Libro de Sigüenza

Gabriel Miró


Cuentos, Colección



Lector

(Página preliminar de la primera edición)


Este Sigüenza que aquí aparece es el mismo que caminó tierras de Parcent, recogiendo el dolor de sus hombres leprosos.

Sigüenza ha sido el íntimo testimonio y aun la medida y la palabra de muchas emociones de mi juventud.

Para mí, Sigüenza significa ahínco, recogimiento, evocación y aun resignación de las cosas que a todos nos pertenecen. De aquí que su libro puedas considerarlo tuyo. Yo te digo que lo que en él se refiere se hizo carne en Sigüenza. No me he regodeado formando a Sigüenza a mi imagen y semejanza. Vino él a mí según era ya en su principio. Y cuanto él ve y dice, no supe yo que había de verlo y de decirlo hasta que lo vio y lo dijo.

Lector: que Sigüenza te sea tan amigo como lo fue mío, aunque no, que no lo sea, porque sospecho que tanta amistad no habría de consentirte la grave madurez de pensamientos necesarios para una vida prudente. Tú, después que él te lleve por algunas comarcas levantinas y catalanas, déjatelo en este libro, siquiera hasta que yo te lo traiga en otro, si me quedase vagar para reunir algunas glosas y jornadas que todavía andan esparcidas, como lo estaban las que aquí te ofrezco.





Capítulos de la Historia de España

El señor de Escalona

(Justicia)


En la primera mocedad de Sigüenza, algunos amigos familiares le dijeron:

—¿Es que no piensas en el día de mañana?

Y Sigüenza les repuso con sencillez, que no, que no pensaba en ese día inquietador, y citó las Sagradas Escrituras, donde se lee: «No os acongojéis diciendo: ¿qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos?». Y todo aquello de que «los lirios del campo no hilan ni trabajan, y que las pajaricas del cielo no siembran, ni siegan, ni allegan en trojes...».

Y como aquellos varones rectos de corazón todavía insistiesen en sus prudentes avisos y comunicasen sus pensamientos a los padres, ya que el hijo no fuese ni lirio ni avecita, Sigüenza les preguntó que de qué manera había de pensar en el día de mañana.

Entonces ellos le respondieron:

—Estudios tuviste y ya eres licenciado.

¡Señor, él que ya no recordaba su título y suficiencia! Para estrados no aprovechaba por la pereza de su palabra; tampoco para Registros ni Notarías por su falta de memoria y voluntad.

En aquella época, un ministro de Gracia y Justicia, de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme, hizo una convocatoria para la Judicatura.

Y todos le dijeron:

—Anda; ¿por qué no te haces juez? Un juez es dueño del lugar; parece sagrado; todos le acatan, y además comienza por dieciséis mil reales lo menos.

Y Sigüenza alzó los hombros y murmuró:

—Bueno; ¡pues seré juez!

Lo decidió con alguna tristeza, como resignándose a ese poderío y autoridad del mando. Pero luego despertose iluminada su alma. ¡Quizá en el sosiego de la judicatura —porque él haría de su partido judicial una venturosa Arcadia— pudiese escribir libros peregrinos el día de mañana! Sorprendiose pensando en el día de mañana. Y abrió los rojos códigos, el panzudo Sánchez Román, las rollizas Leyes, de piel etiópica y los cantos teñidos de colores, de Medina y Marañón, y estudió la inhibitoria y la declinatoria hasta enredarse en el lindo juego de los tres días.

Pronto comenzaban los ejercicios.

Era invierno. Los vestíbulos de las Salesas hervían de opositores; unos leían ceñudamente sus libros, y si alguien osaba pedirles noticias de los exámenes o de su ciencia, ellos apenas si les miraban; otros paseaban muy engallados y solemnes; no les faltaba sino la vara de mando; muchos se espesaban junto a las tablas alambradas de los anuncios, cotejando la calificación de sus camaradas. Sí, eran camaradas; se llamaban: «Oiga usted, compañero; dígame, compañero». Y cuando el compañero se apartaba quedábanse hablando del compañero. ¡Oh noble juventud y cómo te alteras cuando piensas en el «día de mañana»!

Separose Sigüenza de tantos amigos para asomarse a la tarde. Comenzaba a caer una blanda y fría llovizna. Sigüenza pensó en su hogar, en las vidrieras de su cuarto, frente al Mediterráneo solitario y azul.

La plaza de las Salesas estaba blanca y dura de escarcha; pareciole un lugar remoto, extranjero y tristísimo; nadie se le acercaba con efusión, a nadie conocía, y he aquí que lejos apareció un señor, bajo un paraguas ancho, recio y pardo, un paraguas de hacendado rural de Castilla, y caballero en un jumento viejo, cansado, de corvejones peludos y llenos de cazcarrias. Lo guiaba un buen hombre que traía anguarina y zahones. Todo el grupo se copiaba en la mojada tierra.

Desde el cancel comenzaron ya a mirarle muchos opositores. ¿Se atrevería a llegar de esa manera hasta los portales del Palacio de Justicia? Y sí que lo hizo. Apeose en el peldaño, se quitó la manta, toda prendida de lluvia del camino como un ramaje, dio las riendas y el paraguas al espolique, y pasó dejando su huella de agua en las viejas y solemnes losas.

Acaso adivinó en Sigüenza un camarada lugareño, porque entre todos lo escogió para preguntarle, asustado como un chico de escuela, si habían comenzado ya los ejercicios. Le sosegaron las palabras del levantino, y el nuevo le dio de fumar de una petaca gorda, de cuero no curtido.

Era un hidalgo moreno y enjuto, de pelo va canoso y honda la mirada con un velo o apagamiento de cansancio y tristeza; bajo la falda de su sombrero resaltaba la palidez marchita de su frente. Tenía muy buena presencia, pero sus ropas rugosas, descuidadas, ajadas, denotaban antes al hacendado comido por el fisco, o al comisionista de guanos, que al dado a estudios de profesión liberal o académica. ¿No sería padre o tío materno de algún opositor provinciano?

Y Sigüenza se lo preguntó. Y el nuevo, sonriéndole, le dijo que no era el padre ni tío, precisamente materno, de ningún opositor, sino el mismo opositor en persona, casado y con cuatro de familia.

—¿Y viene usted de muy lejos?

Le repuso el otro que de Escalona, en borrico, y con un mal de ijada que no tenía bastante mano para sepultarse el puño en el sitio del dolor.

—¡Bien merece —profirió Sigüenza—, bien merece usted fortuna, y que salga de aquí tan juez como yo quisiera marcharme, que también tengo en Levante un hogar con mujer y con hijas, y padres viejos que no descansan pensando en mi vida! Y puesto que de todos somos los más lugareños y necesitados, animémonos y seamos también verdaderamente camaradas. ¡Quién sabe si algún día hemos de hallarnos de magistrados muy orondos en la Audiencia de Castellón de la Plana o de Segovia!

Sonriose el señor de Escalona, pero en su profunda mirada había un brillo húmedo de lágrimas.

Y el levantino y el castellano se dieron los brazos, y se quisieron, y se notaron fuertes, corroborados por la dulce amistad.

Pero sonaron los timbres de la sala de oposiciones, y el señor de Escalona suspiró:

—¡Ay, Sigüenza!

Sigüenza le golpeó alegremente los hombros, riéndose como un buen meridional.

Todos se le quedaron mirando. Y Sigüenza, escondiendo su apocamiento y susto, profirió en bromas:

—¡Cómo, mi querido magistrado! ¿Volvemos a la desconfianza y mohína?

—¡Ay, Sigüenza —dijo el de Escalona—, es que quiero que sepa que para venir a oposiciones empeñé un olivar de mi mujer; lo último que nos quedaba; y si no salgo hecho juez de esta casa, mis negruras y el mal de ijada acabarán conmigo!

Algo le consoló de estas tristezas el levantino, contándole de lo suyo, y con estos coloquios llegaron al salón, en cuyos quiciales se enjambraba la juventud de tal manera, que recordaba las rudas y hermosas comparanzas que hace el padre Homero de los combatientes en la Ilíada.

Para estos exámenes no se daba cartel o programa de estudios, y el pobre opositor, cuando hundía su mano en las bolsas de los temas, palpaba de verdad toda, toda la ciencia jurídica hecha cedulillas o papeletas.

Sigüenza le preguntó al castellano si lo sabía todo. Y el de Escalona palideció:

—¡Y quién sabe lo que es todo!

Otro camarada de al lado le oyó y se fijó en sus ropas recias de palmilla de Cuenca. Ese buen hombre del jumento no debía saber ninguna lindeza jurídica; a lo sumo retendría algo de los códigos, tan gordos y ásperos como sus pantalones.

Sigüenza y el de Escalona, sencillos y medrosos, contemplaron el estrado del tribunal. Había once varones solemnes. Allí estaba don Manuel García Prieto, entonces nada más abogado, aunque de mucha autoridad, fino, gentil, muy grato para el levantino, porque supo que residía en un palacio de hermosa y elegante rudeza de casa suiza; allí también se veía al señor don Ismael Calvo y Madroño, cuyo segundo apellido le presentaba a Sigüenza la brava simplicidad de un bosque con los arbustos encendidos de aquel fruto otoñal; allí reposaba el magistrado señor Ponce de León, ancho, lardoso, de párpados perezosos y oblicuos; parecía un mandarín con levita un poco estrecha; y otros que no pudo ver porque le llamaron a la tribuna.

Subió Sigüenza. Desdobló la primera papeleta de los temas de su suerte. ¡Oh malaventura! Y leyó: Policía de Abastos. ¡Señor!, ¿qué sería Policía de Abastos?... Y el señor Ponce de León por una rendija de sus párpados le miraba, le miraba insaciablemente.

El señor de Escalona y el señor Sigüenza retornaron vencidos a sus hogares.

Años después, tocole al levantino ser jurado en la Audiencia de su provincia.

En la húmeda y fosca entrada del viejo casón de la Justicia hacían corros unos hombres lugareños, mudados, muy humildes. Fumaban, hablando de sequía, de sementera, de mulas de labranza, de diputados de su distrito.

Si alguno intentaba subir la decrépita escalera, un ujier menudo, trasijado, con botas de paño, grandes, dobladas, siniestras, de difunto, y la casaca raída, calva, demasiado holgada, de difunto también, decía que estaba prohibido hasta que llamasen.

Después, ya en el estrado, un licenciadito con toga flamante, y el birrete ladeado a lo lindo, les dijo a los señores jurados que «por las conquistas del Derecho moderno», ellos eran los «mantenedores de la sociedad»; «les estaba encomendada una augusta, una sagrada misión», y les llamó sacerdotes. Los jurados, sorprendidos, miraban al ujier, que no les dejó pasar de la escalera.

Todo se lo escribió Sigüenza a su amigo el señor de Escalona. Y acababa la carta de esta guisa:

«A estas horas, amigo mío, ya habrá sido usted jurado en su Audiencia castellana, como yo lo fui ha pocos días en la de mi ciudad. ¡Y quién duda de que, al sentarse para administrar justicia y después de ver ujieres y curiales y de oír las maravillas de los abogados, no se le hayan renovado las memorias de nuestras oposiciones! ¿Y para esto nos afanamos, y sufrimos, y empeñamos nuestra pobre hacienda? Pero no nos pese. Alcemos los hombros y bendigamos la vida, que nos ha permitido colaborar en un capítulo de la Historia de España...».


1907.

El señor Cuenca y su sucesor

(Enseñanza)


Pasaba ya el tren por la llanada de la huerta de Orihuela. Se iban deslizando, desplegándose hacia atrás, los cáñamos, altos, apretados, obscuros; los naranjos tupidos; las sendas entre ribazos verdes; las barracas de escombro encalado y techos de «mantos» apoyándose en leños sin dolar, todavía con la hermosa rudeza de árboles vivos; los caminos angostos, y a lo lejos la carreta con su carga de verdura olorosa; a la sombra de un olmo, dos vacas cortezosas de estiércol, echadas en la tierra, roznando cañas tiernas de maíz; las sierras rapadas, que entran su costillaje de roca viva, yerma, hasta la húmeda blandura de los bancales, y luego se apartan con las faldas ensangrentadas por los sequeros de ñoras; un trozo de río con un viejo molino rodeado de patos; una espesura de chopos, de moreras; una palma solitaria; una ermita con su cruz votiva, grande y negra, clavada en el hastial; humo azul de márgenes quemadas; una acequia ancha; dos hortelanos en zaragüelles, espadando el cáñamo con la agramadera; naranjales, panizos; otra vez el río, y en el fondo, sobre el lomo de un monte, el Seminario, largo, tendido, blanco, coronado de espadañas; y bajo, en la ladera, comienza la ciudad, de la que suben torres y cúpulas rojas, claras, azules, morenas, de las parroquias, de la catedral, de los monasterios; y, a la derecha, apartado y reposando en la sierra, obscuro, macizo, enorme, con su campanario cuadrado como un torreón, cuya cornisa descansa en las espaldas de unos hombrecitos monstruosos, sus gárgolas, sus buhardas y luceras, aparece el Colegio de Santo Domingo de los Padres Jesuitas.

Sobre la huerta, sobre el río y el poblado se tendía una niebla delgada y azul. Y el paisaje daba un olor pesado y caliente de estiércol y de establos, un olor fresco de riego, un olor agudo, hediondo, de las pozas de cáñamo, un olor áspero de cáñamo seco en almiares cónicos.

Sigüenza contemplaba la tarde, angustiado, enfermo de tristeza, una tristeza tan acerba, tan densa, que le parecía que no era sólo un sentimiento suyo, sino que tenía una realidad propia, separada, grande, más fuerte que nuestra alma; la tristeza se le incorporaba de todo lo que veía, porque la vega, sus humos, sus árboles, los montes y el cielo, todo estaba hecho, cuajado de tristeza; la misma que le oprimía siendo chiquito, cuando, vestido de uniforme de colegial, salía con su brigada, la de los pequeños, por aquellas sendas, aguardando el paso del tren, un tren que le traía tantas memorias alegres, que aun le entristecía más que el paisaje y el regreso al Colegio de Santo Domingo.

Y Sigüenza volviose a un hidalgo, camarada de viaje, que llevaba a su hijo para ponerlo interno en los Jesuitas, y moderadamente le confesó algo de sus recuerdos de convictorio.

El hidalgo le interrumpió:

—¿Y no volvería usted a esos años? ¿No le parece a usted que es una tristeza muy sabrosa la de la niñez de colegio? ¿Que no? ¡Pues cómo! ¿Que si tuviese usted hijos no los traería donde usted estuvo?

Sigüenza dijo que no. Si esa tristeza es gustosa lo será únicamente para los grandes; pero la de los niños es seca y helada, sin ese perfume de la lejanía. Cuando él estaba en Santo Domingo envidiaba la vida ancha y libre de un herrero cercano, cuyos cantos y el martilleo de su forja penetraban alborozadamente por todas las ventanas, invadiendo el silencio de los estudios; envidiaba a un señor Rebollo, mercader de chocolates elaborados a brazo, y al pasar por su portal todos los colegiales se miraban, recogiendo con delicia el rumor del rodillo y el tibio aroma del cacao; envidiaba a los hombres que estaban sentados a la orilla del río fumando y mirando las burbujas de la corriente; envidiaba a un cochero que iba a la estación restallando la tralla, que sonaba como un cohete de fiesta, piropeando a gritos a las huertanas, y se imaginaba que ese hombre estaba hecho de la santa emoción de todos los hogares, porque en su vetusto coche llegaban casi todos los padres de los internos. Le llamaban Arrancapinos, apodo maravilloso, legendario, pintado sobre la portezuela con letras muy recias de color de cinabrio, rodeando una figura como un mico tirando del ramaje. Y mientras traducía por la noche los quince versos de la Eneida, señalados con la huella de la uña, Arrancapinos pasaba gloriosamente como un Esplandián o un Amadís por las páginas del Diccionario y del texto, que se transformaban en un pinar centenario, rumoroso, fragante, encantado.

—Y eso ¿qué importa? —decía el hidalgo—. ¿Qué tiene que ver eso con dar crianza, con educar a los hijos? ¿Usted tiene hijos? ¡Ah, vamos! ¿Que tiene usted dos hijas? Pues perdóneme, pero, creo que debe usted malcriarlas. ¿Que sí que las malcría? ¿Que sí, dice usted que sí? ¡Hombre, por Dios!

Sí. Acaso Sigüenza malcriaba a sus hijas, según algunos pareceres, y era porque cuando estaban enfermitas recordaba las veces que para reprimir algún antojo de las pobres criaturas les había hablado con aspereza, y Sigüenza, arrepentido, prometiose no hacerlo más...

—Eso —gritó el hidalgo— estaba remediado llevándolas internas a un colegio de mucha severidad.

—¡Internas! ¡Nunca!

El padre del colegial indignose hasta enrojecérsele toda su rolliza cara de hacendado de la provincia de Alicante.

Llegaron a Orihuela, y en el coche hasta la fonda, y después, mientras cenaban, siguieron platicando de lo mismo.

Sigüenza le dijo:

—¡Si hubiese conocido usted al señor Cuenca!

—¿Quién es ese señor?

—En los colegios de los Jesuitas hablan de «usted» y tratan de «señor» a todos los educandos, aunque sean muy chiquitines. Ya sé que lo sabe. Yo entré a los ocho años en Santo Domingo, y me pasmaba tanto «usted» y tanto «señor» en boca de aquellos sabios sacerdotes gravísimos con gafas relucientes, cuando en mi casa me tuteaban las criadas; pero todavía me maravillaba más que se lo dijesen a un rapazuelo que estaba a mi lado; yo traía pantalones largos, pero los de mi vecino eran cortos y llevaba medias. Es que era mucho menor que yo: delgadito, pálido, muy triste, distraído; las manitas siempre manchadas de tinta; las cintas del calzoncillo y los cordones de las botas desceñidos y colgando. Se llamaba Cuenca. Pero ya sabe que allí se le decía señor Cuenca. «¡Señor Cuenca, señor Cuenca!», pronunciaba seco, imponente, el Hermano Inspector. Yo miraba a mi compañero, que tenía la cabecita hundida entre sus brazos, cruzados sobre el pupitre. Y el Inspector murmuraba: «Señor Sigüenza, sacuda al señor Cuenca, que está durmiendo». Yo le despertaba. El señor Cuenca abría sus grandes ojos, velados de tristeza y de sueño; mirábame pasmado, se desperezaba y sonreía, perdonándome. Tronaba la voz del Hermano. Y el señor Cuenca alzaba los hombros y me preguntaba: «Pero ¿qué dice el Hermano?».— «Pues dice que te pongas de rodillas».— «¡De rodillas! ¿Para qué?».

El señor Cuenca se arrodillaba.— «Señor Cuenca, señor Cuenca, tendrá usted una mala nota en aliño; ¿no ve usted que se le caen las medias?».

Casi siempre había yo de subírselas; eran unas calzas de lana gorda y blanca, hechas en su casa manchega por las manos del ama del señor Cuenca; y había yo de ceñírselas, que el señor Cuenca no sabía hacerse la lazada de las ataderas. Al lado del señor Cuenca creíame yo un hombre grande, protector, y le sonreía paternalmente...

Vino la semana de Ejercicios Espirituales. La pasábamos sin hablar, haciendo examen de conciencia, oyendo pláticas sobre el Pecado, la Muerte, el Infierno, el Purgatorio, la Salvación... Las ventanas de la capilla estaban entonces casi cerradas; el altar, todo colgado de negro. Cuando cantábamos el «¡Perdón... oh... oh, Dios mío!», gritábamos desesperadamente, no sólo porque implorásemos la gracia con encendido ahínco, sino también por vengarnos de nuestro silencio... Y el señor Cuenca no cantaba; cerraba los ojos y doblaba su cabecita, descansándola en mi hombro izquierdo. Yo le decía: —«¡Te advierto que nos van a castigar a los dos!».— Y el señor Cuenca sonreía sin mirarme. Estaba muy blanco, con dos arruguitas junto a los labios, como si fuese a sollozar, y murmuraba: —«¡Me duele más la frente!».

El último día de Ejercicios, en vez del señor Cuenca se puso a mi lado otro niño gordo, colorado, quieto y muy devoto. Yo le pregunté: «¿Y Cuenca? Tú, ¿dónde está Cuenca?». Pero esa criatura ni me contestó. En el recreo le pedí permiso al Hermano para hablarle, y no quiso otorgármelo. Y acabada la semana de silencio, cuando todos los colegiales prorrumpieron en su primer grito libre, expansivo, gozoso, corrí al lado del Inspector y le pregunté por el señor Cuenca. «¿Todavía no sabe que preguntar es una grave falta? No lo vuelva a hacer», me dijo.

Me aparté mohíno y humillado, pensando en el señor Cuenca. ¿Por qué no estaba ya con nosotros aquel niño pálido, chiquitín, dulce y mustio que cuando sonreía daba más lástima que si llorase?... ¿Dónde estaría mi camarada con sus pantaloncitos color de oliva y sus medias blancas, flojas, rugosas, que no sabía atarse y estaban implorando las manos de la madre, o siquiera las del ama del señor Cuenca?

...Pasados dos días, después del primer recreo de la tarde, no fuimos a los estudios, sino al dormitorio, y al entrar en las camarillas ordenó el Inspector: —«Uniforme de gala, abrigos y gorra».

Nos vestimos pasmados. ¿Dónde iríamos con ese traje siendo miércoles?

Bajamos a los claustros. ¡Señor, qué pasaría! ¿Es que llegaría el Reverendo Padre Provincial? ¡Sí, sí; el Padre Provincial sería, que acaso nos concediese en memoria de su visita alguna fiesta, una comida extraordinaria en el campo!... ¡Y el señor Cuenca que no estaba! ¡Tanto como nos divertiríamos! Pero ¿dónde estaba Cuenca?

Entramos en la iglesia. Y me estremecí angustiadamente. El cabello y las sienes me sudaban un hielo derretido.

En el presbiterio había un ataúd estrecho, blanco, rodeado de cirios, y dentro de la caja, muy amarillo y muy largo, vi al pobre señor Cuenca, que me sonrió, ¡a mí me sonrió, lo juro!, y me sonreía como mostrándome sus pantaloncitos largos del uniforme de gala.

El padre del colegial encendió un cigarro; envolviose de humo y murmuró tosiendo:

—Es falta de cuidado; éste —y señalaba a su hijo avanzando la barba—, éste no ha llevado nunca botas de cordones, sino de las otras, todas de una pieza, con elásticos y calcetines, y en los calzoncillos botones... ¿verdad, tú?


1908.

El paseo de los Conjurados

(Revolución)


Era un paseo largo, antiguo y desamparado; tenía las empalizadas podridas; las pilastras, grietosas; el piso, agreste; los bancos, rotos, con hierba en sus heridas; la fuente, seca; los árboles, polvorientos... Había dos edificios grandes, amarillos y decrépitos: el Hospital y el Hospicio. Es que en muchos pueblos, los casones viejos, opresores, húmedos son para las criaturas frágiles, doloridas y tristes. También suele suceder que una catedral venerable sirva de alojamiento de un escuadrón de caballería.

Las callejas angostas, cercanas a ese paseo de las afueras, llevan el nombre de un poeta, porque un día el Cabildo siente una lírica exaltación y decide glorificar a un peregrino ingenio escribiendo su nombre en el ladrillo, en el rótulo de una esquina. Es costoso el hallazgo de la calle porque todas ostentan el apellido glorioso de un corregidor, de un político o de un general. Por fortuna, la Naturaleza es conciliadora: hay en los extremos del pueblo una callecita que se llama la «Calle del Aire» o «Calle del Árbol», y se quita el Aire o el Árbol y lo sustituye Fray Luis de León o Garcilaso. Pero los vecinos y aun los bandos y pragmáticas municipales siguen diciendo «calle del Aire o del Árbol».

Era aquel paseo el de las familias enlutadas, de los hidalgos viejecitos y aburridos, de los lisiados y enfermos. Y cuando se cruzaban los solitarios quedábanse mirando, y volvían la cabeza para mirarse más. «Este pobre también lleva luto, o tiene la color de las enfermedades». Y diciéndolo repasaban las malaventuras suyas.

Junto al paseo comienzan los campos sembrados, las morenas tierras de labranza, los jugosos terciopelos de las alfalfas regadas por una noria cuyo gemido de cansancio penetra en el silencio de toda la tarde. Sube un ciprés al lado de una masía. Lejos ondulan las montañas.

El paseo recibe la emoción resignada y buena de este paisaje.

Estos paisajes que vemos desde el término de las ciudades envían siempre a Sigüenza una promesa bienhechora de holgura íntima, un ansia de recogerse, y le dejan también la duda de si no sabríamos hallar esos bienes aunque nos entrásemos en el gustoso apartamiento.

...Aquel paseo era como una hacienda abandonada de algunos nobles señores va muertos; la heredad de los rancios y graves hidalgos de 1835 o 1840. Entonces no habría otro lugar donde solazarse, porque la ribera del mar, ahora con frescos macizos de jardinería inglesa, con el bullicio y elegancia de las grandes avenidas, y terrazas y marquesinas de hoteles, estaba en otro tiempo silenciosa y cegada por viejas murallas.

El paseo ha ido envejeciendo y despoblándose. Cuando el hombre progresa abandona los gustos y lugares que cuidó y quiso otra generación. Y parece que los lugares preteridos empiezan a depurarse en el abandono, llegan a categoría de «monumentos», de fondo y grandeza de emoción, cuando se quedan a la espalda de las gentes. Unas figuritas de viejos caballeros que todavía los frecuenten nos parecerán de un arcaico grabado en madera. Las perfecciones de los hombres futuros les permitirán descubrir las hermosuras de hogaño, escondidas para nosotros. Todo se va iluminando y enlazando serenamente, aunque los pensadores brillantes separen, fragmenten la vida como si aserrasen un árbol.

...A Sigüenza le interesaban cordialmente dos viejecitos del olvidado paseo. Era casi seguro que creyesen al mundo en el terrible trance de la condenación, sin culpa de ellos. Volvían los ojos a la ciudad, dorada y magnificada por el crepúsculo, y murmuraban compadecidos: «¡Está perdida; todo se ha vuelto farsa, lujo y pecado!». Imaginaban que sus hijos, o por lo menos sus nietos, llegados a sus años, tan sólo podrían pisar los ardientes escombros del pobre pueblo.

Y el pobre pueblo no ardía ni se condenaba.

Entrambos viejecitos son calmosos; tienen el bigote lacio, de una blancura tostada por el humo del cigarrito, un cigarrito muy flaco. Su vientre hace la misma curva; traen puños sin lustre, con gemelos anchos de monedas de plata; el cuello, redondo y cerrado, de eclesiástico; la corbata, marchita, de cuadros, semejante a un tapete de mesa de camilla que Sigüenza ha visto en la casa de un señor como estos señores; las botas, de gafas, que son muy fáciles de abrochar, y el pantalón les hace las mismas blandas arrugas. Uno vestía de luto; el otro, de color de tierra; pero no importaba, porque las ropas de los dos viejecitos parecían iguales.

Hablando, hablando se inclinaban trabajosamente para recoger del suelo un botoncito de nácar o de vidrio, una hojita de calendario, una aguja que relumbraba mucho.

Llevaban bastones que suenan como si estuvieran quebrados, y a uno de ellos se le había caído la contera. Y, de cuando en cuando, oprimía delicadamente el cuento desnudo; lo tocaba como si estuviese en carne viva. Siempre se paraban en un cantón del Hospicio. Agarrado a un sillar, colgaba un lagarto muerto; se había secado entero; los ojitos vacíos desbordaban de hormigas insaciables, y algunas salían enloquecidamente por la cola que empezaba a deshacerse.

Los dos viejecitos, después de contemplarlo, encogían los hombros.

—Yo no me explico que pueda sostenerse estando muerto.

—Y debe de estar todo hueco; le andan por dentro las hormigas y parece que respire...

Tal vez ellos se veían muertos, secos y cogidos con la mano crispada a un sillar; pero se resbalaban por la piedra, se caían.

Sigüenza habló con los dos viejecitos. Acercose a su amistad invitado del reposo de sus vidas. Casi se confundirían las memorias de su antaño y las emociones de su presente como una ciudad y su imagen dentro de un lago. ¡Qué apacible vivir! Las tardes gloriosas de estío, las mañanas de invierno, abrigaditas de sol, vendrían a este paseo y...

Pero ellos le interrumpieron con esta terrible interjección: «¡Canario!».

Y no recuerda Sigüenza si fue el señor vestido de luto o el de color de tierra quien le contó:

—Nosotros vamos a la oficina por las mañanas desde hace treinta y ocho años...

—¡Treinta y ocho años en una oficina, Señor!

—En la misma oficina, no, señor Sigüenza, en varias. Y a este paseo nada más venimos por las tardes; eso sí, todas las tardes. ¡Nuestro paseo! ¡El paseo de los Conjurados!

—¿De los Conjurados, dice? —prorrumpió Sigüenza sobresaltándose—. ¿En este paseo ha podido conjurarse alguien?

—¡Ya lo creo, nosotros; bajo el séptimo árbol de la derecha, uno torcido que le han hincado un clavo de alcayata en el tronco, un clavo enorme; yo no sé cómo puede vivir; nosotros no podríamos!

Su amigo prosiguió el relato de esta manera:

—Nosotros pertenecíamos al Ejército; nos retiramos de tenientes y nos dieron un buen destino de quince duros. Y en mil ochocientos setenta y seis, ¿usted se acuerda de mil ochocientos setenta y seis, o no había nacido?

Y como Sigüenza confesara que no había nacido, el viejecito le tuteó.

—Pues oye: recibimos una visita misteriosa en el escritorio. Nos ofrecían las charreteras de capitán si ayudábamos el movimiento revolucionario. Nosotros dijimos que sí. ¿Qué hubieses tú hecho? ¡Ser capitanes!

Sigüenza dijo:

—¡Claro!

—Y una tarde tuvimos junta, por grupos, en este paseo para fraguarlo todo. ¿Tú imaginas cómo vendríamos? Cuando estábamos cerca del árbol de la alcayata ya oímos que Ruiz Zorrilla desembarcaría en Mahón. ¿Sabes dónde está Mahón? Bueno; pues ahí. Preguntamos más, y un conjurado nos advirtió: «Debajo del árbol tenéis el jefe, que os enterará de todo, ¡ése es!».

¡Fuimos temblando!

Y nos encontramos a un jorobadito. ¡Válgame Dios, un jorobadito! Y nos miramos, y, sin decir una palabra, nos volvimos a la oficina.

Los dos amigos se reían blandamente recordándolo.

Pero Sigüenza sintió una sutil punzada en lo hondo de su vida: ¡Quién no encontró un jorobadito al lado de alguno de sus más dulces ideales!

Y destacose para recibir en su frente el aire campesino que llegaba manso y oloroso a la quietud del paseo de los Conjurados...


1908.

Una jornada del Tiro de pichón

(Deporte)


Delante del mar, cercado de tapiales blancos, está el Tiro de pichón con su redonda explanada orillada de una red que descansa encima de las algas. El edificio tiene una fachada con adornos de yeso que recuerdan los primores de soplillo o merengue de las tortadas; hay en las cercas una puerta de hierro de prodigiosa traza modernista; fue admirable la paciencia del autor. ¡Cuánto hierro! Una bandera roja llamea bizarramente sobre el azul, avisando que en su recinto se celebra alguna jornada gloriosa.

Dentro, en los grandes alcahaces, las cautivas palomas vuelan, se arrullan, se golpean en las mallas metálicas del techo, por donde asoma el alborozo de la libertad de los cielos. El aire parece estremecido por el hondo y constante arrullo. Se piensa en una granja manchega, en la paz de los molinos reflejados en el sueño de un río.

Esta reposada y campesina emoción suele apartarla el fragor señorial de los automóviles que llegan a la dulce fachada.

Entran damas hermosas, delicadas doncellas, niños, socios muy galanos; todo el patriciado de la ciudad.

Los tiradores descuelgan sus maravillosas escopetas; se aperciben de unos cartuchos largos, enormes, buenos para la caza del león. En esta del palomo enjaulado es posible que no se pasen los mismos riesgos; pero la demasía de la carga del cartucho se halla justificadísima, porque el palomo debe morir dentro de los límites del solar de la red. Si el palomo cae destrozado, pulverizado, fuera de ellos, el palomo muere con el aborrecimiento del que lo mató, mientras sus émulos se alegran.

A pesar de los feroces cartuchos, algunas veces la víctima cae nada más que herida; puede escaparse. Entonces suele salir triscando regocijadamente un perro esquilado con mucha elegancia; en la punta de la cola le tiembla una graciosa borlita de su pelo.

El intrépido juego de los tiradores es de una innegable amenidad. Se enjaula cada pájaro en una caja, que por un ingenioso mecanismo se abre, deshaciéndose. El palomo pasa súbitamente de la prisión a la infinita anchura luminosa, al cielo sin alambres, y vuela... Suena un estampido, después otro, después otro.

También sucede que el palomo, viendo caer las tablas y recibiendo tan de improviso los dones de la libertad, de la vida suya, del cielo, del mismo cielo de los campos, de los sembrados, de los frescos árboles, queda un instante sorprendido de tanta dicha, de que sean tan buenos los hombres, y no vuela... Entonces los tiradores se sacrifican con austera generosidad y abnegación, y no disparan. Una linda bola, una pedrezuela rueda blandamente hacía la quietecita ave, invitándola a subir a su reino infinito del aire. Y el palomo emprende el vuelo... Suena un estampido, después otro...

Desde fuera, sentado en un roído pedral del muelle, contempló Sigüenza otros lances de este deporte.

Un grupo de chicos descalzos hundía las piernas, abrasadas por el sol del puerto, en las aguas verdes, costrosas de ovas y légamo de las escolleras, y se fueron entrando para asomarse a los tapiales del tiro y acechar.

...Surgió una paloma, crujió un disparo y oyose el golpe del ave muerta rebotando en la peña. Otra hundió la menuda grava de la pista. Dando brincos juguetones apareció el perro; su rabo erguido paseaba con altivez la borlita de su punta. Estuvo buscando, y volvió haciendo cabriolas; en su encendida boca le palpitaba todo el palomo; un ala abierta, tendida, le abrazaba, temblando, la garganta ruidosa...

Después subió otro pájaro al azul de la tarde, como un dardo de vida. Se oyen los secos truenos de las bizarras escopetas. No acertaron. Y el ave se interna sobre el mar; llega a perderse en la desolación de las aguas; un aliento inmenso y húmedo moja sus plumas; está rendida de huir, y no halla reposo en las soledades. Y vuelve. Desde lejos ve las montañas, una tranquila arboleda en el abrigo de un barranco; el refugio de un casal campesino. Su pasada prisión se funde en la rubia claridad de la costa... Volaba cansadamente. Pero los tiradores le esperaban, que en el juego les iba el buen nombre y el dinero de las apuestas. Y el palomo pasó ciego y terrero. De súbito le enloqueció el ruido; ya no vio más el amado paisaje lleno de promesas; sentía una presión caliente en su pechuga; quiso mirar, y descubrió los colmillos blanquísimos y agudos de un monstruo que lo soltaba y volvía a cogerlo retozando, y cerró los ojos; lo último que vio fue una graciosa borlita.

Después salió otro palomo perseguido a tiros. Se escondió entre las piedras del muelle; bajo, se deshacían las olas; su sangre brillaba de sol poniente. Se asomaron las cabezas de los chicos descalzos; lo miraban, lo miraban. Seis manos lo agarraron, lo retorcieron, lo aplastaron...

Otra ave huida sintiose desamparada en los tejados de unas casas muy altas; temió la soledad de la noche, y resignadamente buscó la querencia de sus hermanas.

Acabada la tarde, lucieron los fanales de los automóviles; sonaron las bocinas clamorosas, zarzueleras, algunas como gaitas.

Salía el elegante concurso, bullicioso y feliz. Las señoras aspiraban flores que olían al perfume de sus manos; los niños llevaban unos juguetes muy lindos rifados delicadamente por los socios; un tirador traía a cuestas una copa de plata que semejaba hecha en el Toboso.

Han pasado una tarde deliciosa.

Y, sin embargo, Sigüenza sentía una exaltada piedad por los palomos y por los niños.

Afortunadamente, encontró un buen amigo, que le sosegó diciendo:

—Sospecho que eres un hombre ridículo. Tus lástimas son enfermizas; aquí no se matan más que palomos. Guarda, guarda esas querellas y lamentaciones para mejores causas. ¿No sabes que hubo hombres civilizados, europeos, europeos de verdad, explotadores del caucho, que para saber el alcance de su fusil pusieron en fila siete indios, y horadaron las siete espaldas humanas? Pues en la Patagonia chilena sale un europeo con su rifle al hombro por los inmensos prados solitarios. Lejos aparece la medrosa figura de un indígena; y el hombre civilizado, por distraerse, apunta, dispara y el indio cae sepultándose en la frescura de la hierba; los buitres y los pumas son los únicos que encuentran su cadáver. ¿Qué te parece? ¿No es un ser terrible el hombre civilizado?

Todavía dijo Sigüenza:

—Pero, ¿no es inmoral que los niños aprendan a gozar y apetecer la muerte de un palomo?

—No, señor. ¡Hay que ser fuertes y diestros! En la vida es necesario el sacrificio de muchos, de muchos palomos. Preferible es disparar que no sentirse azotado por un rabo con borlita.


* * *


Después se ha sabido que los señores socios del Tiro de pichón sentían un recio enfado y comentaban con mucho desdén las murmuraciones de Sigüenza.

Y Sigüenza contrastó los hechos y sus palabras. Y resultó:

Que era verdad que tuviese el edificio muy linda fachada; y no había injuria en decirlo.

Que era verdad que se invitase a los niños a la matanza de palomos, y que la muerte de los palomos fuese unida a una rifa de juguetes para los niños.

Que era verdad que Sigüenza vio salir un perro esquilado esmeradamente, con una graciosa borlita en la punta de la cola, y que ese perro recogía con mucho alborozo los palomos heridos.

Llegando a este punto, los señores socios acusan a Sigüenza de embustero.

Pues bien, Sigüenza puede jurar, que vio al animalito y que traía borla. Sigüenza no sostiene que ese perro sea un funcionario inamovible del Tiro de pichón. Quizá no asistiese más que una tarde. Pero, una tarde estuvo; y en ella lo vio Sigüenza. No hay fantasía tan poderosa que alcance a fingir una borlita en el rabo de un perro de cazadores, si el perro no tiene borla.

Claro es que si todavía persisten en su enojo por un rabo de perro los socios del Tiro de pichón, Sigüenza, antes que perder la amistad de nadie, prefiere cortarle el rabo al pobre animal.


1909.

El pececillo del Padre Guardián

(Hidráulica)


Cuando el tren, un tren mixto muy viejo, abandonó la humilde estación, penetró en Sigüenza todo el silencio de aquellos lugares; porque era una de esas estaciones desamparadas, sin pueblo. El pueblo que le había dado generosamente su nombre estaba perdido en la soledad, sin tren. Era una de las más castizas estaciones españolas.

Andando atravesó Sigüenza campos arrugados por la labranza, terronosos y duros. Las cebadas, antes de espigar, tenían color de maduras, quemadas de sed; la viña, apenas mostraba algunos nudos tiernos por el brote; las sendas pasaban retorcidas, huyendo delante de las masías, muchas ya cerradas por la emigración.

Y los bancales yermos, con árboles crispados; las tierras enjutas; los rastrojos inmensos, tejían, ensamblándose, la parda solana, tendida y muda bajo el cielo glorioso de la tarde.

Unos suaves oteros se iban desdoblando lejanamente.

En la profunda paz resonaban las nachas de dos campesinos.

Derribaban un ciprés venerable que estuvo más de un siglo solitario y rígido, como en oración, elevándose serenamente sobre la abundancia o la miseria del paisaje.

Al amor de una dulce umbría quedaba un rodal de sembrado fresco y vivo. Sentose Sigüenza en la linde, y las alondras huyeron quejándose.

El camino era blanco y seco, sin una huella de rebaño ni de caminante.

No había nadie en toda la tarde.

En el ocaso, subía una niebla desde el hondo transparentándose sobre las cansadas brasas del sol. Se levantó Sigüenza; y su sombra se agrandaba en las cuestas de los oteros.

A su espalda oyó las alondras que volvían, llamándose al refugio de los cachos del bancal.

Cruzó la desolación de una barranca, donde una higuera vieja desenterraba sus manos trágicas de raíces.

Transpuso una loma, y en otra nueva llanura vio el convento de Nuestra Señora de Orito, apretado, enorme, junto al tierno alborozo de una verde huerta cercada. Salían sobre el azul dos palmeras que en lo alto se acostaban con graciosa pereza, cayendo encima del angosto camino.

Delante parecía que se volcase toda la lumbre del cielo, dorando la iglesia, el portal del convento y la cruz de piedra roída de la plazuela enlosada.

Desde allí se alcanzaba el ancho valle, rubio, callado, dormido bajo el sol poniente.

A la izquierda, levantábase un monte agudo y moreno. Una senda subía violenta, penosa, equivocándose, hasta el pico de la cumbre, donde blanqueaba, como un pañal tendido, la ermita de un santo. Era un monte, un sendero y una ermita de fondo azul de cuadro antiguo.

Sigüenza quiso ver el convento; pasear bajo los árboles de la huerta viciosa, acompañado de un fraile que le dijese cosas santas, apartadas de todo pensamiento de la ciudad, mientras el crepúsculo fuera deshaciéndose, y crecieran las sombras de los tapiales de cal, y las palmeras se llenaran de gorriones.

Y tiró del cordel de la esquila. Apareció un capuchino, con las manos recogidas en el pecho, y encima le caían las barbas rizadas, barbas de imagen.

Pronunció el Ave María y quedose aguardando. Y, antes de que le hablase el forastero, surgió la figura de un fraile macizo, brioso, con un torrente de blancura despeñándosele por las mejillas, por los hombros, por el robusto tórax; su barba era un oleaje. Los ojos le brillaban indagadores y alegres; unos ojos menuditos y azules.

Abrió sus brazos; en sus holgadas mangas desbordaban dos pañuelos de hierbas, de los que traen los labriegos; y abrazó a Sigüenza llamándole hijito.

—Es el Padre Guardián —dijo el portero.

Inclinose el caminante.

—¿De dónde viene, hijito, que no le conozco? ¿Cómo llegó aquí?

Le dijo que era de Alicante; que bajó en la estación, y que venía andando.

—¡Andando desde la estación! ¡Si hay tres horas de camino, Jesús mío!

Y tornó a abrazarle. Luego, volviéndose al lego, movía su cabeza de Júpiter ermitaño, manifestando un grandísimo pasmo.

—¡Qué virtud tuyo! ¡Pase, pase y repose!

Sobre su espalda sentía Sigüenza la protección de los brazos abiertos, la sombra de un sayal, el amparo de la frondosidad de unas barbas.

Creyose chiquito y contento de que un santo hombre le juzgase virtuoso. Le trataba como amigo menor.

Y sus pisadas resonaron familiarmente en los claustros.

Mirábale el lego. Y el Padre Guardián dio una jovial palmada gritando:

—¡Vamos, ande, Hermano; abra puertas, todas las puertas; que vea nuestro convento!

Y el Hermano, alzando su pesado llavero, eligió una llave, mirando, mirando a Sigüenza, y se equivocó.

—¡Vamos, vamos, Hermanito! —le dijo el Prior con risueña indulgencia.

En los muros había unas largas pinturas cenicientas y rudas, representando los milagros de San Pascual. Los explicaba el Padre, y el lego quedábase contemplando los lienzos.

—¡Vamos, vamos! —Y crujía otra blanda palmada—. ¡Abra puertas, Hermanito; todas las puertas!

Y el Hermanito se precipitaba, enredándosele las manos en su rosario, en su barba. Empujaba; no cedía la puerta. Y tomaba otra llave.

El refectorio era liso y frío; una mesa áspera, dos bancos de escuela, una ventana alambrada. La cocina, honda, ahumada; y una olla negra en el hogar sin lumbre.

—¡No hay nada en la cocina, Padre!

Y el Padre se rió estremeciéndosele todo el hábito.

—No hay nada, hijito, nada: humo en las paredes, pero humo ya pasado, humo de otros días, humo.

Llegaron a la escalera.

—¡Si está casi nueva, Padre Guardián!

—Sí, sí; reciente, vaya, hijito: un ladrillo de cada color. ¡Pero no importa!

En el primer descanso había un cuadrito de vidrio y una caja con arquilla.

Y el buen fraile dijo:

—¿Jugamos a la lotería de las Ánimas?

Sonrió Sigüenza, diciendo que bueno, que jugarían. Y el Padre invitole a sacar un cartoncito de la caja. Tenía el número 37. Buscó en el cuadro con una infantil curiosidad. Y leyó, guiándole el rollizo índice del capuchino: «Un padrenuestro por las que estuvieron distraídas en el templo del Señor».

Arriba ya no era menester el llavero del Hermano. Apenas había puertas, y hasta sus marcos fueron desgajados de los muros. Tampoco quedaban cristales en las fenestras; algunas paredes estaban hinchadas, otras caídas.

—¡La perdición, hijito! ¡Ni biblioteca, ni enfermería, ni nuestro antiguo colegio, ni casi iglesia!... ¡Asómese al coro!...

Por la herida techumbre penetraba la luz del cielo; por las hiendas de los pilares se veía el campo.

—Pues la torre no tiene campana; la quebraron a piedras los muchachos o los grandes; ¡qué sabemos, hijito! ¡Pero ni siquiera hay comunidad! Somos cinco: el Padre Ignacio, tres hermanitos y yo. En esta casa hubo cuarenta religiosos; y hace seis años tuvieron que dejarla. Ni para pan se recogía. No queda nadie en los campos. Todos los años venían los romeros a la ermita del monte; y después de rezarle al santo, entraban en este convento abandonado; guisaban sus paellas con las puertas de nuestras celdas. Yo estaba trasladado a una de las residencias de América; y me han traído a esta casa para que la restaure. ¡Y aquí estamos, hijito! Ya tengo comprados pupitres y confesonarios, y envié la campana a Valencia, y pronto vendrá con su voz cabal... ¡Ese dinero, ese dinero!, ¿verdad?

Y golpeó fraternalmente los hombros de Sigüenza, el cual para mitigarle dijo:

—Mucho padeció la Santa Madre Teresa de Jesús por los agobios de la pobreza; ella y nosotros pecadores.

—¡Cierto, cierto, hijito! —murmuró consolado y riéndose el maravilloso fraile.

Entraron en su celda, encalada y desnuda. Tenía dos sillas de paja; un sillón de cuero; encima un grabado en boj de un esqueleto sentado mirándose los gusanos con sus ojos vacíos.

—¡Mi retrato, hijito!

Sobre su mesa había una calavera amarilla. Y la puso en las manos del visitante.

—¡Mi espejo!

Y se reían.

Al lado, en un angosto tarro de cristal, se rebullía un pececillo encendido y dorado, torciéndose, agrandándose, reduciéndose como una llama.

—¿Y este pececillo, Padre, y este pececillo, qué simboliza?

El Padre le llevó a la ventana, para que viese la huerta feraz y olorosa.

—¡Ya no es de nosotros, hijito! Vendiola el otro Prior para pagar deudas. Y este pececillo es mi estímulo. ¡Mire cómo tropieza en las paredes de vidrio! ¡Nunca le veo quieto, y es que busca la anchura de la balsa que está en la huerta! ¡Balsa sin huerta no es posible!

—¡Oh, Padre, usted ha de lograr la expansión y delicia de esa huerta, y a la sombra de esos frutales estudiará sus sermones y yo vendré, yo vendré...!

—¡Hijito, hijito, no piense en mí; pida, pida la balsa para el pececillo!...


1909.

Recuerdos y parábolas

(Política)


En aquellos días de violencia, de odio y estruendo no veía Sigüenza la figura del hombre I aborrecido. Un humo de hoguera o de polvo lo cegaba. Pero muchos rugían:

¿Es que no veis cómo mira, cómo se ríe y alza la frente? Todo en él es de reto execrable.

...Vino el reposo, la claridad del aire. Y aquel hombre ya no estaba.

Sigüenza pensó: «Se han cumplido los anhelos de la multitud; ¿no comenzarán ahora los tiempos de la timidez de las almas felices? Para nuestra dicha, sobraba un hombre, el cual ha desaparecido».

—Ha desaparecido —decían algunos—; pero ¿y si volviese?

—¿Y cómo ha de volver? —replicaban otros—. ¿Por ventura faltará quien codicie y pueda matarlo?

No, no; ellos no deseaban su muerte; pero era tan posible que sucediese, que la aceptaban como un hecho, y el «hecho», lo naturalmente realizable, tiene una mitigación en la ética de las muchedumbres.

...Otro hombre llegó. Sus ojos, un poquito estrábicos, nunca se saciaron de libros; los lentes dejaban en su mirada un brillo glacial; había en sus labios un gesto torcido y seco, aunque sonriese; parecía que masticase siempre una raíz amarga; su frente recogía todas las primeras claridades, porque era una frente de cumbre, y su palabra fue un milagro de oratoria, porque tenía emoción y substancia de vida y de saber. Trabajó hasta regar con su sudor la yerma viña. En todas partes resonaba su voz, su aviso; los otros no decían nada. Las gentes murmuraron: «La casa está llena, llena de amigos y discípulos que se han dormido después de cenar».

Y Sigüenza decía: No importa; nos dan la sensatez de un candoroso sueño, y no importa, porque este hombre acude a todos los menesteres.

Verdaderamente vivíamos confiados. Bastaba él. Abrió sendas, sendas de paz; algunas no las caminaba nadie.

Una mañana lo mataron.

Entonces bulleron hombrecitos, que chillaban agudamente jurando que eran lo mismo que el muerto. Y no les creían; pero todos se resignaban, porque si no se resignasen ¿qué harían? Y como no lo supiesen claramente, pues... se resignaban más.

El primer hombrecito que salió era de esos que llaman discretos. Se pensó en el hombre muerto y en el hombre desaparecido. Las almas vacilaban, desconfiaban de la pobre estirpe de los discretos.

Entonces dijeron: ¡Ahora saldrá otro, ahora saldrá otro, y veréis!

Parábola del pavo. Un día de verano se fueron Sigüenza y dos amigos por la orilla de la mar. Dentro de la caliente mañana pasaba el aleteo de una brisa deliciosa. Los tres levantinos sentíanse fuertes y ligeros, ganosos de caminar. Lo amaban y celebraban todo. ¡Qué raza la suya tan andariega y sobria! ¡Qué grande y alumbrado su paisaje!

A las doce parece que se cansó el aire de volar. El campo abrasaba; el Mediterráneo era de plomo; las menudas ascuas de las arenas traspasaban el calzado de los caminantes, y sus ojos buscaron angustiosamente la frescura de una fronda, el refrigerio de un pozo, el refugio de un casal.

Y hallaron un camino que se entraba por bancales de vides. Después seguían las tierras pedregosas, donde las redondas higueras levantinas bajan su miel y sus pámpanos generosamente a las manos de los hombres. El ramaje hervía de cigarras.

Y vieron el aljibe y el horno resplandecientes de blancura. Entre chumberas descoyuntadas apareció la masía, con los postigos entornados, al amor de un pino patriarcal que tamizaba de blandas tonadillas el silencio de la siesta. ¡Oh masía sosegada, llena de azul de mar y de los cielos! ¡Un libro de Horacio, la sombra de tu árbol, el agua de tu cisterna y la paz y visión infinita gozadas desde un aposento tuyo que huele a cofines de higos secos y a racimos de uvas de cuelga!...

Uno de los camaradas de Sigüenza, que era médico, le apartó de estos arrebatados conceptos y bienaventuranzas, con un grito de júbilo y de triunfo:

—A esta casa me llamaron para que viese una mocita enferma. Yo vine, la sané, no pedí dineros. Vayamos ahora a descansar.

Y fueron. Ladró un perro. Salió la familia labradora, y, reconocido el médico, todos les acogieron alborozadamente. La mujer decía, entre contenta y atribulada:

—¡A estas horas qué podré darles!

—¡No se apure; guísenos un arroz!

Pronto ardió la leña en el hogar. El marido paraba la mesa con mantel gordo y limpio; puso un pan moreno, enorme como una muela harinera; vasos recios, un pichel de mosto, tres escudillas. A poco trajeron la cazuela, negra y humeante.

Sigüenza y sus amigos se sirvieron, y cataron la comida. Era arroz con garbanzos; estaba crudo y desaborido...

El padre labrador, sentado en el portal, les sonreía con mucha complacencia de saciarles el hambre. Y les dijo:

—¡Coman, coman, que a luego saldrá el pavo y verán!

—¡Pavo, pavo y todo! —pensó Sigüenza.

Y los tres camaradas se miraban gozosamente.

Y apenas probaron ya el humilde guiso.

—Coman, coman hasta hartarse; después saldrá el pavo...

—Bien puede salir este animalito, que de esto no queremos.

—¿De verdad? ¡Bueno; saca el pavo! —dijo el labriego a su mujer.

Abriose una puerta de lo hondo; llameó el soleado corral y salió un pavo que tropezaba en sí mismo, lívido y rojo de gula; subiose a la mesita y picoteó vorazmente en la cazuela.

...Y salió otro hombrecito pisándose de la prisa que traía por subirse a la mesa de España.

Por aquel tiempo, otra figurita hablaba gallardamente en todos los lugares que podía. Príncipes y plebeyos le escuchaban.

Sigüenza dijo:

—¡He aquí un elocuente; aun hay patria!

Y salieron más hombrecitos sin llamarles ni esperarles ni nada. Ya se sentía el cansancio de tantos menores.

Y comenzaron las gentes a pensar en el hombre desaparecido. Sin salir de su apartamiento, se le veía que miraba, y sonreía y alzaba su frente lo mismo que en las horas de vocerío y de humo. Gritaron los amigos y los adversarios. Y ese hombre se alejaba y se hundía más en el silencio.

Pero no siempre el homne absente e el difunto se asemblan, sino que le parece a Sigüenza que la ausencia que inquieta y se siente de un modo complejo y agudo y hondo llega a confundirse con la presencia.

Cuanto más se apartaba aquel hombre más se le miraba y se oían sus pasos y se pronunciaba su nombre.

La emoción de este hombre traspasó toda una raza, que se cuidaba de él más que de sí misma, y le amaba y le aborrecía como nos queremos y maldecimos a nosotros mismos.

Parábola del perseguido. Abriéronse las puertas de la ciudad y salió un hombre corriendo. La muchedumbre le perseguía y gritaba:

—¡Fuera, fuera de aquí!

Habían sido tiranizados mucho tiempo. Se juntaron los doctos y los audaces.

Un retórico exclamó:

—Arruina la ciudad, ¡y no sale un Zenón que se corte la lengua con los dientes y se la escupa!

Entonces otro dijo:

—¡Lo que hizo Zenón con el tirano fue zamarrearle de una oreja!

Pero un sabio lo negó con textos de Demetrio:

—El tiranicida arrancó de un mordisco la nariz del odiado.

La asamblea determinó expulsar al hombre aciago.

Y el huido llegó a unas montañas cuyos ecos perpetuaban las voces:

—¡Fuera de nosotros!

El hombre entrose bajo un bosque. Y sus enemigos le buscaban sañudamente, gritándole siempre:

—¡Fuera, fuera de aquí!

El hombre vadeó un río, y la multitud también. Algunos poetas iban cantando la tenacidad de la raza.

El hombre corría por un llano. Y los perseguidores le miraban los pies, las vestiduras, las manos, los cabellos, todo. Y profirieron sus gritos:

—¡Fuera, fuera de nosotros!

Y el hombre volviose y les dijo:

—¡Pero si no me dejáis!

Y vio a lo lejos una ciudad abandonada, y buscó el refugio de su recinto.

Ya le alcanzaba la muchedumbre. Entraron juntos; delante el hombre, como un caudillo seguido de sus huestes.

Y hallaron que habían vuelto a su ciudad y a sus hogares.


1909.

Muelles y mar

Una mañana

Salió Sigüenza por la orilla de los muelles.

Era una mañana inmensa de oro. Lejos, encima del mar, el cielo estaba blanco, como encandecido de tanta lumbre, y las paradas aguas, que de tiempo en tiempo hacían una blanda palpitación, ofrecían el sol infinitamente roto. Si pasaba una lancha, silenciosa y frágil, los remos, al emerger, desgranaban una espuma de luz.

Gritaban las gaviotas delirantes de alegría y de azul. Y en las viejas barcas de carga, los gorriones picaban el trigo y el maíz desbordado de los costales, y luego saltaban por la proa, dejando en la marina una impresión aldeana muy rara y graciosa.

Bajo las palmeras paseaban los enfermos, los ociosos, los que llegan de las tierras altas, hoscas y frías, buscando la delicia del templado suelo alicantino.

Olía el puerto a gentes de trabajo, a dinero y maderas, a vapores, a Mediterráneo, y traspasaba todas las emanaciones una fuerte y encendida, como un olor de sol, de semillas, de vida jugosa y apretada.

De todos los barcos escogió Sigüenza para mirar un vapor negro, ancho, gordo, reluciente en su misma negrura; el hierro de sus costados tenía arrugas, tacto, substancia de piel etiópica. Respiraba un hondo hervor de máquinas. Sus grúas eran palpos gigantescos que se torcían sobre la tierra; bajaban sus cadenas oxidadas, y con dos uñas terribles se llevaban cuévanos de hortalizas a las entrañas de las bodegas.

Constantemente venían carros de cestos de fruta, y el muelle era una granja en llenura venturosa.

Entre las gentes que faenaban destacaba un hombre rollizo, cebado, de color quebrada de enfermo del hígado; en sus manos, cuajadas de sortijas, aleteaba un papel donde iba anotando la carga que se engullía el vientre del vapor. Gritaba enfurecido, y miraba a todos, a Sigüenza también, con orgullo y desconfianza.

Una mocita flaca, alta, casi rapada, como una esclava, le llenaba, de tiempo en tiempo, un vaso de leche. Bebía vorazmente el fenicio, y sus labios fragosos quedaban blancos de espuma como una peña de playa, y después se los iba lavando con su ancha lengua.

...Dentro de las claras aguas se veía todo el barco: la hélice dormida, el timón, tan enorme, dulcemente doblado... El barco negro, viejo, gordo participaba de la levedad y hermosura de la mañana del Mediterráneo, y ostentaba una sencilla y humana gentileza; y este hombre craso, porque cargaba unos pobres cuévanos de frutas, tenía la pesadez de un vapor, y porque le resplandecían sus dedos enjoyados manifestaba la hermética soberanía de un ídolo cartaginés. ¡Oh fuerza deslumbradora de la tierra levantina!

Entonces reparó Sigüenza en un hombrecito que estaba mirando el bullicio del puerto.

Este hombrecito era un archivero bibliotecario, amarillento, crispado como una edición de 1670, que traía un gabán corto, encogido, de color de pasa, de 1870, botas de elástico blando y bastoncito de puño redondo de hueso. Este humanado anacronismo acogió a Sigüenza preguntándole por cosas y trabajos de antaño. ¡Oh, pasmaba la ingenuidad y mansedumbre de ese erudito que sabía más de seis lenguas muertas y siempre infería relaciones de cualquier menudo hecho de ahora con los sabios textos de El Mahabarata y El Ramayana! Y siempre moderadísimo, helado de palabra, muy tímido, con su gabán ralo, motilón hasta vérsele cabalmente su urdimbre. Varón socrático, limpio de todo pecado de vanidad. ¡Qué contraste —pensaba Sigüenza— entre el buen archivero y el buen cargador de hortalizas, siendo entrambos levantinos!

Cuando regresaron por el paseo de las palmeras, el humilde caballero dijo calándose los anteojos:

—¡Aquí tiene usted a los invernantes!... No puedo negar que siento grandísimo enojo contra alguno de esos señores...

¡Enojado este hombre sabio, en cuyo ánimo no hizo morada la iracundia ni la alegría, y nunca tuvo exaltaciones ni alharacas! ¡Y enojado contra los invernantes!

Sigüenza se lo dijo. ¿Qué agravios pudo recibir de esas gentes tan bien criadas, tan bien vestidas, que les miraban a ellos los pobretes, los indígenas, que no invernaban aunque se hallasen en la ciudad invernal, y aun precisamente por eso, que les miraban sin ocultar su aburrimiento?

—¡Aburrimiento, aburrimiento! ¡Esa era una palabra gollera que equivalía a un insulto!

Y se detuvo el archivero; quedó enigmático como una inscripción cuneiforme. Y de súbito exclamó:

—¡Dicen que no es posible venir a nuestro pueblo porque no encuentran elegancia, fastuosidad, ruido, diversiones! ¿Para qué nos buscan? ¿Qué quieren? ¿Serenidad de cielo, azul, siempre azul; un sol de oro, fuerte, generoso? ¿Necesitan mucho sol? Pues eso les damos: ¡nuestro sol, todo el sol que quieran!

Sigüenza estaba espantado de la transfiguración del hombrecito.

¡Poderosa mañana levantina y cómo penetras en todos los corazones! ¡Qué importaba que un rudo y codicioso mercader de hortalizas se tuviera por grande y fuerte como un vapor, si un bibliotecario lugareño, templado por la sabiduría y humildad, cuando sentía el encendido prurito de nuestro levante llegaba a creer que repartía todo el sol escondido bajo su piel de edición de 1670 o guardado en las mustias faltriqueras de su gabán color de pasa, de 1870!...


1910.

Una tarde

Nunca tuvo nuestro mar la pureza, la alegría y quietud de esa tarde.

Sigüenza vio algunas gentes asomadas a los balcones. Todas le parecieron comunicadas de la gracia infantil, de la inocencia antigua del Mediterráneo. Si pasaba algún barco de vela se veía todo su dibujo primorosamente calado sobre el cielo y las aguas. La isla de Tabarca, que siempre tiene un misterio azul de distancia, como hecha de humo, mostrábase cercana, clara, desnuda y virginal.

Las gaviotas parecía que volasen en un recinto guardado entre dos cristales: el del cielo y el del mar, porque el mar estaba tan liso, tan inmóvil como si se hubiera cuajado en una delgada lámina y bajo de ella no hubiese más agua, sino el fondo enjuto, alumbrado de sol.

No pudo contenerse Sigüenza en su ventana. Ansiaba y necesitaba ir a la ribera, gozar del Mediterráneo, hasta tocándolo. Seguramente asistiría a algún raro prodigio; se le ofrecerían todos los encantos de las entrañas del mar.

...Halló un amigo, y juntos se fueron a los muelles, prefiriendo el de Levante, porque se entra, se aleja mucho encima de las aguas, y desde el cabo alcanza la mirada toda la ciudad reflejada, y a su espalda se asoman unas montanas remotas y azules, un delicado relieve del cielo. El menos imaginativo cree que va viajando. Todo ofrece una belleza nueva, desconocida.

...Pasaban los dos cantaradas al lado de otros hombres, y se miraban con más dulzura que nunca. Es que debían sentirse hermanos por eficacia de la belleza y de la paz que les rodeaba... ¡Así se hubieran mirado los hombres en el Paraíso —pensó cristianamente Sigüenza— si Dios hubiese criado muchos primeros padres al mismo tiempo!... ¿No fue una lástima?... ¿Y no serían éstos momentos de triunfo, de exaltación de la hermosura y del arte? ¡Seguramente, todos pensarían entonces en los artistas como en hermanos predilectos, dotados de especiales gracias!... En estas tardes, los artistas, por humildes que fueran, tenían sus frentes coronadas de resplandores de elegidos, y recibían un dulce y gustoso rendimiento aun de los más desaforados, de los rudos, de los más vanos, hasta de los políticos y de los banqueros, y de todos los fenicios de la vida.

...Un marinero enorme, macizo, con un gorro doblado y encendido como una llama, le estaba comprando a una recovera del puerto. Seis huevos merco, y holgadamente se los puso en el cuenco de su manaza. Y como Sigüenza le preguntase si su barco —un viejo falucho, negro, bravo, de velas remendadas, nave homérica— había llegado de tierras muy remotas, él, para indicarle que de Orán, alzó con gallardía su cargada mano y tendió el brazo lo mismo que una estatua de D. Cristóbal Colón, y los huevos se estuvieron muy quietos en el seno de su diestra, que parecía un nidal de gaviotas.

En justa alabanza de la recovera y de la grandeza de la mano del marinero, nos atrevemos a jurar que aquellos huevos eran de los más hermosos y cabales concebidos por madrecilla de gallina.

Y así se lo dijo Sigüenza a la buena mujer, que no hacia más que mirarle muy menudamente. Era ancha, blanda, enlutada, de cara rugosa, torrada de sol, las manos ásperas de cortezas de salvado, como las patas de las aves de su corral, y el vientre de una cansada robustez.

Sigüenza también la miró mucho. Hallábala de grata presencia; le era hasta familiar su gesto y su habla. ¿No les acercaría sus voluntades la dulce emoción de la tarde honda, clara, purísima?...

Y parece que no fue eso, porque conversando vinieron a recordarse en otro lugar: en los pasillos de la Excma. Diputación, de cuyo Hospicio y Hospital era esta mujer proveedora de huevos y averío. Allí se encontraron muchas mañanas.

—¿Acaso sería él alguno de los señores diputados? —preguntó la gallinera, ofreciéndole una sonrisa de acatamiento.

Y Sigüenza le correspondió con otra más humilde. Nunca había sido diputado; nada más era cronista.

—¡Cronista, cronista! —murmuraba pasmadamente la vendedora, no entendiéndolo.

Entonces el amigo de Sigüenza le explicó que aquello era oficio de escribir libros de historia y de fantasía, y que de este modo se ganaba la vida...

—¡Historias... libros! —gritó riéndose la buena mujer, y se enjugaba con sus dedos recios y morenos la saliva de su risa—. ¿Y así se ganaba la vida?

Y midiendo con la mirada a Sigüenza, le volvió la espalda y le dijo:

—¿Fantasías? ¿Cronista? ¡Más me estimo yo mis huevos!

Del homérico falucho salía un gustoso olor de guiso picante de pescados y un blando ruido de batir de yemas.

Y Sigüenza murmuró:

—¿No serán un símbolo estos huevos que tanto estima la recovera? ¿Y no habremos de estimar o preferir el símbolo a los libros?

—Todavía sí —le repuso su amigo.

Y silenciosos prosiguieron su camino, subiendo por el muro de las escolleras.

Desde allí veían el mar libre, limpio, inocente, no como el del puerto, cuya transparencia muestra vilezas de las ciudades. Aquella agua ancha, pálida, tenía pureza y misterio de verdadero mar. Agarrados a las piedras se veían los moluscos-erizos esponjándose silenciosamente bajo la luz de la tierra, que penetraba encantada hasta lo hondo; allí, acostados, muy quietos, relucientes de plata, estaban esos peces anchos, gordos y ladinos, cebados por los buenos pescadores, las doradas, cuyas escamas de fastuosos tornasoles recuerdan los recamados coseletes de las bailarinas, y tendidas al amor de una pena o encima de las algas, roen con exquisitez de dama los anzuelos, hasta dejarlos mondos y brillantes.

Mirando estaban Sigüenza y su amigo este retazo de vida submarina, cuando pasaron unos chicos que traían un perrito blanco, jovial, ganoso de bullicio y de fiestas, según brincaba para lamer las manos de los muchachos. Ellos se reían, acariciándole y untándole el hocico con el companaje de sus meriendas, para verle torcer golosamente la roja lancilla de la lengua.

Sigüenza estuvo contemplando aquel grupo, que participaba de la inocencia y de la buena alegría de la tarde. Olvidado de las palabras de la recovera, se afirmaba que la paz y la belleza del ambiente eran como un perfume que regalaba y purificaba todos los corazones, todas las criaturas del mundo.

Pero los rapaces, ya lejos, bajaron a las piedras; sus manos descogían, alargaban una soga; el perrito gañía lastimeramente.

Sigüenza y su amigo corrieron a ver su travesura.

Los mozos, tendidos en las rocas, miraban el fondo, que allí estaba somero, del todo transparente.

—¿Qué hicisteis del perro? ¿Se escapó de vosotros?

—¡No, siñor; no, siñor; aun puede verlo!

Acercose Sigüenza. El perrito se retorcía ahogándose con los ojos abiertos, mirando a sus amigos, que le habían atado el cuello y los brazuelos a una piedra muy gorda para que no se levantase. Y los ojos del animal tenían una angustia y una esperanza humana. ¡Veía tan cerca las manos que había lamido; hacía tan poco que le habían agasajado! ¡Hasta le dieron de merendar, como si fuera un chico pequeño de la misma escuela! ¡Cómo habían de dejarlo morir! ¡Eso no era más que por divertirse asustándole!

Y sí que lo dejaron que se ahogase. Cuando Sigüenza se asomó, ya estaba resignada la víctima; había doblado la cabeza.

Y murió.

Sigüenza les injurió enfurecidamente. Y ellos, entre pesarosos y risueños, le dijeron con sencillez:

—¡Si ha sido sin querer! ¡Le queríamos mucho; pero estaba la mar tan quieta y tan clara, que, sin pensarlo, pues... lo atamos, para ver cómo se ahogaba un perro y todo lo que hacía!...

...Y se quedaron mirando la paz y hermosura de la tarde, que eran como un perfume que llegaba a todos los corazones...


1909.

Otra tarde

(La gaviota)


Una tarde primaveral, de mucha quietud, salió Sigüenza antes de que se le mustiase el ánimo bajo el poder de pensamientos, que, si no tenían trascendencia ni hondura filosófica, agobian las más levantadas ansiedades.

«¡Qué haría el mismo Goethe atado con mis sogas!», se dijo para disculparse de su mohína y cansancio.

Nada se contestó de Goethe por no inferir el mal de la respuesta. Es verdad que entonces venía la gozosa bandada de muchachos de una escuela en asueto, porque era jueves. Y esta infantil alegría suavizole de su meditación, y aun le alivió más la vista del cercano paisaje, ancho, tendido, plantado de arvejas y cebadas, va revueltas y doradas por la madurez, y parecía que todo el sol caído en aquel día estaba allí cuajado en la llanura.

Sigüenza, ya descuidado y hasta alegre, como si toda la tarde fuese suya y hermosa para su íntimo goce, bajó a la orilla del mar.

El mar, liso y callado, copiaba mansamente los palmerales costaneros como las aguas dormidas de una alberca. Y el caballero sintió pueriles tentaciones de caminar por aquel cielo acostado ante sus ojos.

Por el horizonte pasaba una procesión de barcos de vela.

Se alzó una gaviota, y remontada en el azul mostró la espuma de su pecho. Anchamente, con aleteo pausado, volaba el ave del mar. La perdieron los ojos de Sigüenza; mas luego volvieron a gozarla. Llegaba del tenue confín trazando un magnifico círculo en las inmensidades. Dio un exultante grito y descendió a la paz de las aguas.

Sigüenza la envidió, y volviose a la ciudad. Desde una reja de un colegio le miraba un chico. Acercose Sigüenza, y vio la sala despoblada y triste; olía a delantales y pupitres. En el fondo, junto a las ventanas de un patio, mondaba guisantes la vieja mujer del maestro, y los cristales de sus antiparras resplandecían fieramente.

—¿Tú solo en la escuela? ¡Todos salieron al campo!

El niño le miró pasmado. La señora maestra también, y arregazándose el delantal, donde tenía la legumbre, fue llegándose lenta y recelosa.

—Es que estoy castigado, que no me supe, ni ayer ni hoy, lo del participio.

Sigüenza se quedó pensando, porque tampoco él sabía lo del participio.

Un amigo le saludó jovialmente, golpeándole la espalda. Era joven y macizo; siempre le sudaban las manos, el cuello y la frente; tenía los ojos risueños; un gesto socarrón en su boca, y se llamaba Martínez.

Juntos, siguieron andando por las calles. Hatos de cabras se iban parando en los portales. Las esquilas dejaban como una estela de vida agreste, de cumbres y sendas.

Sigüenza le habló a Martínez de la altivez y soledad de las gaviotas.

—Yo creo que la de esta tarde me miraba con lástima. Son casi más felices que las mismas águilas. Alcanza su señorío a los mares, donde hunden audazmente sus picos para devorar los peces palpitantes. ¡Vayamos a la playa!

No lo permitió Martínez, porque quería mostrarle, en una cercana casa, algo que Sigüenza habría de considerar como suma de lo maravilloso.

—¿Pero qué es?

Y el otro, sin responderle, le condujo al portal de un zapatero.

El dueño cosía la suela de una bota de paño, y bajo su asiento dormitaba un pájaro grande, viejo, de alas grises, caídas, flojas; tenía una zanca escondida en el plumón de la pechuga, que era de un blanco de cazcarrias.

—¡Sigüenza: he aquí una brava gavina!

—¿Una gaviota? ¡Esto es una gaviota!

—¡Gaviota, gaviota es! —afirmó el artesano, y tomó un cigarro que le daba Martínez.

—¿Y se resigna al encierro y a esta vida de callejón y de zapatería?

La gavina, cansada, mudó de pata y tornó a dormirse.

—¡Es todo la costumbre! —dijo el zapatero—. Este animal se come los garbanzos del puchero lo mismo que un loro. Sale conmigo, siguiéndome. Yo lo he llevado junto a la mar, y la mira, la mira..., y si me siento viene y me pone la cabezota encima para que la rasque.

...Sin embargo de la risa de Martínez y de la pesadumbre de su desengaño, quiso Sigüenza volver a la anchura del mar y a la visión de las libres aves.

Cerca de la orilla reposaban las barcas pescadoras; de sus mástiles pendían, secándose, las redes. Los marineros guisaban su rancho en los anafes, y el oloroso humo llegó a los dos amigos.

—Sigüenza, ¿no comerías de esas ollas? ¿Verdad que sí?

No lo apetecía Sigüenza, y así lo manifestó sencillamente.

—¡No digas que no! ¡No lo digas; huele!

Y la nariz de Martínez temblaba, y sus ojos y su boca brillaban humedecidos por la gula.

Sigüenza dijo que bueno. De todas maneras no habían de comer.

Y murmuró:

—El Eclesiastés ha dicho: «Todo el trabajo del hombre es para la boca de él; mas su alma no se llenará».

—¡Y casi tiene razón! —exclamó Martínez—.

La tiene enteramente. Se afirma que hemos nacido con especiales y altísimos fines que realizar; pero todos nuestros días y fuerzas se consumen para sólo conseguir lo que, según el Evangelio, se nos habrá de dar por añadidura.

...Llegaba la dulce declinación de la tarde. Todo se bañaba de un azul purísimo, y las lejanas costas palidecían, semejando nieblas dormidas, reclinadas sobre el mar liso, inmóvil, como de hielo. Cortaban la soledad del horizonte las blancas alas de un barco velero que venía. Esos bellos barcos dejaban en Sigüenza una inocencia infantil.

—¡Oh blancas y fantásticas apariciones que nos traéis la emoción de tierras de misterio!

—Pues, Sigüenza, no traen sino salazones; casi siempre bacalao.

—¡Martínez!

Y lo aborreció.

Pero ¡qué culpa tenía Martínez del comercio de la plaza!

—¡Por qué la santa nave del Ideal ha de venir, Señor, cargada hasta de bacalao, que tanto huele, y hemos de sufrir tan reciamente para sólo ver su alada blancura!

—Es que si no sufres —repuso el amigo—, si no sufres te conviertes en gavina de zapatero, que baja la cabeza para que le rasquen y come garbanzos fríos del cocido... ¡Y qué cocido, Sigüenza, qué cocido se comerá en aquella casa!

Sigüenza contempló enternecido a Martínez.


1908.

Una noche

(En Cristianía)


Aunque lo leyó en libros muy antiguos, y lo escuchó hasta de gentes humildes, sólo después de muchos meses de postración y de padecimiento supo Sigüenza que en la salud estaba el más grande bien y alegría del hombre.

Si otra ansia sentía, quizá se derivaba de lo mismo: de la codicia de la fortaleza. Ser fuerte, sano, ágil como los marineros que pasaban bajo sus ventanas. Y viéndolos, imaginaba la vida de inmensidad, la de los puertos remotos, la vida ancha, gustosa, descuidada y andariega por países desconocidos y lueñes.

Y decidió viajar.

Los médicos le avisaron que había de prepararse para la resistencia y fatiga de las futuras jornadas; había de salir y andar. Y salió y anduvo.

Casi siempre iba por los muelles. Parábase delante de los barcos de vela, de los viejos vapores, y toda su ánima quedaba colgada de las palabras de los hombres extranjeros.

En los costados de aquellas naves se leían nombres que evocaban lo lejano y legendario. Un bergantín se llamaba Alba; había venido de Génova cargado de macizos de mármol; los tocó; parecía que temblaban en lo más profundo de su blancura guardando ya el latido de la vida y de la forma. Otro, llamado Castor, traía tablones, y aun troncos enteros de pinos, de robles, de caobas; todo el barco exhalaba un olor generoso de bosque. Una polacra de Malta llevaba un rótulo azul que decía: Siracusa. Después estaban los vapores, negros, grises, remendados de rojo; de chimeneas flacas, rollizas, rectas austeras, o inclinadas altivamente hacia atrás; las chimeneas daban a todo el buque la nota, la expresión fisonómica, como la nariz a nosotros.

...Sigüenza no pudo viajar; pero el prurito viajero, el ansia de la lejanía continuaba llevándole a las orillas de los muelles. Amaba el silencio de algunos barcos que semejaban abandonados; oía conmovido el gemir de las planchas de los pasadizos; miraba el cordaje de los veleros, que en medio del mar sonaría como una lira inmensa. Se imaginó pasando por el horizonte, bajo las blancas alas de las velas, envuelto en las gozosas claridades contempladas desde sus balcones. ¡Oh, hasta veía lejos otros barcos, y entonces apetecía ir donde no iba!

...Y una tarde de domingo, tarde de silencio en el puerto, alejose Sigüenza por el más solitario de los pretiles.

Dos barcas reposaban junto a la escollera; tendido bajo el mástil de la más grande, un viejo tañía la ocarina. De la punta de la entena colgaba un traje rígido, inflado, de buzo; parecía el cuerpo de un pirata ajusticiado. Un grupo de chiquitos, vestidos con delantales negros de huérfanos, volcábase encima de la sombra del «muerto», y cuando el aire movía el duro ropón y las calzas monstruosas, los rapaces gritaban agarrando la tierra surcada por la fantasma.

Lejos, lleno de sol poniente, mirándose en la paz de las aguas, había un vapor ceniciento, muy alto. Unos hombres rubios fumaban sus pipas olorosas, sentados sobre las cerradas bodegas. Junto al filo audaz de la proa, y en la plácida redondez de la popa unas letras blancas decían: Dagphin-Kristiania.

Sigüenza contempló embelesadamente el noble vapor, recogiendo las palabras de aquellos hombres enigmáticos, y las pisadas de un tripulante que aparecía por una escotilla y volvía a hundirse en otra negrura; y como calzaban galochas enormes y los suelos eran de hierro, los pasos retumbaban inmensamente; parecían de todo un pueblo, el estruendo de toda una raza.

—¡Dagphin —murmuró Sigüenza— debe significar Delfín! ¡Cristianía!

Después de muchas deliciosas quimeras, viendo no ser posible el marcharse, se dijo: «Pues hagamos amistad con esos hombres extraordinarios, entremos en el buque. ¡Yo quiero comer a su misma mesa y envolverme en los raros aromas de su exotismo de modo que crea estar en Cristianía!».

Y luego se allegó tanto al barco, que pudo tocar el tibio acero de sus lados, y miraba a los marineros mostrándoles mucho agrado, y repetía: «¡Dagphin, delfín! ¡Qué nombre tan hermoso, tan marino y tan noruego!».

Pero aquellas gentes proseguían fumando; algunos de ellos silbaban; otros cantaban dulcemente. ¡De seguro que sería música de Grieg!

Y no le hacían caso.

Decidió buscar la mediación del consignatario para saciar sus deseos.

Y otro día, muy temprano, tuvo aviso de que el capitán del Dagphin consentía en recibirle y darle de comer a la noruega.

Y llegada la tarde, Sigüenza y un hijo del medianero, muy decidor y que sabía inglés y todo, se encaminaron al puerto.

—La lengua inglesa es el idioma de los mares —le advertía el nuevo y precioso cantarada.

Sigüenza, para halagarle, para premiarle sus buenos oficios, se admiraba mucho.

—Barco —añadía el otro— en inglés es femenino; es femenino y se considera la esposa del capitán, que antiguamente no podía desposarse con mujer mientras navegase.

¡Una novia les esperaba!

Sobre el cielo del crepúsculo se veía recortado el gentil contorno de la amada; su pecho lucía como carne de plata... ¡Oh nave silenciosa, sagrada y nupcial!...

Junto a los muelles gemían atadas las viejas barcas pescadoras.

Sigüenza las miró sonriéndoles como si fuesen criaturas pequeñas.

¡Sí; no podía negarlo, eran muy pintorescas, tenían interés y belleza, pero no se alejaban más allá de Larache!...

...Los hombres del Dagphin fumaban calladamente.

Subieron por los pasadizos de las bordas, y al hollar los suelos del vapor comunicose a toda la vida de Sigüenza un tibio resuello que venia de las hondas máquinas. ¡El mismo se oirá cuando el Dagphin repose en los puertos helados!

Apareció el capitán. Era pálido y sus cabellos parecían de algas secas y prensadas. Les saludó ceremoniosamente. Estaban muy cerca, y los ojos claros del marino semejaban mirarles desde lejos. Sigüenza elogió con entusiasmo el nombre del barco.

¡Delfín! ¡Qué hermoso! Verdaderamente el buque era como un delfín gigantesco, relumbrando todo de sol. Surgía la figura de Arión con sus amplias y rozagantes vestiduras y su divina cítara...

Todo se lo traslado el hijo del consignatario al impasible capitán, que contestó unas breves palabras. Dagphin equivalía a Buen día, y Arión, de Arión, nada.

Hecha la presentación del jefe de máquinas, corpulento, rojo, taheño, y del piloto, enjuto, blanco, dorado, pasaron silenciosamente al comedor: una cámara de caoba bruñida, rodeada de divanes de color de cereza. Dos lámparas de cristal empanado esparcían una dulce luz, convidando al recogimiento; era un recinto íntimo, fraternal y bueno; se pensaba en los hogares del Norte, abrigados, sencillos; hasta el frío y la desolación de la noche que les rodea y el clamor del viento doblando los abetos nevados, parece que congregue amorosamente a la familia, que se siente muy sola y pequeñita en medio de la Naturaleza... Y pensándolo se conmovieron Sigüenza y su amigo, y creyéronse muy solos y muy lejos, lejos de todas partes.

Les sirvieron unas escudillas de sopa de pescado con azúcar. No les gustó, pero ¡qué importaba! ¡Esa misma sopa habría comido Ibsen en el aposentillo de su farmacia! Por una de las redondas luceras aparecía una gota roja de cielo inflamado de luna redonda, hinchada.

De súbito pasó un rumor de voces gangosas, un estrépito de almadreñas; se asomaron dos cabezas rubias mirando ferozmente.

Sirvieron peces hervidos, rodeados de patatas y nueces que tenían un dulce baño de jarabe de frambuesa.

El piloto llenaba las copas de un vino levísimo, guardado en garrafas de vidrio que se empañaban por la deliciosa frialdad. Y apenas lo cató Sigüenza, imaginó las pobres vides remotas viviendo bajo fanales. Y fue glosando la tristeza de esas cepas sin sol, quizá nacidas de cepas madres, criadas en la jubilosa y caliente tierra de España.

Y el hijo del consignatario, luego que habló con los marinos, le aconsejó que no se apenase por la vid de ese vino, pues lo habían mercado en una tienda del puerto, que a bordo no lo traían de ninguna viña del mundo para impedir los alborotos y peligros de la incontinencia.

Fuera sonó un rugido; golpearon siniestramente las ferradas paredes. Levantose el capitán, y agarrando un bastón, que tenía por puño una clava, salió a cubierta.

El jefe de máquinas y el piloto sonreían, hablando y engullendo con sosiego de abades. Señalaban hacia el vocerío de la tripulación, y después tocaban los frascos de la mesa.

Sigüenza comía pan; era un pan bazo, cenceño y muy sabroso, cortado en sutiles rebanadas, y encima ponía cundido de jarabe.

Trajo el mayordomo un jamón entero, tierno y asado; llenose el recinto del mismo olor que, según Sigüenza, habría en la casa de Ulises.

Pero, de súbito, llegó un grito de tragedia, y aquellos dos hombres, de un puñado, se desnudaron hasta la cintura y fueron arrebatadamente a la cubierta.

Quedó sola la cámara, y la fuente del pernil humeaba como un sacrificio.

La tripulación rugía amontonada; era una lucha de bestias feroces. La lumbre húmeda de la luna resbalaba sobre los blancos torsos desnudos, sobre las cabezas rubias, enrojecidas, sobre los brazos que se acometían delirantemente. Retumbaba como una siniestra campana la maza del capitán al caer en los costados del buque, o se oía espesa y profunda magullando la carne, y hacia un chasquido duro, rebotante, hendiendo un cráneo... Se senda el desconsuelo, la angustia de la pérdida del sentimiento de humanidad. Ya no quedaban hombres, sino carne, sangre, alaridos.

...Pasada la media noche, Sigüenza y su amigo abandonaban el barco. Al salir, tropezaron con tres hombres tendidos, atados como osos a recias argollas; las cuerdas se enroscaban tirantemente por todo el cuerpo; eran condenados de un infierno mitológico, que aullaban y se retorcían gimiendo bajo el abrazo y la devoración de sierpes horrendas. La luna, ya pálida y alta, vestía de una misteriosa blancura la proa del buque; las letras parecían labradas en hielo de los glaciares de la patria... ¡Dagphins Kristiania! Habían visto a los hombres de Cristianía odiándose por un vaso de vino, el vino para agasajar a Sigüenza...


1910.

En el mar.— Vinaroz

Las luces de la ciudad se hunden estremecidamente en las aguas negras del puerto.

Va engulléndose el barco a una muchedumbre cargada de hijos, de hoces y azadas, de fardelicos y costales de ropas pobres que huelen a hogar muy humilde; y hay un vocerío de feria aldeana.

Cuando la sirena del vapor ha arrastrado su lamento en el fondo de toda la noche, y comienza a latir la hélice entre un fresco ruido de espumas, Sigüenza sube al puente con su compañero de viaje. Es un ingeniero sencillo y bueno, que trae en cada zapato una piel de novillo andaluz, y parece algo pariente de Tomé Cecial.

Después de mucho tiempo de un recogido mirar las ventanas alumbradas del pueblo, ya remoto, esas ventanitas que son las pasiones y las tristezas y las amistades de los que se quedan, Sigüenza ha dicho:

—Desde que salimos estoy esperando la emoción que siempre imaginamos en los que se marchan. Los barcos que pasan frente a nuestro balcón llevan una carga dulcísima de románticas promesas, y ahora es la tierra, que se nos esconde, y las luces de aquellos vapores más lejanos que el nuestro, lo que me parece que codicio por hermoso. ¿No será esto un halago con que la realidad desconocida o renovada nos va convidando?

—¡Todo es posible! —le responde el ingeniero mirando los fanales y lámparas de la cubierta.

Y a poco añade:

—Te advierto que la instalación eléctrica de este buque es Jimmer; la de este buque y de todos los de la Compañía.

Sigüenza contempla a su camarada Tomé; oyéndole ha presentido que a su lado estaba la realidad.

Los pasajeros humildes dormían amontonados en el suelo húmedo, viscoso y negro; lloraban algunos niños chiquitos; se oía la queja, la voz cansada de una madre. Un poeta hubiese dicho que el cielo tendía sobre sus frentes el amparo de su techumbre, que palpitaba de estrellas. Pero Sigüenza jamás compuso un verso.

Un trozo de luna muestra el contorno de la costa desnuda y ruborosa, porque hay en la noche de la playa una emoción delicada de mujer.

Los faros, de destellos rápidos, inquietos y de ojos fijos, dan como una idea de solicitud, de vigilancia, de intimidad con el pobre barco solo en las inmensidades. Parece que se miren y se quieran como hombres buenos y hermanos, porque los hombres van dejando en las cosas una fraternidad, una dulzura que se olvidan de mantener entre ellos mismos.

...Busca Sigüenza la realidad humanada en su amigo, y la encuentra resollando y dormida dichosamente en la angostura de su litera, bajo el esponjoso blancor de una manta.

Arriba lloran las criaturas asustadas del trueno de las máquinas, y de la noche del mar; se lamentan algunas mujeres; balan los corderos de los rebaños empavorecidos en las hondas bodegas... Van las aguas floreciendo blancamente de luna.

...Por la mañana, el viejo vapor se acerca un poquitín cansado a la costa.

Los pinares se asoman a las doradas eminencias de los montes, como si se hubiesen subido sólo por ver los viajeros. El sol los traspasa y calienta gozosamente. En las laderas se descubre, a retazos, la carne viva de la rojiza tierra labrada.

Y aparece Peñíscola, abrupta y gentil; resplandecen sus casas como vestiduras inmaculadas de doncellas. En el mar, silencioso, liso y azul, se copia toda la diminuta península. Sobre las ruinas del castillo vuela una gaviota.

Peñíscola se funde, se esfuma debajo de un oro ardiente y brumoso; su blanca silueta recuerda los palacios de encantamiento.

Entre tanto, se va ofreciendo el pueblo de Vinaroz.

El ingeniero tiende su brazo hacia dos chimeneas y la blancura redonda de la Plaza de Toros.

Pero Sigüenza no puede inferir ninguna grave filosofía, porque se ha entregado a menudos y sutiles pensamientos.

Este pobre vapor, tan bondadoso, tan abnegado, no ha sido comprendido.

Veréis. Cuando Sigüenza dijo que había de viajar en este barco, hubo gentes que sonrieron algo desdeñosas y le auguraron grandes males. Le advertían que era un vapor ruinoso, casi podrido; su hélice, como aspa de molino decrépito; sus calderas, todas cribadas; iba cojeando por los mares, y cuando se le antojaba, quedábase parado tercamente, como esas viejas mulas que padecen huérfago y les sangra la piel de las mataduras donde hierven las moscardas... Pues el vapor se acostaría en el mar, rendido y devorado por los picos voraces de las gaviotas...

Y apenas entró Sigüenza cuidose de saber si llevaba chalecos salvavidas.

Y viéndole libre de las amarras, llegó a sentir la voluptuosidad del peligro en toda su sangre, y hasta pensó: «¡Oh, no es tan difícil ser héroe!».

Y llevaban navegando una noche y una mañana, y he aquí que el barco hendía brava y gallardamente las aguas; sus costados hacían un glorioso relumbrar de sol y de olas vencidas; sus máquinas resonaban con un firme retumbo de fortaleza, de confianza en sí mismas. La cámara era blanca, abrigada, de una discreta elegancia, olorosa de muebles y tapices ricos y limpios. ¡Pobre vapor escarnecido por esas almas descontentadizas y murmuradoras! Nada más podría tachársele la chimenea flaca y remilgada. ¿Por qué seremos tan fáciles al desdén y a la burlería para quien oculta en su humildad un esfuerzo, una perseverancia, una recatada distinción?

Surgió el ingeniero, y Sigüenza le tuvo por cifra y símbolo de muchos vapores.

—¡Ya estamos en Vinaroz, Sigüenza! ¿No viste esos cables? Son del teléfono interurbano. Vinaroz tiene teléfono. Apostaría algo a que tú no lo imaginabas.

No; no lo imaginaba.

El silencio del sosegado puerto semejaba abrirse y recibir hasta en su hondura y lejanía el balar de los rebaños que iban saliendo del vientre del buque. Algunas ovejas sangraban y no podían caminar, y los pastores las golpeaban con los corpezuelos palpitantes de las crías nacidas en el mar, llevadas a racimos.

Sigüenza y el ingeniero quieren ver la momia de San Valiente, que se guarda en una urna obscura de la iglesia mayor; quieren verla porque es momia y por serlo de un santo de quien no tenían ni barruntos de su vida. ¡San Valiente, Dios mío!

San Valiente está recostado perezosamente en su codo. Viste de centurión, con muchos bordados de realce y lentejuelas; trae una corona de rosas en las sienes rubias y una palma en una mano crispada y menudita. Sin embargo de la santidad y del martirio, su cara es maliciosa; parece que la hayamos visto alguna vez en un tranvía, en una oficina. Tiene un brazo hendido, porque un varón fervoroso le arrancó una astilla de carne para reliquia.

Mientras el ingeniero Tomé contempla resignadamente la diminuta nariz del santo, Sigüenza habla con el sacristán, un hombrecito de gafas recias y cráneo rapado, que asegura que la sagrada momia es muy permanente, que fue traída de Jerusalén —pero él dice Jesusalén— hace doscientos años.

—¿Y es santo de fama?

—¡Huy, si lo es! Un día entró en un convento a robar panes para los pobres. Y el Padre Prior le dijo: «¡Ay, Valiente! ¿Qué haces, Valiente?», y Valiente contestó: «Nada; doy flores a estos desgraciados». Y los panes se trocaban en rosas.

—¿Y en Vinaroz cuántos milagros hizo la santa momia?

—¡En Vinaroz! —murmura el sacristán con una terrible resplandescencia en sus gafas—. ¡Aquí, en Vinaroz, lleva doscientos años, y no ha hecho ni esto!

Y el buen hombre se muerde la uña del pulgar, goteada de cera.

Respetando su amargura, Sigüenza y el ingeniero salen a la alegría de la tarde.

Sobre el azul humean dos fábricas. Tomé quiere visitarlas. Pero por un cantón aparece un hombre enlutado que lleva bajo su brazo una vara de borlas negras, y tañe un cuerno de azófar. Le rodean las gentes, y él, leyendo en un papel un trabajoso rato, que debía de ser mal lector como el cuadrillero que contendió en la venta con el hidalgo de la Mancha, torna a tocar y luego grita: «De orden del señor alcalde —y al pronunciarlo se quitaba la gorra— se hace saber que la contribución industrial, urbana y rústica de este trimestre hade pagarse el día 27 en la calle de Rafael Selis, número 15. Además —y aquí volvía a leer la nota— esta noche debuta en el Gran Café de España la celebrada y simpática bailarina la Isleñita».

Y toca el cuerno y se aleja dando unas zancadas, y su sombra inmensa se quiebra en los tapiales soleados de un huerto callado y melancólico.

Ya Sigüenza y el amigo siguen al hombre del pregón.

—¿Acaso no es un claro resumen de la vida, de la realidad española? ¡Gabelas y baile!

—¡Como tú quieras! —ha murmurado el ingeniero.


* * *


El barco se entra en la negrura del mar. Están las aguas tan paradas, que las estrellas se copian en su quietud como las lumbrecillas de un pueblo infinito y glorioso.

Sigüenza siente un deliquio de ternura, y mira a Tomé, y le dice:

—Yo quisiera ser como tu; eres bueno y sereno, nunca desfalleces y nunca te exaltas. Tú para mí significas la realidad.

Y el amigo le responde casi balbuciente:

—¡Ay, Sigüenza, Sigüenza, pero si yo estoy enamorado, y sufro más!...

—¡Tú, tú! ¡Tú cuitado de mal de amores! ¡La realidad enamorada!

Y Sigüenza se conturba. ¡Oh, realidad era todo: lo suyo y lo del ingeniero y los doscientos años de hastío y ocio de la pobre momia de San Valiente!


1910.

Días y gentes

Origen del turrón

Pasa Sigüenza por la Huerta de Alicante. Es un hondo llano de jardines sedientos y de tierras labradas, de árboles viejos, grandes, patriarcales, de vides robustas y ardientes. La alegría, el halago fresco y azul del mar va siguiéndole hasta doblar los montes del confín, los bellos montes lisos y zarcos, y por las tardes, el sol muestra redondeces, collados, angosturas, casales y arboledas, todo rubio y de un color de carne y de rosas. Entonces esa serranía parece avanzar y ofrecernos toda su desnudez, toda su vida. Arden las cumbres con un triunfo, con una gloria humana y dolorida. Cruzan el cielo los pájaros buscando la querencia de las palmeras, de los cipreses solitarios que dan compañía y una sombra larga a los torreones moriscos, a las casas de placer, antiguas, venerables, las únicas que todavía dejan una emoción señorial en este paisaje roto por edificios nuevecitos, por hoteles pulidos, que no saben qué hacer en el silencio campesino...

Hay caminos profundos y callados entre tapiales de cal, entre morenas albarradas; ventas polvorosas con argollas y pesebres en las faenadas, y algún olmo agarrado ansiosamente a la humedad de un ribazo. Es una huerta terronosa y vetusta. El ruido de los árboles evoca la delicia del agua, y ver un bancal regado, decirlo, oír un rumor de acequia, trae el pensamiento de contar mucho dinero en un escritorio o quizá la memoria de un lance de sangre. La pureza, la canción del agua es lo que más mueve y mantiene la raíz y el breñal de la criminalidad levantina. Y la huerta se abre, se interrumpe de cuando en cuando, y aparece un caserío, un pueblo.

Santa Faz reposa al lado del monasterio donde se guarda el lienzo santísimo, amor y remedio de los rancios señores, de las cigarreras, de los labriegos malparados. Tiene esta aldea unas casas con los balcones de celosías siempre cerradas; por los sillares, que se agrietan con dorados regaños como el pan, suben cactos verdes, escamosos, que parecen enormes lagartos dormidos al sol, y por las cercas desborda un jazminero, un rosal, de fronda ancha de árbol viejo, evocadora de tardes románticas. Está todo en la quietud mística del ostensorio de la Faz divina. Pasan coches, automóviles, las pesadas diligencias que hacen trepidar las celdas de las monjitas, los retablos y las columnas de los obscuros altares. Se persignan las mujeres, se descubren los viajeros devotos mientras conversan de deleite, y el estruendo de la jácara retumba en los canceles de la iglesia y en toda la paz aldeana.

Después aparecen las torres de San Juan. San Juan es un pueblo ufano que huele a tahona y a gasolina. En sus estancos se vende tabaco del caro; los dulceros y horneros amasan magdalenas y panes de lujo.

En el portal de la iglesia aguardan galeras y cochecitos que traen a las familias elegantes para oír misa de precepto. Los lugareños, recién afeitados, con polvos en las orejas, y ropas rígidas, parecen todos labradores de las haciendas de aquellos forasteros. La carne, los pescados de la plaza de San Juan se sirven en sus mesas. Las gentes de San Juan adulan a los ricos señores. Están muy complacidos; mantienen una buena amistad durante el verano; fuman juntos y todo. Es que los ricos señores, cuando se aburren de la quietud de sus huertos, buscan este pueblo; sienten una voluptuosa condescendencia; llevan guantes de seda o de hilo y zapatos con suela de cáñamo, y una cayadita blanca y se miran y sonríen y piensan: ¡Es una hermosura ser sencillos!

Y el pueblo, lo que aun queda de pueblo bajo la corriente de la elegancia, del patriciado; las callejas húmedas con olor de artesa, de alacena pobre; los portales con una cabra atada, con un viejecito enfermo, olvidado, que se osea desventuradamente las moscas; ese pueblo adusto, retraído, de color de bancal, deja en Sigüenza una profunda melancolía. Allí vive el Bautista vestido de pieles de camello, manteniéndose de raíces y alimañas.

A poco, llega Sigüenza a Muchamiel.

Muchamiel es un lugar grande y dorado. Hay rinconadas donde parecen dormir los pasados días. De los jardines y de algunas casas hidalgas se desprende como un perfume de legitimidad lugareña.

Nada queda de las colmenas insignes cuya abundancia dio nombre al pueblo. Han huido las abejas que faenaban para beneficio y poesía de los hombres. Todo ha pasado; se han desleído los panales dejando en las piedras su color caliente. Es un lugar de evocación de un día azul y rubio, rumoroso y feliz, ya perdido.

Y después, los campos tienen más Naturaleza; y sus caminos, más silencio, y una expresión de que se alejan mucho. Traspuestas las últimas fitas de huertos de regalo, se cruzan ramblas abrasadas, altozanos raídos; los árboles se retuercen con gesto de dolor y de penitencia; es un paisaje grande, mudo, extático bajo la pompa gloriosa de los cielos.

Ya las montañas remotas, tan cristalinas, tan delicadas, se presentan a nuestro lado poderosas, pardas, desolladas por el hombre, arboladas en lo blando y generoso de su ladera, abiertas por la rota espada del camino.

Los almendros, los algarrobos, los olivos, los sembrados se crispan cansadamente en las inmensidades. Ya el campo se torna fragoso, umbrío.

Jijona surge súbita y audaz trepando por la sierra. Pero esta esquivez de pueblo abrupto va adornada de donaire, de travesura de doncella muy famosa que se sube por riscos y derrocaderos, y enseña más gracias cuanto más cuida de cubrirse y de huir. Las faldas de sus montes están plegadas por graderías de una elegancia latina, alfombradas de pámpanos. Los racimos se maduran y enfrían dulcemente en la cepa hasta Navidad. Los frutales dan una frescura y abundancia selectas. El ambiente es fino, sutil, medianero de un bello pecado de amor.

Sigüenza recoge siempre en Jijona una emoción de feminidad, de atildamiento.

Destaca en este lugar la mujer, mujer de cabellera abundosa y trenzada, blanca como la carne de los manzanos de sus tuertos; su sonrisa, florece de promesas; todo su cuerpo, hermoso; el movimiento, rítmico y sabio. Aun siendo humildes, parecen de un misterio y suavidad de altas señoras porque poseen la aristocracia del color y de la forma; y aun siendo viejas, arrugaditas, guardan una claridad, una perfección expresiva de miniaturas de damas.

Se agrupan las mujeres en los hondos zaguanes mondando almendras, acomodando los macizos de turrones en las cajitas de chopo, envolviendo las uvas de ámbar. Suenan sus cánticos, sus risas. Predomina el temperamento femenino en el trabajo, en las fiestas, en toda la vida del pueblo serrano.

Cree también Sigüenza que la dulce industria de Jijona favorece a ese triunfo de la mujer. Una mujer primorosa en la confitura predispone a verla exquisita, y la exquisitez llega a dar la ilusión de la belleza. Y Jijona vive del dulce. ¿Es que no hay hombres allí? Sí que los hay. Hay nobles y hasta doctos varones, buenos hacendados, maridos que juegan a la brisca, frailes de la Orden de San Francisco, mozos con un sombrero felpudo, advertidos y linces para cuidar aquella tierra morena y espléndida, y, principalmente, turroneros. Pero a los jijonencos los imaginamos siempre andariegos y remotos ofreciendo a toda la Humanidad los apretados panales del turrón, los pastelillos que se funden con deliciosos sabores de frutas, almíbares y escarchas que sólo nos parecen labrados por las manos gordezuelas, por las manos pulidas y delgadas de las mujeres de Jijona. Parece que las abejas de Muchamiel han enjambrado en las peñas, en los árboles, en las casas de Jijona.

¿Qué leyenda o qué códice nos dirá el origen de la dulce y famosa industria de este lugar levantino?

...Y un día, cercano de las Pascuas, entra Sigüenza en una confitería de Barcelona. Es un saloncito resplandeciente, que exhala un tibio perfume de los azafates y frascos que parecen joyeles; una fragancia de damas hermosas que comen bombones alzándose graciosamente la niebla de sus velos.

Ve Sigüenza los muros de turrón, ya en cajas, ya en su dorada desnudez con sus lunares de canela. Y todo Jijona, sus mujeres, sus almendros, sus manzanos, sus parrales, se le ofrecen a su alma.

—¡Jijona, Jijona! —exclama Sigüenza.

Entonces, un señor bien portado, de frondoso bigote, de ojos que denotan cansancio, quizás del estudio de la Jurisprudencia, porque debe de ser de la Magistratura, probablemente un abogado fiscal, amigo de confianza de la casa, advierte a nuestro caballero, lo mismo que si le recordase un artículo de la ley de Enjuiciamiento civil:

—Ese turrón que usted señalaba no es de Jijona, sino de Cocentaina.

—¡Sí, sí, de Cocentaina! ¡Oh, Cocentaina!, es un pueblo amable, silencioso, huele a maíz tierno, a alcaceres, a feracidad, con su castillo tostado, sus robustas nogueras, su palacio ducal de primorosos artesones, en cujas salas hay un Círculo Democrático, un almacén de calzado. Sí; el turrón de Cocentaina es riquísimo; pero no olvidemos que Jijona es la cuna, el regazo y la maestra de ese manjar que preside las fiestas familiares de más grande ternura.

El abogado fiscal, que no es abogado fiscal, sino dueño de la opulenta confitería barcelonesa, queda algo mohíno escuchándole. Y luego le responde:

—Mire; en 1703 hubo una epidemia de peste en Barcelona. Fue una ruina para el gremio de especieros dulceros. Buscando su remedio se juntan los cónsules, y abren, en 27 de octubre, un concurso de pasteles, ofreciéndose recompensas a los dos de gusto más regalado, que puedan resistir un mes sin malearse, que tengan la semejanza de piedra, uno; de pergamino, el otro; que vendidos al precio de todos los pasteles, dejen el beneficio del 50 por 100. Estos pasteles se llamarán «conmemorativos».

Sigüenza mira recelosamente al docto dulcero. ¿No será este nombre un ironista? Pero, no; no debe serlo; habla con exaltación foral; el precio fijo es dogma crematístico inexorable de aquella casa; y sin embargo, a Sigüenza se le hace alguna merced en el coste de su humilde compra. No; no es posible el humorismo.

Y sigue escuchando que los tres brazos del Concejo se comprometen a la propaganda de los pasteles premiados, desde la Purísima a la Candelaria. Concurren trece gremieros; y triunfan Pablo Turrons y Pedro Xercavins. El pastel de Turrons tiene una cabal semejanza con un pedazo de piedra de granito; está hecho de miel, de avellanas y piñones. El de Pedro Xercavins forma un pergamino de neules, de hostias con un relleno delicioso.

El día 2 de diciembre, los pregoneros de la ciudad mandan que en regocijo por la desaparición de la peste, merquen todos el turrons y el neula. Los párrocos aconsejan, en misa mayor, a sus feligreses que celebren la salud y todas las fiestas de tan dulce modo.

Pero, ¿y Jijona, entonces? Y Sigüenza pide noticias del turrón a un culto jijonenco.

Y en Jijona saben que hacen diez mil quintales de turrones todos los años...

No tiene leyenda ni códice del turrón este pueblo levantino, y el relato que de su origen ofrece el confitero a Sigüenza hace de este dulce un símbolo y una glosa de muchas dulzuras que prorrumpen del dolor, o lo evocan. En los días de fiesta de hogar, comiendo el pastel del gremiero Pablo Turrons, ¿no encontrasteis el sabor de una almendra amarga, y el amargo dejo de una fecha, de una memoria desventurada?...

Recojamos la enseñanza de la sabia abeja de Jijona, que de un dolor ajeno ha creado una dulzura «propia» inagotable para todos sus hijos.


1910.

Pastorcitos rotos

Una abuelita con saboyana roja y corpiño negro, que lleva un reverendo pavo en sus brazos, camina descabezada sobre la verde lisura del tomo III de Luciano.

Hay en la orilla de un tintero de Talavera un viejo sentado en su peña, con montera de piel y capa pardal y zahones nuevecitos que antes tendía sus manos encima de lumbre de leña, y hogaño está manco y sus muñones se asoman al abismo de tinta.

En el cestillo de la labor de la madre yace derribado el negro rey Gaspar, cuya cabalgadura tiene una pata quebrada por la corva, y una labriega, que traía en la cabeza un añacal todo rubio de panes, contempla sus piernas entre la corona del mago.

Cerca del Epistolario Espiritual del venerable Juan de Ávila, una garrida lavandera se mira lisiada de brazos en el remanso de un espejito roto.

Y entre Rabelais, y algunas cuentas de mercaderes, asoma la donosa blancura de los rebaños. Y casi todos los corderos, hasta los recentales se doblan, se tuercen, se rinden por la flaqueza y ruina de los alambres de sus patitas y pezuñas, y lejos, en un trozo de soledad de la mesa, se amontonan zagalas con ofrenda de pichones, y pastores con presentalla de cabritos, de odres de vino, de cestas de huevos, de orzas de arrope, de manteca, de ristras de longanizas, de ramos de pomas y ponciles; y otras figuras más líricas, tañen adufes y rabeles, y otros muestran la gracia de la danza; y todos se asfixian bajo la escombra de molinos, de hornos, de un pozo, de un hostal cuya puerta no se abrió a los ruegos de la Santa Virgen María, y ahora tiene un portalazo como un antro hecho por ratas voraces.

Toda esta diminuta Arcadia fue derramada sobre los libros de Sigüenza, y unas manos femeninas van curando dulcemente con el dorado bálsamo de la goma: picos, alas, testuces de bestezuelas, dedos, costados, descalabraduras de villanos, de revés y hasta de santos; y la misma solicitud y paciencia hacendosa llena, con sabio artificio, las tinajitas de riquísimos presentes, y tiñen un cuero, el manto de un rey, y hasta la buena estrella de Oriente ha sido menester enlucirla.

Y después de cerrar tantas heridas y de enmendar tantas mutilaciones, ¡cuántos muertos todavía, Dios mío! ¡Y qué perdición en el Nacimiento!: las fuentes, cegadas; la arboleda, seca; los pastos, raídos; el camino de los Magos, hecho ramblizo fragoso, y el santo establo devorado por la carcoma... ¡Todo ha sido derruido por la ferocidad de un año de vejez!

...Pastorcitos nuevos y la mula y el buey querían los hijos que les mercara Sigüenza, y que se buscara un Niño de fina estirpe de porcelana y que se le labraran otros pañales.

Y fueron los padres a la tienda para traerlo todo. Y en la mesa de trabajo se ha mezclado lo flamante y lo viejo.

Las manos infantiles han preferido las figuritas recientes, y la mirada de los padres acaricia las lisiadas.

¡Qué tristeza tienen los pastorcitos hendidos, ciegos, mutilados, los pastorcitos rotos! ¡Cuántas evocaciones de ternura inspira una mano adherida a una orcita vidriada llena de brescas que rueda al lado de un trozo de ala del ángel que bajó a la majada para anunciar que naciera el Mesías a los hombres de buena voluntad! ¡Y la abuela del corpiño negro y de la basquiña roja, la abuelica sin cabeza!... ¡Cuánto pesar, Señor, dice su rendida espalda y su cuello segado!

Y los padres se miran en silencio y se empañan sus pupilas. Es que saben ahora por qué antaño amaban los suyos las figuritas viejas de Bethlem, que todo el pasado va emergiendo melancólicamente entre los corderitos cojos.

...¿Verdad que al acabarse la tarde de los domingos, en las tardes de los días de fiesta, sentís algo muy hondo y muy dulce, pero muy triste, que algunos hombres distraídos lo toman por aburrimiento? Pues ese «algo», pero más intenso, viene delante de Navidad y hace morada en nosotros cuando Navidad se va perdiendo y alejando entre una fragancia de recuerdos dejada por las figuritas rotas del Nacimiento.

Ellas han renovado intimidades, escondidas ternuras de nuestra vida y de otras vidas de otras figuras rotas, desaparecidas o desventuradas...

...Ahora estamos solos nosotros con los pastorcitos viejos, que son nuestro ayer, y los pastorcitos nuevos, que serán mañana los rotos para nuestros hijos.


1906.

Un domingo

Sigüenza y sus amigos miraron la noche, honda y desoladora de los campos.

Los fanales del tren, esas lamparillas que se van desjugando, y el aceite turbio, espeso y verdoso remansa en el fondo del vidrio cerrado; esas lamparillas que dejan un penoso claror en las frentes, en los pómulos, quedando los ojos en una trágica negrura, y alumbran la risa, la tribulación, el bullicio, el cansancio de gentes renovadas que parecen siempre las mismas gentes; esas lamparillas daban sus cuadros de luz a los lados del camino, y doraban un trozo, un rasgo del paisaje: una senda que se quiebra en lo obscuro, un casal todo apagado, un árbol que se tuerce en la orilla de un abismo... Todas las noches reciben la rápida lumbre, y muestran su soledad, su desamparo.

¿Dónde estarán?, se pregunta Sigüenza asomándose, y busca amorosamente en la noche la senda, la casa y el árbol, todo ya perdido. Y entretanto, siguen los fanales viejecitos del tren avivando caminos, árboles, majadas, soledades, que luego se sepultan para siempre.

A lo lejos, tiemblan las luces de un pueblecito del llano. Se apiñan, se van ensartando primorosamente. Se desgranan como chispas y centellas del leño enorme, viejo y renegrido de la tierra.

Hace mucho tiempo, cuando estas luces comenzaban a arder, parose un carro en un portal. Salió un buen nombre con un atadijo, después una mujer ancha y fuerte con una cesta, gritando avisos y mandados a los hijos que se quedaban divirtiéndose con un gorrión de nido; la avecita brincaba por las baldosas de la entrada, pisándose las alas, doblando los piececitos hacia atrás, porque se los lisiaba la pihuela de un hilo gobernado por una rapaza.

El matrimonio iba en busca del tren. Se acomodaron en el carro. Era entonces la hora en que van las madres a la tienda para mercar el aceite de la cena, y vuelven los hombres de la labor campesina, y los ganados de pacer, y los leñadores con sus costales frescos y olorosos.

Arribará a la estación cuando todo el lugar duerma. La estación de este pueblo es un edificio ceniciento, menudo, silencioso, perdido en el yermo, bajo un collado remoto.

Sigüenza ha visto al pobre matrimonio en los angostos andenillos. Le parece pesaroso, desventurado, rendido; temen grandes males, desconfían del tren, de los viajeros, de los empleados, de todo.

El pueblecito sigue exhalando en la noche un vaho, un polvo pálido, luminoso, un temblor de luciérnagas.

Sigüenza y sus amigos fuman contentos y habladores. Viajan sólo para pasar el día siguiente del domingo en la paz de los campos; no se proponen nada. Les aguarda la emoción de un pueblo y de un paisaje desconocidos. Dormirán en el lugar. Han de recorrer sus calles; de las casas sale la claridad de una alcoba de enfermo o de deleite, de una sala de viejecita que reza y pasa el rosario de sus recuerdos, de un escritorio de hidalgo que cavila en su hacienda empeñada o piensa en el hijo que partiose desgarradamente por ese mundo. Atravesando una fosca rinconada, verán un muro enrojecido por el hogar de una tahona frontera. Oirán sus pisadas sobre las losas de una calleja donde ruge el agua de una escondida acequia. Llegados a la plaza, les envuelve la espesa negrura de los muros de la iglesia; encima de la torre, en los claros de las espadañas, palpitan limpias, desnuditas y frías las estrellas. ¿No están al pie de los palacios de Aldonza Lorenzo? Y aunque lejos del Toboso, ha de surgir para su mirada la figura larga, cansada, estrecha del valiente y enamorado caballero, transido de emociones, guiado por el embuste y bellaquería.

...No madrugan Sigüenza y sus amigos como era su intento. Ciegan las calles de blancura, de azul y de sol; zumban de gentes vestidas de domingo. Pero estos hombres venidos de sus besanas y vinales, aunque hablen, bullan y se golpeen alegres, tienen en sus vidas una huella de silencio, de quietud, una rigidez de voluntad que en la holgura del día de fiesta les produce un hastío ciego y triste, y ofrece un contraste que Sigüenza relaciona someramente con el amplio blancor de sus camisas sobre la carne enjuta y torrada.

Los niñitos van mudados, muy alegres porque no hay escuela, pero andan encogidos y medrosos dentro de sus galas. Al salir les advirtieron a gritos terribles que no podían correr, ni revolcarse, ni tocarse siquiera, y si comen una confitura, una fruta que les zuma, se miran con espanto sus manos, se tuercen, se doblan para que el gotear caiga en la tierra... Esos niños, cuyas morenas mejillas parecen erisipeladas, desolladas por los relumbres del jabón del domingo, se van observando las medias gordas, las gorritas con un áncora bordada, un poco marchita... y hablan de un hermanito muerto, y dejan en el día inmenso y luminoso del domingo un sentimiento de la alegría que nos entristece.

Las entradas de los artesanos, apagadas y mudas; las forjas, ciegas; los tornos o telares, en reposo; los comenzados trabajos, en espera y obscuridad, todo paseado por un gato Huesudo que sabe y se aprovecha de la soledad de los talleres; todo, hasta la limpieza de precepto del sábado, huele a faena, a deber, a semana, un olor que anticipa la visión de las futuras semanas, iguales, ásperas... ¡Señor!

Esta es la casa de una vieja que no sabe los dineros que tiene. ¡Millones y millones! Va a misa de alba, y ya no sale más...

Las bisagras, cerraduras y armellas de puertas y ventanas son de plata maciza.

Sigüenza y sus amigos se allegan al cancel y tocan la plata calentada de sol. Desde dentro, les acechan los criados de la señora.

...Caminan por una callejita retorcida y solitaria. Un lebrel, acostado bajo una reja volada, se lame resignadamente la herida de un brazuelo; las moscas, moscas lugareñas, de una implacable terquedad, vuelan rodeándole la sangre. Un haz glorioso de luz enseña mejor su lacería. Después se queda inmóvil, oye los pasos, se le tienden encima las sombras de aquellos hombres y el perro no les mira; sigue en su quietud solemne y fatal de alimaña de tumba egipcia. Y por esta calle hórrida pasa también el domingo; es como un silencio dentro del silencio.

Aparece la grandeza del paisaje, dorado y umbroso, quieto y azul; casales morenos entre frescura de arboleda; caminos blancos; hazas rojizas; los almendros y olivos poblando generosamente el secano y las laderas; las cumbres de la serranía, serenas y rotundas, llenas de la gracia del día. Lejos, un castillo; bajo, la llanada de viñas y frutales, que exhala un vaho que se trasparenta rizadamente. Una ondulación de montañas muy remotas. Y todo el campo está en una soledad de descanso. Si pasa y canta un pájaro le parece a Sigüenza que su vuelo y su cantiga tienen en el domingo más pureza, y recuerda la lágrima de luz de la estrella errante...

Y Sigüenza y sus amigos caminan prometiéndose un contento, una confianza en la vida; son sencillos y fuertes; han buscado las agrestes hermosuras, los olores de salud. Ríen, gritan, corren creyéndose poseídos del júbilo de la Naturaleza, pero en lo hondo de sus almas pasa una vena sutil que parece dulce y tiene un escondido sabor amargo; es como el silencio del domingo dentro del ancho silencio de siempre en aquellos lugares.

No recuerdan determinadamente nada, no quieren traer el pasado a sus corazones, y he aquí que, de cuando en cuando, les llega un aleteo, un rancio aroma de otro tiempo, el que ha oreado la frente de alguien que ha muerto y han sentido un alma lejana que, un día, al pasar a su lado, les dejó su tristeza... ¡Qué tiene, Señor, el domingo de irremediable, de evocación, de horizonte callado, infinito, de sonrisa resignada de madre!

...Después de la comida fueron al castillo. Está en una sierra rubial, a la entrada de un gollizo de montes poderosos. Es el castellar del señor conde de Luna. Le quedan dos torreones de esquinas afiladas que dejan en el azul su línea de oro; le ciñen pedazos de muros de almenas rotas, cavas cegadas de hierbas viciosas donde bizarrea el gallo y a veces se quedan cluecas las gallinas de la ermitaña. Las prisiones, las salas o cuadras de guardia, los pasadizos y escaleras son de sillares de pedernal en toda su rudeza de trozos de montañas, traídos de las excelsas claridades a la lobreguez. Sólo por las heridas de las aspilleras penetra cansadamente la luz.

Sigüenza y sus amigos suben los peldaños ahondados por los pies de la soldadesca, por pies feroces, pies heroicos; sienten, bajo las bóvedas agobiosas de sepulcro, toda la pesadumbre del recio pasado, y se atropellan por llegar pronto a lo alto, y salen delirantes a la gloria de la tarde.

Los pájaros de las ruinas huyen despavoridos.

¡El domingo, un domingo hecho de palidez y melancolía, parece que se tiende como una niebla sobre las soledades, soledades aradas, feraces, raídas, llanas, hoscas!

Ellos se dicen que quizá su mirada es la única mirada que recoge la emoción campesina; y tal vez sus corazones se estremecen de su soledad en la grandeza. Pero mirando descubren el blancor del enjalbiego de la casuca de la ermitaña. La vivienda está labrada en el castillo. La parra levantina cuelga sus guirnaldas, pone su delicioso amparo en el dintel. Enfrente, asomado a una desgarradura del adarve, se perfila el cuerpo menudo, liso y enlutado de una viejecita.

Y Sigüenza y sus amigos bajan de la Historia roquera para acercarse a esta alma del yermo. Ella les acoge serenamente; les da sillas de esparto. Su habla es frágil; parece que venga de muy lejos. Plega los bracitos encima de su vientre, se acomoda en una almena como en una ventana, y sus ojos grises y gastados caminan por toda la tarde.

Las ropas de luto de la viejecita son también ropas disanteras; las alpargatas, el pañuelo, el delantal, todo es de lo nuevo y guardado para los domingos.

De rato en rato se vuelve y les mira. No serán del pueblo aquellos señores. Vinieron a comer y divertirse por las huertas, ¿verdad?

Los señores alaban la hermosura de aquellos campos.

—¡Una hermosura, una hermosura!... —se queda repitiendo la buena mujer.

Y con una mano seca, tostadita, rugosa, que tiene agarrada una llave enorme, se enjuga los lagrimales.

Luego, sonriéndoles con una sonrisa que no es de ella, una sonrisa fría y sumisa para los señores que pueden venir a holgarse en aquel apartamiento, les convida a ver la ermita.

Es una ermita pobre y olvidada. Ella es la ermitaña porque le dan casa y los pegujales de las laderas; cría gallinas, y el marido trabaja en el Molino Nuevo.

Sigüenza le pregunta la razón de sus ropas negras.

La viejecita se las mira y le dice:

—Son por una hija. Va para tres años que falta. La bajaron por el sendero que habrán traído los señores; pasa por aquí abajo. ¿Lo ve? ¡Ese!

Con la llave traza en el azul los repliegues y travesuras del caminito.

—...Allí, a la revuelta del olmo, tuvieron que pararse; era va una moza de dieciocho años. ¡Me llevaba de alta tanto como esta llave! ¡Qué hija perdimos! Desde esta piedra se ve hasta el cementerio; se ha de ver por fuerza... ¡Aquello!

Y su brazo trémulo señala un lejano cercadillo del hondo, con un ciprés recortado agudamente sobre el fuego del crepúsculo; pero los ojos de la mujer, muy abiertos, mostraban una ansiedad obscura porque no lograban llegar a su deseo.

—...Yo, mientras avío la casa, salgo y me asomo. Por las tardes aquí me siento; después viene mi marido, y aquí nos salen las estrellas...

Sigüenza y sus cantaradas hablan de las tardes de los domingos en las ruinas del conde de Luna.

Ella les mira, les mira.

—...Por la tarde la bajaron... ¿Ven el camino?

¿No son para esta mujer todas las tardes un domingo eterno?

...Sigüenza y sus amigos se marchan.

Desde la revuelta del olmo alzan los ojos.

En la desgarradura del adarve se perfila menudamente la viejecita. Y hay en su silueta la expresión de toda su paz, y en su mano siempre se ve la llave que mide la estatura de la hija muerta...


1908.


Un viaje de novios

La noble y vieja señora recibió a Sigüenza en su salita de labor.

Las sillas, los escabeles y el estrado eran de rancia caoba, vestidos de grana; los cuadros, apagados; las paredes, blancas. Era un aposento abacial.

Delante de la butaca de la dama había un alto brasero resplandeciente; y entre el follaje de azófar se veía arder, retorciéndose, una mondadura de lima. La olorosa tibieza de la sala daba una dulce sensación de intimidad, de recogimiento de casa abastada y sencilla. Así lo notaría la señora, porque luego de contemplar el moblaje, la alfombra, y de mirarse el viejo y rico jubón de terciopelo que traía, y sus botas de paño, puso la mirada en la copa de fuego, y suspirando dijo:

—¡Nada nos falta para nuestro abrigo! ¿No debemos estar alabando siempre a Dios, que nos libra de la miseria de tantos desventurados que irán de camino y no tienen pan ni leña?

Y la señora pidió su mantón de lana, como si ya sintiese el fino de los menesterosos.

No pueden negarse los sentimientos de piedad de esta dama, y aun creo que ni de ella ni de nadie. El Señor puso la lastima en todos los corazones. Todos nos afligimos por las ajenas miserias, y tanto, que hasta se nos incorpora el frío de los desnudos y hemos de pedir un mantón más para cubrirnos.

La señora estaba verdaderamente entristecida de compasión. En lo hondo del silencio se oía el grave pulso de un viejo reloj de pesas.

La esquilita del portal sonó alborozadamente. Acudió la criada, y unas voces de júbilo les quitaron de sus compungidos pensamientos.

Pasó un matrimonio mozo, nuevecito; hasta por sus ropas se descubría lo reciente del desposorio.

La novia era sobrina de la señora, y entre las dos hubo muchos y dulces requiebros porque la tía encomiaba la hermosura y elegancia de la gentil casada y ésta no se hartaba de bendecir a Dios hallando a la señora tan buena y más joven que antes de sus bodas; hasta los mitones le parecían primorosos, eran de sarao.

—¡Si son los mismos de todos los inviernos! —le dijo sonriendo la dama.

—¿Aquellos de color de aceituna partida? Pues ella los veía ahora más lindos.

El marido, la tía, la criada, sonreían oyendo a esta criatura que hablaba con viveza mimosa de niña. «¡Señor, así hablaría antes!», se dijo Sigüenza, y reparó que también sonreía.

El marido apenas balbució algunas palabras de asentimiento y complacencia; toda su alma estaba colgada de la encendida boca de la donosa mujer.

Era un mozallón colorado, de pupilas asombradizas de niño gordo. Olía a piel de guante. Los guantes se le notaban mucho, aunque recatase sus manazas en los bolsillos; los guantes y sus zapatos de charol. ¡Cuánto charol!, pensaba Sigüenza mirándole los pies con mucha ternura.

Es que un trozo grande de la alfombra relumbraba por aquellos zapatones de filisteo, de filisteo calzado de charol.

Entre tanto, la esposa hablaba insaciablemente de las tiendas, de las iglesias, de los tranvías y automóviles de Madrid; de lo mucho que se ensucian los cuellos y las botas en aquellas calles.

Entonces el esposo interrumpió:

—Todos los dueños de los salones «limpiabotas» son riquísimos. ¡Bueno, son sociedades muy fuertes!

—¿Es posible, Dios mío? —prorrumpió admirada la señora.

Se lo confirmó Sigüenza.

Después, la novia contó de Barcelona. ¡Qué grande era! Y la estatua de Colón, ¡qué altísima! Calculaba que en el índice de Cristóbal Colón cabía su marido.

La señora y su fámula quedaron espantadas.

Sigüenza dijo que todo era verdad, o que podía serlo; y vio al mozo sacando su frente de tozudo por la uña del índice de bronce.

En aquel punto del relato, sonó la esquilita de la cancela; y a poco apareció un buen hombre calvo y enlutado, rico y autor de folletos financieros, seguido de un matrimonio devoto, contertulio de la señora. Y apenas escucharon que la sobrina contaba su viaje de bodas, sonrieron tiernamente. No hacían sino sonreír.

Ahora dijo la novia que se angustiaba recordando el viaje de regreso de Barcelona. Ya estaban cuatro en el vagón; y cuando se prometían regocijados que no subirían más viajeros, aparecieron otros tres.

¡Siete! Y casi todos rollizos y con impedimenta copiosa; los atadijos de las mantas y pieles tuvieron que rodarlos bajo los asientos.

Habían ya cerrado la portezuela; era llegada la hora de la partida. De súbito óyese una voz de ansiedad. Todos se asomaron; y a lo último del andén vieron un hombre que gritaba y alzaba sus manos pidiendo un instante de retardo al cielo y al maquinista. Y no rogaba para él, sino para un viajero bajito y ancho, y todavía más rebultado por un recio abrigo velludo y por bufandas grandísimas y una gorra hirsuta y enorme como la cabeza de un oso.

Caminaba despacio, muy penosamente. Y llegados a los vagones, al acompañante de este pobre hombre le plugo elegir el departamento de los novios. Se quedaron aterrados; pero, luego buscaron los mejores sitios.

—¿Qué habíamos de hacer? —exclamó el marido.

Todos dijeron que: —¡Claro!

Sentose el advenedizo, cayendo, entrando como una cuña en el asiento frontero de los novios. El que le asistía le puso un frasco de medicina en cada faltriquera del gabán; pidió que le atendiesen, que le socorriesen si fuese menester, pues con senas manifestaba que el «nuevo» padecía un grave mal, y finalmente dijo que hiciesen la caridad de darle de aquellos tarros de dos en dos horas. Y con estas razones y algunas palabras de gratitud, hizo un saludo y desapareció.

Salió el tren, perdiéndose en la negra noche de la vía.

El «intruso» tenía los ojos cerrados, la boca anhelante, las manos cruzadas crispadamente; y el bazuqueo de la marcha le obligaba a tambalearse como un costal, y su cráneo se caía sobre los hombros.

Todos le miraban y se miraban con angustia, esperando su muerte.

Y si alguna vez abría sus pobres ojos, entonces los viajeros se estremecían de espanto como si el desgraciado fuese la misma muerte que se complacía en mirarles; una muerte gorda, hinchada, tocada con un pellejo de fiera.

La novia se atrevió a inclinarse sobre el oído del esposo; y éste sobre el del camarada vecino; y así fueron murmurándose que era llegado el instante de hacerle beber del frasco del bolsillo izquierdo. Y nadie osaba acercarse al enfermo. Finalmente, los que estaban a sus costados y los novios le aplicaron la droga a los labios, y el brebaje se le derramó por la barba sudada, por el pecho, por las rodillas. Parpadeó el enfermo, y quedó más postrado que antes.

—¡Qué miedo, Dios mío! —suspiró la novia para descansar.

Y los que la escuchaban sonreían de su miedo.

Avanzaba la noche y el tren.

Y un viajero, después de mirar su reloj, avisó a sus camaradas que otra vez habían de darle de beber al enfermo. Le remediaron y también el pobre hombre abrió sus hondos ojos y mirándoles quería decirles su gratitud y padecimiento.

¡Se morirá, se morirá esta noche! —pensaban todos estremeciéndose dentro de la suave tibieza de sus abrigos y acomodándose para dormir. ¡Si se muriese sin que ellos presenciasen su agonía! Y cerraban con fuerza los párpados para no verla y para dormir. ¡Daba una lástima!

Pasó mucho tiempo. La novia se aterraba notando la quietud y el respirar sosegado de los demás. ¡Ella sola velaba! Y escondió su graciosa cabeza en el pecho del marido. Es que parecía que una mano del enfermo intentaba subir, subir buscando sus bolsillos. No podía. Abrió los ojos mirando con angustia a los viajeros. La mano volvió a caer pesadamente.

Vino el día. Entraba el sol regocijando el coche. Era una mañana gloriosa; olían delirantemente los naranjos de la tuerta valenciana. Y todas las manos se apresuraron a dar la medicina al enfermo. Pero, estaba muerto. ¡Qué cara tan hinchada, y de color de ceniza!

—¿Y hay familias, Señor, que dejen viajar a los suyos de esta manera? —exclamaron adolecidas y espantadas las señoras.

El arbitrista calvo y enlutado dijo:

—Yo de las familias no hablaré, porque cada casa es un mundo; pero, y las autoridades, ¿cómo consienten las autoridades que viajen los muertos?

Y el novio añadió:

—Yo, la verdad, desconfiaba de él; a veces hay ladrones de trenes que se disfrazan de enfermos.

—¡Jesús! —suspiró la señora tía contemplando amorosamente a la sobrina, imaginándola, por fin, libre de un grave riesgo.

Y balbució ella:

—¿Y no sería aquél un mal hombre?

Todos se apresuraron a sosegarla; y sonreían valerosamente.

—Por fortuna —murmuró el calvo caballero—, aquel hombre murió de veras, y no hay que pensar en que tuviese usted ningún peligro.

—¡Es verdad! —exclamaron los novios.

Durante largo tiempo se quedaron todos mirando las hermosas resplandecencias de los zapatos de charol.


1908.

Los almendros y el acanto

Estaba el huerto todavía blando, redundado del riego de la pasada tarde; y el sol de la mañana se entraba deliciosamente en la tierra agrietada por el tempero.

En los macizos ya habían florecido los pensamientos, las violetas y algunos alhelíes; las pomposas y rotundas matas de las margaritas comenzaban a nevarse de blancas estrellas; los sarmientos de los rosales rebrotaban doradamente; los tallos de las clavellinas engendraban los apretados capullos, y todo estaba lleno y rumoroso de abejas.

Por encima de los almendros asomaba la graciosa y gentil ondulación de los collados, en cuyas umbrías las nieves postreras iban derritiéndose.

Los almendros ya verdeaban; tenían el follaje nuevo, tan tierno, que sólo tocándolo se deshacía en jugos; y tan claro, que se recortaba, se calaba en el cielo como una blonda, y permitía que se viera todo el bello dibujo de los brazos de las ramas, las briznas, los nudos. Comenzaba a salir de la flor el almendruco apenas cuajado, de corteza velludita, aterciopelada.

Con la boca arrancó Sigüenza uno de estos frutos recientes, chiquitines, y se le fundió en ácida frescura deliciosa.

Todo el almendro parecía ofrecérsele en su sabor.

Lo fue aspirando mirándolo; y vio los restos de muchas flores muertas, las huellas de muchas almendras malogradas.

Estos árboles impacientes, ligeros, frágiles, exquisitos, dejan una espiritualidad, una melancolía sutil en el paisaje, y traen a nuestra alma la inquietud que inspiran algunos niños delgaditos, pálidos, de mirada honda y luminosa, que hacen temer más la muerte...

¿Por qué florecen estos árboles tan temprano? ¿No parece que voluntariamente se ofrezcan al sacrificio, que quieran consolar al hombre enseñándole que han de quemarse y deshojarse muchas ansias antes de que cuaje la deliciosa fruta del alcanzado bien?...

Andando por lo más recatado y húmedo del huerto, halló Sigüenza una mata de acanto abierta anchamente, de hojas carnosas, gruesas, cruzadas por recios nervios y recortadas con fiereza. Tocándola, parecía recogerse la interior circulación de su vida.

Del centro ya prorrumpía el cogollo de la espiga. Imaginativamente se colocaba en medio el cestillo de la leyenda, y luego se veían también enroscadas las azagayas de las hojas, hasta formar el capitel corintio.

Cortó Sigüenza las dos más hermosas y cabales para clásico ornamento del búcaro de su mesa.

Y salió del jardín.

A poco hallole un buen nombre, mercader de curtidos; se quedó mirando el acanto cortado, y después le preguntó si padecía mal de estómago.

—¿Mal de estómago? —dijo todo pasmado Sigüenza.

—Pues eso que usted trae, ¿no es hierba carnera que se da para esos dolores?

Sonrió Sigüenza indulgentemente. ¡Hierba carnera el acanto! Y siguió el camino hacia la ciudad contemplando la planta arquitectónica, como si quisiera rendirle un amoroso desagravio. Pronunciaba «acanto, acanto», y la dorada Grecia se le presentaba dulce y risueña delante de su alma y de la planta; pero al lado, la voz del mercader de curtidos repetía: hierba carnera.

Pasaba un amigo, hombre aficionado a curiosidades como el famoso estudiante que don Quijote tomó por guía para visitar la cueva de Montesinos.

—¿Conoces esta mata? —le preguntó Sigüenza.

—Creo que sí.

La estuvo mirando y palpando, y dijo:

—Es medicinal; muy buena contra los vicios de la sangre.

Después, un abogado le advirtió que su mujer cocía la misma hierba con gordolobo, y que esa fusión muy caliente hacía sudar los romadizos.

—¡Pero si esto es acanto! —prorrumpió con altivez Sigüenza.

—¿Acanto?... Acanto... ¿Y qué?

Cuando Sigüenza llegó a su estudio, y hundió los zumosos tallos de las hojas en la renovada agua de su vaso de flores, parece que se preguntó desconfiadamente: —¿Será hierba carnera?

...En la soledad de la noche, oyendo el manso latido del Mediterráneo enjoyado y blanco de luna como el velo de una novia, trabajó Sigüenza. Tuvo un instante angustioso de desaliento; pero recordó el sacrificio de las ramas floridas de los almendros, sufridas, abnegadas y hermosas como almas. Siguió trabajando... Y en la soledad, en su afanoso recogimiento, la mata carnera fue acanto perenne, glorificado por la noble gracia legendaria.


1906.

El señor de los ataques

Don Claudio era alto y de entonada presencia. Vestía atildadamente; se teñía la barba y el cabello sin ningún designio falaz, porque sabía que todos lo sabían; calzaba zapatos que relumbraban como cristales; se sacaba los puños para mirarse los orientes de sus perlas en el inmaculado blancor; se miraba, también muy complacido, la punta doblada de su pañuelo de seda, caída dulcemente sobre el pecho, insignia ésta de singular y primorosa elegancia de don Claudio, porque muchos pretendieron traer así el pañizuelo, y después de afanosos dobleces habían de sepultar avergonzados todas las marchitas puntas en lo más hondo del alto bolsillo. No podían imitarle.

Don Claudio sonreía al hablar, al destocarse delante de las damas, y enseñaba unos dientes apretadísimos, limpios y menudos, de doncellita. Frecuentaba los estrados femeninos, y, aunque ruinoso, todavía le tuviera por la flor de la cortesía el mismo conde Baltasar de Casteglione.

Sin embargo, las madres de hijas doncellonas murmuraron con aspereza del caballero: «Este hombre, ¿qué pensamientos tiene?».

Pero cuando se les acercaba el gentil don Claudio, tan pulcro, tan exquisito y fragante de discretas esencias y de olor de ricos roperos, y les ofrecía una de sus galanas finezas, entonces aquellas señoras tornábanse blandas y ruborosas y parecían jovencitas, envueltas en la emoción melancólica del pasado.

...Y una noche, en la soledad de su casa, padeció don Claudio un ataque hemipléjico.

—¡Ese hombre en manos de criados! —dijeron adolecidas las señoras.

Y las hijas mustias de doncellez, bajaban la mirada, se mordían el labio un poquitín desdeñosas, ladeaban la cabeza, dábanse con el abanico unos golpecitos en el liso regazo. ¡Acaso no se buscó él mismo la desgracia de su abandono!

Pasó tiempo; y don Claudio salió. Tenía un párpado caído; había de remolcarse una pierna; agarrábase su diestra tan fuertemente al puño de oro de su bastón que se le señalaba un recio trenzado de nervios y de venas...

¡Oh, la mano patricia y ligera que traía el bastón como un tirso, era ya una raíz, y la otra le colgaba como un guante vacío!

Le blanqueaba la barba y el cabello; su habla era espesa y trabajosa. Pero aun se oían con agrado sus donaires y requiebros que picaban blandamente.

Y de esta triste manera iba a su corrillo del casino; no perdía agasajo, fiesta ni pésame de las casas principales; vagaba por los paseos mirándose la punta del pañolito de seda y mirándose la sombra de su derribada figura.

Sigüenza decía: —¡El pobre don Claudio se morirá muy pronto! ¿Qué hace ya don Claudio?

Otra noche repitiole el ataque.

—¡No lo resistirá! —comentaban todos. Y Sigüenza lo imaginaba tendido, muy mal amortajado; quizá le pusieran, para velarle el rostro, uno de sus pañuelos de sabios pliegues, que se le entrarían por la boca sumida, sin sonrisa y sin dientes.

Y no, no murió don Claudio. Pasado algún tiempo tornó a salir. Tenía las piernas dobladas como si se le hubiesen enfriado en una torpe genuflexión; le caían las manos largas y lacias; le colgaba la cabeza, esquilada semanalmente por un viejo criado, y se miraba, haciendo una mueca angustiosa, un pico rígido del pañuelo.

Dos mozos le sacaban por las calles llevándole de los brazos. Alguna vez, los zapatos de don Claudio se le sepultaban en el fango; entonces su lengua se revolvía entre los labios buscando la palabra de enojo, y nada más exhalaba un bramido lastimero, mientras sus dos muletas humanas sonreían picarescamente a las mujeres.

Y el caballero traía los pantalones blandos, doblados, la pechera goteada de alimento, la corbata ciñéndole la carne; y en sus manos rígidas se refocilaban las moscas.

Y pasaba un grupo amoroso y femenino; y a don Claudio se le hinchaban las venas del cuello, porque quería seguirlo con la mirada. Y pasaba Sigüenza, que era ya grande, y decía: —Este pobre ya morirá pronto.

Transcurrió el tiempo, y se retorció en otro ataque el solitario don Claudio.

Se le veía amontonado dentro de un cochecito silencioso de tullido.

Y Sigüenza se hizo hombre, tuvo hogar, alborozos, inquietudes.

El cochecito pasaba a su lado con su carga de lacerías y de silencio.

¿Qué hará en el mundo este desventurado caballero?

Fue pasando la vida; y se olvidó a don Claudio. Su cochecito desapareció de todos los caminos.

Ya las alegrías dejaban en Sigüenza la memoria de algunas lágrimas.

Y una tarde que está solo y recogido, y se asoma a la quietud de la ciudad y parece que se asome a los pasados años, siente que, de súbito, rueda muy cerca de su alma el mudo cochecito de don Claudio. Y su figura le va iluminando muchas jornadas borrosas, polvorientas, de la primera juventud.

Y entonces, enternecido, pide noticias del olvidado caballero.

—¿Don Claudio, dices? ¿Era aquel señor de los ataques? Pues murió, murió hace años, muchos años.

—¿Cuándo murió?

—¿Que cuándo murió?

¿Cuándo moriría don Claudio?

Y nadie lo recuerda.

Y por él repasamos los días gustosos y descuidados; por él precisamos fechas afanosas y amargas; nos servimos de sus ataques para un recuerdo placentero.

Estas figuras no tienen hogar, y pertenecen a todos los hogares. Son como un péndulo que hiende el tiempo de la vida de todos... menos la suya.


1903.

La señora que hace dulces

Apenas llegó Sigüenza, quiso su prima llevarle a la solana para que viese el rosal trepador y la yedra que plantaron juntos, siendo chiquitos, al pie de los muros.

No lo consintió su madre. Era preciso que antes descansara en el sofá, al lado de su sillón de paja vestido de dril, que le refiriese puntualmente los encargos de familia, y lo que le sucediera en el camino, porque tía Paz era lectora muy devota de boletines y relatos de Misiones, y no comprendía un viaje sin peligros. Además, había de darle el jarabe de pina con agua fría de la fuente del Enebro, famosa entre todos los hontanares de la comarca; y después de ver el cuarto que le tenían preparado, irían donde quisiera su hija.

La cual juntó sus manitas, hizo un mohín delicioso de niña, y su zapatito de lona con suela de cáñamo, que en ella era como de disfraz de aldeana muy donosa, dio un menudo golpe de enojo en los blancos manises.

¡Perder la tarde hablando, Dios mío! ¿No venía su primo para un mes? ¡Pues tiempo quedaba! ¡Cuando saliesen a la solana ya no habría sol!

Alzose tía Paz, y gravemente fue a mirar el calendario colgado bajo la imagen de Santa Rita. Sigüenza y su prima se llegaron también, porque la santa tiene una espina en la frente, que contemplaban antaño subidos encima del viejo piano.

—¡Son las cuatro —dijo doña Paz—, y el sol se pone a las siete y algunos minutos!

—¡Ya ves! —le replicaron ellos—. Hay tiempo para todo.

Y se marchó Sigüenza con su prima a la solana.

La pobre señora les llamaba.

El rosal y la yedra, altos, grandes, se abrazaban tupidamente haciendo un trono de olorosa frescura, donde parecía dormir toda la infancia de los dos primos. Se miraban muy contentos de su labor de jardineros, pero la espina de Santa Rita, la pincha más sutil del rosal, dejaba una herida de melancolía en sus frentes...

Salió la madre, y para desagraviarla la pasearon llevándola del brazo, hablando y mirando la tarde de la sierra.

Tenían las laderas una tierna opulencia de pinar joven; y el sol se acostaba alborozado entre los troncos.

Cerca, bajo las inmensas gradas de los vinares, y rodeado de chopos, que se calaban en el azul, surgía un blanco casal campesino.

—¿No recuerdas el viejecito de aquella heredad? Pues, murió, y ahora veranea su hija Victoria, ya casada... ¡Está más hermosa!

—Y, además de hermosa —añadió la madre—, tiene manos de ángel para hacer dulces... Pues, explicando recetas de pasteles y confituras, parece que te los pongan en la bocal...

—¡Has de probar los «bocaditos de dama»!

—¡Y los limoncitos en almíbar! ¡Todo!

—¿Queréis que vayamos? —dijo Sigüenza.

Y apenas lo propuso tomó las manos de su prima. Pero tía Paz les anunció que no saldrían sin tomar el refrigerio de piña.

¡Victoria, o la señora de Olóriz! ¡Si la habéis conocido todos! Una señora muy blanca, de carne de almendra, de ojos dorados con una leve humedad de hoja de flor; toda es suave, aterciopelada; cuando os mira, sentís una caricia blanda de hermana, de una mujer bella que no es vuestra hermana; y cuando habla, imagináis su garganta tapizada de rosas gruesas; es una voz pastosa, y todo lo que pronuncia tiene figura y un contorno de sonido tierno, tan gustoso que lo recogéis en todo vuestro cuerpo, y os quedáis paladeando sus mismas palabras como un dulce exquisito.

¡Los dulces de las señoras de Olóriz!

Aquella tarde probó Sigüenza los de Victoria.

Sentados bajo los árboles umbrosos, les sirvieron en un lindo azafate pastelillos de batata y «marinetas».

La señora de Olóriz sonreía oyendo las alabanzas, y se quejaba de que el horno no la hubiera favorecido.

Tía Paz protestaba:

—Victoria, no lo diga, que es un pecado mortal... ¡Si están riquísimos!

Victoria tenía un cuerpo lánguido y espléndido. Sus manos pálidas, de unas afiligranadas, parecían también de dulce.

Ella no probaba de nada, y ni le instaban a que comiese de aquellas gollerías, porque mirándola, viendo asomar en su sonrisa los dientes nevados y el aguijón de su lengua, creíase que se gustaba a sí misma, toda de miel y de leche, y que se satisficiese y regalase en su propia delicia.

La prima de Sigüenza encomió sus flanes, su crema quemada. Y él se adormecía como un rapaz embelesado y ahíto.

Quiso saber tía Paz la mensura de las marinetas.

Entonces la señora de Olóriz fue diciendo, llena de gracia, toda la tarea; primero habló de la lumbre pasadita, rubia, con olor de tomillo, y oyéndola se veía el encendido hogar crepitando menudamente y el cielo enjalbegado del horno. Luego, parecía que tomaba la cucharita para verter el azahar y derretir las cuatro onzas de manteca y batir las yemas... ¡Fue poemática la selección que hizo del azúcar molidito como harina para dentro de la pasta, y el azúcar cristalizado doradamente para sembrarlo encima; y sus dedos imitaron un pellizco sutil!

¡Válgame, y con cuánta ternura y beatitud contó de otros confites y melindres!

¡Sus dulces parecían criaturitas vivas, necesitadas de regazo y de amor de mujer primorosa, bella y triste!

Mostraba Victoria una gentil altivez y rebeldía contra la rutinaria obediencia a todo formulario. Los libros aconsejan se haga pasar a los limoncitos un refinado tormento para enternecerlos y desacibararlos; pues ella ni los pinchaba con agujones ni los rajaba con cuchillo. ¡No, Dios mío! ¡Si no era necesario!

Y Sigüenza veía acudir los limoncitos al amor de sus manos para que sólo la señora Olóriz los confitase.

Admira arrebatadamente Sigüenza algunas mujeres por letradas y artistas, pero más le rendía la hermosa señora con sus palabras y primores que si en sus manos prelaticias hubiese resplandecido la pluma de fuego de la sabiduría. Porque cree Sigüenza que los dulces, además de su eficacia evocadora de muchas finezas espirituales, son indicio del carácter de una casa y aun de todo un pueblo.

...¡Y Victoria era desventurada! Lo estaban confesando sus ojos mirando soñadoramente a lo lejos, y su actitud, siempre de una elegancia sensitiva, de mujer que guarda todos los dones de amor, y el marido está a su lado trémulo de enojo por unas elecciones de concejales o porque se quebró el eje de la galera. Por ese desvío, o por otras ansias íntimas y recatadas, las señoras Olóriz dejan caer la azucena de su frente en la palma inmaculada de su mano... ¡Qué amarguras las de esas vidas fragantes, abejas de panales que nunca se agotan!

Acaso su mirada se ha detenido, se ha espejado en la vida de Sigüenza. —¡En fuerte punto sus ojos le han mirado! —puede clamar como Amadís.

Y se hablan; y ella le mira más; entreabre la flor de su boca... ¡Oh, va a recoger el manjar de una confidencia, el mantenimiento eterno de la ilusión!

Y la bella señora pronuncia como una niña que plañe:

—¡Es una pena que no pueda usted probar antes de marcharnos a Badajoz las meladas que hicimos cuando vino el señor Obispo en su visita pastoral! ¡Ay, Dios mío, y qué meladas salieron!


1909.

La tía pobre

Hay en lo hondo de la casa un aposentillo con una ventana encima de un patio de baldosas húmedas y roídas. Suena, de tiempo en tiempo, el blando gotear de un caño oxidado, el golpe de una vasija que una mujer del sótano deja abandonada en la umbría de un rincón; sube el grito agudo y áspero de una rata atormentada, ahogada despacito en agua clara, para que vean toda su angustia los niños que han acudido de todos los pisos.

Arriba, el cielo es de una dulce claridad; va pasando su pureza y hermosura sobre los muros viejos y rezumantes de los patios, y se aleja al amor de los campos verdes, feraces, luminosos.

Ese aposento recibe una luz casta, inmaculada, la primera que baja a la casa. Los alborotos de los gorriones que tienen la querencia en las cobijas y en el arimez dejan por las tardes una impresión de árbol grande, caliente y vivo de nidos, árbol bondadoso que ampara el portal de los casales.

En aquel cuarto tiene su arca o su corre una señora vieja, seca, dobladita, rugosa, vestida de ropas negras, ajadas, que fueron de una hermana bella y bien casada, ya muerta; y la pobre señora las ha ido acomodando a la enjutez y ruina de su cuerpo. Todavía manifiesta el vestido vislumbres de elegancia marchita y ajena, que sorprenden y hacen que se vuelvan algunas curiosas mujeres para mirar a la señora del aposentillo.

Tiene, también, una salita con un balcón que cuelga sobre una calleja agobiosa como otro patio mojado y obscuro; pero hay una larga banda de azul magnífico de cielo donde prorrumpe la torre de una iglesia que, en los ocasos, arde como una antorcha de piedra encendida de sol.

En esa salita tiene la señora su cama, su cómoda lisiada, y dos butacas cuya osamenta desgarra el respaldar, el fondo y los costados, todo remendado muchas veces por sus manos; y en el balconcito, dentro de una olla de vientre cosido con lanas, florece una mata generosa de capuchinas.

La cama es de matrimonio; pero las sábanas, la frazada, el cabezal, la telliza son de cama pequeña, de «un cuerpo».

Cuando la señora se acuesta, de su pecho liso y estrecho sale un suspiro que envuelve toda la jaculatoria de «¡Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía!». Y antes de rezar el «Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía», como ya ha matado la luz del cirio, un trozo de candela que alumbró en el Monumento todo el Jueves Santo, la señora toca con sus manos trémulas los lados de la ancha cama. ¡Qué grandes y fríos, y ella cuán chiquitina y sola!

Vive la señora con una familia que le dejó alquilado el dormitorio, un sitio para su cofre y un lugarejo de lumbre donde cuece su cena de verduras o sopa con un huevo escaldado, y el café de la mañana, porque la comida y dos reales diarios se lo dan en una casa principal en pago de su costura, que aunque vieja y de fatigados ojos, todavía cose más primorosamente que muchas mozas.

Sus amistades son los santos predilectos de su parroquia y un canónigo, amigo del difunto marido y Padre Espiritual suyo, que le hizo la preciosa merced del trozo de candela del Tabernáculo. El señor canónigo le aconseja paciencia en todos sus trabajos y aflicciones; y si acabada la confesión le desmenuza la señora alguno de sus agobios, el buen canónigo cruza sus gordezuelos dedos junto a la celosía del confesonario, y exclama:

—¡Pero, doña Patrocinio, esos desalmados de sus sobrinos no tienen perdón de Dios; no lo tienen!

En seguida la bendice absolviéndola, y añade:

—¿Le impuse de penitencia una Salve y seis Avemarías, doña Patrocinio? Bueno; pues no rece sino dos y la Salve.

...Sigüenza conoce mucho a esta señora y a sus parientes.

Acaso todos vosotros conocéis también una doña Patrocinio, una tía viuda y pobre. Todas traen la misma mantellina y se la prenden de la misma manera triste y repulgada; calzan las mismas botas de paño. Todas suspiran, os miran y viven parecidamente.

Sigüenza le ha dicho a doña Patrocinio:

—Doña Patrocinio: sus sobrinos deben de ser personas caritativas, fáciles a la ternura. Yo he visto sus nombres anotados en las listas o suscripciones de socorros; los he visto llorar en el teatro si la comedia era de lástima.

La señora del aposentillo sonreía enseñando la obscuridad y pobreza de su boca.

Cuando doña Patrocinio visita a sus sobrinos, siempre tardan mucho en abrirle la puerta; y las criadas la miran toda y la llaman señora Patrocinio; las criadas parecen las parientes de los señores, y ella una extraña. Las criadas saben que la tía pobre tiene un carácter agrio, insoportable, malavenido con toda la familia; él le ka labrado su propia desgracia...

...Y pasa tiempo; y muere uno de los sobrinos. Acude la tía al lado del cadáver. Todos la miran llorar, y se murmuran:

—¡No podía haber muerto tía Patrocinio! ¿Qué hace en esta vida sino hacer sufrir?

Y pasa más tiempo.

Una mañana, el señor canónigo, estando revistiéndose para celebrar, se derrumba muerto.

La señora reza por la noche en sufragio de su alma, después de apagada la candela bendita, que parece que no arda, que no se consuma nunca; es como hecha de la carne de doña Patrocinio.

Y muere otro deudo joven.

La tía pobre sigue escuchando el grito de una rata ahogada por la buena mujer del sótano, el lamento de las campanas de la torre, encendida de sol poniente.


1911.

Sigüenza habla de su tía

Me brinca y aletea el corazón por deciros que tuve una tía viejecita, cenceña, solitaria y rica.

¡Por Dios; que no halléis desabrido el cuento! Mirad que es de mucha mitigación para mi ánima, y de grande justicia para mi señora tía que yo haga andariega su memoria.

¡Oh, la pobrecita que siempre se estuvo quieta y recatada junto a las vidrieras de su aposento, tejiendo calzas, cuyos puntos contaba por jaculatorias, y alzando, de rato en rato, los cansados ojos hacia los muros húmedos y morenos de la parroquia de San Mauro! ¡Sí, sí, que sea su figura muy peregrina, y sabida de las gentes!

Mi tía nada más viajó una vez, y ésta, llevándome a su lado.

Aunque tenía hacienda copiosa, era mujer humilde; quieren decir algunos que por avaricia. No osare yo negarlo.

Vestía siempre ropas negras, lisas y rancias, y hasta para el viaje se tocó con mantellina de devota. Íbamos a un pueblecito cercano, donde también poseía heredades.

Compramos billete de segunda, el de los hidalgos pobres y labradores ricos. Ella sentose entre dos monjas y un señor rollizo y afeitado que luego se durmió bienaventuradamente. Yo, que iba en el cojín frontero, noté que mi tía llevaba en su regazo dos cestitos de mimbres; el más hondo, cubierto con un lenzuelo muy limpio que palpitaba todo, y de dentro salía un piar dulcísimo.

La señora inclinaba amorosamente los ojos. ¡Nunca la viera yo tan enternecida!

Platicando con las monjas, descuidose del lienzo, y las orillas de la rubia canasta se poblaron de cabezas de pollitos de atusado plumón que quisieron salir y solazarse por el coche.

Alborotose mi tía, y los redujo con mi auxilio. El viajero gordo nos miró y murmuró hosco y desdeñoso.

Llegaron las Hermanas al lugar de su residencia; después, el macizo caballero.

Y ya solos nosotros, quedó libre el menudo averío, que paseó todo mi asiento hasta subírseme por las rodillas, y picarme audazmente las manos. Quiso mi tía que merendase. Fue sobria en su agasajo, pues de la otra cestilla sólo sacó un panecico y una naranja.

Los pollitos empezaron a bullir y pelearse por pedirme. Yo les desmenucé pan; y temiendo mi tía que estuviesen las migas muy secas para ellos, se las emblandeció en el jugo de la toronja. Y, acaso por no dejarme toda la fruta exprimida, mojó las migas en sus marchitos labios, de modo que los animalitos bebieron y se alimentaron de los zumos de su ama. ¿No era esto para enternecer los más rudos corazones?

Todo se lo conté, una tarde, al procurador de la señora, hombre flaco, con anteojos negros, brumado de espaldas, socarrón y cristiano viejo. El cual me repuso:

—¡Bien puede aprender de ella virtud, y amarla mucho, que hizo testamento y cuidó singularmente de su descanso!

—¿Del mío, dice? —Y como soy agradecido, me conmoví de esperanza y de ternura, y tanto quise a mi señora tía, que ni siquiera codicié su muerte.

Pero, como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de mi señora tía no tuviese privilegio del cielo, enfermó de un romadizo, que a nadie trajo sobresalto; y una mañana diole un pasmo de frío y recio estremecimiento, y en él dejó la vida. ¿Quién lo pensara?

Aquietábame yo el corazón, que quería regocijarse, porque venía el instante de liberarme de estrechezas. ¡Me perdoné a mí mismo llorando de gratitud, y me resigné a ser rico y autorizado!

El procurador me dijo que era prudente avisar a los señores albaceas. Y vinieron tres capellanes y un seglar: éste, bilioso, seco, vaticanista y dueño de un almacén de curtidos; aquéllos eran: el Padre Espiritual de la difunta señora, que padecía mal de asma, y la trabajosa respiración del pobrecito imprimíale un eterno visaje de espanto; otro clérigo ancho, redondo, con las manos siempre cruzadas encima de su vientre; y el Párroco de San Mauro, tan sabidor de gollerías y manjares, que, en el pueblo, para encarecer una conserva, una compota, no había que decir sino que de lo mismo comía el señor Párroco.

Entraron, y contemplando el cadáver repitieron:

—¿De modo que ha muerto, ya ha muerto? ¡Vamos bien, muy bien!

El Párroco añadió:

—¡Ahora sí que tiene en el cielo una poderosa medianera, señor Sigüenza! Porque quiero que sepa que la señora pedía por usted como Abraham por Abimelec, como Judit por sus conciudadanos, y desde el cielo ha de seguir orando delante del trono del Señor.

Le di las gracias con mucha sumisión no sabiendo qué decirle. Yo no me explico por qué recordé entonces que Nuestro Señor había condenado las largas plegarias que hacían los fariseos en las casas de las viudas para devorar su hacienda, y daba la casualidad de que mi tía fuese viuda.

El procurador extrajo un llavero de entre los cabezales de la muerta, y salieron todos para abrir la cómoda y las arcas y buscar el testamento. Yo, por cortesía, sabiéndome heredero y dueño de toda la casa y hacienda, quédeme en la sala mientras la anciana estanciera y otra fámula vestían el cadáver.

A poco me buscaron las criadas para entregarme un cordoncito con dos faltriqueras gordas de dinero que la difunta traía atado a la cintura. ¡Válgame, y quién imaginara que mi señora tía pudiese llevar siempre consigo tan precioso cíngulo!

Vinieron los albaceas. Y el Párroco de San Mauro me tomó los bolsillos y pidiome albricias mostrando un manuscrito de hojas muy recias.

—¡Una santa ha muerto! —exclamó—. ¡Y cuán prudentísima ha sido! Lea, lea y sepa toda su felicidad...

Y leí; y supe que mi tía dejaba sus riquezas para bien de su ánima, mandando que cuando yo muriese se aplicase en sufragio de la mía la mitad de las diarias misas.

¡Venturoso de mí que, siendo tan humilde, alcanzaba más alto asiento que el excelso poeta Enrique Heine, pues si éste, por desheredarlo su tío el banquero Salomón, logró la inmortalidad, yo, por la devoción de mi señora tía, obtuve el abrir las puertas de la eterna gloria antes de mi muerte!

Todos los señores albaceas me dieron su parabién, añadiendo que me tenían una santísima envidia; de lo que yo quedé muy obligado.


1910.

Sigüenza, el pastor y el cordero

La masía estaba en las sierras de Alcoy, sierras ásperas, amontonadas, que se desgarran en hoces y barrancos. Algunas veces son delicadas y graciosas, y se recogen, se ciñen femeninamente la fragosidad de sus faldas y producen una cañada húmeda y obscura, un verdadero regazo, mullido, labrado, donde reposa algún olivo de vejez perdurable y fecunda y tiende sus raíces la higuera napolitana que resuena de abejas.

Sucede también que estas sierras, después de haberse mostrado abruptas, cerriles, enemigas hasta en su color de estaño, que da una cabal impresión de aridez, y aun en su huello, que no deja descansar ni tocarlo, se hinchan, se redondean gruesamente y prorrumpen en un vientre generoso, blando y suave: es una loma rotunda, tierna y olorosa, como un pan enorme que parece que huele y sabe a casa labradora: loma llena de grama, de romero, de tomillo, de árnica, de sendas y piedras musgosas, que, al levantarlas, muestran su jazilla de humedad avivada de gusanitos y hormigas que nos tienen miedo.

Al comienzo de las laderas reposaba la masía donde fue Sigüenza buscando sosiego y salud. Había mucha viña escalonada, un viejo olivar y un huerto seco, casi yermo dorante el verano; pero, llegadas las primeras lluvias otoñales, se agrieta la tierra y van apareciendo los cogollos tiernecitos de las azucenas, y resucitan las hojas, de un color tostado de amaranto, de los rosales, y los viejos arbustos de la hierbaluisa, y las lilas se cuajan de yemas jugosas, y los crisantemos, renegridos por la sed, reciben el alborozo del nuevo verdor, y en cada miga de los terrones surge la pelusa del musgo, de las malvas y de otras matas cuyas semillas revientan, y nacen equivocadamente las hijas calentadas por el sol otoñal, que después las abandona y se mueren.

El dueño de la hacienda, que ha pasado muchos ratos en la solana mirando rodar sobre los montes las nubes enormes y pesadas, aguardando las lluvias mansas y copiosas, las que hinchen las uvas que luego con el sol de San Miguel acaban de azucararse y madurar, este hidalgo de la masía ha oído las esquilas del ganado que pasta en su loma y en sus bancales, y con la compañía de Sigüenza sale a la cancilla del huerto.

El camino, tan callado, se puebla de un hondo ruido de pezuñas que resbalan y arrancan guijas, de cuernas y testuces que se topan, de retozos, de un balar grave de cabrón. Todo el ganado es de cabras rojas, pero a lo último destaca un cordero blanco y donoso. Van sabiendo apretadamente.

Mientras llegan, Sigüenza se entretiene quebrando con el cuento de su cayado las cortezas grietosas de la tierra del jardín para que las plantas recién nacidas logren salir y asomarse a la vida con más holgura, y cuando ve los brotes todavía pálidos de la obscuridad pasada, y reventando de zumo, Sigüenza se confiesa avergonzado, y anticipándose los remordimientos, que ha sentido el ansia de arrancarlos y oler y probar esos jugos espesos que hubieran teñido sus manos.

El hidalgo de la masía se asoma a la empalizada, y pregunta:

—Pastor, ¿lloverá o no? ¿Qué hará el tiempo?

El pastor ha hecho un movimiento como para meterse en el tiempo y enterarse, porque este hombre está verdaderamente fuera de todo tiempo; parece joven y parece viejo; es enjuto, doblado, leñoso; entre lo moreno de su piel rasurada con rudeza, una piel que se ahonda y se abulta cuando mueve las quijadas, resalta ferozmente su dentadura, grande y blanca como el meollo del palmito. Bajo la falda de su sombrero le cae una greña gris cruzándole la frente. Sus manos llevan esparto para hacer soga mientras camina, llevan piedras para avisar a las cabras, llevan la cayada, llevan un cabritillo trémulo, ensangrentado de recién parido; en sus manos parece que quepa todo lo que se le antoje traer, como en el fardelico de piel de choto que tiene a su espalda ceñido con cuerdas por los costados.

—Pastor, ¿qué hará el tiempo?

El pastor se pasa una mano por la boca, se tuerce los labios, se agarra el cuero de las mejillas y del pescuezo surcado como un bancal; se oye el ruido de rastrojo de su barba y mira al cielo lo mismo que a una res, y habla de las nubes como de una criatura galopa.

Lo que el hidalgo de la masía tomaba por promesas de lluvias no son sino boiras, brumas apretadas, que, después, el vuelo de cualquier vientecillo las va descogiendo y soltando, y las nieblas bajan y ciegan los horizontes; caen más y ciñen el huerto. Entonces la masía parece reducida, honda, murada, abismada, o parece altísima, sola en la inmensidad, subida sobre una blancura infinita. Y el ganado y el pastor se han perdido dentro de ese humo espeso, espumoso, de un torrente que se hubiera cuajado en la ladera. Pero en el gran silencio, entre las nieblas, llega clara la voz del nombre y el dulce desgranar de la esquila.

¿Qué hace ese cordero solito entre esas cabras, que ni siquiera lo miran?

El señor de la hacienda ha sonreído a Sigüenza.

Ese cordero es el presente del pastor, el precio por el pasto de su loma y de su viña después de vendimiada.

...A mediodía, los montes, el olivar, los maizales, unos chopos lejanos, todo se manifiesta desnudamente con un claro dibujo preciso, luminoso y dorado, y todo parece comunicado del azul del cielo levantino, cegador, y sobre las cumbres del confín de tramontana y del ocaso resplandece la rizada y gloriosa blancura de las grandes nubes, que una tía de Sigüenza contempla con arrobamiento mientras reza despacito:

«El Ángel del Señor anunció a María... Y concibió por obra del Espíritu Santo... Dios te salve... María...».

Las campanas de Alcoy resuenan perezosas en el pueblo moreno, amontonado, colgado en los barrancos y sobre el paisaje gozoso de sol.

Las cabras se mueven lentamente en los últimos

La tía de Sigüenza sigue mirando hacia la cumbre. Ve en aquellos fastuosos blancores los portales del cielo que su piedad le tiene prometido. Ella dice: «Gloria al Padre...», y pronuncia la palabra «gloria» de un modo craso y dulce, y a su sobrino le parece que dentro de la boca de la señora se deshace un pastel de crema y clara de nuevos hecho por las monjas Salesas de Orihuela, muy rico y muy pesado, o un pedazo de aquellas nubes que, según el pastor, no son sino de boira.

...Pasados algunos días, cuando Sigüenza llegaba a la casa de labor, que está apartada de la de los señores, todos los rapaces le salieron muy contentos gritándole:

—¡Van a matar al corderet!

—¡Pero quién ha de matarlo! —se decía Sigüenza, no viendo a ningún jifero.

En un bancal hondo de rastrojera estaba todo el ganado bajo la guarda de un mozo campesino de la masía.

Abrieron la puerta de la cuadra; los cincos rebulleron sobre el fondo negro y caliente de los pesebres, y apareció el pastor arrastrando a la res. Había estado encerrada dos días en aquella obscuridad, sin comer ni beber, porque, al cabo, «¡de qué podría aprovecharle!». Pues aun retozó de alegre apenas vio al cabrero.

—¿Y usted, pastor, usted mismo ha de degollarlo?

—Mire que soy carnicero y todo lo que se me presente... ¡Más borregos llevo ya muertos!... Pues, y castrarlos... ¡Más he castrado que pelos tengo yo!

Sigüenza nunca vio al pastor tan velludo como entonces.

Esperaba faenas y preparativos muy costosos.

El pastor agarró al cordero de un puñado, y de su mano recia y fosca desbordaba la blancura trémula de la lana. Entraron al lagar oloroso; desde dentro aparecía un trozo cuadrado de la mañana campesina, hasta muy lejos, toda llena de sol, con una greca de pámpanos de la vieja parra del portal. Trajeron los lebrillos hondos y vidriados para recoger la sangre y las entrañas. Y Sigüenza sentía como una duda angustiosa viendo al animante, todavía vivo, lamiendo el borde de aquellas vasijas que aguardaban su vida.

En seguida se lo puso el cabrero entre los hinojos mientras sacaba de su faja una crizneja tiernecita y delgada que aun olía a esparto verde. Lo derribó y atole en un manojo los brazuelos y patas, y el corderito lamió también la cuerda tierna y gustosa.

Esperaba Sigüenza que blandiera el pastor una cuchilla enorme de matadero, y sólo empuñó un cuchillo viejo de cachas roñosas que tenían dos peces de latón incrustados, y meneándolo como un serrucho, porque no estaba bien amolado, se lo fue hundiendo muy despacio. Se oía el ruido de pellejo, de carne, de garganta, de tendones rotos, y en el lebrillo empezó a humear la sangre silenciosa y apretada. El cordero miraba a Sigüenza, le miraba dilatando las pupilas, donde se copió un momento el alborozo del paisaje; le miraba... hasta que le fue cegando un telo lívido. No se movía, y aquel cuchillo rudo y corto le había desgarrado el cuello limándolo.

—¡Sí que pateará así que lo desñugue!

Y al desatarlo se cumplieron las palabras del pastor. El recental tuvo una convulsión crispadora horrenda; aun quiso incorporarse con la cabeza caída, colgando, ensangrentada. Después se derribó y le rugía el resuello por la herida.

El cabrero comenzó a desollarlo; pero le pidió Sigüenza que lo dejase morir del todo, y se detuvo mientras enjugaba la faca en las blancas lanas de los ijares.

—Tuviera vista de poder la cordera, la madre, que está allá, en aquel casal, y a buen seguro que veía lo que hemos hecho con su hijo...

A Sigüenza le tembló ruidosamente el corazón.

Y el pastor, con la baqueta de un fusil viejo, horadó la piel de una de las ancas; pegó su boca de crueldad en la hendedura y fue soplando; entraba el viento como un oleaje sonoro desgajando la zalea de la carne y de todos los miembros, y el corderito se infló hasta agrandarse monstruosamente. Y todos se reían tañéndolo. Así hinchado sacábase la piel sin rasgar el cuerpo. Y la zamarra fue arrancada cabalmente por las toscas manos del pastor, que entonces resbalaban suaves y primorosas.

Y ya desnuda, azulada, reluciente la res, la colgaron de la viga de la prensa para vaciarla.

Y al hundirle el cuchillo, el pastor puso su mirada en los campos soleados, y suspiró con risa mansa y dulce.

—¿Qué le parece, si se pudiera hacer lo mismo con algunos, teniendo igual pena que por éste?

Y apareció el corazón goteando.

—Pastor, ¿qué hará el tiempo?

El pastor se ha vuelto súbitamente al cielo, para hincarse dentro del tiempo. Su mirada ha recorrido todos los confines. Ahora sí que por Levante se cuajaban las nubes en temporal de lluvias.

El señor de la masía y Sigüenza contemplan el tuerto, que parece recogerse estremecido, sintiendo cercana la gracia del agua. Un macizo de lilas ha florecido por la dulce circulación de la savia de otoño.

El ganado se esparce en la viña haciendo el libre y gustoso esquilmo del pámpano y del redrojo.

Y Sigüenza mira con aborrecimiento a esas cabras voraces que gozan de la abundancia de la sierra por el sacrificio del corderito blanco; pero en seguida se arrepiente Sigüenza: ¿acaso no alabó él durante la comida lo tierno de las piernas asadas de la víctima, y no salió después al huerto, notándose muy bueno y amando todos los gusanicos y todos los brotes y verduras?...


1903.

De los balcones y portales

Caminaba Sigüenza por lo más fragoso y bravío de la comarca alicantina. Era un valle hondo y muy feraz, entre dos sierras de faldas verdes de viña y panes, y las cimas de muchas leguas yermas entrándose en el cielo.

Los pueblecitos y aldeas pardeaban agarrándose temerosamente al peñascal.

Sigüenza viajaba en jumento, que era grande y viejo y algo reacio a los mandatos del espolique y a los suaves golpes de sus calcañares, pues montaba a la jineta y todo, aunque en silla de zaleas y de rudos aciones de soga.

Y llegó a un lugar que de todos los del valle era el más encumbrado. Al lado de las primeras casas había una fuente de seis caños muy abundantes. Después halló una plaza con una añosa noguera en medio y una iglesia de hastial moreno, torre remendada y una menuda espadaña que se dibujaba limpia y graciosa en el azul.

En esa plaza, entre bardales desbordantes de manzanos y duraznos, estaba la casona donde el cansancio de Sigüenza tuvo refrigerio y se le dio posada algunos días.

Me apresuro a deciros que no era aquello parador aldeano, sino honestísima morada de dos señoras doncellonas, hermanas de un magistrado de Teruel.

El comedor y algunos dormitorios y salas tenían balcones que eran deliciosos miradores de todo el paisaje; veíase la profunda vallina, la gracia de cielo pasando entre los montes; a lo último, el mar.

El portal daba a la plaza de la noguera. Y desde el hondo vestíbulo veíase la rozagante fronda de este árbol y los verdores de los frutales que reposaban en los cercados, y la pobre parroquia de color de pan campesino con un fondo gozoso de azul, y en el silencio, de tiempo en tiempo, se oía un andar cansado de leñadores, de caminantes, de cabreros, y alguna vez pasaba una bestia cargada de maíz tierno.

Pues las señoras consumían su vida sentaditas en la entrada, pero dando la espalda al nogal y a toda la plazuela.

Y nunca se asomaban a los balcones, y aun parece que tampoco querían que otros lo lucieran, porque todos estaban cegados con mamparos de cañizos, a guisa de persianas o celosías.

El forastero juzgó desabridamente a las dueñas.

¿Quiere decir esto que las prefiriese ventaneras, ociosas, aficionadas al atisbo y chisme de puerta?

¡No, por Dios!

Una mañana vino una rapaza, que no sabe Sigüenza si sería ahijada pobre de las señoras, o sobrinita del párroco, o hija del maestro del lugar. Dio los buenos días con mucha cortedad y, llegándose al lado de la más vieja señora, allí estuvo balbuciendo un momento las razones que le diera su madre o su tío; pero la chica las dijo mirándose los dedos, y toda inclinada de modo que se le veía su cabeza esquiladita y su nuca muy delgada y morena del sol del ejido.

Nada le repuso la señora, sino que levantándose de su silla de esparto —siempre se sentaban en rudos asientos de labradores y en la casa había sillones de anea y rancios estrados y butacas con fundas de lienzo blanco— sacó de su honda faltriquera una grandísima llave, abrió la alacena, puso en una jícara una dedada de miel, y al ir a entregársela a la mocita quitó un poco de aquella dulzura, y cerrando fieramente el armario escondiose la llave.

Comprenderéis que no es posible que Sigüenza pasara por alto lo que hizo esta señora. ¿Por qué traería la llave siempre colgada de su costado, esa llave tan grande? ¿Por qué no se la dio a una moza y aun a la misma rapaza para que ella tomase la miel pedida? Y singularmente, ¿por qué, habiendo mesurado lo que daba y en el punto que la niña tocaba ya su jícara, le quitó una dorada escurrimbre para devolverla a la orza panzuda y tal vez llena?

¿Cómo una señora principal y rica tenía esa avaricia y desconfianza?

Acaso vosotros sospechéis del fuero hereditario. Más bien Sigüenza cree que esa mezquindad se originaba de aquel vivir siempre murado y tenebroso, sin goce de anchura, de visión campesina.

De esto brota, naturalmente, un elogio efusivo de los balcones, de los portales, de las solanas, de esos ojos bienhechores de nuestras casas.

Los balcones y portales merecen nuestro amor.

Los de Sigüenza se abrían frente al mar.

Hay un copo de gaviotas que se deshace y algunas suben, y muy excelsas, se van deslizando con las alas quietas, ebrias de inmensidad y azul, y cuando Sigüenza comienza a entristecerse de envidia, ellas, como si quisieran consolarle, bajan al amor de las aguas, y en su haz hirviente de sol se posan muy sosegadas y glotonas, y de altivas aves quedan en aves de corral; parecen patos; ¿no le darán una sabia lección de medianía y equilibrio de la vida?

Por sus balcones goza Sigüenza de lo inmenso, y en esa llama infinita del mar parece que se acueste dichosamente su alma.

Apiadémonos de los que viven con las ventanas muy cerradas. Y los que tengan su casa en calleja angosta recuerden que siempre pasa por encima una franja de cielo, y, mirándolo, no hay quien le quite la miel a un niño.


1903.

Un envidiado caballero

Los olores de las huertas y del mar llegaron hasta el corazón de Sigüenza. Miraba y aspiraba este hombre con tanto ímpetu, que llegó a sentir cansancio y dolor en su carne. Y nunca se saciaba, sino que le parecía que le faltaba tiempo para hundir sus ojos en aquellas hermosuras, y recoger toda la vida que se le ofrecía desde el alto camino.

Allí estaba el levante frondoso, lleno, regado, alborozado y fecundo. Allí las montañas daban aguas muy delgadas y dulces, y tenían tierras de buena grosura que llevan la sementera, la viña y el olivo; allí el hondo y la solana, todo estaba cuajado de huertas que apretadamente llegaban hasta las arenas de la costa, y los bancales de hortalizas, que siempre viera Sigüenza al amor de la balsa de una vieja noria o chupando la pobre corriente de las ramblas levantinas, los bancales hortelanos de esta comarca se entraban descuidados bajo el gran sol, rezumando de tan viciosos como si siempre acabasen de recibir los dones de la lluvia, y gozosamente se presentaban al Mediterráneo. Por eso se mezclaba el dulce olor de los frutales y verduras, de campos feraces, con la fuerte y deliciosa emanación de las entrañas del mar.

El pueblo comenzaba en la ribera, y se subía por un altozano. Y era muy curioso de ver sus casas de porches abiertos donde se orean las frutas de cuelga; los corrales, con garbas de sarmientos y un dulce sonar de cencerricos de ganado, y las parras desbordando jovialmente de las tapias, y por las bardas de al lado asomaban los remos, algún mástil roto y podrido, las redes tendidas en los balcones, y en el portal, las cañas, los palangres, las nasas de esparto y rimeros de todas las artes de pesca.

Todo lo notaba Sigüenza entusiasmado y gozoso. ¡Haría juramento de quedarse en esta villa labradora y marinera! Bueno; pero esos juramentos los pensaba siempre al pasar por todos los lugares, aunque aquí, en Altea, sentía la ansiedad de poblador con más ahínco. ¡Oh pueblo claro, torrado de sol, nacido delante de las inmensidades de los valles, de las sierras, de la marina; con humos campesinos y nieblas de mar, con gorriones y gaviotas, manzanos, almeces y cerezos, prorrumpiendo de los huertos umbrosos, y barcas reposando en el cantón de una calleja que baja a la playa! ¡Por fuerza había de ser alegre y dichoso!

Y Sigüenza iba pasando toda la primera calle que tiene la sombra de algún olmo centenario, y el bullicio de las diligencias, y largas horas de silencio; entonces nada más resuena la voz de hidalgos aburridos que platican, o el portantillo de una borrica cargada de estiércol o panizo.

Desde la obscuridad y angostura de algunos portales se le quedaban mirando los ojos quietos, profundos y tristes de los hombres levantinos enfermos, impedidos, lisiados. Son viejos enjutos, de mejillas sumidas y fragosas, erizadas de barba corta, espesa y áspera como un terrón de barbecho; de lagrimales devorados por las moscas, y las manos recias como dos cepas clavadas en un cayado de boj muy alto; bajo las faldas mugrientas de su sombrero, el pañuelo de hierbas les cruza el mondo cráneo, fajándoles las sienes. Son hombres jóvenes, flacos, cetrinos, con la demacración de la terciana, y los labios y las encías blancos como la escara de una llaga. Son hombres gordos, blandos, hinchados, tullidos de dolores recogidos en el mar; por sus puños y calcañares desborda la bayeta de un color amarillo de hopa. Hay también algún hombre lisiado de nacimiento, un idiota que babea y aúlla mientras los chicos, todas las tardes, al salir de la escuela, le hacen miedo como a una criatura.

Estas casas huelen a humedad, a pobreza; parecen señaladas por una mano aciaga. Nunca se hacen en sus puertas bailes ni corros de bullicio y divertimientos; y estos solitarios, cuyas frentes estrechas tienen el sello de la malaventura del hogar, pasan la vida mirando siempre el mismo muro frontero, la misma rama de un árbol que se desnuda, que reverdece, presentándole sólo estas mudanzas el tránsito del tiempo, y ven el mismo grupo de mujeres extenuadas que conversan lastimeras y suspiran, porque ellos son la desdicha de la casa...

...Recibiendo sus miradas llegó Sigüenza a la orilla del mar.

Le aguardaban en una finca que se copiaba toda en la paz de las aguas azules, rodeada espesamente de fronda, de vides, de magnolios y espalderas de circasianas, madreselvas y jazmineros.

Los hacendados del lugar y sus contornos venían por las tardes, y fumaban sentados en la terraza, acompañando al señor de este retiro, un caballero seco y pálido, callado y abatido. De rato en rato alzaba la mirada, tendiéndola en el glorioso horizonte de las azules soledades.

Así le encontró Sigüenza, y recibió con emoción sus nobles manos frías y blancas, porque, ¿acaso no saludaba en aquel momento a un venturoso varón que había recibido todos los dones y gracias de Levante?

Y lo dijo. Y los amigos, los buenos ociosos que acudían a su lado meneaban las morenas cabezas asintiendo. No, no había más cumplido bienestar que el de don Luis: una cabal salud, tierras abundantes, casa alegre y, delante, todo el cielo que pueden apetecer los ojos: mujer sabia y hacendosa, guarda amorosísima de la honestidad y gentileza de una hija artista y dos hijos más, grandes y celebrados de todas las gentes... El señor don Alonso Quijano y su criado le hubieran colmado de gustosos elogios y bendiciones poniendo a don Luis por encima de don Diego de Miranda...

Y el envidiado caballero sonreía musitando: ¡Levante... Levante...!

Quedáronse solos y callados don Luis y Sigüenza. Ya se iba deshaciendo la tarde. Los montes tenían un morado color de arcaica pintura; a lo lejos, el cielo y las aguas se cuajaban tersamente; había una honda quietud en el aire, y todo estaba penetrado del ácido perfume de las magnolias.

Comenzó Sigüenza una encendida alabanza de su Levante, de las mañanas doradas y dulces como el panal, de estos crepúsculos de misticismo y exaltación. Y cuando esta serenidad y esta belleza hallan un alma levantina propicia a su gracia, entonces surge un artista maravilloso y elegido... Familia de elegidos era la de don Luis; todos sus hijos «coronados con las hojas del árbol a quien no ofende el rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie los que con tales coronas ven honradas y adornadas sus sienes...».

Y don Luis seguía profiriendo melancólicamente: ¡Levante!... ¡Levante!... ¡Señor!...

Una hija tenía muy hermosa, artista peregrina de los teatros de América. La madre la acompañaba. Ocho años hacía que no las viera. Un hijo era concertista; en ruta gloriosa iba caminando diez años. El otro hijo empezaba triunfalmente en Roma las jornadas del Arte.

Y entre tanto el padre recorría la solitaria casa. Venían los hidalgos. Sonaba en un gramófono la voz de la hija. Todos aplaudían. Llegaba el correo. Traía noticias de éxitos y agasajos. Todos encomiaban la suerte del padre.

Y el envidiado caballero abatía su frente ante la grandeza y hermosura levantina...


1909.

Plática que tuvo Sigüenza con un capellán

Estaba la calle sola, en silencio. Dos palomos gordos, azulados, de gravísimo buche, hicieron un gozoso estrépito de alas, y bajaron desde las bardas de una vecina casa angosta y ruda. Picoteaban en los carriles de polvo, en la orilla de la acera. Andaban a pasitos menudos, presuntuosos.

Pero no; es posible que estos palomos fuesen tan sencillos como dicen que lo son todos los palomos, y que esa ufanía estuviera en la malicia de la mirada de Sigüenza. Estos palomos son caseros, retraídos, de cercado, amigos de gallinas enclaustradas, de alguna cabra de corral que pasa el día balando porque se acuerda de la libre y tierna pastura de un collado. Estos palomos han ido envejeciendo y cebándose; han tenido muchas parejas de cría, son ya patriarcales. Y esa mañana, viendo la calle en quietud, bajaron a solazarse, imaginando que descendían a tierras paniegas de solana.

Y estas buenas y rollizas aves, que hasta entonces nada más las viera Sigüenza asomadas a los muros donde se amaban y saltaban ladeando las cabecitas, o se paseaban por la cumbrera soleándose pacíficamente como dos gruesos canónigos; estas donosas aves, al caminar por el arroyo, habían de hacerlo muy despacio por la rudeza del piso y porque sus patitas eran demasiado frágiles para mantener la opulencia y pesadumbre de sus pechugas.

Sí; su calma era verdaderamente involuntaria, y era también preciso ese erguir y ostentar el buche, movimientos todos de grande inocencia y que a él le hicieron darles el dictado de vanos, de palomos portugueses. ¡A cuántos simplicísimos varones no juzgaremos también con demasiado rigor y les exigiremos grandes y costosas empresas por el aparato y solemnidad de su figura, sin pensar que son muy sencillos y no tienen nada más que buche o vientre!

Así hablaba Sigüenza cuando acercose y pasó a su estudio un capellán de monjas, que fue soldado en su primera juventud.

—¡Loado sea Dios, pues ya parece que tenemos paz en nuestro pobre país! Aunque, ¡qué sabemos! Todavía se me acuerdan de mi época de Humanidades aquellas palabras de don Fernando del Pulgar, que dice: «La mala condición española, inquieta de su natura, en el aire querría, si pudiese, congelar los movimientos e sufrir guerra de dentro cuando no la tiene de fuera». Ahora de entrambos modos la hemos padecido. ¡Qué lástima, qué lástima!

Sigüenza le repuso que se consolase, que esa mala condición era de españoles, de germanos, de indios y de todos los pueblos, pues el hombre depende de un «hecho» que no se halla en su voluntad.

Y con esto callaron y estuvieron paseando por el estudio.

De la casita frontera habían salido los camaradas de los palomos; eran algunas gallinas, un pollastre y dos pavas. A la cabra se la llevó un muchacho atada de una soga que apenas le dejaba aliento para el balido ni para el resuello, y el pobre animal tornaba la cabeza a sus amigas las aves, como si ya no apeteciese la holgura y abundancia de los campos, sino la angosta querencia de su encierro.

En cambio, el averío estaba muy alegre de su libertad, y divertíase picando las hierbecitas brotadas al pie de los muros.

Y andaban tan alborozadas, tan inocentes y unidas, que, siendo muy desemejantes, parecían todas nacidas y criadas al mismo refugio de una generosa llueca, porque ni los palomos huían desconfiados y asustadizos de los grandes, ni las pavas eran gazmoñas, voraces y cobardes según su natural, ni el gallo caracoleaba con demasiada bizarría y lascivia, ni las gallinas mostraban entonces la hipocresía y el egoísmo y otras ruines avezaduras que suelen tener estos sabrosos animalitos.

Miraba el señor capellán de monjas con mucha complacencia tanto goce y amor.

Y después, volviéndose, dijo:

—¿No nos ofrecen estas humildes criaturas una dulcísima enseñanza? «La Creación —escribe Fray Luis de Granada, y lo han repetido otras plumas— es un libro inmenso y glorioso, cuyo lector es el hombro. Y estas palabras, dictadas a mayor gloria de Dios, nos han infatuado. Este gran libro no ha de ser sólo deleite de nuestra ánima, ni hemos de hojearlo con altivez, como un índice de nuestro señorío y heredad, sino que antes debemos estudiar humildemente sus páginas y recoger la santa eficacia de su ejemplo. Recuerde las recientes contiendas de España; mire, según me advirtió usted antes, mire, digo, los males, ferocidades y guerras de otros pueblos; y, en cambio, vea el sosiego y el amoroso júbilo de estos palomos, pavas y gallinas, con macho y todo.

Descansó un instante el presbítero. Y después siguió:

—Siendo yo soldado en Ultramar presencié muchas desventuras. Una tarde que peleamos con el enfurecimiento de la desesperación, cuando ya iban acabándose el día y la lucha, alcé los ojos, y viendo la pureza del cielo, la noble vejez de aquellos árboles y la paz y opulencia de todo el paisaje de los trópicos, exclamé: «¡Señor, y no es lástima que aquí se maten los hombres!». Allí y en todas partes, piensa usted, ¿verdad?, pues todo está lleno de la gracia y hermosura del Creador, y en todos los lugares debiéramos recibir la divina enseñanza del libro de la Creación...

No pudo seguir porque en aquel momento se produjo un furioso estruendo entre el averío. El pollastre, erguido, bravo, alzándose sobre sus espolones, y toda encendida y trémula su cresta, arrojaba insultos y cánticos de guerra por su entreabierto pico; huían las pavas, pisándose el faldellín de sus alas, y en sus ojos, en su cabeza y hasta en sus fláccidos cuellos se hacían livores de iracundia; y volaron espantados los palomos heridos en el plumón de sus pechugas por los picos y patas de las gallinas que cacareaban injuriosas y audaces bajo el patrocinio rufianesco de su gallo. Parece que todo este odio lo originó el hallazgo de un gusanico muerto, caído de una sera de estiércol de que iba cargado un pobre asno que pasaba.

Y apenas descubierto el manjar, no se sabe si por uno de los palomos o de las hembras del pollo, lo codiciaron todos. Y se odiaron.

Entonces Sigüenza dijo:

—He aquí otra página del sabio libro de la Naturaleza. La paz y el amor de estas aladas criaturas han sido destruidos por un gusano muerto. Nosotros, los pobres hombres, somos capaces de las más grandes ternuras y virtudes, somos capaces de ser muy buenos, de querernos mucho hasta que nos inquieta y nos concita aquel «hecho» ciego, desconocido que antes le decía y que puede ser toda una gusanera.

—¡No sé qué dice! —repuso el señor capellán—. Pero, sin entenderle, le pido que no diga filosofías ni blasfemias...

—No son filosofías ni blasfemias. Recuerde, señor cura, que siendo usted soldado en Ultramar alzó los ojos y se le llenaron de la pureza de los cielos y de la hermosura de los campos, y supo leer en el glorioso libro de la Creación un bienaventurado mandamiento de paz y de amor, viendo la armonía del mundo. Y, usted, dijo: ¡No es lástima que se maten los hombres!

—¡Ya ve usted!

—¡Sí; pero eso lo sintió usted después de haber matado, quizá muy bizarramente y todo!


1909.



Sigüenza, los peluqueros y la muerte

De un librillo de un docto licenciado se deduce que el uso de cortarse el cabello los españoles tiene su origen en el trono y en la desventura. Y fue, porque habiendo enfermado del cuero de la cabeza el emperador Carlos V, hubo de rapársela para untársela bien y cabalmente. Entonces, todos los españoles se esquilaron curándose en salud.

Y el autor de ese libro exclama: «Con lo cual estaban libres de peluqueros, y el capricho no había dado en este ramo del lujo que tantos millones cuesta y que más que ningún otro ha contribuido para afeminar a los nombres». Pero, al desposarse doña Ana de Austria, hermana de Felipe IV, con Luis XIII, vinieron de Francia sus gustos, sus deleites, sus costumbres y sus peluqueros. Algunos escritores de mucha sabiduría y austeridad se quejan de los daños que aquellos buenos hombres traen a la patria.

El doctor don Gutierre, marqués de Careaga, escribe una Invectiva en discursos apologéticos contra el abuso público de las guedejas. Se promulgan bandos como este del 23 de abril de 1639, que comienza de esta manera:


«Manda el Rey, nuestro Señor, que ningún hombre pueda traer copete y jaulilla ni guedejas con crespo u otro rizo en el cabello, el cual no puede pasar de la oreja...».


Síguense las penas de los peluqueros infractores de este mandamiento; comienzan por multas, pasan a cárcel, a destierro y llegan al rigor del presidio. Después se advierten las prohibiciones y castigos para los lindos de guedejas. A éstos no se les daba entrada a la real presencia de S. M., ni eran oídos de los señores del Consejo ni de Justicias, aunque tuvieran preeminencia por título o fuero.

No conoce Sigüenza la razón de esa severidad. Acaso los motilones, los lampiños, los lacios y raídos, ¿son todos dechados de continencia, de templanza? ¿No sabemos de algunos calvos que han cometido los siete pecados capitales y aun más de esos siete? Pues los pobres de los peluqueros ¿merecían ser perseguidos con tanta saña? ¿No profesan oficio limpio y necesario y hasta liberal? ¿No han sido remedio de tribulaciones, descanso de fatigados cuerpos, archivo de secretos y agudezas, dulces y complacientes ironistas, amenos glosadores y aun medianeros de graves negocios de Estado? ¿A quién no le ha acontecido estar malhumorado y caviloso y apenas le alcorzó de jabón mejido la sabia mano del peluquero o le anduvo blanda y discreta por su cabellera, no sintió que se le desenconaba el ánimo y que le rodaba mansamente por las venas más sutiles una onda de resignación y hasta deploró que no se estilasen guedejas y otros entretenidos tocados para no volver tan pronto a lo desabrido de la vida?

Es verdad que todos los siglos han cometido injusticias, demasías y errores. En ese del desatado odio contra los artífices de cabellos diose también en la sinrazón de perseguir esa prenda femenina que se llamó guardainfante, y prohibirla por «lasciva, deshonesta, ocasionada al pecado y perjudicial a la salud y a la generación», según palabras del señor Alonso de Carranza.

Un bando de la época dice: «Manda el Rey nuestro Señor que ninguna mujer, de cualquier estado y calidad que sea, no pueda traer ni traiga guardainfante u otro traje semejante, excepto las mujeres que, con licencia de las Justicias, públicamente son malas de sus personas y ganan por ello...».

Esta orden de todo un Rey nuestro Señor es por lo menos sagacísima; no puede negarlo Sigüenza. Con ella no quedaría mujer que se pusiese el tontillo o guardainfante, que no la hay que no apetezca siquiera la apariencia de honesta. Acaso tuviera esta ley suntuaria más eficacia moral que la cruzada de la modestia cristiana de hogaño. Y más que todo la tendría el hacer a la virtud de la modestia graciosa y elegante. Un buen modisto, pero casto, vencería las audacias y exquisiteces de la desenvoltura, porque parece que una castidad desaliñada, rígida y fea ya no es grata ni a los Santos Padres de ahora, y menos a los pobrecitos pecadores.

Pero en lo que atañe al tontillo, pensó Sigüenza: ¿el guardainfante, lascivo, deshonesto y ocasionado a pecar? ¡Y él que lo tuvo siempre por todo lo contrario!

...Carlos V se corta el pelo en Barcelona.

Sigüenza también se rapó en Barcelona. Fue en una peluquería de estrepitoso ornato.

Apenas entró Sigüenza, sintiose apocado, encogido, como si fuese a pedir una carta de recomendación para oposiciones.

Aquellos mancebos pulidos, perfumados, ágiles, le miraban demasiadamente. Resplandecía la sala de lujo y primores de tocador de alta señora, y con fría severidad de vitrina de sabio cirujano. Le sentaron en un sillón todo articulado, dócil y enorme, y nuestro caballero cometió algunas torpezas: como manifestar su susto cuando el respaldo pareció que se derribaba atrayéndole a un abismo; tampoco pudo reprimir su complacencia cuando, en seguida, sintiose blanda y sabiamente amparado por las vértebras y los brazos y los costados de ese mueble tan humano.

Le ciñeron el suave collarín de algodones; le vistieron un peinador bata, un cendal como un amito, un babero rozagante, solemne como pelliza de canónigo, una fazaleja atusada y hermosa. Y él se miró y se dijo: Señor, ¿a qué estaré obligado, envuelto con estas vestiduras tan amplias y cándidas?

Las manos del mancebo, sutiles, aladas, se internaron delicadamente en la frondosidad de su cabellera. Sigüenza comenzó a sentir un sueño infantil, una deliciosa renunciación, un cabal olvido de sí mismo; todo Sigüenza era piel que se encogía y descogía bajo el suavísimo adobo.

Y entornó los párpados y pensó: Durmamos, alma mía. Pero de tiempo en tiempo llegaba a su oído un plácido abejeo. Era que el oficial le consultaba con mucha reverencia, y él, sin entenderle, le respondía débilmente:

—Claro; sí.

Y de nuevo dormitaba, y otra vez el leve zumbidillo le quitaba de su letargo, y él decía:

—Bueno; sí.

Y, por último, murmuró:

—¡Lo que usted quiera; a mí me es igual! Y le pasaban jabones y pastas; perdiose bajo una espuma que olía a azahar; le derramaban pomos de fragancia; ardían junto a sus sienes, junto a su cerviz unas lamparitas de llamas azules; le daban revistas, libros, anuncios, guías de la ciudad, cigarritos va encendidos, y todo se le iba cayendo blandamente de las manos.

De súbito, los dedos del mancebo, el índice y el cordal, se le fijaron en las sienes y en la barba, y haciendo una gentil mesura le dijo:

—¿Vamos?

—¿Dónde? —preguntó Sigüenza todo sobresaltado viendo sus mejillas jabonosas.

El mancebo hizo una sonrisa menuda, cortesana y seria.

Ese vamos era como un modo de invitación de que ladease, de que volviese la cabeza para seguir rasurando.

...Pasaron días; volvió Sigüenza a su hogar, y una mañana presentosele su peluquero. Era un hombre flaco, descolorido, cansado, con las rodillas un poco dobladas de subir muchas escaleras. Ya entraba en la casa de Sigüenza siendo éste chiquito, y el primer copo de cabellos, esas hebras tan leves de un oro pálido que guardan las madres entre joyas antiguas, que exhalan siempre un aroma de la pasada juventud, esa pelusa la corto, conmovido y solemne, el viejo maestro. Tuvo un salón, insigne en toda la provincia. Y, ahora, va dentro de la vejez, vencido por lo nuevo, ha de ir a las casas de los que le guardan fidelidad. Son de algunos rancios abonados y de sus hijos, y a éstos les tutea, les aconseja, les habla como ayo; muchas veces les sorprende todavía acostados, y les afeita pacientemente en la cama.

Sigüenza le refirió las maravillas de la peluquería de Barcelona. Sonreía el maestro y murmuraba:

—Todo eso que dices son novedades, vanidades y perder el tiempo... Anda, vuélvete, que por aquí ya estás.

Y le centelleó la navaja.

La estuvo aguardando Sigüenza. Y la cuchilla no llegaba. El brazo del maestro pendía ocioso, postrado; sus ojitos se habían humedecido, y sus labios se doblaban con un rasgo de amargor. ¿Qué tenía el buen maestro? El buen maestro alzó la nariz de Sigüenza muy familiarmente, y teniéndola de este modo, le dijo:

—¡No malgastaba yo las horas en mi salón, y eso que no se vivía tan de prisa como ahora, y, sin embargo, tuve que cerrarlo! ¡Y si fuese sólo el salón lo que perdí! ¡Es que la parroquia, casi toda de viejos, va también faltando; el lunes se me murió uno! Esa es la vida: hoy, unos; mañana, otros. ¡Ay, hijo!

Transcurrieron más días. Fue otra vez el maestro. Mientras enjabonaba a Sigüenza le habló de comedias de antaño. —¡Teatro como aquél, Sigüenza!— Y comenzó a afilar la navaja en la vieja correa del suavizador.

¿Qué tenía Sigüenza? No hablaba. En su mirada humedecida se copiaban dos gotas del Mediterráneo tendido frente a sus balcones.

Sigüenza le contó que trasladaba su hogar; decidía salir de su apartamiento levantino.

—¿Que te vas, dices? ¡Te marchas! —prorrumpió espantado el peluquero.

Y después, alzando de la nariz con nervioso pellizco para rasurarle el labio, balbució doloridamente:

—¡Qué hemos de hacerle! Unos, hoy; otros, mañana... ¡Hijo, eso es la vida!

Sigüenza se estremeció. ¡Se creía un muerto, Señor!

¿Esa idea de la muerte del viejo y honorable peluquero no tendrá semejanza con la de muchos hombres, nuestros hermanos, y aun con la de algunos sabios filósofos?


1912.

Campos de Tarragona

Viajaba Sigüenza en un humilde y cansado tren. Era por los campos de Tarragona, campos exultantes, jugosos y embebidos de azul. Está el azul en las frondas que parecen siempre mojadas, en los troncos, que aun los robustos y viejos son tan tiernos que Sigüenza creía que pudieran abrirse y zumar un verdor hecho luz; está el azul en la encendida tierra que tiene la color gloriosa de las ruinas. Está el cielo, el mismo cielo de la comarca de Sigüenza, redundando el paisaje, como la miel caliente que penetra en el pan. Se derrama la lumbre azul dentro de los colores, avivándolos, estremeciéndolos en sí mismos... Campos de Tarragona, todavía lejos de la costa, y a través de la pompa de oro pálido Y fresco de la retama, y en todo el aire, palpita la claridad del Mediterráneo. Y ese aire de gracia de antiguos horizontes deja en el sol de la mies y en la umbría del pinar la emoción y la blancura rubia del mármol hecho carne. Vemos nuestra angosta vida iluminada y agrandada por un antaño que sonríe con todas las sonrisas de las diosas desnudas. Tierra encamada, inagotable, alma tierra que nutre la olivera, ancha y solemne como un ara, y al lado está el cerezo, oloroso y herido de fruto; tierra milagrosa que da ardor al nopal y el delicioso frío al avellano. En los ribazos se abren las ascuas de los granados; sobre los panes se doblan de abundancia los almendros; de los huertos cerrados suben las palmas; la viña invade la llanura y la mansa cuesta de los alcores; los pámpanos velludos y lustrosos de las higueras se ayuntan con la rigidez de las encinas; los pinares bajan torrencialmente por la montaña, y los algarrobos, sacando sus garras de raíces de la besana, de los barbechos, de las laderas, caminan tercos y fuertes hasta el mar, y entre los peñascales se tienden rendidos calándose sobre los eternos confines azules.

Campos de Tarragona, hervor y almáciga de paisajes, tierra de olor caliente y bueno de madre limpia, grande y sana...

...Llegó el tren de Sigüenza a un pueblo abrupto, con muros almenados, prorrumpiendo de casas anchas y morenas. Olmos centenarios dejan su sombra y un alboroto de pájaros en la ventana de un aposento, donde quisiéramos leer un libro arcaico que nos parecería reciente. De cuando en cuando, saldría nuestra mirada como si quisiera contemplar en el silencio campesino el alma de sus gratos y sutiles rumores. Quizá se nos escapase de los dedos una página trémula, viva, aleteante por el vientecillo que viene cargado de olor de simiente, de árboles y de agua de riego de huertas.

Campos de Tarragona, hervor y almáciga de paisajes, tierra de olor caliente y bueno de madre limpia, grande y sana...

...Llegó el tren de Sigüenza a un pueblo abrupto, con muros almenados, prorrumpiendo de casas anchas y morenas. Olmos centenarios dejan su sombra y un alboroto de pájaros en la ventana de un aposento, donde quisiéramos leer un libro arcaico que nos parecería reciente. De cuando en cuando, saldría nuestra mirada como si quisiera contemplar en el silencio campesino el alma de sus gratos y sutiles rumores. Quizá se nos escapase de los dedos una página trémula, viva, aleteante por el vientecillo que viene cargado de olor de simiente, de árboles y de agua de riego de huertas.

La estación era nuevecita, vestida de uniforme de arquitectura ferroviaria. Este supremo alarifazgo, prescinde en sus fábricas o construcciones del fondo del paisaje y del lugar, y tiene por deber inexorable el rojo o ceniza de las fachadas y las «salas de espera», donde nadie espera nada, porque allí nos moriríamos de tristeza como en prisión.

...Sigüenza y un amigo de pulido espíritu y abandonada apariencia que le acompañaba pasearon por los andenes hasta los campos. Cerca vieron un sendero que corría entre macizos de retama florida.

Y el amigo, aspirando el aromoso aire, gritó:

—¡Sigüenza: qué olor a Corpus!

El Corpus de Cataluña huele a retama; el Corpus alicantino huele a rosas y romero, pero a rosas encarnadas, calientes; Sigüenza recogió la íntima emoción del suyo, porque diciendo Corpus se huele a campo que entra en la ciudad, campo interpretado, y porque Corpus es una palabra que tiene todos los aromas fundidos en una misma fragancia para todos los corazones, fragancia de la tristeza de las alegrías.

...Cuando volvieron a su departamento, un nombre alto, enjuto, de poderosas zancas y recias manos, descargaba atadijos, alforjas, cuévanos y cajas.

Le llamó una viejecita, preguntándole si era el recadero de Barcelona.

Sí que era el recadero. Para decirlo se asomó todo por la portezuela. Sigüenza le vio un lunar bravo, agreste, con un zarzal de cerdas en medio de la mejilla.

La buena mujer le hablaba con apocamiento y aflicción, y él la respondía bizarro y jocundo, recogiendo más cestos y encargos de las gentes.

Un recadero está dotado de la paciencia y memoria de un bibliófilo y del exaltado optimismo de un héroe. Vinieron otras mujeres, algunas con criaturitas en los brazos. Y apareció un chico de una longura angulosa, flaco y encogido, de ojos dulces y asustadizos, de sonrisa débil. Sonreía siempre, no sabiendo qué hacer. Le miraban, le preguntaban del equipaje, de si recordaría el pueblo, la casa, la familia en la nueva vida de la ciudad; le desmenuzaban consejos y avisos, y él no contestaba, sonriendo para no llorar.

Lo mandaban a Barcelona. Había de hacerse hombre. Y el chico volvía la mirada anhelosa al llano del ejido, a los grandes árboles de un verde húmedo junto a la vejez de la parroquia.

La viejecita le componía los cabellos y las ropas muy limpias, recién repasadas, y muy cortas. Las manos y los pies resaltaban enormes como las alas y las patas de esas aves jóvenes que todavía no tienen todo el plumaje que necesitan.

Un hombre tocó la campana.

Al mozo y la vieja se les retorció doloridamente la vida; pero el hombre tocaba la campana como todos los días.

Las mujeres gritaban y oprimían al chico, llamándole, presentándole a los hijos pequeños para que los besara, y él besó gorritas, lágrimas, botones, tocas, palabras...

La mano membruda y sabia del recadero lo subió de un puñado del hombro. El chico le sonreía blandamente sin decir nada, sin ver nada. Partió el tren. Los brazos secos de la abuela se alzaban implorando al hombre del lunar que cuidase del chico, y el hombre miraba triunfalmente la tribulación de la viejecita, el espanto del nieto, y toda la vida, que entonces le parecía un costalico de los que él manejaba con tanta holgura.

Y ya el tren en medio de la mañana campesina, volviose el cosario y dijo mordiendo su cigarro de leña hedionda:

—¡Y ahora, a ser hombre!

—¡Sí, señor, sí!

Y Sigüenza pensó: ¡Qué prisa, señor! Y cuando venga traerá ropas grandes, y se marchará pronto y contento, y habrá ya muerto la viejecita...


1913.

La ciudad

Razón y virtudes de muertos

Dice Sigüenza que el amor más grande del hombre, además del amor al hijo, es el de su personalidad, de su conciencia, del sentimiento de sí mismo.

Este autosentimiento, esta visión de sí mismo, es el principio y efecto, la flor y el fruto de su vida, la luz y la sal de su vida, de la vida del ser complejo, conjunto sociable de muchas vidas o células sedentarias. Parece que somos una suma, una emulsión de treinta trillones de células. (¿Treinta trillones o sesenta trillones? Es igual.)

Sigüenza mira su carne; mira también, honestamente, la carne de los demás.

¡Cuánta célula, Señor! Y se maravilla de que en algunos cuerpos se produzca la preciosa unidad del sentimiento de los treinta trillones.

El trastorno de una de las principales entrañas altera o extingue la armonía de esa multitud federativa de menudas criaturas anatómicas. Miles de ellas perecen, pero el hombre todavía subsiste; o muere el hombre, apagose el sentimiento de sí mismo, y muchos millares de células prosiguen viviendo.

¡Pero qué nos importa ya esa vida esparcida! —exclama Sigüenza, pensando, no como pensaría un biólogo, sino sólo como unidad, como hombre1.

La muerte del conjunto, la disociación de los treinta trillones de células ha cegado, ha deshecho ese sentirse a sí mismo, que, sea un gozoso o desventurado sentimiento, es infinitamente amable y es bueno, porque es voluntad alumbrada y saber que se vive. Por eso nos horroriza el morir y tememos la locura.

En la locura hay un estado de suplicio de la conciencia, o la pérdida, la disolución del propio concepto. Ya no se es como se ha sido. Y aunque el cuerdo, por ahínco de penitente, por afanes de filósofo, por ansias de perfección, haga propósitos de enmendarse y se abrase y sublime en la llama de la caridad, de la sabiduría y del trabajo, logra ese perfeccionamiento sin olvidarse de sí mismo en su pasado, y precisamente porque no lo olvida, porque no ha perdido el sentirse. Todo él es el mismo, y todo suyo, aunque la cumbre tenga más sol que la ladera, y aquélla es cumbre porque hay un hondo, un comienzo obscuro que la mantiene. ¿No nace la flor de la simiente oculta en la tierra estercolada?

La muerte y la locura —va pensando Sigüenza— son los males que más conturban el corazón del hombre. El de la muerte es inevitable, al menos por ahora. Pero, ¿y el de la locura?

Y he aquí que cuando Sigüenza salía de la oficina, mirándose un momento su carne, después que sus treinta trillones de células han vivido cinco horas de escritorio, pareciéndole entonces pocas células para tanto tiempo, Sigüenza lee la estupenda noticia de que un médico de Chicago confía haber hallado el remedio de la locura injertando en los pobres locos ciertas glándulas arrancadas de los cadáveres.

Estas glándulas segregan el divino licor de la razón que beben ávidamente las células nerviosas del cerebro.

El sabio fisiólogo ha ensayado su descubrimiento en dos mujeres. Todavía se desconoce su eficacia.

Este injerto, biológicamente, es verdadero, es viable. Ya sabéis, porque Sigüenza también lo sabe, que el hombre «no muere del todo en seguida».

Dastre, profesor de Fisiología de la Sorbona, ha dicho que «un organismo vivo no puede ser al mismo tiempo un cementerio»; que la muerte se difunde; que «es un fenómeno progresivo que comienza en un punto y se extiende al resto del hombre». Pero Dastre también ha dicho que «la muerte tiene un principio y un fin»; que después del certificado de defunción las uñas y los cabellos del muerto siguen creciendo, porque ese certificado «es un pronóstico de que el sujeto morirá, no de que esté y si muerto»; «que no hay muerte verdadera sino cuando la muerte universal de todos los elementos que componen el individuo se ha cumplido». Cita el caso del fisiólogo ruso Kuliabko, que hizo latir isócronamente el corazón de un hombre dieciocho horas después del fallecimiento oficial. Y añade: «Es preciso recurrir a artificios de destrucción de una gran violencia para matar de un golpe una célula...». «Una acción mecánica capaz de triturar de una vez todas las partes vivas de un ser complejo, de un animal, de una planta, habría de poseer un impulso inconcebible...».

Esas glándulas, halladas por el sabio de Chicago en los cadáveres para remedio de la locura, pueden verdaderamente estar aún vivas. Y claro que si estaban vivas dentro de un muerto, mejor pueden vivir en el cultivo de un organismo que vive.

Ya se han cumplido las profecías de que el elemento se acomoda al plan orgánico sin mengua ni violencia de su naturaleza; que procede en el sitio que le fue dado como procedería en otra parte hallando el mismo líquido, el mismo alimento que le estimulase y nutriese.

¿Sanarán los cerebros de las dos mujeres locas con ese injerto de razón, de luz, tomado de la tristeza y negrura de un cadáver?

Y Sigüenza, como exotérico del culto de las ciencias médicas, como profano de estas disciplinas del saber, se ha contestado que sí que es posible que curen, que se salven esas desdichadas mujeres. Es verdad que precisamente por no estar iniciado ha podido contestarse todo lo contrario y sonreír de la audacia del sabio médico de Chicago.

Y en seguida que Sigüenza «ha creído», la esperanza y la inquietud han conturbado su ánima, porque si ese injerto redime al loco, ¿no se habrá iniciado la posible posesión de la gracia y de la salud éticas por medios fisiológicos? ¿No puede llegar un día maravillosamente clínico en que se cultiven y se injerten las substancias y glándulas de los cadáveres de hombres virtuosos, prudentes y heroicos?

Y no puede Sigüenza compadecerse de los esforzados, de los santos y de los sabios que fueron y que son a costa de recios sacrificios, cuando las gentes de mañana puedan igualarles y aventajarles con inyecciones de virtud, de fortaleza y de ingenio; no puede apiadarse de ellos, pues merecieron la gloriosa misión de ir formando la flora microbiana del perfeccionamiento de la humanidad.

Al júbilo de la esperanza ha sucedido en Sigüenza la inquietud, la queja de su conciencia, del asustado sentimiento de sí mismo.

Sigüenza tiembla imaginando los futuros esplendores científicos.

La herencia fisiológica, el medio social, el trabajoso pulir nuestro interior, nuestra voluntad, nos acercan al bien y semejanza de los grandes corazones y entendimientos. Pero queriéndoles y admirándoles, ¿consentiríamos en trocarnos por ellos, disolvernos en ellos como anhela el místico fundirse en Dios?

Una pasión violenta hinca en el amante el encendido deseo de ser como lo amado, de vivir dentro de su sangre, de sus nervios, de su aliento; de vivir, de fundirse en su misma vida, pero con la ciega protesta de ser al mismo tiempo quien es, de no perderse del todo para poder gozar de lo que se ama. De modo que ni por ansias de sabiduría, de belleza, de virtud ni de amor renunciamos a nosotros.

Y ese injerto del sabio de Chicago y las venideras maravillas médicas, ¿no llevan la levadura de un peligro para la propia personalidad? En tanto que esto se realiza y se averigua, le queda tiempo a Sigüenza para descubrir si en la frase: «Yo no me cambio por nadie», palpita un legítimo egoísmo o una pobre vanagloria o una conciencia, legado de muchas conciencias ancestrales.

Y con estos pensamientos se aparta de haber vivido en siglos futuros, en los que, no hallándole muy cabal de sosegadas virtudes, le aplicasen una «vacuna», un injerto de glándula de bondad de un varón muy bueno, muy siervo de Dios, pero que fuese un entusiasta secretario de Ayuntamiento, enamorado del Alcubilla, o coleccionista de sellos...


1914.

La aldea en la ciudad

Sigüenza ha entrado en la ancha calle de «todos los días», calle europea, recta, larga, con árboles esquilados que se juntan a lo lejos haciendo un macizo de verdura; con cables, que revibran como una cigarra enorme de este hondo ardiente de la ciudad. Todas las mañanas llega Sigüenza al mismo cantón de la calle, pasando por los mismos sitios, y al pisar las roídas losas y las desolladuras de cemento de la acera vuelve a vivir en las anteriores mañanas.

Todos recordamos que Kant salía puntualmente a las dos de la tarde de su casa de Koenigsberg, y se recogía a las tres, caminando siempre por los mismos lugares. Parece que esto fue lo único que vio del mundo de fuera. Y tampoco lo vio, porque iba entregado al mundo metafísico. Pues Sigüenza aventaja al filósofo en tardar más tiempo; en que el mundo de fuera, los desportillos y atolladeros de las baldosas le recuerdan el camino de su oficina, y, finalmente, se diferencia del varón de Koenigsberg en que éste andaría con el reposo del sabio, y Sigüenza con el atolondramiento de un hombre que llevase una recia cartera de negocios debajo del brazo, pero que no trae esa cartera. ¡Es terrible, Señor, tener prisa y no sentirla, y sentirla y no tenerla!

Y cuando esa mañana —que no es preciso determinarla porque es semejante a todas las mañanas— ha llegado Sigüenza a su parada de tranvía, ha visto que le miraba y se le acercaba un señor capellán.

—¿Usted sabe si este tranvía puede llevarme al Provisorato?

—«Ese» tranvía sólo puede dejarle en un escritorio.

Todas las mañanas encuentra Sigüenza los mismos pasajeros, y unos hidalgos que salen de casa a hora fija, no siendo Kant, son empleados.

Suben al tranvía Sigüenza y el señor capellán. Y al sentarse el señor capellán se le alza el hábito, ya viejo y lustrosito, y Sigüenza le ve las anchas orillas de sus pantalones, pantalones de labriego, de color de trigo, y las medias, medias blancas, con rollos gordos de arrugas, como de una lana recién cortada de la oveja; las botas, inmensas, de elásticos flojos, están fragosas de unto, de betún, con sus barrancas de pliegues, sus laderas peladas y los peñascos abruptos, inquietadores de los dedos gordales. ¡Oh pies de apóstol primitivo y botas de capellán aldeano! Estas botas se las guardará una abuela enlutada que cuando se sienta, su falda hace un regazo hondo como la sotana del hijo; las guarda en una alacena del dormitorio, cerrada limpiamente por una cortina inmaculada que la madre plancha los sábados con tanta unción como un alba o un sobrepelliz.

El señor capellán trae desabrochados dos altos botoncitos del hábito, y le asoma la argolla del reloj; debe de ser un reloj enorme, de esos que resuenan como una herrería.

Sus manos venudas, rollizas y morenas descansan poderosamente en el puno roto de su paraguas.

Sus mejillas, macizas y bermejas, azulean de barba y brillan de grosura. Una ola de carne le desborda congestionada por el collarín.

De cuando en cuando, el buen clérigo se pasa los dedos entre la garganta y la tirilla, y después se los mira y resopla, y su nariz se dilata ávidamente.

Alza los ojos asustadizos y los fija en los anuncios del coche. Pero no cree Sigüenza que piense el capellán en las maravillas que prometen esos cartelitos. El presbítero forastero lo que hace es verse a sí mismo en su aldea. Este viaje suyo debe haber sido prometido durante largo tiempo.

Veréis. Una mañana, a la salida de la iglesia, cuando cerraba el portal, se le llegan algunas mujeres y le hablan de una dispensa de derechos diocesanos, de una lámpara para el Santísimo... ¡tantas como sobrarían en la catedral!, y del pago de dos oliveras que les arrancaron porque las raíces hundían los tapiales del camposanto...

El párroco vacila un instante, y dice:

—Todo eso lo arreglaría yo hablando con el señor Provisor.

—¡Ay, sí, sí!

Y el viejo sacristán alaba la idea de este remedio.

Por la tarde, al amor de los árboles del camino, un hacendado le pregunta al párroco si las obras de la iglesia no podrían acabarse para el día de la fiesta mayor.

Otro lugareño principal cree que no, si no envían dineros de fábrica.

Entonces, el señor maestro pide ahincadamente que se terminen. Con el andamio no caben las andas de Nuestra Señora en el presbiterio, y él tiene escritos unos «gozos» a la Virgen Santísima, que ha de declamarlos un discípulo suyo, precisamente delante de las andas, en el presbiterio, porque así lo exige la verdad de aquellos versos suyos:


...y desde este presbiterio,
¡oh María,
te adora a porfía
este pobre y cuán sufrido magisterio!


...Cerca ondulan los sembrados ya maduros. Viene, desde lejos, un rumor de agua.

Las voces del grupo se ahondan en el reposo de la tarde solitaria, tibia y azul.

Todos se sientan en el fresco ribazo. Un abuelito que le tiemblan las manos, el cayado, el pañuelo de hierbas, un hilo de plata que le baja del labio, dice trabajosamente:

—¿Y si viniese un canónigo para el sermón del día de la fiesta, para el sermón de la misa, pero misa de tres capellanes?

Sobre sus cabezas pensativas, una moscarda deja un centelleo de zumbido.

...Retornan los ganados. El párroco se levanta y murmura limpiándose las baldas:

—¡Lo mejor será que yo hable con el señor Provisor!

Y este propósito entusiasma a sus amigos.

Llegado a su casa, toma el breviario. La madre para la mesa suspirando. Todos los compañeros del hijo alcanzaron mejores parroquias.

Y va diciéndole los agobios: una saca de harina, una arroba de aceite, un manto...

El hijo hunde su pulgar entre las páginas de las Vísperas, y se queda pensando, pensando, y de súbito exclama:

—¡El lunes iré a ver al señor Provisor!

La madre se lo dice a la sobrina, que le ayuda en los menesteres. Y la noticia se derrama y comenta en todos los hogares aldeanos, porque de este viaje se esperan grandes bienes.

Los lugareños se imaginan a su párroco hablando con el señor Provisor. Ellos no osarían presentarse a tan ilustre varón. Debe imponer. Será más alto y más grueso que el párroco. Traerá gafas de oro y un solideo con borla morada. El maestro afirma que esa borla es negra; otros, que roja o verde. Acuden al capellán para preguntarle su parecer. Todos, singularmente la madre, aguardan con ansia sus palabras. Al capellán se le arruga toda la frente, hasta las sienes, y dice:

—A veces no usan solideos...

...Nace el alba del lunes cuando el arriero llega a la casa-abadía. Ya está vestido el párroco, y sale y monta en la mula que ha de llevarle a la apartada estación del tren.

La madre llama afanosamente al presbítero y le da el paraguas.

Es el mismo paraguas que le ha visto Sigüenza en «esa» mañana luminosa de junio.

...Ha subido más gente en el tranvía. Y Sigüenza se acomoda al lado del capellán. Su hábito, bajo el sol, recuerda los suelos húmedos de los patios hondos. En un codo trae prendida una arista de avena. La quietud, la larga vida aldeana, el silencio de los campos, el olor y la paz del huerto de la parroquia tienen su evocación en esta sotana, cuyas costuras ofrecen un elogio de la paciencia de la madre.

Sigüenza ha conversado con el capellán, y sabe que ha de volverse, por la noche, a su hogar. Sólo ha venido por ver al señor Provisor. ¡Si uno supiera la hora de menos audiencia! ¡Recibirá tantas visitas!...

...En el último tren se ha marchado el pobre párroco.

De nuevo lo ha visto Sigüenza.

En las grandes ciudades suelen encontrarse estas figuras que no se buscan ni se necesitan. Ahora, acaso, no se vean ya más. Y Sigüenza ha leído en la mirada del siervo de Dios todas sus jornadas de la Provisoria y del regreso a su aldea.

Son muy sencillas.

En su casa le esperan los amigos y las viejecitas de la dispensa de derechos, las de la lámpara del Santísimo y de las oliveras. Tampoco falta el abuelo que le tiembla toda la vida.

La madre del párroco les refiere con alguna ufanía los triunfos del hijo como sochantre en el Seminario. La madre está muy contenta.

Ya viene el hijo. Todos salen, le rodean, lo entran y le dan un sillón de paja. El sacristán mira a su amo hasta vorazmente; se engulle tragos de ansiedad; su afilada laringe le sube y baja como si estuviera aserrando su cuello de pollastre desplumado.

La madre cruza las manos en la eminencia de su vientre. Pero viendo que el polvo, el humo y el aire del camino han nublado y revuelto la felpa del sombrero eclesiástico, lo toma y le pasa amorosamente los dedos y el delantal.

—¡Diga, diga! —le piden todos.

—¡Vengo rendido! ¡Cómo cansan las capitales; pero qué hermosas!

—Sí, claro... ¿Y el señor Provisor? ¿Qué le ha dicho el señor Provisor?

Entonces el párroco repara en el cascabillo de avena de su manga, y mientras se lo arranca, teniendo los ojos humildes, dice:

—¿El señor Provisor?... El señor Provisor... No he visto, yo no he visto al señor Provisor...


1914.

La fruta y la dicha

La frescura y delicia de las cerezas y de los albaricoques, que van llegando a la plenitud del sabor de sus sucos, de los colores y gracia de su forma y de la fragancia de su piel, traen siempre a Sigüenza el recuerdo de las josas y de los huertos, cuando están los frutales desnudos de fronda y prendidos delicadamente de flor nupcial. Y esas cerezas, ya grandes, con un brillo tierno, jugoso y frío en su encendimiento de sangre y de brasa, y esos albaricoques que huelen y saben a jardín romántico y a carne de mujer de una castidad tan melancólica y selecta que santificaría el mismo pecado, estas frutas presentan también a Sigüenza la emoción del verano, le colocan bajo un pórtico estival: desde él se ve la vida campesina, dorada, gloriosa —sin dejar de sentirse la primavera—, una vida grande, llameante y breve. Y recuerda también una mañana que comió una guinda o un albaricoque tan exquisito que quiso perpetuarlo y plantó el hueso en... ¿dónde plantaría ese hueso, Señor?

...Pues en esos «días frutales» se ha oído a sí mismo pronunciar: «seamos dichosos». Y al decirlo comenzaba a serlo; su vida se abría gozosamente para recibir los finos oreos y las largas contemplaciones de la dicha prometida. Porque en aquellas palabras había un principio de voluntad y de conciencia de la dicha, sin las cuales el hombre a quien las gentes envidian por venturoso se aburre, y el aburrimiento no es ni desgracia; es una tristeza obscura, confinada de humo que viene de las hogueras de los otros. ¿Habéis visto un niño que se aburre? Parece que se anticipe a una pobre mayor edad; un niño que se aburre es un remordimiento para los grandes. En la mirada de un niño aburrido ve Sigüenza las angustias de los hombres. Y un hombre que se aburre ha regresado a una infancia sin ternuras, sin tránsitos de ilusión, de exaltación.

Pero este «seamos dichosos» de Sigüenza no ha surgido sólo de quererlo ser. Se lo habrá dictado un instante bueno y emotivo, de holgura de alma, en que todo se presenta a nuestros ojos de una manera cordial y fácil.

Sí, sí; el origen de esas palabras puede traerlo quizá un accidente de la vida de fuera; pero al decirlas ya se infiere que Sigüenza lo ha hecho suyo, íntimo y voluntario; constituye una aptitud y un propósito que nos acerca, que nos facilita la posesión de un conjunto, de un horizonte de sentimientos.

Ese «seamos dichosos» es voluntad y luz, es firmeza y saber; interpretar las cosas que nos rodean, aun las humildes, y acaso más que nada las humildes, modificando abnegadamente un poco la promesa evangélica —en tanto que no tengamos otro remedio— que la quimera se nos ha de dar por añadidura. Y aun para que se nos dé de este modo es preciso solicitarla y buscarla insaciablemente, por todos los caminos, hasta por los que conducen a un escritorio, a la angostura de un desabrido deber.

Aconseja Sigüenza que tengamos propicia nuestra vida para que se abra dentro de ella toda simiente de animación, de alegría, alegría que no consiste en la risa, sino en reconciliarnos con nosotros mismos, en esperar más de nosotros; hemos de tener en «carne viva» nuestra alma para que lo sutil la hiera con su gustoso toque y nos motive ese prurito que hizo que Sigüenza prorrumpiese: «Seamos dichosos», que viene a significar: «poseamos».

¿Es que la idea de dicha es una idea de propiedad? Parece que sí: de propiedad, no de propietario. Las manos, todas las manos, las tiernas, las blancas y pulidas, las cortezosas, las fuertes, las seniles, tienden a coger: el alma, a tener, a poseer. No ha de agarrar. Agarran los amos que no son más que eso: amos, amos de dineros, de haciendas, de insignias, de heroicidades, de amor, de vidas. Y éstos son los que menos poseen: son propietarios. Sigüenza ha pasado por lugares hermosos ajenos que han sido más suyos que de los dueños, que sólo los conocían en escrituras amarillas. También ha visto dignidades que él no las hubiera traído ni aun por penitencia, y no se concibe la propiedad en cosas tan separadas de nosotros y tan poco deseables que nunca dejan de ser bienes mostrencos.

El «seamos dichosos» es propiedad de aptitud de goce y de transfusión a lo íntimo; es como la propiedad de nuestra sangre, que no necesita de la del hermano. Y nuestra sangre se genera y renueva en virtud de principios y substancias que no eran sangre. Así la dicha puede producirse por causas que, definidas concretamente, no son dichosas, pero al transfundirse a nuestra alma se clarifican. En nuestra vida y en lo que la rodea hay una honda claridad cuando queremos ser dichosos, y una atención serena que puede avenirse con la étourderie de Stendhal, y entrambas hacen que plantemos no sabemos dónde el hueso de una cereza, de un albaricoque que nos ha gustado mucho para que nazca un árbol que tampoco sabemos si saldrá, pero que, desde luego, no nos dará su fruto ni su sombra. Y, sin embargo, lo imaginamos y poseemos: es el árbol más frondoso y abundante de todos los huertos...


1914.

El discípulo amado

En aquel tiempo pasaba Sigüenza muchas tardes por un lugar callado más hondo y obscuro que todos los lugares de la ciudad, porque allí las calles eran estrechas, los muros altos, el suelo empedrado rudamente como un camino aldeano. Si alguien se quedaba mirando a Sigüenza desde una vidriera, él se decía: Será un enfermo, una mustia doncella, una viejecita que cuida de su hermano beneficiado, segundo organista o maestro de ceremonias de la catedral; será una madre viuda que apenas ve a su hijo, porque este hijo mozo, disipado y alegre, vive todavía en los sitios grandes y magníficos, y cuando se recoge ya es el alba, y la madre suspira en su dormitorio, oyendo las pisadas y las toses de fatiga del hijo entre la pureza de las primeras campanas...

Y todas esas pálidas cabezas que miraban a Sigüenza no parecía que se asomasen detrás de los cristales, sino detrás del tiempo, del tiempo dormido en el viejo lugar, a la umbría de la basílica. Y en esos cuerpos se perpetúa el alma de las primitivas familias que han morado en estas mismas casas venerables y tenebrosas como retablos. Allí la piedad se ha hecho carne y piedra. Habrá matrimonios ricos, reumáticos y estériles. Los domingos les visitarán los sobrinos, vestidos austeramente, sin galas ni joyas, aunque puedan traerlas y las tengan, para que los tíos no sospechen vanidades y les malquieran.

Quizá vive con ellos, de continuo, algún sobrinito porque se ha quedado huérfano o porque así les conviene a los padres. Estos sobrinitos suelen aborrecer los floreros de la cómoda o un álbum de retratos descoloridos, bordado por la señora en los primeros meses de su desposorio, cuando todavía esperaba los dulces afanes de la maternidad, que seguramente le fue negada para difícil prueba de su resignación y mansedumbre; aborrecen a la criada, una antigua criada, morena, seca, desabrida; aborrecen unas llaves de la señora, una toca raída, los botones del gabán del esposo, un cigarro de brea, algo que se halla cerca del cariño y de la vida de sus tíos...

Y Sigüenza se dice que él quisiera vivir en una de estas casas, con unos viejos mañeros, de blanda grosura, y escucharles, comer un día a su mesa, y en seguida abrir la puerta y escaparse gritando...

Y pasaba Sigüenza por aquel lugar, y sentía en toda su vida el tránsito de los sitios anchos, claros, ávidos y rumorosos, al apagamiento y hondura de las calles viejas, como si andando por un paisaje abierto, soleado y alegre penetrase de súbito bajo un bosque profundo de encinas centenarias.

Alguna vez retumbaba el estrépito de un auto que iba como desgarrando el silencio y angostura. Y las gentes y hasta los portales y celosías de las casas y los sillares y gárgolas del templo se quedaban mirando esa máquina opulenta y palpitante como si pasara algún pecado mortal vivo, fuerte y gozoso. Después sonaba muy triste la melodía mundana de un vals, tañido por un quinteto de lacerados, cuyas cabezas inmóviles destacaban en la verde claridad de un claustro de iglesia. En aquel lugar, las tiendas eran tenebrosas, y aunque los mercaderes vistiesen y hablasen a la moderna muy contentos, Sigüenza les veía la túnica y la pena de los hombres dispersos de Israel. Los amigos de los tenderos se sentaban junto a su obrador o al lado de su silla familiar y fumaban y conversaban muy despacito.

Debían de contar cosas pasadas, y si hablaban de las de hogaño serían chiquitínas que pertenecen a todos los siglos. Muchos de estos amigos eran sacerdotes, que después del coro o de confesar entraban frotándose las manos, y tomaban un periódico, y mientras leían mostrábanse pasmados y adolecidos de que todavía se quejase el tendero de su romadizo o mal de ijada. Estas tiendas son de ornamentos y vasos de iglesia. Resplandecen eucarísticamente las custodias con sus espigas de filigranas; los cálices, con uvas de granates; las navetas, graciosas y blancas; las albas, tejidas de espumas; las casullas, pesadas y olorosas de tisú.

Hay cererías pálidas, místicas, femeninas. Dentro, una señora, que parece también de cera, cuelga amorosamente los racimitos de candelas de colores entre los exvotos y un letrero que dice: «Se expenden bulas». Y la casa huele a panal, a hostias y capilla.

Al lado, encuentra Sigüenza una librería religiosa. Y se adormece blandamente, como si oyera el canto de las tórtolas, leyendo los dulces títulos de Chispitas de amor, Rocío Celestial, Ramillete de lo más agradable a Dios, Virginia o la doncella cristiana, Galería del desengaño. Si por acaso hay alguna obra profana, siempre es de mucha inocencia, sin la más leve duda ni inquietud, como El canario, su origen, razas, cría, cruzamientos y enfermedades, o el Manual del Ajedrecista.

Y en aquel tiempo gustaba Sigüenza de pararse delante de una tienda de imágenes de talla porque tenía la paz y la dulzura de un oratorio de monjas. Las paredes estaban colgadas de terciopelo de un color rancio y jugoso de cereza, y en este bello fondo se perfilaba la gentilísima virgen Santa Cecilia, con la mirada de éxtasis de música y de bienaventurada, y una Asunción con rozagantes vestiduras azules y gloriosas, y la beata Margarita de Alacoque, de hinojos en presencia de Jesús, que le sonríe mostrándole su corazón de llamas.

Sentadas en dos escabeles de felpa roja y descansando sus mundillos sobre la dorada rueda de Santa Catalina, tejían randa las hijas del maestro tallista, dos doncellas pálidas, delgadas, vestidas de luto y de gracia, que parecían labrar encajes para la mesa del Señor; y sin corona ni nimbo como las imágenes, compañeras de su vida, las frentes de las hermanas exhalaban la cándida lumbre de los escogidos. Cuando se abría un hondo tapiz, veía Sigüenza el taller, donde un anciano y un grupo de jóvenes discípulos transformaban en cuerpo de mártires, de vírgenes, de arcángeles los troncos de olivo, de castaño, de nogal que les dejaban las gubias y los dedos perfumados de bosque tierno.

Acabada la tarde, vibraba el dolorido timbre del cancel. Las dos doncellas se asomaban al cielo, que se iba deshilando en una blancura castísima. Sus manos aun traían las últimas hebras de la labor; sus ojos, un bello cansancio, y una ansiedad serena. A poco, salían los jóvenes discípulos, enlazándose las chalinas, componiéndose la falda del sombrero; algunos llevaban en su mirada la luz y la emoción de la idea y de la vida que dejaron palpitante en el leño.

Siempre salía el último Juan. Quedábase hablando con el maestro y sus hijas. El maestro le amaba sobre todos los discípulos. Juan era hermoso y apasionado. Sus sienes, su palabra y sus ojos tenían excelsitud y ternura. Terminaba su trabajo maravilloso, y todavía iluminado y trémulo empezaba un dulce coloquio con las suaves imagineras, y contaba las menudas heridas de la aguja en las blancas manos como un niño cuenta las estrellas de los cielos.

Y cuando Juan se alejaba, ellas le miraban quietecitas, devotas y calladas, hasta recibir su saludo, antes de perderse por la negrura de un cantón de la catedral. Y como se fatigaban deliciosamente los ojos para adivinarle en la noche y estaban embelesadas por el espíritu y la gentileza del discípulo, nunca se sorprendieron las dos hermanas su sonrisa de felicidad.

Después ayudaban al padre a cerrar la tienda, y se quedaban los tres solos con las imágenes, que parecían acomodarse en la blanda majestad del terciopelo para dormir humanamente, porque eran hijas de las manos de los hombres.

...Y en aquel tiempo vio Sigüenza todas las tardes un concurso de gentes piadosas y de gentes amadoras de la belleza mirando por los vidrios de la casa del estatuario. Y él también se allegaba, porque había una imagen nueva: Jesús y el discípulo amado. El Señor estaba sentado en una banca; tenía los brazos paternalmente abiertos; en sus labios florecía una sonrisa de misericordia y de tristeza. Juan aparecía recostado sobre el divino hombro y miraba hacia el corazón del Maestro. A sus pies, un águila rubia, de pico anhelante y de pupilas de fuego, que semejaban mirar, sin cegarse, lo Infinito, protegía unas recias fojas de pergamino. Una pluma de las alas había caído encima de unas letras que decían: «En el principio era el Verbo». Y después: «Yo soy el alpha y o mega...».

Y las dos hermanas ya no descansaban su labor en la rueda de martirio de Santa Catalina, sino en la fimbria de la túnica del Evangelista.

Sigüenza veía en esta figura más clara y fuerte la huella de los dolores y anhelos del hombre que el arrobamiento de la santidad. Y una tarde habló con las doncellas y alabó la imagen, y quiso saber el nombre del tallista.

Y ellas le escuchaban medrosas, como si recelasen algún daño, y le respondieron de esta manera:

—Hizo la imagen Juan, el discípulo predilecto de nuestro padre. Y es su retrato porque se inspiró en sí mismo. La hizo antes de marcharse lejos. Juan ya se ha ido de nosotros. Se fue a Italia; después a Alemania. Desde allí escribía. Ahora ya no... Sabemos que está rico y es feliz... Era el último que salía de casa...

Sigüenza lo recordó. Conversaron del artista. Las dos mujeres ya le miraban confiadas.

Y mientras hablaban obscureciose la entrada de la tienda. Pasó una señora enjuta, alta, lisa, toda de negro. Le acompañaba un capellán gordezuelo que jugaba dichosamente con sus pulgares tostaditos de tabaco. Y repetía:

—¡Ay, señora! ¿Y es de veras que nos lo merca?

La señora se esforzaba por sonreír, y no podía. Estaba muy amarilla y sin sonrisa, porque la penitencia había secado su carne.

Y el sacerdote murmuró con la boca muy pastosa de complacencia y de saliva:

—¡Bendito Dios mío, qué júbilo para mi parroquia!

Salió el anciano. Estuvieron mentando la imagen y cifras. Las hijas del maestro palidecieron; siendo frescas y hermosas, parecían haber envejecido. Unos hombres trajeron un carro; agarraron la imagen; se la llevaron.

Las dos hermanas salieron al crepúsculo, y ellas, que nunca se habían visto su sonrisa de felicidad, se sorprendieron sus lágrimas de desventura porque sentían que ahora se alejaba para siempre el discípulo amado...


1914.

La ciudad

Algunas mañanas, cuando sale Sigüenza, halla que la ciudad es más grande y poderosa que otros días; parece que sólo ella quepa en la mañana. La ciudad retiembla, hierve, resuena y abrasa con un ímpetu que no encuentra anchura donde expansionarse, con una impaciencia que se devora a sí misma mitológicamente para crecer más con su hambre y su mantenencia. Y nosotros, y los árboles, y los pájaros, y el aire, todo, todo es ciudad, todo participa de su fragor y de su dureza. No tiene paisaje ni cielo; no la rodea la creación. Está ella sola.

Se oye el silbo de un tren. Un tren nos presenta siempre evocaciones campesinas. A Sigüenza le emocionan más las beldades que viajan que las de los saraos y teatros, por el misterio de las mujeres viajeras, por la melancólica idea de que no las volveremos a ver y porque esas mujeres viajeras, aunque no se asomen al camino, pasan sobre fondos de naturaleza. Las mujeres debieran amar el campo siquiera agradecidas de lo que el campo las favorece. Una mujer de espíritu patricio que huela a campo, que tenga la luz y el aliento del paisaje en su mirada, en sus cabellos, en su carne, en sus ropas, en toda su figura, es una vida tan primitivamente sagrada y triunfal, que, siendo ella, es a la vez un resumen de las gracias femeninas, y rinde con una dulce gloria al hombre. La mujer tiene entonces encanto de diosa; el velo de lo sagrado ha sido siempre la inquietud tentadora del hombre. Lo sagrado sin tentaciones que remediar se hallaría en una tristeza y soledad divinas inconcebibles...

Pero no ha de ataviarse el espíritu con naturaleza como se adorna un sombrero con frutas y flores y aves, porque hay el riesgo de que el tocado resulte demasiado geórgico...

...Aquel tren, aquel silbo del tren de la mañana llena, embebida de ciudad, no fue para Sigüenza el tren que se desliza y grita gozosamente sobre tierras praderosas, encima de los ríos, bajo los pinares, junto al mar; el silbo de ese pobre tren era un lamento de opresión de muros altos, como si se arrastrase hosco y desgraciado por las entrañas de un túnel eterno de hullas...

¡Esos días en que la ciudad domina a los hombres que la crearon!... No se oye la voz humana. La ciudad se levanta pesada y enorme de un silencio, que es un silencio de estruendo, de fuerza y de prisa...

...Y otras mañanas sale Sigüenza y ve que la ciudad se ha dulcificado. El cielo la ampara como a una masía. La ciudad no se adueña del hombre, sino que el hombre la sella con su vida.

Entra Sigüenza en una calle pulida, que recibe una brisa y claridad suaves, como si llegaran por una entornada celosía. Las celosías entornadas conservan siempre la solicitud y ternura de una mano. Esa mañana, los edificios no ostentan la crudeza de un estilo arquitectónico de una pobre vanidad, pero necesario para vecinos de la misma arquitectura, sino que todas las líneas y todo el frenesí de cantería se funden en un conjunto bondadoso y dulce. Los balcones no cuelgan sobre árboles de Ordenanzas municipales, sino encima de frondas de jardines que todavía retienen gotas diamantinas de lluvia. Hay un balcón entreabierto. Un balcón abierto «del todo» quizá fuese de una llaneza demasiado vulgar o de una ansia desdichada de oreo, como si hubiera habido un cadáver en la estancia. Por fortuna, aquel balcón estaba entreabierto. No se menoscaba la acendrada y discreta intimidad de la casa y de la calle. Sigüenza sólo puede ver un apagado oro de los artesones, los graciosos pliegues de un terciopelo, la silueta de una consola y un búcaro con unas rosas de la víspera que ya languidecen y van entregando todo el olor de su vida. Una gentil señora que no saldrá de casa, que se siente como si fuera otra rosa de la víspera, se acerca al pomo de flores y las mira y las huele con tan intenso y sutil ahínco que debe conmoverse todo su cuerpo lo mismo que el de aquella señora que al aspirar algunos aromas se ruborizaba como si hubiese cometido un pecado mortal...

...Llega Sigüenza a una calle honda, envejecida, trabajada. Hay una tienda de herbolario que nos da un aliento marchito de serranía. Toda la calle está para Sigüenza en el obscuro reposo de la tiendecita. Es de un viejo mercader descolorido y apesadumbrado; parece que al vender los atadijos de las hierbas remediadoras se incorpore los males de los otros. No creerá en nada más que en virtudes humildes. En sus soledades contempla y toca paternalmente los potes y tarros que guardan gálbulos de ciprés, almendras amargas, sésamo, alpiste, flores de árnica, de cantueso, hojas de eucaliptos y unas barritas negras de regalicia. ¡Oh, la regalicia, la regalicia compuesta! ¡Cuando él era muchacho!... Y recordándolo el viejo herbolista, descansa su pálida frente en el vidrio verdoso de la cancela. Entonces lo ha visto Sigüenza esfumándose en la foscura del interior...

...Y ahora cruza una calle erguida, espléndida, cabal; no ha de ser sino lo que ya es. Las gentes no pasan, la pasean. Sigüenza se cree en presencia de un hombre perfecto, de un hombre que hubiese acabado la formación de sí mismo como se acaba una carrera, la carrera de abogado. A un hombre perfecto le sobrará vida; ha menester un casino, un club de almas célibes, elegantes y ociosas donde pierda la perfección. Porque la perfección consiste en perfeccionarse; es una cumbre que tiene siempre al lado otra eminencia un poquito más alta. De modo que quizá el sabor y contento del perfeccionarse sólo puede sentirse pecando alguna vez en las distintas categorías de excelsitud a que se vaya subiendo. Nuestra fragilidad es un motivo para reconciliarnos y depurarnos. El salvaje comete las más Horrendas ferocidades sin pecar, con ánimo sencillo y recto, casi lo mismo que algunos varones que han terminado su carrera.

...Y Sigüenza no pasa más calles. Otra vez comienza a hincharse la ciudad, a estar sola en el día, a ser toda de piedra, de polvo, de ruido. Un jirón de ropa estrangula el verdor tiernecito, primaveral de un árbol. El cielo es de humo... Y lejos, el azul se tiende amorosamente sobre el paisaje...


1914.

Argüelles

Simulaciones

(Llegada a Madrid)


No recuerda ahora Sigüenza dónde ha leído —el no anotar, el no marginar el estudio, dejándolo que se le transfunda como elemento de la propia sangre, le incapacita para ser erudito o crítico—; no recuerda dónde ha leído que la moderna arquitectura metálica, de sostenes y costillajes monstruosos separados del organismo del edificio, osamentas de hormigón, vértebras y articulaciones de cemento, tiene sus antepasados en los contrafuertes, arbotantes y bizarrías del arte gótico.

Pues las formidables y chatas locomotoras Pacific tendrán también, por lo que atañe a su sirena, un antecedente de música litúrgica.

El silbo con ondulaciones y quiebros de tonada, el rugido en nota única, larga, enronquecida, hirviente, de gañiles rojos, se vocaliza en estas máquinas de los trenes del Norte, y profieren un salmo, una haz de notas acordadas dentro de un cañón de órgano negro. Desde que anochece hasta la madrugada, los Magnificat de los expresos, los Maitines de los mixtos, las antífonas de las máquinas-pilotos, todo el rezo de las horas ferroviarias sale del coro umbrío de la estación, esparciéndose por el barrio de Argüelles.

Barrio de Argüelles: solares todavía de tierra gruesa de bancal; parcelas amarillas y mondas como un hueso, con rebañaduras geométricas; vallados donde se guarecen obradores humildes bajo una higuera que se va forjando en roña y herrumbre; edificios recientes, edificios forasteros, con elegancias de maestro de obras, con lejas de balcones celulares, terrazas ateridas y ascensor fabricado en Valladolid; casas castellanas con su espinazo de tejas; palacios con ábsides y veletas de capillas, y follajes inmóviles de los huertos profundos; palacios con pináculos y bolas y dintel de Carlos III; hoteles particulares seudoclásicos y hoteles «franceses»; rinconadas con bancos y abetos del Municipio; muros de ladrillos rojos de hospitales, de residencias, de cuarteles; paredes de monasterios; apariciones de un bulevar con campechanía y mugres de arrabal; jaulas de andamiaje; torres como cipreses de pizarra; palomas azules que rodean la mirada abierta del reloj parroquial... Barrio de Argüelles, con su estatua de cantero, donde paran los tranvías. Rosales; casas caras; la más alta, del general Weyler; sombrillas bermejas de los fanales eléctricos de las horchaterías y el horizonte de paisaje de estampa arcaica de fondo de Madrid, con arboledas románticas del Real Patrimonio y el sueño azul de la sierra de frío. Barrio de Argüelles está sentado al sol poniente y al filo de una sombra de quintana; trae ropas de palmilla y de percal, de lienzo hilado a la lumbre y de tapices de grandes de España, y entre los rotos se le ve la carne desnuda de los yermos. Tiene unas orejas siempre distendidas y ávidas, que oyen la lejanía, y una boca fresca que, de noche, hasta pronuncia claramente el silencio. Ecos sensitivos que tienden en una calle enlosada el terror de un mastín que huye por la carretera de Galicia; ¡con qué precisión no cogerán y devanarán los cánticos sagrados de las máquinas Pacific! A veces, acercan el resuello de un tren junto a las vidrieras, y Sigüenza se aparta como si evitase el aletazo de un murciélago. Suben balbuceos de locomotoras que iban a resonar y se callan, como si se equivocaran y se pusieran una mano en el aliento. Sigüenza ya les sonríe familiarmente; le parece que reposen la cabeza corpulenta y dócil sobre sus hinojos, mientras él se queda mirando el cielo estrellado, toda una plaza estelar donde se deshojan pálidas y finas las estrellas veloces de las noches calientes. Hoy cruzan más; danzan y se buscan, dejando una respiración azul de su carne de astro. Pasan muchas con una picardía y jovialidad de doncellas, aprovechándose de la quietud de nosotros. Hay un rato de calma; hay menos balcones iluminados; no se arrastra el ruido calderero de los tranvías, y hasta las locomotoras se duermen recostadas en los andenes de porland, o están va lejos, en la noche de los pinares de Ávila...

En la orilla del paseo de Rosales ha tendido Sigüenza su bastón, como un romancista que va mostrando el lienzo de su legenda.

—Estos árboles de la hondonada son sóforas, que ahora tienen las bayas retorcidas. Al lado está San Antonio de Goya. Ya te llevaré. Los árboles siguen el camino real de Galicia, que, lejos, se trueca en dos: el de Gijón y el de La Coruña... Aquellas frondas de la planicie alta me parece que vienen de la Puente de Segovia, y acompañan la carretera de Extremadura. En el horizonte, a la izquierda, sube el caserío y la torre de pico de cigüeña de Leganés. A la diestra, tienes los encinares del Pardo, que casi se juntan con los follajes frescos de la Casa de Campo. Hubo un tranvía que el tiempo ha sepultado como a una ciudad bíblica...

Yo no pude resistir mi pasmo.

—¡Sigüenza, todo lo sabes!

—Es verdad; todo lo sé; todo lo sé a costa de un amigo. Es uno de esos hombres que nos socarran porque algunas veces nos adivinan los pensamientos. Ágil para la réplica y la zumba, hace que recuerde que Diódoro el dialéctico murió súbitamente de la vergüenza de no haber hallado una frase ingeniosa contra su enemigo. Yo, por eso, no moriré gracias a Dios. Yo me miro más a mis anchas y a solas, sin fatuidad, pero sin mengua de mi aprecio. Quédese para los santos el llamarse y sentirse, llenos de contrición, «polvo vil y hediondo», «gusano de la tierra» y otras humildades. Sencillos como palomas y cautos como la serpiente quiso el Señor que fuésemos. Eso está muy bien. Todos amamos las palomas, y la malicia de la sierpe es de una elegancia perfecta. Ya sé que se arrastra, pero tan graciosamente, que no lo parece. Lo demás son vilipendios contra sí mismo, de encendida mística, que Dios los tolera, aunque no los apetece. Porque si los que han subido todas las cuestas de la perfección se dicen viles y abominables, y se lo creen sin serlo, a nadie dañan; pero si a los medianos y a los peores les diese por despreciarse con tan ingenuo acento, acabarían por ser todo lo que se dijesen con un sadismo contra su corazón peligroso para los demás. Esto que te digo, siendo tan leve, y si alguna vez te contase cosas de más enjundia, advierte que no quisiera que pasaran por ironías. La ironía pensada muy de antemano, la ironía como pragmática de conducta, de arte y de diálogo, es casi una farsa, una chocarrería contrahecha de ingeniosidad.

Tiene ese amigo mío una felicidad irresistible para los que no pueden ser particioneros: la de la exactitud del tiempo. Si un reloj oficial tañe horas, consulta el suyo, y si la hora que trae es la misma de las campanadas, su gozo llega a ostentar una sonrisa de acusación contra mí. Le he visto acercarse con avidez a las vidrieras de los obradores de relojes para consultar el cronómetro coronado por el rótulo que dice: «Hora exacta». Delante de ese cristal, frío y austero como la frente del Kempis, tomaba su reloj y lo acariciaba, y parecía que le instase a seguir las enseñanzas infalibles del tiempo sabiamente medido. Comunicándosele la ñora exacta sentíase poseído de todas las exactitudes biológicas y éticas. Tuve el prurito de esa posesión, y con el fervor Honrado del que copia la virtud sin remedar al virtuoso, cotejé mi hora con la del cronómetro y la acomodé a la suya. Pero no todos hemos nacido con la misma capacidad de disciplina para las perfecciones. Ya era yo dueño, como él, de la hora exacta. ¿Qué haría yo con ella? ¿Para qué la quería? Cuanto pensase y acometiese se hallaba bajo los rigores de la hora exacta. Comencé a vivir con una pesadumbre, con un agobio del tiempo implacable. La hora exacta corre; yo la tengo, y desbordo de su órbita y me oprimo en su medida; me estaba ancha y corta; hasta que se paró mi reloj, y torné al cauce del tiempo, que corría según mi sangre.

Este hombre es el que, de improviso, se pone delante de mis ojos, me hinca los lentes de los suyos y dice que sabe lo que sucede en lo hondo de mi ánima.

Aquí Sigüenza toma aliento, mira reposadamente el confín, y con tono distraído añade:

—Cuando se nos promete la adivinación de nuestra guardada humanidad nos apercibimos para una réplica en el enjuiciamiento de nosotros mismos, a veces de más rigor que el ajeno, pero rigor del que se derive siquiera el elogio de nuestra capacidad de crítico de nosotros mismos. Entonces nos desdoblamos en crítico y criticado. Lo importante es que nuestra personalidad predomine. Hay quien, hablando de sí mismo, llega a «imitarse» con una lírica apócrifa, episódicamente, tan sentida, que nosotros, al calar su inocencia y creerle con razón embustero, cometemos una injusticia. Y todavía peor: pensando ruinmente de otro, le invitamos a la ruindad, le guiamos a su término, y cuando llega nos gloriamos de nuestro presagio y nos dolemos del mal que se nos hace. Pero no nos regodeamos, porque resulta que ya lo ha dicho Séneca... Volvamos al amigo, que de pronto me dijo:

—Ya sé lo que usted tiene: un hambre de mar; una desnutrición sensitiva sin Mediterráneo.

Es verdad: hasta la piel y el olfato de Sigüenza necesitan del unto salino y del olor de las aguas azules.

Lo peor fue que ese hombre le aconsejara el remedio. Parece que en Madrid puede tenerse, si no el mar, al menos la emoción del mar. Ha de ser de noche en Rosales; allí, en el paisaje, fermenta una sensación marina; un mar desolado, torvo, plácido, según el firmamento; con luces de la costa, de barcas de pesca. Es el consuelo de la falta del mar... Nada tan peligroso como el retoricismo en el consejo de una simulación.

Sigüenza marchó a Rosales en busca del Mediterráneo. No estaba. Entonces abrió su alma al goce campesino, y el campo no le abrazó. Porque la emoción es ella y no una equivalencia de otra.

Cruza una estrella. Esa estrella pondría una banda de felicidad sobre la cúpula destellante de un faro...


1919.

La nena de la tos ferina

De lejos, de una casa nueva, que remata en una torrecilla india con cuatro águilas de fundición, vienen por las noches, atravesando un solar vallado, aullidos de ahogo. Y la noche, tan inmóvil, tan dulce, se estremece de hipo.

Sigüenza deja su lectura y acude para mirar. ¡Qué delicia la del cielo enjoyado, la del silencio después del aullido! Y al remover otra página se vuelve con recelo hacia el foscor de la casa de las cuatro águilas. No es posible que los clamores salgan de ese edificio de elegancia dominguera. Pero de allí vienen siempre. Nadie hace caso. Lo que da miedo, el miedo de padecer, es que en esos gritos convulsos de estrangulación se ven las uñas de las manos que se niñean para aguantarse, para resistir desesperadamente, y el alarido de bestia se agota en una queja de garganta frágil de hija.

—Es una niña que tiene la tos ferina.

—¿Allá, enfrente?

—No; de allá enfrente es el eco. La niña vive en esta misma casa; en el piso más alto de todos.

...De día, las águilas de faldellín de hierro colado y membranas de foca, no hacen nada; pero, en lo profundo de la noche, se truecan en gárgolas horrendas y vivas que se tragan la tos de la nena y la precipitan de sus picos; y ella se oye a sí misma en la obscuridad toda de hierro hueco que agranda la tos y la vierte a pedazos.

Algunas tardes, se paran al pie de los balcones dos señoras con hijos pequeños, y preguntan por la nena enferma. Han de gritar muy recio para que las sientan desde lo alto, y han de atender a las criaturas que se quieren huir, aburridas del mismo coloquio de siempre.

—¿Que digo que cómo sigue?

De arriba va llegando la voz esparciéndose en el gozo de la claridad.

—¡Igual! No puede dormir. ¡Es una pena oírla!

—¿Qué?

—¡Que lo mismo!

La niña se va asomando junto a la madre despeinada. Todo lo mira, todo lo oye, todo es ella; y enfrente, las águilas, vaciadas en el azul, con un gesto de tildes, están guardándose los ahogos para la noche.

Sigüenza ve un cerquillo de cabellera de mies, unos ojos anchos, atónitos, una boca larga, abierta y morada como una herida.

Las señoras van callándose; pero han de decir algo que anime.

—¡Pues no se la conoce!...

La madre se revuelve:

—¿Que no? ¡Si no parece la misma!

Entonces, las amigas se atribulan, y confiesan que es verdad.

—¡No queda de ella! ¡Tan hermosa como estaba!

En el balcón hay un silencio de susto y de ira.

—¡Que digo que tan hermosa como estaba! ¡Daba gozo verla! —y reprime a los chicos que le tiran de la falda—. ¡Daba gloria! —insiste, arreglándose el pelo y mojándose la pomada de la boca—. ¡Nosotras subiríamos!

—¡No suban, por Dios!

—¡No, no subimos; pero subiríamos!

Ya se marchan. Pasarán bajo el terrado de las águilas que ahora parecen gallinas escapadas del encierro, y miran la calle como si quisieran bajar.

Sigüenza y la nena se miran y se ríen; los dos han visto las cuatro águilas rodear y seguir a las señoras para picarles las medias de seda.

De seguro, que Sigüenza ha librado a la niña del maleficio de las aves horribles, y de este modo le irá quitando la enfermedad.

Pero, por la noche, Sigüenza escucha el alarido, el alarido prolongado desde las fauces casi ahogadas hasta que rebota en las piedras y en los solares y vuelve retorcido por los picos de los monstruos.

Era más poderoso el sueño que se abría y entornaba con suavidad; y, fuera, se iba quedando solo el hipo de agonía.

—¿La oyes?

Se sobresaltaba Sigüenza, pero, poco a poco, volvía a sumergirse en sí mismo durmiéndose, y soñaba su compasión.

—¡Se morirá esa criatura! ¡No podrá soportarlo!

No podría soportar esa tos; le rajaría la garganta llagada; le rompería el pecho con una pulmonía; le encendería a golpes las meninges...

...A la otra mañana tañe una esquila bajo los balcones. Es un prodigio. Se acostó Sigüenza en una casa de rigidez de camisa mal planchada, y amanece en la égloga de una escondida heredad. Porque la esquila no se aparta, tiembla siempre lo mismo, como de ganado que está paciendo en el herbazal de su querencia. Hay un olor de árboles de ribera, que en cada estremecimiento desprenden la respiración de sus gotas de follaje, de sus troncos regados.

Están regando las sóforas y acacias urbanas. Y es que, además, principian las obras de un solar vecino; y se ha parado una carreta de bueyes que trae los tablones de los andamiajes. En tanto que los descargan, el boyero desata la junta; les pone pienso; y las bestias, solas, libres, se van recostando en medio de la calle; hunden los labios en el cabezal del heno; se mosquean blandamente con la cola los ijares de barca vieja; miran de reojo, con dulzura de sueño, y sus cencerros tocan despacio.

Toda la mañana han estado sueltos los bueyes. A mediodía, el gañán se sentó entre los dos, y se puso a comer. Ha comido una torta grande y morena, la hogaza dura de Castilla, y, de companaje, camuesas, melocotones y queso amarillo. Los bueyes le pedían; él les daba, y las quijadas enormes se iban torciendo buscando y rosigando el mendrugo. Después, fueron a beber en la acequia y en los alcorques de los árboles. Tan quietamente bebían que los cencerros no sonaban, bañándose doblados dentro del agua.

Todo lo mira la nena enferma desde su balcón. Sigüenza también. Están muy contentos en la granja que les ha regalado el boyero.

Pero los bueyes tornan al yugo. Dócilmente han entrado en el timón, y sacan el testuz por el arco de la gamella crasa de roña; y, allí, inmóviles, aguardan que el gañán les vaya atando la cuerna a la tabla. Todo su aparejo es un cordel. Y ya está. Han recrujido las cervices, las cuerdas, las maderas. Los flancos rojos y peludos se hinchan, se atirantan y oprimen; avanzan las pezuñas, exactas, lentas, en un paso procesional. Parece que en la carreta vaya el Arca de su rito.

Ni una vez ha tosido la niña.

¡Decididamente, Sigüenza curará a esta criatura!

...Muchos días estuvo Sigüenza viviendo sus jornadas; era un trajinero de sí mismo. Y esta noche, al regresar, ve su casa, toda dormida menos un balcón, que tiene la mirada abierta de una luz.

A esa luz, en otro tiempo, le daba compañía su lámpara de estudio. La dejó sola muchas noches.

Las águilas callan en el olvido. Tañen los relojes, que se saludan acercando sus campanas en el silencio de la ciudad.

—¿Habrá muerto la nena? ¿Ha muerto sin saberlo nosotros?

—¡Pero, si la nena de la tos ferina está ya bien! No tose. Se pasa las tardes asomada al balcón como si estuviese esperando, esperando...

¿No esperaría a Sigüenza? ¡Se ha puesto buena sin él!

¿Qué le pasa? No lo sabe. No quiere mirarse para no verse su mueca de fisga, la mueca de la desilusión del bien que se realiza sin nosotros...


* * *


...Pero las jornadas de Sigüenza en la corte se quedan aquí rotas.

Vuelve Sigüenza a su provincia después de veinte años.

...Olor y regusto de hierro y de hulla. Hierro inmóvil de la osamenta articulada de la estación. Carriles mellizos que principian a caminar hacia la lejanía, rajando paralelamente el campo. Hierros de placas giratorias, de faros cabezudos. Hierro de locomotoras que han criado en la fungosidad de los túneles una piel vieja y sudada. Y gorriones, gorriones de herrumbre y escoria, gorriones ahumados, que tienen la querencia en las jácenas, y vienen a picar regojos y mondaduras que han barrido de los vagones los mozos de limpieza; pájaros ferroviarios, de fundición y estruendo; avecitas modernas, que trocaron el parral, el ejido y el otero por los muelles y almacenes de mercancías de una estación de ferrocarril.

Y las lumbrecillas socarronas de sus ojos miran a Sigüenza, que se va acomodando en el correo de su tierra.

—¡Aquí os quedáis entre humos, arcos voltaicos, vigas metálicas y el trajín de los hombres! Yo me voy a mi comarca. Más de veinte años sin ver, sin tocar, sin aspirar mi paisaje. Haré vida rural mucho tiempo. ¿Qué os parece?

Los gorriones, que le están mirando, vuelan a recibir un tren mixto que llega de la Mancha, tren desbordante de viajeros con atadijos, alforjas y cestas de merienda. Porque siguen cumpliéndose las palabras del Señor: «Mirad las aves del cielo que no siembran ni allegan en trojes; y Nuestro Padre Celestial les da el alimento de cada día».


* * *


Y acaba este libro con las mismas palabras evangélicas de sus primeras hojas.


Publicado el 29 de julio de 2020 por Edu Robsy.
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