Los Almendros y el Acanto

Gabriel Miró


Cuento


Estaba el huerto todavía blando, redundado del riego de la pasada tarde; y el sol de la mañana se entraba deliciosamente en la tierra agrietada por el tempero.

En los macizos ya habían florecido los pensamientos, las violetas y algunos alhelíes; las pomposas y rotundas matas de las margaritas comenzaban a nevarse de blancas estrellas; los sarmientos de los rosales rebrotaban doradamente; los tallos de las clavellinas engendraban los apretados capullos, y todo estaba lleno y rumoroso de abejas.

Por encima de los almendros asomaba la graciosa y gentil ondulación de los collados, en cuyas umbrías las nieves postreras iban derritiéndose.

Los almendros ya verdeaban; tenían el follaje nuevo, tan tierno, que sólo tocándolo se deshacía en jugos; y tan claro, que se recortaba, se calaba en el cielo como una blonda, y permitía que se viera todo el bello dibujo de los brazos de las ramas, las briznas, los nudos. Comenzaba a salir de la flor el almendruco apenas cuajado, de corteza velludita, aterciopelada.

Con la boca arrancó Sigüenza uno de estos frutos recientes, chiquitines, y se le fundió en ácida frescura deliciosa.

Todo el almendro parecía ofrecérsele en su sabor.

Lo fue aspirando mirándolo; y vio los restos de muchas flores muertas, las huellas de muchas almendras malogradas.

Estos árboles impacientes, ligeros, frágiles, exquisitos, dejan una espiritualidad, una melancolía sutil en el paisaje, y traen a nuestra alma la inquietud que inspiran algunos niños delgaditos, pálidos, de mirada honda y luminosa, que hacen temer más la muerte...

¿Por qué florecen estos árboles tan temprano? ¿No parece que voluntariamente se ofrezcan al sacrificio, que quieran consolar al hombre enseñándole que han de quemarse y deshojarse muchas ansias antes de que cuaje la deliciosa fruta del alcanzado bien?...

Andando por lo más recatado y húmedo del huerto, halló Sigüenza una mata de acanto abierta anchamente, de hojas carnosas, gruesas, cruzadas por recios nervios y recortadas con fiereza. Tocándola, parecía recogerse la interior circulación de su vida.

Del centro ya prorrumpía el cogollo de la espiga. Imaginativamente se colocaba en medio el cestillo de la leyenda, y luego se veían también enroscadas las azagayas de las hojas, hasta formar el capitel corintio.

Cortó Sigüenza las dos más hermosas y cabales para clásico ornamento del búcaro de su mesa.

Y salió del jardín.

A poco hallole un buen nombre, mercader de curtidos; se quedó mirando el acanto cortado, y después le preguntó si padecía mal de estómago.

—¿Mal de estómago? —dijo todo pasmado Sigüenza.

—Pues eso que usted trae, ¿no es hierba carnera que se da para esos dolores?

Sonrió Sigüenza indulgentemente. ¡Hierba carnera el acanto! Y siguió el camino hacia la ciudad contemplando la planta arquitectónica, como si quisiera rendirle un amoroso desagravio. Pronunciaba «acanto, acanto», y la dorada Grecia se le presentaba dulce y risueña delante de su alma y de la planta; pero al lado, la voz del mercader de curtidos repetía: hierba carnera.

Pasaba un amigo, hombre aficionado a curiosidades como el famoso estudiante que don Quijote tomó por guía para visitar la cueva de Montesinos.

—¿Conoces esta mata? —le preguntó Sigüenza.

—Creo que sí.

La estuvo mirando y palpando, y dijo:

—Es medicinal; muy buena contra los vicios de la sangre.

Después, un abogado le advirtió que su mujer cocía la misma hierba con gordolobo, y que esa fusión muy caliente hacía sudar los romadizos.

—¡Pero si esto es acanto! —prorrumpió con altivez Sigüenza.

—¿Acanto?... Acanto... ¿Y qué?

Cuando Sigüenza llegó a su estudio, y hundió los zumosos tallos de las hojas en la renovada agua de su vaso de flores, parece que se preguntó desconfiadamente: —¿Será hierba carnera?

...En la soledad de la noche, oyendo el manso latido del Mediterráneo enjoyado y blanco de luna como el velo de una novia, trabajó Sigüenza. Tuvo un instante angustioso de desaliento; pero recordó el sacrificio de las ramas floridas de los almendros, sufridas, abnegadas y hermosas como almas. Siguió trabajando... Y en la soledad, en su afanoso recogimiento, la mata carnera fue acanto perenne, glorificado por la noble gracia legendaria.


Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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