La Compasión

Gabriel Miró


Cuento


Vivía don Isidoro con su hija, cuyo esposo muriera, y con sus nietos, dos chicos muy rollizos, blancos y alegres.

Tenían casa grande y sencilla, de ancho zaguán enlosado, y las habitaciones con puertas y zócalos de labrado roble como de sacristía y coro de catedral.

Una heredad poseían en la sierra, edificio viejo y moreno, rodeado de huertas, cuyos árboles, siendo todos lozanos y esquilmeños, todavía semejaban más verdes, más frescos y viciosos por lo apagado y rudo de la casa.

Don Isidoro había visitado muchos y remotos países, y de sus viajes y empresas trajo para la vejez dineros y enseñanzas.

Su viudez antes, y luego el casamiento de la hija con hombre vehementísimo y crapuloso, le afligieron reciamente. Y cuando éste murió, apartado del hogar, don Isidoro llevose al suyo a los huérfanos y a la madre, pálidos, asustados. Pero pronto la vieja y grande casa del abuelo se remozó en el contento del amor y la paz.

Don Isidoro no iba al casino a malsinar del gobierno y de las gentes. Tenía sosiego, hija dulcísima, alegría de nietos hermosos, grandes rentas, y todo esto, sus memorias y algunos estudios le llevaron a ser filósofo. Y lo fue tierno y optimista, aunque el optimismo suyo no era «el del esclavo que se cree dichoso, ni el del enfermo que no siente su mal».

Hallaba don Isidoro que la naturaleza era buena y hermosísima, y sólo en el hombre se escondía lo malo; pero esto tenía remedio, porque limando y quitando de la criatura humana el germen de la crueldad, la vida resultaría de una completa bienaventuranza. Y para conseguirlo se necesitaba cuidar de esa pobre criatura humana desde su nacimiento, desde muy criatura.

Era don Isidoro un viejecito que vestía sencillamente de negro; afeitado, de naricita femenina, por la que siempre se le resbalaban los espejuelos de concha; sus mejillas sanas, limpias, sonrosadas; su frente redonda, muy pálida, y sus largos cabellos blancos, que la hija peinaba con mucha paciencia, abriéndolos en noble línea por el centro del cráneo, dábanle, verdaderamente, semejanza de antiguo filósofo, aunque también de dama gruesa y bondadosa, tanto, que los nietos aseguraban que el gran retrato de la abuelita muerta que estaba en la sala era de don Isidoro; de lo que él gustaba y se reía mucho.

Tan blanco, tan limpio y dulce era el filósofo, que de su augusta cabeza parecía emanar como una transparente lumbre de plata, tranquila y mística.

Las buenas tardes de invierno tomaba de las manos a sus nietos y paseaban por los campos. No permitía que pisasen ni arrancasen una mata de los alcaceres, enseñándoles a conocer la cizaña para quitarla de las tierras que llevaban sembradura; y si la mala hierba nacía en roijal o yermo, aconsejaba dejarla para que también viviese.

Si andaban por la ciudad, para distraerles de las demasías que cometían y hablaban otros muchachos, contábales historias de príncipes generosos como Ciro, consejas de barcos encantados, de corderos perdidos, de héroes y sabios buenos y humildes, como patriarcas. Y alguna vez, viendo pasar a un señor apuesto y grave, los nietos se quedaban mirándolo y preguntaban:

—¿Abuelo: es el señor Ciro, o algún príncipe o sabio de ésos que tú dices?

Entonces don Isidoro se volvía también a mirarlo, y sonriendo templadamente, murmuraba:

—¡Me parece que sólo es concejal o un licenciado!

Y como los chicos no sabían lo que esos títulos supusiesen, aún lo contemplaban más, entre pasmados y medrosos. Y el señor concejal o licenciado no les hacía nada.

Era aficionado el viejecito a observar menudamente los portales de las casas artesanas, que a su parecer decían contentos y padecimientos, y un rapaz o una vieja que se asomasen, un grito fosco de hombre o una risa placentera de mujer-madre, todo le servía de motivo de plática.

Parábase delante de los hornos y tahonas para que los nietos recibieran impresión de sosiego y honrada felicidad aspirando el tibio y gustoso vaho de la leña y de la reciente cochura y el fresco olor de los salvados y harinas.

—Abuelo: ¿nos mercas de esas roscas blancas de azúcar?

Don Isidoro se enfadaba porque los chicos, en vez de aspirar olores y enseñanzas, pedían roscas; pero acababa por comprárselas, pensando que la inocente golosina podía conducirles a más altas consideraciones.

En verano se trasladaban a la heredad, y bajo los grandes árboles del huerto, este Sócrates con zapatillas y lentes de concha, y sus tiernos discípulos con delantales blancos, dialogaban de las plantas, de los hormigueros, de las luciérnagas, de los niños campesinos que pasturan sus hatos de ovejas.

En resolución, pláticas y cuentos del abuelo eran lecciones y parábolas sencillas que les apartaban de todo designio y entretenimiento de crueldad infantil.

Sucedió que una tarde muy ardiente el filósofo se quedó reposando en su ancha butaca del comedor, y los chicos se salieron a la huerta, gozosos de holgar y divertirse solos y libres. Y fueron alejándose entre los frutales, que parecían temblar de tantas cigarras.

En la humedad de una cañada se retorcía un viejo allozo, y dentro del silencio de la hondura se notaba más el canto, ya cansado, de una cigarra, allí la única. Quizás por serlo les dio tentación de verla y de tenerla.

Los dos hermanitos se miraron, miraron al almendro, y el mayor subió por el tronco, que era añoso y se rendía en la tierra. Y ya alargaba su sombrero de palma para la caza, cuando oyose la voz de don Isidoro:

—¿Dónde estáis? ¿Qué hacéis?

Los nietos quedaron angustiados como nuestros primeros padres al escuchar la palabra del Señor llamándolos.

—¡Subidos a un árbol, Dios mío! ¿Pues qué maquinábais, qué queríais?

Todo lo confesaron ellos.

—¡Coger una cigarra! —clamó atribulado y severo don Isidoro.

Al pie del almendro hizo el filósofo un elogio grandísimo de la cigarra, seguido de consejos de amor hasta por lo más baldío y humilde de la creación.

Aún hablaba, cuando los discípulos descubrieron en un hendido codo del ramaje una trama fuerte y polvorienta de araña, y ésta en un rincón. Era alta, flaca, velluda; parecía sentada sobre dos zancos torcidos, acaso quebrados.

Los chicos mostraron a don Isidoro el solitario insecto.

—Sí; esta pobrecilla —les dijo enterneciéndose— debe de tener hambre y miedo, porque sospecho que está lisiada, y no puede buscar sustento ni tener defensa. ¡Ya la veis: parece una persona viejecita, necesitada, inútil!

Entonces, los discípulos que ya ardían en lástimas y amor y hasta imaginaban la araña como un mendigo que les tendiese la mano, se inclinaron a la tierra, y viendo una mosca, la cogieron y rápidamente la echaron en las polvorosas mallas.

La vieja hambrienta y tullida avanzó arrastrándose, doblándose y hundió sus palpos feroces en el tierno vientre de la mosca, cuyas alitas se estremecían y tumbaban quejándose angustiosamente.

Don Isidoro besó a los nietos, les sonrió y dijo:

—Y ahora, decidme: ¿no sentís dentro de vuestras almitas así, como la voz de un ángel que os da las gracias por vuestra compasión, por el bien que habéis hecho a la pobre araña?

Los chicos, retozando de alegría, gritaron:

—¡Sí que es de verdad, sí que es de verdad, abuelito!

Y añadió el más pequeño:

—Mira la mosca cómo tiembla; ¿es qué le hace daño?

Tembló y sudó don Isidoro advirtiendo la crueldad que él había loado; y alzando la mirada y los hombros se dijo: «¡Señor! ¿en qué mallas de escuelas y doctrinas de filosofía no habrá caído siempre alguna pobre mosca?».


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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