La Cabeza de Piedra, su Alma y la Gloria

Gabriel Miró


Cuento


La cabeza de piedra pasaba siglos de tedio al lado de una ojiva, en la cantonada más húmeda y fosca del claustro. El artista le dejó toda su alma, y la cabeza pensaba: «Se me va exprimiendo la piel de mi piedra en este olvido. Nadie me nombra; no me quiere ni el sol. Si el que me crió con aquellas manos que ardían y vibraban por dentro, me puso su alma y semejanza para que yo perpetuase su recuerdo, se engañó como en toda la vida desdichada de su carne. Escasos son los que reparan en mi presencia: dos enamorados que vinieron a mi soledad y se besaron mirándome; un hombre triste y muy pálido, que sonreía lo mismo que mi boca, y me dijo: «Estoy sufriendo como tú has sufrido»; una mujer que me arrancó una hierbecita en flor que me había salido en una herida de las sienes y se la guardó entre sus pechos, que temblaban... En cambio, esas gárgolas horribles de todo gozan, y se hablan y cantan; todas las gentes las ven y las celebran. ¡Cómo se reirán esos monstruos de mis pensamientos!»

Los monstruos no sabían que la cabeza pensara, quizá porque ellos, para decirse las cosas, sólo necesitaban la laringe de cañuto de plomo que les horadaba la figura. Eran un vampiro y un chacal; pertenecían a las vertientes grandiosas de la nave, de la linterna, de los contrafuertes, de las torres. La gárgola-vampiro tenía casi dobladas sus alas diablescas y una buba verde les roía las puntas de los cartílagos; sus orejas humanas se erguían ávidas del alborozo de los campaneros, de los gritos de los pájaros que rodeaban las agujas y veletas, del tránsito de los claustros, y su boca de mala vieja, que chupó la sangre helada de los difuntos, se había desgarrado de tanta agua que la iba pasando. La gárgola-chacal estaba agazapada detrás del Tiempo; parecía que sus flancos, sus músculos, sus huesos, fuesen a crujir y quebrarse, y sus patas delanteras se estiraban eternamente las fauces para dar toda la lluvia de los cielos.

Y el alma de la cabeza de piedra decía:

—Yo penetro toda tu forma; estás embebida de mí; te abrazo y te llago, y sigues siendo hermosa y perfecta, y en tu serenidad hay siempre un temblor como el parpadeo de las ascuas...

Pero la cabeza de piedra le respondía:

—¡Mira las gárgolas! Al vampiro le llega el rumor de la vida del aire y de las piedras altas y el que le sube del huerto y de los claustros, y en su boca podrida le brota una fuente. El chacal se atormenta por llenar el estanque; pero, en cambio, todos le miran, y el estanque duerme después sus aguas para que él se complazca viéndose en ellas y en ellas vea el mundo. Esos monstruos padecen, pero alcanzan su gloria. ¡Alma: yo quiero ser gloriosa! ¡Un poco de justicia es lo que pido!

El alma sonreía entre los labios amargos de la piedra:

—Un picapedrero hizo y colgó tendidamente a los pobres monstruos. El vampiro no oye nada de lo que tú sientes. El chacal no se esfuerza; no crujirá su cuerpo. Sólo darán el agua que les llegue por los tejaroces; no nace de su piedra, y les pasa por un alma vacía; tienen el alma atravesada y hueca, en tanto que tú estás toda traspasada y henchida de mí...

La cabeza le interrumpió:

—¡Ahora están las gárgolas magnificadas de sol, y ellas se contemplan en la alberca, y todos las miran! Alma: ¡tú no me has dado la gloria!

Las gárgolas se veían en las aguas inmóviles, y veían las nubes, el azul, los vuelos de las aves excelsas, una campana candente de sol, un trozo de las noches estrelladas, un rato de lima... Y las gárgolas decían: «¡Estamos más altas que las aves, que las campanas, que el azul, que las nubes, que las estrellas y la luna!»

La cabeza de piedra le gritó a su alma:

—¡Esos monstruos mienten! ¡Dame la gloria y los confundiré! ¡Un poco de justicia de los hombres es lo que pido!

Pero los hombres pasaban sin hacerle caso: los devotos, los mendigos, los curiosos, los capellanes, el Prelado, y el Gobernador militar, y el Gobernador civil, y los Diputados rurales, y el Ayuntamiento con sus maceros, que acudían algunas mañanas de Oficios solemnes, todos solían pararse a mirar la alberca y las grutas apócrifas con musgos y céspedes, y después alzaban los ojos a las gárgolas.

Y el alma, que era todo simplicidad desde que se había hecho forma, pensaba: «¡Cuánta gárgola viene a cortejar las otras!»

La cabeza de piedra se enojó.

—Humanaste mi piedra, y petrificas la carne, y carne de personalidades. Son personalidades; son hombres. ¡Dame la gloria humana!

Y el alma gimió:

—Ten la mía. Estoy dándote mi gloria desde que fuiste creada.

Y porfió la cabeza:

—La tuya no me sirve. Yo quiero ser gloriosa y que todos lo sepan.

Entonces el alma sollozó; debió quejarse y conmoverse tanto toda su piedra, que vino un arqueólogo; estuvo mirándola y palpándola. Consultaba un librillo, y volvía a tocar y contemplar la escultura; la rascó, la midió, la fregó con la manga de su levita de sabio. Y resplandecieron sus ojos y sus quevedos.

—¡Un hallazgo! —gritó.

Acudió gente. Acudió el Cabildo, el Prelado, el Gobernador militar, el Gobernador civil. Vinieron los Diputados rurales, y el Ayuntamiento bajo mazas, y un Patronato, y una Comisión, otra Comisión...

La cabeza de piedra exaltóse de felicidad:

—¡Alma, alma: me parece que ya está aquí la gloria, la gloria, la gloria!

Y como sintió que el alma palpitaba, le dijo:

—Palpitas lo mismo que mi piedra.

Y sonrojóse el alma, porque, sin querer, también se había complacido; pero en seguida se recogió en silencio austero y amargo.

Las gentes abrazaban y elogiaban al arqueólogo.

—¡Le van a glorificar como si ese hombre fueses tú! ¡Me quitan la gloria! ¡Alma!

Y el alma suspiró:

—Ya no te apenes. Los hombres te harán justicia. Es inevitable tu gloria.

Y sintió la cabeza que la miraban unas pupilas gordas de cristal desde una caja de fuelles negros; después le encolaron un tejuelo sobre la nuca, y la dejaron encima de un pilar roto, en una estancia desnuda, callada, de color de ceniza, de techumbre de vidrios.

Y pasó tiempo y tiempo, y la cabeza de piedra llamó a su alma.

—¡Yo me aburro, alma! Aquí nadie me mira y yo nada veo. ¿Dónde me han traído? ¿Es que era tu enemigo aquel hombre sabio que te descubrió? Alma, ¿no me oyes?

El alma le dijo bostezando:

—¡Casi no te oigo! ¡Es muy posible que esté muriéndome definitivamente en este Museo; es decir, tu gloria!

—¿Esto es la gloria que yo codiciaba? Alma: yo me canso; yo no quiero esta gloria; dame la tuya; ¿cuál era la tuya?

Y el alma le dijo:

—Ya no puedo darte mi gloria, porque la he perdido. Mi gloria era sublimar el beso de dos enamorados que buscaban el olvido de mi rincón; confortar al hombre pálido que sonreía como tu boca; ofrecer entre mis sienes la planta que acariciaba los pechos; era mi gloria prender el ansia de excelsitud hacia las aves que rodeaban las agujas; el júbilo y serenidad de infinito que resplandecía en las campanas; atraer un deseo de purificación contrita y deliciosa que inspiran los cielos estrellados y las noches de luna; y se había de sentir mi raíz de humanidad en lo hondo y elevar los ojos con la conciencia del dolor de la distancia, y no mirarlo todo bajo nuestra frente como las gárgolas; mi gloria era dejar en el silencio de los corazones y en el limitado recinto de mi mundo una emoción más grande, mucho más grande que yo que la originaba o evocaba...

Desfalleció el alma, y la cabeza de piedra quedóse, para siempre, mirando un muro de color de ceniza, liso, frío, con un rótulo que decía: «Se prohíbe escupir».


Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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