Los Pies y los Zapatos de Enriqueta

Gabriel Miró


Novela corta



I. La abuela

Cuando Mari-Rosario salió al portal, temblole gozosamente el corazón viendo dos rapaces que llegaban.

Eran sus dos nietos, Martinico y Sarieta de su hijo Martín.

Un año había estado sin verles; ahora en Pascuas se cumplía. Jurole la nuera, la noche de la última pendencia, que ni las criaturas habían de venir.

¿Es que se los mandaría su hijo a hurto de aquella sierpe de mujer?

Y los llamó:

—Martinico, Sarieta: ¿os mandó el padre a casa de la agüela, o venís por vuestro antojo?

Los muchachos se pusieron a cavar la tierra con una raíz de enebro, para enterrar una langosta viva que traían colgada de un esparto verde.

—Martinico, Sarieta: ¿que no besáis a la agüela?

Entonces ya tuvieron que levantarse los nietos, y fueron acercándose muy despacito, mirando un pájaro que cruzaba la desolación de la rambla.

Mari-Rosario reparó en sus delantales cortezosos de mantillo de muladar y de caldo de almazara.

—¿Cómo no os mudaron hoy, día de Nadal? ¡Así fuisteis a la Parroquia!... ¿Qué os dijo el padre?

Martinico y Sarieta se contemplaron riéndose, como hacían cuando mosén Antonio, sentado en el ruejo del ejido, les llamaba para que no se apedreasen, y ellos se reían sin querer.

—¿Qué os dijo el padre?

Martinico levantó su cabeza albina y esquilada, y gritó:

—¡Que pidiésemos aguinaldos!

Después la abuela, tomando a los chicos de las manos, los pasó a la casa para darles las toñas de miel y piñones tostados. Se había levantado de madrugada para cocerlas; ¡así estaban de tiernas y olorosas! Ni siquiera las cató, que primero habían de comerlas los nietos. Prometiose enviárselas, con los dineros de la alcancía que guardaba, por mediación de un cabrero. Ya no era menester. Y en tanto que bajaba de lo más escondido de la alacena la hucha de barro, les preguntó:

—¿Y vuestra madre, os habla de la agüela?

—A nosotros, no siñora —repuso Sarieta devorando la torta.

Y el hermano, que ya no le quedaba y estaba mirando la ajena, la contradijo:

—¿Que no habla la madre de la agüela? Pos sí siñora que habla; ella y el padre; y disen que por qué no había de darles el arca de ropa que tiene que era del agüelo.

—No se lo crea, que todo es embuste para congrasiarse; y ahora se reconcome porque entoavía me queda la metad.

—¿Que es embuste?

—¡Anda, tragaldabas!

—Y tú, que aún han de mocarte, y ya te pierdes en los hatos con los hombres...

—¡¡Martinico!! —gritó la abuela, pálida de vergüenza y pesadumbre.

—¡Rabia! —murmuraba con fisga la rapaza.

—¡En saliendo te esclafo la cara!

—¡Martinico! ¡Sarieta! —clamó asustada la pobre mujer—. ¿Ésta es la crianza que os dieron? ¿Así os queréis de hermanos?

Pero, el nieto, agarrando la alcancía, salió huyendo, perseguido de la hermana, y no escuchaban quejas, razones ni mandados de la abuela. Ni se volvieron a mirarla.

Mucho tiempo estuvo inmóvil la figurita de Mari-Rosario.

Todos los campos aparecían desiertos, llenos de sol. De un confín de sierras azules, delgadas y desnudas, llegaba un remusguillo helado atravesando la templanza de la llanura. El paisaje era rudo y seco: hazas encendidas, tierras oliveras, leguas de barbecho y vinal. Cerca de las pardas masías, en cuyo dintel cuelgan los horcos de pimientos crispados, una palmera movía su ramaje lentamente sobre el cielo. Un macizo de cañas pedía de beber junto a una noria vieja y negra. A un lado de la ancha rambla asomaba el pueblo. Subía la torre morena y remendada, y en cada lucera, se recortaba un trozo de júbilo de azul.

Martinico y Sarieta hicieron paces para seguir a dos húngaros que encontraron en el barranco.

La abuela, viéndolos avenidos, entrose en la casa; amasó el salvado de las gallinas, y después, pasó llorando la mañana de Navidad.

En el pinar, alborotaban los grajos.

II. Los húngaros

Eran los húngaros de una tribu de maravillosos lañadores y caldereros, llegada al lugar en víspera de fiestas. Todos traían ropas muy vistosas, con enormes botones de plata afiligranada, chambergos velludos de ancha falda, cabelleras negras y untuosas de nazareno, calzado alto y recio hasta el hinojo, donde desbordaba el plegoso pantalón. Las mujeres llevaban sartales de onzas y dijecicos de vidrio y coral, y sayas, almillas y jubones de muchos y vivos colores. Parecían vestidos para salir a la comedia, según dijeron los lugareños, hombres sosegados que usaban alpargata y lienzo enjuto y obscuro.

Colgaron los húngaros sus tiendas en las tapias de los últimos corrales del pueblo. Cocían la comida en anafes con garabato monstruoso; se acostaban en colchones de crin; bañaban a sus hijos chiquitos en barreños y después los ungían de grasa que se acortezaba al sol; tenían fragua y martillos ciclópeos; cantaban con alaridos, y por las noches, delante de los tendales, ardían las hogueras, y sobre su fondo de llamas o de brasas se veía pasar, lentos y siniestros, dos perros cruzados de lobos.

Los labriegos, los cabreros, los leñadores que retornaban de la faena; los caballeros hacendados que volvían de sus heredades, los artesanos, las mujeres, las señoras, el juez, el notario, el párroco, todos se paraban a ver estos nómadas, que sonreían con dulce insolencia el pasmo y contemplación de aquellas buenas gentes.

Salía de la lumbre un humo oloroso de tasajos y suculencia. Y campesinos y señores se confesaban que el guiso de los húngaros parecía mejor y de más abundancia que el companaje de los humildes y la olla de los hidalgos del lugar.

Alguna vez, del ruedo de los aventureros o del fondo de los ranchos, surgía y se allegaba a los que estaban mirándoles, un húngaro muy grande, tocado con un gorro de felpa verde; su tabardo resplandecía de labrados botones, redondos, descomunales y convexos como las rodelas de los pechos de Minerva; sus dientes semejaban de nieve entre el encendido fuego de sus labios y la fronda negra de la barba fina, tendida, de caballero antiguo y delicado; su diestra trababa por el medio una vara rubia y alta con prolongado puño de orificia, y el cuento, también de oro.

Hablaba con suave silbo, valiéndose de palabras entreveradas de valenciano y francés, y sacaba su cartera de cordobán, gorda, llena de documentos y papeles de cifras; allí había notas de trabajos que costaron un caudal. No eran ellos de los húngaros que pordiosean con osos; tenían dineros; y al decirlo mostraba a los de Boraida onzas amarillentas de vejez y onzas encendidas de tan recientes. Las daban en prenda de los artefactos y máquinas que retiraban de las bodegas y almazaras.

Bien lo pasaban estas andariegas criaturas, pero no tenían hogar, ni Dios ni ley, según advirtieron las gentes principales, y más que todos lo comentó la Señora, con mucho desdén y lástima.

III. La Señora

Esta Señora no nace falta nombrarla. Al menos en Boraida, sin mentar su nombre, se la conocía sólo diciendo eso: la Señora.

Tenía muy grata presencia, y aunque de talla menuda denotaba autoridad por la amplitud de su frente, el entono de su paso, y la sabiduría que brillaba en su mirada. Debajo de aquellos ojos tan grandes, negros, austeros, casi solemnes, resultaba infantil su naricita levantada y su boca, todavía fresca, con un levísimo vello de almendruco y un lunar de color de café en la comisura izquierda, inclinado hacia la barbita gordezuela.

Vestía siempre de rico paño de merino; y en sus manos brillaba pálidamente el anillo nupcial, muy fino, adelgazado por la lima del tiempo.

Hablaba despacio, y en castellano —que era prodigio allí donde casi todos se valían de la lengua valenciana— y pronunciaba las ces y las cedas tan recortadas, tan limpias, que el párroco, buen hombre menudo y pobre y su amigo don Acacio, humanista, desengañado y solterón, alto, pálido, afeitado y miope, le miraban la boca.

El capellán y el hidalgo se lo comunicaron una tarde paseando por el Calvario.

—La Señora no habla como los demás. ¿No se le figura a usted, don Acacio, que cuando la Señora dice: medicina, aceite, paciencia... se le ven las ces unas ces gordas y rojas, bailándole por la lengua, y aun como hechas de lenguas, y no le parece, también, que diciendo la señora: plaza, cera, azúcar... resultan tan grandes como si se equivocase, como si debiera decir: plasa y sera y asúcar? Claro que la Señora habla con mucha elegancia. A mí me recuerda a una prima que tengo de Superiora de las Hermanas de San Vicente.

—La Señora sabe que ella no pronuncia como todas las gentes, y esto le halaga y le confirma en su señorío lugareño; y la Señora, además, prueba un modo raro de deleite en su boca, que debe de deslizársele por todo su honestísimo cuerpo cuando le nacen esas letras tan femeninas y se le funden como una fruta jugosa entre sus limpios dientes. Yo le confieso que oyéndola me envuelve una caricia de juventud y de poesía, porque yo, mosén Antonio, no fui sólo en mi primera mocedad un jurista, dado en los ocios a secas humanidades, que también gané plumas de oro y rosas de plata cantando pulcramente la donosura de Amarilis y las tristesas, ¿ha oído usted? ¡con ese!, las tristezas, ¡¡recuerno!!, de Filomena...

—¡Usted, solterón de más de cincuenta y seis años, se detiene a piropear como un bachiller a una señora viuda, tan respetable por su casa como por su edad!

Y mosén Antonio pasó su brazo sobre los hombros del humanista, y quedósele mirando muy risueño.

Su amigo se quitó los anteojos, que eran de concha, y mientras los empanaba dejándoles el vaho de su aliento para mejor limpiarlos, como después hizo con la punta de su chalina blanca y estrellada de negro, estuvo mirando al capellán muy de cerca, por la miopía de su vista.

—¿Sabe usted, mosén Antonio, cuántos años tenía Adán cuando engendró a Seth?

El párroco cayó en honda turbación. No lo sabía.

—Pues dice Flavio Josefo que lo engendró a los doscientos treinta años.

—¿A los doscientos treinta?

—A mí también me parecen muchos, aunque fuese nuestro primer padre. Ya ve usted, señor cura, que bien puedo tomarme todavía alguna moderada licencia.

Los dos amigos se sentaron bajo un nicho del Calvario, que estaba grietoso, y los manises del «paso», que era el del Prendimiento, se habían quebrado. La mano piadosa del ermitaño, soldó con rudeza y equivocadamente los trozos de los santos ladrillos, de manera que las piernas y medio tronco de San Pedro quedaron fraguados con otras piernas y otro cuerpo que se supone fuesen de algún ferocísimo escriba.

En la hornacina había este letrero:


Bajo la devoción y el cuidado
de la piadosa familia del Sr. Llopera.


cuya lectura, no se sabe por qué, regocijaba mucho a don Acacio; y siempre decía:

—Reposemos, mosén Antonio, al pie de este pilar y bajo la devoción de este desagradable señor Llopera.

Desdobló su limpio pañuelo, y lo puso muy tendidito sobre la piedra elegida para su asiento. Sacó un bolso hecho de gamuza negra, y de sus pliegues, picadura de verónica y tabaco. Ofreció al presbítero, y como éste se resistiera, hizo entonces el humanista dos cigarros, los encendió chupando de entrambos, y entregó uno de ellos a su amigo.

Estuvieron mucho tiempo callados, mirando la tarde campesina. Había un hondo sosiego; un olor de guisantes floridos. Lejos, encima de la rambla, surgía la villa, toda morena, gozosa de sol, como mujer trabajadora.

Mosén Antonio murmuró:

—¿No le da lástima la sequía de estos campos y la perdición de las fuentes? Castigo del cielo. Mire nuestro Boraida; repare en el silencio, en ese color de puresa o pureza de las montañas, en esta serenidad, y dígame si no parece que haya sido todo puesto y creado para invitarnos a ser santos. Y sin embargo, no tienen nuestros labradores aquella fe de los antiguos.

—Viviendo en el siglo, como ustedes dicen —repuso don Acacio— convendría que las fuentes corriesen con abundancia; y asegurado eso que el Evangelio nos promete, con demasiado optimismo, «que se nos dará por añadidura», sería un gustoso camino el de la santidad.

—¿Imagina usted que todos los santos tuvieron hacienda y vida regalada?

—De ningún modo, señor cura; pero los santos pobres parece que fueron algo despreocupados. Y un padre de familia que sólo tenga algunos pegujalillos de secano y deudas con el Fisco, pensará antes en las nubes de lluvia que en el cielo de los querubines. Además, mosén Antonio, resulta algo vanidoso ese designio de ser santo. Aprendí este juicio de un siervo de Dios.

Se detuvo don Acacio para mirar algunas cochinillas que salían de la humedad de la piedra en que estaba sentado. Cogió uno de estos traviesos gusanicos de San Antón, que hizo un gracioso volatín encima de la limpia mano del caballero, y encerrose en sí mismo, convertido en una acerada bolilla.

Entonces don Acacio lo tiró blandamente al bancal de guisantes de la cercana huerta de la Señora.

Después dijo:

—En la calle de Alcomanías de mi pueblo tomó casa donde descansar los meses de verano un canónigo de una Metropolitana. El señor cura del lugar y yo solíamos acompañarle por las tardes deseando recibir enseñanza y ejemplo, pues nos parecía hombre muy docto, que buscaba aquel retiro para estudio y meditación. Siempre estábamos preguntándole de Teología y de curiosidades de la Iglesia, y él nos oía complacido y nos preguntaba el precio de tierras de «trasoje» y de prado. Le cuidaba una señora de llaves no muy vieja. Y, una tarde, nuestro capellán lugareño le preguntó al prebendado, que se llamaba don Pablo: «Don Pablo; el espíritu seráfico presentose a nuestro santo padre Bernardo, diciéndole: —¡Bernardo!: ¿a qué viniste al yermo; para qué te retiraste al desierto? —Pues, yo, humildísimo sacerdote, me permito preguntar al señor canónigo: ¡Don Pablo: ¿por qué vino al sosiego de este lugar; para qué se ha recogido en estos campos?». —Y don Pablo contestó riéndose: «¡Señor cura: he venido a pasar el verano!». Yo creo que este siervo de Dios era muy sencillo y lleno de sabiduría...

—¿Cómo, don Acacio? —dijo turbadamente mosén Antonio.

—A mi provincia y a ésta de Alicante, a los campos lo mismo que a los Ministerios, a las metropolitanas y a las colegiatas, y a las Indias, hemos venido y vamos a...

Y como su amigo intentara interrumpirle, don Acacio le tapió enteramente la boca con su mano, y siguió:

—...hemos venido y vamos a pasar los veranos y los inviernos, en una palabra: a vivir. Y ya es demasiado... Pero, calle, que por esas huertas llega la Señora con su hijo don Jaime y la sobrina de usted, que es una doncella como un Aranjuez de lozana.

—¡Dios la bendiga! —dijo su tío muy placido de esta alabanza.


* * *


Tenía la Señora dos hijos: don Jaime y doña Adela.

Don Jaime era moreno y gallardo, donoso, desenfadado, amigo de jácaras, de la jineta, de exprimir todos los encantos y risas de la juventud y de la vida abundante y descuidada. Estas prendas no implicaban que acompañase sumisamente a su madre a la misa mayor de los domingos y fiestas, y a los sermones de la Cuaresma. También asistía a las tertulias de su casa cerca del fuego de la chimenea del comedor, en invierno, o en una fresca sala solada de pita y abierta al huerto, en los estíos. Su natural despierto pasmaba al señor Llopera y a un licenciado en Ciencias que dirigía una importante fábrica de primeras materias para guanos, las dos grandes amistades del padre muerto, y albaceas de su herencia. Era también amigo y contertulio don Acacio, que vino a Boraida de Registrador interino; y después ya no quiso marcharse de allí agradecido del saludable tempero del lugar y sintiéndose bien quisto de sus gentes. Como todas las horas las tenía ociosas, menudeaban sus visitas a señores, artesanos y labriegos, y la amenidad de su labia, la efusión de ánimo que inspiraba su presencia, la elegante y discreta malicia de sus requiebros a las mozas, y las curiosidades que contaba, le dieron silla en todos los ruedos y cabecera a todas las mesas. A él acudían por coplas, villancicos y flores; a él le pedían consejo las familias para sus decisiones y alborozos, el Cabildo para sus pragmáticas y el párroco para sus pláticas. Finalmente, don Acacio averiguaba antes que nadie en qué árbol anidaba el más cantador de todos los ruiseñores, y conocía el nogal que daba las nueces de más fino y dulce meollo.

Cuando don Jaime osaba rebelarse contra la doctrina del cenáculo de su madre, siempre tenía en don Acacio un sostén de mucha agudeza y templanza que acababa por fundir y sellar las contrarias voluntades.

Pero en el pleito de los húngaros quedaron malparados.

La llegada de esas gentes alborotó de entusiasmo al joven caballero, que pretendió entrarles en sus destilerías y molinos de aceituna para que remendasen las máquinas, ya cansadas y viejas.

El señor Llopera se opuso.

Herrerías tenía la comarca, y, si no eran bastantes, artífices muy diestros había en España a quien encomendar esa faena.

Y se lió un cigarrillo de papel de regalicia, no sin guardarse algún pellizco de tabaco, de ahorro, y a nadie dio de su petaca.

Nublada espesamente su boca por un vellón de humo, prosiguió:

—¿Vamos nosotros a darles ganancia a unos advenedizos hediondos? ¿Es que no tenemos talleres nuestros?

El «vamos» y el «tenemos», el plural que siempre empleaba este tacaño varón enojaba grandemente a don Acacio. Y como además le agradaban mucho esos aventureros, los defendió con ardimiento.

No; no había quien trabajase como ellos; pasmaba verlos laminar las barras, lavar y coser el cobre, resucitar el hierro podrido. En las enormes bodegas de la Mancha, singularmente en Valdepeñas, en la Rioja, y en los cortijos de Andalucía habían hecho maravillas...

—Pero, ¿usted las ha visto? —le interrogaba con burla el señor Llopera.

—¡Sí, señor; «nosotros» las hemos visto! —gritó indignado y embustero el humanista.

La Señora se dispuso a decir su parecer.

Y todos callaron esperando la preciosa gracia de su palabra.

—¿Es posible que mi hijo y don Acacio piensen de esa manera? Si esos judíos, porque no hay duda de que esas gentes son judías, o peor que los judíos, trabajan en lo mismo que nuestros herreros y lañadores, ¿cómo éstos son pobres y aquéllos ricos; los nuestros apenas si malcomen, y los húngaros compran corderos y pollastres, que no hay aquí familia que ponga a la lumbre pucheros como los suyos? Pues esos dineros y esas gollerías sólo robando pueden conseguirse. ¿Y dejaremos, ahora, que nos roben también a nosotros?

El señor Llopera balanceó su cráneo durante algún tiempo diciendo que no.

La Señora proseguía fervorizada:

—Hijo mío: ¿hemos de favorecer a esas gentes que viven a racimos, todas mezcladas, sin más ley ni hogar ni Dios que su antojo, sus carros, sus lonas y el vicio? ¡Ese ejemplo faltaba que diéramos a los nuestros! Todavía quedan algunos padres de familia muy necesitados y buenos cristianos.

Decididamente los húngaros no pisarían los portales de sus bodegas.

Quiso el hijo replicarle, pero don Acacio, sonriendo, se le interpuso:

—En nuestras herrerías no hay medios ni oficiales para el arreglo de sus maquinarias. Necesariamente habrían de buscar a los mecánicos de los grandes talleres de la capital. Y esos señores, además de ser más caros, no creo que sean más morales que los húngaros.

—¡Don Acacio, por Dios! —prorrumpieron escandalizados los sencillos contertulios.

—Los húngaros no son precisamente judíos, al menos que yo sepa; creen en Dios...

Fuera, comenzó a llorar el nietecito de la Señora.

La voz de doña Adela sonaba estremecida de enojo:

—¡Hijo de mi vida...! ¿Es eso criar, ama?

Y el ama repetía humilde y llorosa:

—¡Fue un instantico solamente!

Entró doña Adela, pálida, seca, rubia, toda vestida de sedas holgadas y blandas; llevaba en sus brazos un niño rollizo, envuelto en una pomposa espuma de cintas y randas. Las manos largas, blanquísimas y cuajadas de sortijas de la madre apelmazaban y arrugaban los lujosos pañales de la criatura, y su descolorida boca llenaba de besos el gorrito del hijo, sin dejar de decir:

—¿Es eso cumplir como Dios manda, y como yo quiero y pago? ¡La llamé a usted sola, ama, y no a usted con sus críos!

El ama era una mujer morena y ajada, de vientre descuidado; iba de negro, con gola almidonada. Pasó llorando, mirándose las puntas de encaje de su delantal, en cuyo blancor destacaban sus manos de labradoras.

Desde la puerta de la sala se asomaban sus dos nenas, vestidas de luto; traían botas muy grandes, regaladas en otras casas. No hacían sino mirar a su madre, que lloraba, y a doña Adela, enfurecida. ¿Por qué gritaría esa señora? Y se hurgaban la nariz o se hundían los dedos en la boca.

Vinieron del casal campesino, donde estaban recogidas por unos primos del padre difunto. En un bolso viejo de costura llevaban una lendrera rota para que su madre las peinase bien. Todos los jueves cruzaban solitas los campos y la Rambla y venían a recibir la gracia del regazo y de la limpieza de las manos maternales. Esto sin saberlo los señores, que las proscribieran porque esas rapazas abandonadas en las soledades campesinas podrían traer miseria, sin contar que su presencia quizá despertase en el ama —que al fin y al cabo era madre, según afirmaba el señor Llopera— los malos pensamientos de darles algo de la abundancia que ella gozaba sólo en calidad de nodriza.

El niño de los señores se despertó llorando; y el ama no acudió porque después de lavar y mudar a sus hijas salió a las rejas para ver una húngara muy hermosa y greñuda, que pasaba dando sus pechos a dos criaturas.

Doña Adela, que estaba en su dormitorio, salió sorprendiéndolo todo.

No acababa su furia y sus mandatos de que las chicas se fuesen, y aún quería despedir a la madre.

Mediaron todos para sosegarla.

El párroco dijo que bien merecía el perdón un pecado de maternidad.

Pero doña Adela revolviose encendida y terrible.

—¡Si no fue sólo por eso; si es que se estaba recreando viendo una de esas húngaras que con el pretexto de dar de mamar llevaba los pechos desnudos!

—¿Los dos? —exclamó escandalizado el señor Llopera.

—¡Los dos!

El señor Llopera, erizado de furia, pidió leyes que contuvieran esas abominaciones.

—¡Los dos... los dos al aire viciándolo con su carne floja, negra, roñosa!

—Aguarde, aguarde, amigo mío —le repuso el humanista. Y, dirigiéndose al ama, preguntó:

—¿Esa húngara es una jovencita muy airosa que siempre va cantando?

—Sí, señor —dijo la pobre mujer, enjugándose los ojos.

—...¿Que lleva un corpiño negro y una falda roja y verde muy apretada?

—Sí, señor.

Don Acacio, volviose al señor Llopera, tranquilizándole:

—Pues le advierto a usted, que ni los tiene flojos, ni negros, ni sucios, sino todo lo contrario.

—¿De verdad?

IV. Enriqueta y don Jaime

Cuando don Acacio aparecía en el umbral del párroco, brincaba el podenco pidiendo que lo desatasen, trinaba locamente el canario, y hasta en el hortalillo alborotaban cacareando las gallinas como si todas hubiesen acabado de depositar su huevo en las calientes granzas.

—Si fuera usted más devoto —decía mosén Antonio muy risueño—, de buena fe creeríamos que era usted portador de la gracia divina.

Don Acacio gritaba mil zumbas, mientras Enriqueta, la bella sobrina del párroco, le buscaba el más holgado sillón de anea, le hispía una almohada para respaldo, y en seguida soltaba el perro que, después de olfatear las faltriqueras de su amigo, quedábase muy quito, dejándole el hocico sobre los hinojos para que las manos del caballero le rascasen desde las rojas fauces hasta las dobladas orejas.

Enriqueta sentábase a su lado, con su mundillo de randas o el canasto de ropas de altar.

La vieja hermana del presbítero dejaba un instante su faena y le contaba los preparativos de cocina; y si algún guiso o postre de leche era alabado de don Acacio, el párroco le pedía que hiciese penitencia a su mesa; doblaban todos las instancias, y el amigo consentía, siendo esas comidas las más sabrosas para la familia.

Una tarde, ya después de la siesta, que estaban las mujeres repasando ropa y ellos leyendo, dejó don Acacio su periódico, contempló a la dulce y lozana doncella, y dijo:

—Yo no creo que la Virgen Santísima fuese, a los diez y ocho años, más linda que nuestra Enriqueta.

Produjeron sus palabras una cariñosa reprobación.

La doncella estaba confundida; hasta por la azucena de su frente se expandía la deliciosa llama de rubores. No se ufanaba de ser más hermosa que Nuestra Señora. ¡Eso no!, pero no podía reprimir una dicha inefable que le zarandeaba el corazón oyéndose alabada de don Acacio, porque este bendito hombre era el amigo preferido de don Jaime. Pensando en el galanísimo don Jaime veíase desmañada, zana, encogida y hasta fea... Es decir, fea del todo... tampoco era verdad. ¿No sería pecado ese humillarse ante el recuerdo de la gentileza de don Jaime como si fuese él un arcángel? No sería un arcángel el mozo, pero ella tampoco imaginaba otro hombre que le aventajase, porque tenía unos ojos negros y dulces; una color morena, limpia y tan clara que mostraba el azul de las venas de sus sienes y de un cuello redondo y varonil, una boca fresca, limpia y bermeja que le envidiarían muchas mujeres, y sus cabellos y la fineza de su talle y toda la bizarría de su persona estaban confesando su condición hidalga, aunque se mezclase en los júbilos y fiestas populares. ¡Así se le quería en el lugar que era señor de todos, porque gustosamente se le rendían las voluntades!

Don Acacio prosiguió:

—¿Qué dice usted? ¿Que yo hago mal en requebrarla? ¡Cállese, por Dios! ¡Cuán poco fía de la sencillez y modestia de esta criatura, y qué ciegas considera usted a las mujeres! ¿Pues qué, no tienen ellas espejos que las colman de lisonjas? ¡Quítese esos escrúpulos y aprecie esta joya en su cabal valía, no venga aquí cualquier hacendadillo y, por la demasiada simplicidad de esta casa, se nos lleve con sus manos lavadas esta «puerta del cielo», y «estrella de la mañana», y «causa de nuestra alegría», y «vaso espiritual», y «torre de marfil»!

—¡Qué lástima de Lauretana!

—Las gracias de esta criatura florecen desde sus cabellos hasta sus pies. Yo no he visto piececitos como los de Enriqueta; ¡parecen de princesita china! Don Jaime está maravillado...

—¿Don Jaime? —exclamó la doncella balbuciente de emoción, alzándose la fimbria de su faldita rosa para mirarse.

En aquel punto sonoreó la esquilita del portal; se acercaron pasos; y apareció la gallarda figura del mismísimo don Jaime.

La doncella quiso ocultar su sofocación cubriendo su faz con el amito que estaba repasando, pero tuvo miedo de ser irreverente, y además perecía por mirar al caballero.

¿Sería vana o fingida su presencia?

¡Ay, no! que era verdadera. Allí estaba cerquita el amado, mirándola, fascinándola y diciendo que había venido para hablar con ella. ¡Hablar con ella! ¡Milagro, Dios mío! ¡Y aún habría almas heladas y endurecidas que serían capaces de negar y escarnecer esos prodigios del cielo!

Sentía Enriqueta que la acariciadora mirada de don Jaime le iba dejando como un perfume de felicidad por todo su cuerpo, que se detenía más en su boca y en su estremecido seno y en sus pies... ¿Se le verían los pies?

Y ladeando sabiamente la cabecita averiguó que sí que se le veían los zapatitos rojos y algo de la finísima media de color de ámbar.

Los recató honesta y graciosa, y el caballero los miraba con demasiada delectación.

¿Iba a decirle alguna galanía y en presencia de todos, Señor?

El amado dijo:

—Me envía mi madre para rogarle que la acompañe hoy, en vez del sábado, a las visitas de misericordia.

V. Consolatrix aflictorum

Recibían estas visitas de misericordia los enfermos menesterosos, los afligidos por duelos y calamidades, los faltos de consejo, las familias mal avenidas. Inflamada de piedad llegó la Señora a entrarse por los aduares de los húngaros repartiendo estampitas del Niño Jesús entre la rapacería de los nómadas. Y sabedora la tribu de la alta condición de la dama, acogiola con mucho respeto y alborozo, ofreciéndole baratijas de su país y una pasmosa cacerolita hecha de una moneda de diez céntimos.

Después que la Señora les pronunció una dulcísima plática, encomiando los bienes y consuelos de nuestra Fe, dos húngaros bailaron una peregrina zarabanda con algunos lances y movimientos atrevidos que escandalizaron a la honestísima dama.

Casi nunca la acompañaba su hija en estos caritativos ejercicios.

Verdaderamente tampoco lo apetecía mucho su madre.

Doña Adela no podía mirar lástimas sin sobresalto de sus nervios, ni resistir olores de alcobas de enfermos sin daño de su estómago. Un día que estuvo nada más asomada al cuarto de una labriega que tenía un zaratán, acudió a su pomito de sales para no desmayarse.

Buscó desde entonces la señora la compañía de Enriqueta, y frecuentemente se les juntaba también el apuesto don Jaime.

La hija quedábase en casa, vestida de sedas y puntillas, y mientras se tomaba el tazón de yemas mejidas recostada en un sofá, el marido le leía, con tono prudentísimo, revistas y catálogos de modas o algún libro de entretenimiento.

El marido era un mozo gordo, amarillento y sumiso. Nunca osaba salir de casa. Y si alguna tarde, viendo a su mujer rodeada de amigas, distraída y gozosa con la charla, quiso solazarse por el campo matando gorriones, antes de que se apartara de las afueras alcanzábale un criado diciéndole que esperase y a poco llegaba doña Adela y el ama con el corderito del niño; y en seguida había de regresar sosteniendo a su cansada mujer, y en el hombro izquierdo le colgaba la escopeta, golpeándole sonoramente en el costado.


* * *


Cuando la Señora se asomó a la casa parroquial, ya estaba Enriqueta prendiéndose un delgado velillo. Y sin otras galas que un claro vestido de graciosa sencillez, aparecía llena de encantos.

Alzáronse todos; volviose don Acacio a don Jaime y le dijo:

—¿No le pasma que esos pies menudos como dos cominitos puedan mantener tanta hermosura?

Enriqueta sintió que los ojos del joven le rendían un gustoso acatamiento. Y se propuso preguntarle a su tío si era pecado dar gracias a Dios viéndose mirada amorosamente por ese hombre. Mas, cuando se puso al lado de la señora y notó que don Jaime no iba con ellas, como otras tardes, apagose el júbilo de su alma, y pensó con tristeza en las alabanzas escuchadas, y se contempló desdeñosamente las puntas de sus zapatos.

Entretanto, le comunicaba la Señora:

—A casa de Martín y a la de su madre hemos de ir. ¡Quiera el Señor iluminarme! ¡No parece Martín hijo de Mari-Rosario! ¡Tú sabes qué perdición de hogar! No hay más que ver a Martinico y Sarieta; ¡cómo andan de abandonadas esas criaturas! Ya no acuden ni a la Doctrina ni a la escuela, y todo el santo día se lo pasan en la rambla, con la chiquillería de los húngaros.

Cuando pasaron la plaza vieron a don Jaime, montado en su tordilla, muy bizarro.

—¡Don Jaime, señora, don Jaime! —exclamó la doncella, arrebatada de dicha.

La miró la dama con suma severidad. Y luego le dijo confidencialmente:

—Don Jaime ha comprendido ya su conveniencia. Enfadaba su aturdimiento y el no pensar en nada. Es boda que a todos nos contenta. Ella es hija única de mi primo don César, el diputado de Laderos.

El caballero alejose bajo la verde bóveda de las acacias del camino real.

—¿Se casa don Jaime? —balbució angustiada la sobrina del párroco.

No le respondió la Señora, porque ya estaban en el portal de Martín y fue recitando sus amonestaciones.

El marido se avino en seguida a vivir con su madre. Costó más reducir a la nuera, mujer áspera y rencillosa. Al cabo logrose su consentimiento; el matrimonio estaba en la miseria. Martín no hallaba trabajo; y a la madre aún le quedaban algunos bancales y el pinarejo, de cuya monda y con las piñas vanas juntarían leña para todo el invierno.

Salió la visita camino de la rambla.

La Señora no hacía sino atisbar a Enriqueta, que iba muy recogida, silenciosa. Ese júbilo suyo cuando le veía, y el nombrarle mucho y ponerse colorada... Ese ataviarse, ese ceñirse... Y la noble dama pasó su mano por la cintura de la doncella.

—¿No irás muy apretada, hija mía?

No iba apretada; le cabían holgadamente los dedos entre el corsé y la firmísima cadera de la virgen.

Enriqueta conmoviose de gratitud. ¡Aquel tierno interés, aquella confianza! ¡Había sido acariciada por la madre de don Jaime!

Mari-Rosario las acogió alborozadamente. Y parándose delante de Enriqueta, decía:

—¡Qué bendición! ¡Si no se cansa una de mirarla!

La Señora apartó los elogios atropellando sus recomendaciones en bien de esta rota familia. Aquí fue preciso mucho esfuerzo de la medianera. Mari-Rosario ansiaba tener a sus netezuelos, pero le daban miedo los hijos, porque Martín se había vuelto de la hechura de su mala mujer.

El orgullo de la Señora padecía recio quebranto. Pero imploró en el nombre de Jesucristo y gritó en el suyo propio. Y acabó enterneciendo a la abuela hablándole de Martinico y Sarieta. ¡Qué dichosa vejez; en un rinconcito, rodeada de nietos limpios y bien criados, no como ahora estaban! ¿Un rincón del cielo quería despreciar?

Ya se apagaba el crepúsculo cuando la Señora y la doncella repasaron la rambla interrumpiendo el bullicioso croar de las ranas que saltaban entre el cieno de los cañaverales, de donde subía una luna redonda y roja.

Cerca del pueblo suspiró la señora:

—¡Gracias, Dios mío!

Y como Enriqueta no participase de este celestial contentamiento, le dijo:

—¿Es que no te maravilla ni agradeces el triunfo alcanzado? ¿Qué son esas melancolías de señorita mundana?

La sobrina del capellán sonrió dulcemente mirando el cielo.

Al entrar en la plaza tuvieron que apartarse ante la nueva aparición de don Jaime, que llegaba de Laderos. Los cascos de la briosa jaca arrancaban lumbres de las guijas; de los arzones pendían dos ramas de ciruelo, frescas, verdes y olorosas.

Don Jaime las saludó muy alegre desde la frondosidad de su silla.

—Me las dio Jacinta para hacer dulce. Son de esas ciruelas tan hermosas del premio de la Exposición de Burdeos.

Y despidiose quitándose bizarramente su sombrero, y quedó una intensa fragancia de árbol, de fruta, de campo fértil.

Enriqueta aspiraba el perfume de felicidad de los ojos de aquel nombre, de felicidad perdida, un perfume de mujer amada.

En el portal de la casa-abadía, la Señora, al despedirse, miró mucho a la doncella; le sonrió y le dijo:

—Vamos, ¿qué tienes, qué tienes?

Salió el párroco.

—¡Mosén Antonio, yo no sé qué le pasa a su sobrina que parece que vaya a llorar!

Enriqueta quería reír, y estaba muy pálida, y se le doblaban los labios dibujando un sollozo.

Vino la madre. Todos la rodearon; le tomaron las manos; le tocaban la frente.

—¡Qué tienes, qué tienes!

—A esta criatura algo le pasa.

Ella sintiose muy pequeñita. No podía respirar de la congoja. ¿Por qué la acariciaban, por qué le hablaban? Buscó el refugio de su huerto. ¡Y también olía a árboles, a fruta, a dicha de mujer!

VI. La sacristía

No es posible que haya sacristía más alegre, clara y limpia que la de la parroquia de Boraida. Y era muy humilde; el suelo, de mellados manises de fondo blanco y una gentil cenefa de follaje y frutos desbordando de cuernos de abundancia torcidos, tejiendo guirnalda; en el vano de la verja del huerto y la puertecita de la calle del Gínjol estaba el armario-archivo parroquial, decrépito y roído de carcomas que mordían tan sonoramente que sobresaltaban a la gentil sobrina del capellán. Al otro lado había un escritorio, y sumido en un ángulo, reventaba de gordo y de buena vejez un aguamanil, con su fazaleja de rodillo donde podían enjugarse los dedos los ángeles más allegados al Señor. Pues el ropero, hondo, panzudo, tumbado como un arcaz, de maderas prietas, estaba tan bruñido que se veía dentro el reloj de pesas, angosto y moreno, de pie siempre junto a la entrada del presbiterio.

Entre dos sillones fraileros resaltaba un reclinatorio; y presidiendo el muro del guardarropa había un Cristo dulcemente nublado por una gasa de color de rosa.

No se veían candeleros babosos, ni los ciriales y la cruz de manga que suelen hallarse arrinconados, ni imágenes ruinosas y mutiladas, que son telar de las viejas arañas levíticas, ni ese armazón de arandelas de la cifra de la Virgen, que en todo el mes de mayo resplandece cuajada de candelas como una primorosa constelación; no había a espaldas de las ventanas y puertas, sotanillas de los chicos misarios, peanas de custodia, atributos caídos de los santos, que todo lo tenía Enriqueta guardado en el cuarto que, sin malicia, llamaba de los chismes.

Es verdad que colgaba de un clavo el incensario, cerca del añalejo, pero las cadenillas, la copa y el braserillo cegaban de tan limpios, así como la naveta del incienso, que brillaba junto al santoral, y el estuche del viril, encima del tablero del arcón. Colgaba de un clavo, de una alcayata nuevecita que hincaron las lindas manos de Enriqueta; y esta escarpia, cuando estaba sin su peso, también denotaba el servicio litúrgico para que fue destinada.

Venía Enriqueta todas las mañanas para asear hasta lo más escondido, y llevarse ropas que lavar y coser; y por las tardes, para renovar las flores del vaso colocado a los heridos pies del Señor; y luego regaba todas las macetas y tierrecitas del jardín abacial, separado del huerto de la casa por una empalizada frondosa de vid con su ruda cancilla de leños.

La puerta de verja no tenía cortina roja que tiñe la claridad severamente y hace pensar en salas capitulares donde dormita y suda algún buen canónigo bajo su pelliza, no; las cortinas eran azules, y casi siempre estaban primorosamente plegadas para que se viese la gracia de los rosales, la tupida pompa de un naranjo, y la generosidad de dos higueras redondas que bajaban hasta la tierra la olorosa bóveda de sus pámpanos, y encima de todo pasaba un trozo de cúpula triunfal del cielo.

¡Qué alborozo tan santo remansaba por las mañanas en la sacristía de la parroquia de Boraida! Entraba despacito el día con un manso ruido y un frescor delicioso de árboles, y entraba el olor del horno vecino y el alegre aleteo de los palomos que se iban lejos delirantes de la inmensidad azul, y entraban las abejas ebrias de tanto chupar en los romeros que se criaban al lado del pozo, libres, altos, encrespados, sin esquileo de tijeras feroces, y hasta pasaba algún abejorro rollizo que se estaba murmurando pesadamente por las puntas del bonete de mosén Antonio no entendiendo ese agudo tocado, y después subía y bajaba, terco y enfurecido, por las vidrieras, hasta que Enriqueta, sonriéndole apiadada y llamándole torpe, lo iba oseando y le indicaba la evasión, y él salía aún más mohíno, dándose de calabazadas contra la reja.

¡Pues, y por la tarde! La sombra del huerto, su fragancia, su silencio, las contiendas de los pájaros, qué recogida, qué íntima emoción dejaban en la sacristía, toda bañada de una palidez, de una mística dulzura como la celda de una santa; olía la sacristía a jardín celestial, y el vergelillo a incienso y monasterio de monjas... ¡Oh, Dios mío, qué paz y qué tristeza tan buena, tan resignada, tan viejecita se aspiraba en su pobrecita sacristía de Boraida!

¿No era una lástima que los devotos varones de la «Adoración nocturna» viniesen los sábados, y, en las tertulias aguardando el turno de su vela, dejaran gotear los cirios y que fumasen y tirasen las puntas y cenizas de sus cigarrillos, todos muy chupados, amarillentos y casi devorados, sobre los limpios manises?

Con el alba se levantaba la doncella los domingos para lavar aquel suelo y pulir con una franela y petróleo el rancio y pobre menaje. Había de pisar a saltitos como un gorrión, y arregazada la falda por no contaminarse de las huellas de aquellos piadosos congregantes. ¡Allí, allí había estado el señor Llopera, junto al reclinatorio!...

El párroco, que hojeaba el misal, le advertía dulcemente:

—¡Enriqueta, que has de comulgar!

—¡Ay, tío, no puedo contenerme; si es que da compasión que ese señor no sea hereje para que a una le estuviera bien decir lo que se le antojara!

—¡Y qué mal te han hecho los pobres herejes! —solía decirle el socarrón de don Acacio; y después proseguía su paseo por el huerto, recibiendo el fino oreo matinal, esperando que mosén Antonio celebrase para tomar juntos el desayuno.


* * *


...Sentada en el sillón de su tío, Enriqueta secaba las ampolletas del agua y el vino sagrados.

No acababa de limpiarlas mirándolas fijamente sin verlas.

Una hebra de sol nuevo, tibio, recién nacido, acudió a sus manos, y allí, entre sus dedos y las vinajeras se deshizo en un pálido llamear de oro.

La doncella volviose a la mañana del jardín, una mañana serena, de un callado júbilo que iba invadiendo la sacristía con la misma gracia perfumada, el mismo silencio estremecido de delgados rumores, la misma emoción honda y sencilla y algún insectico que empezaba a caminar por la blancura de los ladrillos y algún pájaro que asomaba haciendo monerías, gritando y mondándose el pico con los travesaños del escritorio... Todo como todos los días, sin participar de su pena, con una indiferencia de mundo grande. No le hacían caso. Contempló el suelo, las paredes, el mueblaje y hasta parece que miraba el aire cuajado de luz y de inocencia, un aire chiquito que le saltaba a su regazo y jugaba con las puntillas de su delantal.

Llegaba del presbiterio una vocecita aflautada y perezosa del armónium, que mientras pasaba por la húmeda obscuridad del templo parecía que también sonase apagada y muy triste; y al recibir el claror del huerto y fundirse con el ambiente campesino de frutales, de pozo, de romeros y abejas, tomaba el tañido un cristianismo más dulce, confiado y alegre.

Mosén Antonio, después del desayuno y de sus rezos, estudiaba unos «Dolores y gozos» cuya letrilla escribió su amigo el humanista.

¡Cómo podía tener sosiego su tío para tocar!; nadie lloraba ni se quejaba, ¡y ella sentía la desgarradura de toda su vida!

Pero sí que había quien llorase; lloraba la música del humilde órgano, sollozaba y se reía, y le acariciaba y hería blandamente el alma.

Estuvo mucho tiempo recostada en uno de los austeros sillones, con un codo sobre el reclinatorio, y un rayo de sol del huerto besándole la nuca, asomado al cándido secreto que revelaba el descuido de su corpiño... En el hortal, el gallo cantaba victoriosamente; caía una brizna, una hoja de árbol, una flor marchita de los viejos rosales; se oía un piar dulcísimo de gorriones de nido...

Gimió la puertecilla de la calle. Alzó Enriqueta su frente, y a través de la niebla de sus lágrimas descubrieron sus ojos a... don Jaime, que estaba mirándola respetuoso y pasmado.

Ella recató sus mejillas, su mirada, su boca entre sus manos; levantose, y quedó inmóvil, enmedio de la estancia, hecha de oro por la gloria de la mañana. El rumor de su llanto se quebraba como un fino cristal sobre la armonía que llegaba del templo y el silencio que pasaba del huerto.

—Enriqueta, Enriqueta... ¿por qué llora usted? ¿La asusté yo entrando sin llamar?

Afanábase la cuitada por reprimir su aflicción, por tragarse su congoja desbordante que escapaba entre sus dedos y le ondulaba en su garganta. ¡Oh, Dios mío, no poder contenerse!

—¿Qué tiene? ¿por qué llora usted, Enriqueta?

Ahora la voz del amado sonaba muy cerca de la afligida; la voz y el aliento le refrescaban y abrasaban sus sienes y su cabello, dejándole una divina caricia... ¡Así hablarían los enamorados; así hablaría don Jaime a Jacinta!...

Y le subió un gemido tan grande que le hizo vacilar, y se quejó como una niña.

Don Jaime la sostuvo y la fue llevando al sillón.

No sabía qué decirle para consolarla, y no osaba dejarla para avisar a su tío que viniese.

—¡No llore, no llore!

—¡Si yo no lloro, pero si yo no lloro, Dios mío!

Sin darse cuenta don Jaime admiraba la belleza de la tribulación de Enriqueta; en el abandono de su apenamiento no veía la doncella la desnudez de su cuello y de sus brazos, delicados y blancos como carne de nardos; ni sabía que su saya, subida, revuelta, estaba descubriendo sus piecezuelos, y el origen de su pierna, ¡los pies de cominitos!

No se calmaba; podrían entrar; ¿qué creerían de él? Don Jaime tenía prisa y miedo. Y gritó.

...Estaba mosén Antonio entusiasmado; oprimía ahincadamente los fuelles; era un arrebatado instante de acierto; y sacó del registro el «soprano» y el «trémolo» que iniciaban el canto del solista.

Y he aquí que de súbito le cayó un grito de hombre. Pronunciaban el nombre de su sobrina.

Y el párroco incorporose derribando el escabel; saltó las desnudas gradas del altar, sin acordarse de la genuflexión; y el «soprano» se quedó temblando.

—¡Enriqueta, Enriqueta!

Don Jaime lo contó todo. Había abierto la puertecilla, y ella quiso huir y empezó a llorar.

—¡Enriqueta, hija mía! ¿Es que te asustó la aparición de don Jaime? ¡Vino con la prisa del enamorado; vino para que yo le diese los papeles de su boda!

Y la tomó de la cintura, y abrazada se la llevó por el huerto a la madre, ofreciendo volver en seguida, que don Jaime ya se impacientaba.

VII. La sequía y la rubia

Acompañada la Señora de los suyos, del párroco y don Acacio, paseaba por su hacienda de Boraida viendo los daños de la sequía.

Cincuenta almendros de los más ubérrimos yacían tendidos en las almantas, recién arrancados, mostrando la raigambre muerta. Quedaron eriales algunas hazas de pan llevar; y mucha huerta agostada, convertida en duro secano.

Sin embargo, de toda la comarca, era esta finca la menos castigada. Todavía le quedaba un manantial delgadito que regaba una tabla de panizo y el plantío de guisantes que tanto gustaban de mirar don Acacio y mosén Antonio desde el alcor del Calvario.

En las otras masías era grande la perdición; las cisternas se engullían todo el cordel de las herradas, que sólo sacaban cieno del fondo; las norias apenas subían agua para el abrevadero de la mula que había de rodarlas.

Afortunadamente para la Señora, sus heredades de la umbría de Laderos, y sus casas de la capital y sus montes de esparto le daban rendimientos abundosos. Y pudo, esa tarde, adolecerse de las ajenas miserias y pensar en otras cuitas de que había tenido reciente noticia.

La Señora no había consentido que los batihojas y caldereros bohemios trabajasen en su casa. Se asustaba imaginando que aquellos infieles y abarraganados hubieran podido escandalizar y comunicar sus vicios a los criados. Una húngara había muerto de parto, y todo el pueblo, hasta las mocitas solteras y los niños chiquitos supieron la enfermedad. La palabra parto pasó por los labios de la inocencia.

A la muerta la velaron todas las gentes de la tribu; pero, ¡de qué manera tan pagana! Los hombres saltaban lo mismo que demonios alrededor del ruego y tañían los calderos como si fuesen sonajas; aullaban las mujeres, y de las encendidas hornillas volaba un humo que olía a res asada, y aquella noche era la de la vigilia de la Asunción de Nuestra Señora. ¡Parecía la fiesta satánica de un sábado de brujas! ¿Por qué Dios les mandaría hijos a esas gentes? Y, sin embargo, eran muy hermosas; ¡qué cabellos tan ensortijados, qué ojos tan grandes y dulces, y qué nariz tan fina tenían esos rapaces! La dama estaba enterada de que muchas hidalgüelas del lugar habían cotejado su nieto cebado y dormilón, como un gusano, con los despiertos y donosos hijos de las húngaras.

Los nómadas se marcharon. Y vinieron maestros y oficiales de la ciudad, que, con los artesanos del pueblo, se encargaron de componer y remozar las maltrechas máquinas de los molinos y bodegas de la Señora.

Pero el Malo, que todo lo añasca, hizo que un jefe de talleres trajese a su mujer, una rubia de espléndida figura, perfumada y ventanera. Vestía ropas tan delgadas y ceñidas que facilitaban la adivinación de placenteros misterios. Era de una belleza inquietadora por el raro contraste de la castidad que expresaba el color de sus cabellos y la candidez de su frente, con la picardía y lascivia de su mirada y de su boca. Tenía los cabellos finos, pálidos, de niña hija de reyes del Norte. Parecía que exhalaba una suave resplandecencia de luna, de aureola de santa. Y bajo ese trono de pureza, ¡cuánta lujuria en sus ojos, y cuántas promesas de delicias y mieles en sus labios!

El cortejo que la seguía y recuestaba no era de villanos, sino de lo escogido entre los prudentes varones de Boraida.

¡Aquellos hombres se volvían perros! —Así lo dijo la Señora esa tarde, a la sombra del parral, doliéndose de que las muchachas honestas se viesen olvidadas por culpa de una perdida.

—Afortunadamente para las recatadas doncellas —le repuso don Acacio— todos los prendidos por esta mujer, «lazo de cazadores», son casados.

El marido de doña Adela enrojeció de súbito, y miró al humanista atribuladamente.

La Señora exclamó:

—No es posible que el mal se remedie pronto, porque han de acabar toda la faena. Está el contrato ya firmado y tengo mucha aceituna de Laderos para la molienda... ¡Esto es mil veces peor que la sequía!

—¡Qué asco! —murmuró doña Adela haciendo un visaje que ponía de manifiesto la repugnancia sentida en todas sus entrañas.

El vuelo de un pensamiento gozoso alivió el corazón de la dama, y suspirando dijo:

—¡Cuántas gracias hemos de dar al Señor, mosén Antonio!

El párroco no pudo reprimir una mirada de pasmo.

—¡Cuántas gracias! Mi hijo ya lo tengo a salvo de todo peligro, muy bien casado en Laderos; y la sobrina de usted en el noviciado, sin presenciar estas corrupciones.

VIII. El rincón y el milagro

Despacio, rendidas, sudadas, caminaban las mulas. El viejo tendal de carrizos y lona combado sobre los adrales se estremecía cuando las ruedas se hundían recrujiendo en los surcos de piedra viva. Bajo el vientre del carro, atado y jadeante, iba un perro barcino, desrabado y huesudo, que ladraba enfurecidamente a los caminantes; la llama de su lengua se nublaba entre el humo de polvo de la carretera.

A la sombra del toldo, encima de sacas y odres, fumaban tendidos el cosario, gordo y risueño, y otro hombre enjuto y largo, de ojos socarrones.

—Yo me creo —decía el carretero— que habéis de ser demonios los que averiguáis el camino del agua por lo hondo de la tierra. Pero a Boraida de balde es el ir, que no hay agua ni para una sed.

—¡No ha de haber agua! Agua hay en todo el mundo. Hay más agua que tierra, porque... ha habido siempre más agua que tierra... El agua es todo...

Y prosiguió encomiándola, y a su manera vino a explicar que «el agua es el primer principio de las cosas», coincidiendo Bautista el Zahorí, con Tales de Mileto.

Hablando, hablando, se durmieron con la punta del cigarro quemada y pegada en el reborde de la boca.

Vagar tenían para un sueño, que hasta muy tarde no llegarían al pueblo.


* * *


Antes de bajar por la rambla, la Señora, su yerno y don Acacio, se detuvieron para elegir la cuesta más leve del ribazo.

El humanista limpiose los espejuelos, y apoyándose en su bastón, que tenía por puño una pezuñita de cuerno, estuvo mirando los cortinales donde colgaron los húngaros sus tiendas.

Don Acacio no podía remediarlo; don Acacio se conmovía siempre que miraba este paraje, y guardaba una amorosa memoria de la tribu que trajo a la quietud lugareña una levadura de virtudes imaginativas: la evocación de tierras remotas, la ansiedad de visiones, lo pintoresco, lo libre, lo fuerte y descuidado.

En el pinar, ferozmente podado por la mano codiciosa de Martín, hallaron merendando toda la familia de Mari-Rosario, y otra de labriegos del contorno. Había mucho bullicio, pues era la zahora en agasajo de la venta de los bancales.

La Señora, dichosa y soberana, le dijo al humanista:

—¡Qué mejor recompensa puedo alcanzar sino ver esta alegría!

Todos se levantaron para recibirles.

—¡Cómo! ¿No preside la abuela? ¿Pues no es la fiesta por ella?

Y al asomarse a la honda cocina, vieron a Mari-Rosario, sola y llorosa, en las penumbras de un rincón.

—¿Llorando, Mari-Rosario? —exclamó la dama.

—¡Sí, señora; llorando en el rincón del cielo que la señora decía!

...Después, cuando salieron, expuso la dama severamente:

—¿Reparó usted en Mari-Rosario? Ahora le digo, don Acacio, que no se puede hacer bien a todas las gentes.

Sonrió don Acacio como él solo en Boraida sabía sonreír. Y en el pueblo comenzaron a tocar las campanas de la parroquia. Se veía todo dorado de sol poniente. Y en el alma del humanista se copiaron las tristezas de la tarde y la tribulación de su amigo mosén Antonio.

El capellán vivía solo. Había muerto su hermana, recién admitida Enriqueta en el noviciado.

—¡Lástima de criatura! —murmuraba don Acacio en sus paseos con el sacerdote.

Mosén Antonio movía resignadamente la cabeza.

—Nuestro «Aranjuez» ha sido un huerto místico para Dios y para los niños desventurados. ¡Yo, ahora, a pensar en estas gentes pobres! El hambre de la sequía las hase o hace huir a la Argelia. Muchos llegan locos de aquel sol y de la «absenta» o ajenjo que beben. Me lo escribe mi prima, que está de servicio en el Hospital de Alicante. Necesitamos agua para que los hombres no se marchen y no pierdan también su alma. ¡Si hase falta un milagro, pues se pide y tendremos milagro!...


* * *


Y aquella tarde tocaban las campanas llamando a sermón.

Mosén Antonio estaba transfigurado. Todos le vieron salir por los senderos pidiendo a los campesinos que vinieran. Retornó con el hábito polvoriento; parecía más seco, más doblado, extenuado y febril. Sonaban todas las campanas: las dos de la torre y la esquila de la espadaña. Los pájaros huyeron espantados. ¿Se había vuelto loco el señor cura? Y apenas volaron, tuvieron que volver, que ya no quedaba tarde, derramándose por los ventanales y cornisas.

Cuando la Señora, el marido de doña Adela y el humanista llegaban a la plaza, acudían ya mujeres con mantellinas desfelpadas, abuelos que empuñaban cayados enormes, labradores ceñudos.

Mosén Antonio, revestido de roquete y estola se acercó a los portales, llamándoles a todos. Y viendo a don Acacio le dijo:

—Ha sido menester esto. ¡Pediré el milagro, y el milagro vendrá!

Y de nuevo hundiose rápidamente en el templo.

...Ya estaba la iglesia muy poblada y rumorosa; olía a sudor, a bancales y pesebres.

Subió el capellán al pulpito, y quedose oteando la muchedumbre, aguardando que se acomodase.

Una ancha gota de plata del crepúsculo nimbaba místicamente su cráneo.

—Nuestro Señor no quiere la miseria de sus criaturas. Puedo hasta jurarlo en su nombre; y si alguna vez lo permite es porque espera que le imploremos y que acudamos a nuestros medianeros los santos. ¿Pues en qué pensáis? Decídselo a nuestro patrono, que tenemos olvidado en su nicho, y que siempre estuvo propicio a consolarnos y remediarnos en los temporales y epidemias. Saquémoslo en procesión, llenos de fe, y la sequía se tornará en lluvia, y saldrán las fuentes...

Las palabras del párroco encendían los corazones. Las mujeres lloraban alabándole; y los hombres rugían pidiendo que les diese la imagen.

—¡Tendréis milagro!

Y con este grito acabó el sermón.

En seguida abrieron la hornacina y sacaron el patrono, que era San Rafael, un mancebo rubio con túnica gayada, y en su diestra un pez gigantesco de color de rosa y los ojos redondos, de pardal agorero que se parecían, según don Acacio, a los ojos del señor Llopera.

Y avanzó el santo sobre un oleaje de cabezas rapadas.

Mosén Antonio iba detrás de las andas, llevando en sus manos huesudas, sobre el pecho, el pobre bonete de puntas rotas como almenas decrépitas; la capa pluvial barría pesadamente la tierra.

Cruzaron el pueblo, pasando por delante de las rejas de la Señora; y junto a su portal comenzaron las letanías.

Salieron a los campos. Y de súbito se detuvo y deshizo la cabecera de la rogativa.

Llegaba el carro cosario. El perro rojo y fosco arrufó y ladró a los monacillos que traían los ciriales. Y un hombre zancudo saltó por la zaguera saludando con mucha guapeza.

El santo patrono se doblaba vacilante; el señor capellán y algunas mujeres rodearon las angarillas para socorrer la imagen. Y los campesinos aupaban sobre sus hombros al llegado, gritando:

—¡Bautista, el Zahorí!

—¡El Zahorí!

—¡Milagro, señor cura! ¡Aquí está el Zahorí!

—¡Milagro! —se oía en todo el camino.

Las estrellitas sonreían estremeciéndose dulcemente en la paz de los cielos.

Y el siervo de Dios alzó los ojos a la noche, esparció, después, la mirada sobre los hombres, y debió de pensar que acaso, dentro de la más severa ortodoxia, podía tolerarse el adagio volandero de «venga el milagro aunque lo haga el diablo», porque la voz emocionada del sacerdote oyose entre la confusión:

—¿No os lo prometí? ¡Bendigamos a San Rafael, y hacedme el favor de cargar con las andas y vamos a volverlo a su puesto!

IX. Los zapatos de la monja

Desde el calvario de Boraida se columbraba la torre de la Colegiata de Laderos, y un grupo gentilísimo de palmeras muy altas, viejos y maravillosos candelabros en cuyas copas ardía el cansado sol de la tarde; y en las noches de feria de octubre veíase el claror de las luminarias como un trozo de la vía láctea acostado y dormido sobre la plaza de viejos soportales, plaza histórica, orgullo de los laderenses, donde hay un casón que fue posada de Isabel II y del general Martínez Campos.

Tan cercanos se bailaban estos pueblos, que don Jaime iba muchas tardes, en su tordilla o en su galera, a visitar a su madre, y la Señora pasaba los domingos y fiestas en Laderos.

Por eso no se cansaba la dama de bendecir a los hombres que fundaron tan próximos entrambos lugares. Verdaderamente no comprendía por qué todas las ciudades no habían de estar una al lado de otra, como casas de un solo pueblo.

—¿Qué le parece, don Acacio?

—¿A mí? Lo mismo que a la Señora, siempre que las casas se hallasen, una de otra, a la distancia en que ahora se encuentran las ciudades.

Don Jaime le contradijo grave y bizarramente esta opinión, analizándola «bajo» dos puntos de vista: político y tributario.

Admirose el humanista de la seriedad y facundia de este hombre, que veía tan trocado y, sonriendo, le dijo:

—En verdad que he creído que no era don Jaime a quien oíamos, sino a su mismo suegro.

Todos, singularmente don César, agradecieron estas palabras.

Y le pidieron que se quedase a comer. Pero don Acacio no consintió, porque vino invitado de un viejo camarada, archivero de Hacienda.

Por la tarde se celebró la fiesta del pino, organizada por los «Amigos del Árbol». El discurso del presidente fue un dechado de elocuencia y patriotismo. Muchos males de España nacían del menosprecio y aun de la ferocidad de los españoles por el arbolado, fuente inapreciable de riqueza. Confiaba que esta fiesta pondría la preciosa semilla del amor del árbol en el corazón de la comarca.

La ceremonia resultó muy lucida. La presidieron el obispo de la diócesis y el gobernador civil desde un cadalso cuyos soportes los hicieron de troncos de palmeras, de las antiguas palmeras, tan altas y donosas, consagradas por el sol poniente, árboles que dieron a los abuelos del pueblo, cuando eran muchachos, el descanso de su sombra y la dulzura de sus támaras. Y mientras su ilustrísima bendecía el pino recién plantado, y el presidente de los «Amigos del Árbol» pronunciaba su oración, los aserrados troncos iban zumando la vida que guardaban para otorgar su fruto a otras generaciones, y para seguir dejando, encima del pueblo y sobre la gloria del azul, la belleza de su contorno y la gracia de su ramaje legendario.

Después hubo merienda extraordinaria en las Casas de Beneficencia, recién restauradas.

Los zócalos y las losas del vestíbulo eran de mármol blanco, y encima de la puerta unas letras grandes recomendaban con mucha sencillez:


Hermanos: una de dos:
o no entrad o hablad de Dios.


Las familias invitadas fueron al refectorio y a los patios. La Señora, con los suyos y don Acacio, subieron para visitar el santo edificio. En seguida se les reunió la priora. Y comenzaron a caminar calladamente por pasadizos y hondos corredores que, de trecho en trecho, se alborozaban con la lumbre de los campos que entraba por los altos ventanales.

En la ropería trajinaba una monja vieja, cenceña, doblada, cuyas tocas aleteaban sobre sus hombros. Una asilada, vestida ásperamente de color de ceniza, sacaba atadijos de ropa de los nichos de madera nueva que aún olía a bosque, entre los olores de lienzo lavado, planchado, plegado, rígido de limpieza oficial.

Don Acacio creía masticar calzas, toallas, sábanas, camisas tiesas sin brillo.

Difundíase un sonecillo humilde de las roperas que estaban rezando el Rosario.

—Rezan siempre —advirtió la superiora— y así ni se distraen ni tienen malos pensamientos.

—Hermanas, mujeres rezaderas —se decía el humanista—. Santa Teresa os avisa: «que hacéis mucho más con una palabra, de cuando en cuando, del Pater noster, que con decirle muchas veces aprisa y no os entendiendo».

Pues el mismo rumorcito de oraciones sonaba en la enfermería, toda pintada de blanco, de una blancura helada y dura de clínica.

No entraron las señoras para que doña Adela no sufriese.

Y ellos pasaron entre las camitas deseando salir pronto.

Los enfermitos les miraban a través de sus vendajes, bajo una niebla de tristeza que la soledad y el dolor dejaba encima de sus ojos.

¿No se queja Nietzsche del poco destino que hay en nuestra mirada?

Sonó una campanita.

Y vino el médico, que se llamaba don Esteban. Cantaba como los niños, haciendo: «chin, tan, chin, rataplam»; y daba un golpecito con el bastón; se reía, respiraba sonoramente. Las monjas le hablaban muy quedo, y él contestaba recio. Era bajito, grueso, redondeado; y su voz, su risa, y hasta la elegante curva de su vientre, donde refulgía una libra esterlina, colgada de la cadena del reloj, y la misma moneda y la cadena, todo en don Esteban daba una impresión de esperanza, de optimismo, de felicidad.

Los enfermitos levantados se le acercaban como polluelos, y él los retenía gritándoles frases, dictados y apodos guerreros, y hasta los niños acostados se sonreían.

A veces, examinando a una criatura lisiada para siempre, las zumbas de don Esteban se oían empañadas, sumidas en el robusto pecho como si se le rompieran, y sus pupilas estaban mojadas, y en su noble frente, muy pálida, se prolongaba un surco sombrío y amargo.

—¡Otro, venga otro muñeco! —y saltaba menudamente, y su vientre daba también sus brincos; su vientre parecía tener ojitos y boca risueños, picarescos.

Cuando don Esteban se marchó, quedó la estancia fría, silenciosa; resaltaban mucho las paredes blancas. Y los asilados enfermos parecían viejecitos de hospital, muy solos, con sus gorritos de algodón, y el número de orden en la cama.

Se oyeron algunos gritos jubilosos de los niños que merendaban en los patios el pan y chocolate y una almendrada del agasajo de las fiestas.

Reunidos los visitantes en el dintel de la enfermería, murmuró don Jaime:

—Aquí tienen ustedes las excelencias de la caridad oficial que, andando los tiempos y el progreso, será substituida por la caridad de los individuos.

—Eso no lo veremos nosotros —dijo con tono melancólico su suegro—. ¡De aquí a entonces! —y respiró dichosamente.

Salieron a otra sala de muros enmaderados.

La religiosa, la Señora y doña Adela se postraron con mucha devoción.

«¿Se arrodillan delante de un ropero?», pensó todo admirado el humanista.

No era ningún armario. Abiertas las maderas, apareció la celosía de una tribuna de la iglesia, profunda, tenebrosa, traspasada por una espada de sol que se deshacía en el azófar de la lámpara del sagrario.

Estaban mirando el templo y oyendo las cominerías que les contaba la priora. Y he aquí que, lejos, por algún corredor angosto, comenzaron a sonar pasos huecos, secos como de almadreñas; y cuando se acercaron, su ruido se hizo pavoroso, de tumba hollada, de zapatos que anduviesen solos, sin nadie.

¿No habéis sentido nunca la emoción de unas pisadas? ¿No se aceleró sobresaltado el pulso de vuestra vida oyendo el pisar de alguien, todavía invisible, y cuya figura imaginasteis lacia o anhelosa, desventurada o placentera, hermana o enemiga, según resonaba su calzado, blando, trémulo, gozoso, cauto, siniestro...?

...Ya llegaban aquellos pasos. Eran inmensos, enormes, pero caedizos y flojos; eran de huesos, de Muerte...

Todos se volvieron espantadamente para mirar.

Y asomó una monja pálida, fina. Miró hacia el grupo; abatió su cabeza, y huyó agarrándose a los blancos muros para no caerse.

—¡Qué pisadas, Jesús! ¡Tuve miedo! —dijo la Señora.

—¡También llegué yo a imaginar cosas terribles! —y, sonriendo, añadió Jaime—: Nuestras quimeras y filosofías suelen intranquilizarnos... ¡y la vida es tan sencilla!; ya lo han visto: no era sino una hermana que le estaban grandes los zapatones de la regla.

¡Sencilla la vida! ¡Y la monja de los zapatos grandes era Enriqueta, la bella sobrina del párroco de Boraida!...


Publicado el 25 de julio de 2020 por Edu Robsy.
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