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—De nuestra familia... Hermanos, hijos de los abuelos..., ya ves, de nuestra familia, y los mirábamos y nos decíamos: son nuestros, nuestros, y nunca los hemos visto ni los veremos... ¡Nuestros! ¡No lo parecía!
—Si te fijas y escuchas muy en lo hondo de ti misma verás como sí.
...Quedaron silenciosas. Después, la que había negado suspiró:
—Es verdad, sí, nuestros; pero esta palabra huele como las flores marchitas guardadas en un libro.
—¡La abuelita sí que no tenía miedo! Delante de su butaca pusieron el retrato de tío Ricardo. Lo miraba mucho tiempo, diciendo: “¡Hijo mío, pobre hijo mío!...” Nosotras la oíamos desde la habitación de los juguetes, que estaba al lado. Y una tarde que nevaba, cuando pasó Koff a encender luz, la encontró muerta, torcida hacia el lado izquierdo... Nosotras entramos, y la tocamos y la besamos... Parecía viva, pero muy triste, muy triste... Le enjugamos los ojos. ¡Ya ves si lloraba!
—... Entonces nos marchamos a aquella finca nuestra tan grande, de techos de iglesia, que tenía un bosque muy negro como los de esos castillos que pintan. Y al poco tiempo volvimos a la ciudad. Antes de subir al carruaje, mamá fué pasando por todas las habitaciones, llorando, llorando. ¡Qué delgada estaba!
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Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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