Nuestro Padre San Daniel

Novela de capellanes y devotos

Gabriel Miró


Novela



I. Santas imágenes

I. Nuestro Padre San Daniel

Dice el señor Espuch y Loriga que no hay, en todo el término de Oleza, casa heredad de tan claro renombre como el «Olivar de Nuestro Padre», de la familia Egea y Pérez Motos.

He visto un óleo del señor Espuch y Loriga: en su boca mineralizada, en sus ojos adheridos como unos quevedos al afilado hueso de la nariz, en su frente ascética, en toda su faz de lacerado pergamino, se lee la difícil y abnegada virtud de las comprobaciones históricas. Todos sus rasgos nos advierten que una enmienda, una duda de su texto, equivaldría a una desgracia para la misma verdad objetiva.

En Oleza corre como adagio: «saber más que Loriga». Loriga ya no es la memoria de un varón honorable, sino la cantidad máxima de sapiencia que mide la de todos los entendimientos.

Pues el señor Espuch y Loriga escribe que antes de Oleza —brasero y archivo del carlismo de la comarca, ciudad insigne por sus cáñamos, por sus naranjos y olivares, por la cría de los capillos de la seda y la industria terciopelista, por el número de los monasterios y la excelencia de sus confituras, principalmente el manjar blanco y los pasteles de gloria de las clarisas de San Gregorio—, antes de Oleza «ya estaba» el Olivar de Nuestro Padre. O como si escribiese con la encendida pluma del águila evangélica: En el principio era el Olivar.

De la abundancia de sus árboles y de sus generosas oleadas procede el nombre de Oleza, que desde 1565, en el Pontificado de Pío IV, ilustra ya nuestro episcopologio.

De 1580 a 1600 —según pesquisas del mismo señor Espuch— un escultor desconocido labra en una olivera de los Egea la imagen de San Daniel, que por antonomasia se le dice el «Profeta del Olivo». El tocón del árbol cortado retoña prodigiosamente en laurel. Una estela refiere con texto latino el milagro. Fue el primero.

El segundo —afirma el infatigable señor Espuch— lo hizo la imagen en su escultor, dejándole manco «para que no esculpiese otra maravilla».

En un cartulario de los Archivos Capitulares de la Catedral, se habla de un imaginero que vino de «lueñes países, y se le secó la su mano derecha, y acabó mísero». Nombre y patria permanecen ocultos. Nadie, ni el señor Espuch, ha podido averiguarlo. En la obra, algunos eruditos descubren un limpio acento italiano. Pero Espuch lo niega adustamente. A su parecer «es una purísima talla española que junta la técnica de la escuela de Castilla y la pavorosa inspiración de los artistas andaluces».

El rostro demacrado y trágico de la escultura no parece avenirse con el espíritu de las profecías mesiánicas ni con la gloria del que se adueñó de los príncipes. Pero es la imagen de San Daniel. Su autor la dota de atributos de legitimidad. Le pone en un costado una foja graciosamente doblada que dice: «Yo, Daniel, yo vi la visión...»; y a los pies, tiene la olla del potaje y la cestilla de pan que le llevó Habacuc colgado de un cabello.

Tantas mercedes otorgó, que su título geórgico de «Profeta del Olivo» trocose por el dulce dictado de «Nuestro Padre». Pero, todavía, su templo es de una pobreza rural; y la riada de 1645 descuaja sus fundaciones y lo derrumba. Entre los escombros que arrastra la corriente se hincha y se abre un ropón, se tiende una cabellera. Con garfios de armadía lógrase traer al náufrago. Es Nuestro Padre. Quédale, para siempre, una morada color, una mueca amarga de asfixia, y el apodo de el Ahogao.

El misionero que predicaba la cuaresma gritó, mirando al río y tendiendo una mano hacia la ciudad: «¡Este lobo devorará a esta oveja!». Para que no se cumpla el presagio se acogen los olecenses al patrocinio de San Daniel. Levantan la iglesia caída; acumulan la limosna; todas las generaciones ponen su hombro y su corazón en la fábrica, que se renueva y crece, participando de diversos estilos, hasta rematar en una portada de curvas, de pechinas, de racimos del barroco jovial de Levante.

Los muros de la capilla del Profeta se sumergen bajo un oleaje de presentallas. Cuelgan arrobas de cera de una ortopedia y anatomía de gratitud: senos, ojos, brazos, pies, dedos, cráneos. Hay, también, un bosque de tablillas con la ingenua pintura de la gracia y de despojos de prodigios: cayados, bieldos, manceras, insignias y varas de mando; manojos de hábitos y sudarios, trenzas cortadas desde la raíz, zapatos, vendajes, muletas y cabestrillos; todo de un olor cerrado y viejo.

El templo y sus ministros constituyen el solar y casta del sacerdocio elegido. Las otras iglesias resultan casas segundonas de oración. Quieren algunos prelados favorecerlas; pero su clerecía trae vida obscura y hábito pobre.

II. La Visitación

Un día se divulga por Oleza que el laurel milagroso no ha nacido precisamente de la soca del olivo de Nuestro Padre, sino al lado. No se menoscaba su gloria. Ni siquiera se comprueban las murmuraciones. Es preferible admitir el milagro que escarbar en sus fundamentos vegetales.

Otro día —el de la Natividad de la Virgen— un maquilero, sordo, sale de su aceña gritando porque oye tocar campanas. Le preguntan rodeándole las gentes; pero él no percibe la voz de los hombres sino las campanas, y unas campanas cristalinas, muy hondas. Camina delante de todos, parándose para escuchar, volviéndose y doblándose para tentar la tierra. Llegados a una viña, que sube de la barranca del Molinar, se transfigura el sordo, se postra y junta la quijada con los cachos; los besa; pide un azadón; todos se precipitan y cavan hasta con las uñas; y aparece una imagen de Nuestra Señora. Es una Virgen menudita, de ojos de almendra. Tiene al Niño en su regazo de adolescente, un niño gordezuelo, desnudo, que ciñe corona y sube una mano como pidiendo una estrella.

Quieren traer la aparecida al oratorio del palacio prelaticio y no pueden, porque según la apartan del viñedo pesa irresistiblemente. Manda el obispo que la devuelvan al bancal del hallazgo, y entonces la Virgen es de una dulce levedad de tórtola. Intentan más veces lo mismo, y siempre se repite la maravilla del peso; y, ahora, ya todos oyen las recónditas campanas. Verdaderamente Nuestra Señora ha sido modelada por los ángeles, y es el cielo quien escoge su mansión. Se le erige un santuario, de hastial nítido, con dos rejas frondosas guardadas por cipreses. Se averigua que en la tierra del contorno reside una divina gracia de maternidad. Acuden alfareros al amparo de la ermita. Beber en picheles y cántaras de Nuestra Señora hace fecundas a las estériles. Virtud más grande que la de los panes amasados con yeso de la santa cueva de la leche de Bethleem, que llena los pechos exprimidos de las nodrizas.

Una casada muy hermosa no concebía aunque lo implorase con lágrimas, y bebiese y se lustrase en escudillas y vasos de la cerámica ermitaña. Desesperadamente ofreció a la Virgen todas sus joyas nupciales. Pero después, contemplando el arconcillo de sus galas, las luces de sus pulseras, de sus sortijas, de sus aderezos, duélese de su voto y le sobresalta no cumplirlo. Compadécese de su mocedad sin adornos. Mira a la imagen con infantil rencor. Van acometiéndola tentaciones y no puede resistirlas. Ha encontrado un arbitrio que la redime del poder de sus inquietudes. Entre las alhajas relumbran viejamente las que le regaló la suegra. Son de muy pobre ranciedad, y se acomodan mejor en el arcaísmo de la Virgen que en la lozanía de los pechos y brazos de la novia. Y se las presenta conmovida, como si sufriese mucho.

A los nueve meses la madre del esposo parió un niño.

Aumentan los prodigios. Pasando por el Molinar una silla de postas, se espanta el bestiaje; se quiebran las ballestas; una astilla de hierro traspasa las ancas de un mulo, clavándolo en la margen del barrancal donde sirve de cuña que contiene al coche. Los pasajeros, un hidalgo viudo, muy devoto de Nuestra Señora, y tres monjas de la Visitación, se arrodillan a los pies de la Virgen, pálidos, convulsos, pero sin ningún daño.

En pocos días muere el caballero. Fue la caída un aviso para su ánima, y deja sus bienes a las Salesas, que fundan casa al abrigo del Santuario. Vienen las fiestas de la Consagración. El Patronato quiere soltar palomas mensajeras, y se las encarga a un trajinero de La Mancha. Frente a la iglesia de Nuestro Padre se le cae el cuévano y escapan las avecitas, refugiándose en los capiteles, en las gárgolas, en los follajes y frutas de piedra... Clero y feligreses gritan con regocijo: «¡Milagro, milagro de Nuestro Padre!...». Los vecinos y sacerdotes del barrio de la Visitación les acometen rugiendo: «¡Viva Nuestra Señora del Molinar!».

Asustadas las palomas, suben y se pierden en el azul. El Patronato no satisface su importe. Principian los cultos hiperdúlicos. Nuestra Señora queda anegada en sus recientes vestiduras rígidas de bordados de obrizo.

Siéntense los afanes por un portento que quite el enojo de la huida de las aves mensajeras y pruebe el agrado del Señor hacia la nueva casa. Y el Señor lo concede a pesar de las discordias de los hombres. Ocurre en la misa de la dedicación. La primitiva lámpara de la Virgen, la que se mantuvo en el viejo ermitorio con las humildes alcuzas arrabaleras, colgaba ahora ciega y exhausta, olvidada como el exvoto de un difunto, entre la fastuosidad de la nueva hornacina. Y en medio de la mañana gloriosa de sol, truena el azul, y una invisible centella baja y enciende el vaso del sediento lamparín, que arde como una flor de ascuas.

III. El Patrono de Oleza

Pero la devoción a San Daniel sube en cultos y ofrendas. Confiérese a su templo jerarquía de parroquia. Las novias y paridas quieren ser allí desposadas y purificadas. El tesoro de Nuestro Padre exige ya una Junta y dos clavarios. No tienen tasa las colgaduras de damasco, de terciopelos y brocateles; los frontales del altar y frontalicos para las credencias de todos los colores litúrgicos; las capas, casullas, dalmáticas, tunicelas, gremiales, almohadas, paños de túmulo y de púlpito de rasos de flores, de estofas de tisús y espolines de oro, de brocados de tres altos.

Penden del tambor de la media naranja treinta y dos lámparas de plata; de ellas, diez y nueve con dote para arder perpetuamente. Constan en registro: veinte cálices —doce de filigrana y gemas—; cinco custodias; siete arquillas de arracadas, brazaletes, relojes, anillos, camafeos, rosarios, cadenas, sartales, leontinas, esmaltes, brinquiños y dijes. Cinco planchas de oro labradas a martillo para guarnecer el púlpito, y no se aplican porque falta una. Dos copas de Venecia que desbordan de aljófares, de ámbar, de turquesas y granates. Un San Gregorio de setenta kilos de plata y veintidós carbunclos. Un cuerpo de un mártir, donación de un noble pontificio que murió en la huerta de Murcia. Y no contaré los hacheros, candeleros, vinajeras, crismeras, portapaces, bandejas, aguamaniles, hostiarios, incensarios, relicarios, píxides, navecillas, palmatorias de metales preciosos, de lapislázuli y ágatas...

Tiene el santo una cabellera para dentro del templo, y otra más larga, rizada y rubia, para la procesión de su fiesta. Tiene una túnica de seis mil libras de seda de ocales. Las vestiduras cubren las ropas talladas, pero prueban el primoroso ingenio de los terciopelistas y bordadoras olecenses; la fimbria resplandece de cuernos de abundancia, de viñas y cabezas aladas de querubines, resaltando un pavo real, símbolo primitivo de la eternidad, con el cuello elegantemente erguido.

No muere patricio ni hacendado sin dejar sufragios y mandas a la parroquia de Nuestro Padre. Una devota agradecida le instituye heredero de todo su caudal. Quiere que se teja un paño y se tienda en medio de la capilla durante el Triduo del 19, 20 y 21 de julio; y que en estos días y en el del aniversario de su muerte se le añada algún realce de labor de brescadillo.

La piedad de la señora prende en muchos corazones el anhelo de imitarla, y el tapiz se va transmudando en lámina de pedrería y orificia. Es ya un mosaico fastuoso y prenda de fe que la imagen acoge propiciamente; y, en cambio, infunde con la encendida exactitud de una verdad revelada la de conceder uno de los tres beneficios que se le pidan de hinojos y tocando las orillas de la preciosa alfombra a la vez que resuenen las tres horas de la tarde del 20 de julio, víspera de la festividad del santo. La muchedumbre, que trae escogida la triple súplica, asalta la parroquia; se oprime, se desgarra, se maldice, se revuelca a la vera del recio paño. Gritan los sacerdotes por acallar el tumulto; gritan también los fieles; lloran las menudas criaturas; se buscan y se llaman los parientes —porque acuden enteras las familias y así puede la estirpe alcanzar el sitio de la gracia—; pero algunos desconocen la voz de la sangre, y se arrancan de la sagrada alcatifa, que reluce con magnífica frialdad de joyería. Viene de lo alto el latido de las entrañas caminantes del reloj. Recrece la disputa, el lloro, el ansia. La angustia del tiempo que va se cumple, el pasmo de la fe, el miedo a la memoria y a la lengua en el rápido trance de las imploraciones, traspasan y aturden a la multitud. Ropa y carne rezuman. Siéntese el resistero y olor de candelas ardientes, de exvotos, de piel, de cabellos sudados. Algunos delicados cuerpos se derriban desfallecidos, y los que están detrás se precipitan, los apartan y les ganan el lugar de las eficacias. ¡Las tres! Es decir, los cuartos de las tres. Clamor y silencio. La primera campanada, y del gemir de los arrodillados prorrumpe un «¡Que se salve!»... «¡Que yo...!». «¡Mi llaga!». «¡Que no se sepa!...». «¡Que no sea pecado lo de...!». La segunda campanada: alaridos de los que tropezaron en el primer ruego; pendencias de los que se engañan y repiten la voluntad ajena. La última campana: voces y plañidos, y el júbilo y el trueno de la muchedumbre que se empuja por salir. Los ojos de Nuestro Padre escrutan su casa, nublada por el vaho de la emigración de sus ovejas. Los ojos de Nuestro Padre, ojos duros, profundos, de afilado mirar, que atraviesan las distancias de los tiempos y el sigilo de los corazones, sobrecogen y rinden a los olecenses. Cuando rodean el altar, la mirada de Daniel se va volviendo, y les sigue y les busca. Ningún lugareño osaría acercársele de noche. De algunos que con audacia sacrílega apostaron resistir, después de las oraciones, la mirada santa, se refiere que cegaron o murieron súbitamente; a otros, de menos culpa, les quedó un perpetuo rehílo de toda su carne, como azogados de terrores. Son los ojos que leyeron la ira del Señor contra los príncipes abominables. Y si descubrieron la castidad de Susana, bien pueden escudriñar las flaquezas femeninas; y no falta gente baldía que matricule las casadas y doncellas, conocidas por algunas deliciosas fragilidades, que nunca se arrodillan en las gradas del santo. Se sabe de maridos que recibieron anónimos reveladores instándoles a someter sus mujeres al juicio de la tremenda mirada, y no las sometieron. Es padecida y sedienta la boca de Nuestro Padre el Ahogao. Dicen que, acercándosele mucho, se le siente el aliento.


* * *


En tanto que la parroquia de San Daniel se exalta con celestial poderío y arrogancia varonil, la Visitación se recoge apacible, femenina, en una quietud de dulzura mariana, de plegaria monástica.

Hasta la misma topografía semeja decidirlo: está San Daniel dentro de lo más poblado, junto al puente de los Azudes. Su torre plateresca se glorifica en los crepúsculos; el sol se va acostando detrás del pecho de la cúpula; algunos romeros olecenses recuerdan la de San Pedro de Roma. La Visitación duerme toda pulcra en el verdor de los huertos. Cuando tocan los esquilones de sus espadañas, se esparce una alegría inocente de rebaño y de aleteos de palomar.

Hay una «Pastelería de las Salesas», un «Horno de la Visitación», una «Fábrica de Jabones de las Madres», un «Obrador de Sedas de Nuestra Señora», dos «Alfarerías del Convento».

Pero hay «Chocolates del Santo»; «Mesón de San Daniel»; «Parador de Nuestro Padre»; «San Daniel: Granos, Moyuelos y Harinas»; «El Profeta: Hilados y Alpargatas»; «Carros y Aperos del Santo Olivo», y escuelas, aceites, vinos, abacerías, carnicerías, cordelerías, confiterías y tahonas con rótulos, leyendas, marcas y especialidades bajo la advocación de San Daniel.

Hay una calle de la Visitación, otra de la Aparecida y un pasadizo de Nuestra Señora del Molinar.

Tiene San Daniel tres calles tituladas variadamente, y una plaza, una rampa, un acequión y un vado.

En la iglesia de las Salesas está la cripta del fundador del monasterio y la sepultura de un arcediano de Murcia.

En la parroquia de Nuestro Padre están los pendones y enterramientos de la más rancia nobleza olecense; y sarcófagos con arcosolios para el busto del difunto, como el de don fray Gabriel de Lucientes, de la Orden de Predicadores, primer obispo de Oleza; y el de don Luis García Caballero, que convocó el segundo Sínodo diocesano. Finalmente, en una urna, en forma de tabernáculo, se guarda el corazón y la lengua de otro prelado: de don Andrés Villalonga, que murió en Orense.

Un decreto de Urbano VIII, de 23 de marzo de 1630, dispone que «en adelante sea cada pueblo quien escoja su patrono».

Oleza lo ha escogido.

II. Seglares, capellanes y prelados

I. Casa de don Daniel Egea

Don Amancio Espuch, sobrino del curioso cronista señor Espuch y Loriga, y heredero de sus virtudes y manuscritos, se pregunta muchas veces: «¿Cuándo principió a decírsele «Olivar de Nuestro Padre» a la heredad de don Daniel Egea?».

Don Amancio lo sabe, pero le agrada sumirse bajo las selvas de su erudición para después salir cogido de su misma mano a la vertiente de una consecuencia: «La heredad tomaría tan devoto título al mismo tiempo que el Profeta del Olivo fuera trocándose en Nuestro Padre. Es una conmovedora derivación toponímica; originándose el nombre de Oleza del antiguo olivar, recae definitivamente en el olivar la sal y la gracia del bautismo de uno de sus árboles».

Su dueño se enternecía escuchándolo, y se llamaba Daniel.

Bendecidas estaban sus tierras. No sosegaban los molinos de grano y de oliva. Don Amancio y don Cruz, canónigo penitenciario, que solían participar de la hidalga mesa, nunca dejaban de asomarse a las almazaras, y contemplándolas, y dando palmaditas en los dóciles hombros de su amigo, le decían con el Deuteronomio: «¡Bendito Aser entre todos; sea agradable a sus hermanos y bañe en aceite su planta!».

En aceite y en el río se bañaba la hacienda. La traspasaba el Segral, de aguas gordas y rojas, elevadas por azudas y recogidas por azarbes para regar las gradas de legumbres, morenas del mantillo, y las tierras calientes de los maizales, de los naranjos y cáñamos, tan espesos que escondieron la llegada de la facción de Lozano. En lo más hondo de la vera holgaban las vacas paridas. Se sumergían hasta la cuerna en la delicia del herbazal, azotándolo pausadamente con sus colas empastadas de estiércol. Huían los terneros revolviéndose de un brinco para arrancarse de la rabadilla el ascua de los tábanos. Los cerdos, que hozaban en la ciénaga, tenían que escapar volcándose y pisándose los pliegues de su vientre. Las polladas, las ocas, los pavos, se apretaban en los muladares y al sol de las aceñas, alargando despavoridamente los cuellos, quebrando el fino cristal del silencio con un descombro de cacareos y aletazos. Entonces, la vaca madre alzaba el hocico, verde de suco de pastura, y sonaba el aviso de prudencia de los cencerros; pero ya las crías se entraban en el agua; lo miraban todo graciosas y atónitas, y mordían la corriente con los labios, tendiendo una hebra de lumbre de baba, de leche y de río.

El secano, de viña, de cereal, de almendros y de los gloriosos olivares, era de un amplio término. Subía de margen en margen hasta las fitas de Los Serafines —heredamiento de la parroquia de San Daniel—, cogía a la redonda los tozales y barrancas de margas, y, bajando frente al cementerio, acababa con un seto de cactos y aromos en las afueras de Oleza, arrabal de la Judería, de tierras valladas, donde se expansionan los obradores de carros, de fraguas, de norias.

Dos pilares con cadena cerraban el tránsito del camino propio, un camino íntimo de olmos que iba dejando una vereda en cada bancal. A lo último se abría una plaza agrícola con cipreses de santuario, rinconadas foscas de mirtos, de leña y de malvas; allí estaban los aljibes, los abrevaderos resplandecientes de cal azulada entre un frescor de vides y calabaceras; las rubias bóvedas de los fenedales, y el casalicio de cantones tostados y rotos, de porches, accesorias, pasadizos y cercas de los establos, almazaras y bodegas, silos de almendra y de naranja, secaderos de higos y de ñoras, estufas de gusanos de la seda, viviendas de labradores, el horno, la troje y los lagares. El casal de los dueños quedó enclaustrado por los edificios de labor. Quedaban libres la solana de arcos lisos coronados de cuelgas de maíz, un balcón de balaustre eminente con bolas de cobre, y dos grandes rejas labradas como verjas de altar, con poyos de losas en los muros. Casi no se pasaba a ningún aposento sin gradilla o peldaño. Había muchas escaleras privadas por las que nadie subía ni bajaba; y todavía don Daniel quiso otra desde su escritorio a un ropero de arcones, donde se guardaban los rodillos de lienzo moreno, hilado por las mozas de sus abuelas, noventa y seis varas de damasco de la «granada», zafras, orzas, moldes de cuajar confituras, libros viejos y el casaquín de brigadier de los ejércitos carlistas de un hermano del padre, muy valido de don Carlos María Isidro.

Paulina, la única hija de don Daniel, y Jimena, la brava mayordoma, rechazaron el intento de otra escalera de servicio que tampoco serviría para nada. Les bastaba el entresuelo, y aun era tan grande que les llegaban ráfagas de miedo de arriba, de las salas altas cerradas, de los desnudos dormitorios en cuyos lechos de dosel agonizaron los caballeros enlutados, las damas de senos de albayalde, los niños descoloridos que miraban las soledades desde los óvalos grietosos, desde los marfiles de las miniaturas; arriba estaba el miedo del crepitar de las consolas y cómodas, anchas y tristes como túmulos, de los espejos helados, de las urnas con imágenes lívidas; el miedo de la sensación del propio suspirar, y el miedo pavoroso al miedo...

Encima de los últimos sobrados, levantó el brigadier Egea su estudio de astrólogo dejando a la sombra el cuadrante de sol. Del observatorio quedaba un trípode, un atril y un sillón de velludo, donde el apacible faccioso esperaba dormido el tránsito de las celestiales maravillas.

Sospechaba Paulina que toda la astronomía de su tío no fuese sino el prurito hereditario de otra escalera interior retorcida como un pilar salomónico. Reprendíala el padre por tanta irreverencia; pero seguía contando del remoto horizonte de su casa para que la hija lo fuese poblando con su voz. Llegó a pasmarse de haber podido vivir en aquel tiempo sin ella, cuando ahora dejaba el coloquio de sus amistades, la recreación de su herbario, todo, hasta sus oraciones, para buscar a esta criatura y verla y oírla como necesitado de una sensación de presencia y de realidad de hija.

Don Cruz le advirtió que amándola de ese modo se forjaba un padecer y casi se tentaba a Dios.

Espantose el padre. Tuvo que confesar que casi no lo hacía a sabiendas. Muchas veces no sabemos que sentimos sed hasta que estamos bebiendo el agua riquísima. Pues ni más ni menos le pasaba con su ansiedad de hija.

—...Sin ella me hubiese ya muerto, porque, francamente, no me hacía falta vivir ni a mí mismo. ¿Qué haría yo? No haría nada. ¡Un viudo a secas! Pues, si estoy mucho tiempo solo, hay alguien que me lo dice, y me asusto de sentirlo.

Pero es que, además, la hija perpetuaba a la madre muerta.

Era una palpitación de generosidades. Su risa, su palabra, la gracia de su paso, toda vibraba en un latido. Así fue la madre: siempre animadora, exaltada por la felicidad de lo sencillo, como si cada día se le ofreciesen las cosas en una pureza de recién nacidas; y murió de sufrimiento. Había sufrido por todos. El esposo la trajo a la quietud de su amor y de su abundancia, y ella se extinguió dando en vómitos la sangre de su pecho, la sangre de su casa desaparecida.

Don Daniel renovó y selló la estirpe con su salud de hombre venturoso y sin pecado; sin pecado y sin fuerza para resistir a solas ningún pesar ni júbilo. Había de menester otra vida para verse mitigadamente en ella. Antes fue la de la esposa; después, se trasubstanciaron sus emociones en el espíritu y en la carne de la hija. En cambio, por una rara óptica interior miraba como suyos los ajenos ímpetus y bizarrías. Fácil al asombro por todo lo que creía extraordinario, se lo incorporaba hasta revivirlo episódicamente.

—¡He aquí otro riesgo de usted! —le avisaba el canónigo—. Apártese y conténgase en sí mismo, y le sobra. ¡Con el nombre que usted lleva! ¡Cuánta gloria y enseñanza puede depararle! ¡Nunca olvide que se llama usted Daniel!

—¡Qué he de olvidarme, don Cruz!

—¡Daniel, el que participó de las excelsitudes de los príncipes y pasó victoriosamente sobre todas las adversidades; el que alumbró los más escondidos misterios de los sueños y visiones de Nabucodonosor y reveló el terrible sentido de la escritura aparecida a Baltasar, porque era diez veces más sabio que los adivinos caldeos!...

—¿Diez veces?

—Sí, señor; diez veces. ¡Por algo evitan algunas conciencias los ojos de la santísima imagen! ¡Daniel, el que midió el tiempo en que habían de cumplirse las profecías; de modo que fue el profeta de los profetas!...

—¡Pero, entonces, mi Santo es uno de los más importantes!...

Don Cruz le perdonaba.

—¡Daniel: mi valedor es Dios. Recuerde cuando lo arrojaron al foso de los leones hambrientos, y los leones se le humillaron lamiéndole!

—¡Es que es verdad! ¡Daniel! ¡Se llamaba como yo, Dios mío! —y el señor Egea cruzaba valerosamente sus brazos, viéndose rodeado de feroces leones, enflaquecidos de hambre, que se le postraban y le lamían desde las rodilleras hasta sus zapatillas de terciopelo malva, bordadas por doña Corazón Motos, prima del hidalgo, y dueña de un obrador de chocolates y cirios de la calle de la Verónica.

II. El Padre Bellod y don Amancio

Ordenado de Epístola, tuvo viruelas el padre Bellod, y un grano de mal le llagó un ojo, precisamente el del canon de la misa. Alcanzó la dispensa: Quoties missam celebraverit, tabellam canonis in medio altaris debet habere. De carne áspera y espíritu rígido y vigilante, mereció pronto el gobierno de una parroquia, y le encomendaron la de San Bartolomé, iglesia románica, tenebrosa como una catacumba, con suelo de costras de lápidas de enterramientos.

Entre la clerecía de la diócesis era este párroco cumbre y cátedra de religiosos austeros. Tanta virtud movería a llamarle padre Bellod, como si perteneciese al claustro. Su confesonario hacía estremecer los más limpios corazones femeninos. Siempre contaba el júbilo de arcángel que sintió San Antonio cuando supo que su hermana y las cuatrocientas mujeres que la seguían conservaron la virginidad venciendo grandes peligros y tentaciones. Recordaba también que, en los primeros siglos del cristianismo, las vírgenes consagradas al Señor constituyen la aristocracia de la comunidad de los fieles. Se las menciona especialmente en las plegarias. Tienen asiento privado en las basílicas. Todos las reverencian, y las austeras matronas no salen del recinto sin besarlas. Los epitafios de sus sepulcros proclaman con elogio el título de su doncellez. Y de seguro que en los cielos resplandecen con deliciosas luces de hermosura... Y el padre Bellod veíase en las gradas celestiales rodeado de sus hijas de confesión, todas vírgenes, todas de blanco como un jardín de lirios.

Ellas no osaban rebelarse, pero tampoco se avenían a prometerle la gloria de sus ansias. ¡El rayo de la cólera verbal de Tertuliano se encendía en la lengua del indomable justo pensando en las «indignidades del matrimonio», y viendo que sus criaturas no se amaban a sí mismas hasta el propósito de la continencia! De la abrasada Mauritania respondieron las vírgenes más principales al llamamiento del santo obispo de Milán pidiéndole el velo de esposas del Señor. ¡Y en Oleza, en Oleza!... ¡Y, después de todo, qué convites de galanía les deparaba Oleza si casi toda la juventud iba afeitada, y con alzacuello y pecherín negro de seminarista!

Era verdad; Oleza criaba capellanes, como Altea marinos, y Jijona turroneros.

Celebraba el padre Bellod la misa de alba. Desde su aposento rectoral pasaba al vestuario, alumbrándose con un libro de cerilla. Delante le corrían las sombras horrendas de imágenes y argadillos arrumbados, de ciriales, de atriles, de mangas, de cruces, del monstruo del aguamanil, de un bonete roto colgado del añalejo. Por las tarimas, por los esterones, entre las losas de las tumbas huían las ratas húmedas, velludas. El cojín de los bancos del presbiterio, un fuelle del armónium del altar de Santa Cecilia, y el tirso de azucenas de San Luis Gonzaga estaban casi devorados por las inmundas bestezuelas que, según dictamen del arquitecto diocesano, emigraban de los albañales de la residencia de los Franciscos.

El párroco porfió con la Comunidad. Llegó a odiarla. Toda la vetusta iglesia le parecía roída por las ratas más que por los siglos; en cambio, aquellos religiosos no recibían ningún daño; lo confesaban humildemente como un don inmerecido. El padre Bellod puso ratoneras en las hornacinas, en las sepulturas, en los antipendios, en la escalera del órgano y de la torre. Y todas las mañanas el sacristán, los vicarios, los monacillos, las viejecitas madrugadoras le sorprendían tendido, contemplando las ratas que brincaban mordiendo los alambres de sus cepos. El padre Bellod descogía un buen trozo del libro de candela, y con certero pulso iba torrándoles el vello, el hocico, las orejas, todo lo más frágil, y les dejaba los ojos para lo último porque le divertía su mirada de lumbrecillas lívidas. La sagrada quietud parecía rajarse de estridores y chillidos agudos. El padre Bellod concedía a las presas un breve reposo; entonces se oía el fatigado resuello del párroco. Pero comenzaba a gemir la cancela; venía más gente; ya no era posible esperar; y con las tenazas de los incensarios aplastaba las cabezas de sus enemigos, y, si se rebullían y le cansaban mucho, tenía que reventarlos por el vientre. Se horrorizaba de pensar que tan ruines animales, verdaderas representaciones del pecado, pudiesen alimentarse de las reliquias de las aras, de ornamentos, de recortes del pan eucarístico.

Luego de misa volvía a la casa rectoral, sacaba de su desnudo pupitre una vieja navaja de barbero y se rasuraba sin espejo ni jabón. Muchas veces le pidieron los coadjutores que siquiera se bañase la piel, bronca como de peña volcánica, y el siervo de Dios sonreía enjugándose con el pulgar las gotas de sangre que le caían por el duro collarín. Acabado su aliño, tomaba de un arca seis panes, y con la misma navaja los iba rebanando para socorrer a sus mendigos.

No fumaba; no tenía olfato, y el mejor manjar y gollería para su gusto eran los salazones, principalmente el cecial y cecial de melva.

En las comidas comentaba el martirio de algún santo, casi siempre de santa doncella; y dado gracias, salía con la familia eclesiástica al huerto parroquial, huerto rudo, de higueras, de malvas, de geranios y sol, con andas viejas, hacheros, tarimas de túmulos y escalinatas del monumento junto a los vallados, y gatos flacos dormidos en la balsa de una noria inmóvil.

Allí jugaban al marro y a pelota los clérigos de San Bartolomé, produciendo un estrépito de alpargatas, que era para el padre Bellod una evocación de la simplicidad y pobreza de los primitivos cristianos.

Las tardes de fiesta los sacaba a la masía de Los Serafines, heredada por la iglesia de San Daniel, cuyo párroco, más amigo de tertulias de estrado que de solaces agrestes —y ahora ya enfermo y recogido en la molicie de su sala—, dejaba generosamente que la hacienda de Nuestro Padre fuese lugar de recreación y de jiras de toda la clerecía olecense.

Vanagloriábase el padre Bellod de establecer un paralelismo entre la disciplina de sus vicarios y la crianza guerrera de Roma. El oficio de las legiones era el de luchar y triunfar. Para cumplirlo, Roma impone a sus soldados una vida esforzada. Les obliga a marchas rápidas y penosas, a caminar veinticuatro millas en cinco horas soportando armas de doble peso y fardeles de equipaje que no han de menester. Con ellos saltan fosos, escalan setos y muros, bregan y hacen ejercicios de espada, de arco, de jabalina y pica, y después se bañan en el Tíber. En la guerra contra Mitrídates los legionarios piden el combate como una gracia que les libre de la faena del campamento.

En las barbecheras de Los Serafines corrían los de San Bartolomé y se arrojaban terrones hasta quedar trasijados. El padre Bellod, arregazándose el hábito con una soga, y antecogiendo un destral o un legón, partía leña del yermo o mondaba las acequias. Sus vicarios tenían que imitarle. El padre Bellod se bañaba en el río, y ellos también. Merendaban pan de cebada, y por companaje queso duro de oveja o naranjas de las caídas en los alcorques. Finalmente habían de cargar sobre sus hombros los costalillos de breñal cortado, y si se mostraban quejosos, revolvíase el padre Bellod con textos patrísticos y no paraba de decir de los que ahorran fuerzas para el pecado o de los que ya no las tienen porque se las devoró el pecado. El oficio de las legiones de Cristo no era otro que el de triunfar de la tentación. Y los coadjutores de San Bartolomé llegaban a desear la muerte que les redimiese de la disciplina de su párroco. En las afueras les salían los mendigos y les tomaban la leña, y junta la de muchas tardes la traían a los hornos, y con los dineros que les daban tenían para un pichel de aloque.

Murió el atildado rector de Nuestro Padre, y la husma del precioso cargo removió los apetitos de la diócesis. Hubo en palacio rebullicio de sayas y mantos, de levitas y gabanes que dejaban un rancio olor. Todo Oleza venía a pedir el nombramiento de sus favoritos, y ningún pretendiente lo alcanzaba. La gracia fue en busca del padre Bellod, que estaba enjalbegando las paredes de su corral. Suele repetirse este episodio del hombre a quien sorprende la gloria en el momento de andar afanado en humildes servicios, y casi siempre —nos dice la Historia— estas exaltaciones, más que al ungido, halagan y regocijan a sus deudos y familiares. Así se cumplió en los clérigos, sacristanes, fámulos y chicos misarios de San Bartolomé que, sabiendo la mejorada salida de su párroco, se olvidaron de su yugo y brincaban y gritaban muy gozosos mientras él les hincaba su pupila fosfórica, la pupila que traspasó la agonía de las ratas de su iglesia.

La ciudad comentaba pasmadamente el ascenso del padre Bellod. No atinaba los motivos. El Círculo de Labradores, verdadero casal de juntas del carlismo, enramó su puerta y colgó las ventanas. Su secretario, don Amancio Espuch, había dicho que el «señor» seguía ganando batallas desde el destierro. Consultose la frase reveladora a don Cruz, y el canónigo no pudo desmentirla.

Era indudable que el obispo favorecía la «buena causa». Y una comisión del Círculo y de feligreses de Nuestro Padre llevó a Palacio la gratitud de todos.

Apacentaba entonces el rebaño olecense un varón cordobés de magnífica presencia y de genio comunicativo. Visitaba a las familias acomodadas, presentándose con dulleta y bastón de concha, de puño de filigrana y piedras finas. Entraba en los monasterios gritando: «¡Ah de mis monjas! ¡Ah de mis monjas!». Y todas acudían, estremecidas de confusión, bendiciendo las muchas maneras de santidad que puede haber en este mundo. Salía a caballo por los huertos y olivares con la majeza de un prócer andaluz por sus cortijos, hasta que el señor arzobispo lo supo y le aconsejó que no siendo abrupta la diócesis, como no lo era, podía ir en coche, y coche de mulas; y ya el prelado tuvo que servirse de un faetón enorme y negro, de hechura de arca con estribo de empanadilla. Pero tanto ahogo le daba, que mejor quiso engordar en la quietud de su casona. Trasladaba galanamente al romance idilios y églogas de los bucólicos latinos, y los leía a las doncellas olecenses que iban a pasar la tarde y el rosario con la hermana y las sobrinas de Su Ilustrísima. Rezado el Ángelus se apagaban las salas, y el buen Ipandro de Oleza quedábase conciliando, como algunos grandes santos, los autores gentiles con las Escrituras y la Teología.

Cuando supo que le esperaban los enviados de la parroquial de San Daniel, y que era visita de gracias por el nombramiento del padre Bellod, se regocijó mucho. La temió de pesadumbre y de rebeldía contra los rigores y tosquedad del nuevo párroco. Lo había escogido para reprimir las relajaciones de los de San Daniel, y si esto no fuere posible —pensó el señor obispo—, al menos que los de San Bartolomé descansen de ese hombre... ¡Y he aquí que acertaba para bien de todos! ¡Pues gloria a Dios!... Sentose en su butaca de felpa roja y fue rodeándole la comisión de feligreses, presidida por don Amancio Espuch.

Estuvo conversando de humanidades con don Amancio, recién licenciado en ambos Derechos y director propietario de El Clamor de la Verdad, que se publicaba casi todos los domingos, y donde envolvía su nombre con el manto del pseudónimo de Carolus Alba-Longa. Era el señor Espuch casi joven, y estaba ya calvo, seco y rendido de hombros; era célibe, y parecía viudo.

Después de un curioso diálogo, Alba-Longa comenzó la lectura del mensaje de gratitud, de una elegancia verdaderamente latina.

Escuchábale el prelado haciendo un leve cabeceo, y de repente se torció todo convulso, le crujieron las vértebras y exhaló un ronquido...

La perlesía había dejado huérfana a la diócesis olecense.

Atribúyese también la muerte de Su Ilustrísima a las grasas que se le pararon en el corazón.

El Clamor de la Verdad publicó, con orla de luto, todo el documento de don Amancio.

III. El casamiento de doña Corazón y una conocida anécdota del marido

Todavía muy joven doña Corazón, estuvo enamorada de don Daniel; pero le amó tan recatadamente que el hidalgo no lo supo, y la buscaba para decirle sus anhelos por la que fue su esposa. Logró su bien el distraído caballero, y sintiose obligado a mediar en los amores de ella, porque de seguro que su prima tenía alguna pena de amor. Eso sí que lo adivinaba el venturoso, y pomposamente se dijo: «Averigüemos ahora quién es el amado». Y se iba volviendo en torno de las amistades de la casa, y no le veía no viéndose a sí mismo.

Se lo preguntó a la resignada virgen.

Doña Corazón, muy blanca, con los ojos en tierra, le negaba sus dolores, y don Daniel estuvo a punto de creerlo, porque la pobre criatura no se había sonrojado, y el rubor era para su primo la callada confidencia de las mujeres.

Las pesquisas de don Daniel siguieron otros rumbos. «¿No está el galán entre los amigos familiares? Pues veamos si hay algún cortejador entre los extraños».

Y lo había: un capitán recién llegado de Manila, pendenciero, raído de deudas y vicios, que buscó el descanso y los ahorros de un tío suyo, canónigo de Oleza. Reparó en las tranquilas gracias de la doncella, en la mansedumbre, en los dineros y en la cerería de los padres de Corazón, y la quiso.

Lo supo don Daniel y sonrió, imaginándolo todo. Ese Motos —los Motos nunca fueron tan ecuánimes como los Egea—, sabedor de la rota juventud del capitán, impide los amores de la hija. Claro que cumple como buen padre; pero padres tan tercos acaban por malograr bodas felices; un arrepentimiento, y un arrepentimiento por enamorado, ha de ser para la novia la dicha de más fineza y el mérito del que con más dulzura puede vanagloriarse. Y don Daniel se incorporó toda la noble emoción de un arrepentido... Aquí encajaban los sutiles oficios de pariente autorizado y señor de mayorazgo. En seguida llamo al capitán pidiéndole promesa de enmendarse, y él se la dio jurándola por la cruz de su espada. Corrió el medianero a la cerería, donde tuvo un grave coloquio con sus dueños. Lloró la hija; resistieron los padres; porfió don Daniel. Vino el capitán y les fue ganando con su charla de aventurero. Acudió también el tío prebendado que expuso su doctrina —doctrina que más tarde ha de verter desde su estalo de deán y vicario capitular—, y que cifró de este modo: «Las cosas son según son. Aparte de que Oleza no es Manila, fondeando mi sobrino en el refugio de una cristiana familia, puede, sin dejar de ser lo que es, dejar de ser lo que fue».

Don Daniel aplaudió muy gozoso; y Corazón, medrosa de que se le desbordara su escondido infortunio, sometió su voluntad a la de su primo. Así creía dársele en servidumbre, ya que no podía rendírsele de otra manera honesta. Después el tiempo, la blandura y mocedad de la cuitada, y el encanto de las galas militares, tan resplandecientes entre las ropas lisas y obscuras de la varonía de Oleza, lograron lo demás. Lo demás fue que hubo casamiento, y, a poco, pidió el marido su retiro de soldado, y en el ocio y holgura reverdecían todos sus resabios y siniestros.

Ocultó la malmaridada su desdicha tan firmemente como su antiguo amor; y don Daniel, viéndola siempre mustia, se decía: «¡Hay mujeres que nada las contenta! Todo se les vuelve fantasmas y antojos. ¡Pues que el Señor no se canse y la castigue!».

Y le daba muchos consejos.

Pasaba el esposo los días en los figones y ventas con trajinantes y mozas del partido; y algunas tardes, porque se le viese entre gentes honradas, iba a la tertulia del Miseria, veterano faccioso, mercader de harinas, de cereales, de alcamonías y especias; ingenio de brujo, que con dos libras de azafrán de Novelda y de Villalgordo del Júcar, y lo demás de alazor teñido, henchía un saco arrobero. Eran fraudes muy celebrados de sus amistades, porque ese azafrán apócrifo lo mercaban los ingleses para revenderlo a los abominables cultos de la India.

En la tienda de Miseria fumaban y pellizcaban sus tabaqueras de hueso y de sándalo algunos hidalgos devotos de la «buena causa»; allí conversaban de don Carlos María Isidro, de las primeras jornadas y proezas del carlismo, y allí el ex capitán las calificaba como técnico y refería las suyas en el remoto archipiélago que le devoró casi toda su vida militar, mal pagada por el ruin Gobierno de la reina.

Un abuelo desdentado le contó la muerte del conde de España: él le puso su pie encima del pecho, y recordaba que se le salía el dedo gordal de la alpargata, mientras Baltá y el bachiller Masiá le estrangularon con una cuerda de cáñamo, y Solana y Morera le golpeaban con varas desde la nuca hasta la frente.

Todo lo iba explicando con vocecita resbaladiza y blanda, y a veces había de pararse como si se hubiese engullido la lengua.

—¿Tardaría en morir el señor conde? —le preguntó el especiero, que tuvo siempre mucha crianza para mentar la nobleza.

—De tardar, sí que tardó. Vivo aún le quité las dos reliquias que llevaba en el seno. ¡Y este dedo gordo sintió cómo se le iba parando el corazón, pero que del reconcomio se le encalabrinaba hasta lo último, y yo se lo hinqué cuanto pude! A luego derribamos el cadáver por los puentes del Segre.

Todos le contemplaban el pie, adivinándole el dedo heroico bajo la alpargata lugareña.

Acertó a oírle el médico don Vicente Grifol, que salía de curar una postema a la mujer del Miseria. Era un solterón chiquitín, pulcro, rasurado. Todas las tardes pasaba por la calle de la Verónica; quedábase mirando el taller de los Motos, y daba un suspiro y un golpecito de bastón en la misma piedra.

Aguardó Grifol que el antiguo faccioso se sorbiese otra vez la lengua, y entonces le dijo:

—Hay quien le mira con asombro ese dedo del pie que pisó el último latido de una agonía. Ya sé: la agonía de un hombre inicuo que bailaba delante de los ajusticiados inocentes. No importa. Yo suelo mirarme las manos cuando recogen las angustias de un corazón moribundo, y siempre, siempre me parecen mis manos torpes y duras.

Y advirtiendo una mueca de fisga en el ex capitán, le preguntó un poco perplejo:

—Vamos a ver: ¿de qué se burla el gran capitán?

Alborotose el de Manila, gritándole con toda su jactancia de bravo de burdel:

—¡Me burlo de sus manos, y no le pongo las mías encima por no sentir esa angustia que usted dice, pero del corazón de un cobarde!

Cundió el espanto; alzaron todos su voz queriendo avenirles. Y don Vicente saliose con mucho sosiego, acariciando el puño de marfil de su bastoncito. Desde el portal seguía injuriándole la risa villanesca del soldado. Miseria y los amigos acudieron a reprimir su bulla, y elogiaron la prudencia del ofendido, que desapareció en la «Botica de San Daniel». Creyéronle enfermo del sofoco; pero vieron que volvía con su bastoncito debajo del brazo y mirándose el hueco de las manos.

Nadie intentó contener al buen hombre, no entendiendo su vuelta y su calma. Y el médico entró y se puso delante del ex capitán, diciéndole:

—Vamos a ver: usted me ha llamado cobarde...

Mediaron los demás, dándolo todo a la chanza. ¡Quién pensaba ya en eso! Don Vicente les fue apartando.

—Lo piensan ustedes, y lo pienso yo. Aguárdense. Usted me llamó cobarde: ¿no es verdad? Pues dicen que no hay miedo como el de la muerte. Vamos a ver: aquí traigo la muerte; aquí la tenemos, muy quietecita, dentro de estas dos píldoras; es decir: dentro de una de estas dos píldoras que parecen iguales. Iguales, pero la una mata, y la otra no. Escoja usted; y la que se deje, me la tragaré yo. ¡Vamos a ver!

—¡Ahora salimos con esas antiguallas! —y el rufo escupió al lado de don Vicente, que, impasible, le repitió el mandato:

—¡No hay sino tragarse una píldora, la que usted quiera, o el cobarde es usted!

Todos los gritos de afrenta de truhan y fullero, los restalló el héroe de Manila sobre la faz pulida del señor Grifol.

Les apartaban los contertulios, azorados y compungidos. Y Miseria pudo llevarse al médico junto a la balanza de las Harinas. Allí le pidió llorando que se aplacara; se lo pedía por Dios, por la justicia, por el respeto a su mismo nombre, por los más preciados sentimientos de humanidad.

Dejose implorar don Vicente, y después le contestó riendo:

—Esto que hago es una antigualla; yo lo sé. Claro que no inventé yo el lance. Me valgo de la anécdota. La anécdota tiene una naturaleza parasitaria; se acomoda a vivir donde se la aplica; pero suele ser de mucho provecho; no es parásita a la manera de este granujilla. ¡Con que vamos a ver! —Y se volvía al enemigo, subiendo las manos, y con el índice y el pulgar de entrambas le mostraba, desde lejos, delicadamente cogidas, las dos píldoras, tan pavorosas las dos, porque sólo en una se escondía la muerte.

—¡Pero si esto no es posible, si esto no es de cristianos! —gemían los hidalgos. Y el tendero arrodillose a los pies de Grifol, clamándole que no fuese su ruina.

Grifol le previno:

—No te apures, Miseria, que no habrá cadáver en tu casa. Yo cuidé del amasijo del veneno, y te juro que el envenenado tardará en morir; de modo que tendrás tiempo de cerrar tus puertas.

Aquietose ya Miseria, y las cerró para impedir corros de muchachos y compadres. Escapó el abuelo que había pisado el corazón del señor conde de España.

El capitán, lívido y ronco, llamaba mujereta y castrado a don Vicente. Quería que les dieran dos pistolas o que los dejasen solos, que sin armas, con los puños y a mordiscos quedaría el pobre Grifol tan tieso como una gallina muerta.

—¡Ni pistolas, ni puños, ni bocados! ¡Píldoras, píldoras! —porfiaba don Vicente—. Yo no quiero ser majo ni bestia. Yo sólo digo que el cobarde y todo eso que usted me grita, todo lo será usted, si no se come una píldora. ¡Con que vamos a ver!

Ya el capitán le miraba enloquecido y alucinado, viendo en esa figurita pulcra, frágil y sarcástica a la misma Muerte implacable, la Muerte con bastoncito, que hacía son de cascado, en vez de guadaña.

Los buenos hombres rodeaban al médico, le abrazaban, bañándole del sudor de su angustia. Le juraban que jamás el ruin participaría de la amistad de ellos. Lo consintieron a su lado por ser sobrino de quien era, y porque creyeron mejorarle. Todo se lo decían con balbuceos y quejumbres, mientras el bravo silbaba una temblorosa tonadilla de taberna. Se le rompió el silbo, porque la Muerte se le llegaba. Le tocó en un hombro con la contera de su dalle, y dijo:

—¡Bueno: yo me engulliré las dos! —Y las terribles píldoras, las dos, desaparecieron graciosamente en su garganta.

Enmudeció consternada toda la tertulia; brincó el adversario; revolcose Miseria entre sus costales, como si fuese el emponzoñado, y don Vicente, acomodándose el sombrero, se fue con paso tranquilo y menudito al portal, entreabrió el postigo, y exclamó:

—¡Bueno: he de advertirles que estas píldoras, las dos, eran de regaliz compuesta nada más!

Y su tos de risa perdiose poco a poco en la paz de la tarde.

Escondido entre los sacos asistió a la contienda el hijo del mercader, un redrojo pajizo, de manos heladas y pupilas ardientes, que siempre escuchaba las gestas facciosas con la encendida ansia de imitarlas en que se abrasó Teseo oyendo las empresas de Alcides. Se hizo desde entonces escucha del derrotado capitán, y luego buscaba a don Vicente para decirle las venganzas que aquél se prometía, y murió sin cumplirlas. Murió devorado por las bubas de sus vicios. Murieron después los Motos, dejando a la hija heredera del obrador de cirios y chocolates.

Era una tienda florida, y cuidada por doña Corazón como si adornase un altar del Mes de María. Vendía también canelas, azúcar, mariposas de lucernas, bulas, rosarios, devocionarios, estampas, dijes, estrellas de anís, panes y libros de hostia, potes de miel y confitura...

La visitaban capellanes y principales caballeros; platicaban y leían El Clamor de la Verdad y el Boletín Eclesiástico. Cortejaban, paternalmente, a la señora, llamándola abeja maestra de aquella celdilla, porque de las manos primorosas y gordezuelas y de los labios bermejos de doña Corazón, que se iba embarneciendo y lozaneando en su viudez, semejaba producirse la generosidad de la cera y de las mieles de sus alacenas y vasares.

Del huerto albardillado, fresco y monjil, entraba olor de naranjos, de higueras, de heliotropos, de jazmines. Arriba, desde la ventana de su dormitorio veía la señora las espadañas de la Visitación; un paisaje ancho y verde de río, molinos, barracas de cal con techos de leña, sendas entre cáñamos y, a lo último, dos oteros azules. Todo lo veía, todo menos a don Vicente Grifol, que seguía pasando a la misma hora, y daba su toquecillo con el bastón en la misma losa, y hacía su mesura y su saludo maquinalmente, ya sin mirar siquiera los dulces portales.

IV. Don Jeromillo y don Magín

Todos los años, el 28 de junio, vigilia de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, se ponía doña Corazón a la ventana de su dormitorio, esperando la galera del Olivar. Verdaderamente venía con reposo de arado, arrastrada por las mismas mulas de la labranza. Don Daniel había de asistir a las Horas Canónicas de la Catedral, Vísperas solemnes de primera clase. Nunca las perdió, porque eran de una liturgia tiernamente evocadora de todos los 28 de junio de su vida. Comía con doña Corazón, y así se evitaba el resistero del camino a la hora del Coro.

Les acompañaba don Jeromillo, capellán de las Salesas, alma todavía de nido, de tan simples pensamientos que los más comineros escrúpulos de las Madres le hacían trasudar y confundirse. Decíanle todos don Jeromillo, y nadie creía adelgazarle temerariamente el nombre. Parece que el de Jerónimo nos trae la memoria del glorioso doctor, representándonos un viejo de osamenta de gigante, macerado y agreste, hundido en su cueva de Bethleem, entre papiros revueltos como zarzales, ardiéndole los ojos de visiones magníficas de Jehová, y fluyendo de las cortezas de su boca la eterna palabra.

Llamarle Jeromillo a don Jeromillo significaba una exactitud de sustantividad y adjetivación. Menudo, rollizo, moreno y pecoso; el cabello amaizado, las cejas anchas y huidas, la piel de la frente en un renovado oleaje de perplejidad; los ojos, de un vidrio claro y húmedo; de todo se pasmaba, y sus manos se cogían la nuca como temiendo que se le derrumbase la Creación encima de su atlas. Solía equivocarse en los rezos, y por enmendarlos, se pasaba el día devorando el Breviario. Andaba siempre corriendo, tropezando, trabándose en sus haldas. Leía las Sagradas Escrituras con ánimo de no comprenderlas, porque ¿quién era él para tanto? Exaltábale la lección del Diluvio. Sus hermanas le pedían que no se agoniase. ¡Aquello había ya pasado! Y le cerraban el Génesis. Pero don Jeromillo se obcecaba en sus cavilaciones exegéticas, apuñazándose la cerviz, mordiéndose los artejos.

—Ya sé que con una lluvia de cuarenta días y cuarenta noches puede caer muchísima agua, y que en aquellos tiempos el mundo no sería lo mismo que ahora ¡Pero la tierra era ya muy capaz! Lloviendo nueve horas seguidas se llenaba la balsa del convento. ¡Y cuántas balsas no podrían hacerse de todo el mundo!

Además del agua, había en el diluvio otra pasmosa grandeza para el capellán de la Visitación. ¿Cómo pudo Noé guardar en el Arca todas las especies de animales? Don Jeromillo había labrado su pegujal de Santomera, y sólo él sabía los sudores y malas palabras que le costaba siempre entrar a la vaca Ñora en el collarón de la gamella. Todavía le quedaba algún resabio léxico de su crianza rural: leñe. «Se rompieron todas las fuentes del hondo abismo, y se abrieron todas las cataratas de los cielos». ¡Qué tronido, leñe!

Su amigo y valedor era don Magín, teniente cura de Nuestro Padre.

De todo el clero de la insigne parroquia, don Magín fue el único súbdito que no mostró pesarle el duro poder del padre Bellod.

Avizorábale el párroco en cada momento y en cada palabra. «¡Parece un cardenal —les dijo a sus vicarios el nuevo jerarca—; pero ese cardenal no ha de escurrirse de mi puño!».

Lento y patricio atravesaba don Magín toda la nave, como un monseñor bajo los artesones y bóvedas del Vaticano; y hasta los fieles adormecidos en las suavidades de la oración le adivinaban por el pisar sonoro y limpio de su bota hebillada.

Corredera de San Daniel, tránsito de recuas de molinos. Calle de las Bóvedas, toda de sol y de yeso. Cantonada de Lucientes donde hervía el enjambre de un colegio de párvulos; y después la calle de los Caballeros. Paseaba don Magín su ocio y su sonrisa entre los viejos casones de blasón y acantos roídos en los dinteles; se asomaba a los zaguanes de aliento de aljibe y barandal de madera con tallada columna de grifos y delfines y cestos de frutos y fanal colgado de un cupidillo de cintura vendada. Al abrigo de un arco profundo reposaba el faetón de familia para ir a las haciendas, y una barca plana, sin quilla, para remediarse en las inundaciones... Calle de la Aparecida, de tapiales blancos con desolladuras de pedernal. Siempre se oía un fresco ruido de agua que pasaba. Copas redondas de los naranjos; almenas de romero y de mirtos; arcosolios de tuyas recortadas; glorietas de cipreses. Se doblaban los ramajes tiernos de los milgranos, de las higueras, los brazos de las palmas, de las vides. Subían las medallas de los girasoles. E1 azul, las paredes, las ropas, la piel, se penetraban de olor de azahar, de verbena, de cinamomo, de eucaliptos, de pitas, de albahacas, de campánulas, de geranios calientes...

Las florescencias de la calle de la Aparecida le deparaban a don Magín un calendario botánico, y de sus fragancias exprimía una intimidad y galanía, una evocación cristiana y gentil. Lleno y arrebatado de estos perfumes se le representaban con un gustoso anacronismo los vergeles asirios, el hortus conclusus, y los jardines de Murcia poblados de ángeles y vírgenes que inexplicablemente se parecían a señoras de su amistad y damas de pinturas arcaicas. ¡Si se perdía, que se culpase a su olfato! En la nariz, al menos en la suya, se ocultaba el más fiero y delicioso enemigo del hombre. En la nariz aposentaron los antiguos el pecado de la ira. Allá ellos; en la suya hizo residencia un diablejo infatigable que le puso hechizos, como aquel religioso redimido por la santa de Ávila los traía en el ídolo de cobre que le colgó del cuello una mujer de perdición...

Plazuela de Gozálvez, de casas tostadas, rudas como labradoras. Una piedra de molino rota; un álamo blanco viejo; cargas de leña fresca, gallinas y palomos escarbándola. En medio, un farol de aceite que le llamaban el Crisuelo... No pasaría don Magín por la plazuela de Gozálvez sin llegarse al «Horno de la Visitación» y presenciar la segunda cochura aspirando el pan reciente, embebecido con la charla de anacalos y mozas que heñían la masa en los hinteros que dan el fresco olor de las harinas.

Los lunes acudía al mercado del puente de los Azudes, que en averío, frutas y huertanas no le aventaja ningún lugar de Levante. Parábase con las recoveras de la Solana y los especieros de Villena, junto a los carros de hortalizas y los cuévanos de peces de Santa Pola: sospesaba, palpaba, cataba y platicaba con campechanía, aunque sin permitir que los rapaces le besaran la mano como no les viese limpios y del todo enjutas las naricillas, y, si no, les huía gritando: «¡Andad, hijos, y que primero os lave la madre y, de paso, que se peine ella!».

Llevaba don Magín un ala del manteo ceñida a su costado, y la otra plegada pomposamente sobre su hombro. Sus manos, grandes y señoriles, siempre se entretenían con una flor, una hierba aromática, el copo de una gramínea: la briza, la glyceria, el milium effusum —según don Daniel—. Nunca sus manos lacias, manos de capellán que no fuma en público, manos que han de balancearse ociosas o aburrirse sobre el vientre. Vientre prócer el de don Magín; vientre y tórax unidos en una curva de lealtad y arrogancia; su cuello lechoso, de niño; la testa robusta, de cinceladas facciones; nariz carnal, recia la mandíbula, la boca gruesa con un mohín y chasquido de saboreo, los ojos dorados y fieles, y la frente soleada porque traía el felpudo sombrero derribado hacia la nuca. Parecía que siempre fuera de vagar. A veces se revolvía como buscando alguna recóndita virtud del aire. No se engañaba: era indicio de reja florida, de mujer perfumada, de humo de buen guiso, de fina candiotera.

Al recogerse atravesaba la calle de la Verónica, solar de las sastrerías eclesiásticas de Oleza, de las tiendas de imágenes y ornamentos y de los obradores de cirios y chocolates de Luciano Roger, de Gil Rebollo y de Corazón Motos, y aquí descansaba a la hora de torrar el cacao, mereciendo el privilegio de probar la pasta y decidir el punto de azúcar, de canela y de bizcocho molido.

Gustaba de la amistad de doña Corazón, limpia para su casa, para su mesa y para su persona, siempre envuelta en un suave aroma de sebillo de lima; y desdeñaba a los obstinados en un género de virtud andrajosa y sudada como la del padre Bellod.

A don Magín recurría el capellán de la Visitación en todos sus agobios y júbilos; y, creyéndole y amándole sobre casi todas las cosas, no siempre hallaba el remedio de su saber. Porque don Magín todo lo sabía y decía en zumba. En don Magín no pudo don Jeromillo saciar su sed del Diluvio. Ese hombre, que semejaba no acordarse siquiera de Noé, le habló de muchos diluvios, como si todos fuesen el mismo. Le contó los trabajos de Deucalión y Pirra; la ira de Ra contra las maldades de los hombres, de cuya sangre, mezclada con zumos de frutos, se llenaron siete mil ánforas. Así se aplaca la divinidad egipcia y desata la inundación como signo de gracia, porque el Egipto veía en el desbordamiento de las aguas una merced de los dioses. Las aguas son la prueba de su alianza con la Humanidad y equivalen al arco iris que cuelga el Señor sobre las nubes.

—¡Leñe! —gritaba botando el capellán de las Salesas.

Comparó también el relato de Moisés con el de Beroso, de la leyenda caldea, ensanchado por las tablillas que en 1873 descubre George Smith en su viaje a la Asiria, a expensas del Daily Telegraph. En Beroso, el justo Noé se llama Xisuthrus, y el Señor es Cronos. Xisuthrus construye un navío arca, y en él se refugia del cataclismo. Le acompañan sus amigos que han permanecido puros, su familia y una pareja de todas las especies de animales. Xisuthrus, como Noé, suelta pájaros que a la primera salida vienen atropellándose; la segunda vez ya tardan más y traen las uñas acortezadas de cieno; la tercera vez no vuelven. La tierra se enjugaba inocente y silenciosa al sol. En las planchas que reconstituye Smith, Noé se llama Hasisadra. Es un elegido que organiza con sagacidad sus empresas; encierra en su arca habilísimos marineros gobernados por un piloto y se abastece de todas sus riquezas, de todos los animales, de todas las simientes de grano y de algunos cántaros de vino, vino que el Noé mosaico no conoce hasta después del diluvio...

¡Grecia, Deucalión, Pirra, piedras humanadas, Egipto, sangre por agua, Xisuthrus, Hasisadra, George Smith, 1873, Daily Telegraph, Cronos, Noé, Moisés, el Señor, nombres de asiriólogos, singularmente el de Lenormant; y todo dicho entre bromas y veras!

Don Jeromillo no se fiaba de don Magín. Por muchos estudios que tuviese don Magín, Noé era Noé, y no hubo más que un Noé: Noé. Como por mucho que se dijera de las revelaciones del profeta Daniel, de los sueños de Nabucodonosor, del festín de Baltasar y del lago de los leones, Nuestro Padre San Daniel no era de Bethoron, de la tribu de Judá, sino de Oleza y de olivo. El panegírico y los gozos del Santo cantarán, todos los años, los prodigios locales, porque de los de Babilonia no se le da un ardite al legítimo olecense. Los santos tendrán en el cielo un trono de infinita gloria; pero en la tierra todavía han de resistir una glorificación con lindes geográficas.

Siempre quiso don Jeromillo que don Magín participase del convite del 28 de junio. Don Magín exaltaba las delicias de los sabores. Comer con él era sentarse a la mesa con un purpurado, pero sin las bascas que, de seguro, sentiría junto a un monseñor. Hasta don Jeromillo hallaba en don Magín alguna semejanza con los cardenales del Renacimiento.

De verdad le dolía a doña Corazón la ausencia de don Magín en esa mañana; y no osaba convidarle, porque, quizá, ese hombre quebrantara las apacibles horas. Sus palabras sutiles sugerían horizontes ya renunciados. En cambio, el capellán de las Salesas era un vínculo de sencillez y puericia, y un vínculo siempre aísla dos cosas. La presencia del siervo de Dios bastaba para que la señora se sintiese confiada y serena. Es una preciosa gracia de que están dotados los corazones simples: infunden lo que no poseen, alcanzan efectos sobrenaturales ajenos a su misma naturaleza. ¿No fue San José de Cupertino tan tardo y rudo que humildemente se llamó a sí mismo Fray Asno? Pues San José de Cupertino voló, voló como las aves, «suspendido entre el cielo y la tierra». Lo afirman ilustres hagiólogos, y refieren que un día otro fraile le dice: «Hermano José: ¡Qué hermoso hizo Dios el cielo!». Y José se ilumina, se arrebata, da un grito, alza el vuelo y se posa de rodillas en la rama cimera de un olivo.

Comenzaba abril, el abril de Oleza, oloroso de acacias, de rosales y naranjos; de buñuelos, de hojaldres y de «monas» de la Pascua. Pero don Jeromillo sentía ya la rubia hoguera de junio que alumbraba las regaladas vísperas de los Santos Apóstoles. La memoria de sus pasados refocilos no le dejaba ni cumpliendo su ministerio. Tenía que penitenciarse imaginando muy hediondos los manjares y muy horrenda a doña Corazón. Y nada. Triunfaba siempre la pulidez de la señora. Porque ¿qué fortaleza y qué rigores ascéticos podrían malograr la sabia mensura de la masa de las empanadas de pescado y el primor de la tostada orilla, toda de un rizo, como el tisú de la casulla más preciosa de la Visitación?

—Y ese trenzadico, o como se llame, de los pasteles, ¿lo hace usted con los dedos nada más?

—¿Dice usted el repulgo, don Jeromillo?

—¿El repulgo? Bueno; sí, señora; el repulgo será.

—¡Pues cómo había de hacerlo, sino con los dedos nada más! —Y la señora tendía sus manos mostrándole los graciosos hacedores del repulgo, y sonreía como una santa que sabe la blancura de sus dientes.

Y el capellán le miraba los dedos aspirando su aromosa limpieza, olor de bergamoto, pero bergamoto hecho ya carne y palidez delicada de la viuda.

V. El clamor de los clamores

Ese cardenal, que no había de escurrirse del puño del padre Bellod, se escapaba a su antojo. Don Magín no acudía a los recreos, ejercicios ni lecciones en comunidad, deslizándose con mucha sutileza de la nueva disciplina de la parroquia. Y no semejaba rebelde, sino camarada de su párroco, un camarada aborrecido por la ingenuidad de su desenfado y de su ingenio. Puesto en presencia del padre Bellod para recibir sus enojos y advertimientos, le atendía como un chico castigado; y luego le hablaba sosegadamente, sin sentirse ni acordarse de las severidades. Don Magín le miraba a la faz, y el párroco, no. Don Magín evitaba el ministerio del púlpito, y el párroco encomendole la homilía de las dominicas de Pascua. Nada más dijo una, exaltada de la leticia de la Iglesia y de la aleluya de la primavera. El párroco le dispensó de las otras, y don Magín le dio las gracias muy contento. Estaba rasurándose entonces el padre Bellod, y se sangró dos veces en la misma raedura. Acusole ante el vicario capitular de traer al Archivo asuntos frívolos en tiempos tan necesitados de palabra prudente.

Gobernaba la sede vacante el tío del difunto capitán de Manila, buen hombre, de mejillas pesadas, de ojos de un azul gordo, de fosas nasales ciegas de un zarzal tostado de rapé.

Todo lo hallaba de una realidad y de una metafísica sin remedio. «Las cosas eran; y eran según eran. Don Magín sería siempre lo mismo. Le amonestaría, pero que no confiaran en su enmienda». Y le llamó.

No recordaba don Magín sus pláticas del Archivo. Claro que serían frívolas si el padre Bellod lo dijo, porque al padre Bellod faltábale inventiva hasta para malsinar y mentir.

—¡Ni tiene imaginación ni olfato, ni lo necesita!

Se pasmó el deán y vicario de la diócesis.

Recordole también don Magín que la Iglesia trató de asuntos frívolos en días de riesgos y persecuciones. ¿No nos dice la Historia Eclesiástica que la Santa Sede tuvo que decidir la consulta de si las mujeres de los príncipes búlgaros podían traer interiormente calzón?

El señor deán soplábase de su pecho las escamillas y borra de folios de expedientes. Desde su butaca de crin veía el río a la izquierda, a su izquierda —y se miraba esa mano—. Dios podía llevarlo a la diestra —y se miraba la otra— con sólo decirlo, y no lo decía, porque con sólo decirlo, y no lo decía, porque por algo puso allí esas aguas, y allí seguían y seguirían corriendo. Después de todo, la diócesis había de quedar inmóvil, para entregarla al nuevo pastor según la recibiera del Cabildo; él la guardaba en depósito, y no dispondría de beneficios, de nombramientos, ni siquiera de un traslado. Su médico, el señor Monera, le visitaba todas las noches, pidiéndole por un deudo suyo, párroco de un pueblo tercianoso, y ya enfermo de fiebres. No había remedio; porque si consentía en sacarlo de aquella parroquia, había de ir otro capellán, que también enfermaría de lo mismo; pues ya que al pariente de su médico le dio la terciana, que resistiera hasta que viniera el nuevo prelado, que no venía.

No estaba aún elegido ni presentado por el Gobierno; y El Clamor de la Verdad recogía el alarido de la orfandad de Oleza. Carolus Alba-Longa esgrimía su pluma como una espada de fuego: «El oprobio de Oleza», «Oleza olvidada y repudiada», «Siéntate en el polvo, nueva sierva de Babilonia». Todos los domingos, Isaías dictaba títulos tronadores y visiones desoladoras al fervoroso licenciado. En su artículo «Cerca está mi justo», después de flagelar al Gabinete de Madrid por su desidia, pedíale una mirada para la desvalida Sión olecense, donde descubriría al jornalero apostólico, el justo deseado. «Decidle a Oleza —acababa denodadamente el publicista—, decidle a Oleza que os lo señale, y no vacilará en escogerlo entre su ilustre Cabildo Catedral. La penitencia y la sabiduría tienen su morada en tan preclaro sacerdote. ¡Cerca está mi justo!».

La ciudad leyó conmovida los arrebatados conceptos, y, después, sintiose su silencio, el silencio de la espera. Esperose la voz del Gabinete de Madrid como llegada de lo alto, entre una nube; y mientras la voz bajaba, la ciudad contempló a don Cruz. No podía verle los ojos, siempre humillados. Si se le pedían noticias y esperanzas de su exaltación, él las apartaba cansadamente rogando que se le dejase en su recogido ministerio de la salud de los corazones. ¿No hubo muchos santos que se negaron a soportar la pesadumbre de la mitra? Pues menos podrían traerla sus flacas sienes. Y diciéndolo, agobiaba la cabeza como dejando caer la tiara episcopal. Pero las gentes volvían a ceñírsela; y cuando sus hijas espirituales se arrodillaban en el escabel de su confesonario, creían prosternarse en las gradas de un baldaquino. Además, se supo que Alba-Longa escribió al Nuncio enviándole ejemplares de su semanario; y que Su Excelencia le contestó muy agradecido.

Y una tarde, a la salida de Coro, don Cruz sorprendió a don Magín en el claustro, leyendo una carta escuchada por beneficiados y canónigos. En ella se mentaban los candidatos a la sede levantina. Eran tres: el obispo de Huesca, el rector del Seminario de Burgos y el arcipreste de Tarazona.

Don Cruz corrió en busca de don Amancio.

Esa semana, El Clamor de la Verdad publicose anticipadamente: salió el sábado. Con encendidas ansias convocaba, para el domingo, una asamblea de lo más lucido de Oleza. Cumplíase la hora de que el pueblo exigiese la consagración de un olecense venerable, cuyo nombre se omitía por delicados motivos.

Fue la junta en la sala del Municipio, y acudieron comisiones del clero, de regidores, de la Defensa de Regantes, de la Liga de Contribuyentes, de Socorros Píos, de la Industria de la seda y del cáñamo, del Círculo de Labradores, del Casino Olecense, del Apostolado de la Oración, del Recreo de Luises, de Patronatos y Cofradías, de todos los gremios... Acordose la partida de los delegados a Madrid, y que Alba-Longa les presentara al Nuncio de Su Santidad.

Cuando acabó el consistorio pasaba el penitenciario bajo los soportales de la Plaza Mayor, y todos se destocaron aclamándole. El padre Bellod subía sus manos y decía:

—¡Así fue la popularidad de los Ambrosios, de los Agustines, de los Bonifacios, de los Crisóstomos...!

Lleno de confusión buscaba don Cruz el refugio de la Catedral, y la muchedumbre de comisiones le seguía de cortejo. Verdaderamente presenciaba Oleza, por adelantado, la entrada del pastor en su sede.

Luego apercibiose el viaje. Faetones de gravedad nobiliaria, galeras rurales, tartanas de capellanes hacendados, cabriolés y tílburis de ligereza de carro egipcio, y las dos diligencias, que había de repuesto en el Parador del Santo, desbordaron de viajeros, de atadijos, de cofres, de maletas de alfombra. Iban de Oleza a Novelda por la carretera, y de Novelda a Madrid en el tren correo de Alicante.

No arrancaba la caravana esperando a su caudillo don Amancio, que quiso despedirse en tono oficial de las altas dignidades eclesiásticas. Ya traía un hermoso limón para repararse con su aroma de las bascas del camino. El vicario se lo miraba, mientras don Cruz estuvo porfiando con súplicas y quejas de humilde que impidiesen la marcha de las comisiones. Las desoyó don Amancio. Era su primera y última desobediencia al que ya consideraba prelado amantísimo. Y don Cruz y Alba-Longa se abrazaron.

Y todavía abrazados subió del patio claustral un vocerío y estrépito de gentes.

Pasó el provisor, seguido de curiales y fámulos.

—¡Hay obispo, hay obispo ya! —y el señor provisor les presentaba un parte telegráfico.

Voló la nueva a la catedral, a las parroquias, a los monasterios, y rodaron en triunfo las campanas de Oleza.

Los viajeros salían a las ventanillas, bajaban a los estribos y zancajeras, sacando sus paraguas enrollados, sus maletines y bolsos, y miraban con estupor el cielo, no entendiendo aquel súbito himno de las torres.

Estalló un morterete; después otro, otro, otro. Se poblaron de olecenses los balcones, las rejas, las falsas, los terrados, los umbrales, y como la ciudad tenía ya el impulso del gozo y aclamación, lo aprovechó para los vítores al muy ilustre señor don Francisco de Paula Céspedes y Beneyto, arcipreste de Tarazona, obispo de Oleza.

Por la calle de las Bóvedas, cayéndoles encima el glorioso campaneo, se retiraron rápidos y callados a sus casas don Cruz y Alba-Longa.

Al despedirse en la soledad de la Corredera rugió don Amancio, apretando su limón de viaje:

—¡Ese Nuncio!

—¡Oh, déjelo! —suspiró con blandeza don Cruz.

No le oía Alba-Longa. Su encono y las campanas le ensordecían con hiel y bronce derretido.

—¡Qué modo de tocar! ¡Ese Nuncio, ese Nuncio!

Don Cruz le gritó encima de los ojos:

—¡Déjelo, le digo!

Soltose el limón de la mano de Alba-Longa; y parecía que rodaba encima de toda Oleza la manzana de la discordia.

VI. Su Ilustrísima

Llegó el obispo en una llameante mañana de verano. La ciudad se engalanó filialmente para alegría de su buen pastor. Alzó dos arcos de triunfo; uno más ahora que en otros principios de pontificados. Nadie se explicaba por qué se levantaron dos; uno de flámulas, de flores y de vasos de aceite, con los escudos de todos los arciprestazgos y parroquias de la diócesis, y en medio la tiara pontificia y la prelaticia y la breve leyenda: «Al ilustre y nuevo prelado». Otro arco de follajes de laurel, de palmera y olivo, del cabildo catedral, con una franja morada y letras de oro que decían: Benedictus qui venit in nomine Domini.

Se restauró en el dintel de palacio la inscripción inspirada en la Epístola II a los Corintios: Pro Christo Legatione Fungimur.

Mucho costó ordenar la comitiva. Trajo el pendón de Oleza —de seda verde con un castellar árabe y cruz de plata— el alguacil-pregonero, un viejo huesudo y cetrino, recién afeitado, vestido de ropilla de felpa negra con vuelillos y gola de rígidos encajes. Montaba una yegua pía que, avezada al reposo lugareño, asombrose de la multitud y botó a lo cerril, y descompuso las hileras de la gran parada de guardias rurales con sus carabinas de cebillo y pedernales, de huertanos en zaragüelles y con cayada de clava, de asilados, seminaristas, congregantes y colegiales con estandartes y banderas de muharras de símbolos piadosos: el monograma de Jesús, el de María, los Sagrados Corazones... Un familiar del difunto prelado se aupaba en una esquina para ver todo su perdido valimiento. Voceaban los buhoneros y los vendedores de limonadas, de agua de nieve, de rollos y santos de azúcar y candeal, de vidas y retratos del señor obispo. Y la jaca briosa, iba y cejaba llevándose y trayendo a su jinete, cogido de las crines, revuelta la esclavina, y el sombrerillo de candil todo erizado y cortezoso de las muchas caídas. Le seguían siempre los rapaces dándole el pendón, que se le escapaba porque no podía valerse de las manos, y, finalmente, se lo ataron a los arzones. Reducida la bestia heráldica, se puso delante de las Juntas y autoridades, y todos caminaron procesionalmente legua y media. Iban los regidores, los síndicos y el alcalde; las presidencias de los gremios, del Apostolado de la Oración, del Recreo de Luises, de la Defensa de Regantes, de la Industria de la seda y del cáñamo, de Socorros Píos, del Círculo de Labradores, cuya señera celeste con San Isidro, de lentejuelas y colores, la llevaba don Amancio, más enlutado, más denso en esa mañana su talante apócrifo de viudez, y a sus lados los cordonistas: don Daniel, dulce, aturdido, con su levita de bodas, guantes blancos de escolar de una pureza de primera comunión, y el homeópata Monera, el único homeópata del pueblo, de piel aceitosa, grueso y triste, encogido y aspado por su traje nuevo de ceremonias, que parecía de charol. En seguida la banda de música de Caudete. Ternas de franciscos, de capuchinos, de jesuitas, de carmelitas; todo el claustro del Seminario; el comandante del puesto de la Guardia Civil, un teniente viejo, con el tricornio desfelpado y la medalla de Beneficencia casi en la garganta; dos caballeros santiaguistas, de manto de blancura de marfil y la cauda fastuosamente recogida por un codo inmóvil; niños—ángeles, rubios, de mejillas pintadas y una poesía entre sus dedos de polvos de arroz y de tinta de escuela; el clero, de roquete y muceta; los gonfalones parroquiales; y el cabildo catedral de capa, descollando don Cruz con dos redondeles de carmín en los pómulos, y los párpados caídos y trémulos bajo la obstinación de la mirada de la muchedumbre, porque todo pudo haber sido en honra suya.

Un fámulo, de negro, llevaba del ronzal de felpa la mula prelaticia, gorda y mansa, con paramentos violeta y realces de oro.

A lo último otra banda de música, «La Lira de Oleza», que estrenaba uniforme de dril.

Y después se apretaban las sobras del pueblo, gentes sin balcón ni silla ni acomodo en la ruta oficial. Atravesábala de lado a lado, de acera al arroyo, un capellán viejecito, con teja rapada de alas de sombrero de labrador; le caía el manteo de vislumbres vegetales; se lo pisaba con sus botas hinchadas y peludas. Se paraba, se volvía, tropezaba. Lo miraba todo con un ansia que le estiraba las pieles de su boca de encías lisas. Era un capellán sin parroquia ni congrua. Siempre le llamaban de todos los ruedos y tertulias de portal, «¡Venga, abuelo!», «¡Cuéntenos, abuelo!». Lo sentaban, y él se dormía comido de moscas. Pero esa mañana llegábase a todos y no le hacían caso. No veía, no sabía nada, y se quedaba detrás de los más corpulentos.

Tronaron en San Ginés los morteretes de los vigías; se alzó un vuelo de campanas; subieron los himnos de los coros de colegiales entre estampidos de carabinas y retacos; resonó la Marcha Real de la música de Caudete, y en seguida la otra Marcha Real de «La Lira de Oleza».

A lo lejos, entre el polvo que humeaba en el azul, centellearon los arreos y armas de la Guardia Civil, y prorrumpieron tílburis, tartanas, galeras y el faetón episcopal. Asomose una frente enérgica interrumpida por un solideo morado; una mirada cansada buscó la ciudad hundida en el vaho del día; apareció el pliegue de una muceta; y dos dedos, con un resplandor de joya, trazaron una rápida bendición.

Después, subido en la estramenta de la mula, fue entrando el señor obispo por las calles. Postrábase la multitud aclamándole, mirándole todo.

Residía en su cráneo una majestad inmóvil de estatua; le relumbraba de sudor el hueso de bronce de sus sienes, y, al sonreír, en lo moreno de su piel, resaltaba el mármol de sus dientes.

Le daban guardia cuatro seminaristas-teólogos, gobernando la cabalgadura, conteniendo su portante, cuidando de la tendida capa del prelado, sosteniéndolo mientras saludaba y bendecía hacia los balcones y azoteas de los que descendía una trémula lluvia de rosas deshojadas.

Se dijo que no sabía montar, y todos se acordaban del obispo andaluz que corría gallardamente a la jineta.

Al pie del baldaquino de la Plaza Mayor se contuvo el cortejo. Descuidose un familiar en ponerle la gradilla, y ya el obispo descabalgaba. Muchos le acorrieron, temiendo que cayese, y él, sin admitir auxilio, bajó con donaire de buen caballero y sin mengua de la gravedad jerárquica. Ya en el trono, esperando las vestimentas pontificales, reparó la gente en que se había engañado creyéndole alto. No era sino de mediana talla; pero de torso grande. Son pequeñas contradicciones que cansan el entusiasmo del pueblo, porque el pueblo quiere apoderarse rápidamente de la verdad.

Guardábase como ley divina que el obispo no se posesionara de su sede sin hacer oración en el altar de Nuestro Padre, y Su Ilustrísima quiso antes el techo de su vieja catedral. Cantado el Te Deum, apoyose en su cayada de oro y pronunció una plática sobria, transparente, sin un plañido retórico de ternura de Nos.

Los reverendos padres de la Compañía le escuchaban entornando los párpados, ocultas las manos en los lisos manteos, ladeando su fina cabeza de Gonzagas, de una palidez de escogida santidad.

La nueva palabra bajaba exacta, acendrada y fría. Se le tuvo por demasiado sabio; pero se le vitoreó lo mismo que a todos los obispos.

Luego de la recepción, Su Ilustrísima, con ropas de calle, encaminose a San Daniel. Ya no era el acatamiento a la piedad lugareña, sino una visita protocolaria, como un cambio de saludos de autoridades.

En la Cantonada de Lucientes apareció el capellán Abuelo, agarrándose a todos y estrujado por todos. Pedía que le dejasen ver. Saliose don Magín de la comitiva, rompiéndola y parándola. El señor obispo tuvo que esperar hasta que don Magín volvió sosteniendo al Abuelo, muy gozoso y atónito de hallarse entre tanta grandeza.

En la parroquia se puso el padre Bellod al lado de Su Ilustrísima; le mostró la imagen; hizo la crónica de los más célebres portentos y de la imploración de los tres beneficios en la víspera de su festividad. Los ojos del prelado corrían todo su séquito, y se detuvieron en don Magín, que culminaba bajo el ambón de la Epístola.

Callose el párroco y habló don Cruz. Elogió el espectáculo de la fe de un pueblo en su Patrono, sublime espectáculo de fervor en una época de relajaciones, de falaces alarmas del «culto supersticioso de las imágenes». Pero estas inquietudes de tibieza no las sentirían los feligreses mientras alentase un padre Bellod, para quien el Espíritu Santo untó de acíbar los pechos del mundo, y de suavísima miel los mandamientos de Dios...

Le interrumpió el señor obispo preguntando:

—¿Pertenece a la parroquia aquel sacerdote que está oliendo unas flores?

Se apresuraron a decirle que sí; y que esas flores en que, con tanto acierto, se había fijado Su Ilustrísima, eran, sin duda, de las que cayeron sobre el palio, a la entrada de la catedral.

Y todos aguardaron que hablase. ¿Habría llegado para el Joan Ruiz de Oleza el rigoroso don Gil de Albornoz?

Enjugose el prelado las sienes; y, al retirarse y pasar junto a don Magín, acogió su reverencia gratamente. Hasta parece que le sonrió. Algunos lo vieron, y se miraban confesándose su asombro.

Ya el buen arcipreste dijo que


«A veses cosa chica fase muy grand despecho».


Ésta fue la entrada del nuevo obispo. Se comentó, se murmuró todo; pero sin agraviar a nadie. Principalmente, se comparaba lo episódico, lo que rodeaba al prelado difunto y al prelado de ahora.

Aquél tenía una hermana viuda de una distinción afable, y sobrinas doncellonas, que estaban en Palacio hasta el toque de Ánimas, y después se recogían en su casa de la plazuela de la Catedral, donde se estableció el colegio de la Inmaculada. Y estas mujeres esparcían por todo Oleza una sensación y olor familiar de obispo.

El nuevo no trajo parientes, ni más asistencia que un descolorido presbítero, de anteojos de hielo, muy docto en lenguas orientales, y un viejo fámulo de Tarazona.

Las Juntas de señoras que iban a ofrecerle parabienes y presidencias honorarias, remansaban en las antecámaras.

No parecía el mismo Palacio de otros tiempos. Doseles de cortinajes, espejos, arañas, estrados de damascos y felpas, todo lo áulico y magnífico, yacía ocioso y oculto bajo fundas, como quedara desde el luto de la diócesis. En aquel ambiente de austera pragmática suntuaria, los relojes de salas y oficinas, y el surtidor del patio claustral, dejaban una emoción de desamparo.

Algunas señoras, cansadas del silencio, acudían al secretario, ávidas de una confidencia. Le preguntaban si el señor obispo se sentía agradado de Oleza; si era verdaderamente el más joven de todos los obispos españoles; si le lavaban y repasaban las ropas en el mismo convento que siempre se cuidara de tan delicado servicio; si la familia del obispo muerto quedó acomodada, o en tanta pobreza, según se dijo, que necesitó socorro de la mitra...

El presbítero-secretario atendía con una sonrisa de promesa, y resultaba impenetrable. Sus ojos se sumergían en las aguas de lumbre y de frío de sus lentes. Buscaba muy afanoso dentro de su pupitre unos papeles que después iba rasgando en trizas menudísimas de una exactitud maravillosa, y las visitas habían de distraerse mirándole los dedos tan atildados y ágiles.

Llegaban más comisiones silenciosas y complacidas de aquel reposo y penumbra; se saludaban comedidamente, y se quedaban muy quietas, anticipándose el halago de la audiencia, predisponiéndose a las recogidas emociones. Después iban removiéndose, secreteándose y suspirando. Se acercaban al familiar, y las visitas antiguas hacían un mohín de malicia; movían la cabeza como comprendiéndolo todo.

Ya tarde, se abría una mampara de velludo encarnado con el blasón episcopal en sedas. Rápido y sumiso se incorporaba el presbítero, anunciando:

—¡El señor obispo!

Presentábase el señor obispo con sotana del todo negra, sin faja ni solideo, sin más atributos que el anillo y el pectoral. Sus manos se entretenían en un volumen traspasado por una hoja de marfil.

Crujían los agramanes y azabaches, los rasos, las sayas, las enaguas, entre un ruido de hinojos y un leve temblor de dijes, de abanicos y rosarios. Se caía alguna sombrilla sobre las frutas y flores descoloridas de la alfombra; y, al postrarse y levantarse las Juntas, trascendían los viejos aromas de los pañolitos de encajes y malla, de las mantillas y joyas, todo penetrado de la intimidad del estuche, como si fueran abriéndose las cómodas, los escriños y armarios de las rancias casas de Oleza.

Los ojos del señor obispo, unos ojos lentos, que de cerca parecían de un esmalte antiguo, un poco desgastado, pasaban concretamente de mirada en mirada, invitando a que le hablasen.

El obispo difunto siempre habló primero; era él quien lo decía casi todo, y los demás sonreían, acatándole.

Ahora todos de pie, y callados. Había que decidirse, porque Su Ilustrísima aguardaba, golpeando suavemente con sus pálidas uñas los cantos del libro, acariciando el filo ebúrneo de la plegadera. Y cuando una señora, una vicepresidente, se arriesgaba a decir su salutación, coincidía con una tesorera, y las dos se detenían sofocadas. El noble caballero que hiciera las presentaciones interpretaba sus propósitos; les inspiraba alguna frase, dejándosela galantemente en sus labios, como si les pusiera una chocolatina. Pero una damita seca, afanosa, casi siempre la secretaria, solía enmendársela. Luego se acordaba de su timidez virginal, y conseguía equivocarse. Ya todos se miraban muy confusos, y hablaban a la vez.

Los ojos de Su Ilustrísima iban durmiéndose sobre un naranjo que se movía, lleno de sol, junto a los vidrios de la reja.

Daban horas los relojes de Palacio. El señor obispo semejaba despertar. Lo agradecía todo paternalmente; lo agradecía tendiéndoles el dedo de la amatista, y se retiraba.

Las comisiones se agrupaban preguntándose. Se volvían al secretario. ¿Ya estaba todo? ¡No era posible!

Y los anteojos del presbítero confirmaban que sí, que ya estaba todo.

III. Oleza y el enviado

I. El enviado

Los días también rodaban encima de Oleza. El nuevo obispo ya semejaba antiguo, y aceptose su carácter hundido, su vida apartada, como de varón sabio. Sólo algunas tertulias caseras, y principalmente el Círculo de Labradores, vigilaban con ojos adustos los actos de Palacio. Recogidos los puros corazones olecenses en la secretaría como en un cenáculo, aguardaban la plenitud de los tiempos, la gracia de un espíritu de fuego, mientras maldecían al execrable Gobierno de Madrid, que rechazó a don Cruz, sin duda por escoger obispo entre el sacerdocio desapegado del príncipe. Lo decían mirando doloridamente el óleo del «señor», viajero entonces en las Indias, y volviéndose a un autógrafo de Aparisi y Guijarro, lleno de promesas.

Pero algo más fuerte que el poder del tiempo, tiempo todavía corto, envejeció las cosas de la diócesis. Y fue la llegada de un caballero de Gandía, valeroso caudillo de la «buena causa». Presentose un lunes, día de mercado. Todo Oleza pudo contemplarle. Bastó que don Álvaro Galindo y Serrallonga dijese su nombre en el Círculo para que todos los socios le rodeasen y le sirviesen. Se le recordaba por emisario de difíciles acuerdos entre las facciones. Participó de jornadas memorables, y, después de la lucha, estuvo en Francia y en Inglaterra al lado del «señor», de cuyos labios había recogido revelaciones y mandamientos. Para escucharlos se le ofreció un chocolate de honor. Vino al agasajo mucha clerecía. Sentose el padre Bellod a la diestra del huésped, y a la izquierda don Amancio.

No supo don Daniel la presencia del caballero de Gandía hasta que Alba-Longa se lo dijo con encargo del penitenciario de llevarle a la fiesta. No le agradaban a don Daniel estos alborozos y calenturas de partido. Le miró Alba-Longa dentro de sus pupilas dulces y miopes.

—¡Piense usted en sus antepasados!

Pensó don Daniel lo que se le mandaba, y dejó su heredad.

Lo primero que le pasmó fue el improvisado refectorio del Círculo. Sólo por artes ocultas pudo abrirse una sala tan grande habiendo sido siempre tan angostos los aposentos del edificio. No hubo mago encantador que trocara la casa. Nada más quitando un lienzo de gutapercha del gabinete de lectura y otro de vasares de la botillería, resultó una estancia muy cabal.

Presentado don Álvaro, se le deshizo la mohína a don Daniel. Ya no hizo sino mirarle y atenderle. Ese hombre equivalía al príncipe. Y repitiéndoselo se fervorizaba su sangre infantil y devota. Con la servilleta atada en la nuca, colgándole anchamente como un delantal, parecía un muchacho en tarde de bautizo a punto de acometer las hondas bandejas de mantecadas de las Salesas, de pellas y pasteles de gloria de las clarisas de San Gregorio, de bizcochos bañados de las dominicas de Santa Lucía, de sequillos y madalenas de Monóvar, de almendradas de Elche... Y don Daniel no cató ni una pasta, embelesado por el diálogo de Alba-Longa y el forastero. ¡Qué lástima, qué lástima que todo aquello no lo oyese don Cruz! No podía oírlo, porque no estaba; capitular y ex candidato a la mitra, había de comportarse con abnegación y cautela.

Don Amancio glosó la añoranza de don Daniel diciendo:

—¡Don Cruz se llama sacrificio, y los hombres se lo pagan como se lo pagan!

Le aplaudieron. Y habló el enviado. Cuando tuvo que referirse a la carta-manifiesto del «señor», lo hizo inclinando la frente y trenzando sobre los manteles sus manos enjutas de asceta. Se arrodillaban los corazones, y él pronunció aquellas palabras de epigrafía de oro: «Dar a la amada España la libertad que sólo conoce de nombre; la libertad que es hija del Evangelio, no el liberalismo que es hijo de la Protesta...».

Aunque todos las supiesen como una jaculatoria, recitadas por don Álvaro se realzaban para ellos con un valor de realidad y excelsitud mesiánicas.

Ganado por preguntas insaciables, tornose más facundo, y sus ademanes se hicieron más flexibles. Se remontó en su plática hasta la entrevista del rey con Cabrera. El caballero de Gandía estuvo en Baden y asistió al coloquio histórico, de pie, detrás de la mecedora en que se balanceaba don Carlos cuando amenazó a su valido.

También sabían todos el regio anatema, pero quisieron oírlo del mismo que lo sintió vibrar. Y don Álvaro lo repitió exactamente: «¡Mira, Cabrera, si no amas a España como yo la amo, pobre de ti! ¡Si no sirves a mi Patria como puedas, te fusilo, lleno de tristeza, pero te fusilo!».

Todo el pasado de glorias y desventuras emergía en la sala del Círculo de Labradores. Surgió la majestad apesarada del «señor». Y en los comensales desbordaba la congoja de la contrición de Cabrera. Parecía que se esperase la voz del vasallo.

Fue la de don Daniel la que oyeron, una vocecita frágil de tanta ternura.

—¿Y la mecedora, aquella mecedora de Baden...?

El hidalgo del Olivar tembló bajo la mirada del caballero de Gandía.

—¿La mecedora? No sé, no sé yo qué se hizo de aquella mecedora.

Don Amancio y el padre Bellod se volvieron a don Daniel mirándole mucho.

Don Álvaro desabrochose su levita de color carmelitano y se extrajo un plegado lenzuelo.

—Es una prenda de memorias augustas...

Y entonces recordó la temeraria andanza del príncipe cuando dejó su refugio extranjero sólo por tocar la tierra de España.

—Caminaba el «señor» vestido de aldeano, con manta, faja, barretina y alpargatas. Su guía, el párroco de Montalba, nos tuvo a todos por cabecillas encargados de misiones peligrosas. De pronto, el «señor» da un grito, corre y pasa la raya de Francia, y se postra y besa el suelo, el suelo suyo. El humilde capellán reconoce a su rey, y le reverencia y le baña de lágrimas sus manos diciendo como otro santo Simeón: «¡Ahora, Dios mío, ahora ya puedes disponer la partida de tu siervo!».

Don Daniel lloraba. Sintiose el ahínco de la sangre de aquella gente mirando el atadijo que iba abriendo don Álvaro, y apareció una vieja barretina colorada.

Alzose don Daniel ceremonioso y conmovido. Todos le imitaron. Quedose indeciso el forastero. Se le plegó con dureza la frente, y tuvo que levantarse. El encendido gorro catalán pasaba de mano en mano como la antorcha de los luchadores de Lucrecio, y llegó a don Daniel, que lo cogió reverentemente; lo fue volviendo y contemplando y aspirando hasta el fondo, y allí, en el fondo, le dejó un beso.

—¡Pero si esta barretina...! —balbució don Álvaro.

—Esta barretina —le dijo don Daniel sin consentir que se la tomase—, esta barretina nos pertenece a todos. La colgaremos junto a su retrato, bajo un vidrio, como si fuese una reliquia.

Ya intervino Alba-Longa, ayo en Oleza de todo lo solemne.

—¡No como si fuese, sino que lo es: es una reliquia! —y volviose con persuasión hacia los eclesiásticos, añadiendo—: ¡La historia tiene sus confesores y sus mártires!

El ceño de don Álvaro se entenebrecía cuando miraba a don Daniel. La arrebatada simplicidad de este hombre le llevaba a una superchería involuntaria. Desvanecerla quizá fuese un daño para las nuevas ilusiones del partido olecense y para su rápida obra de organizador. Después de todo, si esa barretina no se la ciñó precisamente el rey, sino él, era igual, exactamente lo mismo que la del rey.

Esa semana publicose en El Clamor de la Verdad una biografía del enviado. Carolus Alba-Longa acababa su hermoso trabajo diciendo: «Amado de sus amigos, y respetado por sus adversarios, el señor Galindo y Serrallonga dispone, con ayuda de Dios, de una agilidad y robustez extremadas que no vacilaría en ofrecerlas nuevamente al servicio de la Causa. Nuestro parabién a los buenos católicos de Oleza». Palabras que abrieron la disputa entre los hombres. Por buenos católicos se tenían muchos sin que necesitasen de otro católico de fuera para serlo ellos cabalmente. De los enojados salió la crítica del artículo. Siendo muy cominero en perfiles, muy frondoso de efemérides, resultaba incompleto; apenas si se hablaba de los padres de don Álvaro, reduciéndose a señalar que era hijo de viejos cristianos de Valencia.

Sospechó Alba-Longa que estos chismes y reparos venían de don Magín. Quiso remendar su trabajo con un apéndice; pero entonces ya cundían rumores que contuvieron su ímpetu. Oleza sabía más de lo que su pluma dijese. En torno a don Álvaro se posaba un humo de misterio. Los intentos que de seguro llevó a la ciudad, sus lucidos mandos en las batallas, su privanza con el «señor», todo convidaba a creer que bajo las relaciones de príncipe y súbdito se escondía un íntimo lazo de la sangre. Hasta los más tibios olecenses miraban y comparaban obstinadamente la faz del forastero y las fotografías del desterrado. Enjuto don Álvaro, y grueso don Carlos; pero en los dos la misma arrogancia de hombros. Más dulce la mirada del príncipe, pero iguales sus ojos, iguales las cejas, la energía de los maxilares, el corte de la barba... Y pronunciose con acatamiento la palabra «bastardo», y en los estrados de las familias adictas se recordó la figura de don Juan de Austria. Algunos dijeron que el padre del «señor» se llamaba precisamente Don Juan. Se reconoció que eso era lo de menos, pues lo peregrino hubiera sido que llevara don Álvaro ese nombre.

Cuando lo supo don Daniel le brincó de alegría el corazón. Quiso ver de nuevo al caballero valenciano; y como Paulina iba a la ciudad para juntarse con sus amigas de la Adoración del Santísimo, porque el señor obispo las recibía en audiencia, de las escasas audiencias que, por las tardes, otorgaba el prelado, subió a la galera don Daniel, y en la entrada del pueblo se despidió de su hija, y encaminose al Círculo. Allí estaba don Álvaro; y allí, y antes que sus ojos adorasen a su alteza, tuvo la amargura de ver trocado el refectorio en los reducidos aposentos del local de siempre. ¡Parecía increíble que no se respetaran algunos lugares! Acercose a la tertulia haciendo un encogido saludo. No sabía cómo saludar a don Álvaro; y se decidió por un plural, que a nada compromete. Alabó don Cruz su residencia de señor campesino. Sofocose el hidalgo. Don Cruz les propuso ir a la heredad. Sería un paseo delicioso en aquella tarde dorada de junio. Se entusiasmaron todos. Don Álvaro consintió; y fueron. Aturdido de felicidad el hacendado, habló de su casa, y, desde que entraron en sus tierras, explicó puntualmente los cultivos, los veduños, la edad de algunos árboles. Leyó en latín y en romance la lápida del laurel del prodigio, ofreciendo a todos una hoja, y a don Álvaro un retallo. Ya en el soportal, doliose mucho de que no estuviese la hija.

Don Cruz y el padre Bellod disculparon a la ausente. Urgía que las doncellas y damas se afanasen por el bien de todos pidiendo medidas rigorosas al prelado. En la audiencia de la Adoración quizá se decidiesen los rumbos de la moral diocesana, en peligro por las costumbres de algunos sacerdotes, y se recordó a don Magín.

Celebró el forastero estos propósitos de austeridad. El advenimiento del príncipe ya no dependía sólo de la victoria de sus ejércitos. Antes se necesitaba que todos avivasen las dormidas virtudes de los pueblos españoles. Y Oleza había caído en un profundo sueño de sensualidades. Alba-Longa y el padre Bellod juraron despertarla.

Pero don Daniel suspiraba por la hija. Don Cruz le consoló con la promesa de venir con más holgura. Entusiasmose el hidalgo.

—¡Mañana, mañana mismo! ¡Una comida, pero una comida íntima, de familia!

Y apenas lo propuso se sonrojó de su audacia.

Dudaba el enviado. Le instaron todos. Mirábale don Daniel, y el caballero de Gandía le sonrió.

Esa noche, en el Olivar, después del Rosario y durante la cena, sólo se habló del forastero y de su agasajo. Ensalzó don Daniel sus empresas, sus virtudes, su figura. Ya no quedaban hombres de su valer y de su estirpe. ¡Ni cómo podía haberlos de su estirpe! Y delicadamente insinuó las sospechas de sus pañales augustos.

Escuchándolo se imaginaba Paulina un guerrero de las Cruzadas, ferviente de religión y de amor, gentil y devoto. Le veía con túnica blanca y cota de oro, venera de fuego en el costado, y casco y lanza de lumbres de victorias.

Y llegó el día, y presentose don Álvaro entallado por su levita pasa, hongo gris, pantalón de color de albaricoque con franja de seda negra, y sombrilla verde-malva con un puño de pezuñita de ónix.

Alzó la doncella los ojos, y vio una frente huesuda y helada, unas cejas tenaces, un mirar hondo que llameaba con la luz de las sublimes causas, y una barba demasiado tendida y austera, más de fray que de galán caballero. Pero la mirada, la mirada de ese hombre la estremecía temerosamente. Era miedo lo que la dejaba, un miedo inefable de la felicidad. Y esos ojos que contenían tantas emociones bajaban como una gracia a su vida obscura de señorita lugareña...

Don Cruz, don Amancio, el padre Bellod, el homeópata Monera, la rodeaban, le decían bromas amorosas, aparentaban reñirla y saber sus secretillos y enojos, como amigos muy autorizados en la casa. Volviose Paulina al forastero. Ya no estaba. Llevóselo el padre a las altas estancias de sus antepasados; le asomó a todas las dependencias del casalicio, y nunca descuidose de cederle la derecha, quedándose siempre postrero.

La sobremesa no fue tan reposada como se prometió don Daniel. El enviado no vino a Oleza para su esparcimiento. Esa tarde irían a su posada los directorios de Murcia y Albacete. Necesitaba don Álvaro recoger iniciativas y datos para su informe político, estudio que alternaba con el de una memoria de la industria de sedería. No era rico, y había de luchar por los ideales del «Dios, Patria y Rey» y por el pan de su casa.

¡Luchar un hombre como ése, hasta por el pan de su casa! Y a don Daniel le pesaba su bienestar como un pecado de injusticia.

Quedáronse solos el hidalgo y su hija. Ella bordaba, pero con frecuencia dejaba su labor para mirar la tarde. Se oía el trajín de Jimena contando y guardando el cristal, la porcelana y la plata del convite. Luego pasó a la salita con las ropas de mesa; lienzos jugosos que crujían como el brocado. En su cintura resonaban las correas de las llaves. De cuando en cuando alguien pronunciaba el nombre del caballero de Gandía. Ese nombre se había apoderado del silencio, del coloquio, de la vida y del aire del «Olivar».

—¡Ya no queda juventud de los principios y del temple de don Álvaro! —Y diciéndolo se ahuecaba la voz de don Daniel, se le esponjaba el pecho, calentándosele el corazón con arrogancias que después caían en melancólicas evocaciones.

Jimena cerró con estrépito un armario de olivo.

—¿Juventud don Álvaro?

Revolviose don Daniel en su butaca.

—¡Ahora cumple los cuarenta, la justa edad de matrimonio en un varón puro! Así piensa el señor penitenciario.

Soltó su risa la mayordoma.

—¿Y qué entiende de casorio don Cruz, que a los cuarenta, y a los cincuenta y hasta su muerte, habrá de estarse soltero?

—Las que no entienden de matrimonio ni de nada de lo que sabe un señor penitenciario son las entrometidas, que también se están solteras y habrán de estarlo por todos los siglos de los siglos...

—¡Amén, señor; amén mil veces, que yo no dejaría de serlo por unas barbas de hermano limosnero, y unos ojos de Nuestro Padre el Ahogao, buenos para que les teman las descaradas y les recen las honestas, hombre de altar y no de amorío...! —Y saliose a proseguir sus haciendas.

¡Como los de Nuestro Padre San Daniel los ojos de don Álvaro! Y el hidalgo pensó conmovido en esa semejanza. ¡Héroe, augusto y santo!

La hija permanecía callada delante de su labor. El ruido de los verdes árboles, el oreo de los sembrados maduros que se doblaban en oleajes de abundancia, el estrépito de los palomos que rodeaban la reja olorosa de parral, el cernidillo de la Jimena, que dejaba en las vigas de los sótanos un temblor de carne robusta, todo le hacía volverse; luego sonreía de su sobresalto.

Y el padre suspiró apagadamente, como pensándolo con voz para sí mismo:

—¡Si una hija mía...! ¡Si una hija mía fuese la elegida de un hombre como él...!

Paulina era hija única. Y contempló el camino de Oleza todo de rosa de sol poniente, y pareciole lleno del rubor de su faz.

Los frutales, la mies, la vid, los palomos, todo se le ofrecía con el ritmo y palpitación del dulce susto de su sangre.

II. Te Deum laudamus

Bajo el pasadizo de Palacio a la catedral topose don Daniel con el homeópata; y juntos entraron en los claustros. Les recibió un vano de piedras resudadas, de altares viejos, de árboles umbríos calentados por la siesta. Piaban cansadamente los gorriones como si estuvieran durmiéndose. Los dardos de los vencejos rasgaban con su grito el azul. El cimbalillo tocaba gota a gota.

Huerto blando de hierba borde. Rinconadas de escoria de incensarios, y malvas reales que suben sus tirsos de rosas leves, desaromadas. Un ciprés, el ciprés más recto y sensitivo de Oleza, que embebía su punta de claridad alta. Laureles inmóviles. Encima del pozo, de cigoñal plateresco, trenzado de zarcillos de calabacines, un tul de mosquitos y sol. Un limonero bajaba un pomo de cidras con luces de hilos de arañas; y en el brocal, en las baldosas, en los musgos, vislumbraban, gelatinosos y fríos, los lagartos.

Los pasos descoloridos del vía-crucis, los retablos góticos, enjutos, rosigados, los altares barrocos de una talla rolliza, tenían para don Daniel una bondadosa decrepitud de mueble familiar. De las capillas del claustro prefería la de San Gregorio. En el muro de la bóveda, sobre cartelas de águilas, un cofre de basalto guardaba las entrañas de un rey. Siempre se paraba y leía los restos del epitafio, pronunciando cada letra:


HIC.....
A.... X......
REX SERENI... US.AD... SE... CRUM
AN... DOMI... M.. DL.. I
ÆRA....
DIMIT.... E..


—¿Y le arrancaron las entrañas? —Todas las vísperas de San Pedro pensaba lo mismo. Acordábase entonces del vaso de piedra de color de hostia de San Daniel, que contenía la lengua y el corazón de un obispo. Los pueblos se disputan los despojos de los hombres ilustres, descuartizando sus cadáveres como hacía la Justicia con los grandes malhechores. Y don Daniel meneaba compasivamente su cráneo. ¿De quién serían todas esas entrañas? Nunca lo averiguó. Se le encrespaban y confundían los Sanchos, los Ordoños y algunos Alfonsos. Y después del 28 de junio iban apagándosele las inquietudes históricas.

Al homeópata Monera le tenía sin cuidado la urna funeraria y la Historia. Hijo de un sangrador de la calle del Garbillo, siguió estudios exprimiendo la pobreza de su casa. Los vecinos preguntaron mucho por el estudiante, singularmente cuando moría alguna hermana suya, todas flacas y pajizas. Muertos los padres, entró una huérfana al servicio de don Cruz, y la otra recogiose de freila en las Clarisas. Vino el hermano ya médico. Volviéronse alabanzas las socarronerías, pero aún le tuteaban los de la calle del Garbillo. Arrimose al penitenciario. Comunidades y familias acomodadas dejaron a don Vicente Grifol por Monera, que trajo a Oleza la doctrina y los glóbulos de Hahnemann. Hizo curaciones santas. Se le atribuye la de la priora de San Gregorio, que padecía zaratanes horrendos. Casó pronto con la dueña de una hilandería de cáñamos. Ya sólo le tuteaba don Cruz, de quien había de consentirlo siempre por el vínculo de humildad de la hermana. Nada más iba con los amigos del canónigo; y ellos, cuando se les antojaba recordar un episodio, un apodo, una calle de arrabal, acudían a Monera. Y Monera les odiaba sonriéndoles. Estas amistades y el tener catadura de curial era lo que más le pesaba; verdaderamente dos cosas sin remedio.

Le daban rabia todos, y entre todos don Daniel, con los demás blando y a él lo sometía; lo sometía hasta llevarle por los claustros no queriendo ir. Le daba rabia el claustro y su huerto. Lo enladrillaría todo dejándole en medio un buen aljibe. Le miró el señor Egea enrojecido del agravio; y el homeópata arrepintiose de su propósito. En cambio, el hacendado ya estaba gozoso; se detuvo, sacó de su cartera unas tijeritas, se cortó un padrastro del meñique, y se puso más contento. Se frotaba sus manos de señora silbando una frase de Moraima, con un silbo que aun siendo muy frágil le hacía toser. Afirmó que el mes de junio era el más hermoso del año. Olía a felicidad. Monera dijo que sí. Pero don Daniel modificó su concepto.

—Es la felicidad la que tiene su olor, olor de mes de junio.

En este junio se le acumularon los días felices. El día 7 llega el señor obispo; el 13 viene don Álvaro; el 15 asiste al chocolate del Círculo de Labradores; el 17 visita el «Olivar»; el 18 come en el «Olivar». ¡Señor, qué más podía apetecerse en Oleza! Y quedábase mirando los arcos blancos y lisos, que le traían la exaltación de la solana de su finca.

A la segunda vuelta se paró en el altar de San Rafael y Tobías; un altar demacrado. No le quedaba más que un exvoto, un pie de cera morena, el pie de una niña que se lo lisiaría yendo de camino. Lo veía don Daniel desde chico. La pobre criatura sería ya vieja; quizá hubiese muerto; y el piececito con su lazada marchita le esperaba el 28 de junio de todos los años.

Monera empezó a referirle torceduras de pies; pero el hidalgo no le atendió. Se ladeaba buscando en el techo, en los pilares, en las verjas.

Esperose el homeópata.

Don Daniel removió su sombrilla diciéndole:

—¿No la siente usted? ¡Es una moscarda! No puedo con las moscardas; es decir, con ésa, con la que se me viene encima, con la que me embiste o se entra donde yo esté.

Era verdad: había una moscarda; bordoneaba en las alas del Arcángel; rebotaba en el pez de Tobías; iba poniendo rúbricas violentas de zumbido.

—¡Estas moscardas se vuelven locas! Se cuelan en una sala aprovechando un resquicio por donde casi no cabe ni el aire, y después no aciertan a salir aunque se les abra todos los balcones. Aquí no hay vidrieras, y tampoco se marcha. Ya me tiene usted malhumorado. Una moscarda es siempre el aviso, el presagio de algo que se acerca a nosotros.

Tornó a caer el toque lento y fino del címbalo llamando a Coro.

Vísperas de primera clase. ¡Qué hermosura! Había comido en casa de Corazón. El comedor, entornado; una paz olorosa de postres y de huerto; los últimos manjares le dejaron un dulce sueño. ¿Verdad que hay crema quemada, Corazón? Y había. No se equivocaba. Todo el jardín rociado. Frescor encima de las plantas calientes. Y al otro día, San Pedro. Ornamentos rojos; el presbiterio vestido de damascos escarlata. El altar mayor todo de rosas carnales, encendidas. ¡Qué olor de junio!

Y la esquila tocaba infantilmente. Voz de niña, otra niña que contaba la infancia del caballero del Olivar. Y él y Monera se hundieron por un portalillo húmedo. Obscuridad angosta. En seguida la penumbra fresca y ancha de la nave. Se alzan los ojos. Se presiente el cielo, el azul, la tarde apoyándose sobre la piel dorada de los sillares y de la bóveda. Allí, al otro lado, en el sol, seguía el tañido del címbalo de Vísperas, un aleteo de paloma atada. Bajaba y crujía la sensación del cordel en el reposo mural, y luego el ímpetu del vuelo campanil. Se veía la onda pasando encima de la calma de Oleza, cayendo en la mies, en las eras, en los cáñamos, en los naranjos, en los honcinos del Segral, en los olivares que se desperezaban olorosamente.

Junto a la Vía-sacra, en el recodadero de un banco, dormitaba don Amancio. El humo luminoso de una vidriera le ponía una banda fastuosa de iris. Una viejecita, toda de negro, de un luto blando de pobre, suspiraba en la capilla del Descendimiento. La mariposa del lamparín ardía sin llama. La mujer se tendía para besar el cráneo de una lápida. Pasó un acólito; le siseó la vieja llamándole; le puso en los dedos unos anises que dan olor de faltriquera; el cinco miraba los confites y la boca sumida y amarga de la mujer, y quiso soltarse. No pudo. Las uñas de la vieja le raparon los pliegues de la sotanilla, traspasándosela, llegándole al vientre. Cruzó otro muchacho; el cautivo dio un brinco de res, y los dos huyeron haciendo cabriolas entre los troncos de los pilares.

La vieja lloraba. Vino el hidalgo. Le daban mucha compasión esas pobres mujeres que se hunden en las capillas y les cuentan a las imágenes todas las congojas que no escuchan los hombres. Los santos, sí. No se mueven; siempre las esperan con las manos y los ojos abiertos, y sus vestiduras, cuando reciben un poco de sol, parecen ropas que hayan servido para amortajar otros santos. Lo pensó don Daniel y se estremeció reconociendo a la vieja. Era la viuda del especiero Miseria, la que acudía a las casas donde hubiera difunto para lavarlo y vestirlo por una limosna. Le decían la Amortajadora.

El altar del Descendimiento era todo un dosel negro como de túmulo de funerales, con una orla de pasionarias de tafetán. El sudario divino caía crispándose de los brazos de la cruz. La Virgen, sentada en una roca de madera, tenía en sus rodillas al Hijo ya muerto, de una desnudez que resaltaba siniestramente de lo obscuro, con la llaga verde de la lanza y las llagas hondas y crudas de los clavos. Las flores de paño del altar y las pasionarias del trono, parecían también llagas enconadas.

Don Daniel le dijo a la vieja que no llorase. ¿Por qué lloraba? La Amortajadora lloró más, y llorando le refirió:

—Faltan pasionarias. Yo pido que las cuenten y que me den una de muestra, y se las traeré a Nuestro Señor. Es una promesa por mi hijo. ¡A mi hijo no le quiere nadie en el pueblo! ¡En el pueblo no hay otro hijo que pase más dolor que mi hijo! ¡Le da un mal y se revuelca como un endemoniado! ¡Yo he visto que las criaturas le huyen! ¿Qué usted no lo recuerda? Tiene la cara atravesada por una herida como el costado de Dios... ¡Ve cómo sí que lo sabe usted! ¡Se le recuerda como al Señor por lo que ha padecido por los hombres!... A mi hijo también le hirieron los hombres y por los hombres que tampoco le quieren. A todos hablo, y no le socorren. No permiten ni que Dios le socorra. Si yo le trajese las pasionarias que le faltan en el altar, el Señor me oiría. A usted, que todos le atienden, se lo digo ahora...

Revibró cascadamente contra el peldaño de la sacristía la vara metálica del pertiguero. Tronó magno y torrencial el órgano, y retumbó todo el templo como un oleaje de piedra que rompía sus espumas gozosas en las calas apacibles del corazón de don Daniel. Reapareció el silencio del ámbito todavía sacudido por los caños de los grandes acordes, y en lo hondo comenzó a fluir un pianísimo celeste. ¡Vísperas de primera clase! ¡28 de junio!

Salió el heraldo de la pértiga arrastrando su toga de pana raída; una peluca de crines le devoraba su rostro de villano. Le seguían los acólitos torciendo los ciriales; después los turiferarios, meciendo tan fuertemente los braserillos, que las centellas volaban y crujían en torno del maestro de ceremonias, pálido, de un sacerdocio atenorado, presentando su bastón con tanta dulzura como si trajese un lirio; seguían los sacristanes con las navecillas del incienso, graciosas y blancas como palomas; los beneficiados, con sus pellizas pardas y las menudas cogullas chafadas; los canónigos, con sus mustios armiños sobre los mantos rígidos y rojos; los seis ministros de capas pluviales, como seis triángulos de tisú y de seda encendida, apoyándose en sus mazas de plata, y el señor deán, de preste, muy zaguero, casi olvidado, sudoroso y asmático, sacando su cabeza pelada de la concha de los ornamentos, resignándola bajo la pesadumbre litúrgica.

Sintió don Daniel que le rodaba la vida por un abismo de ternuras.

—¡No puedo remediarlo; todos los años lloro y se me enfría la espalda de tanto sentir!

Monera casi se maldijo al oírse a sí mismo.

—Yo también, ¡la verdad!

Acababa de despabilarse Alba-Longa, y venía adhiriendo calladamente los pies a las baldosas como calzado con sepias. Se había subido a la frente sus gafas azules de verano, y en cada cristal se espejaba la miniatura de un dragón de hierro con su lámpara de cobre.

Don Daniel, entusiasmado, le dijo:

—¿No le parece a usted que el señor deán sea el Sumo Pontífice?

Monera se apresuró a decir que sí, sin querer; pero don Amancio dobló hacia Monera su cuello de ave vieja, desaprobándole la semejanza.

—¡Cómo se conoce que no ha visto usted nunca a León XIII! ¡El deán es otra cosa, caray!

—¡Sí, claro; es otra cosa, es otra cosa! —repetía don Daniel, sonriendo en la beatitud de una llovizna de un trémolo de «voces humanas».

Don Amancio se le llegó más; le puso un dedo rígido en la orilla de seda de la solapa.

—¡Ignora usted toda la iniquidad de hoy! Está usted tranquilo, está usted contento. ¡Usted no la sabe!

No la sabía don Daniel. Y se atolondró, y pensó en la moscarda.

Alba-Longa le miraba devoradoramente con las gafas azules y con los ojos desnudos. Cuatro órbitas de acusación.

—¡Usted no la sabe! Recuerde que la Junta de la Adoración del Santísimo visitó al prelado, pidiéndole que contuviese las libertades de algunos clérigos.

Lo recordó don Daniel.

—...Y entre todas las libertades, las de don Magín. Su ilustrísima corresponde a nuestras quejas protegiéndolo. Don Magín ha sido nombrado párroco de San Bartolomé. Don Magín hereda la parroquia del padre Bellod. ¿Quiere usted que le diga mi pensamiento? Óigalo; óigalo usted también, Monera; yo no me escondo.

Don Amancio redujo la voz, y dijo:

—¡Oleza sigue huérfana!

Pero don Daniel no se conmovió. No le había oído. El chantre acababa de entonar el Magnificat anima mea Dominum, y el órgano esforzó todas sus viejas gargantas en el himno de la elegida de Dios.

El sagrario se velaba de nieblas de incienso, bordadas con los gloriosos colores de una rosa de vidrios. La columna de vellones y volutas de humo candeal cegó todo el oficiante. Representósele el Thabor a don Daniel, y en la cima del monte, el preste se transfiguraba en nubes inmaculadas. Pero recordó que habían merendado juntos muchas veces al salir de la escuela, y que se acosaron con panojas de las colgadas de las vigas y rejas del «Olivar», y que fue tío del marido difunto de Corazón Motos. ¡Esa pobre Corazón!

Desde el presbiterio, dos ministros incensaban al pueblo. El pueblo era entonces algunas mujeres que gimen en las hondas capillas y besan las lápidas; unos pocos artesanos que tienen el obrador en las cercanías de la catedral; labradores que vinieron a la casa de los amos y sestean en los bancos esperando la hora de volverse a sus heredades; niñas que traen hermanitos a cuestas; hidalgos y pordioseros.

Don Daniel recogió el sahumerio con una reverencia profunda; se agobiaba sintiéndose oficiante extenuado por las recamadas vestimentas rojas.

Despertó de súbito. Le despertó don Cruz, punzándole las manos con las almenas de su bonete.

—Vamos al ábside y le contaré maravillas.

—Las sabe ya porque yo se las dije.

Pero el canónigo volviose a don Amancio.

—Ni las sabe don Daniel ni usted.

Monera se regodeaba en la humillación de Alba-Longa.

Se alzó de una tumba la fantasma de la abuela de luto, y quiso seguirles.

—¡Mi hijo no fue siempre ruin! Es ahora por culpa de otros. Tiene la cara abierta de una lanzada como el costado de Dios...

—¡No profane usted su templo y su nombre!

Y don Cruz hincó sus ojos en los viejos ojos de lágrimas.

Don Daniel se cansaba. Todos iban secándole el aroma de las Vísperas solemnes del 28 de junio. Y acordose, otra vez, de la moscarda del claustro.

Don Cruz les paró bajo una hornacina vacía, fungosa de humedades. Allí les habló con solemne sigilo. Palideció don Daniel; sudó de asombro el homeópata; don Amancio asentía, y se le derribaban las rodilleras y se hundía los puños en la ijada.

Don Cruz acabó suspirando:

—Todo me lo confesó antes de subir a la diligencia de Murcia. Vendrá pronto, muy pronto, y entonces iremos al «Olivar de Nuestro Padre», y don Álvaro presentará la petición de caballero cristiano y enamorado.

En aquel punto desbordó del órgano una trompetería de victoria, empujando con su trueno de júbilo el coral del Te Deum laudamus.

III. El aparecido

Paulina bajó a la vera. Sentía un ímpetu gozoso de retozar y derribarse en la hierba cencida, que crujía como una ropa de terciopelo. Acostada escuchó el tumulto de su sangre. Todo el paisaje le latía encima. El cielo se le acercaba hasta comunicarle el tacto del azul, acariciándola como un esposo, dejándola el olor y la delicia de la tarde. Se incorporó mirando asustadamente. Siempre se creía muy lejos, sola y lejos de todo. Sin saberlo, estaba poseída de lo hondo y magnífico de la sensación de las cosas. El silencio la traspasaba como una espada infinita. Un pájaro, una nube, una gota de sol caída entre follaje, le despertaba un eco sensitivo. Se sentía desnuda en la naturaleza, y la naturaleza la rodeaba mirándola, haciéndola estremecer de palpitaciones. El rubor, la castidad, todas las delicadezas y gracias de mujer se exaltaban en el rosal de su carne delante de una hermosura de los campos. Los naranjos, los mirtos, los frutales floridos, le daban la plenitud de su emoción de virgen, sintiéndose enamorada sin amor concreto. La puerilizaban los sembrados maduros viendo las mieses que se doblan y se acuestan, se alzan y respiran bajo el oreo, y juegan con él como rubias doncellas destrenzadas con un dios niño.

Entró en el reposo del olivar. Allí siempre iba recogida y despacio. Los troncos seculares, el ámbito callado de las frondas inmóviles, le dejaban una clara conciencia de la quietud y de la soledad, un amparo de techo suyo que parecía tenderse desde el origen de su casa.

En la paz de estos árboles, cerca del camino, esperó a su padre.

Lejos, por el sol de los calveros, pasaban las carretas de garbas. El aire aleteaba oloroso de siega.

Las horas doradas de los campos en las vísperas de las fiestas, la internaban en una evidencia de sí misma a través de una luminosidad de muchos tiempos.

Un miedo repentino quebró el encanto. La adivinación sensitiva de que están imantadas las vidas primorosas, la hizo volverse a lo profundo de los olivares. Había un hombre que le proyectaba una sensación de humanidad viscosa.

Se le aceleraron sus latidos, golpeándola metálicamente. Dio un grito ronco y huyó buscando la anchura de las tierras segadas. En su espalda y en su nuca se pegaba la caliente devoración de unos ojos.

Acudía un mozo de la labor, y su ímpetu hacía crujir el aire de rosas.

Pero el hombre horrible avanzaba sin temer el arrimo del labriego. Era descarnado; de una piel de cera sudada; vestido de luto. Una cicatriz nudosa le retorcía la quijada izquierda. Con voz rota de cansancio gimió:

—¡No me tenga miedo, que yo no la sigo más que por su bien! Usted sabe quién soy. Un día me llegué a sus rejas, y pedí agua; y usted mandó que me remediasen porque me creía un mendigo enfermo. ¿Verdad que se acuerda de mí?

La dominaba la fealdad del aparecido, sus ojos de un unto de lumbre, su palabra de fiebre.

Y Paulina recordó su sed; recordó el borbollar fresco del agua tragada. Había sentido lástima de que el agua tan pura, tan femenina, tan desnudita cuando nacía en el hontanar; tan dulce, quieta y dorada como una miel derretida cuando estaba en las jarras, se hundiese en aquel cuerpo amarillo de esqueleto. Recordó que se había acusado de mala cristiana, y que se apiadó del sediento y se impuso la voluntad de querer que le contasen quién era. Y un sobrancero le dijo: «Ése es Cara-rajada, el hijo de Miseria y de la Amortajadora. Estuvo en la facción; después caminó muchos países, como un perro tiñoso».

Todo se lo repetía mirándole. Llegaba el labriego seguido de otros hombres, y sus siluetas levantinas, recias y ágiles, se iban agigantando sobre el azul.

Cara-rajada dobló su aciaga frente, y comenzó a llorar.

—¡Lloro de su miedo! ¡Lloro de ver que esa gente venga lo mismo que si corriese a librarla de una bestia! Yo la busco para pedirle que se aparte de don Álvaro. Todo Oleza habla ya de su casamiento.

Ella cerró los ojos. La cicatriz del descarnado la cegaba de repugnancia. La quijada, los labios, la sien, toda la cabeza era de cicatriz.

—Espanta mi herida seca, ¿verdad? A don Álvaro nunca le hirieron. Me huye usted porque es hermosa y la hija de una casa de señores, y yo soy ahora el Cara-rajada. ¡Pero no le quiera a él! ¡Se lo pido por la memoria de su madre!

Paulina retrocedió, avergonzándose de la pasión que abrasaba la súplica.

Las gentes de la heredad la miraban aguardando.

Y el hombre horrible se le acercó sumiso.

—¡No le quiera! ¡En la calle, en la iglesia, donde la encuentre, se lo pediré como aquí! —Y hundió sus rodillas con un ruido de osamenta y de rastrojo; y como era su figura tan larga, tan afilada y angulosa, semejó arrodillarse multiplicadamente con muchas zancas y erizado de brazos.

Ella cubriose el rostro con sus manos de pureza y de claridad de la tarde; y el enlutado se arrastraba, y sus dedos de Muerte le cogían la orla del vestido y se le ensarmentaban en los pies; y Paulina lo pisó y sentía que sus pies se le volvían de carne trémula de corazón.

Se precipitaron los labradores, amontonándose y chafando el cráneo gigantesco. Sonaban risas y alaridos, golpes de daño, de aplastamiento de carcasa y de terrones.

Entonces, el asco y la piedad le dieron a Paulina un súbito denuedo, y amparó al ruin. Deshizo el grupo de suplicio bárbaro y tendió sus manos al hombre, alzándolo maternalmente. Quiso restañarle la sangre; pero el vaho de amor que le exhalaba el lisiado, la fue apartando, torciéndola de congoja.

Rugieron los campesinos viéndola padecer. Un gavillero chato, de dientes de presa, dio un empellón a Cara-rajada. Dejaron que corriese para tomarle puntería y holgarse con él apedreándole. Se les removía un impulso de mal inocente y primitivo, una ferocidad de buenos criados. Y en la calma azul bramaron los cachos y las piedras que se incendiaban al romper la zona de sol.

Aulló el huido rebotando cuando le atinaban, abriendo los secos alones de sus brazos, estampándose en la gloria del cielo de junio. Un instante vislumbró su cabeza exangüe y pavorosa como la de un degollado.

De los corrales y trojes salieron las mujeres, embistiendo los dos mastines al espantajo de luto.

El estrépito bronco de esparteñas, de garfas, de ladridos, enardeció a todos como un vino caliente. Se reían, brincaban, mostraban los puños grandes de piedras agarradas. Lo hubieran rematado. Ya no les parecía hombre, sino bestia mortecina.

Su ama les contuvo, y dóciles y contentos se volvieron a la faena; y miraban a Paulina con la lealtad de los dos perros que la seguían mansamente.

Una labradora murmuró, jadeando aún:

—¡Si la pilla sola, la besa!

Y el mozallón de quijales de púas le rugió:

—¡Y si la llega a besar, lo rajo basta el galillo!

En el parral apareció la Jimena, fajada con un albero de lienzo gordo; los brazos desnudos, cortezosos de cernada, y toda trascendiendo a leña y ropas en lejía. Le llegó el alboroto; no vio a Paulina, y arrojose en su busca. La cogió, la miró, la besó, se la llevó a la casa, se la puso en las rodillas. Le dio un tazón de cordial. Se lo apartaba a cada sorbo. Le compuso las trenzas, y se las soplaba suavemente para quitarle las pavesas de la colada que le iban dejando sus dedos. Refugiábase Paulina en el rudo y generoso calor de su regazo. Quiso hablar, y lloró con hipo de criatura desvalida, con un dulce desconsuelo y compasión por el aparecido, de compasión por sí misma. Y la figura de don Álvaro pasaba en torno de su vida asustada. Se rebullía queriendo mirar fuera, pero sin soltarse de la mayordoma, y volvíase a lo hondo y tibio de su pecho.

—¡No me cuentes nada! ¡Me dijeron lo bastante para imaginármelo todo! ¡Sé quién es; la culpa no la tiene ese alacrán; la culpa me la tengo yo, que te dejo sola como si fueses hija de gitanos! ¡No tropezármelo! ¡Pero me lo tropezaré, no te apures!

Paulina le cubrió la boca con el temblor de sus manos, y se alzó rápidamente.

Acababa de oír al padre, que venía de las vísperas de la catedral, y salió para recibirle. Le tomó el sombrero de color de tórtola, de copa cuadrada, la caña de Indias, con cadenita de orificia, y aguardó su beso. Siempre la besaba el padre en las dos sienes.

Don Daniel le puso sus palmas en los hombros, acercándosela. Pareciole muy frágil, muy nena, como cuando murió la madre. Luego le resplandeció su afeitada faz, un poco gruesa y pálida, y sus labios hicieron un penoso mohín. Siempre, siempre se le empañaban de recuerdos las horas felices.

—¡Estás riendo y llorando! ¡Como yo, lo mismo que yo! —Y sentose en una vieja butaca, esperando la naranjada de todas las tardes. Se la trajeron. La cató; quiso más azúcar; tornó a beber, y sin acabar, les contó muy despacito la confidencia del señor penitenciario.

IV. Arrabal de San Ginés

Colgose de los hombros la esclavina vieja; se esponjó sobre la tonsura el gorro de verano; pidió la cayada de sus paseos rurales, y atravesando la corraliza y el huerto, donde se entretuvo para adobarse los dedos con matas de geranio, como si exprimiese una pella de jabón, salió don Magín de su parroquia por el portalillo del hostigo.

Venían revueltas afiladas, callejones de hierba y una subida de peldaños roqueros, hasta que ya principia el atajo de San Ginés. Una vez al año —por Santa Ana— lo tomaba don Magín.

Descansó en la sombra de los últimos tapiales para mirar el hondo. La ciudad se volcaba rota, parda, blanca. Porches morenos, azoteas de sol, las enormes tortugas de los tejados, paredones rojizos, rasgaduras de atrios, y plazuelas, jardines señoriales y monásticos. Un ciprés, un magnolio, una palmera, dos araucarias mellizas. Muros de hiedras, de mirtos; huertos anchos, calientes; frescor jugoso de limoneros, de parras, de higueras. Eucaliptos estilizados sobre piedras doradas y de apariciones de cielo de un azul inmediato. Un volar delirante de golondrinas y palomos. La torre descabezada de la Catedral, la flecha de Palacio entre coronas de vencejos, la cúpula de aristas cerámicas del Seminario, el piñón nítido de las tres espadañas de Santa Lucía. Más lejos, la torrecilla remendada de las Clarisas. A la derecha, un pedazo de la loriga azul del cimborio de Nuestro Padre, y la antorcha del campanario que brotaba de un hervor del río.

Don Magín siguió la cuesta. Se le agarraban al hábito los tábanos y saltamontes; le huían las vibraciones tornasoladas de las lagartijas, volviéndose para verle.

Bajo un almendro aserrado de cigarras, se enjugó y se dejó el pañuelo de gorguera, y otra vez quedose mirando la ciudad.

Más costras y quillas de techumbres; más tapiales de adobes y de yeso con encarnaduras de ladrillos; terrados blancos de Oriente; cauces foscos de calles. Llamas de vidrieras. Sombras acostadas. Follajes dormidos. Vuelos de una nube gloriosa en el encanto de las albercas frías que dan sed. Júbilo de palomares. Un humo recto. Cupulillas, agujas, contrafuertes, gárgolas y buhardas de más monasterios, colegios, residencias y parroquias. La suya, no. Ni San Bartolomé ni la Visitación. Los ocultaba la ladera. En cambio, aparecía, entre todo, una figurita de mujer, exacta y blanca, inclinándose desde una solana al patio, un patio como un pozo, donde balaba un cordero atado. Se fijó, se orientó don Magín. Esa criatura, toda hecha de nardos, debía ser Purita, una de las novias más cortejadas de Oleza, que se aburría en casa de sus tíos. El silencio que se elevaba como una niebla parecía modelarse palpitantemente de balidos y del trueno del Segral. El Segral liso, aceitoso, con hileros de luz, abría el poblado y junto a San Daniel se plegaba en los escalones de los azudes. La faz de las presas espejaba una exaltación de torres con sol, un molino entre álamos y la mirada fresca y azul del caz.

Don Magín emprendió lo bravío de la pendiente rasa.

Venía el arrabal trepando como una horda por la pena. Valladares de cactos y chumbos. Tendederos de ñoras, como cuajadas inmensas de sangre. Viviendas de fango cocido, de leños y latas crispadas; cuevas de portal enjalbegado, toldos de sacos, cobertizos de calabazones y capuchinas. Rodalillos de matas de sandías, de tomates y girasoles saliendo de un muladar. Pañales y refajos secándose en las rocas. Y a trechos, un aljibe, un horno como un sepulcro.

Las mujeres se despiojaban entre sus crías desnudas, entre cabras que topaban a las gallinas, y perros enroscados buscándose las garrapatas. A lo largo de las cercas rodaban sus tornos los menadores de cáñamo. En los umbrales tejían esportillas y serones los viejos. Los lañadores engafaban tinajas, orzas y barreños desbocados. Dentro de algunos cubiles fulguraba el caño lívido de soplete de los vidrieros que derriten retajillos de botellas y cuajan la bujería aldeana: sortijas, peinas, rosarios, sartas y broches. Y en la sombra de su corral, los pirotécnicos o polvoristas, llagados como leprosos, picaban sus terribles almireces y tramaban los ingenios de los argadillos de girándulas y de la «estampa final» para los fuegos artificiales, los de más renombre en todo el reino de Murcia.

Se apartó don Magín porque bajaba una cerda, seguida de los gorrines, con el ímpetu furioso de la piara endemoniada de los Gerasenos.

Arrabal de San Ginés, torrente de estiércol, de bardomeras, de criaturas y pringues. De aquí descendían sobre el pueblo las aguas reciales de las lluvias, los estampidos de pólvora, la simiente de la viruela y del carbunco, las catervas agitanadas de buhoneros y esquiladores, las ristras de oracioneros y mendigos, los lacerados por barreno, los canijos de trabajar en arcabón, los caleros de ojos de sangre, figuras de retablos de los pórticos y canceles de las iglesias, picardía de ferias y caminos...

En viendo a don Magín, se alzaban todos buscando su saludo; abuelas con bayetas andrajosas, en chanclas de zapatones cogidos en los vertederos; mozas en refajo o con sayas tiesas, los pechos ceñidos por pañuelos de cotón con estampados de granadas, de pomas, de uvas, las crenchas tirantes en una línea de vihuela y el moño retrenzado y cogido en la nuca con una flor. Venían con sus mundillos de hacer randas o con el copo de hilar, y otras cargadas de hermanos menudos y de hijos de vecinas. Los padres, los novios, los maridos, sus hombres, todos enjutos, la faja gorda entresaliéndoles el ojal de los tijerones, el agujón alpargatero, las cachas de una lengua de buey, la petaca y la bolsica de las artes de sacar candela. Vestían calzones de lienzo escurrido y camisonas rayadas y abiertas para que se les viese la crin del pecho, y blusa de percal, y en las espaldas les resalían las dos costras del sudor antiguo como callo de la tela. Huesudos, de piel descañonada de pavo, con una mueca agria y tosca de casta, los cabellos relucientes de mugres, los tufos ensortijándoles la sien o todo el cráneo con un pañuelo de hierbas y encima el sombrero de grandes faldas dobladas.

Parose don Magín gritándoles:

—¡La paz sea en San Ginés, y bien podíais rociarlo siquiera por Santa Ana!

La Parracha, una vieja que estaba curando el paladar de un pollo, se le llegó con el ave enferma en el sobaco, haciéndole una sonrisa de escara de encías.

—¡En este Santa Ana ya recelábamos no verle!

Pero el Potrón, un polvorista garboso, se descarmenó la araña peluda de un lunar torcido en el belfo, y, después de escupir, le repuso a la abuela:

—¡Se ha de pensar más a bonico a bonico de las personas! ¡Don Magín es amigo de los amigos, y no había de olvidarlos porque ahora sea más que denantes!

—Ni más ni menos soy que los otros años. ¿Pensabais que por ser párroco no subiría? Pues ahora os tengo cogidos con más títulos, que vuestro arrabal pertenece a mi parroquia, y habéis de tener muy aviada la conciencia.

Secose los carrillos con el lenzuelo que le sirvió de gola y se podía torcer de bañado, y entre un corro de majos y de comadres subió el repecho de la Ermita de San Ginés, que estaba en lo último del aduar, sola, torrada, hendida, el esquilón colgado de dos pilarejos de argamasa y la absidiola devorada por un tumulto de chumberas. Seguía un camino de ronda que se iba derrumbando por la escarpa; y en la cumbre, un torreón de tres dientes de almenas donde, al atardecer, se recogía una pareja de gavilanes.

Se puso don Magín al abrigo de la barbacana, respaldándose en el «Sacre», un cañoncillo de la Reconquista que los arrabaleros atragantaban de pólvora para las salvas a su Patrono, a San Daniel y las del Corpus y Sábado Santo.

Era su estrado de oír la crónica de las querellas y descalabraduras, de los desafueros y pleitos; y para poner paz sabía puntualmente los apodos de todos los linajes, los agrios y fruncidos de todas las vidas, los resabios, los prontos, los puntillos y prendas de cada uno, los agobios, las ventajas, la grita, el llanto y la porfía de cada familia. Hasta pudo saber las señales de algunos cuerpos, pues en una de las audiencias de su merinazgo honorífico, vino Inesilla, la Corrionera, a pedirle justicia del más afrentoso bataneo que padeció carne de mujer, porque la flageló la Montoya con un costalillo de arena, y como lo negara riéndose, arrebatose del coraje de la verdad la Inesilla, y para probar su causa, arremangose y mostró el sitio del dolor. Por no verlo, se volvió don Magín al «Sacre», y así se estuvo mientras le libraban del veraz testimonio.

Fumaba, oía y mediaba mirando el llano. Todo Oleza se le ofrecía, sin que faltase ni la Visitación con su huerto tierno, escalonado desde el río, y los insignes alcalleres; ni su parroquia, la más morena y arcaica. Amábala ya como antigua mansión suya. Se veía la ventana de su estudio. De noche vigilaba a los arrabaleros con la mirada quietecita de su lámpara, la única abierta en las calladas horas.

Crujía el aire serrano. Subían deshojándose en la altitud los rumores del pueblo y del contorno: la palpitación de un molino, el alarido de un pavo real, el repique de una fragua, un retozo de colleras de una diligencia, una tonada labradora, la rota quejumbre de las llantas de un carro, un berrinche de criatura, un hablar y reír de dos hidalgos que se saludaban desde un huerto a una galería, y campanas, campanas anchas, lentas, menuditas, rápidas. Sobre la tarde iba resbalando el fresco retumbo de las presas espumosas del río. Y entre todo revibró inflamado y afiladísimo el cántico de un gallo, y don Magín incorporose diciendo:

—¡Ése es el mío!

La vega rodeaba generosamente la ciudad. Senderos, acequias, brazales bullían, entrándose y saliendo por los cultivos: los cáñamos y naranjos en terrenos bazos; la verdina del panizo y de legumbres en tierras plegadas como de masa tierna de panadero; los herrenes, como paños húmedos; el olivar, bruñido; «Nuestro Padre», como una aldea; el cementerio, como un colmenar recién encalado; hazas rubias del rastrojo; glebas cansadas, pardas, rojas. La procesión de tamarindos, de chopos, de álamos, de cañar verde, un temblor de oro, una niebla dormida, iba mostrando la ruta romántica del Segral. Alcores, barracas de techos de manto, fenedales, rediles, humos azules, un ciprés lleno de tarde gloriosa, un olmo amparando una noria, yuntas diminutas de vacas, una heredad infantil, palmeras doblándose y un camino desnudo palpitando por todo el paisaje y escondiéndose en el confín de una claridad de alas victoriosas, de promesa de Mediterráneo.

El monte viejo de San Ginés tenía tres hijas muy graciosas: tres colinas cogidas de la ruda capa del padre, con trenzas de grama, y volantes de viñedo, viñedo de rancio veduño bárbaro. El señor Espuch y Loriga averiguó que un remoto olecense muy andariego retorna a su patria en 1668; trae 115 vides de las umbrosas cuestas del Rhin, y amugronadas y reproducidas en las estribaciones de San Ginés, las visten de pámpano, y sus racimos manan un mosto que ya no se parece al frío y verde de la cepa originaria, sino que se pone grueso y azucarado por el sol de Oleza.

Dejaba don Magín la gustosa contemplación por atender a ruegos y anécdotas. Surgían más mujeres, presentándole hijos con la frente vendada por las pedreas; otras, le daban los papeles mugrientos de los oficios de multas que debían, y el capellán se los guardaba para pedir el perdón. Era el personero de este arrabal de astrosos, bravos y descreídos que en la hora de la muerte le llamaban y le cogían de las manos, teniéndole también por valedor de sus últimos apuros.

Llorando a voces, le contaban las madres los embustes de aquellas cédulas de castigo. Siempre eran por asaltar los rapaces los huertos de los señores y coger los zarcillos de las parras en cierne, los higos aún lechosos, las almendras no cuajadas, las serbas, las azufaifas, las granadas, las zamboas, los dátiles verdes; todas las frutas aún verdes y ásperas.

El penitenciario y el homeópata abominaban este delito y no se cansaban de pasar delaciones. Esas criaturas, protegidas de don Magín, arrancaban vorazmente la fruta verde sólo porque se sentían regostadas al hurto y al mal por el mal. Sus jardines eran de los más esquilmados. Pedían el escarmiento y no lo deseaban por la pacífica integridad de sus frutales, sino para bien de los mismos críos de San Ginés, que ya nacían con apetito pecador del cercado ajeno.

Don Magín se reía. ¡Qué cercado ajeno habían de apetecer los que no pensaban en el cercado propio! Se ama y apetece el fruto temprano y verdiñal por sí mismo. Y exaltándose, llegaba a celebrar el merodeo de las tapias. Las tapias con árboles, y los árboles con el primer fruto, daban una tentación irresistible a los ojos, a las manos y a la boca. El olor del ramaje retoñado, el sabor de esa carne frutal, cruda y fresca, y el tacto de su piel lisa o velludita, dejaban una delicia inmediata de árbol, una sensación de paisaje. ¡La fruta verde! ¡Sólo de pronunciarlo, nada más diciéndolo, se le ponía en la lengua el gusto y el olor y la claridad de todo un Paraíso con primeros padres infantiles!

Y este elogio de la fruta precoz no impedía que le gustasen las frutas tardanas. Tanto le gustaban, que no comprendía cómo los rapazuelos de San Ginés no las hurtaban todas, y principalmente las ciruelas Claudias, los albérchigos y bergamotos de los jardines de don Cruz, de don Amancio y de Monera, o de la mujer de Monera. Entre la fruta que necesariamente había de comerse madura, ninguna de colores tan bermejos y dorados, de pulpa tan zumosa de miel, ni de sabor en sí mismo tan oloroso, porque era el sabor de su perfume, como el higo chumbo, «higo de pala», pero nacido en los nopales arrabaleros. Legítimos nopales plantados por los moros y que no degeneraron de su progenie de Méjico, como las cepas de la suya germánica. No era manjar predilecto de don Magín, y lo aceptaba contagiado de la complacencia que los del arrabal sentían comiéndolos; y había de comerlos allí, entre la plebe aborrachada por el sol de su sangre y de las penas. Se adormecía mirando la primorosa destreza de aquellos dedos para tomar el chumbo y hundirle la faca en el erizo y dárselo sin tocarlo en la carne.

Don Magín recogiose las haldas hasta mostrar toda su pierna ceñida de media morada, el único eclesiástico, no siendo Su Ilustrísima, que en Oleza la traía con el lujo del calzón corto abrochado al cenojil. Ladeose para que no le gotease las ropas el suco del chumbo, y lo fue mordiendo y exprimiendo de la granuja.

No pudo acabarlo, porque de una casa de la cuesta vino un plañido desgarrado de mujer.

Se levantó por escuchar, y un cordelero le dijo:

—Ya tiene el ataque el carlistón.

Y todos se le acercaron contándole.

¿No conocía a la Amortajadora? El marido la dejó tienda y dineros; medio cahíz de dobletas encontraron en un cofre; y todo lo aventó el hijo. El hijo se fue con los facciosos. Se le tuvo por muerto; y ahora remaneció con una herida que le rajaba la cara y una enfermedad de endemoniado. Una perdición. Le llamaban el Cara-rajada.

Don Magín y los de San Ginés bajaron a verle.

Resaltaba más el enjalbiego de la casa entre las comadres greñudas. Todas se apartaron, y pasó el capellán.

Clamaba una vieja al lado de un hombre de luto que se revolcaba en el suelo de guijas de río. Le acorrió don Magín bañándole de vinagre la nariz y los pulsos, conteniéndole las manos de parra torcida, mirándole en los ojos revueltos, secándole las cortadas de espuma de la lengua.

La abuela le gemía:

—¿No le recuerda? ¡Mírelo bien! Le han desamparado todos... Yo pido un milagro de Dios; y son los hombres los que no permiten que Dios lo haga.

Los arrabaleros no paraban de decir:

—Es lo de siempre...

—De balde pelea don Magín...

—No le remediará...

—No le remediará, porque el mal se le pasa cuando el mal quiere.

—Un mal de demonio que le saca bramidos.

—Ha de ver don Magín el llanto que le da tan y luego como se le pase.

—Hasta que venga un día que no esclate en lloros y su brega se le vaya parando con la muerte... ¿Que no?

Con ademanes y muecas les pedía don Magín que callaran, y, no lográndolo, precipitose entre todos y lo mandó ya con todo su brío. Para un enajenado no había mayor ternura y lástima que el silencio; el silencio o la palabra que pudiese responder a la suya, que, aunque no se oiga, quizá nos llama desde la obscuridad y la mudez del padecimiento.

Todos se le sometieron muy humildes.

El cráneo del enfermo comenzó a removerse. Se le despertaban y emblandecían las vértebras que tuvo cuajadas tirantemente en un tétanos pavoroso; apareció la pupila en el blancor de las órbitas; y su mirada buscó al capellán. La cicatriz de nudos azules le relucía de sudor y de limpidez de lágrimas:

—¡Ven cuando quieras a mi parroquia!

La madre besó las manos, la cayada y el hábito de don Magín y guardose el socorro que le dejó en el enfaldo. Salieron algunos vecinos y en seguida retornaron con limosna. La mujer de un pirotécnico le trajo una sesada de cabra, y el marido de una parturiente, un pichel de substancia de arroz. Porque el hijo de la Amortajadora tendría un mal del demonio, pero, además, hambre.

Cuando el párroco llegó a los hondos callejones miró hacia San Ginés. Temblaba una estrella en la punta de la ermita. Todo el monte resonaba de grillos como si fuese de esquilas de cristales.

No se le apartaba la visión del hijo de la Amortajadora, tronchándose bajo el viento del mal. Hambre y enfermedad. Pero en el corte morado de su cara, en sus ojos cobrizos había un misterio de desesperación.

Distraído de su ruta, sorprendiose don Magín en la plazuela de la antigua tienda del Miseria, ahora casa bien obrada y con huerto, que mercaron las Catalanas, dos huérfanas ricas y secas que no eran precisamente de Cataluña, sino de Menorca.

En el portal de la botica, donde Grifol fraguó sus píldoras de regalicia, le llamaron, dándole balancín y de fumar. No quiso. Se volvía muy ahína a su casa para lavarse y trocar la ropa, que ya le parecía bullirle de miseria arrabalera.

Con el padre Bellod, la Rectoral de San Bartolomé semejó siempre apretada por todos los muros y los años de Oleza, sumida en un frío y olor de pobre. Con don Magín, la Rectoral tenía la clara holgura de una residencia de sencillos señores, en perpetuo veraneo abundante. La gobernaba un ama de una madurez de fruto dorado y jugoso; los cabellos muy negros; la frente alta y honesta, y la boca menuda y encendida. El pan, el vino y el agua adquirían en sus manos un prestigio de hogar. El más subido elogio de sus manos se lo rendía don Jeromillo, recordando por ellas las de doña Corazón.

Principalmente cuidaba el refectorio. La mesa vestida de hilo finísimo; el aparador alborozado de fruteros en colmo, de vasos de flores, de dulceras y porcelanas. Los rincones frescos y pomposos de macetas de hortensias y lirios; y por un balcón de arco pasaba el aliento de la huerta renacida.

Limpio y remozado recogiose en su estudio, y encendió la lámpara de aceite, el asterisco de oro en el sueño de Oleza, la mirada acogida con campechanía de compadres por los de San Ginés.

El aposento era grande, esterado de junco. En las paredes, lisas, colgaban mapas bíblicos, un San Agustín con una mitra de boca de pez, y la estampa de la Creación del Hombre. Junto al ventanal, un atril, y por libro un enorme paraguas de ballenas, forrado de seda amaranto, con puño, cadenilla y cuento de filigrana de plata; paraguas muy hermoso que se compró don Magín en Génova y lo paseó en sus manos por Florencia, Roma, Venecia, Milán, Marsella, Barcelona, Valencia, Murcia, Albacete y Oleza.

Un lienzo de muro lo llenaba la librería, de volúmenes curiosamente empastados, y un vasar, todo de libros de rezos, joyel de breviarios de pieles olorosas. Tenía una mesa de sabina, larga como un mostrador, y dejaba abiertos los cajones, cargándolos de los libros en turno de lectura; y encima, la tabla espejaba el pocillo de loza para la tinta, los potes para el tabaco, la carpeta de sedas arcaicas, un vidrio de flores, una miniatura de una hermana y un Cristo-majestad con un pie desclavado. Cinco butacones hondos, de lana verde y encajes de aguja, rodeaban el escritorio, y en todos iba sentándose don Magín, según la búsqueda del volumen. Y ya se acomodaba para leer, antes de la cena, cuando un vicario le quitó de su propósito avisándole que un hombre quería verle. Permitió don Magín que subiera.

Y apareció Cara-rajada.

V. Cara-rajada

Se quedó mirándolo todo con recelo; le colgaban los brazos; volviose muy súbito; juntó las puertas, y dijo cansadamente:

—Usted, don Magín, se pensará que yo soy como un perro, de ésos huidos, que le enseñan un mendrugo y acude, y ya va siguiendo la mano del pan... Porque usted me mandó que viniese, y yo no aguardé a mañana...

Don Magín le tomó de una manga, tan grande que semejaba vacía, y lo puso en la butaca más cerca del velón. Después, paseando por la sombra de las librerías, fue respondiéndole.

—Lo del perro y lo del mendrugo tú lo piensas. Yo, no. A mí no me sigue nadie. Si he de dar pan, lo doy. Y, a estas horas, por mucha hambre que tú traigas, yo te aventajo. Si quieres verlo, aguárdate y cenarás con nosotros, conmigo y mis dos vicarios y sus familias, y el Abuelo...

—No vine por comer. Hay veces que, cuando se me está pasando el accidente, yo oigo a los que me rodean; les oigo como si estuviese sumergido en una balsa; y le oí a usted. Aunque usted no me mandara venir, hubiese venido. Y estoy aquí; y no sé principiar...

El párroco se impacientó.

—Déjame que me pasee mientras tú hablas. Di lo que se te antoje, que no teniéndome tan delante, lo contarás todo como si sólo te vieras a ti mismo.

Cara-rajada se miró las manos de siervo que se le estremecían sobre sus duros hinojos.

—...¡Yo no puedo resistir mi rabia contra don Álvaro!

—¿Contra don Álvaro?

—¡Yo lo ahogaría! Seré un pingo; pero soy un pingo por su culpa. Tuve dineros. ¡Bien lo saben todos! Y llevé mis dineros a la Causa. ¡No son los dineros! Con lo que recoge mi madre de vestir difuntos en el pueblo y en las barracas de la huerta, tengo que me sobra. ¡Me sobraría si no viviésemos en Oleza! Pero es que voy vestido como uno de los cadáveres de Oleza. Y aun aquí no se me daba nada hasta que llegó don Álvaro. ¡Siempre que nos topamos he de apartarme, como si él me empujara con la punta de su bota! ¡A ese hombre lo siento en mi frente como una maldición de Dios!

Estaba don Magín enderezando un mapa, y se revolvió malhumorado.

—Mira, deja en paz a Dios, que no le habrá dado poderes a don Álvaro para maldecirte; y deja también en paz a don Álvaro. ¡Vive por tu cuenta, y no en torno de nadie!

Cara-rajada se hincó las uñas en la piel de sus muñecas. Se sentía retroceder a las sequedades del silencio. Quiso marcharse, y no se iba; y oyose a sí mismo como si lo pronunciase otro con su lengua:

—¡Yo lo ahogaría!

Le penetró la mirada clara y aguda del párroco, y le cayó su palabra:

—¡Ya lo dijiste! Tú lo ahogarías. Y lo ahogas; ¿y qué?

Luego, conteniéndose, le preguntó:

—¿Desde cuándo padeces ese mal?

...El enlutado estaba llorando. Se palpó y se golpeó la quebrada de la mejilla, buscándose la sensibilidad desaparecida del tejido seco.

—¡Si saliese de aquí! ¡Si yo me sintiera una enfermedad continua en la que uno sabe que se amaga el peligro! Pero es que ese mal parece que me agarra desde fuera como el que se aposta al revolver de un camino. Cuando estoy más seguro, me coge y me revuelca. ¡Y una vez que hubiese bendecido el tenerlo delante de Paulina, no se acordó el mal de mi cuerpo!... De chico, me daba la alferecía. Dicen que se me ponían azules las uñas y la boca; pero, entonces, casi me alegraba de que me tuviesen compasión. Este mal de ahora me da furor contra mí mismo... Me coge desde el día de lo del hijo del juez de Totana...

Se calló de pronto; se asomó a mirar las luces de de San Ginés; torcía su gorra negra de donado, y volvió a la butaca, riéndose con los labios helados y juntos.

—...¡Escapó el padre; pero lo que es el hijo...! ¡Y a don Álvaro se lo debe!... Aún estaría usted en el Seminario cuando vino la partida de Lozano. Todas las puertas se abrieron para alojarla. Yo vi que mi madre cosía sus ahorros y alhajas dentro de cabezales de harina y de zurrones de pastor, y que los fue sumergiendo en el río y atando las sogas a las estacas de las presas. Lo subí todo antes del amanecer y se lo regalé a la Causa. Muy de mañana se puso la ciudad como un campamento. Daba gozo. Las mujeres colgaban escapularios y medallas del pecho de los carlistas. Les traían flores y ponciles. Amasaban para ellos. Casadas y mozas les besaban, y se subían a la grupa de sus caballos, y así se pasearon cantando por Oleza. Yo me entusiasmé más. Cogí dos facciosos borrachos y los llevé al Mesón de Nuestro Padre, donde paraba un teniente de Carabineros que tenía el asma. El pobre se había escondido en el pajar y no hacía más que toser. Nosotros hurgábamos y revolvíamos con las bayonetas como si aventásemos en el egido, y él venga de toser, pero sin quejarse, y la paja se fue volviendo roja. Me junté con la facción. Yo caminaba con más coraje que ninguno. De noche me arrastraba junto a los caseríos donde hubiera tropas del Gobierno. A los centinelas cansados les echaba nudos corredizos. Hacíamos saltar casi todos los puentes de la contornada. Siempre me quedé yo el último para encender la mina, y volvía entre el humo y el tronido de los escombros. Es que yo me sabía todo lo que pasó en los otros levantamientos; me lo sabía de tanto oírlo en la tienda de mi padre...

Llamaban a don Magín. Salió, y a poco vino; cerró, y sentose en la butaca cabecera del escritorio. Una libélula de escarcha palpitante rodeaba la corona de claridad de la lámpara.

Don Magín, grave y pálido, dijo:

—Sigue.

—Cerca de Totana se nos apareció la partida de Cucala. A su lado iba don Álvaro. Era un santo de piedra antigua. Me creo que nos aborrecimos desde que nos miramos. Nos miramos en seguida. Lozano les contaba mi conducta. Quisieron llamarme; pero don Álvaro les apartó leyéndoles avisos y órdenes. Yo pregunté: «Ése, ¿quién es?». Y él se me volvió como un amo... Por culpa del juez perdimos un buen copo de hombres y víveres, y en una aldea cogí yo al hijo, que acababa de casarse.

Subía el rumor del rosario como un cantar de escuela. Don Magín se recodó en el bufete, descansando todo su rostro dentro de las manos doradas por el velón.

—¿Reza usted, don Magín? ¿Quiere que me marche?

—No rezo. Sigue.

Cara-rajada contó el episodio de ferocidad que le reselló para siempre la vida.

Mañana de domingo. Todo tierno, jugoso, iluminado, después de un sábado de lluvia. Llegó calladamente a la plaza la patrulla facciosa. Comenzaba la comida de novios. Vinieron convidados de pueblos y heredades. Les presidían los padres de la desposada, de luto de otra hija muerta por la descarga de un asalto carlista. Les rodeaban los nietos huérfanos con un júbilo encogido en la primera fiesta familiar. Apareció el aventurero, y les sonrió. Olía la casa a honradez y abundancia, y ellos confiaron y se descansaron en él; le daban su pan y su compañía y la porción de su dolorida felicidad. Sin decírselo, se ofrecían una alianza de ternura. Y de pronto sintiose estruendo en la plazuela aldeana. El faccioso se precipitó sobre el balconaje. Regolfaba una muchedumbre de boina roja mugrienta. Los caballos, extenuados y voraces, tropezándose sus carroñas, abrevaban en la pila de lavar. Un jinete se dobló para coger el chorro en un vaso de cuero. Al levantarse, ardieron sus ojos en la mirada del hijo del Miseria. Era don Álvaro. Había venido por un atajo con tropas que le prestó Lozano para que le guardasen hasta Caudete.

El de Oleza le gritó:

—Estoy yo aquí y tengo al hijo del juez.

Pero don Álvaro siguió rascando las crines de su potro, y semejaba no oírle. Entonces se arrebató el especiero, hundiose dos dedos bajo la lengua y le salió un silbo glacial. Se le presentaron seis hombres. Estuvo hablándoles y les mostraba el convite de bodas. Con los fusiles empujaron a todos, sacándolos al balcón; la novia, en medio de los padres y de los hijos de la hermana, y él agarró de la mano al esposo; la mano temblaba como un corazón recién arrancado con sus uñas. Lo arrastró, lo ató a las argollas del abrevadero. Desde el balconaje disparaban los seis hombres. No atinaban; tuvo que descargar él su fusil, apoyándolo en la cabeza desmayada del novio. Le abrió toda la frente. Una abeja se paró en la sangre de la sien astillada...

—Fue lo último que vi, porque me cogió el mal...

Alzose el párroco gritándole:

—¡Yo no te perdono!

Cara-rajada respondió:

—Es que yo no estoy confesándome. Para confesarme me arrodillo en cualquier confesonario.

Y sacó la mejilla acuchillada bajo la lámpara.

Don Magín estuvo mirándola, y de repente palideció.

—Al principio culpaste de tu crimen a don Álvaro. ¿Quiso don Álvaro que mataras al hijo del Juez? ¡Dímelo mirándome dentro de los ojos!

—¿Quién era don Álvaro para mandarme? Yo lo maté por don Álvaro; él lo sabe; pero si él hubiera ordenado su muerte, entonces yo lo salvo. Hay que entenderme. La novia se parecía a Paulina: lo mismo de blanca y de hermosa; lo mismo de triste. Bien me acuerdo.

Llamaron tabaleando blandamente en la puerta. Abrió don Magín, y mientras le consultaba uno de sus coadjutores pasó el ruido jovial de lozas, de vasos, del manojo de plata de los cubiertos sobre los manteles, y los golpecillos de un tablero de damas.

El enlutado suspiró:

—¡Usted vive como un hombre de hogar!

Don Magín dijo:

—Cenarán los vicarios para que el pobre Abuelo se acueste, y a ti y a mí nos subirán algo.

—Yo no cataré nada.

Entró la robusta criada, dejándoles una fuente de gollerías, un jarro de leche y un azucarero y las copas. Todo resplandeció como una nieve.

Don Magín comenzó a beber; sorbía la dulce nata y miraba la que iba quedándole con una poderosa respiración de complacencia.

Cara-rajada prosiguió:

—...Tendido aún, oí la voz de don Álvaro; oí que me dejaban, y me quedé solo con el caño de la pila. Me socorrieron en la heredad de un adicto. Supe que Cucala se volvió camino de Onteniente, y que Lozano bajaba por tierras de la Mancha. Yo le seguía, y una noche me avisaron que estaba preso en Linares. Hice que le hablaran de mí, y el fraile que le asistió me trajo en una estampa este recado suyo: «Creo que me libraré. Encárgame unas botas de montar de hebillón doble». A la madrugada lo fusilaron. Atravesé toda España hasta juntarme con las facciones del norte, y de allí me pasé a las de Cataluña. Y me salió don Álvaro. «¿Tú fuiste el que...?». Y se calló. ¿No adivina usted por qué se calló? Don Álvaro quiso decirme: ¿Tú fuiste el que mató al hijo del juez de Totana? Y no lo dijo; no pudo. Yo le miré con tanto reproche, que tuvo miedo de mi pensamiento. Y cuando me puse a contar mis trabajos, mis hambres, mis sacrificios, y todos me escuchaban, él tomó desquite burlándose: «¡Éste viene a traernos la cuenta! ¡Mala hora!». Esa tarde se presentó de pronto el enemigo. Mala hora la mía, ¡verdad! Un escuadrón de lanceros nos arrojó contra un sembrado. Me encontré solo entre patas, rabos, vientres, estribos, y un ruido, un ruido de herraduras contra huesos. Mordí en una llaga viva del corvejón de un mulo, y su brinco derribó al jinete y se le sintió crujir al desnucarse. No se me olvida. Entonces me embistió un sargento viejo gritando: «¡Ya tengo un ciempiés!». Y me desgarró la cara, cosiéndomela con una espiga verde que traía el filo de su lanza. Me recogieron todo encarnado. Notaba tanto mi sangre, que yo mismo estuve lamiéndome para quitarme un poco de las manos y ver mi piel. Las gentes se reían. Me colgaba la mejilla como un paño roto. Creo que me desmayé del dolor, y cuando iba reanimándome, me cogió el mal, el mal obscuro. Me pienso que ése fue el cuarto accidente. Y desde lo hondo comencé a sentir que decían arriba: «¡Le dura el susto!». Se me abrieron los ojos de la fuerza y de la rabia por mirar. Miraba sin ver; pero el primero que vi fue don Álvaro. Y él como un caudillo y sin una gota de sangre. Duro y pálido. Lo que dije: un santo de piedra. Y la mañana que salí del hospital con la cara remendada, me pasó don Álvaro, a caballo, hacia la frontera, sin padecer... Yo he corrido muchos países; he sido truhan de muelles; he dormido en cárceles; he trabajado en la siega y en la vendimia de Francia, y he llorado de verme enfermo y horrible entre el gozo de las mujeres ardientes de la viña. ¿Qué me ha hecho don Álvaro? Todas mis desgracias y mi mayor remordimiento se juntan con ese hombre. Y vengo al pueblo resignado a todo, y aquí, en mi pueblo, vuelve a salirme don Álvaro... Y cuando supe que él y Paulina se querían, parece que me dio el sol un instante para verme desgraciado; porque dentro de mí mismo me veía llegar hermoso y con honra, y que Paulina me esperaba. Me sentí enamorado de ella desde siempre, y don Álvaro me la quita. Sé que soy lo que soy; pero lo soy por su culpa. Pues que se case Paulina con otro. Estoy solo contra don Álvaro y contra mi mal, que me tuerce la boca y todo el cuerpo, y hasta se me siente hinchárseme la fealdad. Pero no soy ningún monstruo, don Magín. Si le dijesen muchos sus deseos, le espantarían más que los míos. ¡Usted no conoce aún gente ruin! Ellas no le dirán como yo: «¡Ahogaría a ése!» —pero piensan a solas: «¡Si ése se muriese!», o «¡cuando ése se muera!»—, y hasta ven a ése muerto. Yo no; yo no veo muerto a don Álvaro. Yo lo veo mientras lo voy ahogando... No sé si don Álvaro y los del Círculo de Labradores cavilan y traman lo suyo; ¡permita Dios que se atraviesen! ¿Se ríe usted, don Magín? Cuando yo quiera me siguen los lañadores, los cordeleros y polvoristas de San Ginés.

Cara-rajada quedose jadeando. Don Magín se levantó, prendió un cigarrillo en sus tenacillas de plata, y, paseando y fumando, le dijo:

—Tú viniste a contarme tu vida, y el que la cuenta, algo quiere.

—¡Yo no le pido nada; se lo juro!

—Bueno; tú me has buscado para hablarme de ti mismo. Hablar de sí mismo, descansa; pero el que oye, también ha de oír por algo; y yo te dije que vinieses. La confesión que no se ha encallecido en la rutina tiene sus delicias para el penitente. Por verdadera y contrita que la haga; aunque se acuse de grandes pecados, escoge, sin querer, alguna actitud que le favorezca. Se debe escudriñar en lo que el pecador no dice cuando cree decirlo todo, y en la manera de que se vale para decirlo. Ya sé que no venías a confesarte. Pero te has confesado sin decir «me acuso, padre»; tú has acusado a don Álvaro para confesarte tú. Pues, hijo: lo primero que necesitas es oficio. No, no me mires tan pasmado y tan desaborido. Apuesto a que me crees un bendito de Dios. ¡Dios te lo pague!

Don Magín arrojó el cigarro trazando un arco de lumbre en la noche, y se recostó en su butaca.

—Necesitas oficio. Se te acabó el de héroe. Tuviste la escuela en tu casa, y fueron tus maestros las gentes de la tertulia de tu padre que contaban patrañas y verdades; de todo habría. Y tú, como los hijos de los reyes de los cuentos, quisiste tu caballo, tu espada y tu dinero, diciéndote: «¡Dios y águila!». ¿Dios y águila, verdad? ¿Tú has mirado, de cerca, un águila, pero no águila de esas de jaula que se duermen rascándose como un hombre, sino un águila libre que se revuelve hacia la soledad con un temblor bravo de su grandeza, de oír y ver las distancias que están ciegas y calladas para las otras criaturas?... Tú saliste del pueblo creyéndote ya héroe y pensando en tu retorno, en que habíamos de coronarte. Pero tu heroísmo puede principiar ahora, y no envidiando a don Álvaro ni maquinando venganzas...

—¡Yo no le tengo envidia a ese...!

—Le tienes envidia y quieres vengarte...

—¿Vengarme, de qué?

—Vengarte de todo lo que has padecido y de tus remordimientos. ¡Tú te has engañado en tu vida de aventurero, y alguien ha de tener la culpa!

—No ha sufrido como yo, es ruin y triunfa. Yo he sido hasta malvado por él, y tiene todo su cuerpo intacto, y aunque le hubiesen herido, que no le hirieron, aunque le hubiesen herido, se cubriría la señal con la barba, y yo tengo la piel pelada como las sierpes.

—¿Ves cómo no hay más remedio que insistir en tu envidia? Te aborreces por don Álvaro; le envidias su sangre, su piel y hasta su vello. Te crees enamorado de Paulina, y quizá ya lo estás únicamente porque ella y don Álvaro se quieren. —Te he comprendido aunque lo niegues con la cabeza—. ¿Quién es don Álvaro? Por aquí se dijo que era un bastardo ilustre. Te ríes con desprecio como si dijeses: «¡Qué más quisiera él!». Él y muchos, porque Alba-Longa y Monera y otros, también querrían serlo. Piensas que nuestro pueblo teje una túnica de gloria, de leyenda de príncipe, con que vestir a don Álvaro, y a ti te deja desnudo en tu pobreza y desgracia. Se te sale este clamor rencoroso, justo a tu medida. Yo no soy amigo de don Álvaro, ni ganas. ¿Qué es don Álvaro? Casi me apena creerle un hombre honrado, un hombre puro; pero de una pureza enjuta; no puede sonreír; parece que se le haya helado la sangre bajo la piedra de que fue hecho, según dijiste.

Se contuvo el capellán con la frente plegada, y gritó:

—¡Pero no le salvó! No salvó de tu ferocidad al hijo del juez. —Y los ojos de don Magín esperaban.

—¡Sería horrible para mí que lo hubiese salvado! Así murió por su culpa. Y este pleito no acaba. Ha de conocerme Oleza.

Acercósele don Magín y le puso su diestra en la espalda descarnada.

—Esto acaba. Necesitas oficio, te dije, y yo te lo buscaré.

—¡No quiero nada, don Magín!

—Claro; tú, ya no; tú te regostaste a las aventuras heroicas. El último aventurero que pasó por aquí fue Guzmán de Alfarache, de tránsito para Murcia y las galeras de Cartagena; y tampoco era el legítimo. ¿No viniste en mi busca? Pues has de dejarte en mi cuarto tu costal de quimeras. ¡Piensa lo que sería de este mundo si todos aspirásemos a hombres extraordinarios! ¿Para qué ha de conocerte Oleza? Conoce tú a tu pueblo y ámalo según sea. Míralo: Oleza es como una de esas mujeres que no siendo guapas lo parecen. Yo lo quiero mucho. Esas estrellas semejan sólo suyas, para temblar encima de sus torres y de sus jardines. Si como yo lo contemplas, puedes conmoverte de felicidad, no siendo dichoso; una felicidad buena y triste en que se sienten muchas cosas sin pensar nada concreto. Pero, principalmente, tú necesitas oficio; oficio por ti, que te mida tu tiempo y tu conciencia; oficio por los hombres, para que no seas sólo un acuchillado por un sargento y para que si todavía has de parecer vestido como un cadáver, que ese cadáver seas tú y no uno de los que amortaja tu madre. Y oficio por tu madre, que te cree un perseguido de la Humanidad. Tu madre pide un milagro. Debe ser la única mujer de Oleza que no recurre a San Daniel. Es necesario que le cuenten las pasionarias del Señor antes de que yo te acomode. Sin este requisito no creería en tu reconciliación con las gentes. Pero ¿dónde te llevaré si aquí no hay sino hacendados y capellanes? Hablaré con el deán y provisor, y como no me entenderá, hablaré con el obispo.

Hizo una pausa. Ya no semejaba el don Magín callejero, desenfadado y súbito. Se le clarificaba un reposo de severidad y madurez, una tristeza de misericordia. Y prosiguió:

—Esperaste, acechaste a don Álvaro para tener razón de aborrecerle; y la tuviste. Siempre que se aguarde un motivo de malquerencia, se hallará. Pero lo hermoso es tirar, es desechar esa razón que nos justifica para el daño. Repara en que, siendo capellán y confesor tuyo, aunque no quieras, no me valgo de citas y soluciones teológicas y de santos padres. Tú has matado a un pobre hombre enfermo, que se escondió en la paja de los pesebres. Le mataste encendido de tu mocedad vanidosa y de tu prisa de ser héroe. Has matado al hijo de un juez que se negó a serviros; y no le mataste por una bárbara expiación; le mataste cuando más generoso y más bueno te sentías, y le mataste por un odio de fatalismo contra otro hombre. Vanidad y odio: las dos maldades específicas que más nos diferencian de las bestias. Pues yo ahora te pido, como por penitencia, que te arranques los pensamientos de furor contra don Álvaro. No es que te aconseje el bien por el bien mismo, sino el bien según la lógica de tu sentir. Yo te digo: ¿mataste por vanidad? Quítate de la tentación de matar precisamente por humilde, aceptando que don Álvaro sea dichoso, y tú no. ¿Mataste también por una tenebrosa rabia? Pues quítate del goce de querer matar al que te cegó para que mataras. ¿Te ríes?

—¡Mire, don Magín: me río, porque de todas maneras sale ganancioso don Álvaro. Además, de que eso es hablarme a lo capellán!

Se le fue el párroco encima, rojo y grande, y su sombra pasó rompiéndose por los muros y las vigas del aposento.

—¿A lo capellán? ¿Y qué soy yo, qué soy?

Cara-rajada encogiose crujiendo en el butacón.

—¡Bien sé que es usted un cura; pero usted es don Magín, y sólo con don Magín trataba yo esta noche!

—¿Y qué tratos quieres?

—A decir verdad, no lo sé; pero me parece que aliento desde que me he sentido resonar en otro hombre. Yo me entiendo a mi modo. Hasta que vine, no me quedaba más camino que el de encomendarme a Dios y arrepentirme —que no sé yo de qué he de arrepentirme—, o el de perderme, como suele decirse. Acudir a Dios, podré acudir; pero, ahora, además de Dios, sé que usted me ve; y usted es un hombre, y de hombres no tenía yo a nadie. Nada se me da de lo del oficio; y me avendré a lo que usted quiera...

Don Magín le acompañó hasta el portal. Sin mirar al cielo, sentía sobre la frente todo el desnudo latido de las estrellas.

Los pasos rotos del enlutado se perdían y rebrotaban en las lejanas esquinas.

VI. Prometidos

De pie, rígido y pálido; en la diestra, un pomo de rosas y un guante amarillo; en la siniestra, el junco y el sombrero; la mirada fija en un cobre de una cómoda Imperio; la barba estremecida, y la piedra de su frente con una circulación de sol. Así pidió don Álvaro la mano de Paulina.

Don Cruz, Alba-Longa, y Monera atendían inmóviles y ceremoniosos cerca del estrado. Todo el estrado para don Daniel, muy solo, muy desvalido en un sofá tan ancho.

Reclinada sobre el costurero de ciprés de la madre, en una sillita de lienzo, estaba la novia. Le caían los pliegues lisos de su vestido azul como de túnica de una Anunciación; y en el fondo del ventanal, un arco blanco con una vid que subía, resaltaba el contorno de pureza de sus cabellos negros.

Calló don Álvaro; y todos esperaron la palabra del padre. Y don Daniel no habló.

En la quietud, se vio resplandecer crudamente, entre los dedos de Monera, la naranja de su gordo reloj de oro. Y al cerrar la hojuela, crujió tanto el muelle, que don Daniel se asustó. Alba-Longa volviose al homeópata mirándole con severidad dentro de los ojos y del reloj. Ya no osaba ni guardárselo su dueño. Sacó el reloj sin ganas, sin importarle la hora; lo sacó por un prurito de atildadura, por usar elegantemente de sus manos. Don Cruz aparentaba no recoger este pobre episodio; pero pasaría tiempo, y don Cruz le humillaría recordándoselo.

Don Álvaro fue apartando la mirada de la cómoda, y la puso en el padre de Paulina. Entonces adelantose el penitenciario sonriendo muy placido. No podía reprimir su júbilo en esa íntima fiesta del dilecto hogar. Y suspiró y respondió al novio casi con tono de madre halagada y sorprendida de tan rápidos amores. Mirándole, le dijo don Daniel su gratitud. Como estuvo manteniendo un escondido coloquio con el Señor, perdió el instante propicio de contestar a los hombres. Porque decía don Daniel con el pensamiento: «¡Qué os hice yo, Señor, qué os hice, para que me otorgaseis tanto bien! ¡Claro que no tengo a mi mujer, y sin ella no he de sentirme dichoso! Aunque si mi mujer viviera, no me parecería tan grande este beneficio de encontrar un don Álvaro para mi Paulina. Ya tiene mi hija un hombre ilustre y esforzado que la defienda cuando yo falte...».

Presentose atropelladamente un mozo de la labranza anunciando la presencia del señor obispo.

—¡Su Ilustrísima! —balbució el hidalgo rompiéndosele la voz de tanta alegría.

Añadió el criado que el faetón de Palacio estaba en la sombra de las higueras, donde principia la labor, y que un familiar asomose pidiendo agua y que les dejasen servirse del camino de Nuestro Padre para rodear menos, porque al señor obispo le dio como un desmayo del bochorno de la siesta.

—¡Un síncope Su Ilustrísima!

Y los ojos miopes y tímidos de don Daniel imploraban de sus amigos que le valieran en trance tan difícil y solemne, y aturdidamente alisaba el linón de las cortinas y la ropa de finísimo ganchillo del velador de taraceas.

Dispuso don Cruz que todos saliesen.

—¡Un síncope el obispo!

Don Daniel se lo imaginó muerto, tendido de pontifical en su cama. Pensó en las noventa y seis varas de damasco de sus roperos para colgar las paredes de la sala y de su dormitorio; pero de damasco grana, y no convenían sino paños de velludo negro. Quedaban cirios, lo menos seis cirios, pero en trozos y verdes, de tenebrario, de los que se encienden contra las tormentas. ¡Un síncope! Debía ser un síncope. Le acudió el recuerdo de los que padecía una señora amiga de su madre. Y pronunciando la palabra síncope, se le trocaba Su Ilustrísima en una dama de vientre hinchado, con hábitos morados, tonsura, pectoral y anillo.

Le bastó asomarse al faetón para que el enfermo recuperara su cabal naturaleza. En verdad no podía creérsele enfermo. Sonriendo les contó su accidente. Quiso ver la heredad parroquial de Los Serafines. Se cansó caminándola, y, ya de regreso, sintió un trastorno, una súbita aura. Alarmado su doméstico, ordenó el tránsito por Nuestro Padre. Ya todo pasó, y decidía seguir hasta la Residencia de los Calzados, que fue antiguo granero episcopal.

Don Daniel y Paulina le pidieron que descansara en el casalicio. Tan amorosamente le porfiaban que el prelado tuvo que consentir, y el vetusto coche atravesó la plaza de las eras y pasó los soportales, llegando a lo profundo del zaguán de bóveda, que retumbó con un estruendo glorioso para los oídos del hacendado.

Acudieron muchas manos a sostener las del obispo, y él escogió las de la doncella, que se le fue humillando conmovida por la gracia.

En el silencio de reverente intimidad, se oía el cántico de la virgiliana luminosa de la trilla y el golpe húmedo y fértil de los azadones amasando los tablares del hortal.

—Creo recordarla a usted entre toda la Junta de la Adoración, que me visitó muy quejosa.

—¡Reconoce Su Ilustrísima a mi hija! —prorrumpió gozosamente don Daniel.

Y ya en la sala le puso junto a la reja una poltrona del estrado, y para los pies un cojín de lana de los corderos nacidos en el Olivar.

Detrás centellearon los anteojos del presbítero de cámara.

El señor obispo proseguía:

—Se me quejaban de toda la vida de la diócesis, y usted pidió mi protección para un anciano capellán, diciéndome que el pobrecito había de vivir de la limosna de las misas cedidas por otros sacerdotes, y que esas misas siempre eran o muy de madrugada o ya en el mediodía, de modo que el Abuelo, según le llaman en Oleza, no acertaba a dormir ni a comer. Nunca he olvidado sus palabras.

Y el obispo acogía con ternura la dulce turbación de la doncella, que se retiró para prevenir un delicado refrigerio. Entonces Su Ilustrísima dirigiose a don Daniel.

—Obra de misericordia y de dignidad me pedía su hija, y no fue el obispo quien la hizo. Anticipose el nuevo párroco de San Bartolomé amparando en su casa al humilde sacerdote, remediándole tan generosa y filialmente que de don Magín podemos tomar enseñanza algunos religiosos.

Se recalentaron los pómulos de don Cruz; se le sumieron los labios; luego sonrió, avanzando con las manos juntas.

—¿No se acuerda Su Ilustrísima del católico caballero don Álvaro Galindo y Serrallonga?

La mirada del obispo se paró indagadora y helada en los ojos de don Álvaro.

—Le vi en una de las audiencias, y se me dijo que andaba a la búsqueda de datos para no sé qué estudios. Ya le creía de retorno en su casa de Alcoy...

—De Gandía —balbució don Cruz.

—O de Gandía, y su trabajo ya escrito y a punto de ser leído por esos mundos.

Sonrió don Daniel, ganoso de intervenir en el diálogo.

—¡Yo no me dormiría esta noche de pesadumbre y de remordimientos si tardase en decirle a Su Ilustrísima lo que aquí se celebraba!...

Se detuvo, sintiéndose duramente acechado. Pero había de acabar la confidencia, porque el señor obispo también le miraba. Había que decírselo todo. Y don Daniel lo dijo.

—¡No; yo no puedo callarme! ¿Y por qué había de callarme? Soy muy feliz. Lo soy yo, lo somos todos, señor; y a nuestro penitenciario se lo debemos: ¡mi única hija ha sido pedida en matrimonio por el señor don Álvaro!

Y dejó que los demás hablasen; pero el silencio manaba densamente de sus bocas como el agua muda de una peña sombría.

Don Álvaro pensó: «Estoy sonrojándome como un culpable, no siéndolo». Y miró rencorosamente al prelado.

Mitigó la violencia la entrada de Paulina y de la mayordoma, que presentaron los dulces olecenses en labradas tembladeras y vinos generosos en tallados cristales que sonaban delgadamente como joyas.

El prelado mojó los labios en la miel de un fondillón venerable; luego se alzó, despidiéndose, y al subir el estribo de su coche ladeose hacia el padre y la hija.

—El primer obispo de Oleza escribió por lema de su escudo estas palabras del Evangelio de San Mateo: Pulsate et aperietur vobis. Yo la confirmo especialmente para esta casa: llamad, y se os abrirá la mía.

Tendió su brazo bendiciéndoles, y volvió a retemblar el hondo vestíbulo.

No; no había muerto Su Ilustrísima en el arcaico lecho de don Daniel. Lo pensaba arrepentido de sus involuntarias quimeras, y sentose en el sillón donde él estuvo, y puso las manos en el terciopelo entibiado por sus manos, y descansó la punta de sus pantuflas en la almohada que retenía las huellas de los pies prelaticios.

Tan inesperada y rápida fue la augusta visita, que ni le parecía verdad, y a la vez la repasaba sintiéndola remota. Todo lo acontecido lo veía muy lejos; todo había envejecido, en todos hallaba una sequedad de tránsito de mucho tiempo.

Monera se aburría contando los manises. Alba-Longa y don Álvaro miraban silenciosos los almiares de oro viejo del ocaso. Don Cruz pasó al lado de Paulina, susurrándole; y ella, muy pálida, recogió del costurero las olvidadas rosas de prometida, y sumergiose en el alto sofá, inmóvil, blanca, con los párpados caídos y las flores apretadas contra el seno como una princesa muerta.

Sobresaltose el padre; se apuró también de su propio apagamiento; pero se frotó las manos; porque como debía sentirse muy alegre, lo estuvo.

—¡Bien podemos quererle! ¡Su Ilustrísima es un santo y un sabio! —Se lo decía a su hija y volvíase a los demás.

Don Cruz pellizcose suavemente los pulgares musitando distraído:

—El padre Fournier, a propósito de un monje muy celebrado por Isaac de l'Etoile, dice que en aquel tiempo bastaba amar el estudio para recibir el título de sabio. ¡Óptimo siglo duodécimo!

Alba-Longa exclamó:

—¡Y los siglos se parecen!

Sonrieron refinadamente como únicos sabedores de una agudeza vedada para los otros.

No entendiéndoles don Daniel, interrogaba a don Álvaro y a Paulina y a Monera, y todo lo miraba encogido como un extraño entre lo suyo. ¡Qué dedos de frialdad tocan algunas veces en el corazón de los hombres, quebrándoles el hilo sutil de la alegría, que se ve mejor cuando está roto!

La frente de don Álvaro se plegaba con un ceño duro y hostil. Su Ilustrísima le había rebajado delante de su propia conciencia. Porque el recuerdo de los propósitos de su venida al pueblo le traspasó, acusándole de embaucador de dotes. Para una virtud tenebrosa, nada tan acerbo como una sospecha de ruindad. Y acometiole una torva ansia de probarse a sí mismo la rigidez de sus intentos; sufriría por sus ideales, sufrirían en él los que le amasen y creyesen.

Estremeciose el hidalgo bajo la llama negra de sus ojos. El caballero de Gandía le hablaba de consultar al «señor» para su residencia. Se les juntó el penitenciario. Era de parecer don Cruz que no abandonasen Oleza; lo exigían así los felices designios de la Causa. Y don Daniel gimió valerosamente:

—¡Yo no me apartaré de Paulina; lo malvenderé todo, lo dejaré todo por estar a su lado!

Añadió el prometido que también quería el consejo de su única hermana.

—¿Tiene usted una hermana? ¿Pero hermana de padre y madre?

Y al descender como una espada la afirmación de don Álvaro, renunció don Daniel a que ese hombre tuviera ni una gota de sangre de príncipe. Pero seguía siendo un patricio de la ciudad de los Borja, un privado de los reyes que arrastraban su manto por los solitarios caminos del destierro.

Todos aprobaron que la huérfana viviese con los nuevos esposos. Levantose Paulina muy gozosa. Ávida de familia, alejada de tía Corazón por la rigorosa tutela de las amistades, acogió la noticia de una hermana como una promesa de desconocidas ternuras. Se la imaginó muy delicada y niña. Jugarían las dos entre regocijados coloquios; claro que ella, como casada y con padre y en su ciudad y todo, la guardaría maternalmente; y después, si el Señor la bendijese, sus hijos tendrían dos mamás como dos muñecas. En seguida adoleciose de que estuviese sola, y le pidió a don Álvaro que anticipase su llegada; le preguntó su nombre; quiso saber cómo era...

—¡Dígamelo, cuénteme de ella!

—¡Elvira es sufrida y denodada como una santa!

Don Cruz abría las alas de su manteo para volver a plegárselas a sus secos ijares; se pasaba las manos por todo el cráneo; daba voces agudas de pasmo y de enojo; hacía unos melindres de afeminación tan lejos del penitenciario austero y afiladísimo.

«¡Si lo que él hace lo hiciese yo, cómo se revolvería contra mí!» —pensaba Monera.

Y don Cruz dijo que estaba escandalizado de oír a los prometidos usar el «usted». ¡Pues para cuándo aguardaban el tutearse!

Estuvieron los novios mirándose; y no atinaban a decirse algo que trajese la confianza apetecida.

Pudo empezar don Álvaro, y pareciole a don Daniel que se le apartaba la hija, quedándose él detrás del caballero de Gandía. Ella tuvo que responder, y le pesó como una audacia, y hasta creyó amarle menos. Tan cerca se sentía de don Álvaro, que quitó sus ojos de los suyos, descansándolos en la tarde. La tarde se cerraba con una palidez y tacto de flor, transparentándose encima de la noche inmediata.

Cifró las despedidas el canónigo proclamando el principio de una vida nueva en la casa de los Egea.

Doliose tan sólo de la ausencia del padre Bellod. Una inesperada visita del arquitecto diocesano a su parroquia trastornó sus meritísimos propósitos de asistir a la petición. Y sonriendo ruborosamente, acomodose en el mejor asiento de la galera que había de volverles a la ciudad.

El homeópata subió el último, tropezando en todas las rodillas; y Alba-Longa, le pisó dos veces.

Arrancó el carruaje muy despacio, porque don Daniel le seguía conversando con don Cruz. Así fueron hasta el árbol milagroso del Profeta.

Paulina se quedó entre los rosales de la cisterna, que se copiaban en la balsa. Detrás subía un muro de cipreses sobre un cielo tenue, sin profundidad, sin sensación de cielo.

De los olivos venía la queja de un autillo. Semejaba cerca y recóndita. Vibraban de élitros las eras olorosas; en los herbazales y en las acequias se rompían los coros de cristal de los sapos.

De los álamos del río salió otro lamento contestando al de los olivares; parecía el último, el más hondo, el que medía el silencio, la distancia y la soledad; y después iban brotando otros más profundos con una emoción de pena y de miedo infantil de la noche; y el grito de las aves abría en Paulina unos valles de tristeza donde se entraba palpitando su alma. Y otro cántico, y otra lejanía. Todas las voces de los campos se refugiaban en su vida como en el único árbol del atardecer. Los campos eran un firmamento estrellado de temblor de insectos que se asomaba al acorde ancho y perpetuo del Segral.

Paulina se estremeció de congoja de sentirse tanto a sí misma, y buscó la intimidad selecta de su dormitorio. Sentose en su sillita de niña, colocada delante de su tocador de mujer; y encogiéndose y doblándose para no caerse de su asiento de juguete, descansó sus sienes en sus manos. Sus manos fueron dos conchas que le acercaban la noche. Oyó a su padre que volvía conversando con sus labradores. Y le dio lástima su alegría.

La orfandad de madre, las tristezas imprecisas, el contacto tan sensitivo de la naturaleza, todo se le comunicaba ahora a través del padre, tan indefenso, tan confiado entre los hombres. Todos más fuertes que él. Podrían hacerle llorar sólo mirándole con dureza. Tuvo lástima como de un niño muy frágil. Sintió lástima de su amor por don Álvaro; le parecía ver su amor fuera de su pecho, también como una criatura desvalida. Amaba a don Álvaro, y le amaba tan hondamente que se extraviaba en una tiniebla temerosa, y hasta creía amarle por obediencia, sin recibir ningún mandato...

Don Daniel la buscó; la llamó. La hija callaba; y él sonrió a las estrellas que florecían entre los parrales del portal.

¡Qué pronto se transformaban las mujeres prometidas!

No pudo dormir Paulina. Toda la noche estuvo oyendo mugir a una vaca que le habían quitado el ternero.

VII. La casa de los hijos

Pronunciar el nombre de don Álvaro, oír su voz y sus pisadas, nada más presentirle, era para Paulina de un delicioso sobresalto. Amábale hasta dolerle el corazón de tanto ímpetu; pero el nombre, el recuerdo y el anuncio del amado le prometían mayores bienes y dulzuras que su misma presencia. Alzábase llena de júbilo para recibirle, y palpitaba como si fuera a rompérsele la vida. La honesta lumbre de sus ojos, el temblor de su boca y de sus pechos, su palidez apasionada, toda la transfiguración de la doncella convidaban a un exaltado acogimiento de amor; y aparecía don Álvaro, y quedábase contenida y callada. Hasta la gloria del pasado del caballero, que ungía su frontal ancho, duro y pálido, se iba quedando en el vestíbulo, colgada de su hongo de color de café.

A veces, don Álvaro parecía sólo de hueso y de barba, con el pliegue de su ceño indomable.

Acercábase el día de los desposorios; y una tarde parose una tartana negra en el portal y descendió el penitenciario seguido del novio. Estaba Paulina con Jimena y tía Corazón, que vino a traerle su regalo de bodas, repasando galas marchitas de la madre; y don Daniel las contemplaba desde el sofá, evocando blandamente la hermosura de la esposa muerta.

Ni el canónigo ni don Álvaro quisieron sentarse, pidiéndoles que todo lo dejaran por acompañarles a Oleza.

Presentó don Daniel a su prima, y doliose de que don Álvaro la tratara ya con el desabrimiento de don Cruz y de todos sus amigos.

Es verdad que don Álvaro sentíase impaciente porque Elvira les aguardaba en la nueva casa.

No le entendía don Daniel. En cambio, Paulina se entusiasmó, aunque dándole quejas de que no la previniese de la llegada de la forastera.

—Todo se hizo así —medió don Cruz— por el gusto de sorprenderte.

Pero don Daniel era el pasmado. ¿De qué casa decían?

El señor penitenciario hizo delicadas bromas.

—¿Piensa don Daniel que a nosotros se nos había de apagar la lámpara como a las vírgenes fatuas?

—¿Qué lámpara?

—¡Ay, que no nos conoce! ¡Ustedes se estaban muy quietos y nosotros trabajando la viña! ¡Vengan, vengan y verán!

— Pero ¿adónde, Señor? ¿De qué casa me hablan?

—¡Vengan, vengan! —les requería don Cruz, y ladeaba su cráneo y movía el índice llamándoles con candorosa malicia.

El hidalgo le siguió dócilmente sin cuidarse de despedirse de doña Corazón. Le retuvo Jimena para trocarle el calzado y cepillar su sombrero.

Paulina besó muy de prisa a la cerera, pidiéndole que la perdonara. Don Álvaro la llamó.

—Eso no es un novio; eso es un amo —y la Jimena se estrujó las randas de su delantal.

En el camino explicó don Cruz las ventajas del piso de los novios. Adivinó Paulina la angustia del padre, y mostrose animosa y ávida de verlo y alhajarlo todo; y volvíase a él confortándole con su sonrisa; y le tomaba las manos, acariciándoselas.

Don Daniel se hundía en el asiento. Don Cruz le miraba intensamente.

—¿Qué nos dice, qué nos dice don Daniel? ¡Daniel, nombre de elegido, nombre de esforzado!

Escuchose la voz del esforzado, pequeñita y ahogada.

—Pero ¿es que no cabemos todos en la heredad?

—¡Ah, quién lo duda!

—Y yo tenía repartido el casón: las habitaciones altas para ellos, con muebles de mis abuelos y de mis padres, muebles de árboles de heredades de la familia, de cipreses, de olivos, de almeces, de sabinas, de nogales, de moreras. Ya estaba avisado el maestro de obras para escoger el lugar de la escalera de servicio...

Paulina se reía con los ojos húmedos.

—¡Mujer, no precisamente de servicio, sino para comunicarnos antes que por la escalera principal, de tanto rodeo! Arrancaría junto al comedor, nuestro comedor, rematando en lo que fue alcoba de mi tío el brigadier. Una escalera con barandal grueso, sin esquinas y muy alto, porque las criaturas menudas, y más siendo niños, juegan a brincar y descolgarse; piensan que no hay peligros... Yo lo sé porque yo lo he hecho...

Se había erguido don Daniel, y convencidamente desarrollaba el proyecto de las obras; después, con ademanes vertiginosos, trazó la gráfica de la caída de un nieto por una escalerilla que no fuese de las previsiones de la suya. El toldo de la tartana tenía ya para su frente la vieja anchura del envigado de su casalicio.

No le escuchaba más que la hija, porque don Álvaro y don Cruz miraban con rencor una carreta de leña; los frescos costales agobiaban hasta cegar los bueyes, y muraban el tránsito de la calle de Palacio.

La calle angosta y la umbría de los edificios semejaban apretar luminosamente el azul del cielo; y al mirarlo Paulina alzó también su boca aspirándolo; vio ese azul sobre la grandeza del Olivar, envolviendo las huertas, guardando su casa, mirándose en el río, entrando en la cisterna, y en la balsa, y en los frutales, y en la vid, y en el blancor de su costura, y de su cama de virgen. Ahora recogía más la emoción del paisaje suyo; y anheló verlo y rodearse de él, tenerlo y tocarlo, como privada muchos años de su goce.

Don Álvaro puso su mano de santo en las rodillas de don Daniel, y dijo:

—Yo no debo vivir en la finca del padre de mi esposa. Confié que me evitaran el dolor de decirlo. He consentido en dejar mi pueblo; no me pidan más.

El penitenciario movía su cabeza, comprendiéndolo y aprobándolo todo.

Y alentado don Álvaro suspiró:

—Vivir en «Nuestro Padre» equivaldría a mi propia renuncia; sería entregarme a las murmuraciones de mis enemigos, de los mismos parientes de ustedes...

—¿Mis parientes? ¡Si yo no tengo más parientes que la pobre Corazón Motos!

—¡Pues esa doña Corazón y su tertulia; ese don Magín y sus adictos, que también los tiene, y acaso una personalidad altísima, que no nombro por mis reverentes sentimientos de católico, y muchos, muchos que, agraviándome, agraviarían a mi mujer y a su mismo padre!...

Don Cruz, emocionado, estrechó la diestra del caballero de Gandía.

La tartana se detuvo. Alba-Longa les aguardaba en un portal de cuarterones recién pintados de negro y verde oliva. Saludó, y siguió mirando la casa de enfrente, morena, vetusta, nobiliaria, de labrado balconaje y cornisa de canecillos, y en el dintel, el blasón de los condes de Lóriz.

Don Cruz, don Álvaro, don Daniel y el tartanero se quedaron también mirándola. En las terrazas, con balaustres de jarrones de piedra, tronaban como batanes las arcaicas alfombras, sacudidas por las palas de mimbre de una servidumbre desconocida en Oleza. Por los ventanales entornados del entresuelo aparecían fragmentarias visiones de una suntuosidad letárgica: sueño de muros de lunas verdosas, brillos inmóviles de vitrinas, de escarchas de candelabros y de arañas, pompa de jardín tupido y patricio recortado por pliegues de tapices y cortinajes de aposentos hondos, techos de pinturas apagadas, escocias de oro viejo...

Muchos vecinos se paraban, asomándose a las íntimas magnificencias de los solitarios ámbitos, tanto tiempo privados de las anchas claridades del día. Únicamente se abrieron algunas ventanas cuando vino el hermano de la condesa, un joven pálido y hermoso, que pintaba en las rinconadas románticas de los huertos olecenses. Se marchó pronto, dejando en la ciudad el surco de luz de una leyenda de artista. Trajo el olor de los pecados de todos los países. Después se cerró la quietud y el olvido sobre la noble casa. En los recantones de la portalada sentábase, por las tardes, un matrimonio de habla y apariencia señoriles de antiguos servidores retirados, en la holgura de custodios de una finca silenciosa. Y de improviso llegaban equipajes y criados con la nueva de que la heredera, recién desposada, escogía su palacio lugareño para gozar de su amor.

La ciudad lo comentó curiosa y casi envanecida. Abrir una casa como la de Lóriz, era traer un claro ornamento a Oleza.

Se lo dijo Alba-Longa a don Daniel, y acabó holgándose mucho de que esta calle floreciese bajo una constelación nupcial.

El canónigo volviose para sonreír a Paulina. No estaba; les había ya dejado, afanosa de lo suyo. Sumergiose en un obscuro vestíbulo, y buscó el sol del piso alto. A nadie hallaba. Salió a la galería, enyesada y grande, con soportes de madera, sobre un jardín abandonado. Todas las tapias de los huertos y corralizas acababan en las márgenes arboladas del río. Lejos, subían los follajes del palacio del obispo. Las palmeras, los limoneros, los eucaliptos, los cipreses, tenían una dulzura de nidos y de soledad, una elevación de árboles sagrados. Verdaderamente amparaban a un hombre triste. En medio de la huerta, pasaba un recogido vial de magnolios. Allí caerían las flores blancas y carnosas como aves heridas, sin que una mano de niño o de mujer las alzara de la tierra para aspirar su último perfume tibio y ácido.

Gritó de miedo, porque una mano seca y nerviosa le apretaba la cintura, y hallose delante de Elvira, que la miraba toda. Alta, enjuta, inquieta; se le retorcían las ropas con un movimiento de sierpe; sus dientes blanquísimos, un poco descarnados, le asomaban en una sonrisa casi continua que se le enfriaba tirantemente sin animar sus mejillas de polvos agrietados. Le relucía el cabello, lacio y negrísimo, como si lo tuviese bañado; cansaba la inquietud de sus ojos, y su voz apasionada se le rompía de acritud.

—Tú debes ser Paulina, ¿verdad? Pues bajo me estaba bregando con las cajas de loza, que pesan más que el pecado, más que el pecado que pese, porque hay conciencias que no les abruma ni el pecado. ¡Huy! ¿Es que me miras el pelaje de criada? ¡No, no; si no me duele, hija! ¡He de hacerme yo sola la faena! ¡El pobre Álvaro ya tiene que penar con todo lo suyo y lo ajeno! Oye: tu padre se me antoja muy mustio, ¿verdad? Lo estuve mirando desde una vidriera...

Paulina sintiose un poco encogida, pero le sonrió y la besó, y prometiole venir para ayudarle y traerle dos mujeres que la sirviesen.

—¡No, no! ¡Déjame de mujeres; no me envíes a nadie! Pronto llegará nuestra criada de Gandía. Catorce años la tenemos, y puedes creer que no me fío de ella. Yo cierro las alacenas y los armarios; y ella se encierra con llave en su cuarto; y una noche me puse a mirarla, y la sorprendí comiéndose un pandehigo. Se lo comía a solas. Ya sé que no me lo hurtó, porque en casa no lo había, y que se lo mercó con sus dineros. ¡Pero tenerlo escondido en su arquilla y comérselo encerrada, es de una desconfianza y gula que da rabia y pesadumbre! ¿No se fía de mí? Pues yo tampoco de ella; pero como me fío menos de las que no conozco, aquí me la traigo y será una más que vigile a las de este pueblo, si es que hemos de tener más servicio, ¿verdad?

Y se pasó los dedos, quitándose una espumilla que le criaban los rinconcillos de la boca.

Paulina se cansaba, no entendiendo los cuidados del no fiarse; y además la cansaban y casi le apenaban los ojos de la forastera: unos ojos negros, calientes, de un afán, de un acecho insaciable, que, aun mirando muy fijos, semejaban removerse. Recorrían a Paulina con una exactitud que le comunicaban todo el tránsito de la mirada por su cuerpo. Le caía una hebra de sol, desnudándole el delicioso vello de almendra de su nuca, y los ojos ávidos le hollaban esas suavidades de piel frutal con una sensación precisa y calmosa de palpos. Y, sin dejar de mirarla lenticularmente, le dijo:

—¡No te imaginaba yo tan fina y tan linda!

Nunca el elogio de su belleza la enterneció y la sofocó tanto como ahora recibiéndolo de aquella mujer, aquella mujer que era hermana de don Álvaro. Y por agradecerlo, y por quitarse de ese examen de la alabanza que le pesaba como una desconocida responsabilidad de sí misma, abrazose a Elvira y, riéndose y besándola, le prometió:

—¡Ya verás qué hermanitas seremos! ¡Jugaremos como chiquillas, y Álvaro nos ha de reñir haciéndose el enojado sin estarlo!...

Se enfrió más la risa desjugada de la forastera.

—¡Huy, qué antojos de colegiala que te dan!

La novia, sin soltarse de su brazo, le pedía:

—¡Llévame y enséñame toda nuestra casa!

—¡Gracias a Dios que te coge ese arrebato!

Subían todos buscándolas. Paulina miró a su padre, y para alentarlo habló muy contenta del paisaje de río que llegaba junto al huerto, y celebró todos los trabajos y previsiones de Elvira.

—Semejas de Madrid de tan cortés; ¡todo lo alabas sin conocerlo!

—¡Si no lo conozco, ya lo adivino!

Don Cruz recogiose el manteo, cruzó las manos y recitó como un salmo:

—¡No hay felicidad como la de contribuir a la dicha de nuestros preferidos!

Alba-Longa les mostró las acacias y celindas de su jardín en la travesera del cercado episcopal. No había en todo Oleza lugar de tan recogida elegancia como esta calle. Bien podía agradecérsele a don Cruz la fineza del hallazgo del piso. Pero el canónigo no veía ningún mérito en su conducta. Era el administrador de esta finca y de todas las de la testamentaría de la señora Salazar.

—¿Sabe de qué señora Salazar, don Daniel?

Don Daniel miraba el voladizo de la galería, el jardín hondo, las huertas de la otra margen del río, los palomos de una cercana azotea, los pobres palomos que sólo conocían el cielo interior de Oleza...

—¿Sabe qué señora Salazar digo?

Don Álvaro tocó al hidalgo para que atendiese.

Y prosiguió don Cruz:

—Digo de doña Luisa Salazar, viuda de Altolaguirre; doña Luisa, modelo de firmeza y decoro de madre, que habiendo sido agraviada por su hijo, hijo único, ya nunca le habló. Llorando y arrastrándose le pedía perdón. Pero doña Luisa le miraba como si no le conociese; y él no pudo resistir el castigo del silencio y se ausentó de su casa y de Oleza. Vivió sola doña Luisa muchos años. Yo la asistí en su muerte. Acudió el arrepentido. La cuidó y veló con ternura verdaderamente filial, lo confieso; y viéndola ya en la agonía, la besaba con locura, tomándole el rostro para volvérselo y acercárselo al suyo, implorándole que, al menos, pronunciase su nombre, nada más su nombre. Se sintió el ruido del cuello de la señora como si se lo descoyuntara por el esfuerzo de doblarlo hacia la pared; y así entregó su espíritu en las manos del Señor. El hijo no logró oír la voz de la madre, y murió pronto.

Don Álvaro ensalzó el heroísmo de la señora, el verdadero heroísmo de una madre digna.

—¡Pero qué pocas madres sufren con esa dignidad su pena! —dijo Elvira, acerándose toda.

Don Daniel y Paulina se juntaron más, asomándose a la habitación inmediata, que era la sala de labor, y luego el hidalgo volviose a todos.

—Yo no sé, pero estos muebles son demasiado obscuros, y la casa no parece casa para novios...

—¡Estos muebles —interrumpiole Elvira con tono de compunción— están muy enfrente de los de Casa-Lóriz! ¡Pero estos muebles pertenecieron a mis padres!

Añadió el penitenciario que era prueba de amor a su memoria y de sencillez cristiana el traerlos para principio del nuevo hogar —y miraba con queja a don Daniel.

Don Daniel apartose ya casi reverente y curioso del menaje de los hermanos de Gandía. ¿Dónde estaría su dormitorio, su dormitorio en las noches de Navidad y de Semana Santa y en las noches de lluvia que no le dejaran marcharse solo a la hacienda? Del lado del río que no le diesen ningún aposento, siquiera fueran los más abrigados por el sol. Ese ruido de las aguas le traería insomnios o pesadillas. Más lejos de la ribera estaba su casona, y, en los temporales y crecidas, le despertaba el trueno de la corriente. Y entró en las tres habitaciones que colgaban sobre el huerto; la de los cofres y arcas; la de costura, con sillas de enea, un velador con dos caracoles como cráneos y el tabaque y dos butacas de piel que tenían ruedecitas para transportarlas; y el oratorio: una mesa de altar aldeano, con floreros metálicos y Nuestra Señora del Carmen sentada entre los llameantes cuerpos desnudos de las Ánimas del Purgatorio. A los lados, un ángel con una lámpara azul. Un óvalo de vidrio protegiendo el dibujo del panteón familiar de Gandía, entre un ciprés y un sauce, todo tejido con cabellos de la madre.

Pasillos con cuartos lóbregos de muebles lisiados que tenían un gesto de cansancio y desgracia.

Don Daniel bajó al entresuelo. Tenía dos rejas; las dos del despacho: todo negro y cuero; un mueble de herrajes; un óleo del augusto matrimonio desterrado, encima de un trofeo de gumías y pedreñales; una espada, una boina, un estribo del caballo que montaba el amado príncipe.

Detrás estaba el dormitorio nupcial, con su lecho eminente de cortinas, un sofá de damasco amarillo, un lavabo-cómoda de roble, sin luna, y un Cristo enclavado, grande, como una cruz de coro.

Después el comedor, vestido de cretona; los ángulos, de alacenas; la mesa, lisa, sobre un felpudo de esparto y presidida por un sillón rural.

¿Dónde estaría su dormitorio? Recordó que había bajado sin ver las altas estancias de balcón a la calle de Palacio.

¿Es que le reservaban la alcoba de la sala? ¡Pues de ninguna manera había de consentirlo! Claro que esa alcoba era la de respeto, según usos de Oleza y quizá de Gandía; pero don Daniel se despojaba de su título y preeminencia de huésped jerárquico. Quería alcoba de abuelo.

Y subió a la sala, enfundada de una blancura tiesa. Se le quedaron mirando los padres de don Álvaro; dos pinturas descoloridas, con orla de talla dorada: el caballero, desencajado y lívido, se parecía a la hija; la señora, de una belleza monjil, de ojos un poco oblicuos, lucía una joya de ocre, recia, pesada, partiéndole los senos tímidos bajo el cendal de la basquiña. En la consola brillaba la urna de la Virgen de los Dolores, de faz de difunta en un losange de terciopelo negro, y el corazón de plata transido por los siete puñales, pero resplandecía como si se lo traspasasen muchas más espadas de dolor. Toda la imagen tenía una greca de pensamientos, que también miraban como los rostros de los padres de don Álvaro.

Don Daniel asomose a otra alcoba. Vio una cama con telliza de malla y seda, un armario con ropas de mujer, una Purísima de yeso en una mesa de marquetería, y a sus pies, una palmatoria hecha de una perdiz embalsamada, con el hueco de la vela en medio de las alas. Era la habitación de Elvira.

¿Dónde estaría, entonces, su dormitorio para las noches de Navidad y de lluvia; para las noches que se quedase en Oleza esperando que su hija le diese el primer nieto?...

Y volvió a recorrer los dos pisos; y no estaba.

IV. Oleza y San Daniel

I. Epitalámica

Cuando salieron de la parroquia comenzaba el día recogido entre nieblas.

De la parroquia a la heredad. Acabado el desayuno marcharían los novios en su galera a Murcia. De aquí, en tren, a Valencia, llegando hasta Gandía para visitar la tumba de los padres de don Álvaro.

Todo el camino del Olivar se desplegaba solitariamente, como recién tendido para los nuevos esposos, esperándoles desde lejos.

Hallaba don Daniel distancias desconocidas y lentas. Volviose a su hija y le pareció mucho tiempo casada. Quizá este sentimiento de antigüedad lo recibiera del vestido y tocado de Paulina. Vestido de paño negro con farfalás de tabí y mantilla de la madre, pero de la madre cuando salió a misa de parida.

No se puso Paulina galas de novia, aunque las tuviera encomendadas a las monjas de la Visitación. Les llevó los encajes de Malinas para las aplicaciones, los tules de Alençon para los velos, y en el locutorio semejó florecer un huerto de almendros y manzanos. Tocó con una caricia, esparcida en todo su cuerpo, sus ropas de espumas y la blanca corona de naranjo. Todo lo soñaba en las postreras noches de virgen como el último atavío infantil. ¿Quién lo vedó? Nadie, concretamente nadie, y no se lo puso.

Los dulces y menudos afanes por el adorno de velada, los acogía siempre don Álvaro con un elogio inflexible al porte sencillo y recatado. La esposa había de traer al tálamo una emoción austera de modestia cristiana, y el cándido vestido de bodas de algunas mujeres evocaba las voluptuosidades gentiles.

Elvira repasó todo el ajuar, retrocediendo al sentir el primor de algunas prendas. Había cendales y blondas que le daban la sensación de la desnudez. Sus dedos afilados buscaban en arcas y roperos, y descolgaron el traje de merino de la madre muerta. Lo miraba y lo volvía suspirando como para sí misma: «¡Si yo fuese la novia, éste sería mi único lujo!... ¡Pues, tampoco cambiaría la mantilla de la madre por el velo de una reina!». Y al saber que estaban escuchándola mostró pesarle mucho. Ya le enojaban sus arrebatos de ingenuidad; y llena de turbación pedía infantilmente que la perdonasen».

—¡Es usted un ángel! —exclamó don Cruz.

Entonces el padre Bellod abominó tronadoramente de esas nupcias de gran bullicio y atruendo en que los padres y el novio presentan a la esposa como para que la multitud se regodee pensando en aquel cuerpo y en aquel día...

Quiso don Daniel que el señor obispo bendijese la ceremonia en la capilla de Palacio. Y no llegó a proponerlo porque Alba-Longa y don Cruz se le anticiparon dando por seguro oficiante al párroco. Para vencer su desabrimiento recordaban que Jesucristo, con ser sumo amador de la virginidad, fue convidado a unas bodas sublimándolas con la gracia y el prodigio. ¿Y por ventura no había sido el mismo Dios casamentero del primer matrimonio? Pues este matrimonio era también el origen de una sangre nueva en la perfección del ideal cristiano. Y el padre Bellod se avino a consagrarlo. Fue en el alba del 24 de noviembre, día de San Juan de la Cruz.

La víspera durmió Elvira en la heredad, y levantose de noche para vestir a la novia. Le escogió las ropas íntimas de menos transparencias y bordados; la peinó tirantemente; le prendió la mantilla venerable dejándosela que le colgara como un mustio crespón de toca.

Al padre le pareció más huérfana.

...De la parroquia, al «Olivar».

A su lado sentía don Daniel la sequedad ardiente de Elvira, rígida de sedas viejas; su cabello en ondas de tenacilla cubriéndole un poco el frontal huesudo y grande como el del hermano; los ojos con azules de fósforo húmedo; la mantilla, tupida, puesta con remilgos y malicias que le dejaban una expresión beata y sensual. Todo su rostro, enyesado y duro, se animaba por la roja vibración de la lengua, siempre refrescándose los labios de aristas y calentura.

Don Daniel la miraba, y mirándola se asustó porque de tan casta le parecía una mala mujer; de tan casta, de pensar constantemente en el pecado para aborrecerlo, semejaba que se le quedaran sus señales.

Un labrador de Los Serafines se paró mirando la galera. El hidalgo doblose para verle.

—Este buen hombre debe de preguntarse: ¿de dónde vendrán ésos?

Crujieron las caderas de Elvira, y escandalizada gimió:

—¡Por Dios, don Daniel!

Y el penitenciario repetía muy roncero:

—¡Don Daniel, don Daniel!

Don Daniel se internó en el cojín, y se distrajo mirando las hierbas de las orillas de su camino, en las que nunca reparó como botánico. Todas le saludaban ofreciéndosele como vecinas. Salía la centaura escabiosa con sus pezones apretados de capítulos de flores moradas y las hojas de ojivas, las lanzas de la cardencha, con su pan de pluma de un matiz de fresa entre una corona de púas; el cardo de flor gorda que cuelga pensativamente, solicitada de las abejas, y toda la mata membranosa; las blancas estrellas de la matricaria de botón de oro; la bellorita de botón bordado, de hojas cándidas y sonrosadas en el envés; las estelarias trémulas y frágiles; la cebadilla salvaje que se ponen los muchachos en el borde de la manga y ella se va subiendo hasta salirse por el hombro; el diente de león; las malvas; las campanillas de los trigos; la reseda de espiga amarillenta; las sierpes de los zarzales; las gramíneas suavemente luminosas...

Carolus Alba-Longa iba en el ladillo frontero al del hidalgo, hincándose en la memoria una improvisación epitalámica; y luego de repasar cada verso, asomándose a la portezuela de lona, decía muy dolido:

—¡Ese padre Bellod, que no aparece!

Todos se inclinaban buscándole y así mitigaban la conciencia del silencio.

No quiso el párroco subir en la galera. Iría caminando. Le dijeron que bastaban asientos porque Monera pasaría al cabriolé. Secretamente comentaba don Cruz que todo era comedimiento y demasiado rigor de ese hombre por no participar del coche de novios. Monera propuso que viniese otro coche. Se escandalizó don Cruz. ¿Cómo se le ocurría a Monera que el padre Bellod tolerara otro carruaje que el de la familia? Más carruajes, no; eso ocasionaría un ruido, un pregón y bullanga de fiesta. Lo que permitió fue que Monera se quedara con el párroco para acompañarle andando a la heredad. Lo recordaba todo don Daniel por pensar en algo. No sabía en qué pensar. Se cansaba como si caminase. A veces se le rompía la respiración, quedándosele sin aire el pecho y la boca estirada en las aspiraciones. Quizá se había enfriado; pero apenas llegase le remediaría Paulina adobándole el costado con aceite tibio y aromático, que untándolo ella dejaba más virtudes porque sus manos parecían de hierbas de salud. Miró a don Álvaro. Ya no era don Álvaro, sino su hijo, y siéndolo él, sintió a su hija menos hija; de modo que no podría ponerle la untura; ni la untura ni comentar la boda. La transustanciación de sus emociones en ella se había ya roto... ¡Si al menos le hubiesen permitido invitar a su prima Corazón! Claro que tampoco se lo negó nadie. Todo ahora sucedía según una invisible voluntad. Decidiose que el contento de esta mañana no desbordara de lo íntimo. A la familia pertenecía doña Corazón. Pero don Cruz dijo que toda la humanidad era familia siendo todos hermanos en Cristo. Y sonrió y sonrieron los demás. Doña Corazón estuvo en la parroquia, besó a Paulina y se volvió a su tienda.

Si don Daniel se removía o suspiraba, mirábanle todos. Enfrente, su hija, callada y pálida; don Álvaro, con las manos enclavijadas sobre su junco, manos de cera como las de un exvoto de Nuestro Padre, y aun parecidas a las del mismo santo, las manos y los ojos, según descubrió un día la Jimena, y le angustiaban ahora las manos y los ojos de un santo en un hombre. A don Cruz, en cambio, veíale más humano que otras veces; era como un hombre que se pareciese a don Cruz. Y sobre el oleaje negro de faldas, de hábitos y levitas descollaban los hinojos de Alba-Longa. ¡Qué rodillas las de don Amancio! ¡Semejaban más de dos, de tan recias y con muslos tan flacos!

De nuevo miró a su hija. Ahora le evocaba la hija chiquita, enferma de fiebres, esquilada como un recental...

Inexplicablemente se alentó. Casi se burlaba de su congoja porque no le dejaran aposento en el piso de los novios. ¡Para qué lo había de menester allí, si serían ellos los que fueran a la hacienda en Navidad y en Pascua y en todos los días familiares; y en la casona, y en el mismo lecho de columnas, de doseles y talla, como un retablo, donde él nació, vendrían sus nietos a la vida! ¡Con qué claridad y ternura resonaría el llanto del recién nacido!

La hija le tomó las manos; don Cruz le avisaba. Estaban bajo el parral. Les rodeaban los labradores, las vareadoras de aceituna, los mozos sobranceros y los chicos, todos más rudos con las ropas disanteras. Miraban la bengala de junco del novio; los dedos de su ama, de la misma palidez de su pomo de azahar y del rosario de nácar; la placa del medallón en el pecho liso de Elvira.

La Jimena se llevó a Paulina, besándola y mojándola los ojos con los suyos.

—¡Dios te bendiga, biznaga mía, y no te fíes de nadie!

Paulina sonrió perdonándole el aviso, y le encomendó menudamente el cuidado de su padre.

Brava y anhelosa la interrumpió la Jimena:

—¡Me apuras tú, nada más que tú, porque tu padre me tiene siempre a mí, si es que no me echan de aquí los nuevos amos!

—¡No hables tan mal de nosotros!

—¡De nosotros! ¿Es que ya sois todos unos? ¡De nosotros, y te llevaron a bodas vestida como para un comulgar! Mientras te casaban estuve pidiéndole a Dios y al Santo que si no te hacen feliz que me den coraje y maldad para defenderte de todos. ¿Me oyes?

Paulina se refugió en su dormitorio de soltera y escribió a doña Corazón una carta de despedida. La quería y la necesitaba más que nunca para bien de su padre. Llegó entretanto el párroco con el manteo retorcido a los riñones, las calzas morenas cayéndole en rollos por las botas. Detrás, el homeópata se quitaba la tierra del camino.

El padre Bellod hablaba enfurecidamente del gobierno de la diócesis. Un abuso de poder, la envidia contra su parroquia y la complicidad de los técnicos habían decretado la reparación de la capilla de Nuestro Padre; las obras serían escasas, pero de mucho aparato y lentitud para interrumpir el culto. A la salida de la Rectoral hallose con el dibujante del arquitecto, y todo lo dedujo de su sonrisa de canalla.

Don Amancio le cortó las quejas y furores para decir su canto nupcial. Invocaba a su cítara ociosa, y después, remedando a don Alfonso Verdugo y Castilla, seguía de este modo:


¡Ven, Himeneo!
Del cielo luminoso
deseada deidad grata desciende
al tálamo modelo de pureza,
y del amor de tan preclaro esposo
nuevas luces enciende
de prole venturosa, ya de Oleza
óptimo, férvido y unánime deseo.
¡Ven, Himeneo!


Doliose el poeta de que no le oyese la novia. La llamaron, y Paulina salió escondiéndose la carta para doña Corazón, como una mujer culpable.


¡Ven, Himeneo!
........................


repetía don Amancio; pero presentose un aprendiz del obrador de la viuda diciendo que su ama esperaba a don Daniel para comer juntos.

Se regocijó Monera, y se pasmó la hermana de don Álvaro.

—¿Comer hoy juntos?

El mensajero estuvo rascándose y añadió:

—¡Ellos y don Jeromillo, y, si a mano viene, don Magín!...

—¡En qué mañana se le ocurre a la bendita señora tanta cortesía!

Y, pronunciándolo, miraba Elvira socarronamente a don Daniel.

La Jimena se precipitó en el diálogo.

—La mañana que mi señor se queda solo...

Todos callaban aguardando que don Daniel hablase. Viósele que cerraba los párpados, y dijo:

—Iré; iré cuando se vayan los novios.

Y el desayuno de bodas acabó en un silencio de pésame.

¡Un 28 de junio en noviembre! Y don Jeromillo, trastornado, derribó un cirial. La candela cayose encima de la credencia, quebrando unas primorosas ampolletas, regalo de una novicia cuyos padres tenían horno de vidrio en Águilas.

Salía entonces la Comunidad a las erizadas rejas del comulgatorio después del capítulo extraordinario de elección de dignidades.

La nueva clavaria quiso ver los retajillos, y que el capellán le refiriese toda la desgracia. Lo mismo le pidió la maestra de novicias.

Don Jeromillo se pisaba las faldas recogiendo los tiestos. Una mosca azulosa y fría se le iba parando en la tonsura recién escardada.

Le avisó la novicia haciendo un quejido.

—¡Mire que aplasta una pancica que tenía la cruz con azucenas de oro!

Don Jeromillo brincó buscándola.

—¡Se deja un pico del collarín que era como de paloma!... ¡Ahora le crujió el rizo de una de las asas!

—¡Leñe!

—¡No diga eso, don Jeromillo!

—¡Madre, si es que...! ¡Y fue sin querer!

Un reloj de pesas de la sacristía dio las doce con un ruido viejo y bronquial. Pasó por el claustro un toque de esquila gordezuela. Todos los campanarios iban enviándose su salutación

Fueron las salesas a refectorio. La clavaria quedose mirando entre las cortinas de un azul nazareno, y decía:

—¿Sin querer? ¡No sucede nada sin querer, Jesús mío!

Gozaba fama de muy austera y sabidora en toda la orden.

Se escapó don Jeromillo. El aire otoñal, oloroso de vega húmeda, le inflaba el manteo, se le cogía a las rojas pestañas.

Al principio de la calle de la Verónica se le apareció don Magín. ¿Dónde iba este hombre a la hora del convite?

Este hombre, sin pararse, le dijo:

Quis ita devorabit et deliciis affluet ut ego!

Don Jeromillo le oía sin entenderle, y el párroco le repitió en romance:

—¡Quién engullirá y abundará en delicias como yo!

Don Jeromillo penetró atropelladamente en la tienda, y desde muy hondo fue saliendo la voz de la abuelita que la limpiaba.

—¿Es que no hay nadie?

—¡Ya se fueron los de la tarea, sí, señor!

Y comenzó a venir la buena mujer enjugándose las manos en su delantal. Sus mejillas labradas, las hebras de su moño y hasta la piel hendida de su nuca, estaban asperjadas de enjalbiego.

—¡Déjeme sentar y le contaré!

Y se fue sentando dentro del escritorio, recrujiéndole toda la osamenta.

Supo don Jeromillo que la Jimena del «Olivar» había venido llamando a doña Corazón; que las dos se marcharon porque don Daniel, viéndose sin la hija, enfermó, y no hacía más que llorar pidiendo que se la devolviesen.

—¿De manera que... nada?

—¡Venga y asómese a la cocina, y mire las alacenas que dan compasión!

Orzas, cuelgas, pastas, compotas, todo en tablas, todo recatado por celosías de alambres que permitían la sana eficacia del oreo y vedaban el daño del más sutil insecto. Allí estaba el frito de las empanadillas esperando que lo recostasen y envolviesen en los gustosos pañales de candeal; allí los cuencos de aceitunas y mariscos, y un pez solemne apretado de nácares...

—¡Tóquelo, don Jeromillo; es un mármol; tóquelo!

—¡Para qué!...

—¡Tóquelo! ¡No lo quiso el mayordomo de Su Ilustrísima por caro!...

Don Jeromillo lo tocó, y pareciole que se le adhería al dedo una gota de su corpulencia gelatinosa, dura y helada.

—¡Mire los picheles de leche para la crema! Esto es confitura de poncil y arrope de Aspe... ¡Ahora lo que es menester es que don Daniel se alivie!...

—¡Sí; que se alivie, leñe!

II. En Palacio

Una llovizna silenciosa calaba la piel de los árboles, la corteza de las sendas, el verde de los vallados del huerto episcopal. La niebla, rota y mojada, se paraba tocando los vidrios de las rejas como pidiendo que le abriesen.

Los curiales tuvieron que encender sus velones, y la hojarasca de legajos de boletines y oficios siguió crujiendo entre manos enfriadas.

Venían capellanes forasteros, exhalando un olor de día desnudo, de lluvia campesina y de camino, y al saludar les humeaba el aliento.

—¡Qué bendición de agua!

Desde la jaula de un negociado, un cura bisojo decía lamiendo una oblea:

—¡Sí, sí!

El oficial del Registro, un eclesiástico hacendado y cazador, preguntaba de las labores, de podencos y cotos. Los párrocos rurales se lo celebraban todo; le celebraban hasta la lluvia como si fuese obra de su voluntad. ¡Daba gloria el sembradío!

Después, enjugándose el hábito, insinuaban su intento de ver al señor provisor.

Un ecónomo que traía en las suelas tierra roja de bancales, confesó su prisa porque el carro-cosario saldría a mediodía del hostal.

Y, entre fajos de Causas, la voz de antes repetía:

—¡Sí, sí!

Al lado de las altas vidrieras del huerto, estaban los armarios del Archivo recargados de talla: volutas, gallones y uvas de un oro poniente; bisagras y cerrajería de bronce; y arriba, entre follajes, se iban desollando las lumbres de las cornucopias de símbolos de la Lauretana: el Speculum iustitiae sostenido por dos alas de querubín, y la balanza y la espada con orla de lirios; el Vas honorabile, de siena, desbordándole la nube azul de perfume quemado; la Stella matutina, con aristas de rosa de los vientos, y la luna y el sol de carrillos infantiles...

En la tarima reposaba el escritorio del archivero, mosén Orduña, el único arqueólogo de la diócesis, un sacerdote grande, con lentes de vaho, abandonados en la mansedumbre de la nariz. Tenía la cabeza parada como si se le hubiese oxidado la nuca, de modo que para volverse ladeaba todo su cuerpo. Se le estremecían mucho las manos, y por encubrirlo traíalas juntas, sosteniéndose y valiéndose la una de la otra como muy buenas mellizas. Algunas veces no podía reprimir ademanes predilectos, singularmente el de las palmas en un ad Altare versas, actitud litúrgica según privilegio concedido al sacerdocio de España por Pío V en la bula Ad hoc Nos Deus de 16 de diciembre de 1570, cita que constituyó una de sus más duraderas emociones de eclesiástico español. También semejaba que se desquijarase al hablar; y por eso decía las cosas linealmente, sin párrafo, y luego quedábase con los ojos inmóviles, distraídos, y la boca floja. Todo tardo y frío, de una robustez de inocencia; el balandrán, descuidado; la capa, cayéndosele, y en un vasar de los armarios, dormía el corpulento erizo de su teja, tan felpuda que daba tentación de segarla. En suma, era de presencia arcaica, y casi no precisamente sacerdotal, sino de buen hombre cermeño y a la vez muy apacible, que por lo retraído de sus costumbres, por desamorado del mundo, tomara vestidos talares, no dándosele un ardite de ellos ni de ninguno.

Cuando escudillaba la pluma en los barriles de cobre de su escribanía, quejumbraba su sillón; y al removerse para la búsqueda de algún documento, retronaba todo el catafalco. Lo habitaba veinticinco años, en una soledad arqueológica, y un día le pusieron un amanuense. Comenzó a mirarle poco a poco la cicatriz de la mejilla; poco a poco porque veía las cosas a sorbos de asmático. Una chanza, una anécdota que dejaba el súbito rebullicio burocrático, había de caminar largamente bajo el frontal del archivero hasta destilarle en la conciencia. Ya lejos y olvidado de todos el asunto, comenzaba Orduña a despertarse, y entonces sonreía en un ayer tranquilo. Siempre se quedaba solo en sus pensamientos, en la oficina, en la misa de su beneficio y en la glosa y promesa de su iconografía Mariana.

—Ése es un recomendado de don Magín —le advirtieron, dejándole que llegase a su ánimo la realidad ontológica del amanuense.

Como las horas eran más anchas en su mesa, Cara-rajada las pasaba hundido en sus cavilaciones, bajo el sueño del jefe.

Acudían al lado del seglar escribanos y oficiales por oírle sus aventuras. Les refirió el episodio de la lanzada; y cuando mosén Orduña pudo entenderlo, quitose los nublados anteojos, los puso entre dos fojas, se pasó las manos por toda la maciza faz; las juntó y las apartó, elevándolas en un Fiat dilectissimi, y dijo:

—¿De manera que no tuvo remedio el percance?

Pero toda la curia estaba en el cancel del patio viendo pasar una comisión. Corpiños brochados, manteletas y blondas de damas; levitas, carriks y gabanes embebidos de la mollizna. Don Amancio y Monera llevaban de dos asas una arquilla como un féretro.

Después el patio claustral semejó más hondo y murado. El agua de un tejaroz flagelaba el ramaje seco de un terebinto —regalo de una familia peregrina de los Santos Lugares— y caía por los manises de la leyenda: «Tendí mis ramas como el terebinto, y mis ramas lo son de honor y gracia».

Fue llegando el concurso a la saleta. No había nadie. Del despacho de Su Ilustrísima desbordaba un coloquio de amistad. Resaltó la risa y la palabra de don Magín. Entreabriose la puerta de terciopelo, y brilló rápidamente una mirada. Los principales de la Comisión ya se cedían el paso muy corteses. Pero la puertecita se cerró sin una excusa, sin un saludo del familiar; y dentro siguió pasando la plática.

Don Magín, delante de una mesa de atriles, hablaba, leía y revolvía folletos y volúmenes: un manuscrito de notas de los Extractos de los epónimos de Smith, The Assyrian Eponym Canon, la Revue Catholique de Louvain —septiembre de 1870—, el tomo II de Manuel d'Histoire Ancienne, el V de Records of the past, de Rodwell, el mapa de Schrader, la Karte von Assyrien und Babylonien...

Estaba recogido el damasco de la biblioteca y aparecía un muro de roble con un oleaje de rústicas, de pergaminos, de badanas, de pasta española, todo constelado de tejuelos azules.

Con la lupa de los lentes doblados del clérigo doméstico viajaba don Magín por una carta geográfica, descogida del folio de su volumen, y, de improviso, estampó una puñada encima de Kalak Cheorghat, la vieja Assur, el azote implacable de Judá. Schrader o don Magín se habían perdido en las remotas marismas.

Su Ilustrísima le volvió a Oleza.

—¡Esas indignaciones son desconsoladoras, porque quién puede, todavía, socorrerle con la verdad!

El párroco se exaltó:

—¿Pero Assur no estaba en la orilla izquierda del Tigris? ¡Yo lo he visto no sé dónde!

El prelado le recordó el mapa de Menant; aunque creía, acatando a otros asiriólogos, que el país de Assur se hallaba en la ribera diestra, al Sur de Nínive, entre el alto y bajo Zab. No aspiraba a ser un técnico de estas resurrecciones de suelos sagrados; nada más quería alumbrarse un poco su camino por las tierras de Israel y de los últimos cautiverios. Este viaje era su más grande afán de cristiano y de curioso.

Entonces don Magín le pidió que le llevara. En su pasada peregrinación a Roma, comprendió que carecía de docilidad de «romero». Admirarse y conmoverse, según la voluntad de un reloj gregario, le secó sus propias emociones, llegando a ser un apócrifo de sí mismo. Oriente, Señor, Oriente era el horizonte azul de su vida. ¡Las mismas claridades que bañaron el manto del padre Abraham, calentarían su pobre esclavina! Después, a su parroquia; y Oleza sería para su alma un nácar precioso donde resonasen las caravanas de los patriarcas, la voz de los inspirados, la sabiduría, las crueldades y la gloria de los Jueces y de los Reyes... Y hablaba con arrebato, amontonando episodios de viajeros y visiones exegéticas...

De su mirada recibió el prelado la fidelidad del amigo, el amigo que nos da compañía sin quitarnos la pureza de la soledad interior; el que nos mira como nuestros ojos de niño y descansa su frente en nuestros pensamientos.

Acercose al ventanal. Se abría y devanaba el humo del cielo; crecía el confín de la vega cincelándole de sol.

El secretario recordole la hora de audiencia; y el obispo la esperó desde su mesa de estudio, contemplando el tuerto: las higueras y parras todavía con pámpanos de cobre que goteaban lluvia; los membrillos, acerolos y perales espalderos de fruto tardano; en las sendas de los magnolios se enjugaban los ánsares cojeando encima de sus sombras azules.

Pasaba la lucida comisión. Don Magín tomó su teja haciendo una pomposa curva, como si saludase con un chambergo de galán, y se retrajo en la quietud de la biblioteca. Allí el sol se tendía en los esterones y llameaba en las cortinas lisas de una ventana con ajimez de yeso; allí remansaba una luminosidad gozosa, guardada, caliente, un olor destilado de las maderas y encuadernaciones, olor de aposento de estudio que el párroco iba clasificando mientras caminaba por las ciudades hundidas en los siglos y saltaba de margen a margen del Tigris arrullado por el río de su pueblo...

Volviose el obispo.

Don Amancio leyó la súplica. «Traían el nuevo pendón del Círculo de Labradores, tejido más de virtudes que de sedas, bordado más con el corazón que con los dedos de la mujer olecense para que el Pastor amantísimo lo bendijese...». Y tuvo que enrollar su discurso. Se lo interrumpió Su Ilustrísima prometiendo hacer lo que le pedían y ordenando a sus pajes que le pusieran la caja en el Oratorio.

Entonces, el padre Bellod quiso decir su ruego, y no pudo porque el obispo les dejó por acudir a la reja.

Bajo los olmos corría un fámulo llevando las artesillas de maíz, de rubión y de pasta de salvado.

Los recios picos de calabaza de las ocas, las uñas diablescas de las gallinas, los codazos de los alones de las pavas no permitían que los palomos comieran.

Su Ilustrísima golpeó enojadamente los vidrios. Todo el averío quedose mirándole; pero en seguida se puso a engullir sin hacerle caso.

En el austero reposo de la cámara episcopal penetraba claro y ancho el ambiente agrícola: golpes húmedos de legones y escardillos; ruido fresco de hacha de podador en las ramas tiernas de los frutales; el regaño de cachorro que hacía el mastín viejo pidiendo que lo soltasen de la soga...

Tascó el padre Bellod sus quijadas y se amasó los dedos peludos. ¿Eso era la audiencia de un obispo?

Ladeose Su Ilustrísima como si le sintiese el pensamiento, y removió delicadamente la esquila de oro de su escribanía que pareció sonar en un prado.

Vino un familiar; recibió su mandado; fue al huerto, dándoles de comer a las palomas, y ya el prelado sentose en un sofá de baldaquino, atendiendo definitivamente al párroco.

Las obras de la capilla del Patrono apenaban por su descuido. Ni siquiera se había tramado el andamiaje. No bastarían enero y febrero para desarticular el retablo y descolgar ofrendas, exvotos, lámparas, molduras; y después la reparación del cornisamiento del cimborrio, el policromar el bosque marchito de la talla, las vidrieras, los remiendos de las losas de mármol... Y todo esto con las calmas implacables de las consignaciones y la flema de los técnicos. El padre Bellod no ocultaba el peligro de que viniesen los grandes días del triduo de San Daniel y que su capilla, es decir, la casa de la fe, siguiese privada de culto.

—Pueden poner al Santo en el presbiterio del altar mayor y añadirle un trono. La gran nave acogerá más fieles, evitándose así que la multitud se acometa en la disputa de las gracias. —Y Su Ilustrísima se distrajo mirando un crucifijo de marfil que adquiría una carne tibia, descansada y joven bajo la caricia del sol. Después subió los pies sobre un almohadón y le resplandecieron las labradas hebillas de sus múleos de color de hortensia.

El padre Bellod no quiso mirarlas. Apretaba tan fuertemente las mandíbulas, que comenzó a sangrarle una herida de su navaja barbera. No pudo resistir, y porfió:

—Los olecenses prefieren el altar de su Santo. Quieren implorarle viendo los exvotos que les traen la memoria de las angustias y de los prodigios que pasaron en sus hogares.

El obispo fue recostándose cansadamente en el recodadero, y como el padre Bellod no seguía, le dio a besar su amatista.

Adelantose la hermana de don Álvaro, ardiéndole los ojos socavados en su máscara de yeso.

Ella, la nueva, la extraña, la última de Oleza, presentaba a Su Ilustrísima la imploración y la congoja de todas las mujeres, que no podían consentir que Nuestro Padre estuviese tanto tiempo apartado de su recinto. Con buena voluntad ya estarían las obras casi acabadas.

El señor obispo prosiguió las despedidas. Se detuvo más en la de don Daniel; y, luego, volviéndose a Elvira, que aún le miraba con las manos cruzadas por la súplica, sonrió levemente, diciéndole:

—Ni al arquitecto ni a mí nos es dado hacer milagros. ¡Pídanselos a Nuestro Padre!

Fuera les recibieron los brillos helados de unos anteojos.

—¡Yo me lavo las manos! —barbotaba el padre Bellod.

Los anteojos centelleaban mirándoselas.

Embistiósele el capellán.

—¡Todo se sabe; y en Oleza se supo que hay arquitectos de la diócesis con barraganas en Tuy!

Bajo los lentes inmóviles suspiró una boca marchita:

—¡Oh, Tuy está tan lejos!

En el claustro del terebinto Alba-Longa exclamó:

—¡Oleza, Oleza sigue huérfana!

La confidencia agrupó a las señoras, tímidas y frágiles como recentales; sentíanse muy hermanadas por la tribulación del abandono pastoral; y al separarse se besaron más que nunca.

Avizoró don Álvaro la curia con recelo de que les hubiesen oído. Paulina le vio palidecer, y apretose más en el costado del esposo.

Les devoraban dos pupilas de ascuas.

Ya iban despoblándose los escritorios. Quedaba mosén Orduña en su tablado, y el amanuense en la puerta. Se le llegó un vicario lugareño preguntándole. Cara-rajada le miraba con visajes convulsos de poseído, y se apartó a las rejas del huerto descansando su frente en el cristal. Su frío le pareció de muro de piedra que le cerraba todo goce de vida ancha de mocedad; y sollozó.

Comenzó a maravillarse el arqueólogo, no pudiendo comprender que un hombre, un empleado, llorara en una oficina eclesiástica. Se puso el bancal de su sombrero, se embozó tranquilo y exacto y descendió de la tarima mientras los telares de su razón se movían tejiendo las causas de ese lloro. Y fue pensándolas en un diálogo consigo mismo que le obligaba a pararse...

Un grito de ronquera espasmódica le hizo revolverse.

Cara-rajada se volcó en su sillón; llamaba a Paulina, besando encima del nombre, llenándolo de requiebros.

Toda la faz de Orduña se plegaba por el ahínco de explicarse motivadamente lo que no tenía más remedio que oír, y oírlo con celeridad de aquella locura desesperada. Varón casto basta por apocamiento, por crasitud y pereza corporal, espantose de los alaridos que le rodeaban de imágenes de lujuria. Y con toda la tosquedad de su carne inocente, su puño trémulo y enorme tapió la boca del condenado como si cubriese una impudicia.

Cara-rajada rebotó desde la tarima a la estera.

Quedose el arqueólogo mirándose los dedos, que le manaban espumas y sangre de las abominables encías. Y todo lo más rápidamente que pudo se dijo: «¡Acabo de matar a este hombre!». Y se asomó al cancel gritando.

Acudió un fámulo lampistero. Vino también el hortelano con su mastín. Se llenó la escalera de un estrépito de zapatos gordos. Bajaban familiares y pajes. Presentose el secretario de cámara, y después, Su Ilustrísima.

Mosén Orduña le recibió llorando con toda la fortaleza de su laringe.

Un familiar le ordenó:

—¡Cierre usted el paraguas!

El paraguas le techaba con sus alas de murciélago; y se puso a cerrarlo, pasmado de traerlo abierto sin sentirlo.

El hombre de luto fue despertándose de su mal. Miró al obispo, acogiose a sus pies y lloró calladamente.

Mosén Orduña, sin entender nada, sin ocurrírsele nada, salió de Palacio y se destocó saludando al Angelus Domini y a don Magín, que pasaba por la plazuela de la Catedral, frente al pórtico de santos ensartados y de pilares con argollas que en otro tiempo fijaban el recinto de «derecho de asilo». La catedral siempre tenía la doración cansada de un ocaso rojo.

Don Magín iba palpando la herida indeleble de la marca que el martillo del picapedrero dejó en cada sillar. Evocaba el principio de las obras, en la hierba embebida de azul, un azul que parecería subir poco a poco, según se alzaran los muros y las bóvedas; al pie, los canteros faenaban para la Oleza que no había de pertenecerles, y sus martillos vibrarían claros y campaniles en la forja de las piedras vivas y blancas, y ahora resudadas de siglos, que latían bajo el pulso del capellán de San Bartolomé.

Todos los casones de la plazuela, umbrosos, descortezados, proyectaban una paz de monasterios, no siéndolo. Tocaban horas, y la calma palpitaba en círculos de suavidad como el agua de una alberca que se abre por un fruto maduro caído de la margen.

Ya doblaba don Magín el cantón de la Verónica, y aguardose que se apartasen don Amancio y el padre Bellod. Don Amancio, con el rollo de su discurso en su diestra de mitón negro, los hinojos de rodilleras maduras, y los grandes pies, un poco torcidos, buscándose las puntas y escrupulosamente mudos. En cambio, el padre Bellod imprimía en las baldosas un chacoloteo de almadreñas.

Les contuvo un grito de mujer.

—¡Ay, madre mía! —y las manos de doña Corazón recogieron dos avecitas, quitándolas del peligro de los zapatones eclesiásticos.

Cosía la señora en su obrador, y a su lado puso un tabaque de polluelos que, algunas veces, se le alborotaban, saliéndose al peldaño, subiéndosele y picándole la finísima media de color de caoba. Creíase entonces doña Corazón la más desgraciada criatura de este mundo, porque era menester reducirlos y no podía para no malograr tres huevos que empollaba en el caliente amparo de su corpiño. La viudez le avivaba, de cuando en cuando, ansias generosas de maternidad, que ella derivaba trocándolas en ternuras de clueca. Lo sorprendió ese día el párroco de San Daniel.

Quiso la señora besarle la mano, y necesitó llevar las suyas al socorro de sus pechos.

El padre Bellod la miraba con iras terribles de justo.

—¡Es que llevo aquí dentro tres huevos!

—¿Ahí dentro? —y el índice sacerdotal le apuntaba vibrantemente.

Ella volvió sus ojos a don Amancio; pero don Amancio no quiso valerla.

Se desbordaron del cestillo todas las crías, y piaban descuidadas y felices, esparciéndose, ladeándose para ver al padre Bellod, haciendo un visaje de hombre con las boqueras y la nariz de su pico; y, de repente, huyeron porque el enemigo venía.

—¡Allí donde usted trae esos huevos tiene su morada predilecta el Espíritu Santo, la paloma mística de la Trinidad divina! Conque vaya usted albergando esas lástimas si se las consiente su máximo consejero don Magín... —Y se apartaron.

Llegó don Magín, y no pudo pasar por la cerería sin asomarse.

—¡Ay, don Magín, qué vergüenza y qué susto!

—¿Vergüenza y susto?

—¡Es que le confesé al padre Bellod que traigo tres huevos!

—Tres huevos; ¿dónde?

Doña Corazón, muy encendida, puso la vista en el umbral y sus manos en el redondo pecho, y las manos se le alzaban y bajaban.

—¿Ahí dentro?

Compungiose ella más, balbuciendo que ya sabía lo de la morada del Espíritu Santo.

—¿Y no se le revientan, doña Corazón?

—¡El Espíritu Santo! ¡Si usted supiese mis remordimientos por el Espíritu Santo! Estaba rezando y pensé: «¿Y por qué no habíamos de decir: Gloria al Padre, a la Madre y al Hijo? Pero ¿y el Espíritu Santo?». Me afligí, y afligida y todo, me dije: «Yo amo y conozco más al Hijo que al Padre y al Espíritu». Siempre que pronuncio «¡Dios mío!», me imagino a Jesús y no me acuerdo casi del Padre, ¡y del Espíritu Santo, nada! ¡Y en ese instante vino el padre Bellod!

Fue parecer de don Magín que sus escrúpulos contenían una proposición de reforma, de parentesco teogónico con las Trinidades egipcias. Le habló también del Símbolo de Nicea, que se introdujo en la liturgia de la Misa para protestar contra la herejía de Macedonius, que negó la divinidad de la Tercera Persona...

Se contuvo porque la mañana se cuajó de delicias. Le temblaron las alillas de su nariz, le crujió la lengua; y en aquel punto oyose una voz de frescura gozosa de fuente.

—¡Con Dios, don Magín y la compaña!

Era una moza que servía en el Parador del Santo, y llevaba una biznaga de jazmines.

—¡Déjame que te huela esa bendición, ese pomo de aromas, que no hay mejor alabastro ni arca de Arabia!

—¡Pues toíco se cría en mi corraliyo!

—¿Tu corralillo? ¿Es uno de la Subida de San Ginés, que tiene las bardas de tiestos y un jazminero y un parral que se le salen las raíces por la cerca?

—¡Atiende, y qué bien que supo don Magín nuestra pobreza! Ése es, sí, señor, que es; y el jazminero hace como un techao, y dende julio a diciembre, con que tan siquiera pasemos a mudar el agua de las gallinas, se queda una como esta biznaga, toa blanca de flor, como una novia.

—¡Toda blanca como una novia, toda blanca, y tan negras como tienes las trenzas!

—¡Pues los jazmines que hay siempre en el suelo no caben en mi delantal, no, señor!

—¿No te caben en el regazo? Pero ¿los tiráis o los recogéis como Dios manda?

Y conversando de lo mismo se fueron calle arriba la moza y el párroco.

III. Don Magín, doña Corazón y Elvira

Estuvo aspirando y tocando un pomo de geranios rosa de «pico de cigüeña», del búcaro que siempre se renovaba en el viejo mostrador, y dijo:

—Usted vive con recogimiento de santa...

—¡Ay, Dios se lo pague, don Magín!

El capellán tomó un morado racimo de glicinas, las primeras del huerto de dona Corazón.

—¡Las flores son terribles!

—¡No lo diga, don Magín! ¡Terribles las flores, y todas dejan un aroma de vida buena, muy callada, de algo muy lejos de todo lo terrible!

—Es que en ese algo tan lejos de lo terrible se esconde precisamente lo peligroso de los aromas. Los jardines de los conventos han enriquecido las vocaciones y el lenguaje. Una azucena tiene en el siglo un perfume de claustro; pero en el claustro no huele a claustro. Las rosas de almendro dejan un íntimo olor de miel; y olemos la miel y no huele a miel, sino a flores, a día, a un día tibio, luminoso. Casi siempre huelen las flores a un instante de felicidad que ya no nos pertenece. Pero bueno: yo decía que usted vive con recogimiento de santa. Quizá no fue mucho más perfecta la vida de Santa Francisca Romana, también viuda; y si usted se sentase esta primavera bajo un peral, no le daría el árbol fruta ya madura, en vez de flores, como se refiere de la bienaventurada Francisca...

—¡Yo bien conozco que soy una gran pecadora!

—¡Qué ha de ser usted pecadora, ni grande ni menuda! Aunque tampoco piense usted que la gracia se suelta del Señor lo mismo que se cae el grano del pico de un pájaro, y después sale un manojo de espigas en la tierra que lo ha recibido buenamente. Solemos decir que un alma goza de un estado de gracia cuando vive de beneficios del cielo, en una dulce quietud. Eso no es un estado de gracia, es vivir gratis, vivir a costa de Dios; y se ha de vivir a costa de sí mismo; claro que algunos viven de su trabajo y otros de sus rentas.

Doña Corazón afanose por entenderle. Casi la sobresaltaba más lo que todavía no había dicho don Magín, porque este hombre siempre avivaba la conciencia con la espina de unas palabras, dejando luego, en la finísima herida, la mostaza de otras.

Don Magín se le llegó acariciando su sombrero, como si rascase la pechuga de un ave.

—¿Y usted cómo vive? —podrán decirme—. ¿Yo? Yo complaciéndome en que los demás gasten de lo suyo. Yo no peno por avaricia de santidad. Y usted ahorra demasiado las virtudes.

Doña Corazón dobló su frente.

—¡Ahorrar yo virtudes, que no las tengo suficientes ni para resignarme!

—Tampoco. Usted no se resigna, usted se acomoda, que no es lo mismo. Resignarse es consentir en todo lo que más nos apesadumbre, y no se consiente sin una voluntad intrépida. Y usted, ¿es intrépida, doña Corazón?

—¿Y qué quiere usted que yo haga?

Se abría la cancela, y pasaban mozas y rapazuelos a mercar chocolate, cera virgen, hostias de miel, confites, alcanfor...

Encendió don Magín un cigarrillo, y con el paladar empañado y la voz gruesa de vellones de humo, proseguía:

—¡Usted se acomoda inclusive a la desgracia de don Daniel y de Paulina! Ellos pueden resignarse; pero usted, la única pariente, usted no debe acomodarse a tanta resignación —y estalló su puño en el hule del escritorio, y encrespose más.

—¿Es que ya no hay remedio? ¿Ya don Daniel ha de vivir siempre sin la hija, y la hija sometida a esas gentes de alma recóndita?

Quiso hablar doña Corazón y no pudo.

—Iba usted a decirme que cuando Nuestro Señor lo permite, por algo será. Y Nuestro Señor no permite las cosas por algo; eso lo hace un don Cruz o un don Amancio. Somos nosotros los que lo permitimos todo suspirando: ¡Sea lo que Dios quiera!

Pasaron dos viejas con mantellina de pana y el rosario sonándoles en sus dedos ferreños. Se juntaban para secretear, y entre sus faldellines y mantos se aburría, mirándolas, una niña de luto. Una de las devotas compró chocolate, y la otra fue doblándose encima de la criatura diciéndole:

—¿No te agrada vivir con la madrina? ¿Y qué harás?

La vieja madrina se quejaba.

—¡No le agrada! Se pasa las noches llorando. ¡Quiere irse a la heredad donde la recogieron!

—¿Y qué harás? ¿Qué harás sin la madrina?

La nena volvía los ojos, ojos profundos, fieros y tristes, aborreciéndola más que a la madrina.

Salieron, y desde la cantonada venía la pregunta de la vieja:

—¿Y no te agrada vivir aquí? ¿Y qué harás, qué harás sin la madrina?

Entró una rapaza con una hermanita montada en sus caderas como una cántara. Pedía, de parte de su madre, que le dijesen la hora. Revolviose el crío; bajó y se aponó en el portal.

Después se marcharon. Y don Magín, exaltándose, añadió:

—Usted no ha visto a Paulina ya casada, ni a don Daniel después de la angustia del día de la boda. Yo sí le he visto. Estuve el domingo en el «Olivar». La Jimena y yo buscamos a don Daniel. No aparecía ni en el comedor, ni en su dormitorio, ni en la sala del entresuelo. Vimos su tabaquera y sus gafas en el cuarto de la hija, en la butaquita donde ella se sentaba para descalzarse; me lo dijo la Jimena como si hablara de una difunta. Encontramos a don Daniel en una de las habitaciones altas. Todo el domingo tan ancho, tan azul, se quedaba fuera, y el pobre don Daniel se paseaba bajo una araña veneciana de figura de carabela con sus mástiles, sus velas, su cordaje, su fanal, su castillo, sus áncoras tendidas en el costado, y arriba una paloma con las alas abiertas, y todo como hecho de nieve y de sal, y los cirios doblados. Los retratos de familia vigilaban a su descendiente, que se paseaba con las manos a la espalda como si las llevase atadas, y mirándose las zapatillas que usted le bordó. La tarde tan hermosa le rodeaba; la tarde parecía venir desde los tiempos de aquellos retratos. ¡Qué pureza en la claridad, y en el silencio, y en el aire inmóvil de ese domingo! Don Daniel se había subido a las salas viejas buscando el refugio del pasado, la dulzura del pasado a costa del presente. ¡Y yo me salí sin decirle nada!

El párroco asomose a mirar la tarea de los rodillos del cacao, y se salió también de la cerería oliéndose los dedos y sin decir ya nada.

El latido del reloj de la tienda se quedó comentando la soledad de la señora. Y en ella se le aparecía don Daniel, bajo el navío de cristal venerable, con las manos atadas. Se las veía atadas. Don Magín lo contaba todo con la incoherente fuerza de las pesadillas. Deseó consolar al maniatado y acercarse a la hija. Necesitaba besarla. ¿Se le ocurría ir? Pues iría, Señor, que no todo había de ser acomodarse a todo. Y pidió su manto y se fue.

—¡Yo no sabía que fuese usted hermana del padre de Paulina!

—¿Yo? ¡Ay! ¡Yo no, señora, que no soy!

Y doña Corazón pensó que aquella mujer se le burlaba con una impertinencia demasiado ingenua.

—¡Como la criada me avisó: «Fuera está la tía de la señora», y lo dijo con ese tonillo de los parentescos de autoridad!

—Soy su tía, soy su tía; pero sin ser hermana del padre ni de la madre.

Elvira hizo una sonrisa enjuta, y jugando con el llavero que le colgaba de la correa de su hábito de los Dolores, la invitó a sentarse en una butaca del comedor.

—¡Huy! ¡Entonces tienen ustedes uno de esos parentescos de pueblo! En los pueblos todos somos parientes, ¿verdad?

—¡Ay, no, señora! ¡Ya ve: usted y yo vivimos en Oleza, y mire cómo no somos parientes!

—¡No somos parientes... no somos parientes! —repitió Elvira, y se le afilaban los ojos escarbando las intenciones de la cerera.

La señorita de Gandía desconfiaba de doña Corazón. ¿Estaba delante de una de esas comadres lugareñas tan fisgonas? Adivinó la mansa viuda este recelo y holgose de inspirarlo. ¡Si la viese don Magín! A él y a Dios les debía que, siendo de natural tan apocado, conturbase a una mujer tan áspera y briosa. Hasta pensó en aquellas vírgenes cristianas, delicadas y tímidas, que por un don del cielo humillaron la fortaleza de sabios y déspotas.

Entretanto la hermana de don Álvaro no dejaba de mirarla ni de sonreír, relamiéndose sus labios para la brega. ¿Es que la de Gandía aguardaba que hablase para después acometerla? Pues que se preparara, que las pobres mujeres pasman por su arrojo en los trances de riesgo.

Pero fue Elvira quien sacó ventaja en el diálogo, y lo hizo encarándosele con zalamería.

—Usted dirá, señora, porque por algo vino. ¿No?

—¡Yo!

Y sintió doña Corazón que la lengua se le cuajaba pesadamente y le tronaban los pulsos.

La otra la miró como si le viese las palpitaciones.

—¡Yo, aunque a usted se le antoje un embuste, yo soy prima de don Daniel!

Y mientras lo estaba diciendo pensaba: «¡Bendito, y qué simple y desaborida que estoy!».

—¡A mí parecerme eso un embuste! ¡No, señora! ¡Sea usted su prima por muchos años!

—¡Muchas gracias!

Y se estuvieron calladas. Elvira tomó su labor, sacó una hebra del gordo ovillo de pelo de cabra de color de azufaifa; deshizo las oqueruelas, y ensortijando el cabo a la aguja de hueso, pronunció entretenidamente:

—¿Usted siempre habrá vivido en Oleza?

Labró algunos puntos y alzó con sencillez los ojos.

—¿Sabe que no me agrada ni pizca este pueblo? Y perdone si le agravio. ¡Yo soy muy rasa!

—¡Gandía —repuso la señora—, Gandía será precioso!

Y a pesar de su encogimiento remedó la risa de la otra.

—¿Gandía? Le participo que yo no soy de Gandía. Allí me he criado; pero nací en Valencia. ¡Conque si lo decía usted por mí...!

Doña Corazón inició denodadamente su ataque.

—Yo he venido para ver a mi Paulina.

—¡Es muy natural!

—He venido a verla, ya que mi sobrina no sale. Ni sale ni se asoma a su portal. Lo dice todo Oleza.

—¡Huy! ¿Y qué quiere usted que hiciera su sobrina en el portal? ¡Dios nos libre! ¡Y a los cuatro meses y medio de casada! Mire: en este Oleza hay mucho chisme, chisme y vicio. No se apesadumbre de oírlo, que yo soy la que debiera sonrojarme de contarlo. No hay calle sin pecado. ¡Usted es de este pueblo, y usted bien lo sabrá!

—¿Yo?

—¡Lo sé yo, que todavía me creo forastera! ¡Señoras casadas y con hijas grandes, y solteritas de las Hijas de María... dan asco! Yo me despepitaba por decírselo a alguien de aquí, y se lo digo a usted, que presumo que será una santa, y se lo diría a todas sus amistades juntas, porque yo no me muerdo la lengua ni me caso con nadie a espaldas de la verdad... Me mira usted como pensando que eso de no casarme no es menester que lo jure; y yo le contesto que mejor quiero estarme soltera que con marido ruin. Bien puede decírselo...

—¡Yo!

—Bien puede decírselo a todas las remilgadas que tanto murmuran mirándome en Misa y en los Siete Domingos y en las Juntas de la Inmaculada, y de paso les añade que conozco todos sus milagros...

Se le habían encendido los pómulos; le llameaban casi magníficamente los ojos; le temblaba la boca; le resalían, vibrantes y duras, las cuerdas de su cuello, y sus dedos agudos crisparon la toca de ganchillo. Y fue desmenuzando todas las licencias, los escándalos, las escondidas perversidades del señorío olecense: matrimonios reunidos, las noches de verano, en el huerto frondoso de una casa principal, donde jugaban a trocar marido y mujer, y las nuevas parejas, haciendo travesuras y bromas infantiles, se perdían entre los árboles, y después volvían muy cansadas; señoras de añeja prosapia que iban a sus heredades, a sus jardines de naranjos de la vega, solas en sus vetustos faetones, y a la mitad del camino sentían miedo o se quejaban de un súbito dolor, y había de entrarse el cochero, que siempre resultaba ahijado o hermano de leche de la dama, y las mulas seguían su andadura ya avezadas, lentas y dóciles; camaristas del Santísimo que acudían muy temprano para hacer el turno de la vela; pero las celadoras habían de desollarse las rodillas en sus reclinatorios, ¿pues dónde se encandilaban esas congregantes?; señoritas con parientes en el Seminario que llamaban a su visita a otros colegiales de la brigada de «teólogos», y al entrar en la capilla, y recoger de sus manos el agua bendita, les daban billetes de amor escritos con su sangre, y recibían, temblorosas, sus requiebros inspirados en el Cantar de los Cantares; maridos que se jugaban sus mujeres a una carta; amigas impuras; hijos de familia que se marchitaban bajo los besos de damas y solteronas compañeras de colegio de la madre; y lo más horrendo de todo, tan horrendo que se quebraba el habla de Elvira: clérigos, clérigos amancebados con sus penitentes...

Y Elvira puntualizaba las horas, los sitios y hasta la duración de muchos pecados. De la misma iglesia se aprovechaban algunos devotos para rápidos coloquios abominables.

Doña Corazón, pasmada y roja de vergüenza, los ojos fijos en el felpudo de esparto, el seno con un tumulto de angustias, las manos cruzadas, pedía a Dios que secase aquellos labios de ponzoña o que le endureciese a ella los oídos. Pero Dios permite la prueba de sus escogidas criaturas. Y Elvira no se saciaba de decir, y Corazón seguía viendo a su Oleza desnuda y ardiente como una ciudad bíblica, merecedora de las iras del Señor. Y no sólo Oleza, sino sus amistades, familias enteras salían entre los abrasados escombros; señoras ilustres, que todos tenían por dechado y cifra de honradas, se le presentaban también desnudas, en un refocilo infernal, bajo el látigo de Elvira. Porque Elvira reveló los pecados y los nombres de los pecadores, dolor durísimo, de irresistible avidez para las imaginaciones más puras.

Doña Corazón se retorcía en un seguido grito de asombro, de apenamiento, de desengaño, de protesta generosa.

—¡No es posible! ¿Doña Nieves y el juez de paz?

—¡Que no es posible!

Y la sonrisa de menosprecio de la acusadora se hundía como un dardo en los dos cuerpos culpables juntándolos más.

—¿Las de López-Canci? ¡Pero si las de López-Canci querían profesar en la Visitación! Será la mediana, la morena: Julia. ¿Las tres? ¿Las tres con don Luis Aguirre? ¡Ay! ¿El ama de llaves de la condesa? ¿El de Casa-Lóriz? ¿Purita? ¡Pero si Purita cumplió ahora los diez y siete!

—¡Déjese de diez y siete cuando se tienen pechos y caderas de nodriza de treinta años! ¡Un escándalo de carne; no se puede ser buena teniendo de ese modo lo que tiene. Aunque yo le juro que si fuese mi sobrina había de salir a la calle más lisa que don Amancio! Claro que «eso» debe traerlo el lugar, porque hay mujeres que se precian de honestas, y que quizá lo sean, que tienen a gala el lucir toda su gordura. Ya sé, porque me lo está usted diciendo con los ojos, ya sé...

—¡Por Dios, que yo no le digo nada!

Y doña Corazón se cubría con el manto las castísimas arrogancias de su busto.

—Ya sé que entre mis amigas hay quien no esconde lo que más le valiera no poseer con tanta abundancia. Y si lo dice usted por la Monera, yo le contesto que es una desgracia, una desgracia que me da grima, y a ella misma se lo repito, y ya le hacen los corsés más altos. Lo de Purita, Purita, lástima de nombre, lo de Purita es de otra especie. Yo comenzaba por expulsarla de las Hijas de María. Esos jesuitas, que parecen tan linces, son a veces de un candor insoportable... Pues ¡y don Magín!

—¿Don Magín? ¡Don Magín, no! —gritó bravamente la viuda.

—¿Que don Magín, no? ¿Es que ni siquiera ha reparado usted cómo don Magín tiende su mano para que se la besen? ¡Se le eriza toda la piel! Yo he de respetarle por su ministerio, aunque me cueste olvidarlo todo. ¡Pero lo de la mano! Fíjese cuando lleve la mano a la boca de una mujer. Asusta porque parece que vaya a quedarse cogida de la garganta o de las mejillas. ¿Que no? No me explico la simplicidad de usted. ¿Y usted no es viuda? ¡Entonces su pobre marido sería un santo varón, que ni sabía nada ni le contaba a usted nada! ¡Son suposiciones! ¡Yo también soy muy simple!

Y descogió su labor; se redujo con mucha compostura en su silla, y siguió tejiendo calladamente la toca de pelo de cabra.

Peor fue su silencio para doña Corazón, porque en él quedó meciéndose y devanándose todo el relato y la burla de su matrimonio; y en ese silencio se recortaban los desgraciados contornos de su cortedad y el brío de la socarronería de la solterona, que a hurtadillas la miraba con un empaque de aborrecible modestia. Porque ya la aborrecía, Señor; la aborrecía toda. Pensó con desabrimiento en don Magín. Mientras ella padecía sin lograr nada en bien de nadie, él se estaría tan ricamente pasando sus charlas, que eran convite para la calumnia. Y la blanda cerera odió más a Elvira, pero ahora la odiaba llorando.

Atribulose la hermana de don Álvaro derritiéndose en mieles.

—¿Tendré yo la culpa, señora?

Doña Corazón, arrepentida de sus lágrimas, ocultose el rostro entre las manos, y se las apartaron unos dedos rígidos y huesudos.

La afligida se quejó, se exaltó, se enjugó con la punta de su rebociño.

—Pero ¿es que ya no queda nadie con honra en este pueblo?

—¡Huy, no se atropelle, no nos difame a todos!

Doña Corazón gemía:

—¡Es usted la que nos envuelve en un solo pecado, y hay otros, sí, señora, que hay otros, como el de dejar abandonadas a las criaturas infelices, el de hacer sufrir a nuestro prójimo...!

—Usted lo dice, usted lo dice; pues añádalos, júntelos a esos tan sucios, y Oleza le dará miedo, como a mí. A mí me sofocan hasta los niños. Ya no hay tapias sin dibujos y letreros inmundos. No se respetan ni las de Palacio, ni las de Nuestro Padre, ni las de los conventos. Y son ellos, los niños. Los he visto yo; pero a mí no me está bien impedirlo. ¡Una ha de leerlos y aguantarse! Pues ¡y la inocencia de esas niñas con velos blancos y la corona de Primera Comunión, que tienen ya un disimulo, una malicia y un entono que mejor parecen vestidas de desposadas! ¡Y los pajes, los pajes de Palacio! ¿Es que no se pone usted colorada cuando la miran? ¡Huy, no se apene, no se apene! Tendré yo la culpa, ¿verdad?

Calló por atender a lo hondo de la casa. Llegaban unos pasos recios que hacían retemblar los muebles, los vidrios, la loza de las alacenas.

—¡Sí, yo tengo la culpa! Es que soy tan chiquilla, que oyéndola me olvidé de sus deseos. ¡Qué habrá usted pensado de mí y aun de Paulina!

Y la señorita de Gandía tomó de la cintura a doña Corazón, guiándola a la alcoba de sus hermanos. Estaba apagada y olía densamente a sahumerio.

Entreabrió Elvira un postigo y viose un humo inmóvil en el cerrado aire.

Paulina se incorporó entre almohadones, y sonreía y miraba con infantil sorpresa a la señora. Quiso atraerla, y de súbito le retiró los brazos, se puso muy pálida. Todavía le volvió la sonrisa para decir:

—¿Vendrá otra tarde, vendrá, tía Corazón?

Fuera se oía la voz de don Álvaro, llamando a su hermana.

Elvira llevó a doña Corazón hasta el portal.

—¿Qué piensa usted de nuestra Paulina? ¡Yo no sé; le dan unos arranques, unos antojos! Creo que lo que viene, viene demasiado pronto, ¿verdad?

Y la empujó suavemente; y cerró la puerta.

IV. Don Álvaro

Todos los días pasaba el hijo del Miseria junto a don Álvaro; y los dos se miraban; es decir, don Álvaro le veía y el otro le miraba, cogiéndose sus ojos con un tacto de piel prensible a los ojos del caballero.

Pareciole a don Álvaro que, desde su boda, recordaba concretamente todos los días porque la mirada de ese hombre se los iba dejando señalados. Muchas veces sus amigos se callaban de pronto, y el silencio le acercaba y le abandonaba al acecho del lisiado. Volvíase, y siempre estaban esperándole los ojos de burla y de rencor.

Escondió su inquietud. Le daba vergüenza y repugnancia. Pero llegó a sentirse un cómplice de esa mirada, un cómplice que había de aceptar la realidad de un secreto. En seguida lo rechazó con el orgullo y la dureza de sus virtudes. Pero ya lo había pensado. ¿Y por ventura cavilando y sufriendo calladamente no se fraguaba también un secreto, un secreto suyo y de ese hombre? Y no quiso ya contenerse; y, una tarde, exclamó:

—¡Por qué nos mirará ese hombre!

Y al reparar en que estaba mintiendo, corrigiose atropelladamente:

—¡Por qué me mirará ese hombre!

Creyó que sus amigos se esforzaban en disuadirle de una quimera, alentándole con una protección casi humilladora. Y sonrió desdeñoso. Tuvo que vigilarse esa sonrisa para no sonreír demasiado. Pero esta vigilancia también le roía la voluntad con un ávido padecer.

Durante algún tiempo habló y buscó que le hablaran mucho del hijo del Miseria. De esta manera lo objetivaba para todos; lo hacía salir de su pensamiento, dejándolo a la espalda de su voz.

De seguro que sus amigos querían que les refiriese episodios del enlutado. ¿No estuvieron juntos en la facción? Y él confesó que lo creía muerto. Si al que le rajó la mejilla se le hubiese ocurrido remover la lanza después de clavársela, le habría ido mondando por dentro la frente, los ojos, la nariz, el paladar. Y mientras lo decía, rodaba don Álvaro su puño. No es que apeteciera esa muerte. Se lo vedaban sus rígidos sentimientos de cristiano. Además, entonces no le importaba; y ahora ya era tarde.

Alba-Longa le contó que cuando él intervino en los pleitos del hospital de Oleza, estaba recogido en la sala de peligrosos un idiota que tenía un cáncer en los párpados. Nunca se habían visto; y sin conocerse, tomó el loco la manía de mirarle y de reírse. Le esperaba agarrado a una reja; se torcía y se tendía mirándole. El cáncer fue comiéndole la cara; y se arrancaba las hilas y las cortezas para sacar las bolas de los ojos. Hubo que atarle las manos a la cintura; pero al oír las pisadas de don Amancio le buscaba mirándole a través de las vendas y llagas. «Y yo —terminó don Amancio—, yo no me torturaba como usted se tortura, porque yo qué culpa tenía».

Don Álvaro se dijo que él también se Labia sentido mirado por la cicatriz espantosa de Cara-rajada. Pero don Amancio no padeció. Don Amancio se regodeaba repitiendo: «¡Yo qué culpa tenía!».

El padre Bellod relató otra anécdota de embrujamiento de ojos.

—Durante seis meses estuvo persiguiéndome la mirada de un gato. Digo gato, y es posible que fuese gata; era muy grueso, de color de ceniza. Me salía encima de los tapiales de los Franciscos, a la hora en que yo rezaba paseándome por el corral de San Bartolomé. Andaba a mi paso para verme; o se encogía mirándome, mirándome. Y un vicario me advirtió: «Parece el demonio». ¿El demonio? Le di al demonio un mendrugo de esponja embebido de pringue con sal; después, un lebrillo de agua. La esponja se le fue hinchando. ¡Había que ver morir al demonio! Pero yo lo maté porque no podía privarme de rezar bajo aquella tapia, como si le tuviese querencia para que el gato o la gata me mirara. ¡Y no podía resistirlo, no podía!

También don Álvaro pasaba irresistiblemente por el portal de palacio cuando salían los curiales de las oficinas. ¿Es que le atraían los ojos del ruin como las pupilas del gato al padre Bellod?

Ya no sonreía, recelando que sus amigos le dijesen esos lances de obsesión por convidarle a revelar su secreto. Mascaba la palabra secreto hasta romperla; y se enfurecía negándola. Se escarbó insaciablemente; y no era menester tanto. Decidió una noche que no era menester. Había estado escondiéndose su secreto; un secreto tendido como un cadáver a lo largo de su corazón. Y, en verdad, se trataba de un cadáver que el hijo del Miseria destapaba con sus ojos. Tenía las muñecas amarradas a la argolla de un abrevadero y las sienes abiertas. Y no era suyo, sino del «otro». El otro le acusaba mirándole: «Yo maté al hijo del juez de Totana delante de su mujer, aún virgen, pero murió por culpa tuya».

Todo era saña y embuste de la mirada. Y siéndolo, tampoco podía confesarlo ni a sus amigos; de modo que sí que existía un secreto, una realidad oculta para todos menos para él y Cara-rajada. ¡Eso era lo horrible: tener que convivir interiormente a solas con el otro!

Había de defenderse a sí mismo del rigor de su conciencia, aunque al hacerlo disculpara al aborrecido. La muerte del pobre novio no podía contarse ni entre los delitos ni entre los pecados, sino dejarla que se pudriese en el fosal común de las ferocidades de las guerras, que, como pesan sobre todos, no ha de sentirlas nadie como suyas. Pero la mirada le dijo que esa ferocidad se cometió precisamente en un día de júbilo aldeano.

Y el caballero de Gandía aguardó a los ojos para responderles: «¡De todas maneras, lo asesinaste tú!».

La mirada lo negó burlándose: «¡Claro que lo fusilaron porque yo quise! Pero yo quise, yo mandé que lo mataran por ti, para humillación tuya. ¿Es que no recuerdas que, mirándote, te dije: Tú no quieres que lo mate, y no te atreves a librarle de mí? Lo mato porque te odio. ¡Si no fuera por ti, si no te hubieses creído un amo mío, no se me ocurriría revolverme y matar al pobre novio, y él estaría complaciéndose en la hermosura de la mujer que iba a ser suya! ¿A que no le salvas?... Y no le salvaste. ¡Me despreciabas lo mismo que ahora me desprecias! Y yo, siempre que te encuentro, te digo con la risa de mis ojos: ¡Te pisé el corazón!».

Don Álvaro ansió desmentirle con todo el ímpetu de su mirada: y nada más pudo expresar: «¡Eres un canalla!».

Los ojos del otro se reían de su incapacidad. «¿Un canalla? Tú fuiste cruel por cobarde. Eso, nada podrá borrarlo de tu vida. ¿No te crees un hombre rígido y puro? Pues el más rígido y puro puede cometer una canallada. ¡Qué estiércol en tu pureza! Tú quieres sepultar al pobre novio entre el montón de las crueldades de la guerra; pero es que siempre, entre todas, sube alguna que no se deja enterrar. Esa es la que siembra los remordimientos, la que pudo no cometerse, la que se nos queda de medida de nuestra calidad humana, y se oye en el fondo de nosotros con el mismo alarido de nuestra víctima. Yo fusilé al pobre novio, porque tú le soltaste de tus manos para que yo lo matara. Es la medida de la maldad de los dos».

Así le respondían los ojos del enlutado. Y don Álvaro tuvo que renunciar al diálogo. Todas las tardes se encontraban, y se miraban; es decir, le miraba el otro, rebajándole desde su abyección.

Ya sabía por qué le miraba. Lo supo siempre; pero las cosas que más participan de nuestra vida hay que decírnoslas también a nosotros mismos. Y él se las dijo y se las oyó encerrado en su despacho, caminando exaltadamente muchas leguas alrededor de la estera.

Al enlutado le daba el sol en toda su podre, y podía seguir viviendo en su descuido; pero el hombre exclusivo y hermético en su virtud, el más puro que también comete una ruindad, ése ha de vivir desconfiando de todas las pisadas, porque alguien puede abrir las puertas de su escondedero y sorprenderle a la entornada luz de su lámpara.

Desesperose don Álvaro. Aunque le pesara por crueldad suya el fusilamiento del novio, se afirmó que no debía importarle el hombre de luto. Y comenzó a repetírselo, hasta gritar: «¡No me importa, no me importa, no me importa!». Y de repente calló porque le contestaba su mujer con otro grito.

Don Álvaro se precipitó hacia la escalera, que retumbaba como una bóveda de metal. Su pecho y la bóveda zumbaron de palpitaciones. Le erizó el miedo de que Paulina hubiese gritado también del mismo horror suyo. Y según se acercaba sentíase angustiosamente convencido.

Ella se lo confesó, muy blanca, agarrándose al último pilar de la solana, temblándole los párpados y la boca. El enlutado estuvo acechándola entre los árboles de la otra ribera. Acababa la tarde. La umbría, la distancia y el vaho de la tierra empapada disolvieron la figura del aparecido, pero su mirar llegaba tan fuerte, tan exacto como en el sol de los rastrojos en la tarde de junio. Lo contó como una culpa callada mucho tiempo. Fue tan dura la risa de don Álvaro, que su mujer apartó la frente, como librándose del filo de un hacha.

Los ojos ruines que invadían la conciencia del caballero, merodeaban su casa, y amedrentaron a la esposa aun antes de que él los temiese. Su altivez torva y rígida le impedía reclamarle las razones de su espanto, un espanto que, sin querer, acogió como un apoyo porque daba compañía al suyo. No estaba ya solo, interiormente con ese hombre. Sin explicárselo, recordó la mirada terca y adusta del obispo en la sala del «Olivar»; y el obispo protegía al hijo de la Amortajadora. Le conturbaba y le complacía juntarlos en su pensamiento. Una repentina visita de la Jimena colmó sus tenebrosas inquietudes.

No la dejaron que viese a Paulina. Su salud era cada día más frágil.

La Jimena murmuró:

—¡Se le llega la hora de ser madre!

La señorita de Gandía, agraviada en su pudor de soltera, no quiso responderle.

—Yo no vine en busca de mi ama.

Entonces, Elvira y don Álvaro la llevaron al escritorio; y allí les habló de don Daniel, de sus congojas, de sus postraciones, de su mutismo, de sus pesadillas con sollozos y clamores...

Pero todo les era muy sabido. Los dos hermanos se miraban dolidamente. El padre de Paulina se obstinó en apartarse de los suyos, en que se le compadeciera por enfermo y desamparado. Ellos no podían remediar esos antojos seniles. Y esperaban que la mayordoma se marchase. No se iba; sino que se les arrimó más, diciendo:

—Yo me levanto de noche; le remuevo para quitarle las visiones, y siempre está despierto, mirando hacia la reja. ¡Qué agonía hasta que amanece Dios! Anoche abrí un postigo; y de los cipreses de la alberca salió un hombre; el corte de luna que ahora luce le clareaba en su cicatriz y en las manos. Es el Cara-rajada. ¿Rondará por oír lo que grita don Daniel? Andan sueltos los mastines, y no se le embisten...

Rápidamente se ennegreció una ventana del despacho, y una sombra como un grajo enorme cayó encima del grupo.

El caballero se abalanzó a la cancela, y todavía creyó ver al enlutado escapándose por el callejón de los trascorrales que bajaban al río. Corrió don Álvaro, y al doblar la tapia, se le presentó Cara-rajada, esperándole. Siempre le esperaba. Un ahogo de repugnancia y de ira le dejó inmóvil. Los ojos y la cicatriz le sonreían. Se le comunicaba el aliento y la palidez pegajosa del hombre de luto. Y se apartó; pero se apartaba sin huirle, muy despacio. Se le iba concentrando en el cuello el tacto de los ojos candentes. Tan cerca debía seguirle el otro, que casi le tocaban sus rodillas. Ni siquiera se ladeó para verle; y cuando llegó a su calle, volviose con desdén; y estaba solo. Nadie le había seguido.

Desde el balcón del dintel del palacio de Lóriz, le miraba el conde, que parecía reclinado en la elegancia y en la molicie de su estirpe, tan lejos del plebeyismo de la virtud atormentada de don Álvaro.

Penetró en su casa odiándose a sí mismo. Iría aquella noche a la heredad. Lo juraba, lo rugía, para que le acatase toda su conciencia y toda su sangre.

La hermana juntó las cortinas y las puertas del escritorio.

—Cierras por ella, para que no me oiga mi mujer; y tú me oyes. ¿Por ventura, tú no sufres?

Elvira resignó su frente.

—¡Yo resisto, Álvaro! —Y suspiraba y se estremecía de abnegación.

El caballero descansó sus manos en el hueso de los hombros de Elvira.

—¡Eres para mí más que un hermano valeroso y grande!

—¡Álvaro: yo te pido que no te arriesgues, que no vayas! ¡Qué te importa que un mal hombre te aborrezca!

—¡Me aborrece! ¿Verdad que me aborrece? ¡Tú también lo sabes! —y le impulsó una ráfaga de furor que le distendía vibrantemente—...¡Pero no me importa! ¡A mí qué me importa! Lo mismo que no le importaba a don Amancio el loco del cáncer. ¡Es lo mismo! ¡Yo qué culpa tengo! Antes de que tú me dijeses que no me importa, lo pensé yo, y he necesitado decírmelo hasta sentir la voz mía hacia mí mismo. Me aborrece uno: ¡el Cara-rajada! ¡Tantos odios habrá por esas almas contra tantos odios! Todos los hombres deben tener, fatalmente, un motivo de vergüenza o de horror. Pero es que vivo acosándome, y mi vida está parada, y yo acosándome. Y no podré vivir según he de ser, si yo no deshago mi vínculo con esos ojos. Parece que alguien acabe de revelármelo. Es un mandato que ha ido urdiéndose en lo obscuro de mi voluntad, y lo he sabido cuando ya estaba hecho. Sólo faltaba el grito espantoso de Paulina. Lo echaré, echaré a ese hombre de la heredad esta noche, para echarlo de mí! ¡Y ya está!

Don Álvaro se agarraba las ropas, las barbas, la boina negra. Elvira quiso abrazársele, y él la rechazó.

Había de ir porque se lo mandaba él a él mismo, y había de ir porque si no debiese hacerlo se lo vedaría Dios. Y Dios callaba. Todas las tardes le visitaban sus amigos. Y hoy no iban. Dios no lo permitía para que la soledad le fervorizase en sus designios.

Y apenas lo dijo, resonó el esquilón del portal. Elvira y don Álvaro palidecieron sobrecogidos por el milagro.

V. El caballero y la sombra

Entró don Cruz; luego Monera. A poco vino el padre Bellod, y sin sentarse habló torrencialmente de las obras de la capilla. Se rascaba la pintura y el yeso de sus uñas, las cortezas de argamasa de su hábito; mostró un codo rasgado. Se iba descarnando como una carroña. Hacía faena de albañil, de dorador, de vidriero, brincando y descolgándose por la arboladura del andamiaje. Dos días amaneció sentado en el borde de su catre porque el sueño le rindió al quitarse las calzas. Verdaderamente le «devoraba el celo por su casa», y todo en vano. Alguien de mucho poder se complacía en que la imagen del Patrono no volviese a su altar hasta que pasaran las fiestas. Acudía a Palacio; y ya no le recibía Su Ilustrísima...

Llegó Alba-Longa con El Clamor de la Verdad recién estampado. Reseñaba entretenidamente las últimas veinticuatro horas de Otero, el que atentó contra la vida de Sus Majestades. Principiaba recordando su delito. Las dos balas que cayeron en el coche regio, y que pesaban dos onzas, socarraron la sien peluda del lacayo. La crónica de Alba-Longa era de más curiosos pormenores que la de los periódicos de Murcia y de Valencia.

Temperamento ágil y profuso de «diarista», no se le pasó a don Amancio el registro de los que visitan al reo: el gobernador de la provincia; el capitán general; su defensor, señor Martínez Fresneda; otra vez el gobernador civil con el ministro de la Gobernación y el alcalde primero de Madrid; el capellán de honor de Palacio, señor Cardona; vuelve el capitán general; el duque de Sexto; una comisión de Hermanos de la Paz y Caridad que le nombra cofrade; el médico de la cárcel; de nuevo viene el señor Martínez Fresneda; el marqués de Torneros; el duque de Alba y de Huéscar. El señor Ducazcal, recientemente incorporado a la Hermandad, entra y sale de la capilla con frecuencia. Otero se duerme. Pasada una hora le despiertan para que oiga misa y comulgue. Le visten el hábito de los ajusticiados. Desde la puerta un hombre pronuncia: «Ave María Purísima», y se postra de hinojos delante del reo; le pide perdón, le quita el grillete del pie, le abraza, le besa y le ciñe las esposas. A las ocho menos cuarto aparece Otero en los corredores. Todos los reclusos le despiden cantando la Salve. En la escalerilla del patíbulo le reconcilia el capellán señor Arnáez. Ya sentado y con la argolla puesta, le dice al ejecutor: «Tenga buen pulso para no hacerme padecer». Francisco Otero González muere a las nueve menos veinte minutos. Ha cumplido el mismo día veintiún años y un mes...

Alba-Longa leía; el padre Bellod se palpaba la cadera; don Álvaro rezaba maquinalmente padrenuestros por el ajusticiado. Fueron persignándose porque las torres de Oleza tañían a las Ánimas. Y acabó la tertulia.

Quiso Paulina que abriesen su dormitorio para presenciar la cena desde la cama. El esposo cortaba pan, y la luz del quinqué se quebró en la hoja de su cuchillo encendiéndole los pómulos. Paulina, muy aniñada, le dijo:

—¡Parece que partas el pan con una lumbre!

Y él tiró el cuchillo y rompió todo el pan con los dedos que le tropezaban temblando.

Cenaban callados, y el lamento del río subía tendiéndose en los rincones como una bestia cansada.

De cuando en cuando crujían las ropas de la cama; y el ceño de don Álvaro se le cavaba más hondo presintiendo que su mujer se había incorporado para mirarle; y apresuró la colación y levantose sin rezar.

Salió tan cautelosamente que no gimió el postigo. Fue al darle Elvira el alimento a la enferma. Encima del ciprés de la catedral facetaba un astro frío y azul; y don Álvaro se volvió muchas veces para tenerlo sobre su frente. Desde las afueras lo vio palpitar en el río como una joya en un pecho.

Una rápida dulzura le sutilizaba el sentimiento de la soledad, de la evidencia de sí mismo. Nunca lo tuvo como en esta noche. En su pasado de faccioso, en sus jornadas de riesgo, le acompañó el peligro de los demás y le guió la grandeza de la Causa. Ahora estaba solo. La ciudad iba quedándose apretada y negra sobre el cielo estrellado, hundida en el clamor de las aguas. Su casa, sus amistades, su ideal de político y de católico, todo permanecía allí, guardado en la quietud de Oleza, y él, el verdadero él también, y desde allí se veía caminando. Sus pies exprimían toda su sensibilidad para tentar la tierra; se le dilataban los ojos; se le desincorporaba una sensación de muro que le fuese cerrando el paisaje a su espalda. Todo el firmamento para su conciencia, para sus memorias. Se le apareció la sala de Juntas del Círculo de Labradores, presidida por un óvalo de vidrio donde se guardaba la barretina del «Señor», la barretina apócrifa. Pero esta pobre falsedad, que cometió por aturdimiento de don Daniel, la recordaba precisamente ahora, cuando más podía deprimirle; y para arrancarse el recuerdo se impuso otros. Vio la lanza del sargento descarnando y vaciando el cráneo de Cara-rajada.

Le distrajo la angostura del camino. Iba entre árboles, lacios como túnicas; y el corazón y las sienes se le golpeaban contra los troncos. Le sudaban tibiamente las manos; se le apretó el cuello. Recordó la sigilosa destreza de Cara-rajada para estrangular los centinelas dormidos. Un filo de esparto le hendía la garganta. Se le había salido la cinta del escapulario retorciéndosele en la laringe la vieja estampa de lana del Corazón de Jesús. «Detente, enemigo, que el Corazón de Jesús va conmigo». Rezó don Álvaro las palabras invocadoras que siempre abrieron para él sendas de salud.

Y se le calentó el pecho de bríos heroicos. Dios no quiso que sus amigos le quitaran de su empresa; se los envió para que conturbándole con la plática del ajusticiado le hincasen más en su propósito. Y avanzó orgullosamente rasgando la suavidad de la noche. Seguían a su lado los árboles. Eran los sauces del camino del cementerio. Este camino recogía los atajos de las granjas y aldeas, y de las cañadas de San Ginés. Cuando los labriegos y caminantes pasaran de noche, se quedarían mirando las tapias y la verja, la cruz de la ermita, los cipreses, las bovedillas, los fuegos azules de los nichos. Le resonaron las pisadas; y don Álvaro comenzó también a mirarlo todo, y aspiró el silencio hundido del cementerio dentro del silencio grande. Pensó en los mendigos vagabundos que muchas veces le paraban pidiéndole «para un pobre que va de camino». Nunca les socorrió. ¡Qué desamparo bajo los cielos anchos del paisaje, los cielos y los campos en un reposo que exalta las gracias humanas, y los pobres que van de camino doblando la frente como un testuz de res, mirando sólo la huella que han dejado otras plantas desnudas!

Junto a la carretera, principiaba ya el Olivar de Nuestro Padre, árboles suyos, olor de su casa; y la confianza descendió en su corazón. Tardes de novio. Siempre le esperaba Paulina bajo los rosales y la vid del aljibe; y al mirarse, ella temblaba como una rama tierna toda de flor. Sumisa, casta, inclinada, como una sierva de un templo delante del ara y del sacerdote. Don Álvaro bendecía con terribles anhelos a Dios. Dios le había escogido, le había predestinado para guarda y salvación de aquella vida primorosa. Una llaga ardiente le devoraba hasta los huesos, imaginando a Paulina casada con hombre joven, apasionado y hermoso. ¡La carne de pureza de su mujer se hacía carne de delicias, sumergiéndose en una felicidad abominable de perversiones, de elegancias, de voluptuosidades; una seducción refinada de sensualismo exquisito como en la que sin duda vivía la de Lóriz! Se complacía en la fiereza de su virtud amarga, renunciando a las inexploradas virginidades del temperamento de su mujer, temperamento que había hallado todos sus matices, como la luz en un prisma, en la perfección de su figura, de su piel, de sus brazos, de sus dedos, de sus dientes, de sus sienes, de sus trenzas; toda perfecta esperando la plenitud del amor. Y el amor humanado en el esposo, la acogió con medidas exactas y éticas, velando lo demás y sellándolo con su mismo sacrificio irremediable, irremediable porque, más que de un concepto de rigidez, se originaba de su voluntad que le encorvaba bajo la gloria de la vida como si temiese tropezar en una cueva. Lejos, ahora, de Paulina, amaba lo intacto de su hermosura, sabiendo que al lado de ella se interpondría entre todo su goce la inflexibilidad que le espiaba y le quitaba la pasión hasta de sus ademanes y de sus ojos, dejándole el desabrimiento, la timidez enjuta de su pasada juventud atormentadamente virginal. Ella pudo ser otra y feliz; y él no; él siempre él.

Y de nuevo se flagelaba con un sadismo de austeridades. Si Dios no le hubiese guiado a Oleza, Paulina, formada delicadamente para el amor, sería de otro o esperaría a ese otro con una inocencia y una avidez de deleites de perdición. Y odiaba en ella a la virgen para esa voluptuosidad desconocida, y se odiaba a sí mismo porque no podía aceptarla...

Se le revolcó el corazón como una criatura con pena; y le dolieron los latidos y se le heló la frente.

Entre los sauces, le seguía una sombra flaca, lisa, sin ruido de pasos.

El caballero se volvió; y la sombra se detuvo. Parecía que los árboles hubiesen caminado al lado de ellos, y que, de súbito, también se paraban contemplándoles. Toda la noche se quedaba inmóvil. Y don Álvaro pensó: «Nos estamos mirando de hito en hito, y no nos vemos los ojos». Y sonrió, y se tocaba el frío de su sonrisa en la frialdad de su boca y en la tupidez de sus barbas húmedas del relente, como una hierba del cementerio. ¿Se reiría de sí mismo porque participaba del pavor del lugar, de un miedo de aldeanos, de viejas y rufianes que se sobrecogen forjándose apariciones de difuntos?

No tenía miedo. Se lo dijo oyéndose. La sombra esperaba; y él se sentó y recostose en el tronco de un sauce. Sin pensar eligió el árbol frontero a la verja. En lo profundo de un callejón de panteones, delante de una lápida, ardía la estrella de una lámpara de piedad. La sombra también se postró al pie de otro sauce. Les separaban siete troncos. Don Álvaro los contó dos veces. Salía claridad de cirios de la ermita. Habría un muerto bajo un crucifijo, y el perfil acostado en el muro. Y volviose hacia la sombra. Estaba en el mismo árbol. Lo comprobó sin proponérselo. No podía echarla no siendo suyo el camino; y precipitose por la ladera atajando entre el olivar y la sembradura para llevarla frente al casalicio. Corría chafando la gleba binada, los cebadales maduros, zahondándose en lo tierno del regadío, y la sombra iba siguiéndole, siguiéndole. Se paró; y la sombra también, como si fuese la suya, la de su alma tendida a lo lejos. Entrose bajo los olmos; y le pesó el follaje sobre su frente como un bronce. El oreo de la madrugada que removía las hojas no le dejaba escuchar; y corrió a las eras. El aire húmedo se llenaba de olor de prado, de naranjos, de almiares. El menguante afilado de luna ponía en su piel el unto fosforescente que vio la Jimena en la cicatriz del hombre de luto. Fue acercándose al casal, y la quietud del amanecer se estrujó de ladridos. Gañían y arrufaban los mastines como si les acometiese un terror humano. Se les sentía detrás de los portalones, conteniéndolos alguien, porque de seguro que la mayordoma avisó su presencia. No le conocían por amo ni los perros del «Olivar». Y todas las luceras y rejas se quedaban mirando a don Álvaro con pupilas de perro.

Retrocedió erizado por el clamor de la pesadilla de don Daniel, un grito de vendaval que se le agarraba con uñas de viejo a las orejas. Si Dios le ordenase que se detuviese escuchando, él se negaría diciendo: «¡Señor, yo no conozco esa queja!»; y huyó, y recordó entonces el vaho de claridad que exhalaba la capilla del cementerio. Pero a su espalda se acercaron las pisadas rápidas y rotas del otro, que buscaban las suyas. Sintió el bramido de su voluntad y se le enfrió la mano en la pistola alcanzada del trofeo de su escritorio, y fue presentándose entre los árboles para que le viese su enemigo. Había rodeado el olivar y los hortales, y volvía entre el aljibe y los abrevaderos a la anchura de la plaza rural, y allí la sombra le tendió los brazos.

Don Álvaro se precipitó, recrujiéndole todos los huesos, y quedó paralizado de espanto.

Elvira le abrazaba, prorrumpiendo junto a su boca:

—Perdóname. Sentí miedo de que ese hombre te acometiese a escondidas. Me puse ropas tuyas de las que tienes en el desván, y te he seguido. Nadie lo sabe; te lo juro. ¡Tu mujer dormía!

Se apartaron rápidamente del casal.

La voz del viejo se quedó clamando entre los olmos del camino; y por las veredas de San Ginés pasaban los fanales y los cánticos del Rosario de la Aurora.

VI. Don Daniel y don Vicente

No acababa el abejeo del coloquio que la mayordoma y doña Corazón tenían en la reja de la sala, la sala de los días contemporáneos, donde fue pedida la mano de Paulina y descansó el señor obispo.

Vino el médico. Lo trajo un mozo de la labranza.

—¡Sea quien sea —le dijo la mayordoma—, el que antes te depare Dios!

Pasaba por la Corredera don Vicente Grifol, y el mandadero se lo llevó en una tartana a la heredad.

Acudieron las mujeres; se lo contaron todo: pesadillas, convulsiones, bascas, fiebres y el trastorno de ahora: el enfermo se les quedó mucho tiempo sin habla, sin pulso, sin vista.

Y miraban hacia la alcoba rubia de sol de junio.

El viejecito las atendía estregándose las manos, oprimiéndoselas y rodeándoselas con dulzura, como si dentro llevase algún escondido primor.

—¡Vamos a ver, vamos a ver!

Fueron al dormitorio. El señor Grifol balanceó su cráneo desnudo y luminoso, con una blancura de guedejas lacias en la sien. Hizo una sonrisa sutil y apenada.

—¡Diantre! ¡Toda nuestra vida en Oleza, toda nuestra vida, y casi no nos hemos dicho nada desde que usted enviudó! ¿Se acuerda, don Daniel? Yo, mucho. Bueno, yo me acuerdo de todo; de cuando usted era novio... Usted llevaba un carrik de color de canela, con una gota de alpechín en la esclavina; y usted siempre se torcía el segundo botón, de una pasta como de confitura. ¡Conque vamos a ver!

Don Daniel le escuchaba embelesadamente y también sonreía, sonreía lo mismo que un niño lisiadito que van a curar. Se le quedaban las pupilas quietas, subidas, como si le hubiesen abierto los párpados estando dormido. Y ese «vamos a ver» le confortaba, le parecía una promesa de sacarle su daño, un malecillo que con un papirote de aquellos dedos de mazapán se saldría dócil y arrepentido del trabajado cuerpo.

De pronto, el médico le preguntó:

—...¿Y bigote? ¿Usted nunca se dejó bigote, verdad? Yo, tampoco. Si se me acerca y me habla alguien que lleve bigote, para mí es casi un misterio. Se me figura que no le veo bien los ojos; y ya me tiene usted sin poder averiguar nada. Creo que en el hombre, no es el conjunto moral ni el de su persona, sino una minucia, lo que puede guiarnos para conocerlo. ¡Claro que exceptuaré a los capellanes, que como siempre han de ir rasurados pues ya se me antojan que traigan bigote!

Y don Vicente se echó a reír, y el enfermo también.

La Jimena y doña Corazón se miraban pasmadas. ¡Aquello era milagroso! ¡Y no haber pensado antes en ese viejecito que sanaba sólo con su palabra, con su alegría y sus recuerdos!

—...Patillas, sí. Y no eran patillas del todo las mías. ¿No se acuerda usted, Corazón? ¡No, no se acuerda! Entonces, yo pasaba todos los días por la calle de la Verónica. Y una mañana, víspera de la Purísima, me pregunté: ¿Para qué las quieres? Y me las rapé yo mismo; y estuve muy contento. ¡Me parece que ya era usted casada, Corazón! Don Daniel enviudó. No íbamos juntos. Y yo siempre me decía: ¿Por qué no pasearemos juntos? ¿Dónde tendrá su carrik de color de canela, su carrik y un portaplumas de hueso, como un cirio rizado, con su cristalico, por el que se veía la iglesia del Santo Sepulcro? ¿Verdad? Me parece que fue el primer palillero de vistas que hubo en Oleza. ¿Quién se lo trajo?... ¡Conque vamos a ver! —Y le miró los ojos y le escuchó el costado, y le tuvo mucho tiempo el pulso entre sus dedos. Semejaba que tomase de la muñeca a un hermano chiquito para llevarle a pasear.

—¡Vamos a ver! Yo me marcho ahora, pero yo volveré... —Y se dobló sobre la cama porque don Daniel estaba llorando.

—¡Le digo que volveré! —y le presentó su reloj de plata colgado de un terciopelo negro—. Es medio día; y antes de las dos me tendrá a su cabecera. Yo casi no trabajo; he de pasarme las horas limpiándome los anteojos con mi vaho de viejo y este trozo de guante amarillo de una hermana que se me murió en Malagón. A veces me paran algunos en la alameda, y me dicen: «¡Usted por aquí!»; pero ellos quieren decirme, poco más o menos: «¡Usted por este mundo, sin morirse ni nada!».

Y el viejecito tuvo que sacar el guante apergaminado porque su risa le empañó los quevedos, y saliose repitiendo:

—¡Conque vamos a ver si esto pasa!

Bajo la brisa de los parrales le retuvieron las mujeres. La tez y las manos de doña Corazón tenían la blancura intensa y devota de las hostias de su cerería. Le preguntaban insaciablemente; querían saber toda la verdad.

—¡Don Daniel... don Daniel! —y el señor Grifol se quedó parpadeando hacia el toldo de la vid.

—¡Díganos si conviene que avisemos a la hija!

—¿La hija? ¡Diantre! Aquí hay una hija. Era muy delgadita. La estoy viendo. A los dos meses de morir la madre, tuvo la nena fiebres perniciosas. No sé lo que son las fiebres perniciosas; y ella se las curó comiendo limones dulces y naranjas mandarinas. Le cortaron el cabello un Sábado de Pasión, y al día siguiente, Domingo de Ramos, la vi en la catedral, vestida de luto, con una mantilla de la muerta, una mantilla grande y riquísima como un manto de la Dolorosa; y se le adivinaba entre las blondas el molde menudo y gracioso de la cabecita esquilada. Se apoyaba con las dos manos en una palma rizada, muy fina. Pero sepamos: ¿esa hija, qué se ha hecho de esa hija?

—¿Que qué se ha hecho? —profirió con estupor la Jimena—. ¡Pues si Paulina está casada!

—¿Se ha casado? Es verdad. ¡Se ha casado!

—¡Con don Álvaro, ese señor de Gandía, de tanto renombre!

—Sí, bueno; don Álvaro. Yo no me entero más que de lo que se les olvida a los otros. ¿Y ese don Álvaro?...

—Es el amigo de don Cruz —dijo doña Corazón— y de don Amancio.

—¿Don Cruz?

—¡Madre mía! Don Cruz es el señor penitenciario, y el otro...

—Ya lo sé; pero no me importan. La hija, ¿dónde está esa hija? La hija, que venga al lado de su padre...

—¿Es que se muere, se muere don Daniel? —le imploró la cerera, temblándole las palabras.

—¡Morirse! Parece que haya dos en la cama; el uno, de huesos, de piel que suda, con ojos parados, con la frente que le arde y dentro está helada como esas piedras viejas en las noches calientes de verano, pero sin ningún mal de los que yo conozco y donde puede estar esperándole la muerte. Pero, además de ese don Daniel, hay otro que no llora ni suda ni casi respira, que se está muriendo, y nadie le ve más que don Daniel... ¡Don Daniel! Ahora nos hemos encontrado, y nos tenemos el cariño de jovencitos. Lo que quiere correr ese cariño para alcanzarnos, y no nos alcanzará... No nos alcanzará ya, Corazón. ¡Lo mejor de nuestra vida se queda solo detrás de nosotros!

Y don Vicente se alejó por el atajo de Los Serafines.

Todas las pedrezuelas que le salían en su camino las iba apartando con el cuento oxidado de su bastoncito.

En la sala se contuvo medrosa la señora; esperose a sí misma, aprendió una sonrisa, y fue pasando hasta llegar delante de la mirada inmóvil del postrado. ¿Qué miraría, no habiendo nada en la pared?

Alzó el enfermo sus manos. En seguida le cayeron en la colcha. Le dio un hipo muy hondo.

Acudió la Jimena. Le enjugaron maternalmente los ojos. Refrescábanle la lengua con un hisopillo empapado de naranjada; le pedían que no se afligiese. Doña Corazón le habló de Paulina, que vendría también a cuidarle. ¿Qué más podía apetecer? ¡Todos, todos rodeándole y asistiéndole lo mismo que a un abuelo!

—¡Y cómo si lo mismo! —confirmó la mayordoma— si el nieto llegará para la Virgen de septiembre. ¿Aún se apura más? ¡Bendito, y qué crío que es usted! —Y se hacía la malhumorada.

Le mudaron las sábanas, los cabezales, el cobertor; le sahumaron el cuarto, y se salieron junto a la reja para que don Daniel sosegase.

Desde allí veían todo el camino de la heredad, las afueras del pueblo, la Corredera y el Puente de los Azudes. Doña Corazón se subía a la fronda de hierro de la reja para asomarse a otras distancias y a las revueltas escondidas entre los olmos. Y no llegaba nadie.

—¿Usted avisó bien?

La Jimena avisó antes de buscar médico. Fue muy temprano. La recibió Elvira, que no quiso decírselo a Paulina hasta que volviese don Álvaro de la comunión del último viernes.

Lo repetía la mayordoma, callándose de cuando en cuando para atender al enfermo.

—¡Repare en el señor, y cómo se le enganchan los dedos en el embozo! —Y proseguía; y a poco, se asustaba ella misma recordando:

—¡Dicen que el agarrarse a las ropas es señal de que se despiden!

Entraron y se pusieron al lado de la cama.

Una burbuja de saliva rodaba sonando como un vidrio en la laringe de don Daniel. Sus pupilas blandas y mates seguían paradas en el muro. Levantó una mano, señalándolo. Quiso hablar, y las dos mujeres se agobiaron bajo su boca. Fue doña Corazón la que pudo comprenderle. Palpó toda la pared y movió su pañuelo muchas veces, y hacía una sonrisa de muchacha y de madre:

—¿Ves cómo no? ¡No es moscarda, no es! Es un clavo negro.

Y la Jimena añadió muy súbita:

—Es la alcayata de aquel cuadro tan lindo que le regaló a Paulina el hermano de la condesa de Lóriz, un señor que estuvo solo en el palacio de los condes y andaba pintando por estos huertos. Era un cuadro de una santa con el pecho desnudo. Le parecía a Paulina; y don Álvaro se lo llevó.

Por la tarde creció la disnea del enfermo. Se le moraban las cuencas de los ojos, los labios y la piel de la barba. Respiraba como si se mascase su aliento. Tuvo sed; le dieron el agua de naranja; el cristal resonó en sus encías; y tuvieron que arrancarle la copa porque le asfixiaba.

Llegó el ruido de un carruaje. Don Daniel quiso incorporarse más. Y las campanillas de los collerones temblaron gozosamente en el soportal. Se asomaron las mujeres, y aparecieron en la sala don Álvaro, don Cruz y Monera.

Miró don Álvaro a la mayordoma, y ella y doña Corazón se salieron.

Monera recostose en la cama. Estuvo tocando el cuerpo del postrado; le estiró de los párpados.

—Lo de siempre; lo suyo.

Acongojose don Daniel. Se le puso delante el canónigo y le dominó su voz:

—¡Don Daniel, don Daniel! ¿Nos olvidaremos ya de su nombre, de la misión fuerte, de la piedad intrépida del que hizo proclamar a Darío y a Ciro la gloria del Señor? ¿Lo olvidaremos, don Daniel, casi precisamente en las vísperas de las fiestas de su Patrono? ¡Vendrá, yo se lo prometo; vendrá el padre Bellod; lo dejará todo por verle!

Y como el llanto del anciano se hiciese de un desconsuelo infantil, don Álvaro le dijo:

—¿Quiere usted que se muera su hija? ¿Quiere usted matarla?

Se desgarraban los ojos de don Daniel mirando a don Álvaro.

—¡La mataría, la mataría si le viese de ese modo que asusta!

Y le rodeaban de cerca aconsejándole, y él apretó los párpados.

Se asomó la Jimena para advertir que ya volvía el otro médico. Pero el penitenciario dijo inspiradamente que sobraban remedios y faltaba enfermo.

Acogió doña Corazón al viejecito muy sofocada.

—¿Ya se ha comido?

—¡Diantre, no; no se ha comido aún! Llegué hasta Los Serafines. Es una finca hermosa; tiene unos parrales que hacen un envigado de sala capitular. Las cuatro primeras vides, las cuatro primeras, o las cuatro últimas, claro, según por donde se entre, pues ésas son Corinto, que dan las uvas largas y lisas, de una miel que se transparenta, sin granillo dentro. Iguales que las de esta heredad; hijas, hijas de estas parras. Todavía recuerdo cuando se llevaron los mugrones.

Doña Corazón puso la mirada en tierra.

—¡Aquí está don Álvaro!...

—¿Don Álvaro?

—Don Álvaro, el marido de Paulina, él y el señor penitenciario y Monera. ¡Y como don Álvaro es tan amigo de Monera, su médico...!

—¿Monera? Yo me acuerdo de un Monera que estaba de pregonero en Caudete...

—Pero éste es el hijo del sangrador de la calle del Garbillo...

—Bueno, sí; Monera... Conque vamos a ver...

Y el viejecito se fue alejando bajo los follajes tiernos de los olmos.

VII. Don Álvaro, Paulina y el padre

Siempre llegaba el postrero don Amancio. Su estudio y academia de abogado, la biblioteca del Círculo, la crónica de Oleza, su labor de periodista, le dejaban muy poco vagar.

Lo comentaron también sus amigos en la tertulia de esa tarde. Tanto afán secaba la salud de Alba-Longa. Corazón encendido de generosidades, le atormentaba todo menos su conveniencia.

Elogios y lástimas iban empachando a Monera. Más cavilaba y trajinaba él; y no le permitían que se enojase, que se quejase ni que estuviese alegre, porque con su rápido medro y buena boda, el enojo o la queja era ofender a Dios, y su alegría tentar al demonio y a los hombres. Y convencido de que estaba ya harto, aprovechose de una pausa, deslizando:

—¡Y que haya gentes que murmuren!

Se alborotaron los demás y quisieron saber tanta infamia.

Con encogimiento, y haciéndose cruces, fue diciendo todo lo que en la ciudad se malsinaba de Alba-Longa: que su academia mejor parecía de amanuenses que de estudiantes, pues los aprovechaba para copiar pleitos; que teniendo el negocio de su bufete y de la enseñanza, pensión del Municipio por los escritos, que eran más de su tío, el señor Espuch y Loriga, que suyos, y los gajes de la biblioteca del Círculo, debía de sonrojarse de que los carlistas de Oleza le pagasen a escote los gastos del semanario, y, en fin, que no dejaba a nadie hueso que roer, y no había de mantener más familia que un sobrino jorobado que le servía de paje y de portero.

Ardía la frente de don Cruz. Todos hablaban del modelo de hidalgos románticos, cristianos y diligentes, y el homeópata dijo con mucha compasión:

—Ayer le vi al pobre en la misa de once de la Catedral. ¡Tuve que avisarle porque estaba durmiéndose en una banca del crucero!

—¡Siempre devoto —exclamó don Cruz—, siempre devoto aunque le rindan sus vigilias!

—Y cuando yo venía de recorrer mis enfermos de la huerta; tres horas de camino por esos campos...

—¡Si él llevase tu vida de salud! —susurraba el canónigo.

—...Tres horas de camino, paseaba entonces don Amancio por los porches de la plaza con Mestres el de la escribanía.

Don Cruz y el padre Bellod proclamaron que ni en la calle sosegaba ese nombre.

Y llegó don Amancio. Alzose las gafas azules para sumergir el rostro dentro de su pañuelo.

Todos se levantaron convidándole con la butaca o silla que tenían; pero miraban a Monera. Y don Amancio aceptó la de Monera, y tardó en acomodarse porque estaba rendido.

Hasta por caridad debían imponérsele vacaciones. Don Cruz habló de los viajes. Nada descansaba y fortalecía tanto como los viajes, y entre ellos ninguno de tan saludables eficacias como las peregrinaciones. Santiago, Ávila, Zaragoza llamaban desde julio a octubre a sus romeros.

Pero don Amancio sentía dos voces y dos rutas irresistibles: la de la Ciudad Santa y la de Lourdes.

—¡Roma, Roma! —y levantó sus brazos trazando un mundo.

¡Cuánto había gozado y padecido en la última peregrinación! Lo confirmó don Cruz, añadiendo que no todos los creyentes merecen llegar a la presencia del Sumo Pontífice, y que para alcanzarla deberían de pasar examen.

Entusiasmose don Amancio, en cuya ánima moraban todos los rigores y disciplinas escolares, aunque Monera lo negara.

—¡Roma, Roma! ¡Qué grandeza!

—¡Yo nunca estuve en Roma!

Alba-Longa, sin recoger la quejumbre de Monera, proseguía:

—No se me olvida la sencillez y el anhelo de un antiguo vicario del padre Bellod, un sacerdote joven, robusto y virtuoso que, emocionado a los pies de León XIII, le arrancó el anillo de su dedo que modela las almas y le rasgó el mitón. León XIII usa siempre mitones blancos de seda.

—Y ¿qué dijo el Santo Padre? —le interrumpió el médico.

—El Santo Padre, profundamente conmovido, le dijo en latín: «¡Caray, traiga, traiga!». Y le retiró la joya y el guante porque ya comenzaba a disputárselos la multitud. Pero al lado de esta escena...

Desde el corredor llamaba Elvira a su hermano porque Paulina, exaltada y llorosa, pedía que la llevasen al Olivar.

Los amigos esperaban en silencio. Oyose la voz apretada y rápida del esposo y un apagado plañir.

Monera quiso comentar los trastornos nerviosos de la preñez, y el padre Bellod lo evitó enfurecido de castidad.

Volvió don Álvaro y exhaló cansadamente:

—¡Siga, don Amancio, siga!

Todavía callaba don Amancio.

—¡Siga, don Amancio, siga!

Y como todos le instaban, Alba-Longa, se avino.

—...Al lado de aquella escena de ternura y reverencia, presenciamos un lance tremendo de impudicia. Un capellán de Almería, amigote, según parece, de don Magín, un beneficiado que anda ahora por no sé qué diócesis de Galicia, y valiérale mejor...; pues ése, arrebatado quizá por la vida que llevaba en Italia, abrazose a las rodillas del legado de Cristo. Acudimos todos a librar al Pontífice de aquellas manos que lo derribaban, y él, sin soltarse, gritó: «¡Bendita sea la madre que te ha parido!». Lo recuerdo con exactitud.

Monera brincó horrorizado.

—¿Lo tuteó? ¿Tuteó a León XIII?

Don Cruz miraba afligidamente hacia las vigas. El padre Bellod se mordía el belfo con un colmillo de lobo.

—¿Tuteó al Papa?

—¡No es que lo tuteara! —repuso don Amancio—. ¡No es eso! Porque es casi lo mismo decir: «Bendita sea la madre que ha parido a Su Santidad». ¡No es eso!

—Peor que la locura del pobre hombre —dijo el canónigo—, aun peor fue que don Magín disculpara su piropo cotejándolo con aquellas palabras del avemaría: «Bendito es el fruto de tu vientre».

Sobresaltose la tertulia por el estrépito de la galera del «Olivar».

Don Álvaro se asomó al vestíbulo alzando los brazos. ¡Tres veces el mismo estruendo de carruaje! ¡Qué pensarían los vecinos de tanto trajín!

Pasó Jimena y, jadeando, balbució que don Daniel estaba en la agonía.

Todos se volvieron al homeópata y le miraban querellosamente, culpándole de la noticia.

Pensó Monera que allí no había más ciencia que la suya, y engallose un poco socarrón:

—Y ¿por qué saben ustedes lo de la agonía?

—Nosotros, no. Lo avisó don Magín, que estuvo a darle compaña al amo; y cuando salió, pasaba el coche de Su Ilustrísima. Entró el señor obispo y se puso a consolar a don Daniel, y al marcharse me dijo: «Se morirá sin la familia si usted no la trae pronto». Y a eso vine.

Se atropellaron todos; pero de lo profundo de la casa llegó un gemido. La hermana gritó como un ave, y apareció Paulina, convulsa y blanca. La extenuación no le había quitado su belleza. Se le transparentaba el temblor de su vida como una luz dentro de un alabastro. A su lado, el esposo era más recio y más sombrío, y en el hueso de su frente se precipitaba una vena cárdena, como un rayo quebrándose en una cúpula. Envidiaba y odiaba que su mujer se entregase y se inmolase toda en la tribulación por el padre. Y vibró su voz de desgraciado:

—¡Todo lo has oído, y yo no fingiré más; no te ocultaré nada! Tu padre se muere. ¡Lo dispone Dios!

—¿Que se muere mi padre? ¡Álvaro! ¿Se muere mi padre...?

Toda su alma buscó refugio en la boca del esposo.

Y él se petrificaba irresistiblemente en un aborrecimiento de su dureza, avergonzándose, a la vez, de la ternura, de la piedad del dolor; y rugió sin querer y gozoso de oírse:

—¡Ya basta: se muere o se ha muerto!

La Jimena se interpuso, chillando:

—¡No se ha muerto! ¡Embuste! ¡Te lo juro, Paulina; no se ha muerto!

Paulina se apartó de don Álvaro, acogiéndose a la mayordoma para salir.

La voz de don Álvaro se hinchaba de imperio y de rencor:

—¿A qué irías tú? ¡No vas!

Se oyó torcerse en una queja el corazón de su mujer, y Elvira la abrazó doblándole la frente en la sequedad de su pecho.

Repentinamente apagose muy humilde la palabra de don Álvaro. Parecía hablar sólo con su aliento cansado:

—¡Es decir, tú eres libre; tú eres libre para ir donde quieras! ¡Libre, porque yo nada soy! —Y sonrió con aflicción sarcástica—. ¡Libre con un hijo en tus entrañas; un hijo que matarás; sé que lo matarás retorciéndote delante de la agonía de tu padre! ¡También yo te juro que lo sé! ¡Ahora, ya puedes ir...!

Y cubriose la faz con sus manos huesudas de imagen, que le temblaban aplastando sus barbas.

Jimena se llevó a Paulina, y en el sofá del dormitorio la fue derribando sobre su regazo, y la besaba en cada sollozo.

—¡No se morirá tu padre! ¡No me da la gana que se muera! ¡Llora todo lo que se te antoje, pero no se muere!... ¡Y en acabando de llorar, irás conmigo aunque se te reviente el crío!

—¡Álvaro es bueno! Álvaro sufre por mí y por el hijo. ¡Álvaro es bueno!

—¡Tu marido será muy bueno; pero a una le da coraje de que tu marido no sea un criminal!

—¡Por Dios, que parece que callen por oírte!

Pero fue corto el silencio de la tertulia. Don Álvaro murmuró:

—¡Si ustedes viesen dentro de mí!

Le abrazaron confortándole, y don Cruz le dijo:

—¡Lo vemos y lo comprendemos! ¡Ánimo, amigo mío!

Don Amancio comentaba:

—¡Qué temple! ¡No en balde ha sido usted un militar heroico!

Ya en el portal, propuso el penitenciario que les acompañase también Elvira. La presencia de una mujer valerosa podía evitar, o al menos reprimir, el desenfado y entremetimiento de esos parientes remotos que acuden a todas las desgracias de familia y todo lo añascan y oliscan. ¿Qué hacía en la heredad doña Corazón? Y no lo decía precisamente por doña Corazón, sino porque con ella tendría el pueblo paño de malicia y de curiosidad que cortar... Ya don Magín entraba y disponía como cabezalero del moribundo. Resignose don Álvaro.

—Llevémosla. Mujer valerosa, ha dicho usted. ¡Falta hará allí, porque la muerte de un hombre tan apocado será un desastre!


* * *


...Todo el grupo quedose en la puerta de la alcoba, contenido por la mirada atónita y grande de don Daniel. Don Cruz se repuso y le sonrió.

—¡No le abandonamos, don Daniel! ¡Don Daniel...!

Calló, porque su palabra se perdía en la indiferencia de todos, hasta de sí mismo. Predominaban los ojos agónicos. Ya no era el don Daniel sumiso, blando, entregado a sus voluntades. La muerte le daba una jerarquía, una magnitud que nunca obtuvo de la vida. Les vio llegar, y fijó su mirada en la sombra del clavo. Monera le cogió una mano, enfriada de sudor, y la mano se doblaba, se torcía, como si se obstinase en esconderle sus pulsaciones, unas pulsaciones derretidas entre un hormigueo de sangre huida, de una arritmia de brincos vibrantes y recónditos. La mano se levantó en garra. Pero de pronto, se buscó las fauces abriéndose la ropa de la garganta y del pecho. Viose su cuerpo desnudo, palpitando con un crujir de costillas descarnadas. Elvira quiso cubrirle, y la mano la rechazó.

La alcoba y la sala estaban llenas de salmo del río y de resuello áspero y fuerte del moribundo.

Adivinósele el afán de subir y volver la mirada; se le salían los ojos, gruesos, cristalizados, reflejando las luces de los dos cirios, recién encendidos para la Recomendación del Alma.

Doña Corazón le enjugaba los sudores.

—¡Paulina vendrá! ¡La Jimena no ha de volver sin ella!

Fue parándose el pecho de don Daniel; se le torció la boca; le colgó la lengua, tapizada de un musgo seco.

Inclinose Elvira, dictándole:

—¡Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía! —Y sus índices afilados le clavaron los párpados.

Se le arrojó doña Corazón, diciéndole:

—¡Aún, no! ¡Déjele que mire y que espere! —Y libró los ojos de don Daniel.

Don Daniel ya no pudo abrirlos.

VIII. La riada

Amaneciendo comenzó el temporal. Oleza se entramaba en un recio tapiz de lluvia. Y entre el ruido fresco y crujiente de los follajes, de las baldosas, de los tejados, y el hostigo de los paredones, y el estruendo de las torrenteras y del río, que tronaba bravo y espumoso como una costa de cantiles, tocaban las campanas de Nuestro Padre, sus cinco campanas, siempre viejas y niñas, que se oyen desde nueve pueblos del contorno. Es un campaneo que viene de lo profundo de los años y ampara el paisaje, y va bajando y durmiéndose en la caliente quietud del olivar, en las tierras labradas, en el olvido de un huerto, en los calvarios aldeanos de hornacinas de cal y cipreses inmóviles... Caminante, pastor, yuntero y arriero de Oleza, sabe exactamente la revuelta, la hoyada, el surco o la linde donde principian a sentirse las campanas de San Daniel, y se para mirando las lejanías, y, rudo y todo, se le deshoja en el corazón el viejo calendario de las fiestas de su pueblo...

Pero, en aquella tarde, el humo y el telar de la lluvia cegaban la estampa de la víspera del Patrono. Manaban los cobertores para la procesión, los fanales para la verbena, las trenzas de guirnaldas de verdura. La ciudad era una gárgola que el río se bebía, un río enfangado, gordo de cuajadas de muladar, de espumas y bardomera, de hervideros de pringue y estiércol como la piel de una bestia roñosa; un río convulso de veloces hileros y oleajes que arrastraban garbas de cáñamo y de mies, cañizos de pimentón, cuévanos de capullos, artesas, aparejos; y detrás de un remolino de aves ahogadas, pasó un parral con sus vigas, que se quebró contra el puente de los Azudes.

Por los pretiles de la margen, por los techos de las anegadas aceñas, los molineros, con capuces de sacas, corrían apercibidos de garfios y sogas para los auxilios.

Después del primer campaneo, se puso a voltear el cimbalillo, solo y terco. Nadie le escuchaba porque retumbó la «caracola» del alguacil, que a lo último del alarido iba contando con tonadas cortas las varas de crecida que traía el Segral.

Si en la torre de Nuestro Padre repicaban siempre todas las fiestas de antaño, en la bocina del pregonero bramaba la crónica de las inundaciones. Y ninguna ocurrió en los días del Triduo; ni siquiera una tronada de bochorno, ni mollizna ni nublado, como si San Daniel en persona se cuidase de la transparencia de los cielos para que nada impidiese la asunción vertical de las plegarias de sus protegidos.

Buhoneros, mercaderes y «monstruos» de feria se guarecían bajo sus toldos y en los cobertizos de los paradores, hermanados por la perdición. Todo eran chacotas para el Santo, que consentía que se malparase el júbilo de su víspera. Un barco de sal de Torrevieja habían de traerle y colgárselo en gratitud de que pudieran volver navegando a sus casas con los despojos de sus tiendas.

Ya se cansaba el esquilón; y rodaba, otra vez, todo el molino de campanas, y para recalcar la prisa se zarandeó locamente la segundilla, que allí le dicen la medianeja-madre. Llegaba la hora de las súplicas; y, arrostrando el diluvio, acudían las devotas al amparo de sus paraguas, paraguas azules, bermejos, gibosos, ochavados, patriarcales, señoriles, con una canal en cada ballena. Se juntaban las mujeres, con la capellina de sus sayas y refajos revueltos, embebidas de lluvia que se les escurría por la cuesta de los hombros. Venían también familias labradoras; los padres y los mozos con las piernas hórridas de cieno, como patas de bueyes de arrozales, de andar por la labor calando esclusas, recogiendo y apartando de la riada los aperos y cosechas. No eran los huertanos de otras fiestas, limpios y majos, con su clavellina en la sien y la vihuela de moña descansando en el pomo de la faca; traían las ropas astrosas, los sombreros chorreantes, y en la frente el agobio del cielo, un cielo agarrado a los horizontes como un fango que reventaba en mangas de una foscor lívida. Se paraban los corros en los portales de la parroquia contándose las últimas nuevas, callándose para atender la sirena que se ahondaba en toda la ciudad. Se volvían esperándola; la aborrecían y la llamaban; y el alguacil pasaba rebotando de cantón en cantón, encarnando el mal. Todo Oleza era suyo; la ciudad semejaba encogerse para que el buen hombre de botas gigantes y ferradas la hollase pronto, dejándole el bando de la crecida: «A las dos: cinco varas en Almotaceña; cinco en Los Rubios; cinco y media en Benferri; seis en Murcia...».

Arreció el campaneo. Precipitose la muchedumbre y se amontonó rodeando el altar mayor. Estaba la imagen en el lado del Evangelio, entre cirios de luces lisas y tristes. Su capilla privilegiada era un foso de escombros, un jaulón de andamios, con una cruda claridad que destilaba en las rinconadas de sillares y emblemas desarticulados, de medallones y amorcillos raídos, de querubines con las alas hundidas en la rudera y el yeso. Se recostaban en las losas los pilares que soportaron poderosamente el trono del profeta, y yacían de bruces los dos ángeles de talla, tendiendo aún los brazos para sostener las enormes lámparas de oro guardadas en la sacristía. Al arrimo de los muros, las vidrieras glorificadoras del sol criaban las redes de las arañas, mostrándose en un corte de estratificaciones de pizarra; y entre astillas, doladuras, sogas, poleas y lechadas de mortero, se arrumbaban los exvotos, los sudarios, los cabestrillos, las flores de paño, todo en llaga como después de un incendio de una prendería.

Y Nuestro Padre bajo las anchas bóvedas, cerca de los hombres, más pequeño, receloso de su posada interina, agraviado de verse como cualquier santo de otras parroquias. La suya, hogar de la oración olecense, tenía el vaho de la calle, la externidad de una casa sin señor en el trajín de una mudanza. No entraban las gentes cohibidas del fervor y del ahogo suntuario de lo sagrado; y el paño de las mercedes, junto a los escalones del presbiterio, aparecía encogido, sin valor litúrgico, como un retazo de alfombra de una sala decadente.

Crujió el reloj parroquial; postrose la muchedumbre bajo la primera campanada de las tres. ¡Las tres! Y no se elevaron los ruegos, sino que se dijeron cara a cara de Nuestro Padre unas imploraciones tan tibias que no se sintió la agonía de pronunciarlas pronto. Con tanta holgura se hicieron, que los más menesterosos dudaron de que les valiesen. Quizá Nuestro Padre no les oyera lo mismo aquí que en su recinto, no habiéndole implorado con el mismo sobresalto. Les parecía que las gracias anualmente esperadas del cielo las hiciesen florecer desde la tierra con su dolor. Hogaño no padecieron; y les remordía la pesadumbre de una culpa no cometida. Salían dejándose un año de fe desaprovechada. Era un castigo: el castigo de Oleza. Y hubo quien, además de pensarlo, lo comunicó inspiradamente, y fue creído de todos propagándose en una riada de corazones. La multitud regolfó encendida y dura. Les llegaba tarde, pero les llegaba la sacudida de fuego; y surgió el grito, que ya no fue de jaculatoria, sino de revuelta. A gritos se murmuraba del arquitecto diocesano, de Su Ilustrísima, de sus consejeros, del Municipio, que no amparó al pueblo en el malogro de sus tradiciones. Y una voz abrasada y roja, la del conserje del Círculo de Labradores, y sus puños de cepa, se alzaron en un ¡viva Nuestro Padre! que fue rugido bravíamente por todas las lenguas.

Muchas señoras se refugiaron en la sacristía. Entre sus faldas y mantos aulló un perro acartonado de barrizal y de miseria, huido del tumulto. Lo agarró el padre Bellod del pellejo, y sintiose, al otro lado de la reja, un golpe de carroña chafada. Se asomaron despavoridas las vírgenes; entró el tímido colegio de los vicarios con sus sobrepellices de primorosos rizos. Resonó una desgarradura de maderas. Abalanzose el párroco temiendo el asalto de las obras. Pero la piedad enfurecida, sólo había destrozado las bancas del Municipio y de los caballeros santiaguistas. Volvió el sacerdote, y en su demacración, aceitosa de los sudores de la brega, oscilaba una sonrisa de sufrimiento. Todos se le sometían pálidos y mudos.

—¡Dije en la antecámara del obispo que yo me lavaba las manos; y me las estoy lavando en el diluvio de la ira divina! —Y las fue sacudiendo duramente, asperjando de horror todos los corazones. Un vicario robusto y moreno recitó conmovido:

Dominus diluvium inhabitare facit, et sedebit Dominus rex in aeternum.

Se abría y se encrespaba ya el motín en la calle. Lo aplastó el estampido de un morterete tan grande que el humo se quedó mucho tiempo cogido al arrabal de San Ginés.

Las gentes se revolvían mirando los andrajosos aduares. Poco a poco, entre la niebla de la pólvora y la urdimbre de la lluvia, se agusanó la peña de menadores, de lañadores, de corrioneros, de polvoristas, de mendigos... Creyeron los de abajo que los del monte salían en alarde y amenaza de descreídos contra la devota protesta, y que aquel trueno no era la salva de júbilo por la festividad, sino una injuria de desalmados que se gozaban en la perdición porque nada tenían que perder. Bajarían como otra arroyada para gritar enfrente de sus gritos, para estallar en pelea contra ellos, que significaban la tradición de Oleza legítima y cristiana. Y los de San Daniel, aun sabiendo de antemano que iban a la Plaza Mayor y a Palacio para acusar a los regidores y al obispo de las desgracias de su pueblo, lo voceaban desesperados de su mismo ímpetu, retando a las turbas arrabaleras:

—¡A la Plaza Mayor!

—¡¡A la Plaza Mayor!!

—¡A Palacio!

—¡¡A Palacio!!

Y tornaba el bramido del conserje faccioso:

—¡Viva Nuestro Padre San Daniel!

—¡¡Viva Nuestro Padre San Daniel!!

Sumida, vieja, sin cielo, viéndosele más sus remiendos y desolladuras, la ciudad se entregaba a los dos bandos: el de San Ginés, que vive siempre en una corralada de humanidad primitiva; en un vertedero de hijos, de bestias, de inmundicias, de faenas, de disputas, de tánganos y coplas; y el de San Daniel, que vive dándose codazos en el corazón, espulgándose la conciencia, sintiéndose entonces con sangre y resabios de casta harapienta, como si brotase a empujones de otras guaridas de peñascal.

Apareció Alba-Longa con el paraguas erizado; le goteaban lluvia los codos, las rodillas, los puños de gemelos de monedas; le desbordaban lluvia los fuelles de elásticos de sus botas, y se le caían las medias blancas. Le cercaron, sin dejarle cubrirse en un zaguán. Acababa de sorprender a Cara-rajada subiendo la cuesta, el Iscariote que iba en busca de los de San Ginés. Corrieron los socios del Círculo a guardar su Casa. En fin, fermentaron los posos y hieles de los hombres. Se embestían; les inflamaba el santo. Los dioses y los santos tienen que participar siempre de las mismas pasiones de las criaturas. Hasta la expiación de las aguas justificó sus enconos. Las enseñanzas históricas han de repetirse para que lo sean.

Ni ferias, ni milagros, ni regocijos, por culpa de unas obras malintencionadas. Y, entre todo, iba y venía como una lanzadera la fantasma del renegado. Todo el Círculo vibraba de anhelos heroicos. La mocedad se arrojó con sus escopetas y retacos a lo último de los terrados y techumbres. Serían el principio de una Covadonga olecense. A la llama de su gloria se apretarían los adictos de Levante y los de las dos Castillas, los de Cataluña y los del raso y la quebrada del Norte. Y aun ellos se bastaban: ochocientos quince socios, contando los doce de la Junta de gobierno. En la última velada literario-apologética les recordó don Cruz que «con trescientos israelitas, armados de una trompeta y de una antorcha oculta en un vaso de arcilla, había vencido Gedeón a ciento treinta y cinco mil beduinos». No serían tantos los beduinos liberales. Y se volvían a los horizontes cegados por el temporal. No había nadie.

Los socios de más cachaza se quedaron en la Biblioteca, en la botillería, en la Sala de juntas. Algunos se ponían delante del viril de la barretina del rey y de una copia de su alocución a los ejércitos; y renovaban la lectura:

«Ciento, doscientos mil hombres, tal vez, arrojará Madrid sobre estas provincias. ¡Vengan en buen hora! Con soldados como vosotros, ¡sólo se cuenta el número de enemigos después de la victoria! ¡Vengan en buen hora, que contra vuestros pechos se estrellará su feroz ímpetu, como se estrellan contra el inmoble peñasco las rugientes olas del mar embravecido!...».

Callaba el lector; se exaltaban los glosadores; después, era más fuerte el ruido de la lluvia y del Segral. Y otro hidalgo venía a la querencia del vidrio, comenzando:

«¡Ciento, doscientos mil hombres, tal vez...!».

Toda la ciudad resonaba como un odre inmenso. Para mejor oírla y mirarla, asomábase don Jeromillo a los canceles de la Visitación, arregazándose las faldas. En seguida volvía al vestuario a calafatear ventanas y recoger ornamentos y cortinas y remediar goteras, aturdido por los avisos y los ojos de la clavaria y las congojas de una freila. Llamó a sus hermanas, menudas, mustias, peinadas y vestidas las dos lo mismo, como dos imágenes descoloridas de la madre muerta. Toda la sacristía daba agua. Iba manando callada y espesa por el portalillo del claustro, por la subida de la torre; goteaba con un redoble metálico por una quiebra del techo; la tomaban con herradas, con lebrillos, con aljofifas, con las manos, sin menguarla. En el coro, en los corredores de la clausura, la Comunidad se arremolinaba y plañía descubriendo nuevos daños.

Delirantes campanas del Triduo, quejas de vecinos de callejones inundados, clamor del pregonero, rezos y lloros de las encerradas mujeres... El capellán se apuñazó su redondo cráneo, su pecho, sus corvas. No sabía dónde acudir; y, en este trance, y mientras vaciaba un barreño, acordose del relato de los diluvios: «El Egipto veía en las desbordadas aguas un signo de gracia, una merced de la divinidad...».

—¡Leñe con los egipcios de don Magín! ¡¡Don Magín!!

Acababa de pasar el párroco frente a las Salesas. Le reconoció, desde lejos, por el relámpago de la seda cardenalicia del paraguas genovés. Don Jeromillo escapose a su aposento y se puso las prendas de calle. Quería seguirle, y verlo todo en su compañía, ya que solo no le dejaban sus hermanas, ni él se resolviera de buen grado. Pero, cuando salió, doblaba ya el apuesto cura de San Bartolomé la calle del Olmo, que atraviesa la de la Verónica. Corrió, llamándole, hasta el pasadizo de Palacio. Le apocó el coche episcopal, que, entre la lluvia, tenía una vejez y una tristeza de silla de postas de emigrado. Unas gualdrapas lúgubres de cuero negro enfundaban los lomos de las mulas. Rebullían pajes y familiares. Salió el obispo en balandrán, con bufanda morada. Intentó volverse don Jeromillo; pero don Magín y el cortejo no le dejaron. Su Ilustrísima tendió su diestra desechando el faetón. Quería visitar a pie los lugares, las iglesias y los monasterios necesitados de socorro. Se le llegó don Magín para techarle con su baldaquino de Génova, y el obispo le aventajó caminando. El párroco tuvo que plegar su tesoro, y se lo dio como cayada. Abriendo las aguas con la contera de plata y con sus botas de bruñidas hebillas, apartose el prelado por el ábside de la catedral.

Estallaba entonces el alboroto en San Daniel, y trepaba el hombre de negro por los muladares de la sierra. No la había pisado desde que tomó casa en el contorno de las oficinas eclesiásticas. Sus aventuras, sus lacerias, sus hambres de vagabundo le trajeron la compasión y amistad de los de San Ginés. Escuchándole se crispaban de furor las manos arrabaleras; y de todo conoció que le daban promesa de su auxilio para cuando él se lo pidiese. Pues ahora lo quería quitándose de toda servidumbre, hasta de la de don Magín que en bromas y veras le vigilaba todos sus pensamientos.

Se detuvo y miró el hondo de la ciudad fungosa. Oleza tornaría a verle guerrero. Imaginose a don Álvaro como el hijo del juez, atado a las argollas de la pila, con las sienes abiertas, por las que penetraba la lluvia, pudriéndole la frente. Era el instante suyo, de complacerse en su odio y en la repugnancia de los demás; de verse alzado y feroz.

Le salieron los perros y los críos bañados y pringosos de San Ginés. Los hombres le esperaban acogidos a sus cobertizos de arpillera, de latas de robín y de tablas podridas, que parecían arrancadas de ataúdes; y por las albardillas y los ventanucos le fisgaban las comadres.

A todos les habló todavía con el resuello penoso de la cuesta.

¿Allí se estaban holgando mientras los carlistones, la perdición suya, revolvían la ciudad? ¡A ellos les tocaba el valer a los liberales! Y ensartaba la política con la crecida, el santo con don Álvaro, el peligro que estaban corriendo los hombres de bien...

Un esquilador de cuello abrasado de bubas le atajó la arenga.

—¡Aquí no llegará el agua! ¡Si los carlistones quieren pelear, que suban!

Y sin cuidarse de su presencia, se decían los unos a los otros:

—¡Querrá que nos socarremos por lo suyo!

—¡No semos candil de puerta ajena!

—¡De los de abajo y de nosotros es lo mesmo Nuestro Padre San Daniel!

—¡Se arrejuntó con los señoritingos, y los reniega ahora!

Potrón se le fue poco a poco; escupía y aplastaba la saliva; y volviose sacando las ancas.

—¡Si le comen, que se espulgue! ¡Los de Nuestro Padre han de pagarnos los fuegos de mañana, más que no ardiesen por la lluvia! ¡Conque al avío!

El hijo del Miseria les sonrió con asco. Se le moraba y estremecía su pellejo de difunto; y le subió a los ojos el dolor de su desencanto, la postración de su soledad, un desfallecimiento, un desamparo, que le ennoblecía la frente y el destrozo de su cara. Quiso hablar, y se le rompió la queja.

Todos le rechiflaron. Y la Montoya gritó:

—¡Se le raja también la nuez!

Plegaban sus brazos, rascándose en los sobacos de mugre; se quedaban muy quietos mirándole sus botas de albañal, su traje resbaladizo como la piel de un pulpo, su gorra de siervo monástico... Sentíase traspasado de la mirada de la horda, una mirada de pobre que se sume en la miseria del que no es de la misma casta de miseria, y va escarbando dentro y encontrando con qué gozarse.

Toda su carne le dolió como una tremenda herida renovada cuando un viejo aceitunado y enjuto le dijo, escupiendo por el caño de su tagarnina de verónica:

—¡A ti te escocerá el reconcomio por tu don Álvaro, pero buenos hígados tuvo el caballero para salir una noche a la heredad sin que tú aparecieses!

Cara-rajada se le arrojó como un halcón hambriento. Pero un torbellino de puños le volvió a su sitio, en medio de un corro de muecas.

Lloró de pena, de rabia de llorar; enloquecido por el escarnio de la más grande abnegación de su vida; y ahogándose de congoja gimió desesperadamente:

—¡Si no salí fue porque me lo pidieron por Paulina; y ella lo supo! ¡Sois tan ruines que me maldigo por el antojo de volver a vuestro estercolero!

Le cayeron rebotándole como pedradas los aullidos de todo el arrabal.

—¡Ay, que nos insulta un marqués!

—¡Quería que lo arreásemos por el pueblo para que le viese a lo señor la del «Olivar»!

Y el brazo peludo del Potrón le fue apuntando con la rodela de una tabla ahumada, y enroscose la ráfaga de un cohete en un codo del hombre de luto. Al arrancársela, le reventó entre sus dedos goteantes de lluvia.

Otros polvoristas siguieron la chanza, fogueándole con sierpes de petardos, de «carretillas», de bengalas rodadoras, y él rebrincaba en un baile demoníaco.

Entre la bulla destacose la Parracha, con la frente fajada de amarillo, y se aponó riendo.

—¡Es el mal! ¡Tiene el mal de pies, y se vuelca en el aire!

El grito de la vieja fue para el enfermo el alarido del mismo mal olvidado. Tuvo miedo de caer bajo las alpargatas de los ruines, de oírles desde la obscuridad de su muerte.

—¡Con éste lo castro! —y el Potrón le arremetió enviándole un erizo de chispas que estalló en las ingles de Cara-rajada.

Recalentose la canalla. Las mujeres, de tanto reír, tenían que sostenerse la cintura, y pedían que ya lo dejasen; pero una ristra de mozones le siguió, amagando embestirle sin llegar, remedando sus corcovos de poseído y el aleteo de sus brazos flojos de bausán.

De súbito, la peña, la ermita, las ruinas, los bardales, todo se puso rojo, como delante de una fragua.

Una hoz de sol poniente acababa de rebanar una costra del nublado, y la faz de lumbre se quedó mirando la tierra. Surgió como una exclamación de colores gozosos y tiernos, de brillos cerámicos; se encendieron las aguas reciales de los ramblizos y del río, las aguas paradas de los hondos y los llanos, el verde de bronce de las palmeras y de los cactos, la plata del olivar, las antorchas de los cipreses, el oro viejo de los muros, la blancura de las granjas, los follajes esponjados, limpios, frescos en los azules recién desnudos; y alzose el pecho del verano, contenido todo el día por el temporal, y resucitó la tarde ancha, mojada y olorosa.

El sol que exaltaba a los hombres con un júbilo bueno hasta en la burla de un perseguido, corroía en él hasta la compasión por sí mismo. No le quedaba más que la tristeza de enfermo que presiente su aura. Le alcanzaba su mal; venía rebotando; lo palpaba como si estuviera fuera de su carne, pero hecho de su carne, de sus huesos, de su fealdad, de su cicatriz, del helor de sus cabellos y de los golpes de sus sienes y de toda su sangre, maldecida desde que se cuajó en su origen. Y en lo ciego de su desventura de sino, le surcaban con la villanía de trallazos las quemaduras de sus dedos, de sus carcañales, de sus muslos... A lo último de un callejón de escalones, hediondo del arrastre de inmundicias, retumbó el estrépito de su huida y de los arrabaleros. Semejó que se despeñase un ganado. La juventud del Círculo, apostada en los altos de su casón, esperó al enemigo; era el enemigo; y se abrasó en la calentura colectiva. Ya no pudo resistir la quietud de sus manos engarfiadas en los fusiles gloriosos de la postrera guerra, y disparó al aire y vitoreó inflamadamente a Nuestro Padre San Daniel y al Rey Carlos VII. Revivía la tradición purísima; y volvieron a cebar las viejas carabinas y pistolas. Cara-rajada cruzó la calle. Trotaron los gordos caballos de la Guardia Civil. Desde los soportales de la Plaza Mayor venía un pasodoble desgarrado de «La Lira de Oleza». La bonanza reanudó el alborozo y el cartel de festejos. Apareció el señor obispo; se humilló la gente; y en aquel punto inflamose otro viva al príncipe y al santo. Otra descarga se arrastró sobre la ciudad húmeda y dorada.

—¡Bien dicen, Jeromillo, que el que no se consuela es porque no quiere! —Y, todavía sonriendo, se puso blanco don Magín; doblose todo, y se estampó en un aguazal. Le colgaba su hermosa cabeza de medalla; se llevó las manos al costado, y se le quedaron rojas.

Don Jeromillo comenzó a llorar abrazado al párroco.

—¡No llores, Jeromillo, no llores! ¡Leñe!

Acudieron los familiares y Su Ilustrísima, los del Círculo de Labradores, pálidos del horror de su homicidio, los mercaderes de la feria.

Cara-rajada huía de la afrenta de su mal. Se maldijo; se clavó las uñas en la cicatriz. Ya no podía llegar a su casa; y arrojose entre los trascorrales de una calleja llena de río. Los troncos de los álamos, los hincones de las barcas, quedaron casi en medio del desbordado cauce. Sobre la vega se tendía la banda gloriosa del arco iris. Toda la caminaron los ojos del hombre de luto. Y su postrer pensamiento fue de imprecación contra don Magín.

Desde las galerías, desde los vallados y ventanas le vieron los vecinos de las casas ribereñas.

Voltearon las piernas en medio de la corriente. No salió más.

Un herrero se aupó en la tapia de su obrador; y se hurgaba un quijal y decía:

—¡A ése ya no le amortaja ni su madre!

IX. Hasta los males pasan

Camino de la Visitación, iba recordando Alba-Longa que ya se había cumplido la profecía de El Clamor de la Verdad.

En el principio del año, el Gabinete de Madrid prometió que las naves de España pasearían nuestra bandera hasta el Bósforo.

El Clamor de la Verdad, es decir, Alba-Longa, se burló de las arrogancias del Gobierno; y con patriótica pesadumbre, preveía que «las costas de Italia, Austria, Grecia y Turquía, que de continuo saludaban los buques de las potencias europeas, seguirían sin conocer la marina de guerra de España».

La escuadra española —formada por la fragata blindada Sagunto, como capitana; la de madera Blanca y la corbeta de hierro Tornado— se estuvo invernando quietamente en Mahón. La Victoria y la Numancia, acabada la carena, quedaron en situación económica.

Alba-Longa lo había adivinado. Era de esos hombres de tierra interior que se apasionan por noticias del mar; entre todas, las de incendios, abordajes, naufragios.

Un éxito. Lo confesaba el mismo Monera.

Don Cruz tendió sus brazos, colgándole dos alas del manteo y, como iba en medio del grupo, los demás tuvieron que apartarse. Con los brazos tendidos abrió el horizonte de las palabras de don Amancio para internar allí un elogio a don Álvaro. Es prudente repartir los éxitos. Recordábales también el canónigo que don Álvaro, todavía recién llegado, supo ver el profundo sueño de Oleza. Alguien en aquellos días juró despertarla, y Oleza...

—Oleza —interrumpió Alba-Longa— se ha dormido hace mucho tiempo acostada encima de ella misma...

—Se ha dormido —dijo don Cruz— sin que la despierte ni una riada. Duerme y goza al amor de su río. ¡De qué modo puede aplicársele: Fluminis impetus laetificat civitatem Dei...!

Pero Alba-Longa no había terminado la perífrasis.

—Acostada encima de ella misma, encima de su gloria. ¡Fue toda de gloria!

Y como un reproche para don Álvaro, ajeno a este pasado de sublimidad del que participaba milagrosamente él por ser olecense y cronista sabedor de lo más escondido, añadió con tono de dictado:

—Mucho se escribe del poder de los gremios. Yo digo que los gremios de mi ciudad merecen pertenecerle. Merecían. ¡Eran olecenses! No toleraban que se les menoscabasen sus fueros y preeminencias. ¡No lo toleraban de nadie, ni de sus prelados, de aquellos prelados de entonces!

Iban despacio, parándose mucho. Las mujeres de la calle de la Verónica, que sacaban sillas, hijos y costura para esparcirse en el atardecer de septiembre, se desesperaban de la lentitud del corrillo de don Cruz, que no las dejaba acomodarse en paz.

—Los sastres —seguía don Amancio— deshicieron con sus espadas la procesión del Corpus para rescatar el sitio suyo que les negó el obispo Cisneros de Velasco, natural de Zamora.

—Y mi Cabildo otro gremio: gremio de pureza religiosa —insinuó don Cruz; pero se le interpuso don Amancio.

—¿Lo del Cabildo? Lo del Cabildo se representa en una vitela iluminada que descubrió Espuch y Loriga, mi tío, en el granero episcopal. Un domingo, otro prelado, Bosch de Artés, muy terco y catalán, quiso explicar el Catecismo. No podía hacerlo. Era deber y privilegio del Cabildo. Se presentó el obispo en la Catedral y no pudo subir al púlpito porque los canónigos le derribaron la escalerilla; quiso bendecir al pueblo desde su trono, y el deán y el chantre le contuvieron los dos brazos. Vino la Inquisición seguida del pabordre, de los Jurados. Vino un capitán del rey con sus arcabuceros... Pero el obispo no explicó la Doctrina Cristiana...

—En cambio, ahora —dijo ya don Cruz—, ahora pueblo y clero lo resisten todo. ¡Todos lo resistimos todo!

Les pasó Elvira con la Monera y las Catalanas, acordando verse y salir juntos de la Visitación, como casi todas las tardes.

El padre Bellod no les pagó el saludo. Ya sabía que habían de reunirse en la casa de don Jeromillo y hablar y apenarse de don Magín. Pero las flaquezas nuestras nos las consentimos y podemos proclamarlas y zaherirlas nosotros mismos en nosotros, no que otros, y singularmente los de nuestra amistad, nos las naturalicen.

Como sagrario en Jueves Santo, decía don Jeromillo que estaba su portal. Debe de creerse que no faltó nadie de Oleza a saber de don Magín cuando acudía inclusive el corro de don Cruz.

Entonces, el capellán de las Salesas pudo mirar de cerca a don Álvaro y don Amancio, que siempre le parecieron muy lejos de su casta y de su vida; no se le dio un ardite de la engrifada severidad del padre Bellod; dialogó, sentado y todo, con Su Ilustrísima, y descabezaba el sueño en su presencia, rendido de tantas vigilias. Fue un acierto muy grande aposentar a don Magín en su casa. Hallaba la recompensa del horror de la víspera de San Daniel. La descarga que malhirió al párroco en el pecho, pudo haberle cribado el suyo. Perdía sangre don Magín, pero no sus zumbas, que resaltaban y dañaban entre los sollozos de don Jeromillo y la consternación de Su Ilustrísima y el espanto de todos. Rodeaban al herido; le tentaban para saber su mal. Le alzaron y pusieron en unas angarillas de mantas y cabezales, y por la Corredera lo traían a su parroquia; pero como ya desfalleciese del dolor y de la hemorragia, y se supo que los alrededores de San Bartolomé se habían embalsado de fango y de despojos, pidió don Jeromillo que lo entrasen en la Visitación. Se sofocó de la sorpresa de verse obedecido. Delante, él, y los demás, hasta el obispo, le seguían. En su lecho acostaron a don Magín, y él, sus hermanas, el médico Grifol, doña Corazón y Jimena, que pasó al servicio de la viuda desde la muerte de su señor, le desnudaron y lavaron, aunque saliéndose el capellán porque se desmayaba de verle las heridas.

Juntas en pleno de Congregaciones, aguardaban turno para preguntarle y oírle; y él salía de la alcoba con la frente arada por la voluntad de recoger y entender los preceptos de Grifol, y, de pronto, llamaba a doña Corazón, y así se zabullía de las responsabilidades de enfermero. De grupo en grupo tornaba al dormitorio.

En la ventana, el Abuelo se dormía mirando los gorriones que bajaban de los huertos. La Jimena, de luto, sacaba hilas, repasaba vendas, ardiéndole los ojos al sentir la voz de Elvira o de don Álvaro. Pisando sin ruido, iban asomándose los vicarios de San Bartolomé y algunos beneficiados, canónigos, familias olecenses. Todo el pueblo, lo mejor de Oleza y de la diócesis en señorío y dignidades, había ya visto la cama, la jofaina, las estampas, las alpargatillas grises de don Jeromillo. ¡Cuánto misterio en la vida! Comía entre apuros, levantándose para tomar recados; le dolían todos los huesos, no le quedaba holgura ni para las oraciones, y a pesar de él, alguien oculto en su corazón le dijo que nunca se sintiera tan pagado de sí mismo como entonces. Sorprendiose frotándose las manos, y se las soltó arrepentido y lloroso. ¡Si muriese ese hombre, qué sería de él! Y le contemplaba con un susto de huérfano.

Don Magín aparecía como una estatua yacente de gigante; los brazos, rígidos, estampados en la colcha de albenda; el pecho, alto, enorme de fajaduras; la frente y las sienes, luciéndole de sudor; las mejillas, devoradas por la barba crecida.

¡Tanto padecer, y por nada! La inundación fue la de menos daños de todas las de Oleza. La feria se celebró en otras tardes, además de que los mercaderes eran forasteros. Cara-rajada murió porque había de morir de sus accidentes, y no se perdió mucho con que un ribaldo, malavenido con todos, muriese.

¡Tanto padecer, y por nadie! Oleza se acercaba de puntillas a don Magín. No se podía señalar a ninguno por culpable verdadero; no lo sabían ni los que dispararon sus carabinas, aunque se lo preguntaran escrupulosamente a su conciencia. Pero a todo el Círculo de Labradores le pesaba el cruento episodio como si hubiese originado el triunfo de un enemigo. Enemigo suyo era don Magín, y su sangre y su dolor le realzaron y le pusieron luces de heroísmo, le atrajeron más el aprecio de la diócesis y le afirmaron en la privanza de Palacio. De no morir, se quedaría de dueño de la sede.

Nuestro Padre San Daniel, que había perdonado tremendas caídas y fragilidades, no apartó de sus criaturas una riada en la víspera de su festividad, permitiendo que se cegaran los corazones. Se las tenía juradas. Y se las tendría juradas para que se enterase el obispo. Quizá por eso el obispo apresuró las obras del altar abandonado, y por eso también no pasaba día sin que sus pajes y familiares visitaran al herido, y él estuvo muchas mañanas, y presenció las curas y celebró en las Salesas. Ayudábale la misa don Jeromillo, casi con una confianza de sobrino de Su Ilustrísima. Era como residir en un campo con obispo sólo suyo; era regodearse con las grandezas en la sencillez.

Frecuentemente, la iglesia de las Madres, de blancura y sol de santuario, los aposentos humildes de su capellán, la entornada alcoba del herido, se penetraban de perfume y claridad de elegancia de mujer con la aparición de la de Lóriz. Hasta las horas más oprimidas por el empeoramiento del párroco, las alzó y conforto la gentil señora con su presencia y su palabra. Ofrecía todo lo de su palacio, y su sueño y sus manos para ayudar a los que velaban, y ofreció sus médicos de la Corte, aunque advirtiendo que no podrían aventajar al médico Grifol. Lo dijo delante de doña Corazón, y don Vicente se inclinó en un silencio de felicidad de juventud.

Causa nostrae laetitiae, invocaba sin querer don Jeromillo acercándose a la dama y tocando con su mano de mozo labrador los finos dedos enguantados.

Salud de los enfermos, pudo también rezarle, porque la condesa semejó vencer la peoría del herido, y poniéndose a su lado le mandaba que se diese prisa en sanar, porque a ella ya se la estaba dando el hijo por venir al mundo. Grifol había de recibirlo y don Magín hacerle cristiano.

Contemplábala toda don Jeromillo, pasmándose de no haber sospechado que estuviese encinta. En cambio, Elvira, la Monera y las Catalanas la medían con los ojos cada tarde. Por mucha habilidad de modisto y galas amplias que trajese, ese vientre era demasiado grueso para calle. Elvira no se cansaba de repetir que ni ella ni su hermano consentían que su Paulina se mostrase en público; que la mujer honesta debe recogerse esperando la hora de la maternidad. ¿Qué les importaba a los otros? Demasiado lo sabrían. No sería ella, si se casaba, de las que se acongojaran por beber de cántaros milagreros de la Visitación, que dan hijos. Un hijo de lo primero que sirve es de malicia para llevar la cuenta de pasadas satisfacciones en que fue engendrado.

Menos ágiles para imaginar que Elvira y la Monera, las Catalanas habían de horrorizarse al dictado. Mejor se entretenían picoteando en el lujo de la de Lóriz. Solteronas, enjutas, tasadoras de todo gasto, no comprendían que cristianamente se derrochase el caudal, ¡y en un pueblo! Les daba temor de Dios. Preferían creer que fuese bambolla esa abundancia.

Rica de Oleza también la Monera, le daban empacho los ricos forasteros. La hermana de don Álvaro, que era pobre, se entusiasmó diciendo que creía a la de Lóriz mucho más rica de lo que pudieran recelar los hacendados lugareños, pues para que lo fuese hizo el padre su agosto en contratas de víveres del Ejército.

—¿Y vive la hija en Oleza?

—Vive en Oleza, y no porque esté harta de viajes y de mundo, sino por sensualidad, porque quiso el goce de recién casada en estos huertos, con este olor de acacias, de naranjos, que es un olor de perdición.

—¿De veras? —decían mirándose las Catalanas, no pudiendo persuadirse que oliesen de ese modo los árboles.

—¿Y vino adrede por eso? —escandalizose la Monera—. ¿Qué se ha creído esa mujer que es el matrimonio? ¿Qué se ha creído que es Oleza? ¿Y aún no tiene bastante?

—¡Y eso que el conde, en viendo un refajo de huertana no puede contenerse, dicen!

—¿De veras?

—¡Aunque ella no le deje de besar ni en el balcón!

—¡Mujeres así —se encendió la del homeópata— acaban por no poder arrodillarse bajo los ojos de Nuestro Padre! —Y se dolió de que la de Lóriz y la esposa de don Álvaro hubiesen coincidido en el tiempo de su cuidado.

Salió Purita, la virgen rubia más garrida y ennoviada de la diócesis, dando brincos de pájaro que le hacían palpitar todas sus gracias.

—¡Qué ganas tengo de casarme! —y con un dulce quejido asomaba la clavellina de su lengua entre la delicia de sus dientes.

¡Delante de todos! ¡Las Catalanas, Elvira, la Monera, sentían un frío de horror voluptuoso! ¡Esa criatura se perdería sin remedio! ¡En cambio, ellas, no; ellas nunca! Podían presenciarlo todo desde su honradez. Entraba más gente. Faltaban asientos. Y las dos hermanas de don Jeromillo se quedaban mirando a las visitas antiguas, que no se iban. Si se fuesen, no sería menester pedir las sillas de anea con fundas almidonadas del locutorio ni las de almohadón de la sala capitular de las Madres. Las Madres quebrantaban sus costumbres cediendo de lo suyo con que remediar la pobreza de don Jeromillo. Lo habían prometido por acuerdo de la Comunidad; pero las hermanas del capellán siempre vacilaban. La portera, la clavaria, la priora, la monja que saliese, las escuchaba sin corresponder a su sonrisa. Toda la casa, toda la casa en beneficio de su sacerdote, del pobre párroco herido y de los que le visitasen; toda la casa. Pero cada silla constituía en sí un costoso beneficio; cada una, porque las prestaban de una en una; y por las noches, al traérselas, las revolvían, las tocaban, las contaban. Por cada silla de la Comunidad, y por cada voz risueña de la tertulia del convaleciente, pasaban angustias las dos hermanas de don Jeromillo. Todo estuvo bien durante la pena de la gravedad: en el dormitorio, silencio, y fuera se esperaba de pie la muerte de don Magín. Pero traspuesto el peligo, se alborotó la alcoba. Llegábanse las dos hermanas para contener la bulla, y no se atrevían porque todos doblaban la risa adivinándoles su miedo, y entre todos el hermano. Hasta corporalmente se crecía don Jeromillo con el desenfado de Jimena y de Purita, y sintiendo el dulce y fuerte sostén de la amistad de la condesa. Le embriagaba la exaltación de su persona, estando tan cerca gentes que siempre le encogieron con sólo mirarle.

—¡Que rabien!

—¿Quién? —preguntaba Grifol.

Doña Corazón suspiraba:

—¡Quién ha de ser! Elvira, la Monera, don Cruz, don Amancio...

Grifol ponía sus manos en el puño de su bastoncito.

—¿Elvira, la Monera, don Cruz, don Amancio...? —Lo repetía sin recordar nada, absorto en la pronunciación de cada palabra y en cada actitud de blanda gracia de la viuda, que permanecía para él en la hermosura extática de virgen gruesa, según la amó en el principio.

Y una tarde presentose el archivero, mosén Orduña.

—¡A buena hora! —dijeron todos viéndole entrar con las trémulas manos tendidas preguntando, como si acabasen de traer herido a don Magín. Sentose y puso la teja bien acostada en sus rodillas.

Hasta los males pasan.

Vuelto el párroco a San Bartolomé, quedó el capellán de la Visitación en su quietud de pobre. Damas, Juntas, prebendados fueron subiéndose a su jerarquía. Don Álvaro, el padre Bellod, don Cruz, Alba-Longa, se remontaron como águilas sin acordarse de don Jeromillo. Y cuando don Magín le llevó a Palacio para agradecer a Su Ilustrísima sus bondades y honras, sobrecogiose, y buscó el arrimo del ventanal de la saleta. Desde allí, contemplando la noria, las almajaras, los frutales; imaginándose al obispo como un grave eclesiástico rural, resistió sus preguntas y sus ojos. ¡Ya no era el mismo Su Ilustrísima que antes! ¡Es decir: ahora Su Ilustrísima y los demás eran verdaderamente lo mismo, leñe! ¡Cuánto misterio!

X. Nuestro Padre San Daniel

Un día, en medio de la calle, don Jeromillo se sonrojó y se aturdió más de lo suyo porque, sin querer, acababa de decirse que algunas mujeres se quedaban muy hermosas después de parir.

Lo pensó por la de Lóriz, que hasta en la voz y en el andar le parecía de una hermosura más dulce, más cálida y más firme desde que era madre.

Y confirmó su parecer viendo venir a Paulina de la misa de su purificación. Don Jeromillo se paró, mirándola; las gentes se asomaban, y en cada boca prorrumpía un requiebro para la hija de don Daniel. Iba entre el esposo y la hermana; y delante, el recién nacido, en brazos de la criada de Gandía. Paulina y la condesa también coincidieron, según comentó la Monera, en tener hijo. No en el nombre: al condesito se le puso el de su padrino, el hermano de la madre, el hermano artista y pecador: Máximo; al de Paulina, Pablo, por voluntad de don Cruz; pero Alba-Longa le llamó el nombre primitivo del apóstol de las gentes: Saulo, esto es: deseado.

Con los lutos resaltaba primorosamente la nueva belleza de Paulina, belleza maternal, amplia, de contornos tan perfectos que semejaba virgen, virgen llegada a la plenitud de la forma. Toda tan hermosa, que don Álvaro padecía sospechándola deseable para todos los hombres. Siendo de otro, ahora comenzaría para «ése» el exaltado goce de la mujer en la revelación de todas sus delicias. El esposo buscaba celosamente a ese otro en sí mismo, y la guardaba de él aborreciéndolo, y, algunas veces, aborreciéndola también a ella, como culpándola de su belleza. Tuvo un rencor desesperado cuando Elvira le reveló, una noche, que proclamaban a Paulina, a la de Lóriz y Purita «las tres mujeres de Oleza». Pero la primera, Paulina.

Quisieron esconder la alabanza como un oprobio. Y si la sorprendían vistiéndose, o ciñéndosele las ropas, toda modelada, o en un instante glorioso de sol y de campo, o al darle el pecho desnudo al hijo, contemplándoselo ella descuidadamente, siempre se miraban los hermanos; y, entonces, en lo íntimo del hogar, les parecía sentir la brama de todos los hombres jóvenes de Oleza.

Llegaron a creer que su cavilación recelosa se incorporaba a los demás. Muchos se preguntaban si legítimamente se podía tener tan lozana figura, si se podía tener una boca tan encendida, una mirada de tanta caricia no siendo feliz. Porque de seguro que Paulina no era feliz; y poseía hasta la calidad de belleza de la mujer dichosa. Era hermosa complaciéndose inocentemente en serlo. Almas acendradas, almas de Dios, logran no entristecerse por las alegrías del prójimo; pero el ajeno infortunio les comunica un irresistible prurito de administrarlo. Se quiere gobernar los pensamientos y obras del desdichado, sus gestos, sus palabras, sus lágrimas, su vestido, todo su dolor, toda su vida de luto. Y no comportándose como esas almas piensan que vivirían ellas, sienten un desencanto difícil de perdonar. No se lo explican.

La ciudad tampoco se explicaba ese espléndido florecer del cuerpo de Paulina. Y era una expectación insoportable de su gentileza. Esta expectación, esta inquietud, rodeando las casas olecenses, se revertía en don Álvaro y su hermana. Con los ojos de Elvira espiaba el pueblo a la hija de don Daniel. ¿Qué haría con su carne triunfal a cuestas?

La señorita de Gandía se persuadió de que si se aguarda tanto una cosa, es porque ha de suceder, ha de suceder siquiera para el corazón que está acechando.

Víspera de Todos los Santos, se peinó y se rizó el fleco y las bandas, se puso el vestido-hábito de salir, y asomose a la sala de los retratos de sus padres. Los dos semejaban atisbar a la nuera. Paulina, al lado de la cuna del hijo, se doraba de puesta de sol, una puesta de sol otoñal que labraba en bronce los sillares del palacio de Lóriz.

El óleo del difunto Galindo era el espejo de la sonrisa dura y lívida de la hija. La señora Serrallonga se agrietaba espantosamente en el brasil de los pómulos. Un cáncer abierto por el verano de Oleza en la pintura de la muerta.

Acercose más Elvira.

Dormía el niño bajo la niebla de una gasa; y la madre, reclinada en la vidriera, había dejado de coser las finas orillas de un pañal, y miraba la calle.

Ladeose la cuñada para verla.

Paulina sonreía, estremeciéndosele apasionadamente los pechos. Elvira se puso a su espalda, y aspiró el perfume de su respiración. Le pareció sentirla como hombre. Pero la distrajo un balcón entreabierto del palacio. El hermano de la condesa tenía al ahijado en sus brazos, y meciéndole y cantándole se lo llevó por otros salones.

Los padres les siguieron gozosamente, y sobre un fondo de apacible riqueza de tapiz se besaron en la boca.

Paulina retirose hacia la cuna, y tropezó en unos muslos huesudos. Una voz sumida y burlona murmuró:

—¡Pude quitarte a tu hijo sin que me sintieses! —Y Elvira estuvo mirándola, mirándola; y le preguntó de pronto:

—¿Tú les saludas a ésos?

Paulina se inclinó humillada.

—No; yo no les saludo. Álvaro no quiere.

—¡Álvaro no quiere, Álvaro...! —y en seguida, casi aniñándose, le dijo:

—¿Confiesas hoy? Yo, sí. Siempre comulgué en la fiesta de Todos los Santos, y el día de las Ánimas, además, por nuestros difuntos. No me falta sino echarme la mantilla. ¿Te aguardo?

Y al atardecer salieron juntas las dos cuñadas.

...Cuando subían las gradas de Nuestro Padre ya recogían los mendigos del pórtico sus cayados, sus muletas, sus escudillas de pedir; y, viéndolas, volvieron a su plañido; pero al reconocerlas se marcharon. Elvira nunca les daba limosna, y la hija de don Daniel tampoco acompañándola la «flaca».

Dormía el templo en una tiniebla blanda que parece que se oiga tejer y apretarse en la soledad.

La luz inmóvil de un cirio de promesa, la mariposa del sagrario, cavaba más honda la obscura distancia de los ámbitos. Y dentro de la bóveda de los altares, en la noche anticipada de las hornacinas y de los nichos de los retablos, les quedaba a las imágenes una palidez amarga, gelatinosa, recogida por el barniz de sus rostros y de sus manos. Eran como cadáveres que se habían levantado, y en sus ojos, abiertos, se cuajaban las últimas gotas de claridad. El Cristo, acostado en su sepulcro de hielo de cristal, semejó volverse un poco para saber quién pasaba a esas horas.

Los pasos de Elvira y de Paulina imprimían su huella en todas las losas, en todos los recintos. Cada paso pisaba toda la iglesia; la iglesia se hinchaba, se llenaba de dos mujeres andando en la umbría, y Paulina se sintió a sí misma en las rinconadas, en los enterramientos, en las húmedas revueltas. Tuvo el miedo de los sitios donde no estaba. Se le antojó ser una imagen que había bajado, dándole el miedo de ella misma. Se paró precisamente en un altar que siempre evitaba.

Entre dos candeleros de llama de tea estaba la urna del cuerpo de un niño mártir. Lo compró un noble murciano en Roma. El niño tenía la faz rellena de cera, los pómulos teñidos, los ojos redondos, de vidrio, ojos de pardal embalsamado. Llevaba una túnica de realces de plata que oxidaban la seda, y encima del pecho una palma como la espina de un pez fósil. Paulina se acongojó sin lágrimas mirando el niño desenterrado, destapado para siempre bajo la devoración de la piedad, enseñando por las costuras podridas las articulaciones de alambre de los huesos.

La cuñada le habló, enfriándole una sien. Quería prevenir al padre Bellod antes que cerrasen la puertecita del claustro. Del claustro llegaba un ruido de árboles, un aire de otoño que estremecía las viejas banderas heráldicas consagradas a San Daniel.

Ella quedose esperando delante de la verja. Y cuando se perdieron del todo los pasos de Elvira, la sobrecogió el silencio casi dulcemente. En el cimborrio duraba lo último de la tarde como un lienzo mojado. Bajó un aleteo de nido, y este alboroto de pájaros la envolvía de una sensación de cielo, de anchura de paisaje. Pero después, en la quietud, su receptividad nerviosa iba hiriéndose de miradas precisas de aves. Y apenas surgieron las sombras del padre Bellod y de Elvira, se precipitó a la red del confesonario del párroco. Al persignarse levantó los ojos. Se había derretido del todo el día, y las vidrieras de la cúpula quedaron como lápidas. La penitente atropelló su confesión; besó la cruz de la estola morada, y apartose arrodillándose junto a la pila lustral.

La cuñada le dijo:

—¡Esa confesión no puede servirte!

La capilla, recién obrada y dorada, toda cruda de líneas, tenía encendidos seis cirios clavados en los hacheros de las expiaciones y ofrendas. Las alas de los ángeles, dos ángeles grandes y rubios, que soportaban las lámparas desde las cornisas, tendían sus espectros por los muros. Un oscilar, una torcedura de las luces, les comunicaba un vuelo silencioso de paños, y entonces por las mejillas de Nuestro Padre circulaba el brillo de su amoratamiento de ahogado.

Más torvo, más viejo Nuestro Padre en la exactitud de la estofa y del color recientes; y su cabellera, de pelo de mujer, le dejaba, de noche, una intención penosa y mala de máscara, una mueca, un remedo de la santidad que exhalaba en las horas buenas del día, y que ahora se iba despojando como un hombre cansado, muy triste, se va quitando su sonrisa y su vestidura en su dormitorio.

La confesión de Elvira fue un diálogo apasionado y profuso, con un silbo de eses largas, con nombres rotos: el de don Álvaro, el de Paulina, el de Purita, el de Lóriz, el de don Magín...

Paulina se sintió abandonada en el olvido de la iglesia.

A lo lejos, en el patio parroquial, en el vestuario, en la casa eclesiástica, en las calles próximas, sonaban voces de acólitos, estrépito de postigos; después, el rumor se deshacía como una burbuja. Pasó una diligencia. Pero era la parroquia la que se alejaba, extraviándose en la noche.

Salió el padre Bellod del confesonario, y sus pisadas de zapatón ancho retumbaron multiplicadamente en toda la nave.

La sombra de Elvira cruzó golpeándose contra los muros tallados, contra las cuelgas de exvotos. Luego, su perfil de arrodillada se quedó tocando la copa de alabastro de la lengua y el corazón del obispo Villalonga. Elvira rezaba la penitencia a los pies de Nuestro Padre.

Crepitó un cirio, y despertose crujiendo un retablo. Rodó mucho tiempo una gota cuajada de una arandela. Se oía vibrar las alas de una mosca caída en un telar de arañas. Una carcoma; un zumbido; se desdobló una pegajosidad de murciélago. Por el ábside vino un temblor de alpargatas y de llaves viejas. Aparecía y se perdía una luz que taladraba la foscura. Gimió una puertecita ferreña. Sería la del claustro. Y resonaron los portales arrastrados por carriles hasta chafarse todo en un trueno. Después, el silencio en ondas de silencios, y el silencio inmóvil. Ahora la iglesia ya no parecía que se alejase por latitudes despobladas, sino que se sumergiese en unas aguas lisas, que dejaban pasar los rumores más menudos de la superficie.

Paulina tuvo la angustia del enterrado vivo, el ahogo y el esfuerzo de la voz que no se oye, que no suena, como en una pesadilla de espanto en que se pide socorro y no sale el grito que se da. Se le enfrió el cuerpo de un sudor duro que le pinchaba; en cada poro le nacía una granulación de frialdad, y se le erizó la espalda.

Elvira continuaba rezando implacablemente a Nuestro Padre.

Paulina la veía temblar entre las palpitaciones suyas. Todas las imágenes habían bajado y se acercaban a la capilla y se le ponían detrás, y ella quiso volverse y quiso mirar a San Daniel; pero permaneció rígida, con los ojos en una losa, la misma losa, por donde pasaba un gusano de humedad que se paró como si lo supiese, y la sombra del gusano crecía. Ella creyó que lo sujetaba mirándolo; y así, con un latido en la lengua, en el paladar, en la boca, exhaló:

—¡Nos están encerrando!

Elvira semejaba muerta.

—¡Nos están encerrando!

Y Paulina se agarró a un codo de su cuñada.

Elvira, apartándola, le dijo:

—¡Qué más quisiéramos! ¡Pasar la noche con el Santísimo y Nuestro Padre! ¡Míralo, que está él mirándote ahora!

Nuestro Padre San Daniel era un don Álvaro espantoso.

Y Paulina se escapó gritando. Todos sus terrores de criatura y de mujer se le juntaban y la perseguían cogiéndola del manto. Detrás, Elvira la llamaba.

En la puerta del claustro, apareció el padre Bellod con un farol de aceite que le devoraba de amarillo las viruelas y el ojo blanco calcinado.

Paulina se arrojó en la noche grande de cielos, en la noche del mundo.

Su cuñada se quejó:

—¡Yo no sabía que le tuvieses miedo a Nuestro Padre...! —Y miraba a la mujer de su hermano sin parar de reír...


AQUÍ ACABA
«NUESTRO PADRE SAN DANIEL»;
PERO OLEZA Y SUS GENTES APARECEN
EN LA SEGUNDA PARTE DE ESTE LIBRO,
TITULADA
«EL OBISPO LEPROSO»


Publicado el 27 de julio de 2020 por Edu Robsy.
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