La Aldea en la Ciudad

Gabriel Miró


Cuento


Sigüenza ha entrado en la ancha calle de «todos los días», calle europea, recta, larga, con árboles esquilados que se juntan a lo lejos haciendo un macizo de verdura; con cables, que revibran como una cigarra enorme de este hondo ardiente de la ciudad. Todas las mañanas llega Sigüenza al mismo cantón de la calle, pasando por los mismos sitios, y al pisar las roídas losas y las desolladuras de cemento de la acera vuelve a vivir en las anteriores mañanas.

Todos recordamos que Kant salía puntualmente a las dos de la tarde de su casa de Koenigsberg, y se recogía a las tres, caminando siempre por los mismos lugares. Parece que esto fue lo único que vio del mundo de fuera. Y tampoco lo vio, porque iba entregado al mundo metafísico. Pues Sigüenza aventaja al filósofo en tardar más tiempo; en que el mundo de fuera, los desportillos y atolladeros de las baldosas le recuerdan el camino de su oficina, y, finalmente, se diferencia del varón de Koenigsberg en que éste andaría con el reposo del sabio, y Sigüenza con el atolondramiento de un hombre que llevase una recia cartera de negocios debajo del brazo, pero que no trae esa cartera. ¡Es terrible, Señor, tener prisa y no sentirla, y sentirla y no tenerla!

Y cuando esa mañana —que no es preciso determinarla porque es semejante a todas las mañanas— ha llegado Sigüenza a su parada de tranvía, ha visto que le miraba y se le acercaba un señor capellán.

—¿Usted sabe si este tranvía puede llevarme al Provisorato?

—«Ese» tranvía sólo puede dejarle en un escritorio.

Todas las mañanas encuentra Sigüenza los mismos pasajeros, y unos hidalgos que salen de casa a hora fija, no siendo Kant, son empleados.

Suben al tranvía Sigüenza y el señor capellán. Y al sentarse el señor capellán se le alza el hábito, ya viejo y lustrosito, y Sigüenza le ve las anchas orillas de sus pantalones, pantalones de labriego, de color de trigo, y las medias, medias blancas, con rollos gordos de arrugas, como de una lana recién cortada de la oveja; las botas, inmensas, de elásticos flojos, están fragosas de unto, de betún, con sus barrancas de pliegues, sus laderas peladas y los peñascos abruptos, inquietadores de los dedos gordales. ¡Oh pies de apóstol primitivo y botas de capellán aldeano! Estas botas se las guardará una abuela enlutada que cuando se sienta, su falda hace un regazo hondo como la sotana del hijo; las guarda en una alacena del dormitorio, cerrada limpiamente por una cortina inmaculada que la madre plancha los sábados con tanta unción como un alba o un sobrepelliz.

El señor capellán trae desabrochados dos altos botoncitos del hábito, y le asoma la argolla del reloj; debe de ser un reloj enorme, de esos que resuenan como una herrería.

Sus manos venudas, rollizas y morenas descansan poderosamente en el puno roto de su paraguas.

Sus mejillas, macizas y bermejas, azulean de barba y brillan de grosura. Una ola de carne le desborda congestionada por el collarín.

De cuando en cuando, el buen clérigo se pasa los dedos entre la garganta y la tirilla, y después se los mira y resopla, y su nariz se dilata ávidamente.

Alza los ojos asustadizos y los fija en los anuncios del coche. Pero no cree Sigüenza que piense el capellán en las maravillas que prometen esos cartelitos. El presbítero forastero lo que hace es verse a sí mismo en su aldea. Este viaje suyo debe haber sido prometido durante largo tiempo.

Veréis. Una mañana, a la salida de la iglesia, cuando cerraba el portal, se le llegan algunas mujeres y le hablan de una dispensa de derechos diocesanos, de una lámpara para el Santísimo... ¡tantas como sobrarían en la catedral!, y del pago de dos oliveras que les arrancaron porque las raíces hundían los tapiales del camposanto...

El párroco vacila un instante, y dice:

—Todo eso lo arreglaría yo hablando con el señor Provisor.

—¡Ay, sí, sí!

Y el viejo sacristán alaba la idea de este remedio.

Por la tarde, al amor de los árboles del camino, un hacendado le pregunta al párroco si las obras de la iglesia no podrían acabarse para el día de la fiesta mayor.

Otro lugareño principal cree que no, si no envían dineros de fábrica.

Entonces, el señor maestro pide ahincadamente que se terminen. Con el andamio no caben las andas de Nuestra Señora en el presbiterio, y él tiene escritos unos «gozos» a la Virgen Santísima, que ha de declamarlos un discípulo suyo, precisamente delante de las andas, en el presbiterio, porque así lo exige la verdad de aquellos versos suyos:


...y desde este presbiterio,
¡oh María,
te adora a porfía
este pobre y cuán sufrido magisterio!


...Cerca ondulan los sembrados ya maduros. Viene, desde lejos, un rumor de agua.

Las voces del grupo se ahondan en el reposo de la tarde solitaria, tibia y azul.

Todos se sientan en el fresco ribazo. Un abuelito que le tiemblan las manos, el cayado, el pañuelo de hierbas, un hilo de plata que le baja del labio, dice trabajosamente:

—¿Y si viniese un canónigo para el sermón del día de la fiesta, para el sermón de la misa, pero misa de tres capellanes?

Sobre sus cabezas pensativas, una moscarda deja un centelleo de zumbido.

...Retornan los ganados. El párroco se levanta y murmura limpiándose las baldas:

—¡Lo mejor será que yo hable con el señor Provisor!

Y este propósito entusiasma a sus amigos.

Llegado a su casa, toma el breviario. La madre para la mesa suspirando. Todos los compañeros del hijo alcanzaron mejores parroquias.

Y va diciéndole los agobios: una saca de harina, una arroba de aceite, un manto...

El hijo hunde su pulgar entre las páginas de las Vísperas, y se queda pensando, pensando, y de súbito exclama:

—¡El lunes iré a ver al señor Provisor!

La madre se lo dice a la sobrina, que le ayuda en los menesteres. Y la noticia se derrama y comenta en todos los hogares aldeanos, porque de este viaje se esperan grandes bienes.

Los lugareños se imaginan a su párroco hablando con el señor Provisor. Ellos no osarían presentarse a tan ilustre varón. Debe imponer. Será más alto y más grueso que el párroco. Traerá gafas de oro y un solideo con borla morada. El maestro afirma que esa borla es negra; otros, que roja o verde. Acuden al capellán para preguntarle su parecer. Todos, singularmente la madre, aguardan con ansia sus palabras. Al capellán se le arruga toda la frente, hasta las sienes, y dice:

—A veces no usan solideos...

...Nace el alba del lunes cuando el arriero llega a la casa-abadía. Ya está vestido el párroco, y sale y monta en la mula que ha de llevarle a la apartada estación del tren.

La madre llama afanosamente al presbítero y le da el paraguas.

Es el mismo paraguas que le ha visto Sigüenza en «esa» mañana luminosa de junio.

...Ha subido más gente en el tranvía. Y Sigüenza se acomoda al lado del capellán. Su hábito, bajo el sol, recuerda los suelos húmedos de los patios hondos. En un codo trae prendida una arista de avena. La quietud, la larga vida aldeana, el silencio de los campos, el olor y la paz del huerto de la parroquia tienen su evocación en esta sotana, cuyas costuras ofrecen un elogio de la paciencia de la madre.

Sigüenza ha conversado con el capellán, y sabe que ha de volverse, por la noche, a su hogar. Sólo ha venido por ver al señor Provisor. ¡Si uno supiera la hora de menos audiencia! ¡Recibirá tantas visitas!...

...En el último tren se ha marchado el pobre párroco.

De nuevo lo ha visto Sigüenza.

En las grandes ciudades suelen encontrarse estas figuras que no se buscan ni se necesitan. Ahora, acaso, no se vean ya más. Y Sigüenza ha leído en la mirada del siervo de Dios todas sus jornadas de la Provisoria y del regreso a su aldea.

Son muy sencillas.

En su casa le esperan los amigos y las viejecitas de la dispensa de derechos, las de la lámpara del Santísimo y de las oliveras. Tampoco falta el abuelo que le tiembla toda la vida.

La madre del párroco les refiere con alguna ufanía los triunfos del hijo como sochantre en el Seminario. La madre está muy contenta.

Ya viene el hijo. Todos salen, le rodean, lo entran y le dan un sillón de paja. El sacristán mira a su amo hasta vorazmente; se engulle tragos de ansiedad; su afilada laringe le sube y baja como si estuviera aserrando su cuello de pollastre desplumado.

La madre cruza las manos en la eminencia de su vientre. Pero viendo que el polvo, el humo y el aire del camino han nublado y revuelto la felpa del sombrero eclesiástico, lo toma y le pasa amorosamente los dedos y el delantal.

—¡Diga, diga! —le piden todos.

—¡Vengo rendido! ¡Cómo cansan las capitales; pero qué hermosas!

—Sí, claro... ¿Y el señor Provisor? ¿Qué le ha dicho el señor Provisor?

Entonces el párroco repara en el cascabillo de avena de su manga, y mientras se lo arranca, teniendo los ojos humildes, dice:

—¿El señor Provisor?... El señor Provisor... No he visto, yo no he visto al señor Provisor...


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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