La Mirada

Gabriel Miró


Cuento


«Y crio Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo crio; macho y hembra los crio». Y el esposo leía y se acordaba siempre con gran contentamiento de estas palabras del Génesis, porque se decía: «Si el Señor Todopoderoso se satisfizo para poblar la Tierra de Humanidad con sólo una pareja de esta especie, no peco yo, no pecamos nosotros (porque se refería a su matrimonio), privándonos de producir más hijos de los que tenemos, que también son dos, macho y hembra, como nuestros padres originales».

Es verdad que no era el santo y fervoroso deseo de su acercamiento a la divinidad lo que le llevaba a detener baldíamente los naturales y felices fines de toda varonía en su entereza, ni tampoco salacidad perversa de vicio forastero. ¡Oh, no! Venía todo de pobre egoísmo. Decíanse marido y mujer que, aun siendo más que medianamente ricos, como lo eran, el exceso de hijos menguaría el caudal, siguiéndose preocupaciones, atamientos, agobios, y que los hijos no podrían mirar sin aflicción de envidia la abundancia de los niños amigos. Con otros de padres de la medianía se juntaban, y todos hablaban de sus juguetes, de sus corderitos y campos y vestidos, y se enseñaban las meriendas tan distintas. Atravesábanse sus vocecitas, queriendo cada uno apagar las palabras del otro con el cuento y alabanza de lo suyo. Los amiguitos humildes oían la contienda de los dichosos con pena íntima, que les mojaba los ojos, y si alguna vez no podían reprimir la dulce tentación de decir de ellos, reíanse los otros, no creyéndolos.

—¡Qué desgracia, Señor! —suspiraban aquellos padres continentes—. ¡Si nuestros hijos mirasen un día con la tristeza que tienen los ojos de los niños humildes!


* * *


Muy contristado vino el hijo a la casa. Llegaba de otra donde viera un diminuto teatro. Nunca podía alabarse bastante el peregrino decorado, la movediza farándula, su alumbrado, y todo tan hermoso y cumplido, que semejaba de veras. Se lo explicó a la hermana, y los dos, imaginándolo, quedaron con celosa pesadumbre.

Lo supo el padre y al punto les prometió otro teatro cuyo fausto, invención y acabamiento diera al traste con todas las maravillas soñadas y envidiadas. No quiso traerlo de ningún apartado comercio, porque tenía ingenio despierto, y así trazó el diseño, eligió preciosas maderas y llamó a un habilísimo artífice para que ejecutase su pensamiento.

Partiose el oficial a su taller, agobiado de avisos, de papeles y modelos. Y como se llegase el día en que debiera terminar la obra, los padres, más impacientes que los muchachos, apetecieron verla y fueron, ya entrada la noche, a la casa del buen artesano.

Hallaron cerrado el portal; pero su vejez y resquicios descubrían la claridad de dentro. Miraron por la entrada de la llave y vieron, sobre doladuras y entre bancos, tornos y tablas, sentados a una muy limpia y grande, al matrimonio y un grupo de chicos menudos y crecidos, y todos rollizos y morenos, menos uno, que era rubio, descolorido y delgadito...

Llamaron los señores, y al abrir y conocerlos, todos se alzaron para recibirlos.

Ligeramente vieron los llegados la primorosa miniatura de teatro, protestando de que no querían turbar el sosiego de la cena. Les respondieron que ya estaba acabada, que se sentasen y examinasen puntualmente el trabajo.

Miraba la gentil señora la templada alegría, la patriarcal serenidad, que parecía flotar como un perfume fundido con el sano olor de las maderas vírgenes y recién labradas, de las ropas de los humildes, del menaje, de las paredes y vigas del hogar.

Y los esposos opulentos estuvieron pasando y repasando sus ojos por el rebañito de hijos, hasta que ella manifestó su asombro, diciendo:

—¡Ocho tienen ustedes, Dios mío!

—Siete nada más —repuso la mujer sonriendo.

—¡Siete!

Y tornó a contar la señora, y dijo donosamente.

—Pues salen ocho. ¿Cómo brotó el octavo?

Llama de contento y rubor encendió las mejillas, los ojos y la frente de la mujer, y acercando a su regazo la cabecita del niño rubio balbució:

—Es que éste no es hijo de veras...

Los otros rapaces mirábanle riendo y llamándole, porque él, inquieto y vergonzoso de la contemplación de todos, ya casi llorando, pretendía esconderse enteramente en el cálido refugio de las faldas.

—¡Ah! ¿Es algún huerfanito? —murmuró con piedad la señora.

—No lo sabemos, porque madre sólo la tuvo en el momento preciso y el padre lo sacó de la Inclusa y el mismo día se lo regaló a un amigo que tiene tienda; pero su mujer se enfureció, porque no quería hijos de nadie. Yo entré a mercar; vi el alboroto y a la criaturita hundida en un rincón, detrás de una zafra, como un perrito apedreado. Y como la tendera porfiara en echarlo..., pues yo me lo traje; se lo dije a mi marido, y... nos lo quedamos tan ricamente, porque ya ven: quien tiene siete, bien puede con ocho...

Calló la mujer, y todos, en silencio contemplaron al niño delgadito. Después dijo la inmensa madre:

—Y yo no sé qué nos pasa con esta criatura... pero nos dice padre y madre y mira de un modo que, si se pelean o rompen algo, siempre lo pagan los hijos de verdad, y es que el pobrecito se mete en las entrañas de una, ya que no pudo salir de ellas; y no hay quien lo arranque de allí...

—¡Siete...; es decir, ocho! —murmuraban los esposos señores.

—¡Sí, señora; ya lo creo!

Algo como un remordimiento hería el corazón de aquéllos.

Miráronse en lo más hondo de sus ojos, y se estremecieron sus almas de alegría al transmitirse con la mirada una mutua promesa de santo y fecundo goce...


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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