en su enmarañada cabellera, que llameó como ramiza seca.

Todos se apresuraron a apagarla, y en su azoramiento pisotearon cruelmente al infeliz.

Se oyó crujir un hueso.

El cíclope desencajó las quijadas del ahogado y vertió en su garganta hasta las escurrimbres de un vaso con aguardiente. Pero el licor volvió a salir por la amoratada boca, se deslizó por la barba y, goteando, cayó al rudo suelo.


* * *


Entrada la noche regresó Pedro Luis. Don Buenaventura, que había salido de Benifante para esperarle, le enteró del suceso.

Se encaminaron a Badaleste.

Blanca, redonda y grande lucía la luna.

Las siluetas inmensas de las cordilleras negreaban sobre el cielo.

Al pasar por donde había sido hallado el manquet se detuvieron.

Las aguas que vivifican y matan, continuaban corriendo, espejeando temblorosas la pálida claridad lunar.

Entre los trigos cercanos, un grillo chirriaba, haciendo intermisiones rápidas.

Arriba, en la ladera, el manchón de un pinar se perfilaba suave y ondulante.


* * *


El médico, después de reconocer brevemente al ahogado, salió y sentose sobre la acitara que balaustra el alto de Badaleste.

Bajo, el valle dormía silencioso, argentado por la pupila de la noche: los árboles lo moteaban; la lozanía de un bancal lo obscurecía; débilmente se destacaban las casas.

—Yo tengo esperanzas —murmuró Polifemo al acercarse a Pedro Luis, que, abstraído en la observación de la noche, nada dijo, ni demandó lo que pudiera significar la frase de don Buenaventura.

Éste repitió:

—Pues sí, tengo esperanzas. ¿Tú qué crees, se salvará?

El médico, saliendo de su apacible recogimiento, dijo:

—¡Que si se salvará! ¿Pero, quién?

—Ese hombre; el manco.

—¡El manco! Pero si está muerto.

—¿Cómo que está muerto? ¿Y esa tibieza, ese calor que conserva?

—¡Tibieza, calor! —repuso Pedro Luis.

—Carbonizado debiera estar. ¡Pues usted sabe el fuego que le han aplicado al pobre!


* * *


Al día siguiente por la tarde, el médico fue en busca del secretario.

—¿Aún no se ha recibido aviso del juez de Ballosa? —preguntó Pedro Luis.

—No, señor —dijo el curial.

—Pero, ¿se ha enviado el parte que yo redacté?

—Delante de mí se lo dio el tío Lisaña a Rito; y lo que no ha hecho nunca con nadie, le regaló un duro.


* * *


Pasaron dos días.

La orden para practicar la autopsia, no llegaba.

El cuerpo del peatón había sido arrinconado en el cementerio.

—Bueno debe estar aquello, con estas calores tan rabiosas, y con cuatro días que van que lleva de muerto —dijo el cacique al secretario.

—No está muy conforme el médico con esta tardanza —murmuró el del Juzgado.

—¿Y qué? No hay más sino aguantarse — repuso Lisaña.

—Es que piensa acudir a la Señora; y tal vez se niegue a hacer la au… la autopsia.

—¡Sí…! pues que lo haga, que lo haga; verás qué pronto salta de aquí, con un proseso más pegajoso que el tronco de un pino.

Y después de una pausa, agregó el cacique:

—Ya lo viste; yo no he podido portarme con más desensia; un duro le di al del parte.

—Que ha sido peor —dijo el secretario—, porque Rito, dinero que coge, dinero que se bebe; y con el que usted le ha dado y los ventorros del camino, ya tiene para tiempo.

Lisaña se puso rojo como el fuego; y al separarse del docto secretario, se dijo: «Un duro me cuesta, pero va resultando; si se niega a entendérselas con el manco, le vale el destino y las sarandajas que le vengan; y si se aguanta… habrá que ver la cara que ponga el médico; habrá que vérsela…».


* * *


Por la noche llegó Rito.

Tenía las pupilas enturbiadas por la embriaguez, y todo él hedía a taberna.

Don Buenaventura, furioso como el verdadero Polifemo al sentirse cegado por Ninguno, abalanzose sobre el propio del parte.

—¿Después de cuatro días vienes? ¿Es caridad eso? ¿Qué has hecho? Di. ¿Qué has hecho? —Y lo sacudía con violencia, le gritaba; pero el otro sonreía estúpidamente en silencio, salivando y despidiendo un tufo inmundo.

Lisaña le extrajo de entre los pliegues de la faja, el mandamiento de autopsia firmado por el juez, en el cual mandamiento transfería sus veces a los funcionarios de Benifante.


* * *


Era sosegada y ardorosa la mañana.

Por las tapias del cementerio de Badaleste, correteaban algunos pájaros. Inquietos, entre disputas, se asomaban al cercado herboso. Rápidamente dejábanse caer, y se escondían entre hinojales cuyos tallos doblaban; andaban a saltos menuditos, graciosos, ladeando airosamente las cabecitas como para escucharlo todo.

El vuelo torpe, rectilíneo, de una zancuda langosta, espantó a uno de aquéllos, que, piando con aspereza, subió al refugio de las paredes; luego, siguiole otro y otro; huyeron todos.

El airecillo agitaba un jirón costroso; movía un papel crispado, levantaba una brizna.

Sucedió el silencio.

Sobre la viciosa hierba apareció la blanca manchita movediza de una mariposa; rasó velozmente por una ortiga; aleteó. Surgió otra; se persiguieron las dos; llegaron a confundirse, tornaron a separarse. Una de ellos se elevó, pasó la tapia; lo otra, se entretuvo en una sangrienta amapola; se desprendió un pétalo, y la manchita blanca subió y perdiose en el azul radiante.

En un rincón, sobre el cuerpo del valijero, negreaban enjambres de moscas. Una grande, con tornasoles verdes en las alitas, hinchado el vientrecillo, separose del festín ebria del hartazgo, y zumbando temblorosamente, con vuelo incierto, abandonó el cementerio.

Bajó de nuevo un pájaro; después otro. Luego toda una invasión bulliciosa.

Y, entre tanto, por una calvicie de la cima discurrían las hormigas, afanosas, indiferentes, tropezando unas con otras…

Fue horrible para los gozadores de aquella vegetación briosa la aparición del médico y su acompañamiento.

De éste, sólo penetraron en el camposanto, el enterrador y un pobre bracero sin trabajo, alquilado para el de desnudar, lavar, mover al cadáver y hacer, en fin, aquellas faenas de fuerza y sujeción que facilitan al que opera.

Don Buenaventura, el juez y el secretario, se sentaron sobre un trozo de tapia, mirando hacia el valle y la serranía.

He visto tantas operaciones de esta clase, tantas tristezas, que apenas si me impresionan ya estos cuadros —murmuró Polifemo, y su voz temblorosa y la color intensamente pálida de su rostro, desmentían aquella pueril baladronada de su corazón bueno y manso.

—Sufro por Pedro —añadió—. Es un crimen que le fuercen a trabajar en un cadáver tan pasado; sobre todo cuando a nadie ni para nada interesa el saber de qué ha muerto ese infeliz.

Y continuó hablando nerviosamente; deseaba mirar hacia atrás, pero no se atrevía a cumplir sus curiosos afanes.

—Pues, yo no percibo, no huelo nada por ahora. ¿Y ustedes? —dijo con viveza.

Los del Juzgado no respondieron. Ellos, arrancados de su vida apacible, sufrían viéndose precisados a intervenir en escena de tal linaje.

—Lo dicho, aún no se percibe nada —repitió don Buenaventura, chupando sin descanso un cigarro enorme y negruzco.

Oyose la voz del médico.

—¿Lleváis faca o navaja? Pues con ella cortad; arrancadle la ropa; si no nunca acabaremos. Volvedle a la derecha. Tened cuidado con la cabeza… ¡Que se os va a deshacer entre las manos…!

Siguió un silencio breve. Se escucharon golpes de cuerpo rígido sobre la tierra blanda del cementerio.

De nuevo, el médico dijo:

—Tiembla usted como una hoja. Retírese si le repugna esto.

Sonó una risotada feroz y repugnante del sepulturero, que dijo bromeando:

—¡Y sí que es flojo! Mejor es el labrar, ¿eh?

El bracero tartamudeó colérico una atrocidad, sobre si tenía o no agallas para aquello y lo que se presentara.

Esforzábase don Buenaventura en hablar para distraer su imaginativa del próximo espectáculo; y así, departía de asuntos diversos con más o menos conexión y lógica.

Sus palabras eran interrumpidas frecuentemente por el médico, que, desde abajo, dictaba al secretario una singularidad, un dato, ofrecidos por el cadáver.

—¡Vaya si es hermoso este valle! ¡Qué vista tan soberbia se alcanza desde esta altura! ¡Qué tranquilidad! ¡Qué silencio! ¡Vaya, es muy hermoso! —repetía Polifemo.

El rústico juez, que nada había dicho hasta entonces, colocando sus manos bajo sus muslos y moviendo la cabeza de un lado para otro, murmuró:

—¡En lo ibierno, en lo ibierno lo había usted de ver! Bien, que ya lo verá. Ahora gusta, pero después no hay qui salga por estas sierras.

Pa unos cuantos meses bueno es esto; pero pa siempre es muy cansoso este campo tan serrado. Las montañas, ensima; se fatiga uno la vista de no poder alejar.

Callaron.

Detrás de ellos sonaban golpes secos como de escoplo sobre piedra; rechinamientos estridentes como de lima sobre hierro; crujidos, rozaduras.

—Al tocarlos, crepitan los pulmones —gritó el médico.

Escribió el secretario.

De Benifante subieron unas campanadas débiles y lentas.

Pedro Luis se acercó a sus amigos. Se había quitado la americana y llevaba desnudos los brazos. El sudor le empañaba los lentes.

—Miren ustedes el corazón de ese pobre —dijo mostrando en sus manos ensangrentadas un trozo de carne negruzca con manchas amarillentas.

—¡Y cómo apesta! —quejose el juez.

—No es asombroso —replicó el médico—, porque en los vivos también suele apestar esta entraña… ¡Pero vaya una hinchazón tremenda!

Y al separarse, dictó al secretario.

—Hipertrofia en ambos ventrículos. Un cuervo pasó con vuelo sereno y calmoso sobre el grupo; aleteo precipitadamente; giró después con gallardía, y elevose lanzando su graznido nasal y lastimero.


* * *


A las once finalizó su tarea el médico.

Sus zafios ayudantes, tras de mucho forcejear, levantaron la piedra que cubría la fosa común. Es ésta, en Badaleste, una natural sima de la peña, oblicua y no muy ancha. Al destaparla entonces, descendió una oleada de alegre sol, iluminando andrajos, dorando huesos sucios, atravesando tupidas telas de araña, y resbalando por un cráneo mondo y desdentado.

El despedazado cuerpo del manquet rodó en la estrecha espelunca pesadamente y con ruido de piedra que cae en pozo seco.

Hundiose el cadáver en la obscuridad; el muñón alcanzó el beso de la luz.


* * *


Cuando Pedro Luis y sus acompañantes pasaron por la casa solariega, se les acercó Lisaña, y dirigiéndose al médico, murmuró con su eterna expresión congojosa.

—¿Qué, terminó usted ya? Me creo que habrá usted pasao bastante… ¡La verdad es que esa carrerica de ustedes tiene más obligasiones…!

De la próxima escuela salió el enfadoso canturreo de los niños, que coreaban los Mandamientos de la Ley de Dios.

Parte segunda

I. La llegada de la sobrina

Llovía.

Tejía el agua un inmenso estambrado diagonal y gris muy visible sobre el fondo pardusco o verdeante de las limpias sierras, embozadas en su altura por nubes enormes de movientes perfiles.

Cendales de niebla bajaban al valle y pasaban blanqueando sobre la naciente sementera inundada por la lluvia; enredándose en la fronda pálida de un olivar o en el verde terciopelo de los pinares; suspendiéndose, como nube de polvo, sobre los ennegrecidos tejados de un caserío.

La mañana era triste y falta de luz como un crepúsculo.

En el zaguán de la solariega casa, la Señora, rodeada de almohadones y hundida en el viejo sillón, miraba distraídamente, a través de la ventana, el caer del agua que fundía la tierra con sonido blando, incierto y enfadoso.

La Señora apoyaba los pies, calzados con botas de paño, en la cobriza orilla del brasero, donde una diminuta pirámide de ceniza escondía y conservaba menudas y pasadas brasas. Sus manos se enfundaban parcialmente con mitones negros, y un pañolón, también negro, lanudo y compacto, ocultaba su cuerpo doblado y seco.

Junto a la Señora, se hallaba el médico repartiendo su mirada entre la lluvia y los canarios, que, retirados en un rincón de las jaulas, dormitaban arrebujando sus cabecitas en su plumaje amarillento.

De cuando en cuando, la criada de confianza aparecía por el fondo sombrío del vestíbulo; cruzaba la estancia pisando tácitamente y haciendo sonar el enorme llavero que pendía de su cintura ancha y maciza.

—No sé como ha podido usted llegar hasta aquí. El camino, siempre tan difícil, debe estar hoy peligroso. ¡Vamos, ha sido aventurarse mucho! —murmuró doña Trinidad, con entonación de rezo.

—He subido por saludar a usted y por enterarme de la llegada de su sobrina —dijo el médico.

Y luego, añadió:

—Yo la tenía a usted por la última de su familia.

—Casi, casi; de mi apellido sí lo soy —contestó doña Trinidad—. La que viene es una sobrina lejana, que me escribió hace unos días notificándome la muerte de su padre y expresándome su desamparo y miseria. Miseria que me sorprende, pues todos teníamos su casa por acaudalada… Su madre, murió hace tiempo… En fin, yo cumplo un deber de conciencia, recogiendo a esa huérfana pobre…

Y dijo esto, sin efusión, indiferentemente, como pesándole romper su soledad de tantos años con una pariente desconocida, quizás llena de las impertinencias y vanidades aspiradas en la falsa atmósfera mundana.

Y así pensando, fermentó en el alma de la bienaventurada Señora una santa indignación y piadoso aborrecimiento hacia esa sociedad que por la exteriorización fastuosa se hunde en la ruina y llega a sepultarse en el fango del pecado.

—La pobrecilla me da lástima —exclamó el médico—. Después de vivir entre alegrías en ese bullicioso Madrid, ¡qué poco ha de halagarle el encierro de estos peñascales!

—Pues, nadie la obliga a que venga —dijo la feudal; y entre la fría niebla de sus ojos, fulguraron los azabaches diminutos de sus pupilas.

—¡Y la miseria y la orfandad y el amparo único de usted, no son mandatos invencibles! —repuso ardorosamente el médico.

—En usted, señora, hallará cariño —continuó Pedro Luis—; pero en este apartamiento del mundo en que ha gozado, también encontrará las tristezas de la soledad que tanto rechaza el juvenil espíritu, y la paz de estos lugares, silenciosos como inmenso templo desierto. No, no ha de ser este escenario apetecible para una joven ilusionada por la vida, para una mujer que está en la edad risueña y placentera de los amores…

—¿Qué, qué es eso de la edad de los amores? —interrumpió la vieja, chillando con voz aguda de metal sin temple y golpeado—. Ustedes, los de ahora, no han aprendido ni alcanzan otro modo de vivir que juguetear y estorbar cuando niños, vaguear y viciarse cuando jóvenes, casarse después, cuidar de los chiquillos (si los hay) o vivir estúpidamente para sí mismo, si no los concede el Señor.

Hizo una pausa e irguiose, afianzando sus codos angulosos en los descrinados brazos de la butaca.

—¡La vida! La vida es inmensamente diversa —continuó diciendo—. Yo no he vivido ésa de ustedes, y he sido y soy feliz. Es más; he sentido siempre desvío, repugnancia hacia esa manera de ser insustancial y rutinaria. Todo se vuelve amar, amar.

Si falta el noviazgo y la boda, ya parece que no se representa dignamente el papel en la comedia humana.

Yo he respetado a mis padres, los he querido, como también a mis hermanos; pero después el amor no me ha inquietado. Reverenciar, acatar al Señor, amarle sobre todas las cosas; éstas, éstas han sido y son las ansias de mi alma, aquí sentidas. En este aislamiento, he tenido y tengo mi dicha.

¡Déjese, déjese de tanto amar mentirosamente, de tantas ilusiones! Hay que vivir, sin ajustarse a ese gastado patrón de la vida, aceptar las cosas como el Señor nos las depare, y ríase de la edad de los amores. ¡La edad de los amores…!

Y quedó una sonrisa burlona en sus labios, que, al separarse, dejaron ver unas encías descoloridas y empedradas con algunos dientes, anchos, desiguales y sarrosos.

De nuevo sumiose en la blanda inmensidad de la butaca.

Sus ojos miraron sesgadamente el rudo enladrillado del vestíbulo.

La luz medrosa y triste que resbalaba por los cristales de la ventana, bañaba la lisura de su frente austera y espaciosa.

Parecía una imagen de la castidad, pero no de la virtuosa, santa, difícil y admirable que siente el espíritu del luchador tentado y perseguido por flaquezas y voluptuosidades, sino de la que acusa imperfección, escaso desarrollo de sensibilidad, raquitismo, aridez de peña en el alma.

Ser casto es vislumbrar el goce, los delirios, suavidades y regalos que en sí contiene y proporciona; sufrir, desesperarse, enloquecer en su atracción y preferir ceñirse a la zarza punzadora de la divina continencia.

Así se tituló de casta la virgen de los éxtasis, la mística doctora Santa Teresa de Jesús.

Pero aquella vieja fría, egoísta, acaso no sintió nunca la lucha entre la honestidad difícil y la impureza fácil. La imaginación de amores, deseos y caricias, le produjeron siempre náuseas y exasperaron.

Y sin alcanzar, aborrecía, las sensaciones pasionales, inefables y avasalladoras.

Su temperamento era defectuoso. Y esta impotencia, esta falta de progresión de su alma sensitiva, le hacían enfurecerse y despreciar a las naturalezas completas que gozan y sufren con los naturales y exigentes movimientos de la carne.

Algo de lo apuntado meditó Pedro Luis en el extenso silencio sucedido a las últimas frases de la Señora.

Fuera, seguía cayendo la lluvia, pausada, menuda, rumorosa.

El tejaroz de la casa arrojaba al suelo, en sonoroso chorro, las aguas acopiadas entre los caballetes de las verdinegras tejas.

Las rudas hojas de la enorme puerta del vestíbulo se abrieron con pesantez de plomo y gemidoras como animal herido.

Entró un hombre envuelto en empapada manta; sus esparteñas groseras asperjaron el enlosado.

—Ave María —dijo— vaciando su sombrero de la lluvia.

—Pues… la señoreta allí está, en Ballosa; pero hasta que no abonanse, no vindrá —añadió en bilingüe.

Ofreciose el médico a trasladarse a aquel pueblo.

—¡Oh, no! —exclamó la feudal—. ¿Para qué? Lisaña basta.


* * *


Por fin, al día siguiente, se rasgó y deshizo el costroso nublado, y allá arriba apareció la tersura del cielo intensamente azul.

En la firme y puntosa pompa de los remozados pinares, las gotas infinitas de la lluvia temblaban con diamantina irisación.

Entre la rasgadura de una nube, ingente y plúmbea, se asomó el sol.

Desperezose el paisaje con lozaneo y alborozo.

En el valle, relumbró el remate cerámico de un campanario. Y el rugir del agua que, estrepitosa y crasa, saltaba por la barranca, era la voz dominadora en el despertar sonriente de la luz.


* * *


Transcurrió la mañana de otro día, y, al mediar la tarde, aparecieron en la lejanía del camino los puntos negros y movibles de los viajeros.

Pedro Luis, mosén Vicente, Polifemo y otras personalidades de los vecinos pueblecillos, esperaban la caravana allí donde comienzan las convulsiones de las rocas de Badaleste.

Enfrente de ellos, un rebaño albeaba por la sierra. De cuando en cuando, bajaba el débil resonar de una esquilita; y entre el balar confuso, sobresalía robusta y clara la voz del rústico que guiaba la grey.

Mosén Vicente y el médico se dirigieron al encuentro de los que llegaban y ayudaron a la sobrina de doña Trinidad a descender de un alto y ceniciento asno enjalmado con mantas y zaleas, sobre las cuales se levantaba ancha y cómoda silleta.

Comenzaron a subir la senda de Badaleste, que se iba poblando, como por vía de encantamiento, de mujeres y rapaces sucios y curiosos en demasía.

Pedro Luis, le ofreció el brazo a la viajera; ésta se dispuso a aceptarlo, pero notando el público sencillo que les rodeaba, exclamó:

—No; sería aumentar la extrañeza de estas buenas almas.

Se les acercó Lisaña, oficiando ponderosamente su cargo de enviado extraordinario, conferido por la Bermúdez.

Esforzábase el médico en decir razones amenas que movieran el ánimo de la recién llegada a la distracción, mas como nada de lo que imaginaba le pareciese ajustado a sus deseos, iba silencioso y fijándose en la huérfana, cuyos pupilas, de mirada lenta y triste, deteníanse en el suelo pedregoso, en los lugareños que la escudriñaban, en las casitas que aparecían en las revueltas de las peñas como brotadas de ellas.

Pasaron la roca del túnel.

Desaparecieron en la casa señorial.

Y a Pedro Luis le invadió ese amoroso interés, esa honda ternura que conmueve al que presencia la profesión de una virgen en el claustro.

La huérfana se acercó a la Señora; inclinose ante ella, y los brazos rígidos, largos y torpes de la vieja cayeron sobre la espalda de la joven, que prorrumpió en un sollozo de angustia infinita.

Después, lloró, lloró en silencio.

¡Qué espantoso es el dolor, cuando no tiene voz en el tormento!3

II. La señorita Carmen

En extremo quedaron sorprendidas y desilusionadas las dos rollizas sirvientes de doña Trinidad, al ver a la forastera.

No era ésta lo que esperaban y habían fabricado sus campesinas imaginativas.

«…Una señorita joven, que había tenido coches y vivido en un palacio; madrileña por añadidura». ¡Válgame Dios, y por fuerza que reguapa y vistosa había de ser!

Y según su particular, ¡y tan particular! sentido de lo Bello (pues lo tenían como el más pintado), se la fingieron.

Diéronle bermellón en la cara, le abultaron y amacizaron bien de carne los brazos y pechos, las piernas y caderas, y la acicalaron con brochados vestidos cubiertos de cortapisas y puntillas.

Pero entró la señorita en el zaguán y ¡cuánto iba de lo vivo a lo fantaseado!

No era robusta ni coloradota ni lujosa; y sí, alta, delgada, pálida, con blancura de espuma; sencilla en el vestir.

La Doña Molinera y la Doña Tolosa de aquel verdadero castillo, rodeando a la huérfana, la ojearon detenidamente, con ese descaro y simplicidad que hacen sonreír al blanco de tamaña inspección.

Y al alejarse de la señorita Carmen (que éste era el nombre de la recién llegada), por lo bajo murmuraron: —¡Qué flaca y qué pajiza! ¡Qué mal se ha criado la pobre!


* * *


Bien dijo Pedro Luis al afirmar que aquella soledad y quietud del valle habían de entristecer el ánimo de Carmen.

Todo le hastiaba y afligía.

Vagaba por habitaciones inmensas sepultadas en sosiego silencioso y penumbra discreta, rayada, de trecho en trecho, por haces de sol que, penetrando entre los resquicios del ventanaje, agitaban y aureaban los átomos del polvo. Pero luego, el seco crujido de un mueble la obligaba a salir medrosamente de aquellas habitaciones que olían a cerrado.

Bajaba al comedor. Por los cristales miraba el valle entonces dormido, negreante en las barbecheras, rugoso en las tierras novales, rojizo y verde en los sembrados.

Mas esta contemplación sólo le ofrecía un apacible recreo momentáneo.

Invadíale pronto el cansancio. Recordaba la ciudad aristocrática y bulliciosa; su antigua casa animada y elegante; una escena de grandeza o regocijo de su vida pasada, y estos pensamientos torturadores le hacían mirar con dureza y desvío el paisaje desnudo.

Llegaba al vestíbulo.

Su tía rezaba o le hablaba de la enfermedad y muerte de uno de los Bermúdez; de un proyecto de reparación en el solar; de los precios que había tenido el trigo en los últimos años; de una cosecha ubérrima; de otra desdichada…

Carmen apenas si atendía esa charla interminable y monótona como el zumbido de un insecto.

Entonces consideraba que era preferible contemplar el valle; su desolación, su tristeza, eran expresivas y hasta deleitosas. Pero aquel zaguán inmenso, cuya ventana no tragaba toda la luz que necesitaba y exigía el interior; la peña de enfrente, árida y cenicienta compañera de la Señora siempre envuelta en su mantón negro y rumiando oraciones; el latido de un reloj de pesas arrinconado en el comedor contiguo, todo era abrumador, irritante, enfadoso.


* * *


Por las tardes, la Señora y Carmen subían a la tribuna de la Iglesia; una habitación lóbrega, estrecha y honda, abrigada por una estera que el tiempo y la humedad habían maltratado.

Tres sillones, de respaldo y asiento de cuero y armazón pesado y sobrio, bulteaban por la obscuridad.

En el fondo, un arcón noguerado guardaba un Cristo muerto, largo, rígido.

A través de una vidriera polvorienta, se veía enfrente el altar mayor, moreno y sencillo retablo de indefinible estilo.

Arriba, sobre la tribuna, por dos ventanas largas y estrechas, cerradas con cristales rojos, como dos heridas sangrientas del muro, penetraba la luz, que, por la mañana, envolvía la cornisa del retablo; más tarde coloreaba un crucifijo de metal blanco; después resbalaba sobre un candelero alcorzado por las babas de cera; purpureaba el armiñado mantel del altar, y al empezar la tarde, apagábase calmosamente enrojeciendo las húmedas y melladas baldosas…

Carmen, desde un rincón de la tribuna, miraba el trozo de Iglesia, donde se movían cuatro o cinco mujeres con sus mantos negros, como borrones enormes. En las gradas del presbiterio, se arrastraba un chiquillo astroso, desperezándose con los brazos en alto. La voz pausada de mosén Vicente; la nota de clarín destemplado, producida por el arrastramiento de una silla; la tos seca y sonora de un pecho joven, o la gargareante de otro viejo, subían hasta ella en rumor confuso, debilitado por la vidriera.

Fijas, sin destellos, como dos gotas de sol, brillaban las luces de dos cirios en el ara.

Carmen, violentábase en atornillar su pensamiento a las lentas avemarías del Rosario. Se esforzaba en sentirlas, en fervorizar su alma, y rezaba en voz alta al principio, creyéndose henchida de devoción por el tono y modo entrecortado de pronunciar las preces. Pero, poco a poco, aquéllas desfallecían hasta extinguirse totalmente, a medida que el pensamiento de la huérfana atravesaba la Iglesia, horadaba sus paredes y salía al cielo azul y luminoso…

«¡Saaaaanta Maaría, maadre de Dios…!» —murmuraba a su espalda, con voz aguda, la Señora.

Y Carmen, recogiendo la imaginación de su vuelo profano, otra vez contemplaba la roja claridad que bañaba el enlosado; los bultos de los devotos; el nimbo amarillento de los cirios; y se irritaba y enfurecía consigo misma, tildándose de mala hija al entibiarse y distraerse en la imploración a Dios por el descanso perdurable de su padre.

—¡Creador mío, líbrame del pecado. Dame fervor. Yo no quiero distraerme!

«Santa María, madre de Dios —yo por la noche rezo bien, devotamente, como buena hija— ruega por nosotros pecadores —aquí no puedo; me angustio, me asfixio en esta estrechez, en esta obscuridad— ahora y en la hora de nuestra muerte, amén Jesús» —¡Y es horrible no tener esperanza de libertarme de esta vida tan triste!—. «Santa María madr…».

—¡Dios te salve! —le corrigió su tía, con dureza.

III. Paisaje y figuras

Pedro Luis regresaba de una masía subida en la ladera de la sierra fronteriza a Benifante.

El día era seco y tibio.

Pedro Luis atravesó un sembrado de avena, corta y rala, que amarilleaba a trechos.

Después ingresó en un olivar dilatado. Penetraba el sol entre el boscaje, sacando a los árboles sombras parduscas que manchaban la tierra, aterronada y calva.

Allá abajo, en el comienzo de una calle de robustos olivos, una yunta avanzaba y retrocedía con lentitud, guiada por un rústico que, de cuando en cuando, lanzaba sosegadamente coplas de canturía quejumbrosa como un plañido, aflictiva como su trabajo. Y entre cantar y cantar, briosamente estimulaba a las bestias con la voz y el cuento afilado de una rama monda, fibrosa y seca.

Pedro Luis se fue acercando al que labraba, y distinguió a otro rústico sentado sobre una firme pina.

Era el de la yunta alto y flaco, cubierto por un traído sombrero donde costreaba la podre del sudor, y cuyas alas caídas casi le ocultaban el rostro.

El otro era menudo; tenía los ojillos ribeteados de carmín y la nariz carnosa, colgante, bermeja por los granos y herpes.

Los dos hombres se aproximaron al médico: encendieron unos cigarrillos que aquél les ofreció.

Después se sentaron.

El de los ojos enfermos, apoyó sus manos cortezosas, enormes, deformadas por el trabajo, en los sueltos y rojizos terrones donde se agarraban raicillas todavía jugosas.

Pegado a su labio inferior, un labio salivoso y abultado, caía el cigarrillo, que era fumado con avaricia, con fruición sibarítica.

Repentinamente separose de los demás, y arrastrándose llegó al margen; poco a poco asomó la cabeza; desciñose la faja, y haciendo de ella una bola negra, la arrojó con violencia al bancal de abajo y precipitose luego sobre el mismo sitio.

—¿Qué pasa? —gritó Pedro Luis incorporándose.

El otro no contestó. Se le oía correr pisoteando fuertemente con sus anchas esparteñas.

El de la yunta, sin participar de la extrañeza que sentía el médico, comenzó a arrancar de entre las piedras una planta, que en la región valentina recibe el nombre de raim de pastor (y que yo no sé traducir al romance), la cual planta, sumada a medio pan de centeno, es, con sobrada frecuencia, todo el yantar de los pobres braceros y pastores4.

Pasado algún tiempo, apareció, por la línea cenicienta del margen, la figura raquítica del que antes se arrojara al bancal de abajo.

De su diestra colgaba un lagarto enorme y rígido, de vientre plateado, por donde resbalaba una gota espesa de sangre que esteleaba un hilito rojizo.

—¡Buen ejemplar! —exclamó el médico, que, después de mirarlo detenidamente y de tactearlo, preguntó:

—¿Pero para qué quiere usted este bicho?

El interrogado envió al médico una mirada burlona, y echándose sobre la tierra, dijo sonriendo:

—¿Que pa qué lo quiero…? pues… pa asarlo y comérmelo. Ve usted, por aquí se abre —y con la uña negra del abultado pulgar, indicó el vientre estrecho y viscoso del reptil—. Se lava y limpia bien. Lo coge uno y lo pone ensima de dos o tres sarmientos, se les pega fuego… y… esto sabe mejor que la melva.

Pedro Luis, impregnada su alma de infinita ternura, contempló al rústico de los ojillos orlados.

—¿Y su familia también comerá de eso? —preguntó, vislumbrando un grupo de seres famélicos que, horriblemente hastiados del pan negro, buscara en las inmundas piltrafas del lagarto una variación, un aliciente, un excitante para engullir los terrones ásperos de centeno.

—¡La familia! —exclamó el otro—. La familia la tengo desparramada. Vivo solo. La mujer está en África; en Argel criando: allí se arregla. Y los tres chicos los ha arrecogío un cuñao que tiene taller de alpargatas en Elche. Con que ya ve…

Y rio estrepitosamente con risa ruda, con risa sana y honrada.

El de la yunta empuñó la esteva. De nuevo se hundió la reja en el yermo y resonó un débil campanilleo.

—¿Usted tiene la faena en algún viñar? —preguntó el médico al del lagarto.

—¡Ca! no señor; me manda el amo a Ballosa, a entregar una carta. Seis horas de camino. ¡Bah! salud que no falte.

Pedro Luis se alejó, y en aquel paisaje bañado por la casta luz de la mañana, vio a otros hombres secos, que podían ser robustos, pero que una alimentación innutritiva se oponía a su medro. Los vio encorvados sobre los lindones donde verdeaba la hortaliza, sobre las sábanas de naciente trigo, cantando, bromeando, llamándose y saludándose a gritos y entre risas que se esparcían y flotaban en el sosiego de aquel día azul.

Y aquellos seres, enérgicos, estoicos inconscientes e inconscientemente resignados, sólo anhelaban salud, salud para continuar sus vidas sin dulzuras, para amar la tierra, sufriendo, como buenos hijos, sus rigores.

Y Pedro Luis pensaba que en las ciudades, los obreros se unen y exigen mejoramientos. Y es justo.

Van formando una parte considerada o temida del congreso humano.

Hombres de doctrina, hombres sabios, les apoyan y tratan sus problemas en libros y oraciones.

Progresan social e intelectualmente.

Y ellos claman, plañen, se enfurecen, creyéndose las víctimas sociales con más ferocidad atormentadas.

Hay otras.

Son los braceros, que yacen olvidados en la mayoría de las regiones, arrastrándose incultos por las miserias de una vida angustiosamente monótona.

No progresan ni aun en su oficio.

No gozan una distracción que les refrigere y desbaste el espíritu.

Y los sabios dicen pomposamente «que todo cambia, fluye y mejora». Y hay seres que no cambian para mejorar, que permanecen en su estado embrionario de rudeza.

Pedro Luis llegó al pueblo con el alma exaltada por lástimas y amor inmenso hacia esos hombres vencidos sin luchar.

IV. Agraz

La Señora, Carmen y el médico estaban en el comedor.

Por los hierros nudosos, curvos, rectilíneos del barandal de un balcón, trepaban los desnudos y negros mugrones de un jazminero, y enlazados a rígidos alambres, subían hasta el dintel y rayaban un cielo nuboso.

En el valle, los almendros escarchados de florecillas blancas y rosáceas, lozaneaban por las laderas, por los márgenes, por los bancales.

Pedro Luis contempló el paisaje castísimo, y dirigiéndose a Carmen, murmuró:

—Es el alba de la Primavera. Pero esa belleza tan virginal se extingue pronto.

Son atrevidos estos árboles.

Allí enfrente, subido en lo más alto de la sierra, hay uno pequeño, débil, cuyas ramas, como tiernos bracitos infantiles, parecen doblarse, abatirse por la opulencia de flor.

Será el primero que mustie y queme el frío.

Aflige que estos árboles sacudan y pierdan la pompa pálida de su florescencia.

Tienen dos enemigos crueles, implacables: las heladas y la ley de su desenvolvimiento, de su progreso. La flor se sacrifica por ser fruto. La belleza se minora para que lo real impere.

También nosotros tenemos floridos atavíos; los crea la savia de la fantasía; los marchita el frío de la desilusión. ¡Gaya florescencia que se extingue, se seca, se deshoja para que brote en su sitio la verdad de la vida, ruda y zahiriente!

¡Lo acabadamente hermoso sería que coexistieran frutas y flores!

¡Figúrese usted esos árboles con la nieve de sus pequeñas rosas, y el verde pálido de sus almendras!

Y nosotros, con sueños halagadores y realidades dichosas.

Yo siento que su ramaje se desnude. Me da lástima. Es el primer tocado del campo el que regalan estos frutales, y lo ofrecen lindo y delicado. Ahora tiene espíritu, poesía, el paisaje; después vendrá la sensualidad, su carne, con los nutridos verdores estivales.

Y el médico continuó pensando en alta voz, interpretando con viveza el sentimiento, el alma del valle; y Carmen escuchole atentamente; con curiosidad, con gusto, como si leyera la explicación de un grabado en un libro.


* * *


—Le esperaba a usted, doctor, para dar nuestro paseíto —dijo mosén Vicente al entrar, y tan luego como hubo saludado.

—Esta tarde no podremos darlo, porque he de ir a Confines —contestó el médico, al mismo tiempo que proporcionaba una silla al buen clérigo.

—A Confines ¿eh? —murmuró doña Trinidad, queriendo sonreír y mostrando el musgo que tapizaba su menguada dentadura, como la hiedra cubre las piedras viejas.

—Sí, señora; tengo consulta —respondió Pedro Luis con sencillez.

—¡Consulta! Debe tenerla usted con mucha frecuencia por aquellos parajes.

Mosén Vicente, conocedor profundo de todos los artificios con que la Señora desfiguraba su carácter, barruntó que las inocentes visitas del médico a la región contraria en política, habían inquietado y disgustado a la feudal. Y como el humilde cura sentía por Pedro Luis una afección de hermano mayor, que reconoce en el menor superior talento, sufrió inquietud y malestar agudos al oír las frases de la Señora.

El médico, riendo gustosamente, exclamó:

—Apuesto algo a que se me cree enamorado de alguna rústica fermosura de aquel pueblo —y esperó también de la Bermúdez risas ingenuas, contestación llana y festiva.

Pero la Señora no sonrió. Su rostro gredoso, tomó un tinte casi verde; su barbilla avanzó con gesto de cólera; entre la ceniza de sus ojos brillaron dos puntitos negros, sobrado conocidos de mosén Vicente, y pugnando por erguir su cuerpo.

—¿Qué me importa a mí —dijo— si usted tiene o no amores con rústicas ni con princesas? No sabía yo —agregó haciéndose la zaherida y triste— que usted me consideraba como una vieja palabrera y chismosa.

—¡Yo! pero si… si yo no he dicho ni he pensado na…

—¡Déjeme, déjeme hablar! —dijo la Señora interrumpiendo al admirado médico—. Yo no soy como usted cree. Y si me interesan y preocupan sus frecuentes visitas a ciertos sitios, es, por razones más serias, más dignas de mí.

—Pero señora, si yo no he dicho…

—Déjeme, déjeme hablar, se lo ruego por Dios.

A toda la corte celestial imploraba mosén Vicente, para que sacase a su amigo de tan inopinado atolladero.

—Sé —continuaba entretanto la Bermúdez— que usted ha simpatizado mucho con los de aquel bando; y aunque no me corresponda aconsejarle, permítame que me conduele de que residiendo usted en Benifante, siendo nuestro médico, y pisando, diariamente esta casa, sienta la atracción de los otros.

Acaso le parezcan a usted mejores, más afables… Pero, en fin, ¡quién soy yo, Vieja arrinconada entre simples, para pensar siquiera en encaminar el ánimo de un joven tan entendido como usted!

Y esforzándose por decorar su semblante con una dulce expresión melancólica, añadió:

—Pero no crea usted que su alejamiento ha entibiado mi afecto. ¡Oh! no señor. Esto equivaldría a suponer mi odio hacia aquellos pueblos. Y yo los quiero a todos, los considero como seres débiles; pero todos son buenos y respetuosos… Ahora, que por los míos siento un interés más vivo y profundo.

En fin, ¿qué le hemos de hacer si a usted le agradan más los otros?

—¿A mí? —dijo con alguna brusquedad el médico—. He acabado por no entender a usted. ¿Qué se dice de mí?

—Pues, hijo mío, que es usted de sus ideas políticas.

Sonrió el médico desdeñosamente, y mirando con fijeza a la Señora, dijo:

—Doña Trinidad, yo no sigo a nadie; yo soy amigo de todos. Voy donde me llaman sin preocuparme ni entrometerme de política ni bandos.

La Señora insistió en que Pedro Luis participaba de las ideas de los de Confines.

El acento compungido con que doña Trinidad hablaba y su tesón en atribuir al médico preocupaciones que éste se hallaba muy distanciado de sentir, acabaron por violentar y enfurecer al joven, que, áspero y enérgico, dijo:

—¿Pero qué ideas he de seguir si aquí no las hay? Ni Lisaña, ni el de Confines, defienden una creencia. Ellos heredan de sus padres y legan a sus hijos odios, que no convicciones.

Fuera yo sandio y ridículo si tomase parte en estas mezquinas rivalidades y luchas. No, no señora; cosas más grandes me desvelan y aguijonean. Esta política menuda no me atrae; la temo, porque es sainetesca y trágica; cabe en ella hasta la muerte.

Los que desde Madrid capitanean esos bandos, después de arrojar su bilis en un discurso o en un escrito, se sientan a una misma mesa, sin preocuparse, en el regocijo y bienaventuranza de su digestión, de que sus frases hueras y de oropel, lleguen a estas regiones embraveciendo odios y envidias.

La Señora, que diferentes veces había intentado hacer truncar la réplica al médico, pudo realizarlo en este punto, diciendo con acrimonia:

—¿De manera que aquí somos todos unos cafres, puesto que tan sólo el odio y otras malas pasiones nos estimulan? Hombre, muchas gracias…

Confuso, violento, Pedro Luis, se afanaba por hallar palabras que, a par que demostrasen su poca afición a mezclarse en las mallas políticas, no hiriesen la extremada suspicacia de la feudal.

—Aquí, aquí —agregaba ésta exaltándose— en esta casa tan muda, tan sencilla, se han reunido los ministros; incluso el Presidente del Consejo. Ya ve usted, y no hay ideas, ni entendemos de honduras.

Mosén Vicente dejó un momento de sufrir para dar paso al asombro. Él no recordaba cuándo había tenido lugar la reunión de los encumbrados consejeros en el caserón de los Bermúdez. No tenía recuerdos ni noticias de tan estupendo suceso.

—Y digo que aquí se han congregado esos personajes, porque todo cuanto mi padre deseaba era decisión soberana; era como si aquéllos lo hubieran decretado.

—¡Ah, vamos; ya decía yo! —pensó el sencillo clérigo.

Pedro Luis, no encontrando otras razones que suavizaran la aspereza de la Bermúdez, tartamudeó:

—Si yo, señora, no ignoro nada de la historia brillante de su familia. Hablaba de los caciquillos en general, y me refería a los tiempos actuales, en que usted, dedicada a sus oraciones y a obras de caridad, no se mezcla (y hace muy bien) en bandos y pequeñeces.

A medida que el médico hablaba, sonreía el sacerdote, cuyo espíritu había sufrido intensamente, viendo caer a su amigo en la furiosa indignación de la Señora. Así es que, cuando el joven hubo dicho la última frase de sus excusas, mosén Vicente respiró a todo pulmón, como el que ha sentido la angustia de la asfixia y de súbito llega a su pecho una pura oleada de aire.

Pero poco le acarició el alivio.

La Señora, con la mirada fija en el suelo y temblándole ligeramente la cabeza, repuso:

—Es decir, que por mi debilidad, por mis rezos (por mi gazmoñería habrá usted pensado) el poder de esta casa se ha extinguido y los intereses de esta región han quedado en ruinas, abandonados. Vaya, me está usted poniendo buena —Y doña Trinidad, al pretender sonreír, hizo una mueca espantosa.

—¡Pero… con esta mujer no se puede hablar! —pensó el clérigo.

Pedro Luis, con el hervor de la ira en su pecho, dirigió sus ojos a Carmen, y notó en ella una expresión amarga y suplicante.

¡Oh, y con qué gusto le hubiera vuelto despreciativamente la espalda a aquella vieja irascible y necia! Mas como esto le traería la expulsión del valle, al cual le ataban su falta de medios para la lucha, grosera y dolorosa, del vivir, y otras razones, aunque nebulosas e indefinidas, de extraordinaria pujanza, domeñó su amor propio y con asco de sí mismo, murmuró humildemente:

—Yo le pido perdón, señora. Todos mis anhelos cifrábanse en poner de manifiesto que yo no sigo en política a los contrarios de ustedes. Le juro a usted que voy a aquellos pueblos, sólo por deberes profesionales.

—No, si yo no estoy ofendida —dijo candorosamente la implorada—. Estoy por decir que no tengo derecho a ofenderme.

La sumisión del médico había conseguido derretir el enojo de la Señora y lisonjearla.

El sacerdote recuperó la confianza y alegría. Hasta le pareció la Bermúdez rica en ternura. Y deseando agraciarla por sus últimas palabras, sacrificó el secreto de un acontecimiento en el cual tenía puestas sus ilusiones.

Y sonriente, gozando de antemano con la impresión agradable que habría de sentir la Señora, dijo:

—Por mucho que cavilase doña Trinidad, no acertaría nunca lo que estoy preparando. Es una sorpresa que le guardaba a usted. Pero no puedo callarme.

Desde Navidad, nada menos, que vengo trabajando, y así he de continuar meses y meses.

¿Que para qué? va usted a preguntarme; ¿no es cierto? Pues… vaya, lo digo; no puedo más.

He formado un coro de pobrecitas niñas de este pueblo, para que canten en el mes de María. Ellas no saben ni leer. Yo las ensayo; yo me he escrito las Flores; yo me he imaginado la música… Ya ve usted, ya ve usted… —Y el anciano reía, reía, saboreando la dicha de las almas simples y buenas.

La Señora, cuyos ojos habían vuelto a su expresión fría a su color de niebla, articuló:

—Lo que me extraña es que haya usted hecho tan buenas migas con don Buenaventura. Ese hombre todo es carne grosera. No debe pensar más que en comer; en cambio, es muy fácil que no sepa rezar.

—¡Pero…! —balbució mosén Vicente. Y no pudo decir más.

Sintió frío en el alma; después, una cruel tristeza. Luchó titánicamente para no llorar.

Entretanto, Carmen y Pedro Luis se habían acercado al balcón, y por los cristales contemplaban la tarde.

Empezaba un crepúsculo suave. Había quietud y silencio en el campo albeante.

Y arriba, persistía el nublado, sutil, lechoso, como un inmenso reflejo de la blancura del paisaje.

Carmen, con la mirada perdida en el cielo, dijo tristemente:

—Usted dejará esto; yo lo presiento. He temido que fuese hoy.

—¿Y por qué he de marcharme? —preguntó el médico.

Ella, señalando al valle, expuso:

—Muy hermoso es para gozarlo sin inquietudes, pero no si atormentan las preocupaciones y molestias de las capitales. Entonces, resultan estos sitios muy tristes, porque dispuesto todo para la paz, las mezquindades humanas son más repugnantes, mortifican más… Yo no sé explicarme…; pero usted que comprende tan bien la expresión del campo, completará mi pensamiento.

El médico nada dijo. Miraba a la huérfana con fijeza de observador y ansias de amante.

Y ella, repitió:

—Sí, usted se marchará… Es usted digno de brillar, de tener ambiciones y conseguirlas… Compadezca usted a los que se ven forzados a quedarse…

Las palabras de Carmen llegaban a Pedro Luis acariciadoras, placenteras, como brisa procedente de naranjal nevado de castos azahares…

V. Mosén Ricardo

La casa-abadía de Benifante es la primera de una calle muy blanca que, por un extremo, se ensancha hasta formar desnivelada plaza donde reposa la Iglesia, y por el otro se asoma el campo.

En el piso alto de la casa tenía mosén Ricardo su despacho y dormitorio, que comunicaba con el de su madre.

Ocupa la parte de atrás del edificio una habitación larga y estrecha con dos ventanas diminutas que dan a un huertezuelo plantado de frutales y hortalizas.

En aquella apaisada pieza se guardaban los frecuentes y estimables regalos ofrecidos al eclesiástico por sus más pudientes hijos e hijas de confesión.

Ristras de tornasoladas cebollas, trenzas de empolvados ajos y de rubias y arracimadas mazorcas pendían de las paredes; y aquellas últimas, cabalgando sobre el yesoso barandal de la menguada escalera, llegaban hasta la planta baja.

De la ruda trabazón de vigas, colgaban las uvas de carne dorada y verdinegros melones, oblongos unos, anchos otros, aprisionados todos entre mallas de esparto.

Las habichuelas, los garbanzos y las aceitunas verdes, en descubiertos montones se mostraban, y la olorosa alfalfa (destinada a la bien cebada fauna que vivía en un cercado del huerto), se secaba distribuida en pequeños manojos que alfombraban el suelo.

En los dos rincones más obscuros recatábanse sendas zafras de aceite; tres odres inflados por el vino; una tinajuela repleta de cecina, y entre enhiestas perchas ondeaban enormes rosarios de reluciente y gordo embutido. Todo lo cual formaba base y asidero a los telares grises de las arañas laboriosas.

Muchos méritos había de reunir el rector de Benifante para que la feligresía hinchiese aquel troje de tan sabrosa y necesaria vitualla.

Y para barrer humanas malicias, diré primeramente que mosén Ricardo no era de bizarro y agradable pergeño, y sí raquítico, con ojillos muy negros y casi incrustados al fino y avanzante caballete de su nariz picuda; secas sus mejillas, una de las cuales (la izquierda) hundíase como pellizcada por las mandíbulas; defecto que acentuaba la semejanza que con la cabeza de un pájaro sufría la de mosén Ricardo.

Para más señas, apuntaré que eran sus pies grandes, sus brazos largos, delgada su voz, y que fumaba incesantemente.

Pero el tal clérigo, a pesar de tan fea catadura, dominaba en todos los hogares, de los cuales era visitador cariñoso. Mostrábase enemigo fiero de los de Confines. Le unía gran intimidad con Lisaña. Y, sobre todo, enaltecía con su saber al pueblo. ¡Era muy profundo!

Predicaba siempre con entonación dramática.

—¡Era mucho aquel hombre en el púlpito! —decían los benifanteses. Y algunos de éstos, que, por sus ocupaciones, pasaban frecuentemente a Ballosa y habían asistido a diversas representaciones teatrales, juraban con las dos manos que ninguno de los comediantes podía ponerse con su cura, cuando éste, emocionado, decía aquello de «María es mansa como la paloma; bella como una clavellinera; pura como la claridad de un astro…» y otras lindezas más.

Benifante entero quería y respetaba al clérigo, y de él se ufanaba, como otros pueblos tienen a gala el poseer un buen paseo de copudos árboles, una nutrida banda de música, o un celebrado tañedor de dulzaina.

La madre de este hierofante católico, era un pelotón de carne blanda, gelatinosa, que al andar temblaba y oscilaba como si fuera a desgajarse y quedar aplastada sobre el suelo.

Ella sumaba a su hijo las amistades del lugar, oyendo atentamente las consultas y chismes de todas las comadres, proporcionando y glosando recetas de guisos y pastas a todas las vecinas, repitiendo, de puerta en puerta, cuanto su mosén leía por la noche en un periódico que le enviaban desde Valencia.


* * *


Terminaba su desayuno el curita, cuando Lisaña entró y le dijo con mucho misterio, que había de hablarle.

Fueron arriba; y mientras mosén Ricardo rascaba con el índice de la diestra las cazcarrias que salpicaban la fimbria de su sotana, dejó escapar el cacique su palabra obscura y ligada que se extendió por el aposento con la monotonía de ese ruido que la lluvia produce sobre un plano de cristales.

A medida que Lisaña avanzaba en su rezo, mosén Ricardo iba descuidando el aseo de su ropa, y sus pupilas lentamente subieron hasta quedar clavadas en las del otro.

—A los dos, a los dos —decía Anselmo— hay que echarlos. Porque a mí que no me digan, esos paseos a Confines llevan algo.

«Voy porque me llaman» —dise el médico—. Cuentos y cuentos. ¿Qué allí no tienen el suyo?

«Voy por acompañar a don Pedro, y porque conosco allí» —dise mosén Visente—. Cuentos y cuentos.

Ni de uno ni de otro me creo.

Antes, el cura de Badaleste solía pasar un rato con nosotros; pero ahora, desde que ése ha venido, podemos darnos por satisfechos con que nos diga adiós.

Además, aquello se supo fijamente. El médico y la sobrinica de doña Trinidad se entienden…

En la entrada del despacho negreó una masa redonda. Era la madre del curita.

—Sí, se han ennoviao —continuaba el cacique—; pues piense usted que muere la Señora y que don Pedro se casa con el esparto de la sobrina, ¡a ver quién mangoneará en todo, sino sus amigachos, los de allá!

Por eso digo que hay que apartar de Badaleste al médico y al viejo del cura.

Yo pronto consigo que salte el primero; con desirle a la Señora lo que hay, basta y sobra, que ella no quiere amoríos ni casorios en su casa.

A mosén Visente también se le da pronto el pasaporte. A fe que no se enfuresería la Señora, si supiera que su cura toma regalicos de los de Confines. Saltará, vaya que saltará de allí; pero… hay que pensar antes en el sustituto.

La madre de mosén Ricardo, como si nada de lo escuchado le interesase, se dispuso a limpiar unos floreros manchados por las moscas, y que, sobre una cómoda negra, daban guardia de honor a un San Pedro con las llaves rotas.

—El sitio aquél es, pero de mucho compromiso —prosiguió Lisaña—, y ha de ocuparlo uno de nuestra confiansa y de gran valía. Como bueno, aquel curato lo es más que éste, ¡qué tiene que ver! El pueblo podrá ser más pequeño, pero en cambio se está al lao de la Señora, se tiene influensia, y un cura que sepa lo que se trae entre manos, puede procurarse un buen empleo para el día de mañana… Vamos a ver, usted por ejemplo…

—¡Yo! —exclamó mosén Ricardo, ruborizándose como doncella requerida por osado amante.

La madre del curita, que había terminado de desempolvar la cómoda, acercóseles, y suavemente desarrugó y compuso la funda almidonada de una silla.

—Digo, que usted, por ejemplo —repitió Lisaña—, podría ser… La Señora había de quedar contenta. Un sermón que usted soltase, le bastaba para haserse el amo del pueblo y de la casa. ¡Ahora que sufre tanto cada ves que el otro sube al púlpito!

La madre del clérigo se sentó.

Y él, con desmayante y quejumbroso tono, dijo:

—Pero tío Lisaña, a mí no me conviene dejar esto. En Benifante me va muy bien. ¿Y qué dirían los de aquí, si a pesar de lo que hacen conmigo, los abandonase?

—Pero hombre, si nadie sabría que por voluntad de usted se marchaba a arriba. En cuanto a lo demás (y Lisaña intentó dar a su semblante la dulzura de una sonrisa), si aquí se portan bien los vesinos, obsequios tendrá de la Señora que le harán olvidar todos los resibidos. Ya le he dicho que ella tiene apoyos grandes, y ¡quién sabe! a mí no me pasmaría verle a usted canónigo, así como lo digo.

La madre del clérigo, sin poder sofocar un natural arranque de ambición, dijo en valenciano sonoro:

Ricardet, el señor te raó.

Ricardet hundió su manó huesuda en el abismo de su bolsillo; sacó una pitillera de metal plateado, y mientras perfeccionaba un cigarro, murmuró:

—Mire, si ha de ser en bien del bando, yo haré gustoso lo que usted quiera, aunque sentiría dijesen de mí, que pon medrar y…

—¡Ca! hombre, que han de desirlo —interrumpió Lisaña.

¡Bon chic es ell! —añadió la enorme masa de carne movediza.

—Pues no hay más que hablar —dijo Anselmo levantándose—. Yo me encargaré de todo; pero ustedes chitón, ¿eh?

—¡Ah! oiga, oiga —gritó el eclesiástico llamando al cacique que ya había franqueado la puerta—. ¿Y el pobre de mosén Vicente ha de sentir mucho que lo saquen de allí? ¡Usted sabe! en Badaleste ha nacido y pasado toda su vida…

—¡Ei, qué quiere usted que hagamos! —respondió con frialdad el otro—. Es un enemigo.

—No, si ya lo sé; pero… como lo quiero a pesar de todo… Y diga, diga… ¿en el caso de que yo le sustituyese, se encargaría él de mi plaza?

—¡Ni pensarlo! Irá lejos. Lo enviaremos a un curato donde haya vicario. Ya ve, aún le buscamos descanso.

—¡Oh, entonces —rezó el clérigo alzando con beatitud los ojos— quedo contento! ¡Si ha de beneficiarse el pobre viejo, acepto con gusto las molestias y espinas del traslado…!

Y frotándose los dedos, amarillentos y tostados en sus finales por el humo y lumbre del frecuente cigarro, llegó a la ventana y tendió su mirar por la calle limpia, desierta y soleada, cuyas últimas casas recortábanse sobre el bravío desbordamiento de trigos maduros, que amenazaban invadir el pueblo apenas lo consintiera el hombre…

Después volvió el curita sus pupilas a la Iglesia de ocrosa fachada con remiendos de yeso, sobre la cual se asoma su torre descubierta, y la vio trocarse en vetusta Catedral, con su cúpula de graciosa curvatura, como enorme pecho de mujer; con bóvedas que repetían los pasos y columnas de frialdad húmeda, sudorosa: vio sus muros de grosez de muralla y desgarrados en su altura por policromas vidrieras; entró en el coro frisonado por santos de piedra y alados angelotes, cerrado con verja que gemía al rodar sobre los rieles bruñidos por el roce; se vio desfilar entre escalonados sitiales de talla, arrastrando el rozagante manto de canónigo; se vio sumido en un estalo hasta donde bajaba el resonar doliente del atiplado cimbalillo que convocaba a coro…

Y mosén Ricardo sonrió, sonrió dichosamente mientras soñaba. Después corrió la cortina azul de la ventana, apartose de ésta, y tomó el breviario, abriolo, santiguose y emprendió un paseo lento por el despacho.

VI. La Señora y Lisaña

Obtenido el asentimiento de mosén Ricardo, el cacique comenzó a filtrar en el ánimo de la Señora, solapadas razones que malparaban al sencillo cura de Badaleste.

Pero viendo que el embozo dado a sus palabras, les sustraía mucho de su intención y fuerza, resolviose una mañana a hablar con lisura y empuje para conseguir antes que todo la expulsión o traslado de mosén Vicente.

Habilidoso estuvo Lisaña acusando. Acentuado su visaje de amargura, condoliose del desamparo que en prácticas religiosas ofrecían la Iglesia y el pueblo de Badaleste.

Hacía más de ocho años que la procesión del Corpus no se celebraba; y era un dolor ver que en todos los pueblecillos pasearan, en ese solemne día, por sus calles enramadas, al Santísimo Sacramento, y que allí, residencia de la Señora, no pudiera hacerse.

—Tienes razón —dijo doña Trinidad—; pero ¿cómo quieres que salgan procesiones, estando mosén Vicente? ¿Comprendes que puede él caminar revestido por estos callejones tan difíciles y abruptos? Ya hace lo que puede. Ya se afana por despertar entusiasmo y devoción, por cuidar nuestra salud religiosa. Hay que ser justos. Cinco meses se ha llevado ensayándoles a las niñas los cánticos del mes de las Flores.

—Eso es —respondió Lisaña—. ¿Y qué pasó? Un solo día cantaron. Después se desbarató todo. Aquello fue un escándalo. Lo que no puede ser, no puede ser… Y mosén Visente no sirve, vamos… Pues ¿y sus sermones? (y esto no es hablar mal de nadie). De largo en largo suelta uno, con más trabajo y sudores que si cavase una viña. ¡Igualitos a los que echa mosén Ricardo, bajo, en Benifante! Por supuesto, es un hombre joven que siempre está estudia que te estudia, y tiene un pico de oro.

Así es que hasta parese que allí haya más creensia, más religión. Fíjese la Señora en que a esta Iglesia, quitando los pocos días de muchas luses y cantos, apenas si vienen tres o cuatro viejas beatas.

—Es cierto; también yo he advertido que la piedad se ha resfriado mucho en Badaleste —murmuró con tristeza la Señora.

—Pero si es natural que así suseda —continuó diciendo el cacique—. Si hubiera aquí un cura que animase esto, de buena palabra, que sermoneara bastante, un cura, en fin, como la Iglesia se merese, vería usted qué pronto cambiaba todo. ¡Hay que ver, Señora, que esto ha sido la cabesa de todo el marquesado! Y siguiendo así, va a llegar día que la Iglesia de cualquier pueblo de los de allá, mereserá más atensión de Su Ilustrísima el Obispo, que ésta.

La Señora pensó también que el curato de Badaleste, por la estancia de ella, por la gloriosa historia de su suelo, exigía ser administrado por un hombre de talento, animoso, distinguido

—Y no habría que buscar de muy lejos un cura nuevo —continuaba Anselmo—. El de Benifante sabría portarse con agrado de todos, ¡ya lo creo! En cuanto al pobre viejo de ahora, saldría ganansioso si le procurásemos una buena parroquia donde tuviera ayuda con un vicario.

—Sí, pero… obligar a mosén Vicente a que deje estas peñas, su casita, este sitio tan tranquillo…

Luego, forzosamente he de quererle; ¡tú sabes los años que está entrando en esta casa…!

—Esto se pone negro —pensó Lisaña.

Vaciló un momento, y con acento tristísimo, exclamó:

—¡Mucho le han estimado los padres y hermanos de la Señora! ¡mucho! Por eso está mal que él haga lo que hase.

Y aquí Anselmo, demostrando una aflicción de leal vasallo que ve traicionado a su soberano, contó las visitas que mosén Vicente prodigaba a sus relaciones de Confines: exageró los sencillos obsequios que el sacerdote recibía de sus antiguos amigos residentes en aquella región enemiga, marcando estos halagos con el grosero estigma del soborno.

Y como viera que doña Trinidad azuleaba de cólera, dijo, manifestando una dulce tolerancia, una mansedumbre de mártir:

—No, no se inquiete la Señora, porque otros obren mal. ¡No se inquiete! ¡Qué le vamos a haser! ¡Quisás mosén Visente, por bondad y llanesa, no vea la picardía que llevan los de Confines!

El cacique parecía transformado en defensor del pobre viejo.

—Como buen cura, lo es. ¡Vaya que él cumpliría si le dejasen los años y los achaques!… Y de lo otro, ya digo, tal ves no comprenda que puede perjudicar a la Señora.

Pero temiendo haber prodigado defensa y alabanzas, agregó:

—Aunque ¡qué diablo! él no es tonto… Lo mejor de todo sería buscarle un pueblo cuya Iglesia tuviera más, más personal, y así el pobre tendría menos deberes, más descanso; y de este modo les quitaríamos a los de Confines un espía.

—¡Eso es! —chirrió la Señora—, vamos nosotros a sufrir afanes por premiar al que, tonto o malicioso, se entiende con los que no debiera ni mirar siquiera. No y no. Que siga, que siga aquí, que ya tiene bastante conmigo.

Tembló Lisaña al oír tales palabras.

Nada se le ocurrió al pronto para llevar la voluntad de la Señora a la satisfacción de su capricho inicuo.

Pero pasado un momento, brillaron alegres luminarias en los azules abalorios de sus ojos, y sumisamente expuso:

—Es verdad; la Señora tiene rasón. Que siga, que siga aquí, porque… vamos… con la querensia que le tiene a esto, capás sería de enfureserse si le propusiéramos la marcha.

Durante algún tiempo la Bermúdez guardó silencio.

El cacique la devoraba con sus pupilas ansiosas.

Al fin, la Señora, suavemente exclamó:

—Pues mira, cambio de pensamiento. A todos nos conviene lo que tú has dicho antes.

—Como la Señora ordene.

—Sí, sí; estoy decidida. Mañana sube; escribiremos las cartas, y tú mismo las llevarás a Valencia.

Conseguido uno de sus deseos, Anselmo dudó si comenzar o no el ataque contra Pedro Luis. Y ya se apercibía de palabras inocentes en apariencia, pero aviesas e intencionadas en el fondo, cuando de la tenebrosa escalera emergió la figura de Carmen, que lentamente se encaminó hacia ellos.

El buen Lisaña dedicó en su imaginativa a la joven una palabrota soez; pero al acercarse aquélla, el hipócrita levantose y saludola con más miel que un Hymeto.

La feudal, empuñando el completo rosario, santiguose tres veces, y dio comienzo a su rezo: la huérfana sentose junto a su tía; el cacique, contrariado, nervioso, permaneció de pie, haciendo girar su copudo sombrero entre sus manos bastas y azafranadas.

En el silencio se oyó el latido del reloj de pesas. De pronto, rechinó ásperamente el decrépito armatoste y vibró once veces, pausado, grave, solemne.

Lisaña, con más ira que el dios Pan, abandonó la casa de los Bermúdez, sin haber deslizado en los oídos de la Señora, ni el nombre del médico.

VII

«De los sos oios tan fuerte-mientre llorando
Tornava la cabeça […]
Grado a ti sennor padre que estas en alto
Esto me an buelto myos enemigos malos».

(Versos primero; parte del segundo, octavo y
noveno del primer Cantar del poema Myo Cid)


Mediaba el día, un día despejado de julio, cuando salieron de Badaleste el viejo cura y Teresa, su hermana. Era ésta alta, enjuta, de cara alargada, y sobre su frente caían dos pabelloncitos de pelo prensado y oleoso, plateado y destellante como la escama de un pez.

Polifemo y Pedro Luis les acompañaban, sirviendo el último de asidero y apoyo al sencillo clérigo, que llevaba una venerable sombrilla verdosa y descomunal.

Algo avanzados iban tres rústicos, cuidando de las asnales bestias cargadas con la impedimenta unas, y destinadas otras para transportar a los viajeros.

—¡Esto es injusto y muy amargo! —murmuró el sacerdote con agobios, con hipo levantado por una pena inconsolable.

—¡Por qué habrán hecho esto! ¡Echarme! ¡Si yo a nadie inquieto, ni ofendo, ni malquiero, Señor!

Un resbalón por la escarpadura de una peña, trozó sus quejas y le obligó a colgarse del brazo de Pedro Luis.

Delante, los espoliques hablaban y reían con los braceros que cavaban bancales pedregosos plantados de viña.

—¡Tan poco tiempo como me queda de vida, y me la entristecen separándome de mi valle que tanto quiero! ¡Si he nacido aquí!

Desde mi ventana, todos los días, miraba este campo. Conozco los árboles, la figura de las peñas, las travesuras y el gritar de los pájaros que se recogen en el alero de la Iglesia, tan bien como a la gente del pueblo…

¡Y me arrancan, me arrancan de todo!

¿Verdad que está mal hecho, que es una pillada? —Y temblaba la voz del expulsado como nota de cuerda floja.

—Pillada, no; una maldad, una infamia —exclamó con firmeza el médico.

Detrás, Polifemo y Teresa iban silenciosos, escuchando con ansia las frases amargas del afligido sacerdote.

Serpeando suavemente va descendiendo el camino, hasta llegar al lecho de la barranca, en cuyas orillas crecen las adelfas, brillan las hojas enyesadas de los álamos blancos, y bajo, entre madejas de ovas, discurre el agua, lenta, clara y callada.

Los expulsados y sus acompañantes vadearon la corriente, colocando los pies sobre las lamosas piedras más anchas y seguras.

Entre los tallos de una junquera hervían arracimadas las abejas, rubias como flor del aromo, y alzándose de su recreo, rodearon con terquedad y fiereza la inflamada cara del cíclope, que, azorado, volteó sus brazos y atronó con sus voces la muda umbría.

Subieron por la ladera.

En un próximo mas, ensabanado por su fulgurante enjalbiego, una mujer removía la lumbre de un horno panzudo, blanco, como un domo arábico.

La mujer endoseló sus ojos con la diestra, para mirar y distinguir más a su sabor al grupo que se acercaba, y apenas hubo reconocido a los viajeros, dejó la pala y adelantose a su encuentro. Un rapaz, casi desnudo, terroso de color, largo el tostado esparto de su cabello, la siguió triscando como un chivo, mientras un mastín huesudo y rubio, atado a un trozo de rulo, ladraba broncamente, levantando su hocico estrecho y negro al raso cielo espléndido.

¡Pero es de veres que sen van! —gimió la rústica, arrojándose en brazos de Teresa.

El niño besucaba la sudorosa mano del clérigo.

De pronto la masera separose del grupo y corrió hacia la casa.

Pasado un momento, regresó trayendo una hogaza tibia, cortezosa y dorada, y una orza llena de miel.

No puc donarlos atra cosa —murmuró sonriendo con tristeza.

Y al advertir en el bondadoso clérigo intención de rehusar la simple presentalla, acercose a una de las bestias y echó en las alforjas el pan y la miel.

Reanudada la marcha, el sacerdote lanzó de nuevo sus quejas. Las expresaba con el candor de un niño; con amargores que destilaba su alma, lentamente, gota a gota, como la mirra mana de la corteza herida de su árbol.

—¡Y si al menos me hubiesen dejado abajo, en Benifante! Pero, no señor, me mandan a un pueblo donde no conozco a nadie… mucho más allá de Ballosa… ¡Y dicen que por mi bien lo han hecho! ¡por mi bien! ¿Comprende usted don Pedro…?

…Que allí tendré vicario que me ayude…

¡Cómo me recibirán! Un pobre cura, viejo, enfermo, y entre extraños, ¿para qué ha de servir?

Los demás nada decían; miraban al triste, miraban el paisaje soleado, quieto y jocundo.

Y en el silencio se oyó algo como un sollozo incompleto, mutilado, salido de la garganta de mosén Vicente, que abatió y recató su cabeza avergonzado de aquella manifestación de sus angustias.

El infeliz había estado luchando con el llanto desde que saliera de Badaleste, y al intentar derretir con un esfuerzo inmenso aquel sollozo y devolverlo al pecho, sintió que su pena se solidaba y subía asfixiadora a la garganta, y tuvo que sucumbir ante el empuje de su dolor.

Triunfante el primer sollozo, se sucedieron otros casi mudos, pero que le crispaban la boca y levantaban su pecho con crueldad.

Mosén Vicente ya no escondía sus lágrimas, y Teresa, olvidándose de las suyas, enjugaba amorosamente el sudor y llanto de su hermano.

Pedro Luis contempló a los míseros, y después, con la cabeza vuelta hacia atrás, llameándole de rabia las pupilas, miró el macizo de peñas de Badaleste, en cuya cima refulgía el blanco y diminuto campanario, que parecía reclinado sobre el luminoso azul.

—¡Y yo que me repetía —balbució el sacerdote— aquello del santo Job5: «En mi nidito moriré y como la palma multiplicaré mis días», gozando el amor de las gentes y el sosiego de éste mi valle.

¿Pero, y por qué me han de arrancar de mi casa?

¿Quiénes son ellos? ¿Así como así, el hombre puede destruir la dicha de otro? —dijo con algo de energía, que eso era todo el furor y violencia de aquella alma bienaventurada.

¡Si yo estaba bien allí! Mis aspiraciones eran terminar mi vida tranquilamente en aquella altura, apagándome poco a poco, como veía apagarse el campo en las puestas de sol…

¡Ni esto, ni esto me conceden!

¡Yo ya no puedo ser bueno, porque no puedo amar, como antes, ni a la Señora, ni a Lisaña, ni a mosén Ricardo…!

«…He aquí que pasan los cortos años y ando por un sendero, por el que no volveré»6.

La hermana del clérigo quejose a Polifemo, pero quejose en valenciano, y como el enorme señor no había conseguido este dialecto, ensanchaba los ojos, rumiaba frases consoladoras que no llegaba a proferir, se entristecía y serenaba según la expresión notada en la mujer.

Por donde entonces iban, el camino ciñe una sierra, desde cuya cumbre baja un pinar espeso y negruzco, que exhalaba su aromante respiración misteriosa.

Algunos pinos, separados de la masa común del oquedal, se aíslan en la inmensidad roqueña, esterada, a trechos, con la pinocha seca caída de los árboles.

Llegaron a las primeras sombras donde una fresca brisa les refrigeró amorosa, e hizo flamear con aleteo ruidoso la descolorida esclavina del balandrán que vestía el sacerdote.

Bueno; ya está bien. No pasen de aquí, que estamos muy lejos del pueblo.

Y mosén Vicente, Pedro Luis y don Buenaventura, se abrazaron.

—¡Hasta que Dios quiera! —murmuró el primero—.Ya no confío en verles más.

—Yo siento el temor de que también he de abandonar pronto este valle —dijo el médico.

—¡Usted marcharse! ¿Qué acaso le persiguen como a mí me han perseguido?

—No —contestó Pedro Luis—. Otra causa me obligará a marcharme. He de desvelar mi… mi condición y… habré de exigir mucho de ella, de Carmen. Y ella es fría, es pasiva…

—¡Fría! La pobrecilla —repuso el sacerdote— vive entre almas de hielo. Pero no tema…

—Temo que ella me rechace…

—Pero si a ella —volvió a decir mosén Vicente— no ha de pedirle usted nada. Es al amor al que va usted a implorar, a exigir, y el amor no despide.

¡Por falta de amor me echan de donde he nacido!

¡Por falta de amor entre los hombres se efectúa lo malo!

—Es que yo no he sido leal —añadió el médico—. Yo he debido confesarle quién soy. Me ha contenido el temor, la vergüenza…

—¿Vergüenza… de qué, hijo mío? No se ultraje usted —dijo con dulzura el anciano.

El médico volvió a abrazar al sacerdote, y trémulamente murmuró:

—Yo se lo diré todo; es preciso. Me repugna la mentira del silencio.

Después, el pobre cura, ayudado por Polifemo, montó a mujeriegas sobre un asno pequeño, reposado, dócil.

Teresa hizo lo mismo sobre otro de grande alzada, rucio, desgarbado y macilento, como un dromedario extenuado y viejo.

Se alejaron.

Sobre el yermo cielo destacáronse sus manchas negras; tragóselas pronto una sinuosidad profunda del camino; aparecieron de nuevo; y tras una revuelta de la ladera, se ocultaron totalmente.

De regreso a Benifante, Polifemo y el médico descansaron en la sombra espaciosa que regalaba un olivo viejo de tronco rugoso y desgajado.

Cerca de ellos, entre las espinosas ramillas de un cardo salvaje, tostado, amarillento, una araña parda y zancuda tendía afanosa sutiles y plateadas hebras, que se agitaban y brillaban a impulso de la brisa matinal.

Detrás, alzábase un margen casi oculto por las verdes oleadas de rozagantes zarzas, revueltas, enmarañadas.

Enfrente, un labriego, en mangas de camisa, sacudía con la horca la parva amontonada y rubia, y la granza volaba como chispas de aquel inmenso llamear de oro.

Y Pedro Luis contempló el trabajo del insecto, la faena del rústico, la calma silenciosa del valle ubérrimo, el perfileo de la serranía sobre el añil del cielo, la fronda lujuriante de los pinares, la esmeraldina de los almendros agostados por la lumbre solar, el centelleo del sol en las piedras cristalizadas y en el agua bullente de las acequias… Y Pedro Luis pensó que las cosas ofrecían más bellezas, más bondad, más regalos que la voluntad del hombre…

Parte tercera

I. Vulgaridades

Pedro Luis, apoyado en un quicial de la ventana, contempló la noche.

La vía láctea, como polvoriento camino luminoso, blanqueaba por un cielo estrellado.

Bajo, se extendía el manchón infinito del paisaje.

Desde la sierra, que se adivinaba en la negrura, los pájaros torpes y ominosos, enviaban sus pequeños gritos, sus silbidos, sus vocecitas estridentes, graves, burlonas, quejumbrosas; los cantos de los más distantes llegaban suavizados, fundidos en rústica armonía.

Un ladrido seco, enérgico, interrumpió la murmuración de la noche cálida.

Contestó otro perro más débilmente.

Siguió un gañido siniestro.

Volvió el sosiego.

De las rastrojeras salían crujidos apagados.

Al pie de la ventana empezó a vibrar medrosamente un grillo.

Y a lo lejos resonaba el trémulo concierto de esos cantores estivales.

Una estrellita azulada rayó el cielo…


* * *


Pasado algún tiempo, el médico retirose de su mirador.

Dentro, en la obscuridad, sobre una muy gemidora cama, se agitaba sudoroso Polífemo.

De súbito, despertó asustado por uno de sus propios ronquidos que retumbó de una manera formidable; y al percibir los pasos de Pedro Luis, llamó soñolientamente al médico.

—Pero ¿qué haces? —le dijo con voz espesa—. ¿No te acuestas?

—No; voy fuera, al despacho a distraerme. Pesa sobre mí la acción de esa noche tan calmosa, pero tan irritante…

—¡Si pronto amanecerá! ¡Por Dios, hombre! No duermes, no sosiegas ni vives.

—¡Y usted se admira de mi intranquilidad, de mi violencia! ¡Usted que conoce mi lucha…! He decidido cumplir mañana mismo lo que anuncié al pobre don Vicente, lo que me he prometido tantas veces…

—Sí, hijo, lo que tú quieras, —repuso el buen señor, cíclope en lo corpulento, insuficiente en ingenio, pero de ruda bondad infinita—. Y no te exaltes de este modo. ¿Que mañana has de hablar a Carmen y se ha de resolver todo para ti…? Pues déjalo ahora. ¿Qué consigues con anticiparte las cosas, con inventar sufrimientos…? —Y don Buenaventura prosiguió encareciéndole lo necesario del descanso y la tranquilidad de la carne para alcanzar el alivio del ánimo. Tenía, sin saberlo, algo de Petronio.

El joven cortó esos razonamientos, diciendo:

—Mi confesión, en sí, es humillante, dolorosa para el que la profiere. Figúrese usted hecha a Carmen, lo que aumentará en torturas y vergüenzas… ¡Me imagino la escena y sufro horriblemente!

El diálogo fue desmayando, hiciéronse más frecuentes y dilatadas las pausas, y por último, prevaleció la sonorosa respiración del cíclope.

Pedro Luis salió al despacho.

Era éste una razonable pieza, amueblado con dos viejas butacas de gutapercha negra; una mesa, un sillón de anea, un sofá cuyo asiento tejíanlo apretadas y rubias espadañas. En una estantería reposaban algunos libros. Otra mesa, pequeña, retraída en un rincón del aposento, mantenía el botiquín, y una vitrina modestísima donde relucían los bruñidos instrumentos quirúrgicos.

Un quinqué blanco alumbraba.

El balcón, entreabierto, salía a una calle perdida en la negrura de la noche.

Pedro Luis tomó un libro y sentose.

Leyó primero con indiferencia; poco a poco fue aficionándose a la lectura, y por último vivió sólo para ella. Pero al volver una hoja, le pareció escuchar pisadas blandas, sigilosas, de pies desnudos; y levantando los ojos, descubrió la masa de Polifemo en la entrada del despacho.

—¡De modo, que estás decidido a extenuarte tú mismo! —murmuró el último, esforzándose por demostrar todo el enojo y aspereza de un padre severo.

—Precisamente ahora estaba distraído; no pensaba en mí; no sufría.

—¡Pero Señor! ¿y por qué tanto y tanto sufrir?

—¿Y usted me lo pregunta; usted se admira? —exclamó el joven.

—No, no es eso lo que yo… mira… lo que sé es que no, no puedo verte así… ¿Eres acaso el único de esa condición? ¿Eres el culpable de lo que sucede? Y todo por ese mundo, por esa sociedad villana, estúpida…

—No siga usted, don Buenaventura —dijo con desaliento Pedro Luis—. La sociedad en este caso no es estúpida; podrá ser injusta.

Y acercándose a la mesa añadió:

—Oiga usted lo que leía: «El trágico Esquilo fue acusado de impiedad por cierto drama. Dispuestos estaban ya a apedrearle los atenienses, cuando Aminias, su hermano menor, echando atrás su capa, mostró el brazo manco de la mano. Habíala perdido en Salamina, donde sobresalió, y por cuya jornada obtuvo el premio del valor entre los atenienses. Así que vieron los jueces la lastimosa reliquia que ostentaba aquel varón generoso, en memoria de su hazaña absolvieron a Esquilo»7.

Dejó de leer el médico, y el bienaventurado don Buenaventura fijó su mirada perpleja en Pedro Luis.

—Yo quiero prescindir —exclamó éste— de que el Trágico necesitase o no el apoyo de Aminias para merecer la vida; y así, sólo considero que sobre los hombres de todas las épocas, ha gravitado la influencia del pasado; que éste es lección, impulso, enseñanza, motivo de consuelo o de tristeza…

Las cejas frondosas de Polifemo ascendían, bajaban, se unían, se bifurcaban.

Polifemo no comprendía una palabra.

—¡Qué hallazgo el de estas líneas tan amargamente oportuno! —murmuró el médico—. ¡Y son infinitos estos hechos! Con frecuencia vemos que se perdona, que se considera, se favorece y encumbra al delincuente, al vicioso, al indocto o vulgar, porque su padre o uno de su apellido es o fue justo, héroe, sabio; y se menosprecia y rechaza al hijo del estafador, del manchado por vicios o crímenes…

A la humanidad en estos casos —continuó diciendo el cuitado— no se le puede tildar de estúpida. Otros escombros, que no los de la ignorancia, sepultan su razón. Bien sabe ella lo inmerecido del aprecio o rebajamiento con que regala o lastima a unos y a otros; pero la mirada, la mirada hacia atrás, le ciega y apasiona.

Tampoco desconoce mi inocencia. Como usted ha dicho antes, ¡qué culpa tengo yo de ser un ilegítimo, un expósito! Y sin embargo inspiro conmiseración humillante, frialdad, casi desconfianza.

—¡Hombre, por Dios y su Madre Santísima, no tanto! —exclamó angustiado don Buenaventura.

—¡Que no tanto! —gritó Pedro—. Y abandonando su asiento, colocose ante aquél, radiosos los ojos, lívidos y trémulos los labios.

No le he dicho a usted nunca —añadió con voz violenta, recortando las palabras— lo que sufrí en la visita que hice al Escorial, días antes de venir a este valle.

Recorrí el monasterio. Llegué a la tumba de don Juan de Austria; y otro visitante, un padre escolapio, indicándome la inscripción latina que recuerda inútilmente, sobre las cenizas gloriosas del héroe, su condición bastarda, me dijo:

«¡Qué vergüenza ¿eh? para el vencedor de Lepanto! Al fin y a la postre, hijo natural».

«¡Vergüenza para él…!».

«¡Ah, va usted a negarlo!» —me interrumpió—. Y comenzó a ensartar no se qué razones sobre la mancha del hijo ilegítimo; y pasó al pecado de origen de los hombres.

«Entonces —grité— el que no ha tenido más pañales que los de la Inclusa, y no es conquistador ni sabio, ¿qué merece de usted? ¿Toda una vida de martirios, de desprecio, de condenación?».

«¡Oh, ésos…!» —empezó a decir fríamente—. Pero yo no le dejé acabar.

«¡Pues de ésos, de ésos, soy yo!».

La cara del fraile se descompuso, se contrajo de espanto. Y es que yo debí ponerme también espantoso.

Por fin, el escolapio se repuso y… blasfemó, blasfemó diciéndome: «que la pena de esos hijos sin culpa, era un medio santísimo, del cual se valía Dios para apartar a los hombres del pecado de la carne».

—¡Ya ve usted lo que se suele sentir por los de mi clase!

Pedro Luis se hundió en una butaca. Toda la tremenda agitación de su alma asomaba a sus pupilas dilatadas.

Él no culpaba al hombre de que le conmueva ese linaje de sentimientos; sabía que involuntariamente penetran en su ánimo; pero sí deprecaba que no se manifestasen en injusticias y humillaciones.

Don Buenaventura se afanaba por encontrar una idea consoladora para Pedro Luis. Éste, levantose, salió al balcón, derramando su mirada angustiosa por la infinita y refulgente pedrería del cielo.

Lentamente llegó a su espíritu tenebroso el alba de una reacción aliviadora. Sus reflexiones, que habían flotado por el espacio social, se dirigieron a una sola figura; ahondaron en el alma de Carmen.

—No es una mujer resuelta, inflamable en entusiasmos —pensó—, es pasiva, pobre de voluntad… Pero amor —se dijo luego— da energías, crea firmeza, comunica ese noble altruismo que vence las más socavadoras opiniones egoístas.

Y Pedro Luis tuvo fe.

Repasó el discurso de sus amores; representose la soledad de Carmen, su desaliento en los primeros días de su llegada al valle. Él, Pedro Luis, le había fortalecido y prestado la compañía de su alma.

Y el mísero sintió, no ya fe, sino seguridad, convicción esplendorosa, de que ella lo admitiría, a pesar de su indocumentación en la vida menguada que el hombre ha construido dentro de la vida natural, amplia, grandiosa, libre, henchida de amor…

Y sin darse cuenta de que hacía de Carmen, de la mujer fría, de la mujer de la sociedad, una mujer animosa, una mujer de la naturaleza, imaginose que ella, palpitante, febril, al saber el secreto de su amado, exclamaba: «¡Yo sólo sé que eres infortunado y que te quiero!».

Y el médico se sintió halagado con el fingido papel de víctima airosa y admirada, de mártir gallardo que no muere en el tormento, sino que le sirve éste para pasar a las dulzuras de una vida feliz.

Así iba encauzando el expósito su ilusión por el sendero que más apetecía.

Ni siquiera detuvo su pensamiento en doña Trinidad. ¡Qué le importaba el frío desdén de la vieja!

Casi tranquilo y casi sonriente, ingresó en el despacho.

Polifemo, ajeno al dulce cambio habido en el alma de Pedro Luis, creyéndole colmado de dolores, dijo con labio tartamudo:

—¡No hay que desconfiar…! ¡Quién sabe! ¡Quizás Carmen te admita a pesar de todo!

—¡Si ya no temo, ni desconfío, ni sufro! —estuvo a punto de exclamar el afligido. Pero repentinamente sintió que toda la fe en ella se derrumbaba, todas las imaginaciones de dicha se perdían, empujadas por las palabras de don Buenaventura.

¡Palabras que había dictado la intención más amorosa!

Porque cuando después de retorcerse entre afanes, se llega, por un esfuerzo de la voluntad y fantasía, a una solución consoladora, y alguien recuerda y patentiza lo inseguro y sombrío que es, lo que ya se juzgaba asequible y radiante, es el dolor entonces más intenso que en los comienzos de la lucha; siéntese helor, desaliento, desgarraduras de toda el alma, porque se siente, se sufre, la vuelta, súbita, brutal, a la realidad.

—¡Este hombre —pensó Pedro Luis—, ha querido darme el mayor alivio en sus palabras; ha exprimido su inteligencia toda para extraer una idea sonriente… y tan sólo ha podido ofrecerme dudas…!

«¡Quizás te admita, a pesar de todo!» —ha dicho.

¡Y yo he sido ingenuo, ciego, insensato, acomodándolo todo a mi afición.

Sí, era exigir mucho, que una mujer educada frívolamente, mirase con indiferencia, con desdén, su crédito social. Para despreciarlo, necesitaba Carmen amar con más ímpetu, haber sido apurada de tanta preocupación mezquina.

Y Pedro Luis tornó a su agitación, sufrió en su carne y en su alma un aniquilamiento doloroso…


* * *


Don Buenaventura asomose al balcón por sexta vez; después, se acercó al hueco de la escalera, y gritando cuanto pudo, dijo:

—¿Pero no ha venido aún don Pedro?

—No, señor —le respondieron desde la entrada.

Y lleno de ansiedad pasó a la alcoba, desde cuya ventana oteó el camino.

Cansado de su estéril observación, recorrió intranquilamente toda la casa, haciendo trepidar el piso y resonar los cristales.

Pero los corredores y aposentos, con sus paredes lisas y blancas, le cansaron pronto; y para aplacar su incertidumbre, salió y dirigiose al caserón señorial.

Eran sus pasos enormes. Y es que era infinita su ansia por saber de Pedro.

¡La duda, la duda es despiadada!

En las calles no encontró a nadie.

Dejó el pueblo.

El camino estaba solitario y bravíamente soleado. A la derecha, erguíase la sierra, ennegrecida en lo alto por apretados enebros; listada en la ladera por el viñedo, marchito, agostado.

A la izquierda, bajaban hasta la barranca largos y estrechos bancales segados, donde amarilleaba el rastrojo que parecía agitado débilmente por el vaho flotante y diáfano que exhalaba la tierra.

De los árboles salía con violencia el estridor de la cigarra.

Don Buenaventura jadeaba. Su abultado rostro, su espalda, todo su cuerpo rezumaba un sudor quemante que le pegaba la ropa a la carne. Sus ojos le punzaban y lagrimeaban; sus arterias le golpeaban hasta dañarle; oía el vigoroso latido de su corazón, como si esta entraña trabajara por romper y abandonar el pecho.

Era un esfuerzo inmenso, heroico, el que realizaba aquel bloque de carne para llegar a Badaleste, entre las llamaradas del sol y sobre la calentura de las peñas.

Y aquel cuerpo, con las exigencias de la enormidad, era vencido por su espíritu muy vulgar, muy intonso, pero sano y palpitante de generosidad y amor.

—¡Lo que habrá sufrido Pedro, Señor! ¡Lo que estará sufriendo! —se decía, y miraba con ansiedad hacia arriba, congestionado, respirando fuego, pisando potentemente piedras afiladas, matas espinosas, lisuras de roca.

«¡Lo que estará sufriendo!».

¡Y no se acordaba de lo que él sufría pensando en el martirio del otro!

Por fin, vio una casita del encumbrado pueblo, y al detenerse para tomar aliento, oyó a su espalda una voz lejana que gritaba algo parecido a su nombre.

Se sujetó las sienes, el pecho, el cuello, para que el latido le dejase escuchar:

«¡…naventuraaa…!» percibió de nuevo. Era a él a quien apellidaban; y el grito parecía lanzado por su Pedro Luis.

Volviose. Allá abajo, en la lejanía del camino estrecho y pedregoso, negreaba un hombre.

Sí, era él, Pedro Luis.

Y como peña desgajada del monte que rueda por la vertiente rasa y resbaladiza, así se precipitó Polifemo al encuentro del médico.

—¿Dónde iba usted? —le dijo éste aún desde lejos.

—¿Que a dónde? Por ti. En casa me desesperaba, me ahogaba.

Y por primera vez, aquella mañana, pensó en sí mismo, y dando un resoplido inmenso, exclamó:

—¡Y cómo he sufrido, Pedro!

El médico aspiró con avidez aquella pura brisa de ternura.

—¿Pero qué te ha pasado? ¿Qué has hecho? ¿Cómo vienes por ahí cuando yo te creía arriba?

—¡Si yo no he subido! —contestó Pedro Luis—. He retardado mi momento para esta noche, que la Señora estará distraída con Lisaña y mosén Ricardo. Así podré hablar a Carmen con más independencia.

—¿De modo que… aún… nada, nada? —murmuró don Buenaventura, y sintió placidez, el descanso, el alivio de la tregua.

—¡La duda, la duda… no es tan cruel!

El que duda, ignora.

II. Prosiguen las vulgaridades

—Dices que has de contarme algo muy grave y que me interesa en extremo —murmuró la Señora dirigiéndose al cacique. Y después de un momento de silencio, agregó:

—Nada; por mucho que me doy a pensar, no adivino lo que pueda ser…

Mosén Ricardo sentado junto a la mesa del comedor, tabaleaba suavemente con sus dedos secos y morenos, aparentando discreta indiferencia a todos los preludios del debate.

Lisaña, antecogiendo una silla, se acercó a la Bermúdez; y ya junto a ésta, avanzó el cuello, y su mirada incisiva dirigiose al balcón donde estaba Carmen, de espaldas al grupo.

—¿Pero tan reservado es lo que has de contarme? —dijo doña Trinidad, sintiendo la comezón de saber lo anunciado.

Lisaña, por toda respuesta, volvió a indicar con la cabeza a la huérfana.

—¡Ah, vamos…! ¿Se refiere a ella? ¿Me ha criticado por algo?

—No, no señora, no es eso —repuso con voz apagada el interrogado.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Pasa —deletreó Anselmo— que sin saberlo la Señora, ellos se entienden.

—Pues yo a ti, no —dijo con dureza la feudal.

—Que… vamos… que la señorita… No se ofenda la Señora, no se inquiete…

—Pero ¿quieres acabar pronto?

—…Que la señorita y el médico se entienden; son novios.

Doña Trinidad sintió que le taladraban el pecho.

Aquella revelación le había magullado cruelmente su amor propio. ¡Ella que se tenía por avisada y penetrante, había necesitado de otro, lo noticia de un hecho tan fácil de alcanzar! ¡Qué ceguedad y torpeza la suya! ¡Qué disimulo tan habilísimo el de sus burladores!

Bramó en su corazón todo un oleaje de ira; pero su orgullo dictole que recatase su imperspicacia para hacer ver que de nadie necesitaba avisos, y que la confianza concedida a algunos, como por ejemplo a Lisaña, más lo hacía inspirada de bondadosa condescendencia, que obligada de necesidad humillante.

Así es que, dominándose hasta el punto de poner suavidad en su acento y sonrisa en su boca, murmuró:

—¿Y éste era el secreto que tanto había de asombrarme? Pero por Dios, hombre, ¿tú crees que puede pasar algo a mi alrededor sin que yo lo sepa? ¡Y más una cosa así…! ¡Qué poca penetración me concedes, buen Anselmo!

—¿De modo, que… lo sabía, lo sabía la Señora? —exclamó Lisaña sintiendo angustia, espanto, cólera.

Mosén Ricardo dejó de golpear sobre el tablero de la mesa, y miró significativamente a su amigo.

«¡Lo sabía!» —pensaron ambos, con turbación en sus almas.

—Estoy enterada desde el primer momento —continuó doña Trinidad—. ¡No faltaba más, sino que hubiesen ido con engaños y tapujos! ¿Por qué y para qué tenían que haber fingido? Son jóvenes… Él, parece muy bueno; es inteligente, apuesto… ¡Son mis hijos queridos! —Y la Señora sonrió con beatitud, como una madre buena y dichosa, mientras su alma los ultrajaba con ahínco—. «Os separaré, hipócritas. ¡Engañarme a mí ese par de hambrientos! ¡Entusiasmaos, que cuando todo lo esperéis sonriente, yo os saldré al encuentro…!».

—«Tendrá uno que doblegarse ante don Pedro; ¡qué remedio si no!» —pensaba al mismo tiempo el cacique—. «Pero… ¿y lo del Manquet? ¡Guardárselo muerto sinco días… no es broma gustosa! Pues… ¿y el haber arrancao de aquí al viejo de mosén Visente…? Como de recordarme en bien, no tiene motivos: estoy seguro… ».

—«¡Vaya! Ha sido todo, todo, completamente inútil. Mi misión era apartar de aquí a don Pedro, y efectivamente el enemigo se nos ha convertido casi en señor. ¡Medrados estaremos…!».

Y durante un momento las mandíbulas del curita se agitaron convulsamente.

La descarnadura de su mejilla izquierda, era espantosa entonces.

—¿Pero, cómo has podido averiguar eso? —preguntó la Señora a Lisaña—. ¡Nosotros, que nos habíamos propuesto ocultarlo hasta que hubiese sido señalada la fecha de la boda!

Hase tiempo que lo descubrí —contestó aquél—. Yo todas las tardes, después de visitar a la Señora, tengo la querensia de pasear por el lao del pretil. Pues verá: una tarde, vi a don Pedro que iba por bajo, por el valle, y claro, no paré en eso; pero a la vuelta de siete u ocho veses que hiso lo mismo, sí me chocó, y dije, aquí hay algo, y yo he de averiguarlo. Y un día, antes que el médico pasara, me fui bonitamente a la ladera de enfrente, y esperé. A la hora de siempre, mi hombre aparesió por la barranca; después, subió agarrándose a matujas, viñas y árboles, hasta llegar a las tapias del corral de esta casa, y a poco, la señorita se asomo por las bardas… Pero… que ¿qué le ha dao a la Señora? —se interrumpió el narrador al notar que aquélla palidecía intensamente.

—No, nada. ¡Qué muchachos tan locuelos! —exclamó la Bermúdez—. ¿Y para qué esas travesuras de enamorados, si ellos tienen sus horas cómodas de charla?

—Pues… desde entonses —agregó el cacique— me he fijao en sus ojos, y vamos… he visto lo que tienen todos los ojos de los novios.

—¿Ella se asomaría al atardecer? —preguntó doña Trinidad con acento trémulo y frente ceñuda.

—Justamente —dijo el cacique.

Y la bondadosa tía, ahogándose de rabia, pensó: «A la hora que yo me encierro en la salita para revisar cuentas y cartas. ¡La hipocritona!».

En aquel punto del diálogo, llegó hasta ellos la voz de Pedro Luis que trataba de sustraerse a las zalemas y caricias de su imponente amigo, el blanco perrazo, que, cuando lograba escapar de la cadena, salía al vestíbulo, en cuyas frías baldosas tendíase dichosamente.

Lisaña, tartamudeando de puro azorado, dejó caer en el oído de doña Trinidad:

—No le diga nada a don Pedro de que yo… vamos… me podría tomar por un chismoso, y la Señora sabe que yo…

—Sí hombre, sí, descuida —le replicó ésta. Y como en aquel momento entrase Pedro Luis, se apresuró a tomar la más cariñosa y dulce de las expresiones:

—En el balcón está Carmen —le dijo con delicada sencillez.

—«Y tanto como está conforme en que haya casorio!» —pensó el cacique al ver la afectuosa llaneza con que había sido recibido el médico.


* * *


Pedro Luis sumergiose en las tinieblas del balcón. Desde allí, en los pasados meses, había contemplado el valle afelpado por los trigos, pomposo con sus árboles verdes, después amarillento, yermo; más tarde, blanco con los ramos heladizos de los almendros. Desde allí, había explayado su alma en reflexiones y cantos sencillos a la vida, a la Naturaleza poderosa; mientras que Carmen miraba el paisaje, miraba al hombre, y el hombre sentía una suave caricia, una celestialidad en todo su ser, cuando notaba que ella se le acercaba amorosamente dándole fundida en su mirada la esencia de su pensar…

—He de hablarla; he de contárselo todo —se repitió muchas veces en los comienzos de aquella noche, como si al decírselo vigorizara su voluntad. Pero al pretender pronunciar la primera palabra, súbitamente pensaba: «Aún no; necesito prepararla; quitar a nuestras almas la frialdad, el entumecimiento del silencio».

El reloj de pesas, embutido en su negro estuche de pino, desencajaba implacablemente de su pecho las horas de vibrante y tardío sonido.

Pedro Luis sufría el helor del desaliento, la torpeza de la indecisión, le conmovían sacudidas de rabia, de ira hacia sí mismo por su flaqueza y cortedad de espíritu.

Carmen lo miraba en silencio. La luz de la lámpara suspendida en la habitación, llegaba hasta ella bañando su vestido que caía con pliegues rígidos por su cuerpo delgado.

El jazminero aromaba. Y arriba, entre su fronda, negreaban jirones de cielo nevado de jazmines luminosos.

Lisaña, pretextando que dentro se sentía con fuerza el calor, salió al balcón contiguo; y envolviéndose en las sombras, acechó atentamente a los amantes.

¡Ya que no le era dado destruir sus proyectos, al menos observaría sus palabras para comentarlas después en el pueblo con groseros aderezos!

Pero en lugar de arrullos, el cacique advirtió frialdad en los jóvenes.

Carmen habló primero. Con voz débil, como el susurrar de árbol tierno, pidió a Pedro Luis el motivo, la explicación de tan singular estado.

—¡Quiero hablarte! —murmuró el médico—. ¡Y siento un temor, una vergüenza que me tapian la boca…! Es un secreto de mi vida… Ayúdame a confesarlo. Quisiera encontrar o inventar una palabra que encerrara todo cuanto necesito decir, para arrojarlo pronto.

Y con incoherencias angustiosas, trémulamente, al fin, reveló su condición.

—¡Tú expósito! —exclamó ella.

—Sí, expósito. ¡Qué culpa tengo…! Pero ya verás, me afanaré, lucharé por hacerme un nombre prestigioso, para ti, para que tú lo lleves. Hay que esperar el mañana. ¡No tengo culpa!

Y para alejar el efecto de la palabra «expósito», imaginaba ensueños de gloria, días rientes, prometía ternuras infinitas, desfallecimientos de amor.

Después esperó ansioso que Carmen contestara, que le ungiera las heridas de su alma con frases destilantes de dulzura como los besos de la Sunnamita, con palabras generosas de aquéllas que él se había fingido en la pasada noche. Pero Carmen, refugiose en la obscuridad, y fría y lentamente, deslizó:

—¿No hay indicios; no hay esperanzas; una señal, algo que pudiera descubrir algún día el secreto de…?

—No, no hay nada, nada —le interrumpió con brusquedad el mísero—. Soy de los del montón. No sirvo para héroe de novela.

Me recogió de la Inclusa don Buenaventura. Yo era muy pequeño, él casado y deseoso de hijos.

Invirtió su fortuna humilde en mí. Yo trabajé. Fui médico. Mi deseo era luchar en Madrid, donde residíamos; pero a don Buenaventura (que ya había perdido a su mujer) no le quedaba un céntimo. Que yo sufriera por medrar, era justo; pero sacrificar a mi protector, permitir que él sintiera privaciones y tristezas, era de un egoísmo villano.

Busqué, solicité empleos. Vi anunciada esta titular, y la pedí. La miseria estaba muy cerca de nosotros. Renuncié a mis ambiciones.

Ahora no; ahora las tengo inmensas…

Mientras hablaba, iba apoderándose de él un despecho furioso, porque ella no había tenido ni un arranque de interés, no le había aliviado con una protesta de cariño; le había dejado solo con su dolor, con su vergüenza.

Pedro Luis no pudo contener su indignación, su rabia, y acercándose a Carmen, exclamó:

—Ya lo sabes todo. ¿Qué te anima, qué piensas? Habla, pero habla pronto.

Carmen continuaba muda, inmóvil.

—¿Pero qué te inspiro? Habla —prosiguió el expósito. Y para triunfar del silencio y de la frialdad de ella, la sacudió brutalmente por un brazo, y se expresó con tal fuerza, que sus palabras llegaron claras y vibrantes hasta doña Trinidad y el clérigo.

La Señora, olvidándose de su fingido papel de madre condescendiente y dichosa, gritó incorporándose:

—¿Qué es eso? ¿Qué pasa ahí fuera? ¡Vaya una indecencia! ¡Qué manera de hablar…! ¡Carmen, ven aquí, Carmen!

Lisaña entró con presteza, y acercándose a la feudal, murmuró:

—Déjelos, déjelos la Señora. ¡Es una lástima…! ¡Si la Señora supiera…!

—¿Qué es lo que había de saber? —repuso doña Trinidad—. Dilo pronto; déjate de palabrería innecesaria.

El cacique, mintiendo bellacamente, dijo con blandura:

—Yo lo sabía hase tiempo y… vamos, no me atrevía a contárselo a ustedes.

—¡Siempre el mismo Anselmo, discreto y bondadoso —declamó el taimado clérigo, vertiendo por su nariz y boca un espeso vellón de humo arrancado a su cigarrillo.

La Señora se revolvía iracunda, contraída su cara, abiertos con ansiedad sus ojos.

—¿Pero qué sabes? ¿Quieres decirlo pronto?

—Pues… ya que el mismo don Pedro se lo ha contao a la señorita, lo diré yo; de otra manera nunca hubiera salido de mi boca.

—¡Acaba o vete! —gritó el ama.

—No se inquiete la Señora, lo diré. Pues que… don Pedro es… de ésos que meten en el torno, un inclusero —y se entretuvo al pronunciar la última frase.

¡A mí me dio una lástima cuando lo supe! —añadió el falsario—. Porque vamos… está estropeao para toda su vida. ¡Da pena!

Y Lisaña casi lloraba… de gozo.

—¡Y un hombre de esa clase pretendía acercárseme casándose con mi sobrina! —pensó doña Trinidad punzada por la soberbia. Pero al calcular el sufrimiento de los dos amantes, sintió un regocijo inmenso.

En aquel momento el médico paso junto a ella, y su paso y su gesto atemorizaron a mosén Ricardo y al cacique.

La Señora, deseando retenerle para gozar en su dolor, le llamó, le gritó.

Pedro Luis desapareció en el zaguán.


* * *


Al llegar el médico a la roca del túnel, se le unió Polifemo, en cuya diestra brillaba el ojo redondo de una linterna que esparcía sobre el suelo amarillenta y débil claridad.

Emprendieron el regreso a Benifante.

Don Buenaventura alumbraba cuidadosamente para denunciar todo peligro y tropiezo, pero el joven, desatendiendo solicitud tan provechosa, corría frenético por las tinieblas.

—¡Pedro, por Dios, espérate! —gritó el mísero Polifemo.

Reuniéronse de nuevo. Y el cíclope, abrazándose al médico, le imploró:

—¿Me quieres decir lo que ha sucedido? ¡Mira que no puedo más!

Pedro Luis, como si enlazara un pensamiento, murmuró:

—«Ya veremos. Esto es muy difícil; necesito tiempo… para resolver…». ¡Me ha rechazado hipócritamente!

—¿Ella no te admite? —exclamó con indignación don Buenaventura—. ¡Si es seca, fría, egoísta como la vieja! ¡La muy…!

—¡Sociable! —dijo el joven—. Ella es la sociedad; así se siente; así se es. No puedo culparla.

De repente, volviose a Polifemo; le miró con dureza, sonrió. (Era su sonrisa siniestra, espantosa, como la que queda en algunos cadáveres). Y con amargura y desdén, añadió:

—De estas afrentas cuántas me han de inferir aún, por su caridad, por haberme arrancado de entre los míos…! ¿Para qué… con qué derecho me separó usted de mi único medio de vida…?

—¿Tú me hablas así, tú? —gimió el cíclope.

La linterna se destrozó sobre una peña. Pedro Luis sintió un golpazo en el corazón al oír al coloso.

Se odió.

Y con voz ronca, trémula de desesperación infinita, gritó:

—¡No llore usted, que me asusta, que me impone y aflige enormemente. Con usted llora la bondad. No llore usted para que yo no me maldiga!

—De mí no te ocupes. No lloraré —balbuceó don Buenaventura—. Pero cálmate. Ven; no nos separemos.

Y avanzaron por la negrura.

Ya nada se dijeron. Los dos aparentaban alivio y… sufrían hasta el silencio.

La noche, indiferente, egoísta, hermosa, lucía estrellas, tenía cánticos…




Epílogo

I

Hace tres años que Pedro Luis está en Madrid.

Vive solo. Polifemo ha muerto.

Pedro Luis desempeña una secundaria ayudantía en importante clínica; empleo alcanzado gracias a un su antiguo maestro, sabio médico.

Tiene, además, algunas visitas profesionales. Y todo le produce lo necesario para comer (por abono) en un Restaurant sobrado modesto, y ocupar una habitación sobrado alta, con vistas a un patio húmedo, donde hay cajas de madera, un mortero enorme, montones de paja para embalaje, restos de estantería, tres panzudos bocoyes desportillados, descomunales haces de hierbas secas, tarros de arcilla, frascos de vidrio…, el patio, en fin, de la casa Rodríguez Hermanos, Drogueros.


* * *


Entre la agitación febril del día, en sus vigilias, en la invasora lasitud de la noche, recuerdos del pasado penetran con ímpetu en la imaginativa de Pedro Luis, y le entristecen y le exasperan.

Él ve aquel valle grandioso, habitado por figuras secas, afligidas por la miseria y el abandono, dobladas bajo la pesadumbre de un poderío sufrido ya por tantas pretéritas generaciones.

Y aquellas almas que sólo contienen ciego, servil acatamiento a una Señora, Religión, Moral, el todo para ellas, aquellas almas han podido ser generosas, llenas de tolerancia, sanas, espléndidas como el paisaje que sus cuerpos recorren; pero insensiblemente se han atado al capricho de señores y caciques.

Y en la serranía, en los poblados, en la vida fecunda de la tierra, se arrastran los pecheros modernos, que en vez de llevar la argolla al cuello como los de antaño, la llevan ceñida a la voluntad.

Pedro Luis lo recuerda todo.

Recuerda a Lisaña, con su inmutable gesto de compunción, avivado de rencores y envidias, vulgarmente ruin y ambicioso.

Recuerda a mosén Vicente, gozando en la contemplación del valle con tanta ternura querido, y de pronto arrancado de su suelo como árbol secular de sus raíces; y lo ve sollozante recorriendo el sendero ardoroso, quejándose de no poder amar a sus perseguidores.

Recuerda al Secretario, espíritu tenebroso y servil, el término medio frío y despreciable.

Recuerda a Gaspar, que de la vida sólo ha gustado el dolor, ¡que hasta encuentra las angustias de la muerte donde él buscaba la aplacación deleitosa de la sed! Que su cuerpo se pudre como los brutos en los muladares, y no tiene después un descanso amoroso en la tierra, sino destrozado cae y se mezcla entre otras podredumbres.

Recuerda a mosén Ricardo, sensible sólo a una vanidad miserable y ridícula.

Recuerda a doña Trinidad, seca, glacial, indiferente hasta para el amor; para el amor que conmueve a la bestia, y por él desmaya en furores; al insecto, y por él se agita y vibra plácidamente; al árbol, y por él se alinda con hojas y florece; a la creación toda, y por él ha sido, y por él persiste…

Recuerda a Carmen, y se admira de que esta mujer, pálida, enfermiza, desmedrada de cuerpo y de alma, haya podido atraerle y atormentarle con tal intensidad. Tiene por justificada la extinción de sus amores. Se burla de su antigua manera de sentir y considerar la vida; de sus ansias porque Carmen viera en él, no un médico rural cortezoso y zafio, sino uno delicado, artista, elocuente y docto.

Juzga ridículo su sentimentalismo pasado.

Ahora anhelo templar, endurecer y distraer su espíritu con la lucha, con el conocimiento y pulsación de otros infortunios; hundirse en preocupaciones por lo futuro; olvidar su pretérito. Los hombres como él no debían tenerlo.

«¡La vida es inmensamente diversa!» le había dicho la Señora de Badaleste en lluviosa mañana hiemal. Sí, precisa rasgar, despreciar ese patrón de uso de regocijos y pesares, de odios y amores, de manera de ser, que implacablemente impone la sociedad. La vida es diversa; sus caricias y tristezas infinitas. Él se apartará del ordinario camino. Sí, él se finge una mañana sonriente, halagador; él lo espera.

Y a los tres años de residir en Madrid, cuando se cree fortalecido y quizás en el comienzo de la nueva vida consoladora, dichosa, por él mismo creada, las palabras de un personaje perteneciente a su edad media, le conmueven aflictivamente y muestran la simpleza de sus ensueños engañosos.

II

Declina el invierno.

Es tibia y serena la mañana.

Pedro Luis se dirige a la clínica.

Por el centro de la calle, y en dirección opuesto a la que lleva el joven, avanza espaciosamente un clérigo pequeño; su manteo va barriendo la tierra.

Se acercan.

Pedro Luis lo mira; detiene en él sus ojos, y siente esa impresión que infiere lo conocido no esperado y borroso por el tiempo.

El médico ha visto otras veces aquella cara estrecha, cuyos ojillos parecen incrustados en la nariz picuda; aquella tan singular configuración de la mandíbula izquierda, hundida, escalonada. Y escudriña con ahínco su memoria para desempolvar y ver limpias las reliquias del pasado.

Se acercan más.

Por fin, lo reconoce. Sí, es mosén Ricardo.

Pedro Luis teme ser visto por el curita, pero súbitamente desea la entrevista; gustaría saber algo de aquellos lugares donde le hirieron tristezas.

El clérigo va observándolo todo. Su cabeza diminuta, interrumpida por el largo y felpudo sombrero, no reposa un momento: se levanta, se ladea, se inclina. Y al mirar hacia el médico, visajea de admiración.

—¡Don Pedro! —exclama. Y le estrecha las manos con aparente afecto y regocijo.

Está usted más gordo, eso es, más gordo —añade por decir algo.

—Pedro Luis va a preguntar por ella, pero se domina al pensar que su presteza en interesarse por Carmen, pudiera traducirlo el otro como arranque de su vieja pasión; y «Carmen ya no le inspira nada, nada». Pero luego imagina que el no pedir una noticia de ella, también podría tomarse como artificiosa indiferencia de despechado. Y decide interrogar por todos para que naturalmente se hable de ella. Comienza por Lisaña.

—¡Ah! ¿El buen Anselmo? —dice el eclesiástico—. Pues yo lo dejé con salud. Ya hace tiempo que no me ha escrito.

—¿Pero usted no reside en Badaleste? —pregunta el médico.

—¡Ca! no señor… —Y mosén Ricardo, flameándole los ojos, encendida la cara y destilando saliva por la comisura de sus labios, tartajea:

—¡Si soy canónigo! ¿Qué usted no lo sabía?

—¡Canónigo! —exclama el médico.

—Hace un año que gané la plaza —añade desvanecido el clérigo. Y su cuerpo se estremece de gozo.

¡Es el pavón de Juno, ufano de su rozagante pluma!

—Entonces, ¿su antecesor habrá regresado a su primitivo sitio? —pregunta Pedro Luis.

El curita, aunque le apesadumbra pasar a otro asunto, sin haber paladeado ni una alabanza por su prebenda, estima procedente el compungirse como si fuera a pronunciar un sermón de la Dolorosa; y murmura:

—¿Quién, mosén Vicente? Mosén Vicente ya no puede volver allí.

—¿Ha muerto? —demanda con interés angustioso el joven.

—Morir no sé, pero valiérale más, mucho más. Usted ya sabe que él salió de Badaleste, por su bien. Había allí muchos cuidados y trabajos para él solito, tan viejo, tan flojo. Pues no agradeció el traslado, no señor. Al poco tiempo de llegar al nuevo curato, su amor por su pueblecillo convirtiose en enfermedad, en verdadera monomanía. A todos los que encontraba a su paso les hacía la misma súplica, pero una súplica ansiosa, delirante. «Influyan ustedes —les imploraba— para que yo vuelva a mi valle, a mi Badaleste».

Al principio, le atendieron y consolaron, pero después, como es natural, se cansaron de aquella cantilena pesada y quejumbrosa.

Y el viejecito cada día más flaco y amarillo y más terco también. Siempre buscando un apoyo, una influencia que consiguiera llevarle a sus peñas.

Llegó el caso estupendo y hasta abominable de vérsele interrumpir los sagrados oficios y llorar la pérdida de su retiro. En el confesionario ¡Señor! en el confesionario, escandalizó a los fieles. Aquello era monstruoso. Se le acercaba un devoto, y mosén Vicente al punto exclamaba: «¿Usted no conoce a nadie que me pueda enviar a mi valle?» —Pero Padre, óigame en confesión. —«¡Mi Badaleste! ¡Llévenme allí; intercedan todos, todos!» —decía.

Se enteró el señor Obispo de la diócesis del completo y lastimoso desequilibrio de aquella cabeza, y como es natural, se vio forzado a retirarle las licencias.

No sé ya lo que habrá sido del pobre. Dificililla debe de ser su situación, si es que no ha muerto.

—¡Es un caso rarísimo de amor al terruño! —acaba diciendo festivamente el flamante canónigo.

Pedro Luis ya no piensa en Carmen. La dolorosa figura del expulsado aleja otros recuerdos; colma su alma.

—Tampoco sabrá usted —añade mosén Ricardo— que aquella señora tan buena, tan caritativa y llana, siendo de tan principal abolengo…

—Sí, sí, la Señora…, es decir, doña Trinidad —le interrumpe el médico, corrigiéndose por un alarde o movimiento de inocente independencia, y molestado por aquel exordio de empalagoso panegírico.

Pues aquella santa —continúa el de la mejilla descarnada, afligiéndose, lloriqueando—, aquella santa nos ha abandonado. ¡Murió! —termina diciendo con acento de histrión detestable.

Y espera el efecto de su noticia, el asombro tremendo de Pedro Luis; pero éste, sin preocuparse por la muerta, se angustia e inflama en interés por la viva, y olvidando el martirio de mosén Vicente, despreciando lo que pueda creer el curita, prorrumpe exaltado:

—¿Y Carmen, y Carmen, está allí sola, abandonada…?

Luego se arrepiente de aquel resurgir de su amor, de sus palabras anhelantes.

La cortedad, la ridícula cortedad de la cual tantas veces él se ha reconocido dominado, y que ahora hubiera podido significarle de indiferente, de altivo, de digno llega tarde a sofrenar su lengua.

Y para disculparse de su anterior arranque, se asegura a sí mismo «que no quiere a Carmen, no, no la quiere, pero que al imaginársela sola, expuesta a embelecos y codicias y necesitada de cariño, ha exteriorizado su lástima que no su amor».

Mosén Ricardo se opone a esta propia y cumplida fiscalización de su ánimo, diciendo:

—No, la señorita Carmen dejó Badaleste antes de salir yo de allí; y vino a Madrid a vivir con una aristocrática familia muy cariñosa para ella. Y aquí continúa, pero ya no soltera; casó, casó muy bien con un senador, banquero opulento. Ella también es rica. Su tía, su santa tía, la dejó bastante arregladita.

El canónigo prosigue hablando, pero el médico ya no le escucha.

Siente las tristezas de la desolación dentro de sí.

Él, que se ha creído independiente, libre de las lacerías del ordinario vivir; él, que se ha tenido desde tres años ha como un ser nuevo, como un retoñar lozano en tronco decrépito y enfermizo, comprende ahora que, aun siéndolo, precisa depender y nutrirse de la raigambre grosera de la realidad.

Y sus esfuerzos, su lucha por emanciparse y olvidarse de su pretérito doloroso y de la vida social artificiosa, injusta, todo se derrumba y cae sin dejar huella halagadora ni recuerdo balsámico.

Queda una escombra que aflige, fecunda sola en las punzadoras ortigas del dolor.

—¿Por qué me indigno? ¿Por qué he de sentirme ultrajado? Si no tengo derecho a nada… Si no soy nada… —se repite atormentándose despiadadamente con furores de amante desdeñado, que, al fin, de tal se confiesa.

Y sus delirios le hacen exaltarse, odiarlo todo, como en aquella noche de sus revelaciones, bajo la pompa florida y aromosa del jazminero.

—Hemos de pasar juntos algunos ratitos antes de marcharme —murmura el clérigo—. ¡Canario! sí que me alegro de haberle visto —Y sonríe al despedirse.

Pedro Luis se deja oprimir la mano y golpear la espalda, pero no habla, no corresponde al saludo del otro.

—¡Ah! ¡Conque Carmen no estaba recluida en aquella casa silenciosa, monacal!

¡No desfallecía de tedio ni tristeza en el retiro de Badaleste! ¡Estaba en Madrid, gozando del amor, gozando de la vida… y ¡él continuaba recorriendo toda la gradación del sufrimiento, su infinita vía de amargura!

Él, quiere ser feliz; él, lo exige; él, tiene derecho a serlo. ¡La vida es diversa! Debe poseer alegrías para su alma, regalos para su carne, goces, sean los que sean, legítimos u odiosos para el mundo, sean los que sean con tal que le endichezcan… «¡La vida es diversa», se dice con alientos primero, y después con quejido y deliquio de víctima, añade:

¡Pero la sociedad es una!

III

Por las tardes, al salir de la clínica, Pedro Luis no se encierra en su cuarto como antes efectuaba.

Ahora va a las calles donde la gente hierve, a la Castellana, al Retiro, «por gozar del ocaso del día, de su última luz», según él mismo piensa, esforzándose en apagar una voz íntima que le desmiente, diciéndole: «Vas por ella, por si logras verla, que ella es tu luz, débil o espléndida, pura o engañosa, pero que atrae y baña dulcemente tu alma».

Y la ve por fin.

Carmen viene hacia él, entre un señor bajito, canoso, de bigote recortado y manos pequeñas, femeninas, que siempre tienen algo que expresar y señalar, y un joven gallardo, de expresión fatua y desdeñoso.

Carmen ya no es aquella jovencilla flaca, de cuerpo insignificante y anguloso: es ahora el triunfo de la carne, la carne tentadora, la carne modelada por el sabio cincel de Natura.

Pedro Luis palidece, tiembla, detiene su paso, y obedeciendo a su inconsciente y candoroso romanticismo, espera de ella una manifiesta emoción al verle; y cree en una escena dramática violenta, inevitable, en la que él ha de quedar sublimado, ha de exigir y gozar las humillaciones de los altaneros, y quizás la mujer le ofrezca arrepentimiento y amores que él rechazará con altivez.

Carmen se acerca, andando con arrogancia; despertando al pecado con mil donaires.

Se cruzan… y ella lo mira, como se mira a un desconocido vulgar, como si sus ojos se hubieran fijado en uno de los árboles del paseo por donde discurren, de aquéllos que no descuellan en altura o lozanía.

—¡Hombre! Usted debe conocer a esa soberbia moza —le dice en aquel punto, acercándose, un su amigo, hombre mundano, risueño y frío.

—Sí, sí; parece que recuerde… —balbucea el olvidado.

—¡Pues no faltaba más! Es la dueña de extensas tierras de aquel valle donde usted sirvió —replica el otro.

—Y ¿ese joven tan enhiesto y presuntuoso será su marido? —afirma interrogando Pedro Luis.

—El efectivo, sí.

—¡Efectivo!

—¡Hombre! el marido, el marido público, el marido de derecho es el vejete cuya cara parece viscosa como la de un ahogado. Un pobre señor con mucho dinero y abrumado por asuntos tan graves y prolijos que necesita el puntal cariñoso de ese elegante que desempeña la Secretaría general y particular de la casa. En fin, el puntal también del esposo senil; el marido de hecho.

—¡Eso no debe, no puede ser cierto! —exclama Pedro Luis luchando por vencer el temblor de su voz y ocultar la indignación y angustia de su alma.

El otro, sonríe con ironía.

—A esa mujer se la calumnia: lo sé, lo juro. Esa mujer amó a un hombre, y no fue suya porque él era un desdichado expósito. Por respeto a sí misma, a su nombre, a la sociedad, sacrificó su amor… ¡y quiere usted que ahora se ultraje, ultraje los recuerdos, ultraje al mundo amancebándose con un extraño para ella…! ¡Sería una impúdica asquerosa…!

El otro, que continúa sonriendo fríamente, murmura:

—La sociedad no admite a un inclusero, pero acepta que una mujer luzca un amante y hasta un racimo de ellos. Y no sea usted inocente y asombradizo; no se admire de estas cosas tan naturalísimas y que de puro trilladas no emocionan ni se estiman en el Teatro ni en la Novela… Pero perdóneme, me reclaman aquellos amigos…

Pedro Luis queda solo, ajeno a la suavidad del crepúsculo tibio.

Junto a él pasa una brigada de niños vestidos de gris, que le envuelven en risitas frescas y voces jubilosas.

Y se alejan, se deslizan, formando una línea que ondea, se ensancha, adelgaza y se contrae como una serpiente de acero, y dejan una estela de polvo y alegría…

Son los niños de la Inclusa…


2 de julio—28 de agosto 1902.


Publicado el 29 de julio de 2020 por Edu Robsy.
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