Notas del Mismo

Gabriel Miró


Cuento


Todas las tardes de los domingos, algunas mujeres recién peinadas y mudadas que se hastían de conversar en sus portales, se dicen: «¿Por qué no nos marchamos, paseando, al cementerio?...» «Es verdad; vamos paseando, paseando...». Y andan muy despacio esas mujeres; de ellas viejas, de ellas mozas y aún niñas que miran y atienden insaciables, porque las grandes hablan, maldicientes, del vestido que estrenó la hija de una amiga; y burlan de la frente del marido de una vecina y de su holganza; y dicen de un hombre que entra a deshora en la casa, sin cuidado del otro... Las viejas mascullan palabras; las solteras talludas se reían demasiadamente, y las rapazas beben la ponzoña del cuento infame que les presenta una turbia imaginación de las hembras malsinadas en intimidades placenteras.

El camino del cementerio es ancho y sube mansamente, entre viejos sauces de fronda lacia, por un otero pedregoso.

Confidencia o cansancio, detiene y espesa al grupo. Le sigue un hombre que viste luto de rigor. Es Sigüenza, aquel apartadizo que recorrió los parajes leprosos levantinos. Detrás y honda queda la ciudad, rubia y resplandecientes sus vidrieras de sol.

Exhala como un vaho de silencio, de abandono y tristeza que sólo percibimos en las tardes de fiesta.

Por los senderos abiertos en la sembradura nueva y en los campos labrados, salen gentes que van a merendar bajo el cobertizo de casucas ahumadas y sombrías, de cuyo dintel cuelga una rama vieja.

El mar se tiende al fondo del poblado, un mar dormido y azul. Y Sigüenza, contemplándolo, se dice: «¡Qué tiene el mar en estas tardes de los domingos que nos llama a viajes, penetrando sin ruta por el bello horizonte de nubes blancas y alumbradas de sol cansado! Se desea ir lejos, lejos, sin memoria de que es lunes mañana. ¿No nos mustiará el domingo por ser presentación muy fría de todos los domingos y lunes y martes, de todos los días iguales, disciplinados, como un mismo surco hendido y repasado constantemente...?».

Y la mirada del solitario se recoge sobre las calles postreras donde se percibe, se siente más la honda desolación de la tarde. Todas, todas las gentes se han marchado a solazarse por mandamiento de la fiesta. Sólo quedaron algunos chicos reunidos en los montones de ruina de una obra; no los ha vestido la madre, la tía, la abuela; y en esta tarde no alborotan ni riñen; son más buenos amiguitos que nunca. Los gorriones saltan descuidados por umbrales, luceras y sobradillos; desde una entrada profunda, desde una reja con celosías, los mira una enferma, un anciano, y una viejecita muy seca, que tiene las manos cruzadas como los cadáveres, reza o se acuerda de hijos o de tiempos desvanecidos o no piensa, fijos los ojos en un trozo de cielo pálido.

Cerca del cementerio, junto al camino, la cuesta del cerro se suaviza haciendo una solana de alfar, redonda y espaciosa como una era, donde se cuecen y secan al sol las tiernas vasijas de un alcaller. En la callada tarde de domingo el obrador del alfarero está cerrado; y en la yerma tierra, dos pordioseros huelgan un rato, de implorar y plañir, y fuman y repasan los mendrugos y cuartos que guardan en un fardel mugriento, y ríen comentando desmanes, ribalderías o alguna honradez graciosa, para la cual también pueden estar capacitados.

Al cabo del camino ven el grupo de mujeres y después la soledosa figura de Sigüenza. Se alzan los pordioseros; se les acercan y aún con visaje de risa y burla, tienden las manos y doblándose dicen su lacería.

Entonces, de las más añosas mujeres, una les grita enemiga: «¡Piensan que no les vimos despiojarse y reír en aquel erial, ni que vemos ahora la socarronería!... ¡Vayan, vayan que menos padecen que quien tapa por vergüenza su miseria!...».

Los mendigos se allegan a Sigüenza; los ojos de los míseros repletos van de la iracundia encendida por las agrias palabras de la vieja, palabras que recibió el ánimo de Sigüenza como muy prudentes. «¡Ahora venían estos alegres hombres con voz de mancilla!... Apaga la hipocresía todo piadoso sentimiento... Ciertamente más felices y en relación menos escasos se hallarían que él, cuyo traje era de luto teñido...».

—¡Hermanos, Dios les remedie!

Y se aparta Sigüenza musitando aquel famoso apóstrofe de Benengeli: «¡Pero tú, segunda pobreza!, ¿por qué quieres estrellarte con los hidalgos y bien nacidos más que con otra gente? ¿Por qué los obligas a dar pantalia a los zapatos y a que los botones de sus ropillas unos sean de seda, otros de cerdas y otros de vidrio?...». Y diciéndolo el caballero contempla su ropa, su calzado, y a punto de entrarse en maquinaciones le interrumpe el rodar de un coche fúnebre; su ruido retiembla hasta en las entrañas de la calzada.

Apresúranse las mujeres por llegar a tiempo de ver el cadáver que quizás conozcan.

Ya en el cementerio, pasan entre nichos y panteones, bulliciosas y parleras o entretenidas mirando ajadas ofrendas, deletreando versos de humildes oracioneros alquilados; epitafios llorosos, de loa, de exaltación romántica. En algunos se jura «llorar toda la vida sobre la fría losa».

Sobre la fría losa ha crecido hierba menudilla, espesa, rizada; pero no hay nadie.

Los afligidos que hacen compañía a sus muertos, porque así creen recibir consolación, por piedad, por amor o por costumbre, distraen un momento la plegaria de sufragio y miran con recio enojo a estas mujeres de los domingos. «¿A qué vendrán? ¿Es este lugar de ocio?», murmuran considerándolas intrusas.

Y nuestro caballero piensa que ellas vienen porque se aburren en sus portales, y vienen porque aunque amemos naturalmente la vida y ensalcemos el gozo de vivir, hallamos en la muerte una ciega atracción, un invencible interés separado de todo ascetismo, de toda moral filosófica, interés morboso, perverso; porque les sucede a muchas imaginaciones representarse, ver, plasmar la muerte en los muertos, y en los muertos de los demás, en los ajenos.

Arrinconado en los muros hay un viejo sepulcro, grietoso, alto y estrecho. Letras cavadas hondamente en mármol, declaran que dentro está quien fue virrey de las Indias, «y que sus grandes virtudes y merecimientos hacen perdurable y grata su memoria».

Ni las mujeres, ni Sigüenza han sabido nunca de tan ilustre varón. Y siempre contemplan largamente este sepulcro. Un custodio del cementerio les dice que al señor virrey no lo sepultaron yacente, sino de pie y con su fausto de arreos, insignias y ropas militares, que al podrirse, con la carne, se desprenderían y quizás quede el esqueleto desnudo y erguido.

A Sigüenza se le antoja que el señor virrey no ha muerto y que tampoco es vivo, sino que allí lo encerraron con violencia, impedido de vida y de muerte. Inquietado de tan sandia quimera entra nuestro caballero por una calle angosta, andando remiso y suave porque en esta estrechez los pasos se perpetúan, y quedan resonando solos mucho tiempo. Y llega al cementerio de los pobres. Le recibe toda la tarde, ancha, libre, dulce en sus confines de montañas azules, resignada en la soledad de las llanuras aradas, melancólica en las umbrías; el aire viene mezclado suavemente de olores de hierba, de surcos y hontanar, como vuelo de un ave invisible que se recoge en estas afueras, invadidas de ortigas y geranios y cruces de leños, y muradas por tapias bajas.

Matas viciosas y floridas de dondiegos dejan en el ambiente mística fragancia, como esencia de vidas acabadas que se funden con la magna vida.

Una mujer del grupo rompe un tallo de la planta aromosa y prende una florecita en su cabello. Sigüenza cree percibir un quejido y ver la flor arrancada como una gota de sangre.

Las mujeres rodean una sepultura cuya cruz se hunde entre un hinojal bravío; detrás asoman tumbas ruinosas y sube la negruzca lanza de un ciprés. Un rapacillo refugiado en las faldas astrosas de su madre descabeza hormigas. La madre muestra muy honda aflicción.

Sigüenza se va acercando y oye del grupo chismero la vocecita trabajosa y caduca de la vieja que rechazara a los alegres mendigos del alfar, que está murmurando: «Bien saben hacerlo para dar compasión; esto no es sino farsa de desgracia; me creo que ni el muchacho es hijo, ni el muerto suyo». Y, luego, se apartan, y Sigüenza nota vacilante y menguada la dulce llama de la caridad. Entonces, él dice: «Porque los mendigos reían no merecieron socorro, y, ahora, porque los mendigos muestran sufrimiento, decimos si es mentiroso. ¿No descubre esto en nosotros raíces de crueldad, deseo de que sea cierta la desventura e incesante en su opresión?».

...Retorna Sigüenza por el ancho camino de los sauces. De la cumbre del otero baja un hato de cabras. Comienza la santa hora del crepúsculo; en el ocaso se deshace la brasa de una nube...


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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