Niño y Grande

Gabriel Miró


Novela



«L'amour est la seule passion qui se paye d'une monnaie qu'elle fabrique elle-même».

(Stendhal, Fragments divers, CXLV)

I. La hermana de Bellver

I. Mis padres. Mi abuela

Era mi padre de los Hernando de la Mancha, linaje de labradores ricos y temerosos de Dios. Muy joven pasó a la comarca de Murcia, y allí prendose de la mujer que había de ser mi madre, que era de casa rancia y empobrecida.

Pusiéronme de nombre Antonio, pero no parece sino que la Humanidad celebró concilio cuando vine al mundo para llamarme Antón. Ilustran, también, mi cédula de nacimiento los nombres de Sebastián y Macario: aquél, para complacencia de mi padrino, Sebastián Reyes, mercader de cerdos y ovejas; y el último, porque nací el día de San Macario, pero Macario de enero, pues se sabe de otro varón Macario, santo igualmente, que la Iglesia celebra el 1.º de abril. Estos conocimientos hagiológicos se los debo a una abuela mía, que me guió y educó con grandísimo celo de piedad. Debo a la misma señora las peregrinas noticias de que nací moreno como el pan de las familias pobres; que apenas me acristianaron volviose mi carne de baza en blanca, encendida y rubia como una candela, y que lloré mis primeras lágrimas al declinar el sol, cuando su redondo filo de fuego parecía rajar la torre de una aldea lejana. Por eso, por la incertidumbre de la hora —según me dijo—, tengo distinta tonalidad en la parda color de mis pupilas, y los lóbulos de mis orejas están algo separados de los maxilares.

No barruntéis ni el más leve olor de brujería en mi abuela. Fue muy devota; limpia de alma y sana de cuerpo. Conservó vista para coser mis delantales, y blanca y cabal su dentadura hasta bien doblados los ochenta años. Habitaba, sola con su criada, una casita azul rodeada de huerto, cerca del río. Me llevaban a besarla todas las tardes, y contábame milagros de elegidos. Pensaba tanto en la muerte, que, en vida, pagó su entierro en once parroquias. Y una noche el buen río se hinchó y arrebató árboles, gallinas, cabras, barracas, la casita azul con mi abuela en su seno, y le dio ignorada sepultura sin la santa mediación de las once iglesias, cuyos párrocos afirmaron que no se explicaban lo ocurrido.

...Ya menguado y dócil el Segura, fui a su ribera, y lloré, y maldije sus aguas.

Por las noches, el croar de las ranas, que se sentía desde mi dormitorio, sonaba con bullicio de viejas que desatinadamente gritaban: parr-rro-quiá, parr-rro-quiá, parr-rro-quiá... quiá, quiá...

Yo me zabullía bajo las sábanas para librarme de sus burlas.

II. Jesús. El capellán. Los magos

Nuestra casa era grande y blanca; el campo, de llanura apretada de frutales, de cáñamos y mieses. Las acequias, de quijeros muy espesos de hierbas y de agua limpia, trémula, peinada por las matas caedizas, parecían sendas estremecidas, resplandecientes y vivas. Separaban los tablares de hortal, liños de moreras anchas y jugosas; y los setos, que guardaban los generosos naranjos, eran de aromos, de cuyas ramas, me dijo mi pobre abuela, hicieron los sayones la corona de espinas del Señor.

Al lado de los corrales, seguía la barraca de la familia labradora, con su cruz de ciprés bendito, el hastial siempre encalado, y en el rudo enjalbiego caían apretadamente las lenguas llameantes de los pimientos y los dorados racimos de las mazorcas. Delante subía una parra vieja, y sobre el techo, de mantos de leños y henestrosa, bajaba, amparándola, el follaje de dos olmos, asilo de pájaros y cigarras y protección y sombra del tinado o pesebre, donde roznaban las vacas, que se volvían a mirarnos al zagal del labrador y a mí, cuando jugábamos con la becerra; y ella nos topaba, nos derribaba y lamía. La madre labradora nos avisaba los peligros, mientras le daba teta a una criatura nacida la misma mañana que la ternera, o fregaba escudillas de boj y lebrillos y cántaros en el remanso de la acequia.

Jesús, mi amigo, y yo, nos pasmábamos de que la becerra fuese ya más grande, más ágil y graciosa que su hermano.

Como el paisaje era tan liso, veíamos el tren, que pasaba por las tardes, y puso en mí la primera levadura de sueños en tierras lejanas, desde que asomaba diminuto, haciendo un gritito de pájaro cansado, y luego crecido, largo, negro, retemblando por en medio de los naranjales, hasta reducirse y perderse en un copo de humo que se elevaba sobre los caseríos, claros y menudos como granos de arroz.

—¡Ahora se va a meter dentro del sol! —le decía yo a Jesús. Es que, entonces, el sol iba cayendo como una gota enorme de sangre... y diciéndolo, me lo creía sintiendo estremecidamente que el tren horadaba el azul por el círculo abrasado.

Las mañanas de fiesta, mi madre, que siempre vestía de luto, quitábase el delantal y tocaba su rubia cabeza con mantilla fina y arcaica; mi padre poníase camisa planchada sin lustre, aunque no se mudase las ropas de pana; entonces, sus mejillas y sus manos tostadas, grandes y nobles, resaltaban como las hogazas de nuestros añacales en la blancura del mantel. Recuerdo que si no traía mi padre esa rígida camisa, ni el de Jesús su traje de paño gordo y negro y las esparteñas nuevas, no me parecía que verdaderamente fuese domingo.

Juntas las dos familias, caminábamos por las calientes sendas al humilladero. Después, en el comedor de la casa, desayunaba con nosotros el señor capellán.

Había yo recogido un mastín desorejado por las feroces manos de un lanero. Era un perro humilde y agradecido que, cuando miraba, siempre ponía los ojos mojados como si llorase; y el capellán lo aborreció, porque le pedía de la torta servida para el chocolate. Algunas veces le daba sonriéndole, pero vi que, por debajo de la mesa, pisaba y rechazaba al pobre animal. Se lo conté a mi madre, y me dijo que acaso todo me lo hiciese ver mi malquerencia, y que, si era cierto, que le perdonase. Me escondí entre las sillas, y reparé en que el sacerdote llevaba alpargatas rotas y pantalones astrosos de mendigo. Luego, sentándome, me fijé más en aquel hombre flaco, de boca como desgarrada y dientes y quijales casi saliéndosele de las encías, descoloridas y enfermas. Engullía vorazmente.

Una tarde, corriendo con mi perro, llegué cerca de la barraca del clérigo. Vivía con su madre, vieja, chepuda y sorda. El hijo estaba llorando. Me recaté para espiarles y oírles. Y supe que el señor cura lloraba de hambre.

Me fui a la heredad de mi padrino, Sebastián Reyes. Hallé a su mujer cociendo patatas para los cerdos. Mis padrinos eran hacendados. En la cámara tenían perniles y tinajas de cecina; en el corral, gallinas, conejos y cabras; y en las alacenas, huevos, roscos, arropes y miel. Le dije a la señora Leandra la miseria del capellán, y se quedó mirándome, y exclamó:

—¡Válgame nuestro Padre Jesús, con qué poca decencia habla este manifacero de un señor sacerdote!

Y de merienda diome pan y uvas agraces.

De mi casa les enviaron socorro a la vieja y su hijo; y yo le llevé un cordero añojo y blanco que tenía. Fui muy contento; me sofoqué al ofrecerle mi regalo; y cuando regresaba, pensando en el recental, me dio mucha tristeza. Me dormí llorando, y se me apagó la caridad y el amor por el cura.

...Una noche, la víspera de los Santos Reyes, yo no quería acostarme. Me contaban las criadas la llegada de los buenos Magos mientras partían nueces y almendras, y desgranaban y tostaban maíz, y preparaban harina y fundían miel para hacer nuégados y pestiños. Yo, que entonces veía a los ángeles y a la Virgen María, siendo el asombro del señor capellán —aun antes de lo del cordero—, vi esa noche a los generosos soberanos cruzar la sala y salir de mi alcoba. El rey negro iba envuelto en un manto de grana; al mirarme le relumbraron los ojos como los de un gato. Me sonrió, brillándole sus dientes tan blancos, tan fríos, que me estremecí. Miedo y alegría me hicieron gritar. Ardíanme las sienes y la frente; las venas del cuello latían hasta azotarme toda la garganta. Me acostaron. El espectro de Baltasar me aterraba; y sus manos negras, sudadas y enormes comenzaron a estrangularme. Mi padre quiso sosegarme negando y deshaciendo la dulce leyenda de los Magos. Pero Baltasar no me dejaba.

En amaneciendo vino el médico, un viejo enjuto, larguísimo, todo brazos y zancas, retorciéndose siempre. De su cara sólo se le descubría la nariz, pesada y encendida, y los ojos, grises y duros, como dos gotas de plomo congelado; lo demás se ocultaba bajo una maleza corta, apretada y áspera, que en vez de afeitarse debía segársela, como un pasto seco.

Ahora, recordando, hallo semejanza entre el médico y el capellán. ¿Tendría también hambre? Vivía solo. Hablaba tronadoramente. Me dijeron que mis padres le contestaban despacio, para que él lo imitase; y el viejo seguía voceando. Me miró; me abrió la boca. Sus manos se parecían a las del rey negro. ¡Mis últimos Magos! Luego gritó:

—¿Hay parra aquí, verdad?

—¡Parra! —exclamaron mis padres.

—¡Sí, parra, parral! ¿Dónde lo tienen?

Y desciñose de su costado el botiquín, que era como la caja mugrienta de un buhonero. Le pidieron que dijese el mal que yo padecía; y él gritó que el crup. Todos se angustiaron; hicieron oración. Y, en tanto, el médico fue a la barraca de los labradores, y de la vid cortó una rama larga y tierna, y la doblaba, cerrándola redondamente para probar su temple o resistencia en lo flexible.

Volvió, y pidiendo hilas las empapó en agua azul y salina de una redoma de su frasquera, y las ató en la punta del verde sarmiento.

A mí colocome entre sus duros hinojos, y me hundió la vara en el paladar. Me moría de tanto padecer. El tapón de hilas salía ensangrentado.

Repitiose por la tarde mi suplicio. Mis padres y el labriego miraban al cirujano con susto. Acabada la ferocísima faena, me trababa de los pies, abría la ventana y sacábame colgando a la serena, y me golpeaba la nuca.

La primera vez que lo hizo se le abalanzó mi padre, queriendo estrujarlo. Entonces él le miró como miran las estatuas, y pronunció impasible:

—Si no le curo puede usted pegarme un tiro en el cuello, en la sien, donde usted quiera; pero ahora déjeme usted en paz.

Gimiendo llamaba yo siempre a mi amigo Jesús. Lo supo su padre, y me trajo al chico, que me contemplaba desde la vidriera, todo pasmado y temeroso, porque no consentía mi madre en dejarlo que entrase.

El hortelano insistía:

—Todo es lo que Nuestro Señor quiere. Mi chico pasa, que si ha de tener algún mal, vendrá el mal, aunque lo suba a la torre del pueblo; y si no, libre tiene que ser, aunque se acueste con Antón.

Todavía no quisieron mis padres, y el otro tercamente decía:

—Ha de pasar y quedarse.

Entró Jesús, presentándome dentro de una hoja ancha y lustrosa de morera un gusano de seda, que se nos murió aquella noche.

Desde que conmigo vivía Jesús, yo estaba muy gozoso, y respiraba con más alivio. Todos le acariciaban y regalaban, dándole mis juguetes, hasta entonces guardados por caros, y confituras traídas del pueblo, y cremas y dulce de zamboa y de cidra, que mi madre hacía muy rico. No se cansaba mi padre de bendecir la santa eficacia de la religión ferviente y heroica.

Con los cuidados y abundancia, aun engordó más Jesús. Y cuando yo sané del todo, el viejo médico, que en verdad me había salvado, aunque bárbaramente, se perdió en sus soledades, y toda la gratitud fue para mi amigo.

Vuelto a la pobreza de su barraca, Jesús se encanijó, se malhumoró. Y la primera mañana que corrí a jugar con él y la becerra, me miró con rabia

—¿Cuándo te pondrás malo otra vez?

III. En los estudios. Bellver. Elena. Profanación.

Recién llegado a los trece años, me dejaron interno en un colegio de religiosos de la comarca, muy antiguo y de grande renombre.

La frialdad y el silencio de los Estudios, del refectorio y de los claustros; los hondos pasadizos cavados dentro de los muros; las siniestras hornacinas de los dormitorios, en cuyas paredes se tendía la sombra pavorosa de un santo obispo de talla descomunal; la foscura y pesadez de los tejados y torres, donde bajaban las nieblas y volaban los vencejos y gavilanes, que yo contemplaba desde mi pupitre; lamentos de campanas, clase de gramática, zumbas de los antiguos, y la emoción de la dulce libertad del cielo y de los campos, todas mis sensaciones, ayudadas de mi flaqueza, me mustiaron y entristecieron, y acabé por enfermar, aunque no de modo que necesitase volver a mi casa de la ribera. La melancolía de mi ánimo se tradujo y manifestó inexplicablemente en mi cuerpo por un plebeyo reúma de la rodilla izquierda. Había de ir en pos de las brigadas, zaguero y cojo, como cría lisiada de un rebaño.

Mis mayores miedos me acometían los lunes, en entrando en clase y ver a los maestros. Estaban recién afeitados, y todas sus facciones destacaban con filo duro en la piel pingüe y encarnada, o amarillenta y exprimida, singularmente la boca y la nariz. Las narices de los Padres y Hermanos, siquiera no fuesen todas desaforadas como las de Tomé Cecial, eran encendidas y sonoras. Es que todos sorbían un rapé, candente como un yodo, que tomaban de sus tabaqueras de hueso amarillo, que parecía cortado de cráneos.

Yo no tenía «queriditos», ni amistades particulares. No era listo ni bullicioso, ni tenía fuerza. Si en los recreos jugábamos «a carros», carros bajos, ferreños, en los que uno montaba de pie como un griego, y otros tiraban uncidos en los varales y cuerdas, yo era siempre de los que tiraban. En los paseos y excursiones campesinas, formábamos en ternas. Y, entonces, y en las comidas con Deo gratias, todos contaban de sus casas y bienes. Mientras uno decía, los demás estaban ganosos de referir lo suyo, para vencerle. Un muchacho de Alfaz, ya talludo, de apellido Senabria, siempre nos hacía un menudo recuento de los dineros y joyas de su padre, viudo, jurando que tenía un reloj de oro, tan ancho como un huevo frito, pero mal frito. No lo pude olvidar, y en todos mis empachos creí que dentro de mis entrañas me caminaba el enorme reloj del padre de Senabria, un reloj con yema endurecida y clara aceitosa.

En filas y Estudios estaba a mi lado un mallorquín pálido, alto, de buen talle, muy galán y aficionado a rociarse de colonia las ropas y el pañuelo. Su calzado era el más elegante y lustroso, y sus corbatas, muy lindas. Cuando salíamos, ladeábase la gorra, y, a hurto de los Hermanos Inspectores, miraba sonriente y picaresco a las muchachas ventaneras. Se llamaba Bellver. Sus elegancias y desenvolturas tuvieron imitación en los colegiales grandes, y por culpa de ellos se decretó que la ruta de nuestros paseos fuese siempre apartada: la vía del tren, la carretera del Alto de las Atalayas a Murcia, el camino del Calvario, las blandas orillas del río...

Todos los trimestres recibía Bellver la visita de su madre y hermanas. Y al bajar nosotros a los claustros, oíamos sus risas de damas hermosas, recogíamos sus delicados perfumes. Los Hermanos Inspectores murmuraban y se mostraban severísimos, y anotaban en sus temidas carteras a los que volvían la cabeza para mirar. Yo siempre la volvía sin querer. Si era en los Estudios cuando le avisaban a visitas, salía Bellver taconeando reciamente, mirándonos y sonriéndonos desde su alta dicha. Por él supimos dé su casa-palacio en Palma, y de sus predios en los frondosos valles de Sóller, y que su opulenta familia viajaba en un vapor correo todo blanco.

Y Bellver salía, y yo me quedaba con la Epistola ad Pisones y el Diccionario Latino-Español de Lomas, delante de mis ojos, sin pasar en la traducción comentada de


Humano capiti cervicem pictor equinam
Jungere si velit... jungere si velit.. jungere si velit...


Y es que mis pobres ojos nada más veían a la madre y hermanas de Bellver, fragantes, deliciosas, en un navío de sol, con velas de brocados blancos, saliendo de la isla, ¡imaginada isla de leyenda!

Sucedió que una visita que mis padres me lucieron coincidió con la de la fastuosa familia palmesana. Juntos fuimos al salón-locutorio. Yo, colorado de vergüenza, me refugié entre los míos, mirando escondidamente a las beldades.

Bellver debía de decirles de mí, porque ellas se fijaron en nosotros, y me sonrieron. ¡Señor: yo nunca he sufrido tanto ni he sido tan dichoso...! Mi padre saludó. ¡Qué patricio saludo! A poco estábamos juntos, mezclando nuestra alegría y los bombones y pasteles. Los de Bellver sabían a la fragancia de la boca de sus hermanas, singularmente de los labios de la menor, que me besaron dos veces en la despedida. Me sentí encendido y trémulo, desfallecido de felicidad y de miedo. Es que el Padre Prefecto nos avizoraba por encima de su breviario y recatado en un viejo rosal que florecía en la desnudez del claustro.

Vuelto al Estudio, me afligí como si entonces acabaran de traerme mis padres. Mi boca, mi lengua, mi garganta, todo estaba penetrado de perfume del dulce de grosella que comía Elena, la hermanita de Bellver, cuando me besó. Y ¡oh ruindad y desesperación mías! Yo, que ni osaba respirar para que no se me perdiera el beatísimo sabor y aroma, ¡no imaginaba la boca húmeda y florida y los dorados ojos y toda la gentil figura de la doncella, que no viese y sintiese sobre mi alma los sumidos labios y las imponentes gafas y toda la fantasma larga y negra del Padre Prefecto!

Como yo, Elena iba a cumplir los catorce años, y de altos éramos iguales. Sus cabellos rizados, de un rubio cobrizo, le caían gloriosamente por la maravilla de su espalda. Era pálida y sonreía siempre con entristecimiento. Bajo su trusa de color marino, ya se insinuaba la curva palpitante de su pecho; y, al sentarse, se le descubría el fino origen de su pierna. No se me apareció con vestiduras de color de fuego, como dice Dante de su Beatriz; pero al besarme Elena y recordarme besado, «yo digo en verdad que el Espíritu de la vida, que reside en la más secreta bóveda del corazón, comenzó a temblar tan fuertemente, que el movimiento se transmitía a mis venas más pequeñas, y temblando pronunció estas palabras: Ecce Deus fortior me, qui veniens dominabitur mihi».

Más fuerte que yo era, y soberano mío, pues la amada imagen no me abandonaba ni en el dormitorio, ni en la capilla, ni en la mesa, ni en los patios ni aulas.

Si Dante se abrasó de amor a los nueve años, el mismo sabroso mal llagó mis entrañas cuando apenas los míos se acercaban a los catorce. Para ser él un elegido y yo una pobre criatura, no me aventajó mucho en el despertar del corazón. Recordándolo quizá me envaneciese si otra desgraciada memoria no me presentara el grosero camino que seguí, tan lejos de los celestes rumbos del poeta.

Y fue que «al Dios más fuerte que yo y soberano mío» se mezcló el diablo. —Abandono la urna para cruzar mis dedos en juramento de que no trastorno la verdad de mi Historia—: El demonio cometió vileza en el Sancta Sanctorum de mi amor niño.

Yo admiraba y servía a Bellver por ser él carne y sangre de Elena. De ella me hablaba, de sus juegos en prados y jardines. El pupitre de Bellver estaba detrás del mío, y en el suyo me recostaba yo para recoger el deleite de sus narraciones, divinizadas por el nombre de la hermana.

Delante de mí sentábase Senabria. Su espalda era recia; su cuello, gordo; sus orejas, moradas de sabañones; el cráneo, con trasquiladuras. No; yo no le aborrecía, pero me repugnaba desde lo del reloj de su padre, y por otras groserías. Como veis, yo estaba entre la gracia reflejada y la tosquedad en todo su volumen.

Bellver me contaba de Elena, pero también me refería lances de sus criadas, y, de todas, los de su cocinera, pintándola alta, fresca, maciza, callonca, con la que retozaba en la soledad de los sobrados, de umbrías y bancales.

Y una noche, estudiando Retórica, percibí el blando y convenido golpe que me daba Bellver con su bota elegante para que yo me reclinara a oírle algún nuevo y súbito recuerdo. Y hablando de la robusta guisadora, me confesó que en las últimas vacaciones ella le había enseñado un pecho, y lo tenía blanco y firme.

Se encendieron mis mejillas, y la flama de mi piel y la vibración de mis nervios subieron de punto, cuando la voz de mi amigo, obscurecida, honda y trémula, aun dijo:

—Antón, ¿quisieras tú vérselo?

¡La imagen, pálida y virginal, de Elena tropezaba con el pecho desnudo de una cocinera!

IV. La terna. Mis pies. La serpiente

En el paseo del jueves fuimos de terna: Marín-Galindo, un riojano chancero, Bellver y yo. Ellos se decían sus perversiones en una germanía o habla cifrada. Yo me vi humillado por mi ignorancia y cortedad, que aumentaban con su risa. Ellos alcanzaron j a una fuerte y pasmosa varonía; eran los esotéricos de un estupendo culto, anhelado y temido por lo misterioso. Oyéndoles, me sentí alejado de Bellver, y tuve celos. Y pensando que su intimidad les llevaría a coloquios en que se pronunciase el nombre de Elena, me arrebató la ira, hasta dolerme los ojos de mirarles con rabia.

Pero dialogaron de la placentera sirviente. Y yo les escuché con avidez, y sonreí y todo con malicia, para que me creyesen sabedor y gozoso de tanta licencia; y en mis entrañas me enfurecía y me despreciaba por mi rebajamiento.

De pronto, se quedaron mirándose y riendo, y me dijeron muy confidenciales:

—¿Tú quieres verla desnuda?

—¿Si quiero verla? ¿A quién? —Desconocí mi voz de tan torpe y balbuciente.

Sin inmutarse, Bellver repuso:

—¿Que a quién? ¡Toma, a mi cocinera!

—Es que, ¿dónde está? —dije yo todo erizado de terror.

—¡Dónde quieres que esté su cocinera, sino en Palma! Pero desde aquí puedes verla si te atreves...

Eso decía Marín-Galindo cuando vino el Hermano Inspector, porque nos torcíamos de la brigada. Sudé fríamente. Me miró el Hermano, y me estremecí creyendo que reparaba en mi infamia.

Y no me atreví.

Tornamos al convictorio. Y ya en el Estudio, saqué del pupitre los papeles y textos para hacer la «composición» de la primera clase de la mañana, que tocaba de griego. Pero yo no atendía mi escrito, ardiendo en odio contra el riojano, pensando en Elena y pensando, Señor, también, en el desnudo pecho de la criada. Para imaginarlo, traíame el recuerdo del que antaño viera a la labradora madre de Jesús. Pero entonces el robusto seno de la campesina sólo me hizo pensar en mi madre y en mí, y ahora me cercaban impurezas...

Tan apartado me hallaba del griego y del colegio, que me espanté cuando descendió de la tribuna la conocida voz, afilada y severa, del Hermano amonestándome:

—Señor Hernando: guarde más decencia en su postura.

Replicar estaba prohibido. Pues yo, asombrado y sañudo, repliqué:

—¿Yo? Es que yo, ¿qué hago?

—¿Y sus pies, señor Hernando?

Todos me miraban gozándose de mi afrenta y de mi susto, pero ninguno me encrespó tanto como el señor Senabria. Senabria, cordato y grandón, mostraba, al volverse, un carrillo redondo, inflado por la burla.

—¿Y sus pies? —insistía el Hermano.

Miré hacia las losas, y palidecí, consternado. ¡Dios mío, yo no tenía mis pies! No pude contenerme, y di un grito delirante:

—¡Mis pies! ¿Dónde están mis pies?

El bullicio de mis camaradas atrajo al Padre Prefecto. El Hermano bajó de su tarima. Levantáronme de brazos, y entonces dime cuenta de que sin ella me había sentado sobre mis piernas, cruzadas a lo musulmán.

Y pensando justificarme, todavía dije impetuoso:

—¿Y quién me los ha puesto?

Crecieron las risas, estridentes, largas y agudas, que me transían como feroces y buidos puñales.

Odié a mis compañeros; me odié y me injurié a mí mismo; y recelando que Elena sabría el divertimiento y befa de mis pies, pues todo se lo contaba Bellver a su familia, quise allegarme y penetrar más en la gracia de éste; y vencí miedos, rasgué las últimas nieblas de la castidad infantil, y temblando, porque presentía que me ahondaba en los portales del pecado, dejé caer papeles y libros, y, al recogerlos, volvime y le deslicé disimuladamente:

—¡Sí que quiero ver desnuda a tu cocinera!

De nuevo en mi pupitre, me recosté en el suyo; y estuve aguardando.

Y habló Bellver haciendo un silbo de serpiente. Sentí que se me rizaba la nuca, que una frialdad viscosa resbalaba por mis hombros y me subía por el cuello, y que el encendido dardo de una lengua se sumía en mi oído, precisamente en un oído que tenía enfermo, vertiéndome gotas de ponzoña.

Y me dijo que para verla había de entregarle mi alma al diablo, el cual acudiría tomando la naturaleza o forma de la mujer deseada, y desnudo o desnuda se acostaría en mi cama.

—...¿Pero, y si los Hermanos, al mirar por las celosías de la camarilla, me ven con el demonio?

Contestó Bellver que no tuviese miedo, pues el demonio solo de mí sería visto y gozado.

Mucho me repugnaba acostarme con el Enemigo, porque, aparte del oprobioso y tremendo pecado, eso equivalía a dormir con una sierpe gorda, escamosa, glacial, o con un macho cabrío, hirsuto, cornudo y todo.

Para acabar de reducir mi voluntad, hízome Bellver tan grandes promesas de que no había de asquearme culebra ni cabrón, sino que vería y tocaría hembra suavísima, que yo, ladeándome, le dije a la serpiente que bueno, que sí; y le pedí enseñanza del pacto satánico.

La voz que sonaba a mi espalda tornábase bronca, trabajosa, y, algunos momentos, se adelgazaba y rompía sarcásticamente. La misma o semejante debió de escuchar Fausto cuando el gozquecillo refugiado detrás de la estufa se hinchó, se levantó y, trocándose en el hombre de la cola de caballo, le dijo: «¿En qué puedo serviros?».

Supe que era preciso invocar la presencia del demonio con la eficacísima oración que me fue dictando y yo escribiendo como si hiciese mi trabajo de Humanidades. Añadiome la práctica de algunas ceremonias y el aviso de que escondiese todas las santas estampas y la pililla del agua bendita. Después, acostado, esperaría la espantable y placentera aparición.

Esa noche no pude cenar; y en el oratorio, donde rezábamos y hacíamos examen de conciencia antes de recogernos, hundí la cabeza entre mis manos, no atreviéndome a mirar... a que me mirase el Corazón de Jesús.

Llegué a mi camarilla o celda, enfermo, convulso. Delante de mi puerta, puerta de persianas, alumbraba una lámpara de aceite cuya espita torcía el inspector de servicio después de encerrarnos.

Crujió mi cerraja, y entornada la luz, cumplí todos los advertimientos de Bellver; me desnudé atropelladamente y me sepulté en la cama cubriéndome del todo con las ropas. Dentro de las cálidas tinieblas me tronaba el latido de mi vida, como si todo yo fuese sólo de corazón, de corazón fosco y gigantesco.

...Y he aquí que de súbito oigo que me dicen:

—¡Señor Hernando!... ...¡Señor Hernando!...

¡Oh!, rechinaron mis quijadas; temblé empavorecido, y me ovillé todo sollozando:

—¡Ay, Dios mío, ya tengo aquí al diablo!

La voz repetía:

—¡Señor Hernando! ¡Señor Hernando!

Lo de «señor Hernando» en boca de Lucifer lo tuve por demasiada buena crianza. Pero recordé que suele valerse de embelecos y suavidades para lograr sus infernales designios; y me dije que sabiendo él, como sin duda lo sabría, la educación señoril que en el colegio se nos daba, quiso tratarme cortésmente. Y acumulando las imaginaciones, todavía pensé: Aunque tanto respeto... ¿Es que se me presentará ya de cocinera sin otro requisito?

Saqué los ojos entre los pliegues del cobertor, y vi detrás de las celosías la opaca silueta de un Hermano. ¡Era un pobre diablo, un bienaventurado y manso inspector, amedrentado siempre por el otro, tan rígido, que me afrento con la pérdida de mis pies!

—¡No se tape de esa manera, señor Hernando, que puede darle un ahogo!

Y alejose pisando sigilosamente, que de noche descalzábase de sus recios zapatos, trocándolos por mudas alpargatas.

¡Confieso que sentí una desabrida decepción de que no fuese el verdadero demonio!

¿Y había de volver a implorar el advenimiento satánico?

Me lo impuse; me reprimí; vacilé. Harto y cansado de dudar, fui quedándome dormido.

V. Penitencias. Alucinaciones

En el primer recreo de la mañana me buscaron el mallorquín y el riojano ansiosos de saber mi aventura. Me preguntaban con mucha fisga; pero reparando en mi tranquilo contento, me instaban sobresaltados a que todo lo contase.

Pues todo lo conté; y por entusiasmo y demasiada simplicidad hice tan cabal confesión, que les dije lo que aun no he dicho, y fue: que apenas me rindió el sueño, lo tuve de honestísimas delicias, porque, sin sortilegios ni diabólicas artes, no subió, sino que descendió a mi lado la hermanita de Bellver, desnuda y casta como una tibia escultura, y estuvimos juntos, lo mismo que Damis y Cloe, antes de que el pastor recibiese enseñanzas de la taimada Lycenia.

No había acabado de decir mi sueño, que al cabo era de pagana inocencia, cuando me sentí derribado por los puños de Bellver, que, como un perro, me mordió en la oreja dañada.

Me acorrieron otros chicos, y acudió un Hermano, no el pacífico, sino el otro, que para despegarnos nos retorció a pellizcos la carne.

Con gritos desaforados y llorando el ultraje de mi sueño, o quizá por una puñada mía que le alcanzó sin miramiento a su escogida sangre, refirió Bellver lo sucedido; él y el riojano me acusaron enfurecidamente, librándose ellos con astucias y embustes de la complicidad de mi pecado; y de lo que no podían negar se disculpaban diciendo que lo hicieran para probarme y saber hasta qué punto llegaba mi disolución y oprobio.

Mi vergüenza y humillamiento les favorecía.

—¡Inmundo y obseso! —fueron las primeras palabras que como venablos salieron de la boca del Inspector, hincándose en mi alma.

Fui apartado como un leproso.

Y yo no quedé contrito; yo estaba lleno de pesadumbre y de rencor, persuadido de que, siendo Bellver y Galindo peores que yo, lo eran con bellaquería; nunca se atrevieron a dormir con el diablo, ni siquiera a invocarle, refocilándose con mujeres de verdad durante las vacaciones; y, en la clausura, querían averiguar el nefando delito de holgarse con una incuba valiéndose de mí como catador.

Más que de haber pecado, me exasperaba y dolía de verme solo en el pecado.

Todo lo supo el Padre Rector y la Comunidad, y seguidamente fue avisada mi familia.

Estaba mi padre enfermo de tercianas, que en aquellas huertas abundan por la podredumbre de las pozas del cáñamo.

Diéronme, entretanto, confesor de doctrina y de rigor, famoso en toda la Orden. La penitencia que me impuso había de cumplirla de noche, de hinojos, en el nicho de la estatua del obispo, mientras los demás dormían. ¡Perdón, santísimo obispo, pero tu espectro, que bajaba a mi lado y se tendía en las losas, me espantaba más que la espera del demonio!

Un Hermano me llevaba, después, a mi aposento; y, apenas dormido, acometíame la pesadilla: el obispo, el riojano y Bellver paseaban y brincaban sobre mi pobre cuerpo.

...Una noche tuve una aparición de inefable ternura. Vi una mujer delgada y pálida, vestida de amplios lutos. Se me acercó deslizándose silenciosa como las nubes. Sus manos semejaban dos azucenas juntas. Me miró mucho la frente y dentro de mis ojos; y, entonces, la faz de la aparecida era la de mi madre, y lloraba; sus labios tenían un gesto profundo de pena. Se fue alejando dulce y dolorosa; se postró, elevando sus manos; y, al volverse, se le parecía a mi madre y a Elena... Y, de súbito, fundiose en una llama cándida, deslumbradora, que me abrasó la vida y me cegó...

Por la mañana pedí confesión; y, sollozando, le conté al Padre Espiritual todo el sueño de la afligida y amorosa enlutada.

—Señor Hernando —me dijo, exaltándose—, la mujer que se le apareció no era su madre ni esa doncella que usted cree...

—¡Mi madre era; ya lo creo que era mi madre...! Los ojos anchos, negros, cansados de llorar, son los suyos; y suyos los cabellos, tan tirantes sobre las sienes, un peinado que la hace más humilde y triste... ¡Ella, y después Elena Bellver...!

No consentía el Padre Espiritual que lo creyese; y afirmó que la mujer soñada representaba a mi propia alma, prosternada y arrepentida, implorando gracia; y que el Señor, fundiéndola en aquella blanquísima lumbre, débil reflejo de la llama viva de su amor, y cegándome, me revelaba que sólo en amarle, en servirle y en creerle hallaría mi remedio. Advirtiome, también, que no me opusiese a esta versión, porque cometería grave pecado de contumacia. Pues, sin quererlo, me opuse, y me rebelé contra sus sublimes palabras, y pedí que otro confesor me escuchara y dirigiera.

No me explico por qué escogieron al Padre Salguiz, varón gordo, casi redondo, muy sabio en Física, y principalmente en Astronomía, y nada sosegado, contraviniendo lo que Cervantes dijo de la quietud de estas naturalezas lardosas.

Al Padre Salguiz o Padre Astrónomo, según se le llamaba, apenas lográbamos verle. Sólo algunas veces distinguíamos, por la crujía del oratorio, un costal con bonete que se nos escapaba, como si rodase, por una puertecita ferrada, donde comenzaban las escaleras, que subían retorciéndose a la cumbre de la más alta torre del colegio. Allí tenía su observatorio, y su lecho y morada, como un mago.

No entendía de predicaciones ni de enseñanzas. No asistía a recreos en Comunidad, ni a fiestas académicas. Siempre aislado, distraído y hosco. Murmurábase de él; sonreíamos comedidamente con los Inspectores cuando le nombrábamos; pero se le respetaba por su grande saber.

—¿Tú eres el endemoniado? —me preguntó limpiando con un trozo de gamuza una hermosa lente. Era el único que nos tuteaba. Y me enternecí.

—Padre: ¡yo soy! —y, acongojado, me postré en el reclinatorio.

Apenas principiada la confesión, levantose el Padre Salguiz de su vieja butaca.

—¡Escrúpulos, escrúpulos...! Anda, sube conmigo, y verás el lucero... Le obedecí, llorando, muy contento. Y desde la callada altura me asomé a la ciudad despeñada, rota. Vi los estampados tapices de las huertas desplegándose hasta mi casa, y el río azul y vaporoso que se torcía entre árboles tiernos, y el cielo muy pálido que bajaba en los horizontes, amparándonos como una inmensa cúpula de cristal, y sentí que me anegaba en el reposo y pureza del crepúsculo... Apareció el lucero. Era de la misma luz que quedó de la mujer afligida. Mi vida se forjaba en la lumbre suya, en la claridad del cielo, de mi madre y Elena. Yo me entristecía y era dichoso, y gozaba el sentimiento de mi purificación más que gocé el pecado.

Dos tardes subí al nidal del Padre Salguiz. Más, no me permitieron ya los superiores. Comenzaban nuestros Ejercicios Espirituales. En estos días el altar aparecía colgado de paños de velludo negro, y, en el lúgubre fondo, destacaba la amarillez de un Cristo y seis cirios.

Toda la semana de Ejercicios guardábamos riguroso silencio. No teníamos clase, leyendo sólo libros de piedad y meditación; cantábamos, sin órgano, preces y salmos, y escuchábamos tres pláticas diarias. El Pecado, la Muerte y el Juicio Final eran palabras que se cernían siempre sobre nosotros, como las aves que rodeaban la querencia de los muros y torreones del colegio.

Sepultose mi alma en el pensamiento del Infierno y ansié penitencias horrendas que me salvasen. Hincábame plumas y lápices en el cráneo y me privé de comer tocino. Yo no podía ofrendar en mi ara ni corderos ni palomas. Del cocido del colegio, lo más sabroso para mi gusto, aunque se me tenga por zafio, era el tocino, y tocino ofrecía. Pero deseaba yo que mi ración quedase en la fuente, como si necesitase ver el sacrificio o aguardase que se elevara milagrosamente, lo mismo que una niebla, o que se lo llevasen los fámulos a la cocina; todo, menos que otro profanara el tocino comiéndoselo. Y casi siempre se lo comía Senabria. ¡Y esa criatura crasa, glotona, torpe, que lucía galones y no sufría ninguna tentación ni se apuraba en la ascética, era acepta a los ojos del Señor! ¡Oh ruindad mía: mi acto de virtud, mi ofrenda de parsimonia, se contaminaba de un egoísmo enfermizo y llegaba a proposiciones y envidias heréticas, hallando injusticias en la distribución de la gracia!

Olvidé decir que yo estaba ya perdonado y devuelto al gremio escolar, considerándome limpio; pero todos me miraban como si tuviese una señal de pezuña en mi carne.

Enfermé de descontento, y, de nuevo, me quedé tullido de reúma; y por las noches me daba calentura y delirio.

No venían mis padres. Les llamé; y me enviaron a Jesús, que ingresó de fámulo; pero ningún alivio recibí de su compañía. Jesús había crecido mazorralmente, y su cabeza resultaba muy menuda.

Nunca se reía ni hablaba. Entraba en la enfermería; y se ponía a estudiar vorazmente, engullendo declinaciones y raíces de verbos.

Jesús se parecía a Senabria. Repasaba él su lección, y yo miraba el paisaje abierto por el río azul. Los árboles desmayados y dulces de la ribera se me figuraban almas afligidas. En la blanda quietud del confín se tendía mi vida como en un prado.

...Y una tarde abriose la vidriera de la enfermería, y apareció mi madre; mi madre, muy pálida y enlutada, lo mismo que la soñé. Abrazados y llorando me dijo que mi padre había muerto.

Tocaba la campana de la última clase. Jesús agarró sus libros y desapareció.

El río, la vega, los árboles y el cielo, todo estaba velado por la tristeza de mi padre muerto, como una tarde de Viernes Santo.

Y cogido de las manos de azucenas y del velo de luto de mi madre, comencé a pasar, por última vez, los hondos corredores del colegio. Cuatro años me guardaron sus vetustos muros. Allí brotó mi amor, y apenas nacido lo ultrajé.

Ya volvíamos la cantonada de la crujía del oratorio, cuando surgió una masa negra y veloz. Me precipité para impedir que se fuese; y mi madre y yo le besamos las manos al Padre Salguiz. Entonces, al despedirme, me fijé en sus ojos, unos ojos de niño enfadado. Me puso sus brazos en mis hombros; comenzó a toser con mucho ruido. Paró de repente, y me dijo:

—Todos los días mira un rato al cielo. —Y, revolviéndose, se hundió en las escaleras de la torre; iba cantando, para que yo no conociese que se iba llorando.

Al apartarme del portal sentí sobre mi frente el vuelo callado de las aves negras y la mirada del Padre Salguiz.



II. Doña Francisca

I. Mis padrinos

Mi madre y yo siempre estábamos solos. Nada más, algunas tardes de fiesta, venían mis padrinos, Sebastián Reyes y su mujer, la señora Leandra, a la que nunca di el dictado de madrina.

La señora Leandra era morena, enjuta, atrabiliaria y brava.

Quiso un día acariciarme, y grité de dolor, porque sus dedos duros laceraban como púas de un peine de carda. Desde entonces mirábame con desprecio y me decía: «mantequilla de Flandes».

Mi padrino, tan alto, recio y alegre, más joven que ella, estando en su presencia, se ponía mustio, hablaba cortadamente y apenas subía los ojos.

En aquella época, que tan necesitados nos sentíamos de consolación, de fortaleza, de consejo, Sebastián Reyes mostrose taciturno, apagado y frío. Si por acaso nos dedicaba alguna palabra animadora, mediaba su mujer suspirando y gimiendo:

—Aquí el engaño es criminal. ¡Nuestro Padre Jesús nos libre de un embuste! En las casas como ésta, en muriendo el padre, sigue la perdición. ¿No te parece, Sebastián? ¡Porque si el chico fuera grande y estuviera hecho y cuajao para la vida! Pero, no, señora; Antón es un crío; Antón...

Y la avisada comadre iba ensartando presagios de desventuras.

Decía que hasta era pecado el seguir en la soledad de nuestra huerta, y que para marcharnos a un pueblo, ninguno como el de los Hernando de la Mancha.

—¿No te parece, Sebastián?

Sebastián bajaba la cabeza aprobándolo todo.

Y como mi madre le invitara a que hablase llanamente, él le respondió que había de sernos muy costoso gobernar una hacienda de tantos quebraderos; que fuera preferible venderla, y seguir el parecer de su Leandra: irnos a la Mancha, al cuidado de lo que allí teníamos, porque una mujer sola mejor procura las casas que las labores, y que allí siempre nos quedarían conocimientos y amistades de los Hernando...

Una noche la pasó toda llorando mi madre. A la siguiente mañana firmó las escrituras, vendiendo la heredad a mi padrino; y por la tarde abandonamos para siempre la apacible vega de Murcia.

En la despedida, la señora Leandra puso su cara junto a mis mejillas para que yo la besase. Las cerdas ásperas de un lunar que tenía en el borde del mentón, y que se podaba todas las semanas, me hirieron la boca; yo no la besé; ella tampoco a mí, y al separarnos dijo:

—¡Anda, desaborío!

Los padres de Jesús, que seguía de fámulo en el colegio, vinieron con nosotros hasta el apeadero de Almotaceña. Y cuando les vi arrodillarse y besar la mano de su antigua señora, yo me abracé a ellos sollozando.

Mi madre y yo caímos rendidos, angustiados de desamparo en el asiento del coche. Y el tren fue arrastrándose, y salió de la sombra de las viejas y ahumadas acacias de los andenes.

II. Nuestras amistades

...De noche llegamos al pueblo manchego elegido para nuestra residencia. Nadie nos aguardaba; nadie nos conocía, en contra de las promesas del padrino.

Sobrecogiome el silencio y la tristeza del lugar. En el espacio negreaba la fantasma de la torre con su fanal en la altura, guía de andariegos, de ganados y yuntas; su luz melancólica parecía una lágrima desprendida de la gloria.

Por la mañana corrí el pueblo; vi que era grande, y de día también silencioso. Las calles, largas, empedradas rudamente, tenían soledad y aire de campo; las formaban dos, cuatro casas viejas y encaladas, siempre alguna con escudo de piedra verdosa en el dintel; y luego todo eran ya tapias de corrales, donde se recogían los mozos y mulas de labranza, que llegaban, al acabar la tarde, arrastrando el arado con mucho estruendo. Los gorriones saltaban y picaban descuidados como en senderos desiertos. Era lugar de hidalgos y labradores. En la cercanía estaba el campo, fresco, verde, de huertas y alamedas; después seguía majuelo y la rojiza inmensidad de las sembradas hazas bajo un azul raso, obscurecido, de tiempo en tiempo, por el reposado volar de las grajas. Frente a la iglesia parroquial se abría el paseo con olmos, tablado para la música y bancos para solearse los mendigos. A espaldas del templo vivíamos nosotros. Las sombras de sus muros apagaban nuestra casa; sólo por la mañana penetraba la alegría del sol. Desde la reja de mi cuarto oía yo las voces de los cincos misarios y campaneros, el órgano, el canto llano del coro. Los entierros pasaban todos delante de nuestro portal, y como las campanas doblaban por ricos y menesterosos, creíamos vivir en un eterno día de las Ánimas. Mi madre siempre estaba rezando padrenuestros por difuntos. Muchas veces cerraba yo mis libros o interrumpía las obras de un palomar que me estaba labrando en el patio, patio enorme y rudo, orillado de matas de dondiegos, y seguía a las gentes de los entierros. Acometiome un invencible prurito de ver muertos; y como nunca los conocí vivos, cuando en el cementerio destapaban las cajas no me despertaban ninguna idea o memoria de dulzura, de enojo, de mirada, de vida. Los muertos eran, para mí, ésos, los desconocidos. Parecíame que siempre debieron estar así: enlutados, rígidos, con las manos cruzadas apretadamente.

Del pueblo sólo trataba entonces a un hombre de bien y miserable, cuya casa estaba frontera a la nuestra; y a un caballero rico y tacaño, seco y viejo que traía peluca azafranada y gafas verdosas. De aquél fui amigo porque ayudome a dolar las maderas de mi palomar, y le dio mi madre ropas mías y antiguas para su chico. Pasé a la confianza del hidalgo porque le devolví un ganso que se le había escapado, saltando por la leña amontonada de su huerto-corral, paredaño del nuestro.

Muy temprano salía, con su parda anguarina y gorra de piel, recorriendo sus bodegas y solares. Me saludaba con mucha complacencia.

Al poco tiempo de nuestra llegada, la esposa del caballero habló con mi madre a la salida de la parroquia, y la amistad se hizo muy solícita.

Doña Francisca, que así se llamaba la señora, aunque había pasado de la mocedad, parecía hija del señor Requena, su marido. Vestían luto de rigor por un hermano de él, cuya herencia aumentó su caudal.

La señora era alta, rubia, muy blanca, sin mudas ni artificio alguno; y más de una vez, al ceñirse o volársele el manto, descubrí lo elegante y brioso de sus formas. Tenía verdes los ojos; la boca, gruesa y siempre húmeda; la risa, fácil y sonora, y el enojo, también, según las voces que daba a las criadas y aun al señor Requena. Decían que era impresionable, antojadiza y piadosa.

El matrimonio no tuvo hijos, y bandadas de sobrinos del marido aojaban y acechaban la salud del tío. Dona Francisca les aborrecía; decía que eran señoritos baldíos, llenos de vicios y ruindades.

Cuando visitamos al matrimonio, hasta los criados nos hicieron su cumplimiento y agasajo. Doña Francisca nos enseñó la casa; era muy anchurosa y rica; el mueblaje, rancio y entreverado de lo moderno. Nos mostró hasta el cuarto de baño, todo blanco, de reluciente estuco y zócalos de mármol; la pila, de porcelana; las llaves del agua y el aparato de ducha semejaban de plata, y el tocador, un trono de blancura y resplandores; las paredes, con grandes lunas opuestas para la entera y refinada contemplación de la desnuda, y, en fin, todo muy oloroso de esencias y lociones finísimas.

Miré a doña Francisca, y, sin darme cuenta, que detuve en el pensamiento de los cuidados y exquisita limpieza que tenía para su espléndido cuerpo.

Es verdad que en mi casa había baño, y que naturalmente soy limpio; pero nuestro baño se reducía a una tina vieja con su cañón para los encendidos carbones. Si nosotros éramos naturalmente limpios, doña Francisca nos aventajaba en serlo, además, con primoroso arte.

Y la idea de la limpieza me llevó a encumbrar a doña Francisca, viéndola como la espuma de todos los hidalgos del lugar. Comparé su lozanía y hermosura con la sequedad y senectud del señor Requena, y la atribuí abnegación de santa.

Enfadábame con mi madre porque no la juzgaba de mi ardiente manera, aunque la quisiese y se apiadase creyéndola mal avenida y hasta enferma.

Una tarde, llorando, doña Francisca sacó de un rico y oloroso armario pañales, ropas, gorritos blancos, leves, primorosos como dulces de monjas, que había preparado gozosamente, todavía recién casada, porque creyose haber concebido; y no resultó maternidad.

Doña Francisca nos hizo la confidencia de que era desventurada. ¡Faltábale un hijo! ¡Qué soledad la suya si el señor Requena muriese!

Doña Francisca, al decirlo, cayó acongojada en los brazos de mi madre. Yo me estremecí de compasión. Después de esto, ¿qué pensaba mi madre de la gentil y atribulada señora? La salud del señor Requena ya me pareció sagrada.

A un licenciado en Farmacia, con quien solía hallarme por la alameda del ejido, le pregunté frecuentemente qué le parecía de la salud del señor Requena. Me dijo que le tenía sin cuidado.

Tales palabras me enojaron mucho; pero las olvidé por el sobresalto que recibí de la noticia que añadió:

El señor Requena padecía mal de asma. Y supe el origen de su enfermedad.

Años atrás, el señor Requena aguardaba en el Casino la hora de cenar leyendo periódicos o platicando con sus amigos. Una noche de invierno que regresaba a su casa, cuando penetró por la negrura que proyectaba la parroquia, saliole un hombre y le pidió que le socorriese, pues estaba sin trabajo, y él y su familia tenían hambre. El señor Requena, apresurando el paso, le gritó con desabrimiento: «Si no tiene trabajo ni dinero, ande y robe».

Pasó algún tiempo y olvidose el hidalgo de su encuentro. Y otra noche, dentro de las mismas tinieblas, el señor Requena se sintió bruscamente cogido de los brazos, y en el pecho le pusieron el cañón de una pistola.

Por la voz reconoció en el salteador al pordiosero, que le dijo: «Suelte usted cuanto lleve; si grita, le mato, y si luego me denuncia, le mataré también antes de que me prendan».

El señor Requena no resistió; y entregó dineros, reloj, botonadura y hasta el anillo nupcial. Llegó a su casa enfermo, y sólo dijo el lance a doña Francisca.

Ya estaban acostándose, cuando se escucharon recias aldabadas. Abrieron el postigo, ladraron los perros, y la voz del alguacil avisó que luego se presentase en el Juzgado el señor Requena. El cual, imaginando espantables peligros y protestando de la violencia que con él cometía la Justicia, sin miramientos a su condición de rico caballero, obedeció el mandato. Hubo de ir en su galera y acompañado de un criado.

Recibiole el juez con mucha severidad, en su estrado. Y desde allí le dijo:

—Acérquese, señor Requena. ¿Conoce usted esta bolsa?

Y el juez presentole una larga, de seda verde, con anillos de plata.

Negó el amedrentado hidalgo, jurando que no sabía cuya era.

—No jure, no jure —decía el juez—. Esta es su bolsa. Y ahora cuente sus dineros.

Las trémulas manos del viejo palparon todas sus monedas; la suma estaba cabal.

Mostrole el magistrado el reloj, la hermosa leontina, la sortija de boda. El señor Requena trasudaba; y ya iba a tomar sus bienes, cuando recordó la amenaza de muerte.

Entonces moviose el rojo repostero del dosel, y apareció el nombre de las tinieblas, que, altivo y bizarro, acusó al caballero de mandamiento de robo.

El señor Requena, afrentado y rendido, recibió muy severa amonestación de la Justicia; y prometió al generoso hombre un jornal vitalicio.

Me dijo el farmacéutico que el hidalgo daba graciosamente esa pensión sin cambio de trabajo, por no ver al pensionado, cuya muerte codiciaba. Del susto quedole asma al señor Requena.

Pues el conocimiento de este lance todavía hizo que doña Francisca me pareciese más amable y meritoria viéndola enlazada con tan miserable varón. ¡Lástima de cuerpo tan limpio y hermoso!

Doña Francisca nos visitaba con frecuencia, y me miraba y hablaba tímidamente; ella y el señor Requena se pasmaban de que yo viviese tan apartado, sin bullir ni zahorar con los señoritos del pueblo. Preguntáronme qué edad tenía. Contestó mi madre que pronto iba a cumplir los diez y siete.

—¡Ya diez y siete, bendito Dios! —dijo doña Francisca mirándome todo—. ¡Y es como una novicia de inocente!

Yo me sofoqué por el recuerdo de mis pecados y por la mirada de la señora.

III. El pecado. La ventana del muerto

Algunos días paseaba yo con el señor Requena. Íbamos a sus majuelos. Siendo él el rico, y doña Francisca la pobre, hasta cuando la mentaba mostraba sumisión.

A su lado, pensaba yo involuntariamente en las intimidades del matrimonio; y no lograba imaginarme al señor Requena besado por doña Francisca; y sí que se besarían y todo.

Una tarde, asomados los esposos a la solana de su comedor, que colgaba encima del tuerto, me sorprendieron remendando el cobertizo de mi palomar.

Nos saludamos; y doña Francisca me dio el parabién, porque el alcahaz resultaba muy lindo. Pidiome que le trazase y dirigiese otro para sus palomos, que andaban libres por los desvanes de su casa, picando las frutas de cuelga y cometiendo otras demasías.

Le prometí que después iría, para escoger el sitio más acomodado y hacer el dibujo.

Y doña Francisca exclamó riendo:

—¿Después? ¡Pero, bendito, si está ya dentro de nuestra casa!

¡Señor, era verdad! Atraído por sus ojos y el goce de su decir, Había pasado de mi patio a las bardas de la corraliza de Requena.

Me sonrojé imaginándome que iba a saltar furtivamente la tapia porque dona Francisca me esperaba para llevarme a su blanco baño y bañarme.

En seguida rechacé tan fatuo desatino. ¿Y era posible que el pensamiento de la pulcritud de doña Francisca y el candor de un palomar avivasen mi dormida concupiscencia como la ponzoñosa palabra de Bellver? ¿Iba la inocencia a conducirme al pecado, como por la malicia de otros perdí la gracia de amar altamente a Elena, suma precisa de lo inocente y puro?

Me distrajo la cálida voz de doña Francisca.

—¿Le da miedo saltar? ¡Aguarde, aguarde que Requena le ayude!

Obedeciendo el marido, quitose del balcón. Pero yo me descolgué con mucha gallardía.

Con mucha gallardía; me lo dijo doña Francisca. Y cuando llegué bajo su mirada, la recibí larga y deliciosa, con una sonrisa que descubrió sus dientes blanquísimos y menudos de criatura.

En tanto que ocurría el venturoso trance, el señor Requena abrió las puertas de su bodega. Los dos subimos. Un espejo de la antesala ofreció juntas nuestras imágenes: Requena, decrépito, doblado, lacio; yo, brioso, fuerte, alborotados los cabellos, desnudos mis brazos y mi garganta. ¡Ay, cuánta presunción, y comparándome con el señor Requena!

—¿Está usted sudando? ¡Venga, venga aquí, que el aire de la Mancha es muy traidor!

Y doña Francisca me llevó al codiciado baño.

Pero, ¿es que doña Francisca determinaba desnudarme y bañarme?

¿Había adivinado, por brujería, las promesas que imaginé subido a las albarradas de su tuerto?

No. Doña Francisca lo que hizo fue darme un frasco de colonia para que yo me friccionase la nuca, la frente, el pecho; y el señor Requena me enjugó.

Yo, mirando la lustrosa pila, grité, aturdido como un muchacho:

—¡Ahora mismo me arrojaría dentro para que me cayeran los chorros de agua helada!

—Es locura, Antón. Helada y caliente. ¿Quiere bañarse?

—¡Por Dios, doña Francisca! —dije sintiendo una hoguera en los ojos.

Salimos al comedor.

—Descanse ahora, que ya bajaremos al huerto a medir el solar de su obra.

Me sirvieron mantecadas de Manzanares y un vino rancio, espeso, dulce como una miel de higo, que derramó por toda mi sangre una dulcísima llama. ¡Qué inefable alegría la de mi vida entonces! No era alegría ruda y envilecedora, sino de una sensualidad afirmativa; alegría de exaltación, sintiéndome amplio, asomado sobre mi propia vida. Todo me parecía bueno y hermoso, hasta el señor Requena. El cual, agradecido de mis alabanzas, explicome que de este generoso vino sólo bebía en casa doña Francisca, y de fuera nada más lo había catado un señor arcipreste de Ciudad Real, que predicó una Cuaresma, y un joven notario de Malagón; y que el vino procedía de una venerable candiotera ya guardada y estimada por sus abuelos.

Al refrigerio me acompañaba doña Francisca. Yo, arrebatado, troqué la copa, y posé mis labios en la fina y deliciosa humedad dejada por los suyos; y ella me miró, y al mirarme, bebí la embriaguez de sus ojos.

Conversábamos de los campos de Murcia, de mi infancia de colegio; celebraba el señor Requena mis muchos estudios; y aquí estábamos cuando se presentaron dos de sus sobrinos, flacos, descoloridos, muy zalameros.

Casi sin atenderles, prosiguió el matrimonio requebrándome; y la señora, con vocecita infantil, pidió que me quedase a cenar, y, alzados los manteles, acabaríamos el asunto para el que fui llamado.

Salí gozoso a decírselo a mi madre.

Cayeron de lo alto de la parroquia tres campanadas zumbadoras, y pareciome verlas como tres barras de hierro desprendiéndose pesadamente. En seguida sonó una esquila ronca, y apareció un monaguillo con sobrepelliz y el fanal del Viático; y luego, el sacristán, que traía el paraguas bermejo, y el señor vicario, con el paño de hombros torcido, murmurando oraciones latinas, como si estuviese enojado. Las mujeres sacaban candiles y velones encendidos a los portales y ventanas. Las rapazas, cabalgándose a sus hermanitos en sus lisas caderas, corrían gritándose y rodeaban al clérigo. Todos invadieron la casuca de mi vecino pobre. Pasando junto a la reja de la sacristía, vi el arcaz del vestuario, que se quedó con un cajón abierto, la llamita de un cirio doblado, las piernas llagadas, secas y lívidas de Nuestro Señor. El recuerdo de los Ejercicios Espirituales de colegio me ataba a los hierros; pero doña Francisca fue más fuerte, y me aparté.

Mi madre, siempre apenada y devota, había ido a cuidar y alentar al moribundo.

Yo quise volverme a mis delicias, pero mi misma alma me acusó. Agonizaba el artesano de mi palomar, el hombre humilde y bueno que me acompañó en los días solitarios, y yo le esquivaba por mis perversiones. Y sentí miedo y más ansias de goce.

Me acerqué a su portal y pasé. Una cortina blanca caía delante de la alcoba, y en el lienzo se movían las sombras del señor vicario, del acólito, de una vieja, de hijos pequeños. Largo y fijo se proyectaba el perfil del postrado.

La gente, amontonada, ondulaba al remudar la rodilla, y el cambio de postura extraía de la carne y de las ropas un agrio hedor de pobreza.

Había empezado la noche, suave, quieta y constelada. Yo trabajé mi espíritu por acercarlo al pensamiento de la muerte y a la compasión del moribundo; y miraba el cielo estrellado de la calle, y recordaba a doña Francisca, y me dije que seguía siendo hermoso el mundo en esos momentos de dolor para algunos corazones.

Suspiraban rezando las comadres; parecían agobiadas y no podían esconder el regodeo de ver en otro la angustia mortal. Un viejo de nuca de cordeles se estiraba para atisbar al agónico, impidiendo que lo viese una vecina preñada. La mujer le miraba con odio todo el cráneo, y se divertía en buscarle y hallarle pliegues de pellejo colgadizo, y se holgaba en el temblor de sus quijadas y en la horrenda quietud de un tumor duro y enorme agarrado a una oreja.

El capellán levantó una hostia pequeñita diciendo:

—¡Señor: yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada!

Se oyó el silencio. Todos aguardaban con ansiedad. Y una voz rota de hipo repitió las palabras de la comunión.

—¡Señor: yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada! —dijo, de nuevo, el vicario.

El enfermo apenas pudo balbucirlas; y el sacerdote dobló su ímpetu, como si quisiera prenderle un contrito fervor desesperado en la tercera vez:

—¡Señor, Señor: yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada!

Y el agónico volcose sobre el cabezal.

Entonces, muchos, se decían mirándose:

—¡Sí que se muere!

—A lo primero, a lo primero, ¡qué firme hablaba! —comentó el del tumor. Y su enemiga le dijo:

—¡Pero se le acabó la cuerda! —Y los dos se sonreían avenidos.

Yo hablé con mi madre, y huí; y cuando llegaba a la casa de doña Francisca, se desprendieron de la torre tres campanadas lentas, que se estuvieron temblando bajo las estrellas.

—¿Cómo vino tan reacio, Antón? —y doña Francisca me quitó con sus uñas de flores las gotas de cera de mis hombros.

Yo, pensando en lo que había dejado, creí haber vencido a la Muerte.

Toda la cena la pasó doña Francisca hablando con mucho donaire de las señoras del lugar. También contó tiernamente los afanes de su marido, que se perecía por el bien de la agricultura y de los braceros, recibiendo tan sólo ingratitudes.

¡Válgame Dios, y cuánta burla hice de mis fantasías! Doña Francisca resultaba discretísima censora de las licencias de algunas damas lugareñas, y lejos de ser esposa desamorada por olvidos seniles y por otros agravios que yo le atribuí al hidalgo decrépito, le mostraba una solicita ternura. ¡No, no había sacrificios en aquel hogar, sino esposos coronados de gratas virtudes!

Me daban quejas de mi silencio. Primero les dije que naturalmente era callado y encogido. Y como porfiasen, les repuse que todavía me quedaba la aflicción de la sombra y del habla de un moribundo.

—¿Un moribundo? ¡Jesús, Antón, que sepamos quién fue! —prorrumpió compungiéndose la señora.

Y según lo refería, iba conmoviéndose el marido.

—¡Habrá sido un mal súbito!

¡Sin ver al desventurado se impresionaban más que yo! Y me avergoncé de las sequedades de mi ánima.

Apenas acabada la cena, quise bajar al huerto. Me abogaba, me pesaba encima del corazón todo mi vecino en su agonía.

Quiso acompañarme el señor Requena. Y me dijo:

—Todo lo dejo que se pierda, para arrancarlo y enlosar los corrales.

Relucía un trozo de luna, afilada como una hoz. En los vallados se acumulaban masas pavorosas de leña.

—¡Es de olivera! ¡Ahí habrá leña desde los tiempos de mi padre!

¡La pobre leña, la pobre leña, muchos años, más de cincuenta, reposando en la umbría del huerto del hidalgo! Yo vi en los rojos bancales de su heredad del llano los vetustos olivos. La canción de los yunteros pasaba muy despacio entre las frondas viejas, por las almantas terronosas. En los troncos rasgados, una miga de tierra llevada por el viento, una simiente caída del pico de un pájaro, criaba una flor. Lluvias y sol y el oreo azul y libre dieron brotes y fruto nuevo de la herida del ramaje amputado que se pudría en los rincones del patio. La pobre leña, hollada y ultrajada por unas gallinas escarbadores, cebadas, ardientes, rendidas a la obediencia de un pollastre que se parecía al farmacéutico que odiaba al señor Requena... Las pobres ramas, muertas, y aun vivían los árboles padres y hermanos. Yo había visto en el cementerio mondar y limpiar sepulturas; y si al extraer y abrir un ataúd aparecía «conservado» el cadáver, me angustiaba que lo volviesen a enterrar. Se me antojaba que había muerto dos veces. ¿Y para quedar así murió? Después, si en el pueblo conocía al padre, hermano, mujer o querida del cadáver entero, y se reían y gozaban, yo me conmovía, casi lo mismo que entonces, mirando las ramas amontonadas y acordándome de las oliveras vivas y dichosas.

—Lo primero que he de arrancar son los cipreses —siguió informándome el señor Requena.

Eran seis cipreses afilados y negros. La lumbre velada de la luna reverdecía los agudos fastigios, y las sombras se prolongaban en la tierra de malvas.

Requena desapareció. Y doña Francisca y yo estuvimos callados, aspirando la profunda paz. De todo se elevaba una vibración amorosa. Palpitaban las estrellas, y el cántico de plata de los élitros imitaba armónicamente el estremecimiento del cielo.

—¿Quiere que subamos? —suspiró dona Francisca muy cerca de mis sienes.

Arriba todo estaba apagado. Las criadas reían en la honda cocina y en el obrador de pastar.

—Esperaremos a mi señor Requena en mi sala. ¡En el comedor, no, porque es muy grande y me da miedo! ¿Se ríe de mí?

¡Oh, doña Francisca hablaba como una doncellita que viniese de la costura! Quise contestarla, y no pude, desfallecido de tanto quererla.

—¡No me asuste, Antón! —y sentí la tibia fragancia de la mujer, envolviéndome todo como si fuese la noche del huerto. Incliné la frente, y la noche de carne recibió mis primeros besos de voluptuosidad.

...¡Mía doña Francisca! ¡Mi vida se embebió del sabor de la suya! ¡Y yo prorrumpí, yo subí del abrazo carnal a una contemplación amplia y dolorosa, como la mata engendrada de la tierra crece y asciende y abre flores besadas por lo inmenso!

Aun nos besábamos en los ojos, cuando sonaron pasos de cansancio, y el señor Requena preguntó:

—¿Dónde os metisteis? —Y ya a nuestro lado, dijo—: Pues el bendito hombre ahora acaba de morir. Dios lo perdone como yo le perdono su bellaquería. Hace una noche caliente... ¡Esta Mancha, esta Mancha no hay quien la entienda!

En aquel instante clamorearon las campanas por mi vecino.

Miré a la torre, que asomaba su negrura sobre las casas, y la lucecita de su faro se me quedó mirando.

Y salí entristecido. ¿Sería por los malos dejos del pecado? Pero es que no los sufrí hasta la llegada del señor Requena.

...En la casuca del muerto había una ventana abierta; y la luz se vertía y trepaba por las paredes. A la claridad acudieron, como libélulas, niños que hablaban despacito y se ayudaban para encaramarse y mirar.

—Yo no le veo la cara.

—¿Por qué le han atao los pies?

—Oye: le han puesto un cacho de pan encima.

—Es para que no se hinche.

Una niña rubia, delgadita, les escuchaba, pálida de avidez; su frente recibía la claridad del cuarto. No miraba nunca dentro. Apareció un chico rollizo; y todos le buscaron. Era hijo del muerto. Le miraban, le preguntaban, le rodeaban sumisos y buenos. Y el huérfano admitía gravemente la privanza de los amigos, que siempre se le habían burlado porque era tartajoso.

—¡Esta le tiene miedo a tu padre!

Y la niña, blanca, percibió el peso de la mirada fuerte, altiva y larga del huérfano.

¡Qué débil, qué frágil se sentía ella! No podía mirar dentro, y temblaba de ansia de mirar, pero, ¡y los pies del muerto, y el trozo de pan sobre el vientre, y el pañuelo negro, con una punta, un pico levantado por la nariz del cadáver...! ¡Si ella mirase, lo vería todo siempre!

Entraban y salían vecinos, labradores, artesanos, un perro vagabundo y hambriento que se escapó aullando.

Dos hombres que pasaban se decían:

—¡No hay remedio!

—¡Ya tendrá descanso el señor Requena!

Y les pregunté; y supe que mi vecino muerto era el pensionado del hidalgo.

De tiempo en tiempo, se veía en los muros de mi casa, bañada de lumbre de cirios, la silueta agrandada y espantosa de una vieja. Los chicos se fueron, y el huérfano postrose en el peldaño de su portal. Los amigos se llevaron la tristeza que halaga y mitiga, la deleitosa lástima que el huérfano sentía por sí mismo, y sólo le quedó el pesar en su crudeza y verdad. Era su dolor más pobre que antes, y ¡oh Dios! padecía más ahora. Y lloró en su abandono, y llorando contemplaba la sombra de un cuerpo postrado y la ventana siniestra; y sintió miedo. Y su miedo le arrebataba el dolor por el padre muerto.

No amaba, no lloraba; todo lo temía... Y sólo le acariciaba el recuerdo de la niña delgadita y rubia, de boca trémula, de ojos ávidos y asustados, con una gota de las luces del cadáver cayéndole por la frente. La soñé. La soñé llorando; y sus lágrimas escaldaban mis ojos...; la aparté para mirarla al claror de las velas, y la niña se transfiguraba en Elena, que huía para siempre de mi vida.

IV. El capitán de la Guardia civil

...Amaneció el último día de mayo, transparente, lleno de lumbre, que caía como un rocío en lo íntimo de los sembrados, en los árboles, en las hierbas de las calles; todo se recortaba fresco y encendido.

Muy temprano marchose mi madre con una familia amiga que celebraba fiesta religiosa en el ermitorio de su heredad.

Quisieron que yo fuese; pero me negué. Yo no podía apartarme de doña Francisca, «contento —según confiesa San Agustín— de verme atado con recias y fuertes ligaduras, para ser luego azotado y herido con varas de hierro ardiente, que esto son, para quien ama, los celos, las sospechas, las iras y contiendas».

Y en esa mañana de mayo, tan limpia y gozosa, que yo me preguntaba si era posible que alguna criatura exhalase un grito de desgracia, un sollozo, un gemido de aquella sinfonía dolorosa que oyera Guyau en sueños, arrebatado por el ala de un arcángel; en esa mañana que hasta la torre apagada y decrépita de la Parroquia, besada por el azul, tenía la espiritualidad de los ancianos que sonríen ante la dicha de los niños, me hirieron esas varas de fuego que dice el santo obispo. Pero, ¡oh Señor!, ni el goce ni el padecer me invadía o asaltaba de modo supremo ni con grandeza trágica.

Mi vida no ha sido ese delgado estambre de que hacen mención los poetas, sino un tejido trenzado por una mano pálida de reina y de santa, y la mano gorda y peluda de un mesonero, de un enanogenio de la villanesca. Y aquel día primaveral no fue el Destino quien flageló mi corazón, según suele hacer con los héroes románticos, sino un capitán de la Guardia civil, grande, roblizo, de faz bruñida como un etíope, sonoro de resuello y de espuelas.

Yo salí, cantándome y vibrándome en toda mi sangre el alborozo de la Pascua de los campos.

Venía la deleitosa hora del baño, mientras el señor Requena platicaba con sus cachicanes y contendía de precios de caldos y granos con tratantes, en el escritorio que estaba en las bodegas.

Al principio de mi felicidad en su casa me inquietaban remordimientos, comparando mi falacia con la ternura del hidalgo. Los razoné y decidí rechazarlos. Yo no escarnecía al señor Requena porque no me regodeaba en su mal ni lo comenté, ni lo pensé nunca con ningún linaje de regocijo. Me parecía que doña Francisca fuese mía nada más, y el viejo hidalgo, su rodrigón o ayo.

Que yo pasase mucho rato con ella en su sala, lo estimaba el esposo por merced y fineza mía, pues siendo yo tan mozo, amenizaba la soledad de doña Francisca, privándome de holganzas y zahoras con amigos.

Es lo cierto que el señor Requena me hacía todas las mañanas un buen acogimiento, y en la que antes dije, me sonrió demasiado alzándose las gafas verdosas sobre la frente. Y yo subí desbordando de alborozo y ansiando transfundirlo en doña Francisca, tan placentera y mía.

Desde la ventana del baño alcanzábase un trozo de paisaje. Y como yo disfrutaba la preeminencia de deudo dilectísimo, prometíame entrar seguidamente en la pulcra estancia, y gozar de la visión campesina desde la delicia del agua dorada de sol. Cerca del comedor me hallaba; y de súbito salieron a mi encuentro las risas de doña Francisca y una voz nueva.

Las negras manos de Baltasar, que en tiempos remotos estuvieron a punto de estrangularme, las sentí esa mañana ciñéndome angustiadamente toda mi vida. Y no por el acento del hombre, sino por las risas de «ella». Las risas de doña Francisca sonaban desmayadas, en ondulación de caricia; eran iguales que las que yo escuché en nuestros coloquios; tan exactas, que durante un momento tuve la duda de los límites de mi persona, de que yo no fuese yo, porque yo estaba dentro, al lado de doña Francisca. Y fui desaladamente.

No era yo el que bromeaba con la gentil señora, sino un capitán de la Guardia civil.

Insinuó el militar la cortesanía de levantarse; mas doña Francisca le contuvo diciéndole:

—¡Bendito Dios, si es como de casa! —Y volviéndose a mí pronunció suavemente:

—¿Qué novedades cuenta el buen Antón?

¡Buen Antón! ¡Novedades! No pude hablar. Me senté como un seminarista, teniendo mi sombrerito entre las manos, y los hinojos juntos. Mi silla era pequeña, y por su humildad aparentaba yo mayor encogimiento y torpeza. ¡Y en mis entrañas rodaba bravío, inmenso, un torrente de hiel! ¡Oh, el señor capitán! El señor capitán bebía de un trago, sin paladeo, soldadescamente, con sed, el rancio vino de la sagrada candiotera. No me ofreció mi copita doña Francisca.

Oyose el rebullicio de los sobrinos odiados.

¡Todo, todo acaecía lo mismo que la venturosa tarde que yo salté las bardas del corral ajeno! ¡Cuánto se repiten las sensaciones, siendo o hallándonos, entonces, muy alejados o distintos de nosotros mismos! Al cabo, doña Francisca exclamó:

—Capitán: hoy come usted con nosotros. Quiero que pruebe la alboronía de mi tierra. Y ha de oír cosas muy graciosas de los principales y de las principales del lugar.

No invitó a los parientes. A mí, tampoco, sino que me dijo:

—Vaya, Antón, vaya y enseñe a éstos el palomar.

Me parecía que se me agrietaba de rabia el pecho, y que el corazón fuese a saltar y estrellarse en la encendida boca de doña Francisca. Salí sin despedirme y los sobrinos hicieron las risueñas zalemas a que estaban avezados.

Al señor Requena, que quiso entrarme a su escritorio para que viese una muestra de azafrán cosechado, le volví la espalda. Y quedose lamentando mi mohína.

En la calle se me reunieron mis compañeros. Iba yo pensando si entonces no sería indigno el señor Requena permitiendo que un capitán de la Guardia civil visitase a doña Francisca.

Fue coincidencia que rompieran a reír sus sobrinos.

El uno dijo:

—Antón: nuestro tío se nos quejó de tu ingratitud, ¡después que se portó contigo tan amorosamente!

Y el otro añadió:

—Y el muy ribaldo le dio por consuelo: ¡Ay, señor tío, qué mundo! ¡bien dicen: después de aquello, apaleao!

Y me abrazaban mirándome, y mirándose.

—¿Cuánto, cuánto tiempo estuvo su merced en la gracia, buen Antón?

Yo fui tan simple que me quedé meditando el cómputo; y suspiré:

—¡Pasaba de seis meses; pasaba!

—Pues ganó al señor notario de Malagón, y a nosotros, y a todos. ¡Mire qué galán! Para el propósito de nuestra señora tía con un mes basta; y aun creemos que todo sobra; pues parece que si nuestro tío está ya caduco, la doña Francisca es machorra. ¡Veremos el comportamiento del señor capitán!

¡Comportamiento! ¡Y el armario de ropitas blancas y pañales! ¡Oh, yo no había sido admitido por enamorado, sino por lo que hacen en las dehesas algunas especies de fortaleza generosa!

¡Y yo que amé a doña Francisca por limpia, y un palomar que originó la andanza...!

V. Salida de la Mancha

...El día de la Inmaculada, mi madre amaneció muerta. Estaba enferma del corazón. Mujer santísima, dulce y callada, murió en silencio y sola... ¡Yo estaba a su lado, y no pudo verme, no pudo llamarme!

Mis paseos al cementerio, detrás de los entierros, me habían encallecido la emoción de los muertos. Hasta entonces yo sólo pensé en los muertos. Mi madre me hizo pensar en la muerte.

Mi dolor y abandono, y los libros místicos y románticos, me redujeron a mi interior, y en mí mismo hice asilo y refugio.

...No ocultaré que algunas veces me cercaba el recuerdo de aquel amor soez y mentiroso, que yo gusté sediento y por el que me creí elevado a la comprensión de toda hermosura. Pero al mirar su vileza y escarnio, yo me dije con Marco Aurelio: «Tú, ¡oh alma mía!, te deshonras a ti misma; te lo vuelvo a decir, te deshonras a ti misma. ¡Ni piensas que no tendrás tiempo de adquirir aquel subido honor que a ti misma te debes!».

...No me dejaba el anhelo de ser amado. Creía ver la figura de Elena, enlutada y llorosa como se me apareció en mi sueño; mirándome en lo hondo del corazón... Era uno de los instantes que tejía mi vida la mano blanca y leve de princesa o de santa.

Yo no podía resistir la soledad de mi casa grande, vieja y helada. Me conturbaba ruinmente la visión del señor Requena, con su anguarina y gorra de piel, soleándose por su corral abandonado.

...Y la del alba sería de un día de marzo, cuando salí, bien apercibido de los dineros que me quedaban, de aquel lugar de la Mancha de cuyo nombre tampoco quisiera acordarme y nunca se me olvida.



III. Elena

I. Después

...Siete años estuve en Madrid, pasando constantemente del bullicio y del amor placentero al recogimiento de la meditación y castidad. Las abrasadas espadas del pecado y del dolor encendieron y llagaron mi espíritu. He sentido las inquietudes, las imprecisas ansias de costosos ideales sin fijeza. Desconfié de mí mismo. ¿Qué apetecía yo, Dios mío?

Llegué a preguntarme si no hubiese sido un hombre fuerte, bueno y útil con otra idealidad más concreta y reposada, fundando hogar, gozando de mi sencilla abundancia horaciana, rodeado de mujer y de hijos. Lo dije a mis geniales amigos, y me avergonzaron con sus chanzas.

No; yo no sabía lo que anhelaba. Me hundía en vedados amores, por el impulsivo recuerdo del primer beso de dona Francisca, el beso inicial de seducción, que me mordía siempre, siempre, la carne; y me apartaba arrepentido, y hasta llorando, cuando en los ojos, los cabellos, la boca, las líneas de la figura de una mujer casta y hermosa veía una dulce semejanza con los rasgos casi infantiles de Elena, mi Venus Urania.

¿Es que en mi camino sólo pasé jornadas amatorias?

En el mío y en el de todos los hombres, Amor es nuestro guía, nuestra posada y nuestro cansancio.

Veneraba yo la memoria de Elena, y me sentía besado por doña Francisca.

Tuve trances que me hicieron creer que de la suma pureza procedían mis ansias saciadas impuramente, y que del arrepentimiento y hastío del pecado se originaban mis anhelos de perfección...


* * *


«Querido Antón: antes de que busques la firma para saber quién te escribe, me apresuro a decirte que soy yo: Sebastián Reyes, tu padrino, viejo, solo, rico y necesitado de tu compañía.

Llevo cinco años buscándote. Al cabo, supe que estabas en Madrid, y a Madrid he venido. Si no llegasen a tus manos estas líneas, o no accedieras a reunirte conmigo, pagaré un pregón por las calles o publicaré un anuncio en los periódicos, y, por último, acudiré a la policía valiéndome de mil embustes.

Te aguarda para abrazarte y confesarse, tu padrino,

Sebastián Reyes.

Hotel Oriente.— C. Arenal. No saldré durante tres días para que puedas encontrarme en todo momento. Mi tarjeta, en la taquilla, o tarjetero, o como eso se llame, dice:

SEBASTIÁN REYES
DIRECTOR DEL CRÉDITO AGRÍCOLA DE LEVANTE».

¡Qué atrocidad! —recuerdo que proferí como única glosa.

El camarero del Suizo, Juan, que soportaba una cabeza esquilada v enorme de lego humilde, presentome esa carta en la misma bandeja de mi desayuno, al lado de los dos brioches.

Yo no había pensado en mi padrino desde que salimos de nuestra hacienda murciana; y confieso que acogí con desabrida burla esta inesperada aparición. Quizá tuviese la culpa el pobre recuerdo de la señora Leandra.

Juan me dijo que había traído la carta un señor rollizo y lujoso, que estuvo preguntando por mí, y que, al darle noticias mías, el desconocido resopló de contento y pronunció mucho mi nombre, pidiéndole que le contase más de mi vida.

Pero Juan no pudo darle otros datos que el de mi desayuno, y todavía no eran de mucha certidumbre por mi falta de puntualidad.

No pasaré de aquí sin confesarme agradecido de este buen hombre.

Una mañana de Navidad, mientras desplegaba la rizada servilleta y la tendía en la orilla de mármol, no pudiendo contenerse dentro de su comedimiento, exclamó con asombro, que me supo a ternura:

—¡Pero usted, usted ni en fiestas se marcha al pueblo, al calor de la familia!

¿Había adivinado Juan mi origen y mis gustos de lugareño? Y esta sagacidad, ¿no nacía de desearme un tranquilo goce en casa aldeana limpia, abundante, patriarcal?

—Juan; toda mi familia soy yo...

Y él apartose, y desde lejos estuvo mirándome.

Juan me presentaba una apacible evocación de la provincia. Estuve a punto de llamarle y pedirle que me tuteara, porque me parecía un antiguo criado de mis padres.

...Cuando aquella mañana de la carta acabó su relato, me dijo:

—Ese señor gordo y forastero hablaba de usted como de un muchacho menudo.

Juan me acercaba a Sebastián Reyes. Repasé la carta. No nombraba a la señora Leandra. Y fui en busca de mi padrino.

II. Don Sebastián

Apenas me asomé a su dormitorio, se arrojó, se derribó de la cama cubriéndose con un amplísimo ropón de lana velluda. Parecía vestido de pieles de sus ovejas; y casi le creí un héroe primitivo.

Toda mi infancia, la familia labradora de la barraca, la becerra, los árboles del río, la huerta murciana, me rodeaban sintiéndome abrazado de aquella fiera corpulenta y mansa que lloraba y se reía balbuciendo mi nombre sobre mis cabellos...

Yo, enternecido, me preguntaba si sería verdad que me quisiese tanto un hombre que fue para nosotros algo desamorado, frío, cauteloso.

¡Y estaba en el Hotel Oriente! Mi padre, cuando regresaba de sus tardíos viajes a Madrid, nos hablaba de este hotel, sencillo y austero. Contaba todo lo que había comido; nos decía el abrigo que le pusieron en la cama. Y si se había despertado alguna noche, mi madre, entonces, lo notaba y relacionaba con un súbito llanto mío, ocurrido a la misma hora...

En mis siete años de vida cortesana, pasé frecuentemente por el portal de la fonda; me asomaba; y mi alma veía la silueta de mi padre rodeado de mercaderes ingleses que hablaban de cosechas y precios de la naranja...

...Don Sebastián esperaba con resignación que yo le atendiese; me dio lástima, y me senté a su lado. Y él comenzó de esta manera:

—¡A buen seguro, Antón, que mi carta te habrá llenado de recelos! ¿Para qué te busco, verdad? Debo parecerte transformado. ¡Estoy ancho, imponente! ¿Y tú, te acuerdas de mí? Yo era enjuto, largo, ruin. Mis manos olían a calderilla, a ganado, a muestras de cáñamo, a lejía... La pobre de tu madrina no se hartaba nunca de repasarlo y cerrarlo todo. Pues, ¿y el llavero que traía colgado en la cintura?; pesaba como un costal; y ni a mí, ni a mí me lo confió hasta que le dieron los óleos. ¡No he conocido memoria y desconfianza como las suyas! Prestaba dineros a toda la huerta, y no apuntaba un número ni un nombre; corría todos los caminos y sendas apremiando a los vencidos sin otro juez, fuerza y documento que su bravura, sus gritos y su llavero. Ganó ella más con sus logros, que yo con mis embarques de reses. Me pasaba la noche contando la calderilla de los réditos y de sus cambios. La temporada de los gusanos de seda se nos entró un caudal en la casa. ¡Tenía que ver con todo! Once duros que le debía el capellán de la partida, el del ermitorio, se los cobró llevándose la casulla que le regalaron tus padres, y un cordero que tú le diste. De vuestro viaje a la Mancha tuvo ella la culpa; ¡Dios la haya perdonado! Ella y yo... Yo veneraba a tu padre, porque era muy bueno y liberal, y a tu madre, porque era una santa, porque era muy hermosa y muy señora. En hablando ella, ya me tenías tembloroso, porque se me antojaba que se iba a romper como un cristal muy fino. Siempre la presentaba a todos de modelo de crianza, de dulzura, de lo mejor del mundo. Mi mujer enfermó del hígado. Y, aunque tu madre jamás le pidió nada —¡qué había de pedirle!—, ¡mi mujer la cobraba cada día unos intereses más fuertes de celos!

Y don Sebastián se reía y meneaba la cabeza con una desdeñosa lástima de la esposa muerta y de sí mismo. Luego, humillando los ojos, recatándose y hundiéndose entre los pliegues felpudos de su manto, prosiguió:

—Vergüenza me da lo que sigue... y hay que contarlo. Mi mujer, decía: yo estoy seca, abrasada, vieja y enferma... Cuando yo falte, te espumarás, te harás señor; y aun te casarás...

Por entonces murió tu padre. Después te trajeron del colegio. Tu madre me pidió que le aconsejara; que me encargase de vuestra hacienda. Y yo, que hubiese sido un perrazo leal de aquella noble señora, la engañé con mis miedos embusteros de ruina por su desamparo. Me fingí desagradecido, olvidado de la protección y confianza de tu padre, sin las cuales yo nunca habría salido de mi pobreza de cuna... Hice que os fuerais a la Mancha para que cuidarais de cerca lo poco que allí os quedaba, y me malvendierais la abundancia que teníais en la vega... ¡La Leandra! ¡La Leandra y yo, qué caray! Lo que mi mujer sentía por tu madre ya no eran celos, sino una rabia que la iba socarrando y consumiendo. Perdónala. ¡Es que yo me apartaba de donde tu santa madre pisaba, para que mis pies no ofendiesen ni borrasen la huella de los suyos! ¡Y ya ves! Pues a ti, a ti te miraba yo como un niño príncipe. Y, sin embargo, Antón...

¡Yo sonreía oyendo la palabra príncipe al lado de mi nombre Antón!

...Y, sin embargo, Antón —repitió don Sebastián confuso y enrojecido—, insté, apresuré vuestra marcha, y por mandato de Leandra, y quizá porque sin darme cuenta obedecía también mis bajos impulsos, hice negocio con vuestra inocencia y abandono, y os di doce mil duros por las huertas, la casa, los ganados; doce mil duros que a los dos meses había ya recogido de la fruta pendiente de vuestros naranjos y del cáñamo, todavía en el bancal... A los tres años llegaron unos ingenieros franceses que necesitaban más de una legua de tierra para fábrica de abonos y destilerías. Y me mercaron vuestras fincas. ¡Trescientas mil pesetas me dieron! Cuando descargué sobre la mesa, la mesa de la cocina, aquella fortuna, que no era mía, Leandra, toda enfurecida, me dijo: «¡Si pides cien mil duros, cien mil duros que te dan! ¡Esos pantalones que traes me los debí de coser yo para estas piernas!». Y se golpeaba las rodillas y le resonaba el llavero. Mi mujer cortaba y cosía mi ropa. Pues, tenía razón. Aquella gente extranjera necesitaba, ni más ni menos, que lo vuestro, por la fuerza del río y la cercanía de la estación de Almotaceña...

Esta última rabia de la codicia de la Leandra me impulsó a ser honrado. Y os escribí. Pero me devolvieron la carta. Tu madre había muerto, y de ti nada se sabía. Murió mi mujer. Ya es hora de que a la pobre le dedique algunas buenas palabras. Nada hay en el mundo que sea ruin del todo y que no dé provecho. Lo digo, porque de la avaricia de Leandra y de mi vida obscura de mercader se me despertaron unos propósitos virtuosos. Socorrí a muchos de los perseguidos por tu madrina; y viéndoles y habiéndoles, me dieron, en pago de la dádiva, la idea de ampliar el beneficio, sin daño de lo mío, que no era mío, porque lo tenía en depósito para ti. ¿Me entiendes? Pues, bueno: los dineros que yo prestaba liberalmente parecía que me mirasen prometiéndome otros. Aquella rica comarca, que produce tres y cuatro cosechas al año, era de pobres y de señores empeñados. Visité otras regiones de la provincia, y en todas vi gentes agobiadas por usureros que me recordaban a mi Leandra. Y me dije: Aquí hay un negocio seguro y decente fundando un Banco agrícola misericordioso, pero justo. Yo quería ser bueno; santo, no es posible, ¿verdad? Tenía quinientas mil pesetas, y junté dos veces más entre ciento veinticinco accionistas; de ellos, veinte de los anteriormente socorridos. —Te advierto que se me presentaron por su voluntad—. En menos de dos años establecimos seis sucursales. ¿Te cansas? Acabo pronto. Pose la dirección y mi residencia en la capital.

El negocio floreció; yo engordé, pero por dentro me mustiaba la cavilación de encontrarte y reparar lo pasado. Mira: acabadas las horas de oficina, subía a mis habitaciones, y no podía gozar de mi holgura. Las butacas, las alfombras, los espejos, más que nada los espejos; mi cama, con dosel y todo; la mesa del comedor, cargada de porcelana y plata, me decían lo mismo que los ojos de los criados vestidos de negro —te advierto que van vestidos como yo—; me decían que estaba cometiendo la más grande de las bellaquerías. Y todo reclamaba tu distinción, tu mocedad, tu presencia, que justificase mi fausto y me quitase la pesadumbre. Y pensé: dentro de mi miseria pude encontrar un financiero rodeado de respetos y halagos, ¿y no he de averiguar el paradero de Antón Hernando, que es empresa más fácil y más noble que la otra? ¿No era infame mi descuido? Me dije que sí; y en seguida me marché al pueblo manchego. Te juro que lloré mirando vuestra antigua casa.

Fui preguntando, preguntando. Me recomendaron que visitase a una señora que, por haber sido vecina vuestra, quizá pudiera darme noticias. «¡Sí, sí, Antón Hernando! —dijo—. ¡Bendito Dios! ¡Un niño pícaro y desengañao...! Muy hermoso se marchó, pero no sé dónde; tal vez mi Requena lo supiese!». Y su Requena ya estaba pudriendo tierra. Volví desalentado. Comenzó a atormentarme la idea de que hubieras muerto; de improviso la repudié, con tanto ímpetu, que esa fe misma era prueba firmísima de que vivías. No podías haber muerto, no queriéndolo yo, de la manera que yo no lo quería. ¡Sólo viviendo tú, era posible que yo lo creyese así! ¿Me comprendes? Todos mis corresponsales recibieron el encargo de enterarse si en sus pueblos vivía algún joven de tu nombre. Todos mis amigos de la ciudad supieron que yo tenía y buscaba un ahijado. Por las noches os soñaba a ti y a tu madre. Hasta que una mañana leí tu nombre en un periódico madrileño. ¡Y aquí me tienes! ¡Te he buscado en las redacciones, en los cafés y círculos donde imaginaba que pudieran conocerte! ¡Y ya estamos juntos, ya estamos, Antón! ¡Y no te suelto aunque me apartes a patadas, como al médico de la huerta...! Ya me tienes y ya te tengo. Piensa que soy viejo, que todo es tuyo; es decir: casi todo; ya te mostraré los documentos...

Esta última advertencia acabó de probarme toda la fidelidad y sencillez de sus palabras y de sus propósitos.

Luego retirose para vestirse. Y a poco salía transfigurado, majestuoso, con sus botas inmensas de charol, el rozagante aleteo de su chaquet, de una elegancia franco-argelina; la botonadura de monedas de oro, y en la pechera, una perla desnuda, pudorosa, sólita. Tenía mi padrino una presencia magnífica y senatorial; avanzaba gallarda y patricia la línea de su tórax, fundiéndosele con la majestad de su vientre. Era su busto macizo y espléndido, digno de sentirse cruzado por las bandas más vistosas y de refulgir de placas, lazos, veneras, grandes cruces...

III. El vapor de Palma

Nuestra casa estaba enfrente del mar. Muy temprano me abrían los postigos de mis balcones; y acostado miraba la gloriosa mañana del Mediterráneo. Yo viajaba en todos los barcos que veía, y todos llevaban la ruta de Palma... Nunca me cansé de seguir el vuelo de las gaviotas; algunas subían solemnes y serenas; en lo alto, debían sentirse delirantes de tanto azul; por las tardes, envueltas de sol, se entraban sobre las aguas, buscando los remotos peñascales de su nidal.

Mi padrino se reía de mi insaciable contemplación. «Yo en el mar no veo sino agua salada». Y para demostrármelo y confirmármelo miraba un rato con mis catalejos... Y obstinábase después en cerrarme los ventanos para que siguiera durmiendo. ¡Qué lástima que cubriese su rudeza con el pesado paño de su levita financiera!

No sabía qué inventar para regalarme y complacerme. Yo, por halagarle y corresponder de alguna manera a sus cuidados, me hice espontáneamente su secretario. Siempre que le presentaban alguna carta dictada por mí, don Sebastián salía a las oficinas voceando que todos tomaran enseñanza de aquellos escritos ejemplares. «¡Si estudiasen ustedes antes de querer ganar dineros!».

Luego sucedía que no aprovechaban mis cartas. Era menester rehacerlas. Y tuve que dejar mi oficio y entregarme de nuevo al ocio de las gaviotas. Así se restableció la justicia herida y la disciplina quebrantada por las alabanzas de mi padrino, que lastimaban a los sumisos empleados y entorpecían la correspondencia de la Dirección.

La ciudad era grande, jovial, tan luminosa, que parecía tener un sol para ella; y la tierra, de un color dorado de fruto maduro, cuya miel se derramaba en el ambiente. En los campos de la cercanía se apretaban los huertos y casas de placer. Lejos, semejaba que el cielo se plegase: eran montes azules, de gentiles contornos, tan delgados y vaporosos, que, mirándolos, sentía miedo de que una blanda brisa los rompiese.

Al principiar el crepúsculo, la ciudad tornábase toda de oro; parecía un pueblo santo, muy antiguo.

Salía yo a esas horas con mis amigos. Eran muy descuidados, optimistas y maleantes. Si sentían alguna tristeza, el buen sol levantino las alumbraba trocándolas en dulces ironías. Al menos, fuera de casa.

Ganado de su alborozo llegué a exclamar: ¡Qué engaño el mío, Señor! ¡Apenas asomado a la orilla de la vida, retrocedí temiendo en todo armadijos y peligros. Y en toda la vida veo que florece una perdurable sonrisa de lenidad, de indulgencia!

Y contando aventuras, vine a referirles la de doña Francisca.

Como no podía faltar en el ruedo de mis nuevas amistades un varón filósofo, éste, cuando acabé mi relato, me dijo:

—Hernando: no le pese lo que aquella hermosa señora hizo de usted por conseguir un hijo. Crea que no fue burla. Lo del capitán de la Guardia civil lo considero muy justificado; porque yo soy de los que afirman que todo amor no es más que un medio encubierto y hábil de alcanzar eso: el hijo.

Recitó muchas doctrinas y acabó de esta manera:

—¡La especie, la especie! La señora doña Francisca es un símbolo.

Entonces, los amigos le aplaudieron y gritaron que les dieran un símbolo.

Yo estaba contento, contento fisiológicamente. Pero algunas noches, mientras mi padrino repasaba cifras bajo su lámpara, que tenía la hechura de un cuello de ave fabulosa grifada, me retraía en mis balcones, y delante de la soledad de las aguas negras y trágicas, o vestidas nupcialmente de luna, iba sintiendo una purificación dolorosa de mi alma.

La mañana de un domingo vi salir un vapor blanco, fino, gracioso. Al dejar los morenos brazos de los muelles, su sirena, como una dulce nota de armónium, rasgó el silencio.

Don Sebastián, que estaba mirando con mis prismáticos, murmuró:

—Ese es el correo de Palma...

—¿De Palma? ¿Ese barco va a las islas sagradas? —exclamé levantándome arrebatadamente.

—¿Sagradas las islas Baleares?

Pero yo le había tomado los anteojos para contemplar la nave santa: ¡las manos de azucenas hilaban mi vida!

Burlas, disipaciones, lascivias y todo lo grosero se me presentaba bajo la forma carnal de doña Francisca. Y aborrecí el símbolo; y quedó roto.

¡Pobres símbolos!

Seguí mirando el barco, que era ya como una ligera y lejana espuma del mar. Mis ojos se fueron entrando, entrando; y se encontraron solos; y en el nuevo y grande horizonte de las aguas, en la serenidad del cielo, todo de luz, recogieron una inesperada promesa de ternura, una promesa de renacimiento de mi vida interior... Yo sentí que alguien me ofrecía la dicha.

IV. Bellver, Senabria y yo

El asombro y el enojo de mi padrino no tuvieron límites cuando le anuncié mi viaje a Palma.

—Nada más llevas tres meses a mi lado... ¿Qué buscas en Palma? Te advierto que aquello es una isla.

Hubo momentos que don Sebastián pareció trocarse en la señora Leandra. Después quiso vencerme y disuadirme con malicias. Acabada la cena leía un manojo de periódicos.

Un crimen, un robo, un caso de viruela, una algarada contra un tributo, todas las nuevas desagradables de Mallorca, recitábamelas fingiendo una indiferencia encantadora.

Mi silencio le exaltaba. Y una noche, aún con la servilleta colgando del cordoncito y las manecillas de oro, vino a buscarme a mi balcón y me dijo que él no entendía de cosas sutiles; pero adivinaba que todas mis violencias y pesadumbres se producían de una calentura que por dentro me secaba, y que ese fuego que me estaba devorando podía mudarse de tormento en delicia, comunicándose al corazón de una mujer hermosa, pero de mujer que me conviniera, y sin necesidad de ir a Palma.

Menos lo de la conveniencia, ¿quién escuchando a ese hombre, recio, pesado, sudoroso por los trabajos de la digestión, no se maravillara de que me acertase y definiese los escondidos males del amor, como León Hebreo?

Os juro que oyéndole creí que el mundo fue creado con toda simiente de frutos y sabiduría, y que un instante propicio basta para que la tierra más yerma, se haga fecunda y el entendimiento más obscuro reciba la lengua de luz del glorioso Pentecostés de la verdad.

—Yo te curo en seguida, porque antes de un mes te caso...

Rechacé su blasfemia; y salí, y busqué el refugio de la terraza del Círculo.

Las nubes que venían del confín del mar, me presentaban la emoción beatísima de las costas de mi isla encantada.

Imaginé mi arribo. Pasaría al pie de las rejas de Elena, rejas de precioso follaje de hierro.

Una antigua criada, que me habría conocido en el colegio, sabedora de todos los pensamientos de Elena, la llamaría para que me viese... Mi frente, mis cabellos, mi ancho abrigo, como una túnica, como una trábea, ungidos de mar, de sol, irían dejando un aroma de inmensidades...

No acabé la quimera. A mi lado sentose un joven de barba bellida y porte muy galano, que se quedó mirándome con mucha fijeza. También yo le miré; él, insistía. Un brumoso recuerdo acercaba nuestras voluntades. Repentinamente se levantó, preguntándome:

—¿Se llama usted Antón Hernando?

—Antón Hernando soy; y a usted yo le conozco, y le...

—Antón Hernando, ¿te acuerdas de cuando se te perdieron los pies en la sala de Estudios, y quisiste ver a mi cocinera?

—¡Tú eres Bellver, Bellver!

Nos abrazamos. ¡Oh, todas las criaturas de la tierra me parecieron de una misma familia, amorosa y feliz!

Comimos juntos. Bellver hablaba de nuestra época de colegio. Cuando, por la evocación, quedaba su mirada en un dulce misterio de lejanía, sus ojos recordaban los ojos de su hermana. No pude reprimir el deleite de nombrarla. Y él me dijo:

—¿Elena? Elena está muy hermosa. ¡Si supieras, Hernando! ¡Y ahora, por qué no decirlo todo! Eran niñadas... mira: ¿sabes por qué mi madre no llevaba últimamente a Elena al colegio...? ¡Pues, porque mi hermana se había enamorado de ti!

—¿De mí?, ¡niñadas!

¡Dios mío, yo era un temblor de vida! ¡Mi cuchillo, que entonces se hundía en un rubio y oloroso vol-au-vent de aves, no era cuchillo, sino una espada gloriosa de héroe, de arcángel!

—¿Y de Senabria, qué te diré? ¿Recuerdas tú bien a Senabria?

—¡Sí, un bárbaro! ¡No me lo nombres, que creo comerme el reloj de su padre!

Contrariose Bellver, y me reconvino:

—Hernando: Senabria es un hombre de provecho; tiene una envidiable fortuna; y está dirigiendo su negocio aceitero en Alfaz. ¡Eso es un negocio!

—¡Pero no importa para que fuera y sea un mentecato!

—Senabria pertenece a mi familia. Se casó con Elena.

—¡Senabria! ¡Senabria y Elena!

...Nuestra despedida fue fría y vulgar. Mi padrino me esperaba paseándose reposadamente por mi dormitorio.

Yo abrí las ventanas; mi alma se perdió en el cielo estrellado que bajaba al amor de las aguas. Acercose don Sebastián y me dijo:

—Hablando de tu antojo de ir a Palma con un consejero...

—¡Es inútil ya todo, padrino! ¡Yo no voy a Palma; no iré nunca!

—¿Que ya no te marchas? ¿No te marchas el sábado?

Y me abrió sus brazos.

Yo los aparté; me tendí en la cama; y mordí y bañé de lágrimas los almohadones...

V. El señor Florín. La sucursal de Alfaz

Desde que supe que Elena era casada, ya no fue para mí el horizonte de mi vida, el ideal de pureza de amor niño y grande, sino que repentinamente la necesité, la deseé y la quise sin ningún misterio. Antes la veía lejana, esfumada y serena como una idea, como un dechado de venustidad; ahora se me aparecía cerca y vedada, en su línea concreta de mujer hermosa y prohibida, que pudo ser mía y la había perdido para siempre.

Me aborrecí; me maldije; me burlé de mi desgracia.

En cambio, mi padrino jamás fue tan dichoso y alegre como entonces. Cantaba, silbaba, y se reía hasta en su escritorio.

Yo, apenas hablaba. Comprendí que no podía pasar sin ver a Elena. Necesitaba vivir en el mismo lugar que a ella la mantenía; saberme, sentirme cerca de su casa, de su alma y de su cuerpo. En mi ansia no se escondía ninguna ruindad.

Una mañana entré en el despacho de mi padrino para comunicarle mi nuevo viaje. No estaba solo. Me presentó un señor don Camilo Florín. ¡Qué me importaba! Y don Camilo abrió sobre mí sus gruesos y dulces ojos, y saludome con tanta humildad y mansedumbre que yo conversé con él mucho rato.

Pasmose mi padrino de que un pobre hombre, porque era un pobre hombre don Camilo, hubiese reducido o suavizado mi exaltación.

Y contento de mi mudanza, pidiole una fotografía que debía ya serle conocida de antiguo, y mostrola con mucha bulla a Israel, el cajero de la casa; y luego me la dio para que yo adivinase el original.

Vi un mancebo con sotana y beca de seminarista, robusto y hermoso, de ojos tímidos muy grandes y mejillas redondas de doncella. Con una mano se descansaba sobre el pecho un libro de galería de fotógrafo, un libro que nunca se ha leído, que muchos han cogido al revés; las puntas de los dedos de la otra mano tocaban la bóveda de una paciente calavera, una calavera también de fotógrafo...

Pero, ¿por qué había yo de mirar ese retrato?

Ni conocía al clérigo, ni me importaba. Lo devolví diciendo que el cráneo de la mesa me parecía el de Israel. Don Camilo prorrumpió en una desatada risa convulsa que le subía desde el blando vientre, y al llegarle a la garganta le sofocaba, le estrangulaba como una cuerda. Tuvo que salir del despacho pidiendo agua...

Le desprecié, es decir, me desprecié a mí mismo... ¡Comunicar el regocijo, yo que me sumergía en infortunio y rechazaba toda consolación como un santo que busca a Dios en las lacerias, en el padecimiento! ¡Colgaba yo toda mi alma de memorias de mi infantil amor como exvotos y ofrendas a la divina mujer que se me apartó para siempre, y un don Camilo Florín se reía por mis gracias de juglar!

Senabria, tan aborrecido, era más digno que yo... ¡No lo era...! Cuando salí, los ojos buenos y cansados de don Camilo me siguieron llevándome una súplica de perdón.

Mientras comíamos, don Sebastián comenzó a hablar del maldecido retrato.

—¿No le conociste? Era el mismo Florín.

—¡Ese Florín —le interrumpí secamente— es un idiota!

—¡Es un infeliz! ¡A punto de cantar misa, se le ocurrió a una altísima dama enamorarse de él; quiso ser casto y resistirla, y ¡claro, fue su perdición! ¡La señora lo persiguió con sus calumnias; el enojo del arzobispo cayó sobre el diácono; y quedose sin misa!... ¡Pero es un buen empleado!

Y cuando mi padrino pronunciaba estas palabras, parecía que sus labios de director derramasen todos los dones de la tierra.

Hizo un gustoso chasquido de gula su lengua; y relamiéndose dijo:

—Creo que toda la vida de don Camilo es de una desgracia perdurable; pero, vamos, no la comunica a los demás. Lo digo...

Y se detuvo para engullir.

—...lo digo porque él ha levantado nuestra sucursal de Alfaz, que era una ruina, la única sucursal que...

—¡¡Alfaz!! —grité yo con locura—. ¿La sucursal de Alfaz?

—¡Alfaz, ya lo creo!, ¿qué te pasma? Te advierto que Alfaz es un pueblo de doce o quince mil almas lo menos, y muy rico. ¿Cuántas arrobas de aceitunas crees tú que molerían las almazaras de «Hijo de B. Senabria» el año pasado?

—¡Me da lo mismo! ¡Senabria, Senabria es otro idiota!

—¿«Hijo de B. Senabria», un idiota? ¡Antón, por Dios!

—¡Oh, no; ya no es idiota, ya no lo es!

—Nada más de la zorzaleña prensaría ocho mil arrobas...

No pude resistir la sobremesa. Y al salir le dije que decididamente me marchaba.

—¿A Palma, a Palma otra vez?

Y cuando le confesé que quería residir en Alfaz, retemblaron las vidrieras de la risa de mi padrino.

Al cabo se avino a escribir para que me buscasen residencia. Creía mi viaje un repentino antojo. Y fue el comienzo de nuestra separación definitiva.

VI. El viaje. Mis asesinos

—¿Seis horas de diligencia le faltan a usted todavía? —me preguntó pasmada y compasiva la gentil viajera. Y, como si la rindiese el cansancio y sintiese los fríos de mi camino, recostose en el mullido respaldar del asiento y se arrebujó en la perfumada dulzura de las pieles, como hacen las palomas entre el blando plumón de su cuello.

Su padre, un anciano de patricia figura, me sonreía bondadoso, lastimado también de la fatiga que me quedaba.

No hay criatura más vana que el hombre. Ya sé que lo han repetido muchos; pero yo lo digo porque me sentí poseído de esta verdad. Eso del pavón como símbolo de la ufanía me parece una gran injusticia. Yo, viéndome compadecido de aquella beldad, no sólo alabé las penosas horas de coche, sino que me tuve por artífice y padre de esas horas, ni más ni menos que el dios griego, y tan placido como si ellas significasen virtudes y merecimientos de mi alma.

Fuera, en la noche abismada, alumbrado por las viejas luces de los vagones, surgía el ramaje de un árbol, que volvía a sepultarse en la foscura.

Sentí el remordimiento de la complacencia de saberme admirado, como si hubiese cometido una infidelidad. Y codicié la solitaria y polvorienta silla de postas.

Cuando ya me consideré seguro de mí mismo y vuelto a mi estado de aspereza, de pena, de abandono, volví también la mirada a la viajera. La sorprendí mirándome. Tanto me miraba, que, hasta después de algún tiempo, no reparó que yo la veía.

Estremeciose; alzó más los ojos, y aparentó divertirse contando el equipaje que había en las redes.

¿Por qué me miraba tanto? Había en la fijeza de sus ojos grandes, aterciopelados, un dulce afán de hermana, una adivinación misericordiosa de mi pesar... Sus lástimas pueriles por la jornada de camino en la noche fría y obscura, acaso no fueran sino un medio de manifestar su solicitud por otras pobres jornadas de mi vida de que daban indicios mi palidez casi de enfermo y mi recogimiento.

Y llegamos a Vera de la Hoz.

Me despedí dándoles mi nombre. Me entregó ella su mano desnuda, tibia, frágil, que se estuvo dócil y confiada dentro de la mía. ¡Elena estaba ya cerca! Y bajé desbordante de una alegría angustiosa. En el cuadro de luz de la portezuela permaneció su silueta hasta extinguirse dentro de la noche.

Desde la vieja diligencia, todavía seguí el fanal rojo del tren, que aulló perdido en las pavorosas soledades, más negras después de su paso.

Eran cuatro mis nuevos camaradas de viaje, y todos me parecieron corpulentos, rebultados por sus recias mantas; me noté mirado insaciablemente, recatándose hasta de la lumbre de mi cigarro. Asocié la inquietante catadura de estos hombres con el recuerdo del noble anciano y la graciosa doncella que antes me acompañaban.

Cuando subí al coche, el mayoral y los cuatro viajeros conversaban de mi equipaje, celebrándolo de lujoso; y, al verme, enmudecieron. De seguro que se prometían escudriñar todo lo mío, y secuestrarme..., asesinarme...

Quise ser esforzado y despreciar mi robo y muerte. Pero me inundaba una amarga piedad por mi pobre destino. Sobre mi cuerpo no caería la gracia de una mirada.

Perdiose el coche bajo una espesura de fronda, que se calaba como un encaje en el fondo de las estrellas, y pensé, retorciéndome de impaciencia fatídica: «¿Qué aguarda esta gente para acometerme?». Y mi mano buscó la pistola, regalo de mi padrino. El frío del acero incorporose a mi carne. Y me dije: «Es la misma frialdad que he de tener yo cuando amanezca, porque cuando el sol salga ya estaré crispado en lo hondo de un barranco». ¡Yo que me había conmovido tiernamente porque mi vida se corroboraba, se calentaba bajo la dulce llama de la compasión...! ¡Morir aquí, sin ver antes a Elena!

Pues precisamente allí, allí debía ser el lugar elegido por mis asesinos. Era un barranco de una desgarradura trágica. Las linternas de la silla de postas tendían las sombras de los caballos sobre el blancor de la vieja puente.

Los montes subían densos, bravos, hacia las estrellas, murando todo camino. Las estrellas parecían vislumbrar para otra mirada más dichosa. Allí encima de la hoz temblaban como si amparasen una tumba.

Mi tumba. Y me resigné a morir; y esta resignación no procedía de un apocamiento o de una virtud dolorosa de mi voluntad, sino que más bien emanaba suave, blanda, letárgica, de todos los poros de mi cansado cuerpo; se resignaba mi carne, doblándose, rendida bajo el golpe de los enemigos, como humillándose a un homenaje de galanía.

Y así estuve mucho tiempo: sumiso, postrado, muerto, y gustando la delicia de que no me sentía a mí mismo, sabiéndolo.

Esta profunda beatitud dejó de ser obscura, porque yo, sin mirarme, me noté iluminado, como si se hubiera roto mi fosa y entrase la luz dorándome todo, y viese yo dentro de mí mismo mis huesos, mis nervios, mi sangre, mis entrañas, mi piel, todo traspasado de una templada lumbre de color de rosa, lo mismo que los nudos y las vetas de las ventanas cerradas, penetrados de sol; es decir, así como si ellos pudieran verse y sentir la gustosa templanza del sol...

Y de pronto dejé de verme por dentro, y me vi por encima de mí. ¡Dios mío, yo estaba vivo y tenía abiertos los ojos! Vivo y calentado por un haz de oro levantino de una mañana inmensa y azul, de santo silencio; y la diligencia pasaba entre la pureza de los campos de almendros floridos.

Pero, confieso que antes de regalarme con las hermosuras campesinas y de entregarme al goce de la recuperada vida, me apresuré a saber de mis asesinos. Mis asesinos eran tres hacendados gordos y pacíficos y un capellán que traía sobre sus hinojos una cesta, cerrada por un limpio lenzuelo, olorosa de mantecados y gollerías de algún monasterio o devota señora.

No pude contener la risa. Ellos se quedaron mirándome; y acabaron por saludarme; y hablamos, y me prometieron que las aguas de Alfaz habían de probarme.

...Acaso, entonces, la gentil viajera descansaría en un hotel fastuoso y lejano. Me asomé a la mañana. ¡Elena estaba cerca!

VII. La casa del Ánima

¡Alfaz! Los primeros tapiales y casas de Alfaz pisaban la espesa verdura de los sembrados tiernos. Después, se iba subiendo apretadamente por una sierra delgada, femenina, que se ceñía con garbo la falda. Todo el pueblo era claro. Me daba la sensación de que estuviese desnudo. Un cendal de humos se alzaba del hondo y se dormía en la cintura de Alfaz.

Acabada la anchura simple y risueña de los alcaceres y el delicioso frescor de las huertas, todas las tierras, hasta la besana, llevaban olivares.

En la calma azul del aire volaba cansadamente un cuervo.

Amé las sendas más graciosas de la linde de los bancales, por si los pies de Elena las habían hollado. Un árbol, que descollaba entre todos por su vejez robusta, todo paraje idílico y ameno, me parecía que guardaba la emoción y el perfume de su cuerpo causado; y una acequia ancha y verde, de agua clara fue para mí, como una encantada luna donde se habría copiado la imagen de mi Beatriz del Colegio.

La primera calle de Alfaz resonaba de golpes de aperadores y herrerías. Un hidalgo de alpargatas y sombrilla les leía un periódico a tres caballeros lugareños, presididos por don Camilo.

Todos traían gorritas mezquinas y bastones; iban sin afeitar y muy mustios. Semejaban enfermos que se hubieren levantado para recibirme. Desde una ventana me miró una señora, lisa, descolorida. El pregón de un lañador era como un lamento de mendigo lisiado... Yo pensé en Elena con infinita lástima. Y acercándome y remansando dentro de mi vida la tristeza del lugar, me vi limpio de toda impureza.

Cruzamos la plaza. Del muñón de un olmo corpulento, colgaba un cerdo recién degollado, y los perros vagabundos lamían la sangre que goteó las piedras.

Mis acompañantes se quedaron contemplándolo y calculando las arrobas que pesaría el enorme animal. Alabaron los puercos cebados en Alfaz, asegurándome que ni en Extremadura les aventajaban salando jamones y picando y embutiendo su carne. «¡Ya los probará usted y nos contestará!».

¡Qué había yo de contestarles! ¡A qué venía ahora el encendido elogio del cerdo! Hubiese comparado el candor de estos hidalgos con el de los hombres primitivos, si no creyera que abusamos demasiado de tan antiguos varones.

La casa que me tenían preparada era un edificio cuadrado y conventual. Bajo, lo habitaba un matrimonio que trabajaba en las tierras de una huerta umbrosa. La mujer sería mi estanciera. Supe que la finca se llamaba la Casa del Ánima, porque sus rentas se aplicaban en bien y sufragio de la de su dueño, que murió solo y arrepentido de sus muchos pecados.

Me dijeron que en este casón habían vivido dos señoras de Salamanca; después, un canónigo dignidad de Segorbe; y el último, un sabio extranjero recomendado por una Infanta.

Ninguno hubiera salido de este pueblo ni de esta casa. Y como yo preguntase que por qué no volvieron más gustando tanto del país, mis amigos se miraron sonriendo. Y don Camilo murmuró:

—Es que todos han muerto...

—¿Entonces —les repuse— me corresponde ahora morir...?

—¡Usted, usted...! —Y volvieron a mirarme jovialmente, pero en lo hondo de sus pupilas pasaba la duda, la interrogación de mi muerte.

¿No se escondería bajo estos muros algún maleficio del hombre pecador?

La risa de ellos era ya falsa y medrosa.

—¡Usted, usted, qué ha de morir! —Y lo decían vacilando y mirándome.

Atravesamos unas salas desnudas, blancas y sonoras. El encerrado aire se mostraba rubio y trémulo en los azules torrentes de luz, que se avivaban por los muros como una hoguera, y se acostaban sobre los manises. Entraba la mañana una impresión de reposo, de bondad, de fortaleza; y, sin embargo, seguíamos callados y eran recelosas nuestras pisadas.

La alegría de la blancura y del sol en los aposentos me parecía una alegría ociosa, helada, rutinaria. Era un sol de paredes encaladas de asilo. Busqué una ventana de la huerta. Comenzaban a florecer los frutales; entre las ramas aparecía la sembrada llanura. Me fue tan íntimo, tan inocente, ese trozo de naturaleza, que quise ya esa ventana con una predilección antigua, como si fuera de mi hogar.


* * *


Por la tarde vino a verme Senabria.

Subió gritando. El casón, tanto tiempo mudo, desamparado, poblose del trueno de su voz. Los pisos trepidaban ruinosos bajo sus zapatos fuertes, duros, tomados del caldo de sus almazaras.

Yo me hubiese escondido... y salí palpitante a su encuentro.

Nos miramos; abrimos los brazos; él me abrazó estrechamente, con un alegre ruido de palmadas sobre mis hombros; yo, con apocamiento.

—¡¡Aprieta, Antón, aprieta más!!

No podía. No fue la envidia lo que contuvo mi júbilo y deshizo la efusión de la antigua amistad; era, que Senabria no me resucitaba el pasado.

—¡El mismo Antón del colegio; iguales ojos, igual figura, un poco más grande, igual gesto; todo!

En cambio yo creía hallarme en presencia de un desconocido. Le confesé que nada quedaba en él del colegial; que me parecía otro Senabria.

—Eso me dicen todos. Cuando hace tres años vi a Elena. ¿Lo sabes, verdad? ¿Sabes que nos casamos...? Pues al saludarla no me recordó; yo la había reconocido en seguida... Ella, como tú, tampoco ha cambiado; la misma cara, la misma sonrisa que cuando iba al colegio, todavía de corto. Yo la pedí con miedo, porque la casa de Elena tenía fama de altiva y rica: ¡imagina: dos millones seiscientas mil pesetas! ¡Y la casa «Hijo de B. Senabria», aunque muy fuerte en crédito, sólo giraba cuatrocientas mil...! Claro: una fortuna para este pueblo.

Seguía pasando su rosario de cifras. ¿Es que todos los hombres, aun gozando de posesión de mujeres como Elena, serían como mi padrino, que nada más era un libro grande, forrado de verde, del atril de Israel?

—...Aquellos millones habían ido disipándose por culpa del hermano, nuestro camarada. Y quedé admitido en la familia. ¡Y chico, ya llevo dos años de matrimonio! Mi mujer siempre parece novia... ¿Tú has venido enfermo? No hablas palabra. ¡Ánimo, y ya lo sabes: mi casa, mi mesa, mi auto; tengo un «hispano», todo es tuyo...!

Me abrazó; y se fue silbando.

Y me dije, con malquerencia de mí mismo:

—¡Si yo fuese capaz de algo decidido y valeroso saldría ahora mismo de este pueblo sin ver a Elena!

VIII. Vuelve Senabria

...Soy interiormente ciego —me repetía yo en mi soledad—, no sé qué busco; y, sin embargo, pretendo con feroz egoísmo que todos sean y vivan a mi imagen y semejanza... ¿Por qué no ha de ser Senabria un dechado admirable de hombres?... En el colegio era demasiado recio, bronco, abultado y voraz para niño. Le sobraba carne, y los ojos se le perdían entre grasa. Senabria no tuvo infancia. Desde luego, le sobraba carne, humanidad... Pero ahora le está bien; y el entendimiento le sienta con justeza. En cambio, es posible que mi traje humano se me haya quedado corto.

Entre las sienes de Senabria no caben más que las ideas justas, únicas que han de ser realizadas. Es firme, es activo. Sabe cuanto quiere y ha de menester. La fuerza de su ponderación lo ajusta y equilibra todo a su paso; hasta el capital de la casa Bellver con el de la suya, para que se acomodara a su matrimonio. Es lo mismo como individuo que como entidad mercantil; y su razón es la misma razón social. Es siempre y armónicamente «Hijo de B. Senabria». Trae muchas sortijas, cadenas, dijes. Si yo me enjoyase así, resultaría de una jactancia, de una ostentación indiana. Senabria, no; Senabria, aun parece sobrio; le cabe más pedrería y más oro.

El rostro de Senabria es ancho y macizo; le centellean los ojos de júbilo y de certidumbre en la verdad, en la verdad suya. Yo me paso el día dudando. Todavía no he averiguado si Senabria es superior o inferior a mí; él sólo pensará en mí cuando haya de decirle a Elena algo definido, concreto; por ejemplo: que soy rubio, de un rubio castaño, pues ni el color de mi cabello tiene firmeza. Trabaja ese hombre ocho horas diarias; sube a su casa para comer; debe de comer siempre con la misma hambre, gritando y riéndose. Viaja dos veces al año por el Norte y Andalucía, vendiendo sus aceites a las fábricas de conservas. Cuando regresa, le ofrece a su mujer un prendido de concha con una greca de diamantes. Dos veces me ha dicho:

«Elena tiene por docenas las peinetas de concha, y no se adorna con ninguna».

Se me deslizó sandiamente la lengua, y le pregunté:

—¿Y sois felices los dos?

Me miró con asombro. Quizá no se le había ocurrido nunca saberlo.

—¡Claro que somos felices; pues no faltaba más!

Y se rió con estrépito. Yo también me reí.

—Llevas ocho días en Alfaz y aun no has salido. ¡Habré de traerte a Elena!

Le dije que vine buscando salud y reposo; y todas las mañanas me levantaba más inquieto y enfermo.

—Es preciso orearse, andar por esos campos.

Y habló con entusiasmo de las aguas.

—¿Pero qué aguas tenéis en Alfaz, que tantos milagros realizan?

—Agua del cielo, de cisternas. La sequía ha ido agotando casi todos los manantiales; y la que queda sólo sirve para el riego.

Esas gentes eran unos imaginativos maravillosos; profesaban un culto hidrológico de ardentísima fe; prometían aguas y estaban sedientos.

IX. Un hombrecito. Una postal con otro hombrecito.

—¿Por qué no voy a verla? —me preguntaba yo todos los días.

Y mi alma me lo dijo en voz baja. Yo no iba porque tenía miedo. Miedo de convencerme de su felicidad; y miedo de saber que fuera desdichada.

Y el marido volvió a visitarme. Le acompañaba don Camilo. Me pareció tan encogido, tan humillado en presencia de Senabria, que creí que acaso no se conocían y sólo coincidieran en su llegada.

—¡Que si nos conocemos! —prorrumpió el marido de Elena admirado de que lo preguntase—. ¡Pero si Amalia, la mujer de don Camilo, es la mejor amiga de la mía!

Asintió aquél sonriéndose. Luego conversamos de mi padrino, del trabajo y florecimiento de la sucursal; y, por último, de mi enemiga de comunicarme con las gentes.

Senabria dijo:

—Ya que te niegas a venir, nosotros te buscaremos. Haré que vengan las señoras para darte compañía, porque no consentiremos que te consumas dentro de ti mismo.

Don Camilo, doblado, casi postrado en un sillón de cuero, tosía menuditamente, aprobando con mesuras de cabeza las razones de Senabria. Al cabo pudo balbucir:

—¡Ni siquiera visita nuestras oficinas!

Cuando se fueron, me envolvió, como una luz de luna, la imagen de Elena niña, dulce y pálida. Pensé acendradamente en su amor infantil descubierto por su hermano; y me sentí inocente, digno y bueno. Y a punto que ya decidía verla y hablarla de verdad, no sólo me encogieron y ataron los temores que confesé al principio, sino que además noté un sentimiento de vergüenza inefable, como la que coloreó mis mejillas y mi frente al recibir su primera mirada y su beso de amiguitos en el claustro.

Esta cortedad, este rubor de criatura chiquita reconciliome con mi conciencia; lo tuve por prenda segura de lo decoroso de mi anhelo.

Desde entonces apetecí el goce áspero de esa timidez; lo buscaba ávidamente en lo hondo y sagrado de mi amor. Y en fuerza de querer sentirlo lo hice artificioso.

Aquel día nada más sucedió.

Por la tarde, el correo me trajo una postal de San Juan de Luz. Representaba los hermosos y abruptos peñascos del Fuerte Socoa. Los altos roquedos que prorrumpen de la constante espuma tronadora están laminados; parecen libros gigantescos. Encima, asomándose al abismo, había una menuda figurita humana...

Una letra femenina muy gentil decía:

«Como ese hombrecito me asomé yo al mar. ¡Qué estruendo abajo! ¡Se oían hasta voces de desgracia! Prefiero haber venido ahora que no en el momento banal del veraneo. No me explico por qué ante las soledades le recordé hundido en los campos de ese pueblo.

Perdóneme que sin conocernos más que de unas horas de viaje, le escriba como una amiga. ¿Será contagio del feminismo extranjero?

María del Pilar Lanuza».

X. Elena y Amalia

...El silencio quedó estrujado por el fragor de un auto que se detuvo delante del portal.

Los pasos y voces de Senabria fueron traspasando poderosamente los muros. Y apareció con un guardapolvo gris, que le volaba como un manto, y un almete de pieles enfundándole todo el cráneo. Cogiome de un puñado; me puso, me aplastó el sombrero, y a empellones y risas me fue sacando por las salas.

—Pero, ¿dónde me llevas?

—¡Donde me dé la gana!

Y después me dijo riéndose:

—Nos vamos a La Solana, una finca que tengo en el término de Vera de la Hoz; hacemos la matanza...

Me vi bajo el sol de la calle, al lado del «hispano», que se estremecía de la contenida ansia de correr.

Dentro había dos señoras veladas por las gasas de sus tocados de viaje. Una mano enguantada amparó la mía; y el súbito frío que paralizó mi vida fundiose en la tibieza del guante oloroso.

—¡Aquí tenéis al cartujo! —voceó Senabria entre los clamores de la bocina.

Salimos a la gozosa anchura de los campos.

Los tules se ceñían lascivos a las espaldas, a las cinturas de las viajeras. Entre sus risas de levedad, de mujer delante de los cielos abiertos, de sentirse arrebatadas, veloces, adiviné su risa musical y frágil; era también la risa de mujer que está pensando en algo sutil, escondido, lejano de toda alegría.

Llegábame su mirada entre el perfume y el misterio de su velo color de heliotropo.

Me volví a Senabria. Iba agarrado al bruñido volante con un ahínco atlético; parecía que fuese él quien empujase el coche.

El paisaje huía ensamblándose, destejiéndose, acostándose. De una casa de labranza surgió un perro enorme, rojo, feroz, un perro de majada. Latía bronco, duro. Sus pupilas tenían como un vaho de lumbre lívida y aciaga. Dio un brinco horrendo y humano y asomó su cabeza sobre la coraza del motor... Percibimos un hondo crujido, una sensación de aplastamiento... Y toda la vida de Elena exhaló un grito de espanto; y la vi rendirse encima del hombro de su amiga. Me acerqué, y mis ojos recogieron la miel de los suyos, húmedos de lástima.

Hasta que llegamos a La Solana, esa mirada me fue cegando y penetrándome de su tribulación.

Elena no era feliz. Su grito y su actitud fueron de horror y de piedad por el perro muerto; pero es que en ese grito y en la retorcedura de su cuerpo había un quejido por ella, brotando de las escondidas tristezas, un gemido oculto, arrancado de la voluntad dormida.

Senabria ladeábase hacia nosotros riéndose. Le vi, entonces, los mismos carrillos hinchados que tenía en el colegio.

La otra señora se afanaba por mostrarse muy asustada y llena de compasión...


* * *


...Presentoseme Elena sin las nieblas de los tules. Vestía un traje sencillo, de una honestísima elegancia que insinuaba castamente la plenitud de su hermosura. Tenía su carne la palidez lechosa, tersa y suave de algunas flores y de algunos mármoles dorados del sol. La boca, boca de niña, la misma boca que me besó en el claustro del rosal. Eran sus ojos obscuros, con una transparencia ambarina, y sus cabellos, bañados de una luz azulosa.

Nada, en verdad, habíamos hablado durante el camino.

Fue ella quien se acercó, sonriendo serenamente, y me llamó Antonio. ¡Antonio, Antonio me pareció un nombre ungido!

—¿No es hora ya de que nos viéramos y habláramos? —me dijo con delicioso enojo.

—¡Un poco tarde! —insinué.

—¡Suya es la culpa! —repuso ella—. Mi marido no debe haberle agraviado. Yo, me parece que tampoco, porque ahora nos vemos. ¿Es que le ha ofendido nuestra pobrecita casa?

No me dejó hablar la recia palpitación de todas mis arterías.

Pude aquietarme, y le pedí que no me riñese, que yo no merecía tan alta recompensa.

Nos sentamos en los sillones palmesanos de la entrada.

Salió Senabria.

—Bueno. ¿Os reconciliasteis...? Pues preséntale a Amalia, la esposa de don Camilo.

Era una mujer alta, morena, de una delgadez briosa, de cuerpo ondulante. Brillaba siempre en sus grises pupilas una centella de pasión. Me observó tenazmente; yo me cansé de sus ojos.

Quiso Senabria llevarnos a la casa de labor, en cuyos corrales esperaban los jiferos para hacer la matanza.

Elena y yo nos mostramos reacios; y Amalia, que ya salía, se contuvo y fingiose entretenida mirando los grabados primitivos de las paredes.

—Pues que cada uno haga lo que se le antoje —gritó Senabria, y se marchó silbando bajo el desnudo parral.

Estuvimos algún tiempo en un silencio penoso. Enfadábame la presencia de la extraña y a la vez imaginaba angustiado que pudiera dejarme solo con Elena.

Fuera, en la gran paz de la mañana, caían los dulces cantos de las alondras. Yo quise hablar, y, afanándome por ser sencillo y alegre, dije:

—¡Me han engañado, Elena! Senabria, su marido, decía que era usted la misma de otro tiempo. Aquélla está fundida dentro de usted, pero muy honda, muy honda...

Encendida y confusa me miró con tanto ahínco para entenderme, se me acercó su vida de tan intenso modo, que yo sentí como la exhalación de su hermosura, el aliento de su belleza, y aun de toda su sangre y de su alma... No sé decirlo.

Amaba, nerviosa, inquieta, cansada, salía al portal, miraba con hastío el reposo del valle. Su cuerpo ceñido y resplandeciente parecía una llama de sol retorcida.

Ella nos socorrió en el nuevo trance de silencio, que iba subrayando de violencia mis palabras evocadoras.

—¿Van ustedes a pasarse el día contándose antiguallas?

Nosotros nos reímos aliviados y contentos.

Elena me preguntó si me agradaba, y lo que pensaba de este raro temperamento femenino.

—¡Parece que se ahogue en Alfaz!

—En Alfaz y en la inmensidad del campo...

Nos levantamos para seguirla y murmuré:

—¡Pobre señor don Camilo!

—¿Por qué le compadece usted? —dijo Elena mirándome ansiosamente.

Pero ya venían las criadas con las cacerolas del condimento de los embutidos, y los barreños de los quebrantos y entrañas, y las orzas llenas de la grosura derretida.

Y nos quedamos para presenciar la faena.

Vistieron la amplia mesa del comedor con gordos manteles, que trascendían a cernadero.

Elena subiose las mangas del corpiño; se puso un blanco delantal hasta sus pechos; y comenzó a prevenirlo todo, y sus manos de jazmines se hundieron en la humeante masa olorosa de suculencia. ¡Oh, Señor, mi Beatriz se desnudaba de su túnica de excelsitud y caía en los rudos menesteres y aficiones del lugar!

Luego me arrepentí de mis zafios temores. ¡Si la graciosa sencillez de Elena requería el canto del mismo padre Homero! Elena era Nausicaa, ya casada, preparando manjares para los Ulises que acudiesen con hambre a su hogar. La ruindad no toca los oficios ni las cosas.

Ninguna de aquellas ninfas que,


cerca del Tajo, en soledad amena,


salieron a tejer sus telas delicadas, aventajaría en exquisitez y donaire a la hermosa señora picando las especias para adobar los lomos de los cerdos de Alfaz.

XI. Amor niño y grande

Dos días estuvimos en La Solana. Allí gocé de una felicidad sencilla, geórgica, viendo a Elena bajo las encinas patriarcales de la casa de labor, rodeada de su averío, que iba a picarle en el regazo, rubio de trigo como el íntimo elogio del seno de la Esposa.

Yo siempre adiviné su paloma o su gallina predilecta, que siempre era la más chiquita, la perseguida, la lisiada por la gula y la fortaleza de las grandes; y yo la cuidé con tanto regalo y ternura, que su dueña sonreía y bajaba los ojos.

De estos instantes apacibles y buenos, pasábamos a sufrir sequedades y violencias que me descubrieron el amargo fondo de la vida de Elena.

La primera tarde de nuestra llegada, Amalia salió de su cuarto con un sombrero llameante de madroños; y cogiendo un cayado despidiose diciendo que quería ir sola por la granja. En su apostura varonil había una agresiva voluptuosidad.

A poco se levantó Senabria. Quiso Elena que me fuese con su marido para ver toda la finca. Nos advirtió él que necesitaba vigilar la molienda, y que después vendría, y con más holgura recorreríamos juntos lo mejor de La Solana. Pero Elena porfió, y mirándome me pedía que le acompañase.

La obedecí lastimado de su empeño.

Fuimos a la almazara. Era muy honda. La luz bajaba pálida, medrosa, de las angostas rejas, y parecía que resbalaba sin tocar los muros y el suelo de sillares prietos y crasos.

Había un olor de trabajo y abundancia. Vi en las tolvas las olivas verdes y enteras, que aun traían impresión de frescura de árbol, y no lejos ya manaba mudo y espeso el caño de aceite.

Senabria apenas me atendía. No podía ocultar su enfado. Yo me hice fácilmente el rendido y regresé al lado de Elena, que me acogió con inquietud preguntándome afanosa por qué viniera solo y tan pronto.

—¡Pero es que la cansa mi presencia, que así me rechaza!...

—¡Que yo le rechazo!

Y sonriendo me llevó junto al ventanal del comedor.

Todo lo olvidé en un venturoso momento sosegado.

Ella entraba y salía, dulce y hacendosa, gobernando la casa; y yo me asomaba a la tarde, y al volver venía conmigo el aliento de los campos.

Yo creí que era mía, recientes las bodas. Y fui dichoso sin alcanzar ni apetecer nada.

Pero luego me reduje interiormente, perdida aquella complacencia y serenidad. Elena, ocultándose de raí, miraba buscando entre los árboles, y entonces no era la mujer, íntima y mía, sino ensombrecida de recelos y de una tristeza recóndita.

Yo me golpeaba dentro de mi dolor como un ciego en un muro.

Me acerqué, y ahogó un grito:

—¿Tan lejos estaba usted de mí que me tuvo miedo?

Pretendió reírse y su risa fue mentirosa.

—Es preferible que se asuste a que se ría...

Le vi los ojos húmedos y me aparté caminando hacia el ocaso. Era un crepúsculo de transparencia helada que ofrecía cercanos los remotos oteros del horizonte.

Me fui alejando por la quietud oscura de los olivares. En el silencio se oía un gañido que penetraba la soledad. Un lagarto se quedó acechándome desde la hienda de un tronco. Y cuando llegué a lo más espeso percibí la huida de dos sombras que se recataron entre los viejos árboles... Yo me detuve; los cachos del bancal, la umbría, el aire palpitaban con mi latido. Entre la fronda pasó velozmente la silueta de Amalia. Y la odié.

Por la noche vinieron los labradores y cabreros y estuvimos conversando todos en la profunda entrada. Después cantaron y tañeron un baile muy sencillo, grave y donoso, que llaman del u.

De improviso alzose y salió Amalia, escogiendo de pareja a un mozo de ruda hermosura, como un pastor de Longo.

Los hombres campesinos olvidaron su cortedad de siervos, y rugieron viendo retorcerse a la dama, elegante y lasciva, en una mudanza. Los ojos de la danzadora enloquecieron al agreste mancebo. Vi a Senabria hinchado, horroroso de celos feroces; tenían sus venas durezas de sarmiento, y sus manos, una crispadura de garra.

Me ahogaba de pesar y de compasión por Elena. Me levanté. Entonces el marido cortó a lo amo, brutalmente, la tonada.

Al recogernos, llegose Amalia, infantil y mimosa, a su amiga, presentándole sus mejillas de ascuas.

Y Elena, muy pálida, entornando los párpados, la besó.

Desde mi dormitorio oí mucho tiempo unas pisadas suaves, graciosas, diligentes. Era ella, la mujer sabia y fuerte de las Escrituras, que de todo cuidaba velando en el reposo, porque del sacrificio de su vida sólo se recogía el perfume como un ámbar, como un aroma quemado.

Y ni esa fragancia de su abnegación podía regalarme, que hasta por ser desgraciada pertenecía más al marido.

Yo la quería tanto que no pensé en su amor, y la bendije... Después de nuestro regreso estuve doce días sin verla.

XII. Elena ha llorado

...¡Confiese que le aburre esa revista!

Yo lo negué diciendo:

—A mí no me importan estas estampas de aperos y máquinas agrícolas; pero cuando yo vine las estaba usted mirando. Y todo lo que usted mira y tocan sus manos, y cuanto la rodea, me produce una emoción de belleza. Estos muebles, esta casa, todo este pueblo...

Elena no me dejó que acabase.

—No sé quién puede dejar tantas perfecciones en las cosas siendo nosotros unas pobrecitas gentes... En cambio, estoy segura de que se aburre con esa revista... ¡perdone mi terquedad; pero es que yo también me aburrí mucho, y tuve esa misma página al revés, como usted la está mirando...!

—¡Dios mío, es verdad! —¡La «agramadera mecánica» colgaba del cielo!— Me aburría, y suya, es la culpa de mi tedio, porque yo recojo el sello y aroma que me imprime, que me deja otra vida...

Entonces ella no habló más. Mis ojos adoraron el leve temblor de su pecho rendido sobre el encaje que labraban las palomas de sus manos.

Y la vi mirándome afligida y confusa. Yo la estaba hiriendo... Escuché mis palabras, que me saltaban como fuente viva de amor:

—Yo le juro por mi madre (usted, en el Colegio, se nos acercaba para besarla, y cuando la besaba, yo sentía una claridad y una ternura en mi vida que me hacía llorar), ¡pues por mi madre le juro que me moriría si no la viese a usted! ¿Qué piensa usted de mí? Dígamelo; ¿la canso yo?

Quiso sonreírme; y bajó la mirada.

Después, pudo hablar; se oía su voz, bajo un velo de tristeza.

—¡Por qué ha de cansarme usted! ¡Es usted muy bueno! Parece que la soledad de estas calles penetra y se duerme en esta sala; y usted viene, nos da compañía, y esa soledad vuelve a salirse por el pueblo. Eso siento de usted. ¿Y usted de nosotros, Antonio...?

Yo, exaltándome, dije:

—¡No quiero, no quiero que sea usted amiga de Amalia! Me da rabia verla. ¡Maldito sea yo, porque la hice sufrir!

Elena me miraba con un ahínco doloroso. Sonó su risa seca, y la congoja desbordó del vaso herido de su alma. Sus manos se cubrieron apretadamente los ojos. Yo se las fui apartando como un hermano grande y misericordioso. ¡Nunca me sentí tan puro y tan desgraciado!

—No llorará usted más. ¡Se lo juro!

Y apenas salí, besé devotamente mis dedos, todavía húmedos de sus lágrimas.

...Retirado, en la casona, escribí a mi padrino. De esta carta dependía el sosiego de Elena. Y me valí de la súplica, del engaño y de la amenaza.

XIII. Don Camilo asciende

Aquella noche de la Ascensión se abría el teatro que está en la Sociedad «Trabajo», donde a todas horas juegan los maridos al dominó mientras las mujeres están en las fábricas de curtidos.

Los pobres cómicos rebulleron mucho tiempo por las calles, con sus botas remendadas, cortezosas del barro de los caminos, y las ropas ajadas; hasta que salioles fiador y ya pudieron acomodarse en los paradores.

Era una compañía hecha de sobras y ruinas de teatros provincianos y de la farándula andariega.

Senabria estaba muy contento. Ya tenía comprado el mejor palco de la sala para nosotros, Amalia y su marido.

Elena me miró consultándome, y yo la alenté. Parecíamos «culpables», y cuanto más se me confiaba, más se alejaba de mí. Salimos paseando hacia las afueras. Al cruzar delante de mi casa, Elena saludó dulcemente a la mujer que me cuida. Yo me sentí halagado y gozoso. Me dieron el correo; una carta de mi padrino y dos postales del Extranjero. Rasgué el sobre. Leí ávidamente... ¡Hubiese gritado bendiciendo a don Sebastián! Y ni Elena adivinó nada.

Las postales eran de Venecia; el inevitable Ponte Sospiri, tendido entre los muros del Palacio ducal y de una cárcel, cuyas losas de silencio agobiaron el corazón de Byron. A la sombra del arco, las góndolas hundían su espectro agudo en las aguas lisas, paradas, hechas de fuego y de sangre de un crepúsculo rojo. Leí sólo un nombre: María del Pilar. La otra era una vista del Canale Torreselle, con cercas de jardines, y un ciprés arcaico, de punta dorada por la tarde del cielo. Las piedras tenían color de carne y de rosas; una gradilla blanca y humilde, parecía de mármoles magnificados por la antigüedad. Y el canal lo copiaba todo con tanta paciencia y primor de miniatura, que de veras «no se sabía dónde comenzaba la ciudad y dónde la imagen...».

María del Pilar había escrito:

«Al entregarme mi padre su tarjeta me preguntó si nos conocíamos de mucho tiempo. Yo le dije que era usted coleccionista; ¿verdad que no lo es ni quiere serlo? Mentí casi a sabiendas, y el embuste me prueba todavía más mi desenfado. ¿Por qué usted no viaja?...».

Elena me pidió permiso para verlas, y al tomar las debió descubrir la firma y quiso devolvérmelas.

—Perdóneme —me dijo—, yo no sabía que fuesen de mujer.

—Puede leerlas también aunque lo sean; apenas conozco a esta criatura romántica; es una rápida amistad de viaje.

Y cometí la bellaquería de reírme y de recordarla con desvío.

Me hubiese hundido las uñas en el alma, porque me notaba interiormente seco. Sólo apetecía que Senabria supiese que le apartaba a su querida. Lo decidí, y lo hice por impulso generoso, y ya logrado, sentía un goce bajo y soez... ¿No era más noble arrebatarle a Elena? Y la contemplé entre nosotros; me parecía verla desgarrada por nuestra ferocidad.

Di un alarido y me precipité sobre la hierba jugosa de la acequia, cuya agua me diera al llegar la emoción de su reflejo...

Senabria me siguió.

—¡Por Dios, que no estás solo! Todos nos conocen... ¿Qué te pasa?

Se acercaron dos hidalgos. Y todos se sentaron para fumar y hablar. Elena quedose apartada, contemplando el sueño de un remanso. La perfección de su contorno aparecía luminosamente sobre el azul.

Yo me compadecí de esos hombres miserables, toscos, ciegos, que no se complacían admirándola y amándola.

Y los dejé para acercarme a ella y vestir mi alma de la pureza de la suya. Sentí la torcedura de mi voluntad; padeciendo como la carne, conteniéndome para no besarla en los cabellos, en medio de su cabeza hebrea, donde se separaban lisos y graciosos en bandas que luego se recogían trenzándose sobre la nuca pálida, suavísima, como una hoja de magnolia. Me incliné y la dije:

—¡Dígame que adivina mi sufrimiento, y dígame otra vez que soy bueno para que yo lo crea!

Me miró en silencio. Sus dedos acariciaban el césped de la fresca margen. Después, balbució:

—Es usted bueno y comete usted locuras que hacen sufrir.

No pudimos hablar más. Senabria quería que regresásemos y fuésemos a casa del matrimonio Florín para invitarles al teatro.

Vivía don Camilo en el piso alto de la Sucursal.

Le vimos bajar brincando, transfigurado de regocijo, y vino a mi encuentro cogiéndome la mano para besarla.

Yo se lo impedí abrazándole.

—¡Dios se lo pague todo! —y sus ojos fatigados se llenaron de lágrimas.

Senabria y Elena nos miraban con aturdimiento.

—¿No lo saben? ¡Aun no lo saben! ¿Y usted no lo ha dicho? ¡Me han ascendido y me han trasladado a la Central!

Senabria revolviose.

—¡Un traslado! ¿Y Amalia quiere? Hernando intercederá para impedirlo...

Y esperaban que yo hablase. Pasamos a las oficinas. Me senté reposadamente en el sillón de don Camilo, y dije con frialdad:

—Yo no puedo impedir ese ascenso, que es muy justo y que he pedido...

—¿Lo has pedido tú? —gritó Senabria—. Y si la mujer de Florín no quiere marcharse de este pueblo, ¿qué hace este hombre con tu protección?

Entonces don Camilo hizo una risita aguda, socarrona, y murmuró:

—Amalia está más contenta que un pájaro y deseando perder de vista este lugar.

Apareció ella, sonriente, recién perfumada. Asomó el rojo y menudo dardo de su lengua, y tomándole el brazo al pobre señor Florín, nos dijo:

—¡Aquí tienen a mi maridito ascendido! ¡Bien lo merece, que es un santo!

XIV. Senabria. Mi cuarto

No supe nunca si Elena me quería. Si alguna vez fue su mirada demasiado larga y cálida para ser sólo de piedad por mi abandono, entonces, sus labios pronunciaban el nombre del marido como esposa lastimada. ¡Y no le quería, Señor! La fidelidad de esa mujer era una virtud separada del amor, ceñida a su alma y a su carne con la aspereza del cilicio; ni siquiera podía complacerse en ella según nacen muchas mujeres que la ostentan como una joya.

Yo le había restituido el esposo; y no me aproveché de la soledad de ella. Pero esto, ¿no resultaba ya de una ufanía villanesca? Me sorprendí preguntándome si Elena habría comprendido y penetrado mi sacrificio; y tuve miedo de despreciarme, porque llegué a dudar si quise embaucarla y atraérmela disfrazado de héroe virtuoso.

¿Qué hacía yo en Alfaz? Llevaba dos semanas sin verla. Me dije que quería probar la fineza de mis ansias; y fui una tarde.

El marido sesteaba en un sillón. Le despertamos, y le dimos bromas de su sueño. Yo quise ser efusivo y amable. Me dejaba llevar de un nuevo engaño de melancolía y arrullo novelesco. Yo sería un Werther, que nunca se mata, sino que se resigna a ser un hermano pequeño, desgraciado, y vive blandamente entristecido bajo la caricia de un hogar dichoso, y dichoso por mi renunciamiento...

Pero Senabria me aborrecía. Al verme, se le puso encima de sus ojos un telo, un humo turbio de rencores.

Elena comprendía mi violencia; y para consolarme se quejó de mi olvido:

—Creí que se hubiese usted cansado de este pueblo y de nosotros... ¿Recuerda que un día me dijo usted algo del cansancio de los demás? Pues ahora pensamos los demás en el suyo...

Volviose Senabria para mirarme. Luego, cruzó las manos sobre el vientre; bajó los párpados; dobló la cabeza y comenzó a resollar...

Elena, humillada, pidiome que le perdonase. Cualquier momento de quietud le dormía como un viejo. Y sonriendo con lástima, retirose al lado de la ventana, que principiaba a recibir las flores de un rosal que subía. Mirándolas y oliéndolas le temblaba la boca, se le alzaba gloriosamente el pecho. Nunca vi cuerpo más pudoroso ni más sensitivo para las espinas y las delicias. Besarlo sería beber el vaso de la emoción hecha de la vid de todas las emociones. Me dio vergüenza quererla tanto delante del marido dormido; y salí sin decirla nada.

*  *  *

Hallé en mi mesa una postal de Verona, de la casa de Romeo.

«Acaba el viaje, y con él mis puerilidades, mis locuras. Adiós. Regresamos a Valencia.

María del Pilar».

...Por la mañana bajé al huerto con mis libros, y me recosté a la sombra de un manzano. Un viento sutil me caía cernido por el follaje reciente. Me embriagaba el olor de primavera, exaltándome el ansia de Elena, acercándomela irresistiblemente. Y abrí un libro, y leí:

«...Estuvimos una vez tan cerca el uno del otro en la vida, que parecía que no había entre nosotros más que un breve paso. En aquel instante en que ibas a salvarlo, te pregunté:

—¿Vas a cruzar el puente para venir conmigo?

Entonces, te arrepentiste; y aunque te pedí que pasaras, no me contestaste.

Y ya, montañas, ríos, todo se ha precipitado entre nosotros, y aunque quisiéramos reunimos, no podríamos.

Y cuando piensas ahora en aquel paso tan breve, no encuentras palabras, sino sollozos y pasmo...».

Yo me ahogaba de congoja y de miedo. Sentía corporalmente la idea de lo irremediable; tenía realidad, tacto, frío... Era como un hombre triste, enfermo y eterno que caminaba a mi lado en silencio, y sus brazos me ceñían las entrañas.

Pasaron persiguiéndose dos golondrinas y la punta de sus alas tocaron mis sienes. Me estremecí, y huí enloquecido a casa de Elena. Cuando entraba, tropecé con Senabria. Sus ojos estaban hundidos, agotados.

—¿Qué quieres? ¡Qué cara traes! Nosotros nos marchamos. ¿Y tú?

—¿Que os vais vosotros? —le dije agarrándole por los brazos hinchados, blandos y torpes.

—Nos vamos... ¿Y tú? Mi mujer quiere que vayamos a La Solana un mes, dos meses, ¡yo qué sé! ¡Adiós...!

Y me dejo un rato su mano enorme y sudada como un trozo de res muerta.

Elena me había oído; y me esperaba.

La vi muy triste, muy pálida; era una enferma de pureza. Parecía virgen. ¡Por qué no había sido mía esa mujer! Pude haberla elegido y entrar sin fuerza ni remordimiento en el huerto cerrado de su amor. Y exclamé delirante:

—¡Es horrible que no sea usted mía!

Ella inclinó la frente. Y todo el crepúsculo coronó de mística claridad su cabellera. Y gimió:

—¡Márchese de Alfaz antes que nosotros!

—Me marcharé... Y no le pido que me deje besarla; yo no tocaré ni la orla de su vestido; pero, dígame si usted sufre porque me quiere. «Es el paso breve que nos separa». No importa que no lo entienda. ¡Dígamelo!

Oí mi latido dentro del silencio.

Ella, serena en su infortunio, me miró dentro de mi mirada y tendiome su mano diciendo:

—Quiero que se marche y que sea dichoso; puede usted serlo, y aun yo, yo también si algún día supiese que estaba usted casado...

Durante un momento la aborrecí.

—¡Júreme usted! —le dije—, ¡júreme que no ha mentido!

No era yo sólo el que aguardaba sus palabras. Me parecía que toda la creación se estaba muriendo de ansiedad.

Y Elena contestó:

—¡Si yo tuviese un hijo, le juraría por la vida de mi hijo que no miento!

Solté su mano y salí sin mirarla más...


* * *


Al día siguiente llegaba a casa de mi padrino.

...Todo mi cuarto olía a mujer.

Sobre mi mesa, mi cama, mis butacas, mi sofá, desbordaba un oleaje de ropas íntimas, de prendas, de vestidos de mujer. Encima de la alfombra, dos escarpines altos, lujosos, evocaban las piernas de una cortesana.

Presentose don Sebastián atropellado y confuso.

—¡No me escribías! ¡Quién había de aguardarte!

Y no me abrazaba. Se puso a recoger sayas, cintas, pomos de esencias... De pronto tornó a dejarlo; recostose en mi cama pisando los velos; hizo con la lengua su chasquido pastoso y exclamó:

—Mira, hay que confesártelo, ¡qué demonio!

Estuvo un instante decidiéndose y prosiguió:

—Tengo aquí a Amalia... Tú ya la conoces; es una criatura irresistible por lo inocente. El Consejo ascendió otra vez a Florín. Parecía tan serio, tan sagaz, tan sufrido... Bueno; pues el muy idiota desapareció. ¿Es decoroso ese proceder? Es un idiota; tú lo dijiste un día... El desfalco es una insignificancia: lo que se le debía de su último sueldo, que no tenía cobrado, porque estaba de inspección de sucursales. ¿Cenarás con nosotros? ¿Que no?

...Aquella noche salí para Valencia.

Desde el gran balcón de su escritorio gritó mi padrino:

—¡Llevas muy poco equipaje y aquello te gustará...!

XV

...Ha muerto Senabria. Se derrumbó de la butaca de su siesta dormido para siempre. Me lo escribe Bellver.

María del Pilar se desciñó de mi cuello. Después fue acercándoseme. Y encima de mis ojos y de mis lágrimas, pronunció con un dulce plañido:

—¡Me da más miedo tu tristeza de hoy, hoy que se cumple el primer mes de nuestra boda!

Me estrechaban sus brazos de suavidad, y sus brazos oprimían fríamente mis entrañas.

Y es lo terrible presentir que voy a ser dichoso sin Elena.


Octubre de 1909.


Publicado el 27 de julio de 2020 por Edu Robsy.
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