Parábola del Pino

Gabriel Miró


Cuento


El viejo hidalgo don Luis había heredado de sus abuelos templanza y sabiduría, algunas hanegas de sembradura y un pinar que empezaba delante de su casona, labrada en las afueras del pueblo, con un pino grande y añoso.

Todas las tardes acudían y se sentaban al amparo oscuro y fragante de las ramas los amigos y discípulos de don Luis. No podían pasar sin verle y escucharle, porque era maestro y señor de todos en la causa de un príncipe desterrado. Como ellos vivían en la ciudad se congregaban a su antojo; decidían cualquier empresa, pero a punto de realizarla se les aparecía, en la memoria, el solitario caballero, majestuoso y dulce, de barbas blancas y copiosas que le bajaban hasta el magno pecho, y calvo y limpísimo cráneo en cuya cima resplandecía la lumbre llegada entre el ramaje del pino.

Era fuerza recibir su consejo y permiso. ¡Y siempre el árbol endoselándolo como un trono de patriarca! Sentían su pesadumbre y oscuridad; y hasta llegó a parecerles que el entredicho, la aprobación o censura brotaba del ancho y venerable tronco, como la goma de su corteza. Y he aquí que los fieles amigos del hidalgo le respetaban con grandísimo amor y murmuraban del pino del portal; de modo que, amando al monarca, vinieron a malquerer el trono.

Acabado el examen y discernimiento de lo político y lugareño, don Luis les decía serenamente filosofías de mucho donaire y sencillez; y luego dedicaba a su buen árbol palabras de gratitud y alabanza.

—Sí que debe de querer esta sombra compañera —le dijeron una tarde—; pero también le priva de contemplar todo el valle, que es una bendición para los ojos.

Don Luis defendió su pino. Para ver el paisaje en su inmensidad bastábale salir del abrigo y umbría de las ramas; así, tenía valle y sombra amiga. Sin el árbol pareceríale su casa demasiado sola, desnuda y como avergonzada y medrosa. Y el viejo pino, que semejaba oír y agradecer esta privanza, producía una música de mucho apaciblimiento.

Y otra tarde, porque el hidalgo amonestó a sus amigos con grande severidad, sintieron ellos en su corazón densa y enemiga la sombra del ramaje. Y ya lo aborrecieron como se aborrece a un hombre. Lo miraron, lo celaron ansiosos de hallarle motivo que justificase la malquerencia. Las miradas de los hombres bajaron desde las ramas cimeras a la fuerte raigambre. Vieron en la cercanía otros pinos menudos y ruines, quizás engendrados por el frondoso del portal, y se conmovieron de lástima.

Entonces, el más audaz y valido del maestro le mostró los arbolitos recientes, y exclamó: —¡Todo el amor es para el viejo, mientras esos pobretes se mueren!

Una voz logrera dijo: —Si lo cortara medrarían los otros, y no faltaría quien se lo mercase por treinta duros.

Don Luis se enfureció, se afligió... Mas supo perdonar a los blasfemos. Fingiendo sumisión y arrepentimiento, se fueron los amigos.


* * *


¿Qué tenía el árbol amado?

Amarilleaba, empobrecía su verdor. Vanos fueron los sabios y tiernos cuidados de don Luis. Desprendiose la pinocha. Y el árbol quedó raído, seco, siniestro.

Lloró el anciano oyendo los hachazos de los leñadores.

En el crepúsculo se derrumbó todo el árbol, muerto, con estrépito y quejumbres, como si las brisas, furias del vendaval y cantos de aves que en él se recogieron tantos años escaparan gimiendo para buscar otra fronda viva y lozana.

No quiso el hidalgo que partieran el tronco, y entero lo guardó en su inmenso patio, donde gallinas y gorriones lo envilecieron, lluvias lo pudrieron y ratas y carcomas lo devoraron...

Lo tocaba suavemente don Luis, auscultando las pobres entrañas; lo contemplaban sus ojos, ayudados de recia lente, buscándole el mal que lo secara; y el áspero crujido de su aniquilamiento le conmovía dolorosamente. Y al cabo decidiose a que un leñador abriera el tronco. Sonó el golpe del hacha astillándolo, desgarrándolo, y el hidalgo apartaba con angustia la mirada, temblándole la voz al preguntar qué iba mostrando la honda herida.

Y cavando en ella salieron chispas azules, y el hacha se rompió.

El leñador y el viejo caballero se contemplaron con grande pasmo. Luego, investigando afincadamente, vieron un hierro largo y un trozo agudo de pedernal.

Dijo el leñador, después de larga meditación:

—Pues el clavo lo hincaron encendido... y si es al pedernal, debieron darle algún unto del diablo.

Don Luis, la noble barba estremecida de ira, los ojos llorosos de compasión, alzó los brazos y gritó: —¡Me lo asesinaron!

...Inútilmente llamaban los amigos a la puerta de la noble casa. No lograban ver a su jefe y maestro. Siempre les decían que andaba por los campos; y don Luis no salía de su cámara. Pero se recibieron nuevas de que un señor, eminente en política y nobleza, llegaba al pueblo para descubrirles y preparar los designios del amado príncipe del destierro; y como el solitario era el caudillo de los políticos lugareños, y en su casa había de aposentarse al enviado, abrió sus puertas, y con el forastero pasó, también, el olvido de sus querellas. Y es que, aunque sabio y todo, el buen don Luis era hombre.

...Después de la recepción y comida, salieron al arcaico balconaje de la casona.

El ilustre enviado miraba con embelesamiento la alegría y feracidad del amplio valle y la valiente espesura del bosque, celebrando el gayo verdor y lozanía de un pinar joven que estaba cercano.

Entristeciose el hidalgo y, con apagada voz, dijo:

—Aquí delante había un pino viejo, árbol fuerte, glorioso, que ya protegió los solaces de mi abuelo cuando era infantico... ¡Y me lo mataron!

—Pues desde que se secó —murmuró otro— que medran esos tiernos y han triplicado su valer, que el grande se chupaba todo el jugo...

—Entonces hicieron bien en matarlo —sentenció el forastero, que también debía de ser sabio—. La vida se renueva y perpetúa por el sacrificio de otras vidas, aunque éstas nos parezcan venerables.

—¡Qué hicieron bien! —gritó angustiado don Luis. Y no pensaba en su árbol. Sentía dentro de su carne y de su alma herida de pedernal untado y de hierro encendido. Vio a los pinos jóvenes, que parecían sonreír dorados de sol, y a los amigos-discípulos alborozados, como si bebiesen jugos de una vida poderosa, que era la suya...

Por la noche hizo abdicación de su mando y señorío: bajó al patio y besó el tronco muerto.


Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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